!policia! !detenga a ese libro! - albert segurana

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María adora leer, es lo que más le gusta, y cuando le ofrecieron el trabajo de revisora en una editorial pensó que era lo mejor que le había pasado nunca. Pero pasan los meses y se da cuenta que no es así, que los cientos de maravillosos textos con los que soñó no llegan a sus manos...o eso cree ella. Pronto descubrirá que unos extraños ladrones no quieren que los buenos libros se publiquen.

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¡Policía! ¡detenga a eselibro!

Albert Segurana

Published: 2010Tag(s): "ciencia ficción" fantasía misterio aventurashumor magia

¡POLICíA!¡DETENGA A ESE LIBRO!

ALBERT SEGURANA

A mis amigos, que sufrieron mis

faltas de ortografía y que,afortunadamente, no se enfadaron

cuando usé algunos de sus nombrespara los personajes de esta historia.

El libro es nuestro

Sentado en un pupitre viejo y

desvencijado, arañado por miles deaburridos bolígrafos, intento quitar altiempo sus horas a base de disimuladosbostezos. Mis ojos se desentienden dela pizarra y mis oídos de la implacablelección. Desearía estar solo a unosmetros de donde estoy, fuera, en lacalle, jugando con el sol y el viento.Pero me resigno a estar lejos, muylejos, en el mundo de los malosestudiantes… el país de laimaginación. ¿Queréis ver lo que yoestoy viendo? Bajad entonces elasiento abatible de mi pupitre, sentarosa mi lado, y prepararos para escucharun cuento.

Érase una vez una chica que

se llamaba María. Le encantaban loslibros; tocar sus hojas, oler sus páginas,embriagarse con sus historias. Tal era supasión, que cuando le ofrecieron eltrabajo en la editorial no se lo pensó dosveces. Éste consistía en leer las decenasde manuscritos que llegaban cada día,descartar los que no le gustaran, yseleccionar los mejores; sería, por asídecirlo, una descubridora de historias.Ella pensó que en la editorial se sentiríacomo un niño en una fábrica degolosinas, y como si de caramelos setratase, engulliría todos aquellosfantásticos textos sin parar. Pero tardópocos días en darse cuenta de que no era

un trabajo tan bonito: los textos quellegaban eran pesados de leer, pocooriginales, muy repetitivos… tan malhechos!. Entregaba algunos a su jefe aregañadientes para que no pensara queno se los leía, o que era demasiadoexigente; pero María sabía que esosseleccionados nunca llegarían a sergrandes libros. Al cabo de algunosmeses pensó en dejarlo; no entendíacómo entre tantas historias que recibíandiariamente no hubiese ninguna que legustase. Pero ella no sabía que…

Era un miércoles por la

noche y María estaba sentada en su sofápreferido junto a la ventana. La lunanueva iluminaba mágicamente la

habitación, y las veces que eso ocurría,la joven lectora leía los textos a revisarabriendo sólo la pequeña luz de lamesita. Pero esa noche estabademasiado cansada; así que decidió queacabaría de leer un último manuscrito,recogería todos los demás, que habíainconscientemente repartido por toda lahabitación, y mañana seguiría. A las doslíneas, se dio cuenta de que esa historiatampoco llegaría a ninguna parte y seabalanzó sobre el otro grupo de papelesque tenía más cerca. Cuál fue susorpresa al ver que ese fajo de foliosencuadernados se movía rápidamentepor el suelo de parquet. Se levantóasustadísima, pensando que una ratahabía entrado en la habitación, miró

fijamente cómo se alejaba, y en un actode heroicidad lanzó el pequeño tabureteque usaba de reposapiés. Éste impactócontra los folios deteniendo su avance.Sin pensarlo, corrió hacia aquella zona ylevantó con el pie el taburete, luego elfajo de folios, pero allí no había nada.Lentamente acercó el trabajo a sus ojos,lo abrió y empezó a leer. Era unahistoria preciosa, magníficamenteescrita, como nunca en tantos meseshabía leído… no lo podía creer. Sindarse cuenta, se pasó leyendo aqueltexto, de pie, hasta las cuatro de lamadrugada. Emocionada, dejó eseprecioso hallazgo encima del sofá ypensó que al día siguiente correría a laeditorial para entregarlo con los honores

que se merecía. Cerró la luz de lahabitación y se fue a dormir. Por lamañana los folios habían desaparecido.

María no entendía nada.

Buscaba por todo su ático pensando que,despistadamente, había dejado eseboceto de libro en algún rincón, ymientras lo hacía, llegó incluso a creerque todo había sido un sueño, queaquello no había sucedido jamás. Perono era posible, se acordabaperfectamente de la historia que leyó ycasi podría jurar que el último sitiodonde lo dejó fue encima del sofá.Después de pasarse dos horas buscandosin cesar, decidió que iría a la editorial,entregaría los dos textos que ya había

seleccionado, y volvería a su casa paracontinuar registrándola.

Descendía por la calle de

Fuencarral en dirección al centro. Sinatender al intenso tráfico cruzaba losarcenes sin mirar; su mente no trazaba enese momento un mapa de Madrid, perosí uno detalladísimo de su piso. Así quecuando llegó a la editorial sin acordarsedel recorrido que había hecho, se asustó.Saludó con afabilidad artificial a larecepcionista y se dirigió corriendo alsegundo piso. Pero justo cuando pisabael rellano, Javier, un simpleadministrativo de la empresa al que ellaodiaba por tener el don de dejarlasiempre en ridículo, la interceptó.

—Ey, preciosa princesa delcastillo de los libros encantados, ¿dóndevas con esa cara de sueño? ¿Acaso nohas podido dormir pensando en losremordimientos que te produce rechazarmis guiños?

—Déjame, Javi, tengotrabajo.

—¿Trabajo, tú? ¡Anda ya!si el único trabajo que tienes es el deesconderte de mí. Ni que fuese undragón que viene a comerte, prin-ce-sa.

—Te vas a ganar unpuñetazo como sigas así.

—Eso, eso, pégame, que mepone.

Furiosa, María le apartócon la pesada cartera y se alejó

balbuceando insultos. Una vez delantede la puerta del editor, ésta se abrió y unhombre alto, con mirada penetrante ydelgadez extrema, la invitó a entrar.

—Hola. —Ah, María, te presento al señorFrancisco Sanchiz —dijo el editor jefe,mientras apuntaba con la mano alinquietante hombre que le había abiertola puerta—. Es un importante escritor denovela fantástica, pero, qué estúpido,con lo que llegas a leer, seguro que ya loconocías.

—La verdad es que no.¿Qué libros ha escrito?

—¿Cómo? —interrumpió eleditor mientras la miraba sorprendido—

¿No conoces al escritor de "Elsentimiento de los libros" o "El Tesorode las tumbas"?

—Em… la verdad es queno—respondió instantáneamente.

—Bueno, pues ya sabes quédos nuevos libros has de leer. Pero,dejémonos de presentaciones y dime,¿qué me traes hoy?

—Tengo estos dos trabajos.No son para tirar cohetes, pero con unpar de retoques tienen potencial. Y teníaotro, pero… —María reflexionó y pensóque sería mejor callar. Pero cuandoestaba a punto de desmentir el hallazgodel tercer libro, el señor Sanchizañadió.

—Pero ha desaparecido

inexplicablemente y con la seguridad deque lo había dejado a buen recaudo.

María se quedó petrificada.¿Acaso ese hombre le había leído lamente?

—Por su rostro deduzcoque he acertado —dijo el señor Sanchizmientras se sentaba en el pequeño sofádel despacho—. No se preocupe, no esusted a la única a la que le sucede.

La joven lectora no sabíaqué hacer. Si desmentía cualquierpérdida o desaparición, cerraría lapuerta a su ahora despertada curiosidad.Pero si afirmaba que un buen texto habíadesaparecido, o mejor dicho, que lohabía perdido, el editor se fijaría en suyugular. Así que optó por callar.

Sanchiz recogió una taza deté que había en la mesa, reposó loslabios lentamente en su borde, hizoademán de sorber, y después continuóhablando.

—Como esto continúe aeste ritmo, los buenos librosdesaparecerán.

—¿Nos está insinuando queestán desapareciendo los libros? —interrumpió María, desbordada de lamayor de las curiosidades que anulabancualquier atisbo de prudencia.

—No, los libros no… losfuturos libros. Pero antes que diga nada,déjeme que le explique… ¿Ustedescribe?

—Sí, a menudo, después de

leer, es mi segunda afición. ¿Por qué melo pregunta?

—Estoy haciendo unapequeña introducción —sonrió mientrasobservaba el rostro de absolutaconfusión del editor—. Pues bien, si austed le gusta escribir, seguramentequerría que ese texto aparecieseencuadernado en un precioso libro, ypara que eso ocurra, lo más lógico esque lo envié a diversas editoriales y aconcursos, ¿cierto?

—Sí, claro, son dos formasnormales de conseguir este objetivo,aunque yo no…

El escritor la interrumpió. —Es sólo un ejemplo,

espere. Imagine que no gana ningún

concurso, que ninguna editorial seinteresa por su trabajo… dígame: ¿quépensaría?

—Pues sinceramente, quemi trabajo no gusta, que no soy unabuena escritora.

—Veo que usted da porhecho que ese trabajo llega siempre a sudestino.

—Evidentemente. Se puedeperder alguno por el camino, pero todoses imposible.

—¿Y si no fuese así? ¿Y siese excelente libro se extraviara una yotra vez?

La joven lectora sonrió,nunca había oído semejante estupidez.

—Eso es imposible.

—Imposible… me encantala seguridad con la que pronuncia esapalabra, veo que la humanidad sigue tanradical como siempre.

El señor Francisco sorbióun poco más de su taza de té, la dejólentamente en el lugar de dondeanteriormente la había recogido, cogiósu cartera, de la que extrajo unospapeles, y se los ofreció Miguel.

—Se los entrego en mano,ya que veo que no consigo hacerlo porningún otro medio.

—¿Perdón? —preguntó eleditor jefe mientras recogía una abultadapila de folios escritos.

—Supongo que después demandar diecisiete veces mi último libro

de todas las formas posibles, ésta meparece la más segura.

En la cabeza de María casiresonaron dos de las últimas palabrasque había pronunciado el escritor

"¿Diecisiete veces? ¿Habíaintentado enviar su último librodiecisiete veces y nadie se lo habíaentregado a Miguel? Una de dos: o elseñor Sanchiz era un embustero, o elpersonal de esta editorial eraincreíblemente ineficiente. "

—Um, me da que alguien deesta oficina me está entorpeciendo másde lo admisible, y creo que hoy mesiento con unas descontroladas ganas dedejar sin trabajo a esa persona.

—Como ya he dicho antes,

no soy el único perjudicado. De hecho,últimamente las editoriales se ven faltasde buenas historias. Y corre un divertidorumor entre los sufridos seleccionadoresde nuevos valores —Sanchiz miró aMaría con complicidad—. El rumordice que los libros andan solos por lacasa, se esconden y desaparecen.

María se sobresaltó."¿Cómo podía haber olvidado laanécdota de ayer? Su precioso ydesaparecido texto anduvo por el suelo".Y después del sobresalto, un inquietantemisterio se adueñó del momento. Por lovisto, el señor Francisco estabaafirmando que ese libro andarín no fueproducto de su imaginación, y peor aún,no era en absoluto un caso aislado.

—Sí, claro, y losmejillones nacen en campos de trigo. Loque les pase al resto de editoriales metrae sin cuidado, pero que en mieditorial los listillos hagan su agosto estotalmente inadmisible. Quiero cabezasy las quiero ¡ya! —dijo el editormientras salía furibundo de su despacho,pero una mano le sujetó el brazo confuerza.

—Mi amigo Miguel, así loúnico que conseguirá es perder tiempo,salud y algún que otro buen empleadosin motivo alguno. Hagamos una cosa,yo averiguo quién es el ladrón y ustedintenta que mi libro no vuelva adesaparecer. ¿Le parece bien?

—Porque sé que tiene razón

y lo único que conseguiré es perdertiempo, le dejo hacer, y no se preocupe,que a partir de ahora dormiré si esnecesario con estos folios, pero queconste que ganas de salir con unametralleta y matarlos a todos no mefaltan.

—Y no lo dudo —sonrióSanchiz—. Y en cuanto a eso que hadicho de dormir con mi libro, no estaríamal, aunque prefiero que lo guarde en sucaja fuerte, eso será suficiente.

—Mire, lo voy a hacerahora mismo, no me fío ya de nadie.

El editor jefe se adentró enuna pequeña habitación adjunta y esoprovocó que el señor Francisco y Maríatuviesen un pequeño lapso de intimidad.

—María, tiene queencontrar su libro —susurró Sanchiz.

—No se preocupe, dehecho es lo que quería hacer al salir deaquí.

—Por mucho que lo intente,no lo va a encontrar en casa, ese libro yaestá perdido. Lo que tiene que hacer esconseguir una cita con el escritor paraque le entregue una copia.

—¿Pero cómo voy a hacereso? No sé quién es, ni dónde vive…sólo recuerdo la historia que escribió.

—Piense un poco, tiene quebuscar el sobre con el que llegó.

María iba a disculparse porno haberlo pensado, pero el señorMiguel los interrumpió.

—Bueno, su libro ya estámás guardado que el tesoro de la reina.

—Estupendo, pues yo metengo que ir, ya sabe, me esperan en laradio.

—Sí, claro, claro, váyase,váyase. Ya quedaremos más tarde parahablar.

Francisco recogió sucartera, se puso la gorra y se alejó deldespacho como si de un gentlemaninglés se tratara.

—María, va, volvamos altrabajo. La recepcionista tiene unostextos más para que te los leas, peropreferiría que antes me explicaras quees eso de un libro desaparecido.

La joven lectora notó como

si la sangre de todo su cuerpo sevolviese pesada y se precipitase hasta elsuelo.

—Lo siento señor Miguel,ahora mismo voy a mi casa y mañana sela traeré, no se preocupe.

—Eso espero, no megustaría ver cómo entra en el club de los"empleados prescindibles".

María se despidió deleditor y se alejó del despacho a unavelocidad inusual para ella. Bajórápidamente las escaleras hasta llegar alhall. La recepcionista intentó advertirlede que se dejaba los trabajos paramañana, pero ella sabía que el librodesaparecido tenía prioridad absoluta.El señor Sanchiz le había dado la

solución, así que intentaría llegar a sucasa lo antes posible, buscaría el sobre,y quedaría con el escritor.

Aunque no le gustaran,

cogió un taxi en Gran Vía. El sol delverano impactaba sobre las blancas yabigarradas fachadas de la avenidaprovocando que las sombras de losedificios huyeran despavoridas. Nada ninadie se quedaba sin su porción de luz,todo era visible y misteriosamenterealzado, era como si a esa hora el solse convirtiese en un sultán y Madrid ensu concubina preferida… y tocaba cama.

Llegada a su piso, se

abalanzó sobre la papelera y no tardó

mucho en seleccionar qué eran trozos desobre y qué no. Buscó entonces todas laspartes con letra y, cuando tuvo losmembretes reconstruidos, se fue hacia sudespacho donde estaban los borradoresde los libros. Al final, sólo quedabantres sin dueño; dos eran los que habíaentregado a su jefe, y por eliminaciónencontró al escritor.

—Ya te tengo, así que tellamas Elvira.

Sin saber la causa de sudelito, el auricular fue salvajementearrebatado de su asidero y las teclas deéste fueron pulsadas con crueldadinusitada.

—¿Diga? —¿Es usted Elvira Font?

—Sí, yo misma, pero nogracias, no quiero Internet en…

—¡No! No cuelgue, soy dela editorial.

—¡De la editorial! Madremía, yo…

—Perdone que la molestepero nos hemos leído su libro y nos hagustado, o mejor dicho, nos haencantado. ¿Podríamos quedar?

—Por supuesto que sí. —Perfecto, que le parece

hoy a las nueve. —¿Cómo dice? ¿Hoy

mismo? Pero… —Ya sé que es muy

precipitado, pero es que estamoslanzando una nueva colección y su texto

nos encaja perfectamente. —Ningún problema, ningún

problema, oh, Dios mío. —Perfecto. ¿Le apetecería

que la invitase a cenar en un sitioinformal? No sé, ¿qué tal en las terrazasde la plaza Odalvide?

—Sí, sí, estupendo. —Ah, y otra cosa, tendría

que traerme una copia de su libro; el quenos envió ya está en edición y yonecesitaría uno para comentar algunospuntos que me parece importantemodificar. Por cierto, qué maleducadasoy, me llamo María.

—Se lo traeré, no sepreocupe.

—Bien, pues nos vemos a

las nueve. María estaba eufórica, no

pensaba que sería tan sencillo. Miró a sualrededor la cantidad de papelesesparcidos por el suelo y se rió de símisma. Pero cuando empezaba arecogerlos, el teléfono sonó.

—¿Diga? Del otro lado del auricular

no se escuchaba nada, de hecho parecíacomo si nadie hubiese llamado. Al cabode unos segundos, decidió colgar. Perocuando se dio la vuelta, María gritó: lostrozos de papel que habían esparcidosen el suelo se habían unido para formaruna frase en la que ponía.

"El libro es nuestro"

Pudo seguir gritando, huir,

esparcir furiosamente la frase hecha controcitos de papel o llamar a alguien.Pero con todo el cuerpo paralizado deterror era difícil decidirse porcualquiera de las opciones posibles. Porsi todo eso fuera poco, a alguien se leocurrió asustarla aún más llamando a lapuerta.

—¡María!, ¿estás aquí?,¿me oyes? Ábreme.

La puerta era aporreada unay otra vez mientras el corazón de Maríaretumbaba.

—¡María! Soy Francisco, elescritor ¡Ábreme!

Esa última frase hizo

reaccionar a María, que corrió hacia lapuerta para abrirla y lanzarse a losbrazos de su salvador.

—Los sobres… una frase…fantasmas…

—María, tranquila, noentiendo lo que me quieres decir, y porfavor, deja de sujetarme con tanta fuerzaque no puedo respirar.

—… llamaron al teléfono ylos sobres formaron un mensaje, y nosabia que hacer, y…

—Um, por lo visto tu textoandarín era realmente bueno.

—¡¿Quienes son?! ¡¿Quéhacen en mi ático?! ¡Que se vayan!

—No es tan sencillo, ahorasaben que quieres recuperarlo y van a

luchar para que eso no suceda. —¡Pero yo no he hecho

nada! —Lo sé, lo sé, pero es

preciso que recuperes el texto. Hay quepublicarlo antes de que lo puedanesconder para siempre.

—¡¿Pero quiénes son?! Delicadamente, Sanchiz la

apartó de sus brazos para verle la caracon claridad.

—No lo sabemos. —¿No lo sabéis?¿Y por qué

lo has dicho en plural? —dijo María aúntemblando de miedo.

—Es largo de explicar,pero antes necesitamos que recuperes ellibro para ponerlo a buen recaudo. ¿Ya

sabes quién es el escritor? —Más que eso, he quedado

con ella hoy mismo. Se llama ElviraFont.

—Fantástico, cuanto anteslo tengamos mejor.

—Por cierto ¿Qué hacesaquí? ¿No tendrías que estar en la radio?

—No. Era una excusa parasalir del despacho y poder hablarcontigo a solas. Como puedescomprender, no podía con el editordelante. Pero en lugar de hablar en elrellano, ¿podemos entrar en tu bonitoático?

Aún asustada, María leinvitó a entrar, con la condición queFrancisco fuese el primero. Cuando

llegaron al comedor, los papeles seguíanesparcidos por el suelo, pero parasorpresa de María ya no formabanninguna frase.

—¿Quieres alguna cosa?Tengo té, algo para picar, no sé…

—Gracias, pero no quieronada.

—Por norma general, sueloser muy ordenada, pero por lo visto hoymi casa parece una leonera —María,avergonzada por el desorden, empezó arecoger compulsivamente papeles delsuelo.

—No te preocupes,empiezo a estar acostumbrado a entraren habitaciones llenas de papelesesparcidos.

—Entonces, esto que me haocurrido a mi ya a pasado otras veces.

—Cientos de veces. —¿Cientos de veces? —Sí, en cosa de unos

meses, todos los que seleccionan libroshan pasado por lo que has pasado tú. Ypor el momento, hemos perdido todoslos libros, no hemos sido capaces derecuperar ninguno.

—¿Te encargas tú solo deintentar recuperarlos?

—En absoluto. Muchosescritores nos hemos unido para intentaraveriguar quien roba los futuros libros.De hecho, he venido hoy a la editorialpara verte a ti y preguntarte si habíasvisto la desaparición de alguno de los

textos que seleccionabas. Pero no hahecho falta, te has delatado antes detiempo.

—¿Y tu libro, tambiéncorre?

—Mi libro ya no lesinteresa tanto, hay demasiada gente quesabe de su existencia y es como si lohubiese publicado. Todo y así, aúnpuede desaparecer otra vez, sólo parafastidiarme.

—¿Tan persistentes son? —No lo sabes bien.

Prepárate a perseguir libros, jovencita. Francisco comenzó a

contarle la historia desde el principio.Todo empezó en una de las editoriales

más grandes de Madrid donde, depronto, muchos los mejores textos seextraviaban misteriosamente. Pensaronque algún empleado de la empresa seempeñaba en boicotearles, así que sedecidieron secretamente instalar unsistema de vigilancia las veinticuatrohoras del día. Pero fue totalmenteinfructuoso; decididamente, los trabajosno desaparecían en la editorial. Seinvestigó entonces el correo, perotampoco descubrieron nada. Todoresultó inútil, hasta que un día un lectortuvo que perseguir su trabajo por toda lacasa hasta que éste consiguió escaparpor el balcón. Cuando explicó losucedido a sus superiores, le tomaronpor loco. Días después, y tras difundirse

el rumor de los folios que andaban, losdemás lectores confesaron que tambiénles había ocurrido a ellos. Después decontrastar experiencias y viendo quetodos relataban historias similares, a laempresa de vigilancia se le ocurriópreguntar a los lectores de otraseditoriales si les había ocurrido lomismo, y cuál fue su sorpresa alcomprobar que las persecuciones detrabajos eran algo común. Pero losdirectivos de las editoriales eranreacios a creerse semejante barbaridad,así que decidieron seguir investigando.Pero los lectores y algún que otroescritor, convencidos que aquello no erafruto de su imaginación, se unieron paraaveriguar quién robaba los libros.

María se quedó absortaescuchando la extraña historia, su mentele decía que eso era totalmente absurdo,pero su experiencia le indicaba que noera así.

—Es de vital importanciaque el futuro libro de Elvira no sepierda, lo necesitamos como señuelo.¿Lo entiendes?

—Perfectamente. —Ahora me tengo que ir,

estamos vigilando otro señuelo ycuantos más seamos, mejor, pero siquieres me quedo a hacerte compañía.

—No te niego que estoyasustadísima, pero si me dices que nocorro peligro, me lo creeré.

—Bien, te dejo el número

de mi teléfono móvil, no tengas reparoen llamarme.

—Entendido, si ocurrealgo, te llamo.

El jardín de Muhammad

A las ocho y media, María estaba

vestida y dispuesta a acudir a su cita.Esa noche el cielo estaba otra veziluminado, pero no por la luna, ni porlas estrellas, sino por esa artificial luzocre que invade Madrid en verano. Ocreque se mimetiza en las calles antiguas,se vuelve hostil en las avenidas yluminosa en las plazas. Plazas dondemarañas de sillas, mesas, gente ypalabras consiguen atraerte hacia ellascomo si un extraño encantamiento lesotorgase ese poder.

María llegó caminando aOdalvide. La plaza estaba llena de gente

cenando, así que decidió que seríamejor guardar sitio. Se adentró en elbosque de metal donde pequeñosduendes llamados niños reían y corrían,donde grandes tesoros llamados bolsoseran custodiados por recelosas mujeres,donde el perfume de la cerveza, de latortilla y de algún que otro cigarro eraesparcido por una imperceptible brisa,donde aparentemente nadie la miraba.Una vez sentada, llamó a Elvira por elmóvil. Ésta no tardó nada en contestar, yaún menos en aparecer por la plaza.María vio cómo una chica bajita, con unondulado cabello largo y pelirrojomiraba por entre la maleza de mesas."Es ella" pensó, y se levantó parallamarla e invitarla a sentarse.

—Hola, usted es Elvira¿cierto?

—Sí, sí, sí —respondió conuna voz aguda y algo precipitada.

—Encantada, me he tomadola molestia de sentarme aquí, ¿le parecebien?

—Me parece perfecto. —Bien, pues pidamos algo

para cenar. María dirigió su mirada a

las casas que hay alrededor de la plazadonde un hombre sentado en un taburetecontrolaba las mesas de su bar. Levantóel brazo y éste ordenó a uno de loscamareros para que se dirigiera haciaellas.

—¿Ha traído la copia de su

trabajo? —Aquí la tengo. Perdone

que esté escrito a mano, pero no sécómo he perdido todas las copias.

—¿Cómo dice? —Que últimamente ando un

poco despistada y pierdo los trabajos —Elvira rió para quitarle importancia, aMaría no le pareció tan gracioso.

Mientras la joven lectora leexplicaba a Elvira lo que creía quehabía que modificar en su libro, aunqueella sabía que no era necesaria ningunacorrección, los platos se sucedíanencima de su mesa: ensaladas aliñadascon buen aceite de oliva, una tortillarecién hecha y aún crujiente, algunostambién recién hechos pimientos de

Padrón, cerveza en jarras llorosas, yalguna que otra croqueta casera.

Pasaron las horas, pero

parecía como si el tiempo se hubiesedetenido. Nadie se iba, todoscontinuaban con sus conversaciones. Nitan siquiera el incesante sonido de lasfuentes entorpecía la velada.

—Oh, qué tarde es, creoque sería hora de irnos ya. Mañana, sino tiene ningún compromiso, iremos a laeditorial y acabaremos de pulir lo quehemos hablado

María volvió a levantar lamano y el camarero apareciórápidamente. Pagó la cuenta y sedispusieron a irse.

—Yo vivo aquí cerca,¿usted dónde vive?

—Junto al parque delRetiro.

—Ah, pues espere, lallevaré en mi coche, lo tengo aquímismo.

A esa hora, los amos de

Madrid eran los autobuses. Corríanarriba y abajo por las avenidas,cruzándose con los rezagadosautomóviles. Elvira miraba a través dela ventanilla del coche de María eso y lamultitud de transeúntes que invadían loque por la mañana les es absolutamentevetado, una amnistía que en fin desemana se alargaba hasta muy entrada la

mañana. Siempre hay un tiempo paratodo y esta ciudad lo reparte comoninguna. Con las calles casi desiertas deautomóviles, no tardaron mucho enllegar a la avenida Alfonso XII, dondeElvira le indicó dónde pararse.

—Bueno, gracias por lacena, nos vemos mañana. Uy, que tonta,tenga el libro.

Elvira fue a darle losfolios, pero justo en ese mismo instante,saltaron de sus manos y empezaron acorrer por la calle. La joven lectoraabrió instantáneamente la puerta de sucoche y empezó a perseguirlos. Corríapor la avenida pensando que si el libroentraba en el parque lo perdería parasiempre. Custodiando la puerta de

acceso al muro del Retiro había unpolicía, y María no lo dudó ni uninstante.

—¡Policía! ¡Detenga a eselibro!

El policía no reaccionó atiempo y vio cómo un montón de foliosencuadernados le pasaban por entre laspiernas y entraban por la puerta delmuro exterior del parque. María pasóunos segundos después detrás de ellos yestampó una mirada asesina al policía.Después pasó Elvira que aún no sabíaporque corría. Al final, el policíadecidió correr detrás de esa sospechosamaratón.

Afortunadamente, el fajo de

folios se desplazaba como una palomacon las alas rotas y su inconfundiblecolor blanco contrastaba con laoscuridad del follaje del parque. Ellibro insistía en darles esquinazo, perolos setos del retiro no son precisamentetupidos y siempre acababa siendoavistado por alguno de susperseguidores.

Sin darse cuenta, seacercaban a un punto con más luz: Laparte trasera de un edificio con paredestransparentes que reflectaba con unsuave tono dorado todas las luces quesobre él se proyectaban. El libro notardó en rodearlo y María casi pudocogerlo, pero alguien se lo impidió, omejor dicho, chocó con ella. Era una

chica muy alta, bastante delgada y conunos grandes y profundos ojos.

—¡El libro! —gritaron alunísono.

Mientras las dos se mirabansorprendidas, Elvira pasó corriendodetrás de los folios, el policía detrás deella, e inexplicablemente despuésapareció Francisco Sanchiz, corriendodetrás de los dos. María entoncessusurró:

—¿Qué hace Franciscoaquí? ¿También persigue el libro deElvira?

—No, persigue el mío —respondió la chica que había chocadocon ella

—¿Tu libro?

—Si, mi libro. Tú debes deser María, ¿verdad?

—¿Cómo sabes mi nombre? —Hola, me llamo Cristina

—se presentó la desconocidaofreciéndole la mano—. Soy escritora yestoy persiguiendo mi manuscrito juntoal señor Sanchiz. Y sospecho quevosotras estáis intentando atrapar elvuestro.

La joven lectora recordóentonces que Francisco le había dichoque estaba persiguiendo un señuelo, yempezó a atar cabos.

—Ah, entiendo, esosignifica que hay dos libros correteandopor la zona.

—Y si no ayudamos a

atraparlos, serán dos librosdesaparecidos.

Se levantaron rápidamentey acabaron de rodear el Palacio deCristal. El lago, con esos misteriososárboles flotantes, reflejaba a los pocostranseúntes que en ese momentopaseaban por la zona, pero ninguno deellos destacaba tanto como Elvira,Francisco y el policía saltando ygritando detrás de un montón de foliosescritos. Éstos, viéndose acorralados,empezaron a subir las escaleras yentraron en el palacio. Los cincocorrieron detrás de ellos, pero cuandoestuvieron en el interior del edificio novieron nada, estaba vacío.

—Bueno, bueno, bueno, ya

me podéis explicar qué rediantres eraeso que perseguíamos, y no me voy deaquí hasta que no me lo expliquéis,pensad que tengo muchísimo tiempo —dijo el sofocado policía. EntoncesSanchiz contestó.

—Como puede usted ver,aquí ya no hay nada, pero si quierevamos a comisaría y les contamos cómoperseguíamos unos folios por el parque.

El policía se quedó ensilencio, y después de reflexionar, pensóque no sería prudente perder el tiempoen cosas absurdas.

—Está bien, digamos queno les he visto. Pero recuerden que sivuelven a hacerme correr, los llevo acomisaría —después de decir esto, el

policía se marchó mientras balbuceabaun listado de frases que no parecían muydecorosas.

El instinto de seguir

buscando seguía entre los cuatro, aunquehacerlo dentro de un recinto con lascuatro paredes y el techo transparente,reposando sobre un suelo liso debaldosas blancas, no ayudaba enabsoluto. Francisco Sanchiz se agachó yempezó a palparlas y María le imitó.

—Lo siento mucho, nopensaba que fuese tan escurridizo.

—No te preocupes María,ya has visto que nosotros también hemosperdido el nuestro, y eso que lousábamos de señuelo. Además, no es del

todo malo lo que ha ocurrido, los doslibros han coincidido en esconderse enel mismo lugar, eso es demasiadacasualidad, teniendo en cuenta quenosotros veníamos de la Avenida de laCastellana, cerca de NuevosMinisterios.

—Y si no recuerdo mal,hace poco otro libro tambiéndesapareció en este parque —añadióCristina mientras miraba entre losresquicios del entramado de metal.

—¿Se puede saber de quéestáis hablando?

La última frase de Elvirahizo detener la búsqueda a los demás;era evidente que entre ellos había unapersona que no entendía nada de lo que

estaba pasando. Francisco se levantó delsuelo y cogió a Elvira por el hombro, sela llevó fuera del palacio y empezó acontarle la historia que a María tanto lahabía confundido.

—Es inútil, aquí no haynada, yo desisto —dicho esto, Cristinase sentó en el suelo mientrascontemplaba cómo María golpeaba lasbaldosas una a una.

—¿Conoces la historia deeste palacio?

—Creo que se construyópara la exposición de las islas Filipinas.

—Bueno, si hablamos deledificio ésa es. Pero yo me refiero a lahistoria del motivo de su construcción.

El repiqueteo de las

baldosas se detuvo; un relato estabaapunto de ser contado y la joven lectora,ávida de buenas historias, paró todopara escucharlo.

—Pues no, no la conozco. —Dicen que, hace mucho

tiempo, el emir de Córdoba, MuhammadI, visitó la fortaleza que existió enMadrid. Una vez en sus aposentos, unajoven sirviente dejó en el alfeizar de suventana una hermosa planta. Muhammadle preguntó por qué había hecho eso yella le contestó que intentaba que sesintiera como en casa, pero como en lafortaleza no había jardín alguno, eso eralo único que podía hacer. El emir seenamoró del gesto de la joven y sepropuso complacerla. Llamó a los

mejores jardineros de Córdoba yplanificó un pequeño pero bello jardíncerca de la fortaleza. Distribuyó en éluna representación de las mejoresplantas y en el centro dispuso uninesperado estanque. Una vez terminado,ordenó que nadie entrara en él sin supermiso. Al cabo de un tiempo,Muhammad regresó a Madrid y requirióexpresamente que aquella sirvienta leacompañara a pasear por el nuevojardín. Ella empezó a admirar una a unatodas las flores hasta llegar al estanque.Maravillada, rodeó su orilla hastapercatarse de que en una zona no habíaplanta o flor alguna. Le preguntó al emirsi quería plantar algo allí, y Muhammadle respondió que ya había algo en ese

solar: la flor más bonita de todo Madrid.La sirvienta miró detenidamente el suelopero no vio nada.

Pasaron los años y el emirsiguió visitando la fortaleza. Cuando lohacía, el ritual se repetía: Llamaba a lasirvienta, iban al jardín, recorrían elestanque, y la sirvienta insistía en que enel solar no crecía nada, pero él siemprele respondía que si había algo, la flormás bonita de todo Madrid.

Muhammad murió, y antesde que el jardín pasara a manos de otroemir, la sirvienta fue a visitarlo porúltima vez. Cuando llegó al estanque,observó detenidamente el solar dondenunca vio flor alguna, se sentó en él yempezó a llorar como nunca lo había

hecho. Entendió que la flor más bonitaque el emir decía ver era ella misma.

Durante la Reconquista, eljardín desapareció, pero dice la leyendaque la gente de Madrid nunca olvidó lahistoria y lucharon para reconstruirlo.Al final lo consiguieron, y en el lugardonde el emir vio la flor más hermosalevantaron un hermoso palacio decristal. Y aunque parezca que en suinterior no hay nada, en el momento queentra una chica contiene la mejor florque existe.

—Qué historia más bonita. —Me la acabo de inventar. —¿En serio? —Si, en serio. —Deberías escribirla.

—No puedo. —¿Por qué no puedes? —Porque una vez escrito,

los folios empezarán a correr comolocos.

Las dos rieron al unísono yentre grandes carcajadas quedarontumbadas boca arriba mirando el techo.Las risas paulatinamente se detuvieronhasta que el silencio de la noche invadióel espacio.

—Cristina, ¿tú crees queresolveremos este misterio?

—Ni idea, pero mientrasme lo estoy pasando en grande.

Empezaron otra vez a reírhasta que un grito las acalló.

—¡Ey, chicas! Mirad esto.

La voz de Francisco lashizo levantar del frío suelo yprecipitarse hacia las escaleras. Uninexplicable viento impactó contra suscuerpos y las hizo retroceder unoscentímetros, pero eso no las detuvo, yconsiguieron bajar las escaleras paracontemplar mejor la escena. Loscipreses erguidos en el centro del lagose mecían con brusquedad, los patoshabían desaparecido, el ruido del vientoatravesando el follaje era ensordecedor,y las luces de las farolas parpadeaban.

—¿Qué demonios estápasando?

—No lo sé, María —dijoasustada Elvira—. Ha empezado asoplar el viento de esta manera, los

patos han salido volando y hasta lospeces parece que intentan huir.

El viento envistió otra vezcon fuerza, y al hacerlo, hojas, ramas ybasura pasaron por sus cabezas.Después la grava barrió la zona e hizocasi imposible la visión. Por suerte,duró poco y del mismo modo que habíaaparecido, la tormenta desapareció.

—Estoy empezando aasustarme. Creo que por hoy hemostenido bastante, así que mejor nos vamosy mañana, con luz y calma, intentaremosaveriguar algo más. ¿Estáis de acuerdochicas?

María y Elvirarespondieron un sí casi simultáneamente,pero el silencio de Cristina provocó que

los tres dirigieran sus miradas haciaella.

—Cristina, ¿te ocurre algo? —A estas alturas me puedo

creer cualquier cosa, así que casiapostaría que esto no es producto delazar —señaló dos piezas de basura quetenía a sus pies: una hoja en blanco unpoco arrugada y un bolígrafo casiconsumido—. Por lo visto alguien tieneinterés en que le entregue otro escrito.

El rostro de María seiluminó y apremió a Cristina a queescribiera.

—El cuento que me hasexplicado dentro del Palacio, escríbeloaquí, rápido.

Ella entendió el objetivo

del plan de María y se apresuró a buscaruna base con suficiente luz donde poderescribir el pequeño cuento antescontado. Una vez hecho, lo enseñó algrupo. Pero cuando Sanchiz intentóasirlo para leerlo, la hoja tiró de lamano de Cristina hasta liberarse yempezar a correr en dirección alpalacio. Los cuatro sonrieron yvolvieron al interior del edificioacristalado, pero como en la vezanterior, allí no había nada.

—¡Eureka! —gritóFrancisco —aquí hay gato encerrado.

—Más bien diría libroencerrado —rectificó hábilmenteCristina.

—Esto es un triunfo, pero

como ya he dicho antes, a estas horas ycon esta luz no vamos a encontrar nadamás. Propongo irnos a casa y mañanareanudamos la búsqueda, pero antes osinvito a unas copas para celebrarlo.

—¿A estas horas quieres ira tomar algo?

—Por supuesto, ¡Esto esMadrid!

Un vestido inapropiado Por la mañana, las golondrinas se

precipitaban desde las azoteas hasta casillegar al suelo para virar bruscamente yvolver a remontar el vuelo con pasmosafacilidad. Sus gritos inundaban a esahora la ciudad, y solo el sonido dealguna despistada campana rompíamomentáneamente su sinfonía.

Para la joven lectora,ninguno de esos ruidos era capaz dedespertarla, más aún cuando fueobligada a ser un gato más de Madrid.Solo el estrepitoso ruido de un maléficoe indeseado teléfono la obligó adesperezarse y caminar hacia elcomedor. Cogió el auricular paralevantarlo, aunque el recuerdo de laanterior llamada la atenazaba.

—¿Diga? —Hola María. Soy Marta,

de la editorial. —¿Ocurre algo? —Si estuviéramos hablando

de terremotos estaríamos en un ocho. —No me asustes, dime qué

pasa.

—Mejor vienes y te enterastú misma.

Medio tambaleándose,María se vistió con lo primero que seencontró en el armario, ignoró porcompleto el cuarto de baño, y con loszapatos en las manos, abrió la puerta desu casa y se detuvo delante del ascensor.Aprovechando el tiempo que tarda ésteen subir del primer piso hasta su ático,cogió el móvil y llamó a Sanchiz paraexplicarle que tenía que ir a la editorialy que volvería a llamarle más tarde paraquedar.

Corrió por las calles con laintención de parar el primer taxi queencontrase, cosa que consiguió conbastante rapidez. Rebuscó en su bolso

para encontrar un peine y algún coloretepara maquillarse, pero con un alaridocontenido anunció al taxista que ese noera su bolso habitual y que, por tanto, nohabía utensilio alguno para acicalarse.

En la puerta de la editorialse encontró a Javi fumando, y como decostumbre, éste la interceptó.

—Nena ¿Desde cuando eselook de loba?

—¡Ya estamos! Anda,déjame pasar.

—¿Estas segura de quererentrar? Tú no sabes lo que te espera.

—¿A qué te refieres? —En el segundo piso hay

un Tiranosaurio Rex, con unas ganasterribles de devorarse a todo el

personal, insistiendo en que es nuestrojefe.

—A saber qué burradahabréis hecho.

—¿Nosotros? nada de nada.Guardó no sé qué documento y ahoradice que alguien lo ha robado, no veasqué cabreo lleva. Y por lo visto, eldocumento era muy importante, porqueha hecho venir hasta la policía.

Todo y con la advertencia,cruzó la puerta y vio cómo Marta, larecepcionista, tenía un autentico ataquede ansiedad intentando que los alaridosprovenientes del segundo piso no seescuchasen a través de las llamadas queiba atendiendo. Subió, no sin reparos,las escaleras y se encontró a todos los

empleados, de pie, delante de Miguel.Sin mucha prisa, se acercó al corro quehabían formado y preguntó qué ocurría.

—Está toda la mañana así. —¿En serio? —Y lo peor es que ya no

sabemos qué decirle. Nosotros noconocemos la combinación de la cajafuerte, y aunque la supiésemos, nosimporta un comino lo que guarde en ella.

Al escuchar las palabras"caja fuerte", sus dudas se disiparon. Sincasi margen a la equivocación, el librode Sanchiz había desaparecido denuevo, o mejor dicho, había decididomarcharse.

—¡Tú! —voceó Miguel alver a María —¿Dónde te habías metido?

—Vengo de mi casa. —Ya era hora que

aparecieras, ¡entra! María se hizo paso entre

sus compañeros y acompañó al editor asu despacho. Cuando cerró la puerta, seoyó un suspiro a coro.

—Ahora si que estoyseguro, aquí hay un ladrón como unapirámide de Egipto, pero lo voy adescubrir. ¡Vaya si lo descubro!

La joven lectora no seatrevió a decir nada. Se limitó a mirarcómo, en la sala contigua, dos personascon guantes de látex cepillaban lasuperficie interior de la caja fuerte.

—Ya me lo decía mi padre,no te fíes ni de tus pies.

Una tercera persona salióde la sala y se dirigió a Miguel.

—¿Y bien? —Es prematuro hacer

conjeturas. Solo podemos decirle que enla caja fuerte hemos encontrado un tipode huellas, y antes de analizarlas casipodemos asegurar que son las suyas. Novemos forcejeo alguno, pero hemosencontrado un objeto extraño.

—Esto no es un concursode acertijos ¡desembuche!

—Pues bien, en lacerradura de la caja fuerte había esto.

El policía acercó una bolsaque contenía un objeto muy pequeño.Miguel lo miró con desprecio. María,por el contrario, se asombró

enormemente y pensó: "Esto puede serla solución al enigma, estoyconvencida".

El editor cogió la bolsa yempezó bruscamente a agitarla delantedel policía.

—De esto en este edificiohay miles, millones, prácticamente lasfabricamos aquí, no me fastidie. Ande,continúe buscando.

El policía se encogió dehombros y volvió otra vez hacia lahabitación. Mientras, Maríacontemplaba hipnotizaba el objeto quecontenía la bolsa.

—Debes estarpreguntándote para qué te he hechovenir, ¿verdad?

—Pues no sé, supongo quequiere aquí a todos sus empleados.

—No seas cría, si hubiesequerido que abultaras en el corro, tehubiese llamado antes y yo mismo.Además, ¿te crees que soy tonto? Ya séque ayer estabas con Sanchiz. Eseaficionado a detective no sabe que a míno se me escapa ninguna. Lo que noentiendo es qué diablos hacíais en elRetiro a las tantas de la noche.

—Em… pues yo… —Eso me lo cuentas

después. Ahora lo que quiero es que, yaque te has hecho tan amiga de Francisco,¿sería mucho pedir que me lomantuvieses alejado hasta que yoencuentre su puñetero libro?. Le prometí

que se lo guardaría y he quedado comoel coyote de la Warner.

—Perdone que leinterrumpa, pero no creo yo que…

—No te pago para quecreas, te pago para que hagas lo que tedigo, así que lárgate.

María no quiso enfadar mása su jefe, y menos cuando éste le dabauna oportunidad de oro para seguirinvestigando. Así que cogió rápidamentesu bolso y se dispuso a marcharse, peroantes de salir del despacho, señaló lamano de Miguel.

—¿Puedo llevarme eso? El editor miró la bolsa con

el objeto y no dudó ni un segundo enofrecérsela.

—Ten, antes de que se loencasquete en la calva al merluzo ése.

Mientras salía deldespacho, cogió el móvil. Tecleaba lapantalla ajena a las miradas inquisidorasde sus compañeros.

—¿Francisco? —Dime María —Pues adivina, tu libro a

desaparecido de nuevo y Miguel estácomo el Volcán Pinatubo. Pero con latontería, ahora tengo el día libre.¿Cuando quedamos para ir al palacio deCristal?

—Prefiero que antes vayascon una amiga mía que se llama Sandra.Te espera en la biblioteca de laAcademia, ha encontrado una cosa que

nos puede ayudar. —Yo si que tengo una cosa

muy importante que nos puede ayudar.¿Estarás tú en la Academia?

—No, ahora no puedo,luego te mando un mensaje para quedar.Y dime, ¿qué es eso que has encontrado?

—Te lo cuento cuando nosveamos. ¡Chao!

—¡Maria! Demasiado tarde, la joven

lectora ya había cerrado el móvil y sedisponía a salir de la editorial. Peroantes de llegar a la puerta de la calle, sepercató de que tenía a Javi justo detrás.

—Ese look de loba mevuelve loco.

—¿Tú otra vez? Cuando

quieres eres pesadito. —De pesadito nada, mira

qué cachas estoy. —¿Otra vez con tu

repertorio de poses? ¿cuántas veces tetengo que decir que con eso lo único queconsigues es que te tenga más manía?

—Eres malvada, ¿losabes?, con el buen partido que soy.

—Va, que tengo prisa. —Uy, uy, uy, ya estamos

otra vez con las prisas. Salió del edificio, pero

para su sorpresa, Javi la seguíaincordiando.

—¿Qué, no tienes trabajotú? Anda, lárgate.

—No tengo trabajo ahora,

de hecho me iba a desayunar, peropensándolo mejor, prefiero seguirte¿Dónde vas?

—¿A ti qué te importa? —No me importa, pero

como no me lo dices, te sigo. —Como quieras, seguro

que será la primera vez que vas a unabiblioteca.

—Ajajá, así que vas a unabiblioteca. Hace mucho que no voy auna de ésas, pero me gusta la aventura.

—Por lo visto, te tendréque aguantar un buen rato.

—La culpa es tuya. —Encima, ahora resultará

que la culpa es mía. —Oh nena, eso te pasa por

ponerte estos vestiditos casitransparentes y venirte despeinada a laempresa.

María se sonrojó al oír eseúltimo comentario, y cuando bajó lamirada para ver el vestido que a tientashabía escogido casi le da un ataque alcorazón. Ahora entendía la persistenciade Javi; eso que llevaba no era unvestido, era un cartel de neón que ponía"Ligar"

Quince minutos caminando

y la ciudad parecía otra distinta. Lasfachadas, antes blancas y recargadas,ahora eran amarillas y coquetas.Ventanales de forja rematadas conladrillo naranja encarcelaban geranios

rojos y algún que otro gato. Las ampliasavenidas daban paso a calles máshumanas, y las plazoletas se sucedíancomo antiguos residuos de un corazónaún rural. Era en esa dimensión deMadrid cuando se hacían visibles loscampanarios de los conventos, Laspuertas de burgueses palacios y loscaminos adoquinados dondeantiguamente pasaban carretas ycaballos. Y era allí y no en otro sitiodonde un edificio como el Ateneo seacurrucaba a placer. Su abigarradoestilo modernista parecía no molestar alos simples edificios que le rodeaban,acostumbrados también a lidiar conalguna que otra fachada barroca.

—Bueno, es aquí. ¿Te vas

ya? —No vives aquí, ¿verdad?,

pues para dentro —Como me hagas quedar

en ridículo, te transformo en Farinellicon la velocidad del rayo.

—¿Quién es Farinelli? —Por tu propio bien, no lo

quieras saber. Atravesaron la imponente

entrada, enmarcada por una soberbiapuerta de forja, para adentrarse en unasuperposición de muebles de madera,pinturas, mármoles y cristalerías;materiales habituales en lasdecoraciones modernistas. Llegaron a unoscurecido y noble hall donde María fuesaludada por dos hombres mayores, a

los que preguntó si conocían a algunachica con el nombre de Sandra. Ellosrespondieron afirmativamenteindicándole la dirección de labiblioteca. Acostumbrada a leer, elAteneo no era ningún lugar extraño paraella, pero sí para Javi, que miraba entodas direcciones intentando absorber lacantidad de detalles que le ofrecía elinterior. La última puerta del recorridofue abierta, y detrás de ella, aparecióuna impresionante mole de estanterías,hechas con exquisitas maderas yrebosantes de libros, que dejaronperplejo a Javi.

—Mamma mía, ¿pero estoqué es?

—Shiiiit, cállate, esto es lo

que parece. —Ya me callo, ya me

callo… ¡Dios! Escanearon con la mirada

en busca de chicas. No sabíanexactamente a quien buscaban ytemieron que la única alternativa fuesepreguntar una por una. Afortunadamente,Sandra retiró su lacio pelo negro de lacara, alzó la mirada, sonrió y se levantópara dirigirse hacia la entrada, dondeestaban ellos.

—Tú debes ser María. —Y tú Sandra, ¿verdad? —Mucho gusto, te estaba

esperando. ¿Y este señor? —Es un amigo que me ha

acompañado.

—Ah, bien. Ven, quieroenseñarte algo.

Los tres se acercaron a lamesa. Sandra abrió un enorme tomo y lemostró una parte del texto.

—Lee esta parte. María leyó detenidamente,

pero el aliento de Javi en su cogote no laayudaba a concentrarse.

—Oye, ¿y si te das unavuelta por la biblioteca mientras leoesto?

—¿Y qué ganaré con eso? —Mejor pregúntame qué

perderás si no lo haces. —Está bien, te dejo un

momento… lobita. Si en ese momento hubiese

tenido un puñal, seguramente se lohubiese clavado, pero con el objetivo dealejarlo cumplido, reanudó la lectura.Cinco minutos bastaron para que el textola sorprendiera.

—¿De qué año es esto? —De finales del siglo

diecinueve. —¡Pero, si es justo lo que

está sucediendo ahora! —Exacto. —Así que la desaparición

de futuros libros ya había pasado antes. —Y no solo eso, sino que

parece ser que descubrieron al culpable. —¿En qué parte del libro se

puede leer? —Ese es el problema, que

justo cuando creemos que se desvela elmisterio, el texto desaparece.

Sandra le enseñó la partedonde el escrito afirmaba haberencontrado la solución, y allí solo habíaun espacio en blanco.

—Vaya, pues eso no nosayuda mucho. ¿Por qué demonios me hahecho venir Francisco?

—Porque quiere este libro.Ten, cógelo.

—Así que me ha hechovenir para hacerle de recadera, pues melo podía haber dicho antes.

—Él me ha dicho que si telo decía no hubieses venido.

—¡Que simpático! Cuando cogió el pesado

libro, María se dio cuenta de que unpequeño objeto había caído al suelo. Alrecogerlo, observó que era exactamenteel mismo que se había encontrado en lacaja fuerte de la editorial, y que ellallevaba en la bolsa. Esta vez estabasegura, ya sabía quién era el ladrón.Pero la excitación del momento fueinterrumpida por los gritos de Javimientras se acercaba a ellas.

—¡Lo tengo, lo tengo! —Por el amor de Dios, ¿no

te he dicho que no gritaras? —Vale, vale, pero es que ya

se quién es Farinelli, lo he encontradoen un libro de éstos.

—Ay, madre, ¿y por eso hashecho que toda la biblioteca nos mire

como si fuésemos un espectáculo delCirco del Sol?

—No, como el Circo delSol, no; en ese circo no tienen lobas.

Otro sonido volvió amolestar a las personas de la biblioteca:un sonoro tortazo en una cara.

Sandra comentó con ironíaque desde la guerra civil esa bibliotecano había sido tan ruidosa, y Maríadecidió que ese comentario era la sirenaque anunciaba su inminente partida delultrajado espacio para la lectura. Asíque, con paso firme, abrió la puerta yatravesó todo el Ateneo hasta la salida.Javi la intentó seguir, pero no consiguióponerse a su lado hasta la callesiguiente.

—Oye, no te enfades, solobromeaba.

—Yo voy a esa bibliotecamuy a menudo y ahora la gente meconocerá como "la que trajo a unorangután". Te lo diré por última vez,déjame en paz.

—Caray chica, no ha sidopara tanto. Además, a los libros lesviene bien un poco de ruido de vez encuando.

—¿Ves ese policía? —¿Cuál, ése? —¡Policía! —Shiiittt, cállate. ¿Qué

haces? —Pues llamarlo para

decirle que me acosas

—Está bien, me voy, mevoy.

Resignado, Javi se detuvomientras veía cómo ella se alejaba hastaperderse en la siguiente esquina. Podríaparecer que María odiaba a muerteaquel chico, de hecho así era, pero unaparte de su subconsciente la delató y unasonrisa apareció en su rostro; no podíadejar de recordar lo sucedido y, vistocon perspectiva, era de lo másdivertido. Fue entonces cuando el móvilvolvió a sonar.

—¿Diga? —Hola, soy Francisco. Me

ha dicho Sandra que has salido como uncohete de la biblioteca, ¿quién era eseamigo tuyo?

—Un estúpido que trabajaconmigo en la editorial, por lo visto hoyme he vestido de forma equivocada.

—¿Qué? —Nada, olvídalo. ¿Me

llamabas por eso? —No, te llamaba para

decirte que Elvira y yo te esperamos enel estanque del Retiro.

—Vale, voy para allá. Yotra vez que quieras que te haga derecadera me lo dices y punto.

—Bueno, no hay mal quepor bien no venga… has conocido aSandra.

La conversación se cortórepentinamente, María había colgado elmóvil.

El sol ya se había

desperezado irradiando luz a un perfectocielo azul. La brisa de la mañana leimpedía hacer de las suyas y aún sepodía pasear por la ciudad sin miedo alsofoco. Ciclistas, corredores ypatinadores aprovechaban la ocasiónpara acabar sus maratonianos paseos,mientras poco a poco las tiendas abríansus escaparates. El parque aúndesprendía frescor y los barrenderos seafanaban en sacar de los caminos lasmiles de hojas muertas y floresmarchitas. A esa hora, el gran estanquedel Retiro no estaba lleno de gente y a lajoven lectora le resultó muy fácilencontrar a sus recientes amigos.

—Ya estoy aquí —anuncióMaria. —Anda, cógeme este muerto.

—Gracias por traerme ellibro.

—¿Nos sentamos a tomaralgo? No he comido nada y estoyhambrienta.

—Precisamente iba a decirlo mismo.

Se acomodaron junto a unchiringuito y pidieron un ligero almuerzocon sendos cafés de desayuno conpastas.

—Supongo que Sandra ya tehabrá enseñado el contenido del libro.

—Sí, es lo primero que hahecho cuando he llegado, pero noentiendo para qué lo quieres.

—Quiero llevarlo al Museodel Prado. Tengo un amigo que se haofrecido a hacer un estudio exhaustivocon los medios que tienen allí, y comoeras la que estaba más cerca del Ateneoy teníamos que quedar, pues me ha idode perlas.

—Es una buena idea, perono será necesario. ¿Te acuerdas de loque te dije al salir de la editorial? Puesmira— sacó de su bolso la bolsa deplástico con dos pequeños objetos: elque obtuvo de la caja fuerte, y el quecayó del libro del Ateneo.

—¿Y esto? —¿No lo ves? está muy

claro, no hay que tener un título parasaber qué es.

—Si, ya veo qué es ¿Peroqué tiene que ver esto con nuestrabúsqueda?

—Muchísimo. Ésta de aquíla encontraron en el cerrojo de la cajafuerte del despacho de Miguel, y éstaotra cayó del libro que me has hechotraer del Ateneo.

—¿Y? —Cuando los policías

registraron la caja fuerte nos dijeron queno había sido forzada, y lo único queencontraron fue esto —María alzó labolsa —y después, en la biblioteca,Sandra me enseñó la página en blancodonde presuntamente había habido untexto escrito, y suelto en su interiorencontré esto otro —María volvió a

alzar la bolsa—. Yo creo que está muyclaro.

—Sigo sin entenderte. —Pues esto que tengo en la

bolsa es el responsable que los librostengan patas; son como hormiguitas que,aún pareciendo vulnerables, son capacesde mover montañas si es necesario.

Elvira cogió la bolsa deplástico y extrajo uno de los pequeñosobjetos.

—¿Esto se lleva mishistorias?

—Sí, esto —respondióMaría

—¿Y cómo se loimpedimos?

—No tengo ni idea, todavía

no se ha inventado el insecticida paraletras.

Sanchiz acercó la palma desu mano para que Elvira dejara caer enella la letra que sostenía. Una vez en supoder, la alzó interponiéndola entre él yel sol para dejarla caer después alsuelo. María, horrorizada, se levantórápidamente para recogerla.

—No es necesario que larecojas, ahora es solo una simple letrade papel.

—Pero es una pistaimportantísima para resolver el enigma.

Francisco se levantótambién de la silla y, acercándose a lajoven lectora, puso su mano en elhombro.

—María, ya sabemos quelas culpables son las letras, si quieres teenseñaré cajones enteros llenas de ellas.Pero, ¿qué las impulsa a llevarse losfuturos libros? ¿Por qué ese empeño enhacerlos desaparecer? ¿De dóndeconsiguen el poder para mover objetos ymodificar incluso el clima si esnecesario? Cuando averigüemos eso,sabremos cómo detenerlas.

—Estoy empezándome acansar. ¿Si no me cuentas toda laverdad, cómo quieres que te ayude?

—La verdad, la verdad…yo no sé en esta historia qué es verdad yqué no lo es, y me gustaría podercontarte todo lo que hemos averiguado,pero ya no nos queda tiempo.

—¿A qué te refieres conque ya no hay tiempo? —preguntóElvira.

—En las editoriales deMadrid hace meses que no entran buenostrabajos, prácticamente ya no se editanada nuevo, excepto autenticasporquerías. Y ya empiezan a escasear enotros lugares.

—¿De España? —No, del mundo entero. —¿Del mundo entero? —Así es. Empezamos a

recibir noticias del extranjero sobrelectores que ven cómo sus escritos arevisar desaparecen.

—¿Y qué se supone quehemos de hacer?

—Vamos paso a paso, asíque sigamos con las tareas para hoy.Ahora voy a ir al Museo del Prado paraque me ayuden a escudriñar lo queesconde este libro. Vosotras, mientras,vais a averiguar si nuestras sospechasson ciertas.

—Perdona que preguntetanto, pero, ¿a qué sospechas te refieres?

—Después de estudiartodas las desapariciones, podemosasegurar que se producen siempre denoche, pero las letras están activas acualquier hora del día. Ahora que yahemos localizado dónde esconden loslibros, vamos a provocarlas. Quiero quevayáis al Palacio de Cristal y escribáisuna bonita historia.

—¿Qué te hace suponer quetenemos una buena historia que contar yque será del agrado de las letras?

—Elvira, eres una granescritora, lo sé. Piensa que el texto queenviaste a la editorial y que revisóMaría ha provocado que las letraspierdan su discreción y se arriesguen aser descubiertas. Sé que harán lo quesea, repito, lo que sea para conseguirtextos tuyos, y nos vamos a aprovecharde esa circunstancia.

—Vas a conseguir que mesalgan los colores con tanta adulación,aunque sigo pensando que no va a sertan sencillo.

—Pruébalo, no pierdesnada en intentarlo.

—Bueno, basta de cháchara—interrumpió María—. Si es esto loque tenemos que hacer, lo haremos, yespero no encontrarme con otrasorpresa.

De la boca de Sanchiz nosalió ninguna palabra que asegurara queel experimento careciese de sorpresas.Se limitó a despedirse de las dos chicasy, con el libro debajo del brazo, se alejóen dirección al exterior del parque.

El gentío poco a poco

empezó a invadir los espacios delparque, haciendo que la vespertinamajestuosidad de éste se corrompiesehasta volverlo más mundano. La intensasensación de frescor se disipaba

rápidamente, como si intentase anunciarque un triunfante calor estaba a punto dehacer acto de presencia. Y llegóvictorioso, desplegando todo su poder,fustigando cada rincón con el peor delos bochornos. Cuando María y Elvirallegaron a su destino, estaban asfixiadas,habían sido unas de las muchas víctimasque el calor se cobraría ese día.Rendidas y derrotadas, cayerondesplomadas sobre el césped pararecuperarse y disfrutar de un decoradode cuento de hadas; el que ofrece cadamañana el Palacio de Cristal.

—Bueno, ya estamos aquí.¿Y ahora qué hay que hacer?

—No se tú, pero yo me voya quitar los zapatos; me están matando.

—¿Normalmente te vistesasí?

—No empieces tú ahora,bastantes problemas me ha traído hoyeste vestido. Con las prisas de estamañana, me lo he puesto sin pensar.

—Tampoco vas tan mal,solo que ir con un vestido de noche porla mañana no es muy usual.

—Y menos si transparentacomo éste. ¿En qué estaría pensandocuando me lo compré?

—¿En hombres? —Sí, a lo mejor estaba

pensando en eso… ¿en qué si no? —unaamplia sonrisa apareció en el rostro deMaría y otra cómplice en la de Elvira—.Mira que llegamos a hacer estupideces

para atraer a esos “unineuronales“. —Si yo te contara… —Cuenta, cuenta… —No creo que mis

peripecias amorosas te puedan interesarmucho.

—Ya estás tardando enconfesármelo todo.

—¿Sabes que fui novia deun contratenor?

—¿Qué me dices? —Y no te creas que era un

contratenor del montón: podía llegar atodas las notas de una soprano sinpestañear.

—¿Cómo le conociste? —Salimos unos amigos de

fiesta por Chueca y tengo que reconocer

que había bebido más de lo que yo suelohacerlo. En esas condiciones, mecostaba poco decir sí y no dudaron enllevarme en una discoteca con cancionesde los ochenta. Como a mí no me gustabailar, me senté en un rincón y empecé aagobiarme. Un chico se acercó yempezamos a hablar.

—Entonces lo conocistesentada en una discoteca —interrumpióMaría.

—No, ese no era elcontratenor. Mi momentáneoacompañante resultó ser un "tiburón"cuya intención era la de comerme entera,con cubata y todo.

—¿Y qué hiciste paralibrarte de él?

—Me tiré el vaso de cubatapor encima y le dije que iba un segundoa limpiarme. Cuando entré en el baño dechichas, había un chico.

—El contratenor. —Que nooo. Chica, déjame

terminar. —Vale, vale, ya no digo

nada más. —Pues bien, por lo visto el

chico había acabado de vomitar en elaseo de chicas y se dirigía otra vez a lapista. Cuando pasó cerca de mí, seapoyo en mi hombro y me pidió quebuscara a uno de sus hermanos para quese lo llevaran. Yo le pregunté dondeestaba su hermano, y adivina a quien meseñaló.

—Al tiburón. —¡Bingo! En principio, me

negué en redondo, pero luego pensé queera la mejor manera de librarme de élpara siempre; si se marchaba con suhermano, yo podía seguir en ladiscoteca. Así que, ni corta ni perezosa,fui otra vez a su encuentro y le comentélo ocurrido. Puso cara de contrariado yen lugar de irse en dirección al aseo, seadentró hacia el centro mismo de lapista de baile.

—¿Y por qué hizo eso? —Fue a buscar a su otro

hermano para que le ayudara. —Así que eran tres

hermanos. —Y no solo eso. Cuando

regresó del centro de la pista, pensé porun momento que el alcohol me habíahecho efecto ¡Eran gemelos!

—Tiburón dos. —Eso pensé yo. —¿Y cómo acabó la cosa? —Salieron del aseo con su

hermano a hombros y se lo llevaronfuera del local. Y cuando pensaba quemi calvario había terminado, uno deellos volvió a entrar. Temiendo lo peor,decidí irme, y así lo hice, pero cuandoestaba ya en la calle, veo que uno de losgemelos sale en mi búsqueda.

—Esto se está volviendointeresante por momentos.

—Desesperada, vi a unchico que pasaba por la calle y le

supliqué que se pusiera delante de mípara camuflarme. No te negaré que sesorprendió mucho, pero accedió.

—Qué amable, ¿no? —Sí, mucho. Agradecida,

le invité a un café. Y mientrasconversábamos, comprobé que era unchico muy dulce y risueño, muyagradable…

—Ese era el contra tenor —interrumpió María.

—Sí. —Lo sabía. —Al día siguiente, me

llevó a la iglesia de San Ildefonso. Yopensé que se había vuelto loco, porqueallí esta lleno de delincuencia yprostitutas, pero fue el detalle más

bonito que me han hecho nunca. —¿Perdón? —Subió en el altar y

empezó a cantarme el "Signore, Ascolta"de Puccini. No entendía nada; de sugarganta salía una voz de mujerangelical, una soprano auténtica, unadiva. Yo, tonta de mí, me puse a llorar.Y entonces él bajó del altar y me besó.

—¿Y qué pasó después? —Pues nada, porque me lo

acabo de inventar. María empujó ligeramente a

Elvira mientras ella no podía parar dereírse.

—Eres una mala persona.¿Lo sabias?

—Perdóname, no lo he

podido evitar. —Ya, arréglalo ahora. —Lo que sí me sucedió una

vez y que fue realmente precioso pasóen Nueva York.

—¿Has estado en NuevaYork?

—Sí, con mi antiguo novio. —Cuéntame qué te ocurrió,

y no me vuelvas a engañar o te sacudocon el zapato.

—Recién llegados delaeropuerto, y acomodados en el hotel,me pidió que cogiera el vestido negroque había traído y me lo pusiera. Yo nome había dado cuenta que en NuevaYork eran las seis de la madrugada, ypensando que quería llevarme a cenar

antes que cerraran los restaurantes, mevestí rápidamente con él. Cogimos untaxi amarillo, largo, antiguo y muysesentero. Nos dejó en una esquina ybajamos. Mi ex novio me ofreció unabolsa y me pidió que la abriera. Así lohice y en su interior había una especiede sándwich y un vaso hermético deplástico con café dentro. Extrañada yligeramente desencantada, propusesentarnos en un banco para tomarlotranquilamente, y mi novio me dijo queasí perdía encanto.

—No te pares ahora, ¿quépasó?

—Pues me di la vuelta yestaba delante de Tiffany.

La joven lectora musicó un

grito de absoluta fascinación, que acallócuando una confusión de hojas y grava, amodo de pequeño tornado, las envolvióa ellas y a las personas que estaban a sualrededor. Un chico que paseaba delantede las dos perdió el equilibrio y cayó alsuelo. La maleta que llevaba se abrió ytodo lo que había en su interior seesparció por el suelo, excepto unalibreta y un puñado de bolígrafos querebotaron en el cuerpo de Elvira.

—¡Elvira, abre la libreta! —¿Qué ha pasado? —¡Haz lo que te digo! La joven escritora así lo

hizo y vio cómo en esa libreta no habíaninguna hoja escrita.

—Francisco tiene razón, las

letras quieren tus historias. —¿Tú crees que esto ha

sido obra suya? —Lo creo y lo afirmo. Mira

bien la libreta, ¿no ves algo extraño? —Yo solo veo una libreta

para estrenar. —Toca las páginas, ¿qué

notas? Elvira deslizó levemente la

yema de sus dedos por las cuadriculasde las páginas.

—Qué raro, es como si… —Como si hubiese estado

escrito. Las hojas están surcadas porantiguas palabras, hundidas por la fuerzade la mano al escribir. Parece que lasletras han abandonado la libreta para

que puedas escribir la historia que antesme has contado. Y eso no es todo, miraallí.

Las dos miraron en lalejanía como el propietario de la libretaintentaba recuperar, sin conseguirlo, unadecena de folios que flotaban en el aire.

—¿Ves? las letras lo estánalejando.

—¿Y qué hacemos ahora? —Yo voy a enviarle un

mensaje al móvil de Franciscoexplicándole qué nos ha pasado y túhaces lo que te han mandado las letras

—¿Y qué me han mandadolas letras?

—Escribir la preciosahistoria que me has contado.

El bolígrafo que sostenía

Elvira empezó a formar letras quelentamente iban posándose sobre lalibreta. Imaginaba que la primerarecibiría a la nueva con un abrazo,después las sentaría a su lado y contiempo se convertirían en inseparablesamigas. Cuando ya había formado unafrase tuvo la tentación de acariciarla,pero sabía que la tinta estaría aún frescay pensó "si tienen que huir, que sea enlas mejores condiciones". María,mientras, contemplaba los detalles deldecorado que aparecía delante de suretina: el destello que producía lacúpula cuando los rayos del solatravesaban los múltiples cristales con

los que estaba construida. Las sombrasde los árboles proyectadas contra lasparedes transparentes. Las personas queentraban y salían de su interior, sesentaban en las escaleras de la entrada opaseaban a su alrededor. Esas mismaspersonas posándose sobre la barandillaque rodea el pequeño estanque. Lacuriosa cascada atravesada por uncamino donde los niños se divertíanintentando atrapar el agua con susmanos. Los misteriosos cipreses en elcentro mismo del estanque. La extrañapaz que produce la mezcla de murmullosentre los vivos y todo lo demás. Solo elruido de un mensaje en un móvilenturbió el aparente ensimismamiento delas dos, provocando que su atención se

centrase sobre aquel aparato. —¿Es de Francisco? —Sí, es suyo. —¿Y qué dice? —Déjame ver… que muy

bien y que no hace falta que nosesperemos aquí, pero que nos quiere devuelta sobre las doce de la noche.

—¿Y no dice nada más? —Mujer, es un mensaje de

móvil. Le escribiré otro para que meavise cuando esté fuera del museo.

—Bien, pues yo heterminado con esto —Elvira cerró lalibreta y se la entregó—. Sujétala bien,que no se escape.

—Si Francisco tiene razón,hasta la noche no hace falta que la

vigilemos mucho, pero será mejor que laescondas antes de que su propietario laeche en falta y venga a buscarla.

Se levantaron del mullidosuelo, la libreta fue introducida en unbolso y las dos se dispusieron aabandonar el parque. El recorrido sehizo en silencio, absortas en suspensamientos, sobre todo María quellegó incluso a murmurar para sí.

—¿Has dicho algo? —Ay, perdona, estaba

hablando sola. Estoy pensando que hayalgo que no encaja en todo esto.Francisco ha dicho que los librosempiezan a desaparecer en todo elmundo, pero si solo es el Palacio deCristal el que los atrae…

—Lo único que sabemos esque los futuros libros que desaparecenen Madrid son atraídos por este palacio,pero no podemos asegurar que tambiénatraiga a los extranjeros.

—Eso es, eso es —Maríaempezó a hurgar en su bolso.

—¿Qué haces? —Voy a llamar a Cristina. —¿Por qué a Cristina? —Porque aparte de

Francisco y Sandra, es la única personaque conozco que persigue a las letras…y tengo su teléfono.

María guiñó un ojo mientrassacudía levemente el móvil delante deElvira mostrándole el número.

—Hola, hola.

—Ey María, ¿qué mecuentas? —respondió Cristina.

—Estamos en el Parque delRetiro, cazando letras.

—Ah, vaya, Francisco te hacontado quiénes son las ladronas.

—Bueno, más bien lo hedescubierto yo solita.

—Menuda lince estáshecha. ¿Y te han dado mucha guerra?

—Pues un pequeño tornadode nada.

—¿Un tornado? —Te lo cuento luego, ahora

quiero hacerte una pregunta. —Dime. —¿Tú sabes en qué países

han empezado a desaparecer futuros

libros? —Hablar de países es

incorrecto, en realidad solo estásucediendo en ciudades. A ver que meacuerde… Quito, Londres, Viena,Bruselas, Petrópolis…

—¿Petrópolis? —Sí, es una ciudad cerca

de Río de Janeiro. —No hace falta que me

digas más, ya tengo suficientes. Ahoratengo que colgar, me estoy quedando sinsaldo.

—Vale, nos vemos pues alas doce.

—¿Tú también vendrás? —Yo y mucha gente más. —¿Cómo?

—Ya lo verás. Anda, unbeso.

—Ok, otro para ti. Apagado el móvil, lo

mantuvo unos instantes en su manoextrañada por el último comentario deCristina.

—¿Qué raro? Me ha dichoque a las doce habrá más gente connosotras.

—¿Entonces, no estaremossolas?

—Eso es, otra de las cosasque se le ha olvidado contarnos el señorSanchiz. Pero da igual, si desinformadasnos quiere, que así sea.

—¿Y qué era eso dePetrópolis?

—Pues es una de lasciudades donde desaparecen futuroslibros.

—Nunca había oído hablarde ella.

—Ni yo tampoco, y esohace aumentar mi curiosidad. ¿Quédemonios tiene en común ciudades comoLondres, Quito o Petrópolis?

—Podemos ir a mi casa ymirar por Internet.

—Ahora recuerdo quevives cerca de aquí. Buena idea, vamos.

Salieron del parque a laaltura de la Real Academia y dos callesmás allá ya estaban en casa de Elvira.

—Menudo pisito. Veo quetú no eres precisamente una mileurista.

—No te creas, este piso noes mío, me lo alquilan mis padres.

—O sea, que naciste rica. —Más o menos. Mira, aquí

está el ordenador, vamos a mirar. Elvira abrió su portátil, lo

encendió y tecleó el nombre dePetrópolis en su buscador.Seguidamente, entró en Wikipedia ymiraron rápidamente la página queapareció.

—¿Has visto la foto? —Lo extraño sería que no

la hubiese visto. —Y el edificio se llama

igual, que curioso. —Mira a ver si Quito

también tiene alguno.

—Vamos a ver… pues sí, yno es precisamente pequeño.

—¿Y Viena tiene alguno? —Con ese nombre, no. —Pruébalo escribiendo en

su lugar "Invernadero de Viena". —A ver… ¡Premio! aquí lo

tenemos. —No busques más, es

bastante evidente donde les gusta a lasletras esconder los futuros libros.

El guardián del antídoto A esas horas, los sótanos del Museo

del Prado estaban llenos de trabajadoresuniformados con guantes y batasblancas. Parecía más un laboratoriofarmacéutico o el quirófano de unhospital que un centro de restauración deobjetos de arte. El tiempo pasaba depuntillas por las manos de aquellosoperarios que frotaban y cepillaban

meticulosamente los enormes lienzos,recogían delicadamente diminutasmuestras para llevarlas a losmicroscopios, o alzaban sus gafas de lacara para poder apreciar mejor losdetalles. En una sala contigua, enormesmáquinas escudriñaban los secretos deaquellos objetos; parecía como sihubiesen sido construidas para intentarabsorber la energía que les dio su autory saciarse con ella. El libro que trajoSanchiz estaba en una de ellas, la másgrande, mientras él con su amigo Luismiraban en un sinfín de pantallas datos eimágenes de difícil comprensión.

—Definitivamente no, almenos en esta hoja.

—¿Y eso que se ve allí?

—¿Esto? Son solopequeños restos de tinte que seguro dejóla imprenta.

—Pues mi gozo en un pozo,este libro no me sirve para nada.

—Bueno, yo no sería tanpesimista —Luis se quitó los guantes ylos dejó lentamente sobre la mesa—. Sialgo está claro es que este libro seimprimió sin esas palabras que faltan, yeso quiere decir que el autor lo quisoasí.

—No logro entenderte.¿Para qué molestarse en publicar unlibro con la intención de ayudar adescifrar un misterio si una vez leído noayuda a resolver nada porque le falta untrozo?

—Caray, no pareces tú,piensa un poco más… ¿No estarásenamorado y por eso se te ha atrofiadoel cerebro? —una carcajada rompió elsilencio del sótano, pero eso no provocóque los trabajadores dejaran sustrabajos, y sí hizo aparecer el color rojoen el rostro de Francisco.

—¡Uy, pero qué ven misojos! ¡Te has puesto colorado!

—Anda, cállate ya, que contus berridos desconciertas a tuscompañeros.

—A mis compañeros no lesmolesta ni una sinfonía de bombasatómicas. ¿No ves que están absortoscon su trabajo? Pero tú me lo vas acontar todo o no sales de aquí.

—No tengo que contartenada, así que déjalo.

—Ya, ya… pero a las docevoy con vosotros, yo quiero ver elpichón que te vuelve loco —Luisestampó un manotazo en el hombro deSanchiz.

—Si lo sé no vengo,siempre estás igual.

—¡Pero esta vez creo que tecasamos!

—¿Quieres dejar de gritar ydecirme de una puñetera vez quemisterio esconde el libro?

—Vamos por partes.Imagina que ahora mismo quieresescribir un texto sabiendo que alacabarlo se va a escapar corriendo,

como tú cuando vas detrás de esachavalita que hábilmente me hasocultado —Luis guiñó el ojo mientrasFrancisco fruncía el ceño—. Pues unabuena idea sería escribir una parte en unlibro y la parte que falta en otro, yproblema solucionado.

—Pero cuando se publicóeste libro ya se había solucionado elproblema de las desapariciones.

—Sí, cierto, al menos esohace entender el contenido del libro.Pero es como si el autor sospechara quelas letras volverían a hacer de las suyas.¿No crees que es una manera muyingeniosa de preservar el antídoto?

—Ahora que lo dices, sí. —Pues ya sabes qué tienes

que hacer: encontrar el segundo libro. —Y, ¿dónde busco yo un

libro que no sé ni si existe? —Bueno, en realidad no

buscas un libro, buscas un trozo de texto.Y si yo fuese el autor del libro, loescondería en el mismo lugar dondehabita la solución.

—¿A qué te refieres? —Definitivamente, esta

chica te está atrofiando las neuronas.Búscalo en el Palacio de Cristal,zopenco.

—¿Nadie te ha dicho queeres un genio?

—Sí, muchas veces, poreso trabajo aquí.

Sachiz extrajo el móvil de

su bolsillo y buscó un número. Luis se loarrebató y miró el nombre que aparecíaen pantalla.

—¿Así que se llama María?vaya, vaya, vaya.

—¿Quieres hacer el favorde devolvérmelo?

—No sé, no sé. ¿Y si lallamo yo?

—¡Trae! Francisco recuperó el

móvil con rabia y se alejó a unadistancia prudencial de su amigo.Mientras, este le mostraba unadescomunal sonrisa maliciosa.

—¿María? —¡Hola! ¿Ya has acabado

con lo del museo?

—Más o menos. Oye,¿donde estáis?

—Ahora mismo en casa deElvira. ¿Sabías que las ciudades dondedesaparecen libros tienen palacios decristal?

—No, no lo sabía. ¡Esfantástico! Eso quiere decir…

—¡Aleluya! ya se algo quetú no sabes, creo que voy a desmayarmede la emoción —bromeó María

—En serio, eso explicaríamuchísimas cosas. Yo también hedescubierto algo, pero necesito quevolváis al Palacio de Cristal.

—¡¿Qué?! Ni de coña.Haberlo dicho antes, guapo.

—¡Uy, le ha llamado guapo!

—dijo Luis a sus espaldas, lo queprovocó que Francisco le intentasecocear sin conseguirlo.

—Perdona, es que necesitoque seamos unos cuantos para buscaruna cosa que se encuentra allí, yvosotras sois las que estáis más cerca.

—Está bien, pero nostendrás que invitar a comer.

—¡Hecho! —Yo también quiero ir —

volvió a interrumpir Luis. —¿Hay alguien contigo?

—preguntó María. —Sí, el amigo que trabaja

en el museo, es un pesado. —Invítale a comer. —¡No!

—¿Cómo que no? —gritóLuis, mientras volvía a usurpar elteléfono a Francisco.

—Mucho gusto enconocerla, me llamo Luis y estaréencantado de comer con vosotros.

Francisco recuperó denuevo su móvil, y después de despedirsede María, asestó una sonora colleja a suamigo, que reía a mandíbula batiente.

Una cola de turistas

rodeaba el Museo del Prado. Solo ellosse atrevían a visitarlo a esas horas eintentaban rebajar el sofoco agitandoguías, mapas y algún que otro abanicocomprado como recuerdo. Su únicoconsuelo eran las sombras de los

majestuosos árboles que rodean eledificio y guardan ambos lados delpaseo. Luis atrajo a Sanchiz hacia allípara comprar el periódico que suquiosquero preferido le guardaba cadadía. Una coreografía ensayada día trasdía había provocado la perfectacoordinación de movimientos entre losdos: el periódico apareció por arte demagia en la mano del científico mientrasunas monedas con el importe exactollenaron la mano del vendedor.

—Y esa chica, ¿es rubia omorena?

—¿Qué chica? —Tu novia, ¿quien va a

ser? —No es mi novia.

—Pues de María, tu…¿Amiga?

—Morena. —¿Morena peligrosa? —No, morena del montón.

Una cosa, ¿te vas a pasar el día con estacomedia?

—Em… sí —contestó Luis,mientras movía compulsivamente lacabeza arriba y abajo.

—Pues lo siento mucho,pero tendrás que irte, no quiero vercómo acosas a una chica que conocíayer, solo porque te has pensado lo queno es.

—¿Ayer? Menudo flechazo. —Como sigas así, me voy a

cabrear.

—Tranquilo, no voy ainterrogarla… de momento. Además, meha invitado a comer y no puedodespreciar su invitación.

—Yo diría que te hasinvitado tú mismo, así que también tepuedes “desinvitar“.

—¿Y perderme la noticiadel siglo? Ni lo sueñes.

Nunca antes se había

sentido tan incómodo con su amigo.Imaginar que se pasaría la tardeburlándose de él le molestabasobremanera. Pero Francisco sabía queLuis no tenía la palabra "equivocación"en su diccionario. ¿Acaso se habíaenamorado de una chica en tan solo un

día? Empezó a pensar en los preciososojos negros de María, en la redondez desu cara custodiada por preciososcarrillos enrojecidos por el sol delverano, en la manera que le sujetaba elbrazo cada vez que quería llamar suatención, en su sonrisa…

—Oye, no es por nada, perovuelves a hacer juego con ese semáforo—Luis señaló el semáforo en color rojoque retenía a los coches.

—Para de decir tonterías. —Vale… por cierto, no es

por aquí, es por aquí. Francisco se violentó al

comprobar que empezaba a caminar endirección contraria, y después derectificar la dirección de sus pasos,

aceleró la marcha. Continuaron avanzando

hasta introducirse en el parque por laPuerta de Murillo. Siguieron en línearecta hacia el Palacio de Cristal porcaminos ondulantes que descendía hastallegar a pequeñas plazoletasdesangeladas y ascendían en montículossin vegetación. Cuando llegaron alestanque, estaban realmente agotados.

—Mira, María y Elviraestán allí.

—Ahora entiendo por quéte has puesto a andar tan rápido.

—Estate calladito o te tiroal lago.

Una mano agitada en elaire, seguido de un escueto grito, atrajo

la atención de las dos chicas que seapresuraron a unirse a ellos.

—Os presento, ésta es… —María, tu debes ser

María —se adelantó Luis—, y tú debesde ser Elvira.

—Y usted debe ser Luis. —¿Qué es eso de "usted"?

Luis, yo soy simplemente Luis; el buenamigo de Francisco que espera serpronto un buen padrino de… —Francisco no quiso que terminara lafrase y lo empujó fuertemente contra labarandilla del lago, lo que provocó queel equilibrio de su amigo se vieseamenazado.

—¿¡Qué haces, loco! ? —Basta de presentaciones,

que no tenemos todo el día. Os he hechovenir aquí porque después de analizar ellibro de la academia hemos descubiertoque no perdió ninguna parte de sucontenido, en realidad nunca lo tuvo,está tal cual se editó.

—¿Nunca fue completado? —No, María, nunca. Y

según Luis, es una estratagema del autorpara preservar su contenido.

—Entonces, si la intenciónfue publicarlo así, ¿por qué las letras nolo robaron antes?

—Como te he dicho antes,fue un ardid del autor para que las letrasno lo robaran. Si lo hubiese terminadoahora no habría libro alguno.

—¿Y dónde está la parte

que falta? —Precisamente por eso

estamos aquí. Pensamos que hay un trozode texto, una lápida, una inscripción, unapista que nos explicará como detener alas letras.

—No estoy muy convencidade lo que dices, pero cuando antesacabemos, antes saldremos de estebochorno.

—Perfecto. Volvamos a leerlas últimas frases que conocemos.

Luis abrió el libro justo enel lugar donde las letras desaparecían yempezó a leer el poco texto quecontenía.

—Vamos a ver, aquí dice"… En el interior del monumento sin

paredes, las pequeñas ladronasdescubrirán su secreto, gracias a lasfuentes de la vida y de la muerte queguarda un premiado saber". Y aquí seacaba el texto. Hasta ahora, sabemosque el monumento sin paredes es elPalacio de Cristal, las ladronas son lasletras, pero no tengo ni idea quésignifica el resto.

—Por mí, se podía haberahorrado el lenguaje metafórico, ¡asaber que querrá decir! En fin, solo nosqueda buscar por la zona, a ver siconseguimos acabar con el dichosomisterio.

—María, espera unmomento—interrumpió Elvira—. No estan metafórico como parece, hay un

lugar que encaja perfectamente con ladescripción.

—Pues ya tardas endecirnos dónde está.

Elvira señaló hacia el nortey empezaron a caminar en esa direcciónhasta llegar al paseo de Venezuela.Recorrieron unos metros hastaencontrarse un monumento.

—Es aquí —indicó Elvira. —En efecto, está más claro

que el agua —corroboró Luis. —Pues yo no veo ni vida,

ni muerte, ni nada. —Francisco, todo el mundo

sabe que necesitas gafas para ver, no esmomento de presumir ahora —le dijo suamigo mientras le ofrecía las suyas—.

Anda, colócatelas y no me hagas quedarmal delante de estas chicas.

—Sigo sin ver nada, y dejade sonreír de esa manera.

—Lee los textos a cadalado del monumento.

—Vamos a ver… "Fonsvitae" y en el otro "Fons mortis".

—Ya lo tienes, esa es lavida y la muerte de la que habla el libro.

—¿Y el premiado saber? —Lo tienes delante de ti, es

esta estatua tan mona. —¿Ramón y Cajal? —Claro, un premio Novel

de medicina. —Um, encaja, encaja.

Vamos a investigar

La parte delantera delmonumento era inaccesible a causa deun pequeño foso de agua, así que lo másprudente era rodearlo e intentar accederal frontal por la parte trasera. Alhacerlo, se percataron de que detráshabía tres lápidas escritas, cuyocontenido analizaron para encontraralgún enigma oculto. También palparony otearon las paredes del monumentointentando buscar alguna pista,disimulando de vez en cuando cada vezque pasaba más gentío de lo habitual.

—Me siento ridícula —sequejó Elvira.

—Yo más, y encima coneste vestido no puedo moverme bien. Yapuede ser buena la comida, porque la

vergüenza que estoy pasando vale supeso en oro.

—¿Te has fijado en estaotra escultura negra que hay aquí? Le daun contraste fantástico al conjunto

—Yo también lo hepensado. Pero es tan negra que cuandoveníamos se confundía con el fondo.

—Precisamente ese es suencanto, parece como fuera de lugar.

—Rápido, disimulad, queviene un policía —advirtió Francisco—.Y encima es el mismo de la nocheanterior.

—Mejor nos vamos deaquí, porque lo único queconseguiremos es que nos encierren.

—Tienes razón, Elvira.

Además, hace mucho calor, tengohambre y estoy cansada.

Tres pares de ojosempezaron a virar en dirección aSanchiz, y por alusión, tuvo que dejar loque estaba haciendo y ceder a ladecisión de la mayoría.

—Está bien, vamos acomer. ¿Dónde queréis ir?

—A un lugar fresco yespectacularmente caro.

—¿Te crees que el trabajode escritor da para ir a restaurantes delujo? He prometido que os invitaba,pero solo a menú.

—¡Qué vergüenza! Unaschicas tan monas y esa tacañería… —lereprochó Luis.

—No es tacañería, essentido común; mi cartera está a régimena causa de mi poco sueldo.

—Hagamos una cosa —propuso María—. Estoy harta de ir coneste vestido, me están mirando hasta losniños; así que, si no os importa,podemos ir a comer cerca de mi piso yasí aprovecharé para cambiarme deropa.

—Por mi no hay problema.Podemos ir en mi coche, lo he dejado enla calle Alfonso X.

—Vamos, entonces. Desde el paseo donde

estaban, caminando en línea recta,llegaron pronto a su destino. El coche de

Francisco estaba ardiendo por el sol ytuvieron que abrir todas sus puertas yencender el aire acondicionado paraahuyentar el calor de su interior. Lascalles de Madrid estaban abarrotadas decoches y transitar por ellas era unauténtico acto de fe. Les costó llegar asu destino, y una vez allí, aparcar fuetoda una odisea.

—Si subís a mi piso,perderemos más tiempo y comeremostardísimo. Id vosotros al restaurante y yono tardaré en volver. Dos manzanas másarriba está la librería Fuentetaja, dentrode ella hay un restaurante donde voymuy a menudo. El menú está bien y ellugar es muy acogedor.

—¿Comeremos en un

restaurante lleno de libros? Preferiría ira un restaurante más convencional.

—Lo siento, precioso, perome debes una comida y yo elijo.

—Uy, esta vez le hallamado precioso —murmuró Luis sinpoder contener una leve sonrisa, y evitarque Francisco le propinase un puñetazoen la pantorrilla.

El exterior de la librería

parecía un escaparate de moda, si nofuese por la cantidad de libros queexponía sin ningún pudor. La luz tenuecon matices rosados acariciaba las tapasde los libros, y estos agradecidoscoloreaban las oscuras paredes. En elfondo estaba el restaurante, aislado por

una mampara de cristal que alejabalevemente las miradas, pero acercabalos libros a las mesas. Se sentaron enuna escogida al azar y esperaron aMaría que, como prometió, no tardómucho en aparecer.

—Este vestido me gustamás —dijo Elvira mientras apartaba lasilla para que se sentara.

—Pues yo creo que elanterior era infinitamente mejor —opinóLuis mientras escondía su pantorrilla delpuño de Francisco.

—¿Hace mucho queconoces a Luis?

—Estudió conmigo en elinstituto.

—Ah, entonces hace tiempo

que es amigo tuyo. —Sí —contestó Francisco

mientras cerraba la carta del restaurante—. Qué menú más curioso, todos losplatos tienen nombre de escritor.

—No podía ser de otramanera, por eso me gusta venir aquí.

—¿Y no te molesta esemovimiento continuo de gente por lalibrería?

—En absoluto, de hecho losobservo disimuladamente. Me encantaver cómo los clientes abren los librospara leer una porción de su contenido,cómo los acarician con el respeto quesolo los buenos lectores tenemos, yfinalmente mirar cómo los dejanimpacientemente sobre el mostrador de

la caja esperando que les cobren y sepuedan ir con semejante joya. Yhablando de gente, yo diría que hasolvidado informarnos a Elvira y a mí dealgo, ¿no es cierto?

—No te entiendo, a que terefieres.

—He llamado a Cristina yme ha dicho que esta noche no estaremosnosotros solos.

—Vaya, es verdad, se meolvidó decírtelo. Vendrán unos cincuentaescritores.

—¿Has dicho cincuentaescritores?

—Más o menos. —¿Y para qué quieres

tantos escritores?

—Para preparar una trampagigante.

—¿Una qué? —Una trampa, como la que

habéis tendido vosotras esta mañana alas letras, pero a lo grande. Si todo salebien, no tendrán más remedio quedescubrir su escondite.

—Las letras se van aenfadar.

—Si lo hacemos en elexterior sí, pero dentro del Palacio deCristal no se atreverán a hacer nada.

—Os la estáis jugando. —Ya lo sé, pero no

podemos hacer otra cosa. Pensábamosque el libro de la academia nos ayudaríacon un plan “b“, pero ya has visto que

no hemos conseguido nada. Así que, ohacemos esto, o ya no habrá nunca másnuevos libros. Por cierto, gracias.

—¿Gracias, por qué? —He llamado a los

distintos grupos que tenemos en elextranjero. Ahora ya saben dónde buscargracias a ti.

—Bueno, tarde o tempranoalguien lo hubiese descubierto.

—Ya, pero has sido tú —Francisco cogió la mano de María ysonrió, ella no; ese gesto la estabaperturbando.

El ir y venir de los clientes

seguía llenando la librería de vida, unavida que no parecía planear sobre los

libros, amenazados con desaparecer. Un espía en Fuentetaja

En contraposición al caos del

mediodía, las tardes de verano son elfeudo de la tranquilidad. Por un espaciocorto de tiempo, la ciudad se paraliza,coge aire, respira profundamente ydescansa; Madrid está de siesta. Estiempo para digerir comidas, relajarsedel trabajo, acariciar el momento y, porqué no, para comprar sin prisas.

—¿Y no podríamos hablaren un bar, sentados, como Dios manda?

—No tengo ahora tiempopara sentarme, y éste es el mejor

momento para comprar; odio hacerlotropezándome con gente.

—Señor Miguel, esto es elZara de Gran Vía, es enorme, aquí nuncate tropiezas con nadie.

—No me contradigas ysujeta esto —Miguel abrió la cortina delprobador y estampó unos pantalonesdelante de la cara de Javi—. Si fuesepor mí, hasta los dependientes quitaría.

—Bien, pues como le ibadiciendo, se han pasado toda la tardeyendo y viniendo del Parque del Retiro.

—El Parque del Retiro esinmenso. ¿Sería mucho pedir un poco deconcreción?

—Ya se lo he dicho antes,en el Palacio de Cristal, como la noche

anterior. —Así que esa jardinera

gigante es donde está el meollo de todo,pues como me llamo Miguel, que meentero de lo que traman. Déme los otrospantalones.

—¿Estos azules o losnegros?

—¿Tú eres tonto o que? Sivoy con una camisa granate y me pongolos pantalones azules voy a parecer unhincha del Barça. ¡El negro!

—Aquí tiene. —¿Y sabes si van a volver

por la zona? —De lejos he oído a María

diciéndole a Elvira que a las docehabían quedado con más gente

precisamente en el mismo sitio. —¿Quién demonios es

Elvira? —La chica que se encontró

con María la noche anterior, ya se lo hedicho antes.

—Ah, sí, la escritora…¿Qué tal me quedan?

—Un poco estrechos, yocreo que necesita una talla más.

—Tonterías, me van comoun guante. Hale, pues éstos, devuélvememis pantalones y nos largamos de aquí.

La cortina del probador secerró y al poco rato el señor Miguelaparecía con su traje. Dejaron lasprendas descartadas a la dependientadel probador y fueron en busca de la

caja. —Vaya, hay cola. —Pero si solo hay dos

personas. —Pues eso, una cola. —Yo tendría que

marcharme, aún no he comido nada yhasta las doce queda tiempo.

—Ni lo sueñes, tú seguiráspersiguiendo a esos dos…

—Pero… —¡Pero nada! Solo faltaría

que se les ocurriera cambiar de planes. —Está bien, lo haré,

seguiré haciéndoles sombra. —Perfecto. Y yo

mientras… Ups! —¿Ocurre algo?

—Me he olvidado lacartera en el despacho. Anda, corre abuscarla.

—Ya se lo pago yo —contestó Javi arrastrando la voz—, no sepreocupe.

—Más trabajadores comotú tendría que tener mi editorial, y noesa panda de vagos.

La pequeña cola en pocotiempo desapareció, y después de pagar,los dos se separaron en direccionesopuestas. Javi estaba disgustado por eltrabajo de espía que le habíaencomendado el editor; no entendía elinterés de Miguel en perseguir a María,una inocente lectora que no sería capazde romper un plato y que, además, él

quería con locura. Sí, Javi se habíaenamorado de esa chica el mismo díaque entró en la editorial. Por eso cuandovolvió a la librería Fuentetaja y desde elaparador vio cómo Francisco cogía dela mano a María, sintió como si un puñalle atravesara las entrañas. No podíasoportar el ultraje a su amada, Sanchizpagaría por ello.

Entró sin pensar en la

librería y disimuladamente cogió de laestantería un libro al azar. Tenía quehacer algo rápido, era urgenteinterrumpir el manoseo de Francisco;pero la desesperación no le dejabapensar, y el libro que tenía en sus manoscorría un serio peligro de desgarro, así

que decidió hacer acto de presencia a lobruto y sin avisar. Cuando estaba al otrolado de la mampara de cristal, Javi viocómo María se liberaba de la mano deFrancisco, y por su cara no parecíahaberle agradado. Eso hubiese sidorazón suficiente para que abortase suplan; pero era demasiado tarde, Maríalo había visto.

—¿Qué haces tú aquí? —Em… el señor Miguel

necesitaba un libro y lo he venido abuscar.

—¿Desde cuándo eres tú elchico de los recados?

—¿Desde que se haenfadado con media oficina?

—Respuesta plausible,

pero sospecho que no es la correcta.¿No estarías siguiéndome?

—No seas tan presumida,no eres la única chica a la que vuelvoloco.

—¿Y éste quién es? —preguntó Luis mientras le señalaba conla cuchara del café.

—Un compañero detrabajo.

—Y su novio —contestóJavi con madrileña seguridad y ante lasorpresa de Francisco.

—¿Yo tu novia? Antes metiro del Viaducto de Segovia.

—Sí, hazte la dura delantede tus amigos, pero todo el mundo sabeque te mueres por mis huesos.

—Luis, ¿me dejas unmomento el libro de la Academia?

—¿Para qué lo quieres? —Tú déjamelo. Luis se inclinó y cogió del

suelo el libro para entregárselo a María.Ésta lo cogió con rabia, se levantó de lasilla, recorrió la distancia que leseparaba de Javi con la menor cantidadde pasos posibles y se lo estampó entodo el pecho.

—¡Au! —¿Es éste el libro que

buscabas? —Yo… —Sí, ¿verdad? Pues

lárgate. —Pero…

—¡Ahora! Toda la tienda vio cómo

Javi caminaba lentamente hacia la salidacon una mano sujetando un pesado libro,la otra acariciando su dolorida barriga,y otra invisible consolando su ultrajadadignidad.

—¿Se puede saber por quéle has dado el libro? ¿Y si lo volvemosa necesitar?

—Llamamos a Sandra queseguro se lo sabe de memoria.

—María tiene razón, toda lainformación que contiene ese libro ya lahemos usado. Pero a partir de ahoratenemos que ser más cautos con nuestrosmovimientos, por lo visto nos siguen —advirtió Francisco—. Aunque era de

esperar, los editores no pueden serajenos a la desaparición en masa de susustento.

—Mi jefe es tonto; con lacantidad de personal que hay en laeditorial para seguirnos, escoge al másinútil de todos.

—Yo no me preocuparía delos que vemos, sino de los que aún nohemos visto —sentenció Luis—. Tengola extraña sensación de que a las doceseremos bastantes más.

—¿Y qué podemos hacer?—preguntó Elvira.

—Nada, solo podemosseguir con el plan.

—Me siento incómodaaquí, todo el mundo nos mira de reojo.

Mejor pidamos la cuenta y nos vamos. —Estoy de acuerdo. Yo

tengo que acabar de concretar unascosas y Luis tiene que volver a sutrabajo. ¿Tenéis algún plan vosotras?

—Con esta calor no sepuede ir a ningún sitio… Elvira ¿Tevienes conmigo a mi piso? Nospodremos duchar y si quieres hacemosuna siesta.

—Me parece bien. En el lapso de tiempo que

pasó desde que la camarera fue avisadahasta aparecer la cuenta en la mesa, nohubo conversación. Para un lector, elsilencio es una necesidad, pero para ungrupo de amigos es un incómodo platodifícil de digerir, más aún cuando los

problemas aumentaban. Un corto paseo bajo un sol

de justicia bastó para que, al abrir lapuerta de la calle y entrar al edificio, lasdos suspiraran de alivio. El ascensor,colocado en el hueco de la escalera conla maestría de un asesino de la estética,tardó en bajar una eternidad. Una vezmontadas en él, o mejor dicho,encajadas en ese espacio tan reducido,pulsaron el botón y un bamboleo anuncióque el ascensor subía. Les dio tiempopara hablar de tres temas distintos antesde llegar a su destino. Y salir de aquelartefacto necesitó de la atención deElvira para no quedar atrapada parasiempre en su interior.

—Oh, qué acogedor. —Sí, esa es la palabra

exacta para decir que el piso es un antrosin ofender al propietario —bromeóMaría.

—Lo digo de verdad, esencantador. Y cuánta luz.

—De eso sí que no mepuedo quejar. Ven, quiero enseñarte unacosa.

María abrió una de laspuertas y una luz cegadora iluminó todoel ático. Cruzaron al otro lado para salira una terraza profusamente adornada conflores.

—Y luego dices que yovivo en una casa lujosa. Te daría milcasas como la mía a cambio de esta

terraza. —Qué exagerada eres, es

solo una pequeña terraza. —Para quien no la tiene,

esto es más que una simple terraza, escalidad de vida. Y mira qué vistas.

Los ojos de Elvira gozabancon la visión de miles de azoteascomponiendo un laberinto que se perdíaen el horizonte. Algún que otroobstáculo, en forma de rascacielos ocampanario, rompía la uniformidad. Yparecía como si las antenas y lasmacetas se enfrentaran en una batallapara ver cuál de ellas invadía másespacio, con el permiso de lasparabólicas y, cómo no, de las palomas.

—Te envidio, mataría por

un lugar así. —¿Sabes?, me encanta este

sitio. En primavera me siento en estasilla y me paso las horas leyendo.

—Supongo que en veranono haces lo mismo.

—No, claro. En veranoprefiero leer de noche en mi sofá, bajola luz de la luna. Pero volvamos dentro;si seguimos aquí por mucho tiempo,vamos a morir de insolación.

Volvieron al interior del

ático y María se apresuró en ofrecerlealgo para beber. Elvira educadamente lorechazó y se sentó en un mullido sofácubierto de libros que apartódelicadamente.

—Qué papel de empapelartan original.

—¿Papel de empapelar? —preguntó María desde la cocina.

—Sí, es curioso, parece…—Elvira se levantó para contemplarlomejor—. ¡Oh, cielo santo!

—¿Ocurre algo? Elvira no pudo responderle,

se había quedado muda de fascinación.Eso que había en la pared no era unpapel de empapelar, eran decenas,cientos, miles de libros amontonados.Una biblioteca improvisada a golpe deafición desenfrenada. María, extrañadapor el silencio de Elvira, salió de lacocina y observó a su amiga palpandolos libros de la pared.

—Ah, los libros. Todo elmundo se queda así cuando los ve.

—¿Y si quieres coger unocomo lo haces?

—Tengo un truco. Esperaque te lo enseño —María entró en uncuarto aledaño y salió con una caja—.Mira, pongo esto aquí y, como estáhueco, puedo sacar el libro.

—Es ingenioso, pero, ¿nosería mejor unas estanterías corrientes?

—Los pongo así para queno me los quite nadie. Si alguien intentarobarme alguno, se cae todo —sonrióMaría

—Eres un pocodesconfiada.

—Es broma, los tengo así

por pereza. Solo pensar que tengo quesubir las estanterías por las escalerasque has visto, me da taquicardia.Aunque para mí un libro es un tesoro, ycon la tontería de la confianza ya me hanquitado algunos, y no lo soporto.

—Te comprendo, peroahora la exagerada eres tú.

—Sí, por algo tengo sangrecordobesa. ¿Quieres ducharte?

—Mi educación me diceque no debería abusar de tu confianza,pero realmente me apetece.

—Pues claro que sí. Elbaño está en esa puerta, y en el armarioque hay encontrarás toallas limpias.

María volvió a la cocinamientras empezaba a oírse el ruido del

agua saliendo por el grifo de la ducha.Al poco rato María se acercó a la puertadel baño con un batido en la mano.

—¿Seguro que no quieresnada? Sé hacer unos batidos muybuenos.

—No, gracias, en serio. —¿Te puedo hacer una

pregunta? —Claro. —¿Qué te parece Javí? —¿Tú compañero de

trabajo? ¿El que has planchado con ellibro?

—Ese mismo. —Pues por lo poco que he

visto, me parece un poco repelente. —Sí, de eso tiene un rato.

—Y un pelín machista. —De eso tiene mucho. —Y está como un tren. —Ya, por desgracia. —¿Te gusta? —No sabría decirte. Por un

lado, lo ensartaría con una bayoneta,pero por otro tiene algo que… que megusta —María acercó el batido a suslabios y bebió un sorbo.

—Pues me da la sensaciónde que Francisco se va a disgustar sisabe que piensas así.

—¿Qué has dicho? —Que a Francisco también

le gustas. —Sí, a mi también me lo ha

parecido.

—La pregunta del millón:¿y a ti te gusta Francisco?

María no contestó, se limitóa sorber otra vez el batido.

—Ya veo que sí. Pues eneso no te puedo ayudar, tendrás queelegir tú misma.

—Necesito una reunión deamigas urgentemente. ¿Qué te parece siesta noche vamos a cenar por el centrocon ellas? Así me desconecto un pocode esta locura.

Elvira salió de la ducha conla toalla envuelta en el cuerpo y abrió lapuerta del baño.

—No sé, hace poco que teconozco.

—Venga, que nos lo

pasaremos bien. Además, te van agustar, son unas adictas a la lectura y alos libros.

—Esta bien, iré. Yotambién necesito desconectar, aunquetendré que pasar por casa a ponermealgo más adecuado.

—No te preocupes, haytiempo de sobra.

Con el cuarto de baño libre,María corrió a ducharse. Mientras,Elvira cogió uno de los libros que habíaapartado anteriormente del sofá yempezó a leer hasta que, sin darsecuenta, fue presa del sopor y se quedócompletamente dormida.

Un cumpleaños como excusa El campanario de la puerta del sol

señalaba las siete. A esa hora, lametrópolis se desperezaba y volvía consu ritmo frenético. Los turistas,exhaustos de visitas bajo un sol dejusticia, se sorprendían al ser envueltospor la energía de los que viven ytrabajan en esa urbe. Energía que se

prolongaría hasta la noche, y que nocesaría hasta que la ciudad hubiesecobrado su tributo, que solía ser nunca.Es viernes, y ese día Madrid lo quieretodo; la música en los bares, el jolgoriode las calles, las carcajadas, el exceso,a sus gatos, a ti.

Cristina, ajena al

canibalismo madrileño, retocaba suúltimo escrito en el ordenador.Afortunadamente, las letras no seescapaban dentro de su jaula eléctrica, yeso le permitía seguir trabajando.Miraba una y otra vez las palabras queestaba usando, no estaba del todosatisfecha, y decidió cerrar su portátilhasta que las musas volvieran a

inspirarla. Se asomó al balcón de sucasa, miró hacia la calle, y se entretuvoviendo cómo una madre intentabaconvencer a su hija de que el motivo desu lloro era el antojo de un objeto queolvidaría al cabo de unos minutos. Lassiguió con la mirada hasta que seperdieron en la esquina, y entoncespensó en la crueldad de la inocencia,que siendo dueña del deseo es castigadapor la razón.

Retrocedió unos pasos paraobservar a su conejita, esa mascota queapareció un día en su casa y que ahoraera parte de su corazón

—¿Qué hace mi cuca? —lepreguntó al animal mientras éste nodejaba de roer un periódico que, por

descuido, estaba al alcance de susfauces. Viendo que hacía caso omiso asu pregunta, Cristina se acercó y lacogió delicadamente para llevarla a suhabitación. Quería introducirla en lajaula, pero el timbre de la puertapospuso el encierro.

—¡Francisco, eres tú! No teesperaba ver hasta la noche.

—Veo que me viene arecibir "La Bolita".

—Sí, claro, es tan buenaanfitriona como su dueña —dijo Cristinamientras la dejaba en el suelo.

—Tenemos un problema. —Vaya, pasa. Entraron en el comedor y

Sanchiz sacó un pañuelo del bolsillo

para quitarse el sudor de la cara. —Acaba de llamarme

Carlos. —¿El chico que trabaja en

la policía? —Sí. Me ha informado que

van a acordonar la zona alrededor delPalacio de Cristal. Esta noche no vamosa poder acceder a él.

—Fantástico, ¿y ahora quéhacemos?

—Por eso estoy aquí.Necesito que vengan más escritores.

—Ahora sí que no teentiendo. Si no podemos acceder alPalacio, que más da que seamos más.

—Yo lo llamo la táctica desoltar pollos.

—Explícate, que empiezo apensar que has sufrido una insolación.

—Te lo contaré en sumomento. Consígueme a esos escritoresy serás mi heroína.

—¿Pero tú sabes lo que meestás pidiendo? Solo quedan cinco horaspara las doce.

—Cristina, por favor, túconoces a muchos escritores noveles.

—Deja de poner esa carade cordero degollado. Está bien, lointentaré.

—Te debo una. —¿Cómo que me debes

una? Me debes un montón. La bolita apareció en el

comedor y empezó a oler a su anfitrión.

Francisco la cogió por la espalda y laalzó.

—Mírala, hasta ella meayudará.

—¿Sabes quién haordenado el acordonamiento?

—No, pero ya te lo puedesimaginar.

—Me revienta estasituación. Cuando les ofrecimos nuestraayuda nos tomaron por locos, y por sieso fuera poco, ahora encima nos ponenobstáculos. ¿Cuándo se van a dar cuentaque trabajamos para su provecho?

—Es lo que tiene serhumano; el único animal en la tierra quehace las cosas mal sabiéndolo.

—Va, cuéntame cuál es tu

plan. —Ahora no, consígueme

esos escritores. —Está bien. Cristina recogió la conejita

de las manos de Sanchiz y la llevó a sujaula. Seguidamente, se sentó en la mesade su despacho y empezó a llamar.Francisco hizo lo propio con su teléfonomóvil, el tiempo apremiaba.

Otra vez el teléfono

despertó a María. Aturdida por el calor,se tiró literalmente de la cama al suelopara obligar a su cuerpo a reaccionar,pero lo único que consiguió fue clavarseun libro que había dejado caer la nocheanterior. Maldijo hasta la extenuación

mientras se levantaba para ir alcomedor. Allí estaba Elvira, roncandoen el sofá, sin inmutarse por el ruido delteléfono.

—¿Diga? —Soy yo, Francisco.

Perdona que te moleste. —No, tranquilo, de hecho

me has ayudado a levantarme de lasiesta… —la joven lectora buscó conlos ojos el reloj de la pared y, alencontrarlo, quedó horrorizada por lahora que vio—. ¡Maldición!

—¿Pasa algo? —Habíamos decidió ir a

cenar con mis amigas y ya son las ocho.Tengo que arreglarme, ir a casa deElvira para que se cambie, volver al

centro para encontrar el bar dondehemos quedado…

—Vale, no sigas, me hago ala idea. Solo te quería preguntar unacosa ¿Tú tienes algún amigo o amiga queescriba?

—Si, claro. —Pero que escriba bien,

entendámonos. —¿Por quién me tomas? Yo

sé diferenciar quién es un escritor yquién un aficionado a juntar letras.

—No te enfades. Necesitopersonas que atraigan a las letras, poreso mi énfasis en que sean buenos.

—Ya estás otra vezescondiéndome información.

—Es largo de explicar, y

recuerda que tienes prisa. —Tienes suerte de estar

lejos, que si no, te lanzo cualquier cosa. —No serias capaz. —No, ni poco. Pero venga,

¿qué quieres que haga con mis amigos. —¿Los puedes llamar y

pedirles que vengan esta noche? —¿Y qué les digo? ¿Que

las letras están de juerga y quieren fiestaloca?

—Ya se te ocurrirá algo,confío en ti.

—Oh, qué fácil lo ves todo,ni que fuese el flautista de Hamelín quehago bailar a todo el mundo con el sonde mi flauta.

—Es-muy-im-por-tan-te —

deletreó Francisco —Va-le. —¿Dónde estaréis si os

necesito? —Seguramente quedaremos

en algún bar de la calle Carretas. —Bien. Nos vemos allí. María plegó el móvil por la

mitad y juró que mataría a Sanchiz antesde que la noche terminase.Evidentemente, estaba hablando ensentido figurado, pero Elvira sesorprendió al escuchar la frase mientrasse desperezaba.

—¿A quién vas a matar? —A Francisco, por lo que

me acaba de pedir. Pero te lo cuentoluego, que es tardísimo.

—¿Ah, sí? ¿Qué hora es? —Las ocho pasadas. Catapultada por un resorte

invisible, Elvira se levantó del sofá. —Uf, me he quedado

transpuesta. —Las dos nos hemos

quedado dormidas, así que ya sabes,toca correr como pavos descabezados.Mañana voy a tener agujetas, como si loviese.

Después de un ir y venir

histérico por el ático, y de bajarrápidamente las viejas escalerasignorando el ascensor, corrieron por lacalle hasta llegar al parking. Maríaobligó a Elvira a conducir su coche

mientras ella llamaba por teléfono a susamigos escritores. Repetíaincansablemente la misma excusa con untema común: una fiesta de cumpleañossorpresa. Cuando llegaron al piso deElvira, seguía pegada al teléfono, y nodejó de llamar hasta que llegaron alpunto de encuentro; con el ruido delgentío, era imposible escuchar nada.

—Ocho. —¿Ocho qué? —He convencido a ocho

personas para que vengan al parque. —Francisco estará

contento. —Más vale que lo esté…

Ups, me llaman —María miró su móvily leyó el mensaje que sus amigas le

habían enviado. —¿Es un mensaje de ellas? —Sí, se han cansado de

esperar fuera y han entrado en el primerbar de la calle Carretas.

—Acelerando un poco másel paso llegamos enseguida.

—¿Y perder el corazón enel intento? Ni hablar. Si han esperadohasta ahora, podrán esperar un pocomás.

Llegadas a su destino,

besos y abrazos se repartieron congenerosidad. Enfundadas en minifaldasimposibles, generosos escotes, enormestacones y exquisitos bolsos, las amigasde María parecían desentonar en el

castizo restaurante donde estaban. Peroasí es Madrid; lo añejo se funde con losofisticado, lo cutre convive con loglamouroso, lo auténtico se mezcla conlo falso.

—Elvira nos ha habladomaravillas sobre ti, no veas cómo te havendido —dijo Concha, una de lasamigas de María.

—Gracias, pero seguro queha exagerado.

—María no exageranunca… bueno, casi nunca… estoymintiendo como una bellaca —afirmóDiana mientras reía junto a todas laschicas de la mesa.

—Hablando de bellacas,tenéis que ver el nuevo camarero que

nos ha servido antes de que llegarais —añadió Alba, la tercera y última amiga—. Voy a pedir que me lo sirvan en unbocadillo.

—No te asustes Elvira, noson siempre así… son casi siempre así.

—Yo soy de la opinión quehay un momento para cada cosa. Hoy esviernes, estamos en Madrid, lospantalones que nos lleva el camarerodeberían estar del todo prohibidos…conclusión, hoy toca ser frívola —sentenció Alba.

—Y hablando de ropa…María ¿Y ese vestido rojo pasión que tecompraste de rebajas en Serrano? ¿Porqué no te lo has puesto hoy?

—No me hables del vestido

rojo, por Dios, no me hables. —¿Qué ha pasado? Cuando María les contó lo

sucedido con el vestido, sus amigasrieron tanto que consiguieron contagiar alas mesas más cercanas. Las tapasempezaron a aparecer encima de la mesaservidas por un camarero que, despuésde la ingesta de la segunda copa de vino,fue objeto de algún que otro manoseo.Grupos de personas entraban y salíandel bar con la esperanza de encontraruna mesa libre, pero a esas horas eracasi imposible. Algunos, hartos debuscar, se aventuraban a esperar en labarra hasta que algún camarero lesindicara dónde poder sentarse paracenar. Al final, el ruido ensordecedor de

las conversaciones a la española, losgritos de los camareros dándose órdenesentre ellos, la cutrez de los objetos quede viejos se incrustan en las repisasrodeados de polvo petrificado y elrumor de la calle abarrotada de gente,daban al bar la magia de lo genuino, delo auténtico, de lo que en Españaentendemos por "lo nuestro".

La mesa poco a poco iba

perdiendo el vigoroso color de losplatos recién servidos a causa delapetito insaciable de sus comensales.Únicamente la botella de vino resistiólos envites de la depredación graciasuna amnistía que le libraría de laextinción. Concha observó cómo un

hombre las miraba disimuladamentedesde la calle y no tardó en comunicarloa las demás.

—Ey, chicas, ¿habéis vistoqué pedazo tío hay allí fuera? Y pareceque nos está mirando.

—¿No es Javi? —agregóElvira al comentario.

—¡Esto es el colmo! María estaba realmente

enfadada. Era de esperar que lasiguieran, y seguramente su reacción alenterarse hubiese sido de preocupacióno miedo, pero lo único que sintió en esemomento fue el odio de sentirsetraicionada por alguien al que ellaquería. Se levantó bruscamente, cruzó elbar y salió a la calle para encararse con

él. Mientras, sus amigas veían la escenaa través del ventanal como si de unprograma de televisión se tratase.

—Ya estoy harta, cuéntamepor qué me sigues o llamo a la policía, yte lo digo en serio.

—Yo… es que… no puedo. —Te doy una oportunidad

más, así que márchate. Ya hablaremosseriamente en el trabajo.

—Perdona, yo no queríaseguirte, de verdad. Te lo explicaré todoel lunes. Me voy, no te preocupes.

Javi dio media vuelta ylentamente fue descendiendo la calle,pero cuando parecía que torcía laesquina, éste volvió sobre sus pasospara detenerse justo delante de ella. La

miró fijamente, la sujetó por la cinturay… la besó. María quería pegarle,quería obligarle a que la soltara, peronunca la habían besado de esa manera,se había quedado desarmada. No era laúnica persona que había perdido susarmas; Francisco estaba a unos metrosde la escena, paralizado, sin casi poderrespirar, completamente aniquilado

Un brazo, después el otro, y

finalmente las piernas. María pudomoverse y reaccionó de la única manerainstintiva que se le ocurrió; salircorriendo. Atravesó la muchedumbreque subía por la Calle Carretas endirección a Puerta del Sol, pero alhacerlo, no vio a la única persona que

en ese momento estaba parapetada en elcentro y chocó contra ella. Aturdida,levantó la mirada para ver quién lahabía detenido, y se quedó observándoladurante unas fracciones de segundo, eltiempo que el cerebro necesita parasorprenderse, asustarse o gritar.

—Déjame ir. —No. —Francisco, por favor. —No hace falta que corras

más, Javi no te persigue, se ha ido. —Pero yo… Un abrazo envolvió a María

y éste duró unos largos minutos. Tiempoque aprovechó Concha para acercarse aellos y tocar levemente el hombro de suamiga.

—Oye, otra vez que quierashacernos espectáculos como éstos avisa,que así nos traeremos las palomitas. Ypor cierto, abusica, deja algo para lasdemás.

Los dos se separaronlentamente, con la timidez propia dechicos de doce años que se han vistosorprendidos dándose su primer beso.Con los ojos aun vidriosos, sonrieron aConcha y al resto de amigas que tambiénhabían llegado.

—¿Y no nos vas a presentara este señor? — preguntó Alba.

—Francisco, me llamoFrancisco —respondió el escritormientras ofrecía una mano.

—No sabes lo encantada

que estoy de conocerte —dijo Albamientras sujetaba con fuerza la mano deSanchiz y volvía la cara hacia susamigas con la más maliciosa de sussonrisas.

—Eres una mala amiga,mira que no contarnos nada. Ya nos estásaclarando que ha sido todo esto.

María no sabía quédecirles, de hecho ni ella lo entendía;los acontecimientos habían sucedidodemasiado rápidos. Pensó en el beso deJavi y en como le había gustado. Pero elabrazo de Francisco, su voz altranquilizarla, esa especie de sensaciónde seguridad que desprendía… eso nosolo le gustaba, la inundaba de algo quepodía llegar a percibir como amor de

verdad, del que no solo se siente, sinoque también se puede tocar.

—Os lo explicará otro día—interrumpió Francisco —ahora tieneque venir conmigo, la necesito. Elvira,tú también.

—Mañana quedamos y oslo cuento todo, ahora me tengo que ir —dicho esto, María sujetó la mano deFrancisco, y una vez que Elvira estuvo asu altura, empezaron a correr hacia laPuerta del Sol.

—Ésta se cree que noshemos caído de un guindo, pues lo llevafino. Nenas, a por ellos.

Un repiqueteo de taconesempezaron a sonar por la calle, lasamigas de María no iban a permitir que

se les guardara un secreto por tantotiempo, y menos después de haber vistoque el tema era de lo más suculento.

—¡Esperad! ¡Ni se os pasepor la cabeza dejarnos aquí!

Atravesaron la plaza y

llegaron a calle de Alcalá. Sanchiz fue abuscar el coche del parking, entretantoMaría intentaba convencer a sus amigasde que la dejaran ir. En otrascircunstancias, sus amigas le hubiesendejado marcharse, pero no podíanentender qué pintaba Elvira en todo elembrollo, y blandiendo la máxima de"Si va Elvira, vamos nosotras", la jovenlectora no tuvo más remedio quedejarlas venir. Subieron al coche entre

carcajadas jocosas "ese coche eradiminuto para seis personas",comentaron entre ellas. Y las carcajadascrecieron de volumen e intensidadcuando intentaron acomodarse en él.Finalmente Diana, la más pequeña delgrupo, acabó en el regazo de las otrastres chicas en sentido horizontal. Elcorto recorrido hacia el Palacio deCristal fue lo más parecido a uninterrogatorio en medio de una granja degallinas.

—Así que éste es tu novio—afirmó tajante Concha, mientrasacomodaba la cabeza de Diana en subolso.

—No —respondió una muyacalorada María.

—Pues entonces es el otro,el que has besado.

—No. —¿Novietes? —Que no. —A mi no me la das,

confiesa de una vez. —Esto va a ser duro —

susurró Alba mientras intentaba que loszapatos de Diana no le ensuciaran elvestido.

—Pues lo siento muchoElvira, pero como ésta no suelta prenda,te ha tocado. ¿Quién es el novio deMaría?

La escritora hizo casoomiso a la pregunta. Miraba a través dela ventana del coche como si todo

aquello no fuera con ella. —¡Está disimulando! Ésta

sabe algo. —Dejadla en paz y callaros

de una vez, y no os mováis tanto queestamos a la par con un coche de policía—advirtió María

—Umm, un coche depatrulla, ¿están buenos?

—Para nada. Y agacha lacabeza, que te van a descubrir y nosmeterán un pollo.

—Estas harían migas conmi amigo Luis —susurró Francisco a sucopiloto.

—¿También te quierecasar?

—No lo sabes tú bien.

—Es lo que tiene lasoltería, no puedes hacer un movimientoen falso sin que te encorseten en unvestido blanco, un velo, y un ramo deflores.

—¿Has podido convencer aalgún escritor para que venga?

—Si no pasa nada raro,vendrán ocho.

—Genial. ¿Dónde teesperan?

—En un bar cerca delRetiro. Cuando estemos cerca, te dirédónde es.

—Ey, nada de hablar bajito,que aquí nos queremos enterar de todo, yobserva cómo repito la palabra: To-do—interrumpió Alba entre el jolgorio

generalizado. El coche aparcó en la calle

de Casado de Alisal. Si subir en élpareció una proeza, bajar fue todo unespectáculo. Los divertidos gritos erande tal magnitud que los transeúntes nopodían dejar de mirarlas. Y cuando unade ellas cayó al suelo, los espectadoresaparecieron en los balcones. El bardonde María había convocado a susamigos escritores estaba a pocadistancia, y llegaron con una canción demás y un zapato de menos, queafortunadamente sería recuperado.Cuando sus amigas vieron que en el barhabía gente esperando a María, lereprocharon que el motivo de su huida

fuera la de empalmar con otra fiesta,afirmación que ella intentó desmentir sinconseguirlo. Lo que hubiese parecido uncontratiempo se volvió una afortunadaventaja. El hecho de que sus amigasestuviesen allí, y con un poco de vinomás de en su sangre de lo saludable,ayudaban a recrear la mentira que habíaurgido María para hacer venir a susamigos escritores: un cumpleaños.

El ejército de poetas El intenso azul del cielo había

desaparecido, y en su lugar, brotó unaluna llena que eclipsó a las estrellas. Nitan solo la luz ocre de la iluminación eracapaz de quitarle protagonismo. Era unanoche mágica, una de esas noches en lasque podías asegurar que algo extraño y

maravilloso podía suceder. Eso pensabaMaría mientras se dirigía al parque juntoa sus amigos. Disfrutaron del recorrido,hasta que una pareja de policía,aguardando en la puerta del muro,rompió el hechizo. Por fortuna, otra vezel alegre jolgorio de Alba, Diana yConcha quitó formalidad al grupo y lospolicías les dejaron pasar.

Alrededor del granestanque había gente paseando, pero talcomo afirmó Elvira, la cantidad erasuperior a la habitual. Cristina estabaallí y, al verlos, dejó la conversaciónque tenía con un pequeño grupo y sedirigió hacia ellos.

—Hola. Habéis tardado unpoquito.

—Nada, hemos tenido unpequeño contratiempo —dijo Sanchizmientras señalaba a sus tres nuevasamigas.

—Ops, ya lo veo —sonrióCristina.

—Con nosotros vienenocho escritores más, y con los que yaestán aquí, somos cuarenta y siete. Noson los que quería pero creo queservirá.

—Pues empieza aexplicarme qué significaba eso de soltarpollos.

—Hemos de romper elcordón de policías para que así loscincuenta escritores puedan entrar en elpalacio. Por eso necesito a los cuarenta

y siete restantes. Repartiremos gruposalrededor del parque del retiro, a unadistancia prudencial para que la policíano sospeche.

—¿Y? —Y cuando estén

colocados soltaremos a los pollos. —¿Y eso significa… ? —Ya lo verás. —¡Pero bueno! ¿Cómo que

ya lo veré? ¿Tú te crees que puedes irahora con misterios?

—Haz lo que te digo y loentenderás enseguida. ¿Has traído losfolios que te he pedido?

—Claro, están escondidosallí —Cristina señaló una zona cerca delgran estanque.

—Empieza a repartirlos. —Lo haré si me explicas de

qué va tu plan. —Ya te lo he dicho. —Rectifico, lo haré si me

explicas detalladamente con pelos yseñales y sin metáforas cuál es tu plan.

—No insistas, tú misma loverás. Y ahora, por favor, reparte losfolios.

A regañadientes, Cristina,acompañada de una docena de personas,se fueron a buscar los folios.Disimuladamente los repartieronmientras indicaban qué tenían que hacercon ellos. El grupo de María no tardó enrecibirlos.

—¿Y nosotras? ¿Por qué no

nos han dado folios? —preguntó unadisgustada Concha.

—Porque, escribiendo, nosois lo suficientemente buenas.

—¿Y tú que sabes? —Está bien, no quiero

discutir. Tened —la joven lectoraofreció a cada una de sus amigas unfolio, y éstas lo recogieron como si deun espectacular trofeo se tratara.

—Ahora escuchadme bien—dijo Sanchiz—, vosotros dirigíos alpalacio de Velázquez. Cuando estéisallí, os sentáis en un lugar donde veáisluz y esperáis. A las doce en punto, ni unsegundo más, ni un segundo menos,empezáis a escribir en los folios. Noquiero narraciones, prefiero poesías, a

poder ser lo más cortas posibles, ypediría un poco de calidad. A cadanueva poseía que escribáis, un nuevopapel, no los aprovechéis. Si encontráisalgún policía y os llama la atención, osmudáis a otro sitio; sobre todo no lesprovoquéis. ¿Alguna pregunta?

Uno de los amigos de Maríalevantó la mano.

—¿Y eso qué tiene que vercon el cumpleaños?

—¿El cumpleaños? —No te preocupes —

interrumpió María —cuando lo hagasverás qué divertido.

Francisco pensó que habíametido la pata, pero María le indicó conseñas que tenía controlada la situación.

—Bien, pues nosotros dosnos vamos.

—Oye, que tu novio se vacon Elvira —dijo una extrañada Diana.

—No es mi novio, ytranquila, luego los vemos.

—¿Y si te pone loscuernos?

—Qué pesadas os ponéiscuando queréis. Anda, vámonos.

En otro lugar del parque,

delante de las escaleras del Palacio deCristal, un hombre vestido todavía conel traje del trabajo se paseaba con unpolicía.

—¿Dónde diablos se hametido ese merluzo?

—¿A quién esperamos? —A Javi, quién va a ser.

Me dijo que estaría aquí antes de lasdoce, y a no ser que se haya vestido depolicía, éste me ha dado plantón.

—Ah, se está refiriendo asu empleado.

—Sí, a ése mismo. Comono aparezca, lo ato a la fachada de mieditorial a modo de gárgola.

—Bueno, no se preocupe.Con él o sin él, tenemos la situacióncontrolada.

—Eso espero. Qué tonto hesido, yo preocupándome de encontrar ellibro de Sanchiz, mandando a Maríapara distraerle mientras lo buscaba, yresulta que eran ellos los que me estaban

robando. Pero de aquí salgo concabezas.

—No entiendo por qué haquerido estar aquí esta noche.

—Me importa un bledo queesos editores soplagaitas prefieranquedarse cómodamente en sus casas, yoquiero ver con mis propios ojos cómolos detienen. Con razón me pidió que leescondiera su libro en la caja fuerte.¡Ése quería ver donde la tenía!

—Tranquilícese. —¡No me da la gana! El policía aconsejó a

Miguel que se apartara de la zona, que siseguía allí el plan fracasaría. El editoraccedió y entre airados aspavientos, seadentró en el bosque.

Los amigos de María ya

habían llegado a su destino. Se fueronsentando ordenadamente, excepto sustres amigas que se tumbaron en elcésped como si de un mullido futón setratara. La joven lectora no paraba deadvertirlas de que no hicieran ruido, yellas haciendo ver que entendían elmensaje, se colocaban el dedo delantede los labios mostrando a los demás loque debían hacer. Faltaban escasossegundos para las doce, y el sonido delos bolígrafos abriéndose indicaban quetodo el mundo estaba preparado. Albainterrumpió la cuenta atrás quejándosede que su bolígrafo no funcionaba,Concha se lo arrebató de la mano, le dio

la vuelta, y se lo devolvió entre risas. Yla segundera marcó las doce en punto.

Si alguna vez veis las letras

saludándose cortésmente entre ellas,cogiéndose de la mano y empezando abailar, seguramente es que estáisleyendo una poesía. Y precisamente,decenas de ellas empezaron a danzar enlas hojas de aquellos escritores. Lacoreografía era confusa, porque lasrimas eran todas diferentes, perocontemplar tantas palabras moviéndoseen alegres frases era realmenteespectacular. Unos instantes después, elcésped era una enorme sala de baile,con el suelo blanco y cientos de parejasbailando al paso que les marcaba una

afamada orquesta de poetas. Absortos encontentar a sus anfitrionas, no sepercataron de que el cielo empezaba atejer una telaraña de nubes, y que labrisa se volvía cada vez más intensa.Los folios poco a poco empezaron alevantar sus esquinas y el ruido del airepasando a través del bosque acallaba elcanto de los grillos, el crepitar de laramas, la calma de una noche de verano.Y entonces sucedió: las hojas empezarona despegarse del suelo y volar endirección al Palacio de Cristal. Losescritores se levantaron para atraparlas,pero María se lo impidió y les dijo quecontinuaran escribiendo, que ella seencargaría de recogerlas. Pero María nolo hizo, adivinó que eso formaba parte

del plan de Francisco y se limitó aperseguirlas.

Agazapados en el bosque,

cincuenta escritores miraban unadivertida y extraña escena: decenas defolios aparecían desde todos los puntoscardinales para entrar en el Palacio deCristal, mientras una docena de policíasintentaban detenerlos a base demanotazos, persecuciones y fallidosagarres sin conseguirlo.

—¿Ves ahora a los pollos?—susurró Francisco a una sorprendidaCristina.

—Sí, ahora entiendo a quéte referías. ¿Y por qué no me lo hasdicho antes?

—Era más fácil que lovieses a tener que explicártelo. Además,la cara que has puesto no tiene precio.

—¿Y vamos a tener queesperar mucho?

—Un momento. El viento se volvió

huracanado y a los folios se leañadieron hojas, ramas, grava y basura.Los policías empezaron a sujetarse a loque podían, y los que estaban en elinterior del edificio tuvieron que salircorriendo para que las afiladas hojas nosiguieran impactando contra sus caras.

—Recordad, cuando entréisen el Palacio, empezad a escribirinmediatamente. Si no, el vientodesaparecerá y seremos detenidos por

los policías. —Pero si entramos ahora,

las letras nos atacaran como hacen conellos.

—No te preocupes,nosotros somos sus padres, no nos harándaño. ¡Vamos!

Los escritores empezaron asacar guantes de color blanco yescribieron en ellos pequeñas poesías.Justo después de añadir la última letra,se los colocaban rápidamente en lasmanos y estos les arrastraban al interiordel edificio de cristal. De no haberlohecho así, el viento se lo hubieseimpedido.

María miraba la escena a

distancia. Protegida por un seto,observaba cómo los policías corríanhacia los árboles para encontrarprotección, y seguidamente vio aFrancisco y una multitud de gente siendoarrastrados por una extraña fuerza haciael interior del Palacio.

—¿Por qué mi folio novuela?

—Alba, qué susto me hasdado ¿Qué haces aquí?

—¿Te creías que te ibas alibrar de nosotras mientras hacíastonterías con ese?

—Ah, es que habéis venidotodas.

—Bueno, no exactamente.Concha y Diana se han quedado por el

camino. Uy, mira como corren esospolicías.

—Espérate aquí, voy abuscarlas.

—No te preocupes, mira —a cincuenta metros escasos, y detrás deun enorme árbol, las dos amigas laestaban saludando.

—Hay que ver, por uncotilleo sois capaces de atravesar elHimalaya.

—Tú habrías hecho lomismo, que te conozco. Por cierto, ¿esede allí no es el que te besó?

—¿Dónde? —Allí, en la escalera del

Palacio. —Oh, no! Javi no se puede

quedar allí, es peligroso. Rápido, dametu folio, un bolígrafo y el bolso.

—¿Que te dé mi bolso?¿Esta obra de arte llamada Gucci? ¿Esteprecioso trofeo que me costó sudor ylágrimas para comprarlo? ¿Este…

—¡Que me lo des! —Vaya, si te pones así. Alba entregó a su amiga los

tres objetos que le pidió. María cogió elfolio y escribió en él una de las poesíasque guardaba para cuando se decidiera apublicar un libro. Una vez terminado,arrugó el papel y lo introdujo dentro delbolso. Éste empezó a tirar de ella endirección al edificio de cristal.

—¡No te muevas de aquí!¡Vuelvo enseguida!

Los pies casi no le tocabanel suelo, la arena en suspensión leimpedía ver por dónde pisaba; Maríaestaba realmente asustada. Rodeó lacinta del bolso a su cintura y rezó paraque no se desgajara en mil pedazosdejándola en medio de aquel extrañovendaval. Tropezó y cayó al suelo, ydurante unos instantes su cuerpo fuearrastrado por la tierra.Afortunadamente, duró poco, la base dela escalera de acceso al palacio estabacerca y consiguió acercarse lo suficientea la barandilla para sujetarse y ponerseen pie. Subió lentamente las escalerasmientras el bolso seguía tirando de ella.

—¡Javi, rápido, cógete amí!

—¡Déjame, sigue tú! —¡Por una vez en tu vida

haz, lo que te pido! Con un atlético salto se

agarró con fuerza a María, y poco apoco consiguieron subir el resto deescalera que les faltaba hasta llegar alrellano. Cayeron al suelo y el bolso losarrastró como si de un caballodesbocado se tratase al interior delpalacio. Allí estaban los escritores, ensilencio, sentados ordenadamente en elsuelo, escribiendo sobre papelesblancos, sin prácticamente pestañear. Yencima de sus cabezas cincuenta guantesdanzando sin parar. El bolso seguíatirando de María en dirección a lacúpula, y decidió abrirlo para evitar

salir volando. Al hacerlo, el papelarrugado con la poesía se elevó, y milesde artículos de cosmética e higienepersonal, una cartera, unas gafas,caramelos, y un sinfín de objetosextraños cayeron encima de su cabeza.

—¿Pero que demonioshacéis aquí?

—Em… estábamospaseando y nos hemos dicho "Hombre,mira cuanta gente, esto debe ser unafiesta" —bromeó Javi.

—¿Os habéis vuelto locos?¡Podríais haber muerto! En fin, quedarosen ese rincón, coged un folio e intentadescribir algo bonito antes que las letrasse enteren que no sois escritores y osataquen.

Rápidamente, cogieron lashojas que les ofrecía Sanchiz y seacomodaron en el lugar que les habíaseñalado. Francisco empezó a perderconcentración pensando qué demonioshacía allí Maria acompañada por Javi.Pero consiguió que su momentáneoataque de celos no le impidiese seguirescribiendo.

La primera poesía fueterminada, y rápidamente se elevó haciala cúpula haciendo compañía a losguantes. Pronto la siguieron dos, cuatro,diez, veinte. Las hojas se arremolinaronformando una curiosa danza queasemejaba el vuelo de los estorninos.Pronto más hojas se unieron al grupo, ylos vuelos se hacían más y más

espectaculares. Los escritores dejaronde escribir; todos miraban hacia el cielocontemplando como el techo se habíavuelto blanco por los folios y losguantes, moviéndose arriba y abajo sinparar, iluminados por la escasa luz queprovenía de las farolas del exterior.

—¡Mirad las hojas! no hay

nada escrito en ellas, ha desaparecido eltexto, están impolutas —gritó uno de losescritores.

—Es verdad. Y los guantestambién están blancos, ya no hay enellos poesía alguna.

Un murmullo de sorpresa seoyó en el palacio. Nadie entendía quéhabía pasado, nadie había visto cuándo

las letras habían abandonado los folios,Todo era confusión.

—Esto no marcha bien.Esperaba una puerta gigante, una luz,algo que nos indicara el escondite de lasletras —murmuró Francisco.

—Pero ¿qué ha ocurrido?—preguntó Cristina

—No lo sé, diablos, no losé.

Pero las sorpresas aún nohabían terminado. Folios y guantesempezaron a desintegrarse encima desus cabezas, y cuando llegaban al sueloeran partículas parecidas a la nieve.Cuando todo había desaparecido, entróuna ráfaga de viento que asustó a más deuno y se llevó toda aquella nieve

artificial. —Oh, qué bonito! —voceó

Javi mientras aplaudía sin cesar. —María, haz que se calle. —Oye, mamón, a mi novia

nadie le dice lo que tiene que hacer. —No es tu novia, y deja de

hacer el orangután. Javi intentó levantarse, pero

María le sujetó con fuerza. —Ahora no es momento de

peleas, y menos en este sito. —Tiene toda la razón —

añadió Cristina —ahora no es momentode frívolos espectáculos. Este plan hasido un completo fracaso, las letras noshan vuelto a engañar, nunca sabremosqué ha ocurrido.

Y entonces la luz artificialdel parque se apagó, toda la zona sequedó a oscuras.

—Decididamente, nos hanvisto venir, y sabían perfectamente cómopararnos.

—En fin, no hay mal quepor bien no venga, aprovecharemos laoscuridad para salir de aquí.

Ordenadamente, pero sinpausa, los escritores fueronabandonando el Palacio de Cristal. Laluz de la Luna, intensa pero nodeslumbrante, iluminaba los pasos deaquellos que se marchaban y de losrezagados que se resistían a salir deledificio.

—María, deja eso ahora,

tenemos que irnos rápido. —Es un segundo, Javi. Si

no le devuelvo el bolso a Alba con todosu contenido, tendré una enemiga queríete del Craken.

—Va, que te ayudo. Los dos empezaron a palpar

el suelo buscando los objetos. Mientras,Francisco y Elvira se encontraban en laescalera.

—No he visto salir aMaría, creo que aún sigue dentro conJavi.

—Espera, voy a buscarla. —Voy contigo. Volvieron a remontar la

escalinata y desde el rellano vieroncómo dos personas se afanaban en

rellenar un bolso con los objetos queiban encontrando por el suelo.

—¿Qué estáis haciendo?¡Salid rápido de aquí!

—Ya acabo, ya acabo, unsegundo.

—¿Esta linterna es de tuamiga? Caray, ni que cada día se fuera aperder en la cueva del Minotauro —dijoJavi mientras se la ofrecía.

—Tiene un pelíndeteriorado el sentido de la proporción—bromeó María—. Dámela.

—¡Va, que una estatua tienemás sangre que vosotros, acabad de unavez!

—Eso es, eso es. ¡Ya lotengo! —gritó Elvira.

—¿El qué tienes? —preguntó un sorprendido Francisco.

—María, la linterna,deprisa.

—Toda tuya. Su amiga se levantó del

suelo y le dio la linterna, esta laencendió rápidamente y entró en elpalacio. Dirigió el haz de luz hacia loscristales y todos se quedaron alucinadosal ver el resultado. Las letras estabanallí, en el cristal, a millones, danzandode arriba a abajo, de izquierda aderecha, como pequeñas hormigas queintentan reconstruir su hormiguero.Francisco arrebató la linterna a Elvira yempezó a dirigirla hacia todos loslugares, y el resultado era el mismo:

miles y miles de letras moviéndose. —¿Cómo has sabido que

estaban aquí?—preguntó Francisco a laescritora mientras seguía observando loscristales llenos de letras.

—Cuando has mencionadola estatua.

—¿La estatua? —Sí. ¿Recuerdas cuándo

fuimos al monumento de Ramón y Cajal? —Vaya si me acuerdo, me

ha costado un menú para cuatro. —No bromees. Detrás de la

estatua del científico había otra de coloroscuro.

—Cierto. —Desde lejos no la

pudimos ver, porque se confundía con el

follaje que tenía detrás. —Eso me pareció escuchar

que comentabais. —Pues bien, ¿de qué color

suelen ser normalmente las letras? —Oscuras. —Y para que las podamos

ver bien suelen imprimirse en un fondoblanco.

—Lógico. —Si esas mismas letras las

escribes en un fondo transparente y conuna relativa oscuridad, ¿qué verías?

—Ahora encaja todo, poreso se escondían en edificiostransparentes —dijo María —claro, conrazón no las veíamos.

—Pero no se pueden estar

aquí todo el día, la luz del sol las harávisibles de nuevo.

—El palacio solo es ellugar donde se liberan, supongo quedesde aquí aprovechan para escondersepor toda la ciudad.

—Pero qué chulada, meestáis dejando flipado del todo —interrumpió Javi—. No sabía que estachavola tenía estos efectos especiales,cómo mola.

—Ciertamente es bellísimo,pero no es un efecto especial, estánvivas de verdad.

—María, no me vaciles,son simples letras.

La última frase alteró ladanza que se componía en los cristales.

Los que enfocaba la linterna sevolvieron transparentes y una pequeñarepresentación de letras se juntó paraformar una frase.

"No somos simples, somospoderosas”

—¿Habéis visto lo que yohe visto?—preguntó María

—Pueden hablar, esto esfantástico —dijo un ilusionadoFrancisco—. Vamos a conversar conellas. ¿Qué pretendéis? ¿Por qué queréishuir de nosotros? ¿De dónde vienevuestro poder? —empezó a preguntarSanchiz, pero solo obtuvo una frasecomo respuesta.

"Queremos seguir siendolibres”

—No entiendo. ¿Libres dequé?

La frase no varió, siguiósiendo la misma, pero repetida portodos los cristales del palacio.Francisco insistió con la pregunta, perono obtuvo otro resultado.

—Tenemos que dejarlo, lapolicía está viniendo hacia aquí —advirtió María.

—Iros, yo los entretendrémientras escapáis.

—Javi, ¿y esa amabilidad? —No quiero ver a mi novia

dentro del calabozo. —Y yo tampoco me quiero

ver dentro. Venga, salgamos de aquí, nocreo que consigamos nada más.

Javi bajó rápidamente lasescaleras y caminó unos metros parainterceptar a la policía. Consiguió unossegundos valiosos para que los tresamigos pudiesen huir.

Atravesaron todo el parque

hasta llegar al muro, pero una pareja depolicías seguía custodiando la salida,así que detuvieron la carrera, dejaron elcamino, y se tumbaron al lado de losparterres, camuflados por la oscuridad.

—Había olvidado que lassalidas estaban custodiadas.

—Espero que los demás nohayan tenido problemas para salir.

—Voy a comprobarlo. —Francisco, ¿qué vas a

hacer? —Le enviaré un mensaje a

Cristina, rezad para que esta zona tengacobertura.

Palpó con las manos losbolsillos de sus pantalones hastaencontrar en uno de ellos el bulto queindicaba que allí había guardado suteléfono. Lo abrió lentamente intentandoamortiguar la luz de la pantalla para noser visto, buscó el número de su amiga yescribió un mensaje escueto.

—Bueno, enviado está,esperaremos a ver qué nos dice. Si hanlogrado salir, seguramente nos dirá cuáles el mejor lugar para hacerlo.

—Por nuestro bien, mejorque se dé prisa —comentó una

preocupada Elvira—. Como seenciendan de nuevo las luces, nos verán.

—Siempre podemosintentar provocar otro pequeño tornado—sonrió María agitando un folio en elaire.

—¿Y este folio? —preguntóFrancisco.

—Es el que le diste a Javi,el pobre no supo dar vida a sus letras.

—Esas malditas letras.Mientras corríamos le he estado dandovueltas a su misterioso mensaje, ése querepetían una y otra vez… ¿qué demoniossignificará?

—Una cosa ha quedadoclara, se sienten amenazadas.

—¿Amenazadas de qué?

Nos han demostrado que su podersupera lo imaginable, capaces decambiar el clima a voluntad, de movercualquier tipo de objeto, de escabullirsecomo el mejor de los fantasmas. ¿Quépueden temer unos seres así?

—El agua, por ejemplo. —El agua existe desde que

el mundo es mundo, no creo que a estasalturas teman el agua. Yo creo que esalgo que hemos provocado nosotros,pero ignoro qué puede ser.

—Se me ocurren mil y unacosas, nos podemos pasar siglosintentando averiguar el motivo.

Un leve pitido en el móvilde Francisco advirtió que un mensajehabía sido recibido.

—Cristina, que están bien,han podido salir sin problema. Dice quetendremos que hacerlo por el norte delparque, allí hay más gente y es fácilpasar desapercibido.

—Genial, salgamos ya deaquí.

—Esperad un momento —Francisco se quedó mirando el mensajedel móvil, como si su visión provocaseen él un efecto hipnotizador—. Aquítambién hay letras —murmuró.

—¿Ocurre algo? —Elvira, ¿puedes hacerme

un favor? —Claro. —Escribe una poesía en el

móvil, una bonita.

—De acuerdo, pásamelo. Francisco ofreció el

teléfono a Elvira, y ella tecleó conpremura una pequeña poesía.

—Ya está, ¿a quién se lavas a mandar?

—No pretendo mandárselaa nadie, observa.

Esperaron dos minutoscallados, con el sonido de surespiración y poco más. Hasta que laimpaciencia de María les interrumpió.

—¿Estáis mal de la cabeza?Salgamos de aquí ya.

—¿No ves que estápasando?

—¿Pasar? Pero si no pasanada.

—¡Exacto! —gritó conexcitación Sanchiz—. No está pasandonada. No hay viento, ni ruido, y lo másimportante, mi móvil no se mueve enabsoluto.

—¿Y por qué se tendría quemover tú mó… —María interrumpió lapregunta, porque ya sabía la respuesta—. Pero qué burra soy, ahora loentiendo, el móvil las enjaula.

—El móvil, el ordenador,los e-books… no pueden moverse en unmundo virtual hecho de electricidad.

—Claro, y eso explicaría ladesaparición de libros hace un siglo —añadió Elvira —adivinad qué inventoempezó a extenderse por todo el mundoen esa época.

—¡El teléfono! —gritaronlos dos a la vez.

—El poder de las letrasestá en los libros, las hojas, losperiódicos y cualquier soporte material.Pueden salir y entrar cuando les plazca,y volver para ilusionar una y otra vez.Pero si estos desaparecen… perderán sulibertad.

Los tres amigos saltaron dejúbilo, habían conseguido descifrar elmisterio.

—¿Y qué haremos paradetenerlas?

—Tan sencillo comointentar convencerlas de que los librosno van a desaparecer.

—Lo dices como si fuese la

cosa más sencilla del mundo. —Y lo es María, lo es.

Ahora sí, salgamos de aquí, mañanatenemos muchas cosas que hacer.

—Ay, mirad eso. La que seva a liar —advirtió Elvira.

Los tres dirigieron sus ojoshacia el camino que anteriormentehabían abandonado. Aparecieron en élAlba, Concha y Diana bailando unaanimada conga.

—¡María! ¿Qué haces? —Pues seguirles el juego,

venid conmigo. —Pero… —No tengáis miedo ¡A

bailar! La conga aumentó de

tamaño y atravesó la puerta del muro.Los policías no sabían como reaccionar,viéndoles bailar al ritmo que marcabaAlba, y no les detuvieron. Todo elmundo sabe que una conga puede durarmucho, y ésta no fue distinta, continuó ycontinuó hasta perderse en el horizonte.

Un baúl muy especial

Delante del Palacio de Cristal, unos

niños correteaban por la orilla delestanque, persiguiendo los patos que unavalla les impedía tocar. Uno de ellosgritaba eufórico cada vez que las avesintroducían sus cabezas en el agua,señalando ese movimiento, buscandocon la mirada a sus otros compañerospara asegurarse de que no era el únicoen verlo. María estaba tumbada sobre lahierba fresca y había levantado lacabeza para mirarlos.

—Qué graciosos son. —Perdón, ¿has dicho algo? —No, nada importante,

sigue escribiendo.

Elvira levantó la vista de sucuaderno y miró a los niños.

—Ya casi he terminado. —¿Has pensado que

decenas de personas en todo el mundoestán haciendo lo que estás haciendoahora tú?

—Sí, lo he pensado, y meilusiona la idea.

—Yo también estaría muyilusionada; es como si un ejército deescritores lucharan para que los librosno desaparezcan.

—¿Quieres ver lo que heescrito?

—Claro, por su puesto. María cogió el cuaderno y

empezó a leer. Era un cuento que

hablaba de cómo las letras habíandecidido robar todos los borradores delos mejores libros para que nadie lospudiese encerrar en maléficos aparatos.Continuaba contando las aventuras deunos amigos para impedírselo. Y lasúltimas líneas resumían en una preciosaexplicación el motivo por el cual loslibros no podían desaparecer:

"… Cuando compres un libro y lo

sostengas en la mano, ábrelo y lee laprimera página… sentirás algo especial.Sabrás que estás delante de un fantásticobaúl que encierra un gran tesoro, y quesolo tú tienes la llave. Podrás abrirlo ycerrarlo a voluntad, saborearlo acualquier hora y en cualquier momento,

disponer de su contenido las veces quequieras. Y cuando acabes, apriétalo enel pecho con fuerza, estrújalo sin miedo,demuéstrale al libro que lo has amado.Porque no hay en el mundo nada tanhermoso como sentir que en unospedazos de papel encolado se nos haquedado una parte de nuestro corazón"

—Oh, es realmente

precioso lo que has escrito. —¿Crees que llegaré a

convencer a las letras? —Por supuesto que sí, no te

quepa la menor duda. —¿Vendrás esta noche para

ver cómo las letras se llevan lo que heescrito?

—Me gustaría, pero estoymatada; ayer fue una locura.

—Ah, sí, es verdad,vosotros os fuisteis de marcha.

—Claro, tenía que justificarun cumpleaños.

—¿Y cómo fue? —Horrible. Al final

acabamos simulando bailar sevillanasen un local al que no volveré nunca.

—¿Francisco se quedó? —No, dijo que tenía que

coordinarlo todo para hoy. —¿Saldrás con él? —No lo sé, aún le estoy

dando vueltas. —¿Sigues enamorada de

Javi?

—No lo puedo evitar.¿Sabes qué escribió cuando estábamosesta noche en el palacio? Aún tengo elfolio aquí, ten.

Elvira lo recogió y leyó lapequeña poesía:

"No se si hago mal, o si micorazón está fatal, pero quiero que mequieras, como la sal al mar"

—Qué simpático. —Curiosa manera de decir

que es una poesía muy tonta, pero megusta.

—¿Y has decidido que vasa hacer?

—Sinceramente, no lo sé,voy a darme un tiempo para pensarlo unpoco, y según vea, decidiré. La gente se

cree que amar es como tirarse en unapiscina, saltas y ya está. Pero el amornecesita enfrentarse a su mayor enemigopara probar su valía.

—¿Qué enemigo? —El tiempo, Elvira, el

tiempo. Dos días después, Miguel

llegaba a su editorial. Con la cara llenade esparadrapos, y caminando condificultad, se apoyó en la mesa derecepción.

—Santo dios, ¿qué le hapasado?

—No preguntes si noquieres que te despida.

—Entendido señor Miguel.Por cierto, tenemos un pequeñoproblema.

—No, ahora no, déjamedescansar y luego me lo cuentas.

—Pero es que… Marta tapó su boca con las

manos, mostraba así su preocupación alver que Miguel no la quería seguirescuchando. El editor empezó a subirlentamente los escalones, y cuando llegóal segundo piso.

—¡Qué es esto! ¿Quién hapuesto todos estos papeles aquí?¡Cabezas, quiero cabezas!

—Ese es el pequeñoproblema al que me refería; hanaparecido cientos de manuscritos

perdidos y ahora llenan el segundo piso,nadie sabe quién ha sido —murmurópara sí Marta.

Y desde entonces los libros

dejaron de desaparecer y los escritoresvolvieron a contar sus historias, comoesta que termina aquí. Esperando que oshaya gustado, y si las pequeñasprotagonistas me dejan… Coloríncolorado, este cuento se ha acabado.

Índice El libro es nuestro……………..……

7El jardín de Muhammad…………38Un vestido inapropiado……… ….59El guardián del antídoto….……114Un espía en Fuentetaja………..143Un cumpleaños como excusa..164El ejército de poetas……… .……

192Un baúl muy especial…….…….230

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