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E L U C I D A R I O 29 POR EL CAMINO DE LA DESPOSESIÓN: LA POESÍA DE DIEGO JESÚS JIMÉNEZ ELUCIDARIO. Nº 6 (Septiembre 2008). págs. 29 a 54 Seminario Bio-bibliográfico Manuel Caballero Venzalá E Por el camino de la desposesión: la poesía JUAN MANUEL MOLINA DAMIANI R E S U M E N de Diego Jesús Jiménez Conjunta el texto que sigue los apuntes desarrollados por Juan M. Molina Damiani, coautor con Martín Muelas Herraiz de la edición de La poesía de Diego Jesús Jiménez, a lo largo de las tres presentaciones de que fue objeto este libro [Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha, 2007, 676 pp.]. Intervinieron en la primera, en la Cámara de Comercio e Industria de Cuenca, el 18 de mayo de 2007, José Ignacio Albentosa, vicerrector de Extensión Universitaria de la Universidad de Castilla-La Mancha, el crítico Florencio Martínez Ruiz, los responsables del cuidado de la edición y Diego Jesús Jiménez, quien leyó una muestra de su obra. Lo harían en la segunda, en el Museo Provincial de Jaén, el 14 de junio de 2007, organizada por la Caja de Ahorros de Jaén, José Luis Chicharro, director entonces del Museo, Manuela Ledesma Pedraz, profesora titular de la Universidad de Jaén, el autor de este texto y Diego Jesús Jiménez, quien cerraría nuevamente el acto leyen- do otra muestra de su poesía. Llevada a cabo el 22 de noviembre de 2007, en el Aula Cultural Universidad Abierta de la Universidad de Castilla-La Mancha en Ciudad Real, la tercera contó con las intervenciones de Martín Muelas, Molina Damiani y Diego Jesús Jiménez, cuya lectura poética de aquella tarde completaba el ciclo que también había hecho pasar dicho mes por el Aula de Poesía de la Facultad de Letras de Ciudad Real, con el apoyo de la Diputación Provincial de Ciudad Real y el Ministerio de Cultura, a Ángel González y a José Manuel Caballero Bonald. Dividido en cuatro grandes epígrafes, La poesía de Diego Jesús Jiménez se presenta como un vademécum sobre la obra poética de este autor, nacido en 1942, en Madrid, que fuera galardonado con el «Adonáis» de 1964 por su libro La ciudad, con el «Nacional de Literatura» por Coro de ánimas (1968) y con el «Premio Nacio- nal de la Crítica» por Itinerario para náufragos (1996), libro que le supuso su segundo «Nacional de Literatura». Autor asimismo de Fiesta en la oscuridad (1976: recientemente reeditado por Bartleby, con epílogo de Pedro Luis Casanova, 2006) y Bajorrelieve (1990: reeditado, con prólogo de Manuel Rico, en Valencia, 7 i mig, 1998), Diego Jesús Jiménez, pintor también, cuenta en su haber con dos ensayos sobre sendos pintores figurativos: Martínez Novillo (1972) y José Sancha (1974), tal y como ya diera noticia «La poesía como tabla de salvación: apuntes críticos y bibliográficos para el estudio de la obra poética de Diego Jesús Jiménez en el marco de la lírica española del último tercio de este siglo» [Boletín del Instituto de Estudios Giennenses 163, enero-marzo 1997, Jaén, pp. 55-96], primer acercamiento de Molina Damiani a este poeta tan vinculado con Jaén como activo a día de hoy: ahí está el apéndice que completa este nuevo acercamiento a su obra, una bibliografía básicamente integrada por papeletas que no pudo recoger La poesía de Diego Jesús Jiménez.

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Por el camino de la desPosesión:la Poesía de diego jesús jiménez

ELUCIDARIO. Nº 6 (Septiembre 2008). págs. 29 a 54

Seminario Bio-bibliográfico Manuel Caballero Venzalá

E

Por el camino de la desposesión: la poesía

Juan Manuel Molina DaMiani

r E s u m E n

de Diego Jesús Jiménez

Conjunta el texto que sigue los apuntes desarrollados por Juan M. Molina Damiani, coautor con Martín Muelas Herraiz de la edición de La poesía de Diego Jesús Jiménez, a lo largo de las tres presentaciones de que fue objeto este libro [Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha, 2007, 676 pp.]. Intervinieron en la primera, en la Cámara de Comercio e Industria de Cuenca, el 18 de mayo de 2007, José Ignacio Albentosa, vicerrector de Extensión Universitaria de la Universidad de Castilla-La Mancha, el crítico Florencio Martínez Ruiz, los responsables del cuidado de la edición y Diego Jesús Jiménez, quien leyó una muestra de su obra. Lo harían en la segunda, en el Museo Provincial de Jaén, el 14 de junio de 2007, organizada por la Caja de Ahorros de Jaén, José Luis Chicharro, director entonces del Museo, Manuela Ledesma Pedraz, profesora titular de la Universidad de Jaén, el autor de este texto y Diego Jesús Jiménez, quien cerraría nuevamente el acto leyen-do otra muestra de su poesía. Llevada a cabo el 22 de noviembre de 2007, en el Aula Cultural Universidad Abierta de la Universidad de Castilla-La Mancha en Ciudad Real, la tercera contó con las intervenciones de Martín Muelas, Molina Damiani y Diego Jesús Jiménez, cuya lectura poética de aquella tarde completaba el ciclo que también había hecho pasar dicho mes por el Aula de Poesía de la Facultad de Letras de Ciudad Real, con el apoyo de la Diputación Provincial de Ciudad Real y el Ministerio de Cultura, a Ángel González y a José Manuel Caballero Bonald.

Dividido en cuatro grandes epígrafes, La poesía de Diego Jesús Jiménez se presenta como un vademécum sobre la obra poética de este autor, nacido en 1942, en Madrid, que fuera galardonado con el «Adonáis» de 1964 por su libro La ciudad, con el «Nacional de Literatura» por Coro de ánimas (1968) y con el «Premio Nacio-nal de la Crítica» por Itinerario para náufragos (1996), libro que le supuso su segundo «Nacional de Literatura». Autor asimismo de Fiesta en la oscuridad (1976: recientemente reeditado por Bartleby, con epílogo de Pedro Luis Casanova, 2006) y Bajorrelieve (1990: reeditado, con prólogo de Manuel Rico, en Valencia, 7 i mig, 1998), Diego Jesús Jiménez, pintor también, cuenta en su haber con dos ensayos sobre sendos pintores figurativos: Martínez Novillo (1972) y José Sancha (1974), tal y como ya diera noticia «La poesía como tabla de salvación: apuntes críticos y bibliográficos para el estudio de la obra poética de Diego Jesús Jiménez en el marco de la lírica española del último tercio de este siglo» [Boletín del Instituto de Estudios Giennenses 163, enero-marzo 1997, Jaén, pp. 55-96], primer acercamiento de Molina Damiani a este poeta tan vinculado con Jaén como activo a día de hoy: ahí está el apéndice que completa este nuevo acercamiento a su obra, una bibliografía básicamente integrada por papeletas que no pudo recoger La poesía de Diego Jesús Jiménez.

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La materia del arte la da la sensibilidad,la forma la dirige la inteligencia.

Fernando Pessoa

Si alguien reclama una justificación quediga primero cómo gana su dinero. De quién, contra quién, a quién escucha, de quién recibe las órdenes, pero por encima de todo, ¿qué está dispuesto a comprender si hablamos de poesía?

Félix de Azúa

Sobre el infinito y solocampamento del cielo, sin piedad vuela un pájaroenredado a la muerte.

Diego Jesús Jiménez

La poesía de Diego Jesús Jiménez es una anto-logía de textos, de textos críticos y de creación, de anotaciones textuales, referencias críticas, bancos bibliográficos e índices de consulta: es un manual para el estudio de la obra poética de un autor capital de la lírica española contemporánea. Que a mí me apasione preparar libros como los de los maestros que he de utilizar o me gusta leer no me distrae, no, antes bien, al contrario, de que resol-ver con dignidad este tipo de tareas que exigen niveles altísimos de precisión es trabajo, empero, exclusivo de filólogos, no de meros compiladores o documentalistas ni menos aún de gacetilleros o charlatanes, personajes a quienes estos tiempos tan confusos están elevando al rango de gesto-res de la cultura o agentes literarios cuando no, incluso, al de profesores, teóricos de la escritura y así en este plan. No: la labor del filólogo no ha de confundirse con la del erudito: un principio que cuando el profesor Martín Muelas y yo nos pusimos a trabajar sobre la poesía de Diego Jesús Jiménez nunca perdimos de vista. Sí: como ya me habrán oído alguna vez, a mí no me inte-resan nada las teorías que generan datos –algo desgraciadamente a la orden del día cuando se habla de poesía reciente–, sino los datos a partir de los cuales pueden ensayarse nuevas teorías repensándose a conciencia las que se mantienen en pie sin que nadie se las quiera cuestionar,

hábito este último –me refiero al de aceptar a pies juntillas los marcos historiográficos estable-cidos para explicarse la razón de cualquier obra poética de nuestra lengua producida a partir de

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la Guerra Civil– que ha conducido a muchos de quienes están leyendo críticamente la poesía de Diego Jesús Jiménez a hacerlo a partir de la no-menclatura, medias verdades y lugares comunes de la hermenéutica archinovísima, un horizonte crítico desde cuyas coordenadas sigue todavía hoy, después de cuarenta años de haber cobrado cuerpo, disponiéndose la poesía española surgida durante la segunda mitad de los años sesenta, un territorio donde el imaginario que delimita la obra de Diego Jesús Jiménez aparece reconocido de ordinario como una propuesta marginal, no del todo coincidente con el canon, anómala, rara e incluso fuera de su tiempo, el espacio histórico que nunca ha dejado de producir la naturaleza de esta poesía*.

Sí: el montante de datos poéticos, estéticos y éticos que acumula la obra de Diego Jesús Ji-ménez lleva décadas y décadas poniendo patas arriba la historiografía que atiende la poesía es-pañola a partir de los años sesenta, toda ella, en

* Prologado por Martín Muelas, el primer capítulo de La poesía de Diego Jesús Jiménez, «Fortuna crí-tica», da cabida a 31 estudios éditos merecidos por esta obra. Ordenados cronológicamente, que estos trabajos de contrastada calidad estuvieran dispersos en revistas y publicaciones periódicas hacía inaplazable esta recopilación, compendio ahora donde se reúnen, además de otros, tra-bajos de Martínez Ruiz, Francisco Umbral, Mel-chor Fernández Almagro, Antonio Gamoneda, Rafael Conte, Guillermo Díaz-Plaja, Emilio Miró, Luis García Jambrina, Manuel Alvar, García de la Concha, María del Pilar Palomo, Manuel Rico, Félix Grande y Juan José Lanz. «Nuevas aporta-ciones para la lectura de la poesía de Diego Jesús Jiménez», el segundo capítulo del libro, reúne 28 aportaciones inéditas sobre la obra de este poeta que deconstruye todos los lugares comunes con que la historiografía hegemónica sigue explican-do lo sucedido en la poesía española a partir de mediados de los años sesenta. Estudiado ahora, entre otros, por Jesús Barrajón, Cano Ballesta, Antonio Carvajal, Miguel Casado, Antonio Co-linas, Luis Alberto de Cuenca, Agustín Delgado, Luis Mateo Díez, Antonio Hernández, Emilio Lle-dó, Ángel L. Luján, Antonio Méndez Rubio, Juan Carlos Mestre, Justo Navarro, José Paulino Ayu-so, Fanny Rubio y José Viñals, una característica

su mayoría, cortada por el patrón hermenéutico que José María Castellet dejara perfilado en su prólogo a Veinte años de poesía española [1960], una explicación, la dominante, que cincuenta años después sigue informando aún el discurso histo-riográfico canónico de nuestra lírica, una trama crítica donde el manido sistema de los recambios generacionales y sus grandes soportes propagan-dísticos, las antologías, aún siguen dejando notar sus falacias porque no logra esconder sus víncu-los con el positivismo totalitario, el mismo que informara el proyecto de reeducación nacional con que el idealismo aperturista de la España del Medio Siglo pretendió sanear los aparatos fascis-tas de la dictadura y regenerar el organigrama cultural del franquismo inyectándoles pequeñas dosis de realismo burocrático, un naturalismo sintonizado con ese otro de la Europa de pos-guerra que rara vez toleraría las sensibilidades simbolistas, surrealistas e irracionales porque tuvo en su punto de mira la tradición romántica,

reconoce la poesía de Diego Jesús Jiménez dentro de la lírica en lengua española a día de hoy: la na-turaleza irracionalista y realista de su propuesta, mestizaje en cuya resolución estética se plasma el voltaje ético de esta poética inconfundible y sin-gular. Escogida, organizada en cuatro secuencias temáticas –«Memoria del amor», «Memoria de la muerte», «Memoria de la vida» y «Salvación de la memoria»– y presentada por mí, una antología de la obra de Diego Jesús Jiménez, Difícil belleza, conforma el tercer epígrafe del volumen, que re-dondea un vasto banco documental donde ade-más de una cronobiobibliografía de Jiménez dis-pongo las fuentes bibliográficas y la bibliografía crítica para el estudio de su obra. Cuidada a partir de estrictos planteamientos filológicos, dos índi-ces completan la monografía: el primero, de ilus-traciones, donde dato los recursos iconográficos de que el libro se sirve –entre los cuales destacan tres retratos de Diego Jesús Jiménez firmados res-pectivamente por Luis Eduardo Aute, Grau San-tos y José María Lillo; un manuscrito del autor y un dibujo de su cosecha–; y el de cierre, el índice onomástico y conceptual con el que articulo todo el volumen, de fácil consulta y manejo gracias a este apéndice final que lo conjunta y sistematiza, pese a su heterogeneidad hermenéutica y su vas-ta extensión, como una propuesta unitaria.

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la gran enemiga a batir de aquel nuevo imagi-nario epocal heredero de los viejos principios sociológicos del neoliberalismo latifundista del Ortega más reaccionario, el Ortega del miedo, ese Ortega más pendiente de describir los hechos que se sucedían que de escrutar las causas que pudieran haberlos provocado, el mismo Ortega que al morir a mediados de los años cincuenta reabre con su racionalismo vitalista una relectura posmoderna de su tesis estética más celebrada, la de que el arte de vanguardia siempre está deshumanizado [1925], que no otra cosa viene a plantear, por más que no lo cite abiertamen-te, la explicación con que José María Castellet ordena la historia de la poesía española que iba a venir veinte años después de acabada nuestra Guerra Civil.

En efecto: la desatención de que es objeto la obra de Diego Jesús Jiménez explicada des-de el ortopédico sistema generacional que a lo largo de nuestra posguerra sintonizaría con el mecanicismo del Ortega más antivanguardista –un constructo historiográfico que antepone las semejanzas de lo uniforme a las diferencias de lo singular, que acaso tuvo algún sentido utilizarlo durante el franquismo como reactivo dialéctico para acentuar las contradicciones de la dictadura pero que seguir manejándolo hoy a diestro y si-niestro no viene sino a corroborar el inmovilismo ideológico de que adolece actualmente nuestra crítica– ha de obligarnos a repensar hasta qué punto el sociologismo burkiano del pensamiento neoliberal donde se asienta el discurso caudillista del Ortega de La rebelión de las masas [1930], de ese Ortega ciertamente reaccionario que incluso llega a plantear que la Europa de entonces estaba necesitada de un mastín, continúa mantenién-dolos operativos la historiografía canónica de nuestros días, todavía deslumbrada con lo efí-mero de las vigencias estilísticas pero distraída de lo permanente de las constantes históricas a partir de un popurrí organicista cocinado a base de idealismo romántico –pueblo vs. héroe–, nacionalismo territorial –globalidad vs. particu-larismo–, humanismo sociologista –individuo vs. colectividad– y culturalismo doctrinario –élite vs. masa. Está claro: la primera aportación de La poesía de Diego Jesús Jiménez no va a ser otra que

poner en entredicho el status quo que delimita la ajada historiografía castelletiana, siempre distraída tanto del valor histórico de las formas por operar a partir de fundamentos sociológicos fijados de antemano, como de la naturaleza textual materializada por la dialéctica vital que cada obra encarna, visto que el inmanentismo layetano tampoco suele levantar mapas filológi-cos de largo alcance hermenéutico. Sí: el espacio de libertad demarcado por la «voz clandestina y frágil» de Diego Jesús Jiménez –que así la ha calificado Pedro Luis Casanova [2006: 70]– no confunde compromisos con componendas por-que plantea de verdad que el arte hegemónico de este tiempo no sólo está definitivamente obturando los conductos históricos que lo traen desde nuestro pasado más reciente sino además los que lo proyectan a nuestro futuro inmediato, momentos ambos que la opulencia tecnocrática de la falsa conciencia crítica de nuestro presente tiranizado por el mercado apenas si se atreve a escrutar para que el pretérito se nos olvide así cuanto antes y el porvenir acabe de plegarse de una vez al puritanismo de una tecnología cuya moralidad no cesa de hacer posible la definitiva domesticación de las masas.

No es extraño, por lo dicho, que el curso seguido por la obra de nuestro poeta lo orillara, primero, de la sorprendente maniobra patriótica del segundo Castellet –el que defendería desde la presentación de sus Nueve novísimos poetas espa-ñoles [1970] que el informalismo de sus elegidos no era otra cosa que la certificación de que la literatura española tardofranquista ya lo era de la transición al superar los registros estéticos de la dictadura– y lo alejase, años después, de la vuelta al orden figurativo con que Las voces y los ecos de José Luis García Martín [1980] releerían la poesía española de los setenta disponiéndola para encarar la década siguiente desde postula-dos menos iconoclastas, agotado ya el proyecto tardovanguardista novísimo a la vista de que su balance de resultados estaba muy por debajo de sus expectativas iniciales. Sí: la poesía de Diego Jesús Jiménez publicada hasta 1976 no se deja leer ni a partir del horizonte historiográfico van-guardista dispuesto para los poetas de su edad por la sinécdoque del Castellet novísimo, ni desde la

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cartografía tardorrealista que a la altura de los ochenta amplía la nómina de la poe-sía española del último tercio del siglo XX con la incorporación de no pocos autores cuyo neorromanticismo realista los había excluido del ca-non fijado por la segunda antología castelletiana. Dicho de otro modo: si el realismo de Diego Jesús Jiménez, constante presente desde el inicio de su trayectoria, jamás le ha permitido a nuestro poeta ser considerado un novísimo, la fidelidad al irracionalismo de que da sobrada muestra su obra desde el comienzo de su carrera nunca favorecería que la voz de Jiménez fuera re-cuperada para la nómina novísima cuando dicho canon empezara a consi-derar lo figurativo como rasgo caracte-rístico de su patrimonio, hecho que acontece, por decirlo de acuerdo con la tesis de Luis Antonio de Villena [1981], llegado el «segundo momento generacional» de la poesía de los setenta, esto es: a partir de 1973, o por plantearlo ahora de otro modo: cuando lo oscuro se vuelve claro y el final de la historia impone volverla a empezar arrancando del primer Castellet, el de los años cincuenta, el que defiende que plantarle cara a la dictadura pasa por recuperar las dicciones enemistadas con la tradición romántica.

No: nunca ha hallado sitio Diego Jesús Ji-ménez en ninguno de los sucesivos momentos historiográficos por los que ha ido degenerando su generación hasta ver incorporadas a su cuerpo canónico todas las estéticas habidas y por haber de las surgidas a partir de mediados de los años sesenta. Exclusión más que chocante visto que el canon novísimo ha sido capaz de ir integran-do sin apenas esfuerzo dentro de su imaginario infinidad de escrituras singulares del periodo, no sería ilógico pensar si es nuestro poeta la bestia negra de los inmanentistas a sueldo de la indus-tria novísima o el más incómodo de los raros que tienen ante sí los teóricos de la sociología literaria posmoderna más trascendental, toda

vez, sin duda, que la lección poética de Diego Jesús Jiménez apenas si

es explicada por la historiografía archinovísima, un imaginario

crítico incubado durante la pos-guerra que al vérselas con la difícil belleza cosmovisionaria, con la iconoclasta historicidad

del malditismo misterioso y humano de la poesía de nuestro

autor, se desploma como un casti-llo de naipes sobre las alineaciones de nuestros libros de secundaria o sobre el santoral de nuestros manuales universitarios, unos y

otros acordados a un consabido pa-drenuestro teórico que nadie quiere

rescribir para no enemistarse con los poderes que controlan la bolsa de va-lores de nuestro mercado poético. Por lo dicho, momento era de acercarse a la

poesía de Diego Jesús Jiménez desde una óptica historio-gráfica transgeneracional que

anduviera a salvo de los maniqueísmos posmo-dernos tan propios de la estética de nuestros días:

había que reparar, frente a todas aquellas pro-puestas poéticas que se integran perfectamente bien dentro de las coordenadas críticas conven-cionales, en la singularidad de este autor de frontera cuyo irracionalismo realista además de romper con el naturalismo de la tradición donde se educa y el informalismo del presente con que se topan las primeras entregas de su obra, ha venido asimismo a desmentir los futu-ros poéticos que el discurso crítico hegemónico prefijara para ordenar pro domo sua el devenir seguido por el tiempo literario que arranca con el último tercio del siglo XX, toda vez, en efecto, que su imaginario cataliza –recientemente lo ha apuntado el profesor Sánchez Zamarreño [2008: 14]– «lo mejor de nuestra herencia más próxi-ma: la de los románticos y la de los modernistas, las tres grandes pulsiones éticas y estéticas que inauguran el XX (A. Machado, Unamuno, Juan Ramón), su continuación en el 27 (el surrealis-

Julián Grau Santos: Diego Jesús Jiménez [1961: bolígrafo / papel: 250 x 160 mm.]

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mo de Lorca y de Aleixandre es clave en Diego Jesús) y lo más inquietante de la posguerra: el grupo Cántico de Córdoba, el caudal visionario de poetas como Rosales, Labordeta o Hierro y el empeño renovador de los 50 (de Sahagún a Brines), singularizado, de forma llamativa, en Claudio Rodríguez», herencia toda que nuestro poeta asienta en su emocionada lectura de dos clásicos de nuestra poesía, san Juan de la Cruz y fray Luis de León, maestros y místicos a quienes Diego Jesús Jiménez sigue reconociendo hasta hoy como pilares básicos de su poesía a lo largo de toda su trayectoria [2007b].

Sí: distanciada no sólo de las sucesivas so-luciones realistas de nuestra posguerra, esto es: de las sociales de los cincuenta cuanto de las críticas del decenio siguiente, sino también de los postulados vanguardistas del tardofranquismo, tanto los del informalismo cuanto los del cultu-ralismo y la metapoesía que fueron sucediéndose a lo largo de la década de nuestra transición a la democracia, la poesía de Diego Jesús Jiménez tampoco ha venido acordada desde 1990 hasta nuestros días, cuando nuestro autor da por fi-nalizada la dieta de silencio que se impuso entre 1977 y 1989, ni a la tonalidad tardorrealista que perfilara el horizonte lírico del fin de siglo ni a las epigonales estéticas que a dicha corriente hegemónica quisieron plantarle cara sin estar cargadas jamás de razones poéticas de peso. Sin-gularidad que se debe, anticipado quede ya uno de los constructos capitales de la obra de Diego Jesús Jiménez, a que el irracionalismo realista de su poesía no viene sino a relatar la irracio-nalidad de este tiempo oscuro desde un espacio claro y realista, una solución artística barroca donde hallamos dialécticamente materializada la oscura vitalidad de la naturaleza de nuestro tiempo a partir de una encarnadura estética que formaliza con claridad la crisis por que atraviesa el devenir histórico de nuestro mundo. Así y todo, cuanto más claro se tenga que es un suje-to de hoy quien protagoniza la poesía de Diego Jesús Jiménez, menos oscura, menos hermética, resultará esta obra que si parece a veces estar falta de significado expreso, siempre anda, por el contrario, atestada de sentido implícito, el que le confiere indagar en nuestro ser, una di-

mensión, en fin, mediante la que nuestro autor consigue humanizar la factoría de vanguardia desde la que opera y purificar el compromiso en que deviene su realismo. Ahí tenemos Fiesta en la oscuridad (1976), de los libros que conforman el corpus unitario de esta obra –toda ella, pese a los momentos en que hemos ido parcelándo-la sus estudiosos para irla comprendiendo, un continuum sensible manifiestamente expreso por una razón cosmovisionaria interna–, el que mejor encarna, sin duda, la crisis del ser de este tiempo, el gran asunto de la poesía toda de Diego Jesús Jiménez, tal y como permite comprobar la reedición de que ha sido objeto este título el curso pasado con un certero epílogo de Pedro Luis Casanova [2006].

En efecto: «libro clave» de nuestro poeta para Luis García Jambrina [2007], es a día de hoy Fiesta en la oscuridad, a más treinta años de su apa-rición, siempre que no me equivoque y dejando al margen los tres títulos iniciales de la trayec-toria de Diego Jesús Jiménez, la piedra angular donde gemina el vitalismo de su cosmovisión dialéctica. Punto de intersección existencial, fiel de la balanza donde se tensan recíprocamente el pesimismo dolido de La ciudad (1965) y Coro de ánimas (1968), libros en los que cobra conciencia nuestro autor de la degradación que siempre trae consigo el paso del tiempo, y el optimismo rebelde de Bajorrelieve (1990) e Itinerario para náufragos (1996), títulos que si arqueologizan las razones históricas que arruinan al ser de este tiempo, reconocen la naturaleza, la memoria y el arte como los espacios idóneos para combatir sensiblemente nuestro desastre vital colectivo, no parece discutible que Fiesta en la oscuridad se alza como el epicentro de la producción de quien nos ocupa, singularidad que explica que buena parte de esta presentación vaya a construirse poniendo en juego preferentemente sus piezas, casi todas, por cierto, paradigmas de los ner-vios temáticos más característicos del conjunto de esta obra, a saber: el del amor –unas veces territorio de infidelidades, culpas y reproches; otras, de insatisfacción, desafecto y violencia; en ocasiones, prostibulario, onanista o sinónimo del odio; y tantas veces, en suma, maldito porque lo confundimos con la pasión o el deseo, lo único

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que posiblemente amemos de verdad–; el de las creencias políticas y religiosas –lugares ocupados por el servilismo, la explotación, la usura y las celebraciones que reconocen la mentira como su gran diosa madre; y el de la pintura –en este emblemático título de Diego Jesús Jiménez vi-vida desde obras góticas, barrocas y coetáneas del informalismo, o lo que es igual: a partir de propuestas artísticas sometidas a las tensiones del feudalismo, del barroco manierista o de la España de posguerra, tres momentos conflictivos desde el punto de vista estético porque cada uno encarna el epocal del que es fruto ideológico. Sí: tal y como documenta Fiesta en la oscuridad, la música de Diego Jesús Jiménez nada tiene que ver con el sonsonete modernista tantas veces remasterizado por los poetas peninsulares a partir del último tercio del siglo XX porque resulta de la vívida visión irracional con que su palabra realista de aquellos tiempos confusos concreta a conciencia de modo casi simultáneo una áci-da experiencia de amor, un contradictoria crisis ideológica y una emocionante reflexión sobre el arte, procesos, los tres, protagonizados por nues-tro autor durante la crisis de nuestra transición a la democracia, planteados a partir de una deíxis preferentemente vocativa, contenidos a partir de un montaje de raigambre cinematográfica y donde hallamos cartografiada la tradición de vanguardia por la que se mueve la obra de nues-tro poeta antes, durante y después de este libro capital de su trayectoria.

Asegurar que la producción de Diego Jesús ensancha el imaginario petrarquista del amor, denuncia la intolerancia que afirma todo credo y escruta los escenarios del arte viene a ser lo mismo –de sobra lo documenta el vitalismo de Fiesta en la oscuridad– que decir que su poesía deconstruye críticamente la realidad teatralizada por el sistema de nuestra sociedad posmoderna, un mundo en ruinas donde la explotación del hombre por el hombre sigue siendo la moneda de curso legal más manejada por el mercado de valores vigente para que su fiesta de disfraces pueda adueñarse hasta de lo real de nuestras vidas. Participándonos una visión del estado real de nuestra existencia mediante una resolución que antes que conformarse como monumento

estético lo hace como documento moral, adver-tido quede, con todo, que la obra fronteriza de nuestro poeta la expresa un yo contenido por su dolor, un ser contradictorio que baja a los infiernos de esta época a comprobar que son los de su propia conciencia, un yo que se sabe escindido porque siente arrojada su vida de una historia, la de hoy, en la que no consigue ver del todo claro si además de ser otra de sus víctimas podría ser asimismo uno de sus verdugos. Por lo dicho, un constructo radicalmente característico singulariza la obra de Diego Jesús Jiménez dentro del imaginario poético de los últimos cuarenta años: el hecho de que nunca haya evitado el confesionalismo radical propio del movimiento romántico, tal y como corrobora la opinión de Marta Sanz [2007b] al referirse a que el «carácter visionario de la poesía de Diego Jesús Jiménez es una forma de neorromanticismo cívico». Heterodoxa dentro de la ortodoxia propia del antirromanticismo novísimo, la poesía que nos ocupa rara vez distingue entre la voz textual del yo que la preside y la voz del sujeto empírico que la saca adelante. Confundidos el personaje que protagoniza los poemas con la persona que los ha ido escribiendo, un tono acentuadamente con-fidencial impregna toda la obra de Diego Jesús Jiménez, lo que aleja su existencialismo empe-ñado en decir aquello que no anda dicho todavía de la vida, aquello que la palabra de nuestro tiempo ha de decir irracionalmente para seguir siendo realista, no sólo del culturalismo teatral y la metapoesía analítica de los novísimos, sino también de la teatralidad narrativa y la deixis ficcional de los neorrealistas posmodernos.

La emblemática trama temática que los poemas de Fiesta en la oscuridad entretejen con el amor, las creencias y el arte como hilos capitales no hace, en suma, sino enfrentar lo real con la realidad desde la confesionalidad del yo que los gobierna, igual que ocurre a lo largo de la obra anterior y posterior de Diego Jesús Jiménez. Una dialéctica, en efecto, que acaba mostrándonos el misterio de lo real frente a las falacias de la realidad porque si el motor de arranque de esta poética «bipolar» –la nomenclatura se la debe-mos a Eduardo Moga [2007: 110]– lo dispara la tensión que le ocasiona a nuestro poeta reparar

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en que sus deseos reales rara vez son satisfechos por la precaria realidad donde habita, el objetivo que persigue no es otro que incomunicarnos de la incomunicación en que nuestro sistema de relaciones se funda, mas cuestionándose, de principio, la concepción de la palabra, en la es-tética realista irracional de nuestro poeta, nunca irracional o simbólica por ser resultado de rebus-cadas correspondencias con lo visible, sino realis-ta y expresionista por serlo de las interferencias de lo sensible manifiesto. Quiere esto decir, en suma, que aunque la poesía de Diego Jesús Ji-ménez jamás pretenda desvelar los misterios de lo real porque lo que ambiciona es simplemente mostrar sus turbulencias, su realismo siempre dejará descifradas, eso sí, todas aquellas razones irracionales que impiden la contemplación de lo real misterioso favoreciendo que la realidad con-tinúe percibiéndose desde las representaciones falaces que suelen conformarla. Visto, así pues, que el centro de atención capital de la poética de nuestro autor es adentrarse en la naturaleza de nuestra realidad, no es de extrañar, en efecto, lo ha señalado Ángel Luis Luján [2006a: 11-12], que se imponga explorar el «disfraz» con que cada momento de nuestra historia suele equí-vocamente presentarse. Porque dispone lo real verdadero frente a las apariencias de la realidad, «la verdad de la infracción, la incertidumbre y el desorden, frente a la mentira de lo codificado, lo cosificado y lo visible» –por decirlo mejor con palabras otra vez de Eduardo Moga [2007: 110]–, destacado quede que el voltaje hermenéutico de esta poesía de tan largo alcance performati-vo como firme vocación deconstructiva deriva de que logra aprehender lo real misterioso de nuestra irracionalidad conforme apalabra dialé-cticamente el realismo falaz con que la realidad establecida suele representarlo. Como ha preci-sado el trabajo de Emilio Lledó sobre la poesía de Diego Jesús Jiménez que recoge este volu-men [2007: 328], nuestro poeta «entra, así, en el centro del misterio que circunda el lenguaje y lucha, en él, por descubrir formas de verdad que alumbren a los seres humanos fuera de los ‘límites del lenguaje’ que sí pueden decirse». Por lo dicho, será normal que los poemas de Diego Jesús Jiménez nos suman en la incertidumbre:

espacios estéticos engendrados a partir de he-chos poéticos involuntarios, de misteriosos actos verdaderos producidos por lo más primigenio de nuestra razón sensible, memorizan nuestro dolor histórico sin olvidarse de la pureza del espacio desde el que lo hacen porque su expresionismo informalista nos hace sentir la humillación de que somos objeto los sujetos de este tiempo conforme la luz imprevista de su naturalismo barroco nos hace ver la naturaleza de la oscuri-dad en que vivimos.

Llegados a este punto, sépase que el empeño de Diego Jesús Jiménez por aprehender lo real discriminando la realidad nunca nos lo partici-pará su poética transcribiendo aquello que su yo consciente percibe, sino, por el contrario, eso otro que consiguen contemplar sus yoes irracionales más recónditos cuando el espacio deja de mos-trarse extenso para volverse intenso conforme el tiempo detiene su curso y se queda congelado. Movida por la «defensa de la contemplación», por decirlo de la mano de Miguel de Molinos [1680], por la primacía de «la contemplación de la emoción: sólo así podemos convertir esa emoción en objeto de arte» –la precisión es ahora de nuestro autor [2008b]–, no se olvide que el punto de partida de esta poética siempre será mostrar un misterio encarnando las emociones que suscita. Sí: el «arte está para emocionarnos, no para entenderlo. [...] Tiene gracia que la gente se preocupe por querer entender un cuadro, un poema y le da lo mismo entender el canto de un pájaro o no. El arte está para las emociones y no para el entendimiento», señalaba hace poco Diego Jesús Jiménez [2007c] desarrollando una matriz teórica suya de hace más de quince años [1991b] pero perdida hasta hoy en una entre-vista donde dialécticamente dejaba planteado que para «penetrar el misterio está la ciencia que tiene otro lenguaje, el de la razón, no el de la emoción». En consecuencia, para que las imágenes objetivas de la obra de Diego Jesús Ji-ménez den acceso a visiones subjetivas, las de los misterios que conforman nuestra vida expuesta al mundo, su imaginario habrá de transcribir aquellas visiones que le procuren a nuestros autor los arrebatos poco menos que místicos de que sea objeto su conciencia cuando acabe

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siendo secuestrada por la memoria involuntaria o el sueño, reactivos que alejan esta poesía de todo aquello que le imponga a nuestro poeta su razonable percepción de la realidad –experien-cias no siempre fiables del todo– para acercarla, por el contrario, a todo aquello otro que le hace sentir a su hacedor su irracional contemplación de lo real –emociones rara vez engañosas. En efecto: sólo cuando el poeta recuerda de modo imprevisto a partir de su genuina «fidelidad proustiana al mundo perdido, al tiempo eterna-mente buscado» –lo destacaría Francisco Umbral reseñando La ciudad [1965: 38]–, o sólo cuando rememora un sueño que irrumpe en su vigilia, esto es: únicamente cuando su yo no se siente gobernado por la razón de su conciencia sino arrebatado de sí por recuerdos olvidados que no fueron convocados a posta o por visiones oníricas que se le revelan de pronto como alucinaciones, está en condiciones de acceder a esos momentos misteriosos pendientes aún de vivir en el futuro o a esos otros pretéritos que aun siendo igual-mente suyos no tenía conciencia de haberlos vivido todavía, esto es: a todo aquello sensible que encierra la vida pero jamás se puede ver con claridad a la par que se vive porque es imposible existir haciéndolo a la vez con conciencia de lo que a uno pueda estarle sucediendo durante los momentos en que existe de veras.

Dado que nada puede poseerse de verdad hasta que regresa una vez perdido al recuerdo gracias a la memoria proustiana, o hasta que es avanzado por los sueños invadiendo ese te-rritorio de frontera que es la vigilia –lo dejan explícitamente manifiesto los tres fragmentos de «En la pintura de ‘El Bosco’», de Fiesta en la oscuridad [1976: 44-49], y el primero de «Poema en Altamira», de Bajorrelieve [1990: 152-154]–, nunca evitará Diego Jesús Jiménez rendir su yo poético a la memoria involuntaria –el reactivo más idóneo para reconstruir lo olvidado porque da acceso sensible a las emociones antes de que se configuren definitivamente como experien-cias– o al sueño –el «arma» más fructífera para reconocer esas emociones venideras en las que nunca podrá nítidamente reparar su protagonista cuando llegue el momento de experimentarlas por vez primera de modo consciente o, aún más,

para coadyuvar a «nuestro despertar histórico», vista la dimensión política que lo onírico adquie-re en la obra de nuestro poeta, con la de Juan Carlos Mestre –ya he podido señalarlo [2008: 7]– uno de los pocos espacios de nuestra poesía de hoy donde sueño y conciencia son sinónimos. Memoria involuntaria que impida el olvido del pasado y sueño que anticipe la concreción del futuro van a ser, por lo dicho, los dos cimientos poéticos donde funde Diego Jesús Jiménez la ico-noclasia de su estética: de ordinario, de una par-te, tan enemistada con el naturalismo retiniano de la razón logocéntrica como prevenida contra el superrealismo de la escritura automática; siem-pre, de otra, contenida expresión visionaria de esas emociones que palpitan de modo irracional tras ser avistadas por una imagen cuya resolución realista las reconoce como experiencias donde la fugacidad queda presa y lo permanente vuelve

El Bosco: El carro de heno[circa 1502: óleo / tabla: 135 x 100 cm.].

Detalle del panel central.

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a pasar sucediendo; y tantas veces, en fin, con acabados psicodélicos acaso resultantes –ahí está, sin ir más lejos, la imaginería de vanguardia de Fiesta en la oscuridad– de la ingesta de determi-nadas substancias inconfundiblemente malditas dentro de nuestra cultura.

De la investigación poética desplegada por Diego Jesús Jiménez, de aliento racional pero movida por resortes irracionales, resulta así, en efecto, un producto estético dialéctico y barroco donde se entremezclan orden y entropía pero donde apenas si se advierten automatismos surrealistas o azares oníricos –destacado quede nuevamente desde el epílogo de Pedro Luis Casanova [2006: 60-61 y 63-64] a la reedición de Fiesta en la oscuridad, un libro siempre embri-dado por la consciencia. Atestada de tensiones nunca deliberadas, la conmoción estética que alza la obra de nuestro autor es consecuencia de un proceso poético productivo en el que las visiones matéricas irracionales acaban siendo formalizadas por la conciencia imaginativa de la razón, de tal suerte que la irrupción de lo visionario, la materia producida por la fantasía que nos hace ver lo sensible, acaba siendo re-construida formalmente por medio de imágenes, conciencia reproductiva que hace sentir lo que se ve favoreciendo la comunicación, narrán-donos de modo realista lo que le sucediera al poeta durante sus irracionales arrebatos crea-tivos. Si hace una década –teniendo a la vista lo apuntado por las substanciosas lecturas que respectivamente realizaran de La ciudad, Coro de ánimas y Bajorrelieve Antonio Gamoneda [1965: 46], Antonio López Luna [1970: 56] y Rafael Alfaro [1990: 81]– reconocí los acabados esté-ticos de Diego Jesús Jiménez como paradigmas de un «neoirracionalismo sensato» [1997: 72], quede dicho ahora que el pulso manierista de su belleza nada parnasiana porque se revela como un modo de «resistencia» –tal y como ha puesto de relieve hace poco Joaquín Fabrellas [2007: 2]– constituye un dialecto irracional donde que-dan materializadas analíticamente las visiones fantásticas de lo transcendente, de la historia y de la naturaleza, hasta acabar alzándose como una nueva lengua realista, toda vez, en efecto, que formaliza mediante imágenes analógicas lo

inmanente del tiempo y del espacio. Desde el mo-mento, ahora bien, de una parte, en que Diego Jesús Jiménez materializa historia y naturaleza, lo transcendente, mediante música y color, ma-terias contingentes con las que respectivamente atrapa sus visiones detenidas de la historia y sus visiones de la naturaleza en movimiento, y for-maliza, de otra, lo inmanente, tiempo y espacio, por medio de líneas y palabras, formas ambas transcendentes que ahora le reportan imágenes tanto de la detención de su tiempo cuanto de la movilidad de su espacio –visiones e imáge-nes, en suma, producidas por su percepción contemplativa de la dialéctica que mantienen entre sí la realidad y lo real–, repárese en que el realismo irracional de Diego Jesús Jiménez verá embridada su irracionalidad ensanchado su naturalismo. Está claro: el hecho de que nuestro poeta muestre lo transcendente con materia, esto es: de modo realista, y encarne lo contingente con forma, esto es: de acuerdo con un procedi-miento irracional por simbólico, no viene sino a acentuar su barroquismo, más que expreso, por lo demás, cuando su obra, dejando informe la idea para que no se desmaterialice su misterio, materializa lo permanente de lo substantivo –por ejemplo, la degradación del amor, la condición siempre transitoria de su realidad– formalizando lo más adjetivo de la manifestación fugaz de su esplendor –el deseo, lo único realmente a la larga duradero [1976: 28]: «[...] / ¿Por qué no vive // el amor con nosotros // no como aroma, sino como flor siempre? [...]»

Trama, por lo que se ve, radicalmente ba-rroca la de esta estética cuya textura siempre termina empastando el acabado irracional y dionisíaco de sus visiones matéricas –informales por ser producto de la fantasía–, con el natu-ralista y apolíneo de sus imágenes formalistas, conscientes por nunca abdicar de los patrones del realismo. Así será como logre la obra de Diego Jesús Jiménez –lo señala en uno de mis trabajos recogidos por este volumen [2007: 390]– tanto resacralizar su irracionalismo naturalizándolo, rehumanizándolo, volviéndolo histórico y ma-terialista, lo que contribuirá a que cobre preciso significado espiritual, cuanto profanar su realis-mo temporalizándolo, formalizándolo, lo que

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le asignará un manifiesto sentido de época al radicarse en la circunstancia concreta de nuestro espacio. Sí: entretejiendo visiones, idóneas para hacer visible lo que pudiera haber sentido en momentos de trance, con imágenes, estratégica-mente operativas para narrar lo que vio, consigue Diego Jesús Jiménez, en fin, no sólo naturalizar su materialismo irracional hasta el punto de re-humanizarlo desde el punto de vista histórico, sino también purificar su formalismo realista, reconocido su territorio como el más singular de este tiempo nuestro. Desde estas matrices donde andan vitalmen-te engastadas, a mi ver, por más señas, la lección del «Credo poéti-co» de Unamuno [1907], la dialéc-tica entre «razón vs. pensamiento» de André Breton [1924: 25-26], la distinción entre «poesía» y «lite-ratura» formula-da por Gerardo Diego [1929], la crítica que lleva a cabo del vanguar-dismo la moderni-dad que Federico García Lorca [1928 y 1932] y Luis Cernuda [1947 y 1959] desarrollan –uno y otro empeñados, aunque cada uno a su manera, ya pude explicarlo en su día [1998 y 2003], en dar cuenta realista de la arracionalidad de aquel presente suyo que es el nuestro también– y la concepción que Eliot tenía de la poesía como algo sólo inteligible a partir de la sensibilidad [1957: 122-127], ha de ser leído el irracionalismo realista, el realismo irracional de Diego Jesús Jiménez, un producto estético barroco donde se articulan visiones subjetivas, musicales y cromáticas, con imágenes objetivas, verbales y estructurales, hasta concretar un acabado final visionario e imaginista, que no metafórico ni algebraico, cuya vocación, aun no estando jamás distraída de la comunicación con

la realidad conocida por el lector, siempre será mostrar la naturaleza real de los misterios que tiene ante sí el yo histórico del espacio de este tiempo. Ahí está, para comprobar lo que vengo apuntando, «Desde un paisaje castellano visto por el pintor Martínez Novillo», donde nuestro autor [1976: 38-39], «uno de los pocos poetas españoles que han sido capaces de practicar la ‘videncia’ tal y como la proclamaba Rimbaud hacia 1870, es decir, como un medio para acce-der, a través del concurso de los sentidos, a lo desconocido, al misterio, dejando para ello de

lado tanto el cono-cimiento racional como su lógica» –lo ha apuntado Manuela Ledesma [2007: 2] en sus palabras de pre-sentación de esta monografía sobre Diego Jesús Jimé-nez–, formaliza la materia y mate-rializa la forma por cuanto su irracio-nalismo barroco y su expresionismo naturalista dejan respectivamente purificado nuestro dolor y memoriza-

do nuestro olvido.

Acordado a un acabado estético cuya car-tografía es perfectamente demarcable por más que se constituya como un espacio constituido de tiempo, sépase que el montaje de visiones e imágenes a lo largo de la escritura poética de Diego Jesús Jiménez queda resuelto a partir de un canon que antes que contar sucesivamente una historia, que representarla de modo lineal, nos coloca dentro de un discurso simultáneo tejido a base de fragmentos yuxtapuestos. En efecto: ante la dicotomía «narración vs. yuxtapo-sición», el conjunto de la estética que nos ocupa se decanta de modo inconfundible –a excepción de Itinerario para náufragos, cuyo «clasicismo» atenúa esta constante de estilo– por la yuxta-

Cirilo Martínez Novillo: Caballos[1973: óleo / lienzo: 73 x 92 cm.].

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posición de simultáneas visiones fugaces con imperecederas imágenes instantáneas, lo que la perfila, en suma, como una historia cinemato-gráfica jamás narrada de acuerdo con los pactos consecutivos de la realidad sino con los misterios alternativos de lo real, una sintaxis de estirpe figurativa pero pulso alucinatorio donde si las mentiras de la realidad, tantas veces verosímiles como falaces, quedan deconstruidas, lo verdade-ro pero tantas veces inverosímil de lo real queda dialécticamente revelado. Por lo dicho hasta ahora, no estaría de más pensarse nuevamente si el realismo de Diego Jesús Jiménez pudiera merecer el calificativo de irracional visto que no hace otra cosa que documentar nuestra irracio-nalidad, que noticiar nuestra arracionalidad de modo realista. Sí: al estar menos pendiente de relatar experiencias que de suscitar emociones, al cuestionarse la dialéctica «sentir vs. contar» anteponiendo la anticipación del conocimiento sensible a la comunicación del conocimiento racional, no es extraño que los lectores de esta obra nunca acabemos sintiéndonos poseedores de nada porque siempre nos vemos poseídos por todo, por la visión realista que nos procura su materia hasta permitirnos el acceso a lo primi-genio de la naturaleza histórica de nuestro ser donde se formaliza al unísono una imagen irra-cional del espacio de nuestro tiempo desprovista de cualquier adherencia anecdótica. Territorio atestado tanto de informalismos matéricos ex-presivamente cromáticos y musicales cuanto de acabados formales contenidamente naturalistas y dramáticos, es lógico que la propuesta estética de Diego Jesús Jiménez, antes que producir sentido para el mundo, que lo produce y mucho, sea producida por los sentidos, unos sentidos ilumi-nados que se rebelan a seguir presos de una vida sin sentido. Sí: partiendo de un principio poético donde quedan enfrentados dialécticamente lo real de nuestras emociones ante la historia de nuestro tiempo con la realidad de nuestras expe-riencias frente a los espacios naturales, formaliza matéricamente la estética de esta obra una serie de imágenes visionarias que al descubrirnos, de una parte, una nueva experiencia de lo real trascendente aún sin concretar del todo por las analogías conclusas de la realidad –esto es: de

nuestros insondables misterios– y al deconstruir-nos, de otra, esas viejas emociones que la realidad contingente aprehendiera sin tener en cuenta lo real donde fueron cobrando cuerpo inconcluso –esto es: nuestros convencionalismos ideológi-cos– deja al descubierto la historia de nuestro mundo y la naturaleza de nuestra vida.

Parece claro, en consecuencia, que apenas nos atrevamos los lectores de la poesía de Diego Jesús Jiménez a profundizar en los adentros de esta obra cuya naturaleza les confiere a la vida, al mundo y al arte tanto un nuevo significado histórico cuanto un nuevo sentido temporal, nos veremos sacudidos por un shock, expues-tos a la incertidumbre de pensar si estamos interpretando correctamente el alcance ético de esta partitura estética donde se empastan de tal modo lo popular –aquí también vale decir «tradicional»– y lo culto –ahora cabría decir asimismo «vanguardista»– que nunca impone una lectura cerrada porque siempre está poten-cialmente abierta a muchas –recientemente lo ha recordado nuestro autor con la claridad que acostumbra [2006b: 7]. Sí: «la concentración [...], la ambigüedad, la presencia de varios niveles de sentido en coincidencia, a veces en tensión», que el «conceptismo barroco» de Diego Jesús Jiménez encierra –de Ángel Luis Luján es este análisis [2006b: 42, 185 y 259]– han llevado a Pedro Luis Casanova [2006: 66-67] a describirla poniendo en juego las «conclusiones de Heisen-berg», toda vez, en efecto, que si entender su significado, expreso en su materia, dificulta que pueda comprenderse todo su sentido, alcanzar su sentido, substanciado en su forma, propicia que parte de su significado no se nos entregue del todo jamás, callejón sin salida, en fin, que habla a las claras de la dificultad de interpretar unívo-camente esta obra que no persigue sino escuchar a su lector para ver qué le dice, un lector, claro está, que ya no podrá ser el consumista, pasivo y feudal que imponen estos días tan pendientes de aquello que les dictan sus señores autores. Sea como fuere, nunca nos equivocaremos, jamás, siempre que interpretemos –así lo han hecho Ángel Luis Luján [2006b: 157-205] y Antonio Carvajal [2007] modélicamente– el inconfundi-ble formalismo matérico de Diego Jesús Jiménez,

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el singular conceptualismo irracional de su poesía figurativa, de sus versos escalonados presos de todo tipo de encabalgamientos, de los antago-nismos entre su respiración silábica y su aliento prosódico, de las distorsiones entre su métrica y su sintaxis, del hipérbaton gongorino que tensa sus interminables periodos oracionales o del ácido cromatismo de su vocabulario, unas veces asentado en los escenarios rurales de los que procede su vitalismo oral y tantas otras tomado de los más elitistas territorios del mundo de la escritura o del arte, como las huellas dactilares realistas que el tenebrismo vital de nuestro au-tor y las tensiones epocales de nuestro mundo han ido dejando sobre la película visionaria de su obra, un cono manierista cuya estructura de cristal permite ver con realismo los desajustes con que han sido dispuestos los círculos de su maquinaria interior para que podamos pregun-tarnos si encarnan los del violento irracionalismo vertical de la fábrica exterior de la que vienen a ser a la postre producto.

Poeta cuyo compromiso lo irá siempre en-carnando su estilo por cuanto a día de hoy se impone –la advertencia se la debemos al propio Diego Jesús Jiménez [2004: 187]– «establecer correspondencias del arte con su tiempo mucho más profundas que las simplemente temáticas», apuntado quede, ahora bien, que la indudable dimensión ética alcanzada por la estética que nos ocupa –alcance moral que dejan notar so-bradamente no sólo los poemas existenciales y políticos de nuestro autor sino también aquellos otros donde desarrolla sus reflexiones artísticas para iluminar nuestros sentidos y alertarnos a la vez de que podríamos estar a punto de perder-los– nunca la vendrá impuesta a esta obra por apriori ideológico alguno de su hacedor, sino, antes bien, por la tensión de esta época donde la violencia campea a sus anchas. Quiere esto decir –lo que sigue es de importancia radical para evaluar el compromiso de Diego Jesús Jiménez comparándolo con el de otros contemporáneos suyos cuyas obras andan también comprome-tidas pero de otra manera– que su ética jamás resulta de un para apriorístico de su estética, de que su resolución de estilo obedezca a finalidad ética alguna fijada de antemano. Que la estética

de Diego Jesús Jiménez traiga consigo una éti-ca, que contenga una moral, sólo se debe a que su horizonte estilístico es siempre efecto de un sistema productivo que cuenta con un porque poético. O dicho de otro modo: no es la vitalidad ética de la obra de Diego Jesús Jiménez la que produce el materialismo formalista de su estética: la moralidad de esta poesía es, por el contrario, simple consecuencia de los acabados estéticos que alcanza, todos frutos, ojo, ahora sí, de una matriz poética cuya naturaleza superromántica opera a partir de concepciones dialécticas acti-vadas por la alternativa «real vs. realidad», el verdadero motor productivo de la estética que estamos estudiando. Así, porque la estética que ahora nos interesa nunca viene dictada por una finalidad ética fijada con antelación al acto de la escritura –en parecidas coordenadas a las que José Ángel Valente delimitase a lo largo de su trayectoria teórica [1969: 40-42; y 2000: 135]–, hemos de pensar los destinatarios de la poesía de Diego Jesús Jiménez, toda vez que es asimismo indudable el compromiso manifestado por esta obra cuya conciencia es producida poéticamente, que estamos ante una propuesta estética cuyo humanísimo alcance moral es involuntario: aspecto capital de la cosmovisión de Diego Je-sús Jiménez donde nuestro autor, heredero de la lección dictada por el Juan de Mairena de don Antonio Machado al señalar que el artista siempre habrá de ir a «la ética por la estética» [1936: 68], lleva insistiendo cuarenta años: desde finales de los sesenta, cuando, socialno-vísimo incomprendido, le señalaba a Martínez Herrera [1968] que la «verdadera poesía social no se hace adrede, se escribe sin proponérselo uno», hasta hace poco menos que ayer, cuando, realista de vanguardia visto con todo tipo de pre-venciones por la nomenclatura, le hace saber a Arturo Tendero [2007] que «el compromiso ha de ser involuntario, te lo tiene que dar el propio poema».

Visto que el monumento estético que consti-tuye esta obra ha de interpretarse como un docu-mento moral –ya se dijo–, repárese ahora en que será la naturaleza misma de sus poemas, espacios de «palabras vividas» a lo largo del tiempo, que así los ha definido nuestro poeta conversando

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con Antonio López hace apenas unos meses [2008a], la que los acabe conformando como lu-gares históricos no sólo producidos poéticamente sino donde también se reproduce la poesía, para Diego Jesús Jiménez, la precisión es suya [1975: 35 y 1991b], fogonazo de vida que puede encon-trarse «en el cine, en el teatro, en una novela, en el gesto de una persona». Con todo, oigamos de nuevo a nuestro autor [2006b: 7] darnos cuenta del proceso de producción de su obra, un acto creativo donde su conciencia de poeta siempre anda a la zaga de la conciencia del poema: «Al principio se te ocurre una imagen. Una imagen que te emociona, un tanto misteriosa. Cómo se me ha ocurrido a mí esta imagen, dices. Y esa imagen te está emocionando y recibes la emoción para la escritura del propio poema. Pero no eres tú el que vierte la emoción en el poema, no. La escritura te está emocionando a ti». Sí: el «poe-ma va por donde quiere, pasa igual que con los colores y la pintura, porque ellos te llevan por unos caminos que nunca llegaste a prever» –ha apostillado Diego Jesús Jiménez [2007d], tam-bién pintor, dejándolo todo infinitamente más claro. Así, definido el rumbo estético de esta obra por su propio proceso de combustión poética, le

será dado a nuestro poeta no sólo salvar todo aque-llo que vivió sin sentirlo a conciencia, lo que fue perdiendo sin apenas no-tarlo, eso de lo que apenas si le quedó un vaguísimo recuerdo, sino también anticipar lo que no le haya ocurrido todavía, lo que el futuro le imponga sentir sin dejarle caer en la cuenta de que anda sucediéndole, aquello que su memoria acaso no logre poner a salvo del olvido una vez que el pretérito acampe en su presente. Que deje purificada nues-tra memoria del pretérito, ya que consigue mos-trarlo con la melancolía

sólo al alcance de quienes aceptan la derrota del tiempo sin quedar apenas dolidos, y que nos avi-se de los olvidos del futuro, haciéndonos sentir nostalgia –la nostalgia es dolorosa– del ahora que nunca podrá ser en su día si no nos duele aquello que estamos olvidando, trae consigo que el alto voltaje arqueológico de la poesía de Diego Jesús Jiménez acaba instalándose de manera radical en el espacio dialéctico del presente, del que memoriza su naturaleza histórica, todo aquello que olvida nuestra razón insensible.

Purificar nuestra memoria de todo aquello que quepa deconstruir y dolerse por el olvido de eso otro que nunca recordaremos son, en suma, las dos reveladoras aportaciones de esta obra, siempre en guardia ante el relato que la realidad nos hace de lo real donde nuestra exis-tencia fabrica sus misterios. Sí: que el catalizador estético de la obra de Diego Jesús Jiménez nos procure visiones matéricas e imágenes formales tanto de la naturaleza temporal de nuestra vida cuanto del espacio histórico de este mundo, de todo aquello que pueda ir perdiendo nuestro ser pero será siempre lo único de lo que disponga cuando se empeñe en seguir vivo pese a todo, exige reconocerla como una propuesta nada

Antonio López y Diego Jesús Jiménez (Cuenca, abril de 2008).

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esteticista de vanguardia que concreta para nuestro mundo una nueva moral de estirpe vitalista. Un vitalismo que Diego Je-sús Jiménez no decanta, siempre que yo ande en lo cierto, por el extremo de vivir la poesía poetizando su vida hasta el punto de alejarse de la escritura abandonándose a vivir de modo radical –por más que el silencio editorial de nuestro autor desde 1977 a 1989, durante el periodo que media tras la publicación de Fiesta en la oscuridad y la aparición de Bajorrelieve, pudiera ha-cer pensar lo contrario–, sino, antes bien, mucho ojo, íntimamente, esto es: vitalizando su poesía escribiéndola al dictado de la vida. Por lo dicho, que el materialismo formalista de nuestro poeta delimite la naturaleza y el espacio de su obra como tiempo contenido de su vida y seña histó-rica de nuestro mundo no sólo le conferirá a su vitalismo una dimensión de naturaleza epocal, sino también, visto que dicha vitalidad siempre aparece indisolublemente vinculada con los acontecimientos del mundo, el valor añadido de alzarse como lugar histórico. De aquí, en suma, que el materialismo formalista de Diego Jesús Jiménez termine vitalmente conciliando purismo y compromiso: si su materialismo, al concretar con música la historia de nuestro mundo y con color la naturaleza de nuestra vida, está atestado de pureza y espiritualidad, su formalismo, por remitir desde su palabra naturalista al espacio de nuestro mundo y desde su conceptualismo es-tructural al tiempo de nuestra vida, está cargado de contenidos comprometidos y epocales. Está muy claro, ya se dijo pero no está de más volver ahora a destacarlo nuevamente: el materialismo puro de histórico de Diego Jesús Jiménez subs-tancia visiones espirituales de nuestra naturaleza

y su formalismo comprometido con nuestro tiempo contiene imágenes de época del mun-do en que vivimos. Ahí está la definición que nuestro poeta hace de la poesía [1993: 28], «una forma de creación a través de un lenguaje capaz de transustanciarse, desde su propio contenido, para devenir como pura materia del espíritu a la que la vida se une de manera inseparable».

Ensayo moderno, que no vanguardista, para recargar de vida la naturaleza de este tiempo del que ya se ha adueñado nuestro mundo sin espa-cios ni conciencia de la historia, reconozcamos la poesía de Diego Jesús Jiménez, distante tanto de la de los puristas que la conciben como una forma extrema de vivir apartados del mundanal ruido, cuanto de la de los comprometidos que la entienden como contenido donde vivir com-batiendo los conflictos del mundo íntimamente, como la «tabla de salvación» –ya lo puse de re-lieve hace años [1997]– que podrá permitirnos a tantos perdedores habitar la vida, vivirla de ver-dad, sentirla latir junto al mundo ensanchando la existencia de nuestro ser, esto es: practicarla en un futuro donde no se encuentre tan escindida

Diego Jesús Jiménez: Mesa con granadas[1990: óleo / tabla: 80 x 100 cm.].

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del mundo como ahora. Sí: con formas del espa-cio del mundo y del tiempo de la vida, esto es: con palabras y líneas, y con materiales de nuestra naturaleza viva y de nuestro mundo histórico, esto es: con color y música, nos ingresa Diego Jesús Jiménez en un buen número de lugares y momentos que sin su obra nunca contarían con carta de naturaleza ni historia, dado que su poesía no es posterior a lo que nos cuenta sino canto anticipatorio de aquello que misteriosa-mente todavía no nos ha sucedido del todo a conciencia. En efecto: sólo gracias a la existencia de esta obra, a la manifiesta potencialidad crea-cionista tanto de su naturalismo informal, que se duele por el olvido de nuestro mundo, por el espacio que ocupa su historia, cuanto de su cubismo barroco, que purifica nuestra memoria, la de la naturaleza vital de este tiempo, puede su hacedor no sólo contemplar a su propio yo desocultado comunicarle una experiencia preso de la emoción, sino también, abiertas las puertas de todos sus sentidos, dar con una visión de de-terminados espacios perdidos de nuestra historia encontrándose con la naturaleza eterna de este tiempo, caída en la cuenta paradójica, sí, por cuanto tan «bello» como «doloroso» es reparar en que «todo lo que nace en el poema para salvar nuestra memoria ya no podrá volver a vivirse más si no es en el poema» –recientemente lo destacaba Pedro Luis Casanova [2008a: 2] aun sin conocer que Diego Jesús Jiménez ultima a día de hoy una antología que llevará por título Eternidad de lo perdido [2008d].

Visor sensible del mundo que atrapa lo esen-cial permanente pero fugaz de tiempo e historia y radar evidente de la vida donde transcurre la aparente quietud coyuntural de espacio y natu-raleza, el hecho de que la poesía de Diego Jesús Jiménez contribuya a que cobre cuerpo perma-nente lo fugaz que sólo se materializa al perder su forma la lleva, sí, a sobrepasar los límites de la representación, a alcanzar potencialidades creativas, o lo que es aún más decisivo: a pre-sentarse como levadura dialéctica de una nueva realidad donde lo real se deja amasar por el lector, facultado así, en consecuencia, para aprehender lo que sintiera, siente o esté llamado a sentir sin necesidad de que tenga que contárselo nadie,

ni él mismo tampoco, porque, antes bien, por el contrario, todo le será dado verlo, inmovilizado durante su propio transcurso, cuando lo que sintió, lo que sienta o lo que sentirá lo recree su propio yo sintiéndolo ocurrir poéticamente. Propuesta que nunca esconde los artificios con que se va encarnando porque siempre –lo ha apuntado Ángel Luis Luján [2006a: 18]– «alu-de a la realidad y, simultáneamente, a su modo de representarla [...] [hasta] dar noticia de su propio ser como representación», está claro que el realismo moderno de Diego Jesús Jimé-nez se configura, en fin, como un dialecto en permanente estado de ebullición creativa cuyo sistema textual íntimo y extremo se cuestiona la validez vital de sus propios mecanismos repre-sentativos porque lo que pretende copiar, ya se apuntó pero no está de más repetirlo, no son las correspondencias visibles sino las interferencias sensibles de aquello que atiende su cosmovisión barroca. Ahí tenemos, a modo de ejemplo, Fiesta en la oscuridad, monumento vivo de este mun-do nuestro, documento humano por político, crónica estética realista e irracional tanto de un espacio extremo de nuestra historia, el de la interminable transición vivida por la sociedad española a partir del último cuarto del siglo XX, cuanto del tiempo íntimo de la naturaleza de un sujeto con conciencia de sus contradicciones, abatido porque el renacimiento de su mundo lo coloca ante las ruinas de su vida. Sí: Fiesta en la oscuridad: un libro donde Diego Jesús Jiménez, tras expiar la culpa que atraviesa todos sus poe-mas –«La lágrima de san Pedro de ‘El Greco’» [1976: 40-43] no es sino un emblema de toda la pena negra que acosa a un ser que se dio a vivir el amor amparándose en el mundo de la farra–, demuestra que es factible escribir poesía realista de vanguardia que dé noticia de un cambio de vida sin abdicar de hacerlo, al unísono, desde una línea de vanguardia política que favorezca que este mundo pueda ser asimismo transformado.

Cambiar de vida y transformar el mundo: los dos pilares cosmovisionarios, sí, de todos y cada uno de los cuatro episodios de que consta la trayectoria de nuestro autor hasta la fecha, en su conjunto, por lo dicho, un todo unitario que no convendría cuartear en exceso por más que lo

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hayan ido construyendo poco a poco el momento elegíaco donde Diego Jesús Jiménez aborda los conflictos existenciales que asolan a un yo y a un tú, a los yoes poliédricos que protagonizan La ciu-dad (1965) y Coro de ánimas (1968), un nosotros que huye del presente a un lugar de su pretérito para encontrarse allí aún más arruinada su vida; la crónica avant la lettre llevada a cabo por Fiesta en la oscuridad (1976) sobre la España de los años setenta, a cuyo presente regresa el yo de nuestro poeta porque es el único espacio de tiempo que puede protagonizar de verdad para memorizar desde allí la naturaleza de su historia, tanto la de las emociones residuales de sus culpas persona-les, cuanto la de la experiencia fallida de nuestra transición política para acabar con el fascismo; el movimiento detenido por Bajorrelieve (1990), arqueología del modo de producción capitalista desde el instante mismo de su sangrienta con-cepción histórica, investigación que nos lo revela como el primer disfraz económico del feudalismo para maquillar su naturaleza, razón que explica la nomenclatura medieval que recorre este libro

pero que ya había hecho acto de presencia con el anterior; y el balance que conforma Itinerario para náufragos, caja negra hasta hoy desde la que interpretar conjuntamente la partitura de una obra que antes de La ciudad ya contaba con tres entregas iniciales de cierto interés, mucho más, en cualquier caso, que el que hace pensar la desatención con que su autor suele tratarlas. Iconoclasta sin querer con el pasado, el presente y el futuro poéticos que el departamento comer-cial de los realistas críticos de la «Escuela de Bar-celona» deja ordenados poco antes de comenzar la década de los sesenta al explicar pro domo sua el curso historiográfico seguido por la poesía española a partir de 1939, muy pocos vínculos mantiene el singular irracionalismo realista de Diego Jesús Jiménez, catalizador estético de las propuestas más substanciosas de la lírica españo-la del siglo XX, con las sucesivas corrientes líricas dominantes de las cuatro últimas décadas.

Distante, así pues, no sólo de los remordi-mientos existenciales de los poetas neorrealis-tas de los años cincuenta, sino también de los sarcasmos estéticos de su prole más sobrada de recursos, los layetanos novísimos que Castellet presentaría como avales estéticos de que liber-tad y dictadura ya eran constructos compatibles cinco años antes de la muerte de Franco, menos aún tiene que ver la poesía que nos ocupa, una autopsia de las turbulencias existenciales de este tiempo de crímenes consentidos por la historia de nuestra civilización, con los revivals y celebra-ciones neoliberales de la lírica de las décadas de los ochenta y noventa, paraísos literarios donde la poesía, lejos de excavarse en lo real perdido, se añade sobre la realidad establecida a modo de mera retórica, de seda transparente y sedosa que pusiera más mona a la mona: así lo ha puesto de relieve, ahora que el imaginario tardorrealista, de ser cierto el diagnóstico efectuado por Luis Anto-nio de Villena en La lógica de Orfeo [2003], parece haber cumplido definitivamente su ciclo, el pro-pio Diego Jesús Jiménez al advertir [2007e] que el «verdadero poeta lo que hace es intentar ex-traer poesía de la realidad, no verter poesía sobre la realidad porque lo que se hace es una poesía literaria. [...] Embadurnar con poesía la realidad es muy fácil, lo hace cualquiera con lecturas y

El Greco: Las lágrimas de san Pedro[circa 1605… óleo / lienzo: 102 x 84 cm.].

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un poco de sensibilidad. El camino contrario, ex-traer poesía de la realidad, es lo complicado». Al margen de la retórica decorativa que la industria literaria le impuso a la poesía de la posmoderni-dad, reténgase, por todo lo dicho hasta aquí, que la barricada estética que indudablemente viene a ser la obra de Diego Jesús Jiménez «corrige y desmorona» de tal suerte los constructos críti-cos renovadores «acuñados a partir de los años ochenta» por los continuadores de la historio-grafía dominante –Fanny Rubio [2007: 419] lo ha puesto de relieve– que su propuesta votiva, aun sin pretenderlo, termina por reconocer «el patrimonio novísimo más convencional no sólo como la estética guapa con que el antifranquismo desarrollista, el hastiado de los social, comenzaría a darle su adiós más educado a la España de la dictadura, sino también como el precedente ab ovo del tardorrealismo que ha hegemonizado la poesía española de finales del siglo XX» –tal y como atrevidamente han planteado Anna Luna Milá y Jaime Mundo [2006].

No: nunca resultará difícil explicarse el caso de Diego Jesús Jiménez dentro de la poesía que surge a partir de mediados de los sesenta si par-timos de la cartografía que sobre dicho devenir levantó nuestro poeta en esa entrevista perdida hasta hoy pero cuyos contenidos nuevamente exigen traerla ahora hasta aquí [1991b]: «Des-pués de la poesía social [...], hubo una respues-ta en la que una serie de gente empezamos a escribir otro tipo de poesía que volvía a cuidar el lenguaje. Tampoco nos desprendimos de la ‘humanidad’, quiero decir que tampoco llegamos a las conclusiones posteriores de los ‘novísimos’ [...], una poesía de salón, una poesía nacida de la literatura, en la que había cosas que están bien, pero, claro, la poesía no puede ser sólo algo que nazca de la literatura». A partir de estas matrices, ha sido Pedro Luis Casanova [2008a: 1] quien ha ensayado una explicación acerca de por qué la trama historiográfica archinovísima nunca ha contemplado la singularidad de Diego Jesús Jiménez: «la ausencia de buena parte de los escritores más importantes de nuestro país de los lugares de referencia más comunes sólo puede explicarse desde la razón intencionada

por desalojar de los ámbitos del conocimiento a quienes conciben el arte, y concretamente la poesía, no como un instrumento de retórica o de escritura más o menos bonita, agradable, asequible a nuestra cada vez más endurecida capacidad de sentir y de vivir, sino como un compromiso ineludible por devolver al hom-bre a una historia más humanizante y menos, mucho menos, mercantil, feudal y esclavista». Está muy claro: el humanismo estético de Diego Jesús Jiménez ni produce conformidad ni cosifica las conciencias: nada ha tenido que ver ni con el «nacionalinformalista» –de Miguel Viribay es esta nomenclatura [2007]– desde el que la tardovanguardia castelletiana asiste al final del franquismo ni con el nacionalrealista que el tar-dorrealismo vinculado con aquel otro de los años cincuenta volvería a poner de moda tan pronto como se restauró nuestro sistema democrático: orgánicamente presente desde La ciudad, en su «Ronda del Hombre», la que redondeaba las cua-tro anteriores –la «Ronda del agua», la «Ronda de la noche», la «Ronda del aire» y la «Ronda de las piedras»–, el humanismo es, sin duda, la seña de identidad más emblemática de esta obra, un todo, en fin, perfectamente articulado desde aquel libro porque Coro de ánimas atendería el misterio coral del aire que todos respiramos, Fiesta en la oscuridad el violento fuego del com-bate del hombre con sus culpas, Bajorrelieve la incontestable verdad documental de las piedras de nuestra civilización en ruinas e Itinerario para náufragos la inmensidad del agua que jamás des-emboca porque El infinito nos protege, que este es el título del libro en que Diego Jesús Jiménez ahora mismo trabaja mientras cruza de nuevo otra frontera de su vida.

Sí: retengamos que la conciencia ética en-carnada por el materialismo formalista de esta estética que se produce poéticamente encierra, en resumen, no sólo una redefinición implícita de la naturaleza de la poesía como ese otro mun-do misterioso ocupado por la vida que se niega a entregársenos cuando nosotros queremos, sino también una acentuación histórica explícita del vitalismo ciudadano que a día de hoy cabe exigírsele al arte de este tiempo. Siendo siem-pre la poesía de Diego Jesús Jiménez la que lo

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hace consciente de que el arte de nuestros días aún no es expresión contenida de una voluntad benefactora que nos redima del mal, de lo que nunca abdicará esta obra es de plantearnos que el bien resulta a día de hoy poco menos que imposible porque casi nadie combate la muerte que terminantemente lo prohíbe del modo más impune, esto es: al fascismo en libertad de esta época cuya falsa ideología ha hecho ya del arte mera mercancía, al fascismo simpático que hoy continúa ganando la paz del presente pese a haber perdido todas las guerras del pasado por-que supo adecentar su rostro más impresentable llegada la posmodernidad, al fascismo sin fron-teras de este presente cuyo estado de excepción decretado con la complicidad de las masas jamás tolera disidencia alguna a sus súbditos porque su

talante aparentemente neoliberal quiere ahora ver al pobre, a diferencia de aquel otro libera-lismo pretérito que lo veía como un holgazán, como un delincuente sospechoso de cualquier hecho delictivo. Nada condescendiente con el sistema de valores establecido por nuestra socie-dad, desde el momento en que la obra de Diego Jesús Jiménez nos revela, así pues, de una parte, lo falaz de nuestra realidad, la mezquindad del espacio que delimita nuestra naturaleza, y se alza, de otra, como lo verdadero real de la historia de nuestro tiempo, como la constatación de que el ser posmoderno apenas podrá vivir dentro de este mundo sin renunciar a hacerlo con decen-cia, pensémonos si esta poesía pudiera asimismo constituirse como una conciencia a fin de cuentas destructiva al dejar planteado de modo aporético y nihilista que tan sólo somos un sueño soñado por nadie: «[...] Sueño sin dueño // soy; un sueño // que a nadie pertenece.///» [1976: 45]. Así, por defender que sólo viviendo la vida a conciencia se la puede vivir de verdad, nos coloca la obra de Diego Jesús Jiménez, una vez que nos ha llevado hasta al límite de reconocer el arte como el único lugar de este mundo donde la vida aún se deja vivir, ante el abismo de pensar sensiblemente si es la irracionalidad realista de su estética la que acaso haga invivible su vida, la que acabe situan-do a nuestro autor delante del rostro irracional de la muerte, impidiéndole salir de su propia vida vivo, matándolo en suma. Poesía, sí, donde «la vida parece un dilatado nacimiento a la muerte» –la precisión es de Justo Navarro [2007: 395]–, su luz es siempre oscura de cruel: nos hace ver lo real, sentir su verdad, su «sacrilegio», del que nos habla el último fragmento de «En la pintura de ‘El Bosco’» [1976: 48]. De aquí, en efecto, la difícil belleza de la obra de este «clásico vivo» de nuestra poesía –así lo ha definido recientemente Antonio Sánchez Zamarreño [2008: 14]–, de este autor de frontera cuyo barroquismo realista e irracional, avanzando por el camino de la despo-sesión, siempre tuvo como punto de partida real de su trayectoria, el misterio de la vida verdadera, un radical cosmovisionario que le permitía re-cientemente a Diego Jesús Jiménez confesarle a Arturo Tendero [2007] que «Mi poesía está llena de errores, pero no de mentiras».

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