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PetrvsEl Papa argentino

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Jorge López

PetrvsEl Papa argentino

Editorial autorEs dE argEntina

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Editorial Autores de Argentinawww.autoresdeargentina.comMail: [email protected]

Ilustración de cubierta: Darío SalviEdición, coordinación y diseño de cubierta: Julián Chappa

© 2010 Jorge López

Mail: [email protected]: https://www.facebook.com/JLPetrvsTwitter: https://twitter.com/JLPetrvsWeb: www.petrvs.com.ar

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723.Impreso en Argentina – Printed in Argentina

López, Jorge Petrvs. El Papa argentino. - 1a ed. - Don Torcuato: Autores de Argentina, 2013. 416 p. ; 22x15cm.

ISBN 978-987-1791-85-9

1. Narrativa Argentina . 2. Novela. CDD A863

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Agradecimientos

Podría escribir insuficientes líneas de reconocimientos y gratitudes a per-sonas incontables, difusas y reales, pero solo entregaré mis señales a CJ y HA que cumpliendo alguna Ley Divina sirvieron las enseñanzas secretas y entregaron los Documentos Sagrados, haciéndome luz donde había oscu-ridad y apostándome conocimiento donde existía ignorancia. Sin ellos este libro jamás habría existido. Con seguridad tampoco yo.

El Autor

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Capítulo I

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El Predestinado

Martes 16 de diciembre de 1975 (Buenos Aires, Argentina)

El agobio era tan grande que ya sin fuerzas me dejé caer en el sillón del escritorio y apoyé el rostro sobre las rodillas, asumiendo una posición casi fetal. Fue recién en ese momento cuando el dolor me venció y co-mencé a llorar. Las lágrimas brotaron arrolladoras. No pude ni quise detenerlas. Lloré por un tiempo indefinido, hasta quedar vacío.

Cuando pude incorporarme vi el calendario: martes 16 de diciembre de 1975. Me llamó la atención porque era muy temprano e Ingrid, la en-cargada de actualizarlo, no debería llegar sino hasta una hora más tarde.

Era todo muy extraño con ella. Hacía cinco años que estábamos rela-cionados como jefe y secretaria y eso no tendría que haber sucedido, ya que en la empresa los puestos administrativos rotaban obligatoriamen-te cada dos para evitar que se establecieran relaciones personales entre directores y subalternos, por lo menos más allá de lo corporativamente aceptable.

Nunca hice un reclamo porque estaba feliz de tenerla conmigo, era puntual y muy eficiente, además de hablar y escribir en cinco idiomas. Pero la verdad es que no lo hice porque estaba enamorado de ella, aun-que en secreto.

Me cautivó desde el primer instante en que la vi, cuando me la presen-taron en esta misma oficina. Sentí que la conocía desde siempre, de toda mi vida y me enamoré de su belleza, de su imagen y su personalidad. De toda ella. Ingrid representaba para mí el ideal de mujer.

Descendiente de alemanes, era muy alta, de más de un metro ochenta y poseía una figura delgada, muy estilizada, y sus movimientos además de

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naturales eran gráciles, aristocráticos. Rubia de piel blanca, tenía labios delicadamente carnosos que irradiaban sensualidad sin importar si esta-ban pintados de rojo, cobre o al natural, que era como más me gustaban.

Nunca me atreví a confesárselo, podría decir que por respeto a las reglas que la empresa imponía, pero en verdad era por miedo, por temor a su rechazo, a que se aleje de mí, a no tenerla más a mi lado como hasta ahora. Por eso conviví los últimos años con esa dualidad emocional, y lo peor es que estaba seguro de que ella sentía lo mismo por mí y no me lo decía por idénticas razones. El nuestro era un amor imposible, como en las telenovelas.

Pensar en Ingrid me alejó por unos momentos del sufrimiento de las últimas horas de ese fatídico día, el peor de mi vida. Aún me retumbaba el quejido constante y melancólico de papá, causado por ese ahogo que comenzó a las tres de la mañana. No había posibilidad de error porque el primer gemido fue acompañado por las tres campanadas del viejo reloj del living.

Acudí a su cuarto. El espectáculo no era el mejor, estaba con medio torso colgando de la cama y no podía respirar. Tenía su mano izquierda en el pecho y la derecha rodeando la garganta, como tratando de abrirla. Pensé que se trataba de un infarto, ¿pero cómo saberlo? Había dedicado mi vida a la sociología y no dominaba el arte de curar. Lo acomodé en la cama e igualmente improvisé un masaje cardíaco, pero todo era inútil. Su estado empeoraba a cada segundo.

A pesar de lo extremo de la situación lograba articular una palabra, una sola y única palabra en un tono de voz muy tenue que hacía dificul-toso entenderla. Pero él quería que lo escuche y me tomaba de la manga para acercarme a su boca: pronunció la palabra «alcornoque». ¿Por qué continuaba balbuceando «alcornoque» una y otra vez a pesar del enorme esfuerzo que ello le suponía? ¿Qué me quería decir? ¿Necesitaría alguna pastilla? Aunque no tomaba muchas, revisé los cajones de la mesita de luz. Pero me negaba con la mano y señalaba la chimenea al tiempo que insistía con su monocorde «alcornoque». La conclusión más lógica era que estaba alucinando, puesto que suponer que me insultara en el me-dio de esa crisis resultaba inadmisible. Me cruzaban esos pensamientos cuando escuché una voz del otro lado de la línea:

—Emergencias del Hospital Alemán, buenas noches —profirió la se-ñorita en un tono rutinario y metálico.

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—¡Necesito urgente una ambulancia! Es mi padre, tiene 75 años y res-pira con mucha dificultad. Puede ser un ataque cardíaco, no lo sé. Y está delirando. ¡Por favor, vengan ya mismo! —comuniqué nervioso pero cabal, no quería perder tiempo contestando preguntas. Resultó inútil.

—¿A qué obra social pertenece?—Somos socios del hospital, el número es 27-90723-2211 —exclamé,

recordando mi carné que era igual al suyo pero terminaba en 12.—El nombre de su padre por favor.—Francisco López Rodríguez. —¿El suyo?—Federico López Ossorio. ¡Por favor apúrense que se está muriendo!—¡Tranquilícese! —exclamó sin humanidad en las palabras aunque

muy profesionalmente—. Dígame la dirección adonde debemos enviar la ambulancia.

—Cipoletti 552, en Flores. Es una casa.—¿Entre qué calles?—Entre Francisco Bilbao y Gregorio de Laferrere. Es casi a mitad de

cuadra.—El servicio ya está en camino, lo dirige el doctor Miguel Gutiérrez,

llegará en no más de media hora.—¡Gracias! Lo espero.Durante todo ese tiempo de sus labios únicamente salió la palabra «al-

cornoque», repetida hasta el hartazgo. Cada vez con menos fuerza pero siempre la misma y única palabra. No podía evitar que la pronunciara a pesar de que le exigía un tremendo esfuerzo. Le faltaba el aire pero lo reponía solo para proferir la palabra «alcornoque» una y otra vez, como una infinita letanía.

—¡Soy el doctor Gutiérrez del Hospital Alemán! —dijo presuroso el galeno, que estaba enfundado con un ambo color verde agua—. ¿Dónde está el paciente? Dígame si tiene antecedentes coronarios y que medi-cación toma.

Sin que yo pudiera articular palabra para contestarle penetró en la casa y fue directo al cuarto de mi padre, con seguridad guiado por los queji-dos de dolor y el sonido del perenne «alcornoque». Detrás lo seguían su ayudante, que portaba un gran maletín de cuero negro y un enfermero

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que empujaba la camilla, estos últimos a diferencia del médico vestían color azul claro.

—¡Está cursando una angina! —gritó Gutiérrez a sus ayudantes lue-go de apoyar en su pecho el estetoscopio. ¡Aplíquele 50 miligramos de pentotal sódico en vena y colóquenle la máscara de oxígeno! —ordenó. ¡La verde no, la roja! —le bramó al enfermero que hurgaba en el ma-letín. ¡Suero! —exigió, ahora con el oído en el pecho y extendiendo la mano derecha para recibir el suero y con mucha habilidad emplazarlo directamente en la vena del antebrazo derecho, mientras el ayudante aún buscaba la máscara de oxígeno roja.

—¡Súbanlo a la camilla! Nos vamos al hospital, hay que intervenir de inmediato, va en camino de un paro masivo. Tronó en palabras rápi-das, casi histéricas. Luego partieron raudos con mi padre dentro de la ambulancia y yo a su lado. Pero el final llegó rápido, durante el mismo viaje. Me preguntaba porqué la gente muere imprevistamente y no se le permite organizar sus últimos momentos, como encuentros con amigos, transmitir las palabras de afecto que nunca dijo o quizás la cena de des-pedida. En mi caso, por lo menos me hubiera aclarado lo que significaba «alcornoque».

Lo mismo había pensado cuando murió mi madre, Dolores Osso-rio Ossorio, hacía poco más de tres años y por un paro masivo que se le produjo mientras dormía, lo que fue raro puesto que nunca había mostrado vestigios de sufrir esa labilidad. Nos resultó difícil asumir el deceso porque los tres formábamos un grupo compacto, unido hasta lo indecible, con ambos dedicados a mí. Solo a mí.

Los recuerdo en su empeño obsesivo para que aprendiera el idioma alemán, aunque no cualquier alemán sino el de Baviera, el que se hablaba en Múnich. También en que fuera sociólogo. Nunca lo discutí, quizás por casualidad, pero la temática me resultaba al tiempo atrayente y senci-lla. Especialmente lo vinculado a la organización de medios para obtener resultados y objetivos.

También recordaba el obsesivo deseo de mi padre para que ingresara a Sedecmer, la poderosa automotriz alemana en la que él había trabajado toda su vida. No cesó de insistirme hasta conseguirlo. Decía que nadie me daría más que esa empresa porque yo era lo más importante para ellos. Siempre me pareció una exageración, pero lo decía tan convencido que no hice más que corresponderle.

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Por eso mi vida laboral y puedo decir casi toda mi vida fue dedicada a esa empresa, en la que progresé mucho. De hecho, crearon para mí un cargo especial que nunca había existido ni aquí ni en la casa matriz en Alemania. Estaba encargado de realizar estudios vinculados a la acep-tación de la marca por la gente, debiéndome enfocar en cuáles eran las preferencias mayoritarias al momento de la elección.

Creo que mi trabajo fue bueno porque las ventas crecieron en Argenti-na comparativamente con otros países de iguales características, e inclu-so mi puesto fue institucionalizado dentro de la estructura corporativa mundial y hoy forma parte de su organigrama. No obstante mi relación con ellos, lejos de lo que mi padre afirmaba, hasta hoy fue siempre de empresa-empleado y no de otro tipo.

Allí estaba, en el día de la muerte de mi admirador más ferviente. Hubiera preferido no ir pero tenía que firmar unos documentos, aunque lo único que hice fue tomar conciencia de que me había quedado solo. Que mi padre era lo único cercano y también lejano que tenía en la vida. Porque no había otros parientes ni amistades. Menos aún pude formar una familia propia, ni siquiera tenía pareja. Había vivido affaires, pero nada importante, solo relaciones pasajeras.

¿Por qué había llegado a esta situación? ¿Por qué me había permitido quedar tan aislado? De repente descubría que esta era la primera vez que me hacía una pregunta tan existencial, y también que no tenía una res-puesta igual de existencial. ¿Pensé que mis padres vivirían para siempre? ¿Y luego de la muerte de mamá, imaginé que papá nunca moriría y me acompañaría el resto de su vida? ¿Incluso que moriríamos juntos a pesar de las edades?

Me daba cuenta de que tenía que dar un vuelco a mi vida o, mejor dicho, a la visión que hasta hoy tuve sobre mi vida. Estaba concentrado en mi futuro cuando el repentino sonido de la cerradura me sobresaltó.

—¡Perdón, Herr Frederik! —exclamó Ingrid, sorprendida al verme sentado en la penumbra mortecina forjada por la lámpara de estilo inglés que adornaba el escritorio. No sabía que estaba aquí, no lo vi entrar y tampoco supuse que vendría. ¡Lo siento! ¡Perdón! En la oficina, todos lamentamos la muerte de su padre. Aunque no perteneció a este sector en forma directa siempre le tuvimos un gran afecto a través suyo. Sabía-mos cuánto lo quería.

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—Le agradezco, Ingrid —nunca pude llegar a tutearla, ni siquiera ante una situación como esta—. Sé que es sincero lo que dice. ¡En fin! Le pasa a todo el mundo.

Buscaba en mi cabeza, aunque con éxito relativo, palabras que mini-mizaran el hecho, que desviaran el tema. No quería vivir otro ataque de llanto y menos frente a ella. Podría decir que por una mera cuestión de imagen a la que estaba obligado por contrato, pero lo cierto era que para no menoscabar mi hombría frente a la mujer que amaba en secreto.

—Vine porque debía firmar los documentos del proyecto Smong —argumenté—. ¡Aquí están! Por favor entrégueselos a Gustavo Mora-les y dígale que no estaré durante el resto del día, necesito un poco de tiempo para reorganizarme.

—¡Por supuesto! Pero creo que tal vez debería tomarse lo que resta de la semana —me dijo, señalando con su mano el almanaque.

—De ninguna manera, Ingrid. Me hará bien trabajar, me distraerá. Además debemos terminar la última entrega del Smong, usted sabe lo importante que es para la empresa y no quiero ser quien lo retrase.

—Como usted prefiera —contestó. Por cierto, ya hice los arreglos para el funeral de su padre. Tal como fue su voluntad, el cuerpo será cremado a las 12 del mediodía en el cementerio de la Chacarita. ¡Huy! —prorrumpió, mirando su reloj. ¡Ya son casi las diez! Debería marcharse o no llegará a tiempo, usted sabe cómo es el tránsito a esta hora y más en esa dirección. Además deberá completar un montón de formularios que también le llevarán tiempo. ¿Quiere que le avise a su chofer para que lo espere abajo?

—¡No. No usaré el automóvil de la empresa, no estoy en funciones de trabajo! Tomaré un taxi —proferí, mientras me levantaba presuroso y recogía el saco de verano que había traído para estar más presentable durante la ceremonia.

—¿Quiere que le pida uno?—Lo buscaré en la calle, siempre hay disponibles.En el trayecto hacia la puerta me crucé con ella, que estaba parada a

mitad de camino. Delante suyo, involuntariamente, detuve la marcha y quedé observándola. Ahora los rostros estaban muy cercanos y las mira-das enfrentadas. «Es un ángel» me dije y, de repente, desde lo más pro-fundo de mi alma se desató una angustia incontenible, mucho más pro-funda que la anterior y que velozmente se expandió haciéndose sentir en

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cada centímetro de mi cuerpo y dejándome sin fuerzas, con las piernas temblorosas, casi a punto de caer y sin posibilidad de pedir ayuda porque no podía articular palabra alguna, siquiera un mínimo gemido.

Fue en ese instante cuando de mis ojos emergieron ríos de lágrimas provenientes de un manantial que erróneamente había creído agotado. Me sentí caer desde el borde de un abismo, pero no lo impedí, dejé que sucediera. Estaba harto de luchar para contener el desahogo y en ese ins-tante final, en ese segundo antes de desfallecer y morir, sentí los suaves brazos de Ingrid rodeándome el cuello y acercando mi cuerpo hacia el suyo para sostenerlo, y también para sostener mi alma torturada. Con el rostro oculto en su hombro dejé explotar el dolor contenido, no ya de las últimas horas sino de la vida entera.

—¡Estoy tan solo! ¡Estoy tan solo que no sé qué va a ser de mi vida! ¡Estoy tan solo! ¡Me siento tan desamparado! —repetía, monotemática-mente.

—No estás solo Federico, me tenés a mí, siempre voy a estar a tu lado —me dijo con un repentino y atípico tuteo—. Yo nací para estar con vos de cualquier forma que sea, como tu secretaria, como tu amiga, como tu esposa, como tu amante o tu sirvienta, pero siempre, siempre estaré con vos, y vos conmigo —hablaba en mi oído, para que escuchara claro, para que no tuviera dudas.

—Yo siempre te amé Ingrid, desde el primer instante en que te vi, y mi amor se acrecentó día a día, pero fui un estúpido. ¡Un cobarde! ¡Nunca me animé a confesarte mis sentimientos! Se me pasó la vida guardándo-los, escondiéndolos inútilmente —grité con angustia, dolor y desazón. Sin mirarla y todavía con la cabeza apoyada en su hombro, sentía culpa y me acusaba, porque tuvo que morir mi padre para que me diera cuenta de que debía comenzar a vivir.

—¡No es así, amor mío! —exclamó. Es lo que nos tocó en la vida y de alguna manera hemos sido íntimamente felices por haber estado día tras día uno cerca del otro, a pesar de no habernos confesado lo que ambos sentíamos. ¡Pero este es el instante en que nuestras vidas cambiarán! No estaremos solos nunca más. Nuestros caminos, hasta hoy distantes, se han unido y jamás podrán separarse. ¡Yo siento eso y quiero que lo sepas!

—¡Yo también lo siento y quiero lo mismo!Nos confundimos en un beso profundo, absoluto, que nos debíamos

desde hacía años. Todo lo que devino luego fue instinto natural, amor

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puro. Los cuerpos aunados, uno dentro del otro sin saber quién conte-nía a quién, sin importar el lugar y la forma. Era una confusión total de energías con el ser amado, la explosión más elevada de los sentimientos para después, paulatinamente, continuar juntos hacia la nada, el lugar más acogedor y relajado del mundo. Quedamos extenuados y felices. ¿Cuánto tiempo? Qué importaba, en ese momento el tiempo no existía, no contaba.

—Son más de las once —con esa frase terrenal Ingrid me trajo de nuevo al mundo, recién ahí me di cuenta de que estábamos desnudos sobre el piso. La ayudé a levantarse, y por debajo vi la mancha de un lí-quido oscuro que contrastaba con la madera recién lustrada. Era sangre.

—Te esperé —dijo con sencillez.—¡Yo también a vos! —exclamé sincero. Te llamaré por la tarde.—Es lo único que esperaré —balbuceó.

***

Debía haber más de cien personas, nunca pensé que papá tuviera tantas relaciones. Indudablemente había cosechado afectos durante su vida. Muchos amigos del trabajo, casi todos jubilados. Un representante de Sedecmer de categoría media, acorde a la posición del ex empleado muerto. Gente de la colectividad gallega. Los compañeros de bochas. Vecinos de Flores pero más de Villa Lugano, el barrio en que antes vi-víamos, en el cual pasé mi infancia. También muchos desconocidos muy bien vestidos, todos enfundados en elegantes trajes negros a pesar del calor del mediodía. ¿De dónde eran? ¿Por qué vendrían al funeral?

Llevaba más de media hora de saludos cuando recibí la última condo-lencia y entregué el postrero «gracias» al visitante final. Ya me disponía a irme sumándome al éxodo en plena retirada cuando, intempestivamente, me cruzó una persona de edad, alta, delgada y muy bien vestida. Por-taba dos enormes libracos de tapa dura y aspecto pesado. A uno se lo veía antiguo y el otro tenía un aspecto más actual. Cargaba también un maletín de cuero negro cuya manija pendía del dedo mayor de su mano izquierda.

—Discúlpeme, ¿es usted el señor Federico López Ossorio?—Sí, soy yo.