pdf i concurso de biblioteca romance

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Relatos que participaron en el concurso del blog Biblioteca Romance, junto a un relato de su propietaria Marie April

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Primer concurso de la blogguera Marie April, alias Biblioteca Romance, a la que podéis encontrar en:

Blog: bibliotecaromance.com/

Twitter: https://twitter.com/BiblioRomance

Bases para el segundo concurso:http://www.bibliotecaromance.com/2012/04/ii-

concurso-de-relatos-en-br.html

Maquetación del PDF: Elleh l’Étoile

ÍNDICE1. Vía Láctea y la Muerte, por Elleh l’Étoile

2. Diario de un viaje, por Juan Aguilera

3. Volviendo a la vida, por Jonaira Campagnuolo

4. Destinos cruzados, por Marie April

Vía láctea y la Muerte

por Elleh l¡Étoile

—Lo que no acabas de entender, Vía Láctea, es que la Muerte no puede amar. Es extraña la manera en cómo la verdad de esas pala-bras se filtra por la piel de Vía y se le escurre hasta lo más pro-fundo de las venas. Es un proceso demasiado lento para la importancia que tienen esas palabras, como una locura que viene agazapada y con lentitud para saltar encima de ti cuando menos te lo esperas. El cuchillo que le atraviesa las entrañas cuando la infor-mación acaba de recorrer sus venas y llega al cerebro es tan afilado como fría es la mismísima muerte. Se le clava justo en el estómago y Vía es capaz de notar cómo la invisibilidad de esa arma endemoniada la abre en canal. Apenas se da cuenta, pero entre la bruma de la traición y el dolor ante la seguridad de lo inalterable, Vía se ve reflecta-da en los ojos de Nox y lee en ellos todas las emociones que le están retorciendo el cuerpo a ella. Sus manos vuelan inconscientes hacia su tronco, como si con ese simple gesto pudiera evitar que el mundo a su alrededor, que se está derrumbando a causa de la onda expansiva del conocimien-to, acabara de destruirse. —Pero tú no… Vía Láctea nota un regusto en los labios, caliente y metálico que le impide seguir hablando. Sus dedos, tembloro-sos como hojas de un árbol que cambia sus pieles para el invierno, le rozan los labios. Mojados como solo el líquido vital puede hacerlo, Vía se los mira con la sorpresa cada vez mar-cando más sus facciones.

El rojo tiñe sus yemas, como una burla al corazón que se está rompiendo en esquirlas afiliadas dentro de sus costillas. Por un segundo, Vía cree que su corazón realmente se ha roto y que Nox, tan empeñado como está en destruir toda Vida que haya en el mundo, ha sido el doble causante de su dolor. Pero cuando le mira, pidiendo con un grito silencioso que le brinde respuestas a todas esas preguntas sin formular, solo encuentra vacío. Puro vacío en unos ojos que solo conocen oscu-ridad. Ni siquiera la luz se refleja y Vía nota el miedo atenazarle la garganta cuando se da cuenta de que no puede apartar sus ojos de esa figura que parece desdibujarse en un esqueleto, encapu-chado y con guadaña. Un golpe de aire le derrumba las defensas de la piel cuando Nox parpadea, y con solo la fuerza que puede poseer la Muerte, el amargo sabor de la sangre al empezar a morirse des-aparece de la lengua de Vía Láctea. —Acabas de notar qué es lo que se siente al amar a la Muerte, Vía Láctea. —Yo ya sé qué se siente al amar a la Muerte, Nox—Vía no puede evitar toser la poca sangre que todavía le ensucia los labios y que le llenan los músculos de debilidad. Nox la mira. La traspasa con esos ojos de noche condena-da con completa indiferencia. No la ve, o poco parece importarle su presencia. La estudia como quien estudia el frío cuerpo de una idea apenas desarrollada, sin aparente interés por nada que la conforme. Vía es incapaz de pensar nada coherente, pues su cerebro se ahoga en vitaminas corrosivas, esas que nacen en el alma que parece perderse en la desesperación. No entiende cómo ha podido llegar a este punto, a la locura de los ingenuos y los soña-dores que ponen la fantasía siempre delante de la realidad. No es mujer de fantasías ni reina de castillos en el aire, pero allí está Nox, con su presencia siempre inmutable y el corazón de Vía latiendo a pasos forzados a sus pies ensangrentados. No entiende qué clase de crimen merece el castigo de amar lo imposible, ni qué clase de debilidad del alma pudo llevar-la a convertir lo que más había admirado del ser humano en tal

arma de destrucción contra sí misma. l —En realidad,—es un eco entre tiempos de plagas y muerte lo que resuena en la estancia, no voz ni sentimiento, solo un eco de aquello que es un completo antagonista a todo en lo que cree Vía Láctea—, no eres la clase de ser que ama a la muerte, Vía Láctea. Tú jamás lograrás brindar todo tu espíritu a un ente creado para el único fin de destruirlo. He conocido al más autodestructivo de los seres y tú, Vía Láctea, eres el polo opuesto al más suicida de los hombres. Vía no encuentra fuerzas en el alma para contestarle. No es capaz ni de rascar la fuerza suficiente como para dejar de mirarle, de admirar su presencia y los ángulos afilados de su perfil. Es extraño, siempre había imaginado a la Muerte como una mujer vengadora, un esqueleto que en tiempos inmemoriales fue una mujer traicionada por el amor de quien más debía haberla queri-do. Y sin embargo, aquí está, con sus propios huesos pudriéndo-se desde dentro porque la emoción más fuerte del mundo se ha convertido en su corrosiva condena eterna. —Nox,—su nombre le suena a pasto en la lengua, desgas-tado y apenas comestible—, yo no amo a la Muerte. Yo te amo a ti. —No acabas de entender que somos lo mismo. —No. Nox inclina la cabeza ante la negativa rotunda que supera debilidad y miedo, como un fuego que logra cruzar murallas infini-tas de madera. El desafío ha despertado al fin la curiosidad de la Muerte y Vía Láctea, revivida por la seguridad de sus propias creencias, vuelve a caer en su eterna trampa. Los ojos de Nox la dibujan con parsimonia, recorriendo el mismo camino que una vez, lo que parecen ser millones de años atrás, pintó en su cuerpo. Y como aquella primera vez, se detie-nen en su frente con intensidad, en el hueco de su corazón y en el punto exacto de su ombligo. Lee su alma como si el cuerpo de Vía Láctea estuviese abierto de par en par y toda su piel, en vez de sangre, estuviese recubierta de palabras. —Crees firmemente en que ser y función están separados, como si uno pudiera existir sin la participación activa del otro.

Pero te equivocas. Eres una vida demasiado joven y demasiado corta como para comprender que hay entes en este mundo que no pueden cambiarse. Vía Láctea no articula palabra. Calla con la sabiduría de quien no conoce suficiente, pero sabe con la certeza del ignoran-te que no hay frase capaz de rebatir una verdad tan difuminada como esa. —Crees,—sigue Nox sin dejar de atravesar su cuerpo con su mirada vacía e infinita—, que todo lo que se mueve, que actúa y resiste de forma parecida a ti posee las cualidades que tú tan bien muestras al mundo. Crees que el amor es algo más que una simple invención de un loco lo suficientemente cuerdo como para venderlo; crees que es algo que trasciende especies, razas y mundos; líneas de tiempo incluso. Tienes la absurda fe de que el amor puede salvar a los condenados y que no hay nadie que camine por tu mundo que no lo haya sentido alguna vez—la inten-sidad e indiferencia con la que Nox parece estudiar el pálido rostro de Vía se intensifican de tal manera, que las sombras de su propio rostro parecen alargarse, tal alas de cuervo por entre los recovecos de su inalterable expresión—. Pero te equivocas como solo la inocencia de los más ingenuos puede equivocarse. Tu fe es demasiado grande para el grupo reducido al que realmente quieres abarcar. Existe el amor. Lo sé porque yo soy el guerrero creado para destruirlo. Pero es un sentimiento casi etéreo; es corto y breve, como lo es el suspiro de quien está a un latido de mis brazos. Tiene una existencia tan limitada que, a mis ojos, a los ojos de su destructor, es vapor que desaparece en el aire. Hay amor en los de tu clase, Vía Láctea; hay amor para aquellos que tienen vidas tan cortas que el paso del tiempo transcurre a la par que la vida de ese sentimiento que tanto idolatras. —Me estás diciendo que tú, dios y señor de la Muerte, no puedes amar. —No soy un dios, ni tampoco señor. Soy la Muerte a secas, un ser que nace de la nada para destruir a los que, como tú, nacen del todo. Soy el Sur de tu Norte, el antagonista de lo que tú más valoras; soy la oscuridad cuando el Sol brilla con más intensi-dad. Soy la contradicción de tu entera existencia. Soy todo

lo contrario a lo que tú eres; soy la otra cara del espejo de los de tu especie. Tú naciste de la Vida; mi existencia reside en destruirla. Vía Láctea nota las costillas estrujarle los pulmones y el corazón. Nota el cerebro colapsarse por la falta de oxígeno que las lágrimas, que se han impuesto en sus conductos respiratorios, roban cual ladronas de guante blanco. Siente una tristeza tan pro-funda, tan grande e inmensa que no se siente capaz de rodear sus bordes ni con el pensamiento. Está allí parada, con el corazón convertido en diminutos trocitos de cristal y no puede pensar en ninguna forma de salvaguardar ese precipicio que acaba de abrir-se ante ella. No entiende. Se siente perdida en un mar de monstruos a los que ni siquiera conoce; se hunde junto al barco que creía su hogar, que creía indestructible, como todas esas ideas que no deberían haber sido capaz de estrujarse bajo el poder de ninguna mano. Se ahoga en pensamientos que no son coherentes ni tienen forma ni son nada más que la bruma de quien está en el camino de despertar pero no tiene las fuerzas suficientes para hacerlo.

Y es entre esa bruma que una idea le roza los límites de la conciencia, incesante, con un repiqueteo similar al de las gotas del agua al caer contra el mármol; un pensamiento racional colga-do en medio de todo el caos que su cerebro no puede asimilar. Mira a Nox sin poder ver nada más allá del rojo de la pasión des-trozada y, sin embargo, sabe que hay algo que su cuerpo conoce pero que su mente, tan maltrecha como ha quedado, está aterrada de comprender. Y quiere comprender. Quiere entender la situación real en la que se encuentra, no la fantasía, ni el cuento de hadas que la niña que vive en ella había escrito en su diario inexistente. Quiere la dolorosa verdad que envuelve a Nox como su capa de Segador. —Dime por qué—susurra Vía Láctea, la voz tomada y con apenas fuerza—. Ayudame a comprender qué ha sido todo esto para ti. Explícame por qué he renunciado a lo que siempre he deseado por ti. Dame una razón para que no me vuelva loca. Nox se mantiene imperturbable a pesar de la tristeza que

se derrama por las palabras de Vía, por ese ruego que destila la pérdida de fe que la menuda mujer está sufriendo a marchas forzadas. La oscuridad de sus ojos no varía, ni el rictus de sus labios, ni la postura siempre idéntica de su porte. Es una estatua que se dedica a quitar la Vida y todo aquello que es bello en el mundo y, sin embargo, Vía Láctea lo ve respirar como cualquier otro ser que puebla el mundo. Lo ve allí, como una escultura griega y no puede evitar pensar que exuda más vida que cual-quier otro hombre que haya conocido jamás. —Curiosidad. —¿Cómo dices? —Me has preguntado la razón de mi acercamiento a ti, y fue la curiosidad. Hace decenas de milenios que camino por la Tierra, que soy prisionero y guardián de un mundo que no se me ha permitido comprender nunca. He visto la historia de la Tierra, la evolución del ser humano y la creación del mismo cosmos desde el principio y, a pesar de tener la experiencia del propio Universo, jamás había visto nada como tú. Eras… extraña dentro de los de tu propia calaña. Un diamante en bruto. He visto estre-llas que no lograban brillar con la intensidad de tu espíritu. Tienes fe más allá de la maldad del mundo. Crees en todo aquello que es bueno como si el simple hecho de creer pudiera salvarlo todo. Eres única en tu especie, una humana que guarda las mejores emociones que la Vida pudiera haber creado jamás dentro de sí, malgastándolas y dejándose vulnerable a los ataques, y aún así, no renuncias a ellas. Tu alrededor te golpea una y otra vez y sigues brindando amor como si eso fuera lo único que puede haber en tu mundo. Vía Láctea nota los ojos picarle por la sal curativa que se siente incapaz de derramar. Nox habla con el tono frío que la Muerte debería tener y, sin embargo, aún cuando el análisis que ha hecho de ella haya sido con la más indiferente de las voces, se siente conmovida; se siente feliz porque él, que no tiene ningún derecho a probar nada de lo que acaba de describir, haya sido capaz de verlo en ella. Pero no dice nada. No tiene nada que responder ante eso, porque aún cuando su fe haya retrasado su avance hacia la

destrucción, sabe muy bien que ese no es el final de su cuento. Empieza a comprender que Nox no es el héroe de película que a ella le hubiera gustado que fuera el amor de su vida. —Quería saber si mi condición iba a permitirme acercarme a ti. Si sería capaz de… comprender desde cerca la pureza intrín-seca que caracteriza tu alma. —¿Cómo… cómo me encontraste?—pregunta Vía con voz ronca. Los ojos de Nox, siempre distantes, parecen obviar por completo su presencia cuando clava los oscuros pozos de muerte en la pared detrás de Vía, como si recordase todas las experiencias vividas que le han llevado a estar en ese sitio, en ese preciso instante. —Eres como un faro para mí. El mundo es uno laberinto oscuro, un manto negro plagado de pequeñas luces blancas, casi etéreas y sin demasiada fuerza para brillar lo suficiente. Tú, sin embargo, eres como una súper nova. Destellas en los colores más básicos y saturados que haya visto jamás. Hace años que te observo, te veo en el centro del mundo, parpadeando con fuerza, gritándome con tu belleza extraordinaria para saber qué es lo que te hace diferente a los demás; qué es lo que me atrae hacia ti como si yo hubiese sido creado para destruirte solo a ti y a nadie más. Vía Láctea se atraganta con su propio gemido de tristeza. Oye las palabras que siempre ha deseado oír viniendo de un hombre, pero todas del revés. Le cuesta comprender su significa-do, atravesar las nieblas de su mente y adentrarse en la realidad. Qué fácil sería cerrar los ojos a la verdad y lanzarse a sus brazos para que se la llevara inmersa en la más dulce ignorancia. Pero ya es tarde, demasiado tarde como para negarse lo que es irrevoca-blemente suyo. —La primera vez que te besé,—continúa él, ahora con su mirada de noche de brujas clavada en ella con una intensidad que no ha demostrado hasta ahora—, vi las explosiones de tus colores dentro de mí, ardiendo en mi pecho como si fuera mi espí-ritu y no el tuyo. Me costó varios besos darme cuenta de que no era una simple cualidad que tenías, sino que me regalaste tus

emociones ya en ese primer beso. —¿Y te das cuenta ahora?—la voz de Vía Láctea está rota por las lágrimas que, ya sí, corren carreras por su rostro—. Desde el momento en que te presentaste ante mí supe que eras el amor de mi vida. —No puedes amar a la Muerte, Vía Láctea. Es como amar a una estrella que ni siquiera está en tu propia galaxia. Compren-des el amor mejor que yo, que no lo entiendo en absoluto, y sabes que un amor que no se corresponde es en realidad una ilusión. —Entonces estoy viviendo la peor ilusión de mi vida, Nox, porque te quiero. ¡Y debes saber que digo la verdad! Si no, ¿por qué razón habrías visto… esos colores, esas explosiones que dices que son mías en tu interior? —Porque se las regalas a todos. Vía Láctea se tambalea en el borde de la risa incrédula, la histeria y el ansia de lanzarse al vacío para no tener que afrontar el espejo que ahora le devuelve la mirada. —Entonces… ¿por qué seguir con la farsa? ¿Por qué me diste cancha, me seguías viendo y besando como si no hubiese un mañana? ¡Me has amado, Nox! ¡Ni siquiera la mismísima Muerte puede negar eso! —Todo fue parte de mi… experimento. Quería saber si se me estaba permitido sentir como lo hacen los vivos, si podía crear ese vínculo que te he visto crear con tantos hombres a lo largo de tu vida. Me tienes… fascinado. Al principio solo podía pensar en cómo iba a llevarte conmigo, pero entonces ocurrió ese primer beso y no supe renunciar a tener más. Me diste la oportunidad de comprender aquello que estoy destinado a destruir. Y a medida que más tiempo pasaba contigo… he aprendido cosas con un solo roce de tus dedos que ni con decenios podría haber com-prendido. —Así que soy como…—Vía Láctea sorbe por la nariz, intentando comerse todas las lágrimas que en vez de limpiar su alma, están quemándole como ácido en la piel—… como un mero libro de estudio. ¿Eso me estás diciendo? ¿Que me has hecho darte todo lo que soy por el simple estudio de la Vida para poder quitarla con más facilidad luego?

—No. El estudio no ha sido más que un añadido colateral. La verdadera razón es que me has dado ecos de sentir y, al pare-cer, al estar cerca de ti, me vuelvo adicto a ellos. Vía Láctea no mueve un músculo, apenas sí permite a su corazón palpitar. Espera la aparición de la esperanza, ese rallo de luz que pueda salvarla del abismo que cada vez se hace más grande a sus pies. Pero no llega. Rememora las palabras estériles de Nox como si fueran un cántico, una cura para las heridas que no se ven, pero que duelen más incluso que las que se muestran a simple vista. Se queda en estática esperando cualquier cosa, una señal del cielo, una sonrisa de Nox, un regalo del destino que pueda salvarla. Y es cuando no llega respuesta a su súplica sin fuerza cuando se da cuenta de que ya no hay marcha atrás, que el abismo del que se creía a salvo ya hace horas que la rodea, y que la oscuridad a sus pies es la caída infinita que está sufriendo su vida. —Y, sin embargo, la Muerte no ama ¿verdad, Nox? —Es como pedirle a un pez que nade entre nubes. —Un sueño inalcanzable. —No, Vía Láctea, es un sueño imposible. Vía no tiene muy claro si el vacío que ha entrado de golpe en su alma es mejor que la destructiva tristeza que lleva quemán-dole las entrañas desde que conoció a Nox una fría noche de verano. —Entonces, ¿esto es el final?—susurra Vía Láctea, apenas sin voz, apenas sin fuerza. —No voy… a llevarte conmigo. No soy capaz de arrebatar-te lo que te hace única en millones de vidas y generaciones tan pronto. No logro comprender qué me insta a dejarte seguir en esta especie que aborrezco, pero me veo incapaz de abrazarte ahora y no permitirte dejar tu rastro de estrella en el resto del mundo. Vía Láctea le mira con una leve curiosidad, sintiendo cómo el interior de su pecho, justo donde el corazón siempre le ha ardido como si fuera un fuego fatuo inacabable, se enfría hasta crearle estalagmitas en las costillas que se le clavan de lleno en los pulmones. No siente nada, nada más que el eco más fuerte

que ha oído jamás resonarle en el cráneo; el eco de un amor que traspasa la vida y la muerte y que es capaz de sobrevivir a la pér-dida del alma y del espíritu. Es más que simple fe, es más que el capricho de una ilusión. En silencio, Vía Láctea se da cuenta que el extraño dios que maneja la existencia del cosmos entero está jugando con piezas que se escapan a su control, regalándole a la Muerte, que no siente más que ansias por llevarse lo que una vez le perteneció a la Vida, la mejor creación de su antagonista. —No te has dado cuenta, ¿verdad, Nox? La Muerte la mira pero no responde. —Desde el primer instante en que te apareciste delante de mí ha sido como si cazaras a tu próxima víctima. Hace días que me estás abrazando, Nox. Hace días que mi espíritu dejó de per-tenecerle a la Vida para ser completa y enteramente tuyo. ¿No te das cuenta? La única razón de mi existencia ha sido brindarte a ti la oportunidad de ser parte de aquello que deberás quitar siem-pre. Soy el Amor de la Muerte, el corazón que renegó de su propia alma para ser una parte entera del ente al que tanto adora. No estoy completa cuando no me comparto contigo, Nox. No tengo poder ninguno si no son tus labios los que me besan. Puedes dejarme ahora, soltarme en la Vida y dejarme vagar para venir a por mí tres décadas más tarde, pero no habrá diferencia. En el mismo momento en que te presentaste ante mí, en el instante en que mi cuerpo se fusionó con el tuyo, dejé de pertenecerle a la Vida. Dices que no quieres que el mundo pierda la belleza de mi espíritu, pero el problema es que mi espíritu solo arde para ti. Desde ahora y para siempre. Nox mira a Vía Láctea, la traspasa, la lee y la bebe, todo en uno y en meros segundos. La observa como un científico estudia el cambio de las células y la mutación de la Vida hacia la Muerte. Y entonces Vía lo ve, justo allí, cuando los ojos, siempre negros de Nox, se clavan en los suyos. Hay estrellas, miles y miles de estrellas plagando la infinita noche de sus ojos. Las almas de toda Vida que Nox ha arrebata-do a lo largo de los milenios. Y en el centro de ese Universo al otro lado del espejo, entre negro y blanco, surge entonces el

fogonazo de rojo, dorado y ardiente, una súper nova que explota y vuelve a surgir de forma continua. —¿Así es cómo me veías? —Así es como sigo viéndote. Tu espíritu no se ha ido, sigue en ti, como si yo no hubiera pasado por tu cuerpo y te lo hubiese arrebatado. —Porque no lo has hecho, te lo he dado de buena volun-tad. Mi alma es tuya, Nox. Siempre lo ha sido. —La Muerte no puede amar. —Es imposible destruir algo que no amas, Nox. —Entonces es imposible que te ama a ti. —¿No lo ves? Ya me has destruido, lo veo en tus ojos cuando me miro. No me amas como la Vida lo hace. Es imposible, tú eres la noche y ella el día; tú eres la Luna con luz propia que brilla cuando la Vida no lo hace. Así pues, ¿cómo ibas a amar igual que ella? —Te he condenado. —Sí, Nox. Lo has hecho. Ahora abrázame y llévame conti-go siempre. Y como quien guardar un tesoro en una caja, Vía Láctea encierra su alma en un cofre revestido de lágrimas y sangre con-denada, encerrada en el abrazo más ardientemente frío que ha conocido la historia entera.

https://twitter.com/EllehlEtoile

diario de un viajepor Juan Aguilera

I

No se cuál de todas las razones pesó más a la hora de deci-dir pasar unos días en Nueva Tabarca. Quizá fue el deseo de poner en orden mis ideas y mis emociones, o tal vez la necesi-dad de apartarme de tu mirada, tan profunda como turbado-ra, que me hacía olvidarme de todo, menos de ti. Sabía que esta huída podía suponer perderte para siempre, aunque a decir verdad nunca te había tenido. El nuestro era un amor idílico; nos contentábamos con mirarnos en silencio, jugando a un extraño juego que hacía que, cuando estábamos cerca, el tiempo trascurriera lentamente y que el resto de personas, que en cada momento nos rodeaba, se convirtieran en meros adornos de un escenario que sólo era real en nuestra imagi-nación. Una imaginación que necesariamente debía ser distinta en cada uno de nosotros.

Llegué a Tabarca pasadas las siete de la tarde. Un cierto mareo se había apoderado de mi cabeza, fruto del fuerte olor a combustible que despedía el motor de aquella barcaza en que había realizado el viaje. Es por ello que, nada más bajar, tuve la necesidad de respirar profundamente, queriendo limpiar mis pulmones de aquel humo venenoso. Miré a un lado y a otro. Por momentos me iba quedando extasiado de la belleza natural que se presentaba ante mis ojos. Debido a que estábamos en noviembre, la isla estaba prácticamente desierta. Tan sólo había en ella las escasas familias que, deforma permanente, la habitan.

Con paso lento, inicié la búsqueda de la casa en que, a través de una agencia de viajes, había alquilado una habita-ción y que me iba a servir de refugio para esos días. Mientras tanto, no dejaba de maravillarme con todo aquello que la naturaleza había sido capaz de hacer sin la intervención del hombre. Al fin llegué a mi destino. Frente a mí se alzaba una casa de dos plantas, de blancas paredes y amplias ventanas. Delante de ella había un pequeño jardín, cuyas secas flores mostraban la proximidad del invierno. Mi habitación se encon-traba en la planta baja. Era amplia y acogedora, con una gran chimenea en una de sus esquinas. Los dueños se habían encargado de encenderla para que la habitación estuviera caliente a mi llegada. Me tumbé en la cama y cerré los ojos. El silencio, tan sólo roto por el quebrar de las ascuas de leña, hizo que me quedara dormido hasta que fui avisado para cenar.

A mi regreso a la habitación, me dediqué a deshacer la pequeña maleta y a ordenar mis cosas. Había traído conmigo algunas ropas, mis útiles de aseo, un pequeño reproductor de música y un libro. Era más que suficiente para los tres días que tenía proyectado pasar aquí. Fui colocando cada cosa en el lugar que de forma natural debía ocupar. No me apetecía leer esa noche. Abrí el cajón superior de la mesita de noche y me dispuse a guardar allí el libro y mi documentación perso-nal. Curiosamente en aquel cajón había un viejo cuaderno. Lo hojeé rápidamente; parecía un diario. Debía ser de algún inquilino anterior que lo habría dejado olvidado. Me extrañó que los dueños no hubieran reparado en él y lo hubieran quitado al limpiar la habitación. Lo dejé en el último cajón y seguí con mi tarea.

El baño que me acababa de dar, no me relajó tanto como yo hubiera deseado. El cansancio que llevaba acumulado en mi cuerpo me impedía conciliar el sueño y no paraba de dar vuel-tas de un lado a otro de la cama. Había venido para alejarme de ti y esa lejanía me estaba matando. Era capaz de recordar

tu voz, tu mirada, tu sonrisa, cada uno de tus gestos, tus formas de mujer que nunca tuve para mí; y esos recuerdos me martirizaban.

Viendo que no dormía, encendí la luz y saqué el diario que había encontrado a mi llegada. Quizá hubiera en él escrita alguna cosa banal que hiciera encaminar mis pensamientos hacia otro lado. El diario pertenecía a una mujer llamada Julia, pues así firmaba lo que había escrito cada día. Al comienzo había una frase que no pude entender. Estaba escrita en otro idioma, ininteligible para mí. La letra era bonita y ordenada. En cierto modo daba a entender que había sido escrito por una persona con cierto nivel cultural. Me fui embriagando con aquella lectura que, en breves fragmentos, narraba toda una vida. Poco a poco, mis ojos se cerraron y quedé dormido.

II

Me levanté bastante tarde. Juraría que fue el olor a café recién hecho lo que me despertó. Me vestí y salí al comedor. Allí se encontraba Paula. Aunque no sabría decir su edad, parecía joven; en todo caso no tendría más allá de los treinta o treinta y cinco años. Enseguida llamaba la atención de ella sus grandes ojos y su pelo color azabache, cortado a media melena.

Buenos días- dije cortésmente, mientras me sentaba.Buenos días, señor. Enseguida le sirvo el desayuno. El café está terminando de hacerse- contestó, sin dejar de colocar los dulces recién hechos en una bandeja plateada.No me hables de usted. Me hace sentirme viejo, cuando aún no he cumplido los cuarenta.

Paula vivía en una pequeña y coqueta casa situada frente a la que yo me hospedaba. Ambas eran propiedad de Albert Sijé y su esposa. Según supe, ella les ayudaba en algunas

tareas domésticas, comía y cenaba con ellos y por la tarde gustaba de dar solitarios paseos por la playa. A pesar de ser una mujer de carácter reservado, era agradable conversar con ella. Me contó que había nacido en la isla y que práctica-mente no había salido de allí. En su momento, deseó ser maestra, pero nunca llegó a completar sus estudios. Su cultu-ra la había obtenido de leer mucho, especialmente poesía. Me confesó que le hubiera gustado conocer a Pablo Neruda. Conversamos largo rato. No quise hablarle directamente del diario, pero sí le pregunté si conocía a alguna Julia. Paula dejó de hablar. Se notaba que se había adueñado de ella cierta tristeza. No quise insistir.

Al atardecer me acerqué al centro de la isla. Encontré una pequeña tienda, donde compré algunas cosas. En realidad no necesitaba nada, pero fue una manera de gastar mi tiempo y a la vez poder conocer a alguno más de los escasos habi-tantes del lugar. Era gente sencilla, pero acostumbrados a tratar con los forasteros. Al fin y al cabo, el turismo era su medio de vida y cada año eran más las personas que pasa-ban por allí.

Con los últimos rayos de sol volví a la casa. En ese mismo instante iban a servir la cena. Nunca antes había comido aquellos pescados. Su carne era fina. Albert Sijé me contó que era pescador desde niño, al igual que su padre y su abuelo, y que todos los días salía a faenar de madrugada. En verano alquilaba las habitaciones de la parte alta de la casa y ello le ayudaba a sacar algo de dinero extra. Pero en esta oca-sión, conmigo había hecho una excepción y me había alojado en la habitación de Julia. Paula bajó la vista hacia su plato y yo esperé que Albert siguiera hablando. No lo hizo. De nuevo el silencio se había apoderado de todo al pronunciar ese nombre. ¿Quién era Julia?

Me retiré pronto; debía seguir leyendo aquel diario. Tanta intriga me corroía el alma. Retomé la lectura desde el principio

buscando entre aquellos renglones manuscritos cualquier detalle. De nuevo aparecía en primer lugar aquella frase indescifrable. ¿Qué querría decir? Cada párrafo venía a con-firmarme una sospecha, Julia escribía cada noche porque tenía miedo y necesitaba expresarlo de algún modo. Había algo que habría de suceder y que la atormentaba. Había leído ya medio diario y no había encontrado la solución.

Aquel libreto me absorbía casi por completo y me hacía perder la noción del tiempo y del espacio. Todo lo allí contado había sucedido ocho años atrás, según deduje de las fechas que aparecían reflejadas. Día por día, sin faltar uno. Nadie, ni siquiera el propio diario, me contaba quien era aquella enig-mática mujer; sin embargo Julia para mí ya no era una desco-nocida. Era el vivo reflejo de alguien; pero, ¿de quién?

Necesitaba dormir, pero no lo conseguía. Por un instante deseé llamarte, hablar contigo, explicarte como mis noches estaban vacías sin ti, al igual que mi cama. Quise contarte que mi pecho se estaba quedando sin ese aliento que le era tan necesario para sobrevivir y de como tenía que dibujarte en cada sueño escondida entre mis sábanas. Pero no pude hacerlo. Antes de que sonara el primer tono de mi móvil, ya había colgado. Sabía que todas esas palabras se agolparían en mi cabeza, pero jamás traspasarían mis labios. Mi cabeza parecía a punto de estallar. Ahora estaba dividida en dos; de un lado tu recuerdo y de otro esa tal Julia. ¿Dónde estaba la tranquilidad que yo había venido a buscar a este paradisíaco lugar?

III

Decidí madrugar. Quería ver amanecer desde la orilla de la playa. La imagen que tantas veces había soñado, tal vez podría hacerse realidad: el sol apareciendo en el infinito, emergiendo del mar, dando luz a un mundo sumido en la

oscuridad, mientras el mar, con su suave vaivén, bañaba mis pies descalzos. Cuando salí al jardín descubrí que ese sueño no dejaría hoy de serlo. Una densa niebla lo cubría todo. Hacía frío; mucho frío. Entré de nuevo en mi habitación y decidí encender el fuego de la chimenea. Oí ruido en el patio trasero y me aproximé.

Buenos días, muchacho.Buenos días, señor Sijé- contesté- Hacía años que no veía una niebla tan densa. De pequeño sentía miedo de la niebla. Bueno, en realidad, sentía miedo de todo lo que se saliera de lo cotidiano.Mi abuelo me contaba- dijo Albert, entre risas- que la niebla era el manto de un señor cojo, tuerto y muy feo. Ese manto lo cubría todo para que la gente no lo viera y no se rieran de él.

Albert Sijé estaba reparando sus redes de pesca. No había salido al mar. Estoy viejo y debo tener cuidado en estos días fríos, decía. Mi corazón ha sufrido mucho y cualquier día me pasará factura. Además estos días de niebla son tristes. Mien-tras me hablaba, yo no perdía detalle de la destreza con que este hombre arreglaba aquellas interminables mallas y de sus manos curtidas, reflejo de toda una vida de trabajos duros y de grandes sacrificios.

Al mediodía, la niebla había desaparecido por completo. El sol brillaba con fuerza, como queriendo recuperar las horas perdidas. Salí a pasear con la intención de ver a Paula. No fue posible. Tuve que esperar a la noche. Estaba sentado en el jardín, después de cenar, cuando la oí llegar. Le pedí que se sentara conmigo. Ella accedió. Era bonita aquella mujer. Hablar con ella me traía una tranquilidad nunca antes conoci-da. Me gustaba mirarla a los ojos, pero me resultaba difícil. Paula siempre perdía su mirada en el infinito, como si viera allí reflejado todo lo que contaba. No quise atosigarla a pregun-tas; sabía que se agobiaba con facilidad. Decidí que era mejor dejarla hablar por propia iniciativa.

Poco a poco me fue desvelando detalles que yo ansiaba conocer. Julia era la única hija de los Sijé. Era una joven inteli-gente y prometedora. Sus ilusiones se habían truncado a raíz de una extraña enfermedad que la iba dejando ciega progre-sivamente. Pero no sólo perdía la vista. Joaquín, el amor de su vida, el joven que la había encandilado con sus palabras desde que era una niña, el hombre que le había enseñado a conjugar en cada instante el verbo amar, había decidido no acompañarla en este nuevo viaje hacía la oscuridad. Julia se volvió distinta. Todos en la casa habían cambiado. Sus ansias de luchar, no pudieron evitar la ceguera. Le pregunté donde estaba ahora Julia, pero no me contestó. Se despidió de mí con un suave beso en la mejilla.

Estaba todavía sentado en el jardín, cuando la luz de su dor-mitorio se encendió. Aún no se el motivo de mi proceder, pero me levanté y me dirigí a su ventana. Se había puesto un cami-són y se disponía a acostarse. El tamaño pequeño de su pecho no impedía que aquella prenda se separase ligeramen-te de su cuerpo, cuyo contorno quedaba dibujado ante mis ojos, debido a la luz que proyectaba la lámpara de su mesita sobre su espalda. Se acostó, tomó un libro, lo dejó caer sobre su pecho y apagó la luz.

Aquella visión de Paula me había producido cierto desaso-siego que fue incrementando al dejar volar mi imaginación. Me preguntaba si habría entregado su cuerpo a algún hombre o seguiría conservando la flor de su virginidad. Creí ver mis manos acariciando su pelo y su pecho. Mi excitación subió por momentos y necesité darle la única solución posible. Des-pués dormí; dormí toda la noche.

IV

Paula estaba esperándome en el salón cuando me levanté. Sabía que aquel sería mi último día completo en la isla y quería aprovechar que era domingo para llevarme a visitar la Iglesia de San Pedro. Yo sentía cierta incomodidad por mi comportamiento de la noche pasada, pero Paula no mencionó nada; era probable que no se hubiera dado cuenta de lo ocu-rrido. Quedamos para el mediodía. Me vestí con la mejor ropa que había llevado y la esperé en el jardín. Tomé una de las sillas y la puse en medio del camino del jardín, puesto que allí daba el sol y me senté a terminar de leer el diario, que hábil-mente había escondido dentro de mi libro.

Ahora ya sabía cual era el miedo de Julia. Curiosamente también mostraba su interés por haber sido maestra, igual que Paula. La enfermedad no sólo estaba matando los ojos de Julia sino también su ilusión por vivir. Su ceguera era inminen-te. Le habían planteado la posibilidad de una operación, pero no había seguridad en sus resultados. En todo caso Julia había aceptado someterse a ella, era su última oportunidad. El día previo a la operación escribió poco; sólo unos escasos renglones contando que su miedo había llegado a su fin. Terminó sus anotaciones con la dichosa frase del comienzo. De nuevo aquellas palabras. La operación debió salir mal. Las siguientes páginas del diario ya no mostraban aquella letra bonita y ordenada, sino simples garabatos sin orden alguno.

Me levanté de la silla y pasé a guardar el diario. Paula ya había salido a buscarme, cuando tropezó con la silla que yo dejé olvidada en mitad del patio. Milagrosamente no cayó al suelo. Me acerqué a ella y le pedí disculpas. Salimos de la casa caminando despacio. Paula se había cogido de mi brazo y me sentí agradecido por su gesto.

¿Eres feliz?- me preguntó.

¿Por qué?- respondí extrañándome de su pregunta. Estos días te he notado inquieto. Parecía como si estu-vieras huyendo de ti mismo o de tu destino.

Le expliqué el verdadero motivo de mi viaje. Le hablé de ti y nuestro amor prohibido. De cómo mis días eran sólo sueños y mis noches sólo insomnio. También le conté como había encontrado el diario y el interés que había despertado en mí. Ahora era Paula la que me dejaba hablar. Sin interrumpirme y sin agobiarme.

Llegamos a la iglesia. Estaba situada junto al mar y sus olas golpeaban una y otra vez sobre la muralla que la protegía. Paula me contó alguna de las antiguas historias que sobre esta iglesia y sus cuevas circulaban por la isla. Comimos en la playa. Paula había preparado unos bocadillos. Sentados sobre la arena, hablamos sin parar; de vez en cuando yo aca-riciaba su mano o apartaba el pelo que el viento traía hasta su cara; parecíamos dos enamorados. Al otro lado de Paula había una caracola, sin duda depositada por la marea al subir. Le pedí que la cogiera. Paula palpó el suelo a su alrededor sin tocarla; luego se quedó quieta. Una idea terrible cruzó mi cabeza. P asé la mano por delante de sus ojos y no la vio. Impulsivamente Paula se levantó y salió corriendo. La seguí y conseguí darle alcance.

- ¿Qué sucede Paula?- le pregunté mientras la sujetaba por los hombros.¡Déjame! ¡Márchate!- contestó entre sollozos.No Paula, no. Quiero que me cuentes toda la verdad.

Cada una de sus palabras herían mi mente y mi corazón más fuertemente que la anterior. Ella era Julia. Así se explicban muchas cosas: su proximidad a la familia Sijé, sus silencios al pronunciar ese nombre, su ilusión por ser maestra, sus tropie-zos con los objetos descolocados ya que no podía verlos. Le pregunté por qué ahora se llamaba Paula pero ya no me quiso

quiso responder. Sus sollozos iban cesando al tiempo que su debilidad se acrecentaba. La abracé con fuerza y deposité un beso en su frente. Caminamos de regreso hasta la casa sin hablar. Permanecí junto a ella el resto de la tarde. Terminé de encajar en mi cabeza todas las piezas de este puzzle. Me invitó a pasar a su cuarto. Aquél era para ella su verdadero mundo; allí había guardado lo que realmente sentía suyo en este mundo. Quedamos frente a frente. Mis manos tembloro-sas desabotonaron su blusa, que pronto cayó hacia detrás recorriendo sus brazos y su espalda. Encontré en aquella piel toda la suavidad que necesitaban mis manos. Poco a poco, dejamos de ser dos cuerpos para fundirnos en uno sólo con-sumido de pasión.

V

Paula me acompañó al puerto. Quería despedirse de mí. Una y otra vez no dejaba de pedirme perdón por todo lo que había sucedido, por el daño que podía haberme causado. La abracé y sellé su boca con uno de mis dedos. Le dije que me alegraba de haberla conocido. Ella tenía una vida, cierto que era triste, pero que era suya y era irrepetible, igual de única e irrepetible que ella. Antes de subir a la barcaza Paula me dio el diario que la noche anterior yo había devuelto al cajón donde lo encontré. Me pidió que, cuando estuviera triste, mirara la última página. Nos despedimos con un suave beso.

Mientras nos alejábamos de aquella isla, me acomodé en la vieja barca. Impaciente, abrí el diario por el final y descubrí palabras nuevas. Allí iba a encontrar la respuesta a la miste-riosa frase. Contaba una breve historia que acababa con un proverbio escrito en hebreo; junto a él estaba, escrita a lápiz, su traducción: “Nos afanamos en dominar el futuro y dejamos de vivir el presente”. Una sensación de bienestar se adueña-ba de mí. Conocía el secreto de Paula y lo iba a guardar, junto a su recuerdo, dentro de mi corazón. Ahora más que nunca

ansiaba volver a verte y perderme en tu mirada. Nuestro amor era un amor prohibido, pero ese sería también nuestro secreto. Cerré los ojos y me envolví del rumor del mar.

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volviendo ala vida

por Jonaira Campagnuolo

Al llegar al lugar habitual soltó con brusquedad las ramas en el suelo secándose con el brazo el sudor de la frente. Se quitó la camisa sintiendo el abrazo refrescante del viento del medio día y se acercó al río para mojarse la cabeza y beber agua. Sentado sobre una piedra admiró por un momento la corriente, dejándose embargar por los sonidos de la naturale-za. El tenue crujir de hojas secas siendo tímidamente aplasta-das le alborotó un cosquilleo en el estómago que le hizo frun-cir el ceño. Se inclinó hacia el agua simulando lavarse las manos, atento al ruido que se producía a pocos metros. Sabía que eran pisadas, y no las reconocía sólo por el intensi-vo entrenamiento que soportó durante años estando al servi-cio del Rey, luchando en sangrientas guerras, aprendiendo a reconocer la cercanía del enemigo para sobrevivir. Sabía que era ella, la hermosa mujer que por alguna extraña razón lo acompañaba todas las tardes oculta entre la vegetación. Sin prisa, se levantó de la roca secándose las manos en el pantalón, luego regresó a la base de tronco donde partía la madera, observando por el rabillo del ojo la silueta delgada y los largos cabellos negros que inútilmente se escondían tras un grueso árbol. Con el rostro endurecido y algo molesto por las extra-ñas sensaciones que lo embargaban tomó el hacha y comen-zó a cortar la madera, mirando de vez en cuando al tronco, asegurándose de que estuviera allí. Llevaban casi un mes actuando de aquella manera. Ella escondida y él haciéndose el desentendido. Sólo una vez faltó a la cita, pasó tres días sin visitarlo, y esos días él estuvo inquieto y enfadado, hasta que

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volvió a verla oculta entre las sombras. Él era un fiel amante de la soledad, nunca le gustó la compañía ni la soportaba, pero la presencia de aquella mujer se volvía cada vez más imprescindible. Habitualmente, en una hora culminaba el corte de la leña, pero desde que ella lo seguía invertía dos o tres horas en esa labor. Y lo hacía adrede, sólo para disfrutar de su compa-ñía. Así pasaron los días, siempre en la misma rutina, hasta que ella volvió a desaparecer. Él esperó tres días controlando su angustia, pero al ver que no regresaba decidió ir en su bús-queda. Corrió al pueblo buscándola en cada rincón. El día pintaba gris, las pesadas nubes de lluvia comenzaron a cubrir el cielo… y su alma. Quería verla, saber si estaba bien. Caminó hasta el hostal hallándolo abarrotado. Casi todo el pueblo se encontraba reunido junto a decenas de soldados que ocupaban las mesas comiendo y bebiendo en exceso. Los rumores de una posible invasión pirata hacían mella en el ambiente, el puerto se había declarado en estado de alerta, pero por discordias entre los superiores los solda-dos se quedaron sin un jefe y hacían lo que les venía en gana. Asomado por uno de los ventanales del comedor la vio. Con su largo cabello atado en una trenza cayéndole en la espalda, observando con tristeza las mesas repletas que debía aten-der. Se alejó acongojado, asimilando su eterna mala suerte. La chica tendría mucho trabajo durante el día y quizás toda la semana, hasta que la calma volviera a reinar en el pueblo. Sin darse cuenta sus pasos lo llevaron al área de los dormitorios, donde vivía gran parte de los trabajadores del hostal. Entró sigiloso, aprovechando que una de las ventanas estaba abier-ta, y comenzó a revisar los catres hasta encontrar el de ella. Le fue muy fácil ubicarlo, al notar las coloridas gladiolas que adornaban su mesita de noche. La chica adoraba aquellas flores, cuando visitaba el río solía arrancar las que encontraba en el camino. Se sentó en el borde de la cama y tomó la almohada

acercándola a su rostro, aspirando el dulce aroma que conte-nía, llenándose los pulmones con su fragancia. Al dejarla nue-vamente en su lugar advirtió la presencia de un cuaderno sobre la cama. Era el mismo que ella siempre llevaba al río y utilizaba cuando se escondía tras los árboles. Lleno de curiosidad, comenzó a pasar las hojas obser-vando los hermosos dibujos trazados con carboncillo. No sabía mucho de dibujo, pero admiraba cada trabajo como si fuera una excelente obra de arte. Continuó pasando las hojas hasta encontrarse con su imagen, sin evitar impactarse con el hallazgo. El diseño era perfecto. Estaban presentes cada uno de los rasgos de su rostro marcado por cicatrices, con su ceño apretado, la nariz partida y los cabellos largos hasta los hom-bros eternamente enmarañados. Siguió pasando las páginas y siguieron apareciendo más dibujos suyos: cortando leña, lavándose en el río, sentado en las rocas o mirando al cielo. Todos muy bien elaborados y acompañados por un grupo de símbolos que se repetían en cada uno. Necesitaba saber sobre ellos, la curiosidad lo llenaba de ansiedad. Arrancó la última página del cuaderno y, utilizan-do un trozo de carboncillo dejado sobre la mesita de noche, los dibujó con temblorosos trazos. Al terminar, dejó todo como lo había encontrado y salió presuroso de los dormitorios, cruzando el pueblo en pocos segundos hasta llegar a una de las tabernas más populares del lugar. Esquivó una decena de cuerpos sudorosos que le entorpecían el paso, dirigiéndose al área de apuestas. En una apartada mesa, ocupada por cuatro chicos que jugaban a las cartas, encontró a Jonás, su hermano. Rápidamente llegó hasta él y lo tomó del brazo sacándolo a empujones, sin aten-der las quejas del chico. —¿Qué pasa Abel? No es hora de escuela —le dijo Jonás enfadado, intentando detenerlo. —Camina. —¡No! Acabo de apostar una gran cantidad de dinero, si me voy me lo robaran.

Abel sacó un afilado cuchillo de la funda que llevaba atada en el cinturón y lo clavó en medio de la mesa observan-do con fiereza a los tres temerosos chicos que acompañaban a su hermano. —Llegan a robar una sola moneda de esta mesa y les juro que les sacaré las tripas y las dejaré colgadas de un árbol para que los cuervos se las coman. Los jóvenes lo miraron con terror, asintiendo levemente con la cabeza. Sin prestar atención a nadie más, desclavó su cuchillo de la vieja madera y arrastró a su hermano hacia la calle, igno-rando sus quejas, dirigiéndolo a un callejón cercano. —Ya me imagino el sermón: que estoy tirando mi futuro por un caño, que tú has sacrificado tu vida por darme educa-ción y comida, que soy un desconsiderado y bueno para nada, y bla, bla, bla, bla… —¡Cállate! —le dijo Abel furioso, apoyándolo con brus-quedad contra una pared y mirándolo con el ceño fruncido—. Puedes hacer con tu vida lo que quieras, pero necesito un favor. —¿Qué? —indagó Jonás, cruzando los brazos en el pecho molesto por la actitud de su hermano, observando cómo Abel sacaba con inseguridad del bolsillo del pantalón un trozo de papel desdoblándolo para mostrárselo. —Léelo —le ordenó. El chico miró con curiosidad el papel sin agarrarlo, luego clavó sus confundidos ojos en Abel. —¿De dónde sacaste eso? —¿Qué te importa? Te dije que lo leyeras —Abel estaba rojo de ira y vergüenza, logrando que su hermano se compa-deciera de él. —Dice “Te amo”. Ahora, ¿me dirás de dónde lo sacas-te? Impresionado, Abel observó a su hermano con la mirada brillante y la piel pálida. —Sé que es tu letra. Dime por qué… El chico no pudo terminar el interrogatorio. Abel se

marchó apresurado, atravesando el pueblo en una veloz carrera hasta llegar al hostal. La buscó por todos lados, pero ella ya no estaba, incluso los soldados se habían ido. Se dirigió a los dormitorios esperanzado, al no hallarla se angus-tió, necesitaba encontrarla y el último lugar que le faltaba por revisar era el río. Corrió raudo hasta divisar un inmenso árbol de mango cargado con decenas de frutos maduros, trepó en el ramaje alcanzando uno de los más apetitosos, bajando hábilmente de él. Siguió su camino encontrándola cerca de la base dónde cortaba la leña, abatida por no encontrarlo. Al verlo, se alegró dedicándole una dulce y tímida son-risa. Abel quedó paralizado, observándola fijamente a los ojos. Intentando calmar su agitada respiración y su desboca-do corazón. —Hola —le dijo la chica, estremeciéndolo de pies a cabeza con su exquisita voz. Inseguro, alzó una mano ofreciéndole el mango, que fue recibido con una resplandeciente sonrisa. —Gracias. Abel la miraba absorto, con el corazón latiéndole a mil por horas en la garganta. Pero pronto reaccionó, sintiendo cómo el rostro se le llenaba de vergüenza. Temiendo quedar frente a ella como un perfecto idiota, se giró marchándose rápidamente a su cabaña. Sin despedirse siquiera. En la soledad del hogar, se reprendió una y mil veces por su torpeza. Si la chica sentía algo por él se arrepentiría por su infantil comportamiento, debía encontrar alguna manera de compensar el error cometido, por eso se dirigió presuroso al pueblo y entró en uno de los comercios más concurridos bus-cando algún obsequio hermoso para ella. A los pocos minu-tos, entraba sigiloso en su dormitorio, dejando sobre la cama un cuaderno de dibujo nuevo y algunos lápices de colores. Al día siguiente, se levantó con el despunte del alba y salió al campo algo decaído, pensando que el regalo no fue suficiente para disculparse por su tonta huída. Al regresar,

Jonás lo esperaba ansioso, era casi medio día y Abel como siempre, llegaría dispuesto a salir al río para cortar leña. —Te levantaste temprano —le dijo al chico con burla. —No intentes ser gracioso Abel. Ayer me dejaste con la palabra en la boca, pero hoy no te dejaré ir sin que me des alguna explicación. —¿Desde cuándo tengo que explicarte lo que hago? —Desde que sales todos los días al río a cortar leña, a pesar de que tenemos tanta que podemos hacer una represa. O desde que te la pasas con papeles misteriosos que dicen “Te amo” sin decirme de dónde los sacas… Abel se estremeció recordando los dibujos de la chica. Donde ella lo había retratado con tanta dedicación colocando esa frase repetidas veces en ellos. —…y desde que aparecen dibujos en la puerta de nuestra casa firmados por una tal “Samira”, donde sales retra-tado medio desnudo con un hacha en la mano. El rostro de Abel se empalideció al escuchar aquellas palabras. —¿Qué dibujo? —le preguntó, acercándose a Jonás desafiante. —Éste. Su hermano le mostró un trozo de papel con uno de los dibujos que ella había realizado, pintado con los colores que él le había obsequiado. Sintió una extraña sensación estallarle en el pecho, poniéndole los nervios de punta. Le arrancó con brusquedad el dibujo de las manos, mirándolo con una inexplicable alegría. —¿Y? No piensas contarme. Abel no le dijo nada, salió corriendo al río, dispuesto a encontrarla. Su hermano quedó nuevamente sin una respues-ta, aunque aquellos ojos enamorados le confesaron todo lo que necesitaba saber. Unos metros antes de llegar al río, detuvo su carrera al encontrarla arrodillada frente a un grupo de gladiolas, selec-cionando la flor más hermosa. Por unos minutos la observó en silencio, escondido entre la vegetación, disfrutando de su

mágica belleza. Cuando decidió acercarse para hablarle escuchó unas rudas pisadas. Se escondió lo mejor que pudo sin apartar la mirada de Samira. Dos soldados, algo pasados de tragos, aparecieron por el camino dirigiéndose al río. Al verla se detuvieron emo-cionados, con la lujuria brotándoles descaradamente en los ojos. Humedeciéndose los labios y acariciándose las panzas se imaginaron el delicioso festín que iban a disfrutar. Al verlos, Samira se alarmó, pero intentó suavizar sus movimientos para no alterarlos. Se olvidó de las flores y lentamente fue tomando el camino al río. Los hombres la siguieron, sin percatarse que estaban siendo acechados por Abel y su afilado cuchillo. Con los nervios a flor de piel Samira llegó al lugar donde Abel cortaba leña, ansiosa por encontrarlo, pero él no había llegado aún. Su corazón se arrugo de pena, sabía que sería alcanzada fácilmente por aquellos hombres y no tendría ninguna posibilidad de escapar. Sin embargo, no se rindió. Tomó un segundo camino que la llevaría de vuelta al pueblo y corrió lo más veloz que sus temblorosas piernas le permitían. Como lo había sospechado, los hombres la siguieron aún más animados. La emoción de la cacería aumentaba sus apetencias lascivas. Al alcanzarla, la tomaron con rudeza de los cabellos lanzándola al suelo, riendo con sonoridad. Uno de ellos sacó una soga dispuesto a atarla de las manos a un árbol. Pero antes de llegar frente a ella, una enorme sombra salió de la vegetación cayéndoles encima. Samira observó aterrada la escena. Abel, con un pequeño cuchillo, forcejeaba con los hombres con mucha pericia, golpeándolos y alejándolos de ella. Recibiendo cien-tos de puñetazos y patadas en el rostro y en el cuerpo. Pero después de una lucha sangrienta, los dos atacantes queda-ron en el suelo, heridos de gravedad, quejándose por las heri-das sufridas. Al lograr recuperar la respiración Abel la observó atur-dido, con el cuerpo salpicado por la sangre de sus enemigos. No los había asesinado. Algo que aprendió en la guerra es que se ganaba más con sufrimientos que con muertes, y esos

dos hombres llorarían toda la vida por las consecuencias que les dejarían las heridas, impidiéndoles nuevamente atacar a cualquier mujer indefensa. Pero la mirada asustada y llena de asco de Samira le partió el alma. Bajó el rostro escondiendo su vergüenza, mar-chándose del lugar. Se había comportado como un animal frente a ella, actuando sin compasión, perdiendo lo único hermoso que había encontrado en la vida. Pasaron los días, y Abel se hundía cada vez más en la miseria. No salía de su cabaña ni para supervisar los cultivos, se paseaba como un insomne ante la mirada severa de Jonás. —Por favor hermano, ya deja de comportarte así. Abel lo ignoraba, no sabía cómo alejar el profundo dolor que le invadía el alma. Se dirigió a su habitación para escapar de la supervisión de su hermano y seguir hundiéndo-se en su pena, pero un tímido golpeteo en la puerta llamó su atención. Jonás abrió molesto, dispuesto a sacar a patadas a cualquier intruso, pero quedó sorprendido al ver a una joven mujer, envuelta en un grueso y barato abrigo, parada temero-sa en la puerta. Con un gladiolo blanco aferrado en las manos. —Hola. Abel no necesitó más palabras para reconocerla, corrió a la puerta apartando a empujones a su hermano, con los ojos brillándole por la emoción. —Hola —le respondió con timidez. Samira le obsequió una pequeña sonrisa observando avergonzada a Jonás que se asomaba con curiosidad bajo el brazo de su hermano. Abel salió al pórtico cerrando la puerta para que nadie la entretuviera y alejara su cálida mirada de él. —Disculpa… sólo vine a agradecerte por lo que hiciste la vez pasada… y a traerte esto. Estiró su mano entregándole la flor. Abel la tomó con inseguridad, controlando su creciente alegría. —Espero te guste

. —Me encanta —le sonrió, sintiéndose extraño con aquel gesto que muy raras veces hacía. Después de ese día Abel y Samira se volvieron insepa-rables. Ella supo dominar el mal carácter de él y Abel pudo convivir con su timidez y dulzura. El trabajo más difícil era que Jonás se acostumbrara a la constante presencia amorosa de la pareja. —¿Cuándo van a casarse y mudarse a otro lugar? —les preguntó con fastidio, cierto día en que compartían la cena. —Está también es mi casa —le respondió Abel, clavan-do su mirada severa en él. —Por favor, es un gran sacrificio tener que soportar su meloso amor. Algunas veces me da dolor de barriga —les dijo con burla, aunque en realidad le alegraba ver tanta felicidad en su hermano, que se había pasado la vida hundido en una amarga soledad. —¿Por qué no te vas tú? —le contestó Abel malhumora-do. Samira intentó intervenir en la discusión familiar con una dulce sonrisa en los labios, antes de que su adorado amor terminara lanzando a Jonás por la puerta para que no los molestara. —¿Cómo piensas que vamos a dejarte? Nunca podría-mos vivir sin ti. El chico la miró con desconfianza, escondiendo una sonrisa. —Samira ¿Qué fue lo que te atrajo de mi hermano? Sin dudarlo, ella respondió mirándolo a los ojos. —Su carácter… tiene una gran personalidad y me encanta su ceño fruncido. Tanto Abel como Jonás la miraron impactados, mien-tras ella les sonreía con picardía.

—¿Estás loca? —le dijo el chico, sin evitar sonreír. —Para estar enamorada es necesario estar un poco loca. Y por tu hermano he enloquecido.

Abel la observó con los ojos tan abiertos como unos huevos fritos, luego se levantó de la mesa tomando a Jonás por el brazo para sacarlo de la casa. —Mejor vete a jugar un rato al pueblo. —¿Por qué?, ¿van a hacer el amor? ¿Cierto? Casi fue lanzado por la puerta a la calle, para luego ser cerrada pasándole el cerrojo. Abel se giró hacia Samira que lo observaba desde su asiento disimulando una sonrisa. Se acercó a ella rápidamente besándola con ímpetu. Ella se dejó llevar por su pasión, ahogándose en sus labios. Sintiendo cómo su corazón le estallaba en el pecho. —¿De verdad me amas? —le preguntó, sorprendido por lo que pudo haber despertado en ella. —Claro que te amo. —¿Vivirás por siempre conmigo, soportando mis amar-guras? —Soportaré todo de ti. —¿Incluso a mi hermano? Ella lo miró por unos segundos con el rostro inexpresi-vo. —¿Podemos darlo en adopción? Abel sonrió, acariciando sus mejillas. —No. Ya me lo han regresado tres veces. Resignada, alzó los hombros en señal de indiferencia. —En ese caso, podemos intentar amargarle la vida para que nos deje en paz. —Eso me gusta. Con una amplia sonrisa en los labios Abel la abrazó, sabiendo que aquello sería el trabajo más difícil de su vida. Pero nada ni nadie empañaría su felicidad. Por fin tenía algo valioso que llenaba su vida, una mujer que aceptaba comple-tamente sus defectos y manías, que conocía sus errores y sus verdades, y no huía escapando de él. Su alma volvía a la vida. Y la sonrisa le regresaba a los labios.

destinoscruzados

por Marie April

1

El pasado regresaba a veces en forma de pesadillas, los recuerdos se alimentaban de esas noches en las que no era capaz de luchar contra el dolor. Cuando decidió desapa-recer y dejarlo todo atrás, creyó posible quebrantar por fin esa sensación de abandono y de culpa, pero no fue así.

No podía escapar de lo que había sentido por ella. La culpa se había instalado entonces en su mente y le parecía imposible hacerla desaparecer. Se abandonó a la tristeza y se retiró lo más lejos que pudo de la gente que le quería. No soportaba la compasión en sus ojos.

Una cabaña en las montañas era ahora su hogar. Se pasaba los días en ese bosque, disfrutando del silencio y una paz que nunca podría haber encontrado con su familia revolo-teando a su alrededor.

Salió al pequeño porche con una taza humeante entre las manos y observó la puesta de sol. Llevaba seis meses sin hablar con su familia. Pensó en cómo de distinta era su vida ahora. Cuando conoció a Maggy pensó que era la mujer más hermosa que había visto nunca. Hasta entonces había tendi-do relaciones que no podían considerarse serias, algunos encuentros sin importancia que le venían como anillo al dedo, teniendo en cuenta que su trabajo de policía había sido siem-

pre su prioridad. Antes de conocer a la que sería su esposa no se había planteado casarse y formar una familia, estaba demasiado ocupado resolviendo crímenes y esa clase de responsabilidad no entraba en sus planes. Maggy fue impor-tante desde el principio. Le costó aceptar sus sentimientos, pero dejó de parecer difícil cuando ella le dijo que le amaba y deseaba pasar el resto de su vida con él. Nunca había conoci-do a nadie tan sincero y transparente, ella nunca dejaba lugar a dudas, sus ojos expresaban todo cuanto sentía. Se casaron a los tres meses de conocerse, la vida era maravillosa a su lado. Recordarla entre sus brazos siempre le producía un vacío profundo y desgarrador. El día que recibió la llamada pensó que no podía ser real, que en cualquier momento des-pertaría y se daría cuenta de que todo había sido una pesadi-lla. La muerte de Maggy le había cambiado y nunca volvería a ser el mismo.

Se sentó en una de las sillas del porche, estaba casi oscuro y el sonido de la noche se acercaba poco a poco. Ya estaba más que acostumbrado a la tranquilidad, pero la sole-dad era otra cosa muy distinta. A veces le daban ganas de llamar a su madre o a su hermano James, pero no quería oír el dolor y la lástima en sus voces. Decidió que esperaría unos días más para dar señales de vida. Su abuelo Patrick sabía exactamente donde estaba y les habría informado a los pocos días de su desaparición. Había hablado con él, buscando una mirada de comprensión y ánimo y no de pena y tristeza. Sabía que los demás no pretendían hacerle sentir peor de lo que estaba, pero no podían evitar reflejar el dolor y la preocupa-ción en sus rostros.

Se levantó para entrar en la cabaña y resguardarse del frío que el viento traía con fuerza.

***

Estaba perdida. Anne redujo la marcha cuando el

camino se volvió algo más estrecho. Tenía que haberle hecho caso a su padre, pero de ninguna manera iba a llamar para confirmarle que era una negada con el maldito mapa que tenía delante. Su sentido de la orientación era pésimo, pero el de su padre era sorprendente y en ese momento le molestó no haberlo heredado de él. Decidió hacerse a un lado y apagar el motor para fijarse una vez más en las indicaciones. Llevaba una media hora sin saber exactamente dónde estaba. Lo suyo era bastante patético. Suspiró cansada mientras fijaba la vista en los árboles que vestían el hermoso paisaje. La viva natura-leza de New Hampshire era un paraíso comparado con la ciudad. No podía estar muy lejos de la casa, se dijo, pero hacía ya tanto tiempo desde la última vez…años para ser exactos.

Siguió por el camino mientras maldecía sonoramente. Recordaba la casa con cariño, cuando era pequeña ese era su lugar favorito en el mundo. Su abuela solía llevarla a pasear por el bosque, lo recordaba como si fuera ayer. Sabía que la casa sería suya algún día, la abuela siempre decía que ella que estaba destinada a tenerla y disfrutarla, que esa casa le guardaba algo bueno. Nunca entendió con exactitud el signifi-cado de esas palabras pero, después de un año de estresan-te trabajo, estaba claro que unas pequeñas vacaciones en ese bosque serían una bendición.

Hacía mucho tiempo que no visitaba el lugar y lo había echado de menos. Recordó la calidez y la sensación de paz que le hacia sentir, lo mucho que le ayudó estar ahí con su abuela cuando sus padres se divorciaron. Habían pasado catorce años pero recordaba con claridad esa pena que la acompañó durante semanas. Sólo tenía siete años en aquel entonces y su abuela fue un gran apoyo. Se le encogió el corazón al pensar en ella. Echaba de menos perderse en sus abrazos y oír su risa.

No llevaba ni diez minutos conduciendo cuando divisó

la casa. Quizá su sentido de la orientación no fuera tan malo. Giró a la derecha para entrar en el estrecho camino de entra-da mientras sonreía feliz. Aparcó a un lado y se fijó en el indi-cador del coche, la temperatura exterior era de tres grados bajo cero. En unas horas bajaría unos grados más. Cuando salió cogió el equipaje del maletero y se dirigió a grandes pasos hacia la casa.

Era tal y como la recordaba. Entró y encendió la luz de la entrada, dejando la maleta en el suelo para quitarse el abrigo.

Inspeccionó la cocina, el salón y las habitaciones. El olor de antaño había desaparecido, el recuerdo de unas galle-tas al horno le vino a la mente y sus ojos se llenaron de lágri-mas. Pero no estaba ahí para deprimirse, ya había tenido bas-tante de eso en los últimos meses. Quería pasar unas sema-nas tranquilas para olvidarse del estrés, relajarse e intentar empezar con su libro, así que dejó los recuerdos a un lado y se apresuró a ordenar la ropa en el armario del dormitorio.

Decidió encender la chimenea, la calefacción no le dio problemas y la casa empezó a calentarse poco a poco, pero le encantaba observar el fuego desde su cómoda posición en el sofá del salón, quizá mientras tecleaba las primeras pági-nas del libro en su portátil o pensaba en qué hacer con su vida. Hacía meses que esa necesidad de un cambio rondaba su cabeza. No era extraño teniendo en cuenta que hacía solo un año el hombre con el que estaba prometida la había dejado plantada para irse a Canadá. Pensó en lo absurdo que le había sonado, pero después entendió que no importaba adónde fuera, la cuestión era que no la amaba. Y cuando aceptó esa realidad se sintió engañada, la frustración y el fracaso la dejaron débil. Le odió profundamente. No debía hacerlo pero seguía pensando en esos cuatro años perdidos, haciendo planes de futuro con alguien que acabó abando- l

nándola, como si lo que habían compartido hasta entonces no significara nada.

Se sentó en una de las sillas de la cocina y empezó a escribir la lista de las cosas que necesitaba comprar. A la mañana siguiente bajaría al pueblo y cuando regresara empe-zaría con su libro. Llevaba unas dos semanas intentando escribir las primeras líneas, pero por alguna razón su inspira-ción estaba más que marchita y no lograba concentrarse. Tenía la esperanza de que en esa casa conseguiría olvidarse de los problemas y escribir algo decente.

A la mañana siguiente, despertó con dolor de cabeza. Maldijo mientras se levantaba para tomarse una aspirina y, de camino a la cocina, su móvil sonó en el salón. Decidió que no respondería ni a una sola llamada hasta después de darse una buena ducha de agua caliente, ¿no podían dejarla paz unos días? Quizá debería haberlo apagado, desconectar totalmente del mundo. Luego calculó que a su padre le daría un ataque si ella no daba señales de vida en las próximas horas. Bien, pues tendría que esperar. Se tomó la pastilla y se desnudó de camino al baño. Necesitaba relajarse antes de bajar al pueblo, y también dormir una noche de un tirón, pero al parecer eso era pedir demasiado. Esperó a que el agua saliera caliente y entró en la ducha. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos mientras los recuerdos de Richard volvían a su mente. Durante un tiempo le pasó por la cabeza que era un hombre poco acos-tumbrado a decir esas dos palabras que tanto necesitaba oír, pero lo que pasaba en realidad es que no las sentía. Ella sí había estado enamorada. Pensó que aún lo estaba cuando le vinieron a la mente todos esos sueños en los que se imagina-ba un reencuentro y un final feliz. Se reprendió a sí misma por ser tan ingenua mientras salía de la ducha para secarse.

Después de cortar con la relación se quedó sola en el gran apartamento y a las pocas semanas las paredes se le echaban encima, así que decidió tomarse un tiempo. La casa de su abuela en New Hampshire era la escapada perfecta. Desde que ella había muerto, tres años atrás, no había encon-trado el momento para viajar, ni siquiera por un fin de semana. Tenía la oportunidad de olvidar el pasado y pensar en lo que quería hacer con su vida. Mary, su mejor amiga y dueña de la galería de arte donde trabajaba, casi la había echado a pata-das de su estudio, desesperada por verla feliz como antes. Llevaba tiempo repitiéndole que quería verla sonreír otra vez, no fue consciente hasta entonces de que había dejado de hacerlo.

Salió del baño y se puso unos vaqueros y un jersey blanco de cuello alto. Eran las nueve y media cuando salió de la casa y entró en el todoterreno. El pueblo estaba a una media hora de allí. Esta vez sabía dónde iba, tenía luz suficiente para llegar sin problemas hasta la salida que daba a la carretera principal.

2

Robert McKenna maldijo cuando se unió a la cola en la pequeña tienda. La señora y el señor Evans eran buenas per-sonas pero desde luego no sabían lo que significaba la pala-bra rapidez. Parecía que nadie más que él entendía ese con-cepto porque era el único impaciente, los demás charlaban los unos con los otros sin rastro de indignación. En ese pueblo todo se hacía despacio y, maldita sea, él no lograría acostum-brase a ello por mucho tiempo que pasara.

Giró la cabeza hacia la izquierda para observar a la rubia menuda que seguía caminando en círculos, recorriendo las estanterías con los ojos. Estaba claro que buscaba algo en concreto y no lo encontraba. No era especialmente guapa, pero las finas líneas de su rostro le habían llamado la atención cuando la vio entrar. Decidió que era atractiva y eso le puso de mal humor. Cuando desvió la mirada hacia la cola que tenía delante suspiró con disgusto al ver que los Evans sólo habían atendido a dos personas de las diez que tenía delante. Mierda. Ya debería estar en su cabaña cortando leña o abu-rriéndose.

— ¿Es usted el último? — la rubia espectacular estaba de pronto a su lado y le miraba con esos enormes ojos. Eran de un azul oscuro precioso. — Sí — dijo él con tono cortante. La miró con disgusto y volvió la vista hacia la cola — soy el último.

Anne observó al hombre que tenía a su derecha y notó su incomodidad. Resultaba gracioso ver esa mueca de disgusto en su hermoso rostro. Porque era hermoso, pensó, un hombre realmente guapo. Llevaba puestos unos vaqueros desgastados y un abrigo negro. Era grande, de anchos hom-bros y piernas largas y musculosas. Calculó que mediría un metro noventa y se sintió muy pequeña a su lado. Observó su perfil, la barba de tres días le daba un aspecto algo desaliña-do pero absolutamente atractivo. Su pelo era oscuro y sus ojos tenían el color de la miel.

Se dio cuenta de que lo había estado mirando emboba-da y apartó la vista con rapidez. No es que fuera de esas que se quedaban mirando a los desconocidos sin pestañear, pero a ese en particular se lo había comido con los ojos. Se sintió ridícula.

Miró su reloj y vio que eran casi las once y media, el tiempo pasaba volando. Tenía que volver a casa para empe-zar con el libro, aunque se había quedado con ganas de reco-rrer los alrededores. El pequeño pueblo también le traía recuerdos, antes de ir a por la compra había estado paseando por la calle principal. Le había llamado la atención una tienda de antigüedades en la que había visto una mesita de madera redonda que, pensó, quedaría perfecta en su salón. La próxi-ma vez que bajara al pueblo entraría para curiosear.

Anne dio un pequeño respingo cuando el hombre de los ojos color miel dejó caer las latas sobre el mostrador con brusquedad. Al señor Evans no parecieron importarle sus malos modales.

— Hola Robert — le saludó con entusiasmo mientras garabateaba los en su pequeña libreta — ¿qué tal por ahí arriba? — Bien — fue su respuesta cortante. — Me alegro. — Robert, querido — la señora Evans se adelantó para hablar con idéntico entusiasmo al de su marido — este domin-go hay una fiesta en el pueblo para celebrar la boda de Laura y Jake, creo que les conociste hará unas semanas. — Sí, les conozco — dijo él con tono neutro. — ¿Vas a venir? — No lo creo. — No puedes quedarte encerrado en esa cabaña todos los días de la semana, querido. — Linda, por favor… — el señor Evans le lanzó una mirada de disculpa a Robert. — No pasa nada, es que no me gustan las fiestas — Robert cogió la bolsa de su compra con premura a la vez que dejaba un billete encima del mostrador — pero gracias por la invitación. Quédense con el cambio.

Se despidió de la pareja de ancianos con un amago de

sonrisa y salió a grandes zanjadas de la tienda. Anne se quedó mirando la enorme figura de Robert hasta que lo vio entrar en un todoterreno como el suyo.

— El del señor McKenna es de color negro.

La voz sonriente de la señora Evans hizo que Anne apartara la vista de la calle. Dejó su compra sobre el mostra-dor y miró a la dulce anciana.

— ¿Cómo? — dijo ella desorientada. — El coche del señor McKenna es más oscuro que el tuyo. — Oh, sí… — ¿cómo sabía de qué color era su coche? — el mío es gris.

La señora Evans le lanzó una mirada suspicaz dibujan-do una sonrisa pícara en su dulce rostro. Anne pagó su compra y cogió la bolsa.

— Gracias. — Te pareces mucho a tu abuela, hija — Donald Evans la miró con una sonrisa triste en el rostro. — Todo el mundo me lo dice — dijo Anne con cierta añoranza — aunque creo que ella era más guapa que yo. — No digas tonterías, querida, tú eres preciosa — le sonrió la anciana — y nos alegra verte después de tanto tiempo.

Hacía años que no visitaba el pueblo, pero todos pare-cían conocerla. Era cierto que se parecía a su abuela, aunque nunca se había planteado hasta qué punto. La gente de Dan-bury la observaba como si fuera una aparición.

Durante los días siguientes, si no fuera por las miradas recelosas de Robert McKenna cuando se encontraban en la

tienda, en el banco o en las calles del pueblo, habría jurado que él hacía lo posible por coincidir con ella. A Anne le pare-ció algo extraño verle tan a menudo, puesto que los señores Evans se habían encargado de informarla sobre las pocas visitas que él les hacía normalmente. Según ellos se quedaba en la vieja cabaña durante días y sólo bajaba al pueblo para comprar provisiones. A ella no le importó, en realidad disfruta-ba de cada uno de sus encuentros. Se sorprendió pensando que le gustaría conocerle, cuantas más veces le veía más le fascinaba reconocer que él le atraía como ningún otro hombre lo había hecho. Había algo en él, detrás de esa expresión de tristeza y aparente disgusto, que le hacía desear abrazarlo y decirle que todo iría bien.

Un miércoles por la tarde los dos salieron de la tienda con las bolsas de la compra en los brazos. Ella sonreía feliz de verle pero él no abandonaba su típica expresión de recelo.

— Te acompañaré al coche.

Ella asintió encantada, pero cuando la hubo ayudado a dejar la compra en el maletero desapareció de su vista sin apenas despedirse. Anne maldijo para sus adentros, dicién-dose a sí misma que era una estupidez esperar más de él.

Pasadas dos semanas y después de analizar con lupa las pocas palabras que ella y Robert Mckenna habían inter-cambiado, decidió que, aunque él parecía incómodo y furioso cada vez que la veía, tampoco hacía mucho esfuerzo por evitarla. De hecho, notó que se encontraban en la tienda de los Evans casi todos los días, los dos a la misma hora, salían del establecimiento y se dirigían a sus coches casi sin dirigir-se la palabra, pero caminaban juntos y a él parecía gustarle su compañía. Le pilló observándola más de una vez, reco-rriendo cada rincón de su cuerpo con esos penetrantes ojos que tanto la fascinaban, y ella se descubría sonrojándose e imaginándose su grandes manos sobre su piel. Sabía que

perdiendo la cabeza y pensó que quizá fueran los efectos secundarios de su ruptura con Richard, puede que esa atrac-ción que sentía por Robert fuera intensificada por sus deseos de olvidar su pasado, por la necesidad de estar con alguien. Pero era una locura porque, si buscaba compañía, el señor cascarrabias no parecía ser su mejor opción.

Un viernes por la mañana salió de la casa para dirigirse al pueblo y observó las espesas y oscuras nubes con fastidio. No tardaría en llover. Ya había salido de la casa y le daba pereza volver a entrar para coger el paraguas, así que subió al coche y bajó al pueblo antes de que se le hiciera tarde. En realidad, la única razón por la que no quería retrasarse era encontrar a Robert en la tienda a la misma hora de siempre. Y así fue. Entró en el establecimiento y saludó a los sonrientes dueños con cariño. La señora Evans le lanzó una mirada traviesa y le señaló una de las estanterías al fondo de la tienda, donde Anne localizó a Robert, de espaldas a ellos. Decidió acercarse para saludarlo.

— Buenos días — dijo ella algo insegura antes el perfil pensativo de él — he pensado que podríamos, no sé, tomar algo en la cafetería de Margot, en fin…si tienes tiempo — se apresuró a terminar cuando vio que Robert seguía sin mirarla. — No es buena idea — su voz grave sonó como un susurró algo ausente, giró la cabeza para enfrentarse a sus ojos — ni siquiera sé cómo te llamas, y no sé si quiero saberlo. — Me llamo Anne, me sorprende que la señora Evans no te haya facilitado esa simple información — respondió ella con una sonrisa irónica. — No lo ha hecho porque me conoce y sabe que no me gusta saber más de la cuenta, de hecho no tengo intención de saber más allá del nombre de las calles de este pueblo — se acercó un poco más a ella, quedando a escasa distancia — Anne.

Dijo su nombre en voz casi inaudible, pero ella la oyó y

captó la sensualidad que había en ella. Era como una caricia. Recordó sus palabras, intentando ignorar lo que el olor de ese hombre le estaba haciendo a su cuerpo. Le parecía imposible apartarse, pero tenía que hacerlo, porque él acababa de dejar muy claro que no quería verla ni en pintura.

— Me sorprende — dijo ella de pronto, maldiciendo su voz trémula — habría jurado que buscabas encontrarme en cada esquina de este pueblo, todos los días.

Él no dijo nada, la miró unos segundos con intensidad y la pilló desprevenida cuando bajó la cabeza para rozarle los labios con los suyos. Fue suave y…fugaz, porque Robert se separó de ella para pasar por su lado con rapidez, sin despe-dirse siquiera. La dejó temblorosa, deseando más de sus besos y su olor, más de él. Lo vio salir por la puerta a grandes zanjadas. Esperó unos segundos antes de coger lo que necesitaba y dirigirse al mostrador con una falsa sonrisa en los labios. Se percató de la falta de intimidad que había en cualquier rincón del pueblo cuando la señora Evans le lanzó una mirada de compasión. Perfecto.

Cuando salió de la tienda observó el cielo, ahora pare-cía más oscuro que cuando había salido de la casa hacía casi una hora. Llegó hasta el todoterreno y se apresuró a dejar la compra en el asiento del copiloto. Salió del pueblo cuando se oían los primeros truenos. Se maldijo a sí misma cuando notó las lágrimas en sus ojos y se negó a dejarlas escapar. Robert Mckenna estaba muy lejos, lejos de ella y de cualquier cosa que le hiciera feliz, al parecer. Había notado su necesidad en su beso, una necesidad celosamente reprimida. No estaba preparada para luchar contra eso. Se dijo que lo mejor sería olvidarse de lo que había sentido, olvidarse de él.

No quería que la lluvia la pillara a medio camino, pero el cielo tenía sus propios planes. A los diez minutos, cuando enfilaba por el camino de tierra, se desató la tormenta y el

agua empezó a caer en forma de gotas enormes que le dificultaron la visibilidad en cuestión de segundos. Maldijo unas cuantas veces y aminoró un poco la marcha. Sólo quería llegar a casa y tumbarse en el sofá con su portátil. No estaba segura de que la inspiración la acompañara, seguramente no lo haría. En dos semanas no había tecleado más de dos líneas. Bufó con desagrado y volvió a maldecir, la tormenta estaba empeorando por momentos.

Recordó a Richard diciéndole que ni en sueños iría con ella a una casa apartada de la civilización, lejos de todo. Anne sonrió con tristeza. Cuanto más pensaba en todo lo que habían vivido más se convencía a sí misma de que no estaban hechos el uno para el otro, y después de experimentar un beso como el de Robert McKenna se convenció de lo ingenua que había sido. Nunca en su relación con Richard sintió algo semejante.

Una mancha oscura a lo lejos interrumpió sus pensa-mientos. Alguien tenía problemas con el coche, quizá un reventón o algún percance con el motor. Cuando estuvo lo suficientemente cerca empezó a aminorar la velocidad, hasta que frenó totalmente. Anne se puso nerviosa y se le aceleró el pulso. Era un Land Rover como el suyo, pero de color negro. Distinguió una gran silueta bajo la lluvia, acercándose rápida-mente. Robert McKenna abrió con brusquedad la puerta del copiloto y entró en el coche.

3

La rubia espectacular le miraba como si fuera una especie de extraterrestre que hubiera bajado a la Tierra para comérsela. Le lanzó una mirada de irritación antes de sacar el móvil de uno de los bolsillos del abrigo. Miró la pantalla y lo volvió a guardar.

— ¿Tienes una toalla o algo así? — dijo él con voz grave. — ¿Qué? — ella pareció reaccionar después de un pequeño trance y miró hacia el asiento trasero antes de alar-gar el brazo para coger algo — toma.

Se quedó mirando lo que ella le había dado con gesto impaciente. Muy típico en él, pensó Anne, no parecía haber nada que pudiera complacerle.

— Esto es rosa. Olvídalo — Robert dejó la prenda, sin demasiado tacto, en el asiento de atrás —¿adónde vas con esta lluvia? — A casa. — ¿Dónde demonios vives? — preguntó frunciendo el ceño. — ¿Y tú? — respondió ella con el mismo tono, como si todo el asunto le pareciera de lo más absurdo. — ¿Está muy lejos tu casa? Se me ha pinchado una rueda y no tengo la de recambio. — No puedes ir por el mundo sin rueda de recambio — dijo ella a modo de reprimenda.

Robert respiró hondo y se obligó a tranquilizarse. Se fijó en que ella tragaba con fuerza ante su mirada. Sí, seguramen-te daba miedo. Estaba dentro de un coche con una rubia explosiva que se lo comía con los ojos y notó que empezaba a inflamarse. Ella no se daba cuenta, pero él sí, y preferiría dormir bajo la lluvia antes que pasar un segundo más en ese espacio reducido con la sirena de ojos azules.

Anne no podía evitar mirarle, era imposible no hacerlo. En primer lugar porque ese hombre ocupaba mucho espacio y el coche parecía más pequeño con él dentro, en segundo lugar, porque estaba totalmente empapado y sexy. Se fijó en las gotas que recorrían su sien izquierda, siguió el recorrido hasta la barba de tres días y desvió la vista hasta sus labios

entreabiertos. Luego volvió a sus ojos, que se habían oscure-cido ante su escrutinio. Se le había formado un nudo gigan-tesco en el estómago. Ni siquiera se habían tocado. Se sonro-jó de repente sin poder evitarlo y él murmuró algo que no entendió bien.

— ¿Tu móvil no funciona? — dijo entonces con voz trémula. — No hay cobertura, por la tormenta — dijo él obser-vando las gotas de lluvia que caían con fuerza sobre el cristal del coche — normalmente hay poca señal, con este tiempo es peor. — Mierda — él alzó una ceja al oírla — tenía que llamar a mi hermana. Bueno no pasa nada… — dijo algo distraída mientras se ponía en marcha — vamos a mi casa, está cerca, allí podrás secarte y luego solucionaremos lo de tu todoterreno. — Te lo agradezco — dijo él sin emoción.

Esas fueron las únicas palabras que intercambiaron hasta la casa. Ella oyó alguna que otra imprecación en voz casi inaudible cuando pasaban por encima de algún bache. Conducir no era lo suyo pero tampoco necesitaba a un hom-bretón insensible y antipático a su lado que se lo recordara con murmullos desagradables. Robert McKenna era hosco, irritable y maleducado.

Aún así se sentía atraída por él, y mucho. No le gustaba la sensación, pero era algo que no podía evitar, y tampoco estaba acostumbrada a luchar contra sus emociones. En esta ocasión tendría que hacerlo, no estaba preparada para tener nada con nadie y él tampoco parecía precisamente dispues-to. Se descubrió imaginando cómo sería en la intimidad. Aunque su tono era brusco y su actitud fría, había algo en él que desprendía ternura.

Cuando por fin llegaron, salieron del coche a toda prisa

para refugiarse en la casa. Una vez dentro se quitaron los abrigos y ella se apresuró a darle una toalla para que pudiera secarse el pelo. Se instaló un silencio incómodo y Anne deci-dió encender la chimenea mientras él sacaba el móvil para comprobar si había señal.

— No hay — dijo ella — ya lo he comprobado con el mío — se pasó las manos por los vaqueros nerviosamente — no hace falta que te quedes en la entrada, aquí se está más caliente. — Me gusta la casa — entró en el salón y dejó su móvil en la mesa, se movió inquieto sin mirarla — es pequeña pero preciosa. — Gracias, he pensado en redecorarla — ella le miró a los ojos, buscando su mirada sin éxito — ¿quieres un café? — Por qué no.

Ella sonrió un poco y pasó por su lado de camino a la cocina. Parecía que Robert había pasado de estar irritable a un estado cercano al de la timidez. Calentó el café y lo dejó todo en la mesa. Robert entró en la cocina y se sentó con abandono en una silla. Se le veía cansado. Había estado tan absorta en el brillo de su mirada que no se había percatado de las oscuras líneas que empezaban a formarse debajo de sus ojos. Ella también se sentó.

— ¿Cómo te gusta? — Solo — murmuró sin ganas — espero no molestarte. — No te preocupes — ella observó con interés sus musculosos antebrazos cuando él se dobló el jersey hasta los codos. — ¿hace mucho que vives aquí? — Llegué ayer — sus manos se rozaron cuando ella cogió el azúcar — pienso quedarme unas semanas. — su suspiró de fastidio no le pasó desapercibido y dejó escapar una suave carcajada. — Eres como un viejo cascarrabias.

Entonces él sonrió, mostrando su blanca dentadura y

las arrugas de sus ojos. Anne notó miles de mariposas hacién-dole cosquillas en el estómago. No tenía derecho a ser tan guapo. Se sorprendió comparándolo con Richard y eso hizo que se le formara una mueca de disgusto en el rostro. Ni siquiera en los buenos momentos podía sacárselo de la cabeza.

— ¿Qué ocurre? — Robert la miró suspicaz. — Nada, he recordado algo desagradable. — ¿Algo o a alguien? — él entrecerró los ojos y apoyó uno de sus fuertes brazos en la mesa — no hay sitio para nadie más aquí — terminó con un susurro.

No sabía de donde demonios habían salido esas pala-bras, pero Robert sintió una necesidad irracional por hacerle entender que no quería a otro hombre en su mente, se había instalado una intimidad nueva y especial entre ellos y la estaba defendiendo. Ella le miró un momento, intentando asimilar sus palabras. Hablaba en serio, su mirada era since-ra. Pensó que era una estupidez sentirse halagada.

— Richard era mi prometido. — ¿Era? — Me dejó.

Robert tomó un sorbo de café sin dejar de mirarla. La notó nerviosa y le gustó. Sabía que ella lo deseaba, cuando entró en la casa no estaba dispuesto a hacer algo al respecto, pero ahora...la lujuria y el anhelo calentaron su cuerpo de arriba abajo. Dejó la taza sobre la mesa con lentitud y alargó un brazo para acariciarle la mano con la suya. Ella tragó saliva con fuerza y Robert vio cómo se dilataban sus pupilas. Oh sí, eso era exactamente lo que él sentía, el mismo deseo furioso, la misma necesidad.

Los dos se levantaron a la vez, pero ella fue la primera en abrazarse a él con fuerza. Unieron sus labios con urgencia.

Anne gimió en su boca y le pasó los brazos por el cuello, acariciándole la nuca con sus pequeñas y suaves manos. Se puso de puntillas cuando sus lenguas se encontra-ron y rozó su cuerpo contra el de él con lascivia. Nada podría haberles separado en ese momento. Robert enredó la mano en su pelo y tiró de él con un jadeó antes de levantarla con rapidez, encadenando su cintura con un brazo. Ella envolvió su cadera con las piernas y se agarró fuerte sin dejar de besarle. Robert separó entonces sus labios con la respiración entrecortada y la sentó en la encimera de la cocina con una maldición.

— No puedo esperar — dijo con voz ronca — maldita sea, te deseo...

Anne se sentía en una nube, gimió otra vez, buscando los labios de Robert cuando él se instaló entre sus piernas y la acercó al borde para que sus cuerpos se tocaran por comple-to. Demasiada ropa. Le quitó el jersey con movimientos des-esperados y después le arrancó la camisa. Tenía que tocar su piel, quería sentir su pecho contra las palmas de sus manos. Era fuerte y hermoso, se deleitó con él unos segundos antes de ver su propia ropa volar por los aires y a Robert tomar sus pechos con un gemido de puro placer masculino. Cerró los ojos cuando él sustituyó las manos por sus ávidos labios.

— Dios mío… — gimió ella.

Anne se apresuró a desabrocharle los vaqueros, nece-sitaba tocarlo, sentir su piel en la suya. Le temblaban las manos pero consiguió acariciar su erección. Él gimió sobre su piel y levantó la cabeza para besarla, a la vez que la instaba a levantarse un poco para quitarle los pantalones con brusque-dad. Las braguitas siguieron su camino y Anne se agarró a él con fuerza. No tenía ningún control sobre su cuerpo, que se ondulaba buscando sus caricias. Robert succionó sus l

pechos una vez más antes de desnudarse del todo y entrar en ella con una suave pero insistente embestida. Los dos grita-ron, presos de un fiero y dulce placer. Su unión fue rápida y salvaje. Anne nunca había sentido nada igual, sus caderas se movían con insistencia, buscando y encontrando el ritmo que él imponía. Cada vez más rápido. Ella gimió presa de una insistente necesidad, le mordió el hombro y Robert apretó sus nalgas con gesto posesivo. En pocos segundos, un orgasmo desgarrador sacudió sus cuerpos casi a la vez.

Sus respiraciones se mezclaban con el silencio de la cocina. Después de unos minutos seguían abrazados, él trazó un rastro de besos por su rostro mientras sus grandes manos le acariciaban el trasero con ternura. Anne se sintió feliz, una paz absoluta se instaló en su pecho y suspiró con deleite. Acarició la espalda de Robert y giró el rostro para besarle el cuello.

— ¿Estás bien? — preguntó él mientras se apartaba un poco para observarla. — Bien — ella sonreía — aunque no sé si esa es la palabra para describirlo.

Aunque sabía que él se había sentido como ella, vio en su expresión que algo había cambiado de repente y la duda se coló en su pecho. Robert estaba creando una distancia que se hizo real y dolorosa cuando se separó del todo para vestirse.

— Tu ropa está mojada — dijo ella bajando de la enci-mera para vestirse con rapidez, maldiciendo su sonrojo — deja que lo ponga en la secadora. — No importa — se pasó la mano por el pelo con nerviosismo antes de mirarla a los ojos otra vez — esto ha sido un error.

Anne sintió algo romperse en su interior. Se sorprendió,

porque ni siquiera Richard había podido lastimarla tanto aban-donándola como Robert lo había hecho con unas simples palabras. Un desconocido le estaba provocando un dolor pro-fundo que la envolvía en tristeza y desilusión.

— Eres un hijo de puta — las palabras salieron de sus labios cuando sus ojos se llenaron de lágrimas y una furia ciega la ahogó de pronto— quiero que te largues de mi casa. — ¿Qué es lo que te pasa? — dijo él frunciendo el ceño — los dos deseábamos lo que ha pasado. — Vete a la mierda — respondió ella pasando por su lado para dirigirse al pequeño salón, él la siguió — más te vale desaparecer de mi vista.

Robert la cogió por un brazo y ella se giró para propi-narle una fuerte bofetada. Él la miró en silencio sin moverse ni un ápice y apretó la mano en su brazo. Anne notó las lágrimas deslizarse por sus mejillas.

— Me haces daño — susurró ella con la barbilla tem-blorosa.

Pero él no la soltó, en vez de eso la empujó hacia su pecho para abrazarla con fuerza.

— Lo siento… — murmuró él en su pelo — te dije que no quería el recuerdo de otro hombre con nosotros, pero yo tengo mis propios fantasmas.

Anne se apartó para mirarle a los ojos. Le dolió en el alma descubrir que había otra mujer en su pensamiento. Al parecer alguien importante.

— Desde que ella murió no había estado con nadie, no así… — La amabas mucho — fue una afirmación porque podía verlo en sus ojos.

— La amaba, sí — dijo él con tristeza — y la echo de menos, maldita sea — apretó los dientes y apartó un momento la mirada. — ¿No habría querido que fueras feliz? — preguntó intentando ignorar los repentinos y furiosos celos. — No lo entiendes — respondió con frustración, clavando la mirada en la suya otra vez — nunca sentí con ella lo que he sentido contigo, nunca me he permitido perder el control de esta manera con nadie. — Y lo has hecho conmigo. — No he podido evitarlo. — Y ahora te arrepientes — susurró ella notando más lágrimas acudiendo a sus ojos — sientes que la has engaña-do.

Se miraron fijamente durante unos instantes, sin decir nada. Ella deseaba volver a perderse en sus brazos pero en vez de eso le dio la espalda y esperó. No podía enfrentarse a él, después de lo que habían compartido no podía luchar contra el recuerdo de otra mujer. Oyó a Robert alejándose al cabo de unos segundos, pero siguió sin mirarle.

— Ha dejado de llover, mi cabaña no está lejos.

Y dicho eso salió de la casa y la dejó sola, con la vista perdida en el fuego de la chimenea y el corazón en la gargan-ta.

4

Los días pasaban con tremenda lentitud y Anne no podía olvidar lo que había pasado, le resultaba imposible dejar de pensar en Robert. Averiguó que era policía, Danbury era un pueblo pequeño, pero no quiso hacer demasiadas pre-guntas. No le sorprendió descubrir que había dejado de pensar

en Richard. Robert ocupaba su mente ahora, no se explicaba cómo en tan poco tiempo había logrado llegar a su corazón con semejante intensidad. Pero la cuestión era que lo había hecho y ella aceptó sus sentimientos. Amaba a Robert, aún sin conocerlo de verdad se había enamorado de su forma de acariciarla, de su sonrisa y sus ojos color miel. Sentía que de alguna forma era suyo. Él se abrió a ella sin reservas en su cocina, le mostró su corazón cuando le hizo el amor con la necesidad reflejada en sus ojos, una necesidad que no sólo tenía que ver con la pasión, sino con emociones que iban mucho más allá del plano físico.

Ahora, caminando por el bosque, deseó tenerlo cerca, pasear con él cogidos de la mano. Sabía cómo llegar hasta su cabaña, pero hasta esa tarde no se había atrevido a invadir su intimidad. Tenía que verle, hablar con él. Aminoró el paso cuando llegó por el camino de entrada. Cierto miedo y un ataque de inseguridad hicieron que se parara delante de la puerta. Se abrazó a sí misma, el viento helado hizo que se encogiera.

— ¿Qué haces aquí?

Robert apareció por un lado de la cabaña con los brazos llenos de leña. — He venido a hablar contigo — dijo ella cuando él pasó por su lado para subir los escalones del pequeño porche.

Robert dejó el montón de leña al lado de la puerta y la miró. Estaba tan guapo que ella contuvo la respiración un momento. Deseó abrazarle.

— No creí que quisieras saber nada de mí después de lo que pasó — dijo él con cautela — no quiero herirte. — ¿Por qué perdiste el control conmigo, Robert?

— Esa no es una pregunta fácil de responder. — No importa, tiene respuesta y quiero saber cuál es.

Él la miró con gesto impaciente y bajó los escalones para estar a su altura.

— Mi esposa fue asesinada por mi culpa — empezó él con voz grave — uno de los muchos delincuentes a los que he encerrado en la cárcel durante todos estos años decidió ven-garse. — Lo siento — dijo Anne con los ojos brillantes. — Sé que yo no le metí esa bala en el pecho, pero si no hubiera sido mi esposa ahora estaría viva.

Robert la miró con intensidad durante unos segundos.

— Cuando te vi en la tienda de los Evans me puse furio-so, te deseé al instante. — Yo también. — Lo sé, eres tan transparente como lo era ella…incluso más. — No quiero que me compares con tu esposa — odió los celos atenazando su estómago una vez más, pero no podía evitarlo — no soporto la idea de tener que luchar contra un recuerdo. — Sigues sin comprenderlo — la agarró de los hom-bros y la acercó a él — cuando te hice el amor no pensé en nada más que en tenerte. Pero no estoy preparado para ti y mereces a alguien que lo esté. — ¿Crees que es cuestión de tiempo? — preguntó ella con dolor en los ojos — no vas a olvidarla, ella estará en tu mente y en tu corazón el resto de tu vida, pero puedes seguir adelante y superarlo...puedes dejar que alguien te quiera. — Cuando estoy contigo no pienso en ella y eso me hace sentir egoísta y mezquino. — Porque tú también me amas.

Robert tragó saliva con fuerza y los dos se quedaron en silencio durante unos segundos. Aunque Anne se negaba a perder la esperanza, empezó a dudar, quizá estuviera equivo-cada, quizá su esposa muerta fuera la única mujer a la que él amaría de verdad en su vida.

— Mañana vuelvo a la ciudad — dijo él, ignorando sus últimas palabras — necesito ver a mi familia. — Necesitas alejarte de mí — ella le miró con el cora-zón en los ojos, pero se negaba a derramar una sola lágrima más por él — no volveré a verte, ¿verdad? — Sigue con tu vida, Anne, eres una mujer maravillosa y encontrarás al hombre adecuado.

Ella negó con la cabeza, mirándolo con rabia conteni-da.

— Qué más da — dijo con amargura — ni siquiera nos conocemos, soy una ingenua. — Anne… — No, no digas más — se apartó de él, manteniendo a raya sus emociones — espero que todo te vaya bien en la vida.

Se alejó de la cabaña a grandes pasos, dejando a Robert atrás. No volvería a verle, él había decidido qué hacer con sus sentimientos, no los aceptaba, no los quería. Se sintió rechazada, una vez más, pero en esta ocasión el dolor de su corazón era mucho más profundo. El sufrimiento que Richard le había provocado en el pasado no era nada comparado con ese vacío que sentía ahora en su pecho.

Llegó a la casa cuando empezaba a oscurecer. Se encerró en su habitación, ni siquiera tenía hambre para cenar. Se tumbó en la cama y lloró hasta dormirse.

Eran las nueve de la mañana cuando el ruido de un coche la despertó. Anne se levantó de la cama, dándose cuenta al instante de que ni siquiera se había desvestido para irse a dormir. Se arregló un poco el maltrecho jersey y se abo-tonó los vaqueros antes de bajar las escaleras para abrir la puerta de entrada. Robert estaba apoyado en su todoterreno con los brazos cruzados. Cuando ella bajó los escalones del porche se acercó lentamente.

— Sólo quería disculparme por lo de ayer — dijo con voz suave, manteniendo cierta distancia — no tienes buen aspecto. — Tú tampoco — dijo ella abrazándose, encogida por el frío. — Estás helada, ¿quieres que entremos y…? — No — ella le cortó, clavando sus ojos azules en él. Estaba tan atractivo… — me alegro de que hayas venido y acepto tus disculpas pero ahora tendrás que disculparme, necesito ponerme en marcha y comenzar a hacer el equipaje cuanto antes. — Pensé que te quedarías unos días más — Robert la miró con algo parecido al pánico en sus ojos — pensé que… — ¿Qué? ¿qué estaría aquí esperándote para cuando decidieras volver? se acabó Robert, lo dejaste claro y, since-ramente, he estado pensando mucho y es lo mejor — intentó que no le temblara la voz antes de seguir — lo que dijiste ayer era cierto, esto ha ido demasiado rápido, tú no estás prepara-do y yo tampoco.

Sus palabras parecieron afectarle. La miró con cierto fastidio mezclado con algo que no logró descifrar. No preten-día herirle, pero estaba demasiado afectada para ser genero-sa con él. Quizá era mala idea terminar mal sabiendo que no volverían a verse, pero no podía evitar expresar la frustración que sentía.

— En fin… — dijo él metiéndose las manos en los bolsi-

llos con cierto nerviosismo — tengo que irme, mi hermano James y yo hemos quedado a medio camino…creo que está desesperado por verme — sonrió con tristeza, consciente de lo mal que lo había pasado su familia sin saber de él durante tanto tiempo — cuídate mucho, ¿de acuerdo? — Siempre lo hago.

Permaneció distante cuando él la abrazó y le besó la mejilla. Robert volvió a desearle lo mejor, con evidente fastidio por su falta de reacción, y subió a su todoterreno para mar-charse. Anne observó desaparecer el coche en el camino y, cuando no hubo rastro de Robert, dejó que la primera lágrima se deslizara por su rostro.

***

Anne cerró la maleta y la bajó hasta la entrada. Decidió que lo mejor sería irse, no podría soportar un días más en ese bosque. Se sentó en la mesa del salón y observó la foto que descansaba encima de la chimenea. Su abuela sonreía feliz, llevándola a ella en brazos. Debía tener unos tres años en esa foto. La echaba tanto de menos…en ese momento entendió lo de la casa, era la vuelta a su verdadero hogar lo que la había traído a Danbury y directamente a los brazos de Robert. Aunque no se tratara de un cuento de hadas con final feliz no se arrepentía, si pudiera volver atrás sabiendo que no podría tenerle para siempre, habría hecho exactamente lo mismo. Se habría entregado a él en cuerpo y alma porque no podría haberlo evitado. Parecía que se le habían acabado las lágri-mas pero no era así. Empezó a llorar otra vez y en poco minu-tos se descubrió sollozando mientras escondía el rostro entre los brazos, apoyando la frente sobre la mesa con abandono.Hacía años que no lloraba de esa manera, toda la tristeza salió a la superficie sin que pudiera controlarlo. Pensó en Robert, en sus encuentros en la tienda de los Evans, en

cómo espiaba sus fugaces sonrisas sin que él se diera cuenta. Las lágrimas siguieron cayendo cuando pensó en lo que podría haber sido, en la ilusión y los sueños perdidos. Dejó escapar otro sollozo, liberando su amargura.

Así la encontró Robert cuando entró en la casa, avan-zando sin hacer ruido al oírla llorar. Había subido los escalo-nes del porche a toda prisa para encontrarla cuanto antes, pero cuando oyó sus sollozos frenó en seco y se dirigió al salón con cautela y lentitud. Algo en su interior se encendió, su amor por ella se hizo aún más grande de lo que ya era y deseó consolarla con su abrazo. Cuando había llegado a la salida que le llevaría hasta la carretera principal, la realidad le había golpeado con fuerza. Entendió que no importaba nada más que lo que sentía, que su miedo irracional de perder a la mujer a la que amaba era un obstáculo que se veía capaz de afrontar mil veces si eso significaba tenerla entre sus brazos, todo el tiempo que el destino decidiera darle a su lado. Así que había dado media vuelta, preso de una ansiedad crecien-te.

— Anne.

Al oír su voz, ella dejó de llorar y levantó la cabeza. Tenía los ojos rojos y expresión de sorpresa en el rostro.

— Robert… — murmuró Anne sin dar crédito.

Él se acercó a ella poco a poco y se arrodilló a su lado, apoyando las manos sobre sus suaves muslos. La expresión de Robert era muy intensa y la suave caricia de sus manos calmó a Anne por completo. La estaba tocando y mirando como si fuera lo más preciado que tenía en el mundo. — No quiero verte llorar — susurró él con ternura. — Has vuelto…

— He venido a por ti.

Robert enmarcó su rostro con las manos y la besó. Lo hizo de tal forma que Anne supo al instante que decía la verdad. Había vuelto a ella. Se abrazó a él con fuerza y lo oyó sonreír, un sonido de puro deleite.

— No sé si te merezco, Anne — ella le besó el cuello con dulzura, respondiendo a sus palabras — lo único que sé es que te amo y no pienso dejarte escapar.