paracelso y la alquimia en el siglo xvi

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Page 1: Paracelso y La Alquimia en El Siglo Xvi

PARACELSO Y LA ALQUIMIA EN EL SIGLO XVI

Por M. Franck

Si la alquimia no había jamás tenido por objeto que el doble sueño de la codicia y la debilidad, el secreto de convertir todos los metales en oro y el de prolongar a voluntad la vida humana en un cuerpo exento de dolores y enfermedades, me guardaría bien de evocar el recuerdo de un arte tan quimérico, y, si no lo era, tan peligroso. Pero ella se propuso, en un cierto momento, un objetivo más elevado y más serio. Impulsado por sus mismas ilusiones en la búsqueda, algunas veces en el descubrimiento de la verdad, ella ha preparado la regeneración de las ciencias naturales, empujándolas, del lado de los hechos, en las vías de la experimentación y del análisis, y en las relacionadas por sus principios a las más altas especulaciones de la metafísica. A este título, podrá excitar algún interés en un tiempo que está en la prueba de sus errores y que se enorgullece de justicia con los siglos pasados.

El origen de la alquimia, como de la mayor parte de nuestros conocimientos verdaderos o falsos, se pierde en una nube. Sin embargo es difícil hacerla remontar con algunos adeptos hasta Mezaraín, hijo de Cham y primer rey de Egipto o hasta el autor supuesto de Paimander, ese pretendido monumento de la misteriosa sabiduría de los padres egipcios, Taut Hermes Trismegisto. El título de filósofo hermético, bajo el cual se designa la alquimia, y la semejanza de este último nombre con el de Cham, el patriarca de África, no parecieron a nadie una garantía suficiente de esta venerable antigüedad. Se reconocerá quizá un primer ensayo de química general en algunos de los más antiguos filósofos de Grecia: en los átomos de Leucipo y de Demócrito, resucitados, con atribuciones más modestas, por la ciencia contemporánea; en los cuatro elementos de Empédocles, que continúan para designar si no los principios, al menos los diferentes estados de la materia, tanto sólidos como la tierra, fluidos como el aire, líquidos como el agua, impalpables, es decir imponderables, como el fuego; y en fin en la teoría más erudita de las homéoméries de Anaxágoras. Pero, lejos de ello hacer de Demócrito un alquimista, discípulo de los padres de Menfis, del mago Ostanes y de una cierta María, llamada la Judía, en la cual, francamente a una distancia de diez a doce siglos, se ha reconocido a la hermana de Moisés. No obstante, no tenemos más que las obras que el filósofo Abdéritain ha compuesto sobre el gran arte, sobre el arte sagrado, como él le llama: ¡Sí, sin duda¡ Pero ellos merecen el mismo grado de confianza que los de Taut mismo, del mago Ostanes, de la profetisa María, que están igualmente entre nuestras manos, con muchos otros, firmados con los nombres de Aristóteles, del rey Salomón y de la reina Cleopatra.

Lo que es cierto es que la fe en la alquimia estaba ya acreditada al comienzo de nuestra era: pues leímos en la Historia natural de Plinio (1) que el emperador Calígula tuvo éxito en retirar un poco de oro de una gran cantidad de oropimente; pero que, el resultado de había engañado a su codicia, renunció a ese medio de engrosar su tesoro. Otro hecho que se puede afirmar con confianza, es que la ciencia alquímica tomó nacimiento en Egipto, bajo la influencia de ese panteísmo, mitad metafísico, mitad religioso, que se formó en Alejandría, durante los primeros siglos de la era cristiana, por el reencuentro de

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la filosofía griega con los creyentes exaltados y los sueños ambiciosos del Oriente. Se nota, en efecto, que después los personajes fabulosos o manifiestamente anteriores a ese orden de ideas, los primeros nombres invocados por la filosofía hermética son nombres alejandrinos: Sinesio, Heliodoro, Olimpiodoro, Zósimo. Añadid esta tradición reportada por Orosio (1) al comienzo del siglo V, y recogida por Suidas (2), que Diocleciano, no pudiendo venir a finalizar las insurrecciones múltiples de los Egipcios, ordenó la destrucción de todos sus libros de química, puesto que allí estaba, según él, el secreto de sus riquezas y de su obstinada resistencia .

En fin, es a un filósofo de Alejandría, a un filósofo cristiano, el discípulo de Hipatia, al que los Árabes se dice que le deben todos sus conocimientos alquímicos. Ese personaje, llamado Adfar, floreció durante la primera mitad del siglo VII, en la antigua capital de Tolomeo, con la reputación de poseer todos los secretos de la naturaleza, y de haber encontrado los escritos de Hermes sobre el gran arte . Es él verdaderamente quien es el autor. Su reputación se extendió hasta Roma, donde se siente atraído por él otro entusiasta, un hombre joven de nombre Morien, que, admitido en la confianza de Adfar e iniciado en toda su ciencia, la comunica, hacia el fin de su vida, al príncipe Ommiade Khaled, hijo del califa Yezid, convertido en soberano de Egipto después de la conquista de ese país por los emperadores de Constantinopla (1). Desde ese momento, la alquimia se convierte en musulmana, sin cesar de respirar el espíritu que había soplado sobre su cuna. El primer escribano que ella produce en los Árabes, el famoso Geber, o más correctamente Djâber, nacido en Koufa, en los bordes del Eúfrates, al comienzo del siglo XIII, pertenece a la secta de los sofis, herederos directos y hasta cierto punto, eco fiel del misticismo alejandrino. Esta alianza es fácil de explicar. Admitiendo, en el orden filosófico y religioso, que no hay más que una sustancia única de seres, o que no hay más que un solo ser bajo formas infinitamente variadas, cómo dejar de creer en la esfera de la naturaleza y de la industria humana, que todos los cuerpos de los que este mundo está compuesto no son más que combinaciones y estados diferentes de un solo cuerpo; que todos los metales, previsto que están sometidos a un agente potente pueden ser reducidos a un metal único que es su tipo común y su más alto grado de perfección. Tal es, en efecto, el principio de donde ha salido la alquimia, por el cual se une primero al panteísmo místico de los Griegos de Alejandría y de los sofis de Persia.

Pero poco a poco a medida que se aísla de la antigüedad y que las creencias nuevas toman un carácter más firme, ese principio escapa a las miradas, y la alquimia, en lugar de tener su lugar en un sistema general de conocimientos humanos, se vuelve un arte completamente aislado, un empirismo estrecho, aquel que no permanece más que en el campo de las ilusiones y de las aventuras. Así nos la reencontramos, al comienzo del siglo X, en Razi, vulgarmente Rhazés, ese médico famoso, que, se jactaba de hacer oro, no pudo encontrar una suma de diez piezas de plata, prometida en dote a su mujer, y debió sufrir la humillación de la prisión por la deuda; que, poseyendo un secreto para sustraer al hombre de todas las enfermedades, e incluso a las enfermedades de la vejez, no pudo evitar a una catarata cerrar sus ojos a la luz. Así nos la encontramos todavía, un siglo más tarde, en otro autor francamente citado, y probablemente también un médico árabe, Artefio, que ha

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podido servir de modelo al conde de Saint-Germain; pues se atribuye como él una existencia de miles de años, debido al elixir de larga vida.

La alquimia, pasando de los musulmanes a los autores cristianos de la Edad Media, no cambia de carácter y se puede dudar que sea bastante enriquecida entre sus manos por esos descubrimientos imprevistos que la química ha heredado. Así, por ejemplo, es un error atribuir a Roger Bacon la invención de la pólvora de cañón. La composición designada en términos enigmáticos por el célebre franciscano ha sido descrita entes de él, con muchos otros, por Marcus Graecus (1) y los autores árabes. Se concibe que el mismo horror que perseguía a los magos alcanzaba también a los alquimistas, confundidos con ellos por la ignorancia popular, y que la larga cautividad infligida a Roger Bacon no debía alentar sus experiencias. Por lo menos es cierto que la alquimia, para hablar el lenguaje del tiempo, no es más que un accidente en la escolástica: no se relaciona por ningún vínculo a los principios, y no entra por ninguna puerta en los marcos de este estudio. Los objetos de sus búsquedas son, como anteriormente, la piedra filosofal y el famoso elixir, del que nadie, en este momento, ni Tomás de Aquino y Alberto el Grande como Raimundo Lulio y Arnaldo de Vilanova, creen cuestionar la existencia. No es que en la época del renacimiento de las letras, en el curso del siglo XV y XVI, que, elegido por su punto de apoyo a la filosofía, o de al menos un sistema filosófico, y para su campo de operación la naturaleza entera, ella se esfuerza no solamente en tomar rango entre las ciencias, mas que en emplearlas todas en su uso. He aquí cómo esta revolución se realiza.

La edad media, salvo algunos ensayos de resistencia sofocados en el instante, había vivido toda entera en los espacios sobrenaturales de la fe o en las áridas abstracciones de la lógica, admitida como por gracia a exponer y, por así decir, a detallar el dogma. El renacimiento, justamente maldito por los partidarios de ese régimen, es el retorno del espíritu a la naturaleza, en todas las carreras abiertas al empleo de sus facultades. Él se equivoca a menudo y pasa al lado de ella; pero es ella siempre quien le busca, incluso en las más groseras supersticiones. Él admira la pintura de los sentimientos naturales en la obras maestras literarias de los antiguos, y la razón natural en sus sistemas filosóficos. Él reivindica el respeto del derecho natural en las instituciones y las leyes. Él asegura la defensa de los intereses naturales reclamando, para la sociedad civil, una existencia distinta e independiente de la sociedad religiosa. En fin, en las artes, el entusiasmo ingenuo, las santas inspiraciones que solas le habían cautivada, cesan de bastarle, y es preciso que a la belleza de la expresión que viene se junte la forma y la vida, la imitación fiel de la naturaleza.

¿Qué otro orden de ideas debería entrar en ese movimiento de una manera más directa y más irresistible, que el estudio de la naturaleza propiamente dicha o el conjunto de las ciencias físicas? Es verdadero que se encuentran en la Edad Media, a partir del siglo XII, algunos conocimientos particulares de astronomía, de anatomía, de mineralogía, tomados de la erudición árabe, que ella misma, había elaborado en la antigüedad griega; pero ninguna parte de esos conocimientos son reales en un rayo; lo que lleva entonces el nombre de física no es más que un texto de alegorías como en el Hexamerón de Abelardo; o una imitación del Timeo, después la versión de Calcidio, como en el tratado

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del mundo (el Macrocosmos) de Bernard de Chartres; o una argumentación puramente lógica sobre la materia y sobre la forma, el tiempo, el movimiento, el infinito, la eternidad, como en los maestros más célebre de los siglos XIII y XIV, cuando comentaban y desarrollaban la física de Aristóteles. Una ciencia teniendo por objetivo estudiar el universo como un todo, aprovechar los informes que uniesen todas sus partes, sorprender en su actividad misma los principios y las causas de los fenómenos, para observarlos entonces en sus más misteriosas operaciones: en una palabra, una filosofía de la naturaleza, fundada sobre el examen de las cosas, no sobre la discusión de viejos textos, y osando decir claramente su proyecto: Una idea tal no existe antes de la era del renacimiento, y es en los libros de alquimia en los que es preciso ir a buscarla.

El misticismo oriental acaba de reaparecer en todas sus formas: en la cábala, restaurada por Reuchlin y Pic de Mirandole; en el pitagorismo alejandrino, puesto al día y desarrollado con imaginación por el cardenal Nicolás de Cusa; en el neoplatonismo, importado en Italia por Gémiste Phletón, después propagado en todo el Occidente por los escritos de Marsile Fincin. Sorprendidos por esta luz, que había aclarado la cuna de su arte, y sin embargo permaneciendo fiel a los dogmas de la creación y de la libertad humana, esas dos bases de su educación moral, los alquimistas comenzaron a ver la naturaleza desde un punto de vista nuevo, igualmente alejado del panteísmo antiguo o de las abstracciones de la Edad Media. Ella aparece a sus ojos como un inmenso laboratorio donde la naturaleza siempre en fusión, y, para hablar su lenguaje, siempre en fermentación, es modificada de mil maneras, es revestida de miles de formas por artistas invisibles colocados bajo la mano de un maestro supremo.

Esos artistas, son las fuerzas que hacen mover el mundo y que animan todas sus partes, desde los astros suspendidos en el espacio hasta el menor grano de polvo; esos son los principios materiales que se descubren en todas partes, cuando no quieren admitir efectos sin causas; en los seres orgánicos , como la fuente de la forma y de la vida; en la materia bruta, como la causa del movimiento, de la cohesión de los elementos y de sus afinidades selectivas. En efecto, todo cuerpo, en el sistema que nos ocupa, fue asociado a una causa, a la que debía su composición y su desarrollo interior. Cada órgano importante en los animales era su arqueo o su principio particular de organización y de acción. Pero todos esos agentes no estaban aislados en los diferentes cuerpos investidos de su poder; eran llamados, en un orden jerárquico, a ejercer su energía o, para servirme de una expresión consagrada, a imprimir su signo los unos sobre los otros, los astros sobre los animales y las plantas, lo mismo sobre los metales, y en general el alma sobre los órganos, el espíritu sobre la materia. Dios, creador de la naturaleza, habita por encima de ella, sin cesar de prestarle su luz y su fuerza, su sabiduría y su poder. Todo lo que ella encierra era signado con su nombre. El hombre, imagen de Dios y resumen de la creación permanecía libre en medio de ese trabajo universal, del que buscaba sorprender todos los secretos, y que imitaba para su uso, al mismo tiempo que encontraba allí, por facultades más elevadas, un objeto de contemplaciones sublimes.

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Tal fue la alquimia en su último período de desarrollo, aunque en ella permanece siempre, para la multitud oscura de los adeptos y en el pensamiento de la multitud, el arte de convertir los metales. No es en un día como ella ha alcanzado esta altura. No es una sola mano a la que ha dirigido. Pero el hombre a quien ella debe más, el primero que ha coordinado sus principios en sistema, y, no contento con tenerlos o practicarlos por su cuenta, ha intentado introducirlos en la enseñanza pública, en el lugar de las viejas doctrinas, es Paracelso. Es pues justo que nosotros nos paremos delante de ese audaz reformador, que, después de haber inspirado una admiración fanática y de odios implacables, convertido en objeto de un desdén inmerecido, espera todavía una apreciación calmada e imparcial.

Teofastro Paracelso son los nombres bajo los cuales se ha vuelto célebre; pero esos son nombres prestados, pues como los sabios de esta época los tomaban a menudo para capturar la imaginación de la multitud y hacer cosquillas a su propia vanidad. Tengo la firme sospecha, aunque el hecho, a la distancia donde estamos sea difícil verificar, que no tenía derechos al título y al blasón de los Hohenheim, una antigua y muy noble casa de la que pretendía descender. Se llamaba Philippe Bombast; y como su padre, pobre médico de pueblo, que se había ocupado ya de la alquimia, y que es de él sin duda que recibió, por alusión a la gran obra, el sobrenombre de Aureolus. Nació en 1493, en Einsiedeln, o Nuestra Señora de las Ermitas, en el cantón de Schwitz, y no, como se ha dicho por error, en Gaiss, en el cantón de Appenzel; pues él mismo, en sus escritos, se nombra algunas veces el heresiarca, el año salvaje de Einsiedeln. Después de haber recibido de su padre y de dos famosos alquimistas del tiempo el abate Tritemio y Segismundo Fugger, las primeras nociones del gran arte, se puso a viajar, ganando su vida tanto cantando salmos en las calle como había hecho Lutero, como prediciendo el porvenir por la astrología, la quiromancia y la evocación de los muertos; como cambiando contra un trozo de pan el secreto de hacer el oro. Recorrió así toda Europa, del norte al sur y del este al oeste. Aseguraba incluso haber estado en Constantinopla, y haber conducido sus peregrinaciones aventureras hasta Tartaria y Egipto, a fin de remontarse a la fuente de la ciencia hermética. Pero el ejercicio de artes imaginarias no era para él más que un medio de aumentar sus conocimientos reales. Visitó de paso las más célebres universidades de Francia, Italia y Alemania; estudió en las minas de Bohemia y Suecia la mineralogía y la metalurgia; y, se preparó por lo tanto al ejercicio de la medicina; comparó con la enseñanza oficial de las facultades, la experiencia ingenua del pueblo, las recetas de mujeres viejas y de los barberos del pueblo. Después de haber seguido esta vida errante durante diez años, no abrió más un libro, pero buscó la verdad en la naturaleza y en la palabra viviente de sus semejantes, retornó a Alemania, donde su reputación de habilidad y de saber le colocó muy pronto en el primer rango entre los médicos. Como prometía curar enfermedades hasta entonces consideradas incurables, venían de todos lados a consultarle; pues a menudo el dolor no busca más que engañarse a sí mismo, y ser agradecido al hombre del arte de dejarle esperanza. Paracelso tuvo el honor de contar entre sus clientes a Erasmo y a Ecolampade. Es por recomendación de este último que fue llamado, en 1526, a la universidad de Basilea, como profesor de física y de cirugía. Nada le pintaba mejor que la manera en la que tomaba posesión de su púlpito. Desde su entrada en el

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anfiteatro, donde se apretaba una multitud impaciente de entenderle, reunidos en forma de pila los diferentes libros que le servían entonces de texto para la enseñanza de la medicina, después, habiéndolos prendido fuego, les miraba caer en cenizas y despegar en humo. Era, en su pensamiento, una era que acababa de finalizar, otra que acababa de comenzar.

Después de un tal debut, no quedaba nada que arreglar. Así no ponía límites a su entusiasmo de reformador y a su orgullo de científico; uno y otro le alteraban la cabeza como los vapores de la embriaguez. “Esto no es para mí, escribía en el prefacio de una de sus obras (1), y probablemente tenía el mismo lenguaje delante de su público; no es para mí ir delante de vosotros, es para vosotros ir detrás de mí. Seguidme pues, seguidme, Galileo, Rasés, Montañana, Mesueh, etc…seguidme. Y vosotros también, señores de París, de Montpellier; vosotros de Souabe, vosotros de Mismie, vosotros de Colonia, vosotros de Viena, y todo el que habita las llanuras del Danubio, las orillas del Rin, las islas de la mar; tú Italiano, tú Dálmata, tú Ateniense, tú Griego, Árabe o Israelita, seguidme¡ Yo soy vuestro rey, la monarquía me pertenece; soy yo quien gobierna y quien debe ceñíos los riñones” . Un poco más lejos escribió: Sí, os lo dije, los mechones de pelo de mi nuca saben más que vosotros y todos vuestros autores; y los cordones de mis zapatos son más instruidos que vuestro Galileo y vuestro Avicena, y mi barba tiene más experiencia que todas vuestras universidades (1).

Se ha pretendido que Paracelso, tomando tal altura con la ciencia de su tiempo, despreciaba lo que no conocía, y el uso que adopta para hacer sus lecciones y escribir sus obras en alemán ha hecho creer que el latín mismo le era extraño. Esas suposiciones están desnudas de fundamento. Cuando se ha tenido el coraje de vivir algún tiempo con él, se ve que Paracelso no ignora nada de lo que se enseñaba comúnmente en las universidades del siglo XVI; que habla con mucho sentido de Plinio, de Quintiliano, de Aristóteles, de Platón y de los antiguos en general; y que los libros latinos, las frases latinas de la manera en que son incorporadas en sus obras alemanas pueden pasar generalmente por inocentes ante la gramática. Pero su pretensión, es de no deber nada a ese pasado con el que quiere acabar, y de ser un genio completamente original que, formado por la naturaleza, se dirige así a los que una falsa educación no ha estropeado, a los espíritus simples y rectos, a las gentes del pueblo. De allí el menosprecio que afecta por los libros, el sentido que pone en no tenerlos casi en su casa, y la ignorancia de la que presume a menudo con no menos orgullo y así el poco fundamento de su ciencia. De allí, esta predilección por el leguaje vulgar, del que encontramos también un ejemplo en Descartes: pues la recopilación de sus pretendidas obras latinas no es más que una imitación descolorida donde no se sabría reconocerle. Pero, como dijo, como escribió, ¿este idioma informa de la Alemania del siglo XVI? Con una rudeza de acento, con una grosería de imágenes, que no se encuentra más que raramente en los campesinos e los cantones de Auschwitz y de la Baja Champaña, y también con un lujo de neologismos pedantescos de los que la tradición ha perdido bastante menos en el otro lado del Rin.

Paracelso no permanece más que un año en la universidad de Basilea, donde su palabra, después de haber excitado el asombro y de haber atraído una

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afluencia extraordinaria, no se dirige más que a un pequeño número de creyentes, resueltos a seguir hasta la meta. Ese rápido declive se explica fácilmente por la novedad de las ideas de Paracelso y la barbarie de su lenguaje, poco propicio a formar doctores según las reglas establecidas. La pasión degradante de la que fue preso súbitamente por el vino, después de veinticinco años de una sobriedad musulmana, debió también contribuir a ello: pues, si es preciso creer un testimonio muy respetable, el de Oropin, el célebre impresor que fue durante dos años su secretario, estaba a menudo medio ebrio cuando se levantaba de su comedor desde el que se volvió enfermo en cama, e incluso cuando dictaba sus numerosas obras. En fin, se había revuelto contra los magistrados, que en un proceso contra uno de sus clientes se habían pronunciado contra él cuando tenía el derecho de su lado, y se decidió bruscamente a salir de la ciudad. Pero lo que había provocado sobre todo esta decisión, es el gusto de Paracelso por los viajes, y la convicción, a menudo expresada en sus escritos, de que no tenía mejor escuela para aprender la verdad. Aquel, dice, que quiera amasar verdaderos conocimientos, debe pisar con sus pies todos sus libros y ponerse a viajar: pues cada país que recorra es una página de la naturaleza. El médico, particularmente, recogerá un gran fruto de los viajes. Quien quiera conocer un gran número de enfermedades debe ver muchos países: Cuanto más lejos vaya, más ganará en experiencia y en ciencia.

En efecto, apenas hubo salido de Basilea, le encontramos reemprendiendo su vida errante, en 1528 en Colmar, en 1529 en Nuremberg, en San Gallen en 1531, en Ausburgo en 1536. Vive vuelta a vuelta , durante los diez años siguientes, las ciudades principales de Moravia, de Hungría, la capital de Austria, la pequeña ciudad de Villach, en Carentia, antigua residencia de su padre, y finalmente en Salzburgo. Es allí, en el hospital de Saint Etienne, en el que en 1541, después de haber legado sus bienes a los pobres, terminó a los cuarenta y ocho años, su carrera laboriosa y agitada. Dejaba, como ya he dicho, discípulos fanáticos y adversarios, o más bien enemigos encarnizados. Dejaba una reforma que continúa todavía si se quiere mirarlo bien, y que sus enemigos incluso han estado obligados a someterse a lo que de ella es esencial. Dejaba obras cuyos títulos solos llenarían varias páginas, y que recogidas de una manera muy incompleta, no forman sin embargo menos de diez volúmenes, en la edición alemana de Huser. Evidentemente, este cuya inteligencia, en un intervalo tan corto y en las circunstancias que acaban de ser contadas, ha podido producir tales efectos, no era un hombre ordinario.

A pesar de ello, cuando se para en la primera impresión que hace nacer la vida y los escritos de Paracelso, no se puede evitar ver en él un aventurero y un charlatán. Pero cuando después de haber echado el ojo sobre sus contemporáneos se vuelve a él con espíritu libre de prevención, uno se deja ganar por una opinión totalmente diferente. El charlatanismo, la jactancia, la más grosera superstición mezclada a la audacia y a la incredulidad misma, el gusto por las aventuras en el orden de las ideas como en el de los acontecimientos: esos son los tratados que componen de alguna manera la fisonomía general de los filósofos y de los investigadores del renacimiento; se les encuentra igualmente en Cornelio Agrippa, Francisco Patrizzi, Jerme Cardan, Giordano Bruno, Vanini, Campanella, y en una razón más fuerte en los

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alquimistas de profesión , Van Helmont y Robert Fludd. Como escolares francamente emancipados, los espíritus de esta época, apenas liberados de la ruda disciplina de la escolástica, usan con enojo su joven independencia, y la agitación de su pensamiento se manifiesta hasta en su vida interior. Para ser equitativo hacia Paracelso, no es preciso insistir demasiado sobre los vicios y los errores que le son comunes con su tiempo; es preciso estudiar las cualidades y los pensamientos que le pertenecen en propiedad.

La primera idea de la que se enamora leyendo los libros de Paracelso, es la libertad absoluta que reclama para la ciencia en la esfera que le pertenece, y la carrera infinita que obra ante ella. Bajo este punto, no ha sido sobrepasado por los reformadores modernos. La ciencia, para él, es la naturaleza por sí misma abriéndose a las miradas del hombre, reflejándose en su espíritu, mientras que Dios se refleja en ella. Llega así a definir una revelación de Dios a la luz de la naturaleza; de suerte que toda autoridad que interviene entre nosotros y las cosas le parece una usurpación, una invasión sobre la autoridad divina. Pero distingue, como nuestro cartesianismo ha hecho más tarde, entre el orden de la ciencia y el de la fe, entre la filosofía natural y la religión revelada; una remonta de la tierra hacia el cielo, sobre las alas de la razón; la otra desciende del cielo a la tierra sobre las alas de la gracia. Idénticas en su esencia, deben reunirse en el hombre sin por lo tanto confundirse (1).

La ciencia, siendo infinita como la naturaleza, reclama, según Paracelso, el concurso del género humano, y no es jamás la participación de un solo hombre ni de un solo pueblo. Es una verdad que apoya sobre el testimonio de la experiencia como sobre el de la razón: pues ha observado que los hombres no aportan en el nacimiento ni las mismas aptitudes ni las mismas inclinaciones para los trabajos de la inteligencia; pero los unos tienen éxito en una rama del conocimiento o de las artes; los otros en otra: y eso es verdadero para las naciones como para los individuos. Así Paracelso vuelve en esta ocasión sobre su término favorito: el sólo medio de instruirse es el de gobernar el mundo (1).

Incluso aunque estén divididos en el espacio, los dones de la inteligencia y de la ciencia se dividen en el tiempo. No se transmiten simplemente como una tradición; se desarrollan y se perfeccionan de un género a otro, de tal manera que no solamente las mismas artes, las mismas ciencias parecen más cumplidas a medida que se aleja de su origen, pero que se forma todos los días de nuevo, de lo que nuestros antecesores no habían tenido conocimiento. La doctrina del progreso, tan nueva para nosotros, es enseñada por Paracelso en los términos más claros y con un ardor de fe apenas igualado por los filósofos del siglo XVIII. Se cita muy a menudo este pensamiento de Pascal que, transportando en la antigüedad la infancia del espíritu humano y su vejez en los tiempos modernos, nos muestra todo el seguimiento de los hombres como un mismo hombre que subsiste siempre y que aprende continuamente. A partir de la belleza inimitable del lenguaje, donde Pascal no tiene antecesores ni sucesores, cuya diferencia está entre esta idea y la de Paracelso expresada en un pasaje que voy a traducir: “Es preciso que consideres que tanto como somos, más largo tiempo vivimos, entonces llegamos a ser educados , y Dios pone más siglos para instruirnos, después da ámbito a nuestros conocimientos; después creemos en ciencia, en sabiduría, en penetración, en inteligencia:

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pues todas las semillas depositadas en nuestro espíritu esperarán a su madurez; de suerte que los últimos llegados serán los más avanzados en todas las cosas, y que los primeros serán los últimos. Entonces solamente se comprenderá esas palabras del Evangelio: los primeros serán los últimos (1).

Haciendo aplicación de ese principio a la profesión que ha elegido, Paracelso abre a los dolores y a las enfermedades humanas un vasto campo de esperanza:” No dijo, exclamó, que una enfermedad es incurable; dijo que no puedes y no sabes curarla. Entonces evitarás la maldición que se une a los falsos profetas; entonces se buscará, hasta que se encuentre, un nuevo secreto del arte. Cristo ha dicho: Interrogad la Escritura. ¿Por qué no a la naturaleza tan bien como a los libros santos?

El objetivo inmediato que se propone Paracelso es la reforma de la medicina, entonces compartida, como nosotros lo aprendemos, entre el empirismo, la superstición y la rutina de la escuela. La primera no emplea más que específicos, de los que no conoce ni los principios ni la manera de actuar, ni las Relaciones con el organismo. La segunda no tiene más recurso que los talismanes y las evocaciones. En fin la última, servilmente atacada por Galeno y en los Árabes, no sale pues del círculo estrecho de las cualidades puramente físicas, calor, frío, seco y húmedo, sobre los cuales se funda el famoso axioma, bien contestado hoy: Los contrarios deben ser combatidos por los contrarios, Contraria contrariis . Paracelso, por medio del análisis químico y del razonamiento juntos, se comprometió en poner al desnudo los verdaderos principios, los elementos irreductibles de nuestro organización y de las sustancias capaces de modificarlas, sea para bien, sea para mal. Él, que se representa ordinariamente como el tipo del empirismo, marchita la medicina empírica con epítetos de verdugo y de asesino (1). No quiere más que nos ciñamos a la teoría pura. “Una teoría, dice, que no está demostrada por la experiencia: A qué altura de la especulación es preciso buscar los principios para comprender los efectos y apropiarnos del uso: Es así como Paracelso, ignorando toda medida, se pierde en la inmensidad, surcándolo todo de brillantes luces.

Tenemos éxito muy mal, según él, en aclarar los misterios del organismo humano si se le aísla de los cuerpos que actúan sobre él y cuyo conjunto compone nuestro mundo sublunar. Ese mundo, con todo lo que encierra, hombres, animales, minerales, plantas, y subordinadas al resto del universo, y principalmente a las esferas más próximas, al sol y a los planetas. ¿Quién osaría negar la acción del sol sobre nosotros y sobre todo lo que nos rodea? Y bien, no se puede decir que astros todavía más vecinos nuestros, y los cuerpos celestes en general, no ejercerán más sobre nuestra tierra una influencia tan real, aunque menos sensible. En fin, todos esos cuerpos no subsisten, no se mueven y no actúan los unos sobre los otros más que por ciertas fuerzas interiores, ciertos principios activos e invisibles que, ellos mismos, no son más que los ministros de potencia y de la razón divinas, siempre presentes en las cosas. La medicina no puede pues separarse de la ciencia universal de la naturaleza, que Paracelso, por el objetivo particular que se propuso, dividió en tres partes y, por así decir, en tres zonas: la filosofía, la astronomía y la alquimia. Si se le añade la práctica de la moral o la virtud, indispensable, según

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él, a quien quiera ejercer el arte de curar, se tendrá lo que se llama las cuatro columnas de la medicina.

Se ha dicho que la filosofía de Paracelso era toda panteísta: nada más inexacto. El panteísmo confunde Dios y la naturaleza: Paracelso los distingue, y confiesa altamente el dogma de la creación. El panteísmo hace del alma una idea del cuerpo, sometido como él a las leyes invariables de la naturaleza, o un modo fugitivo de un pensamiento universal que no aparece en ningún ser pensante. Paracelso ve en el alma humana un ser libre que domina la naturaleza, imitándola en todo, mucho más grande, dice, que los astros; y que Dios, después de haberle creado, conduce y aclara, no sustituyéndola en él, pero dejándole la tarea de fecundar por el trabajo de gérmenes divinos confiados a su inteligencia. Pero es verdad que, en la naturaleza distinguida de su autor, Paracelso mantiene la unidad de la substancia, tomada de la cábala y de las escuelas de Alejandría. Admite, bajo el nombre de gran arcano o gran misterio, una materia primera, invisible, activa, de donde salen con orden, a la voz de Dios, todos los cuerpos simples y compuestos, los elementos y con todas las fuerzas de la creación (1). Es verdad también que debajo del alma humana, a una distancia infranqueable, reconocía, bajo el nombre de espíritu, un principio activo de organización, de conservación y de vida para cada cuerpo, e incluso para cada órgano del cuerpo humano: espíritu animal, vital, seminal, arqueo, en los animales; espíritu vegetal en las plantas; espíritu de sal, de azufre y de mercurio en los minerales, o principio de la concreción, de la combustión y de la fusibilidad en la materia bruta en esos elementos mismos que pasaban, desde Empédocles, por cuerpos no descomponibles. Todos esos espíritus, o arcanos particulares, como Paracelso les llama algunas veces, no son más que los diversos estados o transformaciones más y más oscuras del gran arcano (1).

Lo que Paracelso llama alquimia no es más que el desarrollo y la aplicación necesaria de su filosofía. La alquimia, para él, no es más el arte de hacer oro, sino de apropiarnos para nuestro uso, por una serie de operaciones imitadoras de la naturaleza, todo lo que pueda sernos útil: pues, “la naturaleza, dice él, es el primero y el más grande de todos los alquimistas: la transformación de los cuerpos no es otra cosa que la vida (1). “Todo hombre se convierte en alquimista, que toma la naturaleza por modelo, que, capturando los principios que ella pone en obra, y empleándolos de la misma manera, les hace servir a nuestros fines.

Se apercibe sobre el campo las relaciones que existen entre este sistema y la reforma médica de Paracelso. Los principios más activos de los cuerpos, liberados por el análisis y sustituidos a los propios cuerpos en el tratamiento de las enfermedades: las combinaciones químicas puestas en lugar de mezclas repugnantes empleadas hasta entonces; la fuerza orgánica y vital de la naturaleza invocada de preferencia a la fuerza mecánica de los instrumentos, o a la intervención reductora del hierro y del fuego; en fin, la observación, el examen de principios, en lugar de una rutina ciega; tales son los principios tratados de esta reforma que tiene, de alguna manera, espiritualizado el arte de curar, y que, llevada de sus excesos, inevitables consecuencias de una revolución, prosigue su camino todavía hoy.

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Que Paracelso haya estado menos dichoso apelando a la astrología en ayuda de la medicina, se concibe sin pena; pues si es verdad, en la tesis general, que todas las partes del universo se alían entre ellas y actúan unas sobre las otras, es sin embargo imposible de definir esas relaciones y de hacer algún uso, si no caen bajo la observación o bajo las leyes de cálculo. Así llega a confundir más de una vez la astronomía con la astrología, y recaer en esas prácticas supersticiosas que ha querido destruir por la observación de la naturaleza. Lo que dice del parecido de los astros con los gérmenes de los seres vivientes, de los de nuestra esfera planetaria con la estructura del cuerpo humano y de signaturas, propias a descubrirnos, por la conformación exterior de las cosas, sus propiedades y sus principios más secretos; toda esta parte de su sistema, aunque plena de imaginación, a menudo puntos de vista originales, es de un hombre que sueña o que habla en la embriaguez, no de un espíritu que medita y que piensa. Es sin duda también, en uno de esos momentos frecuentes de divorcio con la razón, cuando dictó a uno de sus secretarios su pequeño Tratado de ninfas, sílfides, gnomos y salamandras (1), y que ha escrito por su propia mano algunas páginas, expresión del más alto grado de delirio, para probar que ciertos seres semejantes a nosotros y conocidos en la lengua de la alquimia bajo el nombre de homúnculos, pueden nacer fuera de las vías de la naturaleza (1).

A pesar de estas diferencias, Paracelso no es menos uno de los genios más vigorosos y más originales de una época fecunda en grandes inteligencias. Ha resucitado para la filosofía y regenerado para el espiritualismo las ciencias naturales, particularmente la del cuerpo humano, abandonado desde siglos al azar y a la rutina; les ha abierto una carrera infinita de conquistas y de esperanza que la imaginación no había osado buscar más que fuera de la naturaleza; es quizá el primero que ha enunciado claramente, y con una convicción reflexiva, ese principio de la perfectibilidad humana que confirman cada día, en el dominio de las ciencias y de la industria, con nuevos triunfos del espíritu sobre la materia, y que, a pesar de todas las apologías del pasado, la sociedad moderna guarda en su consciencia como una religión. Sin duda, no es un Galileo, un Bacon, ni un Descartes; pero les ha abierto la vía llamando a la razón humana al sentimiento de su fuerza y de su libertad.

En cuanto a la alquimia, su historia nos presenta una enseñanza plena de interés; nos muestra cómo el deseo y la imaginación nos abren poco a poco una ruta hacia la ciencia. Primero se desea ardientemente la santidad y la fortuna. ¿Qué más espontáneo y más natural? A menudo, dándose cuenta de esta vía por el pensamiento, se revela la transmutación de los metales y el elixir de larga vida. La curiosidad y la acción se mezclan; quiere asegurarse de si no habría algo de fundado en ese sueño; se interroga la naturaleza, en la búsqueda al azar, en la turbulencia en todos los sentidos, y se encuentra eso que no se buscaba, o bien más que lo que se buscaba, todo en orden de conocimientos nuevos, de donde sabremos sacar tesoros inagotables. Qué motivo de indulgencia hacia el pasado y de esperanza para el porvenir .

FRANCK, del Instituto