palabras de la ceremonia del i concurso de cuento … · este i concurso de cuento Ícaro merani....

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Estudiantes del Instituto Alberto Merani de los ciclos Contextual y Proyectivo

Los jurados y evaluadores de los cuentos, Vanessa Vargas (Li-cenciada en Lenguas Modernas y Coordinadora Académica del I.A.M.), Federico López Trujillo (Profesional en Estudios Literarios y Mg. En Filosofía, Creador de la Fundación Itinerarios de Lec-tura y Escritura de FILIE) y Manuel Nieto (docente del área de Competencias Comunicativas y escritor en ciernes, como uste-des), queremos, en primer lugar, agradecer su participación en este I Concurso de Cuento Ícaro Merani. También, nos gustaría reconocer el empeño y el amor con el que se entregaron a tra-bajar en sus creaciones y, por supuesto, expresarles la alegría que sentimos por la confianza que depositaron en sus cuentos y en nosotros los jurados.

Como jurados, docentes y amigos unidos por el cariño que sen-timos hacia la literatura, sentarnos a leer a solas los cuentos y luego discutir para saber quiénes merecían los reconocimientos fue difícil, pero a la vez gratificante: en el Instituto Alberto Me-rani sí escribimos, sí le damos valor a la narrativa y a la ficción, sí usamos el lenguaje como herramienta subversiva, sí, sí, sí, de-cían nuestros corazones.

Leyendo, conocimos a un hombre atrapado en la selva, que huía de personajes extraños con sonrisas de burla o de terror en sus caras; vimos la sombra de un pájaro que sobrevolaba nuestras cabezas, y traía en el pico presagios de sombras y pesadillas; fuimos cegados por la iridiscencia de unos ojos trai-cioneros; pesamos cuatro kilos y fuimos bailarinas suspendidas en el aire; asistimos a la escena de un crimen y vimos escapar al criminal ileso; todos fuimos una niña llamada Ana, y nos ena-moramos en la biblioteca; recorrimos y redescubrimos el centro de Bogotá; abrimos los ojos, despertamos aterrorizados ante la posibilidad de la presencia de un extraño en la casa; nos ator-mentaron los gritos de una adolescente que pedía ayuda por medio de una carta; y vimos, sobre el hielo, a una niña patinar y hacer figuras. En algún momento todos fuimos ustedes, los conocimos, nos adentramos en su bella y particular manera de ver el mundo. Al acabar la lectura, no éramos los mismos, habíamos sido trans-portados a otras vidas y a otras posibles realidades. Lo único que podemos hacer ahora, es agradecer.

Vannessa Vargas, Federico López Trujillo y Manuel Nieto

Palabras de la ceremonia del I Concurso de Cuento Ícaro MeraniÍCARO

Separata EspecialI Concurso de

Cuento Ícaro Merani

Director I.A.M.Julián De Zubiría Samper

Director de publicaciones:Gerardo Andrade

Director Ícaro:Ivan Eduardo Montoya

Director Concurso Ícaro:Manuel Nieto

Jurados:Vannessa Vargas

Federico López TrujilloManuel Nieto

Correción:Manuel Nieto

Ilustraciones:Natalia Tamayo

Diseño, montaje y diagramación:

Francisco Javier Ordoñez

Impreso por FASUDI

ÍndicePALABRAS DE LA CEREMONIA DEL

I CONCURSO DE CUENTO ÍCARO MERANI

PAG. 2

MENTIRA DE UN HOMICIDIOPAG. 3

EN EL AIREPAG. 5

SONRISASPAG. 7

Mentira de un Homicidio

El ruido se escuchó varias cuadras en todos los sentidos, se expandió como la onda de cualquier objeto al golpear el agua. Se extendió incesablemente entre las sucias y degradadas calles de la ciudad hasta cubrirla de extremo a extremo. A lo lejos, se

escuchaba como un simple golpe infinito; pero en la cercanía se podía distinguir cada detalle: los músculos de la mano contrayéndose para apretar el gatillo, el pequeño click que éste generaba, la pólvora quemándose tras la chispa inicial y culminando en un arder minúsculo pero poderoso que empuja la bala. Después era apreciable el sonido de la fricción ineludible entre los bordes del proyectil y el cañón y, por último, se podía sentir penetrante en los oídos el mismo trozo metálico que penetraba en el cráneo de la víctima.

En ese momento el ruido se había transformado en miedo de la misma manera que la vida se había transformado en muerte. El cuerpo cayó pero ya no había nadie dispuesto a escuchar la caída, la sangre invadía el piso deteriorado y lleno de grietas pero ya nadie estaba dispuesto a ver la sangre correr. El miedo podía más que los sentidos. Se los había tragado sin masticar, y mientras se expresaba como shock en unos, en otros se evidenciaba un impulso instintivo de es-cape. Así los que huían se chocaban con los que permanecían petrificados en el último lugar que lograron percibir. Tras los golpes, los maletines salían a volar, pegaban en el piso de tal forma que papeles, billetes y joyas empezaban a correr como la sangre, sin pies ni piernas, pero con más voluntad que los transeúntes.

De pronto, uno de los presentes impulsivos, golpeó –por error, creo- al dueño del arma. El prime-ro, vestía con un pantalón ancho y sucio, y una camisa abierta, rota e igualmente mugrienta; el segundo, tenía un traje elegante, reloj de varios millones de pesos, maletín impecable en la mano derecha y pañuelo helado en la izquierda. Con el pañuelo se limpió unas pocas gotas rojas que habían salpicado su cara. Lo hizo como si no fuera nada del otro mundo, como si no pertenecieran ya a la muerte las gotas, lo hizo de una manera tan fría como si fuera de lo más cotidiano, como si vida de un hombre no valiera más que un simple movimiento de muñeca. Acto seguido, miró con desprecio al que lo había chocado y éste permaneció como estatua unos segundos. El silencio se apoderó de los oídos del hombre estático mientras que los gritos y los más leves sonidos alimen-taban los del imperturbable ser.

Por fin, reanudó su carrera y se convirtió, de nuevo, en uno más de los impulsivos. Poco a poco el lugar se fue desalojando hasta que sólo quedó el señor elegante junto al cuerpo muerto, sobre una superficie de riqueza incalculable y sangre desperdiciada. El que aún estaba vivo se dirigió paulatinamente –como si disfrutara cada paso- al lugar desde el que el homicida disparó. Se agachó y recogió su pistola. La contempló en su mano izquierda sobre el trapo, limpió las man-chas de suciedad en forma de mano que tenía (exceptuando las marcas de los dedos) y procedió a sostenerla como un soldado profesional. Fue –con la misma lentitud placentera pasada- hacía el cuerpo sin vida, con prendas muy similares a las de él. Se paró al lado de la cabeza agujereada, apuntó un centímetro arriba del primer disparo. Recordó la escena anterior: el hombre de vesti-menta despreciable que había contratado apretando ansioso el gatillo. Miró fijamente la mira del arma, y, sin dudar o temer, ¡Bang! ¡Bang!, dio dos disparos más. Limpió de nuevo el arma, dejando sólo la marca de los primeros dedos que la sostuvieron y la lanzó unos cinco metros para adelan-te. Se acomodó la corbata, dobló su pañuelo y salió silbando de la escena.

Mentira de un HomicidioAndrés Felipe Rodríguez

Proyectivo C

Primer Puesto

¡Bang!

f

En el Aire

Luces, murmullos, movimiento, todo se fue en ese momento. No éramos diferentes aho-ra, todos éramos uno solo y justo en ese instante teníamos todos el mismo deseo. Bus-qué por meses para encontrar la mejor boleta posible, ni muy adelante, ni muy atrás,

justo donde mi cabeza no tendría que esforzarse tanto como mi corazón para apreciar lo que ocurriría. Las sillas eran cómodas, un color entre rojo y castaño que me provocaba tran-quilidad, preparé mi cuerpo para lo que sucedería y respiré hondo al oír el último llamado.

Mi pie se movía sin cesar, aunque intentaba evitarlo. Esta sería la primera vez en mucho tiem-po en la que sentiría la adrenalina de la danza. Entonces, la vi. Era delgada, delicada y ligera, miraba con ternura su mano derecha y su pie estaba sutilmente doblado al lado contrario. Sonreí. Su expresión era dulce y segura, la música llegó al punto más alto y ella se movió.

Primero su pierna rodeó levemente su cuerpo; su brazo siguió el movimiento convirtiendo un desplazamiento cotidiano en la expresión consciente de la movilidad posible; su espalda se inclinó hacia atrás formando una curva ideal donde pude ver la simpleza natural que culmi-naba con su cabeza situada sobriamente en el espacio; su rostro podía decirlo todo y nada a la vez. El excelso movimiento se repitió y su pierna empezó de nuevo, su cuerpo transmitía la sensación liviana del aire. Cada escena era perfecta. Tensioné los hombros y sentí como la piel de mi cuello se estiraba. Me transporté a los ensayos llenos de pasión y perseverancia en los que ella a pesar del dolor seguía, el cansancio se notaba en sus músculos y cuando decidió parar de ensayar bajó las escaleras camino a su casa. Fin del primer acto.

Varios cuerpos, entrelazados unos entre otros se presentaban, aunque eran pocos su movi-miento me hizo percibirlos infinitos. Su desplazamiento en conjunto fue suave como las olas del mar y contundente como un huracán. Ella de nuevo, entre la multitud cambiaba el rumbo de las olas y era tan fuerte que cuando se detuvieron mantuvo el huracán en sus hombros, sentía como -sin esfuerzo- podía levitar. Regresé al momento en que el ensayo culminó y escalón tras escalón los dedos de sus pies agradecían que el trabajo del día cesara y espe-raban con ansias llegar a descansar. Fin del segundo acto.

Ella volaba, no necesitaba el viento en su cabello, sólo con su ligereza y exactitud podía man-tenerse y mantenerse, hasta que la hermosura nos saciara a todos y expectantes en un asiento continuara el movimiento de su cuerpo. Podía sentir la paz en mi interior y la seguri-dad de satisfacer mis ansias de tranquilidad con el recuerdo, los recuerdos. Ella podía borrar mi pasado, el que me ataba. Dejé ir la felicidad amarga que me producía mi vida y por un momento ella y yo tuvimos la misma auténtica sonrisa. Fin del tercer acto.

Todos, lentamente apaciguados por la obra que acabábamos de presenciar salimos a un lugar menos cálido. Mi pierna dolía, no me dolía de ese modo desde el día en que empecé a cojear, aquel día en que caí y nunca pude volverme a levantar; cuando agotada, estaba ba-jando las escaleras después de ese último ensayo.

En el AirePaula Sarmiento

Proyectivo C

Segundo Puesto

f

Sonrisas

Él estaba esperándolos. Los esperaba arriba de un árbol. Llegarían tarde o temprano, pero decidió quedarse más tiempo en aquel escondite, el mejor que había descubier-to. Y esperó. Sin embargo, él nunca supo cuando llegarían, o a qué distancia estaban.

Así que en el momento más descuidado ellos llegaron, y él lo supo demasiado tarde. Casi no se dio cuenta, pero las cosas esenciales ya las habían preparado para su llegada y pudo arreglárselas bien. Pero ellos ya habían llegado. Él nunca les tuvo un nombre en específico, pues no había nadie para llamarlos de alguna forma. Él era el único. Nunca supo muy bien cuando había empezado, pero había visto a personas cercanas rodeadas por aquellas cosas y gritándole que escapara. Y luego desaparecían. Algunas veces se preguntaba por qué no recordaba a esas personas, aunque le parecieran conocidas. Las respuestas nunca tenían sentido, y al final abandonaba la pregunta por un tiempo. Lo único que sabía es que eran muy cercanas, y que querían que él escapara de ellos. La verdad es que, aunque ya no que-dara nadie como para que tuviera sentido vivir, siempre que ellos estaban cerca él lo sabía y escapaba. Tenían algo que lo asustaban en lo más profundo de su ser, pero eso no era normal. Ellos sonreían. Él sospechaba que no sonreían siendo irónicos, o simplemente felices u ofensivos, no, era algo más allá de lo normal, pero lo hacían con alguna razón. Una sonrisa espantosamente perfecta, su silencio, y su forma de caminar, lenta y tranquila, es lo que a él le espantaba de aquellas criaturas. Antes de encontrar al árbol, vio a un joven y a su perro. Pero aquel perro no era perro y aquel joven no era joven, pues sonreían. Y él escapó al árbol. Ahora eran muchos más que solo dos, y él debía escapar. Casi los veía. Y corrió lo más lejos que pudo, pero lo rodeaban. Lentamente cerraban un círculo gigante alrededor del árbol. Él diviso un pequeño hueco en el círculo, al este. Se dirigió hacia allá. La imperfección era tan pequeña que ellos solo estaban a unos pocos metros unos de otros. Pero él lo logró. Y corrió sin parar hacia el horizonte.

En aquel mismo instante, en una blanca habitación, estaba su cuerpo. Él, sobre una cama acolchada, tensionaba sus músculos, pero inconsciente. Personas de traje negro miraban a través de una negra ventana, y lloraban. Él no lo sabía, porque corría. Pero esas personas lloraban. Entonces, algo pasó. Fue algo repentino y rápido. Las personas dejaron de llorar y se fueron. Algunas incluso esbozaron una pequeña sonrisa. Y sin ninguna idea o pensamiento previo, con todos ellos detrás, y sonriendo, él dejo de correr.

SonrisasJuan Sebastián Ospina

Contextual B

Tercer Puesto

f