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Un reportaje de Gabriel Labrador Aragón FOTOGRAFÍAS DE ARCHIVO 29 DE NOVIEMBRE DE 2009 Séptimo{Sentido} 6 29 DE NOVIEMBRE DE 2009 Séptimo{Sentido} 7 Séptimo{Sentido} PAGAR, Las extorsiones cobraron una dimensión mediática insospechada cuando llegaron a desesperar a los empresarios del transporte público de pasajeros. Corría 2006 y San Miguel fue el escenario del primer paro masivo de transporte. Los bloqueos de carreteras comenzaron a ser más frecuentes, pero los asesinatos por el rechazo al pago de la “renta” también. Las leyes y algunas técnicas de investigación policial tuvieron que adaptarse al miedo de las víctimas. ¿Ha servido para algo? Este reportaje es una inmersión en el mundo de los buses y microbuses, donde el ver, oír y callar sigue siendo una ley. CALLAR MANEJAR Y

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Un reportaje de Gabriel Labrador Aragón FOTOGRAFÍAS DE ARCHIVO S é p t i m o { S en t i do } 7 S é p t i m o { S en t i do } 6 Séptimo{S en t i do } 29 DE NOVIEMBRE DE 2009 29 DE NOVIEMBRE DE 2009

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Un reportaje de Gabriel Labrador Aragón FOTOGRAFÍAS DE ARCHIVO

29 DE NOVIEMBRE DE 2009S é p t i m o { S en t i do }6 29 DE NOVIEMBRE DE 2009

S é p t i m o { S en t i do } 7

Séptimo{S en t i do }

PAGAR,

Las extorsiones cobraron una dimensiónmediática insospechada cuando llegaron a

desesperar a los empresarios del transportepúblico de pasajeros. Corría 2006 y San Miguel fueel escenario del primer paro masivo de transporte.Los bloqueos de carreteras comenzaron a ser más

frecuentes, pero los asesinatos por el rechazo alpago de la “renta” también. Las leyes y algunas

técnicas de investigación policial tuvieron queadaptarse al miedo de las víctimas. ¿Ha

servido para algo? Este reportaje es unainmersión en el mundo de los buses y microbuses,donde el ver, oír y callar sigue siendo una ley.

CALLARMANEJAR Y

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a la planta de arriba, de donde minutos des-pués baja uno de los asistentes del señor N.Subimos unas escaleras y entramos a un pa-sillo que conduce al salón donde está el jefe.

“Él se cuida muy bien, cambió a muchosde sus hombres de seguridad. Por eso es queno le pasa nada a él. Nadie lo extorsiona, y elque lo hace, desaparece, así de sencillo, ma-no”, me había dicho unos días antes uno delos abogados del señor N.

En el pasillo donde espero se observan ga-veteros. Cada estante tiene una etiqueta en-cima, que indica el estatus de los motoristasycobradores contratadosporN. Estánclasi-ficados por activos, inactivos y suspendidos:nada mal para una empresa de transporte depasajeros que sufrió la infiltración de laspandillas entre 2001 y 2003, como muchasotras empresas buseras del país.

“Fue una bomba de tiempo. Se metieronporque necesitaban trabajo, pero tambiénestaban buscando forma de hacer un nego-cio paralelo. Llegaron a ser unos 1,000 o2,000 infiltrados en todo el gremio, un10% de todos los empleados, que al finalterminaron en la cárcel o matándose entre

unos y otros por rivalidades territorialespropias de las pandillas”, dice el señor N,mientras mira al techo, con los brazos cru-zados sobre el pecho.

Cuenta que hace tres años, durante unareunión de trabajo, uno de los asistentes lesugirió quenegociara con las pandillassu se-guridad, la de su familia y la de sus emplea-dos. El trato consistiría en entregarle $2 dia-rios, por unidad de transporte, a las pandi-llas, a cambio de dejarlo en paz. Por ese tiem-po, casi tres decenas de empleados del trans-porte público habían sido asesinados en unaño por temas relacionados a la extorsión. Larespuestadel señorN fuequeno, noiba ane-gociar con nadie. “He tenido huevos, y hesabido darme verga en los momentos difíci-les”, dice. “El trabajo es una obra de Dios yeso no se entrega tan fácil.”

N dice sentirse respaldado cuando ve alEjército en las calles. “Creo que en un en-frentamiento, al delincuente debe dárselecristiana sepultura. El Ejército no debe salirsolo a pasear; debe salir a limpiar. La pobla-ción se lo va a agradecer.”

La fe que le profesa a las armas la reforzócuando quedóvivo trasel últimoatentado delque fue víctima hace unos meses. Murierondos personas, pero él salió ileso. Por eso califi-

cade locosalos quepromuevenel desarmedela ciudadanía en el área metropolitana de SanSalvador. “Primero que recojan todas las ar-mas ilegales y luego los empresarios no nece-sitaremos ni una pistola”, asevera.

N harenovado sucírculo deguardaespal-das, nunca está solo, instaló cámaras de vigi-lancia en puntos estratégicos y ha sabido es-coger a los policías con los cuales trabaja.Confía en lo que le dice la gente cercana, ensus empleados, en sus amigos empresarios yen la información que eventualmente le handado los mismos pandilleros a cambio de di-nero. “Hay que tener los pies en la tierra—se ñ a l a —; por ejemplo, mañana es viernes13, hay que girar órdenes especiales a la se-guridad, cualquier cosa puede pasar, no soloporque es día de mala suerte, sino tambiénporque es el día de los locos 13, asesinos. Hayque confiar en Dios pero también en las ar-mas. Si hay que disparar, es preferible que tejuzguen tres y no que te carguen seis.”

Antes de salirde la oficina, elseñor N creenecesario sacarme de una duda. Dice que élnunca ha mandado a matar a ningún pandi-llero, aunque de inmediato habla de la nece-

sidad de un decreto transitorio con el que se“permita poner en orden a la delincuencia”.

—¿Con sus propias armas, N?—Essssss... quizás no persiguiéndolos,

pero sí defendiéndonos.

En el Pabellón 1 del Centro Internacionalde Ferias y Convenciones se han dado citacientos de transportistas. El pabellón estárepleto de sillas de plástico blancas; la mitadse quedará sin ocupar. Se espera la llegada dealtos funcionarios del gobierno que, por laemergencia del huracán Ida, se retiraránapenas cantado el himno nacional. Esta esuna asamblea nacional de transportistas enla que se discute la rentabilidad del gremio.Cualquiera habría esperado una alocuciónreferente a las extorsiones, pues es un temaque afecta a nueve de cada 10 rutas en el país,pero no es así.

La asamblea por fin da inicio. Unas 500personas escuchan al ministro de Obras Pú-blicas, luego al director de Transporte y des-pués al viceministro de Transporte, pero, talcomo se prevía en el guión del evento, nadiehabla de la seguridad para los empleados delgremio. Después del último de los discursos,

un murmullo se apodera de la muchedum-bre; luego el rumor se transforma en uno,dos, tres gritos. Una cabeza, entre cientos,grita que hay otros temas que discutir: ¡Elpasaje, el pasaje! ¡La competencia desleal!Unos cuantos lo respaldan. La petición nopasa a más.

Pareciera que los asesinatos en el gremioson unmal que se asumecomo irremediable.Imbatible. Y que no merece una asambleageneral como esta, probablemente porqueno sirve de mucho.

Lo que sí ha probado ser un poco másefectivo es la denuncia ante la Policía y la Fis-calía,dosinstituciones que,pesealaumentode las mismas, de 2008 a 2009, se las hanvisto a palitos para conseguir los testimoniosde las víctimas. ¿La gente confía más en lasinstituciones o esque los casos siguenen au-mento? Difícil saber. Dos autoridades judi-ciales me dirán por qué más adelante.

Denunciar, en todo caso, requiere discre-ción. El señor N lo sabe: “Yo confío en la Poli-cía, pero no voy a andar como el chancho di-ciendo el nombre del oficial que me atiende,porque, si haces así, el proyecto se cae.

Cuandohaspuestola denunciaynohahabi-do mayor problema, no hay duda de que en-tonces tienes a un buen policía. Hay que des-confiar del que mucho habla y trabaja poco”.

Son lecciones aprendidas. Como la queaprendió otro abogado con el que hablé. En laactualidad, es el representante legal de unasempresas de transporte y, antes, trabajó en elMinisterio de Obras Públicas. Sobrevive, dehecho, aprovechándose del desorden en elsistema y asesorando a unas 30 asociacionesde buseros. “Poco a poco, me comenzaron apedir ayuda para tratar las extorsiones. Laprimera vez, cometimos el error de coordi-narnos con la Policía de manera desordena-da. Resultó que uno de los socios era el queestaba ordenando las extorsiones, y no unapa n d i l l a ”, recuerda.“Ya solo tratamoscon lamenor cantidad de gente posible.”

Por eso se comprende cuando un trans-portista al que le han matado cuatro moto-ristas y le han quemado un microbús diceque hablar del tema es complicado. “Uno nosabe en quién confiar. A veces ellos mismosson. Uno dice que son de confianza pero unoen realidad no sabe, por ejemplo, dónde sereúnende noche.Unonosabe conquiénestáhablando; puede ser el mero, mero.”

Que los socios de transporte se extorsio-

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Aparece la persona que todo mundo identifica, el empleado yatiene listo el dinero, lo entrega y se acabó. El pandillero se va.

Entre la espada y la pared. Las autoridadespiden que haya más denuncias, aunque tambiénadmiten la sobrecarga de casos en investigación.

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nan entre sí, que los motoristas extorsionano roban a sus jefes, que una empresa ataca aotra, que unos lo hacen por cuenta propia,otros de mano de las pandillas... todo esto seescucha en el gremio de transporte. Todomundo lo sabe. Y todo mundo lo calla.

Al margen del turismo en el puerto de LaLibertad, su ambiente húmedo y el seseo delmar, se esconden buses acosados por laspandillas. Las personas que suben y bajan delos vehículos lo hacen sin reparar en que to-das las semanas cada unidad debe pagar en-tre $5 y $10 a dos pandillas distintas. “Es lomás normal, papá, descaradamente lo pi-den. Es que la renta ya se hizo como que es-tuvieras comprando tomates. Nadie se fijaque los estás comprando. Como nadie leshace nada, pasan como que a comprar van.”

Quien habla es el señor R, el dueño de seisbuses que atraviesan el puerto. Le mataronhace algunos meses a unos familiares quetambién eran transportistas, aunque sumuerte poco o nada tuvo que ver con laspandillas y la extorsión. Más bien, como di-cen en el pueblo, tuvo que ver con rencillasque R ni confirma ni desvirtúa. Y así es como

este hombre de piel blanca va por la vida evi-tando los malos entendidos: entre otras co-sas, a las pandillas les deja hacer su trabajo.“Yo no voy a denunciarlos aquí en el puerto.Es paja, nohay voluntad de laPolicía. Si todomundo sabe dónde y quién paga, ¿cómo esposible que la Policía no pueda actuar?”

R pasa por alto las redadas policiales delos criminales de la zona. Explica que si sehan dado es porque alguien ha querido viajar32 kilómetros, ha llegado a una oficina en SanSalvador y ha interpuesto la denuncia. “Esque aquí es por demás”, dice el señor R. Paraél, los arrestos de pandilleros seguirán sien-do insuficientes mientras no desaparezca elpandillero o la novia de alguno que está pre-so, quecada fin de semanallega al puntode laruta para cobrar el dinero de la renta.

Este fin de semana no ha sido la excep-ción. Bien lo dijo R, parece algo cotidiano.Un empleado de la ruta está sentado en elpunto de buses. A veces le llaman para de-cirle que recoja las contribuciones de todaslas unidades. Hoy ha sido así. Aparece elpandillero al que todos saben identificar. Elempleado ya tiene listo el dinero, lo entregay se acabó. El “re n t e ro ” se va. Y lo mismoocurre con los negocios aledaños, y con loscamiones distribuidores que llegan a ven-

der su producto...R tiene sus ayudantes de confianza. Uno

de ellos, Pavón, da una ronda conmigo por elcasco urbano y va señalando con disimulo,entre lasventas delcentro, entrela gentequecamina y ríe con sus sandalias playeras, lospuntos donde cobran, los negocios extorsio-nados, a las personas que son familia de lospandilleros... “A veces son dos chamaqui-tas. Lo que hacen es mandar ‘p e r i cos ’ ade -lante, que son los que les avisan que se vayanpara otro lado si ven a la Policía. Otras vecesllegan donde la víctima y le dan un teléfono, yle dicen ‘hey, aquí te hablan’.” Pavón diceque esas son llamadas desde las cárceles.

Israel Funes, de 36 años, murió asesinadocuando manejaba un microbús de la ruta41B, en la colonia Bosques del Río de Soya-pango. Lo mataron hace exactamente unaño, casi a las 5 de la mañana del 26 de no-viembre de 2008. Fue uno de los 86 emplea-dos del transporte ultimados ese año.

Ese miércoles, Funes había sido el prime-ro en comenzar los viajes de la ruta hacia SanSalvador desde el populoso Soyapango. Dosparadas después de haber salido del punto de

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l ataque ocurrió en una de las tan-tas colonias de las afueras de SanMiguel, un pequeño suburbio quese desprende de la Ruta Militar,que conecta la cabecera migueleña

con el vecino departamento de La Unión.Ocurrió hace dos fines de semana, a primerahora, durante uno de los habituales viajes deTomás como motorista. La estrategia de losagresores había cambiado; su misión, sinembargo, seguía siendo la misma: ablandar-lo, herirlo hasta la última gota de sangre, paraque les diera el dinero que le venían pidiendodesde meses atrás.

Antes habían intentado eliminarlo en unencuentro cuerpo a cuerpo en el que, por lamala suerte de los sicarios o por su inexpe-riencia, Tomás les había arrebatado la pistolay con la misma los había amenazado. Estavez, los pandilleros arremetieron contra To-más desde un pick up que también iba enmarcha, y desde ahí dispararon. Eran tres losforajidos, no podían fallar. El bus se desvió de

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Riesgo. Si no se paga la renta a la pandillaque lo exige, ser motorista o cobrador puedeser un trabajo riesgoso.

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su camino como un buey desorbitado y sinyunta. Tomáshuyó comopudo, condos pun-zantes proyectiles incrustados en su cuerpo,uno a la altura del pecho y otro cerca del estó-mago. La mayoría de pasajeros se aventó delbus. Adentro, uno de los viajeros respirabapor última vez; otro, a quien también lo ha-bían perforado las balas perdidas, lograba so-brevivir con un dolor que lo retorcía.

Tomás sigue en el hospital. Está grave. Esla tercera vez que lo intentan matar.

La palabra extorsión se volvió famosa so -bre ruedas, a merced de las cuotas de dineroque año con año, desde inicios de la década,comenzaron a pagar a las pandillas las rutasdel transporte público, una industria priva-da que mueve a cerca de 11,000 buses y mi-crobuses. Al principio fueron asaltos espo-rádicos o pequeñas exigencias de “co ra ”.Con el tiempo, se volvió sistemático. Para las

pandillas resultó rentable sembrar un pocode miedo aquí, un poco de miedo allá, y co-brar. Así vinieron las muertes de los trans-portistas y sus empleados.

Algunos creen que la idea de extorsionarlos buses vino con los pandilleros deporta-dos de Estados Unidos. La bomba tambiénestalló a nivel mediático allá por 2006. Losparos de buseros se hicieron habituales y lasautoridades judiciales comenzaron a tomarnota de un fenómeno que, años después,provocaría cambios en las leyes y en la ope-ratividad policial. Pero el camino seguiríasiendo amargo y ensangrentado. Tantosmensajes de despedida con los nombres delos empleados asesinados, en los parabrisasy ventanas de los buses y microbuses, tuvie-ron que pintarse. Demasiados.

Han sido muchos los que, como Tomás,dijeron que no pagarían ni un cinco de “ren -ta” a las pandillas. Tampoco buscarían a laPolicía para denunciar el acoso.

De enero a octubre de este año, 120 moto-

ristas y cobradores han sido asesinados.Fueron casi 90 en 2008; cerca de 110 en 2007,y unas cantidades parecidas en 2006 y en2005. Más de 500 en cinco años.

Las familias enlutadas son más. Sobreellas también recae el manto del miedo. Sa-ben que no pueden hacer más que guardarsilencio, tragarseel nudode lágrimasy dera-bia, consolarse con algún vecino en igual es-tado de indefensión, resguardarse en eltiempo e ignorar todos los rumores que se le-vantan tras el asesinato. Y no hablar en pú-blico, y mucho menos conceder entrevistas.

La mujer de Rodolfo no esperaba la visitade periodistas, menos un mes después delhomicidio de su esposo, un motorista de laruta 49, y de su hija Xiomara, de 16 años, queintentó defender a su papá. Fueron asesina-dos a balazos el día en que la internet y los co-rreos electrónicos mentían sobre una ofensi-va de pandillas en la capital, el 19 de octubre.

Esta tarde de noviembre, la mujer de Ro-dolfo está esperando tortillas para la cena en

este refundido cantón de Tonacatepeque, enel que las puertas de lámina hablan de recon-versión a Cristo y en el que las paredes re-cuerdan que el barrio 18 es “fo rev e r ”. Sequeda muda cuando la llamamos por sunombre, sus ojos se abren asustados mien-tras se reacomoda en la silla de plástico. Suspiernas ahora están encogidas y no estira-das, como hace unos segundos. Abraza confirmeza a la única hija que le ha quedado yque hasta hace unos instantes estaba jugan-do consus muñecas.“No o o ”, dice,con penayconuntonopausado. “... ¿y volver a remo-ver todoeso? Esque cuandopienso denuevoen eso, me pongo bien mal... ¿Es que de quéme va a servir? Nooo, no puedo, tal vez enotra ocasión.”

Tal vez si nadie más hubiera estado espe-rando las tortillas; si nadie hubiera visto elvehículo que identifica el periódico; si lasparedes no escucharan... ni hablaran.

Lograr que alguien que ha sido tocadopor las extorsiones hable con un descono-

cido sobre el tema —cuando ni siquiera lohan hecho con la Policía— es tan difícil co-mo pedirle a alguien que salte al vacío. Elcontacto con transportistas, motoristas ycobradores lo tuve en varias ocasiones, pe-ro todo se iba por un orificio cuando expli-caba el tema a abordar. Ofrecer anonimato,cambiarle nombre a la fuente, prometerque no habría imágenes ni grabacionesfueron todos recursos inservibles.

La oficina de este reconocido empresariodel transporte, el señor N, bien podría pasarpor una casa residencial, pero ni esta es unazona residencial ni los hombres que la custo-dian permiten completar esa suposición.Uno de ellos me sale al paso. Contrario a lapistola que porta en el cinto, el tipo saludacon amabilidad y pregunta qué es lo que unodesea. Otro hombre armado me escolta ha-cia adentro, donde alguien hace una llamada