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SEGUNDA PROPOSICIÓN UNA ORDEN QUE VIVE LA VIDA MISMA DE LOS APÓSTOLES LCO 1 § IV (PRIMER PERÍODO) * * La importancia vital del § IV exige detenidos análisis a quien quiera proponer algún cambio en su formulación. La lectura de esta Proposi- ción, que por tal razón ha resultado tan extensa, puede aligerarse si se empieza a leer su resumen, tal como aparece después de estas dos Propo- siciones dedicadas a dicho parágrafo.

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segunda ProPosición

una orden que vivela vida misma de los aPóstoles

lco 1 § iv (Primer Período)*

* La importancia vital del § IV exige detenidos análisis a quien quiera proponer algún cambio en su formulación. La lectura de esta Proposi-ción, que por tal razón ha resultado tan extensa, puede aligerarse si se empieza a leer su resumen, tal como aparece después de estas dos Propo-siciones dedicadas a dicho parágrafo.

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segunda ProPosición

una orden que vivela vida misma de los aPóstoles

lco 1 § iv (Primer Período)*

* La importancia vital del § IV exige detenidos análisis a quien quiera proponer algún cambio en su formulación. La lectura de esta Proposi-ción, que por tal razón ha resultado tan extensa, puede aligerarse si se empieza a leer su resumen, tal como aparece después de estas dos Propo-siciones dedicadas a dicho parágrafo.

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§ IV. – Puesto que nos hacemos partícipes de la misión apostólica, asumimos también la vida de los Apóstoles según el modo ideado por Santo Domin-go, manteniéndonos unánimes en la vida común, fieles a la profesión de los consejos evangélicos, fervorosos en la celebración de la liturgia, princi-palmente de la Eucaristía y del oficio divino, y en la oración, asiduos en el estudio, perseverantes en la observancia regular. Todas estas cosas no sólo contribuyen a la gloria de Dios y a nuestra propia santificación, sino que sirven también directamente a la salvación de los hombres, puesto que conjunta-mente preparan e impulsan la predicación, la infor-man y, a su vez, son informadas por ella. Con estos elementos, sólidamente trabados entre sí, equilibra-dos armoniosamente y fecundándose los unos a los otros, se constituye en su síntesis la vida propia de la Orden: una vida apostólica en sentido íntegro, en la cual la predicación y la enseñanza deben emanar de la abundancia de la contemplación.

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Dada la trascendencia de este parágrafo IV de la Constitución fundamental, dedicamos a él dos Proposicio-nes, correspondientes al primero y al último período de él, que son los textos en que vemos necesario hacer algunas enmiendas. En esta, que viene a ser la Segunda Proposición de las cuatro que presentamos a la consideración de los es-tudiosos y, en última instancia, a su examen por parte del Capítulo General de nuestra Orden, abordamos el análisis del primer período. Las enmiendas se reducen a las prime-ras trece palabras, es decir, al siguiente texto: Apostolicae missionis participes, vitam quoque Apostolorum secundum formam a s. Dominico conceptam assumimus,…

§ IV. – Apostolicae missionis par-ticipes, vitam quoque Apostolo-rum secundum formam a s. Domi-nico conceptam assumimus, vitam communem unanimiter agentes, in professione consiliorum evan-gelicorum fideles, in communi celebratione liturgiae praesertim vero Eucharistiae et officii divini atque oratione ferventes, in studio assidui, in regulari observantia perseverantes. Haec omnia, non

Missionis Apostolorum participes, ipsam eorum vitam participamus secundum formam a s. Domini-co conceptam, vitam communem unanimiter...

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A. Cómo se desarrolla el argumento en el § IV

En un primer momento vamos a dar un vistazo al modo como se desarrolla el tema, o si se quiere el argumen-to, de LCO 1 § IV, proponiendo brevemente los cambios que creemos necesario hacer al texto actual con el fin de que aparezca mejor su estructura. La justificación porme-norizada de esos cambios la dejamos para nuevos aparta-dos. Este es un parágrafo un poco más extenso que los dos anteriores juntos, y desarrolla efectivamente un argumento, en el sentido más original de esta palabra –con una concate-nación de ideas tendente a mostrar como apostólica la vida de nuestra Orden–, argumento que no conviene dejar pasar inadvertido. Por ello nos permitimos aducir ya aquí algunos principios que nos ayuden a analizarlo y valorarlo.

De la misión de nuestra Orden se trata particular-mente en el LCO 1 § II; en este § IV se pasa a presentar su vida. El LCO resultó tratando aquí de una y otra como de

solum ad Dei gloriam et sancti-ficationem nostram conferunt, verum etiam saluti hominum di-recte inserviunt, cum ad praedica-tionem concorditer praeparent ac impellant, eam informent et ab ea vicissim informentur. Quibus ele-mentis firmiter inter se conexis, harmonice temperatis et mutuo se fecundantibus, in sua synthesi vita propria Ordinis constituitur, vita integro sensu apostolica, in qua praedicatio et doctrina ex abun-dantia contemplationis procedere debent.

...temperatis et mutuo se fecundantibus, in integritate vi-tae propriae Ordinis ambulamus, vitae pleno sensu apostolicae, in qua ex plenitudine contemplatio-nis praedicatio et doctrina proce-dunt.

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dos asuntos diferentes. Pero no debe dejárselas así, porque en la vida real no andan separadas. Las primeras palabras del § IV parecen ser una simple transición redaccional de un asunto a otro, cuando lo que se espera es que la transición los asocie y muestre de alguna manera su mutua implicación.

Es cierto que, definidas la misión y la vida con refe-rencia a los Apóstoles, el concepto de la primera se enriquece con el de la segunda, tanto más cuanto que desde las primeras palabras se las aproxima cuanto es posible hacerlo, sin llegar a confundirlas. No contribuye, sin embargo, a la claridad del pensamiento empezar mencionando lo apostólico –la misión apostólica– antes que a los Apóstoles –la vida de los Apósto-les–.

Según las tres versiones más difundidas, ese parágrafo comienza así: “Y, puesto que nos hacemos partícipes de la mi-sión de los Apóstoles, imitamos también su vida según el modo ideado por Santo Domingo” (versión española). – “Ayant part de la sorte à la mission des Apôtres, nous assumons aussi leur vie sous la forme conçue par saint Dominique” (versión fran-cesa). – “We also undertake as sharers of the apostolic mission the life of the Apostles in the form conceived by St. Dominic” (versión inglesa). Ya aquí aparece una diferencia con respecto al texto original latino. En él se dice “Misión apostólica”, pero los traductores español y francés, como también el italiano, sintieron con buen acuerdo que había que empezar mencio-nando a los Apóstoles: “misión de los Apóstoles”.

Si se atiende a la construcción latina, se observará ade-más que “misión apostólica” y “vida de los Apóstoles” se han colocado en forma simétrica y por tanto destacando el paralelo que ellas constituyen. Trasladando en lo posible ese paralelo al español habría que traducir, aunque suene extraño: “Partí-

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cipes de la (o: de una) misión apostólica, también la vida de los Apóstoles la asumimos según el modo ideado por Santo Domingo” 1.

Si algo ha de ser fundamental en la primera de nuestras constituciones, ¿no será el dejar bien asentado el fundamento apostólico de la misión y vida de la Orden? Acojámonos a las traducciones española, francesa e italiana y digamos: “Partí-cipes de la misión de los Apóstoles”, y que lo ‘apostólico’ de su misión y de su vida pase con idéntico sentido a la mención que unos renglones después se hace de la “vida apostólica”, como se termina llamando la vida propia de nuestra Orden; de lo contrario, esta ya no estaría a la altura de la misión y la vida mencionadas en las primeras palabras del parágrafo. Por-que resulta que, según el § IV tal como está redactado, la vida apostólica, “vita integro sensu apostolica”, aparece constituida más bien a base de determinados elementos –desde la vida co-mún hasta la observancia regular–, elementos integrales de la forma de vida concebida por Santo Domingo.

Los redactores de la Constitución fundamental, por el motivo que fuera, no se metieron en honduras teológicas y se limitaron a dar una presentación más bien descriptiva de lo que

1 O aún más literalmente, dejando para el final el verbo en forma perso-nal: “Partícipes de la (o: de una) misión apostólica, también la vida de los Apóstoles según el modo ideado por Santo Domingo la asumimos”. Traducimos así, enlazando de inmediato lo apostólico de la vida con lo apostólico de la misión, sin ocultar la ambigüedad que queda flotan-do sobre a) qué se quiere decir con “misión apostólica” (podía ser la misión recibida del Papa mencionado en los §§ I y III), b) cómo se en-tiende la relación del “modo de vida ideado por Santo Domingo” con la “vida de los Apóstoles” (¿cuál explica a cuál?) y c) qué entendemos por ‘participar’ (como lo sugiere la consecuencia que se saca – “también la vida la asumimos”–, seríamos ‘partícipes’ de la misión por haberla asumido también).

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entendemos por vida apostólica dominicana y de los ras-gos que la caracterizan. Sin embargo, se impone mayor claridad aquí, en una Constitución fundamental. En un documento como este no es un individuo el que razona, por buen teólogo que sea, sino la Orden de Predicadores. Esa vida de la Orden ha de aparecer como vida inequívo-camente apostólica. Es cierto: a lo largo del parágrafo se va desarrollando un razonamiento, y conviene analizarlo. Reviste cierta forma de silogismo, pero habrá que cuidar de que no se lea, o continúe leyéndose, desarticuladamen-te. Pues no está muy claro que la “vida de los Apóstoles” y la “vida apostólica de la Orden”, constituida por aquellos elementos, mantengan en el razonamiento un único tér-mino medio, que muestre sin solución de continuidad lo apostólico de una y otra vida.

He aquí, parafraseado, el silogismo:

Premisa mayor: Nos entregamos de lleno a la predicación del evangelio (§§ I-III) por ser partícipes de la mi- sión de los Apóstoles.

Premisa menor: Es así que en nuestra Orden vivimos según el ideal de Santo Domingo por ser éste la vida misma de los Apóstoles.

Conclusión: Por consiguiente, la vida propia de la Orden es vida como lo es su misión: vida, a todas luces, apostólica2.

2 En el texto latino, la premisa mayor de este silogismo es la cláusula absoluta (“partícipes de una, o de la, misión apostólica”). La menor es la oración principal que esa cláusula introduce –“también la vida de los Apóstoles la asumimos según el modo…” hasta el punto–. La conclu-sión tiene su ergo implícito en el relativo coordinativo que remite a los elementos antes mencionados (Quibus elementis). Con él se inicia el último período, período en el cual la acción conclusiva es la constitu-ción de la vida propia de la Orden, “vida apostólica en sentido íntegro

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Habrá que ver si las expresiones y el giro de las oraciones del texto constitucional reflejan con claridad el desarrollo del pensamiento, con la claridad necesaria en un silogismo que pretenda ser concluyente. Porque silogis-mo lo hay ciertamente en este § IV. Y bien se lo merecía este parágrafo que trata de cómo está constituida la vida de nuestra Orden. La argumentación no ha de parecer un elemento accidental en una Constitución fundamental. Ya en otros parágrafos de la misma aparecen claros indicios de argumentación, como son algunas partículas de enlace para sacar conclusiones, como igitur (§ II), o quapropter y con-sequenter (§ VII). Ya iremos viendo que se puede realzar mejor la marcha del razonamiento del § IV sin necesidad de recurrir a las partículas.

Ilustra mucho nuestro caso el compararlo con el si-logismo propio y riguroso de la teología. Trató con excep-cional competencia este asunto el P. Francisco Marín Sola, y podemos aplicar a este silogismo constitucional lo que expone él sobre el raciocinio que conduce a una rigurosa conclusión teológica. Para eso hace falta un razonamiento verdaderamente demostrativo. Adaptando a nuestro asun-to las categorías forjadas por Marín Sola, diríamos que el raciocinio ha de partir en nuestra cuestión de lo eclesioló-gicamente implicado en ella, es decir, ha de desentrañar de lo apostólico de los Apóstoles lo apostólico de los Predi-cadores, dejando de lado lo simplemente conexo con esta cuestión, como puede ser lo apostólico como se observa en

(vita integro sensu apostolica)”. El ergo de la conclusión, como sucede con otras partículas que los relativos coordinativos insinúan pero no explicitan, no puede señalarse con toda claridad sino en las traduccio-nes, como en esta que proponemos: “Así, sólidamente trabados estos elementos…”

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la conducta de los religiosos entregados al ministerio3. Para que el raciocinio no cojee, no hay que perder de vista, hasta llegar a la conclusión, la constitución de la Iglesia a la cual se refiere la premisa mayor. La inclusión o implicitud de una conclusión en esa premisa mayor es la señal de que se ha utilizado un término medio único y, en nuestro caso, de que la apostolicidad –así vamos a seguir llamando lo 3 No es infrecuente quedarse simplemente, al hablar de vida apostólica, en lo apostólico observado en la conducta. Con el correr del tiempo, el adjetivo ‘apostólico’ ha dejado de ser especificativo, salvo en expresio-nes relacionadas con la Santa Sede –“la Sede Apostólica”–, y se ha he-cho descriptivo, con la posibilidad de señalar el grado de intensidad con que poseen esa cualidad una persona o una obra. También en este § IV, ese adjetivo sigue halando hacia lo dicho en los parágrafos anteriores acerca de la misión y hacia el modo de cumplirla. En una monografía –“Breve historia del adjetivo “apostólico”– el P. L.-M. Dewailly com-prueba que, en la época moderna, se llega a calificar de apostólico todo lo que concierne a los nuevos apóstoles, a la tarea que ellos cumplen en los nuevos campos de misión. Y así, “a medida que se aplica el título de apóstol a otros apóstoles, se concibe la continuidad entre la labor de los segundos y la de los primeros como debida a una imitación más bien que a una participación: en consecuencia, el valor del adjetivo unido a un nombre de virtud, la caridad o el celo, se distancia cada vez más de ‘propio de los Apóstoles (antiguos)’ para ceñirse a ‘digno de un após-tol (nuevo)’”. Relacionar, en cambio, las obras y virtudes apostólicas con la persona de los Apóstoles es “restablecer las cosas en el orden verdadero. Ligándose a la apostolicicad, la misión descubre una subs-tancia preciosa e incomparable; ligándose a la misión, la apostolicidad evita deslizarse en el legalismo. El adjetivo vuelve a adquirir su vigor originario si se junta de nuevo con aquellos que fueron los primeros en llevarlo y que no están lejos de nosotros más que en el tiempo” (Teolo-gía del apostolado, que recoge dicha monografía, Barcelona, 1965, pp. 132 y 135 s.). Continuidad de lo apostólico ¡“debida a una imitación más bien que a una participación”! ¿Y no se hace eco de ello la traduc-ción española de “vitam quoque Apostolorum assumimus”? Pues esa edición, que no quiso traducir esto con el verbo ‘asumir’, no encontró otra alternativa sino traducir, como lo indicábamos arriba: “imitamos también su vida”.

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apostólico implicado en la Constitución fundamental– se ha mantenido con idéntico sentido al pasar de una a otra premisa.

La apostolicidad de la Orden debe inferirse de la apostolicidad de la Iglesia misma, pues es un dato funda-cional, que no depende del compromiso de los individuos que ahora la integramos. Lo que la Sede Apostólica vio en nuestro fundador y movió al papa Gregorio IX a activar su canonización fue precisamente su apego a la vida y misión de los Apóstoles, y por eso pudo asegurar: “Yo conocí en él a un hombre que observaba en su totalidad la regla de los Apóstoles y no dudo de que está asociado a ellos en el cielo”4. Esta apostolicidad es consubstancial a nuestra Orden y, si buscamos principios que sigan inspirándonos formas de vida y de predicación adaptadas a las cambiantes circunstancias, como las presiente la Constitución funda-mental en el § VIII, nuestra Comunidad posee en esa apos-tolicidad un principio más sólido que los elementos a los que apela en ese parágrafo.

Decíamos que aquí el raciocinio ha de mirar a lo eclesiológicamente implicado en la apostolicidad, y no a lo meramente conexo con ella. Para hacernos cargo de esto, digamos, parafraseando a Marín Sola, que a la conclusión teológica se llega no por pura conexión externa de la con-clusión con la premisa mayor de fe, sino por una conexión que incluya aquella conclusión en esta premisa. Las rigu-rosas conclusiones teológicas, objetivamente consideradas, no están simplemente conexas con los principios, sino que son idénticas a ellos5. Ahora bien, como ya lo insinuábamos,

4 Palabras citadas por el P. M.-H. Vicaire en Dominique et ses prê-cheurs, Friburgo-París, 1977, p. 167.5 Esa conexión solo aparece al considerarlas subjetivamente, es decir,

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en el § IV no está claro el nexo intrínseco de la conclusión con el principio de la apostolicidad de la Iglesia; al pasar de la premisa mayor a la premisa menor, lo propio y más profundo de la vida de los Apóstoles se pierde un poco de vista en medio de los elementos de nuestra propia vida, que pasan a primer plano y dominan casi todo el parágrafo. No se ha logrado expresar claramente la relación entre lo uno y lo múltiple, entre la premisa mayor y la premisa auxiliar.

Tomo de Marín Sola una puntualización sobe la función que desempeñan las premisas menores aplicando a nuestro silogismo lo que él asienta en términos más gene-rales. Estas premisas son un mero instrumento intelectual para desarrollar o explicitar la virtualidad objetiva de que está preñada la premisa mayor, o si se quiere, la premisa más claramente revelada. Objetivamente innecesarias, las necesita la teología, o mejor dicho, nuestra teología, o toda-vía mejor, las necesita el teólogo, en razón de la debilidad de nuestra inteligencia, que no puede ver de un solo golpe todo lo que en la premisa mayor –siempre la mayor, que

al fijar la atención en el procedimiento silogístico o, más en general, en aquello que caracteriza cualquier discurso racional. En estas conclusio-nes la intuición y el silogismo van entrelazados, como se desprende de la siguiente consideración del Doctor Angélico (no en vano trae él aquí el ejemplo del ángel): “Animae vero humanae (del teólogo como del simple fiel), quae veritatis notitiam per quendam discursum acquirunt, rationales vocantur. Quod quidem contingit ex debilitate intellectualis luminis in eis. Si enim haberent plenitudinem intellectualis luminis, si-cut Angeli (o como la tienen los Apóstoles), statim in primo aspectu principiorum (si se trata del orden sobrenatural, con solo prestar aten-ción a los artículos de la fe, que son los principios de la teología) totam virtutem eorum comprehenderent, intuendo quidquid ex eis syllogizari posset”(I, 58, a, 3 co.). Incluyo ahí unos paréntesis explicativos sir-viéndome de los que añade Marín Sola cuando cita este pasaje, en La evolución homogénea del dogma católico, Madrid, 1952, pp. 307 s.

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siempre la habrá aun cuando sean de fe ambas premisas– está realmente incluido. Necesitamos esa premisa auxiliar “con el fin de fijarnos en la premisa de fe con mayor na-turalidad [connaturalidad, traduciendo literalmente] según nuestra manera de entender y explicarla y aplicarla en el momento de inferir la conclusión”6.

La diferencia que existe entre la premisa de fe y la premisa auxiliar de razón justifica la necesidad de las con-clusiones y constituye su sustento; pero se trata ahí de una distinción virtual o conceptual, no de una diferencia real ni objetiva, es decir, es una distinción que no está en el objeto de la fe, sino en el sujeto creyente. Y esto debemos aplicarlo a la apostolicidad. Tenemos parte en la misión de los Após-toles porque los Apóstoles nos han dado parte en ella. Y en ese hecho está implicado el que hayamos recibido de ellos, para cumplir esa misión, no simplemente una potestad, sino una vida. De la misma forma y por el mismo motivo que nos han dado parte en su misión, nos han dado parte en su propia vida.

6 Las palabras entrecomilladas son de Juan de Santo Tomás, citado por Marín Sola en o. c., p. 220. En este contexto se entiende muy bien la observación que hace este último sobre el papel de las ciencias huma-nas en el raciocinio teológico: “La teología se sirve, es verdad, de toda clase de ciencias o de menores de razón, sean metafísicas, sean físicas, sean morales. Pero se ha perdido de vista con frecuencia que el punto de partida, los principios verdaderos, el sujeto formal de la teología no son esas ciencias humanas o menores de razón, sino las mayores de fe o reveladas. La finalidad del raciocinio teológico no es, pues, el servirse de las mayores reveladas para extraer o deducir la virtualidad que exista en las menores de razón, sino, al contrario, servirse de las menores de razón para extraer, o deducir, o explicar intelectualmente la virtualidad contenida en los principios o mayores de fe” (O. c., p. 219).

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La vida que llevamos es una vida cualificada por la vida común, por la contemplación, por la misión y la predicación apostólicas, vida que en último análisis nos viene de los Apóstoles, pues es su vida misma. Vida, pues, apostólica, pero vida propiamente dicha, que no se reduce a apostolado. Este § IV nos permite ya de alguna manera inspiramos en los Apóstoles mismos, santos en quienes no podemos distinguir, si no es conceptualmente, lo apostólico de su misión y lo apostólico de su vida, o si se quiere, su apostolado y el alma de su apostolado7. Mas, para tener cla-ra conciencia de esa inspiración, hemos de tener muy claro el término medio de nuestro razonamiento, de modo que en este parágrafo sobre la vida de la Orden lleguemos a con-cluir algo realmente idéntico a lo que al iniciarlo decimos recibir de los Apóstoles: la vida. No podemos contentarnos con menos.

Pongamos nuestra fórmula de vida (forma a s. Do-minico concepta) en la debida relación con la vida de los Apóstoles. Solo así será creíble, y –como se aspira a lograr-lo en un razonamiento teológico estricto– llegará a ser creí-ble incluso con fe teologal. Pocas ocasiones tiene nuestra Comunidad de exigirse tanto rigor en el raciocinio como ésta, cuando tiene entre manos la tarea de definir nuestra vida con palabras nítidas y convincentes. El aspirar a que una conclusión como la que exige este parágrafo llegue a

7 Una vez que se diferencian misión y vida, no será fácil mantener la coherencia de una con otra, como tampoco lo será entender la vida de los Apóstoles como la entienden los autores inspirados del Nuevo Tes-tamento. A esto se añade que, de ordinario, lo apostólico no se asocia espontáneamente con la vida. Tendremos que volver sobre todo ello. En el contexto de lo que estamos examinando puede resultar útil explicar la expresión “vida apostólica” con paráfrasis como “alma del Apostolado (o de la apostolicidad)”, o “un apostolado con alma”.

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ser creíble con fe teologal no es ninguna utopía. Porque ¿qué es empeñarse en hacer definible por parte de la Iglesia una verdad de vida sino empeñarse en ofrecerle nosotros a ella, con nuestra fórmula de vida, santos religiosos, san-tos canonizables? Esos santos son la mejor conclusión de nuestra teología, como han de ser el fruto más anhelado de nuestras deliberaciones y nuestra legislación.

B. Vida de los Apóstoles que nos da vida (primer período del § IV)

Aquí nos proponemos articular la vida y la misión y, muy especialmente, superar cierto dualismo que la for-mulación actual no logró conjurar. Hay cierta divergencia entre el enfoque de la Constitución fundamental y el de los primeros capítulos del LCO. La Constitución fundamental destaca la misión dándole el primer lugar (§§ II-III). Y a la misión le asocia ahora la vida, y por cierto de modo muy laxo, con la partícula “también” (quoque), sin insinuar si-quiera qué conexión pueda haber entre uno y otro hecho. Aquí el nexo es intrínseco, aquí estamos ante una verdadera conclusión, que cae por su propio peso, sin necesidad de un ergo explícito: es un entimema que analizaremos despacio más adelante. Aquí había que establecer claramente una ila-ción, y el caso es diferente del que encontrábamos en el § II, donde el texto actual pretende establecer con un igitur el enlace entre las dos citas de las antiguas Constituciones (lo vimos en la Primera Proposición).

Reconocemos que la idea de vita apostolica suscita diversidad de opiniones entre los estudiosos de los orígenes de nuestra Orden. Tarea delicada la que abordamos: la de contribuir a que aquella vida surja con naturalidad a partir

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de la premisa puesta al comienzo del parágrafo –somos par-tícipes de la misión apostólica–.

Nos proponemos articular la misión con la vida sobre todo dando una expresión y una sintaxis adecuadas a la afir-mación que se hace al comienzo del parágrafo. Está claro que no vivimos la vida apostólica por el solo hecho (ipso facto) de predicar. La inversa es igualmente clara: tampoco ejer-cemos la misión apostólica por el solo hecho de asumir los elementos que enumera el § IV y que “constituyen” la vida apostólica de nuestra Orden. Condición para que coincidan misión apostólica y vida apostólica es que entendamos que se trata de la misma misión de los Apóstoles y de su vida mis-ma8. En ellos una y otra no están de ningún modo separadas. No se participa de la misión de los Apóstoles sin participar de su propia vida9.

8 Y también que entendamos que la misión de los Apóstoles está en continuidad con la misión de Cristo y del Espíritu Santo. El Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia no se contentó con que ya la Constitución sobre la Iglesia hubiera comenzado remontándose a aque-llas misiones divinas, sino que ahondó aún más en ellas y se remontó a la fuente, al “amor fontal” del Padre que ha enviado a su Hijo. La misión no es solo el medio con que la Iglesia lleva la fe a los pueblos que aún no conocen a Cristo, y con que se hace presente en donde aún no estaba. La misión no comienza con la Iglesia, sino que ésta se pone a disposición de la Misión de su Fundador y de su Espíritu, y así resulta ser misión ella misma. De ahí formulaciones como estas: la misión de la Iglesia “continúa y desarrolla a lo largo de la historia la misión del propio Cristo” (ipsius Christi, A. G. 5 c), y la Iglesia la cumple “en virtud de la vida que Cristo comunica a sus miembros” (5 a), ya que el Espíritu Santo actúa como su alma “infundiendo en el corazón de los fieles el mismo impulso misionero que había movido al propio Cristo” (ipse Christus, 4 b).9 Por eso proponemos reemplazar apostolica missio por missio Aposto-lorum. Ya han hecho esto, como lo indicábamos arriba, las traducciones francesa, española e italiana. Mencionando de entrada esa misión con

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1. Misión, vida, modo de vida: primeros retoques

En consecuencia, para articularlo mejor con los an-teriores parágrafos, proponemos este cambio para el co-mienzo del § IV:

“Missionis Apostolorum participes, ipsam eorum vitam participamus secundum formam a s. Dominico con-ceptam, vitam communem unanimiter agentes, in profes-sione consiliorum evangelicorum fideles, in communi cele-bratione liturgiae praesertim Eucharistiae et officii divini atque oratione ferventes, in studio assidui, in regulari ob-servantia perseverantes”.

[“Participando de la misión de los Apóstoles, parti-cipamos de su vida misma según el modo ideado por Santo Domingo, manteniéndonos unánimes en la vida común…”]

Ahí, al comienzo del parágrafo, destacamos el hecho mismo de participar nosotros de la vida de los Apóstoles, de su vida misma (ipsa vita). Nuestra misión es nuestra misma vida y no otra cosa. Para nosotros, como para los Apóstoles, misión y vida son apenas dos aspectos, dos maneras de ver un don en el otro, que se considerarán distintas y se ordenarán de modo diferente solo por las circunstancias y el punto de vista en que cada uno se sitúe (Hch. 20, 24). Si la misión de los Apóstoles es nuestra misión, es porque participamos de ella, como se lee en las primeras palabras. Y otro tanto hay que decir de su vida:

su adjetivo “apostólica” como lo hace aquí el § IV, sin que antes se hubiera mencionado explícitamente envío alguno, el texto actual pare-ce referirse a lo “apostólico y romano” (la misión podía ser la misión recibida del Papa mencionado en los §§ I y III), si no es que se queda en la vaguedad con que se viene usando la palabra “misión” y que haría perfectamente posible traducir aquí apostolica missio por “una misión apostólica”.

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ésta se hace nuestra también por participación, y más exacta-mente, por ser nosotros partícipes de su misión. Con la vida no aparece realmente otra participación, puesto que en la mi-sión de los Apóstoles está inseparablemente involucrada la vida de los Apóstoles. En la misión se juega la vida misma10.

Pienso que normalmente el que lee al comienzo de ese parágrafo la palabra “vida”, la entiende como “género de vida” (por algo se habla hoy tanto de nuestro estilo de vida). Así entendida, no habría problema de redacción si ella “se añade” (es el sentido que da la partícula quoque) a la finalidad apostólica o a la acción de seguir a Cristo, tal como se conciben en los parágrafos anteriores. El P. Vicaire, por su parte, creía ver ya aquí en el § IV un binomio, cons-tituido por los términos “misión y comunión” que estruc-turan dos parágrafos ulteriores de esta misma Constitución fundamental: el VI y el VII11. Pero uno no encuentra en todo el § IV la palabra ‘comunión’ como sí encuentra la palabra ‘vida’ (‘comunión’ estaba en un texto de la comisión central del Capítulo de River Forest que finalmente fue abandonado).

10 Un antecedente o ejemplo que puede ilustrar esto son los títulos de los dos primeros capítulos de la Constitución dogmática sobre la divina revelación. Al fin y al cabo, “la vida era la luz de los hombres” (Jn. 1, 3). Como lo dice el título del primer capítulo, allí se trata primero de la revelación misma (ipsa revelatione), y luego, como lo dice el título del segundo capítulo, de su transmisión (revelationis transmissione). Es notable la compenetración que allí alcanzan la Revelación y su trans-misión, con todo lo que esta última implica de misión y predicación apostólicas y de canales que traen hasta nosotros la Palabra de vida. Pues bien, en nuestra Constitución fundamental la revelación es la vida misma, y la transmitimos con la misión (que en este sentido es su trans-misión).11 “Nuestras constituciones dominicanas. Constitución fundamental”, en CIDOMINFOR (Centro Internacional Dominicano de Información), 22-III-1969, pp. 73-85.

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La palabra que figura de hecho con misión es vida, y la comu-nión debía presuponerla. Así que, si no revisamos la redacción del actual § IV, la misión y la vida seguirán expuestas al per-manente riesgo del paralelismo. Que es lo que sucede cuando nos quedamos observando la forma (es la palabra usada aquí en el texto latino) que la vida de los Apóstoles fue tomando en manos de Domingo cuando deliberaba con sus primeros hermanos. Nos reducimos entonces a la consideración de los “elementos, que no pueden cambiarse substancialmente” (ade-lantando de nuevo, como en el caso del binomio, algo que se dice más adelante, esta vez en el § VIII sobre la forma vitae, y los elementa vitae, inspiradores de las formas vivendi).

Y eso es justamente lo que parece leer el Maestro de la Orden Fr. Aniceto Fernández en el § IV tal como lo pre-senta en su carta de promulgación del LCO de 1968 (apar-tado III). Allí dice él simplemente que la Constitución fun-damental, texto principal del LCO y codificado de primero, contiene eso: los elementos esenciales de nuestra vida, que no pueden cambiarse substancialmente; y para ilustrar esto cita no el § VIII, que califica más o menos así dichos ele-mentos, sino precisamente el IV. Lo cual quiere decir que en aquellas circunstancias, más que la vida de los Apósto-les, interesaba la forma que tomó ella en nuestra Orden; o sea, más que la vida, más que la existencia, interesaba la esencia, y nos quedábamos tasando con este recipiente aquel don que Dios no hace sin tasa ni medida.12 Así no

12 A Étienne Gilson le oímos hace años en Bogotá estas apreciaciones: “En el ser finito nada puede añadir perfección al acto de existencia. Porque el acto de existencia viene de Dios y tiene a Dios por término”. Principio que ilustraba con la siguiente comparación: “Pensemos en un organismo político y nos será muy fácil definir ampliamente las fun-ciones de los altos funcionarios, de los ministros del despacho, porque están circunscritas y delimitadas; pero no podremos hacer lo propio en

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logramos entroncar en la vida misma la acción apostólica.

Insistimos: este § IV no debe limitarse a presentar un estilo de vida: ante todo ha de entroncar la misión en la vida. Y es de lógica que, si en los tres primeros parágrafos la idea de apostolado la tomamos de los Doce, la de los Doce deba ser aquí la vida que vivimos.

Ya podemos enorgullecernos de tener muy bien di-señado nuestro estilo de vida en este parágrafo. ¿No debe-ríamos interesarnos más por averiguar en qué estado se en-cuentra él y cómo contribuir a que siga existiendo? En este parágrafo está lo esencial de nuestra vida, decimos. Y se podría pensar que en el concepto de forma sigue presente lo esencial, que se presuponía en las Constituciones anteriores cuando hablaban de medios substancialmente inmutables (Const. Gillet n. 4). En los elementos esenciales, como los llamaba el P. Aniceto Fernández, y que aquí se enumeran, estaría implicada la forma substancial de nuestra vida. Pero conviene remontarse a la razón que había para que nuestro Padre pudiera concebir esta forma: antes había sido conce-bido él mismo, y con esa criatura bautizada salía a luz una nueva existencia.

A ver si resulta más clara esta idea expresándola de esta otra manera. La vida de los Apóstoles había sido re-considerada y recreada infinidad de veces en la antigüedad, en la tradición agustiniana, en la ebullición evangélica de la época en que vivió nuestro Padre Santo Domingo, de modo

tratándose del Jefe del Estado, porque él resume y personifica el poder público en general. Noción vaga en apariencia, pero sustanciosísima en realidad. Dándole esencia, es decir, concretando sus funciones, limi-taríamos su poder” (La existencia en Santo Tomás de Aquino, Bogotá, 1956, pp. 29-30).

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que en la multiformidad de sus apariciones podía ella dar la impresión de un gran todo necesitado de refundición. Santo Domingo venía a darle forma, y así nació la Orden de Pre-dicadores. Pero ¿y de dónde le vino a él la forma? La forma fue fruto de una formación, y esa formación fue gestación, y más que de una idea, gestación de Cristo mismo en la per-sona de Domingo: donec formetur Christus in vobis13. Bus-quemos, pues, algo que nos evoque la vida misma de Cristo y de sus Apóstoles; quizás hallemos luces sobre ella en el Doctor Común. Un texto muy a propósito para ilustrarnos aquí es el de la Summa theologica I, 18, 2, que convendrá leer y tener muy en cuenta.

Allí presenta el Aquinate lo que es la vida en térmi-nos muy apropiados para el caso de nuestra misión y nues-tra vida. Él muestra cómo en toda actividad está implicada la existencia misma. La vida se manifiesta en la acción, en las obras, que por ello se pueden llamar las opera vitae14. Y aquí es de notar el paso espontáneo y casi imperceptible de determinada actividad a la vida misma, o en otras palabras, al ipsum esse de quien la ejercita. Por eso se puede llamar vida a la actividad, sobre todo a la que se ejecuta por hábito y por consiguiente con gusto: las ocupaciones habituales de

13 Con solo aceptar que somos “partícipes de la misión de los Apósto-les” nos encontramos ya en el terreno de la metafísica de la participa-ción, que campeaba en los ambientes en que se formó nuestro santo fundador. Ahora bien, allí la palabra forma “no enuncia la causalidad formal si no es en dependencia de la causalidad ejemplar”. A contrapelo de “lo formal” que enseñará a buscar siempre en ella el aristotelismo, la forma essendi (traduzcámosla por ‘la razón de ser’), “forma primera de toda realidad, es más divina que terrestre”. “Ser, el ser puro y simple de las cosas, es el mismo ser divino, del cual esas cosas reciben la existen-cia, mientras que el ser propio de ellas es ser algo” (M.-D. Chenu, La théologie au douzième siècle, París, 1957, pp. 382-383).14 Ver también II-II, 179, 1 ad 1.

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una persona se consideran su vida. Pero, pasando a hablar con propiedad, la vida es el hecho mismo de estar vivo, condición la menos mudable y en manera alguna accidental.

Apliquemos esto a la vida dominicana. En nuestros tra-bajos misioneros y en la parte que tomamos en la misión de los Apóstoles está implicada la vida misma (ipsa vita), la de ellos y la nuestra. Si en la vida de la Orden hay elementos que no pueden cambiarse substancialmente, esto se debe a la vida misma que se nos ha dado. Es cierto: el modo de vida ideado por Santo Domingo, con los elementos que podemos distin-guir en él, es muy actual y muy perfecto, pero lo que le da esa actualidad y esa perfección es la vida misma que recibimos de los Apóstoles. Si nos abrimos a la vida que nos transmiten los Apóstoles, viviremos. Si no luchamos por vivirla, será vano cuanto hagamos por salvaguardar sus elementos.

Todo lo que implica como vida para los Predicado-res de hoy su participación en la misión de los Apóstoles debería apreciarse mejor al pasar de los §§ II-III al IV de la Constitución fundamental. Profundización que es perfec-tamente explicable a partir de nuestra propia experiencia religiosa: cumpliendo con la misión recibida de Cristo, el discípulo se va haciendo consciente de la vida a que ha sido llamado. Entonces el apostolado, y en el mejor de los casos la vida de los Apóstoles, se hace su estilo de vida, más aún su vida misma15. Entonces se empieza a atender no simple-

15 La relación de la cláusula absoluta que abre el § IV –“participando de la misión de los Apóstoles”– con el hecho de “vivir su vida” es de suyo una relación de simultaneidad o coexistencia. Antes de vivir la vida de los Apóstoles, somos misioneros en potencia; lo que nos pone en acción es esa vida. Podría averiguarse la razón exacta de esta simultaneidad: ¿actuamos como apóstoles por vivir como apóstoles? ¿O es a la inversa: vivimos como apóstoles por actuar como apóstoles? Solo por el contex-

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mente a la vida como idea, sino a la vida misma como pode-mos intuirla ya en los primeros discípulos, en los Doce, en San Pablo. Para ellos la vida se cifraba en Cristo (Flp. 1,21).

Antes de pensar en qué elementos forman parte de la vida apostólica dominicana, el lector atento ha de poder cap-tar, desde los primeros renglones, esta primera aparición de la vida de los Apóstoles en nuestras Constituciones, cuando se asocian la participación en su misión y la participación de su vida. La noción de vida que aquí aflora ha de sugerir ya algo de lo que nuestro fundador podía pensar de la vida de los Apóstoles, y de un Apóstol como Pablo cuyas epístolas lo acompañaban siempre. Por otra parte, no ha de desentonar ni desdecir de lo que al final del parágrafo le pedimos prestado a Santo Tomás para enaltecer la contemplación que redunda en bien de la predicación. No es infrecuente que nosotros, al referirnos a la Constitución fundamental, pensemos más en los elementos de nuestra organización que se muestran más llamativos, y menos en el espíritu que da vida a la Orden.

El propósito que nos mueve al abordar el estudio de este § IV es, como ya lo decíamos, el de contribuir a que la vida propia de nuestra Orden surja con naturalidad en este parágrafo a partir de la premisa puesta al comienzo –somos partícipes de la misión apostólica–. Y a que esa vida se infiera con rigor de dicha premisa. Para despejar el texto en que se desarrolla el raciocinio y calibrar éste en lo que significa y en lo que actualmente lo oscurece, vamos a detenernos en cada una de las palabras que proponemos introducir al comienzo del parágrafo.

to se puede colegir el tipo de relación que une una cláusula con otra, y lo más sensato será dejar abierto el texto en espera de que nuestros análisis nos den mayores elementos de juicio.

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“Participamos…”

Conviene apreciar en su sentido preciso y su valor la afirmación con que se abre el § IV. El verbo principal de la oración es assumimus y, dada la construcción de ésta, es un verbo que repercute en el sentido en que se tome el participes de la cláusula absoluta que da inicio a la ora-ción, de suyo menos claro; es un verbo que además, con los complementos que lleva –baste mencionar ‘la vida’ del complemento directo (vitam Apostolorum) y los predica-dos referidos también a asuntos duraderos (la virtud de la fidelidad, de la asiduidad, de la perseverancia)– resul-ta notoriamente inadecuado. ‘Asumir’ se usa cuando se trata de tomar para sí una responsabilidad o un trabajo concretos, o también, en el lenguaje más actual, de aceptar una situación molesta o un hecho inevitable. Lo que uno asume, lo asume en un determinado momento, cuando se hace cargo de ello. Se dirá que alguien “asume la vida” día tras día, venga como viniere, pero eso se entiende bien de unas personas, no de una Orden como tal. Por más tiempo se asumirá no la vida, sino una forma de vida, que es como el texto constitucional entiende aquí ‘vida de los Apósto-les’. Pero esta forma de vida se asume por un compromiso, y no por solo unos hábitos. Esas incongruencias no las tiene “participar”, que es el verbo que proponemos para reemplazar “asumir”.

Necesitamos precisar el sentido de los dos ver-bos, ‘asumir’, que proponemos reemplazar, y ‘participar’, con el cual proponemos reemplazarlo. Y hay que clarifi-car el sentido que tiene el verbo assumere no solo en el uso que se le da hoy, sino en el que le dan ya los textos latinos especificándolo frente al simple sumere, ‘tomar’. Assumere significa “prendre [sumere] en ajoutant [ad],

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s’adjoindre”; verbo frecuente en el latín de la Iglesia, ano-tan Ernout y Meillet, que dan la traducción que aquí re-cogemos y que la ilustran citando a San Hilario: Sustinuit ergo improperium propter Deum, dum alienum a natura sua corpus assumit, “Por Dios aguantó afrentas cuando asumió un cuerpo ajeno a su propia naturaleza”16.

Es necesario precisar también el sentido de parti-cipare, implícito en el participes del texto actual. Contra lo que podría sugerir a alguien la simple etimología latina (partem capere), en contextos teológicos como éste la idea de base es ‘tener’: tener parte, tener algo con otro o de otro. No es propiamente ‘tomar’ algo. No tiene el sentido de la participatio del LCO 1, § VII, donde se trata del régimen de la Orden. El abstracto participatio, desvinculado de los contextos teológicos, se presta para los más variados usos. En ese parágrafo VII la participación se entiende muy en el sentido que suele tener en las lenguas modernas, en forma tanto ascendente como descendente, de la base al vértice y del vértice a la base; y así, por ejemplo, de la participación en la potestad que viene de arriba se dice que se asume “con la debida autonomía”. Eso está bien, pero estará mejor si, antes de la participación en la potestad, se ha garantizado la participación de la misión y de la vida. Por eso propo-nemos, en reemplazo de assumimus, continuar con la mis-ma idea del participes y decir participamus. Si se dice que participamos de la vida de los Apóstoles, nos ahorramos un equívoco y mantenemos la coherencia entre la forma de recibir la misión y la forma de recibir la vida.

16 Tractatus super psalmos, In psalm. 68, 9, en A. Ernout - A. Meillet, Dictionnaire étymologique de la langue latine, s. v. sumo.

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Ilustremos esta forma superior de participación con algunos testimonios. El vidente del Apocalipsis se presenta así: “Ego Ioannes frater vester et particeps in tribulatio-ne et regno (vuestro hermano y copartícipe en la tribula-ción…)…” (1, 9). Y el apóstol Pedro, en su primera carta, se dirige a los presbíteros con estas palabras: “Seniores ergo, qui in vobis sunt, obsecro consenior et testis Christi et parti-ceps gloriae quae revelabitur (yo presbítero con ellos, testigo de la pasión de Cristo y coparticipe de la gloria…)…” (5, 1). Allí hay que entender el “partícipe” como “copartícipe”, en consonancia con “hermano” y con “presbítero con ellos” respectivamente. Uno y otro Apóstol se consideran copar-tícipes de aquellos a quienes se dirigen17. De modo que, si ellos nos explicaran las primeras palabras del § IV, podemos razonablemente presumir que se considerarían ellos mismos copartícipes con nosotros de la misión y la vida apostólicas. Teniendo en cuenta la amplitud de la participación a que se refieren uno y otro Apóstol, agregamos aquí otras referen-cias, y ante todo a estos textos del Nuevo Testamento que nos hacen ver la grandeza de la vocación implicada en nuestra misión y nuestra vida: Heb. 3, 1 (“partícipes de la vocación celestial”) y Col. 1, 12 (hechos por Dios “idóneos de tener parte en la herencia de los santos en [el reino de] la luz”).

Todos estos textos nos muestran lo que significa, en lenguaje cristiano, tener algo con otro o de otro Con bie-nes que no menguan al repartirse el “tener parte en” pasa a segundo plano, y lo más importante no será una propiedad que se adquiere, sino la comunión a que nos admiten las personas18. Aquí no se trata de un objeto del cual, repartido, 17 La interpretación de los textos bíblicos y patrísticos se basa en Nor-bert Baumert, KOINONEIN und METECHEN – Synonym?, Stuttgart, 2003, particularmente pp. 30-32, 522-524.18 He aquí todavía dos textos patrísticos, accesibles en el Oficio de lec-

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no recibamos sino una porción; en ese sentido recibir la misión y la vida no es para nosotros recibirlas recortadas, sino recibirlas pro modulo nostro. Es como el lote que ne-cesita cada familia israelita en la heredad de la cual es partícipe. El verbo usado en Heb. 3, 1 (metécw) no signi-fica tomar, sino tener algo con otros o de otros: en nuestro caso, tenerlo de los Apóstoles, y con ellos tenerlo de Otro, el primer Apóstol, Jesús (así llamado allí mismo). Estos son testimonios apostólicos que nosotros no podemos desesti-mar. Ya hechos partícipes de la misión de los Apóstoles, no vamos a hacer de su vida el objeto de una nueva opción –agregándole a la primera algo ajeno (alienum diría San Hilario), como lo da a entender el texto actual del § IV–, re-ducida a un modo especial de vida, sin referencia clara a su raigambre apostólica. Debe quedar por lo menos insinuado que, en nuestra misión y nuestra vida, somos copartícipes de los Apóstoles y, con ellos, del mismo Cristo.

Podría argüirse que no se justifica cambiar un ver-bo por otro por el solo deseo de ganar unos matices. Pero el problema es de más fondo. Hemos dicho que lo que uno asume, lo asume en un determinado momento, cuando se hace cargo de ello, que en nuestro caso sería el día de nuestra profesión religiosa. Es obvio que, si hemos de ser partícipes de la misión apostólica, no podemos no asumir

tura, que mantienen la misma atmósfera religiosa de la participación: San Ignacio de Antioquía, Ad Eph. 4, 2: “Utile itaque est in immaculata unitate vos esse, ut et semper participetis Deo” (Liturgia de las Horas, dom. II per annum). - San Ireneo, Adv. haer. 4, 20, 5: “Quemadmodum enim videntes lumen intra lumen sunt et claritatem eius percipiunt, sic et qui vident Deum intra Deum sunt, percipientes eius claritatem. Vivi-ficat autem Dei claritas: percipiunt ergo vitam qui vident Deum” (Lit. de las Horas, miérc. de la III semana del Adviento; el verbo ‘participar’ está traducido allí por ‘percibir’ [percipiunt], y en la edición en español por ‘recibir’).

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con ésta y de una vez por todas la vida de los Apóstoles, pero eso se hace el día de la profesión. Y así llegamos a la prueba reina, imposible de esquivar, contra la idea de “asumir la vida” en la forma como lo propone el texto actual.

La impropiedad de la expresión “asumir la vida” salta a la vista sobre todo viendo el modo tan extraño de “asumirla” según el texto actual: no por la profesión que nos vincula a la Orden, sino por una serie de hábitos –que no otra cosa son los enumerados desde el “mantenerse unánimes en la vida común” hasta el “ser asiduos en el estudio y perseverantes en la observancia regular”–. Para Santo Tomás, se asume la vida religiosa en el momento de hacer la profesión, cuando se ingresa en una Orden reli-giosa haciendo los votos correspondientes19.

Por lo que respecta a la profesión religiosa en nuestra Orden, ese día “hacemos la profesión según la Regla del bienaventurado Agustín –basada fundamental-mente en lo que atestiguan los Hechos de los Apóstoles sobre la vida común de ellos– y las institutiones de los Frailes Predicadores”, cosa que tiene su parecido con lo

19 Aunque la expresión más usual es “asumir un estado” y no “asumir una vida”, esas son expresiones equivalentes, porque la vida que se asu-me es una condición de vida, o en otras palabras, un estado. Según San-to Tomás, ya Cristo, cuando pasó cuarenta días en el desierto y luego empezó a predicar, asumió la condición de vida “según la cual aliquis contemplata aliis tradit” (III, 40, 2 ad 3). Y más específicamente sobre la vida religiosa nos dice: “Non est facile quod plures habentes magnas possessiones hanc vitam assumant” (Summa contra gentiles III, c. 132 n. 3). Se trata ahí de un estado de perfección que se asume obligándose a perpetuidad a buscar la perfección de la caridad (II-II, 184, 4 y 5). Por eso escribe también: es más perfecto el “status religionis, in quo observantur consilia, quam status vitae saecularis, in quo simpliciter observantur praecepta” (Quodlibet IV, q. 12 a. 1 s. c. 4).

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que dice aquí de toda la Orden la Constitución funda-mental, es decir, que “asumimos la vida de los Apóstoles según el modo ideado por Santo Domingo mantenién-donos unánimes en la vida común”. La diferencia está en que aquí, en la Constitución fundamental, se entiende por asunción de la vida de los Apóstoles no la acción de emitir la profesión, sino la manera como vivimos la profesión una vez hecha. El acto de asumir una nueva vida, constitutivo normal de la profesión que se hace, resulta confundido con los hábitos propios de esa nueva vida, y confundido después de resultar por la otra par-te –incoherencia que ya habíamos señalado– añadido a la ‘misión apostólica’. El gran defecto de este texto es que el verbo que da sentido a la afirmación inicial del § IV –‘asumimos’– dice menos que todos los predica-dos que lo rodean. La vida vivida, que es lo que se que-ría definir aquí, queda reducida al momento de hacer el voto de vivirla, es decir, a lo observable el primer día.

Se hace necesario darle a esta afirmación inicial un verbo capaz de sustentar el conjunto de los hábitos ahí enumerados. Cambiemos el verbo, como propone-mos, y veremos que no solo se elimina un contrasen-tido, sino que se ganan otros puntos. Para la trascen-dental declaración constitucional con que se abre el parágrafo el verbo que viene bien es “participar”, que como ya el “partícipes” implica una profundidad, una permanencia, una perspectiva teologal que en “asumir” no aparecen. Y así se ajustan bien a dicha declaración los complementos circunstanciales que se le añaden para precisarla (ya desde: “según el modo ideado por Santo Domingo”). Y además resulta destacado el para-lelo de “partícipes (de la misión)” con “participar (de la vida)”, pues acercamos este verbo a su complemen-

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to, en aras de la perspicuidad y como de hecho lo hacen las traducciones a las lenguas oficiales de la Orden20.

Se verá mejor lo necesario que es cambiar el verbo si analizamos un poco la manera como se ha llegado a aclarar, a raíz del Vaticano II, lo que significa asumir una nueva vida haciendo la profesión –que es lo que en con-texto religioso se ha entendido por ‘vitam assumere’–, y más exactamente la profesión en nuestra Orden.

Fijémonos en el modo como tradicionalmente “he-mos asumido la vida religiosa” los dominicos. El modo como hacemos la profesión en nuestra Comunidad se ha caracterizado por su extrema sobriedad. Y tanto es así, que hubo que ajustar ese rito a lo que la Santa Sede nos exigió con base en lo enseñado por el Concilio Vaticano II sobre la bendición espiritual –llamada así por referencia a Ef. 1, 3– que la Iglesia imparte a quien hace la profesión religio-sa (Lumen gentium 45, al final). Tengamos en cuenta que, cuando se elaboró la Constitución fundamental (1968), nuestra profesión religiosa no era un acto litúrgico, y que por otra parte apenas se empezaba a ejercitar una predica-ción también litúrgica, datos que nos llevan a pensar que no contábamos con una formación que nos sensibilizara ante la índole sacramental de nuestra vida y misión.

20 Ya iniciando el apartado A. Cómo se desarrolla el argumento en el § IV hacíamos notar lo forzado que resulta intercalar entre el comple-mento directo y el verbo un complemento circunstancial, como si se esperara una traducción así: “…también la vida de los Apóstoles según el modo ideado por Santo Domingo la asumimos”. Esa propensión a retrasar la primera aparición de un verbo en forma personal (finite verb) hace muy pesados los primeros renglones de este y de otros parágrafos de la Constitución fundamental, como el II y el VIII.

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En un texto que acompañaba la petición hecha a la Santa Sede de confirmación para el nuevo rito de nuestra profesión, reconocía el P. Pierre-Marie Gy que “la consi-deración de la profesión religiosa no solo como realidad canónica o de consagración personal a Dios, sino con toda propiedad como bendición espiritual y consagración hecha por Dios, constituye un valor autentico que merece nues-tro respeto.”21. La Santa Sede exigía que nuestra profesión apareciera claramente asociada, como oblación, al sacrificio eucarístico. Eso significaba que había que desarrollar ritual-mente lo que, para un tomista, implicaban ciertos principios de la teología. Como añadía el P. Gy, “esta unidad profunda entre voto de religión (u ofrenda) y consagración hecha por Dios se armoniza en la visión teológica de Santo Tomas con la doble función cultual y santificadora de los sacramentos y, más ampliamente aún, con el doble movimiento de exitus y reditus de la salvación del hombre y de su retorno a Dios”.

Santo Tomás conoce el valor y la significación de esta que él llama bendición o consagración espiritual; y lo que es más notable, no separa de ella la profesión que se emite. Incluso, por el puesto que esa oración consagrato-ria ocupa tanto en la celebración del sacramento del Orden como en la profesión solemne de los religiosos, pone él en paralelo estas dos formas de consagración. Observemos que en uno y otro caso la asunción del nuevo estado no prescinde de la consagración de que es objeto el candidato. De manera que al religioso lo hace, junto con la irrevocable oblación de sí mismo, la consagración por la que Dios lo toma a su servicio: “Se acude a la solemnidad del voto en la recepción de una Orden sagrada cuando se destina a alguien

21 “Sur le caractère consécratoire de l’acte même du voeu solennel dans la théologie de saint Thomas”, AOP 1998, jul.-dic. p. 410.

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al servicio divino, y en la profesión de determinada regla cuando alguien asume el estado de perfección renunciando al siglo y a la propia voluntad. […] Esta solemnidad se da no solo por los hombres, sino por Dios, por cuanto impli-ca una consagración espiritual o bendición, cuyo autor es Dios aunque el ministro sea un hombre”. “Con determinada solemnidad y bendición se asume el estado episcopal y se celebra también la profesión religiosa”22.

La Orden obtuvo de la Santa Sede el poder conser-var el tenor y la sobriedad de la profesión solemne con que los dominicos de todos los tiempos se han incorporado a ella, y accedió a dejar como opcional para nosotros la “so-lemne bendición o consagración” prevista en el Orden de la Profesión religiosa promulgado después del Concilio, pero a condición de que cuando se omita se la reemplace por la siguiente aclaración que debe hacer el Prior:

“Muy queridos hermanos, por esta profesión solemne os habéis entregado a Dios y a su voluntad: así pues, por el ministerio de la Iglesia, Dios en persona os ha consagrado a sí mismo”23.

Según eso, si nosotros al profesar hacemos dejación de nosotros mismos en manos de quien gobierna nuestra Comunidad, es porque Dios mismo (Deus ipse) nos toma a su servició y nos consagra. Es sintomático el uso de una conjunción ilativa –igitur, igual al ergo de los silogismos– que sirve para inferir, de nuestra profesión y nuestra entre-ga, la consagración divina que les da su sentido profundo: Deus igitur ipse. Reconozcamos que esa es una conclusión teológica no fácil de sacar, por parte de un joven neopro-

22 II-II, 88, 7 co. et ad 1; De perfectione, c. 16 co. 23 Rituale professionis ritus, Roma, Santa Sabina, 1999, p. 57 (n. 73).

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feso, de las premisas contenidas en la fórmula de su profe-sión. Efectivamente el silogismo está incompleto, porque deja sobrentendida una premisa; está expresado en forma de entimema, y habría que hacerse cargo de su contenido, sin premura. Esto nos hace pensar que, sea para pronunciar la oración de bendición, sea para reemplazarla con la acla-ración citada, en nuestra Comunidad se necesita conocer las implicaciones que esa opción ritual tiene. Hay que co-rresponder a la especial muestra de confianza que la Iglesia ha dado a nuestra Orden concediéndole esta libertad: a la Orden de los dominicos, que –así pensarían en el Vaticano– para algo tendrán como Doctor al Angélico.

Esas son implicaciones teologales de un acto de vir-tud que no es teologal, sino moral: la virtud de la religión. Y hay que atender a ellas también en la manera como se presenta en la Constitución fundamental nuestra vida con-sagrada.

“…de su vida misma”

Sin duda está más en el horizonte de nuestras aspi-raciones asumir una misión, o hacer profesión según una regla y unas constituciones específicas, o incluso entregar-nos a Dios asumiendo un nuevo género de vida. En cambio, aceptar cambiar nuestra vida por la vida de los Apóstoles, o que Dios nos tome a su servicio consagrándonos él mis-mo a lo que quiera hacer de nosotros, no entra fácilmente en nuestras previsiones y parece menos apetecible. Asumir una misión sabiendo con qué medios contamos para llevar-la a cabo, y asumir un género de vida que nos permita utili-zarlos, es más comprensible, sobre todo si se pueden prever unos plazos y unos posibles ajustes. Mas para aceptar un cambio de vida como el que hubieron de aceptar los Após-

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toles tenemos que volver a nacer, y todo un maestro, como lo leemos en San Juan, se extrañó de tamaña exigencia: no era capaz de entender estas cosas (Jn. 3, 1-10).

Teniendo esto presente volvamos, de los votos que hacemos asumiendo una nueva vida, a la vida misma de los Apóstoles. En el rito de la profesión solemne se ha dado un paso de la idea de un compromiso moral al reconocimiento explícito de la iniciativa de Dios que nos llama y nos consa-gra (cf. Is. 49, 1; Jer. 1, 5). Un paso análogo es el que vemos necesario dar, en la Constitución fundamental, de una vida, y quizás ya una misión, que asumimos nosotros, a una vida y una misión de las cuales se nos hace partícipes. Si en nues-tra profesión somos consagrados por Dios mismo, en nuestra misión y nuestra vida somos hechos partícipes de la misma gracia con que él consagró la misión y la vida de los Após-toles. Ellas no son una atribución que nos tomamos. Son una bendición que recibimos inclinando la cabeza.

Es unilateral, como lo veíamos, el afán de dar con la esencia de la vida dominicana, esencia que se busca y se adivina en la forma ideada por Santo Domingo y en los ele-mentos esenciales substancialmente inmutables. Ahora que hemos abordado el tema de la participación de la misión de los Apóstoles ¿no habrá llegado el momento de poner alguna sordina a aquellas expresiones? La misión y la vida de los Apóstoles no fueron creación de ellos, son una gracia que Dios ha creado con ellos para el mundo. En cambio, la forma de vida dominicana sí que es una “forma ideada o concebida (un estilo de vida conceptus) por Santo Domingo”24. No hay 24 No hay razón para querer destacar por sobre la vida de los Apóstoles la forma como participamos de ella. Desde luego que de algún modo tenemos que participar de ella, pues todo lo que se recibe por parti-cipación se recibe de algún modo: “Ubicumque est aliquid receptum,

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paridad entre lo uno y lo otro. La idea de participación intro-ducida en las primeras palabras del § IV no pueden quedar allí sin alguna repercusión25.

Se hace necesario destacar la vida de los Após-toles como tal. Y esa es la función del ipsam que pro-ponemos añadir a vitam. Contra lo que alguien podría pensar, la expresión ipsa vita no es propiamente un con-cepto nuevo que queramos introducir, ni designa como

oportet ibi esse modum, cum receptum limitetur secundum recipiens” (Q. d. de veritate, q. 21 a. 6 ad 5).25 A este propósito, prestemos atención a las consideraciones que se hace sobre el ser y la participación un filósofo tomista: “Si el mundo se constituyera por formas, materiales o separadas, la relación entre la for-ma suprema y las inferiores sería de simple semejanza y de causalidad extrínseca, pero difícilmente hubiera podido hablarse de participación. Cada forma, constituida en sí misma por su actualidad, ofrecería la po-sibilidad de ser comparada con otras formas e incluso de ser colocada en una escala de perfección entitativa. Pero faltaría un fundamento para la distinción entre el ente ‘per essentiam’ y el ente ‘per participatio-nem’. Cada una de las formas posee el ser en sí misma y en nada se diferencia, respecto a esa posesión, de las formas elevadas. Solo cabría la distinción entre las formas separadas y las materiales por cuanto estas últimas están sujetas a destrucción […]. La vinculación de las criaturas con el Creador a través del ‘esse’ permite, por el contrario, establecer una relación de participación en sentido estricto. El ser de las criaturas es parte de una plenitud entitativa que solo en Dios alcanza realidad”. Y para nosotros ¿qué implica ser apóstol “per participationem”? Más adelante encontramos algo que nos puede ilustrar al respecto, teniendo en cuenta que, para hacernos partícipes de la misión y vida apostóli-cas, Dios infunde en nosotros unos hábitos: “Para Santo Tomás existe una contraposición entre la posesión “per essentiam” y la posesión de algo mediante unos hábitos. Estos últimos explican precisamente cómo se puede participar de una realidad exterior que se añade a la perfec-ción esencial del sujeto participante sin constituirla (José María Arto-la, Creación y participación. La participación de la naturaleza divina en las criaturas según la filosofía de Santo Tomás de Aquino, Madrid, 1963, pp. 166 s y 203).

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tal una determinada esencia, y ni siquiera es una expre-sión que conserve sentido alguno al sacarla de la fra-se. Aclarando esto aún más: el adjetivo ipsa no puede calificar nada si no es formando parte de una oración con algún nombre o pronombre (fuera de una oración no tiene sentido, como no lo tiene ipso en ‘ipso facto’). Lo que ipsa vita designa aquí es un hecho, el hecho de vivir nosotros la vida de los Apóstoles (ipsa no es ad-jetivo especificativo ni atributivo, sino predicativo que singulariza o circunscribe un elemento dentro de la fra-se); lo que aquí hace es sacar a primer plano esa vida. Sin el ipsam nuestra vida no aparecerá propiamente como vida recibida de los Apóstoles, y la apostolicidad no será esencial a la vida de nuestra Orden. La vida de los Apóstoles se menciona, es cierto, en el texto actual, pero si no se la destaca de algún modo frente a lo parti-cular dominicano (es decir, frente al complemento cir-cunstancial secundum formam a s. Dominico conceptam con todo lo que le sigue), lo que nosotros heredamos seguirá siendo no propiamente “la vida de los Apósto-les”, sino “la forma de vida ideada por Santo Domingo.

Las razones sintácticas que muestran lo necesario del ipsam aconsejaban ya el mismo predicativo aplicado a Dios en la aclaración que se hace a los neoprofesos según el Rito de la Profesión. Como lo hemos visto, del hecho de haberse entregado ellos a Dios y a su voluntad se desprende esta grandiosa verdad: “por el ministerio de la Iglesia, Dios en persona (Deus ipse) os ha consa-grado a sí mismo”. Pruébese a suprimir el ipse (Dios en persona, Dios mismo), y esa solemne declaración queda reducida a lo siguiente: Dios os ha consagrado a sí mis-mo por el ministerio de la Iglesia, esa consagración la ha llevado él a cabo a través de un delegado. Pero no vamos

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a insistir en estas palabras, muy bien escogidas, pero que el Prior no se sentirá obligado a pronunciar exacta-mente según están escritas. Se podrá aducir aquí como prueba un enunciado dogmático sobre la garantía de ve-racidad de que gozan los Libros sagrados, enunciado en que se lee igualmente la palabra ipse referida a Dios: pues bien, si se intentara suprimirla, se notaría en segui-da que, sin ella, no se conserva idéntico el sentido de la proposición. No queremos, sin embargo, recargar más esta argumentación, y para el lector interesado presen-tamos ese enunciado aquí en una nota de pie de página26.26 Apliquemos a este propósito la relación que existe entre la Reve-lación y su transmisión tal como la veíamos en una nota anterior. La Constitución Dei verbum recurre a una afirmación clave de la encíclica Providentissimus, de León XIII, sobre lo que implica la participación de los autores bíblicos en la composición de los libros inspirados. Afirma-ción que podemos aplicar a la contribución que prestan los elementos propiamente dominicanos a la prolongación de la vida de los Apósto-les en la Iglesia. Los escritores inspirados eran verdaderos autores, y como a tales los puso Dios incondicionalmente a su servicio, para que produjeran obras que no por el hecho de ser completamente humanas son menos divinas. Podemos estar seguros de que en la Biblia está todo lo que Dios quiso, y solo eso. Esta es una apuesta muy riesgosa, ante la cual sin embargo el magisterio de la Iglesia no ha echado pie atrás. Pues bien, en la formulación de esa doctrina la soberanía y veracidad de Dios las deja incólumes el adjetivo ipse: en la Sagrada Escritura habla Dios mismo. Ipse, referido a Dios, es ahí una palabra imprescindible; y si el lector o el traductor no la tienen en cuenta, no pueden sacar de allí consecuencias incontrovertibles como la que saca aquel pontífice sobre la absoluta inerrancia de la Biblia: la autoría humana de los Libros sa-grados no les resta en nada su autoridad divina, y de ningún modo es posible sostener que puedan enseñar el error, apelando por ejemplo al principio de que humanum est errare. León XIII no duda en enseñar terminantemente: “Puesto que Dios mismo hablaba por medio de los autores sagrados, nada podía decir ajeno a la verdad”. (Lo mismo en-seña, recogiendo la enseñanza de aquel pontífice, la Constitución Dei verbum n. 11; ésta sin embargo acumula tantos elementos, que captar

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* * * * *

Hemos propuesto los primeros retoques al § IV y las razones que nos mueven a proponerlos. Volviendo a mirar esta larga oración inicial, observemos los planos que van apareciendo en ella: la misión apostólica, la vida de los Apóstoles, la forma dominicana con sus expresiones con-cretas (los elementos: la vida común, etc.). La forma ideada por Santo Domingo concretiza, por un lado, la vida de los Apóstoles que se menciona inmediatamente antes, y por otro unifica los elementos que para darle aún más concre-ción se enumeran inmediatamente después. Pero esos pla-nos hay que relacionarlos mejor.

Lo que crea la perplejidad en el texto actual es la subordinación de la “vida asumida” a la “forma ideada”: “la asumimos según la forma ideada por Santo Domingo”, como condicionando la vida al modo dominicano y a la se-cuencia de prácticas que lo particularizan. Después de la cláusula absoluta –“Partícipes de la misión de los Após-toles”–, que asienta la condición fundamental para que se pueda entrar a hablar de vida27, no hay que pretender leer

esa enseñanza en el texto conciliar no resulta tan fácil como captarla en su formulación pontificia, límpida y sencilla.) Sometamos, pues, a prueba la afirmación de aquel pontífice y leámosla suprimiendo “mis-mo”: se verá entonces cómo el complemento circunstancial “por medio de los autores sagrados” condicionará por completo la acción de Dios e impedirá que de aquella razón –Dios mismo hablaba por medio de los autores sagrados– se deduzca aquella conclusión –nada podía decir aje-no a la verdad–. Tendríamos que leer así: “Puesto que Dios hablaba por medio de los autores sagrados, nada podía decir ajeno a la verdad”. ¿De veras? Justamente porque hablaba por medio de hombres y se servía de autores humanos, no pudo evitar hacerse cómplice de sus limitaciones y sus errores.27 Empezando a analizar las primeras palabras de este § IV nos pre-

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más condiciones en este extenso complemento circunstan-cial con que termina la oración. Por ello, para distinguir ahí, sin separar, resaltamos “la vida misma” –y esto con la ayuda del predicativo ‘misma’ que la destaca–, y además adelantamos el verbo –el que hemos visto más adecuado, que es “participamus”– para unirlo directamente a su com-plemento “vitam”, palabras que el hipérbaton latino separa en el texto actual.

Esta oración principal, tal como aquí la retocamos, no enuncia directamente un tipo de vida ofrecido por los Apóstoles para que lo imitemos, sino que más bien recalca el hecho de que ellos comparten su vida con nosotros. El tipo de vida lo designa más propiamente el complemento circunstancial (secundum formam a s. Dominico concep-tam) con la palabra “forma”. La vida nos la dan los Apósto-les, y de la “forma” como la recibimos resulta el tipo de vida.

2. Misión y vida en un entimema

Tenemos ahora el campo despejado para seguir el desarrollo del raciocinio que articula este parágrafo. Pági-nas antes habíamos parafraseado en esta forma la premi-sa mayor: Nos entregamos de lleno a la predicación del evangelio (§§ I-III) como partícipes de la misión de los Apóstoles. En ella está indicado ya lo que declaró el papa Honorio III: cuando abrazados a la pobreza y profesando la vida regular nos dedicamos a la evangelización, estamos

guntábamos, en un pie de página, qué tipo de relación une esa cláusula absoluta con la oración principal. Desde el punto de vista de la sintaxis habrá que decir que aquella cláusula implica una condición, que por el contexto anterior se supone cumplida: Si es cierto que participamos de la misión de los Apóstoles, está claro que participamos de su vida (algo así como en la oración condicional de Mt. 6, 30). Esperamos que en la Proposición siguiente esto se vea ratificado.

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dejándonos guiar de un deseo que nos inspira Dios en su designio de conformar a los primeros tiempos de la Iglesia los tiempos que corren, en otras palabras, de ajustarlos a los tiempos apostólicos. La primera “forma de vida apostólica” la tenemos, antes que en Santo Domingo, en los Apóstoles, que en pobreza acompañaron a Jesús y fueron enviados por él a predicar (Mc. 3, 14). Allí no hay manera de yuxtapo-ner misión y vida. El añadir esta a aquella como lo hace el § IV en una simple transición redaccional –“Partícipes de la misión apostólica, también la vida de los Apóstoles la asumimos según el modo ideado por Santo Domingo”–, es síntoma de una consideración extrinsecista de la relación que las une. De seguro no se refleja ahí una teoría, sino sencillamente lo que se vive y se ve en la vida práctica de cada día. Como se vive se habla y se razona. Es como si la vida de los evangelizadores de hoy, o de los evangelizados, fuera un asunto privado de unos y otros, que no estuviera implicado en la misión u oficio de aquellos ni en el trabajo o la profesión de estos.

Aquí viene a ilustrarnos de nuevo el P. Marín Sola con una observación que hace a propósito de una idea, de suyo falsa aunque muy difundida, de lo que pertenece al depósito de la revelación cristiana. Muchos teólogos, piensa él, no tienen claro que lo que está teológicamente conexo con este depósi-to, como lo están las conclusiones teológicas estrictamente di-chas, está verdaderamente dentro de él. Nos ilustra sobre todo la analogía de que se sirve Marín Sola para explicarlo:

“A la misma o análoga confusión se presta aquello que todos decimos al hablar de la potestad eclesiástica. Es corriente decir que la potestad eclesiástica no se extiende so-lamente a las cosas espirituales, sino que se extiende también a ciertas cosas no espirituales, sino temporales. Tal lenguaje

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es materialmente verdadero y, por tanto, muy cómodo y muy útil en derecho canónico y en toda ciencia de carácter prácti-co o empírico; pero es formalmente falso, y por consiguiente, muy apto para extraviar la mente del filósofo o del teólogo, que solamente debe fijarse en el punto de vista formal, que es el que especifica y distingue las potencias y los hábitos. Siendo la Iglesia una sociedad formalmente espiritual, su po-testad no puede extenderse, formalmente hablando, sino a lo espiritual. Si decimos vulgarmente que se extiende también a algo temporal, no es en cuanto temporal, sino en cuanto re-lacionado con lo espiritual”. Tales relaciones son “relaciones de lo espiritual, relaciones espirituales”28.

Ahora se prefiere hablar de misión y no de potestad, pero son inseparables, como lo muestra el capítulo III de la Constitución dogmática del Vaticano II sobre la Iglesia. Según eso, una delegación apostólica ha sido una forma de misión y potestad apostólicas, y quien la concibiera únicamente con los criterios del derecho canónico, estaría a un paso de nivelarla con lo que los Estados entienden por misiones diplomáticas. En realidad las relaciones con los Estados, miradas a la luz de la teología, no son simétricas con las relaciones que esos mis-mos Estados mantienen con la Iglesia: aquellas trascienden a estas como lo espiritual trasciende a lo temporal.

28 O. c., pp. 462-463. Marín Sola tenía la suficiente experiencia para poder distanciar el lenguaje teológico del lenguaje de los canonistas. Consultado sobre el texto que se elaboraba para el Código de Derecho Canónico de 1917, propuso 73 innovaciones, 63 de las cuales fueron aceptadas por Roma y figuran en dicho Código. En los Estados Unidos la Universidad de Notre Dame le otorgó el título de doctor honoris cau-sa en derecho civil (tomo esos datos de la Introducción General escrita por su discípulo, el P. Emilio Sauras, para la edición de 1952 de La evolución homogénea del dogma católico).

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Por lo que hace a nuestro asunto, no se negará que lo que aquí escribe Marín Sola se aplica bastante bien a lo que ha hecho el § IV añadiendo la vida a la misión: el quoque es el mismo “también” que aparece dos veces aquí, en el texto que de él citamos29. La potestad que recibimos para la misión no podemos considerarla en un plano tan genérico como para poder adaptarla al ámbito de lo temporal igual que al de lo es-piritual, según lo dicten las circunstancias, y con criterios más o menos comunes que nos permitieran movernos a discreción en uno y otro plano. Esto sería atractivo: así se movería con holgura cada uno en virtud de la potestad recibida en su orde-nación sacerdotal, y la Orden, en virtud de la exención recibida del papa. Pero no pasa de ser atractivo. Es muy fácil reducir la misión a la potestad, una vez tomado el fácil camino de re-ducir la vida a la misión. Lo que entonces exhibiremos será la potestad, y si se nos compele a mostrar su fundamento, alega-remos nuestra misión, quizás con el riesgo de hacer del minis-terio que nos identifica –Orden de Predicadores– una simple razón social. Pero tarde o temprano tendremos que dar razón de nuestra vida, y dar razón de ella es mucho más que dar la razón social de nuestra Comunidad (Provincia o Convento).

29 Nos viene muy bien esta analogía de la potestad espiritual y sus rela-ciones para ilustrar el raciocinio propiamente teológico, como también el desarrollo del pensamiento en este parágrafo que estamos exami-nando. Este tipo de raciocinio, en su forma más conocida, consiste en desarrollar las virtualidades contenidas en el depósito de la Revelación, explicitando las relaciones o las propiedades de alguien o de algo. Es un procedimiento facilitado por la utilización de palabras abstractas, que hacen aparecer como esencias o como personajes la potestad, las relacio-nes y, en nuestro parágrafo, la misión, la vida, y así sucesivamente, hasta llegar finalmente a la contemplación, y la predicación, y la doctrina. Este nivel formal del lenguaje no es el más espontáneo, y de ahí, en la práctica, esas mezclas de lo formal con lo material que señala Marín Sola.

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A esta interpretación laxa que podría darse de nues-tro ministerio probablemente se instará: la idea de misión la tenemos muy clara nosotros en los tres primeros parágrafos de la Constitución fundamental. Eso es cierto, mas para que lo que allí leemos tenga pleno efecto, hay que hacer otro tanto con la idea de vida. Y a la concepción que de la vida tenía nuestro fundador llegó él viviendo la vida misma de los Apóstoles30. Atengámonos, pues, a ella y en ella concen-tremos ahora toda la atención. Ya las primeras palabras del § IV dicen lo esencial bajo la forma de un entimema, pero con semejante forma de yuxtaponer misión y vida la redacción actual no deja verlo. Por tal razón proponemos que dejemos asomar ese esbozo de silogismo reformulando así, como ya lo indicábamos, las palabras iniciales del parágrafo: “Partí-cipes de la misión de los Apóstoles, participamos de su vida misma”. Con esa leve modificación aparece de entrada un entimema, que de la misión va derecho a la vida. La premi-sa menor, omitida en este tipo de razonamiento, reaparecerá inmediatamente después.

Lo que tiene de entimema ese enunciado lo podremos apreciar quizás mejor comparándolo con otro silogismo del mismo tipo, bastante parecido en cuanto al fondo y de una im-30 Adelanto aquí una idea que sobre la vida de San Pablo se desprende de unos pasajes de sus Cartas, como lo veremos en seguida. Escribe él a los gálatas: “Si estamos vivos por el Espíritu, dejémonos conducir por el Espíritu” (Gal. 5, 25). La condicional es real: “Puesto que estamos vivos por el Espíritu…”, y ese hecho impone una forma de vida acorde con él, una forma espiritual de vida: “dejémonos conducir por el Es-píritu”. Esa consecuencia representa algo muy caro al Apóstol: ella le sirve para pasar de la fe cristiana a las costumbres cristianas. Y ese es igualmente el paso que marca el § IV de la vita mencionada primero –la vida de los Apóstoles– a la vita mencionada en seguida –desde “man-teniéndonos unánimes en la vida común”–, pues al fin y al cabo una y otra son vida en el Espíritu.

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presionante intensidad. Procede del genio oratorio del Padre Lacordaire y de la presión que en ese momento ejercía sobre él la necesidad de defender su causa en un tribunal. Inicia su alegato evocando su conversión y con ella, indisolublemente unida, su vocación sacerdotal. Alude con brevísimos trazos a los primeros años pasados en París y a lo que entonces le aconteció: “J’étais bien jeune encore: je vis cette capitale où la curiosité, l’imagination, la soif d’apprendre me faisaient croire que les secrets du monde me seraient révélés. Son poids m’accabla et je fus chrétien; chrétien, je fus prêtre”31.

“Chrétien, je fus prêtre”. Lacordaire no dice que, una vez cristiano, se hizo sacerdote, y menos aún que, cristiano, fue también sacerdote. Esos no son hechos que se suceden, como no se suceden para los dominicos la misión y la vida. Entre la unción de la fe y la unción sacerdotal no media ahí distancia alguna. El orador se hace, pero en cuanto a su vo-cación de sacerdote y predicador, Lacordaire ne devient pas, sino que aparece de repente como un predicador nato, nacido junto con su fe de creyente. Y en cuanto a la Orden de Predi-cadores, ¿cómo honrar su misión? Si entre nosotros empeza-mos a hablar de nuestra misión para luego hablar de nuestra vida, ¿no disonará cualquier palabra que deje ver entre ésta y aquélla el más mínimo intersticio? Por eso sobra y disuena la palabra ‘también’ (quoque) en el texto constitucional que analizamos, y por ello proponemos suprimirla.

31 Y de inmediato hace ver a sus oyentes por qué identifica de esa mane-ra el sacerdocio con el renacer de su fe y el descubrir la posibilidad de predicar el evangelio: “…Laissez-moi m’en réjouir, Messieurs, car je ne connus jamais mieux la liberté, que le jour où je reçus avec l’onction sainte le droit de parler de Dieu. L’univers s’ouvrit alors devant moi, et je compris qu’il y avait dans l’homme quelque chose d’inaliénable, de divin, d’éternellement libre, la parole!” Plaidoyer de M. l’abbé Lacor-daire, en Procès de L’Avenir, París, 1831, pp. 69-70.

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Lo que es la misión ya lo expusieron formalmente los tres primeros parágrafos, pero faltaba hacer otro tanto con lo que es la vida. Es lo que se adelanta a decir desde ahora la conclusión del entimema: la vida de los frailes do-minicos, si se inspira en la Constitución fundamental, es la vida misma de los Apóstoles. Queda faltando, desde luego, la exposición detallada de lo que formalmente constituye esta vida como vida propia de la Orden, de lo cual nos ocu-paremos cuando abordemos la premisa menor del silogismo en la Proposición que sigue a ésta, y concretamente en el apartado que titularemos: El modo de vida de Santo Domin-go, hecho suyo por nuestra Orden.

Pero esa formalidad, valga la palabra, es algo que ya está virtualmente contenido en estas palabras: “participamos de la vida misma de los Apóstoles”. Ya en ellas tenemos tema suficiente de meditación, conveniente para que el detalle de los elementos propios de la vida de nuestra Orden se man-tenga en la perspectiva adecuada. Y además muy necesario, no sea que el deseo de ir derecho a lo formal y oficialmente nuestro nos haga perder el gusto por esas virtualidades de la apostolicidad.

¿Qué excelencia particular distingue la vida de los Apóstoles para que sea tan deseable participar de ella? La historia de los movimientos renovadores de la vida cristia-na –es el tema de la imitación de los Apóstoles– nos ha he-cho ver cómo se apelaba a la vida de ellos, tal como quedó consignada en las narraciones y descripciones del Nuevo Testamento. Pero hay que atender también a lo que la teo-logía puede recabar de los escritos mismos de los Apóstoles, y sobre todo de San Pablo. Nos hace falta considerar la vida propia de la Orden en un horizonte más amplio, el de la vida apostólica introducida en la Iglesia con los Apóstoles y como

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ellos la entendían. Limitándonos a un solo testimonio, el del apóstol Pablo, ya pudieron aprender de él los gálatas lo que significa vivir después de la crucifixión de Cristo. Luego de reconocer que él ha muerto en la cruz con Cristo y que quien vive en él es Cristo, añade: “El que yo ahora, en la carne, esté vivo, es por la fe” (Gal. 2, 20). En todo este contexto utiliza Pablo no el sustantivo ‘vida’, sino el verbo ‘vivir’. Y es que él no se refiere aquí propiamente a la vida que lleva, sino al hecho de estar vivo y a la razón de que lo esté. La fe es la ra-zón propia y formal de que Pablo esté en vida, es su razón de ser en este mundo. Y como está vivo por la fe, también dice que está vivo por el Espíritu que habita en él (Rom. 8, 9). Y en ese hecho se basa para dictar una conducta a los creyentes: “Estar vivo por el Espíritu” es una gracia que hace posible “dejarse conducir por el Espíritu” (Gal. 5, 25)32. Aplicándolo a nosotros, esta fe y esta vida en el Espíritu son también para nosotros la razón de ser de la “misión apostólica” –la razón de ser de nuestra misión y de su apostolicidad–.

¿Podrá concebirse el encargo de una misión apostó-lica que no proceda de la vida de los Apóstoles? Para ver la pertinencia de esta pregunta, volvamos a Santo Tomás y a lo que de él leíamos sobre lo que es la vida misma, como tal: 32 Ya nos hemos referido hace un momento, en una nota, a estas palabras del apóstol Pablo. Para ello me baso sobre todo en el comentario de Hein-rich Schlier, Der Brief an die Galater, Gotinga, 1971. El distintivo de la vida como la viven y entienden los Apóstoles, y la documenta la Biblia entera, comparada con lo que entendían por vida los griegos, lo formula Trench con toda concisión y precisión, en su clásico Synonyms of the New Testament, diciendo que en la Biblia se dio a conocer a la humani-dad la Vida con que vivimos (vita qua vivimus, en griego zwh,), cuando los griegos se centraban en la vida que vivimos (vita quam vivimus, en griego bíoV). “La vida de los Apóstoles que nos da vida”, como titulamos el apartado que ahora concluimos, corresponde a esta diferencia señalada por Trench.

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hablando con propiedad, la vida es el ipsum esse de quien ejercita determinada actividad, o podríamos decir también que es el hecho mismo de estar alguien vivo33. Porque para nosotros ser es vivir, y dando un paso más, vivir es cumplir aquella misión.

Pensar que se pueda recibir la misión de los Apósto-les sin recibir la vida que reciben ellos de Cristo, sería como pensar en definir un ser creado sin necesidad de recurrir a su Creador, alegando que ese ser tiene su consistencia propia y sus causas intrínsecas34. Es cierto, pero esa consistencia le viene de muy arriba, con el ser que recibe, y por eso con Santo Tomás podríamos replicar así: la relación con el Creador no entra en la definición de los seres que hay en la creación, “la relación con Dios no pertenece a la esencia de las cosas crea-das; sin embargo, la existencia de las cosas creadas no puede entenderse sino como participación del ser divino (esse, quod rebus creatis inest, non potest intelligi nisi ut deductum ab esse divino)”35. Participación del ser divino, traducimos; pero apu-

33 I, 18, 2. 34 Es interesante la observación que hace Gilson sobre lo poco que se piensa en el hecho mismo de existir algo, siendo el presupuesto básico para todo lo que pensemos y digamos–. “Físicos y biólogos dan por he-cho que hay seres y que el mundo existe. Nada más divertido que ver a un sabio en poder de repentinos escrúpulos metafísicos al ser preguntado acerca de la existencia. Su respuesta se limitará a decir que es una noción que no halla en la ciencia. Y tiene razón. A la ciencia no le toca ocuparse de la existencia” (La existencia en Santo Tomás de Aquino, pp. 31-32).35 Q. d. de potentia, q. 3 a. 5 ad 1; cf. I, 44, 1 ad 1. Al hecho de existir lo llama el santo actus essendi y dice que, puesto que es el principium ipsum, es anterior a toda esencia: “Ens enim non est genus [...]: quia in quolibet genere oportet significare quidditatem aliquam, ut dictum est, de cuius intellectu non est esse. Ens autem non dicit quidditatem, sed solum actum essendi, cum sit principium ipsum” (Super Sent., lib. 1 d. 8 q. 4 a. 2 ad 2). Por esta razón “enti non possunt addi aliqua quasi extranea per

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rando el verbo usado por el Aquinate –deductum ab esse divi-no– entramos de cierta forma en la fraseología asociada con los silogismos, mediante los cuales se deduce de las premisas una conclusión. Sí: viendo el proceso en su materialidad, la conclusión que debemos inferir en el silogismo es una deduc-ción, para que sea lógico. Pero aquí está de por medio algo más que un procedimiento humano y racional que simplemente nos llevase de los Apóstoles a la actualidad empírica. En realidad, deducir nuestra misión de la misión de los Apóstoles implica para nosotros reconducirla a su origen, que es Dios, en quien “siempre es lo mismo ser que vivir, vivir que conocernos”36.

Partícipes de la misión de los Apóstoles, vivimos como el apóstol Pablo, y no tanto para vivir una vida cuan-to para ascender al manantial de la vida: la vida es nuestra, pero nosotros somos de Cristo y Cristo es de Dios. Los ra-ciocinios rigurosamente teológicos proceden analíticamen-te, reconduciendo a su origen invisible los efectos visibles y conocidos de nosotros. Lo veremos más adelante –en la siguiente Proposición, titulada La vida propia de nuestra Orden–, cuando tratemos del sentido plenamente apostóli-co de la vida dominicana.

modum quo differentia additur generi” (Q. d. de veritate, q. 1 a. 1 co.).36 Antífona de los salmos de la Hora nona en la solemnidad de la Santí-sima Trinidad.

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§ IV. – Puesto que nos hacemos partícipes de la misión apostólica, asumimos también la vida de los Apóstoles según el modo ideado por Santo Domin-go, manteniéndonos unánimes en la vida común, fieles a la profesión de los consejos evangélicos, fervorosos en la celebración de la liturgia, princi-palmente de la Eucaristía y del oficio divino, y en la oración, asiduos en el estudio, perseverantes en la observancia regular. Todas estas cosas no sólo contribuyen a la gloria de Dios y a nuestra propia santificación, sino que sirven también directamente a la salvación de los hombres, puesto que conjunta-mente preparan e impulsan la predicación, la infor-man y, a su vez, son informadas por ella. Con estos elementos, sólidamente trabados entre sí, equilibra-dos armoniosamente y fecundándose los unos a los otros, se constituye en su síntesis la vida propia de la Orden: una vida apostólica en sentido íntegro, en la cual la predicación y la enseñanza deben emanar de la abundancia de la contemplación.

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Dada la trascendencia de este parágrafo IV de la Constitución fundamental, dedicamos a él dos Proposicio-nes, correspondientes al primero y al último período de él, que son los textos en que vemos necesario hacer algunas enmiendas. En esta, que viene a ser la Segunda Proposición de las cuatro que presentamos a la consideración de los es-tudiosos y, en última instancia, a su examen por parte del Capítulo General de nuestra Orden, abordamos el análisis del primer período. Las enmiendas se reducen a las prime-ras trece palabras, es decir, al siguiente texto: Apostolicae missionis participes, vitam quoque Apostolorum secundum formam a s. Dominico conceptam assumimus,…

§ IV. – Apostolicae missionis par-ticipes, vitam quoque Apostolo-rum secundum formam a s. Domi-nico conceptam assumimus, vitam communem unanimiter agentes, in professione consiliorum evan-gelicorum fideles, in communi celebratione liturgiae praesertim vero Eucharistiae et officii divini atque oratione ferventes, in studio assidui, in regulari observantia perseverantes. Haec omnia, non

Missionis Apostolorum participes, ipsam eorum vitam participamus secundum formam a s. Domini-co conceptam, vitam communem unanimiter...

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A. Cómo se desarrolla el argumento en el § IV

En un primer momento vamos a dar un vistazo al modo como se desarrolla el tema, o si se quiere el argumen-to, de LCO 1 § IV, proponiendo brevemente los cambios que creemos necesario hacer al texto actual con el fin de que aparezca mejor su estructura. La justificación porme-norizada de esos cambios la dejamos para nuevos aparta-dos. Este es un parágrafo un poco más extenso que los dos anteriores juntos, y desarrolla efectivamente un argumento, en el sentido más original de esta palabra –con una concate-nación de ideas tendente a mostrar como apostólica la vida de nuestra Orden–, argumento que no conviene dejar pasar inadvertido. Por ello nos permitimos aducir ya aquí algunos principios que nos ayuden a analizarlo y valorarlo.

De la misión de nuestra Orden se trata particular-mente en el LCO 1 § II; en este § IV se pasa a presentar su vida. El LCO resultó tratando aquí de una y otra como de

solum ad Dei gloriam et sancti-ficationem nostram conferunt, verum etiam saluti hominum di-recte inserviunt, cum ad praedica-tionem concorditer praeparent ac impellant, eam informent et ab ea vicissim informentur. Quibus ele-mentis firmiter inter se conexis, harmonice temperatis et mutuo se fecundantibus, in sua synthesi vita propria Ordinis constituitur, vita integro sensu apostolica, in qua praedicatio et doctrina ex abun-dantia contemplationis procedere debent.

...temperatis et mutuo se fecundantibus, in integritate vi-tae propriae Ordinis ambulamus, vitae pleno sensu apostolicae, in qua ex plenitudine contemplatio-nis praedicatio et doctrina proce-dunt.

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dos asuntos diferentes. Pero no debe dejárselas así, porque en la vida real no andan separadas. Las primeras palabras del § IV parecen ser una simple transición redaccional de un asunto a otro, cuando lo que se espera es que la transición los asocie y muestre de alguna manera su mutua implicación.

Es cierto que, definidas la misión y la vida con refe-rencia a los Apóstoles, el concepto de la primera se enriquece con el de la segunda, tanto más cuanto que desde las primeras palabras se las aproxima cuanto es posible hacerlo, sin llegar a confundirlas. No contribuye, sin embargo, a la claridad del pensamiento empezar mencionando lo apostólico –la misión apostólica– antes que a los Apóstoles –la vida de los Apósto-les–.

Según las tres versiones más difundidas, ese parágrafo comienza así: “Y, puesto que nos hacemos partícipes de la mi-sión de los Apóstoles, imitamos también su vida según el modo ideado por Santo Domingo” (versión española). – “Ayant part de la sorte à la mission des Apôtres, nous assumons aussi leur vie sous la forme conçue par saint Dominique” (versión fran-cesa). – “We also undertake as sharers of the apostolic mission the life of the Apostles in the form conceived by St. Dominic” (versión inglesa). Ya aquí aparece una diferencia con respecto al texto original latino. En él se dice “Misión apostólica”, pero los traductores español y francés, como también el italiano, sintieron con buen acuerdo que había que empezar mencio-nando a los Apóstoles: “misión de los Apóstoles”.

Si se atiende a la construcción latina, se observará ade-más que “misión apostólica” y “vida de los Apóstoles” se han colocado en forma simétrica y por tanto destacando el paralelo que ellas constituyen. Trasladando en lo posible ese paralelo al español habría que traducir, aunque suene extraño: “Partí-

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cipes de la (o: de una) misión apostólica, también la vida de los Apóstoles la asumimos según el modo ideado por Santo Domingo” 1.

Si algo ha de ser fundamental en la primera de nuestras constituciones, ¿no será el dejar bien asentado el fundamento apostólico de la misión y vida de la Orden? Acojámonos a las traducciones española, francesa e italiana y digamos: “Partí-cipes de la misión de los Apóstoles”, y que lo ‘apostólico’ de su misión y de su vida pase con idéntico sentido a la mención que unos renglones después se hace de la “vida apostólica”, como se termina llamando la vida propia de nuestra Orden; de lo contrario, esta ya no estaría a la altura de la misión y la vida mencionadas en las primeras palabras del parágrafo. Por-que resulta que, según el § IV tal como está redactado, la vida apostólica, “vita integro sensu apostolica”, aparece constituida más bien a base de determinados elementos –desde la vida co-mún hasta la observancia regular–, elementos integrales de la forma de vida concebida por Santo Domingo.

Los redactores de la Constitución fundamental, por el motivo que fuera, no se metieron en honduras teológicas y se limitaron a dar una presentación más bien descriptiva de lo que

1 O aún más literalmente, dejando para el final el verbo en forma perso-nal: “Partícipes de la (o: de una) misión apostólica, también la vida de los Apóstoles según el modo ideado por Santo Domingo la asumimos”. Traducimos así, enlazando de inmediato lo apostólico de la vida con lo apostólico de la misión, sin ocultar la ambigüedad que queda flotan-do sobre a) qué se quiere decir con “misión apostólica” (podía ser la misión recibida del Papa mencionado en los §§ I y III), b) cómo se en-tiende la relación del “modo de vida ideado por Santo Domingo” con la “vida de los Apóstoles” (¿cuál explica a cuál?) y c) qué entendemos por ‘participar’ (como lo sugiere la consecuencia que se saca – “también la vida la asumimos”–, seríamos ‘partícipes’ de la misión por haberla asumido también).

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entendemos por vida apostólica dominicana y de los ras-gos que la caracterizan. Sin embargo, se impone mayor claridad aquí, en una Constitución fundamental. En un documento como este no es un individuo el que razona, por buen teólogo que sea, sino la Orden de Predicadores. Esa vida de la Orden ha de aparecer como vida inequívo-camente apostólica. Es cierto: a lo largo del parágrafo se va desarrollando un razonamiento, y conviene analizarlo. Reviste cierta forma de silogismo, pero habrá que cuidar de que no se lea, o continúe leyéndose, desarticuladamen-te. Pues no está muy claro que la “vida de los Apóstoles” y la “vida apostólica de la Orden”, constituida por aquellos elementos, mantengan en el razonamiento un único tér-mino medio, que muestre sin solución de continuidad lo apostólico de una y otra vida.

He aquí, parafraseado, el silogismo:

Premisa mayor: Nos entregamos de lleno a la predicación del evangelio (§§ I-III) por ser partícipes de la mi- sión de los Apóstoles.

Premisa menor: Es así que en nuestra Orden vivimos según el ideal de Santo Domingo por ser éste la vida misma de los Apóstoles.

Conclusión: Por consiguiente, la vida propia de la Orden es vida como lo es su misión: vida, a todas luces, apostólica2.

2 En el texto latino, la premisa mayor de este silogismo es la cláusula absoluta (“partícipes de una, o de la, misión apostólica”). La menor es la oración principal que esa cláusula introduce –“también la vida de los Apóstoles la asumimos según el modo…” hasta el punto–. La conclu-sión tiene su ergo implícito en el relativo coordinativo que remite a los elementos antes mencionados (Quibus elementis). Con él se inicia el último período, período en el cual la acción conclusiva es la constitu-ción de la vida propia de la Orden, “vida apostólica en sentido íntegro

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Habrá que ver si las expresiones y el giro de las oraciones del texto constitucional reflejan con claridad el desarrollo del pensamiento, con la claridad necesaria en un silogismo que pretenda ser concluyente. Porque silogis-mo lo hay ciertamente en este § IV. Y bien se lo merecía este parágrafo que trata de cómo está constituida la vida de nuestra Orden. La argumentación no ha de parecer un elemento accidental en una Constitución fundamental. Ya en otros parágrafos de la misma aparecen claros indicios de argumentación, como son algunas partículas de enlace para sacar conclusiones, como igitur (§ II), o quapropter y con-sequenter (§ VII). Ya iremos viendo que se puede realzar mejor la marcha del razonamiento del § IV sin necesidad de recurrir a las partículas.

Ilustra mucho nuestro caso el compararlo con el si-logismo propio y riguroso de la teología. Trató con excep-cional competencia este asunto el P. Francisco Marín Sola, y podemos aplicar a este silogismo constitucional lo que expone él sobre el raciocinio que conduce a una rigurosa conclusión teológica. Para eso hace falta un razonamiento verdaderamente demostrativo. Adaptando a nuestro asun-to las categorías forjadas por Marín Sola, diríamos que el raciocinio ha de partir en nuestra cuestión de lo eclesioló-gicamente implicado en ella, es decir, ha de desentrañar de lo apostólico de los Apóstoles lo apostólico de los Predi-cadores, dejando de lado lo simplemente conexo con esta cuestión, como puede ser lo apostólico como se observa en

(vita integro sensu apostolica)”. El ergo de la conclusión, como sucede con otras partículas que los relativos coordinativos insinúan pero no explicitan, no puede señalarse con toda claridad sino en las traduccio-nes, como en esta que proponemos: “Así, sólidamente trabados estos elementos…”

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la conducta de los religiosos entregados al ministerio3. Para que el raciocinio no cojee, no hay que perder de vista, hasta llegar a la conclusión, la constitución de la Iglesia a la cual se refiere la premisa mayor. La inclusión o implicitud de una conclusión en esa premisa mayor es la señal de que se ha utilizado un término medio único y, en nuestro caso, de que la apostolicidad –así vamos a seguir llamando lo 3 No es infrecuente quedarse simplemente, al hablar de vida apostólica, en lo apostólico observado en la conducta. Con el correr del tiempo, el adjetivo ‘apostólico’ ha dejado de ser especificativo, salvo en expresio-nes relacionadas con la Santa Sede –“la Sede Apostólica”–, y se ha he-cho descriptivo, con la posibilidad de señalar el grado de intensidad con que poseen esa cualidad una persona o una obra. También en este § IV, ese adjetivo sigue halando hacia lo dicho en los parágrafos anteriores acerca de la misión y hacia el modo de cumplirla. En una monografía –“Breve historia del adjetivo “apostólico”– el P. L.-M. Dewailly com-prueba que, en la época moderna, se llega a calificar de apostólico todo lo que concierne a los nuevos apóstoles, a la tarea que ellos cumplen en los nuevos campos de misión. Y así, “a medida que se aplica el título de apóstol a otros apóstoles, se concibe la continuidad entre la labor de los segundos y la de los primeros como debida a una imitación más bien que a una participación: en consecuencia, el valor del adjetivo unido a un nombre de virtud, la caridad o el celo, se distancia cada vez más de ‘propio de los Apóstoles (antiguos)’ para ceñirse a ‘digno de un após-tol (nuevo)’”. Relacionar, en cambio, las obras y virtudes apostólicas con la persona de los Apóstoles es “restablecer las cosas en el orden verdadero. Ligándose a la apostolicicad, la misión descubre una subs-tancia preciosa e incomparable; ligándose a la misión, la apostolicidad evita deslizarse en el legalismo. El adjetivo vuelve a adquirir su vigor originario si se junta de nuevo con aquellos que fueron los primeros en llevarlo y que no están lejos de nosotros más que en el tiempo” (Teolo-gía del apostolado, que recoge dicha monografía, Barcelona, 1965, pp. 132 y 135 s.). Continuidad de lo apostólico ¡“debida a una imitación más bien que a una participación”! ¿Y no se hace eco de ello la traduc-ción española de “vitam quoque Apostolorum assumimus”? Pues esa edición, que no quiso traducir esto con el verbo ‘asumir’, no encontró otra alternativa sino traducir, como lo indicábamos arriba: “imitamos también su vida”.

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apostólico implicado en la Constitución fundamental– se ha mantenido con idéntico sentido al pasar de una a otra premisa.

La apostolicidad de la Orden debe inferirse de la apostolicidad de la Iglesia misma, pues es un dato funda-cional, que no depende del compromiso de los individuos que ahora la integramos. Lo que la Sede Apostólica vio en nuestro fundador y movió al papa Gregorio IX a activar su canonización fue precisamente su apego a la vida y misión de los Apóstoles, y por eso pudo asegurar: “Yo conocí en él a un hombre que observaba en su totalidad la regla de los Apóstoles y no dudo de que está asociado a ellos en el cielo”4. Esta apostolicidad es consubstancial a nuestra Orden y, si buscamos principios que sigan inspirándonos formas de vida y de predicación adaptadas a las cambiantes circunstancias, como las presiente la Constitución funda-mental en el § VIII, nuestra Comunidad posee en esa apos-tolicidad un principio más sólido que los elementos a los que apela en ese parágrafo.

Decíamos que aquí el raciocinio ha de mirar a lo eclesiológicamente implicado en la apostolicidad, y no a lo meramente conexo con ella. Para hacernos cargo de esto, digamos, parafraseando a Marín Sola, que a la conclusión teológica se llega no por pura conexión externa de la con-clusión con la premisa mayor de fe, sino por una conexión que incluya aquella conclusión en esta premisa. Las rigu-rosas conclusiones teológicas, objetivamente consideradas, no están simplemente conexas con los principios, sino que son idénticas a ellos5. Ahora bien, como ya lo insinuábamos,

4 Palabras citadas por el P. M.-H. Vicaire en Dominique et ses prê-cheurs, Friburgo-París, 1977, p. 167.5 Esa conexión solo aparece al considerarlas subjetivamente, es decir,

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en el § IV no está claro el nexo intrínseco de la conclusión con el principio de la apostolicidad de la Iglesia; al pasar de la premisa mayor a la premisa menor, lo propio y más profundo de la vida de los Apóstoles se pierde un poco de vista en medio de los elementos de nuestra propia vida, que pasan a primer plano y dominan casi todo el parágrafo. No se ha logrado expresar claramente la relación entre lo uno y lo múltiple, entre la premisa mayor y la premisa auxiliar.

Tomo de Marín Sola una puntualización sobe la función que desempeñan las premisas menores aplicando a nuestro silogismo lo que él asienta en términos más gene-rales. Estas premisas son un mero instrumento intelectual para desarrollar o explicitar la virtualidad objetiva de que está preñada la premisa mayor, o si se quiere, la premisa más claramente revelada. Objetivamente innecesarias, las necesita la teología, o mejor dicho, nuestra teología, o toda-vía mejor, las necesita el teólogo, en razón de la debilidad de nuestra inteligencia, que no puede ver de un solo golpe todo lo que en la premisa mayor –siempre la mayor, que

al fijar la atención en el procedimiento silogístico o, más en general, en aquello que caracteriza cualquier discurso racional. En estas conclusio-nes la intuición y el silogismo van entrelazados, como se desprende de la siguiente consideración del Doctor Angélico (no en vano trae él aquí el ejemplo del ángel): “Animae vero humanae (del teólogo como del simple fiel), quae veritatis notitiam per quendam discursum acquirunt, rationales vocantur. Quod quidem contingit ex debilitate intellectualis luminis in eis. Si enim haberent plenitudinem intellectualis luminis, si-cut Angeli (o como la tienen los Apóstoles), statim in primo aspectu principiorum (si se trata del orden sobrenatural, con solo prestar aten-ción a los artículos de la fe, que son los principios de la teología) totam virtutem eorum comprehenderent, intuendo quidquid ex eis syllogizari posset”(I, 58, a, 3 co.). Incluyo ahí unos paréntesis explicativos sir-viéndome de los que añade Marín Sola cuando cita este pasaje, en La evolución homogénea del dogma católico, Madrid, 1952, pp. 307 s.

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siempre la habrá aun cuando sean de fe ambas premisas– está realmente incluido. Necesitamos esa premisa auxiliar “con el fin de fijarnos en la premisa de fe con mayor na-turalidad [connaturalidad, traduciendo literalmente] según nuestra manera de entender y explicarla y aplicarla en el momento de inferir la conclusión”6.

La diferencia que existe entre la premisa de fe y la premisa auxiliar de razón justifica la necesidad de las con-clusiones y constituye su sustento; pero se trata ahí de una distinción virtual o conceptual, no de una diferencia real ni objetiva, es decir, es una distinción que no está en el objeto de la fe, sino en el sujeto creyente. Y esto debemos aplicarlo a la apostolicidad. Tenemos parte en la misión de los Após-toles porque los Apóstoles nos han dado parte en ella. Y en ese hecho está implicado el que hayamos recibido de ellos, para cumplir esa misión, no simplemente una potestad, sino una vida. De la misma forma y por el mismo motivo que nos han dado parte en su misión, nos han dado parte en su propia vida.

6 Las palabras entrecomilladas son de Juan de Santo Tomás, citado por Marín Sola en o. c., p. 220. En este contexto se entiende muy bien la observación que hace este último sobre el papel de las ciencias huma-nas en el raciocinio teológico: “La teología se sirve, es verdad, de toda clase de ciencias o de menores de razón, sean metafísicas, sean físicas, sean morales. Pero se ha perdido de vista con frecuencia que el punto de partida, los principios verdaderos, el sujeto formal de la teología no son esas ciencias humanas o menores de razón, sino las mayores de fe o reveladas. La finalidad del raciocinio teológico no es, pues, el servirse de las mayores reveladas para extraer o deducir la virtualidad que exista en las menores de razón, sino, al contrario, servirse de las menores de razón para extraer, o deducir, o explicar intelectualmente la virtualidad contenida en los principios o mayores de fe” (O. c., p. 219).

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La vida que llevamos es una vida cualificada por la vida común, por la contemplación, por la misión y la predicación apostólicas, vida que en último análisis nos viene de los Apóstoles, pues es su vida misma. Vida, pues, apostólica, pero vida propiamente dicha, que no se reduce a apostolado. Este § IV nos permite ya de alguna manera inspiramos en los Apóstoles mismos, santos en quienes no podemos distinguir, si no es conceptualmente, lo apostólico de su misión y lo apostólico de su vida, o si se quiere, su apostolado y el alma de su apostolado7. Mas, para tener cla-ra conciencia de esa inspiración, hemos de tener muy claro el término medio de nuestro razonamiento, de modo que en este parágrafo sobre la vida de la Orden lleguemos a con-cluir algo realmente idéntico a lo que al iniciarlo decimos recibir de los Apóstoles: la vida. No podemos contentarnos con menos.

Pongamos nuestra fórmula de vida (forma a s. Do-minico concepta) en la debida relación con la vida de los Apóstoles. Solo así será creíble, y –como se aspira a lograr-lo en un razonamiento teológico estricto– llegará a ser creí-ble incluso con fe teologal. Pocas ocasiones tiene nuestra Comunidad de exigirse tanto rigor en el raciocinio como ésta, cuando tiene entre manos la tarea de definir nuestra vida con palabras nítidas y convincentes. El aspirar a que una conclusión como la que exige este parágrafo llegue a

7 Una vez que se diferencian misión y vida, no será fácil mantener la coherencia de una con otra, como tampoco lo será entender la vida de los Apóstoles como la entienden los autores inspirados del Nuevo Tes-tamento. A esto se añade que, de ordinario, lo apostólico no se asocia espontáneamente con la vida. Tendremos que volver sobre todo ello. En el contexto de lo que estamos examinando puede resultar útil explicar la expresión “vida apostólica” con paráfrasis como “alma del Apostolado (o de la apostolicidad)”, o “un apostolado con alma”.

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ser creíble con fe teologal no es ninguna utopía. Porque ¿qué es empeñarse en hacer definible por parte de la Iglesia una verdad de vida sino empeñarse en ofrecerle nosotros a ella, con nuestra fórmula de vida, santos religiosos, san-tos canonizables? Esos santos son la mejor conclusión de nuestra teología, como han de ser el fruto más anhelado de nuestras deliberaciones y nuestra legislación.

B. Vida de los Apóstoles que nos da vida (primer período del § IV)

Aquí nos proponemos articular la vida y la misión y, muy especialmente, superar cierto dualismo que la for-mulación actual no logró conjurar. Hay cierta divergencia entre el enfoque de la Constitución fundamental y el de los primeros capítulos del LCO. La Constitución fundamental destaca la misión dándole el primer lugar (§§ II-III). Y a la misión le asocia ahora la vida, y por cierto de modo muy laxo, con la partícula “también” (quoque), sin insinuar si-quiera qué conexión pueda haber entre uno y otro hecho. Aquí el nexo es intrínseco, aquí estamos ante una verdadera conclusión, que cae por su propio peso, sin necesidad de un ergo explícito: es un entimema que analizaremos despacio más adelante. Aquí había que establecer claramente una ila-ción, y el caso es diferente del que encontrábamos en el § II, donde el texto actual pretende establecer con un igitur el enlace entre las dos citas de las antiguas Constituciones (lo vimos en la Primera Proposición).

Reconocemos que la idea de vita apostolica suscita diversidad de opiniones entre los estudiosos de los orígenes de nuestra Orden. Tarea delicada la que abordamos: la de contribuir a que aquella vida surja con naturalidad a partir

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de la premisa puesta al comienzo del parágrafo –somos par-tícipes de la misión apostólica–.

Nos proponemos articular la misión con la vida sobre todo dando una expresión y una sintaxis adecuadas a la afir-mación que se hace al comienzo del parágrafo. Está claro que no vivimos la vida apostólica por el solo hecho (ipso facto) de predicar. La inversa es igualmente clara: tampoco ejer-cemos la misión apostólica por el solo hecho de asumir los elementos que enumera el § IV y que “constituyen” la vida apostólica de nuestra Orden. Condición para que coincidan misión apostólica y vida apostólica es que entendamos que se trata de la misma misión de los Apóstoles y de su vida mis-ma8. En ellos una y otra no están de ningún modo separadas. No se participa de la misión de los Apóstoles sin participar de su propia vida9.

8 Y también que entendamos que la misión de los Apóstoles está en continuidad con la misión de Cristo y del Espíritu Santo. El Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia no se contentó con que ya la Constitución sobre la Iglesia hubiera comenzado remontándose a aque-llas misiones divinas, sino que ahondó aún más en ellas y se remontó a la fuente, al “amor fontal” del Padre que ha enviado a su Hijo. La misión no es solo el medio con que la Iglesia lleva la fe a los pueblos que aún no conocen a Cristo, y con que se hace presente en donde aún no estaba. La misión no comienza con la Iglesia, sino que ésta se pone a disposición de la Misión de su Fundador y de su Espíritu, y así resulta ser misión ella misma. De ahí formulaciones como estas: la misión de la Iglesia “continúa y desarrolla a lo largo de la historia la misión del propio Cristo” (ipsius Christi, A. G. 5 c), y la Iglesia la cumple “en virtud de la vida que Cristo comunica a sus miembros” (5 a), ya que el Espíritu Santo actúa como su alma “infundiendo en el corazón de los fieles el mismo impulso misionero que había movido al propio Cristo” (ipse Christus, 4 b).9 Por eso proponemos reemplazar apostolica missio por missio Aposto-lorum. Ya han hecho esto, como lo indicábamos arriba, las traducciones francesa, española e italiana. Mencionando de entrada esa misión con

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1. Misión, vida, modo de vida: primeros retoques

En consecuencia, para articularlo mejor con los an-teriores parágrafos, proponemos este cambio para el co-mienzo del § IV:

“Missionis Apostolorum participes, ipsam eorum vitam participamus secundum formam a s. Dominico con-ceptam, vitam communem unanimiter agentes, in profes-sione consiliorum evangelicorum fideles, in communi cele-bratione liturgiae praesertim Eucharistiae et officii divini atque oratione ferventes, in studio assidui, in regulari ob-servantia perseverantes”.

[“Participando de la misión de los Apóstoles, parti-cipamos de su vida misma según el modo ideado por Santo Domingo, manteniéndonos unánimes en la vida común…”]

Ahí, al comienzo del parágrafo, destacamos el hecho mismo de participar nosotros de la vida de los Apóstoles, de su vida misma (ipsa vita). Nuestra misión es nuestra misma vida y no otra cosa. Para nosotros, como para los Apóstoles, misión y vida son apenas dos aspectos, dos maneras de ver un don en el otro, que se considerarán distintas y se ordenarán de modo diferente solo por las circunstancias y el punto de vista en que cada uno se sitúe (Hch. 20, 24). Si la misión de los Apóstoles es nuestra misión, es porque participamos de ella, como se lee en las primeras palabras. Y otro tanto hay que decir de su vida:

su adjetivo “apostólica” como lo hace aquí el § IV, sin que antes se hubiera mencionado explícitamente envío alguno, el texto actual pare-ce referirse a lo “apostólico y romano” (la misión podía ser la misión recibida del Papa mencionado en los §§ I y III), si no es que se queda en la vaguedad con que se viene usando la palabra “misión” y que haría perfectamente posible traducir aquí apostolica missio por “una misión apostólica”.

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ésta se hace nuestra también por participación, y más exacta-mente, por ser nosotros partícipes de su misión. Con la vida no aparece realmente otra participación, puesto que en la mi-sión de los Apóstoles está inseparablemente involucrada la vida de los Apóstoles. En la misión se juega la vida misma10.

Pienso que normalmente el que lee al comienzo de ese parágrafo la palabra “vida”, la entiende como “género de vida” (por algo se habla hoy tanto de nuestro estilo de vida). Así entendida, no habría problema de redacción si ella “se añade” (es el sentido que da la partícula quoque) a la finalidad apostólica o a la acción de seguir a Cristo, tal como se conciben en los parágrafos anteriores. El P. Vicaire, por su parte, creía ver ya aquí en el § IV un binomio, cons-tituido por los términos “misión y comunión” que estruc-turan dos parágrafos ulteriores de esta misma Constitución fundamental: el VI y el VII11. Pero uno no encuentra en todo el § IV la palabra ‘comunión’ como sí encuentra la palabra ‘vida’ (‘comunión’ estaba en un texto de la comisión central del Capítulo de River Forest que finalmente fue abandonado).

10 Un antecedente o ejemplo que puede ilustrar esto son los títulos de los dos primeros capítulos de la Constitución dogmática sobre la divina revelación. Al fin y al cabo, “la vida era la luz de los hombres” (Jn. 1, 3). Como lo dice el título del primer capítulo, allí se trata primero de la revelación misma (ipsa revelatione), y luego, como lo dice el título del segundo capítulo, de su transmisión (revelationis transmissione). Es notable la compenetración que allí alcanzan la Revelación y su trans-misión, con todo lo que esta última implica de misión y predicación apostólicas y de canales que traen hasta nosotros la Palabra de vida. Pues bien, en nuestra Constitución fundamental la revelación es la vida misma, y la transmitimos con la misión (que en este sentido es su trans-misión).11 “Nuestras constituciones dominicanas. Constitución fundamental”, en CIDOMINFOR (Centro Internacional Dominicano de Información), 22-III-1969, pp. 73-85.

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La palabra que figura de hecho con misión es vida, y la comu-nión debía presuponerla. Así que, si no revisamos la redacción del actual § IV, la misión y la vida seguirán expuestas al per-manente riesgo del paralelismo. Que es lo que sucede cuando nos quedamos observando la forma (es la palabra usada aquí en el texto latino) que la vida de los Apóstoles fue tomando en manos de Domingo cuando deliberaba con sus primeros hermanos. Nos reducimos entonces a la consideración de los “elementos, que no pueden cambiarse substancialmente” (ade-lantando de nuevo, como en el caso del binomio, algo que se dice más adelante, esta vez en el § VIII sobre la forma vitae, y los elementa vitae, inspiradores de las formas vivendi).

Y eso es justamente lo que parece leer el Maestro de la Orden Fr. Aniceto Fernández en el § IV tal como lo pre-senta en su carta de promulgación del LCO de 1968 (apar-tado III). Allí dice él simplemente que la Constitución fun-damental, texto principal del LCO y codificado de primero, contiene eso: los elementos esenciales de nuestra vida, que no pueden cambiarse substancialmente; y para ilustrar esto cita no el § VIII, que califica más o menos así dichos ele-mentos, sino precisamente el IV. Lo cual quiere decir que en aquellas circunstancias, más que la vida de los Apósto-les, interesaba la forma que tomó ella en nuestra Orden; o sea, más que la vida, más que la existencia, interesaba la esencia, y nos quedábamos tasando con este recipiente aquel don que Dios no hace sin tasa ni medida.12 Así no

12 A Étienne Gilson le oímos hace años en Bogotá estas apreciaciones: “En el ser finito nada puede añadir perfección al acto de existencia. Porque el acto de existencia viene de Dios y tiene a Dios por término”. Principio que ilustraba con la siguiente comparación: “Pensemos en un organismo político y nos será muy fácil definir ampliamente las fun-ciones de los altos funcionarios, de los ministros del despacho, porque están circunscritas y delimitadas; pero no podremos hacer lo propio en

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logramos entroncar en la vida misma la acción apostólica.

Insistimos: este § IV no debe limitarse a presentar un estilo de vida: ante todo ha de entroncar la misión en la vida. Y es de lógica que, si en los tres primeros parágrafos la idea de apostolado la tomamos de los Doce, la de los Doce deba ser aquí la vida que vivimos.

Ya podemos enorgullecernos de tener muy bien di-señado nuestro estilo de vida en este parágrafo. ¿No debe-ríamos interesarnos más por averiguar en qué estado se en-cuentra él y cómo contribuir a que siga existiendo? En este parágrafo está lo esencial de nuestra vida, decimos. Y se podría pensar que en el concepto de forma sigue presente lo esencial, que se presuponía en las Constituciones anteriores cuando hablaban de medios substancialmente inmutables (Const. Gillet n. 4). En los elementos esenciales, como los llamaba el P. Aniceto Fernández, y que aquí se enumeran, estaría implicada la forma substancial de nuestra vida. Pero conviene remontarse a la razón que había para que nuestro Padre pudiera concebir esta forma: antes había sido conce-bido él mismo, y con esa criatura bautizada salía a luz una nueva existencia.

A ver si resulta más clara esta idea expresándola de esta otra manera. La vida de los Apóstoles había sido re-considerada y recreada infinidad de veces en la antigüedad, en la tradición agustiniana, en la ebullición evangélica de la época en que vivió nuestro Padre Santo Domingo, de modo

tratándose del Jefe del Estado, porque él resume y personifica el poder público en general. Noción vaga en apariencia, pero sustanciosísima en realidad. Dándole esencia, es decir, concretando sus funciones, limi-taríamos su poder” (La existencia en Santo Tomás de Aquino, Bogotá, 1956, pp. 29-30).

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que en la multiformidad de sus apariciones podía ella dar la impresión de un gran todo necesitado de refundición. Santo Domingo venía a darle forma, y así nació la Orden de Pre-dicadores. Pero ¿y de dónde le vino a él la forma? La forma fue fruto de una formación, y esa formación fue gestación, y más que de una idea, gestación de Cristo mismo en la per-sona de Domingo: donec formetur Christus in vobis13. Bus-quemos, pues, algo que nos evoque la vida misma de Cristo y de sus Apóstoles; quizás hallemos luces sobre ella en el Doctor Común. Un texto muy a propósito para ilustrarnos aquí es el de la Summa theologica I, 18, 2, que convendrá leer y tener muy en cuenta.

Allí presenta el Aquinate lo que es la vida en térmi-nos muy apropiados para el caso de nuestra misión y nues-tra vida. Él muestra cómo en toda actividad está implicada la existencia misma. La vida se manifiesta en la acción, en las obras, que por ello se pueden llamar las opera vitae14. Y aquí es de notar el paso espontáneo y casi imperceptible de determinada actividad a la vida misma, o en otras palabras, al ipsum esse de quien la ejercita. Por eso se puede llamar vida a la actividad, sobre todo a la que se ejecuta por hábito y por consiguiente con gusto: las ocupaciones habituales de

13 Con solo aceptar que somos “partícipes de la misión de los Apósto-les” nos encontramos ya en el terreno de la metafísica de la participa-ción, que campeaba en los ambientes en que se formó nuestro santo fundador. Ahora bien, allí la palabra forma “no enuncia la causalidad formal si no es en dependencia de la causalidad ejemplar”. A contrapelo de “lo formal” que enseñará a buscar siempre en ella el aristotelismo, la forma essendi (traduzcámosla por ‘la razón de ser’), “forma primera de toda realidad, es más divina que terrestre”. “Ser, el ser puro y simple de las cosas, es el mismo ser divino, del cual esas cosas reciben la existen-cia, mientras que el ser propio de ellas es ser algo” (M.-D. Chenu, La théologie au douzième siècle, París, 1957, pp. 382-383).14 Ver también II-II, 179, 1 ad 1.

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una persona se consideran su vida. Pero, pasando a hablar con propiedad, la vida es el hecho mismo de estar vivo, condición la menos mudable y en manera alguna accidental.

Apliquemos esto a la vida dominicana. En nuestros tra-bajos misioneros y en la parte que tomamos en la misión de los Apóstoles está implicada la vida misma (ipsa vita), la de ellos y la nuestra. Si en la vida de la Orden hay elementos que no pueden cambiarse substancialmente, esto se debe a la vida misma que se nos ha dado. Es cierto: el modo de vida ideado por Santo Domingo, con los elementos que podemos distin-guir en él, es muy actual y muy perfecto, pero lo que le da esa actualidad y esa perfección es la vida misma que recibimos de los Apóstoles. Si nos abrimos a la vida que nos transmiten los Apóstoles, viviremos. Si no luchamos por vivirla, será vano cuanto hagamos por salvaguardar sus elementos.

Todo lo que implica como vida para los Predicado-res de hoy su participación en la misión de los Apóstoles debería apreciarse mejor al pasar de los §§ II-III al IV de la Constitución fundamental. Profundización que es perfec-tamente explicable a partir de nuestra propia experiencia religiosa: cumpliendo con la misión recibida de Cristo, el discípulo se va haciendo consciente de la vida a que ha sido llamado. Entonces el apostolado, y en el mejor de los casos la vida de los Apóstoles, se hace su estilo de vida, más aún su vida misma15. Entonces se empieza a atender no simple-

15 La relación de la cláusula absoluta que abre el § IV –“participando de la misión de los Apóstoles”– con el hecho de “vivir su vida” es de suyo una relación de simultaneidad o coexistencia. Antes de vivir la vida de los Apóstoles, somos misioneros en potencia; lo que nos pone en acción es esa vida. Podría averiguarse la razón exacta de esta simultaneidad: ¿actuamos como apóstoles por vivir como apóstoles? ¿O es a la inversa: vivimos como apóstoles por actuar como apóstoles? Solo por el contex-

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mente a la vida como idea, sino a la vida misma como pode-mos intuirla ya en los primeros discípulos, en los Doce, en San Pablo. Para ellos la vida se cifraba en Cristo (Flp. 1,21).

Antes de pensar en qué elementos forman parte de la vida apostólica dominicana, el lector atento ha de poder cap-tar, desde los primeros renglones, esta primera aparición de la vida de los Apóstoles en nuestras Constituciones, cuando se asocian la participación en su misión y la participación de su vida. La noción de vida que aquí aflora ha de sugerir ya algo de lo que nuestro fundador podía pensar de la vida de los Apóstoles, y de un Apóstol como Pablo cuyas epístolas lo acompañaban siempre. Por otra parte, no ha de desentonar ni desdecir de lo que al final del parágrafo le pedimos prestado a Santo Tomás para enaltecer la contemplación que redunda en bien de la predicación. No es infrecuente que nosotros, al referirnos a la Constitución fundamental, pensemos más en los elementos de nuestra organización que se muestran más llamativos, y menos en el espíritu que da vida a la Orden.

El propósito que nos mueve al abordar el estudio de este § IV es, como ya lo decíamos, el de contribuir a que la vida propia de nuestra Orden surja con naturalidad en este parágrafo a partir de la premisa puesta al comienzo –somos partícipes de la misión apostólica–. Y a que esa vida se infiera con rigor de dicha premisa. Para despejar el texto en que se desarrolla el raciocinio y calibrar éste en lo que significa y en lo que actualmente lo oscurece, vamos a detenernos en cada una de las palabras que proponemos introducir al comienzo del parágrafo.

to se puede colegir el tipo de relación que une una cláusula con otra, y lo más sensato será dejar abierto el texto en espera de que nuestros análisis nos den mayores elementos de juicio.

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“Participamos…”

Conviene apreciar en su sentido preciso y su valor la afirmación con que se abre el § IV. El verbo principal de la oración es assumimus y, dada la construcción de ésta, es un verbo que repercute en el sentido en que se tome el participes de la cláusula absoluta que da inicio a la ora-ción, de suyo menos claro; es un verbo que además, con los complementos que lleva –baste mencionar ‘la vida’ del complemento directo (vitam Apostolorum) y los predica-dos referidos también a asuntos duraderos (la virtud de la fidelidad, de la asiduidad, de la perseverancia)– resul-ta notoriamente inadecuado. ‘Asumir’ se usa cuando se trata de tomar para sí una responsabilidad o un trabajo concretos, o también, en el lenguaje más actual, de aceptar una situación molesta o un hecho inevitable. Lo que uno asume, lo asume en un determinado momento, cuando se hace cargo de ello. Se dirá que alguien “asume la vida” día tras día, venga como viniere, pero eso se entiende bien de unas personas, no de una Orden como tal. Por más tiempo se asumirá no la vida, sino una forma de vida, que es como el texto constitucional entiende aquí ‘vida de los Apósto-les’. Pero esta forma de vida se asume por un compromiso, y no por solo unos hábitos. Esas incongruencias no las tiene “participar”, que es el verbo que proponemos para reemplazar “asumir”.

Necesitamos precisar el sentido de los dos ver-bos, ‘asumir’, que proponemos reemplazar, y ‘participar’, con el cual proponemos reemplazarlo. Y hay que clarifi-car el sentido que tiene el verbo assumere no solo en el uso que se le da hoy, sino en el que le dan ya los textos latinos especificándolo frente al simple sumere, ‘tomar’. Assumere significa “prendre [sumere] en ajoutant [ad],

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s’adjoindre”; verbo frecuente en el latín de la Iglesia, ano-tan Ernout y Meillet, que dan la traducción que aquí re-cogemos y que la ilustran citando a San Hilario: Sustinuit ergo improperium propter Deum, dum alienum a natura sua corpus assumit, “Por Dios aguantó afrentas cuando asumió un cuerpo ajeno a su propia naturaleza”16.

Es necesario precisar también el sentido de parti-cipare, implícito en el participes del texto actual. Contra lo que podría sugerir a alguien la simple etimología latina (partem capere), en contextos teológicos como éste la idea de base es ‘tener’: tener parte, tener algo con otro o de otro. No es propiamente ‘tomar’ algo. No tiene el sentido de la participatio del LCO 1, § VII, donde se trata del régimen de la Orden. El abstracto participatio, desvinculado de los contextos teológicos, se presta para los más variados usos. En ese parágrafo VII la participación se entiende muy en el sentido que suele tener en las lenguas modernas, en forma tanto ascendente como descendente, de la base al vértice y del vértice a la base; y así, por ejemplo, de la participación en la potestad que viene de arriba se dice que se asume “con la debida autonomía”. Eso está bien, pero estará mejor si, antes de la participación en la potestad, se ha garantizado la participación de la misión y de la vida. Por eso propo-nemos, en reemplazo de assumimus, continuar con la mis-ma idea del participes y decir participamus. Si se dice que participamos de la vida de los Apóstoles, nos ahorramos un equívoco y mantenemos la coherencia entre la forma de recibir la misión y la forma de recibir la vida.

16 Tractatus super psalmos, In psalm. 68, 9, en A. Ernout - A. Meillet, Dictionnaire étymologique de la langue latine, s. v. sumo.

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Ilustremos esta forma superior de participación con algunos testimonios. El vidente del Apocalipsis se presenta así: “Ego Ioannes frater vester et particeps in tribulatio-ne et regno (vuestro hermano y copartícipe en la tribula-ción…)…” (1, 9). Y el apóstol Pedro, en su primera carta, se dirige a los presbíteros con estas palabras: “Seniores ergo, qui in vobis sunt, obsecro consenior et testis Christi et parti-ceps gloriae quae revelabitur (yo presbítero con ellos, testigo de la pasión de Cristo y coparticipe de la gloria…)…” (5, 1). Allí hay que entender el “partícipe” como “copartícipe”, en consonancia con “hermano” y con “presbítero con ellos” respectivamente. Uno y otro Apóstol se consideran copar-tícipes de aquellos a quienes se dirigen17. De modo que, si ellos nos explicaran las primeras palabras del § IV, podemos razonablemente presumir que se considerarían ellos mismos copartícipes con nosotros de la misión y la vida apostólicas. Teniendo en cuenta la amplitud de la participación a que se refieren uno y otro Apóstol, agregamos aquí otras referen-cias, y ante todo a estos textos del Nuevo Testamento que nos hacen ver la grandeza de la vocación implicada en nuestra misión y nuestra vida: Heb. 3, 1 (“partícipes de la vocación celestial”) y Col. 1, 12 (hechos por Dios “idóneos de tener parte en la herencia de los santos en [el reino de] la luz”).

Todos estos textos nos muestran lo que significa, en lenguaje cristiano, tener algo con otro o de otro Con bie-nes que no menguan al repartirse el “tener parte en” pasa a segundo plano, y lo más importante no será una propiedad que se adquiere, sino la comunión a que nos admiten las personas18. Aquí no se trata de un objeto del cual, repartido, 17 La interpretación de los textos bíblicos y patrísticos se basa en Nor-bert Baumert, KOINONEIN und METECHEN – Synonym?, Stuttgart, 2003, particularmente pp. 30-32, 522-524.18 He aquí todavía dos textos patrísticos, accesibles en el Oficio de lec-

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no recibamos sino una porción; en ese sentido recibir la misión y la vida no es para nosotros recibirlas recortadas, sino recibirlas pro modulo nostro. Es como el lote que ne-cesita cada familia israelita en la heredad de la cual es partícipe. El verbo usado en Heb. 3, 1 (metécw) no signi-fica tomar, sino tener algo con otros o de otros: en nuestro caso, tenerlo de los Apóstoles, y con ellos tenerlo de Otro, el primer Apóstol, Jesús (así llamado allí mismo). Estos son testimonios apostólicos que nosotros no podemos desesti-mar. Ya hechos partícipes de la misión de los Apóstoles, no vamos a hacer de su vida el objeto de una nueva opción –agregándole a la primera algo ajeno (alienum diría San Hilario), como lo da a entender el texto actual del § IV–, re-ducida a un modo especial de vida, sin referencia clara a su raigambre apostólica. Debe quedar por lo menos insinuado que, en nuestra misión y nuestra vida, somos copartícipes de los Apóstoles y, con ellos, del mismo Cristo.

Podría argüirse que no se justifica cambiar un ver-bo por otro por el solo deseo de ganar unos matices. Pero el problema es de más fondo. Hemos dicho que lo que uno asume, lo asume en un determinado momento, cuando se hace cargo de ello, que en nuestro caso sería el día de nuestra profesión religiosa. Es obvio que, si hemos de ser partícipes de la misión apostólica, no podemos no asumir

tura, que mantienen la misma atmósfera religiosa de la participación: San Ignacio de Antioquía, Ad Eph. 4, 2: “Utile itaque est in immaculata unitate vos esse, ut et semper participetis Deo” (Liturgia de las Horas, dom. II per annum). - San Ireneo, Adv. haer. 4, 20, 5: “Quemadmodum enim videntes lumen intra lumen sunt et claritatem eius percipiunt, sic et qui vident Deum intra Deum sunt, percipientes eius claritatem. Vivi-ficat autem Dei claritas: percipiunt ergo vitam qui vident Deum” (Lit. de las Horas, miérc. de la III semana del Adviento; el verbo ‘participar’ está traducido allí por ‘percibir’ [percipiunt], y en la edición en español por ‘recibir’).

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con ésta y de una vez por todas la vida de los Apóstoles, pero eso se hace el día de la profesión. Y así llegamos a la prueba reina, imposible de esquivar, contra la idea de “asumir la vida” en la forma como lo propone el texto actual.

La impropiedad de la expresión “asumir la vida” salta a la vista sobre todo viendo el modo tan extraño de “asumirla” según el texto actual: no por la profesión que nos vincula a la Orden, sino por una serie de hábitos –que no otra cosa son los enumerados desde el “mantenerse unánimes en la vida común” hasta el “ser asiduos en el estudio y perseverantes en la observancia regular”–. Para Santo Tomás, se asume la vida religiosa en el momento de hacer la profesión, cuando se ingresa en una Orden reli-giosa haciendo los votos correspondientes19.

Por lo que respecta a la profesión religiosa en nuestra Orden, ese día “hacemos la profesión según la Regla del bienaventurado Agustín –basada fundamental-mente en lo que atestiguan los Hechos de los Apóstoles sobre la vida común de ellos– y las institutiones de los Frailes Predicadores”, cosa que tiene su parecido con lo

19 Aunque la expresión más usual es “asumir un estado” y no “asumir una vida”, esas son expresiones equivalentes, porque la vida que se asu-me es una condición de vida, o en otras palabras, un estado. Según San-to Tomás, ya Cristo, cuando pasó cuarenta días en el desierto y luego empezó a predicar, asumió la condición de vida “según la cual aliquis contemplata aliis tradit” (III, 40, 2 ad 3). Y más específicamente sobre la vida religiosa nos dice: “Non est facile quod plures habentes magnas possessiones hanc vitam assumant” (Summa contra gentiles III, c. 132 n. 3). Se trata ahí de un estado de perfección que se asume obligándose a perpetuidad a buscar la perfección de la caridad (II-II, 184, 4 y 5). Por eso escribe también: es más perfecto el “status religionis, in quo observantur consilia, quam status vitae saecularis, in quo simpliciter observantur praecepta” (Quodlibet IV, q. 12 a. 1 s. c. 4).

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que dice aquí de toda la Orden la Constitución funda-mental, es decir, que “asumimos la vida de los Apóstoles según el modo ideado por Santo Domingo mantenién-donos unánimes en la vida común”. La diferencia está en que aquí, en la Constitución fundamental, se entiende por asunción de la vida de los Apóstoles no la acción de emitir la profesión, sino la manera como vivimos la profesión una vez hecha. El acto de asumir una nueva vida, constitutivo normal de la profesión que se hace, resulta confundido con los hábitos propios de esa nueva vida, y confundido después de resultar por la otra par-te –incoherencia que ya habíamos señalado– añadido a la ‘misión apostólica’. El gran defecto de este texto es que el verbo que da sentido a la afirmación inicial del § IV –‘asumimos’– dice menos que todos los predica-dos que lo rodean. La vida vivida, que es lo que se que-ría definir aquí, queda reducida al momento de hacer el voto de vivirla, es decir, a lo observable el primer día.

Se hace necesario darle a esta afirmación inicial un verbo capaz de sustentar el conjunto de los hábitos ahí enumerados. Cambiemos el verbo, como propone-mos, y veremos que no solo se elimina un contrasen-tido, sino que se ganan otros puntos. Para la trascen-dental declaración constitucional con que se abre el parágrafo el verbo que viene bien es “participar”, que como ya el “partícipes” implica una profundidad, una permanencia, una perspectiva teologal que en “asumir” no aparecen. Y así se ajustan bien a dicha declaración los complementos circunstanciales que se le añaden para precisarla (ya desde: “según el modo ideado por Santo Domingo”). Y además resulta destacado el para-lelo de “partícipes (de la misión)” con “participar (de la vida)”, pues acercamos este verbo a su complemen-

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to, en aras de la perspicuidad y como de hecho lo hacen las traducciones a las lenguas oficiales de la Orden20.

Se verá mejor lo necesario que es cambiar el verbo si analizamos un poco la manera como se ha llegado a aclarar, a raíz del Vaticano II, lo que significa asumir una nueva vida haciendo la profesión –que es lo que en con-texto religioso se ha entendido por ‘vitam assumere’–, y más exactamente la profesión en nuestra Orden.

Fijémonos en el modo como tradicionalmente “he-mos asumido la vida religiosa” los dominicos. El modo como hacemos la profesión en nuestra Comunidad se ha caracterizado por su extrema sobriedad. Y tanto es así, que hubo que ajustar ese rito a lo que la Santa Sede nos exigió con base en lo enseñado por el Concilio Vaticano II sobre la bendición espiritual –llamada así por referencia a Ef. 1, 3– que la Iglesia imparte a quien hace la profesión religio-sa (Lumen gentium 45, al final). Tengamos en cuenta que, cuando se elaboró la Constitución fundamental (1968), nuestra profesión religiosa no era un acto litúrgico, y que por otra parte apenas se empezaba a ejercitar una predica-ción también litúrgica, datos que nos llevan a pensar que no contábamos con una formación que nos sensibilizara ante la índole sacramental de nuestra vida y misión.

20 Ya iniciando el apartado A. Cómo se desarrolla el argumento en el § IV hacíamos notar lo forzado que resulta intercalar entre el comple-mento directo y el verbo un complemento circunstancial, como si se esperara una traducción así: “…también la vida de los Apóstoles según el modo ideado por Santo Domingo la asumimos”. Esa propensión a retrasar la primera aparición de un verbo en forma personal (finite verb) hace muy pesados los primeros renglones de este y de otros parágrafos de la Constitución fundamental, como el II y el VIII.

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En un texto que acompañaba la petición hecha a la Santa Sede de confirmación para el nuevo rito de nuestra profesión, reconocía el P. Pierre-Marie Gy que “la consi-deración de la profesión religiosa no solo como realidad canónica o de consagración personal a Dios, sino con toda propiedad como bendición espiritual y consagración hecha por Dios, constituye un valor autentico que merece nues-tro respeto.”21. La Santa Sede exigía que nuestra profesión apareciera claramente asociada, como oblación, al sacrificio eucarístico. Eso significaba que había que desarrollar ritual-mente lo que, para un tomista, implicaban ciertos principios de la teología. Como añadía el P. Gy, “esta unidad profunda entre voto de religión (u ofrenda) y consagración hecha por Dios se armoniza en la visión teológica de Santo Tomas con la doble función cultual y santificadora de los sacramentos y, más ampliamente aún, con el doble movimiento de exitus y reditus de la salvación del hombre y de su retorno a Dios”.

Santo Tomás conoce el valor y la significación de esta que él llama bendición o consagración espiritual; y lo que es más notable, no separa de ella la profesión que se emite. Incluso, por el puesto que esa oración consagrato-ria ocupa tanto en la celebración del sacramento del Orden como en la profesión solemne de los religiosos, pone él en paralelo estas dos formas de consagración. Observemos que en uno y otro caso la asunción del nuevo estado no prescinde de la consagración de que es objeto el candidato. De manera que al religioso lo hace, junto con la irrevocable oblación de sí mismo, la consagración por la que Dios lo toma a su servicio: “Se acude a la solemnidad del voto en la recepción de una Orden sagrada cuando se destina a alguien

21 “Sur le caractère consécratoire de l’acte même du voeu solennel dans la théologie de saint Thomas”, AOP 1998, jul.-dic. p. 410.

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al servicio divino, y en la profesión de determinada regla cuando alguien asume el estado de perfección renunciando al siglo y a la propia voluntad. […] Esta solemnidad se da no solo por los hombres, sino por Dios, por cuanto impli-ca una consagración espiritual o bendición, cuyo autor es Dios aunque el ministro sea un hombre”. “Con determinada solemnidad y bendición se asume el estado episcopal y se celebra también la profesión religiosa”22.

La Orden obtuvo de la Santa Sede el poder conser-var el tenor y la sobriedad de la profesión solemne con que los dominicos de todos los tiempos se han incorporado a ella, y accedió a dejar como opcional para nosotros la “so-lemne bendición o consagración” prevista en el Orden de la Profesión religiosa promulgado después del Concilio, pero a condición de que cuando se omita se la reemplace por la siguiente aclaración que debe hacer el Prior:

“Muy queridos hermanos, por esta profesión solemne os habéis entregado a Dios y a su voluntad: así pues, por el ministerio de la Iglesia, Dios en persona os ha consagrado a sí mismo”23.

Según eso, si nosotros al profesar hacemos dejación de nosotros mismos en manos de quien gobierna nuestra Comunidad, es porque Dios mismo (Deus ipse) nos toma a su servició y nos consagra. Es sintomático el uso de una conjunción ilativa –igitur, igual al ergo de los silogismos– que sirve para inferir, de nuestra profesión y nuestra entre-ga, la consagración divina que les da su sentido profundo: Deus igitur ipse. Reconozcamos que esa es una conclusión teológica no fácil de sacar, por parte de un joven neopro-

22 II-II, 88, 7 co. et ad 1; De perfectione, c. 16 co. 23 Rituale professionis ritus, Roma, Santa Sabina, 1999, p. 57 (n. 73).

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feso, de las premisas contenidas en la fórmula de su profe-sión. Efectivamente el silogismo está incompleto, porque deja sobrentendida una premisa; está expresado en forma de entimema, y habría que hacerse cargo de su contenido, sin premura. Esto nos hace pensar que, sea para pronunciar la oración de bendición, sea para reemplazarla con la acla-ración citada, en nuestra Comunidad se necesita conocer las implicaciones que esa opción ritual tiene. Hay que co-rresponder a la especial muestra de confianza que la Iglesia ha dado a nuestra Orden concediéndole esta libertad: a la Orden de los dominicos, que –así pensarían en el Vaticano– para algo tendrán como Doctor al Angélico.

Esas son implicaciones teologales de un acto de vir-tud que no es teologal, sino moral: la virtud de la religión. Y hay que atender a ellas también en la manera como se presenta en la Constitución fundamental nuestra vida con-sagrada.

“…de su vida misma”

Sin duda está más en el horizonte de nuestras aspi-raciones asumir una misión, o hacer profesión según una regla y unas constituciones específicas, o incluso entregar-nos a Dios asumiendo un nuevo género de vida. En cambio, aceptar cambiar nuestra vida por la vida de los Apóstoles, o que Dios nos tome a su servicio consagrándonos él mis-mo a lo que quiera hacer de nosotros, no entra fácilmente en nuestras previsiones y parece menos apetecible. Asumir una misión sabiendo con qué medios contamos para llevar-la a cabo, y asumir un género de vida que nos permita utili-zarlos, es más comprensible, sobre todo si se pueden prever unos plazos y unos posibles ajustes. Mas para aceptar un cambio de vida como el que hubieron de aceptar los Após-

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toles tenemos que volver a nacer, y todo un maestro, como lo leemos en San Juan, se extrañó de tamaña exigencia: no era capaz de entender estas cosas (Jn. 3, 1-10).

Teniendo esto presente volvamos, de los votos que hacemos asumiendo una nueva vida, a la vida misma de los Apóstoles. En el rito de la profesión solemne se ha dado un paso de la idea de un compromiso moral al reconocimiento explícito de la iniciativa de Dios que nos llama y nos consa-gra (cf. Is. 49, 1; Jer. 1, 5). Un paso análogo es el que vemos necesario dar, en la Constitución fundamental, de una vida, y quizás ya una misión, que asumimos nosotros, a una vida y una misión de las cuales se nos hace partícipes. Si en nues-tra profesión somos consagrados por Dios mismo, en nuestra misión y nuestra vida somos hechos partícipes de la misma gracia con que él consagró la misión y la vida de los Após-toles. Ellas no son una atribución que nos tomamos. Son una bendición que recibimos inclinando la cabeza.

Es unilateral, como lo veíamos, el afán de dar con la esencia de la vida dominicana, esencia que se busca y se adivina en la forma ideada por Santo Domingo y en los ele-mentos esenciales substancialmente inmutables. Ahora que hemos abordado el tema de la participación de la misión de los Apóstoles ¿no habrá llegado el momento de poner alguna sordina a aquellas expresiones? La misión y la vida de los Apóstoles no fueron creación de ellos, son una gracia que Dios ha creado con ellos para el mundo. En cambio, la forma de vida dominicana sí que es una “forma ideada o concebida (un estilo de vida conceptus) por Santo Domingo”24. No hay 24 No hay razón para querer destacar por sobre la vida de los Apóstoles la forma como participamos de ella. Desde luego que de algún modo tenemos que participar de ella, pues todo lo que se recibe por parti-cipación se recibe de algún modo: “Ubicumque est aliquid receptum,

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paridad entre lo uno y lo otro. La idea de participación intro-ducida en las primeras palabras del § IV no pueden quedar allí sin alguna repercusión25.

Se hace necesario destacar la vida de los Após-toles como tal. Y esa es la función del ipsam que pro-ponemos añadir a vitam. Contra lo que alguien podría pensar, la expresión ipsa vita no es propiamente un con-cepto nuevo que queramos introducir, ni designa como

oportet ibi esse modum, cum receptum limitetur secundum recipiens” (Q. d. de veritate, q. 21 a. 6 ad 5).25 A este propósito, prestemos atención a las consideraciones que se hace sobre el ser y la participación un filósofo tomista: “Si el mundo se constituyera por formas, materiales o separadas, la relación entre la for-ma suprema y las inferiores sería de simple semejanza y de causalidad extrínseca, pero difícilmente hubiera podido hablarse de participación. Cada forma, constituida en sí misma por su actualidad, ofrecería la po-sibilidad de ser comparada con otras formas e incluso de ser colocada en una escala de perfección entitativa. Pero faltaría un fundamento para la distinción entre el ente ‘per essentiam’ y el ente ‘per participatio-nem’. Cada una de las formas posee el ser en sí misma y en nada se diferencia, respecto a esa posesión, de las formas elevadas. Solo cabría la distinción entre las formas separadas y las materiales por cuanto estas últimas están sujetas a destrucción […]. La vinculación de las criaturas con el Creador a través del ‘esse’ permite, por el contrario, establecer una relación de participación en sentido estricto. El ser de las criaturas es parte de una plenitud entitativa que solo en Dios alcanza realidad”. Y para nosotros ¿qué implica ser apóstol “per participationem”? Más adelante encontramos algo que nos puede ilustrar al respecto, teniendo en cuenta que, para hacernos partícipes de la misión y vida apostóli-cas, Dios infunde en nosotros unos hábitos: “Para Santo Tomás existe una contraposición entre la posesión “per essentiam” y la posesión de algo mediante unos hábitos. Estos últimos explican precisamente cómo se puede participar de una realidad exterior que se añade a la perfec-ción esencial del sujeto participante sin constituirla (José María Arto-la, Creación y participación. La participación de la naturaleza divina en las criaturas según la filosofía de Santo Tomás de Aquino, Madrid, 1963, pp. 166 s y 203).

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tal una determinada esencia, y ni siquiera es una expre-sión que conserve sentido alguno al sacarla de la fra-se. Aclarando esto aún más: el adjetivo ipsa no puede calificar nada si no es formando parte de una oración con algún nombre o pronombre (fuera de una oración no tiene sentido, como no lo tiene ipso en ‘ipso facto’). Lo que ipsa vita designa aquí es un hecho, el hecho de vivir nosotros la vida de los Apóstoles (ipsa no es ad-jetivo especificativo ni atributivo, sino predicativo que singulariza o circunscribe un elemento dentro de la fra-se); lo que aquí hace es sacar a primer plano esa vida. Sin el ipsam nuestra vida no aparecerá propiamente como vida recibida de los Apóstoles, y la apostolicidad no será esencial a la vida de nuestra Orden. La vida de los Apóstoles se menciona, es cierto, en el texto actual, pero si no se la destaca de algún modo frente a lo parti-cular dominicano (es decir, frente al complemento cir-cunstancial secundum formam a s. Dominico conceptam con todo lo que le sigue), lo que nosotros heredamos seguirá siendo no propiamente “la vida de los Apósto-les”, sino “la forma de vida ideada por Santo Domingo.

Las razones sintácticas que muestran lo necesario del ipsam aconsejaban ya el mismo predicativo aplicado a Dios en la aclaración que se hace a los neoprofesos según el Rito de la Profesión. Como lo hemos visto, del hecho de haberse entregado ellos a Dios y a su voluntad se desprende esta grandiosa verdad: “por el ministerio de la Iglesia, Dios en persona (Deus ipse) os ha consa-grado a sí mismo”. Pruébese a suprimir el ipse (Dios en persona, Dios mismo), y esa solemne declaración queda reducida a lo siguiente: Dios os ha consagrado a sí mis-mo por el ministerio de la Iglesia, esa consagración la ha llevado él a cabo a través de un delegado. Pero no vamos

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a insistir en estas palabras, muy bien escogidas, pero que el Prior no se sentirá obligado a pronunciar exacta-mente según están escritas. Se podrá aducir aquí como prueba un enunciado dogmático sobre la garantía de ve-racidad de que gozan los Libros sagrados, enunciado en que se lee igualmente la palabra ipse referida a Dios: pues bien, si se intentara suprimirla, se notaría en segui-da que, sin ella, no se conserva idéntico el sentido de la proposición. No queremos, sin embargo, recargar más esta argumentación, y para el lector interesado presen-tamos ese enunciado aquí en una nota de pie de página26.26 Apliquemos a este propósito la relación que existe entre la Reve-lación y su transmisión tal como la veíamos en una nota anterior. La Constitución Dei verbum recurre a una afirmación clave de la encíclica Providentissimus, de León XIII, sobre lo que implica la participación de los autores bíblicos en la composición de los libros inspirados. Afirma-ción que podemos aplicar a la contribución que prestan los elementos propiamente dominicanos a la prolongación de la vida de los Apósto-les en la Iglesia. Los escritores inspirados eran verdaderos autores, y como a tales los puso Dios incondicionalmente a su servicio, para que produjeran obras que no por el hecho de ser completamente humanas son menos divinas. Podemos estar seguros de que en la Biblia está todo lo que Dios quiso, y solo eso. Esta es una apuesta muy riesgosa, ante la cual sin embargo el magisterio de la Iglesia no ha echado pie atrás. Pues bien, en la formulación de esa doctrina la soberanía y veracidad de Dios las deja incólumes el adjetivo ipse: en la Sagrada Escritura habla Dios mismo. Ipse, referido a Dios, es ahí una palabra imprescindible; y si el lector o el traductor no la tienen en cuenta, no pueden sacar de allí consecuencias incontrovertibles como la que saca aquel pontífice sobre la absoluta inerrancia de la Biblia: la autoría humana de los Libros sa-grados no les resta en nada su autoridad divina, y de ningún modo es posible sostener que puedan enseñar el error, apelando por ejemplo al principio de que humanum est errare. León XIII no duda en enseñar terminantemente: “Puesto que Dios mismo hablaba por medio de los autores sagrados, nada podía decir ajeno a la verdad”. (Lo mismo en-seña, recogiendo la enseñanza de aquel pontífice, la Constitución Dei verbum n. 11; ésta sin embargo acumula tantos elementos, que captar

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Hemos propuesto los primeros retoques al § IV y las razones que nos mueven a proponerlos. Volviendo a mirar esta larga oración inicial, observemos los planos que van apareciendo en ella: la misión apostólica, la vida de los Apóstoles, la forma dominicana con sus expresiones con-cretas (los elementos: la vida común, etc.). La forma ideada por Santo Domingo concretiza, por un lado, la vida de los Apóstoles que se menciona inmediatamente antes, y por otro unifica los elementos que para darle aún más concre-ción se enumeran inmediatamente después. Pero esos pla-nos hay que relacionarlos mejor.

Lo que crea la perplejidad en el texto actual es la subordinación de la “vida asumida” a la “forma ideada”: “la asumimos según la forma ideada por Santo Domingo”, como condicionando la vida al modo dominicano y a la se-cuencia de prácticas que lo particularizan. Después de la cláusula absoluta –“Partícipes de la misión de los Após-toles”–, que asienta la condición fundamental para que se pueda entrar a hablar de vida27, no hay que pretender leer

esa enseñanza en el texto conciliar no resulta tan fácil como captarla en su formulación pontificia, límpida y sencilla.) Sometamos, pues, a prueba la afirmación de aquel pontífice y leámosla suprimiendo “mis-mo”: se verá entonces cómo el complemento circunstancial “por medio de los autores sagrados” condicionará por completo la acción de Dios e impedirá que de aquella razón –Dios mismo hablaba por medio de los autores sagrados– se deduzca aquella conclusión –nada podía decir aje-no a la verdad–. Tendríamos que leer así: “Puesto que Dios hablaba por medio de los autores sagrados, nada podía decir ajeno a la verdad”. ¿De veras? Justamente porque hablaba por medio de hombres y se servía de autores humanos, no pudo evitar hacerse cómplice de sus limitaciones y sus errores.27 Empezando a analizar las primeras palabras de este § IV nos pre-

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más condiciones en este extenso complemento circunstan-cial con que termina la oración. Por ello, para distinguir ahí, sin separar, resaltamos “la vida misma” –y esto con la ayuda del predicativo ‘misma’ que la destaca–, y además adelantamos el verbo –el que hemos visto más adecuado, que es “participamus”– para unirlo directamente a su com-plemento “vitam”, palabras que el hipérbaton latino separa en el texto actual.

Esta oración principal, tal como aquí la retocamos, no enuncia directamente un tipo de vida ofrecido por los Apóstoles para que lo imitemos, sino que más bien recalca el hecho de que ellos comparten su vida con nosotros. El tipo de vida lo designa más propiamente el complemento circunstancial (secundum formam a s. Dominico concep-tam) con la palabra “forma”. La vida nos la dan los Apósto-les, y de la “forma” como la recibimos resulta el tipo de vida.

2. Misión y vida en un entimema

Tenemos ahora el campo despejado para seguir el desarrollo del raciocinio que articula este parágrafo. Pági-nas antes habíamos parafraseado en esta forma la premi-sa mayor: Nos entregamos de lleno a la predicación del evangelio (§§ I-III) como partícipes de la misión de los Apóstoles. En ella está indicado ya lo que declaró el papa Honorio III: cuando abrazados a la pobreza y profesando la vida regular nos dedicamos a la evangelización, estamos

guntábamos, en un pie de página, qué tipo de relación une esa cláusula absoluta con la oración principal. Desde el punto de vista de la sintaxis habrá que decir que aquella cláusula implica una condición, que por el contexto anterior se supone cumplida: Si es cierto que participamos de la misión de los Apóstoles, está claro que participamos de su vida (algo así como en la oración condicional de Mt. 6, 30). Esperamos que en la Proposición siguiente esto se vea ratificado.

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dejándonos guiar de un deseo que nos inspira Dios en su designio de conformar a los primeros tiempos de la Iglesia los tiempos que corren, en otras palabras, de ajustarlos a los tiempos apostólicos. La primera “forma de vida apostólica” la tenemos, antes que en Santo Domingo, en los Apóstoles, que en pobreza acompañaron a Jesús y fueron enviados por él a predicar (Mc. 3, 14). Allí no hay manera de yuxtapo-ner misión y vida. El añadir esta a aquella como lo hace el § IV en una simple transición redaccional –“Partícipes de la misión apostólica, también la vida de los Apóstoles la asumimos según el modo ideado por Santo Domingo”–, es síntoma de una consideración extrinsecista de la relación que las une. De seguro no se refleja ahí una teoría, sino sencillamente lo que se vive y se ve en la vida práctica de cada día. Como se vive se habla y se razona. Es como si la vida de los evangelizadores de hoy, o de los evangelizados, fuera un asunto privado de unos y otros, que no estuviera implicado en la misión u oficio de aquellos ni en el trabajo o la profesión de estos.

Aquí viene a ilustrarnos de nuevo el P. Marín Sola con una observación que hace a propósito de una idea, de suyo falsa aunque muy difundida, de lo que pertenece al depósito de la revelación cristiana. Muchos teólogos, piensa él, no tienen claro que lo que está teológicamente conexo con este depósi-to, como lo están las conclusiones teológicas estrictamente di-chas, está verdaderamente dentro de él. Nos ilustra sobre todo la analogía de que se sirve Marín Sola para explicarlo:

“A la misma o análoga confusión se presta aquello que todos decimos al hablar de la potestad eclesiástica. Es corriente decir que la potestad eclesiástica no se extiende so-lamente a las cosas espirituales, sino que se extiende también a ciertas cosas no espirituales, sino temporales. Tal lenguaje

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es materialmente verdadero y, por tanto, muy cómodo y muy útil en derecho canónico y en toda ciencia de carácter prácti-co o empírico; pero es formalmente falso, y por consiguiente, muy apto para extraviar la mente del filósofo o del teólogo, que solamente debe fijarse en el punto de vista formal, que es el que especifica y distingue las potencias y los hábitos. Siendo la Iglesia una sociedad formalmente espiritual, su po-testad no puede extenderse, formalmente hablando, sino a lo espiritual. Si decimos vulgarmente que se extiende también a algo temporal, no es en cuanto temporal, sino en cuanto re-lacionado con lo espiritual”. Tales relaciones son “relaciones de lo espiritual, relaciones espirituales”28.

Ahora se prefiere hablar de misión y no de potestad, pero son inseparables, como lo muestra el capítulo III de la Constitución dogmática del Vaticano II sobre la Iglesia. Según eso, una delegación apostólica ha sido una forma de misión y potestad apostólicas, y quien la concibiera únicamente con los criterios del derecho canónico, estaría a un paso de nivelarla con lo que los Estados entienden por misiones diplomáticas. En realidad las relaciones con los Estados, miradas a la luz de la teología, no son simétricas con las relaciones que esos mis-mos Estados mantienen con la Iglesia: aquellas trascienden a estas como lo espiritual trasciende a lo temporal.

28 O. c., pp. 462-463. Marín Sola tenía la suficiente experiencia para poder distanciar el lenguaje teológico del lenguaje de los canonistas. Consultado sobre el texto que se elaboraba para el Código de Derecho Canónico de 1917, propuso 73 innovaciones, 63 de las cuales fueron aceptadas por Roma y figuran en dicho Código. En los Estados Unidos la Universidad de Notre Dame le otorgó el título de doctor honoris cau-sa en derecho civil (tomo esos datos de la Introducción General escrita por su discípulo, el P. Emilio Sauras, para la edición de 1952 de La evolución homogénea del dogma católico).

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Por lo que hace a nuestro asunto, no se negará que lo que aquí escribe Marín Sola se aplica bastante bien a lo que ha hecho el § IV añadiendo la vida a la misión: el quoque es el mismo “también” que aparece dos veces aquí, en el texto que de él citamos29. La potestad que recibimos para la misión no podemos considerarla en un plano tan genérico como para poder adaptarla al ámbito de lo temporal igual que al de lo es-piritual, según lo dicten las circunstancias, y con criterios más o menos comunes que nos permitieran movernos a discreción en uno y otro plano. Esto sería atractivo: así se movería con holgura cada uno en virtud de la potestad recibida en su orde-nación sacerdotal, y la Orden, en virtud de la exención recibida del papa. Pero no pasa de ser atractivo. Es muy fácil reducir la misión a la potestad, una vez tomado el fácil camino de re-ducir la vida a la misión. Lo que entonces exhibiremos será la potestad, y si se nos compele a mostrar su fundamento, alega-remos nuestra misión, quizás con el riesgo de hacer del minis-terio que nos identifica –Orden de Predicadores– una simple razón social. Pero tarde o temprano tendremos que dar razón de nuestra vida, y dar razón de ella es mucho más que dar la razón social de nuestra Comunidad (Provincia o Convento).

29 Nos viene muy bien esta analogía de la potestad espiritual y sus rela-ciones para ilustrar el raciocinio propiamente teológico, como también el desarrollo del pensamiento en este parágrafo que estamos exami-nando. Este tipo de raciocinio, en su forma más conocida, consiste en desarrollar las virtualidades contenidas en el depósito de la Revelación, explicitando las relaciones o las propiedades de alguien o de algo. Es un procedimiento facilitado por la utilización de palabras abstractas, que hacen aparecer como esencias o como personajes la potestad, las relacio-nes y, en nuestro parágrafo, la misión, la vida, y así sucesivamente, hasta llegar finalmente a la contemplación, y la predicación, y la doctrina. Este nivel formal del lenguaje no es el más espontáneo, y de ahí, en la práctica, esas mezclas de lo formal con lo material que señala Marín Sola.

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A esta interpretación laxa que podría darse de nues-tro ministerio probablemente se instará: la idea de misión la tenemos muy clara nosotros en los tres primeros parágrafos de la Constitución fundamental. Eso es cierto, mas para que lo que allí leemos tenga pleno efecto, hay que hacer otro tanto con la idea de vida. Y a la concepción que de la vida tenía nuestro fundador llegó él viviendo la vida misma de los Apóstoles30. Atengámonos, pues, a ella y en ella concen-tremos ahora toda la atención. Ya las primeras palabras del § IV dicen lo esencial bajo la forma de un entimema, pero con semejante forma de yuxtaponer misión y vida la redacción actual no deja verlo. Por tal razón proponemos que dejemos asomar ese esbozo de silogismo reformulando así, como ya lo indicábamos, las palabras iniciales del parágrafo: “Partí-cipes de la misión de los Apóstoles, participamos de su vida misma”. Con esa leve modificación aparece de entrada un entimema, que de la misión va derecho a la vida. La premi-sa menor, omitida en este tipo de razonamiento, reaparecerá inmediatamente después.

Lo que tiene de entimema ese enunciado lo podremos apreciar quizás mejor comparándolo con otro silogismo del mismo tipo, bastante parecido en cuanto al fondo y de una im-30 Adelanto aquí una idea que sobre la vida de San Pablo se desprende de unos pasajes de sus Cartas, como lo veremos en seguida. Escribe él a los gálatas: “Si estamos vivos por el Espíritu, dejémonos conducir por el Espíritu” (Gal. 5, 25). La condicional es real: “Puesto que estamos vivos por el Espíritu…”, y ese hecho impone una forma de vida acorde con él, una forma espiritual de vida: “dejémonos conducir por el Es-píritu”. Esa consecuencia representa algo muy caro al Apóstol: ella le sirve para pasar de la fe cristiana a las costumbres cristianas. Y ese es igualmente el paso que marca el § IV de la vita mencionada primero –la vida de los Apóstoles– a la vita mencionada en seguida –desde “man-teniéndonos unánimes en la vida común”–, pues al fin y al cabo una y otra son vida en el Espíritu.

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presionante intensidad. Procede del genio oratorio del Padre Lacordaire y de la presión que en ese momento ejercía sobre él la necesidad de defender su causa en un tribunal. Inicia su alegato evocando su conversión y con ella, indisolublemente unida, su vocación sacerdotal. Alude con brevísimos trazos a los primeros años pasados en París y a lo que entonces le aconteció: “J’étais bien jeune encore: je vis cette capitale où la curiosité, l’imagination, la soif d’apprendre me faisaient croire que les secrets du monde me seraient révélés. Son poids m’accabla et je fus chrétien; chrétien, je fus prêtre”31.

“Chrétien, je fus prêtre”. Lacordaire no dice que, una vez cristiano, se hizo sacerdote, y menos aún que, cristiano, fue también sacerdote. Esos no son hechos que se suceden, como no se suceden para los dominicos la misión y la vida. Entre la unción de la fe y la unción sacerdotal no media ahí distancia alguna. El orador se hace, pero en cuanto a su vo-cación de sacerdote y predicador, Lacordaire ne devient pas, sino que aparece de repente como un predicador nato, nacido junto con su fe de creyente. Y en cuanto a la Orden de Predi-cadores, ¿cómo honrar su misión? Si entre nosotros empeza-mos a hablar de nuestra misión para luego hablar de nuestra vida, ¿no disonará cualquier palabra que deje ver entre ésta y aquélla el más mínimo intersticio? Por eso sobra y disuena la palabra ‘también’ (quoque) en el texto constitucional que analizamos, y por ello proponemos suprimirla.

31 Y de inmediato hace ver a sus oyentes por qué identifica de esa mane-ra el sacerdocio con el renacer de su fe y el descubrir la posibilidad de predicar el evangelio: “…Laissez-moi m’en réjouir, Messieurs, car je ne connus jamais mieux la liberté, que le jour où je reçus avec l’onction sainte le droit de parler de Dieu. L’univers s’ouvrit alors devant moi, et je compris qu’il y avait dans l’homme quelque chose d’inaliénable, de divin, d’éternellement libre, la parole!” Plaidoyer de M. l’abbé Lacor-daire, en Procès de L’Avenir, París, 1831, pp. 69-70.

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Lo que es la misión ya lo expusieron formalmente los tres primeros parágrafos, pero faltaba hacer otro tanto con lo que es la vida. Es lo que se adelanta a decir desde ahora la conclusión del entimema: la vida de los frailes do-minicos, si se inspira en la Constitución fundamental, es la vida misma de los Apóstoles. Queda faltando, desde luego, la exposición detallada de lo que formalmente constituye esta vida como vida propia de la Orden, de lo cual nos ocu-paremos cuando abordemos la premisa menor del silogismo en la Proposición que sigue a ésta, y concretamente en el apartado que titularemos: El modo de vida de Santo Domin-go, hecho suyo por nuestra Orden.

Pero esa formalidad, valga la palabra, es algo que ya está virtualmente contenido en estas palabras: “participamos de la vida misma de los Apóstoles”. Ya en ellas tenemos tema suficiente de meditación, conveniente para que el detalle de los elementos propios de la vida de nuestra Orden se man-tenga en la perspectiva adecuada. Y además muy necesario, no sea que el deseo de ir derecho a lo formal y oficialmente nuestro nos haga perder el gusto por esas virtualidades de la apostolicidad.

¿Qué excelencia particular distingue la vida de los Apóstoles para que sea tan deseable participar de ella? La historia de los movimientos renovadores de la vida cristia-na –es el tema de la imitación de los Apóstoles– nos ha he-cho ver cómo se apelaba a la vida de ellos, tal como quedó consignada en las narraciones y descripciones del Nuevo Testamento. Pero hay que atender también a lo que la teo-logía puede recabar de los escritos mismos de los Apóstoles, y sobre todo de San Pablo. Nos hace falta considerar la vida propia de la Orden en un horizonte más amplio, el de la vida apostólica introducida en la Iglesia con los Apóstoles y como

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ellos la entendían. Limitándonos a un solo testimonio, el del apóstol Pablo, ya pudieron aprender de él los gálatas lo que significa vivir después de la crucifixión de Cristo. Luego de reconocer que él ha muerto en la cruz con Cristo y que quien vive en él es Cristo, añade: “El que yo ahora, en la carne, esté vivo, es por la fe” (Gal. 2, 20). En todo este contexto utiliza Pablo no el sustantivo ‘vida’, sino el verbo ‘vivir’. Y es que él no se refiere aquí propiamente a la vida que lleva, sino al hecho de estar vivo y a la razón de que lo esté. La fe es la ra-zón propia y formal de que Pablo esté en vida, es su razón de ser en este mundo. Y como está vivo por la fe, también dice que está vivo por el Espíritu que habita en él (Rom. 8, 9). Y en ese hecho se basa para dictar una conducta a los creyentes: “Estar vivo por el Espíritu” es una gracia que hace posible “dejarse conducir por el Espíritu” (Gal. 5, 25)32. Aplicándolo a nosotros, esta fe y esta vida en el Espíritu son también para nosotros la razón de ser de la “misión apostólica” –la razón de ser de nuestra misión y de su apostolicidad–.

¿Podrá concebirse el encargo de una misión apostó-lica que no proceda de la vida de los Apóstoles? Para ver la pertinencia de esta pregunta, volvamos a Santo Tomás y a lo que de él leíamos sobre lo que es la vida misma, como tal: 32 Ya nos hemos referido hace un momento, en una nota, a estas palabras del apóstol Pablo. Para ello me baso sobre todo en el comentario de Hein-rich Schlier, Der Brief an die Galater, Gotinga, 1971. El distintivo de la vida como la viven y entienden los Apóstoles, y la documenta la Biblia entera, comparada con lo que entendían por vida los griegos, lo formula Trench con toda concisión y precisión, en su clásico Synonyms of the New Testament, diciendo que en la Biblia se dio a conocer a la humani-dad la Vida con que vivimos (vita qua vivimus, en griego zwh,), cuando los griegos se centraban en la vida que vivimos (vita quam vivimus, en griego bíoV). “La vida de los Apóstoles que nos da vida”, como titulamos el apartado que ahora concluimos, corresponde a esta diferencia señalada por Trench.

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hablando con propiedad, la vida es el ipsum esse de quien ejercita determinada actividad, o podríamos decir también que es el hecho mismo de estar alguien vivo33. Porque para nosotros ser es vivir, y dando un paso más, vivir es cumplir aquella misión.

Pensar que se pueda recibir la misión de los Apósto-les sin recibir la vida que reciben ellos de Cristo, sería como pensar en definir un ser creado sin necesidad de recurrir a su Creador, alegando que ese ser tiene su consistencia propia y sus causas intrínsecas34. Es cierto, pero esa consistencia le viene de muy arriba, con el ser que recibe, y por eso con Santo Tomás podríamos replicar así: la relación con el Creador no entra en la definición de los seres que hay en la creación, “la relación con Dios no pertenece a la esencia de las cosas crea-das; sin embargo, la existencia de las cosas creadas no puede entenderse sino como participación del ser divino (esse, quod rebus creatis inest, non potest intelligi nisi ut deductum ab esse divino)”35. Participación del ser divino, traducimos; pero apu-

33 I, 18, 2. 34 Es interesante la observación que hace Gilson sobre lo poco que se piensa en el hecho mismo de existir algo, siendo el presupuesto básico para todo lo que pensemos y digamos–. “Físicos y biólogos dan por he-cho que hay seres y que el mundo existe. Nada más divertido que ver a un sabio en poder de repentinos escrúpulos metafísicos al ser preguntado acerca de la existencia. Su respuesta se limitará a decir que es una noción que no halla en la ciencia. Y tiene razón. A la ciencia no le toca ocuparse de la existencia” (La existencia en Santo Tomás de Aquino, pp. 31-32).35 Q. d. de potentia, q. 3 a. 5 ad 1; cf. I, 44, 1 ad 1. Al hecho de existir lo llama el santo actus essendi y dice que, puesto que es el principium ipsum, es anterior a toda esencia: “Ens enim non est genus [...]: quia in quolibet genere oportet significare quidditatem aliquam, ut dictum est, de cuius intellectu non est esse. Ens autem non dicit quidditatem, sed solum actum essendi, cum sit principium ipsum” (Super Sent., lib. 1 d. 8 q. 4 a. 2 ad 2). Por esta razón “enti non possunt addi aliqua quasi extranea per

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rando el verbo usado por el Aquinate –deductum ab esse divi-no– entramos de cierta forma en la fraseología asociada con los silogismos, mediante los cuales se deduce de las premisas una conclusión. Sí: viendo el proceso en su materialidad, la conclusión que debemos inferir en el silogismo es una deduc-ción, para que sea lógico. Pero aquí está de por medio algo más que un procedimiento humano y racional que simplemente nos llevase de los Apóstoles a la actualidad empírica. En realidad, deducir nuestra misión de la misión de los Apóstoles implica para nosotros reconducirla a su origen, que es Dios, en quien “siempre es lo mismo ser que vivir, vivir que conocernos”36.

Partícipes de la misión de los Apóstoles, vivimos como el apóstol Pablo, y no tanto para vivir una vida cuan-to para ascender al manantial de la vida: la vida es nuestra, pero nosotros somos de Cristo y Cristo es de Dios. Los ra-ciocinios rigurosamente teológicos proceden analíticamen-te, reconduciendo a su origen invisible los efectos visibles y conocidos de nosotros. Lo veremos más adelante –en la siguiente Proposición, titulada La vida propia de nuestra Orden–, cuando tratemos del sentido plenamente apostóli-co de la vida dominicana.

modum quo differentia additur generi” (Q. d. de veritate, q. 1 a. 1 co.).36 Antífona de los salmos de la Hora nona en la solemnidad de la Santí-sima Trinidad.