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Tercera parte El Territorio como espacio de identidad

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Tercera parte

El Territorio como espacio de identidad

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El territorio del exilio 201

Viridiana Molinares Hassan1

Carlos Andrés Orozco Arcieri2

INTRODUCCIÓN

En las actuales investigaciones jurídicas, e incluso en aquellas no jurí-dicas, dirigidas a describir y conceptualizar el funcionamiento del de-recho en las sociedades, escasamente encontramos una comprensión del derecho como fenómeno histórico-social3, en el que se establezca un análisis interpretativo que afronte esta irrenunciable característica del derecho, particularmente a partir de relaciones de transdisciplina-riedad entre la historia, la filosofía y la sociología jurídicas, y el arte, por ejemplo.

1 Doctora en Derecho Público y Filosofía Jurídico-Política de la Universidad Autónoma de Barcelona (España); máster en Literatura Comparada y Estudios Culturales de la Univer-sidad Autónoma de Barcelona; magíster en Desarrollo Social de la Universidad del Norte (Colombia). Profesora investigadora, líder de la línea de investigación “Arte, derecho y so-ciedad” del Grupo de Investigación en Sociología del Derecho de la Universidad del Norte.

2 Doctor en Derecho con especialidad en Sociología jurídico-penal en la Facultat de Dret y el Observatori del Sistema Penal i els Drets Humans (OSPDH) de la Universitat de Barcelo-na (España); master in Criminologia critica, prevenzione della devianza e sicurezza sociale del Dipartimento di Sociologia (Facoltà di Scienze Politiche) della Università degli Studi di Padova (Italia). Profesor de Sociología del derecho y de Historia y Filosofía del derecho en la Universidad del Norte (Colombia). Director del grupo de investigación en Sociología del derecho de esta misma universidad. Líder de la línea de investigación en teoría sociológica del derecho.

3 Pietro Barcellona (2003) representa un excepcional ejemplo contemporáneo de esta continua búsqueda de una comprensión histórico-social del derecho.

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El grupo de investigación en Sociología del derecho de la Universidad del Norte busca, precisamente, iniciar investigaciones teóricas que per-mitan afrontar los problemas sociales relacionados con el derecho, a través de investigaciones en las que se evidencie la relevancia teórica y práctica de las ciencias sociales y las artes; y, así, contribuir con la superación del tradicional proceso de formación normativo-dogmática del jurista. La enseñanza del derecho (en el mejor de los casos) incluye a la sociología o al arte como fuentes secundarias o auxiliares, neutrali-zando todo su potencial crítico4.

Por otra parte, las investigaciones en el ámbito de las ciencias sociales poseen la capacidad analítica necesaria para describir los fenómenos que aparecen dados en la realidad social; pero si se dejan llevar por el cientificismo y el posmodernismo, suelen carecer de capacidad in-terpretativa y práctica para intentar posiciones holísticas o, por lo me-nos, más comprometidas con categorías censuradas (como por ejemplo la Totalidad). Esto se evidencia tanto desde el punto de vista teórico como práctico, ya que carecemos de criterios vinculantes para dominar la hybris más allá de aquel en que ya hemos sometido a la naturaleza. La teoría de la sociedad, por ejemplo, se ha visto obligada a remitirse precisamente a la búsqueda transdisciplinaria porque la complejidad del fenómeno sociedad, entendida como Totalidad, requiere un esfuer-zo casi irrealizable.

4 La ciencia del derecho ha intentado definir sus límites y sus relaciones interdiscipli-narias en varias ocasiones que no nos interesa revisar aquí. Pero al analizar cuestiones relacionadas con la enseñanza del derecho y, sobre todo, en la elaboración teórica dentro del mismo ámbito jurídico, encontramos que las llamadas ciencias auxiliares funcionan de manera instrumental y no crítico-emancipatoria, provocando una neutralización retórica y no lo que desde un principio se propone: la crítica a las construcciones de la realidad social elaboradas por las tradicionales explicaciones de los fenómenos jurídicos. Porque su crítica, al no articularse como fuente del derecho, o como discurso jurídico adoctrinante, corre el riesgo de permanecer solo como intereses de sujetos en su ámbito privado, quizás como ingenuas o exóticas investigaciones jurídicas y sociales. Sin embargo, la dimensión práctica de la teoría tiene su origen en su fundamentación misma, la cual no se encuentra en ningún a priori dado por fuera de la historia, sino en esa dimensión histórico-social propia de la rela-ción entre el sujeto y el objeto: en las objetivaciones históricas de las pretensiones edificantes del discurso jurídico se reflejan las relaciones sociales de dominio, por ejemplo. El carácter auxiliar o principal de las disciplinas que aparecen dentro de los modelos interdisciplinares desaparece cuando sus límites (ideales o abstractos y también territoriales, si se piensa en los lugares físicos en los que están las facultades en las universidades) se desvanecen bajo la pregunta transdisciplinaria, que en este escrito es ¿cuál es el territorio del exilio?

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Debemos buscar nuevas formas de comprender los fenómenos históri-co-sociales, recurriendo a investigaciones que aborden el derecho des-de novedosas perspectivas, que nos permitan brindar instrumentos de interpretación y comprensión de la realidad social: nuestra situación crítica de desigualdad económica, violencia política, corrupción y, so-bre todo, ineficacia de las normas jurídicas para vincular a los poderes públicos y privados a la legalidad.

A continuación realizaremos un ejercicio teórico en torno a la cuestión del territorio del exilio, intentado conjugar la filosofía, la sociología y la literatura. Para ello emprenderemos un recorrido por la filosofía y la sociología en exilio de un exiliado tanto de la Alemania nazi como de los imperativos objetivistas de las ciencias positivas de su época: Theodor Wiesengrund Adorno. De la dialéctica negativa de Adorno pasaremos a una reconstrucción del exilio a partir del análisis literario, tal como aparece descrito en la novela latinoamericana Exiliados en Li-lle, de Ramón Molinares Sarmiento.

I. LA NEGACIÓN DE LA IDENTIDAD DEL CONCEPTO EN LA DIALÉCTICA NEGATIVA DE ADORNO. LA SOCIOLOGÍA EN EXILIO

La negación de la identidad del concepto, llevada a cabo por el filóso-fo y sociólogo alemán Theodor W. Adorno5 (1903-1969) en su descrip-ción del movimiento dialéctico de la realidad como dialéctica negativa, nos ofrece un material teórico que nos permite captar lo que aún no aparece, pero cuyo darse es evidente. Lo no idéntico de su dialéctica refleja ya un acontecer, el cual, aunque no se muestra más que como representación, se insinúa irreverentemente. Si el exilio está dado en un territorio que no está delimitado objetivamente, pero cuyo darse es evidente (ya que el exiliado abandona su territorio como patria pero nadie vive por fuera de un territorio), la dialéctica negativa nos podría proporcionar elementos críticos para delinearlo.

5 Algunas indicaciones autobiográficas aparecen en su «Carta a Thomas Mann» del 5 de julio de 1948 (Adorno, Th./Mann, Th. 2006, p. 37 y s.). Al castellano han sido traducidas dos biografías de Adorno: la de Claussen (2003) y la de Müller-Doohm (2003). Para una lista de las ediciones en español de las obras de Adorno, véase la contenida en la traducción al castellano de Roberto H. Bernet y Raúl Gabás de la biografía de Adorno escrita por Stefan Müller-Doohm (2003, pp. 763 y ss.).

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A lo largo de la obra filosófica y sociológica de Adorno apreciamos su descripción de la realidad como movimiento dialéctico, aunque la palabra “dialéctica” la usara más en sus escritos sociológicos que filo-sóficos (Jameson, 2010, p. 24); sin embargo, fue en su obra Dialéctica ne-gativa (2005), publicada en 1966, en la que se dedicó con mayor ahínco a la dialéctica.

Adorno realizó tres ciclos de lecciones en la Universidad de Frankfurt en los últimos años de su vida, que al parecer fueron fundamentales en la elaboración de esta obra: el primero Acerca de la doctrina de la his-toria y de la libertad (WS6, 1964-1965), el segundo dedicado a la Metafí-sica: conceptos y problemas (SS7, 1965) y el tercero a la Dialéctica negativa (WS, 1965-1966)8. Sus preocupaciones en torno a las posibilidades de la elaboración teórica de una dialéctica negativa constituyen el elemento fundamental de su pensamiento y de su obra9.

La sociología que Adorno desarrolla en los últimos años de su vida, cuyo soporte epistemológico proviene de la Dialéctica negativa, reivin-

6 Semestre de invierno.7 Semestre de verano.8 Sobre el tema véase Müller-Doohm (2003, pp. 578 y ss.), quien afirma que los tres ci-

clos de lecciones corresponden a las tres secciones principales del libro: la primera parte dedicada al concepto adorniano de verdad; la segunda parte dedicada al concepto de lo no-idéntico, a la concepción metodológica del pensamiento en constelaciones, a la tesis de la primacía del objeto y a la utopía del conocimiento; y la tercera parte dedicada a poner a prueba sus propios principios. Al parecer, la redacción de la Negative Dialektik duró 7 años, y debido a su pesantez y dificultosa abstracción, Adorno se refirió en varias ocasiones (se encuentra registrado por lo menos en dos cartas) a esta obra como das dicke Kind, recurrien-do a la imagen del cuento del mismo nombre escrito por M. L. Kaschnitz. Además de estos tres ciclos de lecciones señalados por Müller-Doohm, Demirović (1999, pp. 632 y ss.) incluye los dos ciclos precedentes sobre terminología filosófica (SS, 1962 y WS, 1962-1963). Por otra parte, Petrucciani (2007, p. 112) incluye el curso invernal sobre ontología y dialéctica (WS, 1960-1961), en el cual se tratan cuestiones relativas a la crítica a Heidegger, objeto de estu-dio de la primera parte de la Negative Dialektik. Recientemente se ha publicado el curso de verano de 1958, titulado Einführung in die Dialektik (Adorno, 2010), el cual nos ha servido de referencia en nuestro análisis.

9 Para algunos autores que se han dedicado al estudio del pensamiento de Adorno, como Thyen (1989, pp. 109 y ss., p. 170), por ejemplo, la dialéctica negativa constituye el fundamen-to gnoseológico de su filosofía y el concepto de lo no-idéntico representa la afirmación de la insostenibilidad de la equivalencia entre conservación racional de sí y razón instrumental; lo que implica considerar a la dialéctica negativa como el intento de afrontar el problema gnoseológico de la dialéctica sujeto-objeto sobre la base de condiciones postidealistas.

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dica el carácter interpretativo del proceso que él define como microlo-gía: condensar los análisis de distintas situaciones en diferentes mo-delos explicativos que luego se harían confluir en una constelación, en un pensamiento en constelaciones, el cual llevaría a un conocimiento teorético que no se limitaría ni a las clasificaciones ni a las esquemati-zaciones10. Sin embargo, Adorno no rechaza la necesaria apertura a la posibilidad de construcciones conceptuales dentro del análisis socio-lógico, desde un análisis objetivo y subjetivo de la sociedad. Tal como indica Müller-Doohm (2003, p. 646), Adorno no tuvo dificultades en remitirse al procedimiento subjetivo weberiano de la construcción de tipos ideales y, por otra parte, se sintió obligado permanentemente a confrontarse con la objetividad de los hechos sociales durkheimianos. En realidad, en el caso de Adorno estamos frente a lo no metódico como método11.

Desde el ciclo de lecciones sobre filosofía y sociología (SS-1967) Adorno continuó evidenciando permanentemente que la sociología debía es-tar necesariamente vinculada a la filosofía si no quería ser una simple técnica científica. En este sentido, se empeñó en una sociología crítica entendida como meta-crítica del conocimiento de la sociedad12. En rela-

10 Sobre el tema véase Müller-Doohm (2003, p. 645). Por otra parte, Müller-Doohm (2003, p. 825) afirma que el último ciclo de lecciones realizado por Adorno (que logra llevar a cabo de principio a fin) y publicado en su Einleitung in die Soziologie (Adorno, 1993) contiene no solo los aspectos más importantes de su concepción de la sociología, sino que también restituye de manera extremadamente auténtica su modo de pensar en sociología.

11 Rath (1982, p. 115): “Methodisch impliziert die Wendung der negativen Dialektik ge-gen Schematismus, Systemdenken und Totalitätsanspruch von Philosophie und Wissens-chaft so etwas wie Unmethodik als Methode”.

12 Müller-Doohm (2003, pp. 665 y ss.). Para la meta-crítica de Adorno en relación con el recurso a métodos empíricos estandarizados en sociología, véase, por ejemplo, Adorno (2001a, p. 46): “La influencia americana desde 1945, la fuerte, aunque inarticulada, volun-tad de los hombres de hacer valer su opinión, sus deseos y necesidades más allá de las urnas, coadyuvó a la implantación de los métodos de la «social research» en la Alemania de posguerra. Detrás de esto estaba, en un país destruido y económicamente caótico, la ne-cesidad administrativa de conocer la situación del país, lo que sólo podía lograrse a través de métodos empíricos controlados: por ejemplo, la situación social de los refugiados y las consecuencias sociales de los bombardeos”. Véase también Adorno (2001b, p. 35): “La inves-tigación social empírica no puede eludir la realidad de que todos los hechos estudiados por ella, los subjetivos no menos que los objetivos, están mediados por la sociedad… Por eso no debe confundir lo que constituye la base de su conocimiento —lo dado, que su método se esfuerza por alcanzar— con la realidad, con el ser en sí de los hechos, con su inmediatez sin más, con su carácter de fundamento”.

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ción con los juicios conservadores de la sociología positivista tradicio-nal, Adorno ha advertido el doble carácter de la racionalidad funcional al individuarlo como base de toda racionalidad de la acción tendiente a la auto-conservación y, a la vez, al señalar las condiciones sociales a partir de las cuales este mismo principio contribuye a la destrucción de las condiciones de la vida social (Ritsert, 1995, p. 11). En fin, los tex-tos sociológicos de Adorno pueden ser definidos en su conjunto como el núcleo de la corriente de pensamiento conocida como Escuela de Frankfurt13.

El punto central en su dialéctica negativa es la categoría de lo no idénti-co14. Para comprender el origen y el significado de esta categoría ador-niana es necesario remitirnos al psicoanálisis.

Adorno se interesó en el psicoanálisis porque su estatuto gnoseológico aún no había sido explicado. El psicoanálisis le interesaba en cuanto epistemología que se desligaba de una postura que asume la prima-cía del conocimiento basado en el análisis. Este interés cognoscitivo lo llevó a conectar el psicoanálisis con la sociología. Tal como explica Müller-Doohm (2003, p. 143), el argumento programático (y materia-lista) que usaba Adorno era el siguiente: las causas de los síntomas psí-quicos descubiertos por el psicoanálisis pueden ser fundamentalmente eliminados solo si cambian las condiciones sociales actuales. De hecho, el ingreso de Adorno en la sociología se lleva a cabo como Ideologiekritik (crítica a las ideologías), a través de esta conexión con el psicoanálisis15.

13 Tal como explica Müller-Doohm (2003, p. 587), estos textos debían ser recogidos en una obra que se llamaría Integration-Desintegration, que nunca se llevó a cabo debido a la muerte de Adorno.

14 Según Claussen (2006, p. 160), desde un punto de vista biográfico, la categoría teórica clave de lo no idéntico hunde sus raíces en la forma de vida de Adorno como emigrante en California. Sin embargo, Buck-Morss (1981, p. 142) afirma que los orígenes de la dialéctica negativa se encuentran en los primeros trabajos de Benjamin y en el diálogo intelectual entre ambos, “comenzado en 1929 al formular un programa común en Königstein, que ma-durará en los escritos de Adorno a comienzos de la década de 1930”.

15 De igual opinión, véase Buck-Morss (1981, p. 56): “Adorno esta impresionado por el psicoanálisis como modelo cognitivo”.

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La oposición que extrae Adorno del psicoanálisis es la que se da entre lo idéntico y lo no-idéntico, como lo conocido y lo desconocido. Tal como lo ha señalado Jameson (2010, p. 36), lo idéntico aparece en la apropiación que hace Adorno del concepto freudiano de neurosis como

… el aburrido cautiverio del individuo encerrado en sí mismo, para-lizado por su terror a lo nuevo y a lo inesperado, y cargando con su mismidad vaya adonde vaya, para conservar la certeza de sentir que, cuando extienda su brazo, nunca encontrará nada que no conozca de antemano.

Pero la dualidad entre lo idéntico y lo no-idéntico no es una dualidad entre la idea y la realidad, ya que el concepto que atrapa lo idéntico y niega lo no-idéntico es tan real como cualquier otra cosa16. Lo no-idéntico es la otredad, es lo opuesto a la mismidad de lo idéntico repre-sentada en el concepto17.

En la dialéctica negativa de Adorno, los objetos no se reducen a su con-cepto, por lo que las contradicciones constituyen un indicio de la no verdad de la identidad:

La contradicción es lo no-idéntico bajo el aspecto de la identidad; la primacía del principio de contradicción en la dialéctica mide lo hete-rogéneo por el pensamiento de la unidad (…) Lo diferenciado aparece divergente, disonante, negativo en tanto en cuanto mida lo que no es idéntico con ella por su pretensión de totalidad. Esto es lo que la dialéc-tica reprocha a la consciencia como contradicción. Gracias a la esencia de la misma consciencia, la contradictoriedad tiene el carácter de una legalidad ineludible y fatal. Identidad y contradicción del pensar están mutuamente soldados. La totalidad de la contradicción no es nada más que no-verdad de la identificación total, tal como se manifiesta en ésta.

16 Jameson (2010, p. 38). De la misma opinión, véase Dews (2005, p. 69): “No hay para Adorno un antagonismo necesario entre pensamiento conceptual y realidad, una inevitable exclusión mutua de conocimiento y devenir. El problema no es planteado por el pensamien-to conceptual como tal, sino por el supuesto de la primacía del concepto, la ilusión de que la mente está más allá del proceso total en el que se encuentra a sí misma como un momento (…) la identidad sólo puede adecuarse a su concepto al reconocer su propio momento de no identidad”.

17 En el marxismo, esta otredad es el valor de uso. Sobre el tema véase Jameson (2010, pp. 46 y ss.).

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La contradicción es la no-identidad bajo el dictamen de una ley que afecta también a lo no-idéntico. (Adorno, 2005, pp. 17 y s.)

Se trata, por tanto, de una crítica de Adorno a la dialéctica de la iden-tidad hegeliana, en la cual la conciencia definía el objeto a través de conceptos con la pretensión de abarcar su verdad como totalidad18. Esta identificación del objeto en el concepto, llevada a cabo por la conciencia, es un proceso inmanente al pensamiento. Por esta razón,

18 Esto explica las dificultades que encuentra Adorno para la elaboración de una defini-ción de sociedad. Sobre el tema, véase, por ejemplo, Adorno (2001c, pp. 9 y s): “La sociedad es esencialmente proceso; sobre ella dicen más las leyes de su evolución que cualquier inva-riante previa. Esto mismo prueban también los intentos de delimitar su concepto. Así, por ejemplo, si éste se determinara como la humanidad junto con todos los grupos en los que se divide y la forman, o de modo más simple, como la totalidad de los hombres que viven en una época determinada, se omitiría el sentido más propio del término sociedad. Esta definición, en apariencia sumamente formal, prejuzgaría que la sociedad es una sociedad de seres humanos, que es humana, que es absolutamente idéntica a sus sujetos; como si lo específicamente social no consistiera acaso en la preponderancia de las circunstancias so-bre los hombres, que no son ya sino sus productos impotentes (…) El concepto de sociedad no es en absoluto un concepto clasificatorio, no es la abstracción suprema de la sociología, que incluiría en sí misma todas las demás formaciones sociales (…) el concepto de sociedad no es simplemente una categoría dinámica, sino funcional. Para una aproximación inicial, aunque todavía demasiado abstracta, piénsese en la dependencia de todos los individuos respecto de la totalidad que forman. En éste, todos dependen también de todos. El todo se mantiene únicamente gracias a la unidad de las funciones desempeñadas por sus partes. En general, cada uno de los individuos, para prolongar su vida, ha de desempeñar una función, y se le enseña a dar las gracias por tener una. En virtud de su determinación funcional, el concepto de sociedad no puede captarse inmediatamente ni, a diferencia de las leyes científico-naturales, verificarse directamente. Esta es la razón por la que las corrientes po-sitivistas de la sociología querrían desterrarlo de la ciencia en tanto que reliquia filosófica. Pero este realismo es poco realista. Pues si la sociedad no puede obtenerse por abstracción a partir de hechos particulares ni aprehenderse como un factum, no hay factum social que no esté determinado por la sociedad. Ésta se manifiesta en las situaciones sociales fácticas. Conflictos típicos como los existentes entre superiores y subordinados no son algo último e irreductible, algo que pudiera circunscribirse al lugar de su ocurrencia. Más bien enmas-caran antagonismos fundamentales. Los conflictos particulares no pueden subsumirse en éstos como lo particular en lo universal. Tales antagonismos producen conflictos aquí y ahora conforme a un proceso, a una legalidad”. Sobre el tema es importante mencionar que Adorno analizó la categoría de la totalidad social como el conjunto de las relaciones for-madas en la sociedad; es decir, la totalidad es la sociedad en cuanto «cosa en sí», en cuanto sistema. Sobre el tema véase Müller-Doohm (2003, pp. 646 y s.). Por otra parte, Breuer (1992, p. 96) confrontó el concepto adorniano de totalidad con la teoría de sistemas de Luhmann, mostrando que la teoría crítica no es una teoría anticuada y que, aunque su aparato de ca-tegorías pueda considerarse menos refinado que el sistémico, dispone de un concepto que permite soluciones más elegantes en el campo de la construcción teórica.

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Adorno (2005) considera que pensar significa identificar (Denken heisst identifizieren)19.

Frente a esto, la filosofía de Adorno abroga la autarquía del concepto y nos quita la venda de los ojos, ya que,

19 Para una crítica a la filosofía de la conciencia de Adorno, véase Habermas (2001, pp. 494 y s.): “Ahora bien, en este punto el temor a una recaída en la Metafísica sólo parece indicado mientras sigamos moviéndonos dentro del horizonte de la filosofía moderna de la subjetividad. En las categorías de la filosofía de la conciencia, tal como se desarrolla de Descartes a Kant, no se puede dar acomodo plausible a la idea de reconciliación, y en los conceptos del idealismo objetivo, tal como se desarrolla desde Spinoza y Leibniz hasta Sche-lling y Hegel, sólo puede ser formulada de forma delirante. Horkheimer y Adorno lo saben, pero permanecen adictos a esta estrategia conceptual en un último intento de romper su encantamiento. Ciertamente que no analizan en detalle cómo funciona la razón subjetiva; pero también ellos se atienen a representaciones-modelo en que se asocian ideas fundamen-tales de la teoría idealista del conocimiento y de la teoría naturalista de la acción. La razón subjetiva regula, exactamente, dos relaciones fundamentales que el sujeto puede entablar con los objetos posibles. Por «objeto» entiende la filosofía de la subjetividad todo lo que puede ser representado como siendo; y por «sujeto», la capacidad de referirse en actitud objetivante a tales entidades en el mundo y la capacidad de adueñarse de los objetos, sea teórica o prácticamente. Los dos atributos del espíritu son la representación y la acción. El sujeto se refiere a los objetos, bien sea para representárselos tal como son, o bien para pro-ducirlos tal como deben ser. Estas dos funciones del espíritu se entrelazan la una con la otra: el conocimiento de la cadena causal en que interviene. Esta conexión que la teoría del cono-cimiento establece entre conocimiento y acción va emergiendo con tanta más claridad ante la conciencia, por la vía que va de Kant a Peirce pasando por Marx, cuanto más se impone un concepto naturalista de sujeto. El concepto de sujeto desarrollado en el empirismo y en el racionalismo, restringido al comportamiento contemplativo, es decir, a la aprehensión teórica de los objetos, se transforma de tal suerte, que acaba dando acomodo en su seno al concepto de autoconservación desarrollado en la modernidad (…) En esta perspectiva los atributos del espíritu, conocimiento y actividad teleológica, se transforman en funciones de la autoconservación de sujetos que, como los cuerpos y los organismos, persiguen un único «fin» abstracto: asegurar su existencia contingente. De este modo y manera entienden Horkheimer y Adorno la razón subjetiva como razón instrumental. El pensamiento objeti-vante y la acción racional con arreglo a fines sirven a la reproducción de una «vida» que se caracteriza por la entrega de los sujetos capaces de conocimiento y acción a una autoconser-vación intransitiva, ciegamente vuelta sobre sí misma, como «fin» único”. Sobre esta crítica véase Dews (2005, p. 74): “En la teoría crítica posterior de Habermas, este paralelismo entre la dominación instrumental de la naturaleza externa y la represión de la naturaleza interna será refutado. La implicación adorniana de que la emancipación respecto de la naturaleza conlleva la clausura de toda sensibilidad comunicativa será rechazada por Habermas, quien atribuye la socialización y la acción instrumental a dimensiones de desarrollo histórico ca-tegóricamente diferentes (…) Adorno percibe que la identidad compulsiva, el sacrificio del momento por el futuro, era necesario en una determinada etapa de la historia para que los seres humanos se liberaran del ciego yugo de la naturaleza. Dentro de esos términos, una identidad tal ya contiene un momento de verdad”.

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… el concepto es un momento como otro cualquiera en la lógica dia-léctica. Su ser mediado por lo no-conceptual sobrevive en él gracias a su significado, que por su parte fundamenta su ser concepto. Lo ca-racteriza tanto el referirse a lo no-conceptual — tal como, en último término, según la teoría tradicional del conocimiento, toda definición de conceptos ha menester de momentos no conceptuales, deícticos —como, por el contrario, el alejarse de lo óntico. Cambiar esta dirección de la conceptualidad, volverla hacia lo no-idéntico, es el gozne de la dialéctica negativa. La comprensión del carácter constitutivo de lo no-conceptual en el concepto acabaría con la coacción a la identidad que el concepto, sin tal reflexión que se lo impida, comporta. Su autorreflexión sobre el propio sentido aparta de la apariencia de ser en sí del concepto en cuanto una unidad de sentido. (Adorno, 2005, p. 23)20

Pero detrás de las preocupaciones de Adorno por lo no-idéntico no se encuentra solamente su lectura del psicoanálisis. Además de la adap-tación del concepto de neurosis es importante destacar la meta-crítica a la reconstrucción antropológica del individuo que realizó Adorno en polémica con Gehlen. Según Müller-Doohm (2003, pp. 584 y s.), las re-flexiones críticas de Adorno sobre la subjetividad en la antropología pesimista de Arnold Gehlen deben ser consideradas como un elemento central de su diagnosis de la Edad Contemporánea; diagnosis que lle-va a cabo a través de la reconstrucción del individuo en cuanto forma histórica del sujeto21. En este sentido, cabe deslindar el pensamiento de

20 Precisamente por esto Adorno considera que el antídoto de la filosofía es el desencan-tamiento del concepto (Die Entzauberung des Begriffs ist das Gegengift der Philosophie).

21 Estas reflexiones de Adorno vienen enmarcadas en la discusión pública que prota-gonizó junto a Gehlen el 3 de febrero de 1965 y transmitidas a través de la emisora radial Sender Freies Berlin, bajo el título Ist die Soziologie eine Wissenschaft vom Menschen? Sobre el tema véase Brunkhorst (1990, pp. 37 y ss.). Brunkhorst realiza un interesante análisis del carácter funcionalista de la modernidad de Gehlen y el carácter cultural de la modernidad de Adorno; sin embargo, recurre a evidenciar la importancia de los eventos históricos en la diferenciación de las obras de ambos autores. En particular, Brunkhorst (1990) insiste en el exilio al que se vio sometido Adorno (pp. 41 y s.): “In diesem Falle freilich wäre das »wir« ganz unangemessen, und zwar nicht allein auf Grund des subjektiven Umstands, daβ Adorno damals ein Gegner, Gehlen aber ein Anhänger der Faschisten war, sondern schon wegen des objektiven Sachverhalts, daβ der von den Nazis Verjagte gar nicht in die Situa-tion kommen konnte, einem vergleichbaren »Lebensirrtum« aufzusitzen. Als Freiheitsver-lust ist das Exil Ausschluβ von Wahl und Handlungsmöglichkeiten. Adorno wie Gehlen sind in einem vergleichbaren Sozialmilieu des deutschen Bildungsbürgertums groβ gewor-den. Ihr gemeinsamer Hintergrund ist die deutsche Universität mit ihrer einzigartigen Form geisteswissenschaftlicher Bildung. Aber das Jahr 1933 markiert einen biographischen

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Adorno de toda interpretación pesimista del sujeto o de la historia, en la cual se rechace la centralidad de la razón del sujeto22.

Esta reconstrucción del individuo llevada a cabo por Adorno encuen-tra una de sus mayores expresiones en los límites a la reificación pre-sentes en su concepto de no-identidad, con el cual su dialéctica logra superar las debilidades de la dialéctica idealista23 que, como dialéctica de la identidad, reclama lo que no pertenece al pensamiento y, a la vez, sin privarse de la alteridad u otredad, tal como sucede en el Hegel tardío. Y aquí aparece un distanciamiento de Adorno respecto a la dia-léctica hegeliana. El movimiento del progreso en la dialéctica negativa de Adorno no lleva a la superación a través de la afirmación, sino a la negación de la afirmación, entendida como negación del concepto. Esta crítica a la dialéctica hegeliana la podemos observar en su ensayo sobre cómo leer a Hegel:

La difundida idea de la dinámica del pensar hegeliano (la de que el mo-vimiento del concepto no sería nada más que el progreso de una a otro en virtud de la mediación interna del uno) es, por lo menos, unilateral; pues en cuanto que la reflexión de cada concepto, unida, por lo regular, a la reflexión de la reflexión, hace saltar el concepto demostrando su discrepancia, el movimiento de éste afecta también al estadio del que se desprende; con lo que el progresivo avance es crítica permanente de

Bruch, der den sachlichen Differenzen das Gewicht gegensätzlicher und unvergleichbarer Lebensschicksale und Lebensirrtümer auflädt”.

22 Sobre el tema véase Dews (2005, p. 57): “En resumen, espero demostrar, mediante una exploración del tema compartido de la crítica de la identidad, que lejos de ser sólo un precursor de los estilos de pensamiento postestructuralista y posmoderno, Adorno nos ofrece algunas de las herramientas conceptuales con las que movernos más allá de lo que parece, incluso en la propia Francia, un indiscriminado y políticamente ambiguo asalto a las estructuras de la racionalidad y la modernidad in toto”. Y más adelante: “La crítica de Ador-no del sujeto moderno es tan implacable como la de los postestrcuturalista, y está basada en fundamentos que no son diferentes; sin embargo —en contraste con Foucault, Deleuze o Lyotard—, no culmina en una llamada a la abolición del principio subjetivo. Más bien, Adorno siempre insiste en que nuestra única opción es quebrar con la fuerza del sujeto el engaño de una subjetividad constitutiva” (p. 65). Sobre la crítica adorniana del sujeto véase también Bonacker (1998, pp. 117-144).

23 Sobre el problema de un pensamiento dialéctico y a la vez materialista Adorno afir-maba que el límite teórico del idealismo no reside en el contenido de la determinación de sustratos ontológicos, sino en la conciencia de la irreductibilidad de lo que es a un polo de la insuprimible diferencia, como quiera que se lo caracterice. Sobre el tema, véase Adorno (1956, p. 156).

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lo precedente, y semejante movimiento se completa con el movimiento que progresa sintéticamente. Así, pues, en la dialéctica de la identidad no sólo llega como forma suprema a la identidad de lo no idéntico, al A=B o juicio sintético, sino que se reconoce la sustancia propia de éste como momento necesario ya en el juicio analítico, A=A; y, a la inversa, en la equiparación de lo no idéntico se conserva la simple identidad formal de A=A. como corresponde a ello, la exposición da en varias ocasiones un salto atrás: lo que de acuerdo con el simple esquema de la triplicidad sería lo nuevo, se desemboza como el concepto de partida, iluminado por otra parte y modificado, del movimiento singular dia-léctico de que en cada caso se hable. (Adorno, 1972, pp. 69 y s.)

La crítica de Adorno a la dialéctica hegeliana consiste en evidenciar los límites del principio de identidad del concepto. Tal como explica Dews (2005, p. 59), la crítica de Adorno consiste en señalar que la moviliza-ción dialéctica de la relación entre sujeto y objeto en Hegel no conlleva el abandono del principio de identidad; se trata, más bien, del viaje que emprende la conciencia “sólo con miras al tesoro de experiencia que puede ser acumulado y traído de vuelta”; pero los momentos in-dividuales del viaje no son disfrutados por sí mismos, por lo que no terminan nunca como idénticos, provocando, más bien, “una crítica implícita o explícita del marxismo, al que se le adjudica el intento de ejercer una coerción sobre la pluralidad de movimientos políticos y so-ciales para conformar una dialéctica unívoca de la historia”.

La reconciliación (Versöhnung) en la relación dialéctica entre sujeto y objeto no aparece en la dialéctica negativa de Adorno. En realidad, tal como explica Jameson (2010, pp. 59-62), la contradicción misma entre lo universal y lo particular constituye el diagnóstico de Adorno del mundo moderno, por lo que la reconciliación entre el sujeto y el objeto solo puede considerarse como una forma de hacer desaparecer las ten-siones y las contradicciones entre lo universal y lo particular, si por su-jeto se entiende lo individual o particular y por objeto el orden social24.

24 De opinión contraria, véase Wellmer (1996, pp. 209 y s.): “El portón de entrada de lo sublime en el arte moderno no es un Absoluto que no fuera representable (es decir, un absoluto en el sentido de Kant), sino la desaparición del absoluto, la muerte de Dios (…) Lo espeluznante, lo incomprensible, el abismo, estas palabras no designan ya una naturaleza superpoderosa, aterradora, inmensa, insondable, que bajo la mirada del sujeto inteligible se tornase sin embargo pequeña; antes designa una naturaleza que también abraza al sujeto

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Esto significa que a través de la dialéctica negativa de Adorno podemos mantener viva la memoria de todo lo negado en el concepto, como una meta-crítica del conocimiento. Pero sin vincular su pensamiento a al-gún tipo de estrategia revolucionaria dictada por los intereses de algún partido político o bajo las premisas de una interpretación mesiánica de la historia. En Historia y conciencia de clase Lukács (1985, pp. 174-230) describe al proletariado como sujeto-objeto idéntico de la historia uni-versal y enfoca su análisis de los problemas del desarrollo de la socie-dad en la solución del problema de la forma de la mercancía. Tal como lo señala Müller-Doohm (2003, pp. 64 y s.), esta obra de Lukács (junto a El alma y las formas y la Teoría de la novela) ejerció una gran influencia sobre el joven Adorno, quien en una discusión crítica sobre la obra de Lukács, realizada en 1958, defiende estos primeros escritos del autor húngaro25. Sin embargo, y a pesar de la influencia que también ejerció sobre él la obra El espíritu de la Utopía de Bloch, en la cual se delinean las bases para un proyecto mesiánico de la historia, Adorno no le concedió al proletariado ni al mesianismo un lugar especial en su teoría.

II. EL TERRITORIO COMO CREACIÓN HUMANA: LA VIDA EN OTRA PARTE, EL EXILIO COMO TERRITORIO

La novela Exiliados en Lille, escrita por Ramón Molinares Sarmiento (nacido en Santo Tomás, municipio ubicado al norte del Caribe colom-biano), fue publicada en 1982 y presentada por primera vez al público por el autor en su tierra natal. En 2012 esta novela fue traducida al in-

inteligible y a su mundo histórico: el abismo es el abismo de lo extraño al sentido en medio del sentido lingüístico. Este abismo designa un Absoluto negativo, la nada (…) Como ya su-cedía en la teología paulina, el nombre de este Absoluto negativo es en Adorno la muerte. La muerte como algo último es la crisis del sentido; y como crisis del sentido metafísico es a la vez la crisis de todo el sentido lingüístico, pues mediante la explosión del sentido metafísico quedan puestas a la vez en cuestión todas aquellas condiciones constitutivas de la vida del sentido lingüístico mediante las cuales esa vida queda asociada con las ideas de verdad, de autonomía y de razón. Es esta perspectiva nietzscheana la que Adorno hace suya y la que a la vez rechaza como insoportable; en este posicionamiento a la vez afirmativo y crítico contra Nietzsche, Adorno se torna filósofo de la reconciliación”.

25 Sin embargo, Lukács en 1962, “después de sus horribles experiencias en Moscú duran-te la época de Stalin y de lo que tuvo que soportar Hungría hasta 1956, donde sólo el azar lo libró de duras persecuciones, acusó a Adorno de haberse instalado, al igual que Schopen-hauer, en el «Grand Hotel Abgrund», un «hermoso hotel con todas las comodidades situado al borde del abismo, de la nada, del absurdo” (Claussen, 2006, p. 103).

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glés y presentada en el Festival de Diásporas y Retornos, realizado en Toronto (Canadá). Su reedición y traducción deja entrever que, a pesar del transcurrir del tiempo (30 años) y de la superación de las dictadu-ras latinoamericanas, el exilio sigue siendo uno de los problemas de la sociedad contemporánea, sobre el cual resalta, además del interés de este colombiano, el interés de todo un continente.

Esta situación nos plantea dos importantes cuestiones, que trataremos de interpretar. La primera relacionada con el lenguaje literario como instrumento de reconstrucción de la historia y creación de memoria colectiva26, unido a la relación que, innegablemente, se genera con el derecho27; y de otra parte, la presentación de las categorías sobre la vida en otra parte, que derivan de la condición de exiliado.

26 En La zona gris, imposibilidad de juicios y una nueva ética, Molinares Hassan (2012) se propone la necesidad de volver a analizar, desde presupuestos nietszheanos, es decir, ubi-cando las acciones del hombre bajo una moral más cercana a lo “malo”, lo acontecido en los campos de concentración y exterminio alemanes; para ello se invita al análisis de testi-monios de probada vocación literaria de sobrevivientes a los campos, entre los que resalta el de Primo Levi, por considerar que representa un ícono en torno a la construcción de la memoria social y de ser un narrador - testigo; además de que Levi repitió, insistentemente, la necesidad de seguir narrando lo sucedido para olvidar el olvido colectivo. Atendiendo a la posibilidad de desdibujamientos en la narración que resultan del transcurrir tiempo y las emociones, aspecto que con acierto analiza Pontón (2004), quien sostiene que la memoria no es suficiente, se hace necesario relacionarla con otros elementos, recrearla con imágenes, para poder mantener el sentimiento y desplegar el testimonio. Para Levi, “Hurbinek [un niño que nació y murió en los campos] murió en los primeros días de marzo de 1945, libre pero no redimido. Nada queda de él: el testimonio de su existencia son estas palabras mías” (Molinares, 2012, p. 7).

27 Sobre la relación entre el derecho y la literatura, Ost (2006, pp. 335 y s.) señala que “mientras que el Derecho selecciona, establece jerarquías y crea reglas, la narrativa literaria satisface un infinito de “variaciones imaginativas”. Como un laboratorio de experimentos humanos, la Literatura explora un amplio espectro de posiciones, valores y representacio-nes, o retrae sus pasajes ante los límites más vertiginosos; mientras tanto, el Derecho se enfrenta a situaciones ya estereotipadas a las que corresponden las leyes (decretos y regla-mentos). La ficción literaria cultiva la ambigüedad de sus personajes y juega con la ambi-valencia de las situaciones que ella misma crea, y el Derecho solo se desarrolla a partir de generalidades y abstracciones (sentencias que establecen precedentes y reglas que a fin de evitar la arbitrariedad que trae aparejada el privilegio —usando la terminología de Ros-seau— considera a los “ciudadanos como un cuerpo”; la Literatura, en cambio, se encuentra en constante movimiento, avanzando más y más sobre la singularidad de lo individual. Por lo tanto, por un lado, tenemos la conformidad de situaciones promedio, mientras que, por el otro, el misterio del destino particular”.

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Con estas cuestiones nos proponemos plantear que el territorio no se ajusta, exclusivamente, al elemento material que solemos aludir, por cuanto también representa una creación humana que en el exilio pre-senta mayores complejidades que las que se presentan en el territorio de la patria.

Como muchos de sus compatriotas perdidos en remotas regiones de Asia, África y Europa, Manuel Alvear imaginaba la costa chilena bor-deada de soldados que de cara a las aguas del mar vigilaban noche y día a los exiliados que propugnaban por pisar nuevamente el suelo pa-trio y de cara al continente hostigaban a los que habían quedado atra-pados en los impenetrables dominios de la dictadura. De manera que tan desterrados se sentían los que estaban dentro del país como los que vivían en el exilio. Solo que estos últimos, privados no solo de la vista de sus seres queridos sino también de los amaneceres y luminosos días de Chile, eran presa de la soledad y la desesperanza. (Molinares Sar-miento, 1982, p. 156)

Acudir a la literatura conlleva la puesta en movimiento de un pro-ceso de reflexión crítica, dando lugar a la construcción de historias y personajes que, una vez arraigados en la memoria, son evocados para materializar realidades sociales. Es así como José Arcadio Buendía, en el Macondo de García Márquez, representa la construcción de Latino-américa. O como Manuel Alvear, personaje principal de Exiliados en Lille, personifica al exiliado latinoamericano (aclarando, como lo hace recurrentemente el autor, que incluso entre los exiliados se desarrollan tipologías y diferencias).

Manuel Alvear representa en el suelo patrio al revolucionario perse-guido y torturado por el régimen del tirano; en el exilio representa al obrero pobre, desarraigado y discriminado. Y, luego del retorno, al hombre que acepta la muerte como su verdad más íntima, como la or-den de la madre, como el único destino que permitirá a sus hijos vivir en una patria propia y libre. Este personaje se debate entre el amor a su familia y su cobardía al decidir el exilio para protegerla. Resiste los lo-gros materiales obtenidos en la vida en otra parte. Rechaza el destierro al que se sometió y elige el regreso a la patria. Y con el regreso acepta su único destino: la muerte, antecedida por la rabia al ver frustrado el deseo de conquistar la libertad y la igualdad.

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En su narración sobre el exilio el autor recurre a otros personajes: Rosa (la esposa de Manuel), a Isabel (madre de Manuel), a sus amigos (entre los que se cuenta a un colombiano). O, por ejemplo, a Rosario y Ge-rardo, otra pareja de exiliados, a la que se recurre en la narración para ilustrar la muerte en el exilio —provocada por el suicido de Gerardo—, de la que deriva la confrontación sobre la fe religiosa de los exiliados ateos y la solidaridad que se desprende del rito: el entierro de un cote-rráneo en suelo francés.

En París, para los de la DINA, todo chileno es potencialmente un dela-tor; todo chileno desconfía de su compatriota. Se conocen tipos que hoy están aparentemente jodidos en París y mañana se están dando la gran vida en Londres. Yo creo, inclusive, que el relato de France Interne tie-ne, en el fondo, el propósito de sembrar el derrotismo y la desconfianza entre los exiliados. ¿Quién da esas informaciones de que habla France Interne? Chilenos renegados y gusanos cubanos o latinoamericanos en general. Saben hasta en dónde y cómo hace uno sus necesidades. Lo sa-ben todo... Dime Rosa, ¿cómo hicieron los de la DINA para saber lo que tú misma oíste en France Interne? ¿Por qué no me lo explicas en vez de estar ahí sollozando por el regreso? (p. 33)

Rosa representa a la mujer que, víctima de torturas por parte del ré-gimen chileno, toma la decisión de exiliarse, presionando así al exilio a Manuel, sindicalista combatiente en contra del dictador. Como mu-jer vestal28, mantiene el hogar, guarda silencio ante la violencia sexual que le inflige su marido (violencia producto de sus frustraciones como exiliado); y cuando observa que sus hijos la han desdibujado, constru-yendo sobre ella una falsa identidad (una mujer sin educación, incluso analfabeta —por no hablar como ellos el idioma galo—), cuando ad-vierte que los lazos familiares que se construyen en los hogares latinoa-mericanos difieren de los que congregan a la familia francesa, es ella la que otra vez señala el destino de su familia y decide regresar al suelo patrio; decisión que, después de un tiempo, también sigue su marido.

En ocasiones no solo los corregían en presencia de los visitantes sino que se reían descaradamente cuando los oían construir mal una fra-se o pronunciar una palabra con el rudo acento español. Sin embargo,

28 Recurrimos a la interpretación arquetípica realizada en Dunn (2008).

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aquellas correcciones no siempre alcanzaban a sacarlos de quicio; al contrario, los hacían sentir secretamente orgullosos. Lo que realmente los atormentaba era que estaban perdiendo la autoridad paternal a tra-vés de la lengua. (p. 9)

La madre de Manuel Alvear, la señora Isabel, representa a una Ca-sandra a la que su hijo cree y obedece. Madre soltera de un único hijo, anciana valiente y decidida, a la que las autoridades lanzan a la calle luego de vivir más de 20 años en una vivienda arrendada. La señora Isabel, bajo el régimen del tirano, regresa al pueblo donde nació, Flores de María, como un destino que acepta sin quejas. Y a ella regresará también su hijo luego del exilio. Esta mujer, con la convicción de hacer lo correcto, aunque cause un dolor que nunca se permite mostrar, reci-be a su hijo y manda llamar a sus amigos para que lo conozcan, en una única madrugada acompañada por las cenizas que, de los libros que-mados por el tirano en la plaza, llegaban hasta su choza. Lo sentencia a salir a luchar con la certeza de su muerte, pero con la sabiduría de que esta era la única forma de lograr la libertad de ese pueblo taciturno.

Los hijos de Manuel y Rosa se presentan como niños ingenuos, adapta-dos a la realidad francesa, sostenidos por una frágil felicidad, sustenta-da en la creencia de ser asimilados por los franceses, con derecho a can-tar, como ellos, la Marsellesa. Estos niños desdeñan a sus padres debido a que estos no dominan el idioma francés y carecen del conocimiento básico de las tradiciones de la patria prestada. Y esta violencia es, pre-cisamente, la que motivará a Rosa a tomar la decisión del regreso.

Son realmente felices nuestros hijos, ¿verdad Manuel? —Sí, son felices, pero desafortunadamente no lo serán mucho tiempo. Por ahora ni ellos ni los francesitos son racistas. Dentro de dos o tres años, cuando co-miencen la escuela secundaria, sabrán de nacionalidades, de fronteras, de razas, y cada cual se irá situando en su puesto. A los nuestros les to-cará la peor parte. Cuando comiencen a sentir la nacionalidad y tengan que cantar la Marsellesa se les hará notar, sin necesidad de recurrir a las palabras, que ellos no tienen derecho a cantarla con el mismo fervor con que lo harán sus compañeros de clase. Entonces comenzarán las aguas tibias, las medias tintas, las ambigüedades. Sabrán entonces que no son franceses ni chilenos. Crecerán como los hijos de los campesi-nos y obreros españoles que vinieron a Francia después de la guerra civil; crecerán sin encontrar raíces en que agarrarse y formarán parte

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de esa gran masa de marginados que componen los hijos de los obreros italianos, españoles y árabes que no han sido jamás asimilados por la sociedad francesa. (p. 61)

Con estos personajes, el novelista colombiano narra la vida en el exilio de unos obreros chilenos durante la dictadura de Augusto Pinochet, revelando el compromiso político que le asiste a la literatura, y la nece-sidad de este lenguaje para describir la realidad latinoamericana, cuyo rostro y personaje central es siempre el mismo: la violencia.

En entrevista publicada en el diario colombiano El Heraldo, Ramón Mo-linares confiesa su motivación para escribir esta obra:

Ya yo sabía que cuando los acontecimientos se narran como realmente ocurrieron, el lector tiende a no creerlos y, por lo mismo, a no sentir placer durante la lectura; sabía que nadie hubiera visto a Remedios, la Bella, ascendiendo al cielo, empujada por un suave viento de aleteo de ángeles, si García Márquez no la hubiese envuelto en sábanas blancas. Pero me aparté de artificios como este, me atuve a los hechos, narré la historia como testigo presencial, porque no creo que hubiera encon-trado una mejor manera de hacerlo. Recuerdo intactas, conmovedoras, como si las estuviera viendo ahora, las imágenes de la noche en que los dos hijos de Roberto [Manuel Alvear] juagaban al cache - cache, al esconde - esconde, mientras sus padres y tres invitados, ya terminaban la cena, seguíamos conversado en español sobre la manera de resol-ver dificultades. Luego de sugerirle a Rosa que le escribiera una carta al cónsul de España, necesitado de alguien que administrara la tienda del colegio para los hijos de los españoles residentes en Lille, salió de debajo de la mesa, en donde estaba escondido, el mayor de los hijos de Roberto, de entre cinco y seis años de edad. El niño nos sonrió con picardía, con esa mezcla de inocencia y malicia propia de su edad, de-tuvo la mirada en la cara expectante de su madre y dijo en un perfecto francés de parvulario: es que ella no sabe escribir. (p. 19)

Uno de los aspectos que revela el autor, presentándonos el motivo de su escritura, es la necesidad de narrar una forma de violencia, a la que no fueron ajenos varios escritores latinoamericanos: la violencia del exilio29. Esta representa la conflagración de varias violencias: la que

29 Para Saúl Sosnowski (1996), “El fascismo que rigió las tierras del sur, particularmente a partir de 1973, llevaría al exilio americano, europeo y estadounidense a escritores y profe-

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se vive con la persecución en la patria, la que se vive intentando ser asimilados en un territorio ajeno, la que deriva de la confianza y des-confianza entre los mismos exiliados; esto último, y de acuerdo con el narrador, se produce por el debate de los exiliados entre la creación de lazos de solidaridad con sus iguales o el alejamiento de ellos por la po-sibilidad de ser traicionados en razón a su activismo político e, incluso, por la simple necesidad de obtener un favorecimiento con la delación.

Violencia que se presenta en Chile y que narra el autor recurriendo a las reflexiones de Manuel Alvear:

Desde allí vio pasar, al cabo de unos segundos, un camión cargado de soldados que parecían felices de sentirse dueños del aire, las calles y el destino de los hombres.

Tendido en el piso de cemento de una de las aulas de la escuela, Ma-nuel pensó que la palabra había sido silenciada en Chile y que todas las formas de comunicación humana se habían anudado en las gargantas y apretado en los labios. Nadie se atrevía a llamar al conocido que ca-minaba en la acera opuesta, ni a reír, ni a murmurar algo al oído de una muchacha, ni a detener la mirada sobre una cosa cualquiera. Cuando algún opositor al régimen militar se sentía descubierto en medio de la gente y emprendía una carrera atropellada, seguido primero por poli-cías vestidos de paisano y luego por uniformados situados estratégica-mente en las esquinas, todos los chilenos parecían sordos y ciegos. Una vez aprehendida, la víctima buscaba ansiosa la mirada y el socorro de los transeúntes pero chocaba con ojos que se negaban a mirar.

sores que han fortalecido la pluralidad de los estudios latinoamericanos. Instalados en otros países. La emigración forzada ha contribuido con su sola presencia a testimoniar la carga histórica de las palabras. Uno de los efectos a largo plazo que se inicia con la condición mis-ma del exilio —a pesar de los procesos de re-democratización iniciados a mediados de los años ochenta— se verifica en la permanencia en el exterior de estos profesionales. Razones personales, condiciones económicas y la disponibilidad de recursos para la investigación, son algunos elementos que han fomentado una mayor integración de proyectos conjuntos entre académicos radicados en el exterior y en América Latina… Fuera de fronteras abun-daron los planteos sobre la función social del escritor y de la literatura, preocupación fácil-mente comprensible ante la derrota sufrida en los años 70. El exilio y la emigración, por otro lado, ejercieron una marcada latinoamericanización de la reflexión crítica en los países que acogieron a los exiliados”. (pp. XIII-XV). Sobre el tema véase Cortázar (2004).

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… De aquellos últimos días en Santiago, Manuel no recordaría en Lille sino órdenes militares impartidas a través de megáfonos, miradas asus-tadas, pasos apretados, culatazos en la noche, disparos lejanos, olor a pólvora, calles que no podían soportar el silencio, largas esperas, días sin auroras ni puestas de sol, quejidos, llanto de mujeres, olor a sangre corrupta, a libros quemados, a estiércol y agrios sudores de caballos adiestrados para el acoso. (pp. 16 y s.)

En la novela se alude también a la violencia de los desaparecidos, que se han constituido en millones en toda Latinoamérica.

Ni siquiera después de que en los alrededores de Santiago y muchas otras poblaciones comenzaron a descubrirse fosas comunes repletas de cadáveres, la gente se cansó de esperar… Mi hijo, mi nieto, mi marido, les oía decir a sus viejas amigas, salió tal día por la mañana para la mina, llevaba una camisa y unos zapatos de tal color, pero no lo vol-vimos a ver jamás, ni mandó ni dejó un recado, ni nos ha escrito una carta, ni sus compañeros de trabajo ni su patrón han sabido dar razón de él, ni la policía ha podido decirnos en dónde encontrarlo. De manera que seguiremos esperando y ya hemos pensado y repensado tanto en los desaparecidos, que se nos hace imposible que nuestra mente pueda acostumbrarse a pensar en otra cosa. (pp. 51 y s.)

Esta situación confirma la tendencia de los escritores latinoamericanos a narrar la violencia. Como afirma Dorfman (1997), la novela hispanoa-mericana refleja la preocupación por la violencia, entendida como pro-blema fundamental de América y el mundo, siendo pocos los perso-najes de la literatura latinoamericana que pueden prescindir de ella30.

30 Según Dorfman (1997, p. 391), “en Hispanoamérica la violencia es la estructura misma en la que se hallan los personajes, no entregarse a ella significa morir o perder la dignidad o rechazar el contacto con mis semejantes… En Europa, la violencia existe porque soy libre, se supone que hay un yo ajeno a la violencia, capaz de decidir frente a ella, diferenciable y aparte. En América la violencia es prueba de que yo existo”. En este escenario, otra de las luchas de los personajes de la violencia en Latinoamérica es la búsqueda de su identidad; ya que, tal como explica Dorfman (p. 388), “importa dibujar el personaje dentro del cual se mueve el contorno ¿cómo sobrevivo en este mundo, cómo mantengo mi dignidad humana, cómo me libero, cómo uso esta violencia en vez de que ella me utilice a mí, cómo me comuni-co con los demás, qué hago con mis dilemas concretos, inevitables?”. Finalmente, y ponien-do de relieve la importancia de la literatura en el contexto de violencia en Latinoamérica, Dorfman (p. 410) explica que “lo que debe hacer toda gran literatura, y lo que ha efectuado la nuestra, es instalarse dentro de ese ser que sufre la violencia y que la expulsa de sí, para poder transmitir a las futuras generaciones lo que significaba vivir y morir en esta tempo-

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Bajo estas consideraciones, el análisis de Exiliados en Lille nos remite a formas narrativas que construyen el territorio en el exilio a través de personajes que huyen de la violencia y se enfrentan a nuevas formas de violencia. En esta encontramos que ese nuevo territorio se constru-ye a través de las noticias en la prensa, o a través de las cartas de los amigos, que en muchos casos llevan al delirio por el inmenso esfuerzo de los exiliados al construir imágenes y encontrar los subtextos en las cartas, opacados por los remitentes para no ponerse en riesgo en la patria sitiada.

Para el lector desprevenido, aquel titular de prensa no iba más allá de una mexicanada, pero la sensibilidad enfermiza de Manuel le permitió oír desde aquella remota ciudad del norte de Francia el ruido de la ba-lacera y el tropel de la gente en busca de refugio. En su delirio, Manuel vislumbraba en primera instancia los aviones del tirano remontándose en el cielo azul de Managua, y los veía luego precipitarse enceguecidos y como buscando en la multitud que huía aterrorizada el ruido mortal que de ellos mismo brotaba. Eran como pájaros que volaban enloqueci-dos por el fuego de sus propias alas. “¡La puerta! ¡Van a tumbar la puer-ta! gritó súbitamente Manuel, como si se sintiera de nuevo en Santiago. Manuel ve nuevamente en su imaginación los obreros que se amonto-nan en la puerta armados de palos y pedazos de hierro, para continuar defendiendo la fábrica que se han tomado desde hace tres días, pero esta vez el estampido no viene de una bomba que cae sobre el Palacio de la Moneda y al que ya se han acostumbrado a oír a lo lejos, sino de un cañonazo que rompe las paredes y deja estupefactos a los obreros y empleados que quedan con vida. (p. 6)

Cuando Manuel leía aquellos informes, que a veces no diferían de los que leía en los diarios franceses o escuchaba en la televisión, pero que entonces provenían de la mano de un chileno combatiente, pasaba días y semanas enteras con el rostro grave, abandonado a una actitud tan callada, tan silenciosa, que Rosa se sentía terriblemente oprimida y an-gustiada por un grito que se le ahogaba en la garganta. (p. 6)

ralidad americana, en esta península contra la muerte, disolviéndose hacia el futuro, que espera ansioso nuestro mensaje y nuestro quehacer… El personaje latinoamericano está condenado a la violencia, pero al mismo tiempo importa esa entrega personal, esa visión desde dentro, como si al comprender un poco esta decisión, ese destino individual, se estu-viera clarificando el problema mismo, superando la violencia parcialmente al desentrañar el temblor de algún ser americano, cuya ficción es de carne y hueso”.

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La dialéctica entre ciudadano y territorio se resuelve así:

En la patria, la construcción del territorio como símbolo de cohesión humana se realiza a través de las calles comunes, de los problemas que se enfrentan de manera colectiva, del rechazo a las políticas del Gobierno, de los recuerdos de los juegos de infancia con los vecinos, de los encuentros inesperados con los amigos “eternos”, del recorrer con la memoria las habitaciones, patios y terrazas de las casas en las que los ancianos recuerdan haber sido niños. En el exilio, la casa deja de ser el espacio del hogar familiar para convertirse en el recuerdo de un país que se construye desde la distancia, en medio de la angustia por la imposibilidad del regreso, y el desasosiego por una tentativa de regreso que enfrenta a la desolación de encontrar a los amigos muertos. El exilio aparece como negación en la dialéctica del concepto.

Todas estas categorías las desarrolla Ramón Molinares en su obra, estableciendo distinciones entre los tipos de exiliados31. Tipología de exiliados que describe en su novela, puntualizando la figura de los exi-liados políticos con poder, de los exiliados por amor a las artes y de los exiliados revolucionarios convertidos, en el exilio, en obreros pobres.

Sobre los exiliados oportunistas narra el autor:

Con todo, lo que más lo avergonzaba aquella tarde en que pegaba car-teles era que le hubiese tocado como compañero José Luis García, un joven ex funcionario del municipio de Santiago que vivió siempre en medio de ese cinturón que suele dividir las ciudades latinoamericanas en Norte y Sur y que había asimilado tanto los vicios de la alta buro-cracia como los de los estratos más bajos de la sociedad chilena. Como él, eran muchos los que habían penetrado en el edificio de la O.N.U. en Santiago, solicitando que los embarcaran para el Viejo Mundo porque “estaban siendo perseguidos a muerte por el nuevo régimen”. Ya en Lille, García aprendió con tanta facilidad la jerga revolucionaria, y la

31 Ya que, según su autor (Molinares Sarmiento, 2012, p. 18), “todos los exilios no son lo mismo, los hay dorados y desafortunados. Dorado fue, por ejemplo, el de los cubanos que salieron de su país inmediatamente después de la caída de Fulgencio Batista: llegaron con dinero en abundancia a ins-talarse confortablemente en el sur de Estados Unidos, en donde buena parte de ellos se habían hecho profesionales o tenían inversiones de consideración; en cambio, los obreros chilenos que apoyaron el sueño socialista de Salvador Allende abandonaron su patria sin nada entre las manos”.

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empleaba con tanta habilidad que, de no haber sido por su craso desco-nocimiento de la realidad social chilena y por la excesiva vehemencia que ponía en sus palabras, se hubiera convertido en líder de los refugia-dos en aquella ciudad. (p. 11)

Frente a los exiliados por restricción a las libertades artísticas, presenta a un Manuel Alvear encolerizado, que establece escalas de valores en-tre exiliados:

Una noche, en la que el vino bebido sin medida liberó repentinamente sus más oscuros resentimientos, ante una Rosa sorprendida y aterrori-zada, rompió contra la pantalla de televisión la copa de cristal en que bebía, después de haber escuchado las declaraciones de un pianista so-viético que sólo dos semanas después de haber salido de su país, fue nombrado asistente del conservatorio de música y contratado para dar conciertos en todos los rincones de Francia.

—¿Qué clase de exiliado es ese? Gritaba enfurecido sin dejar de dar-le puntapiés al aparato de televisión. Dímelo tú, Rosa, ¿qué exiliado puede sentirse un tipo a quien lo único que le interesa en este mundo es la música?

Un hombre que afirma que no le importa la patria, ni la familia, ni los amigos, sino exclusivamente la música, no puede ser un exiliado sino un hijo de mala madre. Exiliados somos nosotros, que añoramos las calles de Chile y el apretón de manos de nuestros vecinos y amigos. Dime, Rosa, murmuraba, quejándose y casi llorando bajo los efectos del vino, ¿qué tenemos que hacer nosotros en los museos de arte de París? qué iríamos a buscar en la Ópera de Lille? qué tenemos nosotros que ver con los pintores, pianistas, músicos y escultores de quienes tanto se habla en este país? Al carajo con todos esos artistas que se las dan de exiliados para explotar la cacareada sensibilidad democrática de los franceses. ¿Por qué diablo esa manada de egoístas y vanidosos no se exilian en otro país? ¿No digamos en otro país sino en otra ciudad? Cabrones. Eso es lo que son. El sucio cochino soviético ese aprovecha a Francia para satisfacer su vanidad y los capitalistas lo aprovechan a él para hacer propaganda anticomunista. Son cómplices. Si supiera el bas-tardo ese lo que significa llegar pobre y con hijos a una tierra extraña no se pusiera a hablar de exilio ni de esas tonterías que lo hacen aparecer como víctima. Si entendiera lo que es mandar a su mujer a trapear tres horas por la tarde y tres por la mañana como lo haces tú, Rosa, te ase-guro que no andaría renegando de su país. Dice el muy estúpido que

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lo único que le interesa en todo este mundo es la música, que no puede vivir sin el piano, que sus manos no están hechas sino para el teclado, que en su país no lo trataban como artista y que por eso decidió vivir en el exilio. Dime, Rosa, ¿es ese un exiliado? Gritaba sin dejar de encarar y golpear el aparato de televisión. (p. 25)

En otra parte narra Ramón Molinares que el colombiano, uno de los amigos en el exilio, recordó una noche, después de compartir la cena con Manuel Alvear y su familia, lo que para él significaba la condición de exiliado desde su realidad, construida a partir de la figura del dicta-dor colombiano general Gustavo Rojas Pinilla, desdibujada al confron-tarla con los obreros chilenos:

El colombiano no sabía qué decir. Estaba comenzando a sentirse tan aterrado como los niños cuando, súbitamente, Manuel, el jefe de la fa-milia, calló. El colombiano lo vio poner los ojos en las sobras de la cena y siguió su mirada hasta verla caer en el vacío. Luego los niños se le-vantaron en silencio y el colombiano se dedicó a recoger los platos de la mesa. Desde la cocina, mientras lavaba la loza, contemplaba a Manuel enajenado en aquel instante, y sintió una infinita piedad por él, por Rosa, por sus hijos, por todos los obreros chilenos que erraban por el mundo. Recordó que, cuando niño, había deseado ser exiliado así como otros querían ser bomberos o aviadores. Antes de ir a estudiar a Lille, la imagen que él tenía de un exiliado fue la que se grabó en su mente infantil una mañana de 1957. Su padre, conservador y militarista, lo ha-bía llamado para mostrarle el diario y en la primera plana vio al general Rojas Pinilla con una camisa de flores caminando feliz sobre la blanca arena de las playas de Miami, dos semanas después de haber sido de-rrocado del gobierno de Colombia. Desde entonces no se le había ocu-rrido pensar que un exiliado fuera un hombre que trabajara cargando bultos en los sótanos de un almacén. Se reía de su propia ingenuidad cuando pensaba que durante mucho tiempo había creído que la mujer de un exiliado no debía ser tierna y hacendosa como Rosa sino sensual y provocativa como esas que aparecían en los diarios colgadas del bra-zo de Juan Domingo Perón o el general Rojas Pinilla. (p. 102)

Sobre los triunfos de los revolucionarios que logran derrocar al tirano y las frustraciones de quienes, como Manuel Alvear, no vieron durante su vida la caída del dictador chileno, en la obra se presenta otra de las diferencias entre los exiliados:

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Sin embargo, el triunfo de los sandinistas, que ya la prensa francesa daba por inminente, no alcanzaba a inundar de alegría todos los para-jes del alma de los refugiados chilenos. Algunos de ellos, como muchos en Colombia, Argentina, Paraguay y el resto del continente, habían deseado calladamente que aquella sangrienta revolución no triunfara para justificar la línea política en que se mantenían, para seguir soste-niendo que la liberación de América Latina podía lograrse por la vía de las urnas o por medio de reformas elaboradas y puestas en práctica por la misma oligarquía. A Manuel se le oprimía el corazón cada vez que pensaba en esos revolucionarios latinoamericanos que seguían cie-gamente la línea política que les llegaba de lugares remotos sin pensar en la realidad de sus propios países; se indignaba al ver la facilidad con que Vicente Colas condenaba el valor y la audacia con que Edén Pastora y su escuadrón de jóvenes sandinistas penetró en el recinto del Senado de Nicaragua, mantuvo a los senadores de Somoza tendidos en el suelo durante tres días y exigió dinero y la liberación de los presos políticos que aquel dictador mantenía encarcelados como a peligrosos delincuentes.

Aquella noche se habló tanto y con tanto ardor de Nicaragua, de las bri-gadas internacionales que estaban llegando en apoyo de aquel pueblo y del heroísmo de los sandinistas, que cuando la conversación se enrum-bó por los lados de Chile las voces se fueron apagando hasta dar cabida a un silencio acusador que parecía poner en el banquillo la conciencia de cada uno de los presentes. Era casi imposible no sentirse culpable y cobarde frente aquel pueblo que derrotaba con las armas en la mano y al grito de “Patria o Muerte”. (p. 128)

Manuel Alvear debe asumir en su identidad una diferencia entre ser revolucionario en el exilio y en la patria:

Pegar carteles, organizar bazares para recolectar fondos y mostrar en el centro social de Fleurs filmes documentales alusivos a la dictadura, parecíale no servir sino para reafirmar y gozar en Lille de su presti-gio de desterrado. Lo atormentaba el saber que mientras él recibía de los lilueños manifestaciones de simpatía por actividades que realizaba sin correr riesgo alguno, sus compatriotas, aterrorizados, no podían en Chile ni siquiera levantar la mirada. (p. 11)

Es por esto que, en el exilio, el triunfo de la revolución sandinista en Nicaragua se convierte en una carga:

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Al atardecer, todavía abrumado por el torrente de imágenes que se agolparon en su mente con la noticia aparecida en Le Matin, Manuel Alvear abandonó el Jardín de Plantas. Se levantó del banco de madera no sólo agobiado por el destino incierto de Nicaragua, que identificaba con el de Chile y con el suyo propio, sino también por el recuerdo de la soledad de su madre, la endeble felicidad de sus hijos y su indeseable condición de desterrado… Rosa comprendió que el aturdido corazón de su marido no había podido sobrellevar en aquel día la pesada carga del exilio. (p. 23)

Con estos cambios políticos, el personaje principal de la novela vuelve a sus confrontaciones por la decisión de exiliarse:

Todo esto lo recordaba intacto desde Lille, pero dudaba que eso mismo perdurara en la memoria de alguno de aquellos compañeros. Antes de que Manuel saliera de Santiago ya los habían exterminado casi a todos. Quizá era él, Manuel, el único que quedaba con vida. Los habían bus-cado uno a uno y casa por casa. Los sacaban a media noche del costado de sus mujeres y los asesinaban en las afueras de Santiago.

(…) No debemos irnos, le dijo con rabia Manuel a su cuñado. Nadie de-bería irse; dejaremos pasar unos días y luego trataremos de organizar la resistencia, gritó. Estaba fuera de sí y era evidente que no se podía discutir con él. El hermano de Rosa optó por dejarlo hablar solo, esperó que se cansara de gritar contra el fascismo. Permanecieron largo rato en silencio: el cuñado, sentado en un banco de madera, hojeando una vieja biblia de lomo dorado y estornudando a causa del penetrante olor de los libros; Manuel, yendo de un lado a otro sin poder controlar sus emociones. (p. 13)

[Manuel Alvear] Pensaba que se había embarcado demasiado pron-to, mucho antes de que comenzara la verdadera lucha, y no dejaba de torturar su confundido corazón al preguntarse si lo había hecho por cobardía, por amor a Rosa, porque carecía de la moral y la madurez revolucionaria que el momento exigía o porque se había dejado arras-trar por esa atracción nacida de la frivolidad que los latinoamericanos sienten por Europa. En vano se decía a sí mismo que en su visita a Rosa y a los niños en la Embajada no había buscado inconscientemente una coartada para huir de Chile; que solo llegó allí con la intención de despedirlos. De aquellas reflexiones salía siempre convencido de no ha-ber opuesto la debida resistencia a la iniciativa derrotista de su mujer. Tan caótico era el estado de su mente que, a pesar de las huellas que la tortura dejó en el rostro de Rosa, Manuel llegó a pensar, en algún

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momento del viaje, que su mujer había encontrado en la confusión pro-ducida por la caída de Allende, la mejor oportunidad de apartarlo para siempre del lado de su madre. (p. 17)

Entre estas tipologías de exiliados se encuentran en la novela las cosas comunes a todos, independientemente de su lugar de origen; lo que se resalta en la narración es que todos tienen las mismas opciones de trabajo en cualquier territorio europeo y se enfrentan a las mismas an-gustias de continuar sintiéndose perseguidos.

En la narración se encuentra que los exiliados, al perder su destino en la patria, encuentran un destino común: la vida en el exilio es la misma en cualquier país.

Cuando recibían visita de los refugiados en Suecia o Alemania, pensa-ban que la mejor solución era partir hacia tales países en busca de mar-cos y coronas, pero bien pronto entendieron que la vida de los obreros en el exilio era la misma en todas partes. Para un exiliado obrero, Suecia o Alemania, no podían significar más que Francia. En todas aquellas naciones se perdía sin remedio la identidad personal, se dejaba de ser Pedro, Antonio o Tomás, ese nombre que pronunciado en Chile quería decir muchas cosas, para convertirse en el extranjero, en el estereotipo del pobre obrero latinoamericano en el exilio. (p. 10)

A este destino se le añade la convicción de que aún en territorio ajeno se siguen sintiendo perseguidos:

¿Qué le pasa, señor? ¿No se siente usted bien?, le dice en francés el me-sero que la trae la taza de chocolate. Manuel levante el rostro bañado en sudor y, aturdido por las imágenes que se resisten a abandonar su mente, parece devolverle la pregunta al hombre de chaqueta blanca que sostiene una bandeja de madera en sus manos. Desvía luego la mirada hacia los otros parroquianos, que todavía no han salido del asombro, y comprende por fin que se ha dejado arrastrar por el delirio. Saca me-cánicamente unas monedas de su bolsillo, las coloca sobre la mesa y sale avergonzado del café. Los habituales parroquianos de “La Cloche”, que ya se habían acostumbrado a ver a aquel sudamericano que bebía chocolate y leía el diario en uno de los rincones del café, lo siguen con la mirada hasta cuando termina de atravesar la plaza de la Opera del Lille, con las manos en los bolsillos del pantalón, la cabeza inclinada, y abandonado a su propio infortunio. (pp. 6 y s.)

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Y con miedo constante a no volver y a no ser asimilados nunca por el medio:

Con el pequeño Manuel José eran veinte los niños chilenos que habían llegado a Lille. La edad de la mayoría de ellos oscilaba entre los cuatro y siete años; solo Sofía, la hija mayor de los Fernández, había cumplido ya los once. De manera que, además de no comprender la tragedia de su tierra natal, estaban creciendo en un mundo que nada tenía que ver con el de sus progenitores: mientras los niños vivían felices en las escuelas francesas, sus mayores eran presa del temor de no volver a ver jamás la remota patria chilena y de la convicción de que no serían nunca asi-milados por el medio francés. Lo habían intentado muchas veces, pero como todas las personas de comunicación fácil y espontánea, retroce-dieron desde el primer momento en que chocaron con la sonrisa formal y displicente de los franceses. Los hogares de Lille les parecían impene-trables. Se sentían muy jóvenes cuando pensaban en el posible regreso a Chile, pero demasiados viejos para cultivar nuevas amistades entre aquellos franceses que les tendían la mano, que nada tenían en común con su pasado ni con su porvenir. (p. 8)

A pesar del planteamiento sobre el destino común de los exiliados, Ra-món Molinares presenta algunas particularidades sobre los franceses que, indudablemente, influyen en la sensación de desterrados de los obreros chilenos en el exilio.

Allí, esperando el aparato, volvían a sentirse un tanto incómodos con las miradas furtivas de los franceses; miradas acompañadas casi siem-pre de una leve sonrisa, que cualquier hombre sin prevenciones hu-biera sabido agradecer. Mas los chilenos, hipersensibilizados por su condición de desterrados, amargados por la imposibilidad de regresar a la tierra perdida, sin un pasaporte que les permitiera andar libremen-te por el mundo, no podían apreciar en su justa dimensión la genero-sa hospitalidad que les brindaban aquellos hombres asentados en su propio terruño y en una cultura que les garantizaba ese sosiego que tanto anhelaban los desterrados (…) Desde el momento en que pisa-ron el suelo francés tuvieron el presentimiento de que las relaciones interpersonales con los galos no serían posibles. Ese fino cordón de for-malidades que notaron tendido entre ellos y las primeras autoridades francesas que conocieron, lo percibieron más tarde en el grueso de la población de Lille. Siempre que intentaban un acercamiento chocaban con esa sonrisa segura, bella e impenetrable de esas francesas y fran-ceses de ojos azules que, sintiéndose excesivamente orgullosos de su

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país, se habían acostumbrado a mirar a todo extranjero por encima del hombro. (pp. 45-47)

Sin embargo, el autor sigue insistiendo en asuntos comunes a todos los exiliados, como las habituales reuniones en las que el tema recurrente era la política:

En ocasiones [Rosa] miraba al colombiano con tanta intensidad y odio que el joven estudiante se sentía culpable. Más de una vez Rosa le soli-citó, le suplicó, que no le hablara a su marido de política ni le recordara las cosas que el tirano estaba ejecutando en Chile. Pero el colombiano se empecinaba en traerle diarios, revistas y cartas que hablaban del refinamiento a que había llegado la tortura en Chile, de la última fosa común encontrada en las afueras de cualquier ciudad, sin darse cuenta de que eso que para él era una simple noticia que leía cómodamente en su habitación de la residencia universitaria, para Manuel y Rosa, que había sido salvajemente torturada, no era una pesadilla, como él decía, sino una espantosa realidad que les había tocado vivir, que vivían sus amigos y parientes y que seguirían viviendo ellos lejos de la patria per-dida. (p. 73)

En los diálogos narrados por el autor de la novela se refleja el carácter anticapitalista de los protagonistas, exiliados, casi siempre, por su mili-tancia con partidos de izquierda, que en Latinoamérica suelen asociar-se a revolucionarios radicales a los que el régimen tiene que exterminar.

Estaban convencidos de que Allende y Jorge Eliécer Gaitán fueron ase-sinados no por lo que dijeron, pues al fin y al cabo hasta los políticos de derecha hablan de revolución en los días de elecciones, sino por lo que hicieron en el preciso instante en que la historia les tocó la puerta y los obligó a tomar una decisión que excluía los términos medios. (p. 73)

Convencidos todos los exiliados, con leguaje poético o político, de que la raíz de sus males y la razón del exilio es el imperialismo.

Somoza es un monstruo que necesita sangre para poder subsistir, dijo un poeta guatemalteco que visitaba con frecuencia a los chilenos y que se decía descendiente de un campesino que luchó al lado de César Augusto Sandino. … Vea, camarada, deje de hablar de monstruos, ritos, víctimas y períodos bíblicos. Allí no hay nada de esas pendejadas; no existe ese monstruo mitológico que ante sus ojos parece inmortal; yo no veo allí

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sino una de las cabezas de eso que usted llama monstruo, un fuerte del imperialismo. Es un engendro, o monstruo como dice usted, cuya exis-tencia es perfectamente explicable en términos marxistas y al que ya le han cortado algunas de sus innumerables cabezas. De manera que el tal monstruo se está desangrando tanto o más que sus víctimas. Ahí están Vietnam, Cuba, Angola, Argelia y todo el negro corazón de África. Creer que cada siete años se va a repetir la misma mortandad es el peor argu-mento contra el desarrollo de la historia de la humanidad. (p. 41)

La militancia política de los exiliados se mezcla con los logros econó-micos, que no llenan el vacío de la nostalgia por la patria lejana y el recuerdo de las cosas.

Este bienestar material, que debía ser un motivo de satisfacción, era para Manuel otra de las causas de su angustia. Cuando pensaba en los que no sólo se habían quedado sin trabajo en Santiago sino que, ade-más, seguían combatiendo con coraje en la clandestinidad, Manuel se sentía tremendamente culpable. Era cierto que habían decidido hacer un aporte mensual para ayudar a sobrevivir a las organizaciones que operaban en la clandestinidad en el suelo chileno, pero estaban ínti-mamente convencidos de que aquello no era más que una manera de tranquilizar la conciencia. (p. 10)

[Manuel] Tenía Vodka, Whisky, Anix Español, Coñac, Oporto, ginebra inglesa, vinos franceses y ron de la Martinica, pero él, que había sido siempre generoso y conversador, no tenía en Lille con quien compartir-los. Los compraba porque era casi inevitable, quizá porque le resultaba agradable sacar una de esas hermosas botellas de los estantes del su-permercado, acariciarla, alejarla de sus ojos extendiendo el brazo para contemplar a contraluz el color de su líquido y luego depositarla en el carrito de compras como hacían los franceses. Solo que éstos debían consumirla entre sus familiares y amigos mientras que a él se le acu-mulaban, inútiles, en el bar. Cuando lo abría y lo veía repleto de todas esas botellas que contenían sabores y olores de todos los matices, Ma-nuel sentía una gran nostalgia por los vinos baratos de Chile y por ese alcohol pendenciero que consumía con sus amigos en cualquier café de barrio de Santiago. Esos eran los que le enternecían el corazón y le daban la dimensión exacta de lo que significa el destierro. (p. 70)

A pesar de la sensación de discriminación a la que se sentían sometidos los exiliados chilenos, se relata en la novela que ellos mismos discrimi-naban a otros grupos.

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Cada vez que se encontraba entre chilenos, el colombiano introducía estas anécdotas en la conversación con el fin de limar esa hostilidad que Manuel Alvear, su mujer y gran parte de sus compatriotas sentían por los árabes. Había muchas razones para que éstos y los franceses no se amaran, pero no existía ninguna para que lo chilenos se dejaran arrastrar por las odiosas pasiones de los dos. Por lo demás, bien sabía el colombiano que la hostilidad entre ellos, lo mismo que cualquier tipo de racismo, no se da con ardor sino en las capas bajas de la sociedad. Mientras los grandes hoteles, salas de espectáculos, restaurantes y so-fisticados prostíbulos de París, New York, Londres o Roma permane-cen con las puertas generosamente abiertas al millonario africano de labio grueso, al amarillo que ama con igual medida los placeres de la opresión y el numeroso lecho, al emir que pierde en una noche de juego lo que sería suficiente para sembrar el desierto y al latinoamericano que se siente europeo en su país de origen y despreciado y avergonzado de no serlo en Europa; mientras para estos distinguidos señores, decía el colombiano, las puertas permanecen de par en par, en estas mismas ciudades, el americano pobre, el inglés o el francés desempleado cie-rran filas contra el chicano, el árabe analfabeta o el desnutrido hindú que pretende arrebatarles el trabajo asalariado. De manera que cada vez que podía, el colombiano intentaba liberar a Manuel y a algunos de sus compatriotas de esa insensata carga de odio que había nacido en ellos en contra de los árabes”. (pp. 65, 69)

La situación de exiliado, con todas las complejidades que se despren-den de la vida en otra parte, da lugar a la necesaria reconstrucción de la identidad lejos de la patria, como, en algunos casos, al desdibujamiento de lo que se ha sido, que en el caso de Manuel Alvear solo pudo reco-brarse con el regreso a la patria.

Casi completamente ebrio, Manuel continuaba rompiendo el aparato a puntapiés. Cuando cogió la antena entre sus manos daba la impresión de que quería estrangular a alguien. La miraba con furia y la acerca-ba a sus ojos desorbitados, la escupía, la tiraba con violencia contra el piso y corría a pisotearla como si se tratara de un animal indeseable que hubiese quedado con vida. Viéndolo en ese estado, Rosa se sentía frente a un desconocido, distante del hombre a quien le había dado dos hijos varones y con quien había compartido más de once años de vida matrimonial. (p. 26)

Por este desdibujamiento, por el regreso de Rosa y sus hijos a Chile, por el recuerdo de la soledad de su madre, la señora Isabel, Manuel

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decide regresar para reencontrarse consigo mismo y redescubrir la her-mosura del territorio de la patria.

Manuel estaba condenado a llevar una vida de perseguido mientras el tirano siguiera encariñado con el poder. A él le estaba vedado, como a todos los refugiados, la posibilidad de entrar a Chile con la tranquili-dad con que lo hace Pedro a su casa. Tanto más cuanto que vivía en un país en el que, según la policía chilena, estaban anidados los hombres de acción y los intelectuales y artistas que más hostigaban el gobierno. (p. 97)

Manuel regresa solo a su patria, donde está su familia y la libertad encarcelada; a su lado miles de exiliados entran a Chile, junto a niños que al observar la belleza de Latinoamérica olvidan la patria prestada que estuvieron dispuestos a tomar como propia. Este personaje, que es la figura de cualquier exiliado latinoamericano, encontrará a su madre y a los amigos de esta, que le darán una lección más: la libertad en este territorio lleno de violencia se logra enfrentando al dictador.

—Este es mi hijo —le dijo con orgullo la señora Isabel al anciano- dígale a los vecinos que vengan a conocerlo esta noche porque antes de que amanezca debe irse a combatir a Santiago.

(…) Manuel Alvear habló con hombres que desconocían el lenguaje de los teóricos de los sindicatos y cenáculos de las grandes ciudades, pero que tenían muy claro que para amar la libertad y la dignidad humanas no eran necesarias tantas lecturas.

—No se necesita ser comunista para tener deseos de destrozar a puntapiés la cara del tirano, le oyó decir a uno de los más ancianos. (p. 183)

CONCLUSIONES

En este escrito hemos intentado conjugar las implicaciones teóricas de la negación de la identidad del concepto, realizada por Theodor W. Adorno en su Dialéctica negativa, a partir de un ejercicio analítico de lectura e interpretación de la novela Exiliados en Lille de Ramón Molina-res Sarmiento. El punto central de la dialéctica negativa es la categoría de lo no-idéntico: la otredad, lo opuesto a la mismidad de lo idéntico representada en el concepto. Precisamente, el exilio es un territorio ne-

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gado, y como tal no logra identificarse con lo que pretende su concepto: el territorio del exilio va más allá de una emigración y un abandono de la patria.

Como vimos, en la dialéctica negativa de Adorno, los objetos no se re-ducen a su concepto, por lo que las contradicciones constituyen un in-dicio de la no verdad de la identidad. Se trata, por tanto, de una crítica que elabora Adorno a la dialéctica de la identidad hegeliana, en la cual la conciencia definía el objeto a través de conceptos con la pretensión de abarcar su verdad como totalidad.

En el exilio, la dialéctica entre ciudadano y territorio se despliega bajo una lógica de lo no idéntico: en la patria, la construcción del territo-rio como símbolo de cohesión humana se realiza a través de las calles comunes, de los problemas que se enfrentan de manera colectiva, del rechazo a las políticas del Gobierno, de los recuerdos de los juegos de infancia con los vecinos, de los encuentros inesperados con los amigos “eternos”, del recorrer con la memoria las habitaciones, patios y terra-zas de las casas en las que los ancianos recuerdan haber sido niños.

En el exilio, la casa deja de ser el espacio del hogar familiar para con-vertirse en el recuerdo de un país que se construye desde la distancia, en medio de la angustia por la imposibilidad del regreso, y el desaso-siego por una tentativa de regreso que enfrenta a la desolación de en-contrar a los amigos muertos. El exilio aparece como negación en la dialéctica del concepto.

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