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1 ÉTICA, RESPONSABILIDAD SOCIAL Y TRANSPARENCIA 7.0 DEONTOLOGÍA PROFESIONAL “El trabajo, el ocuparse en pequeñas cosas, no sólo proporciona un contrapeso a lo ilusorio, sino que también ayuda a conservar la dignidad, o a restablecerla cuando ha sido lastimada.” Ernst Jünger 7.1. El profesionista y el contacto permanente con la vida La vida social, política y económica se desenvuelve dentro de un marco ético. Nos unimos en comunidad para alcanzar una vida lograda. Los individuos aislados difícilmente pueden ser plenos. Necesitamos de los demás para satisfacer nuestras necesidades fisiológicas, afectivas e intelectuales. Precisamente por ello, son tan graves la violencia y la corrupción en la comunidad: ambas fragmentan la convivencia humana. Si nos habíamos unido para vivir mejor, resulta terrible que la misma comunidad se convierta en un obstáculo para la vida lograda. La división de trabajo es un indicio del modo cómo la vida comunitaria facilita la individual. Escribir un libro, recibir una clase o tomar una medicina exige una compleja organización del trabajo en donde las tareas están distribuidas en forma de roles más o menos estables. Si los escritores tuviesen que cortar los árboles para fabricar el papel, agotarían su tiempo y fuerza antes de escribir. La distribución de roles laborales en la sociedad ha permitido su desarrollo. Incluso en las comunidades más primitivas, es necesario que unos cacen y otros tejan. No es posible dedicarse simultáneamente a un variedad de actividades con eficacia. La división del trabajo hace posible la supervivencia humana en condiciones desfavorables.

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ÉTICA, RESPONSABILIDAD SOCIAL Y TRANSPARENCIA

7.0 DEONTOLOGÍA PROFESIONAL

“El trabajo, el ocuparse en pequeñas cosas,

no sólo proporciona un contrapeso a lo ilusorio, sino que también ayuda a conservar la dignidad,

o a restablecerla cuando ha sido lastimada.” Ernst Jünger

7.1. El profesionista y el contacto permanente con la vida

La vida social, política y económica se desenvuelve dentro de un marco ético. Nos unimos

en comunidad para alcanzar una vida lograda. Los individuos aislados difícilmente pueden

ser plenos. Necesitamos de los demás para satisfacer nuestras necesidades fisiológicas,

afectivas e intelectuales. Precisamente por ello, son tan graves la violencia y la corrupción

en la comunidad: ambas fragmentan la convivencia humana. Si nos habíamos unido para

vivir mejor, resulta terrible que la misma comunidad se convierta en un obstáculo para la

vida lograda.

La división de trabajo es un indicio del modo cómo la vida comunitaria facilita la

individual. Escribir un libro, recibir una clase o tomar una medicina exige una compleja

organización del trabajo en donde las tareas están distribuidas en forma de roles más o

menos estables. Si los escritores tuviesen que cortar los árboles para fabricar el papel,

agotarían su tiempo y fuerza antes de escribir.

La distribución de roles laborales en la sociedad ha permitido su desarrollo. Incluso en las

comunidades más primitivas, es necesario que unos cacen y otros tejan. No es posible

dedicarse simultáneamente a un variedad de actividades con eficacia. La división del

trabajo hace posible la supervivencia humana en condiciones desfavorables.

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Con frecuencia la asignación de tareas es injusta. Basta pensar en la caso de la esclavitud o

en el machismo. Según estos esquemas, al esclavo y a la mujer se les asignan

arbitrariamente algunas tareas y se les excluye de otras.

En las sociedades más desarrolladas los individuos toman un puesto en la comunidad de

acuerdo a sus aptitudes, su esfuerzo y las oportunidades del momento. Por ejemplo, en la

Comunidad Europea existen mecanismos que permiten a los jóvenes prepararse en casi

cualquier área técnica y científica, siempre y cuando tengan las disposiciones pertinentes.

Tal esquema es cuestionable, pero en general es justo y hacia él parecen tender la mayoría

de las democracias.

En nuestro país, aún hay muchas personas que no pueden acceder a niveles de educación

superior por razones socioeconómicas. El universitario mexicano puede considerarse

afortunado por el sólo hecho de pisar las aulas. La pobreza es un enemigo de la educación

e impide que los individuos trabajen donde, en circunstancias más favorables, podrían

hacerlo.

Este fenómeno es particularmente grave. Por un lado, es una forma muy sutil pero

dañina de atentar contra los derechos humanos. La gente tiene derecho al trabajo digno y

un aspecto de la dignidad es, precisamente, realizar la tarea para la que tenemos aptitudes.

A esto nos referiremos en el inciso 7.2. y 7.3. Por otro lado, el trabajo es una de las

aportaciones específicas del individuo a la comunidad. Trabajando bien hacemos que la

comunidad funcione, y trabajando mal lo contrario.

La insatisfacción daña al individuo y a la sociedad. Al individuo por razones obvias, a la

sociedad, porque la insatisfacción va ligada a un regular desempeño.

El asunto no es sólo de cálculo económico. El punto no es si el individuo insatisfecho con

su trabajo rinde menos que el satisfecho. La cuestión tiene más fondo: nuestro trabajo,

cualquiera que sea, incide en la vida propia y de los demás. Un caso elemental, pero

elocuente, es el del médico cuyas aptitudes le hubiesen permitido ser un buen investigador

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y descubrir, quizá, una vacuna contra el SIDA. Sin embargo, la ausencia de condiciones

para investigar le han llevado a dar de diez a doce horas de consulta al día. Como se trata

de un tipo honrado, seguramente tratará bien a sus pacientes y curará a muchos. La

localidad donde trabaja se verá beneficiada, pero la comunidad internacional habrá perdido

una oportunidad.

El ejemplo puede antojarse melodramático. Seguramente lo es. Pero en un punto sí que

acierta: el trabajo, y muy en particular el del profesionista, hace mejor o peor la vida de la

comunidad. La vida lograda de cada uno de los individuos de la sociedad depende de las

aportaciones específicas de quienes la integran. Y quienes tienen el “arma” del

conocimiento inciden con mayor fuerza y hondura en la configuración de este bienestar.

Hace tiempo, se construía un edificio en un ciudad de México. La cimentación exigió cavar

15 metros de profundidad. Un mal cálculo de los ingenieros provocó un corrimiento de

tierra y varios coches estacionados en un terreno continuo resultaron gravemente

lastimados. Por fortuna, no hubo desgracias personales. La moraleja es obvia: supuesta la

buena fe del ingeniero, un cálculo defectuoso es suficiente para alterar gravemente la vida

de otro. Pensemos en el tiempo que tuvieron que gastar los afectados, sus disgustos y

malos ratos, las incomodidades...

No hace falta recurrir a casos espectaculares. Quienes trabajamos con computadoras,

sabemos que una vacuna antivirus defectuosa puede trastornar seriamente nuestro trabajo

y, por tanto, nuestra vida. ¿Otro caso? Los contadores y auditores. Ellos tienen en las

manos el patrimonio mucho o poco, lo mismo da de las personas. Una declaración de

impuestos elaborada deficientemente por un contador irresponsable, puede traer

consecuencias serias. El asunto se pinta de negro si se trata de un administrador que dirige

una empresa que da empleo a muchas personas. Una mala decisión puede dejar sin

ingresos a varias familias.

Abogados, artistas, contables, ingenieros, periodistas, profesores, tratan de una manera u

otra con seres humanos. El profesionista está en contacto permanente con la vida. Las

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nuevas tecnologías han hecho que estos contactos se incrementen, aunque a veces estén

ocultos. Si un administrativo comete un error de tecla en la captura de nuestros datos

personales en un banco o una oficina de gobierno, puede desencadenar una pesadilla.

Nunca, como antes, nuestra vida había estado en la mano de los demás. Estamos en las

manos del contador que elabora nuestras declaraciones, del arquitecto que hizo nuestra

casa, del ingeniero que sincroniza los semáforos de nuestra población, del financiero que

maneja nuestro fondo de pensión, del mecánico que compone los autos, etcétera.

7.2 Vocación: el desarrollo personal en el trabajo

Pero no se trata de hacer de la profesión una agobiante carga de responsabilidad. Lo más

importante es ser conscientes de que con el trabajo el ser humano transforma el mundo y,

sobre todo, se transforma a sí mismo. Ganar los recursos para vivir es un aspecto del

trabajo, pero no lo es todo. En el trabajo, cualquiera que éste sea, el ser humano se hace a

sí mismo, se realiza, desarrollando sus propias capacidades. Esto significa que el trabajo de

cada uno, por muy mecánico que parezca, incide en la configuración de nuestra

personalidad.

En la vieja película de Charles Chaplin, Tiempos modernos, Charlotte el personaje del

bigotito, bombín y bastón trabaja en una fábrica, donde toda su función se limita a

apretar unas tuercas en una inmensa cadena de producción en serie. Esta tediosa faena

comienza por producir una serie de tics en el pobre Charlotte y, finalmente, aviene la

locura. El film es cómico, pero su fondo es trágico. Algunos trabajos enajenan al ser

humano y pueden destruirlo. De ahí la necesidad por conseguir condiciones laborales cada

vez más humanas. La película de Chaplin intentaba criticar el maquinismo fomentado en

los inicios de la era capitalista. Le preocupaba la sustitución del trabajo humano gracias a

la efectividad de las nuevas máquinas. A primera vista, el uso de máquinas era bien

aceptado pues, en efecto, éstas facilitaban el trabajo. No obstante, su uso indiscriminado

corría el riesgo de convertirse en un enemigo destructor de los seres humanos. Tiempos

Modernos fue un llamado a no perder el valor de lo humano ante una sociedad tecnológica.

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Cuando el ser humano trabaja, pone en juego gran parte de sus capacidades físicas e

intelectuales. Conforme las va ejerciendo, se va forjando a sí mismo. El pianista, el atleta,

el administrador, el abogado, etcétera, adquieren una personalidad determinada en buena

medida por su ejercicio profesional. ¿No bromeamos con el “solemne” modo de hablar de

los abogados o el desparpajo para vestir de los ingenieros electromecánicos? La profesión

marca, no como un sello que viene desde fuera, sino como consecuencia del mismo

ejercicio laboral.

Por eso es tan importante reconocer la llamada “vocación profesional”. Esta vocación es,

en realidad, nuestro temperamento y personalidad exteriorizados y proyectados en el

ámbito profesional. ¿Para qué “somos buenos”? ¿Dónde podemos sacar más provecho

laboral a nuestras aptitudes naturales y nuestras habilidades adquiridas?

Una elección correcta de nuestra profesión nos acerca a la vida lograda y viceversa.

Pasamos por lo menos, una tercera parte de nuestra vida adulta trabajando. Esto es motivo

más que suficiente para poner atención a nuestra elección profesional, aunque hay algo

más. Y es que, como comentamos, difícilmente alcanzaremos cierta satisfacción personal

si no hacemos aquellas tareas para las cuales cada uno está dispuesto.

En otras palabras, el trabajo no es el penoso tributo que hemos de pagar para disfrutar de

un fin de semana medianamente entretenido. Por el contrario, el trabajo es un modo de

realizarnos, de aproximarnos a la vida lograda. Si el trabajo constituye para nosotros un

deber en el que no encontramos ninguna satisfacción personal, deberíamos revisar con

cuidado y seriedad si estamos trabajando en el lugar adecuado. En ocasiones no habrá más

remedio que aceptar un empleo: entrará en juego nuestra madurez para compensar las

insatisfacciones laborales. Otra tantas, caeremos en la cuenta de que estamos donde no es

necesario que estemos: no hemos seguido nuestra vocación profesional por falta de

reflexión. ¿Acaso nos hemos apuntado en una profesión por el espejismo de un éxito fácil,

olvidando que una condición del éxito es la pasión? Con dificultad nos apasionaremos por

algo que no nos interesa y para lo cual no estamos particularmente dotados.

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Además, el éxito no puede reducirse exclusivamente a un conjunto de compensaciones

económicas. Con ser necesaria, la retribución monetaria no es el único elemento que debe

ser considerado en la dedicación profesional. Muchas insatisfacciones personales, y otros

tantos fracasos profesionales, proceden de un enfoque unilateral del asunto, de haber

pensado exclusivamente en términos de “sueldo”, soslayando la satisfacción.

Este sentimiento de frustración lo paga, en primer lugar, el individuo. Lo paga también, la

comunidad atendida, entonces, por personas sin la menor ilusión por su trabajo,

desencantadas de su profesión.

Tales individuos tenderán a desempeñarse mediocremente y la comunidad se verá privada

de las aportaciones que esas personas pudieron haber dado fructíferamente en otro campo.

Cuando una sociedad está mayoritariamente poblada por personas así, la convivencia se

torna difícil. Imaginemos por un momento la vida en una comunidad donde los médicos

querrían ser contadores; los ingenieros, abogados; los abogados, científicos; los

economistas, biólogos... Estaremos en una sociedad frustrada y proclive a la violencia,

pues la insatisfacción en todas sus formas la permea.

En cualquier caso, la actitud hacia el trabajo es fundamental para la vida lograda. O

aprendemos a encontrar el mayor número posible de satisfacciones al trabajar o estamos

perdidos.

7.3 Resonancia ética del profesionista

La ética cívica no es un asunto de exclusiva incumbencia de un sector de la sociedad: por

eso es cívica, porque se refiere a toda la comunidad, porque es una de las condiciones de la

convivencia.

Sin embargo, es obvio que las acciones de algunos individuos tienen mayor impacto social

que las de otros. Es tarea del sistema político compensar las diferencias de suerte que la

voz de cada ciudadano sea escuchada. Pero éste es otro tema. Sencillamente queremos

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señalar que las acciones de quienes detentan mayores conocimientos profesionales suelen

tener más resonancia en la sociedad.

En primer lugar, porque el título universitario aún goza de un halo de prestigio. El

“licenciado”, “el ingeniero”, “el doctor” o “el maestro” poseen un dejo de autoridad moral

en un país donde el nivel educativo promedio es más bien bajo. Recientemente se han

publicado cifras sobre el nivel de los conocimientos matemáticos, la cultura general o el

hábito de la lectura y México aparece entre los países en los que todavía hay mucho por

hacer.

En segundo lugar, porque el conocimiento es un tipo de poder. Cuando el poder se ejerce

fuera de un marco ético que lo limite, se convierte en un mecanismo represivo y

destructivo. Un cirujano tiene, en términos prácticos, poder sobre la vida de sus pacientes.

En tercer lugar, porque en la sociedad industrial, donde el trabajo está dividido, los

profesionistas se abocan a áreas relevantes en el tejido social. Precisamente por ello, la

sociedad exige una preparación especial.

En cuarto lugar, porque el profesionista ha sido un universitario y, en consecuencia, su

capacidad crítica y reflexiva ha sido cultivada de una manera sistemática. Esto lo hace

particularmente responsable de sus decisiones. Aún cuando no haya estudiado

humanidades, como universitario ha tenido que pasar por un largo proceso donde ha

recibido el instrumental para analizar y ponderar sus acciones.

De esta suerte, los profesionistas y los universitarios tienen un papel decisivo en la

configuración ética de la comunidad.

7.4 Inserción del profesionista en los mecanismos éticos de la sociedad

Durante la Segunda Guerra mundial, la población civil de Gran Bretaña sufrió

bombardeos, escasez, el dolor de ver partir a sus jóvenes hacia el frente y la amenaza de

ser invadidos por los nazis.

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A pocos kilómetros de la isla estaban las tropas alemanas y, durante los primeros meses de

la guerra, la victoria parecía inclinarse hacia el lado del Tercer Reich.

Algo muy llamativo fue el afán por mantener el ritmo normal de la vida en la isla. El

correo siguió funcionando, se publicaban libros de literatura griega, había conferencias y

conciertos, en resumen, cada quien procuró cumplir con su trabajo habitual.

Obviamente, no siempre fue posible, dadas las circunstancias de emergencia. Pero la

actitud ahí estaba: los británicos sabían que el resultado de la guerra dependía, en buena

medida, del cumplimiento de las obligaciones ordinarias.

El cumplimiento del deber ordinario es la manera más elemental de inserción en la vida

ética de una comunidad. La ética de una sociedad puede medirse por la seriedad con que se

viven los compromisos profesionales y familiares. Es ingenuo suponer, por ejemplo, que

un individuo va a comportarse heroicamente en una catástrofe natural, si no ha sido capaz,

antes, de ser constante en su trabajo. Un profesor que improvisa sus clases y no califica

exámenes, un notario que se limita a firmar lo que sus pasantes le presentan, un médico

que hace esperar a sus pacientes sin justificación, faltan a deberes profesionales, y

contribuyen, quizá sin darse cuenta, al deterioro de los valores éticos de la sociedad.

El notario que debe dar fe pública y firma irresponsablemente, se parece al policía que

protege al delincuente. Entre ambos casos hay diferencias, substanciales por supuesto. Pero

un profesionista que no cumple su deber está faltando a la justicia en aquello que debía

estar dando a la sociedad. Somos poco sensibles para percibir la irresponsabilidad

profesional como una falta grave que abona el terreno a la corrupción y otro tipo de delitos.

Alguna vez se dijo que civilizado es aquel lugar donde las cosas funcionan del modo que

se espera. Esta definición no es académica, pero tiene su encanto. Si estamos a la mitad de

la sierra de un país pobre, no esperamos agua potable de primera calidad. No puede

reprochársele al pueblo esa carencia. En cambio, si estamos en un ciudad capital, donde se

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cobra el agua, y además se hace como si fuera potable, tenemos el derecho de exigir que

realmente lo sea. Si no lo es, puede decirse que el pueblo aquel es más civilizado.

La civilidad de una comunidad viene determinada en buena medida por la capacidad de

compromiso de sus integrantes. Si los médicos privados de un país citan a la misma hora a

varios de sus pacientes “para no perder honorarios en caso de cancelación”, seguramente la

gente no respetará tampoco los pasos peatonales, la policía recibirá cohechos, los

estudiantes copiarán en los exámenes y los abogados de oficio desatenderán a sus

defendidos. Una de las tramas de la civilidad es la responsabilidad de sus profesionales. Si

estas élites no cumplen adecuadamente las tareas por las que se les paga y a las que con

plena libertad se dedican, es que su capacidad de compromiso es frágil: se vendrá abajo

con el primer vendaval.

Por ello, de ninguna manera resulta cómica la informalidad, la improvisación

irresponsable, con que algunos caracterizan a Latinoamérica. Un pueblo con profesionistas

impuntuales, desordenados e inconstantes es proclive a la corrupción. Gente así, no podrá

exigir con firmeza que se respeten sus derechos cuando ella misma no ha sabido respetar a

los demás.

Por desgracia, suelen ser las clases menos favorecidas económicamente las más lastimadas.

Con profesionistas mediocres, los costos de la vida se elevan: el tiempo rinde menos, los

desperfectos aumentan, las querellas desgastan y se genera un ambiente poco solidario que

lleva, como de la mano, a la violencia y al resquebrajamiento del estado de derecho.

7.5 Habilidades técnicas y hábitos de la personalidad

7.5.1 Habilidades y pericia

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Tradicionalmente se ha distinguido entre dos tipos de virtudes: las intelectuales y las

éticas. El mapa de la personalidad se dibuja por el entrelazamiento de ambas.

Las llamadas virtudes intelectuales son habilidades o disposiciones de la inteligencia

práctica o teórica. Perfeccionan nuestra capacidad de conocer o transformar el mundo. Así,

de una persona que toca muy bien el violín, se dice que es un “virtuoso” porque ha

desarrollado la capacidad de tocar ese instrumento de una manera excepcional.

Análogamente, podríamos decir que Einstein era un “virtuoso” de la física o que Maria

Curie lo era de la química.

Los estudios universitarios se abocan principalmente al desarrollo de estas habilidades

intelectuales prácticas y teóricas para formar un perfil profesional: actuario,

sociólogo, matemático, veterinario, arqueólogo, etcétera.

Un individuo que vive de su profesión, recibe honorarios o un sueldo a cambio del

ejercicio de estas habilidades intelectuales. Vamos a escuchar al violinista porque sabe

tocar, consultamos al abogado porque conoce la ley, recurrimos al administrador porque

sabe organizar.

Si un profesionista no ejerce adecuadamente tales habilidades y cobra por ellas, nos está

defraudando. Así de sencillo. Es una especie de falsificador, pues vende un trabajo mal

hecho como si estuviese bien hecho.

A veces pensamos que los valores y las virtudes se refieren única y exclusivamente a temas

como el robo, el plagio, el cohecho. Este enfoque es erróneo. La justicia y la veracidad

adquieren forma no sólo en nuestras relaciones con la familia y el gobierno. La profesión

diestramente ejercida es una manera elemental de convivir justamente. La falta de pericia y

de responsabilidad de un profesionista atenta contra la justicia y deteriora, también, el

estado de derecho.

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En este sentido, cuando el universitario se prepara inadecuadamente está faltando a su

compromiso con la comunidad. Un profesionista mal preparado hace daño tangible, real,

cuantificable, a la sociedad. En la actualidad, los mecanismos legales de nuestro país no

facilitan, aún, el cobro expedito de los daños y perjuicios ocasionados por negligencia o

falta de profesionalidad. Pero no podemos esperar que sea el sistema jurídico el que venga

a sanar por arte de magia este sentido social de la profesión. Nos encontramos frente a un

problema de actitudes. El desarrollo de habilidades y pericias profesionales es un asunto de

ética cívica. El carpintero “mal hecho”, el estudiante tramposo, el maestro impuntual, el

cirujano torpe, el arquitecto improvisado, el contador descuidado son, de alguna manera,

enemigos públicos. Dañan continuamente a los ciudadanos y no debemos tomarlo a la

ligera. No son parte de nuestra “idiosincrasia”, no son estampas “folclóricas” y graciosas;

son causa de pobreza, de injusticia, de sufrimiento. Una operación mal practicada, una

contabilidad mal llevada, una estructura mal calculada, una pared mal levantada pueden

causar mucho más dolor y sufrimiento del que se piensa. Detrás de muchos accidentes y

contratiempos se esconde la ineptitud, la irresponsabilidad; en definitiva, la falta de

profesionalidad de algunos.

7.5.2 El soporte ético del profesionalismo

Pero no bastan virtudes y pericias profesionales. La virtudes éticas se entretejen con las

habilidades técnicas e intelectuales. No basta con ser un profesional diestro: es menester

ser un profesional diestro y ético.

Las habilidades profesionales sin un marco ético pueden convertirse en un arma terrible.

Pongamos un ejemplo real. Al principio de la Segunda Guerra mundial, los nazis

asesinaban a los judíos con balas. Pronto se dieron cuenta de dos inconvenientes técnicos

de este sistema. Algunos verdugos se sentían afectados al disparar directamente sobre las

cabezas de los niños en los brazos de sus madres. Además, las balas eran caras.

El “problema” se analizó y se propuso una solución técnica: las cámaras de gas. Este

método de exterminio era barato y, además, los verdugos no miraban directamente el rostro

de sus víctimas.

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La “solución” es una brutalidad. La barbarie es particularmente aberrante porque los nazis

pusieron su pericia profesional al servicio de la muerte. En otras palabras, utilizaron las

virtudes intelectuales para atentar contra los derechos más elementales de la persona

humana. Algunos autores como Max Horkheimer, Theodor Adorno y Herbert Marcuse nos

han advertido sobre los enormes riesgos que implica la razón instrumental la técnica, la

práctica científica si no está dirigida al servicio de la sociedad y el ser humano.

El financiero o el abogado que pone en práctica sus habilidades profesionales para realizar

un fraude son parecidos a quienes fabricaron las cámaras de gas. Buscan el cumplimiento

eficaz de un objetivo el exterminio del pueblo judío, el dinero mal habido valiéndose

de sus conocimientos, pero sin ejercer virtudes y valores éticos tales como la justicia, la

compasión o la solidaridad.

La ética es el entramado que da forma a las habilidades profesionales. Las virtudes cívicas

orientan las habilidades profesionales. Qué temible resulta un cirujano hábil sin ética. Es

capaz de extraernos diestramente el apéndice sano para pagar la letra del coche...

Ética y profesionalidad no son dos campos incomunicados; ni siquiera son tan sólo dos

campos que se entrecruzan. La ética es algo más: es el soporte de la profesión. Una

comunidad de profesionistas incapaces será pobre y estará llena de todo tipo de injusticias,

pero un pueblo de profesionistas diestros y sin valores son un peligro para la humanidad.

Los nazis fueron gente disciplinada, responsable, ordenada, laboriosa, preparada, culta, y

todo ese bagaje de habilidades lo utilizaron para cometer uno de los más grandes crímenes

de la historia.

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Bibliografía recomendada

1. Bell, D.: El advenimiento de la sociedad postindustrial, Alianza, Madrid, 1976.

2. Bell, D.: Las contradicciones culturales del capitalismo, Alianza, Madrid, 1977.

3. Cortina, A.: Razón comunicativa y responsabilidad solidaria, Sígueme, Salamanca,

1985.

4. Drucker, P.: La gerencia en tiempos difíciles, El Ateneo, Buenos Aires, 1985.

5. Drucker, P.: El ejecutivo eficaz, Sudamericana, Buenos Aires, 1999.

6. Drucker, P.: La gerencia, El Ateneo, México, 1990.

7. Fukuyama, F.: Confianza, Atlántida, Buenos Aires, 1996.

8. Garfield, Ch.: Los empleados son primero, Mc. Graw Hill- Interamericana de México,

México, 1992.

9. Galbraith, J.K.: El nuevo Estado industrial, Ariel, Barcelona, 1970.

10. Giddens, A.: Consecuencias de la modernidad, Alianza, Madrid, 1999.

11. Handy, Ch.: El futuro del trabajo humano, Ariel, Barcelona, 1986.

12. Jünger, E.: El trabajador. Dominio y figura, Tusquets, Barcelona, 1993.

13. Llano, C.: Dilemas éticos de la empresa contemporánea, Fondo de Cultura Económica,

México, 1997.

14. Llano, C.; Zagal, H.: Al rescate ético de la empresa y el mercado, Trillas,

México,2002.

15. Rifkin, J.: El fin del trabajo, Paidós, México, 1996.