nos han dado la tierra - juan rulfo

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Diagramación de cuento Rulfo

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Juan

Rul

fo

Nos han dado la tierra

Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno (Sayula, Jalisco, 16 de mayo de 1917 - México, D. F., 7 de enero de 1986) escritor, guionista y fotógrafo mexi-cano, perteneciente a la generación del 52. La repu-tación de Rulfo se asienta en dos pequeños libros: El llano en llamas, compuesto de diecisiete pequeños re-latos y publicado en 1953, y la novela Pedro Páramo, publicada en 1955. Se trata de uno de los escritores de mayor prestigio del siglo XX, pese a ser poco prolífico. Ha sido considerado uno de los más destacados escri-tores en la lengua española de este periodo, junto a Jorge Luis Borges.

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más atrás y no veo a nadie. Entonces me digo: “Somos cua-tro.” Hace rato, como a eso de las once, éramos veintitantos; pero puñito a puñito se han ido desperdi-gando hasta quedar nada más este nudo que somos nosotros. Faustino dice: —Puede que llueva. Todos levanta-mos la cara y mira-mos una nube negra y pesada que pasa por encima de nues-tras cabezas. Y pen-samos: “Puede que sí.” No decimos lo que pensamos. Hace ya tiempo que se nos acabaron las ganas de hablar. Se nos acabaron con el calor. Uno plati-caría muy a gusto en otra parte, pero

aquí cuesta trabajo. Uno platica aquí y las palabras se cali-entan en la boca con el calor de afuera, y se le resecan a uno en la lengua hasta que acaban con el resuello. Aquí así son las cosas. Por eso a nadie le da por platicar. Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una plasta como la de un salivazo. Cae sola. Nosotros es-peramos a que sigan cayendo más. No llueve. Ahora si se mira el cielo se ve a la nube aguacera corriéndose muy lejos, a toda prisa. El viento que viene del pueblo se le arrima empujándola contra las sombras azules

de los cerros. Y a la gota caída por equiv-ocación se la come la tierra y la desa-parece en su sed, ¿Quién diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh? Hemos vuelto a caminar. Nos habíamos detenido para ver llover. No llovió. Ahora volve-mos a caminar. Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que lleva-mos andado. Se me ocurre eso. De haber llovido quizá se me ocurrieran otras cosas. Con todo, yo sé que desde que yo era muchacho, no vi llover nunca sobre el Llano, lo que se llama llover. No, el Llano no es cosa que sirva. No hay ni conejos ni pá-

Después de tantas horas de caminar sin encon-

trar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros.

Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin oril-las, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero si, hay algo. Hay un pueblo. Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza.

Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca. Hemos venido caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro de la tarde. Alguien se asoma al cielo, estira los ojos hacia donde está col-gado el sol y dice: —Son como las cuatro de la tarde. Ese alguien es Melitón. Junto con él, vamos Faustino, Esteban y yo. Somos cuatro. Yo los cuen-to: dos adelante, otros dos atrás. Miro

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jaros. No hay nada. A no ser unos cuan-tos huizaches tre-speleques y una que otra manchita de zacate con las hojas enroscadas; a no ser eso, no hay nada. Y por aquí va-mos nosotros. Los cuatro a pie. Antes andábamos a caballo y traíamos terciada una carabina. Ahora no traemos ni siqui-era la carabina. Yo siempre he pensado que en eso de quitarnos la carabina hicieron bien. Por acá re-sulta peligroso andar armado. Lo matan a uno sin avisarle, viéndolo a toda hora con “la 30” amar-rada a las correas. Pero los caballos son otro asunto. De venir a caballo ya hubié-ramos probado el agua verde del río, y paseado nuestros estómagos por las calles del pueblo para que se les ba-jara la comida. Ya lo hubiéramos hecho de tener todos aquel-los caballos que teníamos. Pero tam-bién nos quitaron los caballos junto con la carabina. Vuelvo hacia todos lados y miro el Llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Se le resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que

los detenga. Sólo unas cuantas lagar-tijas salen a asomar la cabeza por encima de sus agujeros, y luego que sienten la tatema del sol cor-ren a esconderse en la sombrita de una piedra. Pero nosotros, cuando tengamos que traba-jar aquí, ¿qué hare-mos para enfriarnos del sol eh? Porque a nosotros nos di-eron esta costra de tepetate para que la sembráramos. Nos dijeron: —Del pueblo para acá es de ust-edes. Nosotros pre-guntamos: —¿El Llano? —Sí, el Lla-

no. Todo el Llano Grande. Nosotros para-mos la jeta para decir que el Llano no lo queríamos. Que queríamos lo que es-taba junto al río. Del río para allá, por las vegas, donde están esos árboles llama-dos casuarinas y las paraneras y la tierra buena. No este duro pellejo de vaca que se llama el Llano. Pero no nos de-jaron decir nuestras cosas. El delegado no venía a conversar con nosotros. Nos puso los papeles en la mano y nos dijo: —No se vayan a asustar por tener tanto terreno para ustedes solos.

—Es que el Lla-no, señor delegado... —Son miles y miles de yuntas. —Pero no hay agua. Ni siquiera para hacer un buche hay agua. ¿Y el temporal? Nadie les dijo que se les iba a dotar con tierras de riego. En cuanto allí llueva, se levantará el maíz como si lo estiraran. —Pero, señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que el arado se en-tierre en esa como cantera que es la tierra del Llano. Habría que hacer agujeros con el azadón para sem-brar la semilla y ni

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aun así es positivo que nazca nada; ni maíz ni nada nacerá. —Eso mani-fiéstenlo por escrito. Y ahora váyanse. Es al latifundio al que tienen que atacar, no al Gobierno que les da la tierra. —Espérenos usted, señor del-egado. Nosotros no hemos dicho nada contra el Centro. Todo es contra el Llano... No se puede contra lo que no se puede. Eso es lo que hemos dicho... Es-pérenos usted para explicarle. Mire, va-mos a comenzar por donde íbamos... Pero él no nos quiso oír. Así nos han dado esta tierra. Y en este comal acalo-

rado quieren que sembremos semillas de algo, para ver si algo retoña y se le-vanta. Pero nada se levantará de aquí. Ni zopilotes. Uno los ve allá cada y cuando, muy arriba, volando a la carrera; tra-tando de salir lo más pronto posible de este blanco terrenal endurecido, donde nada se mueve y por donde uno camina como reculando. Melitón dice: —Esta es la tierra que nos han dado. Faustino dice: —¿Qué? Yo no digo nada. Yo pienso: “Melitón no tiene la cabeza en su lugar. Ha de ser el calor el que lo hace hablar

así. El calor, que le ha traspasado el sombrero y le ha calentado la cabeza. Y si no, ¿por qué dice lo que dice? ¿Cuál tierra nos ha dado, Melitón? Aquí no hay ni la tantita que necesitaría el viento para jugar a los remolinos.” Melitón vuelve a decir: —Servirá de algo. Servirá aunque sea para correr yeguas . —¿Cuáles yeguas? —le pregun-ta Esteban. Yo no me había fijado bien a bien en Esteban. Ahora que habla, me fijo en él. Lleva puesto un gabán que le llega al ombligo, y debajo del gabán saca la cabeza

algo así como una gallina. Sí, es una gal-lina colorada la que lleva Esteban debajo del gabán. Se le ven los ojos dormidos y el pico abierto como si bostezara. Yo le pregunto: —Oye, Teban, ¿dónde pepenaste esa gallina? —Es la mía dice él. —No la traías antes. ¿Dónde la mercaste, eh? —No la merque, es la gallina de mi corral. —Entonces te la trajiste de basti-mento, ¿no? —No, la traigo para cuidarla. Mi casa se quedó sola y sin nadie para que le diera de comer; por eso me la traje. Siempre que salgo lejos cargo con ella. —Allí escondida se te va a ahogar. Mejor sácala al aire. Él se la acomo-da debajo del brazo y le sopla el aire caliente de su boca. Luego dice: —Estamos llegando al derrum-badero. Yo ya no oigo lo que sigue diciendo Esteban. Nos hemos puesto en fila para bajar la barranca y él va mero adelante. Se ve que ha agar-rado a la gallina por

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las patas y la zan-golotea a cada rato, para no, golpearle la cabeza contra las piedras. Conforme ba-jamos, la tierra se hace buena. Sube polvo desde nosotros como si fuera un

atajo de mulas lo que bajará por allí; pero nos gusta lle-narnos de polvo. Nos gusta. Después de venir durante once horas pisando la dureza del Llano, nos sentimos muy a gusto envueltos

en aquella cosa que brinca sobre nosotros y sabe a tierra. Por encima del río, sobre las copas verdes de las casua-rinas, vuelan parva-das de chachalacas verdes. Eso también

es lo que nos gusta. Ahora los ladri-dos de los perros se oyen aquí, junto a nosotros, y es que el viento que viene del pueblo retacha en la barranca y la llena de todos sus ruidos. Esteban ha vuelto a abrazar su gallina cuando nos acercamos a las primeras casas. Le desata las patas para desentumecer-la, y luego él y su gallina desaparecen detrás de unos tepe-mezquites. —¡Por aquí ar-riendo yo! —nos dice Esteban. Nosotros segui-mos adelante, más adentro del pueblo. La tierra que nos han dado está allá arriba.