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XLIX Pregón de la Semana Santa de Ayamonte Norberto Javier Antonio 2016

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XLIX Pregón de la

Semana Santa de Ayamonte

Norberto Javier Antonio

2016

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XLIXPREGÓN DE LA SEMANA SANTA

DEAYAMONTE

13 de Marzo de 2016

Pronunciado porDon Norberto Javier Antonio

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Edita:Agrupación de Cofradías y Hermandades de la Semana Santa de la Ciudad de Ayamonte

dibujos:José Antonio de la Rosa

imprimE:Artes Gráficas Bonanza, S.L.

dEposito LEgaL:H 34-2002

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prEsEntación

Lo recuerdo bien. Lo recuerdo como se recuerda lo que uno no vivió pero inventó para calmar nostalgias futuras, como el niño que crea un amigo invisible para empezar a degus-tar monólogos compartidos, calorcitos en la piel, pequeñas y gustosas discusiones.

Lo recuerdo como sólo se recuerda lo que uno prometió ol-vidar, los repelucos del alma cuando la madrugada se alarga y se ahonda, y te mira con puñales de luz muy fija, como una maldición que hace presa en carne descuidada.

Lo recuerdo bien, digo, porque yo no estaba allí. Si acaso ese amago de mí que sigo analizando en las tres o cuatro fotos que una mano previsora ha salvado de rebuscas, mu-danzas y otros frenesíes.

Lo recuerdo como sólo se recuerda el lugar y el tiempo al que has querido volver mil veces y has recibido otras tantas negati-vas. Un río pacífico del que salían brazos de plata y barro, para acomodarse en pequeños barrancos verdosos y oscuros.

Norberto Javier aNtoNio

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Un arroyuelo que hacía de frontera entre varias parcelas de cultivo, un prado inmenso, una casa amplia y limpia habi-tada por las voces cuyo arrullo necesito en más ocasiones de la cuenta. Un campo, un par de pozos de agua fresca, tierras de labranza, hombres de dedos encallecidos y mirada de chí-charo, el cielo y sus tiempos marcando bondades y miserias en los cultivos, bandadas de pájaros acudiendo a las heridas de la tierra cuando el arado la mordía, voraces y desconfiados como una calumnia prendida en alma joven.

Mi infancia son recuerdos de referencias de otros recuer-dos, de crónicas lejanas embellecidas por palabras hermosas: bullas de incienso, misterios, palios con dolorosas, marchas que alfombraban las tardenoches señalaitas.

Mi infancia en blanco y negro se estremecía con el relato a color de vísperas tumultuosas, de tallaje, de papeletas de sitio. De otras infancias de templos, rumores de juntas de gobierno, del poso de sabiduría popular de la pasión según Ayamonte. De otros niños que tenían el privilegio de la pertenencia por tradición familiar a una hermandad.

Con el paso de los años, acabé por razones profesionales explicando esa reverencia a Dios que sólo Ayamonte sabe dedicar, y quizás siendo el portador de ese relato que prende-ría, seguro, en el alma y el corazón de otros niños en blanco y negro.

Pude explicarla, digo, por razones profesionales y expli-cármela por motivos devocionales. Y ya sí, disfrutarla bajo la túnica en la Salud, Cautivo y Pasión, exponerla como cate-quista a las órdenes de nuestro añorado Padre Claudio, servir-la como monaguillo, interpretarla como lector en eucaristías y, ay, darle continuidad llevando de la mano a mi niño como quien lleva de la mano el recuerdo de aquel niño en blanco

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y negro que sabía gracias a las voces en color de sus amigos cómo era el tiempo en que Ayamonte se vuelve a convertir en principio y fin de todo.

Dios… Dios sí. Dios sí estaba conmigo. Sí estaba en los rezos de mi madre. Y en el misterioso ciclo que permitía que de unas tierras no demasiado fértiles tras ser preñadas por las lluvias, ay ese ejercicio de alquimia, brotaran cosechas generosas.

Mi infancia ocurrió deprisa, aunque la recuerde plácida y esponjosa como pasos de enamorado. Inconclusa y mal colo-reada, como pintura de artista apremiado.

Mi adolescencia y mi juventud sí me posibilitaron acer-carme a esa Semana en que todo cobra sentido por sí solo. Lo hice desde esa perspectiva que equidista la timidez del respeto.

Dios filósofo cuando la tardoinfancia no fue ya capaz de responderme a preguntas que exigían complejidad y tiempo, sobre todo tiempo. Dios discreto, que la vanidad por tener el privilegio de su interlocución está recogida en la lista de pecados.

Nunca Dios atemorizador o justiciero. Nunca tronante, por más que sus avisos rompieran los cielos panzaburra con el es-truendo que anunciaba los temporales. Dios de soledad, Dios de búsqueda. Siempre de búsqueda.

Quien habla solo espera hablar a Dios un día, escribió Ma-chado. Yo hablo a Dios desde incluso antes de saber hablar.

Ahora retumban allí estas palabras y retumba en mí aquel silencio, que es el otro modo posible de emplear una vida. El primero es viviéndola, el segundo contándola. Y no tienen por qué coincidir.

Norberto Javier aNtoNio

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Así fue como empecé a saber disfrutar del trabajo de los hombres y mujeres de martillo y de costal, de vara, de antifaz, de traje y mantilla, y de gubia y de pincel, corrientes y fijadores, de libro de reglas y de trompetas, de bacalao y de cruz de guía, aguaores y hermanos mayores, fundamentales ambos, directivos y nazarenos, pertigueros y fijadores, priostes y acólitos, padres y madres, protagonistas en activos o respetuoso público.

Décadas después aquí estoy, manos abiertas, espíritu en calma, voz trémula, un nudo en la garganta y los nervios ga-rabateando el estómago. Dispuesto a terminar de vivir lo que solo pude empezar. A saborear con ojos del presente emocio-nes que sólo pueden describirse desde el corazón y la memo-ria. A recorrer algunos de los territorios que conforman no ya este tiempo en que Dios está más que nunca en el centro de nuestras vidas, eso por supuesto, sino este tiempo en que Ayamonte se hace más Ayamonte.

Reverendo Sr. Cura Párroco, Don Sergio Asenjo Quirós.

Sr. Alcalde de Ayamonte, Don Alberto Fernández Rodríguez.

Sr. Presidente y Junta de Gobierno de la Agrupación de Cofradías y Hermandades de Semana Santa.

Hermanos Mayores y Juntas de Gobierno de las Herman-dades de Penitencia y Presidentes de Gobierno de las Her-mandades de Gloria: Rocío y Patronal de las Angustias.

Dignísimas autoridades, representados del Cuerpo de la Guardia Civil, de la Armada y otros poderes públicos.

D. Manuel Moreno Morales, excelente autor del Cartel anunciador de la Semana Santa de Ayamonte de este año

D. Pedro Pérez Duarte, predecesor en el más noble honor de pregonar la Semana Santa de nuestro pueblo

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Amigo y presentador, José María Mayo.

Amigo José Antonio de la Rosa, eminente artista, ilustra-dor de la edición de papel del Pregón.

Gente que me quiere, y a la que quiero

Señoras y Señores Ayamontinos, cofrades, amigos, pre-sentes física o espiritualmente:

Tiene uno tantos Domingos de Señas adormilados en la piel de la memoria, deseosos como en aquel poema de Bec-quer de que unos dedos amorosos le dieran vida, que poder estar hoy desde este atril desgranando palabras se me antoja cumplir una especie de sueño que nunca tuve del todo, quizás porque, incluso en ese estado, siempre supe que hay hechos que es casi imposible que puedan ocurrir.

Tiene uno tantas letras a medio decir… Tiene uno tantos caminos a medio andar, tantos amaneceres a medio encen-der, que siente ya, de oficio, que cualquier poema que le dedique, cualquier idea que le decline, cualquier bocanada de aliento octosílabo que uno exhale, nunca va a hacer justicia.

No puede, porque ya al empezar ésta a nacer, en realidad está empezando a morir, bendita paradoja que solo se en-tiende si uno tuvo la suerte de que su primera luz tuviera la temperatura adecuada del color de la de Ayamonte.

Mi voz, a Ayamonte debida, nunca podrá abarcar su idea plena, ni auscultar del todo su latido.

Como mucho podrá aproximarse, con respeto y prudencia, como novio antiguo que pide la puerta, a una parte de ella. Asomarse, como quien abre de par en par las ventanas al relente de marzo o a la luz de abril, al balcón de una historia

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donde se enhebran leyendas y verdades con la solvencia de costurera vieja.

Se presenta este ayamontino de la Calle Carmen, y antes de la Barranca, que ha vivido en mil sitios pero que muere cada día en Ayamonte, con la abrumadora y hermosa res-ponsabilidad de durante un ratito gozar de la horqueta de la palabra, y de hendirla para así hacer un poco más leve la abrumadora misión del cargaor que sabe que sobre sus hom-bros porta una representación de Dios y sus pies le sirven para que ÉL camine.

Se presenta con la humildad y la osadía, con la ilusión primera de quien hace demasiadas lunas fue de la mano de su madre ante la otra Madre, esa Piedad ayamontina que nos guía a todos sus hijos con el mismo amor que recoge el cuer-po del suyo cuando la tragedia es irreparable. A ti, mi Virgen de las Angustias, encomiendo mis letras y mi espíritu, a tu buen tino mi garganta, a tu benevolencia mis palabras. Pri-mer paisaje de niñez lejana, última imagen antes de acometer mi hermosa misión de hoy.

Gracias Jose, mi amigo con mayúsculas, que junto con Carlos Nicolás, conforman el primer diccionario donde uno aprendió el concepto real de la amistad. A Jose y a mi nos juntó la miga, a la que había que ir con la sillita para sen-tarse, y luego Doña Nati en el Gurugú, y luego el instituto, y luego Sevilla, y luego ya siempre.

Nos juntó La Laguna, y antes mi calle, la Calle Carmen, y la suya, Felipe Hidalgo. Y Pepe y María, sus padres, y Lui, Inma y Rocío y los deberes, y el Poli, y el Paye, y un piso que compartimos en esa época en que todo parece que va a durar para siempre.

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Hace unos años tuve el inmenso honor y gustazo de pre-sentarle en el que es uno de los pregones más bonitos, ori-ginales, divertidos, recordables y rotundos que ha tenido la Semana Santa de nuestro pueblo.

Como en aquella dedicatoria de Miguel Hernández, gracias Jose, con quien tanto he querido.

Gracias a mi madre Carmen, que me enseñó a rezar, que me curó las primeras heridas del cuerpo y del alma, un ejem-plo de superación y de constancia, una persona excepcional.

Gracias a Fati, mi yo en femenino, la mejor hermana que nadie puede tener, la escritora de la familia... Sensible, lista, laboriosa, meticulosa. Madre de la niña más dulce y linda que hay, mi sobrina Helena. Creo que nunca le he dicho con todas las letras cuánto la quiero y cuanto le agradezco que sea, que esté. Hoy públicamente quiero enmendar ese error.

Gracias a mi tita Isabel, mi segunda madre, la persona más buena que yo conozco. Gracias a mi tita Herminia, todo cora-zón. Ellos son mi primer paisaje y mi mejor horizonte.

A Jose Mari y Carlos, la sangre.

Gracias a mi amor, Espe, mi ánimo cuando flaqueo, cálida, mi bufandita de cuando entonces... Gracias por ayudarme a entender a Dios con criterios de cercanía, de cariño y calor, por ser todo lo que uno puede soñar con tener. Por quererme y por dejar que te quiera.

Y a mi niño, claro. Mi espejo en pequeñito, en cuya pala-bra, en cuyo olor, en cuyo silencio uno se encuentra y se re-encuentra, garganta prestada a la prolongación de mi propia garganta. Mi mejor pregón.

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Gracias Manuel Gil Sevillano, corrector de estilo de este texto, asesor de conocimientos, amigo de los de siempre, in-mejorable poeta, cuya voz uno sigue anhelando oír desde este atril; Rafa Montagut, depositario de memoria privilegiada y de una amorosa pasión por lo nuestro, bendita sea la rama que al tronco sale; María Antonia Peña, generosa y rigurosa, manantial de conocimientos ordenados: Piluca Carro, cali-dez personal, encantadora e imprescindible, más que eficaz coordinadora general. José Antonio de la Rosa, autor de las magníficas ilustraciones de la versión de papel de estas pala-bras, mi agradecimiento; Guerrero, que continúa la excelente estirpe de la que forma parte, José María Martín, ese artista. Javier Pardo, inteligente y culto, en su día jefe y siempre compañero, desde hace casi un cuarto de siglo amigo; Paco Urbano, Hombre Bueno con mayúsculas, al que le agradezco su presencia a pesar del reciente golpe en forma de pérdida que le ha dado la vida. Antonio Gómez Espina, cuyo nombre estará unido siempre al primer Ayamonte observado desde el prisma del corazón. Y tantos otros, por haberos convertido en mi enciclopedia andante a la que consultar conocimientos tanto en horas prudentes como intempestivas.

Gracias, y esto va también con carácter retroactivo, a un grande del costumbrismo ayamontino, Trinidad Flores, en cuya vastísima, ocurrentísima y más que necesaria obra uno ha bebido con la intención de que se le peque algo de su ta-lento, su profundidad y su ironía.

Gracias Alberto, mi presidente, por darme la posibilidad de hacer algo que, os lo aseguro, jamás hubiese soñado. Gracias, Rocío Concepción, por sugerir, seguro. Gracias, amigos de la Agrupación y de cada una de las hermandades y cofradías, por contribuir a que este día marque un antes y un después en mi vida….

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Gracias a quienes primero me posibilitaron que uniera mis letras y mi devoción por lo cofrade en Ayamonte, la Herman-dad del Mayor Dolor, que acogieron en su día mi primer pre-gón y me hicieron definitivamente mayor para este tiempo en que el paraíso está más cerca. Hoy no solo porto esta medalla, sino también los nervios que cosquilleaban de felicidad ese día. Gracias por tanto, gracias por todo.

Pero….Pero hoy habla por mi voz mi padre, que seguro que desde la primera fila del cielo me estará viendo con esa mira-da que tanto echo de menos, llena de la intensidad con la que clava sus pupilas el hombre hecho a sí mismo, de trabajador en busca de un golpe de suerte que le permitiera darnos a los suyos la vida que siempre peleó. Me estará mirando, seguro, con la misma amorosa pasión y confianza que cuando me lle-vó en el coche que milagrosamente resistía, un destartalado 1.500 sucio de tierra, de campo y de 12 horas diarias seguidas sin parar de trabajar, a mi primera emisora, sin saber que en realidad me estaba trasladando al primer escalón de lo que después fue mi oficio, y más tarde mi profesión y mi modo de vida.

Y estará asintiendo, con ese orgulloso cabeceo que em-pleaba cuando (él que apenas supo leer y escribir porque en su época la subsistencia en el campo requería más manos que adjetivos) presumía de un hijo presentador de televisión y de radio o de una hija maestra.

Hoy habla por mi voz mi padre, y también el padre, y la madre, de todos aquellos que en realidad cambiarían las vís-peras, los ilusionados nervios, los últimos retoques a la túni-ca, las pruebas al tamaño de los capirotes, las zapatillas sin gastar, el costal viejo, el martillo brillante, la vara refulgente, menos paso quiero, la derecha alante, de rodillas y vámonos,

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la túnica nazarena, el pertiguero, donde está el pertiguero, los protocolos, el libro de reglas, la gravedad en las calles, las horas de promesa, el rezo en silencio, la recogida, ahí queó…que cambiarían, digo, todo eso por un rato viendo los pasos en ese regazo que se convirtió, hace demasiados años, en el primer trozo de paraíso que uno disfrutó, y que cobra sentido único solo cuando la vida se encarga de recordarte que hay viajes que nunca son de vuelta.

A fin de cuentas, por más que los poetas y oradores se pongan estupendos, y glosen todo lo que haya que glosar, cualquiera de los que estamos aquí cambiaría letra a letra el pregón de su vida por poder volver a preguntar, sin muchas esperanzas, si puede regresar a casa después de la procesión media horilla más tarde, que ha quedado con los amigos y que ellos sí tienen permiso. Al cielo, a nuestro cielo y a nues-tros cielos particulares, están dedicadas estas palabras.

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EL nombrE dE Las cosas

Cada uno de los ayamontinos tenemos una historia, e in-cluso una trayectoria de vida, intimamente relacionada con nuestra Semana Santa.

Independientemente, fíjense lo que les digo, del grado de la fe que profesa, y de la intensidad de su devoción. No hay ni uno solo de nosotros que no tenga relación directa con ella bien desde la vertiente más espiritual (pertenencia a herman-dades, estaciones de penitencia, costaleros, promesas…), más del conocimiento (estudiosos de la historia, o del arte), o des-de el punto de vista estético (la primavera, los olores, la vida con la que se embellecen las calles, las casas y o los templos), o la puramente pragmática (la Semana Santa, gracias a Dios, genera jornales y sustentos en sectores relacionados con el turismo, la gastronomía, la orfebrería, y tantos etcéteras…).

Ninguna de estas perspectivas es excluyente, claro. Son, de hecho, complementarias. Pero cada una de ellas es una pequeña globalidad que ayuda a entender Ayamonte, y en-

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tendernos a nosotros mismos. Y cada una de ellas es, en sí, un modo de explicitar y honrar a Dios. A Dios como concepto. Como interrogante y como respuesta. El modo en que cada uno lo llame es cosa suya. El modo en que cada uno sienta esa llamada ya es cosa de Dios.

Por eso es tan importante el papel que desempeñáis voso-tros, cofrades, como nexo entre Dios y la Iglesia, y nosotros.

Por eso es fundamental que nada ni nadie os distraiga de vuestro empeño. Vuestro glorioso papel en estos tiempos tur-bios de desasosiego.

Ningún mar en calma hizo marinero experto, ya sabéis. Ninguna época de templanza consiguió medir ningún nivel de resistencia. Es en este tiempo de dificultad máxima cuan-do vuestro papel se revela más que necesario.

Logicamente os sentís orgullosos de la función que hacéis. Como para no estarlo: nada puede proporcionar más orgullo que tener la fortuna de gestionar, para los ayamontinos, todo ese vastísimo patrimonio cultural y artístico y religioso.

Ningún otro acontecimiento logra tal cantidad de aya-montinos en las calles, ni pone a nuestra disposición tanto arte ni tanta historia.

¿Cómo, si no fuera por vuestro trabajo para acercarnos conocimientos y fe, sería posible ver pasar por delante la me-jor representación iconográfica de los acontecimientos que cambiaron la historia de nuestro mundo?

Si muchos de nosotros relacionamos este tiempo de recor-datorio de los últimos días y la terrible muerte de un hombre que trascendió de su condición humana para fundar una re-ligión imprescindible para entender nuestra civilización….Si lo relacionamos, digo, con bullas, excelso patrimonio puesto

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a disposición de todos, acercamiento iconográfico a una idea espiritual y a un conjunto de reglas morales en particular y de vida en general, es como consecuencia de vuestra abnega-da y sacrificada función.

Son tiempos, está dicho, de zozobra. Es, pues, más que nunca, vuestra hora, la de hombres y mujeres generosos, de ayamontinos comprometidos con vuestro tiempo y con nues-tros paisanos. Jamás la sociedad necesitó tanto del testimonio del cofrade como en ésta época en que la razón ha decidido amotinarse. Y nosotros, con vosotros.

Es vuestra hora, y nosotros detrás. La de seguir liderando el testimonio de fe para demostrar que es mayor que la adver-sidad. Cauce en el aspecto religioso entre la Iglesia y nosotros los católicos. En el espiritual, ofreciendo con vuestro trabajo salida a quienes solo ven oscuridad. En lo material, huyendo de aspavientos, del espectáculo (tan en boga en otros ámbi-tos, por cierto), y contribuyendo, con prudencia y sabiduría, a paliar tanta situación complicada.

Es vuestra hora, cofrades. La hora de reivindicaros. En vuestras manos está nuestra memoria y nuestros futuros re-cuerdos. Vosotros hacéis Ayamonte. Vosotros sois Ayamonte.

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La FELicidad Es un rEcuErdo En sEpia

Al final, todo es el principio. No importa los caminos que uno holle, ni los paisajes que uno goce, ni las vidas que uno elija, ya que siempre serán un reflejo desvirtuado del primero que recuerda. El niño que fue en aquel tiempo blanco e infi-nito. La felicidad, ese tiempo tasado. Al final, ay, todo es el principio.

El principio era el barrio, ese paisaje cotidiano donde la vida fluía leve en el tiempo acotado de sus esquinas delicio-samente desconchadas, de correteos infantiles, de vecinos al fresco, cuando los veraneantes traían a Ayamonte eses re-dondas y acentos drásticos. El principio era una vida como fragmentación de muchas vidas.

Al final, todo es el principio. Por eso va mi homenaje a quienes a estas alturas forman las mayúsculas de este tiempo carmesí, que estarán desde ese palco celeste acompañando a mi sangre en este ritual único de la pasión. A Clemente

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Montagut, a quien es fácil recordarlo como mecenas del Ma-yor Dolor, Calixto Pérez, y su decidido empeño por seguir engrandeciendo la Semana Santa, como Manuel Pérez Bau-tista, al igual que otro de los grandes, Miguel Martín Navarro. Pepe González Feria, Jesús Castellano, o Lolo Saturnino y su apuesta por la reconciliación pasionista, Rafael Aguilera y Manolo Cruz, el recientemente llorado Manolo Cruz, Antonio Concepción Reboura, cuya estirpe, y es un gustazo subra-yarlo, continuó con Juan y termina, por el momento, con su biznieta al frente de la Hermandad de Oración en el Huerto. Enhorabuena por hacer tanto Ayamonte... En sepia están las manos de Pepe Vázquez o Paco el Tallista, talento a borbo-tones.

Quiero que estas palabras sean en realidad blasón de reco-nocimiento a pioneros, aún corriendo el riesgo de ser injusto por cuanto se me hace imposible hacer un glosario completo. No pretendo más que, en sus nombres, hacer un homenaje a todos los que cimentaron una época, gracias a los que aho-ra todos estamos aquí. Mi reconocimiento, mi respeto y mi agradecimiento.

Si hoy somos algo, es porque ellos, y muchos más como ellos, soñaron con serlo. Ayamonte, la Semana Santa de Aya-monte, es generosidad, y es homenaje a los nuestros. El re-conocimiento, y sobre todo la felicidad, es, ay, un recuerdo en sepia.

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La bÚsQuEda

En los territorios del alma hay pliegues que pespuntean azares con tal intensidad que llegan a marcar el clima de cada vivencia.

Igual que en los predios del corazón hay nombres escritos con tinta invisible que queman igual que cuando los empezaste a soñar, que tan dañinos como adictivos son los males de ausen-cia, en las profusas partillas de la amistad hay vacíos que uno daría hojas de calendario por no tener que seguir mesurando.

Quien primero me mostró el camino de las claves religio-sas en la construcción del ser humano fue un sacerdote. Esto no tendría, evidentemente, nada de particular, más bien sería lo lógico, si no fuera porque ese sacerdote, además, se pre-ocupó de mostrarme a mi y al grupo de adolescentes al que pertenecía, conceptos complejos, relacionados entre sí, y a la vez con la filosofía y la ciencia.

El Padre Claudio Ojeda. Carpintero de puertas que cerra-ban mal en la Parroquia y de convivencias familiares que

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tampoco terminaban de encajar, confesor de pecados veniales y de inquietudes sociales, suministrador de absoluciones y de alimentos, que tanta necesidad de nutrición tiene el alma como el cuerpo, incentivador de la búsqueda del conocimien-to de que éste envió a su hijo.

Lector y divulgador de evangelios e intérprete de escri-tos apócrifos. Magnífico conversador, Claudio fue un hombre bueno que nos hizo pensar, que es el mejor regalo que al-guien te puede hacer.

Luego seguiría sembrando su bonhomía y calidez, ayu-dando a sus feligreses, en Jerez y otros lugares, hasta encon-trar su lugar en el mundo allí donde el mundo se muestra agreste y desdentado, como el hambre irremediable.

Y quizás como homenaje, desde su prematura marcha, puse más empeño en seguir buscando a Dios, como en aque-llas conversaciones en las que uno disfrutaba con las subjun-tivas tanto como con los conceptos que colgaban sus interro-gantes.

Busqué a Dios, nuevamente, en las preguntas simples de los niños hacia sus padres o abuelos, en las crónicas de los corrillos, el urgente periodismo del momento, de gente que comentaban la procesión parándose en detalles con la minu-ciosidad de un maestro relojero, acaso porque el análisis se estaba haciendo al tiempo más que al hombre.

Busqué a Dios esa noche de Domingo, en el color azul y blanco en el que se había envuelto el aire de Ayamonte, y al día siguiente en un crucificado de silueta terriblemente hu-mana, imponentemente pequeña, y al posterior en una llaga hendida por una lanza de intención equívoca, y después en una mirada baja.

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Y al día siguiente en la traición de un beso esquinado y después en una madrugada de fe a borbotones, amortiguados por sonidos metálicos, y esa misma noche en la dualidad de la muerte como principio, no como final, y por último en el triunfo del resurgimiento.

Busqué a Dios en la algarabía infantil y en el silencio grave, en los rezos recogidos y en las marchas plenas donde la alegría va de costero a costero.

Lo busqué en trabajaderas y en martillos, en costales y en peinetas, en capas y en cíngulos, en varas y en horquetas.

Lo busqué en vendavales y en tragedias, en Punta Ban-deras y en los charcos del muelle tornasolados por el gasoil, y también en jornadas calmas de capturas abundantes, en que los barcos llegaban preñados de fortuna, coronados por bandadas de pájaros.

Lo busqué en la tierra yerma y también en la generosa. En las voces que me hicieron feliz, y en las que me hicieron desgraciado. En el relente y en la calima, entre los pucheros, como aconsejaba Santa Teresa, y en los templos.

Con el paso de los años lo buscaría en filósofos y poetas, en el misticismo y en el hedonismo, en la trascendencia y en la frugalidad, en la ciencia y en el arte. En la historia, esa contradicción consentida, y en los cuentos.

Busqué a Dios mirando alrededor, tal y como Claudio nos había sugerido. Sigo, seguimos, buscando a Dios, quizás por-que Él está en cada momento en que se busca. Que puede que sea el verdadero legado desde el cielo de quien tanto bien nos hizo en la tierra. Por quien hoy elevo mi alma y bajo mi voz.

Hay otro hombre bueno, al que Dios lo llamó a su lado hace poco más de una luna, justo en esos días en que las

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mañanas empiezan a ensancharse de sonrisas claras, cuando en el aire del invierno empieza a presentirse cenizas y oleos.

Francisco Hidalgo Toribio, uno de esos seres excepciona-les que engrandecen la palabra maestro, uno de esos cristia-nos que dan sentido al concepto Iglesia y Comunidad, debe andar en estos momentos (además de terminando de editar su primer número de “La Gaceta del Cielo”) difundiendo en las alturas lo que tanto propagó aquí abajo: querer lo que uno hace, apasionarse por explicar lo mejor de nosotros mismos, honrar a Dios mediante acciones a favor del hombre, facilitar la convivencia mediante el reparto de cariño y amabilidad.

Paco, para el que públicamente digo que se merece al menos una calle con el nombre de “Maestro Francisco Hidal-go”….Paco, digo, tiene digno sucesor en su hijo, mi amigo, de su mismo nombre y calidad.

No hay otro misterio. Intensidad en la difusión de la fe cristiana, tolerancia en la mirada, perseverancia en las ideas, profundidad en el ejemplo, gratitud en las alabanzas, respeto en la divergencia.

Cuánto vamos a echar de menos su bonhomía y su inteli-gencia. Sobre todo en estos tiempos tan malos para la razón, para el sosiego, para el análisis basado en la exposición y la dialéctica. Buenos para los apóstoles del pensamiento único, para quienes utilizan la ignorancia inducida como bombas para el suicidio social. Igual que Jesús expulsó a los merca-deres del templo, no sería mala cosa que expulsásemos de nuestro devenir diario a tanto defraudador moral.

Siglos y siglos, milenios de vida, para que volvamos a estar en las cavernas. En las cavernas con modernas bombas, con aviones de ultimísima tecnología, pero con el mismo fin de entonces.

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El hombre se distingue del resto de animales en que es capaz de tropezar cuantas veces sean necesarias en la misma piedra, si con ello alguien saca beneficio.

Alguien que, junto a otros siniestros “alguienes”, ha cons-truido tal sistema que es capaz de anestesiar inteligencias, maniatar voluntades, limar raciocinios, empañar perspectivas y hacer creer que el enemigo del hombre es el propio hombre.

Que los corderos se peleen entre sí para divertimento de los lobos que, en primera fila, van eligiendo víctima, indivi-dual o colectiva.

Malditos sean quienes mueven los hilos porque nos creen a nosotros, y les creen a nuestros hermanos de otras religio-nes, marionetas, carne de cañón, casquería de ínfimo nivel. Malditos sean los arquitectos del mal, que primero empobre-cen, luego propagan falsas razones de culpabilidad, después señalan objetivos, posteriormente desquician, y finalmente ponen armas en manos de quienes previamente se les ha des-conectado del cerebro mediante la intoxicación. Quienes per-petran sufrimientos usando espureamente el nombre de una religión como excusa.

Malditos quienes no enseñan, sino envenenan el manan-tial del conocimiento, lo más sagrado del ser humano. Quie-nes interpretan torticeramente ideologías y religiones, y las usan no para permitir y fomentar la convivencia en paz, sino como proyectiles contra gente que, como escribió el poeta, lo único que quieren es su vida, su pan y tener la fiesta en paz.

Benditos quienes como Paco, y tantos y tantos otros Pa-cos, con ese o con otro nombre, se esfuerzan por invocar reli-giones diversas como lo que son, elementos de explicación de un origen, una labor y un destino. Nunca de contraposición.

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Vehículo de tolerancia, depositaria de los más positivos valores del ser humano, puesto al servicio de Dios y a favor del hombre. Benditos sean quienes, como Paco, saben que Dios está allí donde uno ama.

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FEstEjar La Vida

“Hay que brindar por la opción de ser felices”, se dice en una imprescindible canción de Serrat. Es éste el tiempo de la luz, que ha vencido a las tinieblas del invierno. Del rayito anaranjado que acaricia el trozo de tierra ocre de Canela, del celeste brillante que rodea las olas que rompen en el espigón de la Punta, del olor de las almendras amargas que envuelven la calle San Mateo, del aroma a niños felices de la calle Aire, de las sombras despreocupadas de La Laguna. He sido feliz viviendo…. viviendo o soñando, qué más da, los escalones de las Angustias, la cuesta de Jovellanos, la llanura deliciosa de San Francisco, la interminable pendiente de Galdámez, asomándome, tímido y osado a la vez, a la capilla del Soco-rro, tratando de desentrañar el misterio del caminar de los portadores de un hábito morado, recorriendo, compungido y curioso, las losetas del Salvador. Admirando, silente, el em-puje de quienes dedican jirones de vida al engrandecimiento de nuestro pueblo de la mejor manera posible. Proherman-dad Jesús de la Humildad, con el gran De la Rosa al frente,

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vosotros que hacéis que el Guadiana acoja vuestros anhelos reflejando, por vez primera, la ilusionada imagen de la mejor procesión, la que siempre se hace como camino de ida. O la de la Sagrada Cena, vosotros que desde el Banderín sois de-positarios del un futuro que os estáis ganando con tanto es-fuerzo. Sois, también, y seréis la Semana Santa de Ayamonte. Mi respeto y mi admiración, y mis mejores deseos, a vuestra lucha y vuestra fe.

Ayamonte festeja la muerte y la vida casi al mismo tiem-po, porque sabe que lo primero está supeditado a lo segundo. Ay de aquel que se quede en la cruz y en las tinieblas, en el crujir de dientes y en la culpa, en la pesada cruz y el cruel sayón. En la laceración y la tortura, en la lanza, en las caídas, en la mofa, en el populacho y en la pena. Ay de aquel que no sepa entender la dicotomía de este tiempo en que se conme-mora la muerte pero…. pero se celebra la vida.

Me niego a pregonar una crucifixión. Sólo una crucifi-xión, quiero decir. Quiero pregonar un tiempo de esperanza. El gran tiempo de la esperanza.

No. No quiero un hombre clavado a una cruz. Quiero un Dios clavado en el alma de cada hombre, quiero que cada hombre sepa llevar su cruz y que Dios perviva en él y en to-dos nosotros así pasen los milenios. Porque la Semana Santa está en Ayamonte. Porque la Semana Santa ES Ayamonte.

Y Ayamonte, esa idea más allá del tiempo, aguarda el mo-mento en que la luz se haga más rotunda en la gran Proce-sión Magna Mariana, coincidiendo con el gran acontecimien-to de la conmemoración del 75 aniversario de la Agrupación. La mejor procesión de fe de Ayamonte. El mejor homenaje a nuestras Madres. Al consuelo de un Domingo de Ramos, en que uno busca la Salud, sentirse pleno. Al misterio de los

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sonidos del lunes, ese abanico suave, Rosario de promesas, Ayamonte postrado. A la fe inquebrantable de ese martes de rodillas, esa Esperanza en nuestra salvación, ese palio que llega al cielo antes que nadie empujado por corazones de la Punta. A la Paz del miércoles, bondad y reconciliación, mi-rada densa como mejor prueba de una época en que lo más inteligente es un gesto de benevolencia. A la aceptación de lo inevitable, Amargura infinita, todo ocurrirá, está dicho, porque está escrito. Dios se hará hombre porque así lo deci-dió el Padre. A la desesperación de la madrugada larga, lenta, honda, en que ella acudirá en Socorro nuestro y del hijo de Dios. Como ella, por cierto, acudió en Socorro de tantos ni-ños privados de lo más importante. Dará paso así al duelo, al Mayor Dolor, a la virgen madura ya, a la Madre reconforta-dora además de sufriente. A la Soledad de la larga noche, de rodillas de nuevo, pero entre suspiros ahora camina, como ha escrito Trini Flores, la Señorita de Ayamonte. Y finalmente, gloria, salvación, resurrección. Victoria al fin. Todas ellas, ay, bajo la advocación de Angustias, nuestra patrona, Piedad y recogimiento, manto bajo el que acogerse, camino y guía de Ayamonte.

No encuentro modo más adecuado de celebrar la vida que esa otra estampa de Ayamonte, ciudad que a cada paso demuestra por qué estuvo destinada a ser mariana y cofrade.

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dE La LuZ Y otros sabErEs

Porque…. Porque al principio fue la luz, claro. Ese baño denso que abrillantaba paredes limpias, ya está dicho, que enguapecía miradas, que se colaba entre las hojas de las pal-meras de La Laguna o entre los minúsculos filos de los na-ranjos de la Avenida.

La luz, ese misterio de Ayamonte que ni pintores ni litera-tos han terminado de desentrañar, que dramatiza o minimiza escenas, que les proporciona o le escamotea hondura, grave-dad, rotundidad y hasta verosimilitud. La luz, la gran aliada y la gran enemiga del artista, capaz de buscar, cómplice, las mejores vistas o descubrir, ladina, los más torpes errores.

La luz cambiante conforme avanzan las horas, como me-jor metáfora de cómo nos cambia el transcurrir del tiempo.

La luz primera, recién llegada, blanquecina, casi virginal, que rodea, iniciática, la gran escena del pórtico de la Semana Santa.

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O la luz ocre que acoge casi con dulzura la escasa figu-ra de un hombre crucificado, como lejano en su pequeñez, según sale de su templo, se vuelve impía, una vez que ha avanzado el lunes y la caida de la noche revela con toda la descarnada maestría del misterioso escultor las consecuen-cias del horrible sufrimiento.

O la luz templada de San Francisco, que entra a través de unos minúsculos respiraderos, otorgando al capataz, la con-dición de depositario de la absoluta confianza que no es que sean las rodillas amorosas de quien solo puede experimentar un dolor superior al de la angustia más definitiva: es que son los pies de Dios.

O la luz que recorta la impresionante figura de un hom-bre atormentado, pero no hundido, y al retirarse del todo, al dejarlo en manos de la noche, permite contemplar la terrible escena de quien es Dios en sus primeros pasos hacia donde será su final.

O la luz que permite contemplar, sin obstáculos, la traición entre olivos, el beso amargo. La luz que al desaparecer hurta al observador la perspectiva adecuada para conocer si hubo arrepentimiento y revela ahora la oscuridad tras los olivos como metáfora del escenario del mal, las tinieblas cercanas.

O la luz de la madrugada no demasiado rotunda, ay las li-cencias de la primavera ayamontina, la luna silueteando el me-jor cortejo posible mientras pasea por las calles de la Villa, ese trasunto aquellas calles que hollaron con sangre sus pasos. Esa luz cambiante en la noche que va retirando gravedad confor-me avanzan las horas, metáfora del sufrimiento obligado para obtener la gloria que nos espera, esa mañana limpia, de cielos brillantes, que permite ver más robustecida la figura nazarena tras superar la negra noche. La luz de un amanecer jubiloso.

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O la luz definitivamente apagada, hermética en su con-tradicción, postrera, aparentemente irreversible, tan sobria en una doble muerte, que solo la fe disuelve el domingo por la mañana, en que la claridad se termina imponiendo, dotando de sentido nuestra principal enseñanza, la resurrección para el perdón, la vida sobre la muerte.

Al principio, ay, fue la luz. Su llegada como fiesta, su marcha como duelo. Ayamonte, principio y final. La luz, la conversión progresiva de las distintas escenas de la Pasión, y por ende la exégesis de nuestra fe cristiana, sería la interpre-tación más epidérmica, sugestiva, iconográfica de ese periodo en que se interpretan la vida y la muerte, nuestra existencia, el por qué y el para qué.

Por eso hay un nuevo detalle, un nuevo escalofrío, un nuevo arropo en cada esquina, en cada año. Por eso uno acu-de, nostalgia en este caso de lo vivido tantas veces, búsqueda de lo familiar y al mismo tiempo novedoso, a los mismos lugares para ver pasar las mismas escenas.

Por eso uno busca lo mismo con el placer íntimo de saber que en realidad está buscando el nuevo pellizco, el nuevo repeluco.

La Semana Mayor de Ayamonte es única en sí misma y en el modo de abordarla. Compleja y valiosísima desde el punto de vista conceptual y patrimonial, es inabarcable bajo una sola mirada, bajo una sola luz. Se hace necesario, por tanto, elegir perspectivas de entre las numerosísimas posibilidades. Este que sigue es un viaje espiritual por algunas de ellas.

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rEVisitar La aLEgrÍa. domingo dE ramos.

Esa mañana de domingo las luces surgieron calmas y pa-cientes, como un dolor antiguo que sabes que tarde o tempra-no te va a atrapar. El río, ese leve rumor de plata que abraza sin apretar desde el astillero hasta el faro, transmutaba su aspecto en función de la intensidad de la claridad con la que se iba bañando el día según ganaba minutos.

El domingo, incrustado en tonos rojizos suaves, pronto iba a ser pasto de revoloteos de chiquillos, de gozoso apresura-miento de madres, de felices inquietudes horarias de padres, y se tomaba su tiempo para arribar, quizás porque sabía que en esa llegada pastueña residía la mitad de su misterio.

La otra mitad, ay, como siempre ocurre, vivía en la mirada y en la piel, en el corazón y en la memoria, de quienes sabían bien cómo degustarlo, de quienes conocían los resortes que activan los paréntesis de un tiempo que solo se puede expli-car en metáforas.

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Yo rondaría entonces esa edad en que todo tiene explica-ción sencilla, la vida todavía no era es un profuso y extenso ribeteo de ideas y el calendario aún se transita cuesta arriba con paso descuidado y feliz.

Lo recuerdo bien, quizás porque en ese momento entendí que lo que estaba llegando era más literatura que lengua, más poesía que prosa, más música que letra.

El sonido de zapatos de charol esquivando los escalones que guían al cielo en el final de las estribaciones de la Parro-quia, el roce de los perniles de los pantalones de Tergal, que picaban de puro nuevo, se fundían con el rumor de las voces breves y nerviosas de las últimas vísperas, con las palmas provocando los primeros cortes que los niños desde entonces lucirán como temprana y heroica herida, con los estrenos con esfuerzo familiar de estampa sepia de los años 70.

Esa mañana, como todas las mañanas en que la vida se ha estirado, el amanecer llegó con algo de retraso.

Yo transitaba, digo, por esa época en que todo es intenso y único, incluso las costumbres más cotidianas, y era rotunda en sí misma.

Todo, absolutamente todo, era majestuoso y enorme, todo era irrepetible e inmarcesible. Todo, ay, aunque fuera algo cíclico, o mera anécdota, o prescindible, o casual, era reful-gente y hermoso, que tal es la edad en que todavía no has terminado de despachar la niñez, pero aún no ha asomado la adolescencia.

Ese domingo, en fin, el amanecer se recreaba, retardaba la llegada de su plenitud, dejando así que el rito se tomara un trozo más de tiempo.

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Dentro del templo, el coro de ángeles cotidianos que ve-lan por la ilusión de tantos ayamontinos niños se empleaba a fondo para que a ninguno le faltara su sitio, y menos en una de esas mañanas iniciáticas a partir de las que medirán todas las demás. Y el fru-fru de sotanas, y el jeroglífico del rumbo de quienes tenían la hermosa responsabilidad de obrar el mi-lagro no ya de la primavera, como expresó el poeta, sino el de un cierto orden entre tanto murmullo infantil, algo mucho más difícil. Y la cuadrilla de corazones hechos músculo, de esos que se ablandan y se endurecen –casi a la vez- al oir el sonido del martillo, dispuestos a la gozosa tarea de experi-mentar el peso de Dios.

Y luego Dios humilde a lomos de una mulita, y niños hu-mildes de la mano de sus madres, dando pasitos de caramelo. Y el sol que bañaba las paredes cuidadosamente encaladas, y los hombres endomingados y el inicio de la fiesta en su mirada.

Y el enjambre de respeto bullicioso por el que transcurría esa primera representación, y las palmeras de la Laguna, ay ese primer cuarterón de vida por el que se abrían paso los filos de la memoria amaestrada. Y las notas al aire, que de-volvía un no sé qué de azahares nacientes.

Debió ser esa la primera vez que sentí que Dios me mira-ba. Fue algo fugaz, casi improvisado, como vuelo de vencejo apurado.

Fue breve y hondo, como la buena noticia que uno lleva tiempo esperando. Más allá del marco, de la interpretación de la entrada triunfante, del anuncio de la celebración de la vida, sentí la transmisión de una inquietud, y una invitación, que entonces no terminé de descifrar. El resto del día fue una crónica preñada con esdrújulas de lujo, con tropos de prime-

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ra, un pregón silencioso de metonimias nuevas sobre gargan-tas especialmente fértiles. Lo recuerdo bien, ya os digo, como solo se recuerda lo que uno fabricó como colchón mullido sobre el que hacer recostar los recuerdos posteriores.

Así empezó todo. Un horizonte blanco y rojo de nazare-nos bajitos de zancadas irregulares, ilusionadas y cortas, es-coltados por filas que se movían amorosamente en paralelo, y el primer Jesús, cercano y oferente, y la primera metáfora del modo en que Dios entra en la vida de uno, manos abiertas y sones alegres, luz clara de abril, solución feliz y sencilla para debutantes. Tengo en esa esponjosa fotografía, silueteados, el broche blancuzco de unos naranjos finos, las aceras engala-nadas de gente felizmente inquieta.

La mañana se hacía rotunda y la claridad que rebotaba en paredes limpias, no era patrimonio exclusivo sino bien generoso y repartido. Dios, en fin, mucho más tarde lo enten-dí mejor, buscaba otros corazones donde comenzar a anidar. Conmigo, justo ese día, ya había empezado a hacer su trabajo.

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Las promEsas Hacia dios. LunEs santo.

Ella, tan cerca de Dios y sus trajines inmediatos, había bajado la cuesta de la calle Jovellanos con más voluntad que fuerzas, la congoja haciendo de contrapeso en sus rodillas, detrás de una imagen a la que lloraba rezando.

Apenas le dio lugar a volverse y alzar la vista, y dedicar un primer vistazo al Templo de la Merced, y a observar, un año más, como el bulbo de su torre se entretenía en cosquillear la fina piel de un cielo que estaba a punto de volver a ser la primera visión de quien lo creó como lugar de consuelo.

El sonido costalero ---sostenido, suave y elegante como adioses breves--- acompasaba con cierto eco la mecida con la que estaba a punto de salir de ese lugar felizmente recu-perado para el culto y para Ayamonte gracias a un trabajo ingente, constante y sobresaliente de manos y voluntades im-prescindibles.

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Jesús caminaba hacia su pueblo recostado y confiado, despacio y seguro, como buena noticia ya sabida. Un paso más. Poco a poco. Muy poco a poco, como quien retrasa el momento de felicidad para disfrutar de que la felicidad esté a punto de llegar.

Una nube turbó de gris sutil el momento, suavizando así el celeste que abrazó la salida. Fue esa novedad cromática de última hora el paisaje que Jesús contempló mientras las pal-mas hervían como pequeñas plegarias.

Se sintió privilegiada por poder asistir un año más a esa impresionante ceremonia desde la trasera del Cautivo, ese lu-gar en el que se envolvió en esa fina capa de tristeza, resig-nación y esperanza que tan bien se refleja en las miradas de quienes fían su dolorida convicción a la intercesión divina de aquel o aquella de quien tanto imploran, y acompañan con una mezcla de devoción e incertidumbre.

Suya no había sido la pasión de vísperas, ni la nostal-gia cíclica, ni el imprescindible rito de la visita a todos los templos en ese momento en Ayamonte bulle, ni ninguno de todos esos episodios que luego serán glosados por escritores y poetas.

Suyo era el rezo repartido por las habitaciones de casa, las lágrimas ante el altar hecho de luz de velas y de suspiros ahormados en un rincón ante varias estampas de su Cautivo. Este año sí, este año Él hará el milagro. Él lo posibilitará, y los médicos harán el resto. Unos médicos distintos a aquellos que nada más nacer su nieto le comunicaron a la familia que el salón no acogería nunca gateos vacilantes, ni mucho menos, pasitos de chocolate y de azúcar que dibujarán en el suelo esa otra mirada de Jesús.

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Un extraño mal, de esos que sirven para mantener vivas las estadísticas de uno entre un millón de casos, le había in-movilizado el tren inferior, inmovilizando de paso las ganas de vivir de los suyos.

Una segunda opinión confirmó la sentencia inmisericor-de, haciendo inmisericorde también la oscuridad de su casa, acelerando calendarios, envejeciendo rostros, arañando cora-zones, empequeñeciendo sus vidas.

Él no me fallará, se dijo, espantando el recuerdo de ese día fatídico en que sus días empezaron a descontar minutos, y colocando instintivamente su mano sobre el respiradero trasero derecho, como acariciando esa prolongación del ros-tro de Dios.

Y se dispuso a comenzar la otra procesión, dolorosa y lenta como el daño por el que imploran mudas. Estación de penitencia hecha de arrugas profundas y antiguas, como vo-cación pretérita.

Encontró un hueco entre otras ellas que también tenían permiso para hablar de tú a tú al Cautivo, que tal es el salvo-conducto de quienes imploran alivio a quien todo lo puede. Él lo hará, Él lo conseguirá. Él no me fallará. Se lo decían en las miradas extensas e impacientes como carta de amor pri-mero. Intensas y heridas, como tantas y tantas madrugadas de hospital. Largas y oscuras, como todas sus tardes desde aquella tarde.

Ella y todas las ellas sin mantilla ni estreno, contraguías sin uniforme, ángeles custodios de paisano, primer retén de vigilancia y de condolencia de la pasión de Nuestro Señor. Costaleras de una pena tan pesada que tiene que ser portada por varias remudas, protagonistas de una chicotá tan honda

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que terminan con más destrozos en el alma que en las plantas de los pies. Él me lo hará, Él lo conseguirá.

Desde su perspectiva era imposible que pudiera distinguir el rostro de su Cautivo, al que Antonio León supo envolverlo de la misma serenidad y valentía con la que dos mil y pico de años atrás afrontó, prendido y maniatado, camino del simu-lacro de juicio, las primeras horas de su calvario. El hombre solo, abandonado por los suyos, en ese momento en que uno se plantea si todo ha servido para algo. Si lo que va a ocurrir es lo que debe ocurrir, y cual es su sentido real. Encarando lo inevitable con aplomo.

Quizá ayudó la delicada marcha que en ese momento se fundía en el aire de la Calle Lepe con el suave toque de in-cienso, o quizás era cosa de la tenue iluminación que propor-cionan los pulsos de los cirios, esos temblores de Dios.

Era fisicamente imposible, pero ella hubiese jurado que justo en ese momento había escuchado el aleteo de unos ro-sarios envolviendo la sonrisa de una Madre, como caricia largamente esperada, como la mejor noticia de vida en medio de turbios preludios de muerte.

No desclavó la mirada del suelo, decía, ni cuando el arriao entre la confluencia con la Calle Peligros, ni cuando cesaron las cornetas, esos chorros de aire rayado de luna. Ni cuando entre el incienso se abrió paso, tenue y discreto como amores presentidos, un pequeño soplo de ese aroma cotidiano que en lugar de ser envoltorio de vendaval de carreras y risas pequeñitas, de terremotos de felicidad que alborotasen la casa, era estanque, sí, de felicidad, pero de felicidad quieta. No era posible, pensó. Ese olor no puede estar aquí.

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Fue cuando pudo oir, en medio de un bisbiseo que no terminaba de inquietar el silencio, unos pasos infantiles que tanto había implorado, torpes y zigzagueantes como caminos de corazón confuso, que se le acercaban. Vacilantes, como correspondía. Pero posibles, como siempre imploró en medio de suspiros salados.

La noche empequeñeció la calle, retiró gente, nazarenos, luces, cirios, varas, otras ellas, martillos. Dejó a solas a ella y su llanto dulce, que es almíbar a lo que sabe la alegría cuando llega de improvisto.

Pasaron segundos, o quizás horas, que en tal coyuntura el tiempo es solo un adverbio. A ella se le olvidó respirar. Fue entonces, en el instante en que un martillo seco levantó de cuajo el paso, cuando, al elevar la mirada para dar gracias, ella, y las otras ellas, creyeron ver en el ademán del rostro sereno de Dios mientras se alejaba en busca de su inexorable destino… algo parecido a una sonrisa

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costaL Y pEnitEncia. martEs santo.

La luz se desgranaba, leve y de retirada, anaranjada en su penúltimo suspiro más allá del Guadiana, rodeando, blanda, aquel castillo por peineta de Jiménez Barberi desde donde Ayamonte se derrama como un verso blanco.

Esa luz de San Francisco, ese enigma que sedujo a tantos pintores y poetas, solo se intuye entre costales, se disfruta a sorbitos escasos y repartidos, como el pan de los menestero-sos. Llega deconstruida, rayada por los respiraderos, entre los murmullos golosos y lejanos de las primeras filas de público.

Sólo cuando algún patero se acuclilla, derrengado y feliz, y levanta el faldón para tomar algo de aire puro, llega la luz, o puede que sea el recuerdo de la luz.

Aún no es “sorpuesto”. Dentro, el tiempo se mide en cruji-dos de maderas, y toma referencia en el vuelo de los pájaros esdrújulos, broncos y seguros que anidan en la garganta del capataz.

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Si los cofrades miden los años por cuaresma, aquí dentro se calcula el tiempo por chicotás.

El Cristo de las Aguas, ese homenaje a la perfección ana-tómica, revira una vez ya en la calle. Una vez más, todo está empezando.

Eso pasa fuera, lejos. Aquí, en el templo, el capataz acaba de colocar su mano sobre el martillo. No se oye, claro, pero sí se siente. Se agacha y levanta el faldón. Ha llegado el mo-mento. Abre la boca para empezar a hacer su último discurso, sois las huellas de la virgen, vuestras rodillas ahora son las rodillas de tantos y tantos ayamontinos que han alfombrado así su camino, y de otros tantos que nunca podrán hacerlo, que no tendrán el privilegio de saber que el goce está también en el dolor, trasunto dos mil y pico de años después de aquel terrible desgarro. Eso va a decir.

Pero cuando está a punto de brotar su primera palabra, calla. Mira fijamente la oscuridad que habita su gente, los suyos, muy juntos, el cuello pegado ya a la trabajadera, los músculos en tensión. Aguardan su voz de trueno como aguar-daran el golpe final del martillo. Su silencio sobrevenido no es incómodo, sino extraño por excepcional. Se mantiene si-glos, o quizás ni siquiera un segundo, que ya se sabe que en momentos así el tiempo se mide por gramos de impaciencia.

Aguanta la mirada. Un escalofrío recorre sus cuerpos que ya son uno solo.

No hubo apelación a Manué, ni un último exhorto, ni un postrero “a esta é”, esas palabras que son la gloria hecha verbo. No era necesario. Juraría que eran lágrimas espesas y antiguas, lágrimas de verdad, de emoción de hombre rudo, de madrugadas luchando contra temporales, de maldecir y

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bendecir, al mismo tiempo, la suerte de quien está solo ante el oleaje, frente al invierno, de quien aprendió que el mar es un animal indómito y traidor, pero si lo aprendes se convierte en un gigante caprichoso que a veces hace gestos de gene-rosidad.

Eran surcos salados, viejos e ilusionados lo que recorrían las mejillas del capataz cuando echó el faldón, dejándolos con sus rezos sin palabras, con sus dedicatorias sin rostro, con sus zapatillas sin nombre, con su fuerza anónima, con su verdad desnuda y sin publicidad. Con ellos y su fe primaria, real, con sus rezos sin golpes de pecho. A solas con Dios, siendo los pies de su Madre.

El martillo sonó rotundo y expansivo, como una plegaria desesperada. Poco a poco, muy despacio, con mucho cuidado como la primera declaración de amor. Llámate, Manué. Muy poco. Había alivio ahora, al tiempo que una pena indescri-frable pero sí entendible, en la voz que era sus ojos. Quedaba muy poco ya.

Avanzaron unos metros, como quien se adentra en un tiem-po que hiere, pero poco, desafiando las leyes de la física, sin-tiendo solo el peso de la responsabilidad, aliviados y felices como niños tras una tormenta. Rodilla a tierra, ahora. Cruje la trabajadera, o quizás es el crujido del paso del tiempo.

No son muchas rodillas hollando el mármol sino un cora-zón repartido desde la Punta a San Francisco, desde el paraí-so hasta el cielo, los que, todos a una, mecen a la Esperanza. Tintinean las bambalinas a cada golpe de cadera, a cada milí-metro ganado, que en realidad es un milímetro perdido.

Palmas ya rotundas, el rito se había cumplido un año más. Esperanza del Mar ya está en las calles de Ayamonte. Luego otro golpe seco del llamador.

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Generaciones de costaleros debieron ser invocados a ese ritual intimo y silente como pena de anciano. Dejan de oler, de oir, de sentir. El arco que describía el faldón subido por el que emergía el rostro mudo y emocionado casi calcaba en perspectiva el dintel de salida. Ni una palabra más. Ni un gesto. Ni un guiño. No hacía falta. Debió ser entonces cuando terminó de entender que al corazón no hay que enseñarle caminos, sino permitirle escogerlos.

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pasión dE aYamontE. miÉrcoLEs santo.

Hubo un tiempo en que ella se acostumbró a la negrura del pasillo que conducía desde su pequeña celda hasta el lugar del Convento donde Él había encontrado cobijo de tal mane-ra que llegó a renunciar a prender la pequeña mariposa de aceite, que le hacía más de guía que de luz. Para qué, si no hay brújula más fiable que un corazón henchido, si no hay candil más poderoso que aquel que ilumina las huellas de su vocación, de quien es a la vez promesa y ejemplo.

Tal llegó a ser la frecuencia de sus trayectos que el murmu-llo ahogado de sus zapatillas llegó a fundirse sin descompasar en la cotidiana sinfonía de sonidos de la noche en el Convento, junto a rezos sigilosos o el pasar despacioso de páginas de al-gún libro. Igual que de día era en la calle una sombra discreta, en el Convento, de noche, aprendió a ser elipsis prudente.

Siempre a la misma hora, en esa horquilla del reloj en que la madrugada aún no ha vestido hábitos, ella tomaba los

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suyos y, sombra furtiva, emprendía el camino más esperado, el que no necesitaba dirección para acabar adonde su alma buena llevaba ya rato esperándole.

Cerraba la puerta como quien desliza una caricia en piel amada, mientras sus ojos se terminaban de acostumbrar al tacto esponjoso de la oscuridad. Ella no contaba el tiempo, ese impostor sigiloso, en minutos, sino en plegarias calladas y oscuras como infamia atrapada en la memoria. Allí, entre la bruma, resguardados ambos del viento y del frío, simplemente miraba y callaba, esa otra forma de orar. Sin prisas, ese único lujo que podía ella permitirse, le agradecía Él hubiese elegido aquel lugar de bondad y privación como posada provisional.

La fértil y asombrosa gubia de León Ortega le daba la respuesta: la grandeza de Jesús solo cabe en esa mirada baja, en ese andar cansado pero seguro, en ese peso insoportable pero asumido de la cruz sobre su hombro izquierdo, en esas manos exhaustas que más que portar descansan sobre el te-rrible madero. Y lógicamente, su lugar estaba allí, entre tanta vocación sin esperar nada a cambio más allá del privilegio servir a los demás.

Allí, en el origen de los alimentos y consuelo que se ofre-cía a quienes lo necesitaban, cumpliendo el otro gran manda-miento suyo: haz el bien con tal tacto que no se pueda olvidar nunca que la dignidad es el gran patrimonio de la persona.

Allí, pero en la compañía y la esperanza a enfermos soli-tarios, o a ancianos, o a desvalidos, o desplazados. A aquellos que viven en la trastienda de las apariencias, esa otra conde-na social.

A veces se decidía y rezaba despacio y quedo, como quien teme gastar el tiempo y ahorra porciones de palabras, como

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quien quiere consumir los minutos en pequeños trozos, qui-zás con el secreto afán de que entonces duren más.

Allí, ante la imagen de Jesús de la Pasión, a solas con Dios, se sumergía en una embriagadora sensación de paz y de otredad, esa perspectiva a medio camino entre la mística y la física.

Por eso no extrañó que cuando Él regresó a su hogar, ella siguiera yendo cada madrugada, ya como promesa, casi como particular estación de penitencia, al lugar donde en vez de su cuerpo se hallaba su esencia.

Era entonces cuando sus sentidos se agudizaban de tal manera que podía sentir deslizarse, puertas afuera, el caden-cioso discurrir de la madrugada, o quizás era su corazón al galope distorsionado la oración callada, el silencio acordado.

Han pasado muchas madrugadas sigilosas desde aquella época en que Dios estaba a unos pocos pasos, pero el recuerdo de aquella idea plena golpea con fuerza sus sienes mientras recrea su vista en el paisaje niveo que se adivina en el aire.

La plaza Santa Ángela es un miércoles más un torbellino de vísperas inminentes. En su voz y en la de sus compañeras se habían aposentado notas trémulas, nerviosas e ilusiona-das. Jesús venía caminando como solo Él sabe andar cuando Ayamonte le abre camino hacía su destino asumido con re-signación y entereza.

La zancada corta pero poderosa sobrecoge cuando inicia la revirá y se coloca frente a la que fue su casa. Fue entonces cuando ella volvió a tener a Dios a la distancia en que un abrazo ya es cosa de voluntad y no de anhelo.

Y…y entonces calló como en todas aquellas madrugadas azulonas y densas. Calló en mil idiomas, y en su silencio

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anidaron todas las metáforas y las parábolas con las que se escribieron su vida como bendición sobrevenida.

Fue entonces cuando a ella se le clavó aquel presenti-miento. Y con más prudencia que esperanza se encaminó ha-cia el lugar que conocía tan bien. Abrió la puerta como quien abre su corazón. Y allí encontró, como entonces, aquella sen-sación de paz, inmensa su ausencia como en su día fue idea corpórea, cálida y hospitalaria como abrazo de hermano.

Fue así como entendió que el auxilio al prójimo es el úni-co camino. Que quien ayuda, se ayuda. Y quien abandona, se abandona. Sencillo y lógico como el mecanismo de un beso, complejo e irrefutable como un proverbio. Se sintió especial-mente bien. Se sintió, definitivamente, en la Casa de Dios.

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La inFLEXión dEL tiEmpo. juEVEs santo.

Tiene el Jueves Santo de Ayamonte un desafío a la lógica del reloj, una especie de tributo de rebeldía, quizás porque los ayamontinos y las ayamontinas nos hemos acostumbrado, así, con naturalidad, a que a partir de ese momento las horas empiecen a perseguirse más deprisa, como si quisieran suplir con velocidad lo que su naturaleza les niega a la vez que ofrece, como si quisieran agarrarse a su propio rebufo, como si quisieran huir de su propia fugacidad.

Nunca él se había percatado de tal circunstancia. Siem-pre, desde hacía lustros, desde cuando eligió ese punto de La Barranca para esperar que pasara la representación de esas escenas claves que explican el proceso de traición, detención y tormento de Jesús, había asumido con normalidad tal ava-tar, quizás porque la concreción del tiempo y su uso como calibrador de normas era invento demasiado nuestro. Y él entendía que lo que tenía enfrente, como cualquier obra de

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arte, no se podía interpretar con criterios de temporalidad, sino de eternidad.

Y, además, lo último que haría él sería mirar el reloj: sería como constreñir la escena, como acotar el disfrute, como po-ner frontera a los pasos de Dios justo en el momento en que más se hace hombre.

El día de la transición. El hijo de Dios que es Dios por primera vez flaquea, y duda entre el hágase tu voluntad y el que pase de mi este cáliz. Entre la asunción de su condición divina, y por tanto, eterna, y su naturaleza humana, y por tanto temporal.

Ayamonte, en un larguísimo, dificultosísimo y hermosísimo recorrido entre La Villa y La Ribera, y regreso a La Villa ---ah esas dos almas de nuestro pueblo---, es testigo de ese momento único, decisivo para el relato que da origen a nuestra Fe.

De Él, de Jesús, depende su propia suerte y nuestro propio destino. De sí mismo: si cumple el designio, será escarnecido, torturado, crucificado y fallecerá del modo más horrible. Si lo rechaza, evitará el tormento, pero no será más ejemplo que el de su palabra.

El suplicio es inminente, y luego la muerte en la cruz. Je-sús se enfrenta a su destino, y al destino de todos nosotros, en plenitud, sereno. Sólo la apertura de sus brazos da idea de la incipiente incertidumbre. Esa inquietud que lastima, esa certeza que apuñala, está basada más en una petición que en una voluntad. Jesús sabe que su sacrificio es imprescindible para su salvación y la nuestra. Y sobre esa aparente contra-dicción (sacrificarse para salvarse, morir para vivir, sumirse en las profundidades para terminar emergiendo hacia el cielo) se cimenta la idea de eternidad.

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La noche ya se ha echado, con rotundidad, y en el relato del Jueves Santo, Jesús ha aceptado la traición del discípulo, y la saña de sus enemigos. Y lo asume con resignación exen-ta de dramatismo, que se entrelaza con la pesada carga de un madero agravada por la ignorancia y la crueldad de una muchedumbre que sólo unos días antes le había entronizado a lomos de una mulita.

Como interpretarían más adelante, mucho más adelante, nada humano le es ajeno. Ni la desbandada de los suyos, ni la cobardía de quienes tuvo cerca y ahora no le reconocen, ni la mofa de quienes al verlo caído se apresuran a integrarse en la masa que le martiriza, ni en quienes vieron un peligro para sus estatus políticos o sociales, ni para quienes, compartiendo sus puntos de vista, decidieron no involucrarse para evitar que les señalasen.

Tiene el Jueves Santo una seña de humanidad que permite entender las disfunciones del reloj, que explican la velocidad del atardecer, y de todos los atardeceres que se sucederán hasta el Domingo. El día en que Dios se humanizó.

Quizá sea eso de lo que se acabe de percatar el sayón, que detiene el castigo, quizás queriendo en realidad detener el tiempo. En cuanto descargue de nuevo el latigazo, en cuanto Jesús vuelva a caer, todo estará más cerca, y por tanto, que-dará menos tiempo para que sea pasado. El proceso de víspe-ras se pondrá en marcha, y el paso de las horas no obedecerá a otro reloj que al que marca las coordenadas de una época con tiempo propio. Jueves de inflexión, pues.

Es el Jueves Santo de Ayamonte, pues, linde entre el pre-sagio y la sentencia. Entre lo asumido y lo inevitable.

Es Jueves Santo. Es Ayamonte. Toda la eternidad está pa-sando en un segundo.

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EL sEÑor dE aYamontE. madrugÁ.

Abrigado del relente, él experimentó levemente el dulce embate del vientecillo con el que la primavera premia a los buenos emigrantes ayamontinos, por muy lejos que estén de nuestro pueblo. En tierras germanas, suizas, francesas u ho-landesas, o catalanas, o vascas, o madrileñas, cuentan las menudas crónicas del terrón y camino polvoriento que hubo una capilla, por pequeña que fuera, que siempre contó con suspiros morados. Y con un pequeño altar consagrado a la Virgen de las Angustias.

Ayamonte, recordado desde miles de kilómetros, es ese paraiso al que uno ha jurado volver, ese lugar polisilábico en el que transcurren los mejore sueños jamás revelados. Que uno relatará a sus hijos como Ítaca en sepia. A ya mon te.

Su padre, erguido y orgulloso como el junco que desafía a esos temporales con más trapío que intención, ese recuer-do cada vez más sólido, cada vez más evanescente, ay las

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servidumbre del paso de los calendarios, moría cada vez que soñaba en nazareno, Padre Jesús en sus calles, como una oración confusa.

La calle San Mateo y sus arriates brillantes. La Villa como origen. Los territorios del alma, dúctiles y grises como amores sabidos.

La pena líquida le consumía en esa ciudad fría e inhóspita como consejo sin cariño. Se atrevió a empujar la puerta de la habitación que fue de su padre. Y ahí estaba. Planchada, colocada sobre una percha, como quien cuelga su mejor de-claración de amor sobre su alejandrino predilecto. Imponente y a la mano, como un poema de estreno.

La túnica morada. Ese paisaje que formaba parte de sus dias cotidianos desde que llegaron a ese lugar en que ano-checía cuando, en el Edén, junto al río, atardece y el termó-metro tirita al mismo tiempo en que aquí goza de arrullo. Lo primero que al llegar miraba, arrobado. Lo último que al partir comprobaba que seguía ahí, en medio del salón, testigo del paso de un tiempo tan inflexible como tedioso. Nunca lo contó, pero más de una vez, en que llegó a trasmano, o dema-siado pronto o demasiado tarde, se percató del grosor de unas lágrimas de decepción, de fracaso y de amargura que surca-ban, ay la nostalgia de filo ralo, una piel con más eternidad que pasado mientras su padre abrazaba como quien abraza a su primer amor, suave, dulce, respetuosamente, esa túnica que en realidad es el ropaje de su corazón. O el hilo que aún le une a él. Qué mal se está tan lejos de ti, Ayamonte.

Esa tarde, cumplido el rito de la despedida definitiva, re-cién incorporado su padre al panteón de la memoria en már-mol, regresó despacio a casa, como cuando siendo niño creía tener por delante todo el tiempo, ese animal rencoroso. Abrió la puerta y se dirigió a la habitación donde él soñaba en mo-

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rado. Permanecía ahí su olor, esa última firma. Y la túnica nazarena, su piel postrera. Fuera de la casa el día había re-nunciado a ofrecer referencias temporales.

Se acercó y abrazó la túnica como quien abraza al corazón que le dio su latido más intenso; a la sangre que emanó de su primera herida, esa que se cura con complicidad y mercro-mina. Al beso hondo, ese que resta gravedad a los peligros presentes y futuros.

Se abrazó a la túnica que vió a su padre vestir tantas veces como queriendo abrazar una voz sin eco ya, una piel sin tacto, un aroma sin cuerpo. Cerró los ojos para abrir el alma. Y vol-vió, junto a su padre, de la mano, a la delantera de Padre Jesús, aquella vez que pudieron volver en Semana Santa, papá sabría cómo. Bajando por aquellas calles empinadas, el empedrado, una multitud fervorosa y, ay, aquel sonido metálico que, tantos años después pudo entender, era el sonido del amor a una ima-gen, a una fe, sí, pero además era el amor a un lugar y a una gente a los que siempre supo pertenecer, independientemente de los kilómetros de lágrimas que le separaran.

Esa noche cayó rendido del dolor y el cansancio. Buscaba dormir como quien busca huir de sí mismo. Y entonces ocu-rrió. Él hubiese jurado que justo en el momento previo a ce-rrar los ojos, en ese duermevela piadoso, pudo ver la imagen de su padre, rozándole con sus dedos por última vez, cerrán-dole los ojos con una caricia, como tantas veces, envuelto, evanescente, en una túnica morada mientras se encomendaba a Dios y le pedía por el bienestar de su hijo. Nunca sabría contar por qué, pero él supo que a varios días de camino, en aquel lugar adonde su padre soñó tantas veces poder regresar para siempre, en La Villa, de pronto, por uno de sus mejores hijos, sin que nadie encontrara explicación, se oyó doblar las campanas.

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oscuridad Y FE. ViErnEs santo. Las angustias.

En Ayamonte hay cada día un momento en que el tiempo parece detenerse, quizás para brindar el paisaje a cualquiera de los numerosos pinceles que son capaces de convertir ese soplo suspendido en obra de arte cotidiana. Ocurre a la caida de la tarde, cuando los termómetros ensayan el diario gesto de rendirse, y dejan de medir la temperatura del aire para calibrar la textura de la luz.

Los ayamontinos lo sabemos bien: justo cuando el sol no ha cubierto, amoroso, de su abrazo ocre el castillo de Castro Marim pero la tarde hace un buen rato que decidió marchar-se, y observar desde lejos.

Tan ignoto que ni siquiera se ha inventado concepto para nombrarlo. Un instante discreto y levemente prolongado, como respingo de corazón no desenamorado del todo. Un

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segundo más largo de la cuenta, que descuadra relojes y des-encuaderna voluntades y rigideces. Un guiño del Creador. Un vuelco cómplice de la lógica. El paisaje costumbrista de Aya-monte queda congelado. Es un segundo que dura más de un segundo, ese instante gozosamente atrapado en el mejor de los paraísos

Es el momento en que por la puerta de las Angustias aso-ma un Museo, no solo por sus dimensiones físicas sino, más bien sobre todo, por la importancia patrimonial y de fe que lleva. Por el ancho trozo de historia, Ayamonte viva, que por-ta, por el esplendor que relata. Un museo que habla de un pasado esplendoroso, el devenir de la historia de Ayamonte y del culto a Dios, de la simbología esencial de nuestra fe. Su dificultoso transcurrir por la esquina de la Peña, ese centro neurálgico del sabor cofradiero, nos recuerda las dificultades de la propia vida del cristiano.

Fue justo cuando los Santos Varones, Nicodemo y José de Arimatea, se afanaban entre su horizonte ovalado y el ocaso en la tarea más triste. Recortados por una claridad que pare-cía dimitir, conformaban la viva imagen de la desolación y del último servicio.

Él, enlutada hasta su mirada, seguía caminando anónimo. “Mira, es Dios, que se ha muerto, y lo están bajando”, oyó decir un niño a otro.

“Dios se ha muerto”. Enmudecía la gente al paso de la tra-gedia. El grupo escultórico imponía. Cómo no sobrecogerse ante la plasmación postrera, cómo no sentir deseos de echar una mano, poner el hombro. Dios muerto como hombre. Ser-vir a Jesús hasta el final, justo cuando las dudas ya se han apoderado de muchos que le seguían, tan terrenal ese com-portamiento. Solo sus más fieles al lado, Juan, María, presen-

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ciando esa escena, igual de crepuscular que la luz que ya se va retirando, quizás porque quiere contribuir a la necesaria intimidad de una escena de tal naturaleza.

“Dios se ha muerto”. La palabra se ha cumplido. Le están liberando de los clavos con tanto mimo como dificultad. Casi levitando, que hay labores entre el gozo y la pena que requie-ren de un estadío más en el alma.

“Dios se ha muerto”, y detrás llega, yacente, concluidos los ritos funerarios ya, unos metros antes que su Madre, in-consolable en su pena, rostro maduro, y por eso sereno. La hermosura del palio no es suficiente para atemperar la tra-gedia, que discurre entre el atronador silencio de Ayamonte. Todo está acabando, todo termina aquí. Manos pías que ha-cen más liviano el tránsito, que desclavan el sagrado cuerpo desclavando al mismo tiempo el pecado del hombre. Esa fue la razón, esa fue su razón. Todo está acabando aquí. Aya-monte le arrulla con silencio templado, mientras muestra su devoción y respeto a quien le dio la vida y debe aceptar su muerte. Todo está acabando aquí. ¿Todo? Ella no quiere creerlo así. Nuestra señora del Mayor Dolor, mirada incon-solable, pena honda y oscura, como el fondo de la noche, no quiere creerlo del todo. Él le dijo que estaría a la derecha del padre. Que salvaría a este mundo con su sacrificio. A esa intuición se aferra mientras derrama su tristeza infinita y su misericordia siguiendo a su hijo, siendo arropada por el pue-blo de Ayamonte.

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soLEdad Y rEcogimiEnto. ViErnEs santo. san Francisco.

Tenían los viernes en ese tiempo sepia….Tenían los viernes, digo, una doble posibilidad de acercamiento al fundamento de nuestra fe. Una, está glosado, es cuando Las Angustias toma rotundidad en su concepción. La otra es en ese lugar en que el día, ya apagándose, afila las espumas breves del río, que zigzagueaba, lento y gustoso como una promesa a punto de cumplirse, en busca de ese lugar donde se perdía la vista, más allá de ese espacio en que el cielo habla portugués.

San Francisco muestra su caudal histórico, y en él, el desarrollo de un pueblo en paralelo a la Hermandad decana que hunde sus raices en los confines del pasado. Sobriedad absoluta, seriedad y empaque. Dios en la cruz verdadera. A su paso, uno debe callar a borbotones. Ay esos regueros ensan-grentando su frente, ay esas manos huesudas y sobrecogedo-ras, ay ese sufrimiento silente

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Ayamonte retiene la respiración a su paso. No había nada ya que no le hubiera dicho en ese tiempo, no había nada que no hubiese aprendido esas horas fuera de reloj. Humildad y recogimiento, generosidad y amor por el prójimo.

La primavera picajosa, el almidonado de los trajes nuevos de la muchachas, el salitre presentido, los niños encorbatados por primera vez (hombres con carácter retroactivo)…. Vera Cruz pasa y los minuteros ponen en hora los pulsos de la sangre, dejando el paisaje en suerte para que sean objeto de delirios de pintores y de poetas.

Es la historia de Ayamonte la que está pasando, con rigor franciscano. Pasa la Cruz Verdadera, y pasa el esplendor pa-trimonial que refleja un presente pleno y generoso.

Silencio de luto de Ayamonte, ahora, cuando el que pasa es el Cristo yacente, ensangrentado, recién colocado para que sus heridas sean lavadas y su cuerpo ungido.

Y tras Él….entre suspiros de incienso y Dama de Noche, arrastrando en la misma proporción nostalgia y tragedia, nos-talgia porque todo está acabando, tragedia porque todo ha aca-bado, aunque sea de momento…Tras Él, digo, Soledad. A pesar de haberlo ensayado mil veces, y de saberse de memoria cada milímetro de bendito suelo, y de conocer y asimilar cada orden del capataz antes siquiera de que su garganta la emita, bajo el paso sigue sintiéndose un hondo escalofrío, que se transmite al pueblo en esta noche oscura de Ayamonte.

El misterio del tiempo, ay, es que no hay misterio. Es que todo acaba si tiene aspecto de estar acabando. Una cruz y una urna, y la oscuridad.

Y al fin, solo quedan los que deben quedar. Y siempre la madre, siguiendo no los pasos ya de su hijo, como has-

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ta ese momento, sino sobre su recorrido de muerte, terrible inversión del orden natural de las cosas. Pocos escenarios tan sugestivos y acertados para recrear las angosturas del alma, el cruce de caminos contradictorios, que las calles de Ayamonte. Si eran refulgentes y alegres en los días de ida, ay esas mañanas luminosas que recortaban la figura de un hombre que prometía una vida mejor si le seguíamos, ahora son oscuras y hermosas, cálidas, sí, pero irreversible, cuando ese hombre sin vida es transportado tras entregarse él mismo en sacrificio por todos nosotros. El momento de la verdad se afronta en Soledad.

Ayamonte, en su plenitud rotunda, es testigo y protago-nista. Todo va acabando. Pero, y esa es la gran noticia, sólo la fe nos salvará.

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pLEnitud. domingo dE rEsurrEcción

Hubo un tiempo en que todo parecía acabar con un luto rotundo, ya está dicho, una doble tragedia, un silencio sin reconversión ni alivio, unas dolorosas que jamás alcanzaban ni consuelo ni respuesta, una despedida que fue casi en es-tricta soledad, por más que Ayamonte no quisiera permitirlo muchos años después.

Hubo un tiempo en que las escrituras, por tanto, eran texto sin contexto, y el futuro se tenía que explicar casi en parábolas, como profetas con dificultades para propagar la fe verdadera. El domingo de Resurrección era una idea más que un hecho, una especie de frontera en la que bailaban armoniosamente las tardes persiguiéndose. Cómo nombrar al más allá, qué parado-ja, cuando el más allá empezaba el Viernes Santo.

Hasta que el Domingo de resurrección se hizo calle, y prendió de colores blancos las vías que desembocan en la Parroquia de las Angustias como mejor demostración de la

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Victoria sobre el luto y la muerte. Victoria de la vida sobre las tinieblas, el bien sobre la desesperanza.

El círculo se cierra, y el corazón cofrade se abre un año más a la gran enseñanza de Dios: nada termina cuando pa-rece acabar, sino cuando resurge la quimera. El camino de la salvación era, a ojos del niño que mucho tiempo atrás descubrió a un Dios humilde y oferente, el de los jirones de divinidad que se había dejado en cada calle de Ayamonte.

La Laguna, en esos momentos, cuando desembocaba la procesión como torrente de gloria, era río albo, mar bravo de espumas, destelleante en su plenitud, espejo que daba réplica al sol que quiso sumarse a la fiesta, gloria aquí en la tierra porque Jesús ha resucitado.

Eso es, eso era. El resucitado y su Victoria, con mayús-culas. El Resucitado y su madre, nuestra Victoria, pasan por nuestros días como la mejor lección. Mereció la pena esperar. Mereció la pena dejarnos transitar por esta Semana transfor-madora.

El niño se enredaba en estas reflexiones y sintió que ya estaba preparado, que, como en aquel libro que alguna vez leería, era capaz ya de bautizar con palabras nuevas a los conceptos, y por tanto podría vivirlos.

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EpÍLogo. EL suEÑo cumpLido.

Ella tenía en sus ojos el color del precipicio por donde uno se habría arrojado miles de veces, y su luz atesoraba el poder de curar heridas futuras. Era también, a la vez, bálsamo y al-boroto, pulsión y paz, siglos de memoria presentida. La boina gris, las llamas del crepúsculo, las estrellas que saben reír, el lugar en el mundo que se descubre demasiado tarde o dema-siado pronto, y el resto de frases que no terminó de olvidar en libros, películas o atardeceres, que de todo ello está rasgada la piel de los recuerdos a destiempo.

Ella tenía en su mirada todas las madrugadas sin nombre que habitaban en los calendarios que él guardaba entre los plie-gues brumosos de un tiempo que soñó vivir, junto a horquetas que anheló portar, túnicas que deseó ceñir, oraciones que aspiró a sufrir, promesas que pretendió expresar, amaneceres de color nazareno que ansió gozar.

Estos días de cristal, ay, se revelan a veces demasiado frá-giles, sobre todo cuando lucían en su sonrisa todas las ur-gencias de primavera que hasta ese momento ella, Ayamonte, había calmado con tercetas escasas o alejandrinos golosos.

Lo recuerdo como solo se recuerda lo que uno prometió olvidar, les decía al principio. Pero en ese momento quizás no tenía todo el fundamento para entenderlo globalmente, quizás porque la estación de penitencia propia, ese viaje es-piritual, aún no había comenzado. Lo recuerdo ya como solo se recuerda lo que ocurrió, y dejó su huella marcada a fuego en la piel y en el corazón.

Norberto Javier aNtoNio

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Estoy seguro ya. No fue el recuerdo de un recuerdo, como ocurrió con las Semanas Santas de mi infancia, referencia de una referencia, vidas de otros endulzadas por voces propias, historias sentidas por delegación.

Ahora no. Ahora ya no, quiero decir. La palabra ya es vivencia, el verbo ya se ha encarnado.

De hecho, tiene uno tantas despedidas quemándole en la memoria, tizones inclementes que desdoblan los recuer-dos, que puede que en realidad no fueran despedidas sino llegadas.

No vengas aún, pero sí, ven. Acércate despacio, que te presienta más que te perciba. Que te huela, más que te acari-cie. Asoma delicadamente, ahora una oración cantada lo su-ficientemente lejos para disfrutar del tiempo que queda para que vengas, pero lo suficientemente cerca como para saber que es imposible que haya vuelta atrás.

(Se va acercando y la pulsión es, a la vez, acelerar y ra-lentizar las horas, asustar al tiempo y a la vez engatusarlo, apremiarlo y detenerlo).

Ven ahora pero poco a poco, escápate de la celosía de palabras perfumadas donde te han puesto quienes me han precedido en el noble y delicioso encargo de pregonarte.

Ven ahora, pero sin prisas, dejando que cada minuto dis-ponga de su propia procesión. Ven ahora, pero despacio. Dé-jame disfrutar del disfrute que aún no he gozado. Déjame recrearme con lo no llegado, pero largamente presentido.

Que poco queda, Ayamonte. Qué poco queda para ese mo-mento que tanto se anhela y se teme a la vez, pasión antigua y contradictoria, que gozarlo es empezar a perderlo.

Pregón Oficial de la Semana Santa de ayamOnte 2016

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Que poco queda para que uno vuelva a soñarte, para que te pueda amar como un niño. Que poco queda para volver a contemplar, impotente, tu Buena Muerte, o para extasiarme de Pasión, o para verte Caído, para acompañarte, no dejarte solo, ni de noche ni de madrugada, o para morir dos veces contigo, antes de resucitar en tí.

Qué poco queda, Ayamonte. Ella, tú, estás aquí, hoy, este mediodía de primavera presentida cuando el invierno termina de cumplir su misión. No habrá más. No puede haber más. Mi voz nació en ti, y morirá contigo. Así está escrito. Volver a emplear palabras en otra declaración de amor hecha pregón sería desmerecer la gloria, sería renunciar al paraíso, seria apostatar de mi pueblo. Este es el último pregón, mi último pregón, porque es el último escalón hacia el cielo. No puede haber más. Ayamonte, y nada más.

Qué poco queda, Ayamonte, para sentirte como cuna y como paisaje, como alivio y como cayado, como gubia y como pincel. Que poco queda, Ayamonte, para volver a sentir nostalgia de futuro aspirando el azahar que circunfleja tus mañanas.

Apenas una semana para alcanzar la gloria. Mi voz está entregada. Mi corazón, exhausto, sigue, como en aquel poe-ma de Machado, vuelto hacia la luz y hacia la vida. Sólo espero que mi palabra recorra tus calles y mi calle, tus plazas, tus avenidas y tus campos, mi río y mi paisaje, tu futuro y mi pasado.

Ayamonte, toma mi sangre, que es tu tinta, toma mi pala-bra, que ya es tuya. Ayamonte. Siempre.

HE DICHO.

Norberto Javier aNtoNio

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Ilmo. Ayuntamiento de Ayamonte