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NOCHE ETERNA LIBRO PRIMERO Para Nora Prichard, de cuyos labios oí por vez primera la leyenda del Campo del Gitano. Todas las noches, todas las mañanas Alguien nace rumbo a la miseria. Todas las mañanas, todas las noches, Alguien nace para el dulce gozo, Mientras otros se hunden en la noche eterna. WlLLlAM BLAKE Auguries of Innocence En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales personajes que intervienen en esta obra: ANDERSON (Greta): Dama de compañía de Fenella Guteman. BARTON (Frank): Tío de Fenella Guteman. GUTEMAN Fenella (Ellie): Esposa de Michael Rogers. HARDCASTLE (Claudia): Hermanastra del arquitecto Santonix. LEE (Esther): Gitana de Market Chadwell. LlPPINCOTT (Andrew P.): Abogado, llamado familiarmente «tío Andrew» por Fenella Guteman. LLOYD (Stanford): Banquero, encargado, con el anterior, de la custodia de los intereses de Fenella. PHILLPOT (Comandante): Persona destacada en la vida de Market Chadwell. REUBEN (William R. Pardoe): Llamado «tío Reuben», primo de Fenella. ROGERS (Michael): Llamado también «Mike» o «Micky», protagonista. ROGERS (Señora): Madre de Michael. SANTONIX (Rudolf): Arquitecto amigo de Michael. SHAW (Doctor): Del poblado de Market Chadwell. VAN STUYVESANT (Cora): Madrastra de Fenella Guteman

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NOCHE ETERNA

LIBRO PRIMERO

Para Nora Prichard, de cuyos labios oí por vez primera la leyenda del Campo

del Gitano.

Todas las noches, todas las mañanas Alguien nace rumbo a la miseria. Todas las mañanas, todas las noches, Alguien nace para el dulce gozo, Mientras otros se hunden en la noche eterna.

WlLLlAM BLAKE Auguries of Innocence

En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales personajes que intervienen en esta obra: ANDERSON (Greta): Dama de compañía de Fenella Guteman. BARTON (Frank): Tío de Fenella Guteman. GUTEMAN Fenella (Ellie): Esposa de Michael Rogers. HARDCASTLE (Claudia): Hermanastra del arquitecto Santonix. LEE (Esther): Gitana de Market Chadwell. LlPPINCOTT (Andrew P.): Abogado, llamado familiarmente «tío Andrew» por Fenella Guteman. LLOYD (Stanford): Banquero, encargado, con el anterior, de la custodia de los intereses de Fenella. PHILLPOT (Comandante): Persona destacada en la vida de Market Chadwell. REUBEN (William R. Pardoe): Llamado «tío Reuben», primo de Fenella. ROGERS (Michael): Llamado también «Mike» o «Micky», protagonista. ROGERS (Señora): Madre de Michael. SANTONIX (Rudolf): Arquitecto amigo de Michael. SHAW (Doctor): Del poblado de Market Chadwell. VAN STUYVESANT (Cora): Madrastra de Fenella Guteman

CAPÍTULO UNO En mi fin está mi principio. He aquí una cita que he oído muchas veces, de labios de otras personas. Parece ser que está bien. Sin embargo, ¿qué es lo que significa realmente? ¿Existe algún punto particular o preferente hacia el cual poder señalar con el dedo diciendo: «Todo comenzó aquel día a tal hora, en tal sitio, mediante tal incidente»? ¿Comenzó acaso mi aventura al leer yo la nota que colgaba del muro del George & Dragón, anunciando la venta por subasta de la valiosa finca llamada «Las Torres»? Se daba en aquella información relativa a la extensión de la misma, al lado de un dibujo en el que aparecía «Las Torres» altamente idealizada, como debía de haber sido en su época dorada: de ochenta a cien años atrás. Yo no hacía por allí nada de particular. Simplemente, me dedicaba a estirar las piernas a lo largo de la calle de Kingston Bishop, un sitio sin importancia. Mataba el tiempo. Y de pronto, vi el anuncio. ¿Por qué ocurrió esto? ¿Fue una mala jugada del destino? ¿O quiso tal vez sonreírme la buena suerte? La cuestión puede ser examinada bajo los dos puntos de vista. También podrá afirmarse, quizá, que todo empezó cuando me vi con Santonix durante las charlas que sostuve con él. Cierro los ojos y le veo claramente: las mejillas encendidas, sus ojos, excesivamente brillantes: me acuerdo, incluso, del movimiento acompasado de su fuerte aunque delicada mano, habituada a hacer esbozos, a trazar planos, a levantar proyectos de casas. Había una, en particular, de líneas hermosas, de bella impresión, que me habría gustado poseer. Mi ansia de posesión de una vivienda amplia, cómoda y atractiva, algo que seguramente no podré tener nunca, afloró entonces entre mis ilusiones. Se trataba de una fantasía seductora, que compartimos los dos: era la casa que Santonix construiría para mí... siempre y cuando él durara bastante. Era la casa de, mis sueños, aquella en que viviría en compañía de la mujer amada; era la casa que habitaríamos juntos, mi esposa y yo, en la que viviríamos «siempre felices», como en los cuentos de hadas infantiles. Todo resultaba ser pura fantasía, un agradable disparate. Pero lo cierto es que así nació en mí aquella ilusión. Me sentía ilusionado por poseer algo que nunca iba a tener. Bueno, y si esto es una historia de amor (yo me inclino a pensar que sí), ¿por qué no hacerla arrancar del momento en que vi a Ellie, entre los oscuros abetos del «Campo del Gitano»? «El Campo del Gitano». Sí. Será mejor comenzar por aquí, por el instante en que me aparté de aquel anuncio con un ligero estremecimiento, a causa de que el sol acababa de quedar tapado por una oscura nube, para formular una pregunta a un individuo que por las cercanías se entregaba a la tarea de recortar un seto, con mucha perfección, dicho sea de paso. -¿Cómo es esta casa? Me refiero a «Las Torres». -No es ése el nombre que nosotros le damos por aquí. ¿Qué significa? -hizo un gesto de desaprobación-. Ha transcurrido algo más de un año desde las fechas en que la casa estuvo habitada por unas gentes que la llamaron así: «Las Torres». Mi interlocutor dio otro bufido. Yo, entonces, le pregunté por el verdadero nombre. De nuevo, el hombre hurtó a mi vista su arrugada faz... La gente del campo tiene la condenada costumbre de no hablarle a uno nunca directamente. Los campesinos miran siempre por encima del

hombro de sus interlocutores o fijan la vista obstinadamente en cualquier objeto. Dan la impresión de haber descubierto algo que uno no acierta a ver. -A este paraje siempre se le ha dado el nombre del «Campo del Gitano» -me dijo. -¿Por qué? -inquirí. -Circula por ahí una especie de cuento... No sabe nadie a qué atenerse. Unos dicen una cosa y otros aseguran otra -el hombre hizo una pausa antes de añadir-: Bueno... sea lo que sea, es por ahí donde ocurren siempre los accidentes. -¿Accidentes de automóvil? -Toda clase de accidentes. Claro, los de automóvil son los más frecuentes en nuestros días. Es ése un sentido desagradable, ¿me comprende? -Veamos -contesté-. Tratándose de una curva peligrosa, nada veo de extraño en que haya desgracias. -El Consejo Rural mandó colocar una señal indicadora de peligro. Pero no ha servido de nada. Siguen produciéndose accidentes. -Y eso «de Gitano»..., ¿por qué? Otra vez sus ojos huyeron de los míos, formulando una respuesta muy vaga. -Ya le he dicho que circula por ahí un cuento o leyenda... Se dice que en otro tiempo hubo gitanos establecidos por aquí. Habiéndose visto obligados a abandonar el terreno, esos tipos maldijeron el paraje. Me eché a reír. -Bueno, usted puede reírse todo lo que quiera -me dijo el campesino-, pero hay sitios como éste en otras partes, que pueden considerarse malditos.-La gente de la ciudad, que se las da de listos, no sabe nada, generalmente, acerca de ellos. Sin embargo, esos lugares existen y sobre éste pesa una maldición. Hubo muertos en el paraje cuando se acarreó la piedra necesaria para construir. El viejo Geordie mismo se despeñó por la cantera, rompiéndose la cabeza, una noche... -¿No estaría borracho? -sugerí. -Puede que estuviera borracho, desde luego. Era de los que saboreaban unas copas cuando se presentaba la ocasión. Ahora bien, todos los días hay caídas de individuos que han estado abusando de la bebida..., pero sin más consecuencias, generalmente. Éste, Geordie, el que se mató -mi interlocutor me señaló una elevación cubierta de pinos-. Por ahí: por el «Campo del Gitano». Sí. Supongo que fue así como empezó todo. No es que yo prestara mucha atención a aquel detalle en su momento. Es que lo he recordado, simplemente. No hay más. Mentalmente, desarrollé aquella información en su momento. No sé si fue entonces o más tarde cuando pregunté si había gitanos por la zona. El hombre me contestó que no los había por ninguna parte. Me explicó que la Policía los mantenía en continuo movimiento. Inquirí, a continuación: -¿Por qué no caen bien a la gente los gitanos? -Son unos ladrones -respondió el campesino, torciendo el gesto, desaprobador. Luego, acercó un poco más su rostro al mío-. Oiga, amigo: no circulará sangre gitana por sus venas, supongo, eh? Su mirada se tornó escrutadora. Le contesté que no, que yo supiera. Es verdad, mi aspecto, en lo físico, es, en cierto modo, el de un gitano. Tal vez fuera esto lo que me fascinó al oír el nombre de «Campo del Gitano». Plantado allí: frente al campesino, sonriente, divertido por el tono de nuestra conversación, calibré la posibilidad de que hubiera en mi cuerpo alguna sangre gitana. «Campo del Gitano»... Subí por la serpenteante carretera que me había de sacar del poblado, deslizándome por entre dos apretadas filas de árboles, llegando a la

cumbre del promontorio, desde donde se veía el mar y los barcos. El panorama era magnífico y me puse a pensar como se piensan estas cosas en ciertas ocasiones: me situé en plan de propietario del «Campo del Gitano»... Nada menos que eso. La idea, en verdad, no podía ser más ridícula. A la vuelta, cuando pasé cerca del hombre con quien sostuviera la anterior conversación, me dijo aquél: -Si quiere tener contacto con algún gitano, ahí está la señora Lee, por supuesto. El comandante le cedió una casucha para que tuviera dónde refugiarse. -¿Quién es el comandante? -pregunté. Sorprendido, el campesino me respondió: -Le hablo del comandante Phillpot, desde luego. Parecía haberse asombrado por el hecho de hacerle yo aquella pregunta. Me imaginé que el comandante en cuestión venía a ser una especie de deidad local. De un modo u otro, la señora Lee dependería o habría dependido de él, supuse, viéndose Phillpot en la obligación de protegerla. Descubrí que los Phillpot habían vivido siempre en la aldea, habiendo gobernado sus destinos. Cuando me despedía del campesino, éste me informó: -Vive en la última de las casas de esa calle. Se la encontrará usted en la entrada, es lo más seguro. A ella le gusta estar todo el tiempo posible al aire libre. Es lo que más les agrada a Tas personas que llevan sangre gitana en sus venas. Comencé a vagar carretera abajo, silbando despreocupadamente al tiempo que pasaba por el «Campo del Gitano». A punto ya de olvidar cuanto acababan de contarme, descubrí la figura de una vieja alta y de negros cabellos que me observaba desde el otro lado de un seto atentamente. Tenía que ser la señora Lee, indudablemente, me dije. Me detuve, dirigiéndole la palabra sin más rodeos. -Me han informado de que usted podría referirme algunas cosas sobre el «Campo del Gitano», de ahí arriba. Unos oscurísimos mechones de pelo ocultaban en parte sus ojos. -Desentiéndete de eso, muchacho. Hazme caso... Olvídalo. Eres un joven bien parecido. Nada bueno sale del «Campo del Gitano». Nada bueno saldrá de allí, nunca. -He visto que la finca está en venta -manifesté. -Así es, desde luego. Y muy necio será quien la adquiera. -¿Se presentarán compradores? -Anda un maestro de obras detrás de ella. Bueno, hay más de uno. Van a venderla barata. Ya lo verás. -¿Y por qué han de venderla barata? -inquirí-. El sitio es estupendo. Ella no quiso contestar a mi última pregunta. -Supongamos que llega un constructor y la adquiere a buen precio. . ¿Qué hará con eso? La vieja dejó oír una risita maliciosa, nada agradable. -Derrumbará la casa en ruinas y levantará, creo, veinte, treinta viviendas, quizá... Y a todas alcanzará la maldición. No hice caso de la última frase. Respondí, hablando aprisa, antes de que me atajara: -Será una pena. Sí. Es una lástima. -¡Oh! No te preocupes... Nadie sacará de ello ningún provecho. Ni el que compre, ni aquellos que lleven ahí los ladrillos v el cemento. Unas veces serán los obreros que resbalen en las escaleras; otras será un camión que, cargado hasta los topes, se

estrelle contra una parecí; más adelante, unas pizarras que se desprenden del tejado de una casa, cayendo sobre alguien. Los árboles también se verán afectados: se derrumbarán, quizás, impulsados por cualquier furioso vendaval. ¡Oh! Ya verás, ya verás... Nadie ha sacado nunca nada bueno del «Campo del Gitano». Lo mejor que se puede hacer es desentenderse de él. Ya verás, ya verás... -La vieja hizo un vigoroso gesto de asentimiento, añadiendo en voz baja-: No hay suerte para quienes tienen algo que ver con el -Campo del Gitano». No la hubo jamás. Yo me eché a reír. Ella habló ahora con extraordinaria viveza: -No te rías, muchacho. Se me ocurre pensar que es muy posible que te arrepientas algún día de eso. Ahí no ha habido suerte nunca, ni en la casa ni en la tierra. -¿Qué ha pasado con la casa? -pregunté-. ¿Por qué lleva tanto tiempo vacía? ¿Por qué fue abandonada? Las viviendas cerradas se deterioran fácilmente. -Sus últimos habitantes murieron. Todos. -¿Y cómo murieron? -quise saber, cada vez más empujado por una curiosidad que me devoraba. -Es mejor no volver a hablar de ello. Lo cierto es que después nadie se ha atrevido a volver a la casa, nadie se ha atrevido a habitarla. Fue dejada para siempre. Todo ha sido olvidado ya y esto es lo mejor que podía pasar. -Bueno, señora: usted podría contarme la historia -dije en tono suplicante y cortés-. Me doy cuenta de que está bien informada. -No me gusta hablar de lo del «Campo del Gitano». -La voz de la vieja me recordó ahora al falso tono gimoteante de los mendigos picaros-. Te diré la buenaventura, muchacho, si quieres. Pero antes has de echarme un poco de plata en la palma de la mano. Sé que eres un chaval que va a llegar lejos... -Yo no creo en esas tonterías de la buenaventura y cosas por el estilo -respondí-. Además, no tengo plata. Al menos, para gastarla en estas ridiculeces. La mujeruca se me acercó más, manifestando, siempre con gimoteante voz: -Dame medio chelín. Te diré la buenaventura por medio chelín solamente. ¿Qué representa una moneda de medio chelín para ti? Nada. Te daré a conocer tu suerte por tan poco dinero porque eres un zagal muy guapo, con mucha labia y buenos modales. Es casi seguro que llegarás muy lejos. Saqué una moneda de medio chelín, que llevaba en uno de mis bolsillos. Entendámonos... No es que yo crea en esas estúpidas supersticiones, en la adivinanza del porvenir... Lo que sucede es que por una razón u otra que no se me alcanza claramente, me hace gracia ese viejo fraude. Sí. Pese a ver claro, pese a saber lo que hay tras él. La vieja arrebató casi la moneda, diciendo: -Dame tu mano... o, mejor, las dos. Mis manos cayeron entre sus arrugadas zarpas. Se quedo un momento inmóvil, inspeccionando las palmas. Luego, se desentendió de ellas bruscamente, retirándose un poco de mí. Dio, en efecto un paso atrás, hablando con voz ronca: -Por lo que más quieras, muchacho. Aléjate ahora mismo del «Campo del Gitano» y no vuelvas más a él. No conozco otro consejo mejor para ti. No vuelvas nunca más por esos parajes. -¿Por qué? ¿Por qué no he de volver? -Si regresas, lo sentirás mucho, correrás un gran peligro. Vas a enfrentarte con un conflicto terrible; te aguardarán graves preocupaciones. No vuelvas a acordarte de ese lugar; haz como si no lo hubieses visto nunca. Te estoy previniendo... -Haga usted el favor de... Pero la vieja se desentendió de mí, retirándose hacia su casucha. Entró en ella dando un portazo. Yo no soy supersticioso. Creo en la suerte, claro está. Como

tocio el mundo. Ahora bien, las supersticiones propagadas por leyendas absurdas, acerca de casas abandonadas, medio en ruinas, se me antojan puras tonterías. Y, sin embargo, yo experimenté en aquellos momentos un hondo desasosiego. Pensaba que la siniestra criatura había llegado a ver algo en mis manos. Extendí las dos palmas ante mis ojos. ¿Y qué es lo que puede ver una persona en las palmas de las manos de un semejante? Lo de adivinar el porvenir era una sandez, una treta para sacar dinero a la gente, un procedimiento para hacer fructífera la credulidad de los demás. Levanté la cabeza, paseando la mirada por el firmamento. El sol se habla ocultado definitivamente tras las nubes. Todo, a mí alrededor, se había ensombrecido. El día me parecía diferente ahora. Parecía cernirse sobre nuestras cabezas una amenaza. Pensé que se avecinaba una tormenta. Comenzaba a soplar un viento fuerte; las hojas de los árboles empezaron a danzar alocadamente. Silbé una tonadilla para levantar mi deprimido ánimo y eché a andar a lo largo de la calle que cruzaba de un lado a otro el poblado. Leí de nuevo el anuncio referente a la venta en subasta de «Las Torres». Incluso tomé nota de la fecha. Nunca había presenciado una subasta. Bien. Iría a aquélla... Quería conocer al comprador de «Las Torres». ¿Quién se convertiría en el propietario del «Campo del Gitano»? Pues sí... En ese punto es donde, a mi entender, empezó todo. De pronto, dejé correr la imaginación. Se trataba de una fantasía sin pies ni cabeza. ¡Me vi como si fuera el comprador del «Campo del Gitano»! ¡Yo, enfrentado a los contratistas de obras de la aldea! Los hombres se declararían vencidos. Sus esperanzas de comprar barato se disiparían. Desde luego, adquiriría la finca. Después, iría en busca de Rudolf Santonix, para decirle: «Hágame una casa ahí. He comprado la finca con ese único propósito.» Y luego, no tardaría en dar con una chica, una mujer maravillosa, en compañía de la cual viviría «siempre feliz». Me han asaltado sueños de esa clase muy a menudo. Naturalmente, nada positivo sacaba de ellos, nada que no fuera divertirme. ¡Divertirme! ¡Dios mío! Si yo hubiera sabido en aquella ocasión lo que me esperaba... CAPÍTULO DOS Fue la casualidad lo que me llevó aquel día a las inmediaciones del «Campo del Gitano». Yo conducía un automóvil de alquiler, en el que viajaban unas personas de Londres que deseaban asistir a una venta, a una venta no de una casa, sino de su contenido. Era una gran vivienda emplazada en las cercanías de la ciudad, una vivienda particularmente fea. Llevaba en el coche a una pareja ya entrada en años. El matrimonio se interesaba, a juzgar por lo que oí hablar a los dos, por una colección de papier mache, sea lo que fuere el papier mache. La primera vez que yo oí hablar de semejante cosa fue a mi madre, en relación con unos tazones. Había dicho que un tazón de papier mache era mucho mejor que los de plástico, a todas horas... Me extrañó que la gente de dinero realizara desplazamientos siempre costosos con el único propósito de adquirir una serie de tales objetos. No obstante, procuré retener en la memoria aquel dato. Más tarde consultaría el diccionario, para averiguar qué era concretamente el papier mache. Tenía que ser algo que mereciera la pena, que fuese capaz de hacer pensar a la gente en alquilar un automóvil, para salir al campo, donde se celebraba una venta, y pujar, además. Me gustaba ampliar mis conocimientos. Contaba en aquella época veintidós años y

había ido aprendiendo muchas cosas, valiéndome de un procedimiento u otro. De coches entendía ya lo mío, era un mecánico regular y un conductor atento, cuidadoso. Una vez había tenido que ver con caballos en Irlanda. Estuve a punto de buscarme un conflicto con una pandilla de contrabandistas de drogas, pero me retiré a tiempo. Una colocación de chofer con una firma de automóviles de alquiler, de categoría, no es del todo mala. Se gana dinero con las propinas. Y no tiene uno por qué cansarse. Pero el trabajo en sí resultaba fastidioso. Otra vez, durante la época veraniega, me dediqué a la recolección de frutas. No me pagaban mucho, pero me divertía aquello. Probé suerte en un puñado de actividades. He trabajado de camarero en un hotel de tercer orden; he sido bañero de una playa de moda; he vendido enciclopedias por las casas y hasta aspiradores de polvo, amén de otros objetos. En cierta ocasión me coloqué en un jardín botánico, aprendiendo un sinfín de cosas sobre las flores. Nunca fui constante en nada. ¿Por qué había de serlo? Todo cuanto hacia se me antojaba interesante. Algunas labores eran más pesadas que otras, pero eso, en fin de cuentas, me tenía sin cuidado. No soy perezoso, en realidad. Supongo que a mí podría calificárseme de inquieto. Me impulsaba el ansia de ir a todas partes, de verlo todo, de hacerlo todo. Experimento el afán de hallar algo. Sí, eso es. Quiero encontrar algo. Ese afán me persigue, me obsesiona, desde el día en que dejé el colegio. Sin embargo, no he sabido nunca qué puede ser ese algo. El mío ha sido siempre un deseo muy vago, impreciso. Lo que yo buscaba se hallaba en alguna parte. Antes o después, sabría en qué consistía mi objetivo. Existía la posibilidad de que yo, simplemente, ansiara dar con una chica... Me gustan las chicas, pero no se me figuraban importantes las que yo había conocido hasta aquellos instantes. Todas agradan de buenas a primeras, pero después... Me pasaba con ellas lo que con los empleos que iba desempeñando sucesivamente. Estaban bien para poco tiempo. Luego, me hartaba del turno y, ¡a por el siguiente! He ido de flor en flor desde el día en que salí del colegio. No faltaban personas que desaprobaban mi género de vida. Supongo que eran «las que me querían bien», como se dice. Su actitud era debida ala ignorancia en que estaban con respecto a mi carácter. Esas personas se inclinaban porque yo formalizara unas relaciones amorosas con una buena chica, para empezar luego a ahorrar, casándome con ella en cuanto diera con un empleo fijo, seguro. Y después vengan días y más días, años y más años... No. Eso no había sido hecho para un servidor. Pensaba yo que tenía que haber algo mejor. ¿Qué aliciente encerraba aquella seguridad doméstica? Todo era mediocridad. Me decía que en un mundo como aquel en que yo vivía, en un mundo con el espacio poblado de satélites artificiales, lanzados por el hombre, en un mundo dentro del cual ya se hablaba de viajar de estrella en estrella, tenía que existir algo capaz de levantarle a uno en peso, de acelerar los latidos del corazón... Valía la pena moverse en busca de ese algo... Recuerdo que cierto día iba yo andando por una de las aceras de la calle Bond. Ocurrió aquello durante el período en que trabajaba de camarero. Yo me dirigía al establecimiento en que estaba colocado, para hacer mi turno. Caminaba echando de cuando en cuando un vistazo a los escaparates de las tiendas, preciosas en su mayoría. Como rezan algunos anuncios en la Prensa: «Lo que los hombres elegantes usan en la actualidad.» Habitualmente, junto a la leyenda, hay un retrato del hombre elegante en cuestión. ¡Válgame Dios! El tipo parece algunas veces una cosa mala. Los anuncios de este tipo suelen nacerme reír mucho.

Recuerdo que uno de los establecimientos en que me fijé aquel día era de pinturas. En el escaparate había tres cuadros, artísticamente colocados. Una larga tira de terciopelo, de color indefinido, caía con cuidados repliegues sobre la esquina de un dorado marco. Muy afectado todo, a mi juicio. Bueno, a mí es que el arte no me llama la atención. Una vez, por curiosidad, entré en la National Gallery. ¿Qué vi, exactamente? Lienzos de muchos colores, con escenas de batallas en el fondo de rocosas cañadas, o bien descarnadas figuras de santos admirables, con sus cuerpos atravesados por innumerables flechas. Estuve plantado, asimismo, delante de grandes damas que sonreían forzadamente, materialmente sumergidas entre sedas, terciopelos y encajes. Decidí entonces que el arte no se había hecho para mí. Pero lo que yo contemplé en aquellos momentos era algo distinto. Concretaré que había tres cuadros en el escaparate. Uno de ellos eran un paisaje: un bonito trozo de campiña; el segundo era el retrato de una mujer vestida con tantos ropajes que apenas se advertía su condición de tal... Me imagino que aquello era lo que se daba en llamar art nouveau. Todavía no sé a qué atenerme. El tercer cuadro era... el mío. No contenía muchas cosas. No sé si lograré explicarme. Era... ¿Cómo podría describirlo? Se hallaba caracterizado por una gran simplicidad. Se veía un gran espacio en el lienzo y unos círculos progresivamente amplios, con el mismo centro. Todos eran de diferentes colores, unos colores difíciles de imaginar. Y aquí y allí había manchas que no parecían significar nada en particular. Pero, no sé por qué, ¡algo representaban! No se me da bien la descripción. Todo lo que puedo decir es que sentía unos deseos imperiosos de contemplar y contemplar aquel cuadro. Vamos, que no me cansaba de verlo. Me quedé inmóvil. Me estaba pasando algo muy extraño. Aquellos zapatos de fantasía en la tienda de al lado... Me hubiera gustado comprármelos. Confesaré que soy cuidadoso con mi indumentaria. Me gusta vestir bien; me agrada causar buena impresión en la gente. Pero nunca se me había ocurrido comprarme unos zapatos en la calle Bond. Sé que en ella los precios andan por las nubes. Quince libras unos zapatos. Por ahí van aquéllos. Los dependientes alegan que son de artesanía. Alguna razón tienen que dar para justificarse... Dinero tirado. Un gasto excesivo e inútil. Los zapatos eran preciosos, sí, pero, ¡caro capricho! Afortunadamente, todavía tenía la cabeza en su sitio. Pero aquel cuadro... En fin: ¿qué podía costar? ¿Estaba pensando acaso en comprármelo: «Estás loco», me dije. Los cuadros no me habían dislocado nunca; precisamente. Cierto. Pero yo ansiaba poseer aquél. Quería que fuese mío. Aspiraba a colgarlo en cualquiera de las paredes de mi cuarto, para sentarme frente a él y pasarme las horas muertas contemplándolo al tiempo que me decía que era mío. ¡Yo comprando cuadros! La idea no podía ser más disparatada. Eché un vistazo al cuadro. Mis ansias no tenían una explicación lógica. De otro lado yo no disponía del dinero necesario. Bueno, por aquellos días alguno tenía, a decir verdad. Me había ido bien con los caballos. El cuadro en cuestión sería caro, pensé. ¿Veinte libras? ¿Veinticinco? ¿Qué daño podía hacer preguntándolo? La gente de la tienda no iba a comerme, seguramente. Penetré en el establecimiento, notándome más bien agresivo y a la defensiva. Reinaba un gran silencio en el interior del local, muy amplio. Los muros tenían unos tonos que resultaban suaves a la vista. Adosado a uno de ellos había un sofá, en el que el visitante podía acomodarse para contemplar a su gusto los cuadros. Me atendió un hombre cuya figura me recordó la del caballero perfectamente vestido que vemos en las revistas ilustradas. Me habló en voz baja, como para «hacer

juego» con todo lo demás, con cuanto teníamos a nuestro alrededor. Cosa curiosa: no adoptó una actitud de individuo superior, como suelen hacer los dependientes de las tiendas de la calle Bond. Me escuchó con profunda atención, sacó el cuadro que a mí me habla interesado del escaparate y lo colgó en un muro. Me puse a pensar que en aquel tipo de comercio imperaban unas mismas normas que en los que tocaban otros artículos. Allí podía dársele al dependiente el caso de enfrentarse con un sujeto vestido con raídas prendas que resultaba luego ser un millonario deseoso de incrementar su colección privada. Como también podía situarse ante un individuo corriente, un poco llamativo, tirando por lo bajo... En un caso como en otro, lo que le interesaba al comerciante era vender, y, para esta tarea, quien me atendió se hallaba magníficamente preparado, por sus muchos años de práctica, quizá. -Un lienzo muy logrado, señor -comentó el dependiente. -¿Cuánto? -pregunté en seguida, frotando muy de prisa la yema del dedo índice con la del pulgar de la mano derecha. Su respuesta me cortó la respiración. Veinticinco mil, señor. Yo me las arreglo perfectamente bien cuando quiero poner un rostro inexpresivo. Nadie sería capaz de descubrir lo que pienso en tales ocasiones. Bueno, eso es lo que yo me figuro... El dependiente pronunció un nombre que parecía extranjero por las trazas. Supongo que se trata del correspondiente al artista. Vivía en una casita de campo desde donde enviaba sus lienzos. En la aldea que había elegido por residencia nadie tenía la más leve idea acerca de su verdadera personalidad. -Mucho dinero es ése, pero supongo que vale la pena adquirir un cuadro así -declaré, suspirando. ¡Veinticinco mil libras! ¡Y qué ganas de reír me daban! -Desde luego, señor -me contestó el dependiente. El cuadro tornó a ocupar su sitio en el escaparate. El hombre me miró, sonriente. -Tiene usted buen gusto -comentó. Comprendí en el acto que en determinado terreno los dos habíamos llegado a comprendernos. Saludé, saliendo inmediatamente a una de las aceras de la calle Bond. CAPÍTULO TRES No sé mucho acerca del oficio de escribir... Bueno, estoy pensando cómo lo haría un profesional. El detalle del cuadro, por ejemplo. La verdad es que no tiene nada que ver con nada. Me explicaré: nada salió de él, a nada condujo y, sin embargo, tengo la impresión de que es importante, de que encaja en alguna parte. Fue una de las cosas que me sucedieron, que significaron algo. De la misma manera que el «Campo del Gitano» representaba algo para mí. Igual que Santonix me decía, también, algo... No me he referido a él con mucha extensión, desde luego. Se trata de un arquitecto. Por supuesto, ya os habréis dado cuenta de ello. Los arquitectos figuran entre las personas con las que tengo muy poco que ver, si bien conozco determinadas facetas del negocio de la construcción. Trabé relación con Santonix en el curso de uno de mis desplazamientos. Trabajaba entonces como chofer, llevando a la gente rica de acá para allá, a ver sitios. Viajé por el extranjero. Fui un par de veces a Alemania (conozco algo el alemán), y otras tantas a Francia (soy

capaz de hacerme entender en francés)... En una ocasión me planté en Portugal. Mis viajeros eran casi siempre personas de edad, con tanto dinero como poca salud. En este plan es fácil llegar a pensar que en esta vida el dinero no lo es todo. Se aprende eso ante repentinos ataques de corazón; provisiones de frasquitos de todas clases con píldoras de todos los colores, que su propietario ha de ingerir a muchas horas del día; dilaciones sin cuento en comedores y los cuartos de servicio de los hoteles. La mayor parte de los ricos que he conocido eran unos pobres desgraciados. Y entre otros aspectos tenían sus preocupaciones, y no pequeñas, los impuestos: y las inversiones. Iban locos. Había que oírles hablar entre ellos o con sus amigos. Preocupaciones y más preocupaciones... Yo creo que eran éstas las que se los llevaban al otro mundo. Y no hablemos de su existencia sentimental. Ellos no tenían términos medios, generalmente. O se casaban con mujeres rubias, de largas piernas, verdaderos tipazos, jóvenes, en busca siempre de la compañía de los amigos del marido, o iban de un lado para otro arrastrando una quejumbrosa anciana, fea como el infierno, acaparadora y de espíritu dictatorial. Esto es lo que pasa casi siempre, señores. Yo prefiero seguir siendo quien soy. Michael Rogers. Me gusta contemplar el mundo como lo que es, como un espectáculo, y cuando se tercia actuar en él, junto a una chica de buen ver... No hacía, no podía hacer lo que me daba la gana, pero yo sabía acomodarme a las circunstancias. La vida resultaba divertida y yo estaba contento de que fuera así. Claro que ahora que lo pienso bien, me figuro que en otra situación más o menos semejante yo también me habría sentido feliz. Quiero decir que tan buena disposición hacia la existencia proviene de la juventud misma. Cuando ésta empieza a perderse, la diversión se desvanece. Detrás de aquello, me imagino, se hallaba la otra cosa: quería dar con algo, con alguien... Bueno, seguiré con lo que estaba contando: Había entre mis clientes uno a quien llevaba yo a la Riviera. Se estaba haciendo una casa por allí el hombre. Quería ver por sí mismo cómo avanzaba la construcción. El arquitecto era Santonix. No sé realmente cuál es la nacionalidad de Santonix. Primeramente me figuré que era inglés, aunque me extraña mucho su apellido, que no había oído pronunciar nunca antes. No creo que fuera inglés, sin embargo. Sería escandinavo, seguramente. Era un hombre enfermo. Me di cuenta de ello inmediatamente. Era joven, muy rubio, muy delgado, con una cara que llamaba la atención. Parecía estar mirándole a uno de soslayo siempre. No era un rostro simétrico el suyo. Trataba a sus clientes como le venía en gana. Cualquiera hubiera pensado en que por el hecho de ser ellos quienes pagaban se prestaba a aguantar toda clase de impertinencias y a llevar la voz cantante. Pues bien, no era así. El importuno resultaba ser siempre Santonix, una persona que, además, se mostraba en todo momento seguro de sí mismo, hasta cuando su parroquia no lo estaba. Este particular conocido de quien estoy hablando ahora, nada más ver cómo marchaban las cosas en la obra se encolerizó. Capté retazos de conversaciones aquí y allá, en mi calidad de chofer y servidor un poco para todo, momentáneamente. El señor Constantinne era de las personas que se hallaban expuestas en cualquier instante a sufrir un ataque cardíaco o una angustia. - No ha procedido usted como le indiqué -dijo casi a gritos-. Ha gastado demasiado mi dinero. Demasiado, sí. Esto no es lo que convinimos. La casa va a costarme más dinero de lo que yo me figuré al principio.

-Tiene usted mucha razón, señor -respondió Santonix-. Tenga en cuenta, no obstante, que el dinero se ha hecho para eso, para gastarlo. -¡Pues no! ¡Nada de gastos extra! Es necesario que se mantenga usted dentro de las cantidades previstas para la obra. ¿Me ha entendido? -Así no tendrá nunca la casa que usted desea poseer -manifestó el arquitecto-. Yo sé muy bien lo que quiere. La casa que yo levante será aquella con que ha soñado usted. Estoy absolutamente seguro de eso. Y usted también lo está... No me hable de sus ridiculas economías de pobre hombre de la clase media. Usted desea tener una vivienda con calidad y yo voy a dársela. Así es como podrá presumir ante sus amigos; todos le envidiarán. Yo no hago proyectos vulgares. En estas cuestiones hay algo que me interesa más que el dinero. Su casa, señor mío, será diferente de cuantas ha visto por ahí. -Va a ser terrible, terrible... -¡Oh, no! Nada de eso. A usted lo que le ocurre es que no sabe lo que quiere. No acierta a definir su propia idea. Lo sabe, pero no precisa. Es más, no puede verla claramente. Yo, en cambio, sí. Esto es lo mío, de esto entiendo yo... Sé en todo momento qué es lo que ansia la gente, qué es lo que necesita. Usted se inclina por la calidad. No se preocupe, hombre, que Santonix va a dársela. Santonix se expresaba siempre en estos o parecidos términos. Yo, a su lado, escuchaba atentamente sus palabras. Ya estaba descubriendo, sin que nadie me hubiera dado la menor explicación, que la casa que el arquitecto levantaba entre árboles, con una espléndida vista al mar, no iba a ser la vivienda clásica en aquellos parajes. La mitad de la construcción, para empezar, se hurtaba al panorama marítimo. Miraba más bien hacia tierra adentro, en dirección a cierto perfil montañoso. Entre los picachos rocosos se descubría un dilatado trozo de firmamento. El planteamiento de la vivienda era raro, poco corriente y suscitaba un enorme interés. Santonix y yo hablábamos a veces cuando sus quehaceres le dejaban algunos minutos libres. -Yo no trabajo para todo el mundo -me explicaba un día-. Normalmente, elijo mis clientes... -¿Quiere usted decir que se inclina por la gente rica? -Mis clientes, a veces, son ricos. Tengo otros, en cambio, que carecen de dinero por completo. Pero es que a mí el dinero no me preocupa lo más mínimo. Lo ideal es que la parroquia disponga de fondos en abundancia porque las casas que construyo suelen costar mucho dinero. El edificio en sí no lo es todo. Hay que pensar en el emplazamiento. He aquí el detalle importante. Piense, por ejemplo, en un rubí o en una esmeralda. Una piedra preciosa es sólo eso: una piedra preciosa. Ella sola no nos lleva a ninguna parte. No significa nada. Carece de significación hasta el momento de ser engastada en una joya. ¡Ah! Ésta ha de ser bella forzosamente. Así ya vale la pena trabajar. Tomo mi trozo de paisaje y lo estudio. Y luego planto en él mi casa de turno, perfectamente encajada, realzando la belleza que creó la mano de la madre Naturaleza -Santonix me miró fijamente-. ¿Me ha comprendido? -inquirió, echándose a reír. -Supongo que no... que no le he comprendido -respondí, hablando lentamente y meditando las palabras-. Sin embargo... en cierto modo, yo creo que... Santonix me obsequió con una mirada que evidenciaba su curiosidad. Volvimos por la Riviera algún tiempo después. La casa estaba entonces casi terminada ya. No la describiré porque no conseguiría hacerlo correctamente, por mucho que me esmerase. Diré únicamente que era algo muy especial y,

esencialmente bella. Lo aprecié al primer golpe de vista. Tratábase de una vivienda de la cual yo me habría sentido orgulloso ante mis amigos, ante mí mismo, ante la persona con quien hubiese pensado compartirla. De repente, otro día, Santonix me disparó a quemarropa estas palabras:: -Yo podría construir su casa, amigo mío. Sé muy bien cómo ha de ser la que a usted le hace ilusión. Denegué con un movimiento de cabeza enérgico. -¿Cómo es posible?' ¡Si no lo sé yo mismo! -Lo admito. Sin embargo, yo conozco detalles de ella en que usted no habrá reparado todavía quizá. -Seguidamente, Santonix agregó-: Es una lástima que no disponga usted de dinero. -Lo peor es que no lo tendré nunca -comenté. -Nunca se sabe... -repuso Santonix-. Por el hecho de haber nacido pobre uno no puede asegurar que va a serlo toda la vida. El dinero es caprichoso. Muchas veces acude allí donde se precisa de él. -Me falta inteligencia para conseguir el que yo necesito. -Lo que pasa es que no es usted suficientemente ambicioso. La ambición no se ha despertado en usted todavía. Pero se halla, quizás, en su naturaleza, aunque en estado latente. -Pues si algún día se despierta del todo y hago algún dinero iré en su busca para decirle solamente: «Constrúyame una casa.» Santonix suspiró. -No puedo esperar mucho, amigo mío. No. La espera no se ha hecho para mí. Un edificio, dos más... De ahí no voy a pasar. Y uno no quiere morir joven... A veces hay que... Bueno, supongo que da lo mismo. -Haré lo posible por que mi ambición se despierte pronto. -No -dijo Santonix-. Usted es un hombre Heno de salud, que lo está pasando bien. No altere su forma de vivir. -No lo conseguiría, aunque lo intentara. Pensé que esto era cierto entonces. Me gustaba mi forma de vivir, me divertía y no andaba mal de salud. Yo iba al volante de coches en los que viajaban personas que habían ganado mucho dinero, que trabajaban arduamente... y que de esto último sacaban úlceras y trombosis coronarias. Yo no quería que el trabajo acaparase mi existencia. Me sentía capaz de desempeñar cualquier tarea, pero en eso quedaba la cosa. Y no me gobernaba la ambición. Bueno, ni siquiera me creía ambicioso. Santonix sí que lo era, supongo. Para aprender a proyectar casas, para construirlas, para solucionar los problemas que esos cometidos entrañaban, había tenido que realizar una serie de terrible esfuerzos. Empezando porque no había sido jamás un hombre fuerte. Yo me decía a veces que moriría antes de tiempo por haberse dejado llevar de su ambición precisamente. Yo no quería trabajar. Así de simple era la cosa. No confiaba en lo que pudiera darme el trabajo; éste me disgustaba. Pensaba que constituía el peor de los inventos de la raza humana. Santonix se convertiría en el tema de mis reflexiones muy a menudo. Me intrigaba su personalidad. Me intrigaba Santonix más que ninguna de las personas por mí conocidas. ¿Por qué se acordará uno obstinadamente de ciertas cosas, olvidándose, en cambio, de otras merecedoras, tal vez, de la misma atención? La memoria, por lo visto, elige libremente en innumerables ocasiones. Yo pensaba frecuentemente, sí, en Santonix, v también en la casa que él podía construir para mí. Recordaba, asimismo, el cuadro de la calle Bond, mi visita al edificio medio en ruinas, «Las Torres», y la leyenda del «Campo del Gitano». ¡Tales eran los temas

corrientes de mis meditaciones! De cuando en cuando trababa relación con chicas. Todas se me antojaban iguales, más o menos. Mis clientes parecían haber sido cortados por el mismo patrón. Más aburridos no podían ser. Siempre paraban en los mismos hoteles y se sentaban a las mesas de los restaurantes para hacerse servir comidas en el transcurso de las cuales se hacía patente la falta de imaginación de quienes las pagaban. Seguía experimentando la sensación indefinible de siempre. Esperaba algo... Esperaba que me ofrecieran algo excepcional fuera de lo normal; esperaba que me sucediese algo extraordinario. No sé cómo describir esto. Supongo que aguardaba con ansiedad la entrada de una chica en mi vida, la mujer que mejor podía acomodarse a mi modo de ser... No pensaba, desde luego, en el tipo de mujer que me habría buscado mi madre, o tío Joshua, o cualquiera de mis amigos. No sabía ni media palabra entonces acerca del amor. Yo era puro instinto en este terreno. Los jóvenes de mi generación parecían pensar igual que yo. Hablábamos demasiado del amor, creo, escuchábamos toda clase de consideraciones acerca de él y hasta lo tomábamos excesivamente en serio. Ninguno de nosotros sabía qué pasaría cuando se presentara... Al enfrentarnos con las chicas todos nos fijábamos exclusivamente en su físico. Admirábamos sus piernas, la bien plantada figura y nos preocupaba, sobre todo lo demás, la impresión que producíamos. Todo se reducía a respondernos a esta pregunta: « ¿Hay algo que hacer o no?», bastante desvergonzada, por cierto. O bien: « ¿Estaré perdiendo el tiempo?» Y cuanto más se movía uno, cuantas más chicas conocía, tanto más fanfarrones nos volvíamos. Nos juzgábamos unos muchachos excepcionales. Y lo peor es que estábamos convencidos de serlo. No tenía ni idea yo de que hubiese otras cosas aparte de lo que he dicho. Supongo que eso le pasa a todo el mundo... ¿Se presentará el amor inesperadamente? Llegaba uno a decirse, por ejemplo: « ¿Esta chica puede ser para mí..., es ésta la muchacha que va a ser mía?» No opinaba yo de esa manera, desde luego. Y por mi cabeza no había cruzado la idea de que todo fuese repentino, de que yo llegaba a decir, de pronto: «Soy de esta chica. Soy suyo. Le pertenezco totalmente, para siempre.» Pues no. Nunca pensé en semejantes términos. Recuerdo ahora una frase de un viejo comediante, que no sé si pertenecía a la obra que representaba o constituía una broma personal, una «morcilla» de su invención: «Estuve enamorado una vez y puedo afirmar que si en alguna ocasión me noto de nuevo presa del amor emigraré rápidamente de este país.» Por ahí andaba yo... Si yo hubiese estado enterado, si hubiera podido entrever lo que significaba aquel paso decisivo habría emigrado también. De haber querido proceder juiciosamente, claro está. CAPÍTULO CUATRO No había olvidado mi plan inicial de asistir a la subasta. Tenían que transcurrir tres semanas para eso. Hice un par de viajes más al continente. Primero visité Francia y luego Alemania. Fue en Hamburgo donde se produjo la crisis. De momento, me disgustaba la pareja que yo llevaba en el coche. Me disgustaba terriblemente. Los componentes de la misma venían a representar aquello hacia lo cual sentía yo más aversión. Eran rudos, desconsiderados, intratables. Supongo que fueron ellos los que me imposibilitaron para seguir un instante más en aquel servil trabajo. Anduve con cautela, ¿estamos? Pensé que no podría soportarlo un

día más, pero me abstuve de comunicárselo. No era prudente indisponerse con los regentes de la firma en que me hallaba colocado. Así, pues, telefoneé a su hotel, comunicando que me encontraba enfermo y que había telegrafiado a Londres en el mismo sentido. Declaré que había la posibilidad de que me tuvieran en observación los médicos durante días y que lo mejor era que enviaran otro chofer, para ocupar mi puesto. A mis jefes no les importaba tanto mi persona, de modo que no se meterían en más averiguaciones. Y cuando carecieran de noticias mías se figurarían que la fiebre me impedía ponerles unas líneas. Más adelante me presentaría en Londres, refiriéndoles con todo lujo de detalles el cuento de mi supuesta enfermedad. No sabía si llegarían a verme de nuevo, en verdad. Estaba harto de aquella colocación. Esta rebeldía fue un importante hito en mi existencia. Por ella y por otras causas complementarias, hice acto de presencia en las salas en que había de celebrarse la subasta dentro de la fecha precisa. «A menos que la finca sea vendida mediante una operación realizada en privado» había sido escrito en el anuncio que yo conocía, a través de él. Todo continuaba igual, sin embargo. No había pasado nada. Me sentía tan excitado que apenas me daba cuenta de lo que hacía. Como ya he indicado, nunca había presenciado una subasta pública. Hasta el instante de celebrarse estuve convencido de que el acto resultaría emocionante. Me equivoqué radicalmente. Jamás he asistido a una función más apagada. Todo se desarrolló en una atmósfera bastante lúgubre y, además, en la habitación no se hallaban más de seis o siete personas. El subastador no me recordaba en nada a los individuos que yo había visto actuar en menesteres similares en los mercadillos, hombres, generalmente, de chillonas voces, simpáticos, sonrientes, dispuestos en todo momento a gastar una broma al que se les pusiera por delante. Aquél, en tono monótono, ensalzó la propiedad que se subastaba, aludiendo a su extensión y a otros detalles técnicos, invitando luego al auditorio a pujar. Alguien ofreció 5.000 libras. El subastador sonrió entristecido, como las personas que acababan de oír un chiste que no les ha caído en gracia. Formuló unas cuantas observaciones y hubo algunas ofertas más. Casi todos los que me rodeaban eran hombres del campo. Descubrí entre ellos un granjero, un maestro de obras, quizás, un par de abogados, creo, un tipo londinense, bien vestido, de ademanes muy desenvueltos... No sé si este último llegó a pujar. Puede que sí. En tal caso no debió elevar mucho la voz; tal vez se valiera del gesto. El caso es que la subasta llegó a su final. El subastador anunció con voz melancólica que no se había llegado al tipo prefijado, dando por terminada su actuación. -¡Qué aburrido ha resultado esto! -exclamé, dirigiéndome a mi vecino de asiento, un campesino indudablemente. -Pues como siempre -me contestó el hombre-. ¿Ha visto usted muchas subastas? -Ésta es la primera a que asisto. -Simple curiosidad, ¿en? Ya me di cuenta de que no ha intervenido. -No. Por ese lado no había nada que hacer. Quería ver, sencillamente, cómo se desarrollaba esto. -Pues así es siempre. Lo que se pretende es descubrir a los verdaderos interesados, ¿sabe? Miré a mi interlocutor, perplejo. -Sólo son tres, diría yo -manifestó aquél-. Tenemos a Whetherby, de Helminster. Un constructor de obras, ¿comprende? Y luego están Dakham Coombe, representantes de una firma de Liverpool, tengo entendido.

Por fin, he ahí a ese desconocido, de Londres, probablemente... Un abogado, quizá. Puede ser que haya alguna persona más, pero yo creo que ésos son los principales licitadores. El precio ofrecido ha sido bajo. Es lo que todo el mundo comenta. -¿Una consecuencia de la reputación del lugar? -pregunté. -¡Ah! Ha oído usted hablar del «Campo del Gitano», ¿eh? La gente de la región habla y no acaba... El Concejo Rural hubiera debido arreglar esa carretera hace años: es una auténtica trampa mortal. -Pero el dichoso lugar goza de muy mala reputación, ¿verdad? -¡Bah! Supersticiones. Pues como le iba diciendo... La operación auténtica de venta se desarrolla entre bastidores, ¿comprende? Los interesados presentan sus respectivas ofertas. Es posible que se lleven la finca esos dos individuos de Liverpool. No creo que Whetherby se atreva a elevar mucho el precio. Siempre le ha gustado comprar barato. Hoy día salen al mercado muchas propiedades en las que todo está por hacer. En fin de cuentas, no hay tanta gente que se halle en condiciones de adquirir la finca, tirar la casa medio en ruinas que hay en ella y levantar otra nueva. ¿Tengo o no tengo razón? -Sí. El dinero necesario para esas cosas no está ahí, al alcance de la mano de cualquiera -declaré. -Hay muchos impuestos que pagar y es dificilísimo encontrar mano de obra en la comarca. A la gente no le importa hay día pagar miles de libras por un piso de lujo en la ciudad, en la decimosexta planta de cualquier moderno edificio. En cambio, ve en las casas de campo algo difícil de gobernar, por lo cual las mismas constituyen un peso muerto en el mercado. -Siempre cabe el recurso de levantar una casa moderna, completamente al día -argumenté-. Una buena dotación de máquinas domésticas evita los trabajos más desagradables del ama de casa actual. -Resulta un capricho muy raro. Además, a la gente no le agrada vivir tan aislada, en un sitio tan solitario como ése. -Hay personas que no piensan así. Mi interlocutor se echó a reír, separándose de mí. Eché a andar absorto en mis pensamientos, sin saber qué decidir. Sin darme cuenta, fui a parar a la carretera que corría entre dos filas de árboles, subiendo hasta la curva que conducía hasta los brézales. Y así me planté en aquel punto del camino en que vi por vez primera a Ellie. Como va indiqué, se hallaba de pie junto a un alto abeto. No sé si sabré explicarlo... Daba la impresión de no haber estado allí unos segundos atrás. Parecía haberse materializado, haber tomado consistencia y forma corpórea allí. Era como si se hubiese desprendido del árbol. Lucía un vestido verde oscuro, de fina lana, y sus cabellos tenían el color de una hoja en el otoño. Sí. Había algo etéreo, espiritual, en su persona. La vi y me quedé inmóvil. Ella me miraba. Tenía los labios levemente despegados. Parecía hallarse ligeramente sobresaltada. Supongo que así debió de verme ella a mí también. Quise decir algo y no se me ocurrió nada. Finalmente logré gesticular unas palabras. -Lo siento. No... no quise asustarla. Creí que no había nadie por aquí. Su voz me resultó muy suave y agradable. Recordaba parcialmente la de una niña. -¡Oh, no se preocupe! También yo me imaginé eso -la muchacha miró a su alrededor, agregando-: este... es un sitio muy solitario. Me pareció que se estremecía. Soplaba un viento más bien frío aquella tarde. Tal vez no fuera aquello efecto del viento. No sé. Me acerqué a ella un poco más.

-Todo esto da un poco de miedo, ¿no? -pregunté-. Es impresionante esa casa medio arruinada. -«Las Torres» -declaró ella pensativamente-. Tal vez su nombre... ¿Cómo puede ser? Ahí no se ve ninguna torre. -Se trata de un nombre simplemente. A veces los dueños de las fincas se complacen en darles fantásticas denominaciones para darles más importancia de la que en realidad tienen. La muchacha sonrió. -Ésa será la explicación, sin duda. Tal vez usted esté enterado, ¿eh? Yo no estoy segura... ¿Es verdad que la finca se halla a la venta, que ha sido sacada hoy en pública subasta? -Sí. Precisamente vengo del sitio en que se ha celebrado. -¡Oh! -la joven pareció sobresaltarse de nuevo-. ¿Se hallaba... se hallaba usted interesado en su adquisición? -¿Para qué iba a pensar yo en adquirir una casa en ruinas emplazada en el centro de unas cuantas hectáreas de terreno cubiertas de árboles? No tengo yo potencia económica para eso. -¿Se vendió por fin la propiedad? -No. Por el hecho de no haber llegado nadie al tipo fijado antes de la subasta. -Ya. Me dio la impresión de que se sentía aliviada. -Supongo que tampoco usted estará interesada en comprar -aventuré -¡Oh, no! ¡Claro que no! Estas palabras fueron pronunciadas con innegable nerviosismo. Vacilé. Por último opté por decir a la chica cuanto estaba pensando. No he sido sincero si quiere que le diga la verdad. No voy a comprar la finca, por supuesto, ya que carezco del dinero necesario, pero me interesa... Me gustaría adquirirla. Ríase de mí si le place, pero es lo cierto... -¿No la ve usted demasiado vieja y en ruinas para...? -¡Oh, si claro! -exclamé-. Tal como está me desagrada. Yo derrumbaría la casa. El edificio es feísimo. Los que lo habitaron en otro tiempo no debieron de sentirse muy a gusto en él. Sería una vivienda muy triste. Pero el emplazamiento no tiene nada de feo ni de triste. Por el contrario, se me antoja muy hermoso, muy bello. Mire usted hacia allí... Acérquese por aquí, pase por entre esos dos árboles. ¿Se da cuenta de la vista tan bonita que se disfruta desde este sitio? Pueden admirarse todos los brézales del contorno y los airosos promontorios... Fíjese, fíjese. Lo cogí del brazo, conduciéndola a otro lado. Puede que nos estuviéramos conduciendo de una manera poco o nada convencional, pero ella no lo advirtió. -Como apreciará, la ladera va en busca del mar. Observe las blancas y sobresalientes masas rocosas. Hay una aldea entre nosotros y todo eso, pero no podemos verla a causa de los abultados escalones de la pendiente. Si vuelve usted la cabeza hacia otro lado se encontrará con el valle colmado de altos árboles. Existe la posibilidad de talar algunos y de aclarar el terreno situado alrededor de la casa... ¿Se imagina ya la clase de vivienda que se podría levantar aquí? No hay que pensar en el solar levantado por la vieja. Habría que desplazarse un centenar de metros hacia la derecha. Sí. Hay elementos más que suficientes para levantar aquí una soberbia edificación. Y el proyecto sería elaborado por un arquitecto que es un auténtico genio. -¿Está usted relacionado con hombres de gran prestigio dentro de la profesión? La chica ahora parecía dudar de mí. -Conozco, sí, a un arquitecto verdaderamente genial.

Empecé a hablarle entonces de Santonix. Nos sentamos sobre el tronco de un árbol caído charlando sin cesar. En efecto, estuve hablando con aquella esbelta chica del bosque, a quien veía por vez primera. Y la verdad es que me fui acalorando, poniendo el alma en mis palabras. La puse al corriente de mis sueños… -Es algo que no sucederá nunca. Ya lo sé -dije-. Es algo imposible, soy consciente de ello. No obstante, haga un esfuerzo y piense, lo que yo... Despejaríamos toda esa zona que ahora sombrean los árboles plantando en su lugar muchas cosas, rododendros y azaleas... ¡qué se yo! Después, haría aquí acto de presencia mi amigo Santonix. He de decirle que tose mucho. Me figuro que la tuberculosis va a ser su muerte... Bueno, haría un esfuerzo. No se moriría sin llevar a cabo su propósito. Tiene facultades para construir la más maravillosa de las casas. Usted no tiene idea de lo que suele hacer... Levanta viviendas para gentes muy ricas. ¡Ah! Pero sus clientes han de saber lo que quieren..., cuando no se lo dice él mismo. Nada de convencionalismos, eh? Santonix sabe lo que hay que hacer para transformar un sueño en realidad. Es un verdadero mago. -También a mí me gustaría poseer una casa como la que usted me ha sugerido -confesó Ellie-. Ha conseguido que la vea, que la palpe casi... Desde luego, éste es un sitio maravilloso, donde la vida ha de resultar muy grata. Es lo que no pocas personas han soñado. Aquí se puede vivir de una manera muy independiente, sin molestas vecindades. Aquí no hay trabas, no hay personas importunas que estén metiendo las narices a cada paso en los asuntos personales de una, viendo si lo que haces es conveniente o no, impidiéndole a una hacer su santa voluntad. ¡Oh! Estoy harta de llevar la vida que llevo. Hay siempre demasiada gente a mi alrededor. He llegado hasta a aborrecer cuanto me rodea habitualmente. Así empezó todo. Así trabamos relaciones Ellie y yo. Yo, con mis sueños, y ella con el ansia de revolverse contra su vida. Al cabo de un rato, los dos guardamos silencio, mirándonos. -¿Cómo se llama usted? -me preguntó la chica. -Mike Rogers. -Me apresuré a corregir-: Michael Rogers. ¿Y su nombre cuál es, señorita? -Fenella. -La muchacha hizo una pausa, declarando a continuación-: Fenella Goodman. Se sentía turbada. Nuestras últimas palabras no nos llevaron más lejos. Pero seguíamos mirándonos. Los dos ansiábamos que se repitiera aquel momento más tarde... De momento, sin embargo, ninguno de nosotros sabía cómo iba a producirse nuestro próximo encuentro. CAPÍTULO CINCO Bueno. Así es cómo empezó la cosa entre Ellie y yo. No marchó todo demasiado de prisa, supongo, porque los dos teníamos nuestros respectivos secretos. Los dos estábamos al tanto de detalles de nuestras vidas que pretendíamos reservarnos, deteniéndonos a uno y otro lado de la carretera que creamos. No estaba planteada la situación para preguntarnos abiertamente: « ¿Cuándo volveremos a vernos?» « ¿Dónde podemos encontrarnos?»... En el momento en que se pregunta a una persona lo que sea hay que estar preparado para contestar a cualquier cuestión por el estilo de la formulada. Es natural.

Fenella hizo un gesto muy especial al darme a conocer su nombre. Pensé por un momento que me engañaba, que aquél no era el suyo, el real. Hasta que dije que acababa de inventárselo, quizá. Yo le di el mío, el auténtico, sin tapujos. No sabíamos cómo iniciar la despedida aquel día. Nos condujimos con bastante torpeza. Hacía frío ya allí, francamente, y los dos deseábamos alejarnos de «Las Torres». Y luego... ¿qué? Muy desasosegado, dije tanteando el terreno: -¿Está usted hospedada por aquí? Me contestó que paraba por los alrededores de Chadwell, un mercado que no quedaba muy lejos de allí. Yo sabía que había por aquel sitio un hotel bastante grande. Con idénticas vacilaciones que yo, la muchacha me preguntó a su vez: -¿Vive usted aquí? -No, no. He venido a pasar el día... Se produjo otro silencio. La chica se estremeció. Soplaba un viento muy frío. -Será mejor que echemos a andar -propuse-. Así conservaremos mejor el calor. ¿Tiene usted... coche? ¿Viaja acaso en autobús o en tren? -Ella me contestó que había dejado su coche en la aldea. -Pero no se preocupe por mí, que no me pasa nada. Parecía estar muy nerviosa. Pensé que tal vez intentaba desembarazarse de mí, pero que no sabía cómo hacerlo. -Daremos un paseo hasta el pueblo, si le parece bien. Su mirada, entonces, fue de agradecimiento. Echamos a andar lentamente por la serpenteante carretera, de automóvil. En cierto punto del trayecto surgió de pronto frente a nosotros una figura que acababa de apartarse rápidamente de un árbol. La cosa fue tan inesperada que Ellie se asustó, lanzando una exclamación. Era la vieja con quien estuviera hablando yo el otro día, enfrente de su casucha: la señora Lee. Llamaba ahora la atención más que nunca, con sus marañas de mechones negros sobre la frente, agitados por el viento, y la capa rojiza que pendía de sus hombros. La postura dominante que había adoptado la hacía aparecer más alta de lo que era en realidad. -¿Y qué habéis estado haciendo por allí, queridos? -inquirió sin más-. ¿Qué es lo que os ha hecho visitar el «Campo del Gitano»? -¡Oh! -exclamó Ellie-. Quizá no debimos entrar allí... -Es posible. Ésa fue tierra de gitanos, a quienes los expulsaron de ella. Nada bueno os traerá vagar por esos parajes... Ellie no formuló ninguna objeción. No tenía carácter para reaccionar así. La muchacha contestó cortésmente: -No sabe lo que lo siento, señora. Tengo entendido que la finca fue sacada en pública subasta hoy. -Y aquel que la compre atraerá sobre su persona la mala suerte -afirmó la vieja-. Créeme, querida: la desgracia se cebará en su nuevo propietario. Pesa una maldición sobre esa tierra, desde hace mucho tiempo, desde hace años. Aléjate del lugar. Procura no tener nada que ver jamás con el «Campo del Gitano». Lo contrario atraería sobre ti el peligro y la muerte. Cruza el mar y no regreses allí. No podrás decir que no te lo he advertido. Débilmente resentida, Ellie contestó: -No hicimos ningún daño a nadie. -Vamos, señora Lee -medié-. No asuste usted a esta chica. Me volví hacia Ellie, en tono explicatorio.

-La señora Lee vive en la aldea. Tiene su casa aquí, sí. Dice la buenaventura a la gente, descubre su futuro. ¿No es eso, señora Lee? -inquirí en tono algo festivo ahora. -Tengo ese don -manifestó la anciana, simplemente, irguiendo la cabeza-. Tengo ese don. Se me dio al nacer. Todos los de mi raza lo poseemos. Voy a decirle la buenaventura, jovencita. Écheme un poco de plata en la mano y le descubriré el porvenir. -Me parece que no me atrae la idea de saber qué es lo que me va a pasar en la vida. -Nada más imprudente. Necesitas saber algo acerca de lo que te reserva el futuro. Sabrás así cómo evitar ciertos peligros; sabrás lo que podría ocurrirte si no tienes cuidado. Vamos, niña. Llevas dinero encima. Mucho dinero. Sé algunas cosas que a ti te interesa conocer. El afán por conocer el porvenir es casi común en las mujeres. Yo lo sabía por las chicas que había conocido hasta entonces. Siempre que visitaba con alguna cualquier parque de atracciones teníamos que ir a parar, invariablemente, a las casetas efe los adivinadores del porvenir. Ellie abrió su bolso y colocó dos medias coronas en la arrugada mano de la anciana. -¡Ay, guapa! ¿Ves? Esto está muy bien. Vas a oír lo que la vieja Lee tiene que decirte. Ellie se despojó de su guante, mostrando su pequeña y delicada mano a la mujer. Ésta examinó cuidadosamente su palma, musitando, como si hablara consigo misma: -¿Qué veo? ¿Qué veo yo aquí? De pronto, bruscamente, soltó la mano de Ellie. -Yo me iría de aquí inmediatamente, si me encontrara en tu lugar. Vete... ¡No vuelvas más por aquí! Es todo cuanto tengo que decirte. La verdad. La he visto en la palma de tu mano. Olvídate del «Campo del Gitano», olvídate hasta de haberlo visto, hija mía. La terrible maldición no pesa precisamente sobre la casa medio en ruinas sino sobre su tierra. -¡Qué manía la suya! -exclamé ásperamente-. Sepa usted que la chica nada tiene que ver con esa tierra. Ha venido a este lugar con el propósito de pasar el día... La vieja no me hizo caso. -Te estoy previniendo, querida. Puede que seas muy feliz en esta vida, pero has de esforzarte por evitar el peligro. No te acerques para nada a una tierra que entraña para ti un riesgo, sobre la que pesa una maldición. Refúgiate entre los tuyos, entre quienes te aman, entre los que cuidan de ti. Ponte a salvo. Recuerda mis palabras. De otro modo... de otro modo... -la anciana se estremeció-. No quiero volver a contemplar lo que he descubierto en la palma de tu mano... De repente, con un gesto muy vivo, colocó las dos medias coronas en la mano de Ellie, musitando unas palabras que entendimos a medias. -Es cruel... Es muy cruel lo que va a pasar... Dando la vuelta, se alejó de nosotros rápidamente. -¡Qué mujer! -exclamó Ellie-. Ha conseguido asustarme. -No le haga caso -repuse, enfadado-. Anda mal de la cabeza seguramente. Pretendía sacarle de sus casillas, no sé con qué fin. Aquí todo el mundo piensa como ella acerca del «Campo del Gitano». -¿Ha sido escenario de algunos accidentes? ¿Ha habido alguna desgracia ahí? -Los accidentes, ahí, constituyen una cosa natural, casi. ¿Se ha fijado en lo pronunciado de la curva, en lo estrecha que, además, resulta la carretera? A las

autoridades del lugar hubieran debido meterlas en la cárcel, por no haber adoptado las medidas necesarias de carácter preventivo. Siempre habrá accidentes por aquí. El camino ni siquiera está bien señalizado. -Sí sólo se trata de accidentes... ¿No habrán sucedido otras cosas más extrañas? -Mire... La gente tiene buena memoria para los desastres. Las calamidades no se olvidan fácilmente. Y éstas abundan. Una con otra habrán dado lugar a la leyenda, quizá. -¿Es ésa una de las razones por las que se dice que la propiedad va a ser cedida a un precio muy bajo? -Probablemente. Yo me figuro, sin embargo, que la finca no irá a parar a manos de la gente de la localidad. Alguien la comprará con el propósito de sacar el máximo provecho de ella. Oiga, está usted temblando... Apretemos el paso -sin transición, inquirí-: ¿Prefiere que me separe de usted ahora, antes de emprender el regreso a la aldea? -No. Desde luego que no. ¿Por qué habría de preferir yo eso? Decidí arriesgarme. -Mañana -dije-, iré a Chadwell... Me imagino... supongo... Bueno, no sé si usted seguirá allí. Quiero decir: ¿podríamos vernos de nuevo? Volví la cabeza hacia el lado opuesto. Creo que me había ruborizado. Pero si no me aventuraba entonces, ¿cómo hubiera podido seguir tratándola? -¡Oh, sí! -repuso Ellie-. Yo no emprenderé la vuelta a Londres hasta la noche. -Entonces, quizá... ¿Querría usted?... Supongo que le parecerá un tanto atrevido, pero... -No, no hay nada de eso. -¿Qué le parece entonces si nos viéramos para tomar el té en ese establecimiento que se llama «El Perro Azul», creo? Es un sitio muy agradable. Además... -no acertaba a concretar mis ideas. Sabía lo que quería decir a la chica, pero no encontraba las palabras adecuadas- No entran solamente hombres allí, ¿sabe? -señalé ansiosamente. Ellie sonrió. -Seguro que también será de mi agrado el local que usted dice. Desde luego, iremos allí. Las cuatro y media... ¿Le parece ésa una hora buena? -La estaré esperando en «El Perro Azul». Estoy muy contento, muy contento... No acertaba a explicar a Ellie la causa de mi satisfacción. Llegamos así a la última de las curvas de la carretera, donde se hallaban las primeras casas. -Adiós, entonces -dije-. Hasta mañana. Y... y no piense en lo que esa vieja bruja le indicó. Me figuro que le agrada asustar a la gente. No debe de andar muy bien de la cabeza, la pobre. -¿Encuentra usted ese lugar algo imponente? -me preguntó Ellie. -¿Se refiere al «Campo del Gitano»? Pues, sinceramente, no... Contesté, ciertamente, algo a la ligera. Sin embargo, creo que el sitio no tenía nada de amedrentador. Pensé lo que había pensado ya antes: que se trataba de un lugar maravilloso, ideal para el emplazamiento de una hermosa casa. Bien. Tal fue mi primer encuentro con Ellie. A] día siguiente, me presenté en Chadwell, metiéndome en «El Perro Azul», donde me dediqué a esperarla. Acudió a la cita. Tomamos el té juntos y charlamos, hablamos poco de nosotros mismos, de nuestras respectivas vidas. El tema de nuestra conversación se centró en nuestras ideas, en la manera de reaccionar ante determinadas situaciones. Finalmente, Ellie

consultó su reloj de pulsera, anunciándome que tenía que marcharse, que el tren que había de tomar para volver a Londres salía a las cinco y media... -Yo creí que tenía usted su coche aquí -manifesté. Me contestó, ligeramente embarazada, que no, que no había llegado allí en automóvil el día anterior. No me dijo en cuál había ido. Hubo otra pausa molesta en nuestro diálogo. Levanté una mano para atraer la atención de la camarera y pagué la cuenta. Luego, sin más rodeos, le pregunté a Ellie: -¿Podré... podré verla una vez más? La muchacha no me miró a los ojos. Fijó la vista obstinadamente en la mesa, contestándome: -Todavía estaré en Londres un par de semanas más. -¿Dónde se hospeda allí? ¿Cómo podremos vernos? Concertamos una cita en Regent's Park para tres días más tarde. Hacía un tiempo maravilloso. Lo pasamos estupendamente. Comimos al aire libre, en la terraza de un restaurante. Después, nos trasladamos al jardín de la Reina Mary, donde nos acomodamos en dos amplios sillones, sin dejar de hablar un momento. Le expliqué que había recibido alguna instrucción, de carácter elemental más que nada. Le hablé de las colocaciones que había tenido, de algunas de ellas, añadiendo que nunca me había sentido verdaderamente apegado a nada, que era un espíritu inquieto más bien. Cosa rara: Ellie prestó un interés a mi juicio exagerado a todo cuanto le conté. -¡Qué diferente! -exclamó-. ¡Qué maravillosamente diferente! -Diferente... ¿de qué? -Pues de lo mío. -¿Es usted una muchacha rica? -inquirí en tono de broma-. ¿Una pobre muchacha rica? -En efecto: en todos los aspectos soy una pobre muchacha rica. Me habló en retazos de su mundo de personas acaudaladas, de su ambiente, saturado de asfixiantes comodidades, y de mucho fastidio. No había podido elegir nunca sus amistades, no había podido hacer jamás lo que le apetecía. Habíase visto constantemente entre gentes que parecían disfrutar de la existencia cuando a ella le aburría soberanamente todo. Su madre había muerto siendo ella una criatura de pañales. El padre había vuelto a contraer matrimonio. Varios años después fallecía también, me explicó Ellie. Deduje de sus palabras que no sentía mucho aprecio por su madrastra. Vivía casi siempre en América, pero viajaba con frecuencia por el extranjero. Escuchándola, pensé que resultaba casi increíble que en nuestra época hubiese muchachas como ella, que se resignasen a llevar una vida como la que llevaba, de aislamiento, de separación de los demás. Cierto que había participado en reuniones v diversiones de diverso carácter... Ahora bien, por su forma de hablar daba la impresión de haber transcurrido cincuenta años desde su última salida. Parecía no haber gozado nunca de la menor expansión legítima, auténtica; parecía no haber disfrutado jamás. Su vida se asemejaba tanto a la mía como un huevo a una castaña. Todo en ella se me figuraba absurdo, hasta ridículo. -¡No ha tenido usted nunca amigas de verdad? -pregunté, incrédulo-. Y de sus amigos... ¿qué me dice? -Siempre me los han escogido los demás -respondió Ellie con amargura-. Generalmente, son mortalmente aburridos. -Pero... vivir así es como vivir en una prisión -señalé. -Desde luego, como en una prisión me siento. -Hábleme de sus amigas.

-Puedo hablarle de una sobre todo, de Greta. -¿Quién es Greta? -Llegó a casa primeramente como una chica au pair... (Locución francesa. Servir sin sueldo, a cambio de la comida y el alojamiento) Bueno, no fue eso exactamente. Mire... Al principio tuvimos una muchacha francesa que vivió con nosotros por espacio de un año. Así aprendí el francés. La sustituyó Greta, procedente de Alemania, que me enseñó su idioma. Ésta era diferente... Todo cambió realmente con la aparición de Greta. -La quiere usted mucho, ¿no? -Me ha ayudado siempre -explicó Ellie-. Siempre ha estado de mi parte. Ella es quien toma las medidas necesarias para que yo pueda hacer ciertas cosas; para que viaje de cuando en cuando. Por ejemplo: no hubiera podido visitar el «Campo del Gitano» y los parajes circundantes de no haber sido por ella. Greta se ocupa de buscarme compañía y de cuidarme en Londres mientras mi madrastra visita París. Yo escribo dos o tres cartas, y si me marcho a alguna parte ella se encarga de echarlas al correo cada tres o cuatro días, con objeto de que los sobres lleguen a su destino con el matasellos de una estafeta londinense. -¿Y qué es lo que la impulsó a querer conocer el «Campo del Gitano»? Ellie no me contestó en seguida. -Greta y yo nos pusimos de acuerdo una vez más. ¡Ah! Greta es maravillosa. A ella siempre se le ocurren ideas nuevas, ¿sabe? Siempre me está sugiriendo esto y lo otro... -¿Cómo es su amiga? -inquirí, curioso. -¡Oh! Greta es muy bella. Es alta, rubia... Sabe hacerlo todo. -Creo que esa joven, de conocerla personalmente, no me resultaría simpática. Ellie se echó a reír. -Está usted equivocado. Seguro que le agradaría. Es muy inteligente, además. -Las chicas muy inteligentes me disgustan -repuse- Y no me agradan las mujeres altas y rubias. A mí me caen bien las muchachas menudas, cuyos cabellos tienen el tono de las hojas de los árboles en otoño. -Creo que Greta le hace sentirse celoso -opinó Ellie. -Es posible. Usted la quiere mucho, por lo que veo, ¿eh? -Pues sí que ¡a quiero. Ella ha quitado rutina a mi vida. -¿Y fue ella quien le sugirió que visitase la aldea? Había poco que ver allí... Encuentro esto muy extraño. -Se traía de un secreto nuestro -confesó Ellie, algo nerviosa. -¿Entre usted y Greta? Dígamelo. Ellie movió la cabeza, denegando. -Dejaría de serlo, entonces. -¿Está enterada Greta de nuestro encuentro de hoy? -Está enterada de que me hallaba citada con alguien, eso es todo. Ella no formula preguntas. Sabe que soy feliz. Tras aquella entrevista, pasé una semana sin ver a Ellie. Su madrastra había regresado de París. También se presentó en la ciudad un hombre a quien llamaba tío Frank. Me explicó con toda naturalidad que iba a celebrar su cumpleaños y que con tal motivo se celebraría una espléndida reunión en su honor en Londres. -No puedo ni debo escaparme -me dijo-. La semana que viene, por lo menos. Ahora, tras eso... Tras eso todo será muy diferente. -¿Por qué?

-Entonces podré hacer cuando se me pase por la cabeza. -¿Con la ayuda de Greta, como de costumbre? -le pregunté, irónico. Ellie solía reírse, por mi forma de hablar cada vez que me refería a Greta. -¡Qué tontería sentir celos por ella! Tiene que conocerla. Le parecerá muy simpática. -Me caen mal las mujeres muy mandonas -objeté. -¿Por qué la juzga usted mandona? -Por la forma en que usted habla de ella. Siempre anda ocupada por lo visto, preparándole una cosa u otra. -Es una criatura muy eficiente -alegó Ellie-. Todo lo hace bien. He aquí la causa de que mi madre confíe tanto en ella. Le pregunté cómo era tío Frank. Ellie me contestó: -La verdad es que no lo conozco muy bien. Estuvo casado con la hermana de mi padre, de manera que no se trata de un pariente directo. Tengo entendido que ha sido siempre un hombre muy inquieto y que se ha visto en apuros en una o dos ocasiones. Ya sabe usted lo que pasa a menudo: la gente habla, murmura, sugiere cosas raras acerca de sus semejantes. -¿No es una persona aceptable en el plano social? ¿Es lo que se dice «un mal elemento»? -Malo, lo que se dice malo, no creo. Pasó por ciertos apuros de tipo financiero, me parece. Tuvo que valerse de abogados y de amigos influyentes para salir con bien de aquéllos. Ha tenido que gastar algún dinero en tales ocasiones. -Sí. Tío Frank viene a ser la oveja negra de la familia, ¿no es eso? Espero llevarme mejor con él que con ese dechado de virtudes que es Greta a su juicio. -Sabe hacerse muy agradable tío Frank cuando él quiere. Es un compañero ideal. -Sin embargo, a usted no le es simpático del todo -pregunté descarado. -Pues... yo creo que sí. Verá... Resulta que a veces... ¡Oh! No acierto a explicarlo. Casi nunca sé a qué atenerme con respecto a él. Me cuesta trabajo descubrir qué piensa frecuentemente, qué planea... -¿Es uno de esos tipos cargados de proyectos que todos- conocemos? -Ya le he dicho que no sé verdaderamente cómo catalogarlo. Ellie no me sugirió precisamente la conveniencia de que yo entrara en contacto con algunos de sus familiares. Me preguntaba en ocasiones si debía decirle algo acerca de mi persona. Ignoraba qué pensaba exactamente la muchacha sobre aquella cuestión. Decidí hacerle la pregunta, sin más rodeos. -Ellie: me gustaría conocer a sus parientes. ¿Prefiere acaso que no tenga ninguna relación con ellos? -Prefiero esto último, sí. -Bueno, ya sé que no soy... -¡No, no! ¡No vaya a pensar un disparate! Es que... me imagino que armarían un verdadero alboroto con tal motivo y yo no soporto ciertas escenas. -¿Qué quiere que le diga? Encuentro esta situación un poco rara. Es como si yo me moviera constantemente entre las sombras. -He llegado a una edad prudente... Tengo derecho a elegir mis amigos. Estoy a punto de cumplir veintiún años. Cuando los tenga pondré bien en claro eso, de modo que nadie pueda formular la menor objeción a los pasos que dé en tal sentido. Pero ahora... Ya se lo he dicho, todos harían de esto una montaña y acabarían llevándome a cualquier sitio, donde no pudiéramos vernos más. Hay que... ¡Oh!, sigamos como hasta ahora, Michael. -Por mi parte, conforme, si es eso lo que usted desea -respondí-. Es que... bueno, no quería aparecer como una amistad clandestina.

-Ni hablar. Simplemente: tengo un amigo con el que me agrada charlar, con el que cambio impresiones. Veo en él una persona en quien puedo confiar -manifestó Ellie, sonriendo de pronto-. Usted no puede imaginarse la experiencia tan maravillosa que para mí supone esto. Cada vez nos sentíamos más afines. Nuestras entrevistas eran progresivamente más frecuentes. Desde algún tiempo, nos tuteábamos ya... Fue Ellie quien dijo un día: -Supongamos que nos quedamos el «Campo del Gitano» y que construimos una casa allí... Yo le había hablado mucho de Santonix y de los edificios que construía. Intenté hacerle ver las viviendas que hacía detallando sus opiniones acerca de ciertas cuestiones. Me parece que no lo lograba porque las descripciones no se me dan muy bien. Ellie, indudablemente, se había imaginado ya la casa..., nuestra casa. No decíamos «nuestra casa», desde luego, pero sabíamos ya que era de los dos. Más adelante, me pasé toda una semana sin ver a Ellie. Yo había echado mano a mis ahorros (que no eran muchos), adquiriendo con ellos un anillo en el que figuraba un menudo y verde trébol, elaborado con una piedra irlandesa. Se lo había entregado como presente de cumpleaños. A Ellie le gustó mucho. Parecía estar muy contenta. -Es muy bello -comentó. No solía llevar muchas alhajas, pero las que usaba eran a base de diamantes y esmeraldas auténticos. No obstante, mostraba una gran preferencia por mi sortija. -Es el regalo de cumpleaños que me ha agradado más -me confesó. Recibí luego una nota de ella que había sido redactada a toda prisa. Iba a trasladarse en seguida al sur de Francia con su familia... «Pero no te preocupes -me decía aquélla-. Estaremos de vuelta dentro de dos o tres semanas, camino de América esta vez. Sin embargo, volveremos a vernos. Quiero hablar contigo de algo muy especial.». Sin ver a Ellie, sabiendo que se había trasladado a Francia, me sentía nervioso. Recibí información relativa al «Campo del Gitano». Al parecer, había sido vendido mediante una gestión privada. Pero no se decía nada acerca del comprador. Fue citada una firma de abogados de Londres... Intenté saber más acerca de aquello. Mis esfuerzos fueron en balde. La firma en cuestión contaba con algunos tipos astutos. Naturalmente, no me dirigí a sus rectores. Abordé a uno de los empleados y conseguí una vaga información. La tierra había sido adquirida por un individuo de mucho dinero, que sólo pensaba esperar a que se edificara por los alrededores; en este momento la propiedad subiría vertiginosamente de precio. Es muy difícil barajar a esta clase de entidades. Dentro de los muros de sus domicilios sociales todo es secreto de Estado o poco menos. Todos trabajan en nombre de otra persona cuyo nombre es imposible mencionar. ¡Menudos pájaros! Mi nerviosismo era cada vez mayor. Dejé de pensar en aquel asunto y decidí ir a ver a mi madre. No había hablado con ella desde hacía largo tiempo. CAPÍTULO SEIS Mi madre llevaba viviendo en la misma calle unos veinte años. Había en ésta dos filas de grises fachadas, de corte tradicional, carentes por completo de belleza e

interés. La entrada había sido cuidadosamente pintada de blanco y tenía el aire de siempre. Era la que llevaba el número 46. Oprimí el botón del timbre. Abrió la puerta mi madre, quien se quedó plantada en el umbral mirándome. También su aspecto era el de costumbre: alta, de angulosas facciones, cabellos grisáceos partidos por el centro, boca grande, ojos eternamente recelosos... Lo que yo quería siempre sorprender en ella era una nota concreta de suavidad, de blandura, que sólo revelaba en los momentos de descuido. La descubrí, por fin. Ella siempre había deseado que yo fuese diferente de lo que era en realidad. En nuestras relaciones, por ello, llegábamos, inevitablemente, al punto muerto. -¡Ah! Eres tú. -Sí, mamá; soy yo. Se echó a un lado para dejarme pasar y yo avancé en dirección al cuarto de estar, deslizándome a continuación hasta la cocina. Ella me siguió sin apartar la vista de mí. -Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que estuviste aquí -me dijo-. ¿Qué has estado haciendo últimamente? -¿Qué quieres que te diga? -repliqué, encogiéndome de hombros-. Esto, lo otro y lo de más allá... -¡Ah! Como de costumbre, ¿eh? -Como de costumbre, sí. -¡Cuántas colocaciones has tenido desde la última vez que nos vimos? Reflexioné unos instantes. -Cinco. -¡Cuánto me gustaría que te hicieras un hombre! -Soy un adulto, mamá. He escogido la forma de vivir que más me gusta. ¿Cómo te ha ido a ti por aquí? -También como siempre. -¿Te aguantas fuerte? -No puedo malgastar el tiempo poniéndome enferma. -Muy bruscamente, añadió-: ¿A qué has venido? -¿Tiene que haber algún motivo concreto para que yo venga a verte? -Te lo pregunto por lo que ha sucedido otras veces. -Yo no sé por qué razón tienes que desaprobar tan obstinadamente mi particular manera de enfocar la vida. -Tu particular manera de enfocar la vida, ¿ha c*; llevarte exclusivamente a conducir coches de lujo por todo el continente? -¿Por qué no? -Ni siquiera en este trabajo vas a sobresalir. Y menos si te dedicas a arrojar tu tarea por la borda, junto con tus viajeros, en cualquiera de esas infernales ciudades, notificando a tus jefes que te encuentras enfermo. -¿Cómo te has enterado de eso? -Me telefonearon de la casa. Querían saber allí si yo conocía tus señas. -¿Qué deseaban? -Volverte a colocar, supongo. No me explico por qué. -Pues porque soy un buen conductor y caigo bien a los clientes de la casa. Bueno, ¿tengo yo la culpa cuando me pongo enfermo? -No lo sé -dijo mi madre, tozudamente como nunca. Opinaba, bien claro lo veía, que yo no podía haber arreglado aquello. -¿Por qué no pasaste a esa gente el correspondiente informe al regresar a Inglaterra? -Porque llevaba otras cosas entre manos, mamá. Ella enarcó las cejas. -¿Se te ha ocurrido alguna nueva idea? Otro de tus descabellados proyectos, supongo. ¿En qué has estado trabajado recientemente?

-Me coloqué en una gasolinera; después trabajé como mecánico en un garaje; más adelante fui empleado temporero en un almacén y seguidamente lavaplatos en un club nocturno de dudosa fama. -Vas cuesta abajo, por lo que veo -comentó mi madre con una especie de lúgubre satisfacción. -¡Ni hablar de eso! Todo forma parte de un plan: ¡mi plan! Ella suspiró. -¿Qué quieres tomar, té o café? Tengo de las dos cosas. Me decidí por el café. Al correr de los años había ido dando de lado al té. Nos sentamos con nuestras tazas delante. Mi madre sacó un pastel de confección casera y cortó un par de rebanadas. -Te veo... no sé... diferente. Eres distinto al de otras veces -me dijo súbitamente. -¿Eh? -No sé explicártelo, pero lo cierto es que hay algo distinto en ti. ¿Qué ha pasado? -No ha pasado nada. ¿Qué ha de pasar, mamá? -Te noto como excitado. -Es que me propongo asaltar un Banco. La broma le hizo poca gracia. O ninguna. Se limitó a contestarme: -No. No temo eso en ti. -¿Por qué? En la realidad es un procedimiento bastante rápido para hacerse rico. -Tiene mucho trabajo, hijo. Requeriría un planteamiento detenido, bien meditado. Se necesita más cerebro del que tú tienes. Además, el asunto ofrece escasa seguridad. -Tú crees, mamá, que lo sabes todo acerca de mi. -No. A mí me parece, precisamente, que no sé una palabra sobre ti. Nosotros no nos asemejamos en nada, somos completamente distintos. Ahora mismo creo que llevas algo entre manos. ¿De qué se trata, Micky? ¿Alguna chica? -¿Cómo es que se te ha ocurrido esa idea? -Siempre he pensado que algún día tenía que ser. -¿Algún día? He acompañado a muchas chicas. -Ésta a que me refiero es otra cosa. Amigas habrás tenido muchas, pero nunca te has dirigido a ellas en plan serio. -¿Y ahora te imaginas que sí? -¿Hay alguna muchacha por en medio, Micky? Rehuí la mirada de mi madre, respondiendo: -En cierto modo. -.¿Qué clase de chica es? -La que a mí me va mejor. -¿Vas a traerla aquí, para que la conozca? -No. -Conque ésas tenemos, ¿eh? -Verás, mamá. No quisiera herir con ello tus sentimientos, pero... -No te preocupes por ello. Tú no quieres hacerla venir aquí por si acaso me disgusta, por si te digo «no». ¿Me equivoco? -Yo continuaría pensando lo mismo si tú la desaprobaras para mí. -Probablemente. Pero mi juicio te afectaría, influiría en ti. Todo lo que yo pienso o digo acaba por afectarte. Ha habido cosas en tu vida que yo supe ver con anticipación. Yo soy la única persona del mundo que puede llegar a quebrantar esa confianza absoluta que tienes en ti mismo. ¿Tanto deja que desear esa muchacha que ha atraído tu atención?

-¿Qué dices, mamá? -me eché a reír-. Te bastaría con verla para advertir que te has equivocado completamente. -¿Qué quieres hoy de mí? Porque supongo que tú querrás algo. -Necesito algún dinero -confesé. -No vas a sacarme ninguno esta vez. ¿Para qué lo quieres? ¿Para gastártelo con ella? -No. Deseo comprarme un traje de calidad. Vamos a casarnos. -¿Que te vas a casar con ella? -Sí ella no se opone, claro está. Aquello la conmovió. -Podías habérmelo dicho antes. Habrás elegido mal, supongo. He aquí el momento que yo siempre he estado temiendo, el de la elección equivocada de esposa. -¿Por qué he de haber incurrido en una equivocación? ¡Diablos! -grité. Me sentía muy irritado y salí de la casa dando un portazo. CAPÍTULO SIETE Al llegar a casa me encontré con que habían dejado allí un telegrama. Procedía de Antibes. «Nos veremos mañana a las cuatro y media, en el sitio de costumbre», rezaba aquél. Ellie era una mujer diferente. Lo noté en el acto. Nos vimos en el Regent's Park. Los dos nos portamos de una manera extraña al principio. Nos mostramos algo torpes, encogidos. Yo quería decirle ciertas cosas y no sabía cómo empezar. Me imagino que todos los hombres pasamos por las mismas dificultades cuando nos decidimos a solicitar en matrimonio a una chica. No sé... La veía rara. Pensé en la posibilidad de que estuviera rebuscando en su mente para dar con la fórmula más amable y tajante de decirme que no. De otro lado, rechazaba obstinadamente tal idea. Estaba convencido de que Ellie me amaba. Pero notaba en la muchacha unos gestos y unos modales más independientes, una confianza en sus propias decisiones que yo no podía atribuir, simplemente, al hecho de que contara un año más. Un cumpleaños más en la vida de una mujer, no es motivo que justifique un cambio radical. Había estado con la familia en el sur de Francia, v me habló del viaje. Seguidamente, en tono tímido, añadió: -Vi... vi aquella casa de que me hablaste. La que construyó ese arquitecto amigo tuvo. -¿Te refieres a Santonix? -Sí. Estuvimos comiendo allí un día. -¿Y cómo fue eso? ¿Es que conoce tu madrastra al hombre que habita en ella? -¿Dimitri Constantine? Pues... no, no es que lo conozca, exactamente. Le conoció y... bueno, fue Greta quien lo arregló todo. -Otra vez Greta por en medio -repuse en tono que denotaba mi exasperación. -Ya te he dicho que Greta es una persona muy eficiente que sabe solucionar todos los problemas de la vida cotidiana. -Ya, ya. En consecuencia, ella dispuso lo necesario para que tú v tu madrastra... -Y tío Frank -añadió Ellie. -Toda una reunión familiar. En la cual supongo que no faltaría Greta. -No. Greta no vino porque... -Ellie vaciló-. Cora, mi madrastra, no suele tratarla en ese plano.

-No es de la familia, ¿verdad? Viene a ser algo así como una pariente pobre... Se trata, en realidad, de una chica au pair. A la interesada le debe doler eso, en determinadas ocasiones. -No es una chica au pair tampoco. Me acompaña... -Es una señorita de compañía, vamos. Podríamos llamarla también cicerone, ama, institutriz... No sé si habrá por ahí más palabras semejantes... -¡Oh! Cállate. Quiero hablarte de mi experiencia. Ahora comprendo todo cuanto me has dicho acerca de tu amigo Santonix. La casa en cuestión es maravillosa. Es... es diferente a cuantas llevo vistas. Estoy segura de que si algún día levanta una casa para nosotros conseguirá hacer algo extraordinario. Ellie había pronunciado aquellas dos palabras inconscientemente: «para nosotros». Había ido a la Riviera, haciendo lo posible para que Greta le facilitase el acceso a la vivienda que describiera yo. Pretendía ver más claramente la casa que nosotros, dentro del mundo de nuestros sueños, habíamos encargado a Santonix. -Me alegro mucho de que compartas mi opinión, Ellie -contesté. Hubo una pausa. -¿Qué has estado haciendo últimamente? -me preguntó luego. -Lo de siempre... ¡Ah! Fui a las carreras de caballos y aposté por una montura no favorita. Resultado: ganó y las apuestas se pagaron treinta a uno. Había invertido hasta el último penique que llevaba encima y me salió bien la combinación. ¿Tengo buena suerte o no? -Me alegro mucho de que hayas ganado, Micky -dijo Ellie. Pero no había entusiasmo, ni mucho menos, en sus palabras. Lo que yo acababa de contarle no significaba nada dentro del mundo en que ella se movía. Otra cosa muy distinta era lo que aquel hecho representaba para mí. -Fui a ver a mi madre -declaré. -Nunca me hablas de ella. -¿Por qué he de hacerlo? -¿No la quieres, acaso? Reflexioné un instante. -No lo sé... a veces me inclino a pensar que no. Verás, Ellie... Uno crece y se distancia de sus padres fácilmente. -A mí me parece que sí la quieres. De otro modo, no hablarías de ella con tantas vacilaciones. -Has de saber que le tengo miedo. Me conoce demasiado bien. Conoce la faceta peor de mi carácter, quiero decir. -Alguien tenía que haberla descubierto. -No entiendo. -Es muy sencillo. Suele afirmarse que no hay ningún hombre grande para su ayuda de cámara. Todos debiéramos tener una persona como ésta tan cerca de nosotros, al menos físicamente. ¿Así aprenderíamos? mantenernos a la altura de la buena opinión que la gente tenga de nosotros. -¡Vaya! Veo que tienes ideas, Ellie -respondí tomando una de sus manos entre las mías-. ¿Tú crees saberlo todo acerca de mí? -Me parece que sí, Micky. Pronunció estas palabras muy calmosamente, con toda sencillez. -Poco te he contado de mi vida hasta ahora. -Sí. No has sido nunca muy explícito, es cierto. Te has mostrado reservado, más bien. Pero yo no me refería a eso. Lo que sí afirmo rotundamente es que sé muy bien cómo eres... -¿De veras? Mira, Ellie: me parece una tontería ahora decirte que te amo. Doy la impresión de haberme retrasado, en tal aspecto. ¿Verdad que tú lo sabes desde el principio? ¿Verdad que lo sabes desde hace algún tiempo ya?

-Sí -manifestó Ellie-, ¿Y a que tú sabes también a qué atenerte por lo que a mí atañe? -El problema radica, Ellie, en esto: ¿qué orientación vamos a da- a lo nuestro? No es un problema de fácil solución, querida. Tú ya te has dado cuenta de quién soy yo, sabes algo de lo que he hecho, estás enterada de la clase de vida que he llevado. Fui a ver a mi madre, como te he dicho... Me he plantado en la sombría y respetable calleja en que vive. Es un mundo distinto del tuyo, -Ellie. No sé cómo vamos a conseguir que los dos no choquen. -¿Por qué no me llevas a casa de tu madre? -Podría hacerlo, desde luego, pero prefiero abstenerme de ello. Me imagino que estas palabras han de sonar con bastante dureza en tus oídos. Te parecerán hasta crueles, quizás. Ahora bien, fíjate... Juntos los dos, estamos abocados a una existencia aleo extraña. Nuestra vida en común no podrá ser la que tú has llevado, ni la que yo llevé... Yo me moveré en un medio inédito, dentro del cual chocarán mi pobreza e ignorancia con tu dinero y tu cultura, con tu desenvoltura en sociedad. Mis amigos te encontrarán estirada y orgullosa; ¡os tuyos opinarán que desde el punto de vista social no soy un hombre presentable. En consecuencia, ¿qué crees que podemos hacer? -Te voy a decir con toda exactitud qué es lo que vamos a hacer los dos -manifestó Ellie-. Viviremos en el «Campo del Gitano» en una casa (en un sueño de casa), que levantará para nosotros Santonix. ¿Qué opinas de mi plan? -Ellie añadió-: Pero antes de nada nos casaremos. ¿No habías pensado en esto precisamente? -Sí -contesté-. Siempre y cuando estés tú segura de que no surgirán inconvenientes por parte de quienes te rodean. -No habrá dificultades. Todo será muy simple. Podríamos contraer matrimonio la semana que viene. Soy mayor de edad, ¿sabes? Puedo hacer lo que desee ya. Tienes razón, no obstante, por lo que se refiere a mi familia. Yo no pienso decir nada a mis parientes y tú no debes poner a tu madre en antecedentes de lo que estamos hablando. Cuando todo quede arreglado dará lo mismo que reaccionen bien o mal. -Maravilloso, Ellie. Sencillamente maravilloso. Pero hay algo que tengo que comunicarte, por mucho que me desagrade hacerlo. No podemos vivir en el «Campo del Gitano», Ellie. Imposible levantar nuestra casa allí, ya que la finca fue vendida. -Ya lo sé que fue vendida -replicó Ellie, sonriente-. ¿No lo has comprendido, Micky? Yo soy la persona que la compró. CAPÍTULO OCHO Me senté sobre la hierba, junto al arroyo, entre las flores y un pequeño laberinto de senderos angostos, junto a la escalinata, de toscas piedras. Había muchas personas por los alrededores, pero nosotros no las veíamos, no advertíamos su presencia allí. Éramos una de tantas parejas que charlaban animadamente acerca de su futuro. Ellie y yo nos miramos... Yo no sabía qué decir en aquellos momentos. -Micky: tengo algo que contarte, algo referente a mí. -No es necesario, Ellie. No es necesario que me cuentes nada. -Es preciso, Micky. Hay más: debía haberte referido esto hace mucho tiempo. No lo hice porque... porque temí que acabaras alejándote de mí. Pero ello lo explica todo, de cierta manera... Estoy pensando en el «Campo del Gitano».

-Lo has comprado, sí... ¿Cómo? -Me valí de unos abogados. Esto es corriente. Se trata de una excelente inversión, ¿sabes? Esa tierra tendrá una cotización alta el día de mañana. Las personas a quienes designé para realizar la operación están muy satisfechas. Me produjo una sensación extraña aquello de oír a la tímida y suave Ellie hablar de cosas relacionadas con el mundo de los negocios, aludiendo a sus abogados, a operaciones de compra y venta... -¿Adquiriste la propiedad pensando en nosotros dos? -Sí. Recurrí a un abogado, al que me pareció mejor, no al que tradicionalmente ha venido defendiendo los intereses de nuestra familia. Le dije lo que deseaba... Andaban detrás de la finca dos personas más, pero éstas no iban a elevar demasiado el precio. Lo sabíamos. Le indiqué que lo esencial era que todo quedase arreglado para que yo pudiese firmar la escritura y el contrato de compra en cuanto fuera mayor de edad. Todo se llevó a cabo como yo lo planeara. -Pero, bueno, tendrías que hacer algún depósito, entregar algún dinero a cuenta... ¿Disponías del dinero necesario para eso? -No. Mis fondos eran limitados antes de cumplir la mayoría de edad. Pero, naturalmente, siempre hay gente dispuesta a anticiparle a una el dinero que necesite. Y si recurres de buenas a primeras a una firma de abogados con la que no has operado nunca, lo lógico es que ellos te den toda clase de facilidades con la esperanza de que más adelante seguirás dándole trabajo. Naturalmente, cualquiera estima que así bien vale la pena correr un riesgo. ¿Qué puede pasar? ¿Que una se muera antes del cumpleaños crítico? Es mucha casualidad, Micky. -Sirves para los negocios, Ellie. Me dejas pasmado. Nunca hubiera sospechado esa aptitud en ti. -Déjate de negocios, querido... Volvamos a lo que te estaba diciendo. En cierto modo, ya te lo he dicho todo, pero me parece que no lo has comprendido por completo. -No quiero saber nada, Ellie -repuse, levantando un poco la voz. Casi me puse a gritar-. ¡No me cuentes nada'. No quiero saber qué has hecho, ni si has sentido afecto por tal o cual amigo, ni si te ha pasado esto o lo otro... -¡No se trata de nada de lo que te estás figurando! No me he dado cuenta de que podías derivar la cosa por ahí. No; no es nada de eso, Micky. No ha habido amoríos en mi vida. Sólo ha habido un hombre en ella: tú. Deseaba únicamente hacerte saber esto: soy... soy una mujer rica. -Lo sabía ya. Me lo dijiste tú. -En efecto -replicó Ellie con una débil sonrisa-. Y tu comentario fue éste: «Una pobre muchacha rica.» Pero hay más de lo que he indicado. Mi abuelo era poseedor de una gran fortuna. Traficaba con petróleos. Petróleos, principalmente. Tocaba otras mercancías en sus transacciones. Murieron ya las esposas a las que se vio obligado a pagar subvenciones señaladas por la Ley. No tuvo más heredero que mi padre, ya que sus otros hijos murieron antes de fallecer él: uno en Corea, y el segundo en un accidente de automóvil. Mucho fue el dinero que heredó mi padre, dinero que pasó a mis manos al morir aquél, de repente. Él había hecho algunas previsiones para mi madrastra con anterioridad, así que ella no percibió nada más. Todo el dinero fue para mí. Actualmente, soy una de las mujeres más ricas de América, Micky. -¡Santo Dios! -exclamé-. No lo sabía... Sí, tienes razón. Ignoraba que este asunto estuviese planteado así. No sabía que tu fortuna fuese de tanta envergadura.

-Yo no quería que lo supieras. No quería decírtelo. Por tal motivo, sentí cierta inquietud al revelarte mi nombre. Pronuncié el de Fenella Goodman cuando mi apellido verdadero es Guteman, es decir, G-u-t-e-m-a-n. -Sí. Ahora recuerdo haber leído ese apellido en la prensa, en alguna parte... Me acuerdo de él de un modo muy vago. Claro que vosotros no teníais la exclusiva de aquél tampoco. -Tal es la razón de que me haya visto tan vigilada, tan enclaustrada, casi convertida en una presa. Siempre he tenido detectives a mi alrededor, observando mis pasos. Y han sido no pocos los jóvenes apartados de mi camino por ellos, antes casi de que dispusieran de una ocasión para dirigirme la palabra. Siempre que me relacionaba con alguien, ellos comprobaban las circunstancias personales del interesado, por si no me convenía su amistad. Tú no tienes ni idea de lo terrible que es esa vida. Y ahora que todo ha terminado, y si no te importa... -Desde luego que no me importa que te desquites divirtiéndonos los dos. Mira, Ellie: no creo que seas demasiado rica para mí, la verdad. Los dos nos echamos a reír. -Lo que más me gusta de ti -dijo Ellie-, es la naturalidad con que te conduces en determinadas situaciones. -Además -contesté-, me imagino que por el hecho de tener tanto dinero habrás de pagar toda una serie de impuestos. He aquí una de las ventajas de que disfrutan las personas de mi condición: toda la «pasta» que va a parar a sus bolsillos es suya y nadie puede arrebatársela. -Tendremos nuestra casa -apuntó Ellie-. Nuestra casa del «Campo del Gitano». ¿Habíala visto estremecerse levemente entonces? -No te habrás resfriado, querida... Levanté la vista hacia las alturas. Brillaba en el cielo un sol esplendoroso. -No -me contestó. Hacía calor. Habíamos estado expuestos demasiado tiempo al sol. Era aquél un día de los del sur de Francia. -No, Micky -agregó Ellie—. Es que, de pronto, me he acordado de la mujer del poblado, de la gitana que conocimos... -No pienses en la vieja -respondí-. Estaba medio chiflada. -¿Crees que fue realmente sincera cuando nos habló de la maldición que pesa sobre aquella tierra? -Los gitanos son todos iguales. Ya se sabe... Siempre procuran sacar partido de las maldiciones y otros temas por el estilo. -¿Sabes tú algo acerca de los gitanos? -Ni una palabra, verdaderamente. Mira, Ellie: si no te gusta el «Campo de! Gitano» levantaremos nuestra casa en otra parte. Por ejemplo: en la cumbre de una de las montañas de Gales, en una playa española, en una ladera italiana... Santonix sabrá dar plena satisfacción a nuestros deseos de cualquier lado. -No. Tiene que ser allí. Es allí donde te vi por vez primera, avanzando por la carretera, surgiendo por una curva de pronto. En seguida te detuviste, para mirarme fijamente. Nunca olvidaré aquellos momentos. -Yo tampoco. -Tiene que ser allí, pues. Y tu amigo Santonix se encargará de hacer realidad nuestro sueño. -Dios quiera que esté vivo todavía -declaré, preocupado-. Estaba bastante enfermo el pobre. -Pues claro que vive aún. Fui a verle.

-¿Que fuiste a verle? -Efectivamente. Cuando me encontraba en el sur de Francia. Se había internado en un sanatorio. -A medida que transcurren las horas te encuentro más y más desconcertante, Ellie. Las cosas que llegas a hacer, espontáneamente, dejándote llevar de tu inspiración personal. -A mi juicio es un hombre maravilloso. Sin embargo, me intimida, me asusta. -¿Te asusta Santonix? -Sí. Me asustó. -¿Le hablaste de nosotros dos? -¡Oh, sí! Le hablé de nosotros dos, del «Campo del Gitano» y de la casa en que pensábamos. Me contestó que relacionándome con él tenía que correr algunos riesgos. Se sentía muy enfermo. Me explicó que, no obstante, todavía le quedaban fuerzas para ir a ver el sitio, levantar los planos, hacer los esbozos necesarios... Añadió que no tenía mayor importancia que muriera antes de que el edificio quedase terminado. Yo le repliqué que tenía que seguir viviendo para vernos en él. -¿Qué respondió Santonix a eso? -Me preguntó si era plenamente consciente de lo que hacía, del paso que daba al casarme contigo y yo le contesté que, desde luego, que sí. -¿Qué más? -Quiso saber si tú también te dabas cuenta de lo que ibas a hacer. -Naturalmente que me doy cuenta. -Entonces comentó: «Usted siempre sabrá adonde va, señorita Guteman.» Seguidamente añadió: «Usted siempre se encaminará hacia donde desee, por tratarse de una dirección elegida. En cambio, Micky puede ser que se equivoque... Todavía no está maduro para saber adonde va.» Yo le contesté que a mi lado tendría todo género de seguridades. Era notable la confianza que ella tenía en sí misma. Yo me sentí irritado al conocer la; palabras de Santonix. Aquel hombre era como mi madre. Me daba la impresión de saber acerca de mí más que yo mismo. -Sé perfectamente adonde voy -declaré-. Sigo un camino escogido por mí, un camino que los dos recorreremos juntos. -Se ha iniciado ya el derrumbamiento de los muros de «Las Torres» -me notificó Ellie. Nuestra conversación tomaba ahora un giro hacia lo práctico. -Todo irá muy de prisa cuando los planos estén listos. Tenemos que apresurarnos. Esto es lo que Santonix me dijo. Nos casaremos el martes próximo -dijo Ellie-. Es un bonito día de la semana. -Y nadie estará presente en la ceremonia. -Si exceptuamos a Greta. -¡Que se vaya al diablo Greta! Ella no tiene por qué venir a nuestra boda. Estaremos tú y yo y nadie más. Los testigos que necesitamos los encontraremos en la calle. Pienso, en verdad, al mirar hacia atrás, que aquél fue el día más feliz de mi vida...

LIBRO SEGUNDO CAPITULO NUEVE Así pues, Ellie y yo nos casamos. Da esto la impresión de algo muy precipitado, pero lo cierto es que las cosas sucedieron de tal modo. Decidimos unir nuestras vidas y contrajimos matrimonio, sin más. Fue éste un episodio de la historia que protagonizamos y no el fin de una novela romántica o de un cuento de hadas. «Y se casaron y vivieron felices el resto de sus vidas.» En fin de cuentas, no es posible extraer un drama tremendo de la circunstancia de vivir feliz una persona siempre. Nos casamos y fuimos dichosos mientras estuvimos solos. Más tarde, comenzaron a surgir las dificultades habituales v nos fuimos supeditando a los extraños. Todo fue extraordinariamente sencillo. Deseando ser libres a toda costa, Ellie había sabido borrar su rastro inteligentemente hasta aquel instante. La utilísima Greta había dado los pasos necesarios, manteniéndose en servicio de vigilancia continuo. Yo advertí en seguida que no existía nadie que cuidase con más interés que ella de los asuntos de mi esposa, que se centrase exclusivamente en lo que Ellie hacía. Mi mujer tenía una madrastra que se veía desbordada por sus obligaciones de carácter social y sus aventuras amorosas. Si Ellie no quería acompañarla a este o aquel punto del globo, nada le obligaba a proceder en sentido contrario a sus deseos. Mi esposa disponía de todas las ventajas precisas para abordar sus personales proyectos. ¿Por qué no trasladarse a Europa si le apetecía eso? ¿Por qué no había de celebrar su veintiún aniversario en Londres si tal era su gusto? Ahora que había entrado en posesión de su gran fortuna era quien mandaba en la familia. Podía gastar su dinero como se le antojara. Si quería una finca en la Riviera, un castillo en la Costa Brava o un yate, o todas esas cosas a la vez, no tenía más que decirlo. Cualquiera de esos tipos especiales que rodean normalmente a los millonarios se apresuraría a poner en sus manos los objetos ansiados. Vi que Greta era considerada por la familia como una persona admirable. Era competente, capaz de encargarse de la organización de lo que fuera desplegando la máxima eficiencia, subordinada... Caía bien a la madrastra, al tío y a unos cuantos primos más o menos cercanos que se movían en torno a la familia. Ellie tenía a sus órdenes no menos de tres abogados, según deduje de algunos comentarios aislados. Estaba rodeada por una vasta red financiera de apoderados y administradores. Era aquél un mundo que yo entreveía de cuando en cuando, principalmente a base de frases pronunciadas por Ellie en el curso de cualquier conversación. No se le ocurría pensar, naturalmente, que a mí podía agradarme estar al corriente de todo. Habíase educado en aquel medio, llegando a la conclusión de que la gente se hallaba al cabo de la calle con respecto a ciertos asuntos, en todos los aspectos. En la primera época de nuestro matrimonio, nuestros gozos más profundos se basaban precisamente en lo que íbamos descubriendo sobre nuestras vidas. Para exponerlo con toda crudeza (v así procedí yo conmigo, puesto que era la única forma de que me aviniera bien con mi nueva existencia): los pobres no saben en realidad cómo viven los ricos y éstos lo ignoran todo en relación a la vida de los pobres. Y descubrir ciertos detalles, insospechados muchas veces, resulta realmente encantador. En cierta ocasión dije, preocupado: -Oye, Ellie: tengo el presentimiento de que con nuestro casamiento vamos i dar lugar a una escaramuza terrible dentro de tu familia. Ellie consideró la cosa sin mucho interés.

-Pues sí -contestó después-. Es probable que haya algún alboroto -seguidamente, añadió-: Espero que no hagas mucho caso... -No te preocupes... ¿Por qué había de molestarme la actitud de los tuyos? ¿Crees que te importunarán? -Es inevitable, pero, ¿por qué he de escucharles? Lo esencial es que no pueden tomar ninguna medida contra mí. -¿Pero se meterán contigo? -Sí, claro. Lo intentarán, por lo menos. Tampoco a ti te dejarán en paz. -¿A mí? -No te excites -dijo Ellie, sonriendo-. Es igual. Es que tú no estás en antecedentes de lo que ocurrió con Minnie Thompson. -¿Minnie Thompson? ¿Estás hablando de la joven a quien ellos llaman siempre «la heredera del petróleo»? -En efecto. Se fugó con un muchacho que formaba parte del equipo de salvamento de bañistas en una playa de moda. Y más adelante se casó con él. -Oye, oye, Ellie -manifesté, algo nervioso-; yo he sido bañero de Little-hampton... -¿De veras? ¡Qué divertido! ¿Era un empleo fijo el tuyo? -Estuve un solo verano. -No te preocupes, Micky. -¿Qué pasó con Minnie Thompson? -Hubo que dar salida a doscientos mil dólares, me parece. El hombre no consintió que le dieran uno menos. Pero es que Minnie andaba siempre tras de los pantalones y no tenía ni dos dedos de frente. -Me has dejado sin aliento, Ellie -confesé-. No solamente me he hecho de una esposa, sino que además me he procurado algo que puede ser cambiado por dinero contante y sonante. -Es verdad -replicó Ellie-. Ponte en contacto con un abogado hábil y de pocos escrúpulos y dile que estás dispuesto a montar una operación de envergadura. Seguidamente, él arregla la cuestión del divorcio y el importe de subvención correspondiente. Mi madrastra se ha casado cuatro veces, por lo cual posee una experiencia notable en estas lides... ¡Oh, Micky! No me gusta verte así, tan... tan impresionado. Lo más curioso es que yo estaba, en efecto, impresionado. Yo sentía un pedante disgusto por la corrupción de los miembros de la moderna sociedad en sus estratos más elevados. Por las circunstancias en que había ido creciendo Ellie, me quedaba atónito al observar lo bien que se movía entre los asuntos mundanos. Y, sin embargo, sabia que no me equivocaba en el concepto fundamental que de ella tenía. Pensaba en su sencillez, en su carácter afectuoso, en su espontánea dulzura... Esto no implicaba necesariamente que hubiera de ignorar determinados detalles. De lo que no sabía nada era de mi mundo, el mundo de los que van de un lado para otro en busca de trabajo, el de las pandillas de jugadores profesionales en las carreras de caballos, el de las bandas de contrabandistas de drogas, el de les ásperos peligros, el de los tipos desaprensivos, dispuestos siempre a lo que fuera, que yo conocía tan bien por haber vivido siempre entre ellos. No sabía lo que era crecer decente y respetable, pero eternamente escasos de dinero, al lado de una madre que llegaba a los máximos extremos en nombre de la respetabilidad, decidida a que su hijo siguiera en la vida un camino derecho. Ignoraba el valor exacto de cada penique ahorrado y la amargura que producía ver cómo el despreocupado hijo rechazaba las oportunidades que se le ofrecían o regalaba aquellos difíciles peniques en forma de generosa propina...

Ellie disfrutaba escuchando cosas sobre mi vida, tanto como yo cuando me hablaba de la suya. Los dos nos estábamos aventurando por sendos países extranjeros, por así decirlo. Mirando hacia atrás advierto cuan maravillosa y feliz era aquella existencia, la que llevé al lado de Ellie por entonces, en la primera época de nuestro matrimonio. No dimos a aquellos días toda la importancia que realmente tenían porque los aceptamos con la naturalidad con que a veces se aceptan los dones más apreciables de la vida. Nos casamos en la oficina de registro de Plymouth. El apellido Guteman no es raro... Nadie se enteró de que la heredera de una gran fortuna, que llevaba aquél, se encontraba en Inglaterra. En diversos periódicos se había aludido a ella, suponiéndosela en un rincón de Italia, descansando o viajando en el yate de algún amigo. Nos casamos, como he dicho, en la oficina del registro de la población mencionada, sirviéndonos de testigos un empleado y una mecanógrafa. Escuchamos una conferencia sobre las graves responsabilidades de los esposos y nos fue deseada una eterna luna de miel por parte de los presentes. Salimos de allí, ya convertidos en marido y mujer, sintiéndonos más libres y felices que nunca. ¡El señor y la señora Rogers! Pasamos una semana en un hotel de la costa y luego nos fuimos al extranjero. Fueron tres semanas de viaje memorables. Visitamos los lugares que nos aconsejó nuestra fantasía y no reparamos ni un momento en los gastos que se derivaban de nuestros caprichos. Visitamos Grecia... Y luego Florencia, Venecia, la Riviera francesa... No me acuerdo ahora de la mitad de los sitios en que estuvimos. Unas veces tomábamos el avión; otras contratábamos los servicios de un yate; en ocasiones, alquilábamos automóviles grandes preciosos. Y mientras nos divertíamos, Greta (según deduje de los comentarios de Ellie), seguía ocupando su puesto en el Frente del Hogar, cumpliendo con su misión. Viajaba a su modo, es decir, ponía en circulación las tarjetas postales y las cartas que previsoramente Ellie le había entregado. -Por supuesto, no tardaremos en vivir un día memorable -apuntó Ellie una vez-. Se lanzarán sobre nosotros como una bandada de buitres. Pero, bueno, hasta que llegue aquél disfrutaremos cuanto podamos. -¿Qué pasará con Greta? ¿No se enfadará esa gente con ella cuando todo sea descubierto? -Naturalmente que sí. Pero Greta se quedará tan tranquila. Greta tiene muy poco de blanda. -¿No harán lo que sea para que se busque otro empleo? -¿Por qué ha de buscarse otro empleo? Greta vivirá con nosotros. -¡No, no, Ellie! -¿Qué quieres decir, Micky? -Nosotros debemos vivir solos. Yo quiero compartir mi vida contigo únicamente. -Dentro de nuestra casa, Greta no tropezará jamás con nosotros y por otro lado nos resultará sumamente útil. La verdad es que no sabría arreglármelas sin ella. Sirve para todo. Es una auxiliar de la máxima garantía. Fruncí el ceño. -Creo que eso no va a gustarme nada. ¿No queríamos nuestra casa, la casa de nuestros sueños para nosotros dos? -Sí. Sé por dónde vas, Micky. No obstante... -Ellie vaciló-. Para Greta el cambio de vida en que tú piensas sería una experiencia muy desagradable. Figúrate... hace cuatro años que está a mi lado, trabajando para mí. Y en lo de nuestro matrimonio, ya sabes cómo nos ha ayudado.

-Intervendrá en nuestros asuntos personales a cada paso. -Greta no es de esas mujeres, Micky. Es que no la conoces, simplemente. -Sí, ya, no la conozco, cierto, pero... Esto de ahora, Ellie, nada tiene que ver con que ella me sea simpática o no. Yo no quiero intrusos en mi casa. -¡Querido! ¡Micky! -exclamó Ellie, en voz baja. Dejamos aquella discusión provisionalmente. En el curso de nuestros viajes tropezamos con Santonix. Eso ocurrió en Grecia. Había pasado una temporada en una aldea de pescadores. Me impresionó su aspecto de hombre radicalmente enfermo. Estaba mucho peor que un año atrás. Nos saludó con mucho efecto. -Conque es ya un hecho consumado vuestra boda, ¿eh? -Sí -respondió Ellie-. Y ahora es cuando vamos a ver edificada la casa en que habíamos pensado, ¿verdad? -Tengo aquí los planos -contestó Santonix, dirigiéndose a mí-. Ya te habrá contado tu mujer cómo fue en busca mía y, apretándome las tuercas, me dio determinadas... órdenes -añadió recalcando mucho este último vocablo. -Nada de órdenes, ¿eh? -protestó Ellie-. Yo me limité a rogarte que... -¿Sabes que compramos ya la finca? -inquirí, mirando al arquitecto. -Ellie me telegrafió, diciéndomelo. Me envió por correo, además, varias docenas de fotografías. -Desde luego, lo primero que debieras hacer es ir a ver el sitio -manifestó mi esposa-. Pudiera no gustarte. -Me gusta. -No puedes decir tal cosa hasta que no lo hayas visto. -¡Pero si lo he visto, criatura! Hace unos cinco días tomé el avión... Estuve hablando con uno de tus abogados, un hombre con cara de cuchillo... Me refiero a! inglés. -¿El señor Crawford? -¡Eso es! Pues, efectivamente, se han iniciado los trabajos. Han igualado el terreno, procediendo a la demolición y retirada de todo lo de la antigua casa... La cimentación está en marcha, así como los desagües... Cuando volváis a Inglaterra me encontraréis allí. Santonix nos mostró sus planos. Nos sentamos en torno a ellos, estudiando entusiasmados nuestro proyecto de vivienda. Se había hecho hasta de un esbozo de pintura. -¿Te gusta, Micky? Suspiré. -Sí. La has visto tal como yo la había pensado. -Sin darte cuenta muchas veces, quizá, me hablaste ampliamente de ella, Micky. En algunas ocasiones me dije que aquel trozo de tierra te había hechizado. Tú eres un hombre enamorado de una casa que tal vez no tuvieras nunca, que quizá no vieras jamás, que probablemente no se construyera en la vida. -Pero ahora va a ser una realidad -aseguró Ellie-. ¿Verdad que sí, Santonix. -Si Dios quiere... Eso ya no depende de mí. -¿No te encuentras... mejor? -pregunté, muy serio. -Métete esto en la cabeza: nunca me sentiré mejor. Para mí no reza el progreso en el sentido de la salud. -Tonterías -comenté-. Todos los días se descubren nuevos medicamentos para toda clase de males. Los médicos se equivocan frecuentemente. Muchos de sus pacientes desahuciados se ríen de ellos y viven cincuenta años más.

-Admito tu optimismo, Micky, pero mi enfermedad no da pie para hacer semejantes cabalas. Uno entra en el hospital para que procedan a renovarle la sangre, poniéndonos en libertad de nuevo más tarde... ¿Qué se ha ganado? Una prórroga, un poco de vida más como quien se gana una propina. Y así sucesivamente... ¡Ah! Pero las fuerzas van disminuyendo entretanto. -Eres un hombre valiente, Santonix -dijo Ellie. -¡Oh, no! Ante lo inevitable hay que rendirse. Las bravatas huelgan. Lo que únicamente se puede hacer es buscar consuelo. -¿Construyendo casas, por ejemplo? -No. No es eso. Cada vez se tiene menos vitalidad y por consiguiente el trabajo profesional se va tornando progresivamente difícil. La energía se disipa. Existen consuelos, desde luego. Uno los tiene. Y en ocasiones muy raros. -No te entiendo -respondí. -No. Tú no puedes entenderme, Micky. No sé si a Ellie le sucederá lo mismo. Es posible que no -Santonix parecía ahora estar reflexionando en voz alta-. Hay dos cosas que avanzan juntas, una al lado de la otra: la debilidad y la fuerza. La debilidad de la decadente vitalidad y la fuerza de la potencia frustrada. No importa, ¿comprendes?, lo que hagas ahora. De toaos modos vas a morir. En consecuencia puedes hacer lo que te plazca. Nada hay que te aparte del camino elegido; nada hay que te retenga. Yo podría muy bien echar a andar por las calles de Atenas, convenientemente armado, haciendo fuego sobre cada hombre o mujer cuyo rostro me disgustase. Piensa en ello... -La policía te detendría en seguida -objeté. -Naturalmente. ¿Y qué podrían hacerme? Todo lo más, quitarme la vida. Perfectamente. De todas maneras, mi vida va a serme arrebatada por un poder mucho más grande que la Ley y en un plazo muy breve. ¿Qué otro castigo podían imaginar para mí? ¿Enviarme a una prisión para que me pasara en ella veinte o treinta años? ¡Qué ironía! No dispongo de esos veinte o treinta años por delante. Seis meses, un año, dieciocho meses, todo lo más. Nadie puede hacerme nada. Con mi «propina de vida» soy un auténtico rey. Puedo hacer lo que me venga en gana. A veces esta idea me obsesiona, me domina. Sólo que... no hay muchas tentaciones, ya que no existe nada particularmente exótico o ilegal que yo desee emprender. Después de separarnos del arquitecto, cuando regresábamos en nuestro coche a Atenas, Ellie me dijo: -¡Qué hombre tan raro! ¿Querrás creer que en ciertos momentos me da miedo? -¿Que te da miedo Rudolf Santonix? ¿Por qué? -Porque no es como los demás. Encuentro... No sé... Encuentro rudeza y arrogancia en sus palabras. En realidad, intentaba decirnos, a mi entender, que sabiendo que va a morir, aquélla se ha incrementado en él. Supongamos -manifestó Ellie, mirándome con viveza, con expresión algo arrebatada-, supongamos que construye nuestro ansiado castillo, nuestra casa-castillo, al borde mismo de la escollera, entre los pinos... Sigamos suponiendo que nos trasladamos al nuevo hogar, para vivir allí. El hombre aparece en el umbral, para darnos la bienvenida, y entonces... -Entonces, ¿qué, Ellie? -Él cierra la puerta de la entrada... Se ha quedado detrás de nosotros, nos sigue a lo largo del vestíbulo y nos sacrifica en él, nos degüella o hace algo por el estilo... -Me dejas helado, Ellie. ¡Pero qué cosas se te ocurren! -Lo peor de nosotros, Micky, es que no vivimos inmersos en un mundo real. Solemos soñar con episodios fantásticos que nunca sucederán. -No pienses en sacrificios relacionados con el «Campo del Gitano».

-Supongo que influye en mí ese nombre y la maldición que pesa sobre el lugar. -No hay ninguna maldición por en medio. ¡Todo eso es pura tontería! -chillé-. Olvídalo, Ellie. Esto último que he contado pasaba en Grecia... CAPÍTULO DIEZ Creo que fue al día siguiente... Nos hallábamos en Atenas. Inesperadamente, en la Acrópolis, Ellie tropezó con gente conocida. Eran unos cuantos pasajeros que acababan de desembarcar de un trasatlántico, turistas. Una mujer de unos treinta y cinco años de edad se decantó del grupo, empezando a subir los escalones que la separaban de mi mujer, diciendo: -Nunca me lo hubiera imaginado... ¿Eres tú realmente Ellie Guteman? Bueno, ¿y qué haces por aquí. No tenía ni idea de que... ¿Has emprendido algún crucero por el Mediterráneo? -No. Vivo aquí, de momento. Estoy pasando una temporada. -¡Cuánto me alegro de verte! ¿Y Cora? ; ¿Se encuentra también en la ciudad? -No. Cora está en Salzburgo, me parece. -¡Vaya, vaya! -la mujer me miraba. Ellie dijo con naturalidad: -Os voy a presentar... El señor Rogers... La señora Bennington. -Encantada. ¿Cuánto tiempo vas a estar aquí? -Me marcho mañana -declaró mi esposa. -¡Oh, querida! Bien. Si no me voy no sabré luego dónde para mi grupo v no quiero perderme una sola palabra de las explicaciones de mi cicerone. Se va muy de prisa en este plan. Acabo rendida por la noche. ¿No podríamos vernos más tarde para tomar el té juntas? -Hoy precisamente, no. Vamos a hacer una excursión. La señora Bennington se marchó corriendo, en busca de los suyos. Ellie, que había estado subiendo conmigo la escalinata de la Acrópolis, dio media vuelta, empezando a bajar los peldaños. -Esto, Micky, lo decide todo -me confió. -¿Qué es lo que decide? Ellie guardó silencio durante un buen rato, declarando luego con un suspiro: -Esta noche voy a escribir... -¿A quién vas a escribir? -Pues a Cora, a tío Frank y creo que también a tío Andrew. -¿Quién es tío Andrew? Me resulta nuevo.... -Andrew Lippincott. No es en realidad tío mío. Es mi principal guardián, administrador o como quieras llamarle. Su profesión: abogado. Y de los conocidos. -¿Qué piensas decirles? -Voy a decirles que me he casado. No podía decirle a Nora Bennington: «Permíteme que te presente a mi marido.» A esto hubiera seguido una serie de gritos y exclamaciones de sorpresa, además de las frases de ritual en estas situaciones: « ¡Mujer! No sabía que te habías casado. ¿Y cómo ha sido eso? A ver, a ver... Háblame, querida», etc. Es justo que Cora, mi madrastra, tío Frank y tío Andrew sean los primeros en conocer la noticia. En fin... Lo estábamos pasando estupendamente, ¿verdad? -¿Qué es lo que van a decir ellos? ¿Qué harán? -Espero que manoteen un poco -contestó Ellie, plácidamente-. Da igual. Tendremos una reunión, seguro. Podríamos trasladarnos a Nueva York. ¿Te agrada la idea?

Ellie me miró, inquisitiva. -No. No me gusta nada tu idea, en absoluto. -Pues entonces ellos se trasladarán a Londres. Alguien de entre ellos, por lo menos. No sé si esto te parecerá mejor. -A mí no me parece bien ninguna de las dos cosas. Yo quiero verme allí contigo, siguiendo la construcción de nuestro hogar ladrillo a ladrillo tan pronto se una a nosotros Santonix. -Había que enfrentarse a la familia... Era inevitable. Y hasta puede ser que tengamos alguna trifulca. Una de dos: o nos vamos nosotros o vienen ellos hacia nuestro encuentro. -¿No has dicho que tu madrastra se encontraba en Salzburgo? -¡Oh! Tuve que decir algo. A esa mujer le habría producido una gran extrañeza que yo no supiera dónde paraba. Sí -manifestó Ellie con un suspiro-. Emprenderemos el regreso y nos enfrentaremos a ellos. Micky: espero que no les hagas mucho caso... -¿A tus familiares? -Sí. Espero que no les hagas caso si se muestran desconsiderados contigo. -Supongo que es el precio que he de satisfacer por haberme casado contigo. Resistiré. -Hemos de pensar también en tu madre -dijo Ellie, reflexiva. -¡Por el amor de Dios, Ellie! ¿Pero es que vas a intentar una entrevista entre tu madrastra, mujer de grandes campanillas, y mi pobre madre, una persona apagada, que ha vivido siempre metida en su callejuela de los suburbios? ¿Tienen acaso algo que decirse? -Si Cora fuese mi madre, a pesar de lo que tú señalas, las dos tendrían mucho que decirse, mucho de qué hablar. Y... oye, Micky: no quisiera que estuvieses tan pendiente, tan obsesionado, con las distinciones de clase... -¿Quién? ¿Yo? -inquirí, un tanto incrédulo-. Yo he salido del arroyo, querida... -Me lo has dicho más de una vez, Micky. Ahora bien, estimo que no es preciso que te hagas un rótulo con ese texto y te lo pongas en la solapa. -Yo no sé qué ropa he de vestir en determinados momentos -indiqué con amargura-; ignoro cómo llevar adelante ciertas conversaciones; no sé una palabra sobre pintura, arte o música... Lo único que sé, porque acabo de aprenderlo, es dar propinas, fijando siempre la cantidad adecuada. -¿Y no crees que así tu experiencia te resulta mucho más emocionante? A mí me parece que sí. -De todos modos, Ellie, supongo que no habrás pensado en arrastrar a mi madre hacia tu reunión familiar... -No me proponía nada de eso, Micky. Pienso, sin embargo, que lo lógico al llegar a Inglaterra es que vayamos a verla. -¡No! -exclamé tajante. Ellie me miró un tanto asustada. -¿Y por qué no, Micky? Dejando a un lado otras consideraciones, es una medida ruda, arbitraria... ¿Le dijiste a tu madre que te has casado? -Todavía no. -¿Por qué no se lo dijiste? Guardé silencio. -¿No sería lo más sencillo que se lo hicieses saber y que nada más llegar a Inglaterra la visitáramos? -¡No! -repetí. No fui tan tajante en esta ocasión, pero mi negativa quedó bien subrayada.

-No quieres que nos conozcamos -comentó Ellie, lentamente. Yo no quería que se conocieran, desde luego. Veía muy claro el porqué, pero lo último que podía hacer era explicarme. No hubiera sabido. -Ese paso supondría una imprudencia, Ellie -contesté-. Tienes que ser comprensiva. Creo que nos buscaríamos, de otro modo, algún serio disgusto y una nueva complicación. -¿Tú crees que no voy a caerle bien? -Tú acabas agradando a todo aquel que te trate. Es que... No sé cómo explicártelo. Puede que mi madre se sintiese alterada, confusa ante la situación planteada. Al fin y al cabo... Me he salido de mi esfera al casarme, Ellie. Es un concepto anticuado, pero a ella le disgustará eso. Ellie movió la cabeza. -¿Piensa alguien en tales cosas en nuestros días? -Aquí hay gente que sí. Y en tu país también. -En cierto aspecto tienes toda la razón... Ellie, si alguien progresa... -Es decir, si, por ejemplo, un hombre hace dinero... -No pensaba en el dinero solamente. -Pues sí, la cuestión se ciñe al dinero. Cuando un hombre gana dinero se ve admirado. Entonces, ya importa poco su procedencia. -Eso ocurre en todas partes -afirmó Ellie. -Por favor, Ellie. No insistas en lo de ver a mi madre. -Sigo pensando que es una descortesía. -No lo es. ¿Vas a saber tú mejor que yo qué es lo que conviene más hablando como hablamos de mi madre? Sembrarías en ella la inquietud. Te digo que es así. -Tendrás que decirle que te has casado, sin embargo. -De acuerdo: se lo haré saber. Se me ocurrió la idea de escribir a mi madre desde el extranjero. Estimaba que todo me resultaría más fácil. Redacté una misiva muy breve aquella misma noche mientras Ellie escribía a tío Andrew, a tío Frank, a su madrastra, Cora Stuyvesant... «Querida madre: Hubiera debido decírtelo antes, pero no sé por qué me costaba trabajo darte la noticia. Me casé hace tres semanas. Todo fue muy rápido. Mi mujer es una chica muy guapa, muy dulce y femenina. Tiene mucho dinero, circunstancia que determina ciertas dificultades a veces entre nosotros. Ahora vamos a construirnos una casa en pleno campo. De momento, estamos haciendo un viaje por Europa. Afectuosos saludos. Tuyo, MlCKY.» Los resultados de aquella correspondencia fueron variados... Mi madre dejó pasar una semana antes de contestarme con una carta que yo juzgué típica de ella. «Querido Micky: Me alegró mucho recibir tu carta. Espero que seáis muy felices. Tu madre que te quiere." Tal como Ellie profetizara, hubo más alboroto por su parte. Fue como si hubiésemos agitado un avispero. Nos cercaron los reporteros, que deseaban información sobre nuestro romántico matrimonio; aparecieron en la prensa noticias relacionadas con la heredera de Guteman y su romántico amor; recibimos cartas de abogados, banqueros... Finalmente, empezaron las entrevistas. Vimos a Santonix en el «Campo del Gitano»; inspeccionamos los planos de nuevo y discutimos algunos detalles de los mismos. Viendo que por ese lado todo se encontraba en marcha, nos trasladamos a Londres, hospedándonos en el «Claridge». El primero en llegar allí fue Andrew P. Lippincott. Era un hombre ya entrado en años, seco y de gestos precisos. De alta estatura, delgado, sus modales eran suaves y corteses. Había nacido en Boston. Por su manera de hablar, yo le hubiera juzgado

americano. Primero, llamó por teléfono, anunciándonos su visita para las doce. Ellie se encontraba nerviosa, aunque lo disimulaba bastante bien. El señor Lippincott besó a Ellie y me tendió la mano, sonriendo. -Querida Ellie: tienes un aspecto excelente. Yo diría que estás radiante. -¿Cómo te encuentras, tío Andrew? ¿Cómo has venido? ¿En avión? - No. Opté por hacer una travesía en el Queen Mary, la cual, por cierto, me ha resultado agradabilísima. Conque éste es tu esposo, ¿eh? -Éste es Micky, sí. Pregunté al señor Lippincott si le apetecía beber alguna cosa, ofrecimiento que rechazó cortésmente. Tomó asiento en un sillón de respaldo derecho y dorados brazos, siempre sonriente, examinando con atención a Ellie y después a mí. -Bien. Esto es corriente; los jóvenes os habéis dedicado siempre a proporcionar emociones fuertes a los mayores. Una novedad romántica en suma, ¿eh? -Lo siento, tío Andrew -dijo Ellie-. Lo siento mucho. -¿De veras? -preguntó el señor Lippincott, más bien áspero. -No había mejor salida que ésta. -No estoy del todo de acuerdo contigo en este punto, querida. -Tío Andrew: tú sabes perfectamente que si hubiéramos procedido de otra manera se habría producido un verdadero conflicto. -¿Por qué? -Los conoces a todos muy bien. Y tú tampoco te habrías quedado atrás -señaló Ellie, acusadora. Inmediatamente agregó-: He recibido dos cartas de Cora. Una ayer, v la segunda esta mañana. -Tienes que dar por descontado el alboroto, querida. Dadas las circunstancias concurrentes en el caso, es muy natural, ¿no crees? -Es lógico que fuera yo la que dijera dónde v cómo me había de casar y con quién... -Tú pensarás así, pero vas a encontrarte con que no te darán la razón las mujeres de la familia. Si pertenecieras a otra te pasaría lo mismo. -La verdad es que he ahorrado a todos muchas molestias. -Eres muy dueña de plantear las cosas así. -Pero es lo cierto, ¿no? -Mira, Ellie: has recurrido a ciertas tretas engañosas. Siempre ayudada por alguien que, bien mirado, podía haberse dedicado a algo mejor. Ellie se ruborizó. -¿Estás aludiendo a Greta? Ella se limitó a hacer cuanto le indiqué. ¿Se han enojado todos con Greta? -Es natural. Era de esperar esa reacción, por su parte y por la tuya. Ten en cuenta que desempeñaba un cargo de confianza. -Soy mayor de edad. Puedo hacer ya todo lo que me plazca. -Estoy refiriéndome al período de tiempo anterior a eso. Los engaños comenzaron entornes, ¿no? -No debe hacer recaer usted todas las culpas en Ellie, señor -medié yo-. Empecemos porque yo no sabía al detalle lo que estaba en marcha. Además, por el hecho de encontrarse sus parientes en otro país, a mí no me resultaba fácil entrar en contacto con ellos. -Me consta -respondió el señor Lippincott-, que Greta depositó en los buzones de correos ciertas cartas, facilitando información a la señora Van Stuyvesant, y a mí mismo, de acuerdo con las instrucciones de Ellie. En tal sentido, sé que Greta actuó eficientemente. ¿Conoce ya a Greta Andersen, Michael? Supongo que puedo llamarle así, puesto que es el esposo de Ellie...

-Llámeme Micky, señor Lippincott. Pues no, todavía no conozco a Greta, a la señorita Andersen... -¿De veras? Me deja usted pensativo -el señor Lippincott me miró muy sorprendido-. Yo creía que había estado presente cuando se casaron ustedes. -No. Greta no presenció la ceremonia -dijo Ellie. Ésta me dirigió una mirada cargada de reproches y yo me agité, nervioso, en mi asiento. El señor Lippincott continuaba mirándome. Reflexionaba. Yo me sentía más molesto que nunca. Por un momento, pareció ir a decirme algo. Sin duda, por último, cambió de opinión. Hubo una pausa. -Vosotros dos -dijo por fin Lippincott-, tendréis que hacer frente a algunas censuras y críticas por parte de los miembros de la familia, queridos. -Ya me imagino que se lanzarán sobre mí en tromba -afirmó Ellie. -Es muy probable. Yo he hecho lo posible por dulcificar un poco la situación -declaró Lippincott. -¿Estás de nuestra parte, tío Andrew? -pregunto Ellie, sonriendo. -No debes pedir a un abogado prudente que llegue tan lejos. La experiencia me dice, sin embargo, que es sabio aceptar lo que constituye un fait accompli. Os enamorasteis para uniros después en matrimonio, habiendo comprado una propiedad situada en el Sur de Inglaterra, donde habéis empezado a levantar una casa... Todo eso cuenta. A propósito: ¿pensáis vivir allí? -Pensamos que aquél sea nuestro hogar, sí. ¿Tiene usted algo que objetar? -inquirí. Mi voz debió delatar la irritación que me poseía-. Ellie se ha casado conmigo, siendo por tanto súbdita británica. Entonces, ¿por qué no ha de vivir en Inglaterra? -No existe ninguna razón en contra, desde luego. Sí. Fenella puede residir en el país de su elección. Ellie tiene fincas en varios... La casa de Nassau te pertenece, Ellie, recuérdalo. -Siempre creí que era de Cora. En realidad, se ha conducido año tras año como si fuese la propietaria. -Pues la verdad es que eso es tuyo. Tienes también la casa de Long Island. Y luego, hay fincas en el este, también tuyas, cuyo valor radica en el petróleo existente en su subsuelo -Lippincott daba un tono amistoso a sus palabras, incluso agradable. Pero yo experimenté la curiosa impresión de que aquéllas iban dirigidas a mí. ¿Qué se proponía? No sabía a qué atenerme. ¿Quería abrir una brecha entre Ellie y yo? No estaba seguro en cuanto a sus intenciones. No parecía discreto hacer ver a un hombre que su esposa tenía muchos bienes, que era fabulosamente rica. ¿Deseaba recalcar los indudables derechos de Ellie sobre sus fincas, su dinero y todo lo demás? Evidentemente, me consideraba un cazadotes... Pero es que así espoleaba más mi codicia. No lo entendía, decididamente. Me di cuenta, con todo, de que el señor Lippincott era un individuo muy sutil. Pensé que me costaría trabajo siempre descubrir adonde se encaminaba, saber qué escondía en su mente, tras sus agradables modales. ¿Intentaba hacer que me sintiera desasosegado, molesto? ¿Quería darme a entender claramente que los demás me verían como un aprovechado? El hombre anunció a Ellie: -He traído conmigo papeles que habremos de examinar juntos, Ellie. Quiero que firmes algunos documentos. -Ya, ya, tío Andrew. Cuando te parezca bien.

-Bueno. No hay prisa, ¿eh? Tengo otros asuntos que ver en Londres. Todavía permaneceré aquí diez días. «Diez días -pensé-. Mucho tiempo.» Hubiera preferido que el señor Lippincott se marchase antes. Conmigo era bastante cordial. Pero se mostraba también algo reservado, como si hubiese querido hacerme comprender que aplazaba la formación de su personal juicio sobre mi persona. Me pregunté si necesariamente tenía que ver en él a un enemigo. En tal caso era difícil que me dejase sorprender sus proyectos. -Ahora, Ellie, ya que nos conocemos y los tres miramos hacia el futuro, me gustaría sostener una breve conversación con tu marido. Mi mujer respondió: -¿No puedes hablar delante de mí? Yo deje caer una mano sobre su brazo. -Sé obediente, Ellie -le dije-. No te arrogues el papel de una gallinita empeñada en proteger a su inexperto polluelo. -La empujé suavemente hacia la puerta de la habitación, la que conducía al dormitorio nuestro-. Tío Andrew desea calibrarme -agregué-. Está en su derecho. Ellie salió de allí. Lippincott y yo nos quedamos solos en el cuarto de estar, una habitación grande y acogedora. Cogí una silla y me enfrenté con él. -Cuando usted quiera -le dije. -Gracias, Michael -respondió el hombre-. Antes de nada, he de asegurarle que no soy su enemigo. Pretendo evitar que me juzgue equivocadamente. -Me alegro de oírle hablar así. Yo continuaba albergando dudas en cuanto a aquello. -Hablemos con entera franqueza -dijo el señor Lippincott-. Con más franqueza de la que podría emplear enfrente de esa criatura, de la que soy guardián leal y a la que quiero mucho. No sé si se habrá dado cuenta, Michael, pero la verdad es que le ha tocado en suerte una mujer muy dulce, femenina, adorable... -No se preocupe en tal aspecto. Estoy enamorado de Ellie. -Eso no guarda relación con lo otro -repuso Lippincott en una de sus agrias reacciones-. Yo espero que además de hallarse enamorado de ella habrá advertido que en ciertos aspectos es una persona muy vulnerable. -Creo que no hay que hacer muchos esfuerzos para descubrir cómo es realmente Ellie. -Voy entonces a lo que pensaba decirle. Pondré mis cartas boca arriba con la máxima sinceridad. Usted no es el joven que yo habría aconsejado a Ellie para esposo. A mí, y también a su familia, me habría gustado que se hubiese casado con uno de los muchachos de su esfera social... -Con un dandy, vamos -aventuré. -No. No es eso exactamente. Haber vivido en un ambiente similar es una buena cosa, una base excelente para la vida matrimonial. Nada de esnobismos, ¿eh? Después de todo, Hermán Guteman, el abuelo de la que hoy es su mujer, empezó a trabajar como obrero portuario. Terminó siendo uno de los hombres más ricos de América. -Puede que a mí me pase lo mismo con el tiempo -declaré-. A lo mejor llego a ser uno de los nombres más ricos de Inglaterra. -Todo es posible -contestó el señor Lippincott-. ¿Es usted ambicioso hasta ese punto? -No pensaba solamente en el dinero. Me gustaría... me gustaría ir de acá para allá, hacer cosas y... y... -guardé silencio, vacilando. -Digamos que tiene usted ambiciones, ¿no es eso? Perfectamente. Esto es bueno.

-Mis comienzos han sido difíciles -repliqué-. He partido de la nada y no soy nadie todavía. Ahora no voy a pretender otra cosa, señor Lippincott. Éste bajó la cabeza en un claro gesto de aprobación. -He ahí una manera de hablar con franqueza y de expresar las cosas bien. Vamos... Michael: no me une a Ellie ningún lazo de sangre, pero he sido siempre su ángel protector, el guardián de sus intereses, designado por su abuelo... He cuidado de sus asuntos, manejando su fortuna, sus intereses personales. Me considero, por consiguiente, responsable en buena parte de su situación. En tales condiciones es lógico que me empeñe en averiguar todo lo que pueda acerca de! esposo elegido. -Pida usted informes sobre mí, señor Lippincott. No le costará trabajo obtenerlos. -Ése es un camino para alcanzar la meta propuesta. Se trata de una sabia precaución. Pero vo 10 que quiero, Michael, es que me los facilite usted mismo, quiero oírlos de sus propios labios. Me agradaría saber qué ha sido de su vida hasta el momento presente. Desde luego, aquello no me gustaba. Él sabía que no podía gustarme. Todo el mundo hubiera reaccionado igual en mi caso. Es una segunda naturaleza del hombre hacer aflorar lo que encuentra mejor en él. Yo había practicado aquel ejercicio en el colegio y más adelante, fanfarroneando un poco, estirando algo la verdad. Yo creo que es lo que hay que hacer si se desea ir adelante. Hay que proclamar la buena causa personal. La gente le valora a uno de acuerdo con su propia estimación y yo no quería ser como aquel chicuelo de Dickens. Lo dieron en la televisión y era una buena historia. Urías... Se llamaba así, me parece. Se mostraba siempre humilde; llevaba las palmas de las manos pegadas constantemente.; Ah! Pero su humildad le servía para forjar ocultamente todo género de proyectos. No. Yo no quería ser así... Yo me había encontrado en todo momento dispuesto a alardear de lo que fuera ante mis amigotes actuando como un consumado actor frente a los patronos cuando ansiaba colocarme. Uno tiene su lado bueno y su lado malo. ¿Qué se podría conseguir mostrando este último exclusivamente? Al hablar de mis actividades, yo siempre he realizado lo que más me favorecía. Pero no creí que aquella treta diera buen resultado con el señor Lippincott. Había rechazado la idea de obtener informes privados acerca de mi persona pero, ¿podría fiarme de él? Opté, en consecuencia, por decirle la verdad sin tapujos. Unos comienzos muy difíciles... Un padre alcohólico; una madre buena, que había vivido hecha una esclava para poder educarme, instruirme un poco. No oculté que había sido un hombre de difícil acomodación, que había cambiado muchas veces de trabajo. Lippincott sabía escuchar; sabía animarme para que siguiera hablando. De cuando en cuando tenía conciencia clara de su extraordinaria habilidad, revelada por las oportunas preguntas que me formulaba, por ciertos comentarios. Tenía la impresión de que era preciso entonces que obrara con la máxima cautela. A los diez minutos vi con alegría que mi interlocutor se recostaba en su sillón. El interrogatorio parecía haber llegado a su fin. -Ha adoptado usted una posición aventurera ante la vida, señor Rogers... Michael. Bueno, eso no es malo. Hábleme más acerca de la casa que Ellie y usted van a hacerse. -La finca queda bastante cerca de una población llamada Market Chadwell. -Sí. Ya sé dónde es. La verdad es que estuve allí... Ayer, para ser exacto. Eso me produjo algún sobresalto. El dato demostraba que se hallaba al tanto de todo.

-Es un sitio magnífico -señalé yo, poniéndome a la defensiva-, y la casa que estamos construyendo llamará la atención. El arquitecto es un joven llamado Santonix. Rudolf Santonix. No sé si habrá oído usted hablar de él... -¡Oh, sí! -exclamó el señor Lippincott-. Santonix es muy conocido. -Creo que también ha trabajado en Estados Unidos, ¿no? -En efecto. Santonix es un hombre que promete. Tiene talento. Desgraciadamente, creo que no anda muy bien de salud. -Él se tiene por un moribundo. Pero a mí me parece que acabará curándose, que se pondrá bueno. Los médicos... Ya sabe usted lo que suele pasar con los médicos. -Espero que su optimismo quede justificado. Usted es un optimista, realmente. -Lo soy cuando pienso en Santonix. -Pues que sea verdad eso. No tengo inconveniente en declarar que usted y Ellie han realizado una excelente operación con la compra de la propiedad de que estamos hablando. Lo de «usted y Ellie» me resultaba agradable. Por ¡o menos, Lippincott no me echaba en cara que la adquisición había sido hecha exclusivamente a base del dinero de mi esposa. -He de consultar con el señor Crawford... -¿Crawford? -inquirí, frunciendo el ceño. -Crawford pertenece a una firma de abogados: «Reece & Crawford», inglesa. Crawford fue el miembro de la entidad que llevó a cabo la adquisición. Se me figura que la finca fue comprada a un precio bajo. Me sentí ligeramente extrañado ante tal circunstancia. Estoy familiarizado con los actuales precios del suelo en este país y no me explicaba la operación. Yo creo que hasta el señor Crawford se extrañó. He llegado a preguntarme si usted conocía algún detalle que justificara una venta tan barata. El señor Crawford no me anticipó ninguna opinión. Y pareció ponerse un poco nervioso al preguntarle yo en tal sentido. -Bueno. Es que sobre esa finca pesa una maldición. -Un momento, Michael. ¿Qué ha dicho usted? -Que pesa sobre ella una maldición. El sitio es conocido en la localidad con el nombre de «Campo del Gitano». -¡Ah, vamos! ¿Se trata de una leyenda? -Seguramente. Todo es confuso en esa historia. No sé qué habrá de verdad y de mentira en ella. Hace mucho tiempo se cometió allí un crimen. El clásico drama: un hombre, su esposa, el amante. Se afirma que el marido mató a estos dos últimos, suicidándose a continuación. Circulan muchas versiones por la aldea... Yo creo que actualmente nadie sabe qué ocurrió allí. Ha pasado mucho tiempo. La casa cambió de dueño cuatro o cinco veces y la gente ha durado poco siempre en aquel lugar. -Ya veo -fue el comentario del señor Lippincott-: folklore inglés. -El hombre me miró con curiosidad-. ¿Y a usted y a Ellie no les inspira ningún temor la maldición? Lippincott sonrió levemente al formular la anterior pregunta. -Naturalmente que no. Ellie no da crédito a esas tonterías. Y a mí me sucede lo mismo. De momento, la finca nos ha traído suerte, ya que la hemos adquirido a un precio muy ventajoso. Dicho esto, me asaltó de repente una idea. La suerte era relativa, porque, ¿qué más daba que Ellie comprara barato o caro, teniendo el dinero que tenía? Después me dije que estaba equivocado al pensar así. Al fin y al cabo, ella había tenido un abuelo que desde obrero portuario había llegado a ser millonario. Los hombres de esa clase siempre han deseado comprar barato v vender caro.

-Le diré, Michael, que yo no soy supersticioso y que desde esa finca se disfruta de un panorama maravilloso. Solamente espero ahora que cuando se trasladen a vivir allí ustedes, haga cuanto esté en su mano para que Ellie no sea molestada con esas historias fantásticas de que se habla en Market Chadwell. -Haré todo lo que pueda en ese sentido, señor Lippincott. Supongo que no se le ocurrirá a nadie acercarse por la casa con esa idea. -Las gentes de los pueblos son muy aficionadas a repetir hasta el cansancio esas leyendas absurdas. Y Ellie, recuérdelo, Michael, no tiene su fortaleza. Puede ser influenciada por cualquiera fácilmente. En ciertos aspectos, al menos. Lo cual me hace recordar ahora que... -Lippincott apoyó un dedo en el borde de la mesita que tenía enfrente-. Voy a hablarle de otro tema delicado. Me ha dicho usted que hasta el momento no ha tenido ocasión de conocer a Greta Andersen... -No. No la conozco todavía. -Extraño. Y muy curioso. Miré a mi interlocutor inquisitivamente. -¿Bien? -Yo me hubiera atrevido a dar por descontado que ya le había sido presentada. ¿Qué sabe concretamente de esa mujer? -Sé que está con Ellie desde hace algún tiempo. -Está con Ellie desde que ¡a chica cumplió los diecisiete años. Ha ocupado un puesto de responsabilidad. Llegó a Estados Unidos para actuar como secretaria y dama de compañía. Había de ir con Ellie a todas partes cuando la señora Van Stuyvesant, su madrastra, se ausentase del hogar, cosa que ocurría con bastante frecuencia. -La proverbial aspereza de Lippincott se acentuó ahora-. Se trata de una joven bien educada, con excelentes referencias, por cuyas venas corre sangre sueca y alemana. Ellie, claro, le tomó mucho afecto. -Eso tengo entendido. -En ciertos aspectos, Ellie se excedió en su afecto. No le importará que hable así, ¿verdad? -No. ¿Por qué ha de importarme? En realidad... yo me he dicho eso mismo en una o dos ocasiones. Greta por aquí, Greta por allá... Siempre sale a relucir Greta. A veces me sentía molesto... -Y sin embargo, ¿no expresó ella el deseo de que la conociera? -Pues... Me parece que es algo difícil de explicar. Bueno. Creo que sí, que me sugirió que debía conocerla. Por mi parte... le diré que no tengo interés en trabar relación con ella. Quiero que Ellie sea para mí solo. -Ya. ¿Y no apuntó Ellie su deseo de que Greta estuviese presente en la ceremonia de su enlace matrimonial? -Me lo sugirió, sí... -Pero usted no quiso. ¿Por qué? -Lo ignoro. La verdad es que no lo sé. Pensaba que Greta, esta mujer, señorita o señora, a quien no conozco, era una entrometida. Ya sabe usted: se encargaba de ordenar hasta los últimos detalles de la vida de Ellie. La mujer se encargó de enviar tarjetas postales y cartas a los familiares en nombre de Ellie para despistar. Me parecía que Ellie dependía bastante de Greta, hasta el punto de hacer lo que ésta quería que hiciera. Yo... Lo siento, señor Lippincott. No debiera expresarme en estos términos, quizá. Me portaba como un individuo atormentado por los celos. Acabé explotando, diciendo que no quería que Greta se hallase presente en nuestra boda, que esto era cosa nuestra y de nadie más. Fuimos a una oficina del registro los dos solos, en consecuencia, y utilizando como testigos a un empleado y una

mecanógrafa de la oficina en cuestión. Tal vez me porté demasiado rígidamente con aquella negativa, pero es que yo deseaba que Ellie fuese exclusivamente para mí, no quería compartirla con nadie... -Ya. Me indino a pensar, Michael, que actuó usted juiciosamente. -Tampoco le agrada a usted Greta -dije mostrándome algo astuto. -Si aún no la conoce, no puede usted usar la palabra «tampoco«, Michael. -Ya sé... No obstante, cuando se oye hablar de una persona a todas horas, se tiende a formar un juicio anticipado de ella. ¡Oh! Diré sencillamente que me siento celoso. ¿Por qué le desagrada a usted Greta? -Por mi parte, no hay prejuicios. Usted es el esposo de Ellie, Michael, yo tengo el máximo interés en que la muchacha sea feliz. No creo que la influencia que ejerza Greta sobre Ellie sea la más conveniente para la chica. Ha echado demasiadas cosas sobre sus hombros. -¿Cree usted que esa mujer intentará separarnos? -Creo que no tengo derecho a decir nada con respecto a eso. Lippincott me miraba cautelosamente, parpadeando como una vieja tortuga. No supe qué decir luego. Habló él primero, escogiendo las palabras con cuidado. -¿No ha habido ninguna sugerencia sobre la posibilidad de que Greta Anderson viva con ustedes? -No vivirá con nosotros, si está en mi mano evitarlo. -Conque eso es lo que hay, ¿eh? La idea, pues, ha sido apuntada. -Algo ha dicho Ellie en tal sentido. Pero mire usted, señor Lippincott: nosotros somos recién casados; queremos vivir en nuestra casa, que ésta sea para nosotros exclusivamente. Por supuesto, Greta irá por allí, de cuando en cuando, supongo. Eso es va algo más natural. -Efectivamente. Pero usted se hará cargo, quizá, de que Greta se va a encontrar en una difícil posición en lo que atañe a sus cometidos futuros. Ya no se trata aquí de lo que Ellie piense de esa mujer, sino de lo que digan quienes la contrataron en su día y depositaron en ella su confianza. -Quiere usted decir que los otros o esa señora Van No-sé-qué no la recomendarán para otro puesto similar... -Es probable que no. Se limitarán a los requerimientos de índole puramente legal. -Y usted supone que ella querrá trasladarse a Inglaterra para vivir con Ellie. -Yo no quiero predisponerla en contra de ella. En esto pienso, principalmente. Me disgustan desde luego algunas de las cosas que ha hecho, su forma, en general, de conducirse. Me inclino a creer que Ellie, que es muy buena, se sentirá afectada al comprobar que ha arruinado su futuro. Puede que insista en que se venga a vivir con ustedes. -No creo que Ellie se muestre insistente en tal aspecto -dije, pronunciando las palabras muy lentamente. Yo estaba preocupado y Lippincott lo advirtió-. ¿No podríamos...? Bueno... ¿No podría Ellie asignarle una pensión? -No puede plantearse el problema de esta manera precisamente. Cuando se habla de pensiones se alude indirectamente a una edad avanzada y a carencia de otros medios. Tenga usted presente que Greta es una mujer joven y hermosa por añadidura. Muy hermosa, en efecto -añadió Lippincott, en tono de desaprobación-. Atrae a los hombres, en verdad. -Pues quizá se case -contesté-. Teniendo tantas condiciones, ¿por qué no se ha casado ya?

-Ha tenido pretendientes, desde luego, pero ella los ha rechazado. Me figuro, no obstante, que su sugerencia no es disparatada. Y podría ser llevada a la práctica de forma que habiendo alcanzado Ellie la mayoría de edad, habiendo sido ayudada por los buenos oficios de Greta, aquélla... le asigne una suma para hacerle patente su gratitud. El señor Lippincott dijo esta última frase agriamente. -A mí eso me parece bien -respondí animadamente. -Tengo que volver a decirle que es usted un optimista. Esperemos que Greta quiera aceptar lo que se le ofrezca. -¿Por qué ha de rechazarlo? Obraría como una estúpida. -No sé, no sé... -dijo el señor Lippincott-. Sería algo extraordinario que no aceptase la suma y que siguiesen siendo amigas. -Usted cree... ¿Qué es lo que usted piensa? -Quisiera ver quebrantada su influencia sobre Ellie. -Lippincott se puso en pie-. Espero que usted me ayude en la tarea de alcanzar la meta. -Por descontado que le ayudaré -contestó-. No quiero que nos salga hasta en la sopa... -Podría usted cambiar de opinión cuando la conozca... -Me parece que no sucederá eso, señor Lippincott. No me gusta andar barajando mujeres, por muy eficientes y hermosas que sean. -Gracias, Michael, por haberme escuchado con tanta paciencia. Espero que usted y Ellie me concedan el placer de cenar conmigo algún día. ¿Qué le parece el próximo martes? Cora van Stuyvesant y Frank Barton se encontrarán en Londres entonces. -¿Tendré que conocerles, supongo? -¡Oh, sí! Eso es inevitable. -Lippincott sonrió con más cordialidad que anteriormente-. No se sienta afectado por lo que vea. Me imagino que Cora le tratará con alguna rudeza. Frank simplemente será discreto. Reuben no figurará en el grupo de momento. Yo no sabía quién era Reuben. Me imaginé que sería otro pariente. Fui hacia la puerta de la habitación, abriéndola. -Entra, Ellie. El interrogatorio ha terminado -dije. Ellie penetró en el cuarto de estar, mirándonos alternativamente a los dos. Luego besó a Lippincott. -Mi querido tío Andrew: ya veo que has sido bueno con Michael. -¿Bueno? Tengo que ser lo mejor posible, querida, con tu esposo. De otro modo, ¿cómo podría serme de utilidad en el futuro? Me reservo el derecho de daros algún consejo de cuando en cuando. Los dos sois muy jóvenes. -Perfectamente. Te escucharemos con toda atención. -Y ahora, querida Ellie, me gustaría hablar contigo a solas. -Con lo cual me llega el turno de la ausencia -manifesté, trasladándome seguidamente al dormitorio. Cerré la puerta ruidosamente, pero como era doble, abrí levemente la interior. Yo no había sido educado tan esmeradamente como Ellie, de manera que sentía una curiosidad grande por saber hasta dónde en capaz de llegar aquel hombre de las dos caras que veía en Lippincott. Pero ¡a verdad era que no valía la pena aquella molestia... Lippincott se ¡imitó a dar a Ellie unos cuantos consejos de carácter paternal. Le dijo que en su unión conmigo podía tropezar con algunas dificultades por el hecho de ser yo un hombre de modesta procedencia y ella muy rica. Había de ser, pues, comprensiva y delicada... A continuación le habló del

arreglo sobre Greta. Ellie se mostró en todo de acuerdo con él, añadiendo que precisamente pensaba consultarle sobre aquel asunto. Él sugirió también la conveniencia de tomar una medida adicional en relación con Cora van Stuwesant. -Bien mirado, no habría por qué proceder así -manifestó el señor Lippincott-. Sus diversos esposos han puesto en sus manos subvenciones muy saneadas. Por otra parte, tú sabes que cobra una renta, aunque reducida, que procede del depósito cedido por tu abuelo. -¿Y a pesar de eso crees que debo darle todavía más? -Ni moral ni legalmente estás obligada a ello. Lo que yo pienso es que así te resultará menos cansada y también menos arisca que en los últimos tiempos. Cederemos la asignación en forma de renta y de modo que puedas suprimir la misma cuando te plazca. Pudiera darle por hablar mal de Michael, o de ti, o de los dos a la vez... Sabiendo que está en tus manos suprimir cuando lo desees el nuevo ingreso refrenará su lengua y te librarás de esos ponzoñosos dardos que tan magistralmente sabe lanzar y que de una manera invariable sabe colocar, asimismo, en sus blancos respectivos. -Cora me ha odiado siempre -dijo Ellie-. Estoy bien informada. -A continuación, mi mujer añadió tímidamente-. ¿Te ha agradado Micky, tío Andrew? -Ya he visto que se trata de un joven sumamente atractivo, querida. Me he dado perfecta cuenta del porqué de tu boda con él. Esto era todo lo mejor que podía esperar viniendo del señor Lippincott. Yo no era su tipo. Lo sabía. Cerré la puerta suavemente y a los pocos segundos entró en el dormitorio Ellie en busca mía. Estábamos despidiéndonos de Lippincott cuando alguien llamó a la puerta v entró un botones, portador de un telegrama. Cogió éste Ellie, abriéndolo. Al poco daba un gritito de placer. -Es de Greta -explicó-. Llega a Londres esta noche y vendrá a vernos mañana. ¡Qué estupendo! -Mi mujer nos miró-. ¿Verdad? Ellie vio dos rostros muy graves. Y oyó dos corteses voces que le respondían: -Sí, claro, querida -Desde luego... CAPÍTULO ONCE A la mañana siguiente fui de compras y regresé al hotel más tarde de lo que me había propuesto. Vi a Ellie sentada en el vestíbulo central. Delante de mi mujer descubrí a una |oven alta y rubia. Greta, en efecto. Las dos hablaban por los codos. Nunca se me ha dado bien esto de describir a la gente. Haré otra de mis intentonas con Greta, sin embargo. No se podía negar que era muy bella, tal como me había anticipado Ellie. El señor Lippincott había admitido que era una mujer extraordinariamente hermosa, aunque de mala gana. No es lo mismo bella que hermosa. No se admira a una mujer por el solo hecho de reconocer su hermosura. Lippincott, evidentemente, no sentía ninguna admiración por aquella criatura. Greta venía a ser una de esas mujeres que hacen volver la cabeza a todos los hombres al entrar en un hotel o restaurante. Era un tipo nórdico, con los cabellos recogidos en la parte alta de la cabeza, según la moda imperante por aquellos días. Nada de dejarlos caer a ambos lados del rostro, de acuerdo con la tradición de Chelsea. Parecía lo que era: sueca o alemana del Norte. Con un par de alas hubiera podido presentarse como una valkiria en cualquier

baile de disfraces. Sus ojos eran de un matiz azul claro. Hay que admitirlo: ¡era una gran mujer! Me acerqué a ellas, saludándolas. Procuré estar afectuoso, pero me sentí algo torpe. Me cuesta siempre trabajo fingir. Ellie dijo inmediatamente: -Vaya, Micky, por fin puedo presentarte a Greta. Continuaba sintiéndome nervioso. -Encantado de conocerla, Greta. -Tú ya sabes -manifestó Ellie-, que de no haber sido por ella quizá no hubiéramos podido casarnos. -Tal vez habríamos seguido otro camino -apunté. -Mis familiares se hubieran echado sobre mí, todos a una. No sé qué habría pasado. Dime, Greta: ¿están muy enfadados? -inquirió Ellie-. No me has dicho nada en tus cartas de eso... -Cuando una pareja está disfrutando de su luna de miel hay siempre cosas mejores de qué hablar. -Pero, ¿se enfadaron mucho contigo? -¡Naturalmente! Ya te lo puedes imaginar. Pero en fin, yo estaba preparada ya. Adiviné cuál sería su actitud desde el principio. -¿Qué han dicho? ¿Qué han hecho? -Lo lógico en estos casos -contestó Greta animadamente-. Empezaron por despedirme. -Sí. Supongo que eso era inevitable. Y... ¿y cómo has reaccionado tú? Después de todo no se habrían negado a darte referencias. -Pues se han negado a dármelas, desde luego. Tienen razón, en parte. Yo desempeñaba un puesto de confianza y me aproveché de él. Claro que también he gozado lo mío procediendo así. -Pero... ¿qué vas a hacer ahora? -¡Oh! Ya tengo una colocación a la vista. -¿En Nueva York? -No. Aquí, en Londres. Es un puesto de secretaria. -¿Y estás contenta? -Querida Ellie: ¿cómo no voy a estar contenta con ese cheque que me enviaste, anticipándote a lo que iba a pasar cuando estallara el trueno gordo? El inglés de Greta era muy bueno. No se advertía en él ningún acento extraño, pero se inclinaba hacia el uso de expresiones idiomáticas que no siempre venían a cuento. -He visto un poco de mundo... Ahora fijaré mi residencia en Londres, dedicándome a comprar las cosas que necesito con ese propósito. -Micky y yo hemos adquirido ya bastantes para nuestra casa -dijo Ellie sonriendo. Cierto. Habíamos ido de compras por todo el Continente. Era maravilloso aquello de poder gastar el dinero sin restricciones de ningún tipo. Habíamos traído encajes y telas de Italia; habíamos comprado muchos cuadros en Roma y París, pagando por ellos precios que parecían fabulosos. Habíase abierto ante mí un mundo inédito en el que no había soñado jamás entrar. -Los dos parecéis sentiros muy felices -declaró Greta Andersen. -No has visto nuestra casa todavía -contestó Ellie-. Va a ser algo espléndido. Va a ser tal como la soñamos, ¿verdad, Micky? -Sí la he visto -manifestó Greta-. Al poco de llegar a Inglaterra alquilé un coche y me trasladé a ella. -¿Y qué? -¿Y qué? -pregunté yo también.

-Pues... Greta movió la cabeza de un lado para otro. Ellie se quedó terriblemente desconcertada. Pero a mí no me engañó nuestra visitante. Greta se estaba divirtiendo a nuestra costa. Si se me jasó la idea por la cabeza de que su broma no era de buena ley, aquélla apenas pudo arraigar en mí. Greta soltó la carcajada. Era una risa estruendosa la suya, que nacía que las personas que estaban cerca de nosotros nos miraran. -Debierais haberos visto en un espejo los dos. Especialmente tú, Ellie. ¡Qué caras habéis puesto! He querido bromear. La casa es estupenda. Vuestro arquitecto es un genio. -Sí -dije-. Se sale de lo corriente. ¡Ah! Y espere a conocerle... -¡Si ya le conozco! Estaba allí el día que visité la casa. En efecto, es extraordinario. Al principio, la asusta a una, ¿no le parece? -¿Que asusta? -pregunté sorprendido-. ¿En qué sentido? -Pues no lo sé. Es igual que si mirara a las personas con quien habla como si las atravesara... Esto es algo que siempre resulta desconcertante. -Greta añadió-: Parece ser que se encuentra bastante enfermo. -Lo está. Está muy enfermo, efectivamente. -¡Qué lástima! ¿Qué le pasa? ¿Tuberculosis, quizá? -No. No creo que sea tuberculosis lo suyo. Me parece que se trata de algo relativo a... la sangre. -Ya. Pero ese hombre debiera tener cuidado con los médicos, quienes a veces matan cuando creen curar. Bueno... No pensemos en estas cosas ahora. Ocupémonos de la casa. ¿Cuándo estará terminada? -Me inclino a creer que muy pronto, a juzgar como marcha todo. Nunca me imaginé que fuera eso tan de prisa -manifesté. -¡Oh! Son efectos del dinero... Horas extraordinarias, primas a la producción y todo lo demás. Tú no te das cuenta cabal, Ellie, de lo maravilloso que es disponer de dinero en completa abundancia. Yo lo sabía ya. Había aprendido mucho a lo largo de las semanas precedentes. Por mi matrimonio con Ellie había penetrado en otro mundo completamente distinto del que había conocido, que no tenía nada que ver con el que yo me imaginara desde fuera. Era mucho mejor. No podía facilitarme una visión justa la afluencia esporádica de una elevada suma a mis bolsillos durante mi existencia precedente. El mundo de Ellie constituía algo especial. No se amoldaba a mis ideas de otro tiempo cuando pensaba en lujos y más lujos. No se trataba ya de cuartos de baño de dimensiones enormes, de casas espaciosas, de lámparas en abundancia, de soberbias comidas y fastuosos coches. No se concretaba en gastar por gastar y con el fin primordial de deslumbrar a la gente. Todo era curiosamente sencillo. Dentro de él no se ansia poseer tres yates y cuatro coches, igual que no se desea hacer seis comidas, sino tres al día. Y cuando se compran cuadros se compra uno, porque quizás ése sea el más indicado para una habitación. Todo es así de simple. Lo que sí es verdad es que, se tenga lo que se tenga, viene a ser lo mejor de su clase. Se quiere algo y se quiere porque no existen razones para privarse de ello. No se da el momento en que uno piensa: «Creo que voy a pasarme sin esto porque no me lo puedo costear.» Yo tanta simplicidad no la comprendo o me cuesta trabajo comprenderla. Una vez estábamos contemplando, Ellie y yo, un cuadro impresionista francés. Un Cézanne me parece. Tuve que aprenderme este nombre cuidadosamente. Y luego, mientras caminábamos por las calles de Venecia, nos detuvimos en ciertos sitios

para contemplar los trabajos de los artistas callejeros. Eran cuadros terribles, destinados a los turistas. Todos me parecían iguales. Generalmente, retratos con blancos y brillantes dientes, con la habitual cabellera lacia sobre los hombros del modelo... Y Ellie acabó adquiriendo una diminuta pintura, en la que se veía un trozo de canal. Le costó unas seis libras. Lo extraño es que Ellie había mostrado tanto interés por aquel cuadro como por el Cézanne. Algo semejante ocurrió un día en París; me dijo: -Sería estupendo; Micky... ¿Qué te parece si comprásemos unos de esos panes franceses, crujientes, apetitosos y nos los comiéramos con un poco de mantequilla y uno de esos quesos que venden envueltos en hojas? Es lo que hicimos. Y estoy seguro de que Ellie disfrutó con aquel refrigerio simplicísimo más que con la cena del hotel de la noche anterior, cuyo coste se elevó a veinte libras. Primeramente, yo no acertaba a comprender esto, pero luego empecé a entenderlo. Lo de estar unido a Ellie no suponía diversión y pasatiempo a toda hora. Había que saber entrar en los restaurantes, saber pedir una comida, saber dar una propina oportuna, y hasta incrementar ésta cuando se solicitaba algún servicio especial. Era preciso recordar lo que se bebía con determinados platos. Me volví observador, un procedimiento como otro cualquiera para asimilar enseñanzas. No podía estar preguntándole siempre a Ellie porque no me habría entendido. Me habría dicho: «Querido Micky: tú puedes pedir lo que se te antoje. ¿Qué más te da que los camareros piensen que con ese plato hubieras debido solicitar otro vino?» A ella le tenía eso sin cuidado porque había nacido en aquel ambiente. Mi caso era diferente. Con las ropas pasaba otro tanto. Aquí, Ellie me era de más utilidad. Comprendía mejor lo que me sucedía. Me condujo a los sitios clave, diciéndome que me dejara aconsejar. Desde luego, mi aspecto y mi modo de conducirme no encajaban todavía por completo en aquel ambiente. Aprendí a alternar, sin embargo, a estar entre Lippincott y la madrastra de Ellie, entre los tíos de mi mujer cuando hicieron acto de presencia. Pero yo me decía que tal cuestión iba a contar poco en el futuro. Terminada la casa, nos trasladaríamos a ella, alejándonos de todos. Sería nuestro reino. Miré a Greta, sentada delante de mí. ¿Qué pensaría en realidad de nuestra casa?, me pregunté. Bueno, era lo que yo había estado ansiando. Me satisfacía totalmente. Muchos días, por el camino privado, bajaría hasta una caleta, a nuestra playa particular. Nadie nos vería desde tierra. La playa no podía compararse con aquellos lugares públicos dentro de los cuales los bañistas se cuentan por centenares, por millares. A mí no me apetecían las cosas de los ricos carentes de sentido. Yo quería -aquí estaban las palabras de nuevo, las mías personales-, yo quería, quería... Esto me sale de muy adentro. Quería una mujer maravillosa a mi lado, una casa que no se pareciera a ninguna otra, una casa estupenda llena de cosas extraordinarias. Y cosas que me pertenecieran. Todo tenía que ser mío. -Estás pensando en nuestra casa -declaró Ellie. Creo que ella había sugerido dos veces que pasásemos al comedor. La miré con afecto. Por la noche, cuando nos vestíamos para salir a cenar, Ellie dijo, queriendo tentarme: -Micky... ¿Te ha agradado Greta?-Naturalmente que me ha agradado. -Me hubiera disgustado mucho de haber ocurrido lo contrario. -Bueno, ¿v qué te ha hecho pensar que podía haberme disgustado?

-No sé... la mirabas con mucha frialdad mientras estabas hablando. -Supongo que eso ha sido efecto de mis nervios. -¿Te ha puesto nervioso Greta? -Sí. La joven impone un poco. Le expliqué que Greta se me había antojado una especie de valkiria. Los dos nos echamos a reír. -A ti te parece normal todo lo que atañe a su persona porque la conoces desde hace años. Es una criatura. . Bien. Yo la veo eficiente, práctica y muy mundana -emprendí un forcejeo mental con diversos conceptos que no eran lo más adecuados al caso. De repente, manifesté-: Me siento... en situación de inferioridad a su lado. -¡Oh, Micky! Sé comprensivo... Teníamos muchas cosas de qué hablar: viejas bromas, sucesos anteriores a nuestra reunión de ahora... Sí, claro. Te sentiste por unos momentos algo aparte, algo olvidado. Pero ya verás... Dentro de poco seréis buenos amigos. A ella le has agradado. Le agradaste mucho. Así me lo dijo. -Era un detalle obligado. -No, no. Greta es una mujer muy franca. Ya oíste lo que dijo... Desde luego, Greta no se había mordido la lengua durante la comida. Había hablado dirigiéndose más bien a mí, declarando entre otras cosas: -A usted debió de extrañarle en alguna ocasión el interés con que respaldaba a Ellie, pese a no conocerle... Sucedía, sencillamente, que me sentía irritada. Los familiares de esta criatura la obligaban a llevar una vida terrible. No pensaban más que en su dinero, aferrados a unas ideas ya anticuadas. A Ellie no se le había presentado jamás la ocasión de divertirse realmente. No había podido ir a ningún lado sola, ni hacer lo que le gustaba hacer... Quería rebelarse contra el yugo de los demás, pero ni siquiera sabía cómo. Por eso la ayudé. Le sugerí que se buscase una propiedad en Inglaterra. Luego, le indiqué, al cumplir los veintiún años, que comprara la que más le agradase y que después dijese adiós para siempre a toda la pandilla de Nueva York. -Greta siempre ha tenido ideas estupendas -comentó Ellie-. Año tras año, ha pensado en cosas que a mí no se me habrían ocurrido jamás. ¿Cuáles eran las palabras que Lippincott pronunciara ante mí? «Ejerce demasiada influencia sobre Ellie.» Me pregunté si esto era absolutamente cierto. Lo extraño era que yo creía que no. Me dije que en Ellie había algo que Greta no había alcanzado aún. Ellie estaba ya convencido de esto, aceptaría cualquier idea que guardase relación con las que deseaba concebir. Greta había predicado la rebelión y mi mujer ansiaba rebelarse, sólo que no sabía por dónde empezar. No obstante, yo albergaba también la convicción de que Ellie -ahora que la conocía mejor, podía decirlo-, era una de esas personas que guardan en su seno inesperadas reservas. Juzgaba a mi esposa capaz de tener un arranque propio si se lo proponía. Lo malo era que no se veía asaltada a menudo por tal deseo. Pensé en lo difícil que es hacerse entender por la gente. Aun de Ellie. Incluso de Greta. Incluso de mi propia madre, tal vez... Aquella manera de mirarme, con el temor reflejado en sus ojos... Saqué a colación al señor Lippincott. Mientras pelábamos unos melocotones de exagerado tamaño, manifesté: -El señor Lippincott parece haber encajado muy bien nuestro matrimonio. A mí me sorprendió un poco su actitud. -El señor Lippincott -declaró Greta-, es un viejo zorro. -Siempre dijiste lo mismo de él, Greta -medió Ellie-. Yo le veo, sin embargo, de otro modo. Eso sí, es muy recto, le gustan las cosas claras...

-Tú piensa de él lo que se te antoje -contestó Greta-, pero la verdad es que, en tu lugar, yo no me fiaría de él ni un pelo. -¡Mujer! -exclamó Ellie. Greta denegó con un movimiento de cabeza. -Ya sé. Viene a ser el baluarte de la respetabilidad y la confianza. Es como todo abogado debiera ser. Ellie sonrió, inquiriendo: -¿Quieres insinuarme que se ha aprovechado de mi dinero? No seas tonta, Greta. Se llevan muchos documentos, hay comprobaciones periódicas... -¡Oh! Estoy segura de que tiene todos sus papeles en orden. Pero es que esa clase de gente, la que tiene a todas horas bien atados los cabos, es la que acaba haciéndola más sonada. Hay que desconfiar muchas veces de aquellos que inspiran tanta confianza, valga la paradoja. Son los que un día dan lugar a estos comentarios: «Jamás habría pensado esto del señor A o el señor B. Era el último hombre del mundo que yo me figurase...» Sí, querida... Ellie, pensativa, declaró que su tío Frank era menos de fiar y que no se hubiera sentido extrañada de habérsele comunicado que había cometido alguna acción censurable. -Bueno. A ése lo que le pasa es que tiene la cara del granuja clásico -dijo Greta-. Eso supone una gran desventaja para él. Nunca se hallará en condiciones de llegar a ser un granuja de grandes vuelos debido a tal circunstancia. -¿Qué clase de parentesco os une, Ellie? ¿Era tío Frank hermano de tu padre? -inquirí yo, siempre confuso cuando se hablaba de los familiares de mi mujer. -Era el esposo de la hermana de mi padre -aclaró Ellie-. Ella le dejó al casarse con otro. Murió hace seis o siete años. Tío Frank se ha mantenido unido a nuestra familia pese a todo. -Hay tres, en total -explicó Greta, amable, servicial-. Tres auténticas sanguijuelas. Los tíos de Ellie murieron. Uno en Corea y el otro en un accidente de automóvil. Los miembros de la familia que subsisten son una maltrecha madrastra, el tío Frank, el primo Reuben, a quien ella llama tío, pese a ser solamente lo que he dicho, primo, Andrew Lippincott y Stanford Lloyd. -¿Quién es Stanford Lloyd? -pregunté desorientado. -¡Oh! Otro albacea, ¿no, Ellie? De todas maneras, él tiene que ver con tus inversiones y todo lo demás. Lo cual no ofrece especiales dificultades, ya que cuando se tiene tanto dinero como Ellie, la cuenta corriente aumenta incesantemente. Ésos son los elementos principales del grupo familiar circundante, con los que sostendrá continuas reacciones a no mucho tardar. Desde luego, querrán estudiarle desde todos los puntos de vista. Lancé un gemido, mirando a Ellie. Esta me di]o suave, dulcemente: No te preocupes, Micky. Se alejarán de nosotros muy pronto. CAPÍTULO DOCE Hicieron acto de presencia, naturalmente. Ninguno de ellos se quedó mucho tiempo. En aquella ocasión, no. En aquella primera visita fueron a echarme un vistazo. Me entendí difícilmente con ellos porque, desde luego, todos eran americanos. Se trataba de tipos con los que no me hallaba muy familiarizado. Alguno me resultó agradable. Tío Frank, por ejemplo. Estaba de acuerdo con las manifestaciones de Greta. No hubiera confiado un solo momento en él. Era un hombre corpulento con un poco de barriga, con unas bolsas debajo de los ojos que le daban el aspecto de una persona disipada. Me imagino que la impresión

respondía a la realidad, en parte. Vivía pendiente de las mujeres, pensé, y... de las oportunidades que se pusiesen a su alcance. Me pidió dinero prestado una o dos veces. Eran sumas pequeñas suficientes para mantenerle en su línea de vida un día o dos. Pensé que realmente no necesitaba el dinero, que lo que pretendía era efectuar sondeos para comprobar si yo cedía en la cuestión de los préstamos con facilidad. Fue una preocupación para mí aquello porque no sabía qué camino tomar, no sabía qué era lo más conveniente. ¿Qué hubiera sido mejor? ¿Negarme tajantemente, haciéndole entrever que yo era un avaro o mostrarme despreocupadamente generoso, sentimiento que estaba muy lejos de experimentar? « ¡Al diablo, tío Frank!», me dije. Cora, la madrastra de Ellie, fue la persona que me interesó más. Era una mujer de cuarenta años bien llevados, de tintados cabellos y modales muy efusivos. Con Ellie era pura miel. -No hagas caso de las cartas que te escribí, Ellie. Tienes que hacerte cargo: tu casamiento nos causó una honda impresión. Lo llevaste todo muy en secreto. Ya sé que f ue Greta, sin embargo, quien te ayudó a proceder así. -No hay por qué echarle la culpa a Greta de lo ocurrido -contestó Ellie-. No quise que os disgustarais... Pensé que... bueno, que cuanto menos alboroto se armara... -Reflexiona, Ellie, querida... Stanford Lloyd y Andrew Lippincott se enfadaron mucho. Se figuraban que todo el mundo diría que no había cuidado suficientemente de ti. Desde luego, no tenían la menor idea sobre Micky. No tenían elementos de juicio suficientes para saber que habías dado con un joven encantador. Y a mí me pasaba lo mismo, claro. Cora me obsequió entonces con una dulcísima sonrisa. La más falsa de cuantas había visto mi vida en un rostro femenino. Cora, indudablemente, me odiaba con toda su alma. Comprendía su buena disposición hacia Ellie. Andrew Lippincott, a su regreso a América, le había hecho algunas prudentes advertencias. Ellie iba a vender algunas de las propiedades de que disponía en aquel país, por el hecho de haberse decidido a vivir en Inglaterra, pero pensaba asignarle una cifra a Cora, para que ésta pudiera quedarse donde quisiera. Nadie mencionó para nada al esposo de la madrastra. Me figuré que él ya se había ocupado efe instalarse cómodamente en una u otra parte del mundo y que no había desaparecido solo. Deduje de aquella situación que era inminente un nuevo divorcio. Esta vez no había que pensar en ¡a cómoda subvención para alimentos... Cora había contraído matrimonio por entonces con un nombre mucho más joven que ella, con más atractivos físicos que bienes de fortuna. La madrastra necesitaba aquel dinero de Ellie. Era una mujer de gustos muy extravagantes. Desde luego, Andrew Lippincott le habría dicho que la asignación proyectada podía desaparecer en el caso de que Ellie lo decidiera así. No le convenía, por tanto, dar motivos. Uno de ellos podía ser la crítica virulenta del esposo de la joven. El primo Reuben, o tío Reuben, no se desplazó. Escribió a Ellie una carta redactada a la ligera, que no le comprometía lo más mínimo, deseándole que fuera muy feliz en su matrimonio. Ponía en duda que le gustase vivir en Inglaterra. «Si efectivamente te desagrada vivir ahí, Ellie, apresúrate a regresar a Estados Unidos. No creas que aquí no se te va a recibir bien. Cuenta, por lo menos, con la cariñosa bienvenida de tu tío Reuben.» -Este hombre parece ser una buena persona, a juzgar por el tono de su carta -dije a Ellie. -Sí -replicó mi mujer, pensativa.

No parecía estar muy convencida... -¿Quieres realmente a esas personas, Ellie? -inquirí-. ¿O estimas que no debiera hacerte esa pregunta? -Por supuesto, tú, Micky, puedes hacerme todas las preguntas que se te antojen... Ellie, no obstante, guardó silencio un buen rato. Finalmente, me dijo, como si acabara de tomar una decisión: -Me parece que no las quiero, Micky. Tal vez sea porque no existe entre nosotros un parentesco real. Por sus venas no circula la misma sangre que por las mías. Quise a mi padre y es lo poco que conservo de su recuerdo. Mi padre fue un hombre de carácter débil y mi abuelo sufrió una gran desilusión con él al comprobar que no servía para llevar sus asuntos adelante. No le atraía el mundo de los negocios, ni tenía mucha cabeza para ellos. Le agradaba, sobre todas las cosas, irse a Florida, donde se dedicaba a la pesca. Más adelante, contrajo matrimonio con Cora. Cora no me ha dicho nunca nada, ni yo a ella, seguramente. De mi madre no me acuerdo. Quería bastante a mis verdaderos tíos, Henry y Joe. Eran muy chocantes. En algunos aspectos más que mi padre. Él era en definitiva, creo, un hombre callado, y triste. Pero mis tíos se divirtieron de lo lindo. Tío Joe el más inquieto... Lo que ocurre muchas veces: disponía de mucho dinero. Fue él quien falleció en accidente automovilístico; el otro murió combatiendo en Corea. Mi abuelo era un hombre enfermo por entonces y supuso un terrible golpe para él la desaparición de sus tres niños. Cora no le convencía y le tenían sin cuidado otros familiares más remotos. Tío Reuben, por ejemplo. Decía que nadie sabía a qué atenerse nunca con Reuben. He aquí la razón de que tomara sus medidas para lograr una justa y segura administración de su dinero en el futuro. Parte de él fue a parar a museos y hospitales. Dejó a Cora con sus necesidades ampliamente cubiertas y tampoco quedó mal el esposo de su hija, el tío Frank. -Sin embargo, la mayor parte de la fortuna había de ser para ti, ¿no? -Sí. Y me parece que eso fe produjo no pocas inquietudes. Hizo lo posible para preservar el dinero de toda suerte de peligros. -Valiéndose de tío Andrew y de Stanford Lloyd, un abogado y un banquero. -Eso es. Mi abuelo no cayó en la cuenta de que yo podía cuidar perfectamente de mi herencia. Lo raro es que me permitiera entrar en posesión del dinero al cumplir los veintiún años de edad. No me hizo esperar hasta los veinticinco. Así procede mucha gente. Me imagino que adoptó tal decisión por ser yo una chica. -¡Qué extraño! -exclamé-. Precisamente por ello, me hubiera parecido más propia la otra decisión. Ellie movió la cabeza a un lado y a otro. -No. Yo creo saber lo que mi abuelo pensaba... Estimaba que los jóvenes varones son siempre más inquietos y desordenados, hallándose propensos a que las rubias de perversos designios terminen por dejarles en la calle. En estas condiciones, cuanto más tiempo tarde el heredero en hacerse cargo de lo suyo, mejor. « Sin embargo, una vez me dijo: "Si una chica ha de tener sentido de veras, lo poseerá a los veintiún años. Da lo mismo que se le haga esperar cuatro años más. Si va a ser una estúpida lo será de todos modos más adelante." También me comunicó en más de una ocasión -Ellie me miró sonriendo-, que no me tenía por tonta. "Puede que no sepas mucho de la vida, Ellie, pero observo que eres una chica juiciosa", añadió.» -A mí me parece que yo no le hubiera caído bien a tu abuelo -manifesté, pensativamente.

Ellie era una chica sincera en extremo. No intentó hacerme ver lo contrario. Estimaba que lo que yo acababa de decir era la verdad. -Tienes razón, Micky. Creo que se habría quedado asombrado al enterarse de mi elección. Eso, para empezar. Pero hubiera tenido que acostumbrarse a ti. -¡Pobre Ellie! -exclamé repentinamente. -¿Por qué me dices eso ahora? -Te lo dije ya en otra ocasión, ¿no te acuerdas? -Sí. Me llamaste «pobre chica rica». Estabas en lo cierto, querido. -Mis palabras no han tenido el mismo sentido ahora -expliqué-. No he querido decir que eras pobre por ser rica. He pretendido aludir... -vacilé-. Hay demasiada gente en torno a ti. Hay demasiados personajes que aspiran a sacarte lo que sea, no importándoles tú a ellos en realidad un bledo. ¿No es verdad lo que estoy diciendo, Ellie? -Me inclino a pensar que tío Andrew se preocupa verdaderamente con mis asuntos -contestó Ellie, no muy convencida- Siempre ha sido muy amable conmigo, muy atento y simpático. En cuanto a los otros... No. No hay nada. Lo único que quieren de mí es algo, algo... -Siempre van a andar a tu alrededor mendigando... Te pedirán dinero, favores... Querrán, un día tras otro, que les saques siempre de todos sus apuros. Estarán siempre encima de ti, de ti, de ti... -Bueno, eso es natural -repuso Ellie, calmosamente-. Pero ya he terminado con ellos. Voy a quedarme a vivir en Inglaterra. Les veré poco... Estaba equivocada en este punto, pero entonces Ellie no lo sabía. Apareció Stanford Lloyd más adelante. Era portador de documentos que Ellie tenía que firmar; necesitaba su conformidad a las últimas inversiones efectuadas. Habló con mi mujer de ellas, de ciertas acciones, de determinadas propiedades, de la administración del depósito que hiciera tiempo atrás el abuelo. Todo aquello era latín para mí. No podía ayudar a Ellie en nada, no me era posible darle ningún consejo. No habría podido impedir que Stanford Lloyd la engañara, de haberse éste propuesto tal cosa. Esperaba que no hubiese nada de eso... Ahora bien, ¿qué seguridades podía albergar un hombre como yo, un ignorante en aquellas y otras muchas materias por el estilo? Había algo en Stanford Lloyd que resultaba demasiado bueno para ser cierto. Era un banquero y tenía aspecto de tal. No muy joven, tenía un aspecto magnífico. Fue muy cortés conmigo. Pensaba pestes de mi persona, pero hizo cuanto estuvo en su mano para disimularlo. -¡Vaya! -exclamé cuando el hombre se hubo marchado-. Ése era el último lobo de la manada. -En general, esa gente no te ha caído bien, ¿eh? -Yo creo que Cora, tu madrastra, es una perra de dos caras y de marca mayor. Lo siento, Ellie... Tal vez no debiera expresarme en estos términos. -¿Por qué no, si es lo que realmente piensas? Y me figuro que no andas muy desencaminado, Micky. -Tienes que haberte sentido muy sola en ocasiones, Ellie. -Sí. He vivido muy sola, en efecto. Tuve amigas de mi edad. Fui a un colegio muy distinguido. Pero nunca me sentí realmente libre. Cuando trababa amistad con alguien me separaban de la persona elegida, buscándome otra amiga como sustituta de la anterior. ¿Te das cuenta? En todo influía la cuestión social. A veces protestaba, armaba algún alboroto, pero el conato de rebeldía no prosperaba. La verdad era que no sentía interés por nadie... Hasta que apareció en mi vida Greta.

Luego, todo fue distinto. Por primera vez en mi vida daba con alguien por quien sentía hacia mí un auténtico afecto. Fue una experiencia maravillosa. La expresión del rostro de Ellie se tornó más dulce. -A mí me gustaría... -Empecé a decir en el momento en que me volvía hacia uno de los ventanales de la habitación. -¿Qué es lo que a ti te gustaría? -¡Oh! No sé... Quisiera, quizá, que no dependieras tanto... de Greta. No es buena nunca una relación como la vuestra, tan extremada. -Lo que sucede es que Greta no te es simpática, Micky. Me apresuré a protestar. -No es eso, Ellie, te lo aseguro. Greta es una joven muy agradable. Sé comprensiva, sin embargo... Para mí es, todavía, una desconocida. Bueno. Enfrentémonos claramente con la verdad: me inspira celos. Siento celos (no lo había comprendido antes), al veros tan compenetradas. -Vamos, Micky. ¡No puedes ser así! Piensa que Greta ha sido la única persona que se ha portado del todo bien conmigo, que me ha demostrado afecto, cariño... Hasta que te conocí a ti. -Pues ya me tienes a mí -contesté-. Te has casado conmigo, Ellie -a continuación añadí lo que había dicho en otras ocasiones-: Vamos a vivir jun-tos el resto de nuestras vidas, siempre felices... CAPÍTULO TRECE Estoy haciendo todos los esfuerzos posibles (lo cual no es decir mucho), para describir a las personas que entraron en nuestra cotidiana existencia, mejor dicho, en la mía, ya que alentaban con anterioridad en la vida de Ellie. Nuestro error se centró en la creencia de que desaparecerían de una vez. Ni hablar. No abrigaban la menor intención de perderse de vista. Sin embargo, no nos dimos cuenta de ello en su día. Lo que importaba entonces era nuestro asentamiento en Inglaterra. Nuestra casa quedó terminada. Recibimos un telegrama de Santonix, quien nos había pedido poco antes que no le visitásemos hasta que hubiera transcurrido una semana. El telegrama decía, sencillamente: «Venid mañana.» Salimos en el coche y llegamos al lugar a la puesta del sol. Santonix, que había oído el automóvil cuando se acercaba al sitio, fue a nuestro encuentro. Cuando yo contemplé nuestra casa, sentí que algo se removía muy dentro de mí. ¡Estaba ante mi casa! ¿Era un sueño acaso aquello? ¡Por fin lo habla conseguido! Sujeté a Ellie por un brazo, oprimiéndoselo con fuerza. ¿Os gusta? -inquirió Santonix. -No se puede mejorar -contesté. Aquello era una sandez, pero, en fin, Santonix me entendía perfectamente, sabía lo que había querido expresar. Sí. Creo que no he hecho nunca nada igual... Os cuesta mucho dinero, pero responde a lo invertido. Me he pasado del presupuesto. Venga, Micky... Coge a tu mujer en brazos y cruza el umbral cíe vuestro hogar. ¿No e» lo mandado en estos casos? Me ruboricé. Recuerdo que hasta me ruboricé. Ellie pesaba muy poco... Hice lo que el arquitecto había sugerido. Por cierto que nada más dejar atrás la puerta di un leve traspié. Noté que Santonix fruncía el ceño.

-Ya está -dijo el arquitecto-. Sé bueno con ella, Micky. Cuídala. Procura que no le suceda nada malo. Ellie no puede valerse por sí misma del todo, aunque piense lo Contrario. -¿Qué puede pasarme de malo aquí? -inquirió mi mujer. -Vivimos en un mundo amenazador, Ellie -respondió Santonix- Y tienes gente mala a tu alrededor. Lo sé muy bien. He visto una o dos personas de esas. Han venido a husmear por esta finca, como ratas asquerosas que son. Perdona que te hable con tanta franqueza, pero es que alguien tenía que decírtelo, hija. -Nadie nos molestará aquí -manifestó Ellie-. Todos van a emprender el regreso a Estados Unidos. -Es posible, pero no olvides que Estados Unidos se encuentra solamente a unas horas de avión de este lugar. El arquitecto dejó caer sus manos sobre los hombros de Ellie. Eran ahora aquéllas muy finas, muy blancas también. Santonix daba la impresión de encontrarse muy enfermo. -Yo estaría pendiente de ti, Ellie, de serme posible. Pero no hay nada que hacer. Ya no duraré mucho... tendrás que aprender a protegerte. -Basta de supersticiones gitanas, Santonix -medié-. ¿Por qué no nos enseñas la casa? A eso hemos venido. Muéstranos hasta sus últimos detalles. Hicimos el recorrido. Alguna de las habitaciones de la vivienda se hallaban vacías. No obstante, allí se encontraban muchos de los artículos que habíamos ido comprando: cuadros, muebles, cortinas... De pronto, Ellie dijo: -No hemos pensado en un nombre para la finca. No podremos llamarla «Las Torres»... Sería absurdo. ¿Cuál era el otro nombre de que hablaste una vez? -preguntó mi mujer, mirándome-. El «Campo del Gitano», ¿no? -No quiero que sea llamado así -repliqué, tajante- No me gusta... -Es la denominación que ha recibido siempre la propiedad en estos contornos -señaló Santonix. -Aquí no hay más que gente supersticiosa. Tomamos asiento en la terraza, contemplando la puesta del sol y el panorama que se divisaba desde allí. Seguimos pensando en un nombre que resultara adecuado para la casa. Estuvimos entregados a una especie de juego. Se nos ocurrieron verdaderas tonterías: «Fin de Viaje», «Delicias del Corazón», y otros nombres que hacían pensar más en pensiones aldeanas que en otra cosa: «Los Pinos», «Mar y Cielo», «El Hogar Entrañable», etcétera. Unos minutos después reinaba una oscuridad casi absoluta a nuestro alrededor y pasamos al interior del edificio. No corrimos las cortinas que habían sido instaladas. Nos limitamos a cerrar las ventanas. Habíamos llevado con nosotros algunas provisiones. Al día siguiente se presentaría allí el personal de la servidumbre. -Es probable que a nuestros criados les parezca esto muy solitario y que nos dejen en seguida solos -aventuró Ellie. -Si les doblas el sueldo, se quedarán -aseguró Santonix. -Tú, Santonix, estás convencido de que con dinero se compra todo -replicó Ellie, riéndose. Habíamos comprado páte en coúte, pan tierno y algunas largas y rosadas quisquillas. Nos sentamos alrededor de la mesa comiendo y riendo constantemente. Santonix parecía hallarse más animado y fuerte que nunca. Sus ojos, muy brillantes, denotaban bien notoriamente una curiosa agitación en él.

Y luego... De pronto, una piedra que había entrado por la ventana, se estrella contra la mesa, rompiendo un vaso de vino. Un trocito de vidrio hirió a Ellie en una de las mejillas. Por unos instantes, nos quedamos los tres paralizados. Después, me levanté de un salto echando a correr hacia la ventana. Seguidamente pasé a la terraza. No vi a nadie y regresé a la habitación. Cogí una servilleta de papel y me acerqué a Ellie, secando con ella el hilito de sangre que acababa de aparecer en la cara de mi mujer. -Te ha hecho una pequeña herida. Bueno, querida, no es nada. Se trata de un corte insignificante, no te asustes. Mis ojos tropezaron con los de Santonix. -¿Por qué? -inquirió, nerviosa, Ellie-. ¿Esto, por qué? Estaba desconcertada. -Obra de los chicos de por aquí, de algunos gamberros. Saben seguramente que vamos a instalarnos en la casa. Suerte que sólo han arrojado una piedra. Lo mismo podían haber preterido como arma ofensiva una escopeta. O una ametralladora. -Pero ¿…por qué han de hacernos esto? Por qué, Micky? -insistió Ellie. -Lo ignoro -respondí-. Es placer de hacer el mal por el mal mismo. Ellie se puso en pie. -Tengo miedo, Micky. -Mañana averiguaremos quién es el autor de la hazaña -afirmé-. Tenemos pocos informes acerca de la gente de los alrededores. -¿Piensan, acaso, en que nosotros somos ricos y ellos son pobres? -dijo Ellie. La pregunta fue dirigida a Santonix y no a mí, como si el arquitecto fuese capaz de contestarla con exactitud. -No -respondió Santonix midiendo mucho sus palabras-. No creo que sea eso... Ellie prosiguió diciendo: -Nos odian, quizá... Me odian a mí. Y también a Micky. ¿Por qué razón? ¿Por qué? ¿Tal vez porque nos ven felices? Santonix tornó a hacer un movimiento denegatorio de cabeza. Mi mujer dijo ahora, como mostrándose de acuerdo con él: -No. Es otra cosa. Hay algo más. Es algo de lo cual nosotros no sabemos una palabra. «Campo del Gitano». Todo aquel que viva aquí atraerá sobre su persona el odio de los demás. Se verá perseguido. Quizá se hayan propuesto echarnos de aquí... Llené un vaso de vino y lo puse entre las manos temblorosas de Ellie. -Por favor —dije en tono de súplica-. No me gusta oírte decir eso. Tómate un sorbo de vino. Lo sucedido no puede ser más desagradable. Tiene que tratarse, sin embargo, de una broma tonta, de una ruda payasada. -Me estaba preguntando -manifestó Ellie-, si...me preguntaba... -me miró con extraordinaria fijeza-. Alguien se ha propuesto lograr que salgamos de aquí, Micky. Quieren que abandonemos la casa que hemos hecho construir, la casa que nosotros amamos... Repliqué con firmeza: -No consentiremos que esa gente se salga con la suya -declaré-. Yo cuidaré de ti, Ellie. Nadie va a causarte ningún daño aquí. Mi mujer volvió a mirar al arquitecto. -Tú has estado aquí mientras levantabais la casa. ¿Se acercó alguien a ti para decirte lo que fuese en alguna ocasión? ¿Ha habido alguien que pusiese obstáculos, que dificultara la construcción de este edificio? -¿Se han producido accidentes?

-¿En qué obra no los hay, Ellie? No ha habido nada serio, de carácter trágico. Lo de siempre; un hombre que resbala y se cae de una escalera o andamio, alguien a quien se le cae la carga sobre los pies, un obrero que se clava una astilla de madera en la mano, hiriéndose levemente... -¿No ha pasado nada más que eso? ¿No ha sucedido nada que revele una intención especial...? -No, Ellie -dijo Santonix-. ¡Te juro que no! Mi mujer me miró. -Acuérdate de aquella gitana, Micky. ¡Qué actitud más rara la suya aquel día! Me avisó... Me dijo que no me acercara por aquí. -Estaba algo chiflada, un poco mal de la cabeza. -Hemos construido una casa en el «Campo del Gitano» -manifestó Ellie-.Hemos llevado a cabo una cosa que ella nos dijo que no hiciéramos. -Mi mujer estampó un pie en el suelo-. ¡No consentiré que me echen de aquí! ¡Nadie logrará hacerme salir de esta casa! -Nadie va a salirse con la suya en este aspecto. Hemos de vivir felices dentro de estas paredes. Habíamos hablado como si estuviésemos en aquellos instantes retando al destino... CAPÍTULO CATORCE Tal fue el comienzo de nuestra existencia en común dentro del «Campo del Gitano». No conseguíamos dar con otro nombre para la propiedad. La primera velada lo dejó impreso en nuestras mentes. -Llamaremos a esto el «Campo del Gitano», como se ha llamado siempre -señaló Ellie-. Así demostraremos a la gente que ciertas creencias disparatadas no significan nada en absoluto, para nosotros. ¿Te parece bien? La finca es nuestra... ¡Al diablo con la maldición del legendario personaje! Al día siguiente volví a ver a Ellie tan animada como siempre. Estuvimos ocupados ordenando nuestros efectos. Quisimos conocer los alrededores, pretendíamos trabar relación con los vecinos. Nos acercamos a la casucha en que vivía la gitana. Pensé que todo marcharía bien si la sorprendíamos casualmente cavando en su jardín. Ellie sólo la había visto en una ocasión... No logramos localizarla. La puerta de la casa estaba cerrada. Pregunté a un vecino si era que había fallecido... -Tiene que haberse marchado -nos dijeron-. Desaparece de cuando en cuando, ¿sabe usted? Es como todas las gitanas. La casa se le cae encima. Prefiere vagar por ahí. Cuando se cansa, vuelve -nuestro informador se tocó la frente-. No anda bien de aquí. El vecino, después, intentando disimular su curiosidad, nos preguntó: -Ustedes son los dueños de la casa de ahí arriba, ¿no? Me refiero a la nueva... -Cierto -respondí-. Nos trasladamos a ella ayer a la noche. -Un sitio maravilloso, sí, señor -comentó el hombre-. Todos los de Dor aquí estuvimos viendo a lo largo de las pasadas semanas cómo avanzaba la obra. Ha cambiado mucho el lugar. Le daban un aire tan lúgubre los árboles y las ruinas de la otra vivienda! -dirigiéndose a Ellie, añadió-: Usted, señora, es americana, ¿verdad? Es lo que hemos oído decir, al menos. -Sí. Bueno, era americana. Pero tras mi matrimonio me he convertido en inglesa.

-¿Piensan ustedes seguir viviendo aquí? Los dos hicimos un gesto afirmativo. -Seguro que se encontrarán a gusto. El tono de nuestro interlocutor, sin embargo, era de duda. -Claro. ¿Por qué no habíamos de sentirnos bien aquí? -Verá. El sitio resulta algo solitario. No todas las personas están dispuestas a vivir en un lugar aislado, entre árboles. -El «Campo del Gitano»... -murmuró Ellie. -¡Ah! Conoce usted el nombre que en realidad se ha dado siempre a la finca, por lo que veo. La casa anterior era denominada «Las Torres», no sé por qué. Yo no la he conocido nunca con ninguna torre. -Yo he pensado que ese nombre es absurdo. Creo que continuaremos llamando a esa propiedad el «Campo del Gitano». -Tendremos que pasar aviso a la oficina de correos en este sentido -declaré-. De lo contrario, nos exponemos a no recibir ninguna de las cartas que sean dirigidas a nuestro nombre. -Tienes razón. -Aunque, pensándolo bien, ¿qué más da, Ellie? ¿No sería mucho más cómodo no recibir cartas siquiera? -Eso podría dar lugar a algunas complicaciones -objetó Ellie-. ¿Cómo atenderíamos las facturas que fueran extendidas a nuestro cargo por los proveedores? -Mejor que mejor. -No, Micky. A mí me agrada saber, por ejemplo, de Greta. Y atender puntualmente mis compromisos. -Olvídate de Greta, querida. Y ahora, continuemos con nuestra exploración. Recorrimos Kingston Bishop. Era un poblado muy bonito. La gente de los establecimientos me pareció muy agradable. Nada había de siniestro allí. A nuestros servidores les seducía poco el lugar en que tendrían que vivir, pero en seguida adoptamos una serie de medidas para que tuvieran una compensación por su aislamiento. Unos coches alquilados les llevarían, en sus días libres, a la ciudad más próxima, al mar o a Market Chadwell. Nuestra casa no les entusiasmaba, decididamente. No eran supersticiosos, sin embargo. Comenté con Ellie que nadie podía afirmar que la vivienda se hallaba embrujada, ya que era de construcción muy reciente. -No se trata de la casa -me contestó Ellie- ¿Qué se puede decir de ella si hace unas semanas no existía? Son los alrededores, más bien. Es la carretera, que serpentea entre los árboles. Es esa sombría arboleda, donde aquel día que tú sabes conocimos a la mujeruca que tanto me asustó. -El año que viene podríamos dedicarnos a talar esos árboles, plantando en sustitución de los mismos rododendros, o algo por el estilo. No parábamos de hacer planes. Greta nos visitó, pasando con nosotros un fin de semana. La casa le gustó muchísimo, felicitándonos por los muebles y pinturas que para ella habíamos adquirido. Obraba con extraordinario tacto'. Tras el fin de semana manifestó que era una imprudencia incalificable estropear la luna de miel a unos novios tan recientes. Además, tenía que reintegrarse a su trabajo. Ellie disfrutó lo suyo enseñándole nuestro hogar. Pude comprobar una vez más lo mucho que la quería. Me esforcé por hacerme simpático y agradable, pero sentí una gran alegría cuando Greta partió para Londres. Su presencia allí me obligaba a estar en continua tensión.

A las dos semanas de estancia en nuestra finca nos veíamos ya aceptados por todos con absoluta naturalidad. Y entonces tuvimos ocasión de conocer al dios local. Nos hizo una visita cierta tarde. Ellie y yo nos hallábamos en el jardín discutiendo el emplazamiento de un nuevo macizo de flores cuando fue a nuestra busca uno de los servidores, hombre muy correcto, si bien un tanto afectado, para mi gusto, comunicándonos que en el saloncito de estar se encontraba el comandante Phillpot. -Una especie de dios -exclamó en un susurro, al oído de Ellie. Mi mujer me preguntó qué quería decir. -Los individuos de la localidad le tratan como tal -expliqué. El comandante Phillpot era un hombre muy campechano que bordeaba ya los sesenta años. Vestía ropas campestres, ajadas más bien. De cabellos muy claros en la parte alta de la cabeza, lucía un breve bigote muy erizado. Se excusó por no haberse hecho acompañar por su esposa. Nos dijo que estaba casi inválida. Tomó asiento frente a nosotros, charlando sin cesar. Nada de lo que habló se me antojó particularmente interesante. Tenía el don de hacer que la gente, en su compañía, se sintiese cómoda. En nuestra conversación tocó diversos temas. No formulaba preguntas directas, pero supo en seguida en qué se centraban nuestros afanes. Conmigo, aludió a las carreras de caballos; a Ellie le propuso la creación de un jardín perfectamente estudiado, informándole sobre las plantas que solían prosperar en aquel clima. Había estado en América una o dos veces. Se enteró de que pese a que a Ellie le tenían sin cuidado las carreras de caballos, le agradaba montar. Le notificó entonces que cuando quisiera dar un paseo remontase un camino que se deslizaba entre los árboles, el cual conducía a una zona desierta y plana por laque podría galopar a su antojo. Por fin nos referimos en la charla a la casa y a las historias que a través de los años habían circulado sobre el «Campo del Gitano». -Ya veo que conocen el nombre con que se alude a esta finca en la localidad y que saben también de ciertas supersticiones. -Cosas de gitanos -comenté-. Hemos llegado a conocer a la señora Lee. -¡Ah! ¿Se refiere usted a la pobre Esther? ¿Les ha molestado? -¿Está mal de la cabeza esa mujer? -No tanto como ella se empeña en hacer ver. Me siento en determinados aspectos responsable de su suerte. Fui yo quien la acomodó en donde habita. No crean que me lo ha agradecido. Le tengo afecto, aunque a veces se hace un tanto pesada. -¿Insiste demasiado en lo de predecir el futuro? -Eso es lo de menos... Pero bueno, ¿ha llegado a decirles la buenaventura? -La malaventura, en todo caso -medió Ellie-. Nos previno que debíamos desistir de vivir aquí. -¡Qué raro! -exclamó el comandante Phillpot, enarcando sus hirsutas cejas-. Lo habitual en ella es que prevea sólo y exclusivamente acontecimientos felices a los que caen en la ingenuidad de consultarle. El futuro, para ella, es a base de guapos desconocidos, bodas deslumbrantes, descendencia de media docena ele hijos, suerte en abundancia y dinero sin cuento inesperadamente, el comandante se puso a imitar la gimoteante voz de la señora Lee-. Siendo un niño, los gitanos acampaban a menudo por estos parajes. Desde entonces creo que les miro con afecto, aunque reconozco que eran una pandilla de ladrones. Sí. Siempre me han atraído. Todo va bien mientras uno no espera que se dediquen a respetar la ley. De pequeño compartí en más de una ocasión su comida. Nuestra familia se sentía obligada hacia la señora Lee, quien le salvó la vida a un hermano mío, de pocos años.

Patinando por un estanque helado, se hundió en el agua y la señora Lee lo sacó a la superficie. Hice un torpe movimiento y tiré un cenicero que había sobre una mesita, haciéndose mil pedazos de diversos tamaños. Recogí los trocitos de vidrio y el comandante Phillpot me ayudó en la tarea. -Ya veo que la señora Lee es una mujer completamente inofensiva -dijo Ellie—, No miento si le confieso que consiguió asustarme. -¿Le asustó, en efecto? -el gesto de extrañeza del comandante era ahora más adecuado-. ¿Tan graves fueron sus palabras? -No es raro que mi mujer se asustara -me apresuré a decir-. Sus palabras supusieron más bien una amenaza que un aviso. -¡Una amenaza! Phillpott pareció no dar crédito a lo que estaba oyendo. -Eso se me figuró. Y la primera noche que estuvimos aquí sucedió otra cosa. Le expliqué lo de la piedra arrojada por una ventana. -Bueno, es que hay por ahí, actualmente, muchos jóvenes extravagantes, incontrolables e incontrolados. Menos mal que esta comarca no se ve muy castigada por tal gente. Hay sitios en los que ellos, desgraciadamente, hacen la vida imposible a los demás. Lamento que les haya pasado eso. Hiciera quien hiciera tal cosa, fue una mala acción... -¡Oh! Ya lo he olvidado, casi -manifestó Ellie-. Pero es que hubo más... Me refiero a lo sucedido no mucho después. Se lo expliqué. En una de nuestras salidas, por la mañana, habíamos encontrado un pájaro muerto y atravesado con un cuchillo. En un trozo de papel, alguien había garabateado las siguientes palabras, legibles con cieno esfuerzo: «Salid de aquí. Os conviene». Phillpot pareció irritarse mucho. -¿Y no han dado cuenta ustedes de eso a la policía? -Pensamos que era mejor que nos calláramos. Dando parte a la policía de lo ocurrido no haríamos más que excitar a la persona que está en contra de nuestra presencia en este lugar. -Bueno, bueno. Todo eso tiene que terminar, como sea -dijo Phillpot. De repente, dio la impresión de erigirse en juez-. De otro modo, el juego continuará. Claro que aquí parece ser que hay algo más que un juego. Existe una intención, una malicia... ¿No habrá por los alrededores alguien que tenga algún resentimiento contra ustedes? -No puede ser, comandante. Somos más bien desconocidos en el lugar... -Voy a ocuparme con mucho interés de ello -anunció Phillpot. Se puso en pie, mirando a su alrededor. -He de decirles que me agrada mucho su casa. Creí que no me caería muy bien antes de venir. Yo ya tengo algunos años y soy un hombre de gustos tradicionales, un poco anticuado. Me gustan las viejas casas, los edificios que han conocido el paso del tiempo. Me repugnan esas cajas de cerillas empinadas que se ven ahora por todas partes. Nada de colmenas. Nada de cajones lisos. Los edificios han de tener ciertos adornos, cierta gracia. «Su vivienda me gusta francamente, sí. Es sencilla y muy moderna, pero tiene un sello especial, belleza de formas, ausencia de pesadez... Luego, esta luz... Desde fuera y también dentro, conforme se mira más y más, se descubren detalles nuevos, a veces sorprendentes. Muy interesante su casa, en efecto. Muy interesante. ¿Quién la proyectó? ¿Un arquitecto inglés? ¿Un arquitecto extranjero?

Hablé al comandante de Santonix. -Mmm -musitó Phillpot-. Creo haber leído algo acerca de él no sé dónde. Tal vez haya sido en la revista House and Garden. Añadí que era muy conocido. -Me gustaría hablar con él alguna vez. Sin embargo, no sabría qué decirle, en tal caso, ya que no entiendo absolutamente nada de arte. Nos pidió Phillpot que le hiciéramos una visita y que nos quedáramos a comer con él y su esposa. -Ya verá cómo le gusta mi casa -dijo. -Tendrá muchos años, supongo. -Fue construida en 1720. Una época magnífica. La vivienda original fue de estilo isabelino. Esta construcción fue devorada por un incendio, levantándose otra en el mismo punto. -¿Han vivido ustedes siempre ahí? No aludía a ellos en un sentido personal. El comandante me comprendió perfectamente. -Sí. Nosotros estamos aquí desde los tiempos de Isabel. Hemos conocido épocas muy prósperas y también momentos de gran apuro. Cuando nos ha ido mal hemos vendido tierras recuperándolas más tarde, al aclararse la situación. Ya le enseñaré mi finca -dijo Phillpot, mirando sonriente a Ellie-. Yo sé que a los americanos les gustan las casas solariegas. A usted, en cambio, no le llamarán la atención -añadió mirándome. -La verdad es que no entiendo mucho de eso -respondí. Phillpot se marchó. En su coche vi un perro de aguas aguardándole. El automóvil era viejo. La pintura del mismo se hallaba en mal estado. Yo le centré bien en aquel ambiente, con todo. Sabía que en aquel rincón del país era para sus vecinos un señor, todavía una deidad local. Habíamos merecido su aprobación. Pude comprobarlo. Ellie le había sido muy simpática. Me inclinaba a pensar que yo no le había caído mal. Advertí las miradas que me echaba de cuando en cuando, en el transcurso de la conversación, como para fijar algo en que no reparara antes. Ellie arrojaba al cesto de los papeles los trozos de cristal procedentes del cenicero roto cuando penetré en el cuarto de estar. -Lo siento, Ellie -dije pesaroso-. Tenía en mucha estima ese cenicero. -No nos será difícil comprar otro igual. Es una pieza moderna. Hubo una pausa. -Oye, Mickey: ¿qué es lo que te sobresaltó? Reflexioné un momento. -Algo que estaba diciendo Phillpot. Me acordé de un episodio que viví de pequeño. Un amigo y yo fuimos a patinar a un estanque helado. La capa de hielo era muy fina, no podía soportar nuestro peso. Mi amigo se hundió en el agua, ahogándose. -¡Qué horror! -Sí. Phillpot me hizo recordar la escena al mencionar lo de su hermano. -Me ha ayudado mucho el comandante, Micky. ¿A ti no? -Sí, sí, claro. ¿Cómo será su mujer? Uno de los días de la semana siguiente fuimos a comer con los Phillpot. Su casa era de blancos muros y de estilo georgiano. Resultaba bella, sin más. Su interior estaba un tanto descuidado, pero reunía algunas comodidades. A lo largo de las paredes del comedor vi una serie de cuadros y retratos de los ascendientes, quizá. La mayor parte de las pinturas se hallaban en mal estado, por falta de cuidados. Me fijé preferentemente en una. Correspondía a una muchacha de rubios cabellos que lucía un rosado vestido. El comandante Phillpot sonrió, diciéndome:

-Ha venido usted a reparar en uno de mis mejores cuadros. Es un Gainsborough. Y de los buenos. Esa joven que ve usted ahí dio mucho que hablar. Se decía de ella que había envenenado a su esposo. Prejuicios, sin duda, nacidos del hecho de ser una extranjera. Gervase Phillpot la conoció hallándose fuera del país, no sé dónde. Habíamos recibido invitaciones de otros vecinos. Uno de ellos fue el doctor Shaw, hombre ya de edad, muy amable, pero también muy cansado. Tuvo que salir corriendo de la casa antes de que hubiéramos terminado de comer. Conocimos al vicario, joven y formal. Y a una mujer, de mediana edad, de voz tronante, que se dedicaba a la cría de perros galeses. Trabamos relación, asimismo, con una joven alta, muy bella, llamada Claudia Hardcastle, quien parecía vivir exclusivamente para los caballos, pese a que padecía una alergia que le producía una violenta fiebre del heno. Claudia y Ellie empezaron a llevarse bastante bien. A mi mujer le gustaba montar a caballo, pero se veía atormentada igualmente por su alergia. -En Estados Unidos me la producía, principalmente, la hierba llamada de Santiago. Otra causa, a veces, eran los caballos. Me he despreocupado últimamente algo de mi padecimiento gracias a las medicinas que me han recetado los doctores con quienes consulté mi caso. Te daré algunas de mis cápsulas. Son de color naranja, muy brillante. Si te acuerdas de tomarte una a tiempo, lo único que notarás será un primero y único estornudo-Claudia Hardcastle aceptó la proposición de mi esposa encantada. -Los camellos me producen un trastorno más grande que los caballos -explicó la joven-. El año pasado estuve en Egipto... Durante mi visita a las pirámides no cesé de llorar un instante. Ellie manifestó que a algunas personas la alergia se la producían los gatos. -Y los cojines- Siguieron ocupándose de aquel tema. La señora Phillpot era de elevada estatura y esbelta. Cuando no comía se dedicaba a hablar de su corazón. Me facilitó una relación detallada de todos sus padecimientos, señalándome que su caso había dejado desconcertados a muchos médicos eminentes. Incidentalmente, pasaba a otro tema, preguntándome, por ejemplo, qué hacía yo. Salía del paso como podía y entonces sus esfuerzos se centraban en averiguar qué personas conocía yo. Podía haberle contestado, procediendo con entera sinceridad. «No conozco a nadie, prácticamente». Comprendía, sin embargo, que era mejor no tirar por ahí... La mujer que se dedicaba a la cría de perros se mostró mucho más curiosa con respecto a mi persona, haciéndome innumerables preguntas. Menos mal que logré llevar el tema de nuestra conversación hacia los veterinarios, hablando extensamente de su falta de escrúpulos y de su proverbial ignorancia. Todo se desarrollaba agradable y pacíficamente, pero de un modo muy aburrido. Más adelante, mientras paseábamos por el jardín, Claudia Hardcastle se unió a mí. De pronto me dijo: -He oído hablar de usted a otra persona: a mi hermano. La miré sorprendido. No estimaba posible que yo conociera a ningún hermano de Claudia Hardcastle. -¿Está usted segura? Ella parecía sentirse muy divertida. -Lo cierto es que fue quien construyó la casa. -¿Va usted a decirme que Rudolf Santonix es hermano suyo?

-Hermanastro. Es verdad que no le conozco muy bien. Nos hemos visto en raras ocasiones. -A mí me parece un hombre estupendo -declaré. -Hay gente que piensa como usted, desde luego. -¿Usted no? -Tengo mis dudas. Presenta dos facetas distintas. Hubo una época en que iba cuesta abajo... La gente no quería nada con él. Y después..., pareció cambiar radicalmente. Empezó a triunfar en su profesión, de un modo extraordinario, fulgurante. El público le consagró. -Hoy está suficientemente acreditado. Como para figurar entre los primeros arquitectos especializados del país. A continuación, pregunté a Claudia Hardcastle si había visto nuestra casa. -Desde su terminación, no. Le dije que debía ir a verla. -No me va a gustar, se lo advierto. No me agradan las viviendas modernas. El de la reina Ana es mi período favorito. Claudia me anunció que haría a Ellie uno de los miembros del club de golf. Cabalgarían juntas algunos días. Ellie pensaba comprarse una montura, más de una, quizá. Las dos mujeres parecían entenderse perfectamente. Enseñándome Phillpot sus cuadras, aludió a Claudia. -Monta magníficamente -me explicó-. Lástima que haya echado a perder su vida. -¿Qué le ha sucedido? -Contrajo matrimonio con un hombre muy rico, algunos años mayor que ella. Un americano. Un individuo apellidado Lloyd. La cosa no dio resultado. Se separaron en seguida. Volvió a usar su nombre de soltera. No creo que esa mujer piense en casarse de nuevo. No quiere ni oír hablar de los hombres. Es una pena, créame. Al regresar a casa en nuestro coche, Ellie me dijo: -Esta gente se me antoja un poco aburrida... ¡Ahí Pero todos son muy amables. Creo que vamos a ser muy felices aquí, ¿verdad, Micky? -Ya lo somos -repliqué. Ellie tomó entre sus manos una de las mías. Mi mujer se apeó frente a la casa y yo guardé el coche en el garaje. Al dirigirme al edificio principal, escuché el débil rasgueo de la guitarra de Ellie. Era poseedora, en efecto, de uno de tales instrumentos, muy bello, de procedencia española, que debía de haberle costado un puñado de dinero. Sus dedos, frecuentemente, se paseaban ágilmente por las cuerdas de la guitarra, mientras canturreaba en voz baja. Me gustaba oírla. Desconocía casi todas las canciones, no obstante. Cantaba, principalmente espirituales y antiguas baladas irlandesas y escocesas, dulces, tristonas... Nada de música «pop», por supuesto. Entonaba también cantos folklóricos. Me encaminé a la terraza, deteniéndome a la ventana antes de entrar. Ellie cantaba una de sus melodías favoritas. No sé qué nombre llevaba. Hacía sonar las cuerdas especialmente, inclinando la cabeza sobre la guitarra. El dulce y melancólico canto le dejaba a uno embelesado.

El hombre fue hecho para la alegría y la aflicción Y cuando nosotros tenemos lo anterior presente

Por la vida avanzamos con seguridad... Todas las noches, todas las mañanas

Alguien nace rumbo a la miseria. Todas las mañanas, todas las noches,

Alguien nace para el dulce gozo,

Mientras otros se hunden en la noche eterna...

Ellie levantó la vista. -¿Por qué me miras así, Micky? -¿Pues cómo te miro, Ellie? -Me estás mirando como si me amases... -Por supuesto que te amo. ¿De qué otro modo podría mirarte, querida? -Pero, ¿qué estabas pensando en ese instante? Respondí, lenta, reflexivamente: -Pensaba en ti... cuando te vi por vez primera, plantada junto a un oscuro abeto. Efectivamente. Me la había imaginado como en el instante de nuestro primer encuentro. No olvidaba la sorpresa que experimentara entonces, ni la agitación que me dominó...

Todas las mañanas, todas las noches, Alguien nace para el dulce gozo,

Mientras otros se hunden en la noche eterna.

Uno se da cuenta con oportunidad de cuáles son los momentos verdaderamente interesantes de la existencia... luego, ya es demasiado tarde. Un instante trascendental de nuestra vida fue el del regreso a nuestro hogar desde la morada de los Phillpot, el día en que comimos con el matrimonio. Pero yo no lo supe entonces... Había de descubrirlo después. -Canta la «Canción de la Mosca», Ellie -pedí a mi mujer. El ritmo del rasgueo se tornó más animado: Pequeña mosca. Tu veraniego juego. Mi inconsciente mano Ha acabado. ¿No soy yo Una mosca como tú? O, ¿no eres tú Un hombre como yo? Pues yo danzo, Y bebo, y canto, Hasta que una ciega mano Quiebre mis alas. Si el pensamiento es vida, Y fuerza y alimento, Y el ansia Del pensamiento es muerte. Entonces yo soy Una mosca feliz Tanto si he de vivir Como si he de morir. -¡Oh, Ellie, Ellie...!

CAPÍTULO QUINCE ¡Hay que ver hasta qué punto le sale a uno todo de manera diferente a como lo había planeado! Nos habíamos trasladado a aquella casa para vivir alejados de todo el mundo. Era precisamente lo que me había propuesto. Pero fracasamos en nuestros propósitos. Nada significaban las distancias oceánicas, ni otras más secundarias. Primeramente, fue aquella maldita madrastra. Cursaba continuamente cartas y telegramas, solicitando de ella que se entrevistara con algunos agentes de la propiedad inmobiliaria. Declaraba que la había cautivado tanto nuestro hogar que ansiaba a su vez, a toda costa, tener también una casa en Inglaterra. Llegó con su último cable y hubo que llevarla de un lado para otro, para que viese fincas y más fincas. Por fin, pareció decidirse por una. La casa en cuestión quedaba a unos veinticinco kilómetros de la nuestra. No la queríamos allí. Nos fastidiaba tenerla tan cerca, pero no podíamos decírselo. Yo pienso, por otro lado, que por el hecho de habérselo dicho no hubiera desistido de su idea. No podíamos tampoco ordenarle que se fuera. Ellie no quería recurrir a ciertos extremos, como es lógico. Para colmo de males, mientras ella esperaba la llegada de un inspector para hacerse cargo de la vivienda, llegaron a conocimiento nuestro otras noticias... Tío Frank, por lo que supimos, se había metido en un buen lío. Se trataba de una granujada, de un fraude. Necesitaría una buena suma de dinero para salir del apuro. Unos cuantos cables más se cruzaron entre el señor Lippincott y Ellie. Luego, surgieron diferencias entre Stanford y Lippincott. Las discusiones se centraron en ciertas inversiones efectuadas en nombre de mi mujer. Mi ignorancia y credulidad me había llevado a pensar que América se encontraba muy lejos de Inglaterra. Nunca me imaginé que los parientes de Ellie no vacilarían en coger un avión cuando lo estimaran conveniente para solucionar determinados asuntos, aunque hubieran de regresar a su punto de procedencia veinticuatro horas más tarde. Primero, utilizó aquel rápido medio de transporte Stanford Lloyd. Luego, fue Andrew Lippincott... Ellie tuvo que trasladarse a Londres para entrevistarse con ellos. Nunca he sabido a qué atenerme concretamente con los asuntos financieros. Aquello fue algo que tenía relación con la reversión de los fondos mantenidos en reserva sobre la persona de mi esposa. Había por en medio una sugerencia siniestra. Se decía que el señor Lippincott, o bien Stanford Lloyd, uno de los dos, había retrasado aquella operación. En un paréntesis entre todas aquellas complicaciones, Ellie y yo descubrimos nuestro refugio. No habíamos explorado por completo nuestra propiedad. Nos habíamos limitado a ver los terrenos inmediatos a la casa. Empezamos luego a seguir los senderos que encontrábamos hasta el final. U n día nos deslizamos por uno invadido hasta tal punto por la maleza que apenas se notaba dónde comenzaba y dónde terminaba. Lo exploramos con gran interés, acrecido por las dificultades, y llegamos a un sitio, al que Ellie daría el nombre de Refugio. Había allí una especie de absurdo templete, medianamente conservado. Lo limpiamos, pintamos, pusimos orden en él, trasladando allí una mesa, varias sillas, un diván y un aparador, que llenamos de piezas de loza y cristal, con algunas botellas de licor. Nos divertimos lo nuestro. Ellie me propuso arreglar el sendero, para facilitar el acceso al lugar, pero yo me negué. Aquél era un buen sitio para esconderse cuando

lo tuviésemos por conveniente. En determinados momentos, de esta manera nadie sabría nuestro paradero. -Desde luego, Cora no sabrá nunca dónde está emplazado el Refugio -añadí. Ella se mostró en todo conforme con mi propósito. Cora se había marchado y nosotros intentábamos recuperar nuestro sosiego anterior a su llegada. Una de las veces que visitamos nuestro Refugio, al bajar de él Ellie, que avanzaba delante de mí, tropezó con las raíces a flor de tierra, de un árbol y se cayó, dislocándose un tobillo. Nos visitó el doctor Shaw, quien nos aseguró que en el plazo de una semana mi mujer volvería a andar normalmente. No disponía de una persona adecuada que la cuidara. Ninguna mujer, quiero decir. Los servidores de que disponíamos dejaban bastante que desear. Además, Ellie quería ver a Greta a toda costa. Y Greta hizo acto de presencia en nuestra casa en seguida. Su ayuda fue una verdadera bendición para mi esposa. Y a mí no me vino nada mal. Sus dotes de organizadora se notaron pronto en el gobierno de nuestro hogar. La servidumbre fue despidiéndose. Todos aducían que la casa estaba demasiado aislada... Yo me inclinaba a creer que Greta había inquietado demasiado a nuestros criados. Casi inmediatamente, Greta, mediante un anuncio en la prensa, se procuró la colaboración de una pareja. Se ocupó del tobillo de Ellie, la entretuvo, le compró cosas que le gustaban: frutas, libros... Yo no hubiera podido hacer nada en tal sentido. No caía nunca en aquellos detalles. Lo pasaban muy bien juntas. A Ellie le encantaba ver a Greta. Y la estancia de ésta fue prolongándose. Mi mujer me preguntó: -No te importará que Greta se quede aquí algún tiempo, ¿verdad, Micky? -¡Oh, no! Por supuesto que no. -No te puedes imaginar el consuelo que para mí es tenerla a mi lado. Mira... Hay muchas cosas, propias de mujeres, que podemos hacer juntas. Me sentía terriblemente desorientada en ocasiones sin tener a mano una amiga... Yo iba notando que a medida que transcurrían los días el poder de Greta dentro de la casa iba haciéndose más palpable. Daba órdenes a todas horas, ya como dueña y señora. Yo fingía... pero cierto día, hallándose Ellie en el cuarto de estar, con el pie vendado encima de una pequeña banqueta, Greta y yo, en la terraza, tuvimos el primer encontronazo. No puedo recordar con qué palabra se inició la discusión. Fue algo que ella dijo, que me irritó. Contesté mal. Todo fue de ahí para arriba... Nos hablamos a gritos. Greta se desahogó, diciéndome cuanto le pasó por la cabeza, y yo me coloqué a su altura. Le dije que era una marimandona, que se metía en todo, que ejercía demasiada influencia sobre Ellie, que no estaba dispuesto a consentir que mi mujer hiciera únicamente lo que a ella le viniera en gana. Finalmente, Ellie se asomó, cojeando, a la terraza, mirándola, mirándome a mí... -Lo siento, querida -dije-. Lo siento muchísimo. Obligué a mi mujer a sentarse de nuevo en su sillón. -Yo no sabía..., no tenía la más remota idea de que a ti pudiera disgustarte que Greta siguiese aquí, entre nosotros. La consolé. La calmé insistiendo en que no debía hacer caso de aquel incidente. Simplemente: había perdido la paciencia en un mal momento; yo tenía un genio muy vivo. Todo se reducía, añadía, a que encontraba que Greta poseía un carácter muy dominante. Tal vez eso fue algo lógico, por el hecho de haber ocupado siempre puestos de alguna responsabilidad. Al final, confesé que Greta, en realidad, era una persona muy de mi agrado. Prácticamente, acabé rogando a Greta que se quedara en la casa durante algún tiempo más.

Había sido una escena lamentable. Nuestros criados pudieron enterarse bien de la discusión. Yo, siempre que me enfado, grito. En esta ocasión me parece que me pasé de rosca. Yo soy así. Greta parecía preocuparse mucho por la salud de Ellie. Siempre estaba diciéndole que no hiciera esto y lo otro... -Te habrás dado cuenta ya de que no es una mujer muy fuerte -me comunicó. -A Ellie no le ocurre nada. Siempre se ha encontrado bien -objeté. -No, no, Micky. Ellie es una joven bastante delicada. El doctor Shaw volvió por la casa para dar el alta a mi mujer. Le recomendó que llevase por algún tiempo el tobillo vendado, como medida de precaución. Algo tontamente, como procedemos los hombres al ocuparnos de ciertos detalles, pregunté al médico: -¿Ve usted a Ellie una mujer delicada, doctor Shaw? -¿Quién ha dicho eso? Shaw pertenecía a un tipo de doctor bastante raro en nuestros días. Refiriéndose a él se decía en la localidad: «Déjelo todo en manos de la madre Naturaleza-Shaw.» -Por lo que yo veo -añadió el médico-, su esposa no presenta la menor anormalidad. Cualquiera está expuesto a dislocarse un tobillo. -No pensaba en su tobillo, precisamente. Yo quería saber si pudiera ser que tuviese algo de corazón o cualquier padecimiento semejante. Shaw me miró por encima de sus gafas. -Deje usted en paz a su imaginación. ¿Quién le ha metido tales ideas en la cabeza? ¿No será usted de los hombres que andan siempre obsesiona-dos con las indisposiciones de sus mujeres? -Pensaba, simplemente, en algo que la señorita Andersen me había dicho. -¡Ah! La señorita Andersen... ¿Y qué sabe ella de estas cuestiones? ¿Posee titulo sanitario? -No. -La gente de la localidad asegura que su esposa tiene mucho dinero. Bueno, ya lo sabe usted, la gente sencilla cree que todos los americanos son ricos. -Ellie posee una gran fortuna, sí. -Recuerde esto entonces... Las mujeres ricas son las que salen peor paradas en muchos aspectos. Los médicos siempre están recetándoles polvos, píldoras estimulantes y tranquilizadoras; medicamentos de los que es mejor prescindir casi siempre. Fíjese en las mujeres del poblado: todas gozan de una salud magnífica, debido a que nadie se preocupa de ellas en ese sentido. -Ellie toma unas cápsulas de no sé qué... -Le haré un reconocimiento general, si usted quiere. Averiguaremos qué potingue se administra. Me atrevo a decírselo antes de hacer nada: ¡tire al cubo de la basura ese medicamento! Casi seguro que se trata de una porquería inútil. Antes de marcharse, Shaw habló con Greta. -El señor Rogers me ha indicado la conveniencia de que le haga un reconocimiento general a su esposa. Yo no he observado en ella nada de particular. Me parece, con todo, que un poco de ejercicio al aire libre le sentaría bien. ¿Qué medicina es esa que está tomando? -Toma unas tabletas cuando se siente muy fatigada. Utiliza también un somnífero, solamente cuando no logra conciliar el sueño. Greta y el doctor Shaw estudiaron aquellas prescripciones. Ellie sonreía. -No tomo ninguna de esas cosas, doctor -manifestó mi esposa-. Solamente recurro a las cápsulas contra la alergia. Shaw echó un vistazo a aquéllas, leyó la receta y

declaró que nada de malo encerraban. Después, se fijó en la receta correspondiente al somnífero. -¿Duerme usted bien? -Desde mi llegada a esta casa no he ingerido una sola píldora. Duermo como un tronco. -Eso es bueno. A usted no le pasa nada, querida -dijo el doctor Shaw, dándole a Ellie unas palmaditas en el hombro-. Yo afirmaría que a veces, por no tener preocupaciones, se las busca. No hay más. Esas cápsulas están bien. Es mucha la gente que las consume actualmente y no sé de nadie que diga que han causado ningún perjuicio. Siga con ellas, pero olvídese del somnífero. -Yo no estaba preocupado -dije, mirando a Ellie, en tono de excusa-. Todo salió de Greta... Ellie se echó a reír. -¡Oh! Greta piensa demasiado en mí. En cambio, no se ocupa para nada de ella... Bueno, Micky. Haremos un poco de limpieza. Tira esos envases donde quieras. Me quedaré con lo que ha dicho el doctor únicamente. Ellie iba estrechando sus relaciones con los vecinos. Claudia Hardcastle aparecía ahora con frecuencia por nuestra casa. A veces salían las dos juntas, a dar un paseo a caballo por los alrededores. Yo no monto... Yo estoy familiarizado con los automóviles, con la mecánica en general. De los caballos no sabía ni palabra, a pesar de la semana que me pasé, si no fueron dos, sacando estiércol en unos establos irlandeses. Me prometí, sin embargo, asistir a las clases de una escuela de equitación tan pronto fuera por Londres. Quería colocarme a la altura de las circunstancias. Nada de empezar allí donde todo el mundo pudiera burlarse por incurrir en las inevitables torpezas de los principiantes. Me dije que los caballos eran una buena distracción para Ellie. Mi mujer parecía disfrutar mucho con sus periódicos paseos. Greta la animaba en aquella afición, pese a que no tenía la menor idea acerca de la misma. Ellie adquirió una montura, previamente asesorada por Claudia. Era un animal espléndido, de pelo castaño, llamado «Conquistador». Advertí a Ellie que debía tener cuidado cuando saliera sola. Mi mujer se sonrió... -Has de saber, Micky, que monto a caballo desde la edad de tres años. Dos o tres veces por semana, Ellie daba su paseo por los alrededores de la finca. Greta en algunas ocasiones, cogía el coche, trasladándose a Market Chadwell. Un día dijo Greta mientras comíamos: -Me he acordado de vuestros gitanos... Por ahí andaba una vieja terrible, que se me plantó en medio de la carretera. Por poco la atropello. Tuve que parar. -¿Qué quería de ti? Ellie nos escuchaba sin decir nada. Me dio la impresión de que se sentía bastante preocupada. -Me amenazó, ¿podrás creerlo? -declaró Greta. -¿Que te amenazó? -inquirí. -Bien... Me dijo que me marchara de aquí, añadiendo: «Esta tierra pertenece a los gitanos. Vete de aquí. Idos todos. Idos todos si queréis estar a salvo de muchos peligros.» Levantó el puño, agitándolo en el aire, al tiempo que decía: «Si yo os maldigo no volveréis a saber de la buena suerte jamás. Habéis comprado la tierra que es nuestra, para levantar una casa. No queremos casas donde nuestros hombres plantaron sus tiendas un día.» Greta agregó algunas cosas más. Ellie me indicó, después: -¿No te parecen algo fantásticas las palabras de la gitana, Micky? -Yo creo que Greta ha estado exagerando -manifesté.

Al cabo de unos momentos, pregunté a mi mujer: -Tú no has visto a Esther últimamente, ¿verdad? Quiero decir: mientras montabas a caballo... -¿Te refieres a la gitana? No. -No pareces estar muy segura de lo que dices... -Creo haberla visto en varias ocasiones, pero muy brevemente. Anda por entre los árboles. Nunca lo suficientemente cerca para poder asegurar de un modo tajante que era ella. Ellie, sin embargo, regresó de uno de sus paseos a caballo muy pálida y hasta temblorosa. La vieja se le había acercado esta vez. Ellie detuvo su montura delante de aquella figura, una especie de aparición. Me dijo que la gitana había estado blandiendo el puño en dirección a ella, musitando algunas frases. Ellie señaló que estaba muy irritada. Mi mujer llegó a preguntarle: -¿Qué busca usted aquí? Esta tierra me pertenece, así como la casa... La vieja se apresuró a contestarle: -Esta tierra no será nunca tuya; jamás te pertenecerá. Ya te avisé en una ocasión y te lo digo ahora por segunda vez. No volveré a decírtelo. Ya no pasará mucho tiempo... Es la muerte lo que veo. Ahí... Detrás de tu hombro izquierdo. La muerte se ha plantado a tu espalda y te hará suya. El caballo que montas tiene una mancha blanca en una pata. ¿Tú no sabes que esas monturas traen mala suerte a sus dueños? ¡Veo la muerte! ¡Veo cómo la gran casa que has construido se derrumba, convirtiéndose en un montón de escombros! -Esto hay que pararlo como sea -repuse enfadado. Ellie no se rió en esta ocasión. Tanto ella como Greta parecían encontrarse afectadas por el extraño episodio. Fui al poblado. Primeramente, me acerqué a la casa de la señora Lee. Vacilé un momento... No vi luz y seguí mi camino, en dirección a la comisaría de Policía. Conocía al sargento encargado del puesto, el sargento Keene, un hombre recto, sensato. Me escuchó con atención, diciéndome luego: -Lamento que hayan tenido que sufrir todas esas molestias. Esa vieja tiene ya muchos años y se hace pesada a veces. Claro que hasta ahora no nos ha ocasionado quebraderos de cabeza, realmente. Hablaré con ella, a ver si logramos que se marche de aquí. -Si es usted tan amable... El sargento Keene miró a un lado y a otro, antes de volver a hablar. -No me gusta hacer sugerencias, pero en fin... ¿Usted sabe, señor Rogers, si puede haber alguien por ahí que... debido a cualquier trivialidad, desde luego, albergue algún rencor contra usted o su esposa? -Estimo eso muy improbable. ¿Por qué me hace esa pregunta? -A la señora Lee se la ha visto últimamente en posesión de cierta cantidad importante de dinero, cuya procedencia ignoramos... -¿Qué está usted sugiriéndome concretamente? -Pudiera ser que existiese alguna persona que se lo dé... Estoy pensando en alguien interesado en que ustedes se marchen de aquí. Su misión, en ese caso, sería la de asustarles mediante amenazas, malos augurios y todas esas tretas peculiares de la gente de su raza. Los campesinos, generalmente, son supersticiosos. Se quedaría usted sorprendido si supiera la cantidad de pueblos que dentro dé Inglaterra tienen su bruja privada, por así decirlo. Lo que yo les estoy diciendo podría ocurrir... a señora Lee anda siempre detrás del dinero... Los gitanos se muestran dispuestos a lo que sea por obtenerlo...

Yo no podía aceptar aquella idea. Contesté que nosotros no éramos de la comarca. -Ni siquiera hemos tenido tiempo para hacernos con enemigos -puntualicé. Regresé a la casa preocupado, perplejo. Al llegar a la altura de la terraza oí unas notas musicales. Ellie se entretenía tocando la guitarra. Una alta figura se hallaba junto a la ventana, dio media vuelta acercándose a mí. Pensé en seguida en la gitana. Luego me quedé tranquilo, al reconocer a Santonix. -¡Ah! Eres tú. ¿De dónde sales? Hace siglos que no tenemos noticias suyas. Santonix no me respondió inmediatamente. Me cogió por un brazo, obligándome a apartarme de la ventana. -He visto a esa mujer -dijo después-. No me extraña. Me figuré que tarde o temprano se presentaría aquí. ¿Por qué lo has permitido? Es peligrosa. Tú debieras saberlo. -¿A quién te refieres? -¿A quién voy a referirme? ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí! Greta. Miré fijamente a Santonix. -¿Sabes cómo es Greta o no? Ha venido, ¿verdad? ¡Ha tomado posesión de esta casa! No podrás desembarazarte de ella ahora. Ha venido para quedarse. -Ellie se dislocó un tobillo -repliqué-. Greta vino para cuidar de mi mujer. Se irá... Supongo que no tardará en marcharse. -Tú no sabes nada de nada. Su objetivo principal era éste: instalarse aquí. Me consta. Tuve ocasión de calibrarla perfectamente cuando nos visitó la primera vez, cuando la casa se hallaba todavía en construcción. -Ellie parece necesitarla -musité. -¡Oh, sí! Estuvo al lado de Ellie algún tiempo... Sabe muy bien lo que tiene que hacer para manejarla a su antojo. Esto mismo era lo que Lippincott había afirmado. Y yo había podido comprobar que ne estaba equivocado. -¿Tú quieres que siga aquí, Micky? -No puedo arrojarla de la casa -repliqué irritado-. Es una antigua amiga de Ellie. Su mejor amiga. ¡Qué diablos puedo hacer yo tal como está planteada la presente situación! -Desde luego, creo que no puedes hacer nada... Santonix fijó sus ojos en los míos. Era una mirada muy extraña la suya. Santonix era un hombre raro también. Uno no sabía nunca a qué atenerse con respecto a sus palabras. -¿Sabes acaso adonde te encaminas, Micky? -inquirió-. ¿Tienes alguna idea concreta sobre el particular? A veces, creo que lo ignoras todo. -Nada de eso, Santonix. Estoy haciendo lo que quiero, en la actualidad. Me dirijo donde creo que voy a encontrar mi sitio. -¿De veras? Lo dudo. Me pregunto, en ocasiones, si sabes realmente lo que quieres. Temo por ti, teniendo a Greta a tu lado. Greta es más fuerte que tú, Micky. -No sé por qué has llegado a formular esa conclusión. Este no es asunto de tuerza. -¿Que no? Ya ves, yo opino lo contrario. Greta es una mujer fuerte, de las que hallan siempre su camino. Tú no quenas que estuviese aquí. Eso dijiste... Pues bien, aquí la tienes. He estado observándolas. Están siempre juntas, charlando... ¿Qué eres tú en esta casa, Micky? ¿Un intruso? Vamos contesta: ¿eres un intruso o no?

-Estás loco, Santonix. ¡Qué cosas más extrañas me estás diciendo! ¿Quieres explicarte? ¿Qué es eso de si soy o no un intruso? Soy el esposo de Ellie, ¿no? -¿Eres tú el esposo de Ellie o es Ellie tu esposa? -Eres un chiflado, Santonix. ¿En qué radica la diferencia? Santonix suspiró. De repente, sus hombros se hundieron como si hubiese perdido hasta el último resto de energía. -Me cuesta trabajo llegar hasta aquí -manifestó-. No puedo conseguir que me escuches. No logro hacerme comprender. A veces pienso que me entiendes. Hay momentos en que me digo que no sabes una sola palabra acerca de ti mismo ni de las personas que te rodean. -Bueno, Santonix, ya está bien -contesté-. Eres un arquitecto maravilloso, pero... La expresión del rostro de mi amigo cambió, como cambiaba siempre: de una manera inexplicable. -Pues sí, querido -dijo-. Soy un buen arquitecto. Esta casa es lo mejor que he hecho hasta ahora. Estoy casi satisfecho de ella. Tú querías una vivienda como ésta. Lo mismo Ellie, para ocuparla contigo. Ya la tenéis. Disfrutad de ella. Y aleja de aquí a la otra mujer, Micky, antes de que sea demasiado tarde. -¿Quieres que le dé un disgusto a Ellie? -Esa mujer va a hacer de vosotros lo que se proponga -afirmó Santonix. -Mira, mira, Santonix -respondí-. A mí Greta no me gusta nada. Me saca de quicio. El otro día hasta reñí con ella. Ahora, la solución de este problema no es tan sencilla como tú crees. -Nada de lo que se refiera a ella puede ser sencillo, Micky. -Quienquiera que dio el nombre de «Campo del Gitano» a este lugar procedió, seguramente, con algún fin concreto -manifesté, enfadado-. Ya tenemos hasta gitanas que salen de entre los árboles y que nos levantan el puño, advirtiéndonos que si no nos vamos nos sucederá algo terrible, terrible. He aquí lo que está ocurriendo en este lugar, que debiera resultarnos acogedor y bello. Estas últimas palabras sonaron de un modo extraño hasta en mis oídos. Me parecía que las había dicho otra persona. -Sí, eso es lo que debiera ser -declaró Santonix-. Pero tiene que suceder todo lo contrario, por haberse adueñado el espíritu del mal de una de las personas presentes. -Bueno, no me irás a decir que tú crees en... -Yo creo en muchas cosas raras, Micky... Sé aleo referente al mal. ¿No te has dado cuenta, no te has dado cuenta a menudo de que también en mí mismo había aquél? Siempre ha sido así. Esa es la razón de que me sea posible hablar de él. Yo sé cuándo está cerca de mí, aunque no acierte a localizarlo... Quiero que la casa que construí para vosotros esté exenta de todo mal. ¿Me has comprendido? -su tono era de amenaza-. ¿Has comprendido eso? Me importa mucho que me entiendas De pronto, Santonix cambió de actitud. -Bien. ¿Por qué hemos de seguir diciendo desatinos? Vamos a ver qué hace Ellie. Entramos en la casa y mi mujer saludó alborozada a Santonix El arquitecto se condujo con toda normalidad aquella noche. Ya no adoptó más poses raras. Volvía a ser el hombre de siempre, encantador, bienhumorado. Se dirigió principalmente a Greta, prodigándole todo género de atenciones. Y él era un maestro en tales menesteres cuando que ría. Cualquiera hubiera dicho que se hallaba excelentemente impresionado, que le agradaba la joven, que hacía cuanto

estaba en su mano para caerle bien. Decididamente, había muchas facetas en su carácter que yo desconocía. Greta correspondió debidamente a sus muestras de admiración. Se esmeró en todo. Sabía disimular sus atractivos cuando era conveniente, tanto como realzarlos en los momentos en que se hacía necesario eso. Yo nunca le había visto tan bella. Sonreía mirando a Santonix, escuchándole con atención, igual que si se sintiera arrebatada. Me pregunté qué habría detrás de aquella actitud, la que había adoptado Santonix. Nunca sabía uno a qué carta quedarse con él. Ellie le dijo que abrigaba la esperanza de que se quedara con nosotros unos días. Pero él movió la cabeza, denegando para manifestar que se veía obligado a partir veinticuatro horas más tarde. -¿Llevas algún proyecto entre manos ahora? ¿Estás muy ocupado? Santonix contestó que no, que acababa de salir del hospital. -Me han echado otro remiendo, pero lo más probable es que sea éste el último. -¿Qué es eso? ¿Qué te han hecho? -Han sustituido la sangre que circulaba por mis venas, mala y corrompida, por otra fresca y sana... -¡Oh! -exclamó Ellie, estremeciéndose ligeramente. -No te preocupes, Ellie, que tú no llegarás a pasar por semejante experiencia. -¿Por qué habías de vivirla tú, Santonix? Es una crueldad. -No. No es una crueldad -repuso el arquitecto-. He oído perfectamente lo que cantabas hace un rato: El hombre fue hecho para la alegría y la aflicción Y cuando nosotros tenemos lo anterior presente Por la vida avanzamos con seguridad. -Yo avanzo con seguridad por la vida porque sé a qué vine aquí. En cuanto a ti, Ellie. Todas las mañanas, todas las noches Alguien nace para el dulce gozo. -Esa eres tú. -¡Lo que daría yo por sentirme segura! -exclamó mi mujer. -¿No te sientes a salvo de todo peligro? -No me gusta verme amenazada. Me sentiría inquieta si alguien lanzara una maldición contra mi persona, -¿Te refieres ahora a la gitana? - En efecto. -Olvídate de ella -dijo Santonix-. Olvídate de ella por esta noche. Seamos felices. Ellie, a tu salud... Que vivas muchos años... Porque Dios me depare, apiadado, un buen final... Micky: mucha suerte.... Santonix guardó silencio, con su copa en alto, al mirar hacia Greta. -Le escucho -manifestó Greta-. ¿Qué me desea? -Para usted... ¿Qué es lo que se le acerca? ¿El éxito, quizás? Había una leve ironía en su pregunta. Santonix se marchó al día siguiente, a primera hora. -¡Qué hombre tan extraño! -comentó Ellie-. No he logrado comprenderle jamás. -Siempre me he quedado a medias cuando hemos hablado -declaré. -Es un hombre impuesto de ciertas cosas... -dijo Ellie, pensativa. -¿Quieres sugerir que conoce el futuro?

-No. No he querido referirme a eso. Conoce a las personas. Te lo he señalado una vez, antes de ahora. Supera en el conocimiento del prójimo a los propios interesados. A veces odia a la gente; en otras ocasiones, la compadece. No es esto lo que le ocurre conmigo, sin embargo indicó Ellie, reflexiva. -¿Y por qué había de compadecerte? -inquirí. -¡Oh! Porque... Ellie no terminó la frase. CAPÍTULO DIECISÉIS Al día siguiente, por la tarde, cuando yo avanzaba con bastante rapidez por la parte más oscura de la arboleda, donde las sombras resultaban más inquietantes, divisé la figura de una mujer de elevada estatura, plantada en el camino. Actuando impulsivamente me eché a un lado con la intención de cambiar de dirección. Di por descontado que se trataba de la gitana Esther, pero enmendé inmediatamente mi movimiento al identificar a la desconocida. Era mi madre. La vi más alta y sombría que nunca, con el rostro familiar de siempre, enmarcado por los grisáceos cabellos. -¡Mamá, por Dios! ¡Me has asustado! ¿Qué haces aquí? ¿Has venido a vernos? Te lo habíamos pedido ya bastantes veces, ¿no? La verdad era que no le habíamos indicado que hiciera tal cosa. Yo me había limitado a cursar, dirigida a su nombre, una tibia invitación. La redacté, además, de forma que mi madre hiciese caso omiso de ella. No quería verla por allí. Era el último lugar donde hubiera querido verla. -Tienes razón -me contestó-. He venido a veros, por fin, para comprobar que todo lo tuyo marcha bien... Así que ésa es la hermosa casa que os habéis construido. Muy grande y hermosa es... -añadió mirando por encima de mi hombro. Creí haber localizado en su voz el tono de desaprobación que yo ya había esperado encontrar de antemano. -Demasiado grande y hermosa para mí, ¿no es eso, mamá? -No he dicho tal cosa, muchacho. -Pero lo has pensado. -Desde luego, tú no naciste en una morada como la que estoy contemplando. Y nada bueno trae el afán de salirse uno de la esfera que le corresponde en la vida. -Con tal mentalidad, mamá, nadie hubiera llegado a ninguna parte. -Sí, yo sé muy bien que tus pensamientos siguen ese rumbo. Sin embargo, ¿qué clase de beneficios aporta al individuo la ambición exagerada? Tanto luchar denodadamente por un objetivo para luego ver, al alcanzarlo, que se hace tierra, polvo, en nuestras manos, desilusionándonos, obligándonos a reconocer que no valía la pena... -Por lo que más quieras, mamá: no me sermonees. Ven a casa. Recorre sus habitaciones, ya verás cómo te gusta. Conocerás también a mi guapa esposa. Hazle un gesto de disgusto, si te atreves. -¿Tu esposa? Ya la conozco. -¿Cómo que la conoces? -¿Es que no te ha dicho nada? -¿Qué?

-No te ha dicho que fue a verme, ¿eh? -¿Que ella fue a verte? -inquirí, desconcertado. -Sí. Un día se plantó ante la puerta de mi casa, oprimiendo el botón del timbre. Parecía hallarse un poco asustada. Es muy bonita, muy femenina. Y viste elegantemente. « ¿Usted es la madre de Micky?», me preguntó. Le contesté que sí, preguntándole a mi vez quién era ella. «Soy la esposa de su hijo», replicó, añadiendo a continuación: «Tenía que venir a verla. Estaba mal que la madre de mi esposo y yo no nos conociéramos...» «"Apuesto lo que usted quiera a que a él eso le parecía normal", contesté. Como ella se quedara un poco turbada, le indiqué: "Usted no se preocupe por ello. Conozco muy bien a mi hijo. Siempre ha sabido qué es lo que quiere y qué es lo que no-quiere." -Ella me dijo, entonces: "Lo más seguro es que usted crea que él se avergüenza de su madre, por ser pobre, y por ser yo rica... Bueno, pues no hay nada de eso, Micky no podía pensar así. No le dicta tales reacciones su carácter. Es verdad. No le estoy mintiendo, señora Rogers." «"No es necesario que me dé más explicaciones", señalé. "Conozco perfectamente los defectos de mi hijo. Éste no figura entre sus pecados. Mi hijo no se avergüenza de su madre, ni tampoco de sus comienzos." Hice una pausa antes de seguir hablando: "Mi hijo no se avergüenza de mí. Me teme mucho, si acaso. Le conozco demasiado." «Mi última declaración pareció divertirla, respondiéndome: "Yo creo que todas las madres piensan igual... Todas afirman que conocen a sus hijos a fondo, como nadie puede llegar a conocerlo. Y, seguramente, por tal motivo, los hijos se sienten embarazados en presencia de ellas." «Señalé que en cierto modo aquello podía resultar verdad. Cuando se es joven se vive casi siempre como sobre un escenario, enfrentados con el mundo. Aludí a mí misma, siendo yo una criatura, cuando vivía en casa de mi tía. Sobre la cabecera de mi cama había un ojo de enorme tamaño, convenientemente enmarcado. "Dios me ve", rezaba una leyenda, al pie. Siempre me sorprendía el sueño con la carne de gallina.» -Ellie debiera haberme hablado de la visita que te hizo -manifesté-. No sé por qué había de ser eso un secreto. Debiera habérmelo dicho, sí. Yo estaba enfadado,.muy enfadado. Ni siquiera me había pasado por la cabeza la idea de que Ellie me ocultara cosas como aquélla. -Es posible que ella se sintiera algo asustada por lo que hizo... -Vamos, vamos -dije-. Entra a ver nuestra casa. No sé si le agradó o no aquélla a mi madre. Me inclino por lo último. Lo escudriñó todo con curiosidad, enarcó las cejas y se adentró en la habitación de la terraza. Se encontraban allí sentadas, Ellie y Greta. Acababan de dar un paseo por los alrededores y Greta llevaba echado sobre los hombros un chal de lana de color rosado. Mi madre estudió los rostros de las dos mujeres. Estuvo como paralizada unos instantes, igual que si de pronto hubiese echado raíces. Ellie se puso en pie de un salto, cruzando el cuarto. -¡Si es la señora Rogers! -exclamó. A continuación, dijo, dirigiéndose a Greta-: Te presento a la madre de Micky, que ha venido a vernos, a conocer nuestra casa. Ha sido usted muy amable, señora Rogers. Esta joven es Greta Andersen, una amiga. Ellie tendió ambas manos a mi madre, cariñosamente. Ésta miró por encima de uno de sus hombros hacia Greta, con expresión de extraordinaria severidad. -Ya veo, ya veo... -murmuró como si hablara consigo misma.

-¿Qué es lo que usted ve? -inquirió Ellie. -Me estuve preguntando cómo sería todo esto -mi madre paseó la mirada por todas partes-. Tenéis una casa muy bonita. Las cortinas son preciosas, las sillas muy cómodas, los cuadros llaman la atención... -Tiene usted que tomar un poco de té -propuso Ellie. -Parece ser que acabáis de hacer eso vosotras, ¿no? -El té es algo que cae bien una y otra vez a cualquier hora -mirando a Greta, Ellie añadió-: No voy a tocar el timbre siquiera. Greta, ¿por qué no te acercas a la cocina y preparas unas tazas? -¡No faltaba más, Ellie! Greta salió del cuarto no sin antes echar un receloso vistazo a mi madre. Me dio la impresión de que estaba asustada. Mi madre se sentó. -¿Dónde tiene usted su equipaje? -preguntó Ellie-. ¿Ha venido para quedarse con nosotros, verdad? Me gustaría mucho tenerla a mi lado. -No, Ellie, no voy a quedarme con vosotros. Tengo que tomar un tren que sale dentro de hora y media. Solamente quería veros -a continuación agregó, muy de prisa, porque quería aprovechar, quizá, la ausencia de Greta-: Tú no estés preocupada, ¿eh? Le he dicho ya a Micky que me visitaste. -Lo siento, Micky. Creí que era mejor silenciar el paso que di sin contar contigo -declaró mi mujer. -Fue a verme dejándose llevar por su buen corazón -explicó mi madre-. Te has casado con una chica muy buena, Micky. Es muy bonita, además. Lo siento... Dijo estas dos últimas palabras en voz muy baja. -¿Lo siente usted? -preguntó Ellie, confusa. -Estoy arrepentida de haberme dejado llevar de ciertos pensamientos -manifestó mi madre, con evidente esfuerzo-. Bueno. Ya lo dijiste tú, Ellie. Todas las madres somos así. Es cosa natural, casi instintivo, que desconfiemos de las nueras. Pero nada más verte me di cuenta de que mi hijo había tenido suerte. Primeramente, pensé que era demasiado bello para ser cierto. -Eso es una impertinencia, mamá -medié, sonriente- Siempre fui un hombre de buen gusto. -Siempre has sido un hombre de gustos... caros, es lo que habrás querido decir -contestó mi madre, fijando la vista en las cortinas de brocado. -Eso mismo me ha pasado a mí -observó Ellie, muy contenta. -A ver si consigues que ahorre algún dinero de cuando en cuando -dijo mi madre-. Se trata de una práctica que le hará mejorar de carácter. -No quiero mejorar mi carácter, mamá -respondí-. Una de las ventajas del matrimonio consiste en que la esposa cree que todo lo que hace uno es perfecto. ¿No es así, Ellie? Ellie se echó a reír. -¡Eres un engreído, Micky! ¡Qué falta tan grande de modestia! Greta regresó con el té. Nos habíamos sentido incómodos por unos momentos, sobreponiéndonos por fin a nuestro malestar inicial. Volvimos a sentirnos desasosegados con la llegada de Greta. Ellie insistió en que mi madre se quedara y ésta supo negarse. Por último, mi mujer se dio por vencida. Ellie y yo abandonamos la casa en compañía de mi madre, avanzando por entre los árboles camino de la salida de la finca. -¿Por qué nombre es conocida esa propiedad por la gente del pueblo? -inquirió mi madre de pronto. -«El Campo del Gitano» -respondió Ellie.

-¡Ah, claro! Hay gitanos por aquí, ¿verdad? -¿Cómo lo sabes? -pregunté. -Vi una cuando subía. Me miró de una manera extraña. -Es una pobre mujer -aseguré-. Un poco tocada de la cabeza, eso es todo. -¿Por qué dices que está un poco tocada de la cabeza? Su mirada no era la de una persona chiflada. ¿Tiene esa mujer algo contra vosotros? -Sí, por lo visto. Pero no responde a nada real su actitud. Todo es fruto de su-imaginación. Asegura que hemos robado esta tierra a las gentes de su raza. -Supongo que lo que querrá es que le deis dinero -afirmó mi madre-. Los gitanos son así. Sacan partido de todo. Y arman un alboroto con cualquier motivo. Todo cesa cuando ven caer en las sucias palmas de sus manos unas monedas. -No le gustan a usted los gitanos, señora Rogers. -Son todos unos ladrones. Aborrecen el trabajo metódico, fijo, y les gusta, en cambio, poner las manos en lo que no les pertenece. -Bueno -dijo Ellie-. Olvidémonos ya de ellos. Mi madre inició la despedida. Súbitamente inquirió: -¿Quién es la joven que vive con vosotros? Ellie procedió a explicar a mi madre lo que Greta había sido para ella tres años antes de casarse y cómo le había ayudado a sobrellevar su aburrida existencia de muchacha secuestrada. -Greta ha hecho siempre cuanto ha estado en su mano para ayudarnos. Es una amiga maravillosa -declaró Ellie-. No sabría ya cómo... cómo arreglármelas sin ella. -¿Vive con vosotros o está aquí de paso? -Pues... -Ellie vaciló, queriendo evitar la pregunta-. Vive... vive de momento con nosotros. Es que me disloqué un tobillo y, claro, alguien tenía que cuidarme. Pero ya me encuentro bien. -Los recién casados deben vivir solos -sentenció mi madre. Nos quedamos en la puerta de acceso a la finca, contemplando cómo se alejaba paulatinamente. -Tiene mucha personalidad esa mujer -comentó Ellie. Yo estaba enfadado con Ellie porque había visitado a mi madre sin decirme nada. Pero cuando mi esposa se volvió hacia mí con una ceja graciosamente levantada y los labios dilatados en una sonrisa, su infantil sonrisa, me sentí desarmado. -Eres una embustera, Ellie. Has sabido fingir muy bien. -A veces hay que mentir por obligación, Micky. -Es como en la obra de Shakespeare que vi representar en cierta ocasión. Fue en el colegio, en mi colegio... Además, actué en ella -hice un esfuerzo para recordar una cita-: «Ella engañó a su padre y puede ser que a ti también.» -¿Cuál fue tu papel? ¿El de Otelo? -No. Yo representé el papel del padre de la chica. Supongo que por eso me acuerdo de la frase. Prácticamente, no tenía que decir nada más. -«Ella engañó a su padre y puede ser que a ti también» -repitió Ellie, pensativa-. Creo que no engañé nunca a mi padre, por lo menos que yo sepa. Tal vez hubiera hecho eso más adelante. -A mí me parece que él no habría encajado muy bien tu casamiento conmigo -declaré-. Lo hubiera tomado tan a mal como tu madrastra, quizá.

-Tienes razón. Mi padre era un hombre algo esclavo de los convencionalismos sociales -Ellie sonrió-. Seguramente, me hubiera visto obligada a actuar como Desdémona, engañándolo y huyendo después contigo. -¿Por qué tenías tanto interés en conocer a mi madre? -pregunté, curioso. -Estimaba que procedía mal ignorándola. Tú me has hablado muy poco de ella, pero yo tenía la impresión de que en todo momento, a lo largo de vuestra vida, hizo lo que pudo por ti. Me figuraba que habría trabajado más de la cuenta para procurarte ciertas ventajas materiales, alguna instrucción y cosas por el estilo. Parecía adoptar una actitud orgullosa al no intentar un acercamiento. -El culpable, en todo caso, de ello habría sido yo. -Sí... Entiendo que tú, en el fondo, no deseabas que fuera a verla. -¿Has pensado que me sentía aquejado por un complejo de inferioridad cuando aludía a mi madre? No hay nada de eso, Ellie, te lo aseguro. No; no se trataba de tal cosa... -Desde luego. Ahora lo sé bien. Lo que tú querías evitar era que saliese tu madre a colación a todas horas. -¿Eh? -Verás... He acertado a ver que tu madre es de las personas que creen estar al cabo de la calle en lo tocante a lo que uno debe hacer. Quiero decir que a ella le hubiera gustado que te dedicases a ciertas actividades... -Es verdad. Mi madre prefiere las estables. Ella aspiraba a que yo sentara la cabeza de una vez y para siempre. -Sus consejos en tal sentido no eran malos -afirmó Ellie-. Sin embargo, no resultaban los más adecuados para ti, Micky. Tú, naturalmente, tienes tu temperamento. Tú eres hombre inquieto. Aspiras a ir de acá para allá, viendo eso y lo otro... Tú quieres vivir en un plano superior, para dominarlo todo. -Yo lo que quiero es vivir en esta casa, solamente contigo -declaré. -Durante cierto tiempo, quizá... Y yo creo que siempre acabarás por desear el regreso a ella. Lo mismo va a pasarme a mí. Me figuro que vendremos aquí todos los años y que seremos más felices en este lugar que en cualquier otro. Pero tú ansiarás ver otros sitios también. Querrás viajar, contemplar nuevos horizontes, comprar lo que te guste. Es posible que pensemos, por ejemplo, en trazar un nuevo jardín. Eso puede que nos lleve a contemplar jardines y más jardines, italianos, japoneses, de todas las nacionalidades. -Tú, Ellie, sabes dar interés a la vida-confesé-. Siento haberme enojado. -¡Oh! No tiene importancia -contestó mi mujer-. No te tengo miedo -seguidamente, añadió, arrugando el entrecejo-: A tu madre no le ha caído bien Greta. -Hay muchas personas que no sienten la menor simpatía por ella. -¿Te incluyes entre esas personas? -Mira, Ellie... Me has hablado varias veces en ese tono al ocuparnos de Greta. Yo no siento la menor animadversión contra tu amiga. Me sentí un poco celoso al principio. Ya no hubo más. Ahora nos llevamos perfectamente -agregué, tras un segundo de reflexión-: Puede ser que ella tenga la culpa de que la gente que la conoce opte por adoptar una actitud defensiva. -Al señor Litípincott tampoco le agrada Greta, ¿verdad? Cree que ejerce demasiada influencia sobre mí. -¿Y qué? ¿Es cierto o no? -No sé por qué me has de hacer tú esa pregunta. Pues sí que ha influido e influye en mí. Me parece lógico. Greta se halla en posesión de una personalidad dominante

y yo necesito, necesitaba, mejor dicho, tener a mi lado una amiga en la que confiar. Necesitaba de alguien que saliera en mi defensa en un momento dado. -Y que te ayudara a echar a andar por el camino por ti elegido -repliqué, sonriendo. Entramos en la casa cogidos del brazo. Era una tarde bastante sombría la de aquel día. La terraza estaba llena de misteriosas sombras. Greta no se encontraba en la casa. Nuestros servidores nos dijeron que había salido con la intención de dar un paseo. Ahora que mi madre se hallaba enterada de todos los pormenores referentes a mi casamiento, hice lo que había pensado tiempo atrás. Le envié un cheque por una suma sustancial. Le escribí indicándole la conveniencia de que se trasladara a otra casa mejor y que debía adquirir algunos muebles para completar lo que tenía. En fin, saqué a relucir detalles semejantes a los indicados. Yo tenía mis dudas sobre la aceptación por su parte de mi cheque. Aquél no era dinero que yo hubiese ganado. Honestamente, no podía afirmar lo contrario. Tal como yo había estado esperando, mi madre me devolvió el cheque partido en dos trozos y en compañía de una breve nota: «Yo no tengo la menor relación con todo esto. No cambiarás nunca. Lo sé de un modo positivo. Dios te guarde.» Después de leerlo, arrojé furioso sobre la mesa el papel enfrente de Ellie. -Ya puedes ver cómo es mi madre. Tengo una esposa rica y estoy viviendo con el dinero suyo, lo cual desaprueba rotundamente mi vieja. -No te preocupes -contestó Ellie-. Hay mucha gente que piensa como ella. Se sobrepondrá a su arrebato. Tu madre te quiere mucho, Micky. -¿Por qué censura entonces a cada paso mi manera de ser? Ella ha querido siempre mecerme en su molde. Yo soy yo. No tengo por qué ser igual que éste o aquél. No soy ningún pequeñuelo. A mí no se me puede hacer de esta forma o de la otra. Soy un hombre ya. Tengo mis opiniones, mis gustos. -Tú eres tú, sí, Micky -dijo Ellie-. Y yo te amo tal como eres. Luego, tal vez para apartar mi atención de aquellas cuestiones, Ellie me hizo una pregunta inquietante. -¿Qué piensas tú de este nuevo criado nuestro? No me había detenido a pensar mucho en él. ¿Por qué había de hacerlo? Desde luego, prefería al que se despidiera antes, no sé por que pese a que no se había molestado en disimular sus opiniones acerca de un situación familiar y social. -A mi me parece uno más. ¿Qué es lo que te ha llamado la atención de ese hombre? -Me he preguntado a veces si sería un agente... -¿Un agente? No te entiendo, Ellie. -Un detective. Quizá tío Andrew tomó sus medidas... -¿Con qué fin? -Es posible que haya pensado en un secuestro. En Estados Unidos, ¿sabes?, nosotros teníamos habitualmente guardaespaldas, especialmente cuando nos hallábamos en el campo. -Otra de las ventajas de tener mucho dinero, en la cual yo no había caído! -¡Vaya idea! -exclamé. -¡Oh! En realidad, no sé nada... Yo creo que me habitué a ello. ¿Qué más daba? Después de todo, la persona interesada no nota nada de particular. Inquirí: -¿Estará la esposa metida también en eso? -Probablemente. Claro que cocina demasiado bien para ser verdad mi suposición. Puede ser que tío Andrew, o bien Stanford Lloyd, quien fuera el que cayese en la cuenta, pagase a los otros criados para que se despidieran, teniendo preparados de

antemano estos dos para que les sustituyesen. No tenía por qué resultar difícil la operación. -¿Sin decirte nada a ti? Continuaba mostrándome incrédulo. -Lo más seguro es que no hayan pensado en avisármelo. Querían evitarse el alboroto consiguiente. De otro lado, puedo estar equivocada, Micky -Filie fijó su mirada en el vacío-. Una adquiere una especie de sexto sentido al acostumbrarse a ver a su alrededor «ángeles protectores» a sueldo. -¡Pobre niña rica! -exclamé, despiadadamente. Ellie no se irritó por aquella salida mía. -Creo que esa frase me describe bastante bien -manifestó. -¡Las cosas que aprendo continuamente, Ellie, estando cerca de ti! -contesté. CAPÍTULO DIECISIETE ¡Qué misterio tan grande el sueño! Uno se va a la cama preocupado, pensando en gitanos y secretos enemigos, en detectives que ungen ser criados, en las posibilidades de que sea cometido un rapto, en cien cosas más, malas, generalmente, todas ellas... Pues bien, el sueño las barre en el acto. Se viaja sin tener conciencia de ello por regiones desconocidas y cuando llega la hora de despertar nos asomamos a un mundo nuevo. Nada de preocupaciones ya, nada de temores. Al volver a abrir los ojos, en la mañana del día 17 de septiembre, yo me encontraba gozosamente excitado, rebosante de animación y de vida. «He aquí un día maravilloso», me dije convencido. «Éste va a ser, indudablemente, un día espléndido.» Me había dicho lo que sentía realmente. Era como esas personas de ciertos anuncios de la prensa que se ofrecen para ir donde sea y hacer lo que se presente. Repasé mentalmente mis planes. Me había puesto de acuerdo con el comandante Phillpot para asistir a una subasta que se celebraba en una casa de campo situada a unos veinticinco kilómetros. Había algunos objetos allí que valía la pena adquirir. Acababa de señalarlos en el catálogo. Me agradaba la perspectiva de aquella excursión. Phillpot entendía mucho de muebles y de artículos de plata. Le venía esto de su familia, ya que él, antes de nada, era un deportista. Volví a echar otro vistazo al catálogo que me habían facilitado. Ellie había bajado vistiendo el traje de amazona. Casi todas las mañanas daba un paseo a caballo de una hora. Unas veces salía sola y otras la acompañaba Claudia. Seguía siendo americana por lo que se refería a sus hábitos en el desayuno: se bebía una taza de café y un vaso de jugo de naranja, no probando casi nada más hasta la comida. Mis gustos personales en este terreno, ahora que ya no había nada que me impidiera darles satisfacción, se acercaban mucho a los de un caballero de la época victoriana. Me agradaba ver sobre el aparador la mayor cantidad de platos posible. Hice los honores aquel día a unos riñones, varias salchichas y unos trozos de jamón, ademán ¡Algo delicioso! -Greta -inquirí-: ¿qué piensas hacer hoy? Greta me informó que ella y Claudia Hardscastle pensaban verse en Market Chadwell. Iban a acercarse a Londres, para asistir a una «venta blanca». Yo le pregunté qué era eso... La joven me explicó, burlonamente, que en las ventas blancas sólo se hablaba de ropas para la casa, de mantas, toallas, sábanas, etc. En la calle Bond había un

establecimiento en el que se encontraban buenas gangas. Acababa de recibir un catálogo por correo. Entonces, dirigiéndome a Ellie, dije: -Puesto que Greta piensa pasar el día en Londres, ¿por qué no nos vemos en el «George», de Barlington? La comida es allí excelente. Es lo que el viejo Phillpot me ha dicho, por lo menos. Él fue quien me sugirió la idea de que te acercaras por allí. A la una, ¿qué te parece? No tienes más que atravesar Market Chadwell, torcer a un lado y recorrer cerca de cinco kilómetros. El camino está bien señalizado, creo. -De acuerdo -contestó Ellie-. Nos veremos allí, ¿eh? Mi mujer montó a caballo y pronto se perdió entre los árboles. A Ellie le gustaba montar sobre todas las cosas. Habitualmente, casi a diario, recorría los senderos más tortuosos de la comarca, y daba unas cuantas galopadas antes de regresar a casa. Teníamos dos coches. Le dejaba a Ellie siempre el más pequeño, con el que resultaba más fácil aparcar. Aquel día, una vez más, me llevé el gran «Chrysler». Llegué a Barlington Manor poco antes de que comenzara la venta. Phillpot se encontraba ya allí. Ya había reservado un sitio. -No está mal esto -me anunció-. Tenemos ahí un par de cuadros buenos: el «Romney» y el «Reynolds». No sé si le interesará a usted alguno... Moví la cabeza, denegando. Mis preferencias, por el momento, se orientaban hacia los artistas de modernas tendencias. -He visto a dos comerciantes del gremio -prosiguió diciéndome Phillpot-. Son de Londres. ¿Ve aquel hombre delgado que se pellizca los labios? ¿Ése es Cresington? Es muy conocido. ¿No se ha traído usted a su esposa? -No -respondí-. Estas subastas no le llaman la atención. De todos modos, hoy particularmente, no tengo interés en verla por aquí. -¿Qué? ¿Por qué razón? -Se va a llevar una sorpresa de las grandes. ¿Se ha fijado usted en el «Lote 42»? Mi amigo consultó el catálogo, mirando luego hacia un rincón de la sala. -¡Ah! ¿Estaba usted pensando en la carpeta papier maché? Sí. Es una pieza, una de las más elegantes y bonitas que he visto. Y el pupitre resulta raro también. Nunca vi nada semejante. La carpeta en cuestión presentaba un dibujo del castillo de Windsor. Los márgenes se hallaban delimitados por una fila de rosas, cardos y tréboles. -Además se halla en excelente estado -comentó Phillpot, mirándome con curiosidad-. Yo no me hubiera atrevido a decir que eso encajaba de modo alguno en sus gustos, pero... -¡Oh! No es por ahí, señor Phillpot -respondí-. La pieza resulta excesivamente recargada de adornos para mí. Añora bien, a Ellie le gustará. La semana que viene celebra su cumpleaños y éste será mi regalo. Estoy seguro de que constituirá una sorpresa para ella. Es por lo que yo no tenía interés de que estuviese presente aquí en estos momentos. Sé que no podía encontrar nada que le agradara más. Se llevará una verdadera sorpresa. Nos sentamos en nuestros sitios respectivos y comenzó la subasta. Lo cierto es que la carpeta que a mí me gustaba tanto alcanzó un precio elevado. Los compradores de Londres se habían fijado también en ella. Compré, asimismo, una silla Chippendale labrada. Me imaginé que causaría un efecto excelente en nuestro vestíbulo. -Bueno, usted parece haberlo pasado estupendamente -me dijo Phillpot, poniéndose en pie una vez terminada la sesión de la mañana-. ¿Piensa volver esta tarde por aquí?

Moví la cabeza a un lado y a otro. -No. Ya no queda en el catálogo nada que me atraiga. Todo se refiere a mobiliario para dormitorios, alfombras y otros objetos parecidos. Phillpot echó un vistazo a su reloj. -¿Qué tal si nos marchamos entonces? ¿Se reunirá Ellie con nosotros en el «George»? -Sí. Allí la veremos. -Y... ¡ejem! ¿Y la señorita Andersen? -Greta se ha trasladado a Londres. Pensaba asistir a una venta blanca. Creo que iba a acompañarla la señorita Hardcastle. -¡Ah, sí! Claudia hizo un comentario acerca de eso el otro día. Los precios de las sábanas y otros artículos caseros alcanzan actualmente unos precios fantásticos. ¿Sabe usted lo que cuesta una funda de almohada? Pues treinta y cinco chelines. En mis tiempos no valían más de seis... -Ya veo que está muy al tanto de las compras de tipo casero. -He oído quejarse a mi esposa muchas veces... -Phillpot sonrió-. Tiene usted un aspecto magnífico, Micky. Se siente tan feliz como un muchacho de quince años, ya lo veo. -Eso es debido a lo de la carpeta de papier maché -contesté-. En parte por lo menos. Ya me desperté esta mañana experimentando una agradable sensación de plenitud vital. Usted sabe perfectamente que hay días en los que todo se le antoja a uno de color de rosa. -Mmmm. Tenga cuidado, amigo. Las alegrías excesivas e inexplicadas son consideradas de mal augurio. -Habla usted ahora como un escocés, ¿eh? -Surge, generalmente, ese raro contento antes de producirse una catástrofe. Es mejor que refrene su desbordado optimismo. Sonreí. -Yo no creo en supersticiones tontas, señor Phillpot. -Ni en las profecías de los gitanos, ¿verdad? -No hemos vuelto a ver a nuestra gitana. Hace una semana, por lo menos, que no da señales de vida. -Tal vez se haya marchado definitivamente de aquí -declaró Phillpot. Me preguntó si le permitía subir a mi coche y respondí, naturalmente, que sí. -¿Para qué llevarnos los dos? Al regreso, si es usted tan amable, me dejará en este mismo sitio. Ellie vendrá en su automóvil, supongo... -Sí, utilizará el pequeño. »Dios quiera que en el «George» nos sirvan una buena comida hoy »dijo el comandante Phillpot-. Tengo hambre. -¿Compró usted algo por fin en la subasta? Yo me encontraba demasiado nervioso para advertirlo. -Tiene usted que dominarse cuando puje. ¿No se dio cuenta de cómo procedían los profesionales? Pues no, no me quedé con nada. Todo se fue por encima del dinero que yo estaba dispuesto a dar. Comprendí. Phillpot poseía muchas tierras, pero éstas le proporcionaban escasos ingresos. Era un gran propietario, pero pobre. Solamente vendiendo algunas de sus fincas hubiese podido hacerse con algún valor, pero él se negaba a ceder ninguna. Amaba demasiado lo que le dejaran sus padres. Al llegar al «George» vimos que ya había muchos coches estacionados por los alrededores. Gente de la que había asistido a la subasta, quizá. No vi a Ellie...

Entramos en el establecimiento, yendo de un lado para Otro. No había llegado todavía. Era más de la una, sin embargo. Nos acercamos a la barra para beber algo con que entretener la espera. El local se hallaba atestado de público. Miré hacia el comedor. Continuaban reservándonos nuestra mesa. Había rostros conocidos por todas partes, remotamente conocidos. En una mesa situada junto a una ventana divisé una faz masculina que me resultó familiar. Estaba seguro de conocer a aquel hombre, pero no acertaba a recordar cuándo ni donde lo había visto. No era uno de los individuos de la localidad, ya que sus ropas eran distintas de las de aquéllos. Desde luego, en mis años más movidos yo había trabado relación con muchas personas y era imposible que me acordara de todas. El hombre no había estado en la subasta. En el local en que se celebrara la misma me había sucedido algo parecido. Uno se queda perplejo, desconcertado, ante ciertos rostros humanos. Ocurre siempre igual, no se logra encajarlos en un lugar y una época determinados. La diosa regidora del «George», embutida en su habitual vestido de seda negro, de afectado estilo eduardino, se me acercó para preguntarme: -¿Va usted a ocupar su mesa, señor Rogers? Hay una o dos personas esperando. -Mi esposa llegará dentro de un par de minutos todo lo más -contesté. Me reuní de nuevo con Phillpot. Me figuré que Ellie debía haber tenido algún pinchazo... -Será mejor que entremos -dije-. Esa gente parece hallarse algo apurada. El público ha invadido el local. Creo que Ellie no va a poder presumir de puntual. -Lo de siempre, Micky. A las mujeres les gusta hacernos esperar. Yo estoy dispuesto a hacer lo que usted diga... Sí. Será mejor que entremos y comencemos a comer. Sentados ya a la mesa elegimos el menú. -No está bien que Ellie abuse de nosotros de esta manera -declaré-. Puede que ese retraso tenga relación con la estancia de Greta en Londres. Ellie no sabe prescindir de ella. La ayuda en todo, le administra el tiempo, le recuerda compromisos... -Entonces, depende estrechamente de la señorita Andersen, ¿no? -En tal aspecto, sí. Phillpot y yo concretamos nuestra atención en la tarta de manzanas que acababan de servirnos. -No debe de acordarse en absoluto de esta cita -declaré de repente. -¿Por qué no telefonea usted a su casa? -Sí. Creo que eso será lo mejor. Descolgué el micro y marqué el número nada más salir del comedor. Atendió mi llamada la señora Carson, la cocinera. -¡Ah! ¿Es usted, señor Rogers? La señora Rogers no ha llegado todavía. -¿Qué quiere usted decir? -Que todavía no ha vuelto de su acostumbrado paseo a caballo. -¡Pero si se marchó después de desayunar! ¡No es posible que haya prolongado su paseo hasta añora, toda la mañana! -Ya la estaba esperando... -¿Por qué no me telefoneó usted para decirme lo que pasaba? -Yo ignoraba adonde se había ido usted, señor Rogers. Facilité a aquella mujer el número de teléfono del «George». Quedamos en que llamaría tan pronto apareciera Ellie o tuviera alguna noticia referente a su paradero. Fui en busca de Phillpot. No tuvo más que ver mi cara para imaginarse que sucedía algo anormal.

-Ellie no ha llegado a casa todavía -le expliqué-. Salió a dar un paseo a caballo esta mañana. Es lo que suele hacer a diario, pero no invierte en ello más de una hora. -Bueno, bueno, Micky. No se preocupe antes de tiempo. Su finca queda en un sitio bastante solitario -contestó Phillpot-. Es posible que el caballo se haya hecho daño en alguna pata y que su joven esposa se vea obligada a recorrer el camino a pie. Están las tierras planas de ahí abajo y la zona de los bosques... ¿Con quién pasará recado desde allí? -Si decide alterar sus planes una persona cualquiera, ¿qué hace? Puede ser que decidiera ir a algún sitio, a ver a cualquier conocida... Muy bien. Nada tengo que objetar. Pero lo menos que se hace es telefonear aquí. -No se enfade usted todavía, amigo mío. A mí me parece que lo mejor es que emprendamos el regreso, ahora mismo, para enterarnos realmente de la causa del retraso de su mujer. Cuando salimos de la zona de aparcamiento, se nos adelantó un coche. En él iba el hombre en quien me había fijado dentro del comedor. Súbitamente, lo identifiqué. Era Stanford Lloyd o alguien que se le parecía mucho. Me pregunté qué estaría haciendo por allí. ¿Proyectaba una visita a nuestra casa? De ser así, se me antojaba raro que no nos lo hubiese hecho saber con anticipación suficiente. Le acompañaba en el coche una mujer de rasgos semejantes a los de Claudia Hardscastle. Pero, bueno, ¿no se encontraba esta mujer en Londres, acompañando a Greta? No sabía ya qué pensar. Me sentía abrumado. Cuando nos alejábamos del «George» noté que Phillpot me miraba de soslayo. Sorprendí tal gesto en él un par de veces, diciéndole entonces, con amargura: -Ya ve usted... Mi alegría de esta mañana, como usted señaló, era efectivamente un mal presagio. No se precipite tanto. Su mujer puede haberse caído del caballo, fracturándose un tobillo, por ejemplo. Es una amazona, sin embargo. Yo sé cómo monta. No creo probable la hipótesis del accidente.. -Cuando menos se espera ocurre un percance -contesté. Pisé a fondo el acelerador. Por fin llegamos a la carretera que buscábamos, por encima de nuestra finca. Nos paramos de cuando en cuando para interrogar a las pocas personas que vimos. Hablamos con un hombre que extraía turba en cierto punto del trayecto y de él obtuvimos las primeras noticias. -He visto un caballo sin jinete -declaró-. Hace cosa de dos horas o poco más. Quise sujetarlo por las riendas, pero se lanzó al galope nada más acercarme a él. No vi a nadie por allí, sin embargo... -Lo mejor es que vayamos a su casa -sugirió Phillpot-. Quizá sepan ya allí de ella. Procedimos así. Pero en casa continuaban sin saber nada de mi mujer. Cogí al criado y le obligué a montar a caballo, para que se diese una vuelta por la zona que solía frecuentar Ellie. Phillpot llamó por teléfono a su mujer, que le envió uno de los hombres que trabajaban para ellos. El viejo y yo recorrimos el sendero utilizado siempre por mi esposa todas las mañanas, internándonos en la arboleda. Desde allí emprendimos la marcha hacia la zona de las tierras llanas. Al principio, no descubrimos nada de particular. Nos deslizamos luego a lo largo de uno de los linderos del bosque, al que afluían algunos senderos... Fue entonces cuando la vimos. Era como un desordenado montón de ropas. El caballo había vuelto allí, desplazándose por las cercanías, mordisqueando las hierbas frescas que encontraba al paso. Eché a correr. Phillpot me siguió con más rapidez de la que yo me hubiera atrevido a esperar de un hombre de sus años.

La pálida faz de Ellie miraba al cielo... -No es posible..., no es posible... -murmuré horrorizado. Phillpot se arrodilló junto a ella. Se puso en pie casi inmediatamente. Hemos de ir a buscar un médico -dijo-. Shaw... Es el que tenemos más a mano. Pero... Me parece que no va a servir de nada eso, Micky. -Sí... ¿Por qué mentir? -¡Dios mío! -exclamé apartándome de allí-. No puedo creerlo. Ellie... Ellie... -Tome un poco de esto, Micky -dijo Phillpot, alargándome un frasco. Acababa de sacárselo de un bolsillo, apresurándose a quitarle la tapa roscada. Eché un trago... -Gracias -musité. Llegó entonces mi criado y Phillpot le ordenó que fuese en busca del doctor Shaw. CAPÍTULO DIECIOCHO Shaw llegó en su maltrecho «Land Rover». Aquél era el coche que utilizaba para visitar las granjas aisladas de la comarca durante el mal tiempo. Apenas nos miró. Se inclino inmediatamente sobre el cuerpo de Ellie, arrodillándose después a su lado. Luego, fue en busca nuestra. -Hace tres o cuatro horas que falleció -dijo-. ¿Cómo ha sido esto? Le expliqué que Ellie había salido, como casi todas las mañanas después del desayuno, para dar un paseo a caballo. -¿Ha sufrido algunos accidentes antes? -No -repliqué-. Era una buena amazona. -¡Oh! Ya sé que montaba muy bien. He tenido ocasión de verlo prácticamente. Me parece que montaba a caballo desde pequeña. Estaba calibrando la posibilidad de que hubiese sufrido con anterioridad algún accidente que le hubiese restado facultades. Si el caballo se asustó... -¿Por qué había de asustarse el caballo? Éste es un animal, precisamente, muy pacífico... -A la montura no le pasa nada, no le demos más vueltas -medió el comandante Phillpot-. No es un animal de nervio, sino todo lo contrario. ¿Tiene algún hueso roto Ellie? -Todavía no la he reconocido por completo... Parece ser que no hay nada roto, sin embargo. La impresión, supongo... -Pero bueno, de una impresión no se muere -objeté. -Está usted equivocado. No es la primera vez que una persona fallece a consecuencia de una fuerte impresión. Si su corazón era algo flojo... -Me han dicho que en América anduvo algo débil no sé si del corazón o de otra cosa... -Mmmm. No vi nada de eso cuando la reconocí, ¿se acuerda? Claro que tampoco le hicimos un cardiograma para saber a qué atenernos. Bien. No vamos a sacar nada ahora con hablar de esto... La verdad de lo que ha pasado tardaremos un poco en saberlo. Ya veremos lo que sucede en la investigación. El hombre me miró, pensativo, dándome unas palmadas en la espalda, afectuoso. -Usted váyase a su casa y acuéstese. Ha sufrido una impresión terrible, de la cual tiene que recuperarse.

En plena campiña, la gente aparece a veces ante uno como llovida del cielo. En aquellos instantes había cerca de nosotros tres o cuatro hombres. No cesaban de hacer comentarios ni de lanzar exclamaciones. -¡Pobre joven! -¡Si era una chiquilla, casi! ¿Se calló del caballo que montaba? -Con los caballos no hay que gastar bromas... -Es la señora Rogers, ¿verdad?, la señora americana de «Las Torres». Habiendo terminado el turno de los comentarios, el hombre de más edad, entre los presentes, movió la cabeza, facilitándonos información. -A mí me parece que vi desde donde yo estaba en la carretera, lo que sucedía... El doctor se volvió con viveza hacia él. -¿Qué vio usted? « Un caballo que corría a bastante velocidad a campo traviesa. Vio usted a la señora en el momento de caerse del caballo? No. Tras contemplar aquél unos segundos volví a mi trabajo... Estaba picando unas piedras. Luego oí un rumor, levanté la vista y divisé a la mujer. No pensé en que ésta hubiera sufrido un accidente. Me figuré que ella se habría apeado, escapándose el caballo. El animal no galopaba en dirección al sitio en que me encontraba yo, sino en otra distinta. -¿No llegó a ver a esta señora tendida en el suelo desde la carretera? -No. No ando muy bien de la vista. La figura del caballo se destacaba perfectamente contra el firmamento. Por eso la divisé en seguida... -¿No descubrió usted ninguna otra caballista por los alrededores? -Ésta paseaba sola... Se dirigía hacia aquella arboleda. Yo sólo vi una amazona. -Es posible que la asustara la gitana -consideró otro de los presentes. Di la vuelta en redondo. -¿A qué gitana se refiere usted? -pregunté-. ¿Cuándo fue eso? -Pues... Hace tres o cuatro horas, esta mañana, bajaba yo por la carretera. Serían las diez menos cuarto, vi a la gitana... Es la que vive en la casucha del poblado. Tal es lo que yo me imagino al menos. Nos hallábamos algo distanciados. Bueno, es la única que anda por aquí, siempre con su capa roja. Avanzaba por un sendero, entre los árboles. Alguien me informó días atrás de que se había dedicado a amenazar a la joven americana de «Las Torres». Le había dicho, al parecer, que tenía que irse de aquí. Me dijeron que la mujer habíase mostrado muy violenta... -La gitana... -murmuré. Bajé la cabeza, apesadumbrado, añadiendo en voz alta, pero como si hablara conmigo mismo: -«El Campo del Gitano». Daría cualquier cosa por no haber oído hablar jamás de este lugar.

LIBRO TERCERO CAPÍTULO DIECINUEVE Me resultaba extraordinariamente difícil recordar cuanto sucedió después. Me refiero al orden de los acontecimientos. Lo recuerdo todo bien hasta aquel momento. Me costó trabajo comenzar, no hubo más. En cambio, a partir del instante de la muerte de Ellie... fue como si hubiera caído un puñal sobre mí, cortando mi vida en dos mitades. Yo no estaba preparado para hacer todo lo que hice después. Se produjo una amalgama extraña de personas y hechos que

escapaban por completo a mí... Estas se dieron en torno a mi persona. Tal es la impresión que saqué de todo aquello. Todo el mundo se mostró amable conmigo. Es de lo que mejor me acuerdo. Yo me comporté con una torpeza sin par. No sabía qué camino tomar. Greta se movía como un pez en el agua. Tenía la desconcertante energía que sólo las mujeres demuestran en ciertas ocasiones. Caía en todos los menudos detalles que es preciso ver pese a su insignificancia aparente. Yo era totalmente incapaz de reparar en ellos. Creo que de lo que me acuerdo en primer lugar -cuando ya se hubieron llevado a Ellie y yo regresé a mi casa, a la casa-, es de la visita del doctor Shaw. El hombre me habló... No sé cuánto tiempo estuvo conmigo. Le vi calmoso, cortés. Había que tomar ciertas medidas. Sí. Recuerdo esta palabra. Una palabra odiosa por todo lo que encierra, por todas las cosas a que aludía entonces. Resultaba que los vocablos amor, sexo, vida, muerte, odio..., por cuanto significan, no son los que gobiernan nuestra existencia. Hay, aparte, de tales conceptos toda una serie de menudencias que son las que realmente cuentan, a veces. Hay cosas que es preciso soportar, cosas en las que no se piensa hasta que le pasan a uno. Hay que enfrentarse en alguna ocasión, con los funerarios, hay que adoptar medidas con vistas a los funerales, hay que responder a todas las preguntas que a uno le hagan. Los servidores, en determinadas situaciones, se creen en la obligación de correr las cortinas de los cuartos. ¿Es indispensable proceder así porque Ellie haya muerto? ¡Oh! ¡Cuánta estupidez! Me sentía agradecido al doctor Shaw. El hombre actuó amable y sensatamente, explicándome con paciencia por qué se pensaba en la celebración de una investigación. Me acuerdo de que hablaba muy despacio, para asegurarse de que yo le entendía bien. No sabía qué era una investigación judicial. Jamás había asistido a ninguna. Todo se me antojaba curiosamente irreal, propio de gente inexperta. El funcionario encargado de las investigaciones en los casos de muerte violenta o en circunstancias misteriosas era un hombrecillo menudo, muy nervioso, sobre cuya nariz campaneaban unos lentes de pinza. Tuve que pasar por las formalidades -pura rutina-, de la identificación del cadáver, describiendo mi último encuentro con Ellie a la hora del desayuno, así como su partida para el diario paseo a caballo. Mencioné que nos habíamos puesto de acuerdo antes con el fin de comer juntos. Dije que me había parecido la Ellie de siempre, una mujer perfecta. El doctor Shaw declaró que no había advertido en el cadáver más señales que las lógicas de una caída. Al parecer, Ellie no había hecho el menor movimiento después de tocar el suelo. Se imaginaba que la muerte había sido instantánea. No había, a su juicio, ninguna herida a la cual atribuir el fallecimiento de mi esposa. En su opinión, el corazón había fallado en el momento preciso, por la emoción sufrida. Por lo que acerté a deducir de todos aquellos términos médicos que oí, Ellie había muerto por efecto de una asfixia de un tipo u otro. Sus órganos principales se hallaban en buen estado; en su estómago no se descubrió nada anormal. Greta, que también prestó declaración, no hizo más que respaldar lo dicho por el doctor Shaw antes. Afirmó que Ellie, tres o cuatro años atrás, había sufrido una afección cardiaca. Nunca había oído decir nada concreto sobre el particular. Incidentalmente, los parientes de Ellie, en cambio, habían comentado que el corazón de mi mujer era más bien débil y que debía evitar ciertos esfuerzos. Aquello era todo lo que sabía.

Luego, les llegó el turno a los que se encontraban en las inmediaciones del lugar del accidente. El primero en declarar fue el hombre que estaba dedicado a recoger turba. Había visto a Ellie pasar no muy lejos, a unos cincuenta metros de distancia. Sabía quién era aunque jamás había cruzado la palabra con ella. Estaba enterado de que era la americana, la dueña de la nueva casa levantada en el sitio que en otro tiempo ocupara el edificio llamado «Las Torres». -¿La conocía usted de vista? -No, no es eso exactamente, señor. Conocía la montura. Tenía una mancha blanca alrededor de uno de los cascos. Había pertenecido el animal al señor Carey, de Shettlegroom. Siempre fue considerada una bestia tranquila, la más adecuada precisamente para ser montada por una dama. -¿Estaba haciendo la montura algo anormal cuando usted la vio? -No. Avanzaba normalmente. La mañana era excelente... No había visto mucha gente por los alrededores, especificó. Aquel camino era poco frecuentado. Había, eso sí, un atajo que conducía a una de las granjas de la zona, más utilizado. La siguiente carretera quedaba cerca de un kilómetro. Él se encontró con dos personas... Se trataba de dos hombres: uno iba en bicicleta y el otro andando. Estaban demasiado lejos de él para saber quiénes eran. De todos modos, no había prestado una atención especial a su presencia. Añadió que antes de ver a Ellie cabalgando, descubrió a la vieja Lee. Es lo que creía, al menos. La mujer cambió de dirección de pronto, internándose en una arboleda. La gitana se movía con desembarazo por aquellos parajes, que conocía perfectamente, por el hecho de deambular a menudo por los mismos. El funcionario que dirigía la encuesta preguntó por qué razón no se había presentado a declarar la señora Lee. Entendía que debía ser llamada, siendo informado en el sentido de que la gitana había dejado el pueblo unos días atrás... Nadie sabía con exactitud cuándo. No había dicho a nadie sus nuevas señas al marcharse, sin tener a nadie al corriente de sus movimientos. Tal conducta no constituía una sorpresa para la gente. Una o dos personas afirmaron que se había ido el día anterior a aquél en que se produjera el accidente. El funcionario formuló otra pregunta al viejo trabajador: -¿Cree usted, sin embargo, haber visto a la señora Lee? -No puedo decir que esté seguro. Yo vi una mujer de elevada estatura, que avanzaba dando grandes zancadas, y que se cubría con una capa roja, semejante a la usada por la señora Lee a veces. No me di cuenta de más. Yo estaba bastante ocupado. Es posible que fuera ella. También puede ser que se tratara de otra persona. Siento no hallarme en condiciones de hacer una afirmación rotunda. Lo demás fue una repetición de lo que el hombre nos había dicho a nosotros. Había visto a Ellie a una distancia regular... Luego, contempló la figura del animal, galopando solo... El animal parecía hallarse asustado entonces. No acertó a señalar la hora que era. Juzgaba que las once, poco más o menos. Algo más tarde, volvió a ver el caballo, más lejos. Al parecer, regresaba a la arboleda. El funcionario requirió mi presencia a continuación, haciéndome unas cuantas preguntas sobre la señora Lee, la gitana. -Tanto usted como la señora Rogers conocían, de vista, a Esther Lee, ¿verdad? -Sí. -¿Hablaron ustedes con ella? -En varias ocasiones. Bueno -añadí-, habló ella con nosotros, mejor dicho. -¿Formuló alguna vez amenazas contra usted o su esposa? Reflexioné unos instantes.

-En cierto modo sí, pero nunca pensé... -No pensó... ¿qué? -Nunca pensé en tomar en serio sus palabras. -¿Le dio la impresión de que albergaba algún rencor contra su esposa? -A eso mismo aludió mi mujer una vez. Ellie no se lo explicaba, no sabía a qué atribuir su animosidad. -¿La habían expulsado ustedes alguna vez de su propiedad? ¿La habían amenazado acaso? ¿La habían tratado en alguna ocasión con rudeza? -Todos los ataques procedieron de ella -afirmé. -¿Le asaltó a usted alguna vez la idea de que la mujer podía ser una perturbada mental? Volví a quedarme en actitud pensativa. -Sí que llegué a hacerme esa reflexión -respondí-. Me figuré que la mujer abrigaba la creencia de que la tierra sobre la cual nosotros habíamos levantado nuestra casa le pertenecía. Puede ser también que pensara que era de su tribu, de los de su raza en general. Parecía sufrir una verdadera obsesión con aquello -añadí, lentamente-: Esta obsesión parecía ir en aumento de día en día... -Ya. ¿No hubo nunca ningún intento de agresión contra su esposa por parte de la señora Lee? -No. Todo se redujo a una serie de advertencias supersticiosas. Nos dijo que la mala suerte nos perseguiría si nos obstinábamos en continuar viviendo en nuestra casa, que caería una maldición sobre nosotros si no nos íbamos. -¿Llegó a pronunciar la palabra «muerte»? -Pues sí, creo que sí. No tomábamos en serio sus palabras, ya lo he dicho. Bueno, yo, por lo menos. -¿Pensaba su esposa de otra manera? -Me temo que sí, aunque fuese en ocasiones aisladas. La vieja Lee, a decir verdad, era capaz de producir cierta inquietud en una persona excesivamente sensible o temerosa. Me inclino a pensar, con tocio, que no se daba cuenta de lo que decía ni de lo que hacía. La encuesta fue aplazada por quince días. Todo apuntaba a un veredicto de muerte debida a causas accidentales. No existían datos suficientes para explicar, de momento, la causa del accidente. Las investigaciones serían reanudadas cuando Esther Lee, la gitana, hubiese prestado declaración. CAPÍTULO VEINTE Después de ser celebrada la encuesta, al día siguiente, fui a ver al comandante Phillpot, solicitando de él, sin más rodeos, su opinión sobre el caso. Una persona a quien el hombre que estaba sacando turba había tomado por Esther Lee, fue vista la mañana del suceso, avanzando hacia una arboleda... -Usted conoce a esa vieja -dije-. ¿La cree capaz de haber provocado deliberadamente el accidente que originó la muerte de Ellie? -No puedo pensar eso de ella, Mike -me contestó Phillpot-. Para proceder así tiene que haber un motivo. Un afán de venganza, por ejemplo, suscitado por cualquier agravio personal. Algo por el estilo. ¿Y qué le había hecho Ellie a esa mujer? Nada. -Es que no sabe uno qué pensar. ¿Qué era lo que la impulsaba a asediar a mi mujer, amenazándola, invitándola a marcharse de aquí? Algo tenía contra ella, sí,

pero, ¿por qué? Nunca había visto a Ellie antes... Ellie era para la señora Lee una desconocida. Nada les había unido en el pasado. -Ya, ya. Mike: aquí hay algo que no acierto a comprender. Con anterioridad a su matrimonio, ¿visitaba Inglaterra con frecuencia su esposa? ¿Vivió en esta parte del país en otro tiempo? -No. Estoy seguro de que no. En realidad sé muy pocas cosas acerca de Ellie. Bueno, quiero decir que no conozco con detalle sus relaciones, sus desplazamientos... Nuestra relación se había iniciado... no mucho tiempo atrás -hice una pausa, mirando atentamente a mi interlocutor. Después agregué-: Usted no sabe cómo empezó aquello, ¿verdad? No, claro. No se la imaginaría aunque estuviese reflexionando cien años. De repente, sin poder contenerme, me eché a reír. Luego, intenté recobrarme. Tenía la impresión de que me hallaba muy cerca de la histeria. El paciente Phillpot callaba. -Nos conocimos aquí -manifesté-. En el «Campo del Gitano». Yo me había enterado de que se subastaba la casa denominada «Las Torres». Subí por la carretera. El lugar me inspiraba una gran curiosidad. Fue entonces cuando la vi por vez primera. Se hallaba debajo de uno de los árboles. Se sobresaltó al verme... O quizá me asusté yo. Así fue como empezó todo. Luego nos vinimos aquí, con el propósito de vivir en este condenado lugar, en este lugar maldito, capaz de suscitar toda clase de desdichas... -¿Tuvo usted la impresión desde el primer momento de que serían desgraciados aquí? -No... Sí... Bueno, no lo sé, realmente. No lo admití nunca. No quise admitirlo jamás. En cambio, ella... Creo que Ellie pasó mucho miedo a lo largo de las últimas semanas -afirmé, pronunciando muy despacio las palabras-: Alguien, deliberadamente, pretendía asustarla... Phillpot replicó con viveza: -¿Cómo? ¿Cómo? ¿Quién podía querer asustarla? -La gitana, evidentemente. Pero tampoco estoy seguro por lo que a este punto respecta... Esperaba a Ellie, le salía al encuentro para decirle que este lugar atraería la desgracia sobre su casa. Le decía una y otra vez que era preciso que se marchara. El comandante se mostró irritado ahora. -¡Qué lástima no haber sabido todo eso antes! Hubiera hablado con Esther. Le habría dicho que no estaba bien que procediera así. -¿Le habría escuchado? ¿Usted cree? -Mire, Rogers... A Esther le gusta darse importancia, como a tantas personas les ocurre. Anuncia cosas que, según ella, van a pasar, dice a la gente la buena ventura, pretende, en una palabra, conocer el futuro. -¿Y si actuaba de ese modo porque alguien le diese dinero? Me han dicho que le gustaba mucho el dinero. -Sí. Le ha gustado siempre. Usted sugiere que pudo haber alguien que... ¿Qué es lo que le ha hecho pensar en eso? -El sargento Keene -respondí-. Por mí mismo, nunca hubiera creído en tal cosa. -Ya. Phillpot movió la cabeza dudoso. -Yo no puedo creer -dijo por fin-, que pretendiera asustar a su esposa hasta el punto de dar lugar a un accidente que le ocasionara la muerte.

-Puede que no pensara que las cosas podían llegara a tal extremo. Quizás hizo algo que espantó al caballo. Para conseguir tal efecto no tenía más que hacer explotar un petardo o agitar un trozo de papel. En ocasiones pienso que la dominaba un resentimiento personal. Ahora bien, ¿de dónde arrancaba éste? -Entiendo que eso es algo que parece muy traído por los pelos. -¿Poseyó ella alguna vez esa finca? -inquirí-. Me refiero a la tierra. -No. Los gitanos son gente que van siempre de acá para allá. De ciertos sitios los echan y ellos, simplemente, se van. Dudo de que esto tan sólo provoque odios que duren toda la vida. -Probablemente, tiene usted razón. Me pregunto, sin embargo, si por una razón que desconocemos recibió dinero para... -Una razón que desconocemos... ¿Qué razón? Reflexioné unos momentos. -Sé que todo lo que voy a decir se le antojará pura fantasía. No obstante, supongamos que, tal como Keene sugirió, alguien dio dinero a la gitana para que hiciera lo que hizo. ¿Qué quería nuestro misterioso personaje? Imaginémonos que aspiraba a que nos fuésemos de aquí. A tal efecto, concentró su labor en Ellie y no en mí, porque nunca conseguiría que yo me asustase tanto como mi mujer. El objetivo a alcanzar era nuestra desaparición de aquí, la de los dos..., a través de ella. En caso afirmativo, ha de existir algún motivo para dar lugar a que la finca fuese puesta en venta de nuevo. Alguien, por una razón que no se me alcanza, desea la tierra que yo poseo. -La sugerencia no supone ningún disparate. Sin embargo... ¿Y el motivo? -Pensemos en un importante yacimiento, en la existencia de un mineral precioso, de esos que se barajan tanto hoy en día. -¿Qué quiere que le diga? Me parece poco probable. -Pensemos entonces en un tesoro enterrado. ¡Oh! ya sé que es absurdo, pero... Fijémonos en uno de esos grandes robos recientes, en el asalto a un banco que... Phillpot todavía movía la cabeza, pero ahora con menos vehemencia. -No hay más salida que la que se deriva de retroceder unos pasos. Lanzándonos tras la señora Lee podremos dar con quien le pagó por sus estrambóticas actuaciones. Puede que se trate de algún desconocido enemigo de Ellie. -¿No acierta usted a localizar mentalmente alguno probable? -preguntó Phillpot. -No. Mi mujer no conocía a nadie aquí. De eso estoy seguro. No tenía ningún lazo de unión con esta comarca -me puse en pie-. Gracias, comandante, por haber tenido la paciencia de escucharme. -Hubiera querido serle de más utilidad, amigo mío. Me encaminé a la puerta, manoseando aquello que llevaba dentro de un bolsillo. Luego, tomando una decisión repentina, di media vuelta, tornando a entrar en la habitación. -Tengo aquí una cosa que me gustaría enseñarle -dije-. Me proponía ir a ver al sargento Keene para mostrársela, por si se le ocurría alguna idea. Saqué de mi bolsillo una piedra redonda envuelta en un trozo de papel arrugado y escrito... -Esto lo tiraron por una ventana de la casa esta mañana -expliqué-. Oí el ruido de un cristal al romperse cuando bajaba la escalera. Al principio, nada más llegar aquí, nos tiraron también una piedra. Ignoro si el autor de esta fechoría es el mismo que la primera vez. Quité el papel a la piedra, alargándolo a Phillpot. Era un trozo de papel sucio, basto. La tinta del escrito era muy débil. Phillpot se puso las gafas para estudiarlo.

El mensaje era muy breve. No decía más que esto: Su esposa fue asesinada por una mujer. Phillpot enarcó las cejas. -Extraordinario -dijo-. ¿Cómo fue el primer aviso que ustedes recibieron? -No me acuerdo bien. Era sólo una recomendación, para que nos fuéramos de aquí. No recuerdo exactamente el texto. Parece ser cierto que los autores fueron gamberros de la localidad. Este mensaje se me antoja algo distinto. -¿Cree usted que lo arrojó alguien que estaba en el secreto del asunto? -Los anónimos, sean como sean, encierran siempre mucha malicia, mucha crueldad. Donde se observa bien esto es en los pueblos. Phillpot me devolvió el papel. -Creo que ha pensado usted bien en ir a ver al sargento Keene. Es posible que él sepa acerca de estas tretas más que yo. Encontré al sargento Keene en la comisaría de policía. Le interesó mucho cuanto le dije. -Aquí veo algo raro -comentó. -¿Qué piensa usted concretamente de esto? -pregunté. -Puede que encierre malicia esta acción, contra determinada persona. -¿Al acusar directamente a la señora Lee, supongo? -No. Me parece que la idea no debe ser expuesta de tal forma. Podría hallarse relacionado el hecho con lo que haya visto u oído alguien. Quizás ese alguien oyó un grito o un ruido, o vio un caballo que corría, tropezando poco después con una mujer. Pero todo parece indicar que se trataba de otra mujer y no de la gitana, ya que todo el mundo piensa que Esther Lee anda mezclada en este caso de todos modos. Sí. Aquí se sugiere la idea de una segunda mujer... -¿Qué hay de la gitana? -inquirí-. ¿Tienen ya alguna noticia sobre su paradero? ¿La han localizado? Keene movió la cabeza lentamente. -Conocemos los sitios que visitaba siempre que desaparecía de aquí. Entre las gentes de su raza que paran en East Anglia tiene amistades. Son personas de su mismo clan. Nos han dicho que no se encuentra entre ellos. Era de esperar tal respuesta. Cierran el pico siempre y no hay quien les haga hablar cuando andan mezclados en cualquier asunto raro. Es muy conocida por allí Esther, pero nadie le ha visto. Sin embargo, yo no creo que se haya ido más allá de East Anglia. Keene pronunció estas palabras dándoles una entonación muy especial. -No lo entiendo -manifesté. -Reflexione... La mujer está asustada. Tiene razones para estarlo. Amenazó a su esposa, la asustó y se le atribuye una acción que dio lugar a un accidente, de resultas del cual su mujer falleció. La policía la buscaba. Ella lo sabe. Ha procurado, en consecuencia, distanciarse de nosotros prudentemente. No quiere dejarse ver. Huirá de los medios de transporte públicos. -Pero la encontrarán, sin duda, ¿no? Ha de llamar la atención por su sorprendente aspecto. -Sí. Acabaremos dando con ella. Estas cosas se llevan su tiempo. Si fuéramos por ahí por buen camino... -Usted cree que hay otro todavía, ¿verdad? -Bien. Ya sabe usted lo que nos ha estado preguntando: ¿hubo alguien que dio dinero a Esther Lee para que hiciera lo que hizo? -Eso explicará su ansiedad por huir... -Para ansiedad, la que se apoderará de cierta persona. -Repare en ello, señor Rogers. Hablé despacio: -¿Piensa en la que le pagaba? -Sí. -Supongamos que... fuese otra mujer quien le daba el dinero.

-Supongamos que tal idea se le ocurriese a alguien más. Entonces, comienza el envío de mensajes anónimos. La mujer se sentiría espantada también. No tenía por qué proponerse lo que ha sucedido, necesariamente. Puede que anduviera muy empeñada en que se fueran de este pueblo, pero es muy posible, además, que no quisiera la muerte de la señora Rogers. -No. La muerte no constituía una meta; se trataba de asustarnos nada más. Querían asustarnos a mi esposa y a mí para que nos fuéramos. -¿Y a quién le corresponde ahora estar inquieto? A la mujer causante del accidente. Es decir, a la señora Lee. Esta querrá salvarse, ¿no? Dirá en seguida que no había actuado espontáneamente. Admitirá que le daban dinero. Y mencionará un nombre. Dirá quién le pagaba. ¿Verdad que este giro no será del agrado de todos, señor Rogers? -¿Se refiere a la mujer desconocida de que hemos hablado, en hipótesis, sin saber siquiera si existe? -Hombre o mujer, alguien le pagó... Bien. La persona desconocida habrá querido asegurarse su silencio, ¿no? -¿Piensa usted en la posibilidad de que la gitana haya muerto? -Conviene considerar esta hipótesis, ¿no le parece? -Keene cambió bruscamente de tema al añadir-: Me estoy acordando, señor Rogers, de lo que ustedes dieron en llamar el Refugio, situado en la parte alta de su propiedad... -¡Ah, sí! Mi esposa y yo arreglamos aquello. Usábamos el Refugio muy de tarde en tarde. En los últimos días, menos. ¿Por qué ha pensado en este lugar? -Hemos estado explorando la zona. El Refugio no estaba cerrado con llave. No contesté. Allí no era guardado nada de valor. Pusimos dentro unos cuantos muebles v utensilios corrientes. -Yo pensé que la gitana podía haberse metido allí, pero no descubrimos el menor rastro de ella. Encontramos esto, no obstante. Iba a enseñárselo antes... -Keene abrió uno de los cajones de su mesa de despacho, sacando de él un encendedor chapado en oro de pequeño tamaño, de delicado diseño. Era, naturalmente, un encendedor para un bolso femenino y llevaba estampada en diamantes una inicial. La letra C-. Este chisme no será de su esposa, ¿verdad? -No ha podido ser de ella con esa inicial C. Ellie no tenía ningún encendedor así. Tampoco puede pertenecer a la señorita Andersen, cuyo nombre de pila es Greta. -Pues allí estaba. Alguien lo dejaría caer en aquel sitio. Se trata de un artículo de precio, caro... -C... -repetí, quedándome pensativo-. No acierto a acordarme de nadie cuyo nombre empiece por esa letra que no sea Cora. Cora, ¿sabe usted?, es la madrastra de mi esposa. Cora van Stuyvesant... Ahora bien, no me la imagino corriendo por el bosque, en dirección a la parte elevada donde se encuentra el refugio... Además, hacía tiempo que no nos visitaba. Un mes, por lo menos. Creo que ni siquiera la he visto usar ese encendedor. Quizá no me haya fijado. La señorita Andersen sí sabrá algo de esto, quizá. -Bien, pues lléveselo. Que lo vea. -Procederé como usted dice, pero a mí me extraña que no viéramos el encendedor últimamente, cuando estuvimos en el Refugio. Hay pocas cosas allí. Era difícil que se nos pasara hallándose en el suelo... ¿Estaba en el suelo, efectivamente? -Sí. Cerca de un diván. Naturalmente, allí pueden haber entrado muchas personas. Es un sitio ideal y muy a mano para dos enamorados. Hablo de la gente

de la localidad. En cambio, es poco probable que haya por aquí quien use un encendedor de tanto precio como éste. -Tenemos a Claudia Hardscastle. Dudo, sin embargo, de que posea cosas personales de tanta fantasía como ésta. ¿Qué iba a hacer ella, además, en el Refugio? -Era muy amiga de su esposa, ¿no? -Sí. La mejor que Ellie tenía aquí. Y sabría que nosotros no diríamos nada si se decidía a utilizar el Refugio con cualquier motivo. -¡Ah! -exclamó el sargento Keene. Miré a mi interlocutor fijamente. -No irá usted a pensar que Claudia Hardscastle... odiaba a Ellie, ¿verdad? Sería absurdo... -Al parecer, no existe una razón para que yo la considere enemiga de su esposa. Ahora bien, con las mujeres no sabe uno nunca a qué atenerse, señor Rogers. -Supongamos... Pronuncié esta palabra y guardé silencio inmediatamente. Pensé que lo que me disponía a decir podía antojársele extraño al sargento Keene. -Hable, hable usted, señor Rogers. -Creo que Claudia Hardscastle estuvo casada con un americano apellidado... Lloyd. Uno de los administradores de la fortuna de mi mujer en América se llama precisamente Stanford Lloyd. Claro que éste es un apellido muy difundido, pero... ¿Se tratará de una coincidencia? ¿Serán esas dos personas la misma? Por otra parte, ¿qué tiene que ver tal hecho con todo esto? -No parece probable... Entonces, sin embargo.... -Lo extraño es que yo creí haber visto por aquí a Stanford Lloyd el día... del accidente... Estaba comiendo en el «George», de Bartington... -¿No se le acercó? Denegué con un movimiento rápido de cabeza. -Se hallaba acompañado por una mujer que me recordó a Claudia Hardscastle. Puede que se tratara tan sólo de una figuración mía. Usted sabrá por supuesto, que fue su hermano el constructor de nuestra casa. -¿Le inspiraba un gran interés su vivienda? -No -repuse-. Me parece que no es de su gusto el estilo de su hermano -me puse en pie-. Bueno, no quiero entretenerle más. Prueben a ver si dan con la gitana. -Puedo decirle que la busca de esa mujer continuará. Nuestras autoridades la necesitan. Dije adiós al sargento Keene y abandoné la comisaría de policía. Tal como sucede a veces, cuando se acaba de mencionar a una persona ausente, Claudia Hardscastle surgió ante mí, en el instante en que salía de la oficina de Correos. Los dos nos paramos. Claudia me dijo, con el ligero embarazo que se apodera de una persona al tropezar con otra que acaba de sufrir una pérdida, la de cualquier familia: -He sentido muchísimo lo de Ellie, Micky. No quiero decirte nada más. Sobran las palabras en estos casos. Pero tampoco una puede callar por completo. -Te entiendo perfectamente. Tú te portaste muy bien con Ellie. Contribuiste a que se sintiera aquí como en su casa. Te estoy muy agradecido. -Hay algo que deseaba preguntarte y he pensado que quizá sería mejor que lo hiciera ahora, antes de que te vayas a América. He oído decir que te irás dentro de poco. -Tan pronto pueda. Tengo muchas cosas que ver allí.

-Quería saber solamente... De pensar en poner tu casa a la venta, me figuré que te ocuparías de ello antes de marcharte... En caso afirmativo, yo quisiera ser la primera persona que... La miré realmente sorprendido. No me había atrevido a esperar aquello de Claudia. -¿Deseas comprarla, Claudia? Yo estaba convencido de que no era de tu agrado ese estilo... -Mi hermano Rudolf me dijo que tu casa es lo mejor que ha hecho. Hemos de convenir que es un entendido, ¿no? Me imagino que querrás mucho dinero por ella, pero podría pagarte. Sí. Tengo mucho interés en que pase a mis manos. Seguía extrañándome aquello. Claudia no había mostrado el menor entusiasmo por nuestro hogar nunca. Me pregunté algo que ya me había preguntado en un pa>- de ocasiones anteriores: ¿qué era lo que unía a Claudia con su hermanastro? ¿Sentía algún aprecio por él? A veces me había dicho que él le disgustaba, que le odiaba, casi. Se refería siempre a mi amigo en unos términos raros. Pero fuesen cuales fuesen entonces sus verdaderos sentimientos, algo significaba para ella. Algo importante. Moví la cabeza. -Tú has pensado que a causa de la muerte de Ellie a mí me entrarían deseos de vender la casa, alejándome de aquí -dije-. La verdad es que no hay nada de eso. En absoluto. Ellie y yo hemos sido felices en este lugar y en ningún otro sitio podré recordarla mejor. No voy a vender el «Campo de! Gitano», Claudia. No lo vendería por nada del mundo. De eso puedes estar segura. Nuestras miradas se encontraron. Hubo entre nosotros como un mudo forcejeo. Por fin, ella miró hacia otro lado. Hice acopio de valor y hablé: -No es asunto que a mí me interese directamente, pero yo sé que tú fuiste casada, Claudia. ¿Era Stanford Lloyd el nombre de tu marido? -Si. Y se alejó de mí... CAPÍTULO VEINTIUNO Un mundo de confusión... Eso es todo lo que recuerdo al mirar hacia atrás. Los periodistas formulando preguntas... Gente que solicitaba entrevistas... Montones de cartas y telegramas... Greta se las tenía que entender con todo aquello. Me sentí impresionado, en primer lugar, al descubrir que los familiares de Ellie, contrariamente a lo que nosotros habíamos supuesto, no se encontraban en América. Tuvimos una sorpresa al averiguar que casi todos estaban en Inglaterra. Esto era comprensible por lo que a Cora van Stuyvesant se refería, al menos. Se trataba de una mujer inquieta, que lo mismo se hallaba en Italia que en Francia o las Islas Británicas, cuando no saltaba el océano para plantarse en la costa del Atlántico o la del Pacífico. El día en que Ellie murió no debía encontrarse a más de ochenta kilómetros de nuestra finca, buscando todavía la casa con que soñaba dentro de Inglaterra. Había visitado Londres recientemente, con el fin de entrevistarse con nuevos agentes de la propiedad, dedicándose después a recorrer nuestra comarca, habiendo visto en aquella particular jornada media docena de propiedades. Supe que Stanford Lloyd había utilizado el mismo avión con motivo de una reunión de negocios en Londres. Estas personas se enteraron de la muerte de Ellie no por los cables que yo cursé con destino a América sino por la prensa del país.

Surgió una agria discusión con el asunto del enterramiento de Ellie. Yo consideré natural que sus restos reposaran donde había muerto: en el sitio en que los dos habíamos vivido. Pero la familia de Ellie se opuso violentamente a mi parecer. Querían que el cadáver fuese trasladado a América para ser enterrado en la tumba de los Guteman. Allí descansaban su padre, su madre, el abuelo y otros ascendientes. Pensándolo bien, la idea no carecía de lógica. Andrew Lippincott me buscó para hablarme de ello. Expuso la cuestión en un tono bastante razonable. -Ellie jamás dictó instrucciones sobre el lugar en que prefería ser enterrada -me señaló. -¿Por qué había de hacerlo? -inquirí, acalorado-. ¿Qué edad tenía Ellie? ¿Veintiún años? A los veintiún años nadie piensa en la muerte. Entonces no se preocupa uno de si va a ser enterrado aquí o allí. ¿Quién piensa en la muerte hallándose en lo mejor de la vida? -Su afirmación es muy justa -contestó el señor Lippincott. Guardó silencio un momento y agregó-: Mucho me temo que tenga usted que venir también a América. Hay muchos intereses familiares allí de los que tendrá que ocuparse. -¿De qué clase de intereses habla? ¿Qué tengo yo que ver con los negocios familiares? -Tiene usted que ver y mucho. ¿Es que no se ha dado cuenta de que es el principal beneficiado como consecuencia del testamento de su esposa? -¿Por el hecho de ser yo el familiar más cercano o algo así? -No. Por su testamento. -Ignoraba que Ellie hubiese hecho testamento. -¡Oh, sí! -exclamó el señor Lippincott-, Ellie era una joven muy metódica. Tenía que serlo. Se había criado en un ambiente muy especial, ambiente de grandes negocios. Hizo testamento cuando su mayoría de edad y casi inmediatamente después de haberse casado. Fue depositado en casa de su abogado de Londres, con súplica de que a mí me fuese facilitada una copia -Lippincott vaciló un momento antes de agregar-: Si viene usted a Estados Unidos, que es lo que yo le aconsejo, habrá de poner sus asuntos en manos de algún abogado de fama allí. -¿Por qué? -Los intereses de Ellie eran muy diversos: hay propiedades, casas en el campo y en las ciudades, acciones, participaciones en varias industrias... Necesitará los consejos de un técnico. -Yo carezco de condiciones para ocuparme de esas cosas. La verdad es que no estoy capacitado para tal labor. -Ya me hago cargo -dijo el señor Lippincott. -¿No podría dejarlo todo en sus manos? -Sí que podría hacerlo. -Entonces, ¿por qué molestarme en buscar a otro? -A pesar de lo dicho, usted debe tener su representación separadamente. Yo actúo ya en nombre de algunos miembros de la familia y puede darse lugar a un conflicto de intereses. Si usted deja el asunto en mis manos, procuraré que los suyos sean representados por un abogado capaz y honesto. -Muchas gracias. Es usted muy amable. -Si me permitiese que fuese un poco indiscreto... Lippincott parecía sentirse algo nervioso. Me complacía la idea de que se mostrara indiscreto...

-Usted dirá. -He de recomendarle que tenga mucho cuidado con lo que firma. Me refiero a los documentos relacionados con cuestiones de negocios. Antes de firmar cualquier papel, léaselo detenidamente y desde el principio hasta el fin. -¿Me dirá algo la clase de documento en que usted piensa a mí? -Si no lo entiende, alárgueselo a su consejero legal. -¿Me está usted previniendo en contra de alguien? -inquirí ahora, verdaderamente intrigado. -No es ésa una pregunta que yo deba contestar -repuso el señor Lippincott-. Sólo puedo decirle esto: cuando haya por en medio grandes sumas de dinero lo más prudente es que no se fíe de nadie. Lippincott pues, me estaba poniendo en guardia contra alguien, pero no pensaba darme a conocer ningún nombre. Es lo que advertí en seguida. ¿Se refería a Cora? ¿Esbozaba sospechas de más largo alcance? ¿Pensaba en Stanford Lloyd, aquel banquero de las maneras floridas, lleno de bonhomíe, rico y despreocupado, quien recientemente había estado en Inglaterra en viaje de negocios? ¿Aludía a tío Frank, un hombre que podía acercarse a mí, portador de ciertos documentos? Me vi a mí mismo, un ignorante, sumergido en el mundo de los grandes negocios avanzando a nado por un lago, cercado por grandes cocodrilos, todos ellos dirigiéndome falsas sonrisas de amistad. -En este mundo -aseguró el señor Lippincott- se dan todas las maldades. Fue una estupidez mía, pero lo cierto es que, de repente, sentí la necesidad de hacerle esta pregunta: -¿Beneficia a alguien la muerte de Ellie? Lippincott me miró muy fijamente. -¡Qué pregunta tan curiosa! ¿Por qué dice usted eso? -No lo sé -repliqué-. Se me ha ocurrido de pronto. -La muerte de Ellie le beneficia a usted. -Por supuesto. Eso por descontado... Yo quería saber otra cosa... ¿Sale beneficiada con la muerte de Ellie alguna otra persona? El señor Lippincott guardó silencio largo rato ahora. -Usted lo que desea saber es si el testamento de Fenella beneficia a otra gente en forma de legados. Yo le contestaré que sí, aunque éstos sean de importancia secundaria. Ellie se acordó de unos cuantos servidores, de una vieja ama de llaves y de ciertas instituciones caritativas. Hay otro legado para la señorita Andersen, pero de poca cuantía. Usted ya sabe, probablemente, que fue recompensada por su esposa poco tiempo atrás con una cantidad importante. Asentí. Ellie me había puesto al corriente de esto. -Usted era su esposo. Ella no tenía familiares más cercanos. Pero yo pienso que su pregunta no aludía específicamente a eso... -No sé concretamente a qué quise aludir -respondí-. De una manera o de otra, usted, señor Lippincott, ha logrado hacerme concebir sospechas. Pero no sé de quién sospechar ni por qué... Nada entiendo del mundo de las finanzas. -Nada, es verdad, ya se ve. Permítame decirle que yo no sé nada cierto sobre el particular, que no me es posible concretar mis recelos. A la muerte de una persona en posesión de algunos bienes lo habitual es que se haga un recuento de sus negocios. Esto puede ser que tenga lugar inmediatamente o que se dejen pasar algunos años. -Lo que usted quiere decirme realmente es que es posible que surja una persona con prisas y dispuesta a enredarlo todo. Para empezar, se esforzarán para que firme a toda prisa los papeles que estime más convenientes.

-Supongamos que los asuntos de Fenella no estuviesen en regla..., su prematura muerte, entonces, sería una suerte para alguien, digámoslo así. Esta persona podría disimular mejor sus malos pasos al tener que entendérselas con alguien tan... tan sencillo como usted, si me permite la expresión. No quiero una ampliación del tema. No sería justo que insistiésemos en él. El funeral se celebró en la pequeña iglesia. Me habría marchado de allí de buena gana de haber podido. La gente me miraba curiosa, habiéndose apostado a ambos lados de la entrada. ¡Qué ojos aquéllos! Greta me ayudó. Me di cuenta entonces de la energía de su carácter. Fue ella quien lo ordenó todo, quien pidió las flores... Ese detalle, con otros muchos, me hicieron comprender por qué había influido tanto en Ellie, por qué mi mujer se había sentido dependiente de ella. No. No es posible encontrar muchas Gretas en el mundo. Estuvieron presentes en la iglesia nuestros vecinos principalmente. Gente, incluso, que yo apenas conocía. Pero advertí entre el público una faz que yo había visto antes, pero que no logré situar de momento entre mis recuerdos. Al volver a la casa, Carson me notificó que en el cuarto de estar se encontraba un caballero que quería verme. -No estoy para entrevistarme con nadie hoy. Dígale que se vaya. ¡No debiera haberle dejado entrar, Carson! -Perdón, señor. Me dijo que era de la familia. -¿De la familia? Súbitamente me acordé del hombre que había visto en la iglesia. Carson me alargó una tarjeta. El nombre no me dijo nada: William R. Pardoe. Moví un poco la cabeza y puse el trozo de cartulina en manos de Greta. -¿Conoces tú por casualidad a este visitante? -le pregunté-. Su rostro me resultó familiar desde el primer momento, pero no acerté a... Quizá se trate de un amigo de Ellie. Greta se quedó contemplando pensativa la tarjeta. -Ya sé quién es. -¿Quién es? -Tío Reuben. ¿No te acuerdas? El primo de Ellie. Te hablaría alguna vez de él. Supe entonces por qué aquel rostro me había parecido familiar. Ellie conservaba varias fotografías de sus parientes distribuidas por el cuarto de estar. Había visto muchas veces la faz de aquel nombre en retrato, aunque nunca en realidad. -Saldré a verle -anuncié. Penetré en el cuarto de estar y William R. Pardoe se puso en pie. -¿Michael Rogers? Puede que usted no me conozca más que de referencias. Su esposa y yo éramos primos. Siempre me llamó tío Reuben... No hemos tenido hasta ahora ocasión de conocernos. -Desde luego sé quién es usted. No sé cómo describir a Reuben Pardoe... Era un hombre grande, fornido, de rostro ancho. Su aire era el de una persona distraída, ausente, como si hubiese estado pensando en otras cosas. Sin embargo, cuando se llevaba charlando unos minutos con él se opinaba todo lo contrario. Estaba más atento a la conversación de lo que él daba a entender. -No es necesario que le diga lo mucho que me ha sorprendido y apenado la muerte de Ellie -manifestó. -Dejemos ese tema a un lado, por favor. No estoy para volver a hablar de ello.

-Es natural. Le comprendo. Reuben tenía personalidad y resultaba atrayente. Había, no obstante, algo en él que me producía cierta inquietud. Greta entró en el saloncito y entonces pregunté a mi visitante. -¿Conoce usted a la señorita Andersen? -Desde luego que sí -me contestó Reuben-. ¿Qué tal, Greta? -Regular -replicó aquélla-. ¿Cuánto tiempo hace que falta de América? -Una o dos semanas. He estado haciendo un poco de turismo por ahí. Inesperadamente, recordé... Impulsivamente dije: -Yo le vi a usted el otro día. -¿De veras? ¿Dónde? -En la subasta pública celebrada en Bartington Manor. -Ya me acuerdo... Sí, sí. Recuerdo haber visto su rostro entre la gente. Le acompañaba a usted un hombre de unos sesenta años de edad, de grandes bigotes... -Sí -respondí-. El comandante Phillpot. -Parecían hallarse los dos muy animados -comentó mi visitante. -Nunca nos habíamos sentido mejor -repliqué al tiempo que experimentaba una extraña sensación. -Naturalmente, a aquella hora ignoraban ustedes todavía lo ocurrido. Fue eso dentro del mismo día del accidente, ¿no? -Sí. Estábamos esperando que Ellie se uniera a nosotros para sentarnos a la mesa. -Una tragedia -manifestó tío Reuben-. Una auténtica tragedia... -Yo no tenía ni la más leve idea de que usted pudiera encontrarse en Inglaterra. Creo que Ellie ignoraba también esta circunstancia. Hice una pausa, aguardando su contestación. -Pues sí. Yo no había escrito. No sabía qué tiempo estaría aquí. Terminé antes de lo que me figuraba con el asunto que llevaba entre manos y me pregunté si tras la subasta me sería posible acercarme aquí para saludarles. -¿Salió usted de Estados Unidos con motivo de algún negocio? -inquirí. -En parte... Cora me necesitaba. Quería que le aconsejara en una o dos cosas que pensaba emprender. Una de ellas se refería a la casa que pensaba adquirir. Fue entonces cuando me dijo que Cora llevaba una temporada en Inglaterra. De nuevo repetí: -Ignorábamos eso. -En realidad, no se hallaba muy lejos de este lugar aquel día. -¿De veras? ¿Se hospedaba en algún hotel? -No. Se encontraba en casa de una amiga. -No sabía que tuviera amigas en esta parte del mundo. -Una mujer llamada... Veamos. ¿Cuál era su nombre? Hard y algo más... ¡Ya está! Hardcastle. -¿Claudia Hardcastle? Mi sorpresa no podía ser mayor. -Sí. Es muy amiga de Cora. Se conocieron cuando la otra estuvo en América. ¿No estaba usted enterado de eso? -Sé poco, muy poco, acerca de la familia de Ellie -comenté muy serio. -¿Sabías tú que Cora conocía a Claudia Hardscastle? -Creo que jamás le oí hablar de ella. Entonces ya sé por qué no apareció Claudia aquel día... -¿Cuándo pensaba trasladarse a Londres contigo para ir las dos de compras? Vosotras teníais que reuniros en la estación de Market Chadwell...

-Sí. Y ella no se presentó en el lugar convenido. Telefoneó aquí poco después de haber salido yo, notificando que había recibido la visita de una persona procedente de América y que le era imposible abandonar por ello a casa. -Yo me pregunto si aquella persona sería Cora van Stuyvesant... -dije. -Evidentemente que era ella -manifestó Reuben Pardoe. El hombre movió la cabeza, pesaroso, antes de añadir-: ¡Qué confuso aparece todo! -Hizo una pausa-. Tengo entendido que la encuesta sufrió un aplazamiento... -Sí. Reuben apuró el contenido de su taza y se puso en pie. -No quiero molestarles más -dijo-. Si puedo servirles de algo, me tienen a su disposición en el Majestic Hotel, de Market Chadwell. Le di las gracias. Cuando Reuben se hubo marchado, Greta preguntó: -¿Qué querrá ése? ¿A qué habrá venido? ¡Lo que daría por que esa gente estuviera donde debe estar! -Yo no sé si vi o no vi realmente a Stanford Lloyd en el «George»... Contemplé aquel rostro muy de pasada... -Tú has dicho que se hallaba acompañado por una mujer que se parecía a Claudia Hardcastle, de manera que, indudablemente, era él. Vendría a verla... Y Reuben iba detrás de Cora... ¡Qué lío! -No me gusta. Aquel día todos andaban prácticamente por aquí. Greta dijo que las cosas, a veces, toman unos derroteros imprevistos. Como de costumbre, la veía animosa y razonable... CAPÍTULO VEINTIDÓS En el «Campo del Gitano» yo ya no tenía nada que hacer. Dejé a Greta al cuidado de la casa y me puse en viaje. Tenía que trasladarme a Nueva York para tomar parte en lo que se me antojaba el episodio más desagradable de aquella historia. -Vas a meterte en la jungla -me advirtió Greta-. Ten cuidado. Si te distraes, esa gente te arrancará la piel. Estaba en lo cierto. Aquello, verdaderamente, era la jungla. Lo vi nada más llegar allí. No tenía yo experiencia con respecto a las selvas. Por lo menos, las de aquella clase. Yo andaba jadeante de un lado para otro. No era el cazador, sino el cazado. Me rodeaba mucha gente que, apostada en la maleza, apuntaba sobre mi cuerpo sus armas. A veces creo que todo era fruto de mi imaginación. Es posible. En otras ocasiones, mis recelos quedaron justificados. Recuerdo que recurrí al abogado que el señor Lippincott me había proporcionado. Era un hombre sumamente educado, que me atendía lo mismo que puede atender, dentro de la profesión médica, un cirujano a su paciente. Me habían aconsejado que me desembarazara de ciertas propiedades mineras por el hecho de que las escrituras a ellas concernientes no estaban muy claras. Me preguntó quién me había dicho aquello y contesté que Stanford Lloyd. -Pues hay que estudiárselo bien. Un hombre como el señor Lloyd estará perfectamente informado. Más adelante, el abogado me dijo: -Nada raro pasa con esas escrituras y, ciertamente, no tiene usted por qué vender a teda prisa las tierras, que es lo que, al parecer, le han aconsejado. Aférrese a ellas.

Experimenté la impresión de que todo el mundo me atacaba. La gente sabía que yo, en cuestión de finanzas, era una nulidad. El funeral fue algo espléndido. Había flores a montones en el cementerio. Aquello parecía un parque. La tumba era monumental, a base de mármoles. Tenía la seguridad de que a Ellie le hubiera disgustado lo que yo presencié. Naturalmente, callé. Su familia tenía derecho a opinar sobre ciertas cosas. Cuatro días después de haber llegado a Nueva York tuve noticias procedentes de Kingston Bishop. En una cantera abandonada que quedaba en el lado más alejado dei promontorio, fue hallado el cuerpo de la señora Lee. Hacía varios días que había muerto. Ya había sido aquel lugar escenario de otros accidentes y se llegó a pensar en vallarlo. Nada había sido hecho en este sentido, sin embargo. La encuesta correspondiente dio un veredicto de muerte accidental, recomendándose de paso al Consejo la instalación de la valla de que se hablara en otro tiempo. En la casucha de la señora Lee, la policía encontró trescientas libras escondidas bajo las tablas del piso. No había más que billetes de una libra. El comandante Phillpot agregaba en su posdata: «Estoy seguro de que le causará una penosa impresión lo sucedido a Claudia Hardscastle, quien se cayó de su caballo ayer, mientras cazaba, matándose.» ¿Claudia ha muerto? ; No podía creerlo! Mi sobresalto fue grande. En el espacio de quince días habían muerto dos personas, a consecuencias de sendas caídas de caballo. Se me antojaba imposible tanta coincidencia... No quiero detenerme mucho en la temporada que pasé en Nueva York. era un extraño en aquella atmósfera, totalmente ajena a mí. Me figuré entonces que tenía que andar con mucha cautela. Era preciso que pensara bien cuanto tenía que hacer o decir. La Ellie que yo conociera, la Ellie que había sido cosa mía, que me había pertenecido, ya no se encontraba allí. La veía ya solamente como una chica americana, heredera de una gran fortuna, rodeada por amigos, conocidos y parientes lejanos. Cinco generaciones de Guteman habían vivido allí. Había irrumpido en mi vida como una estrella fugaz, introduciéndose por breve tiempo en mi mundo. Había regresado para ser enterrada con los suyos, donde estaba su autentico hogar. Estaba contento de que todo hubiera sucedido así. No me hubiera hallado tranquilo sabiendo que estaba enterrada en el pequeño cementerio existente en el pueblo, al pie de una colina. Su re-cuerdo, entonces, se hubiera tornado obsesionante para mí. «Has vuelto a los tuyos», me dije. Me vino a la memoria la canción que habitualmente entonaba Ellie, acompañándose con la guitarra. Evoqué sus dedos, moviéndose ágilmente sobre las cuerdas de aquélla. Todas las mañanas, todas las noches alguien nace para el dulce gozo. «Cierto -pensé-. Tú, Ellie, naciste para el dulce gozo. Lo conociste en el «Campo del Gitano". Sólo que no duró mucho. Todo ha terminado ya. Regresaste al sitio en el que no pudiste gozar tanto, en el que no fuiste feliz .Pero te encuentras en tu hogar, de todos modos. Reposas entre los tuyos.» Me pregunté repentinamente dónde me encontraría yo cuando llegase el momento de mi muerte. ,;En el «Campo del Gitano»? Quizá. Mi madre visitaría mi tumba, de no haber fallecido ella antes. Pero yo no acertaba a imaginármela muerta. La idea de la muerte se tornaba más accesible relacionándola con mi persona. Sí. Ella haría acto de presencia, para ver como era enterrado. Tal vez se atenuaría un poco la severidad de su faz.

Aparté mi pensamiento de ella. No quería pensar en ella. No quería encontrarme con ella, ni tampoco verla. Había que puntualizar esto último. No se trataba de verla o no verla. La cuestión radicaba en que ella me veía a mí. Sus ojos me penetraban. La sentía poseída por una ansiedad que a mí me ahogaba. Pensé: «Las madres son terribles. ¿Por qué han de preocuparse tanto por sus hijos? ¿Por qué han de estar tan seguras de que lo saben todo en relación con ellos? Esto no es verdad. ; ¡No es verdad! Debiera sentirse orgullosa de mí, feliz porque yo lo soy, feliz por el bienestar maravilloso que he sabido conquistar. Debiera...» Haciendo un esfuerzo, deseché aquel tema en mis reflexiones. ¿Cuánto tiempo estuve en América? Ni siquiera lo recuerdo. Me pareció entonces que hacía un siglo que deambulaba de un sitio para otro, siempre cautelosamente, siempre observado por personas de falsas sonrisas, cuya enemistad asomaba a sus ojos. Todos los días me decía lo mismo: «Tengo que superar esto. Tengo que superarlo. Y luego...» Con estas dos últimas palabras aludía al futuro. Todos se esforzaban por ser amables conmigo porque ¡era rico! En virtud del testamento dictado por Ellie, yo era un hombre extraordinariamente rico. Experimentaba una serie de sensaciones muy raras. Tenía dinero metido en empresas que no conocía, acciones, fincas, casas... La verdad es que no sabía qué nacer con todo aquello. El día anterior a mi partida, rumbo a Inglaterra, sostuve una larga conversación con el señor Lippincott. En mis relaciones con él no había pasado de considerarlo eso: el señor Lippincott. Nunca llegó a ser para mí el tío Andrew. Le notifiqué que pensaba liberar a Stanford Lloyd de la carga que suponía la administración de mis inversiones. -¿De veras? -inquirió, enarcando sus grisáceas cejas-. ¿Qué me dice? Los astutos ojillos de Lippincott se posaron en mí. Contemplé atentamente su rostro «de póquer». ¿Qué significaban realmente sus dos preguntas? -¿Cree usted que procedo bien? -le pregunté, algo nervioso. -Supongo que tendrá sus razones para dar ese paso. -Pues no. No me impulsa a obrar así ninguna razón concreta. Me siento dominado por una especie de presentimiento. Supongo que con usted puedo ser franco. -Naturalmente, lo que me comunique no trascenderá, se lo aseguro. -Bien. Tengo la impresión de que ese hombre es un granuja. -¡Ah! -El señor Lippjncott consideró con interés mi afirmación-. Sí. Es posible que su instinto no le haya engañado. Supe, pues, que estaba en lo cierto. Stanford Lloyd había estado traficando con los bonos e inversiones de Ellie, con cuanto quedara al alcance de sus manos. Firmé un documento concediendo poderes a Andrew Lippincott. -¿Está usted dispuesto a aceptar esto? -Por lo que a las cuestiones financieras se refiere, puede confiar en mí sin reservas. Haré cuanto me sea posible por cuidar de sus intereses. Creo que no tendrá usted queja de mí... ¿Qué quería significar exactamente con aquellas palabras? Continuaba pensando que había querido insinuarme algo. Creo que él quería darme a entender que yo no le agradaba lo más mínimo, pero que en el terreno no particular haría lo que pudiera por mí por el hecho de haber sido el esposo de Ellie. Firmé todos los papeles indispensables. Me preguntó qué medio Iba a utilizar para trasladarme a Inglaterra. ¿El avión? Respondí que no, que utilizaría el barco.

-Quiero disfrutar de unos días de soledad -declaré-. Este viaje por mar me hará bastante bien. -¿Dónde va a fijar usted su residencia? -En el «Campo del Gitano». -¡Ah! Se propone vivir allí, ¿eh? En efecto. -Yo creí que se decidiría a poner a la venta esa finca. -No hay nada de eso. Me salió una negativa más rotunda de lo que yo había querido formular. No pensaba ceder aquella propiedad a nadie. El «Campo del Gitano» había sido parte de mi sueño, el sueño que empezara a acariciar de chiquillo -¿Está cuidando alguien de la finca en su ausencia? Repuse que lo había dejado todo en manos de Greta. -¡Ah! Claro... Greta -murmuró Lippincott. Greta, sí... Un nombre de mujer pronunciado con extraña entonación. Greta le disgustaba, le había disgustado siempre. Hubo una embarazosa pausa. Sentí entonces la necesidad de decir algo. -Ella fue muy buena con Ellie -manifesté-. La cuidó estando enferma. Ha vivido con nosotros, siempre pendiente de mi mujer. No sé cómo agradecerle todo lo que ha hecho... Me agradaría que se hiciera usted cargo de eso. Usted no sabe cómo se ha portado siempre. Y tras la muerte de Ellie... Decididamente, no sé cómo me las habría arreglado sin su colaboración. -Ya, ya. Lippincott era ahora, más seco que nunca. -Ya lo ve usted: le debemos mucho. -Es una joven muy eficiente -concedió mi interlocutor. Me puse en pie. Nos dijimos adiós y yo le di las gracias. -No tiene usted nada que agradecerme -repuso Lippincott con aspereza. Al cabo de unos segundos, agregó: -Le escribí una breve misiva, que le envié por correo aéreo al «Campo del Gitano». Si hace usted el viaje por mar, lo más seguro es que la encuentre allí, a su llegada. Buen viaje. Le pregunté con algunas vacilaciones si había conocido a la esposa de Stanford Lloyd, una joven llamada Claudia Hardscastle. -Usted me está hablando de su primera esposa. No. No llegué a conocerla. Esa unión se deshizo pronto. Después, él se volvió a casar. Esto acabó también en divorcio. Allí cesó nuestro diálogo. En el hotel en que me hospedaba me entregaron un cable. Se me indicaba que debía hacer acto de presencia en un hospital de California. Un amigo mío que se encontraba en él, llamado Rudolf Santonix, me llamaba. No vi-a ya mucho tiempo y deseaba verme antes de morir. Trasladé mi pasaje a otro buque que saldría más adelante y tomé el avión rumbo a San Francisco. Santonix declinaba rápidamente. Los médicos dudaban de que recuperara el conocimiento antes de abandonar este mundo. Me senté junto a su cama, observando en silencio aquel despojo humano. Santonix siempre había parecido lo que era: un enfermo. Siempre había llamado la atención a la gente la rara transparencia de su cara, su aire delicado, su fragilidad. Ahora era una figura de cera importante. Pensé: «Quisiera que me hablase. Quisiera que me dijese algo, algo antes de morir.»

Me sentí solo, terriblemente solo. Había escapado de mis enemigos. Pero me encontraba, por fin, frente a un amigo. Mi único amigo, en realidad. Era la única persona que lo sabía todo acerca de mí. Con la excepción de mi madre. Pero yo no quería pensar en mi madre. Me dirigí una o dos veces a una enfermera, preguntándole si no podía hacer algo por Santonix, lo que fuera. La joven movió la cabeza, murmurando unas palabras nada comprometedoras para ella: -Tal vez recupere el conocimiento, tal vez no... Me senté. Por fin, Santonix se agitó, suspirando. La enfermera le incorporó un poco levemente. Él me miró. No sé si me reconoció entonces. Parecía tener los ojos fijos en algo situado más allá. Súbitamente aprecié un brillo nuevo en su mirada. Pensé: «Me conoce; me está viendo.» Pronunció unas palabras con voz muy débil y yo me incliné sobre el lecho para captarlas. Pero no tenían ningún significado. Luego, en un repentino espasmo, echó la cabeza hacia atrás y gritó, en un supremo esfuerzo: -¡Estúpido...! ¡Necio...! ¿Por qué te empeñaste en seguir el otro camino? Después hundió la cabeza en el pecho y dejó de existir. No entendí... ¿Se daba cuenta acaso él, al decirlas, del significado de sus palabras? Tal fue nuestra última entrevista. Me pregunté si Santonix me habría oído, de haberle dicho yo algo. Me hubiera gustado decirle que la casa que construyera para mí era su mejor obra, lo que más apreciaba yo de cuantas cosas tenía. Lo que más me importaba. Curioso, muy curioso, su significado. Había allí una especie de simbolismo. Era algo muy apetecido, muy ansiado, tanto, que no se acertaba a ver bien lo que entrañaba. Él sí lo sabría. Y había puesto la casa en mis manos. Ya la tenía. Y de ella iba a hacer mi hogar. Regresaba al hogar. No podía pensar en otra cosa en el momento de embarcar. Al principio me sentí poseído por un terrible cansancio... Luego, percibí como una oleada de bienestar, de felicidad, que partía de lo más profundo de mi ser... regresaba al hogar, regresaba al hogar.

Del marinero hogar es el mar Y la colina bogar es del cazador...

CAPÍTULO VEINTITRÉS Sí, todo había terminado ya. Había llegado al fin de aquella lucha. Ya no más esfuerzos. Vivía la última fase del terrible viaje. Mi inquieta juventud había quedado muy atrás. Tal vez, al menos, la sensación que experimentaba. Pertenecían al pasado, a un pasado remoto, los días del «Quiero esto, quiero lo otro...» Y sin embargo, no era tanto el tiempo que me separaba de ellas. Menos de un año... Quería volver sobre todo aquello, tendido en la litera de mi camarote. Deseaba repasarlo todo mentalmente... El encuentro con Ellie... Los ratos que habíamos pasado en Regent's Park... Nuestro casamiento, en la oficina del registro... Pensé en la casa... ¡Construida por Santonix...! La casa había sido terminada oportunamente. Y ahora era mía, mía por completo. Siempre la había deseado así.

Antes de salir de Nueva York había escrito una carta que envié por correo aéreo, para que me precediera. La carta en cuestión iba dirigida a Phillpot. Tenía la impresión de que Phillpot comprendería... otro no, seguramente. Me resultaba más fácil escribírselo que decírselo personalmente. De todos modos, él tendría que saberlo. Todos tendrían que saberlo. Algunas personas, probablemente, no lo entenderían, pero él sí, pensaba yo. El había visto la compenetración que existiera siempre entre Ellie y Greta, la confianza que mi mujer depositara en ésta. Phillpot se daría cuenta de que yo me había acostumbrado a depender en todo de Greta también. Me resultaba imposible seguir viviendo en la casa que había compartido con Ellie, a menos que hubiese alguien allí que estuviera dispuesto a ayudarme. No sé si expuse la cuestión acertadamente. Hice lo que pude... «He querido que fuese usted el primero en saberlo -escribí-. Usted fue siempre muy amable con nosotros y creo que es la única persona que lo comprenderá. La idea de vivir solo en el "Campo del Gitano" me resulta insoportable. He estado pensando en ello desde que llegué a América, habiendo decidido, tan pronto llegue ahí, pedir a Greta que se case conmigo. ¿Con quién mejor que con ella puedo hablar de Ellie? También Greta me entenderá, por su parte. Quizá no quiera aceptarme por esposo. Yo me inclino a pensar que sí, sin embargo... Todo será como cuando estábamos los tres juntos.» Redacté la carta tres veces, consiguiendo por fin expresar debidamente mi pensamiento. Aquélla llegaría a poder de Phillpot dos días antes de mi regreso. Subí a cubierta cuando nos estábamos aproximando a la costa inglesa. Fijé mi mirada en la tierra, cada vez más cerca: «Me gustaría que Santonix estuviera aquí, conmigo.» Lo deseaba, sí. Quisiera que hubiera podido ver que todo se convertía en realidad. Todo lo que había planeado, cuanto había pensado, cuanto había ansiado... Había dejado atrás América. Me había desentendido de aquellos aduladores, de toda aquella gente odiosa, de la pandilla que yo sabía que me odiaba a su vez, que me miraba por encima del hombro por estimar que pertenecía a una clase más baja. Volvía a Inglaterra triunfante. Regresaba a mis pinedas y a la peligrosa carretera que serpenteaba por el «Campo del Gitano» rumbo a la casa de la cumbre. ¡Mi casa! Volvía allí para unirme con lo que más me importaba: mi casa, la que yo había soñado y planeado... Mi casa y una mujer maravillosa... Ya la había encontrado. Nada más vernos, yo había sabido que le pertenecía y que ella tenía que ser para mí, para siempre. Y ahora, por fin, iba en su busca. Nadie presenció mi llegada a Kingston Bishop. Había oscurecido. Llegué en el tren... Salí de la estación a pie para seguir por una carretera secundaria. No quería tropezar con ninguno de los habitantes del poblado. Aquella noche, no... Subí por el camino del «Campo del Gitano». Había dicho a Greta la hora de mi llegada. Estaba en lo alto, dentro de la casa, esperándome. ¡Por fin! Habíamos andado siempre con toda clase de subterfugios y fingimientos. Había fingido muchas veces que me disgustaba. Me reí. Había sabido representar perfectamente mi papel desde el principio. Había rechazado a Greta; había puesto reparos a su presencia allí, pese a que Ellie quería que le hiciese compañía. Sí. Había actuado, decididamente, con mucha cautela. Nuestra comedia tenía que convencer para dar resultado. Me acordé de mi disputa con Greta. Lo habíamos arreglado para que Ellie pudiera oírnos. Greta había sabido conocerme, nada más vernos. Ninguno de los dos habíamos concebido estúpidas ilusiones. Ella pensaba igual que yo, tenía mis mismos deseos.

Queríamos para nosotros ¡el mundo! Nada más ni nada menos. Queríamos subir muy alto, dar satisfacción a todas nuestras ambiciones; lo ansiábamos todo; no queríamos negarnos nada. Recuerdo con cuánta elocuencia volqué ante ella mi corazón la primera vez que nos vimos en Hamburgo. Le revelé los frenéticos deseos que me dominaban de poseerlo todo. No tenía por qué ocultar a Greta mi desbordado afán de vivir; a ella le devoraba el mismo deseo. Me dijo: -Para poseer todo lo que ansias necesitas mucho dinero. -Sí -reconocí-. Y no sé cómo voy a procurármelo. -Trabajando con firmeza no va a ser. Tú no eres de esos hombres. -¿Trabajando? ¡Tendría que estar años y más años dedicado a cualquier cosa! Yo no quiero esperar. Yo no quiero hacerme viejo esperando. Ya conocerás la historia de Schliemann, quien no regateó ningún esfuerzo con objeto de hacer una fortuna que le permitiera trasladarse a Troya para desenterrar sus tumbas. Logró lo que quería, pero entonces ya contaba cuarenta años. Yo no quiero hacerme viejo esperando. Yo no quiero lograr lo que ansío teniendo un pie en la sepultura. Lo quiero todo ahora, ahora que soy joven y tengo salud. Tú también piensas igual, ¿verdad? -Sí. Y conozco un camino para que hagas de tus deseos una realidad. Es fácil. Me sorprende que no hayas pensado en ello tú, antes. Tú eres uno de esos hombres que cae bien entre las mujeres, ¿no? Lo veo. Lo observo, por experiencia. -A mí me tienen sin cuidado las mujeres, en general. Solamente pienso en una: en ti. Tú lo sabes. Soy tuyo. Me di cuenta de ello desde el primer instante en que te vi. Greta permaneció unos momentos pensativa. -Los dos queremos sacarle a la vida lo mismo -señalé. -Te he dicho que es fácil -manifestó Greta-. Muy fácil. Todo lo que tienes que hacer es casarte con una muchacha rica, con una de las muchachas más ricas del mundo. Yo puedo ponerte en vías de que consigas eso. -No seas fantástica. -En lo que digo no hay ninguna fantasía. Resultará fácil... -Pues no... Eso no me convence -contestó-. Yo no aspiro a ser el esposo de una mujer rica. Ya sé que en ese caso ella me compraría todo lo que me apeteciera, pero entonces estaría preso, metido en una jaula de oro. No es lo que yo quiero. Nada más lejos de mi pensamiento que permanecer atado a otra persona, como si fuese un esclavo. -No hay por qué estar atado a nadie. Eso no duraría siempre. Lo necesario nada más. Muchas esposas mueren antes que los maridos, ¿no? Miré fijamente a Greta. -Te has impresionado -comentó ella. -No -repuse-. No estoy impresionado. -Me figuré que no ibas a mostrarte sorprendido, pensando que ya, en alguna ocasión... Greta me miró inquisitivamente. Pero yo no pensaba ampliar sus suposiciones. Hay cosas en mi vida que todavía me reservo para mí. Hay secretos que uno no desea que trasciendan. No me gusta ni pensar en ellos. El primero, por ejemplo... Una tontería. Una puerilidad. Nada importante. Yo me había encaprichado del reloj de pulsera de uno de mis condiscípulos, en el colegio. Lo quería para mí. Deseaba que pasara a mí poder a toda costa. El reloj en cuestión era de precio. Un padrino rico se lo había regalado a mi compañero. ¿Cómo hacerme de él?

Un día, mi amigo y yo nos fuimos a patinar. La capa de hielo, en el lugar elegido, era fina, no soportaba apenas el peso de nuestros cuerpos. Ya hablamos pensado, sin embargo, en el peligro que corríamos. El hielo se quebró. Corrí hacia él. Habíase hundido en un agujero y se sujetaba a la corteza de la superficie con las dos manos. Me incliné para ayudarle a salir de allí. Pero entonces vi brillar el reloj en su muñeca. Pensé, «Supongamos que te hunde y se ahoga...» Recapacité rápidamente. Todo sería muy fácil. Casi sin advertir lo que hacía, creo yo, solté la correa del reloj y le hundí la cabeza en el agua en lugar de tirar de él. Bastaba con eso. El no podía oponerme mucha resistencia. Ninguna, prácticamente. Unas personas que nos vieron echaron a correr hacia nosotros. ¡Se figuraron que yo estaba intentando sacarle de allí! Por fin, con algunas dificultades, se hicieron con el cuerpo. La respiración artificial no sirvió de nada. Era ya demasiado tarde. Escondí mi tesoro en un lugar especial. Guardaba en aquel sitio cosas que no quería que viese mi madre porque en seguida me preguntaba de dónde las había sacado. No obstante, dio con el reloj un día, con ocasión de haber estado buscando unos calcetines míos. ¿No era aquél el reloj de Pete?, me preguntó. Le contesté que no, desde luego, que aquel reloj lo había conseguido mediante un cambio... Mi madre tenía la virtud de ponerme nervioso... Siempre había experimentado yo la impresión de que sabía demasiado acerca de mí. El hallazgo del reloj me produjo un desasosiego enorme. Me imaginé que sospechaba algo. Me miraba de una manera extraña. Todo el mundo creía que yo había intentado salvar a Pete. No creo que ella pensara igual que los demás. Me parece que presentía lo ocurrido. Lo malo de mi madre era que sabía demasiadas cosas acerca de mí. Ella se esforzaba por ignorarlas inútilmente. Y sufría. Yo me sentía apesadumbrado. Pero esto desaparecía pronto... Más tarde... Esto fue durante el servicio militar, hallándome en un campamento, recibiendo instrucción. Un amigo llamado Ed y yo fuimos a un sitio en que se jugaba. La suerte me abandonó. Perdí todo el dinero que llevaba encima. Ed, en cambio, ganó mucho. Trocó sus fichas por dinero contante y sonante y emprendimos el regreso. Llevaba los bolsillos atestados de billetes. Nos salieron en una esquina dos granujas armados con navajas. Yo recibí un corte en un brazo, pero a Ed le dieron una puñalada. Cayó al suelo el muchacho. En seguida oí rumores de pasos en las cercanías: gente que se acercaba. Los dos atacantes echaron a correr. Comprendí que si actuaba con rapidez... ¡Fui rápido! Tengo unos reflejos muy buenos. Me envolví la mano en un pañuelo, saqué la navaja de la herida de Ed y hundí la hoja en un par de sitios más decisivos. Mi amigo dio un hondo suspiro y se quedó inmóvil. Me quedé espantado, por supuesto, espantado por unos momentos. Luego, comprendí que todo saldría bien. Entonces, me sentía... bien..., me sentía orgulloso, por haberlo pensado todo con tanta rapidez. Me dije: « ¡Pobre Ed! Siempre fue un imbécil.» Lo de trasladar sus billetes a mis bolsillos fue cosa de segundos. Nada hay como tener buenos reflejos que le permitan a uno descubrir el momento oportuno para actuar. Lo malo es que las oportunidades se presentan muy de tarde en tarde. Hay personas que se asustan cuando descubren que acaban de matar a alguien. Pero yo no me asusté. Esta vez, ya no. Bueno, éstas son cosas que no se pueden hacer muy a menudo. Para actuar así es preciso dar con algo que valga la pena. No sé qué era lo que Greta había pensado de mí. Pero ya sabía a qué atenerse con respecto a mi manera de ser. No es que ella

supiera que yo había cometido dos crímenes. Lo que me figuro es que sabía que la idea de matar no me asustaría. -¿Qué significa toda esa fantástica historia, Greta? -le pregunté. Ella me contestó: -Estoy en condiciones de ayudarte. Puedo ponerte en contacto con una de las muchachas más ricas de América. Más o menos ampliamente, cuido de ella. Vivo con ella. Ejerzo una gran influencia sobre esa chica. -Pero, bueno, ¿tú crees que esa muchacha va a fijarse en un individuo como yo? Me mostraba escéptico. Lo normal es que una joven con dinero elija su futuro marido entre la corte de admiradores que la asedia, integrada por muchachos de buen ver, atractivos, de posición, educados, pertenecientes a su misma esfera. -Ya te he dicho que tú eres un hombre que gusta a las mujeres -insistió Greta. Sonreí, declarando que no me había ido mal nunca con ellas. -La muchacha de que te hablo ha estado siempre muy vigilada Sus únicas relaciones se encuentran dentro de la familia, habiendo tenido trato también con hijos de banqueros conocidos, herederos de algunos magnates de la industria, etcétera. La han preparado para que haga una boda de rumbo, con cualquier miembro de la clase adinerada. A sus familiares les aterroriza la idea de que pueda dar con un extraño atractivo, lanzado en pos de su dinero. Ella conoce su medio y no es tonta. Un hombre distinto de los que ha tratado hasta ahora podría causarle bastante impresión. Tú tendrás que representar bien tu papel. Habrías de enamorarte de ella nada más verla. Tendrías que procurar que a ella le ocurriera lo mismo. No es imposible. Nadie la ha abordado como tú podrías abordarla. Está en tu mano hacerlo. -Podría intentarlo -dije, no muy convencido. -Entre los dos lo plantearíamos todo. -Su familia mediaría en seguida en el asunto y la historia se acabaría ahí. -No. Los familiares no tienen por qué enterarse de ello... Se enterarían, en todo caso, cuando su intervención no pudiera servir ya de nada. Se enterarían cuando los dos os hubieseis casado en secreto. -¿Es ésa tu idea entonces? Hablamos con todo detalle del asunto. Forjamos nuestros planes. Greta regresó a América, pero no perdimos el contacto. Yo tuve varias colocaciones entretanto. Le hablé del «Campo del Gitano», una propiedad que a mí me hubiera gustado adquirir, y Greta me contestó que era un lugar ideal para montar una romántica historia. Mi encuentro con Ellie sería allí. Greta procuraría suscitar deseos en Ellie de tener una casa en Inglaterra, para poder desentenderse mejor de sus numerosos familiares cuando fuese mayor de edad. Si. Todo quedó bien planeado. Greta tenía grandes dotes de organizadora. No sé yo si habría llegado a idear aquel proyecto alguna vez. Lo dudaba. Pero sabía que podía representar mi papel de una manera convincente. Los actores profesionales me han llamado siempre la atención. No me disgustaba imitarles en el escenario de la vida. Todo empezó a desarrollar se de acuerdo con lo previsto. A partir de mi encuentro con Ellie... La comedia resultó hasta divertida. Claro, el peligro existía siempre. Corríamos el riesgo de que todo se fuera abajo... Yo, por ejemplo, me ponía nervioso cada vez que me veía ante Greta. Tenía que asegurarme de que no me estaba traicionando a mí mismo cuando la miraba. Decidí mirarla lo menos posible. O no mirarla en absoluto. Convinimos que lo mejor era que fingiese cierta antipatía por ella, que me mostrase algo receloso por su causa. Lo hice bastante bien, me parece.

Recuerdo el día en que ella llegó a la casa, para quedarse con nosotros. «Montamos» una disputa, una riña de la que Ellie tenía que enterarse directamente. No sé si nos excedimos un poco. No lo creo. En ocasiones, me ponía nervioso. Ellie podía adivinar que allí pasaba algo raro. Me parece, sin embargo, que ella no notó nada anormal. No lo sé, realmente. No llegué a conocer muy bien a Ellie Hacerle el amor a Ellie no me costó el menor trabajo. Ellie era una chica muy dulce. La temía porque en ocasiones daba algunos pasos sin consultar previamente conmigo. Conocía por ello cosas que yo no había querido que supiese nunca. Pero me amaba. Sí, me amaba. A veces, pienso que yo la amaba también. Este sentimiento no era como el que me unía a Greta. Greta era la mujer, mi dueña. Era el sexo personificado. Estaba loco por ella y tenía que refrenar mis impulsos. Ellie era algo diferente. He de decir que encontraba en la vida, a su lado, un encanto especial. Parece eso un tanto raro, ahora que pienso en ello. Encontraba la vida muy agradable a su lado. He hablado de todo eso porque en tales cosas pensaba la noche en que regresé de América. Había llegado a la cumbre, había conseguido cuanto deseara, a pesar de los riesgos, a despecho de los mil peligros, a pesar de haber cometido un crimen... Nadie podía decir nada, gracias a la forma con que habíamos procedido. Todo quedaba ya atrás. Yo ascendía por el «Campo del Gitano»... Subía como el día en que viera el rótulo, como aquel día en que quise echar un vistazo a los muros de la vieja casa. Subía. Y al rodear la curva... Fue entonces cuando la vi... Me refiero a Ellie. En el preciso momento en que llegaba a la parte más peligrosa de la curva donde se habían producido casi todos los accidentes automovilísticos. Estaba allí, en el mismo sitio en que la viera la primera vez, a la sombra del abeto. Los dos nos habíamos movido a un tiempo contemplándonos en silencio. Y yo le hablé, representando el papel de un joven que se enamora de repente ¡Lo hice magníficamente! ¡Oh! Bien puedo afirmar que soy un excelente actor. Pero ahora no había esperado verla... Quiero decir que no podía verla. Y sin embargo... Estaba allí. Me miraba... Hubo algo que me asustó mucho, muchísimo. Yo sabía que Ellie no podía estar allí realmente por el hecho de haber muerto ya. Pero la vi, no obstante... Ellie había muerto y su cuerpo había sido enterrado en uno de los cementerios de Estados Unidos. Mas seguía bajo el abeto. Y me miraba. A mí, no... Era como si hubiese esperado verme. Y su rostro expresaba amor. El mismo amor que viera yo reflejado en su rostro al tocar las cuerdas de su guitarra. El día en que me preguntara: « ¿En qué estabas pensando?» A cuya pregunta respondí con otra: « ¿Por qué me preguntas eso?» Y ella dijo: «Me estabas mirando como si me amases.» Yo respondí con algo tan estúpido como esto: «Desde luego que te amo.» Me detuve. Me quedé paralizado allí, en la carretera. Estaba temblando. Dije en voz baja: -Ellie... Ella no se movió. Siguió donde estaba, mirándome. Su mirada parecía atravesarme. Es lo que me asustó. Sabía yo que si pensaba en ello unos segundos descubriría por qué no me veía. Y yo no quería saber más. No. No quería saberlo. Entonces, eché a correr. Corría como un cobarde a lo largo del trozo de carretera que quedaba ante mí, en dirección a las luces de mi casa. Finalmente, conseguí vencer aquella oleada de pánico que se había apoderado de mí. Éste era mi triunfo. Llegaba a casa. Yo era el cazador que regresaba al hogar, procedente de las colinas

cercanas, que volvía a lo que más había ansiado del mundo, a la mujer amada y maravillosa a quien pertenecía en cuerpo y alma. Y ahora nos casaríamos. Y viviríamos los dos en la casa. Habíamos conseguido cuanto nos propusimos conquistar. ¡Habíamos vencido! La puerta no estaba cerrada con llave. Entré en ella. Mis pasos debieron de resonar fuertemente en el interior. Pocos segundos después, penetré en la biblioteca. Greta se hallaba junto a la ventana, esperándome. Resplandecía de hermosura. No había visto jamás una criatura más seductora. Era una princesa, una súper valquiria, con sus dorados y brillantes cabellos. Toda ella se dirigía a mis sentidos. Olía y sabía a hembra. En las semanas precedentes nos habíamos eludido mutuamente, con la excepción de algunos encuentros breves en el Refugio. Me precipité en sus brazos. Era un marinero que regresaba del mar de la vida. Sí. Aquél fue uno de los momentos más maravillosos de mi existencia. Descendimos de nuevo a la tierra... Tomé asiento y Greta me mostró un pequeño montón de cartas, que empujó hacia mí. Tomé una que llevaba un sello americano. Era la enviada por vía aérea por Lippincott. Me pregunté por qué razón había de dirigirme él una carta... -Bien -dijo Greta, con un suspiro de satisfacción-. Lo conseguimos. -Éste es nuestro día de la victoria -repuse. Nos echamos a reír. Reímos salvajemente. Había unas botellas de champaña sobre la mesa. Abrí una y bebimos a nuestra salud. -Esta casa es maravillosa -dije mirando a mi alrededor-. La encuentro más bella que antes. Santonix... ¡Ah! No te lo he dicho. Santonix ha muerto. -¡Oh! ¿Qué me dices? ¡Es una pena! Así, pues, ¿estaba enfermo realmente? -Desde luego que estaba enfermo. Yo nunca quise pensar en ello. Fui a verle cuando ya estaba agonizando. Greta se estremeció levemente. -No me hubiera gustado nada estar contigo en aquel momento. ¿Te dijo algo de particular antes de morir? - En realidad, no. Declaró que había sido yo un estúpido, un necio, preguntándome por qué me había empeñado en seguir el otro camino. -¿Qué quiso decir con estas palabras? -No lo sé. Supongo que estaría delirando, que no sabía lo que estaba hablando. -Bien. Esta casa es un hermoso monumento a su memoria -dijo Greta-. Seguiremos en ella, ¿no? La miré fijamente. -Desde luego. ¿Crees que había pensado trasladarme a otro sitio? -Bueno, no vamos a vivir aquí siempre. Quiero decir que no estaremos metidos todo el año en este villorrio. -Yo quiero vivir aquí, Greta... Es aquí donde he querido vivir siempre. -Ya, ya. Pero tú ten en cuenta, Micky, que ahora disponemos de todo el dinero que queramos. Podemos ir a donde se nos antoje. Podemos viajar por toda Europa, ir a África, vivir las emociones de un «safari», tener aventuras. Tenemos que conocer mundo, ver todo lo más interesante de él... ¿Es que no te seduce la variedad? -Pues sí... Pero siempre regresaremos a casa, ¿verdad? Me acababa de asaltar una extraña impresión. Presentía que algo había ido mal. Mi pensamiento siempre se había concretado en la casa y en Greta. Lo demás me tenía sin cuidado. Pero ella opinaba de otra manera. Lo advertía. Greta comenzaba a ansiar otras cosas. Cosas que sabía que ahora podía alcanzar. Tuve un repentino y cruel presentimiento. Empecé a temblar.

-¿Qué te ocurre, Micky? Estás temblando. ¿Te has enfriado? -No, no es eso. -Qué te ha pasado, Micky? -Vi a Ellie -respondí. -¿Cómo? -Subía por la carretera y al doblar la curva... estaba allí, bajo el abeto, mirándome. Creo que me miraba... Greta clavó sus ojos en los míos. No digas disparates. Eso son fantasías absurdas. Es posible... Estamos dentro del «Campo del Gitano», después de todo. Ellie se encontraba allí... Y parecía muy feliz. Parecía no haberse movido de allí desde aquel día. Tuve la impresión de que allí seguirá siempre. -¡Micky! -Greta me cogió por los hombros, sacudiéndome-. No digas esas cosas, Micky. ¿Has estado bebiendo? -Fuera de aquí, no. Quería llegar. Sabía que tú me esperabas, con tu champaña. -Olvidémonos entonces de Ellie y bebamos a nuestra salud. -Era Ellie -insistí. -¡Naturalmente que no era Ellie! Se trataría de un efecto de luz, con las sombras... Algo por el estilo si no... -Era Ellie. Estaba de pie, bajo el árbol. Me miraba, pero no podía verme. Greta: no podía verme -levanté la voz-. Yo sé por qué. Yo sé por qué no podía verme. -¿Qué quieres decir, Micky? Fue entonces cuando susurré: -Porque el que tenía delante no era yo. Yo no estaba allí. No podía ver nada, sino la «noche eterna» -a continuación, presa del pánico, comencé a recitar-: «Alguien nace para el dulce gozo, mientras otros se hunden en la noche eterna.» Yo, Greta, yo, « ¿Te acuerdas, Greta? Ellie se sentaba en ese sofá. Cogía su guitarra y hacía sonar sus cuerdas mientras cantaba en voz baja... Tienes que acordarte de eso. Greta.

Todas las noches, todas las mañanas Alguien nace rumbo a la miseria

Todas las mañanas, todas las noches. Alguien nace para el dulce gozo.

«Ésa fue Ellie, Greta, había nacido para "el dulce gozo".

Alguien nace para el dulce gozo. Mientras otros se hunden en la noche eterna.

«Y eso es lo que mi madre sabía de mí. Sabía que yo había nacido para hundirme "en la noche eterna". También Santonix... También él sabía qué camino me disponía a seguir. Y puede que no hubiese llegado a suceder nada. Hubo un momento, un solo momento, aquél en que sorprendí por vez primera a Ellie entonando esta canción. Yo pude haber sido feliz, ¿no?, casado con Ellie. Yo pude haber continuado siendo el marido de Ellie...» -No. Eso era imposible -contestó Greta-. Nunca me imaginé que tú fueras de esas personas que pierden fácilmente los estribos, Micky. -Greta volvió a cogerme por los hombros, sacudiéndome con brusquedad-. ¡Despiértate!

Torné a mirarla. -Lo siento, Greta. ¿Qué estuve diciendo? -Supongo que allí, en Estados Unidos, te habrán llevado de cabeza. Pero lo arreglaste todo, ¿no? Quiero decir: todas nuestras inversiones se hallan en orden, ¿verdad? -Todo quedó arreglado -respondí-. Todo quedó arreglado con vistas a nuestro futuro, a nuestro esplendoroso futuro. -Me has hablado de una manera muy rara. Ahora quisiera saber qué es lo que Lippincott dice en su carta. Empujó Greta la carta hacia mí y yo desgarré el sobre. Éste sólo contenía un recorte de papel. Un recorte viejo y desgastado. Procedente de un periódico. Reconocí la calle. Al fondo había un gran edificio. La calle pertenecía a la ciudad de Hamburgo. Varias personas avanzaban hacia el fotógrafo. Al frente se veía una pareja, que caminaba del brazo. Éramos Greta y yo. Así pues, Lippincott estaba informado. Había sabido desde el primer momento que Greta y yo nos conocíamos. Alguien debía de haberle enviado aquel recorte, probablemente sin mala intención. Tal vez, divertido el remitente por el hecho de haber reconocido a Greta Andersen paseando por una calle de Hamburgo. Sí. Sabía que conocía a Greta y yo recordé con que singular insistencia me preguntara si había trabado relación con ella. Mi contestación, desde luego, había sido negativa, pero él ya sabía que mentía. Entonces debió de comenzar a recelar de mí. De repente, Lippincott me dio miedo. No podía sospechar, por supuesto, que yo había matado a Ellie. Recelaba, sin embargo. Preveía algo anormal. Quizás hubiera llegado a pensar en aquello. -Sabe que nos conocíamos, ¿te das cuenta? -dije- Lo supo desde el primer instante. Siempre odié a ese viejo zorro y él no sentía la menor simpatía por ti. Sus sospechas se acrecentarán cuando se entere de que vamos a casarnos. Lippincott debía de haberse figurado que Greta y yo pensábamos contraer matrimonio, sabía que nos conocíamos, se imaginaba, tal vez, que habíamos sido amantes... -Micky: estás asustado como un conejillo. Sí. Eso es lo que he dicho: como un conejillo. Yo te admiraba; siempre te admiré. Pero ahora mi ídolo se derrumba, hecho pedazos. Te da miedo todo. -No me hables así, Greta. -¿No es verdad lo que estoy diciéndote? -«...noche eterna.» No acerté a decir otra cosa. Todavía me preguntaba qué significaban aquellas dos palabras. Noche eterna. Las dos palabras que hablaban de una oscuridad impenetrable. Significaban que yo no podía ser visto. Yo podía ver a la muerte, pero ella no podía verme a mí, a pesar de estar vivo. No podía verme porque yo no estaba realmente allí. El hombre que había amado Ellie no estaba realmente allí. Habíase adentrado por voluntad propia en la noche eterna. Incliné la cabeza, abrumado, sobre el pecho. -«...noche eterna» -repetí. -No vuelvas a pronunciar esas dos palabras -chilló Greta-. ¡Recóbrate de una vez! ¡Sé un hombre, Micky! ¡No te dejes vencer por una absurda y supersticiosa fantasía! -¿Cómo voy a evitarlo? -inquirí-. He vendido mi alma a esto, al «Campo del Gitano», ¿no? El «Campo del Gitano» no ha sido nunca un lugar seguro. Nadie

está seguro dentro de él. No fue un seguro refugio para Ellie; no lo es para mí. Quizá no lo sea tampoco para ti, Greta. -¿Qué quieres decir, Micky? Me levanté. Fui hacia ella. La amaba. Sí. La amaba todavía, con el más obsesionante y definitivo de los deseos sensuales. Ahora bien, el amor, el odio, el deseo..., ¿no es todo la misma cosa? Tres en uno y uno en tres. Nunca había odiado a Ellie; odiaba, en cambio, a Greta. Gozaba odiándola. La odiaba con todo mi corazón, experimentando al mismo tiempo un gozoso deseo. Yo no podía esperar una ocasión propicia; no quería. Me acerqué aún más a ella... -¡Bruja asquerosa! -exclamé-. ¡Bruja de dorados cabellos, odiosa y atrayente a la vez! No estás segura aquí, Greta. Corres peligro a mi lado. ¿Me comprendes? He aprendido a gozar..., a gozar matando. Me sentía excitado aquel día, al saber que Ellie había salido a dar su paseo a caballo, en busca de la muerte. Disfruté mucho aquella mañana pensando en eso... Estaba lejos de mi víctima, sin embargo. Esto de ahora es diferente. Quiero vivir algo distinto de la emoción que supone saber que alguien va a morir por efecto de una cápsula ingerida durante el desayuno. Quiero vivir una emoción más fuerte que la que supone empujar a una vieja desde lo alto de una cantera abandonada. Quiero emplear mis manos. Greta estaba atemorizada ahora. Greta... Mi dueña. La mujer a quien yo pertenecía desde el día de nuestro encuentro en Hamburgo. Me había fingido enfermo entonces, para no verme atado por mi trabajo, para estar el mayor número de horas posibles a su lado. Sí. Yo le pertenecía en cuerpo y alma. Y ahora acababa de deshacerme de ella. Yo volvía a ser yo mismo. Me adentraba por otros dominios, aquéllos en que había soñado. Greta tenía miedo. Me gustaba verla asustada... Pasé mis manos alrededor de su cuello... Hasta en estos momentos, sentado como estoy aquí, escribiendo todo lo que sé acerca de mi persona (lo cual me proporciona una sensación muy placentera), contando mi aventura, detallando mis pensamientos y las tretas de que me valí para engañar a todo el mundo, hasta en estos momentos, digo (es sorprendente, ¿verdad?), me acuerdo de lo maravillosamente feliz que me sentí al matar a Greta... CAPÍTULO VEINTICUATRO Poco me queda por contar ya después de eso. Permanecí sentado largo tiempo en aquella habitación. No sé cuándo llegaron ellos. No sé si acudieron en seguida... Imposible que estuvieran en la casa desde el principio, ya que entonces habrían impedido que matara a Greta. Antes que a ningún otro vi al dios... Me estoy refiriendo al comandante Phillpot. Esta persona era de mi agrado. Siempre había sido muy amable conmigo. Era una especie de deidad en el poblado. Un hombre justo y cortés. Miraba por las cosas de sus paisanos. Se había esforzado siempre por favorecerlos. Ignoro hasta qué punto me conocía. Recuerdo la curiosidad con que me miraba la mañana en que asistimos los dos a la subasta, cuando declaró que mi alegría podía ser un mal presagio... Y más tarde, enfrente los dos del cuerpo de Ellie, vestida con su traje de montar, tirado en el suelo... ¿Había sospechado entonces que yo tenía alguna relación con lo sucedido?

Como ya he dicho, después de haber matado a Greta me quedé sentado en mi silla, con la mirada fija en mi copa de champaña. Estaba vacía. Todo estaba vacío dentro y fuera de mí. Me pregunté qué ocurriría a continuación... Comenzó a llegar gente luego. Tal vez llegaron muchas personas, de pronto. Entraron en la habitación silenciosamente. Yo creo que no oí ni vi a nadie. De haber estado Santonix allí quizá me hubiera dicho qué era lo que tenía que hacer. Pero Santonix había muerto. Había seguido un camino distinto del mío. No me podía ayudar. Nadie me podía ayudar en nada. Al cabo de un rato, descubrí al doctor Shaw. Estaba muy callado. Se había sentado cerca de mí. Esperaba algo. Después pensé que estaba esperando que yo hablara. Le dije: -He vuelto a casa. Dos o tres personas se movían a su espalda. Parecían esperar también. Esperaban que él hiciera algo. Greta ha muerto -dije-. La maté yo mismo. Será mejor que se lleven el cadáver, ¿no? Vi un centelleo. Uno de los fotógrafos de la Policía, atento al cuerpo inmóvil de la mujer. El doctor Shaw volvió la cabeza rápidamente. -Todavía no. Tornó a mirarme. Le hablé de nuevo. -Esta noche vi a Ellie. -¿Sí? ¿Dónde? -Ahí fuera. Debajo de un abeto. Allí la vi por vez primera, ¿sabe usted? -Hice una pausa, agregando-: Ella no me vio. No podía verme porque no estaba yo allí. -Finalmente, declaré-: Eso me desconcertó, me desconcertó mucho. El doctor Shaw me preguntó: -Fue la cápsula, ¿no? ¿Contenía cianuro la cápsula? Me refiero a la que le dio usted, Rogers, aquella mañana. -Era para la fiebre del heno -contesté-. Siempre tomaba una cápsula, a modo de preventivo contra su alergia, cuando se disponía a montar. Greta y yo abrimos un par de cápsulas y las preparamos debidamente. Lo hicimos allí arriba, en el refugio. Fuimos muy hábiles, ¿eh? -Me eché a reír. Era una risa extraña la mía. Yo mismo me daba cuenta de ello-. Usted, doctor, inspeccionó todo lo que tomaba cuando vino a verla, para lo del tobillo. Píldoras para el insomnio, cápsulas antialérgicas... Todo estaba en orden, ¿verdad? Nada malo encerraban los medicamentos. -Nada malo, desde luego -repuso el doctor Shaw-. Eran completamente inofensivos. -Fuimos muy inteligentes, ¿eh? -Sí, lo fueron, pero no lo suficiente. -Sin embargo, no sé cómo descubrieron el juego. -Lo descubrimos todo al producirse la segunda muerte, la que no se habían propuesto ustedes causar. -¿Se refiere a Claudia Hardcastle? -Sí. Murió de la misma manera que Ellie. Se cayó del caballo que montaba, en el coto de caza. Claudia era también una joven llena de salud. No obstante falleció en seguida. Pero la recogieron en el acto. Todavía se olía a cianuro. De haber permanecido, como Ellie, un par de horas al aire libre, nadie habría olido nada, nada se habría encontrado. No sé cómo Claudia dio con la cápsula. A menos que

ustedes dejaran alguna en el Refugio-Claudia subía allí a veces. Fueron localizadas sus huellas dactilares en el lugar, donde además perdió su encendedor... -Seguramente, fue descuido nuestro... El llenado de las cápsulas no resultó una operación sencilla... -Hice una pausa, añadiendo-: Ustedes sospechaban que había tenido algo que ver con la muerte de Ellie, ¿no? ¿Sospechaban ustedes eso de mí? -Miré a mí alrededor-. Es posible. -A la vista de ciertos detalles pasan por la cabeza de uno las ideas más extrañas. Y aun teniendo la segundad de que así había sido, ¿qué hubiéramos podido hacer? -Debiera usted formular la advertencia legal de rigor -dije al doctor Shaw en tono de reproche. -Yo no soy un policía -me contestó él. -¿Pues qué es usted, entonces? -Soy un médico. -Yo no necesito los servicios de ningún médico -repuse. -Eso está por ver todavía. Miré a Phillpot a continuación. -¿Qué hace usted? ¿Ha venido para juzgarme, para presidir el tribunal que ha de calificar mis actos? -le pregunté. -Yo soy solamente juez de paz -respondió el comandante-. He venido aquí como amigo. -¿Como amigo mío? -inquirí, súbitamente sobresaltado. -Como amigo de Ellie. No lo entendía. Nada tenía sentido para mí. Me sentía un personaje importante, sin embargo. No podía evitarlo. ¡Todos estaban allí reunidos! La olida y los doctores, Shaw y Phillpot, que a su modo era un hombre ocupado. Todo se me antojaba muy complicado. Empecé a perder la noción de las cosas. Me sentía muy fatigado. Me sentí cansado de pronto. Quería dormir... Más idas y venidas... Entraba a verme mucha gente. Gente de todas clases. Abogados, un procurador, creo, otro abogado más, y algunos médicos. Me molestaron, haciéndome preguntas y más preguntas que no quise contestar. Una de aquellas personas me preguntó si deseaba algo especial. Dije que sí, que quería un bolígrafo y un puñado de cuartillas: pretendía contarlo todo por escrito, referirlo todo. Quería decirles lo que había sentido, cuanto había pensado. Cuanto más pensaba en mí tanto más interesante juzgaba la historia para todos. Por el hecho de ser yo un personaje interesante. Lo era, en realidad. Y había hecho algo que se salía de lo corriente. Los médicos (un médico, por lo menos), parecieron pensar que la idea era buena. Insistí: -Ustedes querrán una declaración. Perfectamente. ¿Por qué no he de hacerla por escrito? Así podrá ser leída por quien sea. Me lo permitieron. Escribir me fatigaba. Alguien pronunció una frase: «responsabilidad disminuida». A veces, ellos daban por descontado que no les oía. Tuve que comparecer ante un tribunal y quise que me buscaran el mejor de mis trajes. Pretendía causar buena impresión. Al parecer, me habían estado vigilando unos detectives desde hacía tiempo. Aquellos nuevos criados... Me figuro que fueron contratados por Lippincott o que éste puso a la Policía sobre mi pista. Averiguaron muchas cosas acerca de Greta y de mí. Sorprendente. No había vuelto a acordarme de Greta después de su muerte. Tras haberla matado había perdido todo significado para mí. Intenté evocar la espléndida sensación de triunfo que me había poseído tras estrangularla. Pero hasta aquello se había esfumado...

Inesperadamente, un día se presentó ante mí, mi madre, para verme. En su mirada yo no advertía la ansiedad de otras veces. Vi solamente una mujer entristecida. No teníamos entonces muchas cosas que decirnos. Se limito a murmurar: -Hice lo que pude, Micky. Intenté apartarte del mal camino, pero fracasé, desgraciadamente. Siempre temí llegar a fracasar. -Está bien, mamá. No fue culpa tuya. El camino a seguir lo elegí yo. Y pensé repentinamente: «Esto es lo que Santonix dijo.» Él también se sentía inquieto por mí. No había podido hacer nada tampoco. Nadie podía hacer nada... Sólo yo. No sé. No estoy seguro. De vez en cuando me acuerdo..., me acuerdo de aquel día en que Ellie me preguntó: « ¿En qué piensas cuando me miras así?» Y yo inquirí a mi vez: «Cuando te miro..., ¿cómo?» Me respondió ella: «Como si me amases.» Supongo que a mi manera la amé. Tenía que amarla forzosamente. Era muy dulce, Ellie, Ellie, dulce gozo... Lo malo de mí es que siempre ansié mucho. Quise tenerlo todo, pronto, por el camino más fácil... Me acuerdo del día de mi encuentro con Ellie en el «Campo del Gitano». Cuando bajábamos por la carretera tropezamos con Esther. Aquel aviso a Ellie... Yo sabía que Esther se hallaba dispuesta a hacer lo que fuera a cambio de dinero. Le di dinero. Y empezó a molestar a Ellie, a asustarla, a darle la impresión de que se hallaba en peligro. Llegué a pensar que era más que posible que Ellie hubiese fallecido a consecuencia de una fuerte impresión. Después, fue Esther la que se sintió inquieta, preocupada. Había estado diciéndole a Ellie que se marchara de allí, que desechara toda relación con el «Campo del Gitano». La estaba previniendo para que se apartara de mí. No lo comprendí. Tampoco Ellie. ¿Me temía Ellie? Pienso que tal vez sí, aunque no lo supiera. Ellie sabia que se cernía sobre ella alguna amenaza, presentía un peligro. Santonix sabía que el mal anidaba en mí, exactamente igual que lo sabía mi madre. Tal vez estuviéramos los tres al tanto de lo que ocurría. Ellie advertía algo, pero no le importaba, no le había importado nunca. Raro, muy raro. Lo advierto ahora. Juntos, fuimos muy felices. Sí: muy felices. ¡Ojala me hubiera dado cuenta yo de eso! Tuve mi oportunidad. Todos tenemos una oportunidad en la vida, seguramente. Y... le volví la espalda. Es extraño, muy extraño, que el recuerdo de Greta no me importe nada. También es extraño que no me acuerde de mi hermosa casa. Sólo Ellie... y Ellie... no podrá jamás ya volver a encontrarme... Noche eterna... Éste es el fin de mi historia. En mi fin está mi principio... Es lo que siempre se ha dicho. Pero, ¿qué significa eso realmente? Y, ¿dónde comienza exactamente mi historia? Tengo que realizar un esfuerzo y pensar... FIN