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La lectura nietzscheana de La Rochefoucauld y su siglo (Primera parte) Por todos es sabido el influjo de los moralistas franceses del diecisiete en el pensamiento de Nietzsche; influjo que se remonta a los felices años en los que acudía a las tertulias de los Wagner en Tribschen. En su correspondencia, Cósima menta la habilidad con la que el joven filólogo hace uso de esos artilugios endiablados que son las máximas. Quizá su interés por ese género radicara en que su torpeza social fuera de ese modo atenuada por medio de golpes de audacia y vivacidad psicológica, puesto que en contextos de artistas y cosmopolitas como el de los Wagner los ademanes "académicos" no resultarían de lo más atractivos. El caso es que esa fuente de psicología y mundanidad le alimentará durante toda su vida intelectual, tanto en el estilo como en los contenidos. Donde tiene mayor pregnancia aparente ese influjo es en Humano, demasiado humano, que es curiosamente el libro en el que se produce el cisma con los referentes de su juventud, Wagner y Schopenhauer. Es como si descubriere en los moralistas franceses otro tono, otra perspectiva, otra vida filosófica, que le sirve a su vez para tomar distancia de las tendenciosas líneas germanistas dominantes en los círculos de Bayreuth. El propósito del presente artículo consiste en dilucidar esa fecunda lectura de los moralistas franceses del diecisiete, especialmente del Duque de La Rochefoucauld (1613-1680), pero nuestra particular exégesis de tal lectura tiene la característica de ser efectuada a la luz de unos jugosos fragmentos póstumos donde no se nos habla de los moralistas explícitamente, sino de características relativas a su siglo y nación, que aquí debe entenderse como "el caldo de cultivo", "la tierra, el abono y el estiércol", toda esa casuística de condiciones fisiológicas y medidas artísticas a partir de las cuales se generan y crecen estos individuos, estos héroes de la interioridad

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La lectura nietzscheana de La Rochefoucauld y su siglo(Primera parte)

Por todos es sabido el influjo de los moralistas franceses del diecisiete en el pensamiento de Nietzsche; influjo que se remonta a los felices años en los que acudía a las tertulias de los Wagner en Tribschen. En su correspondencia, Cósima menta la habilidad con la que el joven filólogo hace uso de esos artilugios endiablados que son las máximas. Quizá su interés por ese género radicara en que su torpeza social fuera de ese modo atenuada por medio de golpes de audacia y vivacidad psicológica, puesto que en contextos de artistas y cosmopolitas como el de los Wagner los ademanes "académicos" no resultarían de lo más atractivos. El caso es que esa fuente de psicología y mundanidad le alimentará durante toda su vida intelectual, tanto en el estilo como en los contenidos. Donde tiene mayor pregnancia aparente ese influjo es en Humano, demasiado humano, que es curiosamente el libro en el que se produce el cisma con los referentes de su juventud, Wagner y Schopenhauer. Es como si descubriere en los moralistas franceses otro tono, otra perspectiva, otra vida filosófica, que le sirve a su vez para tomar distancia de las tendenciosas líneas germanistas dominantes en los círculos de Bayreuth.

El propósito del presente artículo consiste en dilucidar esa fecunda lectura de los moralistas franceses del diecisiete, especialmente del Duque de La Rochefoucauld (1613-1680), pero nuestra particular exégesis de tal lectura tiene la característica de ser efectuada a la luz de unos jugosos fragmentos póstumos donde no se nos habla de los moralistas explícitamente, sino de características relativas a su siglo y nación, que aquí debe entenderse como "el caldo de cultivo", "la tierra, el abono y el estiércol", toda esa casuística de condiciones fisiológicas y medidas artísticas a partir de las cuales se generan y crecen estos individuos, estos héroes de la interioridad humana junto con sus pensamientos, lo cual nos permite a su vez evaluar con nitidez las razones por las que Nietzsche valora dichos autores como ejemplares en tanto que hombres de ciencia. Seguimos el consejo que el mismo Nietzsche nos ha dado: revisar "sin prejuicios las condiciones bajo las cuales se alcanza aquí en la tierra cualquier perfección" (11 [26] Noviembre 1887-Marzo 1888) Estos fragmentos son del último período de vida intelectual: entre el otoño de 1887 y el invierno de 1888. Y nos sirven para entender cómo tras un hombre, una obra, hay una complejidad de fuerzas en movimiento de la que es resultado. También nos sirven para comprender que, en cuestiones de política, Nietzsche valora al

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árbol por sus frutos y no viceversa. Sirva este artículo, entonces, como ejercitación en la investigación genealógica, siendo nuestro objeto de estudio el célebre libro de François IV de La Rochefoucauld, las Sentencias y máximas morales. Para ello no nos limitaremos meramente a citar a Nietzsche, pues consideramos que ciertas aportaciones históricas y literarias enriquecerán la presente investigación cuyo interés, cabe matizar, no se agota sólo en ser una cuestión para nietzscheanos. Al fin y al cabo no sólo se trata de pensar a Nietzsche, sino de pensar a su vera la naturaleza de las cosas.

Lo que hace tan estimable para Nietzsche la cultura del Grand Siècle, es el rigor con que se limpia el alma. Cualidad hermanad con otras como la capacidad de discernir, separar, gobernar y clarificar lo que se presenta mezclado, insumiso, enredado y confuso. Es el siglo en la que una mirada desengañada, escéptica y minuciosa hasta la manía examina todo lo que se ha venido diciendo, la moral, prejuicios y lugares comunes que organizan la vida social; y todo con el fin de barrer lo que no puede sostenerse, eliminar lo que se legitima con la estupidez del hábito y costumbres, y todo ello por medio de una implacable lógica aplicada que desecha sin escrúpulo el polvo que se posa sobre todas las cosas, mostrándolas así prístinas, lo cual es síntoma de que el arco del espíritu está en tensión y no supone todavía una tortura.

Este espíritu crítico corajoso ante la verdad e intransigente con las ilusiones consoladoras, que tanto relieve adquiere en la obra de Nietzsche, viene a su vez envenenado con una vigorosa denuncia a la subrepticia necesidad de oscurecerlo todo y atenuar la luz natural de la razón, para así, en última instancia, ocultar la verdad cruda ante uno mismo, puesto que en un estado valetudinario dicha verdad, sin cocer ni sazonar, duele y cuesta asimilar. Cabe sospechar de la confusión en el pensamiento (idealismo alemán) y en las artes (el drama musical), de esa inclinación en el abuso de las técnicas sugestivas, pues bien puede obedecer a un secreto deseo de fuga, pánico a la verdad, instinto de muerte. En un fragmento póstumo escribe: “El idealista: un ser que tiene razones para mantener la oscuridad sobre sí mismo y que es suficientemente inteligente para quedarse en la oscuridad incluso sobre esas razones” (11 [58] Noviembre 1887-Marzo 1888) En otro fragmento: “En la ilogicidad, en la semi-ilogicidad, hay mucha seducción –esto lo ha adivinado perfectamente Wagner– especialmente para los alemanes, entre quienes la oscuridad es tenida por “profundidad”. Una especie de ambigüedad, incluso en el fraseo rítmico, es uno de sus artificios preferidos; una especie de ebriedad y de vagabundeo soñador, que no sabe más

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concluir y desencadena una voluntad peligrosa de obedecer ciegamente y capitular” (41 [2, 6], 1885).

De Henry Beyle (Stendhal), por el contrario, que Nietzsche considera principal heredero del Renacimiento y de la Francia de los Luises, celebrará su estilo seco, sin afeites, cercano al código civil, y que se apura en la “vivisección” de los afectos que dominan vida y destino de los hombres. Lo encomiable del escritor es que sea capaz de “matematizar”, sin simplificar (en esto radica su genialidad), algo tan maleable e impreciso como el conjunto de móviles pasionales del alma humana. Esa agudeza en perfilar, con cierto parangón con la tradición cartesiana, las cadenas causales de las pasiones que se esconde tras el discurso o la máscara de personajes como Julien Sorel es sin duda indicio de una gran salubridad fisiológica, de una “constitución feliz”, de fuerte voluntad, o lo que es lo mismo en clave nietzscheana: síntoma de un metabolismo presto, capacidad para asimilar dosis concentradas de veneno y salir todavía más favorecido, “un gran mar que depura todas las aguas sucias haciéndolas correr”.

Pero el genio de Stendhal no surge de la nada, pues cualquier destreza se adquiere por acumulación, tras mucho tiempo de dureza prolongada e instrucción, en este caso de empeño en hacer “limpieza del pensamiento”, tendencia opuesta a la alemana que antes citábamos: “los alemanes no han atravesado jamás un siglo XVII de severo examen de sí mismos, como los franceses: un La Rochefoucauld, un Descartes son cien veces superiores en rectitud a los primeros alemanes –no han tenido hasta ahora un solo psicólogo” (Ecce Homo, “El caso Wagner”, 3).

Como bien señala Nietzsche, Stendhal es heredero de una larga tradición de “psicólogos” que se remontan al siglo XVI (Montaigne, Charron, Pascal, etc.), y que alcanza su forma acabada en el XVII, en los célebres palacetes parisinos gobernados por grandes damas, entre otras Madame Rambouillet, Madeimoselle Scudery, o la gran epistológrafa marquesa de Sevigné. En torno a ellas se concentra la peligrosa nobleza frondista, orgullosa y rebelde, que, como ha retratado Dumas en sus novelas, se opone arrogante ante el nuevo curso que toma la política moderna: la infección del territorio por los intendentes y consecuente pérdida del poder de la nobleza (todavía falta para perder también los privilegios), la desaparición de los poderes intermediarios, una paulatina centralización del poder sin precedentes, el ascenso del tercer estado, todo un magnánimo proceso estatalista y burgués magistralmente acelerado por Richelieu, Mazarino y consolidado definitivamente con Luis XIV. También se dejan ver por esos círculos a los hombres de letras más encomiados como Fenelón, Racine, Boileau y tantos otros.

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Sucede entonces que en ese clima entre mediados y finales del diecisiete, sofocadas las revueltas parlamentarias de 1651, afianzada la monarquía absoluta, “ese largo reinado de vil burguesía” (como lo denomina Saint-Simón) en el que la vida peligrosa y enigmática de intrigas y conspiraciones se desvanece dando paso a una cotidianidad acomodaticia (propicia para el intercambio de mercancías y el ascenso del advenedizo), donde se ha perdido el espacio en el que descargar las megalomanías, viene el crepúsculo de “la aristocracia europea” antes de la noche oscura (1789): los “importantes” se resignan, comienzan a redactar sus memorias (no sin cierta mala conciencia, como se destila en muchas de las páginas de las del Cardenal Retz) y las grandes damas arriba citadas, bajo la dirección espiritual de las guías de Francisco de Sales, rematan ese declinar de los instintos violentos ejerciendo una función inestimable para la historia de la literatura, y sobretodo para los intereses políticos del Rey Sol: educan, atemperan y refinan los modales de esas “aves de presa” en la tertulia galante, inculcándoles el gusto por las delicias del ingenio, la escaramuza verbal, un otium exquisito que rememora el pequeño jardín de Epicuro, pero con las malévolas lecturas de Montaigne, Pascal y Baltasar Gracián en sus tocadores y sin descuido de un lujoso y estricto decoro. Hombres poderosos entregados al refinamiento de inteligencia, ademanes y conversación. De tales hombres dirá La Bruyère: “son como el mármol, duros pero muy pulidos”, frase que cabe no olvidar. Nietzsche dice algo muy similar en Ecce Homo que nos hace comprensible su admiración por las “plantas” que crecen en el siglo XVII francés: “¿en qué se detecta una buena constitución? En que un hombre bien constituido agrada a nuestros sentidos, en que está hecho de una madera que es a la vez muy dura, suave y olorosa”. Fortaleza y refinamiento, fuerza astringente y limpieza lógica, cualidades que, como ya hemos dicho, están hermanadas. La psicología (“higiene del alma”) que ya venía cultivándose por necesidades políticas (basta echar un vistazo al Breviario de los Políticos de Mazarino), ahora se sofistica y adquiere su brillo, su morfología literaria: frívola y desengañada en los contenidos; breve, inesperada e implacable en su formulación.

Sumamente interesantes, para hacerse una imagen general del siglo y para entender esta relación fundamental entre dureza y refinamiento, son los fragmentos póstumos del otoño de 1887; en ellos Nietzsche, a grandes trazos, define el carácter “aristocrático” del Grand Siècle, distinguiéndolo de los siguientes siglos, “plebeyos”, “pusilánimes”, “decadentes”, “esclavos del sentimiento”, en tanto en cuanto sus hombres comienzan a resentir la “tensión del arco”, que acaba siendo una tortura hasta que a gritos reclaman indulgencia (ver Prólogo de

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Más allá del bien y del mal). En cambio, “el siglo XVII sufre del hombre como de una suma de contradicciones que nosotros somos, busca descubrir, ordenar, sacar a la luz el hombre; mientras que el siglo XVIII busca olvidar lo que sabe de la naturaleza del hombre [Rousseau], para adaptarlo a su utopía” (9 [183], otoño de 1887). En otro apunte dice: “aristocrático, ordenador, desdeñoso respecto de lo que es animal, severo con el corazón, “no cordial”, más aún, sin corazón, “no alemán”, aborrecedor de lo burlesco y lo natural, generalizador y soberano respecto del pasado: porque cree en sí. Mucha rapacidad, en el fondo, muchos hábitos ascéticos para permanecer dueño de sí mismo. El siglo de la voluntad fuerte; también de la fuerte pasión” (9 [178] otoño de 1887). Cabe retener la idea de que una cultura “aristocrática”, a juicio de Nietzsche, en la que proliferan hombres “duros y muy pulidos”, es aquella que se puede permitir dejar correr libremente las grandes pasiones (violentas, peligrosas) sin perder el domino sobre ellas que supondría sucumbir, lo cual significa tener una voluntad de poder (o “fuerza astringente”) que aúne ese caos de impulsos antagónicos haciéndolos convivir (cosa bien distinta que sofocarlos o reprimirlos, medida higiénica por la que se opta en estados valetudinarios, donde esa voluntad se ha debilitado). Pero tal grado de soberanía sobre la pluralidad de afectos es el resultado de “muchos hábitos ascéticos”, severidad con la bestia que llevamos dentro, atención minuciosa de la realidad (“del devenir cruel”), sospecha sobre cualquier discurso que huela a consolación y ninguna condescendencia al sentimentalismo.

Vale la pena traer a colación un texto fundamental de Más allá del Bien y del Mal en el que se expone las condiciones de posibilidad de todo crecimiento y formación del tipo de hombre superior, es decir, los requisitos para fortalecer y posibilitar esa fuerza astringente capaz de contener en equilibrio una pluralidad de fuerzas (de pasiones, de virtudes): “Toda libertad, sutileza, audacia y seguridad magistral que en la tierra hay o ha habido, bien en el pensar, bien en el gobernar, en el hablar o persuadir, en las artes como en las buenas costumbres se han desarrollado gracias tan sólo a la tiranía de tales leyes arbitrarias […] La prolongada falta de libertad del espíritu, la desconfiada coacción en la comunicación de los pensamientos, la disciplina que el pensador se imponía de pensar dentro de una regla eclesiástica o cortesana o bajo presupuestos aristotélicos, la prolongada voluntad de interpretar todo acontecimiento de acuerdo con un esquema cristiano y de volver a descubrir y justificar al dios cristiano incluso en todo azar, -todo ese esfuerzo violento, arbitrario, duro, horrible, antirracional, ha mostrado ser el medio a través del cual fueron desarrollándose en el espíritu europeo su fortaleza, su despiadada curiosidad y su sutil movilidad”.

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Nietzsche se refiere al espíritu del diecisiete francés, la mejor configuración del “espíritu europeo”, y sugiere que los siglos precedentes, con sus “estúpidos” pero imprescindibles sistemas tiránicos de coacción, de encauzamiento de la economía psíquica y fisiológica (como el aristotelismo, la escolástica, las reglas eclesiásticas de los jesuitas, los manuales cortesanos de Castiglione, etc.) han servido de fases preparatorias para que el hombre alcance una configuración apurada, óptima; tras haber cargado con los “pesos más pesados”, tras haberse fortalecido para soportar las contradicciones más desgarradoras, se ha superado, elevado a la “naturalidad”, ha conquistado el equilibrio, la “justicia”, la “sutil movilidad”, la audacia, el baile, la risa. “La noblesse europea –del sentimiento, del gusto, de la costumbre, en suma, en el sentido elevado de la palabra- es obra e invención de Francia” (Más allá del bien y del mal, “Pueblos y patrias”, 253)

En su siguiente libro, La Genealogía de la Moral, Nietzsche esboza una filosofía de la historia en la que ya no pone Grecia como modelo, como piedra de toque con la que evaluar el resto de culturas; ahora coloca como referente la civilización romana pues “no ha habido en la tierra hombres más fuertes ni más nobles”. El “ideal clásico”, “la manera noble de valorar todas las cosas”, en oposición a una tasación a la baja, a una mirada mezquina cuya génesis es una forma valetudinaria de vida, pertenece al genio romano, y aunque ha perdido muchas batallas durante los dos milenios de predominio judeocristiano, esa manera noble de valorar a gozado de momentos excepcionales, como el renacimiento italiano y la “última nobleza política que había en Europa, la de los siglos XVII y XVIII franceses”. Y con los textos que hemos venido citando más arriba, estos fragmentos de la GM cobran todo su sentido, ya que Nietzsche, aunque sea el azote de los valores dominantes cuyo origen es el agotamiento y, en última instancia, el nihilismo, comprende en ellos que para alcanzar ese siglo XVII se ha necesitado mucha de estulticia y alienación, siglos y siglos de sometimiento a unos fines tiránicos y absurdos desde una perspectiva racional.