new york, mejor imposible

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Como el reloj Fotoshooting en el Puente de Brooklyn; Tramel muestra con orgullo su tatuaje de Superman; Perfil de la ciudad desde Ellis Island; bus escolar junto al Central Park. NYC Mejor imposible Octubre 2014 Lonely Planet Traveller 75 Lonely Planet Traveller Octubre 2014 74 Estrenos, clásicos y remakes del plató favorito del séptimo arte. Una hoja de ruta por la cocina inmigrante, los resquicios más paquetes de la crema local, protagonistas y extras de la escena neoyorquina. TEXTO CONSTANZA COLL FOTOS JUAN MANUEL DORDAL

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Un recorrido cinematográfico por la Gran Manzana, texto y fotos para Lonely Planet.

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Page 1: New York, mejor imposible

Como el reloj Fotoshooting en el Puente de Brooklyn; Tramel muestra con orgullo su tatuaje

de Superman; Perfil de la ciudad desde Ellis Island; bus escolar

junto al Central Park.

NYCMejor imposible

Octubre 2014 Lonely Planet Traveller 75Lonely Planet Traveller Octubre 201474

Estrenos, clásicos y remakes del plató favorito del séptimo arte. Una hoja de ruta por la cocina inmigrante, los resquicios más paquetes de la crema local, protagonistas y extras

de la escena neoyorquina. tExtO ConSTanza CoLL fOtOs juan manuEL dordaL

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Todos quieren la foto de la ciudad desde el ferry a Ellis Island. arriba, de

izq. a der. Vista desde el Empire State; especias del

mundo en Chelsea market; helados

artesanales en el High Line; cocktail en Tavern on

the Green.

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n u e v a y o r k

La promesaExTErIor. día. La proa de un transatlántico cruza la pantalla y en el fondo, verde de óxido, la estatua más fotografiada del mundo ubica la escena en Nueva York. Es el año 1901 y Vito Andolini, huérfano y con apenas nueve años, salió del pequeño pueblo de Corleone, en Sicilia, y cruzó el océano hasta Estados Unidos para encarnar el Sueño Americano. El desembarque es en Ellis Island, y en la fila de inmigrantes se mezclan europeos, asiáticos y africanos. Esta secuencia en la segunda entrega de “El Padrino”, retrata la manera en que Nueva York se convirtió en esa ciudad donde todos son bienvenidos, desde principios del siglo XIX cuando era el centro del activismo abolicionista de la esclavitud, hasta el día de hoy: solo en Manhattan se hablan 170 idiomas. La Estatua de la Libertad fue un regalo de Francia al cumplir los cien años de independencia, y en su corona de picos, que simbolizan los siete continentes, personas de todo el mundo encontraron su Norte. Según estimaciones de Citypopulation, Nueva York es la ciudad más poblada de América.

El punto de encuentro es en la esquina de Sussex y Delancey, a las 13 horas. Jessica Lee reúne a un grupo de doce bajo una sombra y da inicio a la caminata étnico-gastronómica por Lower Manhattan, donde empezó todo. Ella tiene 27 años, un posgrado en U.S. Immigration History de la Universidad de Columbia y trabaja guiando tours en Big Onion. “Manhattan creció de sur a norte porque la gente entraba por el puerto, por eso estos barrios siempre fueron los más poblados, con hasta dos mil quinientas personas por manzana. De hecho, muchos sociólogos los comparan con Calcuta”. Jessica saca un paquete de aluminio de su bolso, todavía caliente, y nos desafía a adivinar cuál es hoy el grupo inmigrante más grande de la ciudad. Tras un instante de suspenso, lo abre con delicadeza y llena el aire con un olor dulce a plátano frito: “Dominicanos, como estos bocaditos caribeños, seguidos de cerca por los chinos y después por los

jamaiquinos”. Estamos parados en el corazón del barrio dominicano, que antes fue cien por ciento judío, y antes alemán, y antes irlandés. Nueva York vive en permanente transformación. La avalancha de inmigrantes de todo el mundo y el caos de una ciudad que crecía de a millones, provocó cierto conservadurismo en la lengua, las costumbres, las comidas de cada pueblo, incluso, de la misma nacionalidad: “Los judíos se juntaban de a diez y hacían su propia sinagoga; los matrimonios entre napolitanos y sicilianos eran considerados mixtos; los irlandeses eran católicos pero no como los italianos, y así. No se mezclaban, por eso tal vez, ahora podemos hacer este recorrido por tiendas y restaurantes que llevan más de cien años vendiendo el mismo producto, la misma receta”.

“Start spreadin’ the news / I’m leavin’ today / I want to be a part of it, New York, New York...”, canta Frank Sinatra con la voz de un buen recuerdo, su primera vez en la ciudad que no duerme. Y en la siguiente estrofa afirma el desafío y la recompensa que ofrece la Gran Manzana: si consigue triunfar ahí, puede hacerlo en cualquier lugar. Es la misma promesa que sedujo a tantos artistas a lo largo de la historia, y que por el 1900, para los inmigrantes se reducía a triunfar en la calle Hester, el centro del comercio informal de la ciudad. Así empezaban, vendiendo sus productos en carros tirados por caballos, negocio que tiene su versión actual en cada esquina de la isla, en la puerta del MET y del Museo de Ciencias Naturales, en el Central Park y sobre la calle Broadway. En los ocho días que duró este viaje, la

respuesta ante el origen en los más diversos puestos callejeros fue tan variada como la comida que vendían: Marruecos, India, Colombia, Rusia, Turquía, Sudán, Egipto, México. En Hester Street y Ludlow, la renombrada chocolatería The Sweet Life nos convida con unos cuadraditos de dulce árabe marmolado, Haldah, que se parece bastante a nuestro Mantecol. Y la secuencia de platitos sigue con pickles de pepino y de ananá, el primero tradicional polaco, el segundo de influencia jamaiquina; bialys de origen judío, similares a los bagels pero salados; una selección de frutas exóticas en Chinatown; mozzarella, parmesano y soppressata de la fiambrería Di Palo’s –¡en la esquina de Mott y Grand desde 1910!–, y unos cannoli rellenos de crema pastelera en Little Italy. En esta última escala, Jessica vuelve a abrir su bolsa para compartir una serie de mapas de Manhattan coloreados según sus pobladores en distintos momentos de la historia: “Todo esto ocupaba Little Italy a mediados del siglo XIX. Hoy, en este barrio solo vive un 5% de italianos, Chinatown se los comió” (tours desde US$ 20, bigonion.com).

El gran platóExTErIor. aTardECEr SEPIa. El perfil del Empire State se recorta del horizonte de Manhattan y sobre uno de los lados, King Kong trepa con su enamorada apretada en una mano. Sube 443 metros hasta la cima del rascacielos más alto, donde es atacado por aviones militares hasta que, herido, King Kong se deja caer. La cola para subir al mirador es larga pero ágil, y en el

“El Empire State se levantó en once meses, con el récord imbatible de hasta un piso por día”

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Ellos, de paseo por el Central Park. arriba, de

izq. a der. El memorial por el 9/11 en el World

Trade Center; cañerías de bronce; foodtrucks para

todos los gustos en nYC; la Grand Central Station,

inaugurada en 1871.

Lonely Planet Traveller Octubre 201478 Octubre 2014 Lonely Planet Traveller 79

camino se aprende de la historia y algunas curiosidades con la audioguía (incluida con la entrada). En la Quinta Avenida y West 34, el Empire State se levantó en apenas once meses, con el récord imbatible de hasta un piso por día, y eso que sufrió algunos contratiempos por la crisis del año ‘30. “¿Cuál es la altura máxima que podemos hacer sin que se caiga?”, preguntaron los emprendedores en la ruda competencia por conquistar el cielo de Manhattan, y así fue como el arquitecto Gregory Johnson remató la apuesta con una aguja art déco, convirtiéndolo en el edificio más alto del mundo por cuarenta años, hasta la construcción del World Trade Center. King Kong es tal vez la más memorable, pero fueron muchos los directores que eligieron filmar escenas en este mirador. Lo cierto es que Nueva York entera es uno de los platós predilectos de Hollywood: Mi pobre angelito se reencuentra con su familia al pie de un enorme árbol de navidad en el Rockefeller Center; Charlie Sheen se abre camino en el mundo broker de Wall Street; Don Draper se toma un trago antes de volver a casa en el Oyster Bar de Grand Central Station; Bill Murray caza fantasmas en La Biblioteca Pública de Nueva York; Robert De Niro maneja un taxi. Woody Allen, Scorsese, Coppola, la lista es interminable, desde la película más taquillera hasta la última serie. Tal vez por eso, la primera vez en la Gran Manzana resulta tan fácil, tan familiar. De noche y con hambre, uno de los top-roofs más populares es The View, en el piso 48 del Marriott Marquis, sobre el iluminadísimo Times Square. Con un buffet fijo en el centro y las mesas

desplegadas alrededor, el piso gira 360 grados por hora, dejando ver todo el perfil de Manhattan en el sentido de las agujas del reloj: el New York Times, el río Hudson y Nueva Jersey atrás; Bank of America, Met Life, Viacom y Penn Plaza, entre los que podemos distinguir con la ayuda de un esquema dibujado en el mantelito individual. Ramsey Devries trabaja como bartender en este Marriott desde el año ‘85, cuando llegó de Curaçao con 21 años: “Acá aprendí todo lo que sé, y si hay algo por lo que mis clientes vuelven, es porque sé lo que a cada uno le gusta”. Joan, una señora coqueta, neoyorquina, de 71 años, que está escuchando la charla, agrega: “Yo vengo a disfrutar de la hospitalidad de Ramsey, él sabe qué cerveza me gusta, cuál es la temperatura justa y cuántas puedo tomar”, se ríe, un poco borracha, y vuelve a su chop helado. Desde Carrie Bradshaw y “Sex and the City” el trago más popular entre las chicas es el Cosmopolitan, pero Ramsey, tras un breve interrogatorio, sugiere un Metropolitan, con Absolut Citron Vodka, Chambord, jugo de granada y un twist de limón (US$ 16). Fresco, suave, fácil de tomar: ahora todo está girando.

Ground ZeroExTErIor. día dE muCHo SoL. Hay una foto circulando en Internet. Es una toma aérea de Manhattan, con todos los rascacielos apretados por los costados y en el medio un rectángulo verde, inmenso: el Central Park. El valor del metro cuadrado en esta pequeña isla es uno de los más elevados del mundo, sin embargo, siempre hay una alternativa de parque a pocas cuadras, una costanera para caminar y respirar el río, sendas para bicicletas, una sombra de árbol para improvisar un picnic y clases de yoga masivas al aire libre. Con una extensión de 340 hectáreas, dos veces más que la ciudad de Mónaco, el Central Park es el colmo de esto, con lagos, puentes, bosques, ardillas, tortugas, castillitos, en fin. Va de la calle 59 a la 110, y en el medio, sobre el margen oeste, aloja el emblemático Tavern on the Green. Construido a fines del siglo XIX para cuidar a los rebaños de ovejas que ahí pastaban, este caserón victoriano fue restaurante, y muy taquillero entre 1934 y la cena de fin del año 2009, cuando se declaró en bancarrota por la recesión financiera. Tavern on the Green volvió a vestir sus mesas el pasado mes de abril, con una carta renovada y un poco más democrática según su manager, Summer Rose: “Había mucha expectativa cuando invitamos a la gala de reapertura, vino la crème de Nueva York, actores, modelos, cantantes, empresarios. Es un clásico de

Con 340 hectáreas, el Central Park es dos veces la ciudad de Mónaco.

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Vernazza sits below the remains of Castello doria – a fort named after one of the most powerful families in Genoa

de izquierda a derecha En el Bryant Park hay propuestas para todos los días, desde obras de teatro a la gorra hasta clases de yoga; nYC es una gran galería de arte al aire libre, con graffitis y murales increibles en cada cuadra; las luces del Times Square, otro enclave favorito del séptimo arte.

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la ciudad, y la mayoría le dio la bienvenida a los cambios, pero los más conservadores se hicieron escuchar”. Summer aclara que ahora, si bien hay un código de vestimenta que prohíbe el ingreso con zapatillas, no es obligatorio usar saco ni corbata, y que los precios bajaron bastante para llenar las mil doscientas sillas que tienen. El clásico de la casa es el brunch de fin de semana, en el jardín de invierno o junto a la barra del patio con vista al Central Park, que incluye un cocktail y tres pasos a la carta. Una paquetería total (US$ 55, tavernonthegreen.com).

Si el valor del metro cuadrado en Manhattan es uno de los más caros del planeta, el del World Trade Center no tiene precio. Ahí, donde cayeron las Torres Gemelas, donde el mundo se terminó de partir en mil pedazos, se acaba de inaugurar un memorial que, por más ajeno que seas a la tragedia, por más que no te haya tocado de cerca ni mucho menos, te hace rodar unas lágrimas. Ground Zero son dos pozos inmensos en los lotes más cotizados, dos cascadas que abren la tierra y dejan claro que, ahí donde murieron casi tres mil personas, nunca se va a construir más nada. Al lado sí. De hecho, junto al memorial y el museo del 9/11, se levantó el edificio más alto del mundo, la Freedom Tower, con 1.776 pies de altura en homenaje al año de la Declaración de Independencia de Estados Unidos (911groundzero.com). A pocas cuadras de acá, en la plaza donde empieza o termina el Puente de Brooklyn, cinco chicos de

veintipocos años delimitan un cuadrado con conos naranjas, improvisando un escenario. Sobre uno de los lados, un baterista del mismo grupo llena el espacio y convoca a golpe de redoblante. “Hay que tener paciencia pero lo vale”, advierte Tramel Ulysses, y se saca la remera para lucir su cuerpo trabajado y el tatuaje de Superman que se acaba de hacer en el pecho. El redoble acelera y el show arranca con Tramel en el centro, que despliega un número de saltos, giros y destrezas físicas imposibles. Lo siguen Rafael, Tata y Junior, cada uno con una apuesta más jugada, movimientos que aprendieron de mirar en la calle y repetir hasta que salga. Llega el momento de la última hazaña, pero antes, la experiencia acumulada en espectáculos de calle los obliga a pasar una gorra con visera antes del acto final. Recién entonces, Tramel toma carrera y salta una fila de cuatro espectadores dando dos vueltas en el aire. El roble se apaga para dar lugar a los aplausos y el gentío se disipa en un par de segundos. Tramel respira agitado pero satisfecho, el monto acumulado alcanza los US$ 52. “Hacemos esto la cantidad de veces necesarias para que, al final del día, cada uno se lleve por lo menos un billete de cincuenta”, Tramel guarda la plata en la mochila, se ajusta la gorra y cruza los brazos bajo su tatuaje de estreno, esperando más preguntas, bien predispuesto para una entrevista y más fotos: “Sí, creo que somos estrellas, que tenemos una energía especial, algo con lo que nacimos y que atrae a la gente… a las

chicas... Es una cuestión de actitud, primero hay que creérselo uno, después convencés a cualquiera”.

Todo es presente en Nueva York. Hasta el edificio más antiguo fue reciclado, repintado, reinaugurado. Sin excepción, en cada manzana hay alguna obra nueva, un local en reforma, una noticia fresca. El High Line es uno de los últimos paseos inaugurados en la ciudad, un recorrido de 2 km –y va por más– sobre las vías de un tren en desuso. Elevado del suelo unos seis o siete metros, el sendero sigue las viejas vías de acero entre los edificios, cubiertas de plantas y flores, con bancos de tanto en tanto para descansar y mirar la ciudad desde adentro. Al llegar a la antigua estación, donde se venden exprimidos de fruta, granitas y algún tentempié para comer al paso, bajamos por una escalera que nos deja en la puerta del Chelsea Market. En la esquina de la 9 y la 15, donde funcionaba la fábrica Nabisco que inventó las galletitas Oreo, este mercado es una perdición para bon vivants y sibaritas. Bazares, casas de té y de especias de todo el mundo, panaderías, un restaurante especializado en langosta, verdulerías orgánicas, pizza al corte, quesos, dulces y embutidos artesanales, blanquerías, una fábrica de pastas, más bazares. Todo lindo, rico y fresco, mayormente comprable y transportable en avión (chelseamarket.com). Nueva York es todo esto: la perfecta síntesis entre el último estreno, el relanzamiento de un clásico y lo siempre eterno.