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— 17 — Mapa del Acomté sobre cristalera en la ciudad nido de Aldia. Al norte y al oeste, la Cordillera. Al sur y al este, porción septentrional de los Páramos. Veva-Hiosh — Qemmya — Aldia — Veva-Gaki Pilar — Knetta — Dharrasir — Badu — Yingddu Boctos — Ta-Clam — Bradia — Clave Saorenia — Udna del Norte — Udna del Sur

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Mapa del Acomté sobre cristalera en la ciudad nido de Aldia.Al norte y al oeste, la Cordillera.

Al sur y al este, porción septentrional de los Páramos.

Veva-Hiosh — Qemmya — Aldia — Veva-Gaki Pilar

Veva-Hiosh — Knetta — Dharrasir — Badu — Yingddu

Boctos — Ta-Clam — Bradia — Clave Saorenia — Udna del Norte — Udna del Sur

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I. Hilado Se trenzan hebras que no se ven

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»Nemu, allí. Dime qué ves. —Núe agita una mano reseca como rama de adrecalia. Está apuntando con ella hacia las últimas cabañas.

—No veo… nada, maestro.—Sí, sí, ¿qué ves? —insiste el viejo—. Siempre hay algo que ver.—¿Te refieres a Eyla? Está saliendo… con Kaemu. —Muchacho…—Es Eyla —repite Nemu, con el corazón encogido.—No era ésa la pregunta. Quiero que me digas qué ves, no

qué proyecta el sol contra tus ojos.—¿Es una prueba?—Siempre es una prueba. Ya sabes que nuestro loado

Hunwo nos observa atento cuando nos enfrentamos al mundo, montado en cada rayo de luz que nos golpea, nadando en cada bocanada de aire que respiramos. Deberías decirle a tu hijo del viento y servidor de Hunwo exactamente qué ves.

Los soles avanzan por el cielo un buen rato, entre dudas y paciencia, y luego calma. Hasta que se torna azulado. Entonces Núe vuelve a repetir, como si no le hubiera importado la espe-ra, como si no hubiera pasado el tiempo en absoluto:

—Nemu, qué viste.—Creo que… Vi ligaduras —contesta el muchacho sin alzar

la mirada.

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—Ah. —Las arrugas del viejo se mezclan en una mueca in-descifrable. Luego—: Bien… ¿Y qué cosas ligan esas ligaduras?

—Un corazón. —Núe parece no darse cuenta de cómo le tiembla la voz a Nemu.

—Mmm… ¿Ligaduras para atar una solasola cosa? ¿De qué materia puede estar hecha tal clase de magia?

—De imaginación.Núe deja que el silencio se vuelva a instalar entre ellos, el

dolor, las dudas, la paciencia, la calma otra vez. Finalmente son-ríe, como si alguien invisible le hubiera hablado sólo a él y, de nuevo, como si no hubiera transcurrido el tiempo, o como si ese aspecto no tuviera ninguna importancia para alguien tan viejo:

—Por tanto…El dolor oprime a Nemu al responder:—Tendrían que poderse romper.

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¿Qué diferencia existe entre un sueño y un recuerdo?Nemu piensa con todas sus fuerzas en una respuesta que no

sea la de un niño:Que el recuerdo no te controla, mientras que en el sueño estás

atrapado.Hasta el final de esta historia Nemu no sabrá que los re-

cuerdos también tienen zarpas terribles de las que es muy di-fícil escapar, pero incluso ahora nota que algo no funciona en su respuesta. Es un instinto, en el que debe decidir creer o no; no hay mucho más que hacer con él. Decide creerlo. Y busca otra respuesta:

Que en el sueño puedo besar a Eyla.Ésa es tan cierta como implacable. Entonces el rostro que lo está mirando ahora mismo

puede ser tanto un recuerdo como un sueño, pues los ojos verdes que adora no se acercan para convertirse en beso: se quedan ahí delante, parpadeando tan lentos como un insecto cansado.

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Se da cuenta de que él también está cansado, como ella. De pensar. Pero también de sentirse tan niño a pesar de su edad. Y de desear.

El olor de la hierba es dulce. Está por todas partes. Se hace más fuerte cuanto más cansado se siente. Lo invita a no pen-sar más, a seguirlo hasta un lugar que no es lugar en el que tampoco tendrá necesidad de desear nada. No se imagina cómo resistirse a esa oferta, así que no hace nada, por si la tentación se desvaneciera sola.

Eyla es la que se desvanece. Lo que ve en vez de Eyla es una hilera de buscadores de

agua. Al principio, esas pieles eran la piel de Eyla, y los ojos los de ella, pero ahora Eyla se ha dividido en muchas pieles y mu-chos ojos. Los está viendo desde lejos. Lo más curioso es que, entre esos buscadores, están él mismo y Eyla, corriendo descal-zos por el desierto.

¡Luego eso es un recuerdo! No puede soñarse a sí mismo, viéndose entero, desde fuera.

Sí, lo recuerda: los buscadores partieron desde el asen-tamiento de la tribu al amanecer del primer sol. Sabían que la fuente del lago seco estaba exhausta, por eso corrieron hacia los pastos grises, donde se habían visto animales de hierba bebiendo.

En ese recuerdo el sol amarillo da vitalidad a los cuerpos fi-brosos y ágiles de los buscadores. Las pieles bronceadas apenas brillan, surcadas de arrugas causadas por la erosión del viento y de la arena. Los cabellos absorben la luz aún más que la piel de color azabache; como las barbas, espesas, abundantes y des-cuidadas. Y los ojos… Los ojos de los buscadores de agua, los ojos de la tribu, que sí brillan, mucho, al contrario que la piel y los cabellos; levemente sesgados y de un verde demasiado constante, se esconden tras párpados entrecerrados y untados de negro con savia de alqués para evitar el reflejo de los soles.

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Los ojos de los buscadores no pueden evitar simular el cuerpo de una serpiente: una hilera de puntos que se encoge y estira mientras se desliza por la superficie del desierto.

Las mujeres corren entre los hombres, el pelo recogido con cintas de adrecalia y los ojos también verdes como la luna esmeralda.

Eyla…Ha vuelto. Delante de él, como un fantasma. Sus labios be-

llos se entreabren, pero de nuevo es para negarle un beso: algo dice sobre el polen, y sobre la hierba que está por todas partes, y sobre los sueños y los recuerdos.

¿Es Eyla entonces el presente, que trata de interrumpirle el flujo del pasado?

Cree notar por un momento la mano pequeña de ella en su hombro. Es casi tan dulce como el olor de la hierba. Casi.

La hierba…¿De dónde proviene su olor? ¿Por qué es tan intenso? ¿Por

qué está presente entre recuerdos y sueños?Eyla desaparece otra vez. Los recuerdos aprovechan para

regresar.Muchos saltos de ratón después de la partida, los busca-

dores llegan a los grandes pastos. Se asoman desde una atala-ya formada por el viento sobre uno de los grandes pilares de tierra compactada, protuberancias que señalan el camino del gigantesco erizo longevo. Allá abajo la adormidera se mece for-mando un prado de ondas suavísimas. Un ave cambiante alza el vuelo majestuosamente, con su irisado plumaje refulgente bajo los rayos del primer sol. Los buscadores observan todo eso y de ahí concluyen que en el prado está el agua.

El más anciano comienza a descender. Luego lo siguen todos los demás. Los aprendices Eyla y Nemu, que van de-trás, permanecen unos momentos en la cornisa, observando la belleza del vuelo del ave: el arco iris girando y deslizán-

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dose por sus plumas, reflejándose. Y, allí abajo, el agua; su pueblo la espera.

Esos recuerdos parecen ahora muy recientes: están enfoca-dos casi dolorosamente de tan reales.

Nemu y Eyla bajan tras los buscadores y se internan en el herbazal. Frondosas plantas aterciopeladas los envuelven. Ro-zan suavemente sus caras con hojas barbadas. Su calidez… es tan agradable. Esa calidez los invita a quedarse para gozar eter-namente de sus caricias, para olvidar que alguien pueda pasar hambre o sed en el desierto. Les susurra… ¿El desierto?

En el lugar al que ellas pueden enviarlos el desierto no existiría más.

Las dejan hacer.La penuria y el cansancio se disuelven con dulzura, que-

dando sólo un puñado de preguntas tontas: ¿Qué necesidad hay de que unos aprendices acompañen a

los buscadores? ¿Para qué estorbar? ¿Por qué no esperarlos allí? Los buscadores no volverán

para molestarlos. Así que los dos se duermen y dejan de sentir el leve crepitar

de la hierba de olor dulce a su alrededor. En algún momento Nemu se pone a pensar en las diferen-

cias entre un sueño y un recuerdo, y busca respuestas, mien-tras que Eyla usa toda su voluntad para tratar de despertarlo, porque el polen de la adormidera les ha llenado los pulmones, pero ella ha conseguido permanecer en pie.

Nemu está recordando cómo recordó ese recuerdo.Se marea. Hay una cosa verdadera y real en su cabeza ahora

mismo: que Eyla no le ha dado un beso. Eso lo hace llegar a la conclusión de que la Eyla que ve, tan inalcanzable, es real, y de que él necesita volver a eso, aunque duela, porque si no el po-len lo dormirá del todo y entonces dejará de haber recuerdos

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y sueños, y, desde luego, nunca nunca nunca podrá tener la oportunidad de que haya un beso.

Nemu abre los ojos.

Al principio ve lo mismo que antes: ella, cerca, susurrándole. Le sonríe a Eyla. Se siente por primera vez, durante un mo-

mento que se le hace eterno, capaz de escapar del polen. Pero debe darse prisa. Lo que les susurraba la hierba era

cierto: los buscadores de agua no volverán a por ellos si se que-dan atrapados allí.

Se levanta apoyándose en Eyla. Trata de respirar por encima de los tallos. Eso le empieza a llenar los pulmones de algo más fresco que el polen. Deben ir pronto tras los buscadores. Len-tamente se arrastran hacia donde vieron a las aves, hace tanto. Nemu se concentra sobre todo en respirar y en no mirar a Eyla más de lo necesario. Cada vez va más ligero, y se siente más ágil. El peso del polen dulce se desvanece conforme se acercan al agua.

Alcanzan a los buscadores en la orilla de un pequeño lago. Por fin siente que los recuerdos y la realidad confluyen: todo vuelve a ser claro y doloroso, como siempre. Tose. Tiene unas ganas terribles de sentarse.

El lago invita a todos a descansar, pero nadie lo puede hacer antes de la ceremonia. Las aves cambiantes observan curiosas desde el otro lado, contorsionando los largos cuellos en posturas sin sentido. El primer sol ha aparecido ya como un punto demasiado luminoso en el cielo, mientras el segun-do comienza a seguirlo de cerca formando reflejos azulados que lamen sus cabezas.

Eyla se arrodilla, la garganta tan irritada por el polen que no puede evitarlo; haciendo un cuenco con las manos se acerca el agua a la boca. Sus párpados se contraen, una mueca, cuando

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alguien le impide que pruebe el líquido: el más anciano se está metiendo en el lago. Ella deja, mirando al cielo, que sus resecos labios apenas musiten algo. Nemu desearía romper todas las tradiciones sólo para complacer ese deseo, pero está igual de débil por el polen, y sus músculos apenas lo obedecen. El an-ciano se introduce lentamente, hasta que se sumerge del todo.

Lo ven desaparecer y esperan. Saben que puede perecer en la ceremonia del agua si está envenenada, o quizás morir después entre agudos dolores. Por eso son los más mayores los que entran. Para quedarse en el lugar, señalando con su cuerpo reseco la fuente, si ésta es intocable.

El ave macho parece observar con atención las ondas que se han formado en la superficie del estanque. No es la primera vez que presencia la ceremonia del agua. Por su tamaño ha debido de migrar en varias ocasiones.

Mientras, el anciano, bajo la superficie, siente cada partí-cula del líquido acariciando su piel gruesa; lo imagina tratando de entrarle por las arrugas, buscándole rincones abiertos por el sol y los años, un paso para rellenar su sequedad. En poco tiempo percibe la ausencia de veneno, porque no es aguijón ni garra lo que le entra, sino sólo frío y apenas una presión lejana e indiferente, la del peso del lago.

Emerge bruscamente, su larga cabellera blanca pegada a la espalda, las fosas nasales expeliendo líquido como si hubiera bebido por la nariz.

—El agua es buena.Los buscadores se miran con alivio. Eyla y Nemu beben en-

tonces, con ansia.

El primer sol se ocultó hace poco. El poblado de los hijos del de-sierto es inundado por lo que queda de la luz azul, inquietante,

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del segundo, que aún brilla débilmente en el horizonte. El suelo reseco de la planicie es una celosía exagerada de costras a causa del efímero juego de sombras del segundo anochecer.

Antes de que la luz del segundo sol desaparezca del todo, la luna blanca despierta en el horizonte tras las ramas de una enelia gigante. El viento, excesivamente frío, intenta apagar las hogueras que arden a las puertas de las casas, sin conseguir más que leves parpadeos de las llamas, cariñosas quejas en el juego de los elementos.

Las cabañas exteriores apoyan sus estructuras firmemente en troncos de adrecalia secos. Los hijos del fuego no se olvidan de que quizás algún grandes colmillos ronde cerca. Las defien-den distribuyéndose entre ellas también, y aguardan impa-cientes, como todos, la llegada de los que salieron en busca de agua con el primer amanecer.

Núe, el anciano hijo del viento, observa desde su cabaña cómo el segundo sol desaparece finalmente. Comienza a enu-merar entonces las estrellas, casi inconscientemente, conforme éstas se van dibujando en la noche para, quizás, intercambiar algún tipo de mensaje con las criaturas vivientes del mundo. Si no vuelven con agua tendremos que emigrar antes de lo previsto, con el ave cambiante.

Seguramente es el único que recuerda lo que es una migración.Ya hace dos lunas blancas desde que escuchó a las niñas

ante el círculo de piedra, observando con la intensidad con la que sólo los niños observan, la hierba de Hunwo. Está volviéndo-se negra, dijo una. Si se marchita y no nos vamos, la tribu se morirá. Eso es un secreto. No puedes contárselo a nadie.

Las había vigilado durante un rato y luego una de ellas lo vio y se alejaron del círculo, asustadas. Nadie les prestó más atención. Juegos de chiquillos. Tampoco nadie presta atención a las migraciones, juegos de viejos, pero él vuelve a sentir en lo más profundo que la próxima no está lejos. Hay muchas se-

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ñales, muchos gámnedi, portadores del cambio: las aves, la in-sistente falta de agua… pero, sobre todo, el olor tan espeso del viento. Tiene que prepararse y preparar al resto de la tribu. Si no encuentran agua, adelantarán la marcha.

Justo en ese momento se oyen los primeros avisos de los vigilantes. El silbido imitando al gato de manchas de fuego cruza el poblado. Los buscadores están regresando. La tribu se olvida del frío.

Aparecen entre las cabañas: hijos del cielo cargando estó-magos de pastadores grises, rebosantes. Se alza un murmullo agradecido y aliviado.

El hijo del viento, heredero ancestral del loado Hunwo, permanece sentado con las piernas entrecruzadas. A pesar del agua que han encontrado, el frío que lo ha llenado antes no se le va. Cuántos vientres más podrán traer antes de secar esa nueva fuente. El frío lo acuchilla, aparenta la mordedura de un predador manchado cazando a su presa y abrazándole luego las entrañas para devorarla.

En otro mundo, un felino soltaba sus babas sobre los restos ensangrentados y aún humeantes de su víctima. Los colmillos amarillentos convertían los intestinos de ésta en tiras flexibles que quedaban colgando de la boca negra. Los ojos, entrecerra-dos, se desviaban distraídamente hacia algún punto indeter-minado entre los matorrales. Parecía como si no se hubiera percatado de la presencia de quien lo observaba desde su reta-guardia, sobre la cornisa de roca.

El que lo vigilaba era alto, de ojos verdes sobre rostro páli-do. Tenía la cabeza rasurada, salvo por una larga coleta que le colgaba desde la nuca. Un collar metálico dorado, incrustado de reflejos azul oscuro que parpadeaban y cambiaban como si

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una pequeña constelación hubiera sido anudada a ese cuello, contrastaba con las ropas negras bordadas con filigranas de plata que caían lacias hasta las rodillas. Las altas botas de piel mostraban signos evidentes de una reciente carrera por el bos-que. En su diestra sostenía un arco de madera lechosa que aca-baba de ser utilizado; a su espalda, un carcaj con largas flechas se movía al ritmo de su agitada respiración.

Aren exhaló una bocanada de aire para tratar de calmar a su corazón, que le golpeaba duramente las costillas; igual que sus pensamientos, que se estrellaban con fuerza contra la envoltura de su mente. Había conseguido llegar el primero y había cum-plido su propósito: una de sus flechas había acabado con la ago-nía de la muchacha altena un instante antes de ser alcanzada por las zarpas del depredador. Se obligó a presenciar el despie-ce. Se obligó a hacerlo igual que se había obligado a disparar: no por disimular ante los demás, sino con el objetivo de sentir algo distinto del cansancio. Como lo que se suponía debía haberlo llevado a matarla de antemano, es decir, la misericordia. Pero no, no sentía nada. Ni la más mínima traza. ¿Tanto tiempo había pasado desde que tener que hacer algo como aquello le había repugnado hasta el punto de provocarle el vómito?

Tras él comenzaron a oírse las voces uremas. Una coreaba el nombre de Levrad, el entrenador del animal. Otra reía. El es-tómago se le revolvió, pero no lo suficiente y no por el motivo correcto. Cerró la mente con fuerza, como un esfínter: quería a sus pensamientos completamente aislados. Aunque los colla-res no permitieran leer desde tan lejos. Por si acaso.

El primero que llegó no fue un uremo, sino Hso, uno de sus propios altenos. El baile de las diminutas luces del collar de Hso lo delató a cierta distancia. No había problema con él, por su-puesto, pero Aren no relajó sus barreras mentales. Cuando apa-reció los dos collares parpadearon al unísono durante un instan-te. El alteno terminaba de trepar torpemente el risco más alto.

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Examinó los pensamientos de Hso con más hastío aún que la escena de caza. Estaba entretejiendo una disculpa ya conoci-da: no era el responsable de que su cuerpo hubiera nacido con esa molesta joroba y con la pierna izquierda apreciablemente más corta que su gemela. Vio la protesta formándose, de forma absolutamente transparente para él, justo antes de convertirse en palabras.

—¡Hso Hella! —gritó para impedirlo, incluyendo el nombre de su madre; una humillación viniendo de una raza que des-preciaba y ocultaba a sus propias mujeres—. ¡Lento como un gusano devorador de desperdicios!

—Señor, no puedo ir tan rápido como vos merecéis.Aren no tenía ánimos para malgastar mucha más saliva. La

rabia que había sentido por su vacío emocional momentos an-tes iba a escapar a demasiada velocidad, con demasiada fuerza, y hacia el destino equivocado. Apretó los labios.

—Baja y recoge a la bestia. Debemos volver.Los demás aún no habían aparecido. Se debían haber reza-

gado más de lo que había supuesto. El bosque amplificaba los sonidos. Bien. No deseaba compartir el éxito de aquella caza. Ni, de hecho, hablar con nadie más. Si lo hacía se confirmarían segu-ramente sus sospechas: que había enfermado tanto como ellos.

Hso bajó la vista justo antes del inicio de una nueva repri-menda y comenzó a descender por el otro lado de la roca. Las piedras se encontraban resbaladizas por el rocío y los líquenes, pero el alteno consiguió no caerse hasta llegar abajo. El terrible animal volvió la cabeza para olisquearlo. Al no detectar peli-gro, o quizás por estar ya apreciablemente saciado, lo ignoró.

Hacía calor en aquel bosque, provocado por la densa capa vegetal. Aren olisqueó instintivamente, buscando algún indi-cio de la hierma o de su polen. No hubo éxito: el bosque era seguro. La única muerte que flotaba en el aire era la que había sufrido la altena rebelde al internarse allí sólo para caer atra-

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vesada por una flecha color de hueso y ser luego despiezada por las afiladas zarpas de siete uñas del depredador.

Parecían haber pasado días desde que se oyera el rugido, seguido de tanto silencio.

El animal se levantó finalmente, harto y ronroneando. Se volvió hacia Hso, dejándose acariciar bajo la oreja. Luego si-guió dócilmente al alteno mientras éste buscaba un camino de regreso entre la arboleda. No, los animales no se alteraban cuando se les acercaba una mente tan inocentemente abierta como la de Hso.

Los observó desaparecer en la espesura, esperó un poco, y luego comenzó a descender también. La frustración de aquella tarde seguía nutriéndose de todo lo que encontraba, incluyen-do musgos demasiado tiernos y resbaladizos, humedad sucia que le manchaba las manos, babas de gusanos…

Tras los helechos encontró a su séquito. Apartado a un lado, Hso llevaba a cabo el proceso de distracción con el im-ponente ejemplar. Aren subió al carro rápidamente, pues su cierre mental voluntario sí era un problema con animales tan grandes. Una vez seguro, los porteadores lo levantaron y la co-mitiva partió.

—No regreses tarde —le ordenó a Hso antes de desapare-cer, y se sumió enteramente en sus pensamientos negros, in-dispuesto para cualquier roce con el mundo exterior durante un buen rato más.

El anochecer ya comenzaba a extender su mano cuando el carro y su comitiva llegaron a los límites exteriores de la ciudad. Tras constatar que los vigías de las atalayas los obser-vaban, Aren abrió sus pensamientos, más calmados. Instantes después una cadena de ellos reverberó de collar en collar per-diéndose hacia el interior:

Omte Aren va a entrar en el Círculo Muralla. Presencia de animal peligroso. Animal peligroso. Abandonad el Círculo Muralla.

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Todos los altenos habían vuelto a sus domos antes del ano-checer con el toque de queda. Sólo los grupos guardianes vigi-laban la zona.

En el interior del carro que se internaba por las calle-juelas, Aren ya no recordaba a la altena: había pasado de aquello a lamentarse de tener que ocuparse de los asuntos del día siguiente, las cosas de la ciudad. Pero no por eso, de nuevo, sino por estar obligado a mostrar que le importaban. Resultaría especialmente inapropiado que precisamente a él dejaran de preocuparle, ya que el castillo de arena vitrifica-da que se alzaba en el centro de la ciudad y, por extensión, todos los círculos y lo que contenían, le pertenecían. En to-dos los sentidos.

Tras dejar al animal en las jaulas del castillo, Hso se marchó a su domo. Se apresuró: no había casi nadie ya y no era seguro para un alteno caminar solo tan tarde por las calles de Aldia, aunque fuera uno de los sirvientes personales de omte Aren. Los peligros que lo podían amenazar en tan corto trayecto eran muchos, y, aunque intentó evitar pensar en ellos concentrán-dose en la familia que lo esperaba, no lo consiguió por mucho tiempo: pronto se juntaron todos dentro de su cansada cabeza. Altenos de pillaje que nunca eran controlados totalmente por la guardia de la ciudad (a propósito). Uremos con ganas de di-vertirse (¿realmente a omte Aren le importaría que uno de sus sier-vos personales fuera eliminado?, se lamentó). Ser confundido con un miembro de la Hermandad…

Para cualquier alteno, la ciudad era su prisión. No, para un alteno, el mundo era la prisión. Porque fue-

ra de la ciudad estaba la hierma, y el trabajo muchas veces mortal en los caminos.

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Apresuró el paso todavía más, soportando lo mejor posible su cuerpo deforme, que se tambaleaba sin su permiso.

Decían que en realidad sólo había un alteno que vivía bien: el escogido como éctor para criar a los niños uremos en la ciu-dad nido de Aldia. Pero incluso el éctor tenía prohibido salir de su aislada residencia.

Cruzó al fin la puerta de su domo, sudoroso y con el corazón latiéndole fuerte. Aquél era el único antídoto efectivo contra los miedos: su mujer y sus hijos. El mayor, Emiah, exactamente al contrario que él, era más alto y apuesto cada día que pasaba. Y demasiado pensativo. Pronto habrían de tener una charla.

No sería aquella noche: estaba completamente exhausto. Cenaron y se fueron a dormir pronto.

Emiah casi nunca decía lo que pensaba. Quizás porque su padre servía al uremo más poderoso que conocía: omte Aren, el señor de Aldia. Eso le daba algunos privilegios, si se podía llamar así a no tener que dedicarse a cuidar de la hierma en los caminos, sino a quitar el polvo de los suelos del castillo o las malas hier-bas de los cultivos en los huertos junto a las murallas del norte, o sacar agua de los pozos para abastecer las cisternas donde se bañaban los amos.

Sus amigos no tenían tanta suerte. Henda, por ejemplo, lle-vaba ya varios días tosiendo de una manera muy fea. Se le ten-saban tanto los músculos del cuello que la sujeción de su collar se ponía roja, e incluso asomaba una gota de sangre. Llevaba cuidando de la hierma desde los siete años.

Su amiga Ahn había desaparecido un día y nadie había vuelto a saber de ella. Como muchas de las jóvenes altenas más hermosas de la ciudad. Era costumbre. Pero todavía se le enco-gía el estómago al pensar en Ahn.

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El pequeño Bume, hermano de Leogade, había desapareci-do también, aunque no era chica, ni posiblemente le hubiera gustado a nadie nunca. Habían dejado de verlo justo después de que le comunicaran que tenía que ir a la hierma.

Ni los padres de Henda, ni los de Ahn, ni los de Bume habían mostrado tristeza, ni disgusto alguno, ni nada en especial en sus rostros y su forma de hablar, por esas cosas.

Emiah disponía de muchas historias que le quitaban las ganas de hablar. Por eso fue el último en caer en brazos del sueño aquella noche que su padre había vuelto de la cacería con los uremos.

Cuando lo logró, tuvo una pesadilla.En el aire seco y vibrante de Aldia una criatura empluma-

da con todos los colores del arco iris se elevaba sobre él ba-tiendo sus poderosas alas, de manera que provocaba corrien-tes de calor que lo golpeaban brutalmente. Los ojos negros lo observaban a la par que ascendía majestuosamente. Emiah sólo podía hacer una cosa mientras el aire lo zarandeaba: mi-rarlos como si en ello le fuera la vida. Hasta que resultó ser demasiado tarde: las garras gigantescas lo habían aprisionado y le impedían respirar. Vio entonces el suelo resquebrajado bajo él, a cierta distancia, azotado por remolinos de arena y guijarros que aparecían para no dejar rastro tras instantes de tiempo elásticos, interminables.

Fue ése el momento en el que el gran pájaro le habló:Debes evitar la hierma. Es la Ley del Mundo. Inquebrantable.

Eterna. Indiscutiblemente cierta y verdadera. ¿No sientes dolor? Y entonces las garras apretaron aún más su cuerpo, sus

costillas se entrelazaron y ni siquiera pudo expulsar el aire que quemaba sus pulmones. El ave se reía de él maliciosa-mente. Emiah se sentía incapaz como nunca en la vida real se había sentido, como si lo obligaran a respirar cerca de la hierma, como a sus amigos. Se asfixiaba. El pecho le dolía

Page 21: New Al sur y al este, porción septentrional de los Páramos. · 2017. 7. 16. · El olor de la hierba es dulce. Está por todas partes. Se hace ... cuidadas. Y los ojos… Los ojos

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horriblemente. Y, lo peor: todo eso amenazaba con durar una eternidad.

En cierto momento pudo comprender que lo que necesita-ba para escapar de aquella pesadilla era, simplemente

Gritar. Emiah gritó al mismo tiempo que se despertaba en su tabla

de dormir. Con el pelo azabache pegado al rostro y la ropa ad-herida al cuerpo por el sudor, se obligó a inhalar rítmicamente aire, despacio. No supo en qué reino se había oído su grito: si en el gris universo de la realidad o en el intenso y absurdo de las pesadillas. Una sombra cruzó fugaz por la ventana del domo proyectándose sinuosa sobre las sábanas. Por un momento cre-yó que era el gran pájaro, que había conseguido escapar del sueño tras él. Con el corazón aún palpitando ruidosamente se incorporó y se asomó al ventanuco. Lo atravesaba un ancho haz de luz plateada.

Afuera no había nadie. Sólo podía escuchar el repetitivo canto de un grillo cerca de los otros domos de su zona. La no-che era clara. Distinguía perfectamente las atalayas vigía de Al-dia, alzándose hacia la luna como colmillos de una gran bestia que yaciera enterrada.

Un insecto caminó por el marco de fuera de la ventana, que estaba a la altura del exterior. Otro mayor, una libélula oro, aterrizó sobre él y lo devoró con parsimonia. No había ni una mota de sangre sobre la coraza dorada de la libélula cuando ésta terminó su banquete.

El mundo era básicamente cruel. Emiah apartó la mira-da cuando se percató de que en el fondo, con todo lo dife-rentes que eran, acababa de tener un pensamiento típico de su padre.