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Mujeres de sonrisas turcas Las conocí en Estambul, durante el verano en la ciudad de los tres imperios, en 2014. Las que viven y crecieron allí aún tienen arraigada la tradición conservadora islam de cubrirse con un velo la cabeza. De vez en cuando y en pequeños descuido dejan asomar su melena fuera de éste, y se logra ver un festín de variedad de hebras: algunos rizados, otros dorados; los hay en negro, en liso, o nevados, pero todas con el visible orgullo de ser mujeres turcas que saben sonreír. Ir armada con una cámara bastante grande pudo parecer un inconveniente para acercarme a ellas discretamente y conseguir que sonrieran, pero fue justo ese detalle el que me abrió las puertas para recibir y capturar las más sinceras y desinteresadas sonrisas. Esa es la magia de la intimidad femenina. Bien recuerdo una tarde que me sucedió lo que llamo La maravilla del Ramadán. Durante ésta celebración, se concentra una cantidad exacerbada de fieles que se dan cita en la ciudad bicontinental para adorar a su dios en las mezquitas favoritas del mundo. Dentro de éstas se dividen las zonas de culto: una para hombres y otra para mujeres. Al ver un ramillete de místicas y entregadas mujeres que oraban descalzas, pero vistiendo con perfecto recato, me aproximé a la entrada de la zona que preferí no cruzar para no ser un estorbo de su individual júbilo. Contemplé por varios minutos a una mujer que se veía inquieta con mi presencia. Constantemente volteaba su vista hacia mí y la dirigía específicamente a mi cámara. No había expresión alguna en su rostro, lo que impedía que me enterara si la incomodaba o no mi presencia allí. Me mantuve al margen evadiendo su mirada, pero manteniéndola firme si de repente chocaban. Al terminar su oración, casi en perfecta sincronía se pusieron de pie y caminaron ordenadamente hacia la salida de su área, puntualmente donde yo estaba sentada con mi cámara en pausa para no perder pormenor de su ceremonia. El desfile de mujeres comenzó ininterrumpidamente ante mí, casi logrando intimidarme, entonces me levanté para no entorpecer su andar. -¿Para qué son esas fotos? ¿Alguien te mandó?-, escuché una voz despreocupada y desinteresada, con un inglés poco claro -Nadie. Estamos trabajando un proyecto en la ciudad. Pero estas fotos son para mí- -Vale- me dijo en español-, ¿Habías estado aquí antes?- volvió a decirme en su complejo inglés. -No, esta es la primera vez.

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Mujeres de sonrisas turcas

Las conocí en Estambul, durante el verano en la ciudad de los tres imperios, en 2014.Las que viven y crecieron allí aún tienen arraigada la tradición conservadora islam decubrirse con un velo la cabeza. De vez en cuando y en pequeños descuido dejan asomarsu melena fuera de éste, y se logra ver un festín de variedad de hebras: algunos rizados,otros dorados; los hay en negro, en liso, o nevados, pero todas con el visible orgullo deser mujeres turcas que saben sonreír.Ir armada con una cámara bastante grande pudo parecer un inconveniente paraacercarme a ellas discretamente y conseguir que sonrieran, pero fue justo ese detalle elque me abrió las puertas para recibir y capturar las más sinceras y desinteresadassonrisas. Esa es la magia de la intimidad femenina. Bien recuerdo una tarde que me sucedió lo que llamo La maravilla del Ramadán. Duranteésta celebración, se concentra una cantidad exacerbada de fieles que se dan cita en laciudad bicontinental para adorar a su dios en las mezquitas favoritas del mundo. Dentrode éstas se dividen las zonas de culto: una para hombres y otra para mujeres. Al ver unramillete de místicas y entregadas mujeres que oraban descalzas, pero vistiendo conperfecto recato, me aproximé a la entrada de la zona que preferí no cruzar para no ser unestorbo de su individual júbilo. Contemplé por varios minutos a una mujer que se veía inquieta con mi presencia.Constantemente volteaba su vista hacia mí y la dirigía específicamente a mi cámara. Nohabía expresión alguna en su rostro, lo que impedía que me enterara si la incomodaba ono mi presencia allí. Me mantuve al margen evadiendo su mirada, pero manteniéndolafirme si de repente chocaban. Al terminar su oración, casi en perfecta sincronía se pusieron de pie y caminaronordenadamente hacia la salida de su área, puntualmente donde yo estaba sentada conmi cámara en pausa para no perder pormenor de su ceremonia. El desfile de mujerescomenzó ininterrumpidamente ante mí, casi logrando intimidarme, entonces me levantépara no entorpecer su andar.

-¿Para qué son esas fotos? ¿Alguien te mandó?-, escuché una voz despreocupaday desinteresada, con un inglés poco claro -Nadie. Estamos trabajando un proyecto en la ciudad. Pero estas fotos son para mí--Vale- me dijo en español-, ¿Habías estado aquí antes?- volvió a decirme en sucomplejo inglés. -No, esta es la primera vez.

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- ¡Oh! Bienvenida a nuestras fiestas y feliz Ramadán.Y antes de avanzar su camino con sus pequeños hijos dándoles la mano, me agradeciópor detenerme a observarlas y me dio una cálido y sincera sonrisa acompañada de unsorpresivo abrazo que sólo duró por unos segundos, suficientes para regalarme unaexperiencia que me alegró el resto de la tarde y, seguramente, de la vida.Ella y todas las mujeres turcas me enseñaron que la belleza incluye movimientos,seguridad y un poco de pudor. Que perfectamente podemos ser dignas de radiar luz auncuando estemos cubran de manos, pies, y rostro; aun cuando nuestros atuendos intentendisimular nuestra femineidad. Porque también en actitud y gratitud habla nuestraesencia. Porque derribamos los estereotipos de que las mujeres somos enemigasencubiertas, cuando nos volvemos confidentes y paños de lágrimas sin ningún interésoculto. Sus sonrisas me dieron luz. Recibir ese calor apapachador a través de sus rostrosparcialmente ocultos, me hicieron redescubrir el secreto de la camaradería femenina,porque no necesitamos hablar la misma lengua, entre nosotras las sonrisas son el idiomauniversal, el que usaban las mismísimas diosas.

Loli Cuevas