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Jorge Maniaces Los años de hierro Roberto Zapata Rodríguez

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Jorge Maniaces Los años de hierro

Roberto Zapata Rodríguez

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Los años de hierro

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Mi señor Gudelio

Tu hombre Demetrio llegó a esta santa casa para recoger a tus

hijos. Se van como frutos maduros para la cosecha. Durante el

tiempo que han permanecido en Santa Ana nos hemos esforzado

por hacerlos jóvenes temerosos de Dios, aplicados en las artes y

saberes de los hombres y dignos en comportamiento y conducta del

ejemplo de su honorable padre, que tanta caridad ha demostrado

con nuestra institución. Tu hijo José, en el año que ha permanecido

entre nosotros ha mostrado las más hermosas promesas que para

un primogénito pueden desearse, aunque la brevedad de su

estancia en esta casa no le ha permitido completar sus estudios.

José ha manifestado su deseo servir al sagrado basileo. El oficio

de las armas parece el más adecuado para su naturaleza.

Su hermano Jorge muestra mayor capacidad para el estudio y la

lectura. Es un estudiante adelantado a su edad no solo por el

tamaño y el vigor de su cuerpo. Sus aptitudes le permitirían entrar

en el servicio divino con gran ventaja aunque el niño se ha

mostrado frío cuando le hemos animado en ese camino. Es

obstinado y en ocasiones muestra un carácter difícil.

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La temprana muerte de su madre, la querida señora Eufrosina, por

la que seguimos orando en nuestro retiro, le ha convertido en un

muchacho maduro antes de su hora.

De acuerdo con tus instrucciones recibimos al pequeño Teofilacto,

que será instruído como sus hermanos. Nuestra congregación te

agradece una vez más la donación entregada por tu enviado. Será

dedicada, como las anteriores, al refresco y mantenimiento de los

hermanos de este monasterio, así como a los oficios perpetuos en

memoria de tu esposa, nuestra añorada benefactora.

Que la bendición de la Teotoco y de Santa Ana te acompañen.

Tu hermano en Cristo

Teopempto, higúmeno

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Libro I

Flabianas

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I

El primer hombre

En el thema de Carsiano. Otoño de 6520 (1012 d.C.)

“¡Yorgui, Yorgui, ven aquí!, ¡no voy a esperar más!”.

El muchacho hizo girar su caballo y miró hacia atras sin saber qué hacer. Su

hermano estaba acuclillado al lado del bulto ensangrentado. Los demás se

alejaban a buen paso sin prestar atención a los rezagados y eso le puso nervioso.

Miró hacia la ladera con inquietud. Podía haber más bandidos ocultos en el

desfiladero.

Pero la curiosidad pudo más. Padre estaba demasiado cerca para que alguno se

atreviera a bajar ahora. Si se daban prisa se reunirían pronto con el resto. Espoleó

el caballo en dirección a la entrada del desfiladero. Parecía que habían pasado por

allí mucho tiempo atrás y sin embargo todo el asunto había sido breve. Los

hombres del señor Gudelio habían hecho su trabajo con la misma indiferencia con

que se le corta el cuello a una gallina. A eso todavía no estaba acostumbrado.

Mientras se acercaba a su hermano podía reconocer su mirada impaciente y algo

parecido al desprecio.

No me respeta, pensó el niño.

-¿Vive todavía? –Intentó que su voz pareciese serena.

Su intento no confundió a su hermano. Éste soltó un bufido. “No le queda mucho,

lo juro por mi cabeza ¿Por qué tardaste tanto?”.

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Tartamudeó sin poderlo evitar. José le ponía nervioso y a veces era incapaz de

ocultarlo.

-Padre se va y no quería quedar atrás.

El muchacho mayor resopló de nuevo como si oirlo confirmase sus sospechas.

-¿Crees que padre va a decirnos si tenemos que mear o no? –siseó las palabras

lentamente, con veneno –aprende a decidir como un hombre o viste de negro,

media mujer. Si un búlgaro se presenta ante ti no durarás mucho si lo único que

haces es esperar.

Sintió el rubor en la cara. Era injusto que le acusase cuando solo era prudente.

-No soy un cobarde, José y tú no hables tan alto. Todavía no has tenido a tu

primer hombre tampoco.

El mayor sonrió con malicia. “No falta mucho. Ahora calla y observa a la señora

muerte de cerca”.

Señaló con el mentón en dirección al hombre tendido. El bandolero era joven

todavía, con el primer vello en su cara. Yacía en el suelo con las manos en el

vientre, intentando contener la salida de las vísceras. El corte lo había abierto

como un puerco. La sangre se filtraba entre sus dedos sin poder evitar que la vida

se escapase en cada latido. Una herida en un lado de la cabeza le hacía parecer

deforme. El cráneo estaba hinchado, fracturado con seguridad. Un golpe de maza

puede hacer eso.

José se inclinó hacia el herido. Lo contempló con interés durante unos instantes,

escuchando con seriedad sus gemidos, como si se compadeciese de su agonía.

Tanteó con un dedo la herida. El hombre se quejó más alto, diciendo algo

incoherente.

José apretó más. El dedo penetró en la carne hinchada. Algo viscoso rebosó por

los bordes de la herida. El hombre chillo desgarradoramente y se agitó, intentando

escapar del dolor en su insconsciencia.

José siguió apretando. Respiraba pesadamente, con toda su atención puesta en la

tarea. Cuando se consideró satisfecho, retiró la mano y contempló los restos en sus

dedos. El niño pensó que parecía desear introducirlos en la boca para probar el

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sabor de la muerte. José desechó esa ocurrencia si la había tenido y le miró con

frialdad.

-Mira con atención –señaló la herida –Ahí le alcanzó padre. ¿Ves la línea del

corte? Es mortal. Si golpeas así no temas que te acuchillen por la espalda o le

corten los tendones a tu caballo.

Jorge no contestó. Estaba fascinado por la visión de la muerte inminente. Parecía

algo irreal. Solo unos momentos antes los tres bandidos habían atacado. Querían

golpear al último hombre y provocar una estampida en el desfiladero. Con suerte

habrían podido llevarse una o dos mulas.

Eran pocos para enfrentarse a un séquito armado como éste. En días así tenían que

picar como tábanos y retirarse con lo que pudieran arrancar confiando en que los

viajeros no se atreverían a seguirlos por el monte.

Mala fortuna para ellos que uno de los criados los vio bajar. Silbó a los otros sin

descomponerse mientras descolgaba el arco. Un tiro afortunado acertó en el

hombro al que iba delante y lo hizo caer rodando entre las piedras. El segundo fue

abatido por el jinete que cabalgaba en cabeza. Se había vuelto con agilidad al ver

lo que ocurría y cayó sobre él mientras intentaba tirar desesperadamente de una

mula para sacarla del camino. El tercer ladrón al ver la suerte de sus compañeros

escapó por su vida gateando por la ladera. Después solo quedó la tarea de

matarifes para los criados. Agarraron al hombre aturdido y lo degollaron como a

una oveja. Lo arrojaron a un lado para que se desangrara y se dirigieron hacia su

compañero.

El jinete levantó la mano. “Haced esperar a los cuervos”.

El hombre se retorcía en el suelo. Uno de los criados llegó hasta él y le abrió el

vientre con el cuchillo. Suficiente para abrir sus tripas pero no para acabar con sus

sufrimientos. El señor ya se había dado la vuelta sin dirigir una mirada más,

olvidado todo lo que había pasado.

Y después los muchachos se habían quedado atrás.

Le despertó de sus pensamientos la voz de su hermano. José estaba impaciente.

-Nos estamos retrasando. Vamos a acabar con él.

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Mientras lo decía rebuscó en su cinturón hasta encontrar un cuchillo pequeño, de

los que se usan para comer.

El niño lo miró sorprendido.

-¿Vas a matarlo así?

Su hermano le apuntó con el dedo. Todavía estaba cubierto con la inmundicia que

había escarbado en la herida. La visión le provocó náuseas.

-¿No te apetece tener a tu primer hombre? –le dijo con la mirada torcida.

Su hermano en estos días no parecía tener nunca buena disposición hacia él. En

Santa Ana se había comportado mejor, pero ahora sentía que lo odiaba cada vez

más.

-El oficio de carnicero no es propio de un guerrero –contestó para mantener la

dignidad.

José rió entre dientes. “Supongo que así se disculpan los cobardes. Aparta y no me

molestes más”.

Jorge se hizo a un lado luchando consigo mismo. Quería que su hermano

entendiese que no había honor en lo que iba a hacer. No en acabar con el hombre,

que estaba condenado, sino en el placer que parecía experimentar José como

dispensador de su muerte. Había algo en ello repelente y atractivo a la vez y su

hermano parecía saborearlo. Tener poder de vida y muerte sobre alguien no era

algo que hubiese aprendido en Santa Ana. Ahora era otro más de los cambios en

su vida.

José estaba ajeno a cualquier otra preocupación. Estudió con interés el rostro del

herido buscando el punto donde infligir el golpe de gracia. Jorge se sintió

incómodo por la morosidad de su hermano.

-Acaba de una vez con este desgraciado.

José no separó los ojos del herido al contestar. “Espera, ésta es una oportunidad

para mejorar mis habilidades. Deseo hacerlo bien”.

Jorge hizo un último intento. “No es una gallina como las que matábamos en

Santa Ana. ¿No sientes nada?”.

-Calla, necio –gruñó José empujándolo hacia atrás con rabia.

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Se quedó sentado mientras veía a su hermano colocar con cuidado el cuchillo.

José esperó un momento. Respiraba con agitación mientras se pasaba la lengua

por los labios. Con un último resoplido empujó hacia abajo ayudándose con las

dos manos.

El hombre emitió algunos sonidos ahogados. Su cuerpo se convulsionó

violentamente durante unos momentos. Después se quedó inmóvil mientras la

sangre seguía saliendo a borbotones. José extrajo el cuchillo y lo limpió en los

restos del manto. Se irguió y miró a su hermano con nuevo vigor.

-Está hecho, regresamos con padre –la orden no tenía discusión y Jorge no

deseaba permanecer más tiempo allí.

Mientras ponían los caballos a un trote relajado sintió una extraña sensación en el

estómago. La primera experiencia en combate había sido fugaz y extraña. Algo

muy distinto a lo que siempre había soñado. En Santa Ana hablar de la guerra no

era bien visto, pero nadie podía ordenar en sus pensamientos cuando estaba solo.

Siempre había pensado en ella tal y como cantan los poemas que había leído

durante el tiempo de estudio.

La guerra es algo solemne, la ocasión en que los hombres de honor se encuentran

para decidir cuál merece la mayor distinción. Los guerreros luchan por el

emperador y rechazan a los sarracenos y a los búlgaros y vuelven a casa entre el

sonido de los tambores, con sus armaduras brillando al sol. No había suciedad ni

miseria en esos sueños. Los soldados y los caballeros morían cumpliendo con su

deber de proteger la Romania pero nunca en medio de un charco de sangre y

excrementos, con los sesos esparcidos en el suelo.

Ahora en cambio solo podía oir una y otra vez el sonido de la maza golpeando en

la cabeza del bandido. La indiferencia con la que su padre lo había despachado,

con la facilidad de aquello que se hace sin darle mayor importancia, le había

impresionado más que cualquier otra cosa.

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Los caballos alcanzaron la parte de atrás del grupo. Uno de los hombres les

sonrió.

-¿Os habéis quedado con sus orejas? Es un buen recuerdo.

José le miró con irritación. “No se me ocurrió”.

El otro no pareció prestar atención. Se volvió en la silla y siguió hablando. “El

mío fue un búlgaro, cerca de Dorostolon, cuando estaba con Teodorocano el

mayor. Las tuve conmigo hasta que se ennegrecieron y luego se las eché a los

perros.”

-¿Para qué sirve entonces un trofeo tan miserable? –preguntó José.

-Me lo enseñó un hombre del oikos de Liparites el ibero. Ese hombre era muy

hábil en el arte.

Jorge le miró con incredulidad. “¿Entre qué bárbaros se considera eso digno de

elogio?”

El hombre no parecía molesto en absoluto por su impertinencia. “Entre los iberos

es señal de hombría, joven señor. Son maestros del cuchillo y el lazo y con mucha

memoria para las afrentas. Nada es más placentero para ellos que conservar el

trofeo de un enemigo vencido. Salen de entre las piernas de sus madres dando

cuchilladas. Les llamas bárbaros. Puede que lo sean, pero prefiero que cabalguen a

mi lado y no tenerlos enfrente.”

“¿Orejas?”, repitió como un eco José con un gesto de repugnancia. “Eso no es

adorno para un romano. Un guerrero debe tener oro en sus brazos y un collar de

plata en el pecho”.

-Sí, joven señor –sonrió el hombre.

Parecía haber escuchado esas palabras antes y por algún motivo ese pensamiento

le causaba diversión.

-El oro y la plata te darán fama, honor y mujeres si las quieres tomar, pero

encontrarás muchos otros que desean lo mismo. Prepárate para agarrarlos con

uñas y dientes porque solo llegarán con sangre y esfuerzo.

José resopló despectivamente sin dignarse contestar.

En aquel momento se oyó una voz seca desde la cabeza. El señor Gudelio se

impacientaba.

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-¡Basta de palabras sin sentido!

El escudero se puso rígido sobre la silla y calló.

-Hay que recuperar tiempo para llegar a Tabia antes de la noche. José y Jorge,

arread vuestros caballos o por la cabeza de Cristo que os haré probar la fusta. Tú,

Miguel, calla o te envío de vuelta a Barzulon con la cabeza enterrada en el culo.

Cuando necesite tus servicios como pedagogo te lo haré saber. Ahora ocúpate de

la aguada y llévate a Juanicio y Esteban contigo. Explora bien el camino. No

quiero más sorpresas por hoy.

Y con eso volvió a cabalgar en el silencio sombrío que era habitual en él desde el

comienzo del viaje.

La expedición siguió su camino sin incidencias mientras la tarde se ponía sobre

las montañas. Era noche cerrada cuando llegaron a las inmediaciones del kastron

de Tabia. Los centinelas se mostraron muy remisos. Fue necesario un intercambio

de gritos muy acalorado para convencerlos de que debían abrir las puertas a esas

horas de la noche.

El grupo se alojó en una de las posadas más cercanas a la entrada. Después de

atender a los animales y preparar una ligera cena de pan, queso y carne fría de

cabra acompañada de vino aguado el posadero acompañó al señor a una de las

habitaciones en el piso superior. El resto extendió sus mantas en el patio, cerca de

las caballerizas, aprovechando que la noche todavía no era demasiado fría.

Jorge se quedó mirando al cielo sin dormir a pesar del cansancio y las emociones

del día. Cada noche, cuando se tumbaba bajo las mantas, sentía ahogo y añoranza

por Santa Ana, lo más parecido a un hogar que había conocido.

Era una buena vida, pensó suspirando.

Desde la manta vecina José interrumpió sus pensamientos. “¿Puedes dejar de

hacer ruidos? Quiero dormir”.

Jorge no contestó inmediatamente, todavía sumido en sus añoranzas.

-Echo de menos a mi madre –dijo simplemente.

Por una vez José fue considerado y cambió el tono de su voz.

-Era del país de Tayk, ¿no? –dijo con algo más de calidez.

Suspiró otra vez. “No. Siunia”.

Sabía que no podía tomar muy en serio los intentos de su hermano.

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-Hace seis años que murió y apenas la recuerdo.

-Yo tampoco recuerdo a la mía –contestó José con voz inexpresiva –Creo que

murió cuando tenía cuatro años. Sé que era de los Agalianos, pero no conozco a

ninguno. Miraron a padre como un apestado después de caer en desgracia en Siria.

No era habitual que su hermano se mostrase tan locuaz. Hablaba muy poco de su

madre, que había sido la primera esposa de padre. Jorge se sintió interesado por la

novedad.

-¿Qué pasó en Siria? No recuerdo que me lo hayas contado antes –preguntó para

olvidar por un momento sus penas. Además padre nunca se dignaba en hablar con

él de esos asuntos.

José respondió aburrido mientras cambiaba de posición. “No sabes muchas cosas,

idiota. Eres el último en la familia si descontamos a Teo. Te toca obedecer y

callar, especialmente ante mí”.

Jorge no se dio por vencido. “Cuéntame algo de eso, por favor. Sabes que padre

apenas habla, sobre todo conmigo”.

Su hermano se resistió al principio, pero ante la insistencia y la amenaza de perder

más tiempo de sueño se rindió con exasperación.

-Eres tozudo como una mula. Poco puedo contar, porque no estuve allí para verlo

con mis ojos ni es algo que se habla en la familia. Y no creo que Miguel o los

otros abran la boca porque padre salió mal parado. Sé que sirvió en Siria hace

unos años.

-¿En Siria? –dijo Jorge con excitación - ¿Luchó contra los sarracenos?

-Creo que estaba en Antioquía del Orontes con el duque Dalaseno, que era un

hombre muy importante. El duque era el señor de la frontera y salió en varias

expediciones contra los egipcios. No sé mucho más. Hubo una batalla cerca de

Apamea y fue un desastre. El emperador tuvo que volver de Bulgaria a toda prisa

para salvar Antioquía y los que servían con el duque fueron castigados por la

derrota. No creo que padre fuese cobarde, eso me parece imposible en él, pero

debió tener mala suerte o le tocó mandar tropas mediocres, porque fue castigado y

apartado del servicio. Lo recuerdo porque entonces todavía vivía mi madre y él

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vino a casa. Mi madre estaba triste todo el tiempo y poco después murió. Entonces

padre me llevó a Gangra, al convento de San Lázaro.

Se interrumpió durante un instante inmerso en esos recuerdos. Jorge estaba

fascinado. No recordaba haber oído tantas palabras en la boca de su hermano

desde que lo había conocido en Santa Ana.

José siguió hablando hablando en voz baja, casi para sí. “¡Qué pudridero! Estaba

deseando escapar de allí. El tiempo se hizo insoportable hasta que Miguel

apareció y me llevó a Colonia. Padre estaba allí esperando el perdón del

emperador. Los mejores años de mi vida, puedes creerme”.

Incluso en la oscuridad podía reconocer que su hermano estaba sonriendo. “Nos

pasábamos todo el día a caballo, practicando formaciones y el manejo de las

armas. Allí conocí a guerreros de verdad, de los que estuvieron en la guerra contra

los búlgaros con el magistros Uranos, nada menos. ¿Has oído hablar de él?”

Jorge negó con la cabeza. Su hermano asintió comprensivo. “Me habría

extrañado. Era un gran hombre aunque en Santa Ana no te hablasen de él. En

Colonia todavía quedaban veteranos que lucharon contra Esclero, ¿no es

increíble?”

Jorge no sabía qué decir. Las noticias del mundo llegaban a Santa Ana con mucho

retraso. El higúmeno Teopempto y el resto de los monjes no parecían muy

interesados por las guerras del emperador y veían con desagrado que sus pupilos

mostrasen gusto por asuntos que no concernían a Santa Ana. A pesar de eso algún

eco llegaba de vez en cuando. Jorge había llegado a oir algún rumor sobre la

guerra civil que había desgarrado la Romania durante muchos años. Entre

susurros había oído el nombre de ese Esclero, que debía ser un demonio por lo

menos, pero tenía que confesar que no sabía mucho más del asunto.

José no pareció muy preocupado por su ignorancia. “Luego todo acabó de repente.

El año pasado padre me envió a tu monasterio ¡y gracias sean dadas a la Teotoco

que hemos podido salir de allí! Esos buenos hermanos querían convertirme en uno

de ellos y aplastarme con el peso de sus libros. No he nacido para pudrirme entre

cuatro paredes. No soy como tú”, dijo moviendo con decisión la cabeza. “Esa vara

está medida para tí, que eres medio monje en tu corazón. Quizá cuando sea

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anciano y esté colmado de gloria y tierras me retire a un convento. A uno

construído por mí, en donde los monjes me llamen señor”.

Se interrumpió de repente con aire malicioso. “Puede que te complazca saber lo

que hablaban de ti los hombres el otro día”.

Jorge le miró extrañado.

-¿Qué tienen que decir de mí?

José le miró con seriedad durante un momento y después bajó la voz todavía más.

-Debes saber que padre tiene intención de castrarte y hacerte entrar en el servicio

civil. La familia necesita todos los apoyos que pueda ganar en la Ciudad. Tú sabes

leer y escribir bien. Como eunuco y con tu formación seguro que nos puedes ser

útil si entras a servir en palacio.

Jorge le interrumpió con voz espantada “¡No, no quiero ser castrado! ¡Me

escaparé!”.

José continuó implacablemente sin dejarse ablandar por su angustia. “No puedes

hacer eso. Si padre ordena que corten tu virilidad deberás obedecer como buen

hijo y poner tu palito en el tajo con una sonrisa”, dijo riendo.

Comprendió que se estaba burlando de él. Se recostó otra vez aliviado. Sentía su

corazón latiendo alocadamente.

-¡Eres detestable y un hijo de zorra! ¡Dios, me has llegado a asustar!

José se incorporó de nuevo. “No es tan mala idea. Seguro que tu pequeño

miembro te ha valido de bien poco hasta ahora y si no lo utilizas no echarás de

menos su falta. Yo mismo te haría el favor de cortarlo y ahorrarte el tormento de

las pasiones carnales”.

-¡Corta tu verga si tanto deseo tienes, pero deja en paz la mía! –le replicó

indignado.

Su hermano se rio en silencio y no contestó. Al cabo de un momento se dio la

vuelta y se dispuso a dormir.

Durante un rato ninguno de los dos habló, hasta que Jorge volvió a preguntar.

-¿Sentiste algo?

-¿Cuándo?

-Hoy. En el desfiladero. ¿Te acuerdas de él?

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José tardó un poco en contestar.

-No, duerme de una vez.

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II

Saniana

A la mañana siguiente los viajeros se levantaron con la primera luz del sol.

Después de desayunar el pan caliente que les ofreció el posadero los criados

comenzaron a preparar los caballos. Colocaron los bultos sobre las bestias de

carga mientras se preparaba el caballo del señor. El resto tuvo que ocuparse de su

propia montura.

Salieron por el portón y Tabia quedó atrás. Jorge pudo ver a la luz del día la

pobreza de las casas. Los hombres se desperdigaban por el camino arrastrando los

pies hacia los campos. No vio alegría ni prosperidad entre las gentes. Uno de los

hombres de su padre, que casualmente cabalgaba a la par se acercó.

-¿Qué llama tu atención, kyr Jorge?

El muchacho no pudo dejar de sentirse halagado. Aunque su padre no le prestaba

mucha atención, al menos sus hombres eran considerados, aunque solo fuese por

ser su hijo.

-Me intriga la pobreza que veo –contestó –Esta gente parece humillada y vencida,

y sin embargo creo que los sarracenos hace muchos años que no pasan por aquí.

El hombre se giró para contemplarlos pensativamente. “Desde que el emperador,

que Dios guarde muchos años, hizo las paces con Esclero la frontera ha estado

tranquila pero nada ha cambiado demasiado. Esos hombres han vivido con miedo

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todos sus años. Cuando alguien ve su casa arrasada año tras año solo piensa en

conservar lo que puede llevar a la espalda. Ésta es tierra buena para apelates, los

ladrones de la frontera, porque aquí es más fácil robar que trabajar.”

Jorge estaba sinceramente sorprendido. “Entonces, ¿esta tierra está perdida?

Porque si el emperador ha luchado todos estos años para expulsar a sus enemigos

y no somos capaces de sacar fruto los sarracenos volverán pronto a entrar en

Anatolia”.

-Están los armenios para ocuparla –contestó el hombre mientras escupía en el

suelo –gente difícil, cismáticos y que apenas hablan griego, como debería hacer

un buen cristiano.

Calló durante un momento mientras consideraba la cuestión. “No me gustan. Han

llegado familias y pueblos enteros desde el este escapando Dios sabe de qué o de

quién. Ahora se consideran más dueños de estas tierras que nosotros mismos”.

-Hay muchos en el ejército –contestó Jorge –o eso dicen.

-En el ejército y en todas partes –contestó el hombre con acidez –pero antes eran

más humildes. Ahora su número los envalentona y se resisten a pagar las

contribuciones. Ya los conocerás cuando lleguemos a las Bocas.

La mención de la frontera le llenó de excitación. “¿Cuál es nuestro destino? Mi

padre no ha dicho nada. La verdad es que apenas ha hablado desde que me reuní

con él”.

El hombre se encogió de hombros. “No diré más que mi señor, ni me corresponde

decidir sobre sus intenciones. Espera como hijo obediente a que te diga lo que

desea de ti.”

El rostro preocupado del muchacho le animó a añadir algo. “No te extrañes de su

silencio. El señor Gudelio tiene muchas preocupaciones en su cabeza y harás bien

en no atraer su atención. Es hombre de genio pronto, ya lo conocerás mejor con

los días”, le dijo antes de alejarse con una mueca amistosa.

Durante el resto de la mañana la expedición siguió bajo un cielo azul y un aire que

empezaba a anunciar los primeros fríos del invierno. El camino descendía desde

Tabia hasta un río. A ambos lados del camino las laderas se precipitaban hasta

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donde alcanzaba la vista en una sucesión casi infinita de cimas peladas y grandes

canchos colgados sobre las pendientes.

La visión de ese formidable paisaje, tan atractivo en los primeros días, había

terminado por convertirse en algo monótono. Cambiar la vida tranquila de Santa

Ana por otra llena de aventuras y promesas había sido excitante hasta encontrar la

fría acogida de su padre. Ahora se había acostumbrado a aceptar la novedad de

cada día y contentarse con su suerte. Después de más de un mes en el camino a

través de las montañas su mente divagaba en ensoñaciones, desanimado por la

poca disposición de los hombres a hablar sobre las andanzas de su padre en todos

estos años de reclusión en el monasterio.

Tenía la impresión de que habían recibido instrucciones estrictas de mantenerlo en

la ignorancia, y quizá lo que José había contado la otra noche tenía que ver con

ello. Su padre deseaba recuperar el favor del emperador, y no veía cuál era su

lugar en esa misión. Tal vez cargar con un muchacho era poco conveniente para

su padre en estos momentos.

Dos muchachos, se corrigió al pensar en José. No quería llamarlo adulto pese a lo

ocurrido en el desfiladero. Considerando todo pensó que debía tener ánimo.

Ansiaba conocer el mundo, ver más de cerca el esplendor en que vivían los

grandes señores y quizás tener la oportunidad de visitar la reina de las ciudades, la

morada del emperador. Se propuso mostrarse diligente en todo momento para

contentar a su padre y hacerle ver que no era un estorbo en sus planes.

Una vez resuelto el ánimo y tranquilizado el espíritu se dejó mecer por el balanceo

de su montura. Volvió a contemplar el sendero. Esta tierra era buena para una

emboscada. ¿De dónde podría llegar un ataque?

Posiblemente harían caer piedras delante del grupo y detrás. Cuando la confusión

fuese mayor se dejarían caer por la ladera, arrojando piedras y gritando amenazas

para turbar a los viajeros. Seguramente una curva como la que se presentaba

delante sería un buen lugar para apostar honderos. Una lluvia de piedras para

desmontar al mayor número posible de jinetes y un ataque inmediato con algunos

hombres para distraer a los escuderos. El resto acabaría rapidamente con los

criados que llevaban a las mulas.

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¿Qué haría si estuviese al mando?

Sopesó la cuestión. Reunir al mayor número posible de hombres que todavía se

mantuviesen sobre sus caballos. Cargar sobre los apelates más cercanos.

Espadazos a un lado y otro para poner en fuga a hombres armados a la ligera. Se

abriría paso hasta los bagajes y pondría a los hombres en círculo para demostrar a

los bandoleros que no había lugar para la retirada. Ante eso los apelates tendrían

que retirarse dejando sobre la calzada un buen número de muertos y heridos.

Se sintió satisfecho por la resolución de la escaramuza. Decidió compartirlo con

los que cabalgaban a su lado. José escuchó atentamente mientras hablaba. Al

acabar se rio con sorna.

-Como jinete al frente habrías recibido la primera piedra en esa cabeza de idiota.

O te caerías del caballo o te atacarían mientras intentases dominarlo. A pie o a

caballo acabarías con el cuello cortado.

Jorge escuchó con desmayo sin saber qué responder. Miró al hombre que

cabalgaba delante y que había escuchado también.

-Simeón, tú eres un hombre con experiencia ¿Cuál es tu opinión?

El llamado Simeón era un hombre fornido y maduro con el aspecto de un

veterano. Parecía gozar del respeto de sus compañeros. Los hijos del señor

Gudelio habían aprendido rapidamente a prestar atención a sus palabras.

El hombre esbozó una media sonrisa. “Si un hombre u otro es alcanzado por una

piedra o una flecha está en manos de Dios. Si sobrevivieses al primer ataque

deberás mostrar ánimo y actuar con rapidez, como corresponde a un buen señor de

hombres. La vida y la muerte de los tuyos se deciden en lo que tarde tu corazón en

latir diez veces, tan rápida es este tipo de guerra. Si dejas que el temor te domine

los tuyos se acobardarán y serás presa fácil para los apelates. Si te mantienes

sereno podrás devolver los golpes y con suerte saldrás de la emboscada sin mucho

daño”.

Empezó a comprender que nada de lo que había dicho tenía sentido.

-¿Qué harías entonces, Simeón?

El hombre examinó el camino y las laderas que lo rodeaban durante unos

momentos antes de contestar. “La vida debió ser amarga en tiempos de nuestros

abuelos. Los sarracenos ocupaban Tarso todavía y penetraban muy dentro de la

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Romania. Llegaban todos los años en primavera sin faltar. Las gentes tenían que

recoger lo que podían llevar en sus manos y escapar a las montañas. Entonces

había que esperar y apretar los dientes mientras los otros quemaban y saqueaban.

Les esperaban a la vuelta, cuando regresaban a Siria cargados de despojos. Los

podían seguir paso a paso desde las alturas. Olían el sudor y el miedo en sus

cuerpos, porque sabían que en algún lugar se encontrarían, allá adelante en la

clisura. Unas veces lograban escurrirse y escapar a Siria. En otras los romanos

llegaban a tiempo para cerrarles el camino y enterrarlos a pedradas y flechazos.

Cuando era así recuperábamos la gente y el ganado pero cuando volvían con las

manos vacías tenían soportar la ruina de sus casas y rezar para sobrevivir el

siguiente invierno. Una vida dura”.

-¿Y por qué no atacamos nosotros a los sirios y los tarsiotas? –preguntó. Tenía la

cabeza llena de imágenes del lúgubre relato.

-También. Pero menos veces que ellos. Nos tenían más tiempo a cuatro patas que

empujando –dijo el hombre riendo procazmente.

Tardó en comprender el sentido de sus palabras. Sintió enrojecer sus mejillas.

“Eso pasó hace muchos años. Seguro que tú ya no lo conociste”.

Simeón encogió los hombros. “Oh, por supuesto que todo eso acabó cuando el

señor Nicéforo se calzó los botines de pórfido y empezó a pasar cada año a Siria.

Entonces devolvimos mil y una lo que ellos hicieron durante tanto tiempo.

Cuando era pequeño me contaban estas historias por la noche. Mi aldea está muy

cerca de Cocuso, en el Licando. Tan cerca de la frontera que casi podíamos oler el

sudor de los beduinos cuando acercan sus rebaños. Algunos de los mayores

habían llegado a servir con Melias el armenio y con Curcuas en Mesopotamia así

que siempre tenían historias que contar”.

Simeón podía ser muy locuaz cuando le placía. “No me has dicho lo que harías

para vencer a los apelates”, le recordó mortificado.

-Oh, los apelates. Me obligas a pensar en una escaramuza insignificante cuando

recordaba las campañas de los Curcuas y los Focas –continuó con malicia para

atormentarle un poco más –En primer lugar, kyr Jorge, intentaría evitarla. Uno no

se baja los pantalones cuando suenan las trompetas. Habría enviado vigías por

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delante y por los flancos para explorar las alturas. Pero ya que te has olvidado de

ese detalle y los bandidos están encima, mi elección sería desmontar y usar los

escudos”.

-¿Desmontar y perder la ventaja de luchar a caballo?

-Probablemente no serías capaz de controlarlo a menos que fueses un jinete

excepcional –le contestó Simeón –Hace falta mucha destreza para dominar a una

bestia asustada. Ése es el arte de los bárbaros que viven más allá del Danubio.

Mejor usa la espaza o la maza. Dile a los que están contigo que hagan lo mismo y

usa los caballos para protegeros. Es una pena perder un caballo, pero mejor

todavía es seguir vivo. Ataca en grupo, intenta dispersar a los apelates con cargas.

En el momento en que encuentren resistencia no querrán luchar más porque

siempre van armados a la ligera y una defensa bien organizada cuesta muertos y

heridos. Ellos lo fían todo a la rapidez. Recoge a tus heridos, entierra a los

muertos, remata a los bandidos que queden en el camino y pon vigías el resto del

viaje. Y dale gracias a Dios. Ese es mi consejo.

Jorge hizo una inclinación con la cabeza. “Te lo agradezco. Hoy me has enseñado

mucho”.

Simeón le golpeó el hombro con familiaridad. “Tu humildad te servirá bien, joven

señor. Todo el que quiera vivir con la espada debería escuchar las experiencias de

otros para remediar su ignorancia. Estoy seguro de que son muchos más los que

murieron pensando que eran el asombro de la Romania que los humildes y

desconfiados. Esos vivieron y ahora son alabados como guerreros. Que no se te

olvide, kyr. Usa tu cabeza para pensar y no para golpear contra las piedras”.

-No lo olvidaré, Simeón.

Su hermano presenció todo el intercambio sin hacer ningún comentario. Le miró

con el ceño fruncido y continuó en silencio.

La cabalgata prosiguió sin incidentes durante dos días siguiendo el borde del río.

Marchaban a un paso descansado para los caballos. Alguien en el camino les dijo

que entraban en la turma de Saniana y que quedaban pocas millas para llegar a

Miriocéfalo, una de las principales fortalezas de la región. El señor llamó adelante

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a Miguel de Barzulon, consultó un momento con los guías y decidió que el grupo

tomara el camino que abandonaba el río.

El sonido de las aguas los fue abandonando y el bosque se hizo más espeso a

medida que avanzaban. En la tercera hora del día pararon para dejar pacer a los

animales en unos campos de hierba. A lo lejos se distinguían los reflejos del sol en

los tejados. Los muchachos preguntaron de qué villa se trataba, y los guías

respondieron que se trataba de la propia Miriocéfalo, que estaba a tres millas. Al

oir esto Jorge se acercó a Miguel de Barzulon, que estaba en ese momento

intentando arreglar un corte en una cincha.

-Miguel, ¿no vamos hasta allí?

Miguel contestó sin dejar de luchar contra los correajes. “No, muchacho. El señor

quiere llegar pronto a Verinópolis, que está al sur. Tendremos que apurar para

llegar a tiempo para la cena”.

-¿Verinópolis es una plaza más importante que ésta que tenemos delante?

-No, pero el señor tiene que ver a alguien allí –respondió el hombre simplemente.

-¿Sabes algo más, Miguel? Mi padre me tiene a oscuras sobre todo lo que piensa.

El escudero le sonrió afablemente. “Tu padre sabe lo que sabe y hablará cuando

llegue el momento. Hasta entonces ten paciencia”.

Con estas palabras Jorge regresó resignado a su puesto, aunque algo más contento

por la amabilidad del hombre de confianza de su padre. Eso hacía que le resultase

más fría y distante la actitud del señor Gudelio. No recordaba que le hubiese

dirigido la palabra en el último mes más allá de un saludo formal en el momento

de su encuentro. Jorge no se había sentido demasiado afligido, porque en realidad

nunca había conocido el amor y el afecto de un padre. Sin embargo le extrañaba

que le hubiera sacado de Santa Ana para mostrarse tan poco amable con él. Esa

debía ser su idea de la educación de los hijos, suspiró. Endurecerlos hasta que

fuesen capaces de valerse por si mismos.

No tenía en quién confiar entre los que le rodeaban, ni siquiera su hermano. Los

hombres de su padre eran atentos y respetuosos pero poco habladores. Con su

hermano no había remedio. José demostraba hostilidad en todo momento, aunque

no era capaz de adivinar cuál era la causa. Se había preguntado si le veía como un

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rival para su propio ascenso en el favor de su padre. Si tenía miedo de compartir

su amor podía estar tranquilo, pensó con amargura, porque el señor Gudelio no le

mostraba ninguno.

Continuaron hasta una bifurcación en la calzada. Comenzaron a encontrar carros y

hombres conduciendo las mulas de vuelta a sus aldeas al concluir los asuntos del

día. Tanto tráfico era algo no visto durante semanas, señal de que el comercio

florecía al menos entre Miriocéfalo y las aldeas de los alrededores. En un lado de

la calzada pudieron ver una vieja piedra miliaria de los antiguos romanos. Los

guías dijeron que el lugar se llamaba Euagina.

El señor Gudelio no parecía convencido de que fuese la dirección correcta. Los

hombres tomaron a mal que se dudase de su conocimiento y juraron con los votos

más solemnes que tenían razón y que Verinópolis estaba donde había estado

siempre. Al final llegaron a la conclusión de que las dos plazas debían ser la

misma o era el nombre de alguna antigua población arruinada por los sarracenos.

Una vez aclarado prosiguieron camino. Ahora se podían ver campos cultivados

entre los repechos y algunas casas. Aquella parecía una tierra más floreciente y

segura que las que habían atravesado hasta ahora. Jorge buscó con la mirada al

hombre con el que había hablado antes para señalarle el cambio tan llamativo en

el paisaje de Saniana.

“Armenios”, contestó el otro, como si eso sirviese para aclarar cualquier pregunta.

-Todos los que verás por aquí son armenios. Seguro que la mitad ni siquiera saben

decir tres palabras en nuestra lengua. ¡Malditos herejes!

Al anochecer, hacia la segunda hora, divisaron luces en la distancia. Los guías

anunciaron que Verinópolis estaba delante a una milla y que si se daban prisa

podrían entrar antes de que los guardias cerrasen las puertas.

Ante la promesa del descanso el grupo aceleró el paso y pronto se encontraron

ante sus muros. Verinópolis está situada en la gran ruta que conduce hasta las

puertas de Ancyra. En un espolón de la ladera se podía ver la ciudadela con sus

muros sobresaliendo sobre los de la ciudad. Entraron por una puerta ceñida por

torres. Cerca de la ciudadela encontraron una iglesia de proporciones bastante

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grandes para una villa como esta, perdida en medio de las montañas. El resto de

las callejas se abrían a partir de la vía principal y dejaban ver casas más modestas

que se apretaban unas contra otras en muy poco espacio.

Apenas había nadie en las calles a esas horas. Las ventanas estaban cerradas

aunque las luces que se filtraban a través de los postigos dejaban adivinar que a

los vecinos no les había pasado inadvertida la llegada de viajeros.

Después de girar a la derecha llegaron a una plaza de pequeño tamaño. El grupo

se detuvo ante las puertas. Simeón y Juanicio desmontaron para golpear los

batientes. Tuvieron que esperar. En seguida oyeron ruidos en la parte superior. Por

allá asomó una cabeza para preguntar.

-¡Hombres de bien que buscan refugio para la noche! –dijo Simeón con voz

fuerte.

-Para eso no necesitáis entrar–contestaron desde arriba –Id a la taberna. Estará

cerrada, pero si golpeáis fuerte el viejo Teodoro abrirá la puerta.

Los hombres no acogieron de buen grado esta respuesta e insistieron. El guardia

amenazó con buscar refuerzos para echarlos de allí. El señor Gudelio escuchó la

conversación con creciente impaciencia. Llamó a los escuderos para que se

retiraran y envió esta vez a Miguel de Barzulon.

El hombre acercó su caballo a la puerta. Se levantó sobre los estribos para que sus

palabras se oyesen claramente.

-Que asome el oficial al mando. Sabemos que el turmarca de Siboron está aquí.

Mi amo ha viajado desde lejos para reunirse con él.

El centinela rumió esas palabras y decidió que no era asunto suyo. Al cabo de

unos instantes un hombre que llevaba en el manto la insignia de decarca se asomó

a la muralla.

-¿Sois leales?

Miguel gruñó con impaciencia. “Por San Teodoro que lo somos. ¡Abre!”.

El decarca se inclinó más sobre el parapeto. “Debéis decir si está entre vosotros el

episkeptites”.

Se oyó jurar por detrás al señor Gudelio. Miguel de Barzulon escuchó a su señor y

se apresuró a contestar. “¡Idiota, no hay recaudadores entre nosotros! Como hagas

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esperar más a mi señor subiré yo mismo a cortarte esos dátiles arrugados que

tienes entre las piernas”.

La amenaza volvió más conciliador al hombre. “Dime quién es tu tu señor”.

Miguel hizo retroceder a su caballo para ser visto con claridad a la luz de las

antorchas mientras entonaba con voz solemne.

-¡Abre las puertas a Gudelio Maniaces, espatarocandidato y antiguo turmarca en

Mauron Oros!

El eco se perdió en la plaza. Por fin después de una espera eterna las puertas se

abrieron. El señor Gudelio pasó en cabeza muy estirado y con una expresión

impenetrable en el rostro. En el pequeño patio de la fortaleza varios soldados de la

guarnición aparecieron a medio vestir y contemplaron con curiosidad a los recién

llegados.

Los jinetes permanecieron sobre las sillas esperando el recibimiento de las

autoridades. Durante un largo instante nada sucedió. El señor Gudelio se mantenía

mirando al frente, rígido, sin hablar con nadie. El resto atisbaban inquietos, sin

atreverse a mirar a su señor. Por fin la puerta principal se abrió. Por ella salieron

dos hombres de mediana edad vestidos con ropas holgadas, como si hubiesen sido

reclamados en medio de la cena. Jorge vio como su padre parecía recobrar vida en

su expresión. Al verlos consintió en desmontar al fin.

El hombre más alto y canoso se adelantó para saludarlo afablemente. El caballero

que estaba a su lado fue presentado como Constantino Lules, castrofilacto de

Verinópolis. Jorge examinó atentamente al jefe de la guarnición. Lules era más

bajo y robusto y no parecía de disposición tan bien avenida como su compañero.

Después de las presentaciones el señor Gudelio llamó a Miguel de Barzulon para

darle instrucciones. Después desapareció en el interior del edificio sin hablar con

sus hijos. Miguel informó al resto que el señor iba a entrevistarse con esos

oficiales y que las órdenes eran atender a los caballos y cenar en la mesa de los

soldados. Mientras se encaminaban hacia allí aprovechó para arrimársele.

-Me pareció oir al señor turmarca que mi padre y él son parientes. No sabía eso y

creo que mi hermano tampoco.

-No te puedo decir, muchacho. En el tiempo que he servido en tu casa apenas he

visto al señor Gudeles dos o tres veces. Tu padre no me dice cuáles son sus

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relaciones. Solo soy su hombre y me limito a obedecer sus órdenes y éstas son que

tienes que cepillar tu caballo o perderás la cena.

-Te lo ruego, Miguel, dime algo más –le suplicó.

Ante su insistencia el escudero se ablandó un poco. “Sé que los dos sirvieron

juntos hace años y que están emparentados a través de una de las mujeres de la

familia de tu padre. Ahora deja de preguntar y haz tu tarea. Todo joven que desea

ser un guerrero debe ocuparse de su caballo antes que de sí mismo, porque en eso

le va la vida y la posición entre sus iguales”.

Mientras cepillaban y daban de beber a los caballos intentó hablar con su

hermano. José parecía desganado y contestó con evasivas. Cuando acabó de

inspeccionar los herrajes de su montura se lavó en un balde y salió de las

caballerizas para preguntar por el lugar donde les darían de comer.

La mesa estaba situada en una cámara pegada al interior de la muralla. Los

hombres de su padre se habían acomodado alrededor de varias fuentes con tortas

de pan duro, queso y frutas. Durante un rato comieron con avidez. Una vez

saciados, la llegada de una sirvienta con varias jarras de vino aguado mejoró el

ambiente e hizo relajarse a los hombres. Empezaron a surgir bromas con los

soldados de la guarnición presentes en el comedor y comenzaron a preguntar

como siempre ocurre cuando llegan viajeros.

Eso era algo que Jorge había descubierto en este tiempo. Los hombres siempre

están deseosos de conocer novedades sobre lo que ocurre en otros lugares. En esas

raras ocasiones le gustaba escuchar sin hacerse notar, empapándose de lo que se

decía. Esta noche sin embargo se sentía cansado y somnoliento. El calor de la

comida en su estómago era suficientemente persuasivo para hacerle renunciar.

Después de dar varias cabezadas se levantó de la mesa y preguntó a uno de los

sirvientes dónde estaba el dormitorio.

El barracón era un habitáculo alargado que cubría toda la longitud de ese lado de

la muralla, unos cincuenta pasos por lo menos. El lugar estaba limpio y vacío, lo

que era mucho más de lo que habían encontrado en el último mes. En las paredes

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había barras de metal con enganches para colgar armas, así que el lugar debía ser

alojamiento habitual de soldados. Con abundancia de espacio para elegir se

decidió por un camastro en el extremo, debajo de una de las ventanas. Por allí

entraba el aire de la noche y estaba mejor ventilado que el resto de la habitación.

Después de dormir tantas noches al raso, todavía le resultaba incómoda la

proximidad física de cuerpos sin lavar, ronquidos y ventosidades que

acompañaban su sueño todas las noches desde que había dejado Santa Ana.

Añoraba la soledad de la celda en la que había vivido los últimos seis años sin otra

compañía que sus pensamientos. Había en el monasterio otros muchachos que se

educaban como él. Dormían todos juntos en una estancia pero la generosidad de

las donaciones de su querida madre le habían permitido contar con un cubículo

para él solo. La soledad y el aislamiento que había gozado todas las noches le

habían parecido naturales y lógicos entonces. Ahora se daba cuenta de lo

privilegiado que había sido.

Sacudió la cabeza para ahuyentar esos recuerdos, se cubrió con la manta y estudió

el techo durante unos momentos. El cansancio le hizo cerrar los ojos y cayó

pronto en un profundo sueño.

-¡En pie, muchacho!

Un brusco zarandeo le arrancó de su sueño en algún momento de la noche.

Alguien le estaba despertando con muy poca consideración. Se incorporó confuso

sin saber dónde estaba ni qué ocurría. Balbuceando y frotándose los ojos intentó

ver algo. Simeón estaba frente a él totalmente vestido. La presencia del escudero

le despertó por completo.

-¿Qué ocurre?, ¿qué hora es?

-La cuarta de la noche. Tienes que despertar. Tu padre quiere hablar contigo.

No había asomo de sonrisa en el rostro de Simeón.

-¿Qué quiere mi padre de mí a estas horas de la noche? –protestó mientras se

incorporaba de un salto –hace más de un mes que viaja sin hablarme y escoge esta

hora para llamarme a su lado.

Simeón se encogió de hombros y señaló la puerta.

-Apresúrate, no le hagas esperar.

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Trastabillando se puso en pie y pasó por encima de la cabeza la túnica antes de

seguir a Simeón. En el último momento, recordando el fresco de la noche, tomó el

manto y se apresuró a seguir al escudero. Simeón se había adelantado y esperaba

fuera. El patio estaba desierto, aunque en el comedor había todavía luces

encendidas y voces joviales.

Como entre sueños llegaron a la casa. En la entrada un sirviente le condujo a una

estancia donde ya esperaba su padre. Unos hombres a los que no había visto antes

estaban también presentes y hablaban en voz baja con él. El señor Gudelio no

pareció advertir su presencia durante largo rato. Jorge permaneció de pie

esperando con inquietud.

Por fin su padre los despidió y reparó en su presencia. Se giró hacia él y lo

examinó friamente durante un momento como si contemplase a alguien extraño.

Empezó a hablar con un tono impersonal.

-Jorge, pronto habrá guerra otra vez en Bulgaria.

Después de decir eso permaneció callado, mirándole.

Se quedó perplejo, sin entender por qué su padre lo había despertado a esas horas

para compartir sus preocupaciones sobre las guerras del emperador.

Hizo un esfuerzo por mostrarse digno de su confianza. “Sin duda, padre. El

emperador sabrá castigarlos para que nunca vuelvan a entrar en nuestras

fronteras”.

El señor Gudelio hizo caso omiso de sus palabras. Movió una mano como si

quisiera hacer desaparecer su opinión como una mosca impertinente. Comenzó a

pasear por la estancia mientras escogía sus palabras.

“Necesito aprovechar esta ocasión para recuperar lo que perdí. Si te llevase

conmigo serías una carga, porque no tendré tiempo para ocuparme de tu

formación. Tampoco puedo mantener más bocas, aunque sean pequeñas. He

hablado con nuestro pariente y acepta abrir las puertas de su casa para que puedas

aprender todo lo que necesita saber un joven de buena familia. Espero que te

comportes con el honor que nuestro nombre merece y con temor a Dios. No me

deshonres, ahora es lo que menos necesito”.

Al decir esto dejó de pasear y se calló, dando por finalizada la conversación.

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Jorge sintió el frío helado en su espalda, sin alcanzar a entender el significado de

esas palabras.

-¿Me echas de tu lado? –contestó por fin.

Su padre pareció irritado por su falta de comprensión. “Te ofrezco aprender el

oficio de un guerrero, nada menos. El señor Gudeles te tomará a su cargo. Partirás

mañana hacia una de sus propiedades”.

-¿Y ya no nos veremos más? –le preguntó con voz trémula.

-Si Dios quiere –le dijo evasivamente –Encomiéndate a San Teodoro el recluta y

honra con tu conducta el nombre de nuestra familia. Ahora vete a dormir.

Sin más palabras abandonó la estancia.

Se dirigió hacia el dormitorio intentando entender lo que había pasado. Algo

empezaba a martillear en su cabeza.

Estaba solo otra vez.

Tenía que sobrevivir en un lugar desconocido, entre gentes desconocidas y sin que

nadie atendiese por su bien.

Encontró a tientas el lecho y se tendió de nuevo. Pensó en buscar a José para ver

si todavía no estaba dormido. No había encontrado en él una compañía fraternal,

pero era lo más cercano que conocía. Lo llamó varias veces, pero no tuvo

respuesta. No supo si José fingía dormir para ignorarlo ahora que sus caminos se

separaban. Después de esperar en vano se dio la vuelta y se echó a llorar.

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III

Pies negros

Por la mañana se despertó al alba. Escuchó medio dormido como todos recogían

sus cosas. Al recordar los sucesos de la noche recuperó todo el sentido pero no se

atrevió a levantarse y enfrentarse a la despedida.

El dormitorio quedó vacío. Decidió quedarse tumbado un poco más, agradeciendo

la soledad para habituarse poco a poco a su nueva situación. Mientras se estiraba

pensó con sorpresa que no había pensado ni un momento en su padre. Con un

nudo en la garganta se prometió que si algún día tenía oportunidad le mostraría la

misma indiferencia con la que le había tratado.

Al cabo de poco oyó pasos en la puerta. Una figura se recortó en el umbral. Un

hombre joven. Estaba vestido ya para viajar y le habló sin contemplaciones

golpeándole desconsideradamente con una de sus botas.

-¡Despierta, haragán! Recoge tus cosas. Salimos de inmediato.

-No puedo. Debo quedarme en el séquito del señor Gudeles –le respondió irritado.

El joven se le acercó un poco más y le dió un manotazo en la cabeza. “Cuando te

dé una orden obedece o mi mano no será tan suave la próxima vez”.

Reforzó su argumento agarrándole de la túnica y obligándole a levantarse. Así,

con tan poca dignidad, salió a la luz de la mañana.

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No había rastro del grupo. Reprimió la tentación de acercarse a la puerta para

verlos alejarse. El joven apareció por detrás y le arrojó un haz de obleas de pan

seco atadas con una cuerda.

-Para el camino. Adminístralo bien porque no tendrás nada más hasta la noche.

Se guardó el pan en la bolsa y se apresuró a llenar un pellejo de agua en la fuente

del patio. En las caballerizas no había rastro del animal. Un mozo que retiraba

paja sucia de la noche le dijo que los viajeros se habían llevado todos los caballos

y que solo habían dejado una mula.

“El último obsequio de mi padre”, pensó abatido.

Después de buscar encontró una silla en bastante mal estado. Preparó el animal y

lo condujo al patio. El joven ya esperaba en su caballo.

-Me llamo Tomás y soy hombre del señor León. Vamos hacia sus tierras en

Flabianas. Pero no Flabianas de Cesarea. Nuestra casa solo está a unas quince

millas de aquí.

-No te preocupes –le dijo con aspereza. Estaba indignado con el joven desde que

se había mostrado tan rudo en el dormitorio –no conozco ninguna de las dos.

El joven le señaló con el dedo. “Eres un muchachito insolente. Aprende a guardar

tu lengua o lo lamentarás. Da gracias al Santo que tengo prisa o te enseñaría

modales ahora mismo. Nos llevará todo el día llegar hasta allí. Estarás a cargo de

Tricomeres, ek prosopou de mi señor. Te aviso, muéstrate atento porque es un

hombre de genio fácil y no tendrá compasión si no está contento contigo”.

-¿Entonces seré instruido como caballero en Flabianas? –le dijo algo más

esperanzado.

El joven rio abiertamente. “No sé nada de tu instrucción. Solo tengo órdenes de

conducirte allí. Si es para educarte como caballero o recoger estiércol, eso no lo

puedo decir. Tener apellido no te convierte en un señor. Si no te muestras

diligente te aseguro que limpiarás mierda hasta que rebose en tu boca. Acabarás

viviendo en los establos y podrás agradecer que te salvemos de acabar violado por

un búlgaro con el culo roto y el cuello cortado”.

-¿Amenazas a un protegido y familiar de tu señor? –Jorge estaba estupefacto.

Tomás le miró con sorna. “Todavía no conoces a Mauropodios. Hará lo que desee

contigo si no demuestras valer más que la mula sobre la que estás montado. No te

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hagas muchas ilusiones sobre tu posición con el señor León. Eres un aprendiz y

no vas a tener ningún trato de favor”.

Jorge no se resignó. “Mi padre no permitirá insultos al nombre de nuestra familia.

Aunque no ha sido afectuoso conmigo es celoso de su posición y de la estima de

sus iguales”.

-Todo se sabe, Maniaces –la mirada de Tomás era enigmática –incluso aquí tan

lejos de la Ciudad es conocido que tu padre no goza del favor del emperador

desde hace años. No está en condiciones de exigir nada, ni siquiera a los de su

sangre. El señor León te ha acogido por caridad, así que intenta ser de algún valor

en la casa. Te exprimirá como una uva, valgas para lo que valgas.

Jorge no supo qué decir y cabalgó en silencio detrás del sirviente.

Durante las siguientes horas marcharon hacia el sur. El silencio fue incómodo al

principio, pero terminó acostumbrándose. El paisaje servía de algún alivio. El

camino recorría una especie de meseta cubierta con matorrales y pequeños

bosques de pinos. Al fondo se elevaban de nuevo las colinas. Atravesaron un

riachuelo que pasaba cerca de una pequeña población amurallada. Tomás le dijo

que era Timios Stauros.

-Desde aquí abandonamos el camino imperial. Las tierras del señor León están a

tres horas a caballo desde este punto.

-Flabianas –se aventuró a añadir.

Tomás no se molestó en contestar. Ahora parecía más relajado a medida que se

acercaban a su destino. Quizá ésta era la primera misión en solitario que le habían

encomendado. Posiblemente temía la ira de ese Mauropodios, quien quiera que

fuese. Considerándolo así sintió algo de simpatía por él. Parecía que el hombre era

temible, así que se dijo que convenía ser prudente y mostrar obediencia para no

atraer su atención.

Ver, oir y callar. Así habría dicho Simeón.

Al pensar en esto volvió a recordar el momento de la separación. Si padre no

había mentido iba a ser instruído como caballero, no importa lo que dijese este

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idiota. Imploró a la Teotoco que le diese fuerza. Cuando fuese capaz de valerse

por sí mismo no permitiría que le amedrentasen hombres como Mauropodios. Los

años pasados en Santa Ana habían sido algo más que estudios, lecturas y rezos.

Cada vez que había tenido ocasión, había fortalecido su cuerpo con ejercicios y

disciplina, corriendo por los campos o nadando en las gélidas aguas del río que

pasaba cerca. Había trabajado hasta endurecerse y se había mostrado más que

dispuesto a participar en las tareas manuales que se realizaban en los campos. Los

monjes habían alabado su buena disposición así que le habían permitido mano

libre para entrar y salir. Con el tiempo su cuerpo se había fortalecido y le había

hecho aparentar ante todos más años de los que tenía.

La herencia de los hombres de las montañas, decían los que le rodeaban. El

descanso adecuado, la alimentación regular y el ejercicio constante le convirtieron

en un muchacho fornido. Y muy reservado.

Mantenía muy dentro en sus pensamientos el recuerdo de sus primeros años,

aquellos en los que su madre todavía había estado viva. Madre había sufrido

mucho antes de morir y nadie la había protegido. Tenía muy presente en su

interior la necesidad de ocultar sus pensamientos y pasar inadvertido ante quienes

tuvieran poder sobre él.

Los monjes se habían mostrado complacidos por su carácter callado y discreto. El

higúmeno en persona le había dicho un día que sus dotes encerraban un hombre

de Dios en el embrión. La puerta del monasterio estaba abierta si quería entrar a

formar parte de la comunidad.

Él había inclinado la cabeza farfullando algo sin mucho sentido para salir del

apuro. A partir de entonces procuró apartarse de su camino cada vez que lo veía.

No hubo que esperar mucho. Cuando Miguel de Barzulon llegó a Santa Ana y

anunció la decisión de padre ya no tuvo más temor a verse encerrado allí de por

vida. Ocultar lo que pasaba por su cabeza le había dado una vida tranquila en el

monasterio. Así esperaba que fuese también en Flabianas mientras tuviese que

obedecer la voluntad de otros.

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Los años de hierro

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Aunque el camino que llevaba hasta la propiedad no era mantenido regularmente

su estado era suficientemente bueno para que dos jinetes avanzaran a buen paso.

Hacia la octava hora, con buena luz en una tarde despejada para estar tan entrado

el otoño, llegaron hasta un mojón en el camino que atestiguaba que esas tierras

pertenecían a León Gudeles.

-La entrada a la casa principal está cerca –dijo Tomás mientras señalaba a su

izquierda –por ahí se va a la aldea de los trabajadores que no se alojan en ella.

Jorge miró en esa dirección y vio un grupo de casas de adobe y piedra

amontonadas en un recodo del camino.

-¿Vive ahí la gente que trabaja para el señor León? –preguntó.

-Parecos libres pero se deben a él –contestó el escudero –Trabajan los campos y

cuidan el ganado. Las tareas de la casa son para los esclavos y esos viven cerca de

la familia. Los hombres del señor, sus escuderos y la gente de confianza vivimos

también en la casa cuando no asistimos al señor en campaña o en cualquiera de

sus obligaciones.

Mientras hablaba habían llegado hasta un portal de piedra encajado en un murete

de mampostería. Eso no resistiría la invasión de un rebaño de ovejas, pensó con

regocijo, aunque se abstuvo de criticarlo ante Tomás. No quería enojarlo otra vez

y de todos modos el joven parecía orgulloso de lo que les rodeaba.

Al fondo, como a un tiro de arco, se veía una edificación grande y alargada. La

casa grande posiblemente. Al aproximarse pudo ver con más claridad a la luz

mortecina del día.

Aunque no alcanzaba las proporciones de un kastron, el edificio estaba

fortificado. No había ventanas en la planta baja y con sus puertas reciamente

tachonadas presentaba un aspecto sólido y formidable a los ojos del viajero. A

diferencia de lo que había visto en la aldea, aquí no se había economizado en los

materiales. Los sillares cuadrados de buena factura daban a la casa una apariencia

robusta.

Las puertas estaban cerradas. Tomás giró a la derecha y comenzó a rodear el

edificio. Después de unos cien pasos los muros dejaron paso a un tapiado en el

que se abría una puerta de carros. Entraron en un patio cuadrado de buen tamaño.

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A la izquierda, bajo una galería, estaba la entrada a la casa. Pegados al muro se

veían espacios cubiertos destinados a caballerizas, herrerías, carpinterías y otros

servicios que una gran casa necesita.

En el patio parecía haber todavía mucha actividad. Unos hombres conducían

caballos a los establos. Había sirvientes entrando y saliendo del edificio.

Tomás saludó cordialmente a algunos de los presentes. Había hombres charlando

alrededor del pozo y también en los umbrales de los talleres en los que todavía

había actividad. En el patio resonó la campana. Tres toques.

Los presentes dejaron sus actividades y fueron hacia la casa. Los criados y

sirvientes empezaron a recoger y a cerrar los talleres. Otros aseguraron las puertas

para que nadie pudiese entrar. Toda la propiedad se preparaba para la noche.

Advirtió entonces que los muros tenían un pequeño parapeto que permitía hacer la

ronda por todo el perímetro.

Tuvo la tentación de preguntar a Tomás si había bandidos en la región, pero el

joven ya le hacía señas para desmontar. Le gritó algo a un hombre que estaba

cerca de la galería y éste, después de asentir con un gesto, entró en la casa.

-Ahora que hemos llegado vas a conocer al representante de nuestro señor y

administrador único de esta gran casa de Flabianas. Cuida tus modales para que

vea en ti la buena crianza de la que te enorgulleces –le dijo distraídamente

mientras miraba a la casa.

Jorge se sentía nervioso pero intentó esforzarse en aparentar tranquilidad. Arregló

y estiró sus ropas, aunque las manchas y el sudor acumulados durante el viaje no

podían ocultarse. Llevaba demasiados días sin asearse adecuadamente. El sudor

reseco y el olor que despedía su cuerpo le hicieron sentirse sucio e inferior. Un

hombre que hiede no puede causar buena impresión. Se propuso buscar una fuente

tan pronto como fuese posible para eliminar algo de la mugre que le acompañaba.

Un hombre salió de la casa con paso decidido y se dirigió hacia donde estaban. Se

paró ante ellos y le observó con detenimiento. Era un hombre de mediana edad, de

pelo y barba cortos y bien arreglados. Tenía en sus gestos la energía del que está

acostumbrado a mandar y que espera ser obedecido sin demora.

Guarda, pensó al recordar las palabras de Tomás.

Hizo un inclinación en señal de respeto. “Señor”.

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El hombre habló con voz grave.

-Así que eres el hijo de Maniaces, que llega a Flabianas para convertirse en un

hombre de mérito. Si tu padre quiere que te inicies en el servicio de las armas y no

desea verte muerto por el primero al que te enfrentes presta atención y obedece. Si

no es así te arrepentirás de haber pisado este bendito suelo.

Jorge se mantuvo muy rígido, intentando que el hombre no advirtiese su

nerviosismo. El administrador siguió inspeccionándolo a su satisfacción como si

fuese una res recién comprada.

-¿Cuántos años tienes?

-Hice doce al final del verano, señor.

-Dime qué sabes hacer.

-En Santa Ana, donde he vivido desde los seis años aprendí a leer y escribir, a

llevar cuentas y a hacer todos los trabajos del monasterio –le contestó con el

mayor respeto de que fue capaz.

–Eso no te hace mejor novicio –La voz continuó sin mostrar ninguna simpatía –y

en Flabianas por el momento no necesitamos a ningún secretario. Dime si en

aquella casa sagrada aprendiste algo útil.

-Varios de los monjes sirvieron al emperador antes de entregarse a Dios, señor.

Me enseñaron a nadar, a luchar con el bastón y la honda y también a montar a

caballo sin silla y guiarlo con las piernas. Uno de ellos vivió como prisionero

entre los bárbaros que viven más allá del Danubio.

-Veo que no te enseñaron discreción. Hablas sin parar y eso me resulta molesto.

Aquí los sermones se los dejamos a nuestro sacerdote, el padre Zacarías. Tenemos

más inclinación a trabajar con nuestras manos de sol a sol, ¿estás preparado para

eso?

-Lo estoy, señor –se apresuró a decir.

El administrador no parecía impresionado. “Veremos si lo que has dicho es verdad

y vales algo. Eres grande y pareces fuerte para tu edad. Si la vida entre los monjes

no te ha hecho blando, ahora podrás demostrarlo con algo más que palabras.

Quiero ver si puedes convertirte en un hombre de utilidad para la casa. Si no es así

te venderé a los árabes para que te castren. Mañana comenzaré a examinarte y

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apreciar de qué estás hecho. Comenzarás trabajando en la casa y luego veremos.

Espero obediencia absoluta”.

El corazón le latía alocadamente. Inclinó la cabeza en señal de obediencia. “Lo

entiendo, señor Mauropodios”.

El administrador se detuvo como golpeado por una fusta. Las palabras salieron

siseando de su boca. “¿Qué me has llamado, perro? ¿Acaso intentas burlarte de

mí cuando apenas has llegado a esta casa?”.

Jorge se quedó confundido, sin saber qué decir. En ese momento se dio cuenta de

su error.

El hombre habló lentamente, deteniéndose en cada palabra como si quisiera

grabarla a fuego en su frente. “Parece que tendremos que empezar antes de lo

esperado a enseñarte respeto a tus superiores”.

Levantó una mano. Jorge se quedó mirando hacia ella petrificado, incapaz de

detener lo que venía sobre él. De repente la mano se abatió con fuerza y cruzó su

cara con un ruido seco. El impulso y la sorpresa le llevaron al suelo. Se quedó

aturdido intentando recomponerse. El hombre dió un paso hacia él.

“Si vuelves a faltar al respeto que me debes te colgaré por las pelotas hasta que se

te pudran”.

Después se dio la vuelta y volvió a entrar en la casa. Los que contemplaban la

escena rieron abiertamente ahora que el administrador se había marchado.

Se levantó humillado. La cara ardía rabiosamente por el dolor y la vergüenza.

Buscó con la mirada a Tomás. El joven estaba cerca, riendo a carcajadas con los

demás.

-Este golpe te lo debo a ti –le acusó mientras se mesaba la mejilla ardiente.

Tomás no parecía demasiado compungido. “Desatendiste mis buenos consejos”, le

dijo alegremente, “te avisé de que era un hombre de genio. Le has faltado al

respeto, ¿de qué te extrañas?”.

-Le llamaste Mauropodios, ¿cómo iba a saber que era un insulto?

-Eres un necio. Ésta es tu primera lección y muy necesitada. Si no estás seguro no

te arriesgues. Si solo le hubieses llamado señor no habría sucedido nada, pero

hablas como un charlatán y mira lo que ha pasado –le dijo riendo mientras se

marchaba.

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Jorge se quedó mirando para él, indeciso. Al fin decidió seguirlo porque no tenía

idea de lo que hacer.

Entraron en el edificio principal. Tomás giró hacia la izquierda y siguió por un

pasillo hasta llegar a una estancia de grandes dimensiones en la que estaban

dispuestos docenas de lechos de paja.

-Éste es el dormitorio de los aprendices y los mozos. Hasta que no hagas algo más

que insultar será tu alojamiento –el escudero conservaba la misma humillante

sonrisa. Seguía irritado con él pero sabía que no ganaría nada teniendo otro

enemigo en la casa. Se tragó el orgullo y habló con amabilidad.

-Dime al menos como se llama nuestro jefe para que no me pegue de nuevo.

-Nuestro señor es León Gudeles y mientras ésa sea su voluntad aquí en Flabianas

Teodoro Tricomeres es Dios en la tierra. El hombre al que acabas de conocer. Los

dos fueron compañeros de armas hace años y ahora es su hombre de confianza. Si

eres capaz de ganarte su respeto verás que sabe mandar y no es injusto, aunque

puede ser un hijo de zorra si se lo propone.

-¿Por qué se ha molestado? –se defendió –pensé que era su nombre de verdad.

-Oh, deberías saber que nos encanta poner motes a todos a poco que exista un

motivo. Ni siquiera los emperadores se libran, cuánto más el resto de nosotros.

Tricomeres nació en el este, cerca del Ponto. Su madre recogía bitumen para vivir.

Dicen que lo parió mientras trabajaba en los fangos, así que le llamaron pies

negros para que lo recordase. Él no tolera oirlo más que de unos pocos. Tienes

suerte de que no te haya hecho nada más.

-¡Creo que ni él se habría atrevido a hacer daño al hijo de un oficial! –protestó.

-No te equivoques –el rostro de Tomás era serio ahora –aquí Tricomeres da la

vida y la muerte a su placer. El señor León está lejos, y Constantinopla más

todavía. La justicia se administra aquí por medio de su mano. Nos las arreglamos

bien a nuestra manera. Si Mauropodios quiere matarte nadie dirá una palabra para

defenderte.

-Entones intentaré no darle ocasión –le contestó, irritado.

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Tomás le miró con impaciencia. “Eso te alargará la vida, sin duda. Parece que los

aires de Flabianas ya empiezan a hacer su efecto en tí. Eres una bofetada más

sabio”.

Señaló uno de los camastros. “Ése es el tuyo. Mañana nos levantaremos con la

primera luz, así que come y descansa lo que puedas”.

A la mañana siguiente se levantó al tiempo que sus compañeros de dormitorio,

una docena de muchachos ruidosos y algún que otro hombre maduro. Todos lo

miraron con curiosidad pero ninguno se acercó. La noche anterior se había

acostado el primero, deseando desaparecer de la vista del mundo después de su

deshonra pública. Ahora se dirigió con el resto hasta el comedor. Allí ya estaban

sirviendo caldo caliente con gachas y obleas de pan. Después, algo más

reconfortado, se atrevió a preguntar dónde tenía que dirigirse.

-Las primeras horas del día son para los caballos. Vete a los establos y allí te

indicarán lo que tienes que hacer.

En las caballerizas pasó varias horas recogiendo estiércol y rastrillando el suelo.

La paja sucia estaba por todos lados. Retirarla, traer heno, cebada y paja fresca y

cepillar le ocuparon mucho tiempo. Era un trabajo laborioso que pronto le hizo

sudar, pero hacer una tarea familiar como en Santa Ana le hizo sentir mejor.

Hacia la sexta hora la campana tocó para la comida. Se sintió más seguro entrando

en el comedor, como si hubiese ganado el derecho a su plato. En las mesas habían

colocado bandejas con frutas, queso y aceitunas y calderos con sopa de

legumbres. Para su regocijo, también había platos con tajadas de lo que parecía

carnero asado. Los muchachos se abalanzaron hambrientos sobre la comida, cada

uno sentándose en el primer sitio disponible. Pronto toda la sala se quedó en

silencio. Solo se oían los chasquidos y resoplidos de los que apuraban toda la

comida que eran capaces de tragar.

Después de quedar a gusto se recostó con satisfacción en la pared, más satisfecho

con el estado de las cosas. Ya empezaba a cabecear cuando una voz le despertó.

-¡Tú, el mozo nuevo! ¡Al patio!

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Otros cinco muchachos se levantaron sin necesidad de ser avisados y le

precedieron en el camino. Los seis permanecieron en silencio en el exterior, frente

a la entrada. En esa hora parecía que todo estaba muerto en la casa.

Pasó el tiempo mirando al cielo y las nubes. Todavía no se había mostrado el frío

en toda su crudeza, y la brisa de la tarde era soportable. Mientras esperaba pensó

que tenía que buscar algo de agua para asearse, porque la costra del polvo

acumulado se marcaba en su piel dejando surcos. Todo era diferente a Santa Ana.

Allí uno tenía el río siempre a mano para refrescarse siempre que fuese capaz de

soportar la frialdad del agua. Lo que entonces había parecido una vida sencilla

ahora era un lujo inalcanzable.

Tricomeres apareció por la puerta seguido por Tomás y otro hombre al que no

conocía. Los dos servidores arrastraban una pequeña carreta en la que asomaban

largos mangos de madera.

¿Lanzas?, pensó. Quizá iban a comenzar el adiestramiento militar.

El administrador esperó hasta que el carro fue colocado a la vista de todos. Luego

se dirigió a los muchachos.

-Como sirvientes del señor León debéis ser hábiles en el manejo de las armas para

protegerlo con vuestra vida si fuese preciso.

Señaló hacia el carro, “demostrad vuestra valía ahora. Es el momento de ganar la

aprobación de vuestro señor. Quizá entre vosotros esté quien pueda cabalgar a su

lado en la batalla y protegerle con su escudo. Los que demuestren ese valor

merecerán un puesto entre los hombres de guerra, los mejores de la casa. En estos

días nuestros emperadores Basilio y Constantino, que Dios bendiga, se arman para

enfrentarse de nuevo a los búlgaros y hacerles pagar por sus crímenes contra los

romanos. Nuestro señor se prepara también para cabalgar en el séquito imperial.

Para los que muestren pereza no habrá otro sitio en Flabianas que el más oscuro

rincón de las porquerizas. ¡Coméis su pan, servidle entonces como hombres de

verdad!”

Mientras Tricomeres hablaba Jorge tenía la sensación de que los otros ya habían

oído antes esas palabras, porque se estaban moviendo sobre sus pies con

impaciencia. Alguno de ellos le observaba de reojo, como si le estuviese

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aquilatando. Todos debían tener entre quince y dieciseis años y parecían robustos

y bien alimentados, aunque les sacaba una cabeza al menos. Sentía que iba a ser

sometido a algún tipo de prueba y el sudor de la anticipación empezó a deslizarse

por la frente.

A una señal del administrador Tomás sacó de la carreta un bastón de caña y se lo

lanzó a uno de los muchachos, un joven esbelto y moreno.

Conocía el arma, había practicado con ella en Santa Ana. Era dura y ligera, mortal

en manos hábiles que supieran cómo golpear. El segundo bastón fue para un

muchacho de cabello rubio con una gran cicatriz en la cara. Tricomeres siguió

hablando mientras señalaba la carreta.

“Los bastones. Es un arma excelente para iniciarse en las artes de la guerra. Es

fácil de preparar y un arma temible si las manos son rápidas. Quién la desprecia

llamándola propia de pastores es un necio, porque prepara a un hombre para

combatir a corta distancia, donde puede ver los ojos de su enemigo. El que

domine el bastón podrá manejar mejor la lanza y la espada y en Flabianas

veremos que eso sea así”.

Se dirigió a los dos muchachos que ya se habían colocado frente a frente.

-Demetrio y Céfalas. A primera sangre. Si mostráis flojeza diez latigazos para

cada uno.

Con una señal los muchachos se acometieron salvajemente intentando derribar al

otro lo antes posible. Jorge se quedó sorprendido por la rapidez de sus

movimientos. No pudo evitar, mientras veía cómo se desplazaban, considerar las

posibilidades que tendría si se midiese a ellos. Había practicado en Santa Ana con

el hermano José, que había combatido en su juventud en el bando de Esclero.

Cuando el rebelde se sometió al señor Basilio, el hermano, que entonces tenía el

nombre mundano de Nicetas, decidió tomar los votos para pedir perdón por la

sangre que tenía en las manos

El hermano José le había hecho practicar con bastones como éstos y también con

otros de madera, más pesados y más peligrosos, pero hacía algunos meses desde la

última vez. Recordaba perfectamente los moratones y el lacerante dolor cada vez

que el monje acertaba a golpearle, según él, en recuerdo de los sufrimientos de

nuestro señor Jesucristo. Poco consuelo le traía, aunque el buen José le animaba.

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“Lo que ahora te causa dolor mañana será motivo de regocijo. Un guerrero debe

conocer el dolor para mejorar sus habilidades”. La memoria de los golpes

recibidos, le decía, le obligaría a ser más rápido para no sufrirlos otra vez.

Aquí el combate parecía decidirse a favor del moreno. Con golpes rápidos y bien

dirigidos pasó a la ofensiva. Atacó apuntando a piernas y hombros sin dar tiempo

a reaccionar a su rival. Una finta, un golpe en los tobillos y el rubio de la cicatriz

cayó al suelo. El vencedor apoyó la caña sobre la mejilla del vencido y la giró. La

sangre empezó a brotar de la herida de inmediato. Sonriendo el muchacho miró

hacia los adultos. Tricomeres asintió con la cabeza.

-Eso ha estado bien, Demetrio –alabó el administrador.

Repentinamente Jorge deseó poder recibir un elogio así del hombre.

El vencedor ayudó a levantarse a su compañero y los dos pasaron a un lado para

dejar sitio a los siguientes.

-Platón y Miguel el curvo. Es vuestro turno.

Jorge observó con atención a ambos. Uno tenía una deformidad en la espalda que

le hacía parecer jorobado. El otro era bajo y muy robusto, de hombros anchos y

brazos fuertes. Su nombre le hacía justicia, si es que realmente se llamaba así. A

la señal ambos empezaron a golpearse.

El estilo de combate era diferente. Donde antes había una cierta gracia en los

ataques y contragolpes aquí Platón desplegaba una fuerza bruta. Moviéndose con

una agilidad sorprendente en alguien tan robusto empezó a golpear repetidamente

a su rival sin preocuparse por mantener la guardia.

No puede aguantar mucho tiempo así, pensó, si no consigue derribarlo pronto

terminará agotándose y ofreciendo el cuello como un buey en el matadero.

-¡Resiste, Campurés! –le gritó excitadamente Tomás al jorobado. El joven

deseaba evidentemente que la pelea se prolongase algo más.

El muchacho no era rival para Platón. No tuvo tiempo ni habilidad para cansar a

su enemigo ni mantenerlo a distancia. En una rápida sucesión de mandobles el

llamado Miguel se encontró en el suelo sangrando abundantemente por una herida

en la ceja. Su rival se colocó encima, resoplando ruidosamente por el esfuerzo

mientras levantaba un brazo en señal de victoria.

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El momento pasó y los dos muchachos abandonaron el centro del patio. Oyó que

lo llamaban y de forma casi involuntaria se adelantó. Enfrente esperaba ya su

adversario. No había oído su nombre, pero podía observarlo ahora con

detenimiento. Tricomeres había escogido un buen luchador, de eso estaba seguro.

El muchacho parecía equilibrado y sereno mientras le contemplaba fijamente. Con

la señal de comienzo el otro atacó de inmediato.

Durante los primeros intercambios se sintió torpe. Intentó ser cauteloso al

principio, esperando que surgiese la oportunidad. Su rival debía tener al menos

cinco años más y eso se hacía notar en el vigor de sus golpes y en la decisión de

sus movimientos. Uno y otro se dedicaron a medir fuerzas con cautela estudiando

las respuestas del rival, su anticipación, los puntos débiles, aprendiendo algo que

sirviese en un momento posterior del combate.

Jorge desvió con dificultad un golpe dirigido a su rostro y con las dos manos

empujó con toda su fuerza para echar a un lado el bastón y dejarle sin defensa. El

otro giró sobre sí mismo y acertó a alcanzarle en el estómago. Sintió un dolor

agudo que le hizo caer hacia atrás. El chico se le echó encima. Medio cegado por

el dolor barrió el suelo para intentar alcanzarle en los tobillos. El golpe falló

porque su rival había adivinado su intención, pero fue suficiente al menos para

echarlo hacia atrás.

Jorge se incorporó tambaleándose, deteniendo a tiempo el impulso de palparse el

estómago. Nunca muestres a tu rival que su golpe ha sido certero, así le había

aconsejado el hermano José.

Sin embargo no podía engañar al otro. El muchacho había advertido que su ataque

había hecho daño. Mantenía la mirada alerta sin separar los ojos de su presa.

Intentó ganar tiempo retrocediendo. Movió su vara de un lado al otro para

mantenerlo a distancia. Respira, respira, pensaba febrilmente, tiene la ventaja del

tiempo. Un golpe más y estás en el suelo. Lo veía llegar, balanceándose sobre los

pies, moviendo el bastón de una mano a la otra sin permitirle tregua. Mordiéndose

los labios esperó. El chico golpeó arriba y abajo y siguió repitiendo contra la

defensa cada vez más debilitada, sintiendo la victoria más cercana.

Jorge le ofreció una guardia media, dejando desprotegida la pierna izquierda sobre

la que apoyaba el cuerpo. El chico golpeó con la punta del bastón en el muslo. El

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impacto fue muy doloroso. En la agonía que sentía giró ciegamente sobre sí

mismo para intentar evitar otro golpe en la cabeza. El muchacho se vio

sorprendido cuando ya se veía vencedor y paró el ataque con su bastón. En ese

momento Jorge se lanzó adelante para agarrar el arma de su rival con una mano

mientras lanzaba el suyo para golpear sin oposición.

El joven forcejeó desesperadamente durante unos instantes intentando recuperar el

control de su arma pero no pudo evitar ser golpeado en el brazo y las piernas. Con

un grito de dolor cayó al suelo. Un paso adelante y pisó el bastón para asegurarse

de no ser golpeado en la entrepierna. Después se encontró libre para tumbarlo en

un solo movimiento.

Tricomeres esperó un momento y luego admitió el resultado. “Suficiente”.

Jorge pudo entonces apartarse y abandonarse al dolor. Era tan intenso que le hizo

llorar mientras se acariciaba el estómago y la pierna, allí donde el castigo había

sido más rudo. Tomás se acercó a verlo y le hizo quitar la túnica y el pantalón

para examinarlo. El moratón de la pierna estaba tomando ya un color violáceo y el

dolor le hacía sudar. Tomás miró hacia Tricomeres e hizo un gesto negativo.

-Señor Teodoro, está acabado por hoy.

Tricomeres asintió. “Que se vaya a los baños y lo pongan en la piscina fría”.

Jorge se incorporó apretando los dientes y esperó que alguien le ayudase para

salir, pero nadie se movió.

El administrador advirtió su intención. “Si no sales por tu pie no habrás

completado tu victoria”.

Jorge se arrastró hacia la casa. Al pasar junto a Tricomeres éste se dirigió de

nuevo a él. “Maniaces, has ganado hoy y eso me ha sorprendido más de lo que

esperaba, pero sales tan dañado como tu rival. Si quieres vencer debes estar

preparado para luchar al día siguiente o serás tú el derrotado. El daño a tu

enemigo es importante, pero todavía lo es más que no acabes incapacitado para

aprovechar tu victoria. Ahorra tus fuerzas y las de tus hombres y te seguirán con

más devoción”.

No se sintió con fuerzas más que para inclinar la cabeza.

-Sí, señor.

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-Tu padre desea que nos ocupemos de educarte. Hoy Flabianas te ofrece la

primera lección. Ahora vete. El agua fría te ayudará a recuperarte.

Llegó cojeando hasta lo que allí llamaban las termas, una oquedad excavada en la

roca en los sótanos. La cámara apenas estaba iluminada por algunas antorchas, lo

suficiente para poder moverse hasta el agua. Entró lentamente, sintiendo la

frialdad gratificante en todo el cuerpo. Cerró los ojos intentando olvidar la

sensación de daño que le invadía. Durante un rato permaneció en silencio,

recobrando poco a poco la serenidad a medida que el dolor se suavizaba. Tomás

apareció por la puerta.

-He venido para comprobar si ya habías muerto –dijo con una sonrisa.

-Todavía no –le contestó –pero si tienes la amabilidad de esperar.

El escudero se sentó al borde, examinando con interés los golpes. “Has

conseguido sorprenderle, eso te lo concedo”.

-Es posible –le contestó con un hilo de voz –pero mira cómo estoy. Si mañana me

hace salir a luchar otra vez no tendré ninguna posibilidad.

-Me parece que habrá tregua, Ctenas es el mayor del grupo de los aspirantes a

escudero. Aunque no fuese el más habilidoso era un rival muy difícil para tí. Creo

que no te va a probar más por ahora.

-Así que pasé la prueba.

-Podría decirse.

Suspiró con alivio. La pintura del techo había perdido casi todo su color, ahora se

había dado cuenta. “Gracias Teotoco. No puedo recibir palizas todos los días y

aguantar vivo”.

Tomás sacudió el agua con la mano. “Deja de quejarte y descansa un rato aquí.

Las órdenes del señor Teodoro para tí son que salgas fuera a correr por los campos

tan pronto como estés recuperado. Cada día después de tus tareas tendrás que ir al

río a nadar. Hay que endurecer el cuerpo para estar preparado”.

-¿Cómo será a partir de ahora?”.

-Seguirás la jornada de los aspirantes a escudero. Por las mañanas trabajo en la

casa y los establos. Antes de la comida armas. Por la tarde más adiestramiento y

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luego carrera y natación hasta la hora de la cena. Vida sana y buena alimentación

para que os acostéis agotados y no tengáis fuerzas para sacudiros el miembro o

molestar a las muchachas.

“Oh, quién piensa ahora en pecar”, suspiró mientras se estiraba y hundía la cabeza

en el agua.

Tomás se echó a reir. “Pensarás. No solo hay hombres en Flabianas”, le dijo antes

de despedirse.

Durante las semanas siguientes la vida siguió al ritmo marcado por tareas y

ejercicios que le ocupaban de la mañana a la noche. Los hombres se ejercitaban en

una pradera delante del muro, en un lugar que llamaban pomposamente el campo

de Marte. Eso le dejaba poco tiempo para apenarse por su situación. A veces

echaba de menos el sosiego de Santa Ana pero sus obligaciones ocupaban su

mente todo el tiempo.

La intensidad del trabajo se redujo con la llegada de las primeras nevadas en

noviembre. El viento era duro y cortante en la meseta y las horas de luz cada vez

más escasas. En este tiempo los habitantes de Flabianas podían recluirse junto al

fuego durante las horas muertas, pero a pesar del frío la vida no se detenía. Por las

mañanas los hombres se adiestraban al aire libre en el patio para fortalecer el

cuerpo y acostumbrarse a los rigores de la vida de campaña.

En aquellos días hizo largas caminatas por los alrededores. A veces llegaba hasta

Timios Stauros con el tiempo justo para volver antes del cierre de las puertas. Le

gustaba calzarse sus raquetas cada tarde para caminar en solitario por la nieve.

Esas horas de soledad eran las mejores.

Al final de la tarde podía ir a las termas. En invierno a esas horas estaban

desiertas. Despojarse de sus ropas y sumergirse en las aguas se convirtió en su

placer favorito. En la última hora de la noche, la cena caliente y un rato junto al

fuego eran una agradable conclusión para cada día en una vida metódica y

ordenada con la que llegó a sentirse satisfecho.