ms 13 - chema rodríguez 13.pdfdocumentándome para escribir una crónica sobre la vida cotidiana de...

26
www.chemarodriguez.es 1 MS 13 Entre 2003 y 2004, viví en un suburbio de la capital guatemalteca, documentándome para escribir una crónica sobre la vida cotidiana de integrantes de la Mara 13, o Mara Salvatrucha. Estas páginas surgen de esa experiencia. LA CABEZA Una cabeza clavada en una pica, ésa fue la imagen que me empujó a escribir esta historia. La cabeza no tenía nada de particular excepto un rictus como de sonrisa irónica que, al parecer, es bastante común en los decapitados. Según afirman los entendidos, al separar violentamente la cabeza del tronco ciertos músculos de la cara se contraen y dejan en la víctima un gesto apacible que nada aporta sobre las circunstancias reales del suceso. Porque de ser así, de pretender los investigadores o los curiosos, que de todo hay cuando se trata de cabezas ensartadas, que el rostro ofreciese alguna pista, lo normal sería el mentón desencajado, la boca abierta y unos ojos a punto de explotar que mostrasen el horror de los últimos segundos de Julio César Beteta, capo del narcotráfico en la cárcel de Pavoncito, a las afueras de la Ciudad de Guatemala. Aquel 25 de diciembre, los voceros de diarios no anunciaban la gloriosa venida del Señor, sino la muerte de Julio César y dieciséis de los suyos. Una cabeza paseada como siniestro trofeo de guerra por el patio de la cárcel era el motivo de la fotografía que ilustraba uno de los reportajes. En el texto, el periodista afirmaba que las víctimas habían

Upload: others

Post on 05-May-2020

3 views

Category:

Documents


0 download

TRANSCRIPT

www.chemarodriguez.es

1

MS 13

Entre 2003 y 2004, viví en un suburbio de la capital guatemalteca, documentándome para escribir una crónica sobre la vida cotidiana de integrantes de la Mara 13, o Mara Salvatrucha. Estas páginas surgen de esa experiencia.

LA CABEZA

Una cabeza clavada en una pica, ésa fue la imagen que me empujó a escribir esta historia. La cabeza no tenía nada de particular excepto un rictus como de sonrisa irónica que, al parecer, es bastante común en los decapitados. Según afirman los entendidos, al separar violentamente la cabeza del tronco ciertos músculos de la cara se contraen y dejan en la víctima un gesto apacible que nada aporta sobre las circunstancias reales del suceso. Porque de ser así, de pretender los investigadores o los curiosos, que de todo hay cuando se trata de cabezas ensartadas, que el rostro ofreciese alguna pista, lo normal sería el mentón desencajado, la boca abierta y unos ojos a punto de explotar que mostrasen el horror de los últimos segundos de Julio César Beteta, capo del narcotráfico en la cárcel de Pavoncito, a las afueras de la Ciudad de Guatemala.

Aquel 25 de diciembre, los voceros de diarios no anunciaban la

gloriosa venida del Señor, sino la muerte de Julio César y dieciséis de los suyos. Una cabeza paseada como siniestro trofeo de guerra por el patio de la cárcel era el motivo de la fotografía que ilustraba uno de los reportajes. En el texto, el periodista afirmaba que las víctimas habían

www.chemarodriguez.es

2

sido mutiladas y quemadas, y que el líder de la turba asesina, en un festín orgiástico, se había comido el corazón palpitante de Beteta. Buen material para una novela de tinieblas conradianas o como alimento para el cine gore más cutre, pero nada nuevo. Era práctica habitual entre los antiguos mayas la de comerse el corazón de los guerreros enemigos, costumbre que los mareros, los pandilleros guatemaltecos, según el diario local, imitaban como homenaje siniestro a la historia de sus antepasados. Y mareros eran los asesinos del grupo de narcos. Los mismos mareros que venían aterrorizando al país desde hacía más de una década. La Mara Salvatrucha de Villa Nueva, especificaba el noticiero. Y uno de sus integrantes en particular: el Diabólico. Él fue quien encabezó la revuelta que terminó en fiesta gastronómica.

Una cabeza suelta, un tipo al que llamaban “El Diabólico”, narcos

masacrados por un puñado de pandilleros... elementos inmejorables para el inicio de una historia. Decidí empezar por los mareros. ¿Quiénes eran? ¿Cómo funcionaban esos muchachos que aprendían a disparar antes que a caminar y que raramente cumplían los veinte años, que vivían en pie guerra contra las pandillas rivales, jóvenes a los que se acusaba de realizar ritos satánicos, controlar barrios y poblaciones enteras, matar a sangre fría, estar involucrados en el tráfico de armas y de drogas, trabajar como asesinos a sueldo...? Y todo ello a la edad en la que el resto de los chavales alucinan con los videojuegos y el culo de Britny Spears, o como se escriba.

Preparaba en aquellos días un trabajo sobre historias para después

de una guerra, pretendía contar qué había sido de algunos de los guerrilleros y militares que combatieron durante 34 años en una contienda civil que dejó cerca de doscientos mil muertos y desaparecidos. Había militares y guerrilleros que ahora se ganaban la vida como cantantes, pastores evangélicos o proxenetas; los encontramos dedicados al tráfico ilegal de arqueología maya,

www.chemarodriguez.es

3

enfrascados en la política y, unos cuantos, muy pocos, en la cárcel. Existían, incluso, ex guerrilleros y ex militares que se habían asociado para crear bandas especializadas en el tráfico de drogas, en el robo de coches de lujo o en el secuestro express, una práctica muy de moda que consiste en retener a la víctima durante unas horas, hasta que la familia o el propio retenido paga una cifra fácil de conseguir, dos o tres mil dólares. Los mareros eran demasiado jóvenes para haber combatido, pero habían crecido en el epicentro de las causas del conflicto.

La paz se firmó en 1996, pero no fue más que un apaño entre élites

de poder. Los líderes guerrilleros y militares, con la complicidad del poder económico, decidieron que la política de la guerra ya no era rentable, que en el contexto de un mundo sin guerra fría, los fondos de ayuda internacional al desarrollo no llegarían sin la foto de la firma. Poco importaba que las masacres de poblaciones enteras, mujeres y niños incluidos, ordenadas por la cúpula militar, quedasen impunes, que la estrategia suicida de la comandancia guerrillera durante la guerra llevase al desastre, al exilio o la muerte a esas mismas poblaciones campesinas, y también sin consecuencias; poco importaba que fuese tarea sencilla comprar jueces y fiscales, que la mafia del narcotráfico estuviese dirigida por militares y funcionarios del estado, que en las zonas rurales y en las áreas marginales de la ciudad de Guatemala la mitad de los niños no estuviesen escolarizados o el sistema fuese tan precario que cuando existe la escuela el maestro se ha marchado porque el gobierno no le paga, que la salud pública fuese una quimera porque, uno tras otro, los responsables de la Seguridad Social hubiesen robado el dinero de sus arcas y, para los enfermos, comprar los medicamentos con los que curar una pulmonía equivaliese al 20% del salario mínimo. Poco importaba que miles de niños vagasen por las calles enganchados al pegamento y la limosna. Poco importaba todo eso, lo que importaba era la foto. El acuerdo de paz se redactó cargado de buenas intenciones que pretendían convertir Guatemala en el

www.chemarodriguez.es

4

florido eslogan del reclamo turístico: “El país de la eterna primavera”. Pero fue papel mojado, no hay en él mecanismos creíbles que pudieran hacerlo realidad. Diez años después de aquella mascarada, la imagen que realmente define el estado de las cosas en Guatemala es la foto de la sonrisa irónica de Beteta clavada en el extremo de una pica.

Los números más optimistas hablan de un ejército de entre

150.000 y 200.000 jóvenes guatemaltecos integrados en las maras, y de un número aún mayor con potencial de hacerlo en el futuro. Son muchachos educados en una cultura de la violencia que anula el respeto por la vida, la propia y la ajena, que coquetea con la muerte y hasta la venera, que no temen a nada porque nada les importa, excepto el presente y la propia mara, su familia. Morir por la mara, por el barrio, es un honor. Los guerrilleros y los militares perseguían unos objetivos, defendían intereses e ideales, y podían negociar con ellos; los mareros no pretenden acceder al poder ni cambiar el mundo, su lucha es nihilista y autodestructiva.

Cuando inicié las gestiones para contactar con la Mara Salvatrucha

de Ciudad del Sol, en Villa Nueva, creía que nos enfrentábamos a un trabajo más de los que componían el puzzle de la Guatemala post-bélica. No imaginaba hasta qué punto, esta historia, en la que Beteta sólo sería el primer muerto, se adueñaría de mi tiempo y de mis obsesiones, de cómo me haría cambiar la percepción del país, del ser humano y de mí mismo. Después de tres lustros visitando Guatemala con una regularidad interesada, el tiempo en que viví alojado en las entrañas de la primavera perversa fue uno de los más intensos de mi vida. Éste es el relato de un viaje que no podría volver a realizar.

www.chemarodriguez.es

5

EL SOLDADO

Al entrar en la Ciudad del Sol, el Moreno desaceleró. En cada esquina, una pintada con las letras MS y el número 13 marcaba el territorio de la Mara Salvatrucha. Era sábado por la tarde, un sábado plomizo que anunciaba lluvia. Desde las puertas y ventanas de las casas acechaban miradas furtivas que caían al paso del vehículo. Las calles del barrio aparecían desiertas, quizás por el día o quizás por la hora, desiertas de transeúntes, que no de vigías asentados y armados con fusiles M16 y AK47 en las terrazas de algunos edificios; eran casas bajas, de una sola planta y algo destartaladas, adornadas con grafitis y dibujos en los que se representaban garras y cuernos de diablo, lápidas con nombres de salvatruchas muertos y una frase que se repetía en cada muro: “Aquí paran y controlan los Coronados Locos”. Además de los vigilantes de las terrazas, pronto se hicieron visibles media docena de muchachos jóvenes, apenas adolescentes, que recorrían las calles arriba y abajo montados en minúsculas bicicletas con las que alcanzaban velocidades de vértigo para pasarse el mensaje unos a otros: “Llegó el Moreno”.

Conocí al Moreno por medio de Emilio Gougod. Lo peor que se

puede decir de él, de Emilio, es que se queda dormido en medio de las conversaciones y que se codea con los presidentes de la República. Participó como mediador entre el gobierno y los mareros en el motín de Pavoncito, por eso me puse en contacto con él. Cada vez que preguntaba, me encontraba la misma respuesta: “si quieres algo con los mareros, Emilio es tu hombre”. Su trabajo consiste en tratar de sacarlos del subsuelo social para integrarlos en la sociedad productiva. Ha estado en la cárcel por razones políticas y en la cárcel conoció al

www.chemarodriguez.es

6

Moreno, un tipo grande, de color indefinido, aunque tirando a oscuro, bien vestido y con aires de rapero neoyorkino. Oficialmente, ex marero en proceso de rehabilitación. Su función: encargado de las relaciones con el mundo exterior, una especie de Ministro de Asuntos Exteriores de la Mara Salvatrucha. En realidad: el hermano del Soldado. El Soldado era quien esperaba al final de la calle, apoyado en un poste de una de las porterías del campo de fútbol que marcaba el límite de la Ciudad del Sol. Agarraba un litro de cerveza con la mano derecha y un porro de marihuana con la izquierda. Esperaba sin camisa, mostrando con orgullo una incipiente tripa cervecera y la colección de tatuajes que le cubrían torso, brazos y espalda. En el pecho se podía leer: “Mara Salvatrucha”. En el cuello, en forma de collar, también se había tatuado la divisa. En el hombro izquierdo, se veía a un hombre y una mujer haciendo el amor, y en el derecho, una garra de diablo junto a una mujer que representaba a su madre. En la espalda, una pequeña calavera por cada rival de la Mara 18 que había abatido. Faltaban algunos, ya no le quedaba espacio. A su lado, a modo de guardaespaldas, esperaban otros tres muchachos algo más jóvenes que el Soldado, no llegarían a la veintena, y también con el cuerpo cubierto de tatuajes. El más alto de ellos lucía una enorme MS que le ocupaba el rostro como una máscara alfabética.

—A los españoles habría que matarlos a todos —espetó el Soldado a modo de saludo. Los demás rieron la gracia. —... Pero no hay que empezar hoy, ¿verdad? –contestó el Vuke, mi compañero de viaje, con una sonrisa y sin dejarse amedrentar. —¿Fumas? –el Vuke tomó el porro, le dio dos caladas y me lo pasó.

El Soldado era el jefe de la clica (banda) de los Coronados Locos, y

uno de los líderes fundadores de la Mara Salvatrucha en Guatemala. Vivió en Los Ángeles y fue allí donde comenzó la carrera delictiva. Con

www.chemarodriguez.es

7

tan sólo doce años mató a su primer hombre, un chavala (rival de la Mara 18) cuyo sacrificio le sirvió para ser aceptado como miembro numerario del grupo. Pero no se trataba de uno más, el Soldado demostró desde el primer momento tener madera de jefe, carecer de escrúpulos, estar dispuesto a todo para lograr sus objetivos. Y el primero de ellos fue regresar a Guatemala en los años noventa con el fin de poner en marcha una de las primeras clicas de la Mara Salvatrucha. Esto ocurrió cuando tenía quince años, y su hermano, el Moreno, le seguía y secundaba con la admiración que se profesa a un semi Dios con los huevos bien puestos. Es probable que en aquellos días aún no portase el ridículo bigotillo que le situaba más cerca de Cantinflas que de Al Capone.

El Soldado y el Moreno pronto encontraron en la Ciudad del Sol al

grupo de correligionarios que les permitirían poner en práctica lo aprendido en California. Ahí estuvieron desde el comienzo el Diabólico, el Chapín, el Travieso, Brown, Shadow... Estos dos últimos, Brown y Shadow, que era quien cubría su rostro con un tatuaje de la MS, acompañaban al Soldado la tarde en que lo conocimos. Al tercero lo llamaban Psico. No sabía lo que duraría la entrevista o si aquellos tipos apostados en los tejados tendrían que repeler un ataque de los chavala con nosotros por medio, por eso me esforcé desde el primer momento en hacer preguntas trascendentes sobre lo dura que fue su infancia, la fuerza interior que los impulsa a matar o la veracidad de las acusaciones de realizar ritos satánicos, pero, a ellos, lo único que les importaba era el Real Madrid, saber nuestra opinión sobre si Ronaldo era o no el mejor jugador del mundo o si Raúl volvería a ser el que fue. El punto de inflexión, el encuentro definitivo, se produjo cuando nos pusimos a hablar de tatuajes. Ellos mostraban con orgullo los suyos: calaveras, enormes y barrocas MS repartidas por la geografía de sus cuerpos, en las piernas, en los brazos, en la cara... lágrimas cayendo de los ojos, garras, rejas o frases como “perdóname madre por mi vida

www.chemarodriguez.es

8

loca”. Supieron que podían confiar en nosotros cuando el Vuke sacó los

suyos. En la espalda, un arlequín algo desdibujado. En el omoplato izquierdo, un murciélago. Desde el cuello hasta el hombro derecho, unas letras chinas de las que quisieron conocer el significado, “Mara Salvatrucha”, les dijo el Vuke. No lo creyeron, pero les hizo gracia. El que más les impresionó fue el que cubría la parte exterior de su hombro izquierdo: un llamativo símbolo de contaminación radiactiva. Y es, posiblemente, el que más se adapta a su personalidad. Con lo que el Vuke se ha metido en el cuerpo, entre líquido, sólido y gaseoso, lo honesto es advertir a quien se acerca del peligro que corre. Un servidor no se atrevió a presumir de su único tatuaje por lo intrascendente del motivo y lo poco viril de la ubicación.

La escena de los tatuajes mostrados como heridas de guerra nos

valió una invitación a la casa del Soldado, situada en un callejón cercano al campo de fútbol. De camino, el Soldado se detuvo a pedir seis litros de cerveza Gallo en una tiendita incrustada en el frontal de una vivienda. El dependiente era un joven indio que atendía detrás de unas rejas cuyos barrotes dejaban el espacio justo para pagar y sacar las botellas. Pero el Soldado no pagó, repartimos la carga y seguimos adelante. En la única esquina que doblamos, Brown y Shadow se adelantaron con un estilo muy jolibudiense para comprobar que no había moros en la costa. Psico cubría la retaguardia pistola en mano. Al llegar, Brown tocó con una contraseña y entramos sin dilación, como si nos persiguiese alguna fuerza invisible. Por momentos sentía que se trataba de una cuidada puesta en escena para impresionarnos. Tendría tiempo de comprobar que no era así.

En la casa, también mandaba el Soldado. En esa casa y en las otras

donde mantenía al resto de amantes y esposas. Con Brenda había

www.chemarodriguez.es

9

tenido a Jerson David, de cinco años, y a Ulises Abigail, de uno. Con Marixa, a Sherling Daniela, de dos; y con la Tani, también marera, a Antonio Josué, de apenas unos meses y que lloraba en el momento de nuestra llegada como si le estuviesen arrancando una pierna. A pesar del escándalo, la Tani, la madre del Soldado y un montón de familiares difícilmente identificables, veían la televisión en un cuarto diminuto y vaporoso que vaciaron sin levantar una ceja al vernos entrar.

Tanto el cuarto como el patio y el resto de habitaciones que pude

observar a primera vista mostraban un aspecto descuidado y provisional, con planchas de lata y cartones cubriendo espacios aquí y allá. Ni el mobiliario ni las ropas de los niños ni el espacio en que parecían hacinarse unos sobre otros mostraban señales de opulencia. Si nos encontrábamos ante un líder de la delincuencia juvenil al mando de un ejército que controla los negocios más sucios, no parecía tratarse de un asunto muy rentable. Sólo dos detalles desentonaban con el perfil austero del paisaje: la enorme televisión de pantalla plana que el Soldado apagó nada más entrar y el sofisticado equipo de música que encendió a un volumen improbable para competir con el caos de ruidos que lideraba el llanto de Antonio Josué.

Los niños y las mujeres se esparcieron por el resto de la casa y

nosotros nos hicimos fuertes en la habitación. Después de liar unos porros, el Soldado sacó la cedetera para que oyésemos, uno por uno, los discos que componían la banda sonora de su vida. En primer lugar, Vico C, un cantante puertorriqueño de hip hop que pone letra y música a las andanzas de los pandilleros latinoamericanos.

Escuchá esto, muchá...

“Ha pasado el tiempo y han cambiado muchas cosas, han surgido

nuevos cantantes y nuevas modas —el Soldado recitaba cada frase

www.chemarodriguez.es

10

adelantándose y con los ojos cerrados—, pero el mundo sigue teniendo la misma escena: alegría, pero también tristeza; amor, pero también odio—. Los demás asentían con la cabeza, de pie, marcando el ritmo con el cuello y las manos—. Y éste que les habla ha caminado sobre valles de muerte, conociendo las dos caras de la vida y recopilando episodios para traerlos estos días y sembrarlos en tu conciencia. Ha pasado el tiempo y han cambiado muchas cosas, ayer estuve muerto y hoy vivo. Diya, diya, diya... tratan de quedarse con mi asiento, pero sé que sigo siendo el más violento...”.

Después de Vico C, el Soldado interpretó a Bob Marley, algo de

Rap mexicano y a un cantante de baladas terroríficas, también mexicano, llamado Marco Antonio Solís: “Mi vida eres tú, y solamente tuuu”. Mientras el Vuke y el Soldado cimentaban una sincera amistad con el nexo común de los gustos musicales, yo me entretuve charlando con Brown, Shadow y Psico, el Moreno salió de la habitación tras el primer tema de Marco Antonio Solís y, con la excusa de ir al baño, no regresó. Brown llevaba tatuado a lo largo del pecho la siguiente frase: “cuando la muerte me sorprenda, bienvenida sea”. De ojos profundos y mirada oscura, su rostro era el retrato robot de un asesino. Luego, en la distancia corta, ganaba adeptos: sonreía con cierta ternura y pedía el porro por favor. El porro que sostenía entre sus dedos mediría unos 20 centímetros. Quizás fue la marihuana lo que le inclinó a hablarme de Dios. “En mi mente lo imagino como lo he visto en la tele. En las películas dicen que el bato (tipo) fue así o tal vez fue de otra manera, pero de que existe, existe, ¿me entendés? Lo sé porque se han visto ondas de que la banda le pide cosas y el bato las cumple”.

Psico tampoco le tenía miedo a la muerte, pero sí a Dios. “La bestia

es quien me protege y quien me pide más. He matado a unos veinticinco hombres. De ellos, cinco inocentes, el resto: chavalas. A los chavala, los miro y se mueren, a güevos, es la ley, para eso me metí

www.chemarodriguez.es

11

aquí, pa matarlos. Cuando mato no siento nada. Con los inocentes, al rato me arrepiento, pero con los chavala o con los que faltan el respeto al barrio, ni mierda”. Brown se especializaba en trabajos de sicario (asesino a sueldo) cobraba entre 500 y 5.000 quetzales (1 euro=10 quetzales), dependiendo de la dificultad del trabajo y de la coyuntura financiera del asesino. Shadow no hablaba, se mantenía oculto tras su máscara. El Soldado, como buen jefe, era el que contaba con una biografía delictiva más compleja, medio centenar de “muertitos”, afirmaba. La mayoría rivales de la 18, pero también asesinatos por dinero, policías o homies (compañeros) que abandonaron el grupo sin permiso. Su última víctima había muerto cuatro días antes, alguien que se negó a pagar la renta (el impuesto).

Ya algo colocado, segundos después de contar cómo asesinó a

aquel hombre, con los ojos llenos de lágrimas, y no por remordimientos, sino por la emoción del tema, el Soldado comenzó a tararear a José Luis Perales como homenaje a nuestra presencia: “... y se marchó, y a su barco le llamó Libertad, y en su rostro descubrió unos oooojos, ay ay ay, azules como el mar...”, se la sabía de memoria. Mientras escuchábamos la canción, sonaron golpes en la puerta. Nosotros no los oímos, pero sí el Soldado, que mandó bajar el volumen e ir a mirar. Psico salió y regresó al instante.

—Es la Yesenia, quiere platicar con vos —dijo de forma displicente al entrar de nuevo en la habitación.

El Soldado salió desganado y le vimos abrir la puerta para que la

chica entrase al patio, pero sin dejarla pasar de ahí. Era ya de noche. En la penumbra se intuía una mujer joven de formas sensuales que, por los gestos, parecía agitada. El Soldado también gesticulaba de forma agresiva. No oíamos lo que hablaban porque Perales y su barco llamado Libertad navegaban de nuevo a todo volumen en medio de la tormenta.

www.chemarodriguez.es

12

Pocas veces he deseado tanto un naufragio como en aquel momento. Pero las aguas se calmaron y el Soldado regresó.

—¡Que coma mierda ese cabrón! —entró diciendo—. No me viene la muy puta a pedirme que le mandemos dinero a la cárcel al pendejo del Chapín. ¡Que aguante verga como la hemos aguantado todos! A ésa lo que le pasa es que no se la chiman (follan) bien chimada. Esta noche iré a visitarla y verán como se le quitan las ganas de que salga su macho.

La discusión parece que lo puso cachondo y dio pie a la gran

revelación de la noche. Una vez con los genitales en la mano para que no quedase duda sobre lo que Yesenia necesitaba, aprovechó la inercia, se abrió la bragueta y puso su generosa hombría encima de la mesa. Iba a enseñarnos el arma secreta, que no era una nueve milímetros ni una escopeta de cañones recortados, sino una canica que se había introducido en la base del pene, entre la piel y la carne. Se lo vio a un compañero en la cárcel y quiso tenerlo también. El método quirúrgico era poco sutil, pero sí muy práctico. Nos lo explicó agarrando su miembro con la mano izquierda mientras con la otra formulaba los gestos didácticos.

—Se afila la punta trasera de un cepillo de dientes y se clava aquí –señalando la base del pene por la parte de arriba—. Entonces es cuando hay que echarle huevos y apretar duro, hasta traspasar las siete capas de piel que tiene la verga. En el agujero se mete el cinco (canica) y cerramos la herida con una cuerda —Sólo de oírlo entraban escalofríos. —Y todo eso... ¿para qué? —pregunté. —Cuando cogés (follas), a ellas las vuelve locas. Al entrar y salir la verga, el cinco pega justo en el clítoris. —Movía las caderas imitando el jugueteo de la penetración—. Yo debí hacer algo mal porque a

www.chemarodriguez.es

13

veces se me mueve para un lado, pero entonces agarro a la jainita (chica) y la volteo también –giraba en el aire a una mujer invisible mientras seguía moviendo las caderas—. ¡Ay, papito, cómo me gusta, ay papito, qué rico lo hacés!... ¡Y todas repiten! –se detuvo en seco y guardó la muestra—. En la cárcel vi a un bato que tenía cuatro cincos, uno arriba, otro abajo, otro a la derecha y otro a la izquierda, así podía coger rico en cualquier postura.

La velada comenzaba a decaer cuando entraron por la puerta el Güevón, el Casper y Baxter. Se saludaron como se saludan entre ellos, chocando las manos al tiempo que dibujan con los dedos un número trece. El Casper y Baxter eran dos little homies, jóvenes aspirantes a mareros que hacen méritos para ser miembros de pleno derecho. Pasado ese tiempo de prueba, dan el brinco, son aceptados. El Güevón ya había brincado. Era bajito y gordo, ovalado más bien. Sobre el estómago, inconmensurable, había tatuado una enorme MS que perdía el color por las estrías laterales. Vestía un pantalón azul de los Houston Rockets y una gorra negra de los Miami Heats; caminaba sin camisa, mostrando el barrio orgullosamente. Su rostro de buenazo regordete no pegaba nada con el enorme fusil de asalto que le colgaba del hombro y que tiró enfadado encima de un sillón al entrar.

—Esta mierda no sirve... Al caer, media docena de balas rodaron por el suelo de la

habitación que, a esa hora, con la mesa a rebosar de botellas de cerveza y el humo de la marihuana clavado en las paredes, parecía el reservado de una cantina de Tijuana. Las balas cliquearon contra el suelo y al Soldado le cambió el rostro como si le hubiesen dado un puntapié en los riñones. Enrojeció. Por primera vez, sentimos temor por lo que pudiese ocurrir.

www.chemarodriguez.es

14

—¿Qué putas hacés, eh? ¿Qué putas hacés? —se dirigió al Güevón, petrificado por la mirada del Soldado, que pasó unos segundos en silencio, segundos de los que anuncian desastres. El Güevón callaba—. No vuelvas a hacer eso nunca más, ¿me entendés?, nunca más. Esta mierda, como tú la llamas, te salva la vida cada día —volvió a callar sin retirar su mirada paralizante del Güevón—. Recogé las balas y seguíme, que vas a ver si esta mierda sirve o no sirve. Y vosotros también, seguidme —se refería a nosotros, que no sabíamos si las piernas responderían al levantarnos.

Pero le seguimos. Me preguntaba por lo que iba a pasar. Lo de

matar al Güevón era demasiado obvio, respondía al tópico de lo que ocurría en las películas de gángsters cuando un subordinado cabreaba al jefe de la banda, pero, aunque el Soldado parecía estar lo suficientemente chalado como para hacer algo así, no tenía pensado matarlo. Salimos todos a la calle y a unos metros de su casa, junto a la puerta de los vecinos, metió las balas en el cargador, lo encajó en el rifle de un golpe seco y empezó a disparar al aire.

Ratatatatatata, ratatatatata, ratatatatata... —¡¡¡ ¿Sirve o no sirve, eh, hijoeputa? !!! Ratatatatatata, ratatatatatatata, ratatatatatata... Debían de ser las once o las doce de la noche y los tiros retumbaron

en las calles desiertas como una avalancha de chatarrería. A ningún vecino se le ocurrió salir a protestar. Al parecer, cuando el Soldado se emborrachaba o algo lo enfurecía, tenía por costumbre salir a la calle a pegar unos tiros al aire. A veces, los ataques de alcohol o de cólera se saldaban con algo más que un estruendo de balas perdidas.

www.chemarodriguez.es

15

La orgía de metralla calmó los nervios del Soldado, que me invitó a

disparar para demostrarle al Güevón que hasta un inútil podía hacer funcionar “esa mierda”. Decliné el gentil ofrecimiento de la forma más elegante que pude y aprovechamos la coyuntura para iniciar la retirada. Con el delirio del alcohol, la pólvora, los tatuajes y las canciones compartidas, en la despedida, el Soldado se abrazó a nosotros ofreciendo su casa, sus mujeres y sus balas para lo que creyésemos oportuno, tenía vía libre para regresar cuando quisiese y realizar el trabajo. ¿A cambio de qué? ¿A cambio de un fajo de dólares nuevos y sin numeración correlativa? ¿A cambio de permitirle hacer unas declaraciones incendiarias? No, a cambio de unas camisetas originales del Real Madrid. Las que vendían en los mercados y tiendas locales eran burdas imitaciones y ellos querían las de verdad. Estaban pensando apuntarse a un torneo de papi fútbol (fútbol sala) que se organizaba en Villa Nueva y querían impresionar al resto de participantes con esas camisetas. No me cabe la menor duda de que los contrarios iban a sentirse impresionados al comprobar quiénes eran sus rivales. Pero, sobre todo, por nada del mundo quisiera verme en la piel del árbitro que pitase los partidos.

Había tardado dos meses y medio en lograr aquella cita, setenta y

cinco días de pasos en falso y contactos fallidos. Desde el principio, la prioridad era el grupo de los Coronados Locos, pero manejaba la alternativa de otros grupos que no llegaron a concretarse. Conocí al Moreno cuando faltaban tres semanas para terminar el trabajo. En esas semanas, él había jugado conmigo concretando varias citas a las que aparentaba no acudir. Más tarde supe que, mientras nosotros esperábamos, él y el Soldado nos vigilaban para saber quiénes éramos. Últimamente, el gobierno estaba usando a los mareros para justificar el incremento del ya de por sí alto índice de criminalidad en Guatemala. En los principales ministerios del gobierno se habían afianzado

www.chemarodriguez.es

16

miembros destacados de una red de civiles, ex militares y militares en activo que manejaban los hilos del crimen organizado: narcotráfico, secuestros, tráfico de armas... Esta red no sólo usaba a los mareros para pequeñas chapuzas, sino que ahora pretendía desviar la atención de la opinión pública culpando a las pandillas de cuanta sangre se vertía en el país, y no era poca.

Ellos parecían interesados en dar su propia versión de lo que

estaba ocurriendo. Se trataba de una buena coyuntura. El único problema era que el Moreno y el Soldado, con sus lógicas precauciones, habían agotado el tiempo de que disponía. Al día siguiente de aquella noche loca volé hacia España. Lo hice con el convencimiento de que la historia merecía el regreso. Y regresamos varios meses después. La sincera invitación del Soldado nos empujó a dirigirnos directamente al barrio, sin intermediarios. Era de noche, un día de diario, y en las calles de la Ciudad del Sol se vivía una animación que no había observado en la anterior visita, quizás porque no era sábado o quizás por otra razón. Los últimos doscientos metros fuimos escoltados por dos muchachos en bicicleta que miraban a través de los cristales para tratar de reconocernos. Aparcamos cerca de la tiendita del indio. No se veía a ninguno de los homies en los alrededores y caminamos hacia la casa del Soldado con la inconsciencia de un principiante. Antes de cruzar la esquina, cayó sobre nosotros una marabunta del infierno. Clac, clac, clac. No entiendo de armas, bueno, ahora entiendo un poco más, después supe que la pequeña ametralladora que cargaron sobre la espalda del Vuke era una Mini Uci.

—¡¡¡Truchas, truchas... son los dos pelones (calvos) españoles de la otra vez!!! —de lo más profundo del callejón salió la voz salvadora de Brown para calmar los ánimos. A nuestro alrededor se agolpaban media docena de adolescentes armados de dudosas intenciones—. ¿Qué putas hacen aquí? ¿Cómo se les ocurre venir sin avisar? Si no

www.chemarodriguez.es

17

ando cerca, ahora mismo estarían muertos. —La actitud de Brown era muy distinta a la de antes, se le veía realmente contrariado con nuestra presencia.

—El Soldado nos dijo que podíamos venir... —balbuceé. —El Soldado ya no está —no me dejó terminar—. Se murió hace

dos meses. —¿Se murió? ¿Cómo que se murió? —en un tipo como el Soldado

no debía extrañar tanto que estuviese muerto, pero me pilló a contrapié.

—Sí, se murió, lo mataron —confirmó Brown. —Murió de muerte natural —dijo un muchacho de pelo rizado,

bigotillo incipiente y ojos hinchados por la marihuana—. Lo natural es morirse cuando te dan siete tiros en la cabeza, ¿no? —terminó el chiste que nadie rió.

—¿Y ahora? —pregunté. —¿Y ahora qué? —preguntó Brown, a su vez. —¿Quién manda ahora, quién es el jefe? —No hay jefe, las cosas han cambiado. Ahora mandamos todos.

No había jefe, al menos eso decía Brown, que nos invitó a

abandonar el barrio con el estilo pulcro y formal que le caracterizaba. Antes de irnos se comprometió a conversar con el resto del grupo para estudiar la posibilidad de recuperar el ya caduco permiso de paso. Apuntó el número de nuestro teléfono móvil y pidió a uno de los muchachos que diese orden a los little homies de escoltarnos hasta la salida de la Ciudad del Sol.

Cuando las cosas marchan mal, Emilio Gougod es tu hombre. Él

abre y cierra puertas con la facilidad de un prestidigitador, y en el laberinto de la primavera perversa, conocía como pocos las señales del camino. Emilio nos confirmó la muerte del Soldado.

www.chemarodriguez.es

18

“Tenía una cita en la zona 5 y, de camino hacia allá, otro vehículo le alcanzó y lo ametrallaron en la calle a plena luz del día. Hay tres teorías sobre quién lo hizo: la policía secreta, que justifica su ineficacia matando a los mareros más molestos; una banda de narcotraficantes con los que el Soldado estaba relacionado, o la propia mara, por luchas internas de poder. En esa clica, hay ahorita una ausencia de mando total; se murió el Soldado, sacamos al Moreno del país, rescatamos a Sergio y los que se quedaron ahí fueron el Chapín y el Pistolitas. El Chapín es alguien muy especial que no he terminado de situar y el otro, el Pistolitas, es un asesino sin más. Nunca ha pertenecido realmente a la clica, se dedicaba más a sus propios negocios, pero desde que murió el Soldado parece que no sale de allí. ¿El Brown? No sabría qué decir de él, siempre se mantuvo muy cerca del Soldado, pero ahora también lo está del Chapín y el Pistolitas”.

Emilio nos presentó a Sergio, el Travieso, uno de los primeros

muchachos que el Soldado captó para la mara al volver de los Estados Unidos. Cuando lo conocimos cargaba una Biblia, un libro de derecho penal y varios cuadernos. Sus ropas eran como las de cualquier otro joven de su edad y estaban pensadas para disimular los tatuajes que se intuían por debajo. Ya no le convenía mostrarlos. Había abrazado una confesión evangélica y, ayudado por Emilio, había conseguido trabajo en la Procuraduría de Derechos Humanos. Su vida como marero formaba parte del pasado, pero hablaba de ella sin timidez y con algo de nostalgia.

“La primera vez que maté a alguien me temblaba la mano, pero ni

modo, no había de otras. Yo quería ser de la pandilla. Me metí una nueve en la cintura y subí a la bicicleta. Fui directo a una colonia de puros dieciochos. Venía conmigo el Soldado para cubrir la salida. Llegamos y allí estaban ellos vacilando con su musicón y todo. Como de a un metro, los empecé a disparar y sólo miraba cómo caían. Se

www.chemarodriguez.es

19

murieron cinco. Luego salimos huyendo entre las callejuelas. Para eso sirven las bicicletas, para huir rápido por calles en contra de la vía. De esa manera no podía perseguirnos la policía. Volvimos y dijimos: va pues, otra victoria para el barrio, simón (sí, vale, está bien). Todos me dijeron que esa noche no podría dormir, pero nel (no), dormí como nunca. Ya era uno más y mi placa estaba bien alta. Le tomé tanto gusto que algo dentro de mí pedía más y más. Dejaba que pasasen dos o tres días, la policía, las investigaciones y demás, y volvía a matar. Era el diablo quien se apoderó de mí. Empecé a asaltar de seguido y a tener ingresos, a comprar ropa y beber licor. Llegábamos a las tiendas y las vaciábamos, a llenar costales de leche, cigarros, jugos... asaltábamos camionetas (autobuses), gasolineras, a peatones... pero siempre en otros barrios. En el nuestro, suave. La gente pagaba su renta y nosotros les dábamos protección frente a otras maras. Al que entraba, lo matábamos, al que no pagaba la renta, también. Hubo otra pandilla en el barrio que quiso suplantarnos y los matamos a todos. Nos ganamos el respeto. Se nombraba a los Coronados Locos en todo el país, en los periódicos, en las calles...”.

Hablaba de todo ello en pasado, como si su salida de la pandilla

hubiese supuesto el fin de la historia. No era así, la historia continuaba con la misma o mayor intensidad. Cada día, los periódicos locales llenaban páginas y páginas de robos, asesinatos, extorsiones o motines en los que la mara, supuestamente, estaba involucrada.

“El Soldado, el Moreno y yo éramos los que dirigíamos la cosa.

Íbamos a menudo al Salvador y a Honduras para reunirnos con los otros jefes y montar estrategias comunes. Venían gentes de Los Ángeles y nos admiraban porque manejábamos muchas armas de alto calibre: AK47, M1, M16, Mini Uci... y todos andábamos ya con una nueve en la cintura. Yo agarraba una en cada mano y decía: -¡simón, esta onda sí es de aquéllas, vaya pasada! Cuando libábamos con el Soldado, nos

www.chemarodriguez.es

20

poníamos a disparar: ¡¡¡pam, pam, pam, pam!!! Una vez le dije al Soldado:

—Mirá vos, cuando te maten, yo voy a llevar la ranfla (coche y también dirección de la mara), y él me decía: —Órale, carnal, solo que no la lleves muy acelerada porque, si no, te vas a estrellar.

Yo estaba fuera cuando él se murió, si no, ahora sería el jefe. El año

pasado tomé la decisión de retirarme. Algunos se malearon. Dijeron: —Nel, ¿cómo así? Yo les dije: —Simón, ya viví lo que quería vivir, fui un gángster. Ahora quiero

tener esposa e hijos, no quiero esto para mis hijos. Quiero tener una familia tranquila.

No tenía novia ni hijos, pero empecé a pensar que algún día los tendría. No quería estar en ese rollo porque ya sentía que la llevaba cerca. Dije a los homies que quería mi quebrada (permiso para salir). Sabía que me la tenían que dar porque llevaba diez años en la pandilla. Algunos se opusieron y amenazaron con matarme, pero el Soldado puso los huevos encima de la mesa y dijo que era libre para hacer lo que quisiera siempre que cumpliese con mi promesa de servir a Dios y respetase al barrio. Aquél sí era de a huevo, un bato bien de aquéllas; fuimos perros, dábamos la vida el uno por el otro. Era más que un hermano. De él aprendí a dar la vida por los otros homies. Me decía:

—Una pandilla tiene que ser fuerte en cuatro cosas: la economía, las armas, el respeto y el territorio, y para eso hacen falta soldados que sobrevivan en la guerra.

Su entierro fue la mayor aglomeración de gente que se ha visto nunca por aquí. Vinieron cientos de personas que lo acompañaron hasta la tumba. Me dolió mucho su muerte porque ya estaba fuera y me decía, ¿qué hago?, no puedo hacer nada, ya no puedo vengar su muerte,

www.chemarodriguez.es

21

aunque lo deseaba con todas mis fuerzas. Fueron días difíciles para mí, días en que dudé en tirarme a la calle y matar a sus asesinos. Lo vi en la morgue con siete bombazos en la cabeza y...”

Sergio se emocionó y apretó los dientes al decir estas últimas

palabras, como si estuviese a punto de romper a llorar, pero se contuvo.

—¿Y quién lo mató? —pregunté tras la pausa. Él me miró, dudó y contestó.

—... A saber.

— — — Los días pasaban y no recibíamos la llamada. Me entretenía

cerrando asuntos pendientes de los reportajes sobre ex militares y ex guerrilleros y abriendo otras expectativas sobre nuevas historias que iban surgiendo, pero nunca perdía de vista el teléfono, cuidando de tener cobertura en todo momento y que no faltase batería ni crédito en la tarjeta. Cuando sonaba, nos abalanzábamos sobre él como una melé de neozelandeses sobre un balón de rugby suelto en medio de la cancha. Siempre la decepción. Vivíamos como el amante adolescente que espera la llamada. Y, por fin, una tarde en la que estábamos tirados frente a la televisión viendo en Antena 3 internacional un programa en el que se debatía sobre los presuntos actos incestuosos de no se qué personaje famoso con su hija, sonó el teléfono y eran ellos, exactamente Brown, que no fue muy explícito.

—La clica quiere hablar con usted. Mañana en el punto, a las

siete.

www.chemarodriguez.es

22

Y colgó. El punto era la esquina donde la calle acababa y empezaba el campo de fútbol, el lugar donde encontramos por primera vez al Soldado, junto a la tienda del indio. A las siete menos dos minutos y quince segundos entrábamos en la Ciudad del Sol y éramos escoltados por dos bici-mareros hasta el final de la calle. Alrededor de la esquina que conducía a la casa del Soldado esperaban una docena de muchachos entre los que pudimos reconocer a Brown, al Güevón, a Psico y también a Shadow, que continuaba imperturbable detrás de su máscara. Ninguno con los tatuajes al aire, vestidos como para una boda, rodeando informalmente al que lucía las ropas más lustrosas: camisa a cuadros de Ralph Lauren made in Guatemala, pantalón vaquero en el que hubiesen entrado dos de ellos, zapatillas deportivas con los cordones tiesos por el estreno y gorra blanca, resplandeciente, con la marca de Nike, just do it, en todo lo alto. Era el Chapín. También lucía un diminuto bigotillo, pero a éste le quedaba algo mejor que al Soldado, o sería su apariencia impecable la que mejoraba el bigote, ¿quién sabe? Para los estándares guatemaltecos, el Chapín era alto, y estaba bien proporcionado, más parecía un jugador de béisbol dominicano presentándonos a su familia que un marero al frente de los restos del ejército de Pancho Villa. Sólo dos señales en el rostro le impedían ocultar su condición: tres lágrimas tatuadas que le caían difusas del ojo izquierdo, abrasadas intencionadamente, y una cicatriz en la barbilla rematada por un hoyuelo muy cinematográfico. Allí teníamos al famoso Chapín, apoyado contra el muro y con las manos recogidas en la espalda. La postura era un tanto chulesca, pero los gestos y el modo de saludar transmitían afabilidad. Nos chocó la mano con una sonrisa y el protocolo de un jefe de estado. La conversación, en cambio, nos bajó a la realidad.

—Éste dice que anoche vio ovnis. ¿Ustedes creen que puede haber vida en otros planetas? —El Chapín se refería al muchacho de pelo rizado, bigotillo incipiente y ojos hinchados por la

www.chemarodriguez.es

23

marihuana que dijo aquello de que el Soldado había muerto de muerte natural. —Quiero hacer unas declaraciones –dijo el muchacho—. Apunten: anoche vi unos treinta y nueve ovnis invisibles —creí que nos estaban vacilando y saqué la libreta para seguirles el juego. —¿Y si eran invisibles, cómo los vistes? —preguntó Psico. —Ahí te hemos pillado, ¿los vistes o no los vistes? —El Chapín insistía. No era un vacile. Hablaban de eso cuando llegamos y ni se plantearon cambiar de tema, tan sólo integrarnos a él. —Ya lo he explicado tres veces. Aparecían y desaparecían, por eso eran invisibles a ratos. —¿Cómo sabes que había treinta y nueve exactamente, los contaste? —intervino el Vuke, que parecía interesarse. —No, vi cuarenta más o menos, pero uno se perdió y no volvió a aparecer. Por eso sé que había unos treinta y nueve.

El marero visionario era el Pistolitas, un niñato de diecisiete o

dieciocho años que no levantaba dos palmos del suelo, con cara de niña y aspecto de enfermiza fragilidad. Recordábamos las palabras de Emilio Gougod: “El Pistolitas, un asesino sin más”. ¿Un asesino aquel lunático recién salido de Ábrete Sésamo?

No había más que echar un vistazo y escuchar a ese puñado de

muchachos para estar seguro de que es cierto, los extraterrestres existen, pero están instalados entre nosotros. El Vuke es, sin duda, el eslabón perdido entre los humanos y los restos del naufragio de la nave estelar que debió caer algún día en la Ciudad del Sol. Se integró enseguida en la conversación sobre cuáles serían las características de los supuestos habitantes de otros planetas. El Pistolitas afirmaba que su opinión valía doble porque él había sido abducido en dos ocasiones y podía describirlos con detalle. Nadie osaba contradecirlo, pero todos

www.chemarodriguez.es

24

tenían sus propias opiniones al respecto. Para el Chapín, cuyo mote significa guatemalteco, los indios mayas del altiplano son los descendientes de los primeros extraterrestres que habitaron la tierra. Brown le corrigió: afirmaba que no fueron los mayas, sino los egipcios, los primeros extraterrestres.

—Nel, carnal, se ha demostrado que los egipcios eran humanos —

le contestó el Chapín basándose en datos del Reader’s Digest que parecía manejar con soltura—. Se habla de unos indígenas en China que quizás fuesen anteriores a los mayas, pero eso está aún por demostrar.

Y no corría ni un porro. Al contrario que la otra vez, no había

armas, ni drogas ni alcohol a nuestra vista. Después de un buen rato debatiendo con pasión quiénes fueron los primeros extraterrestres en la tierra, si los egipcios, los mayas o los indios chinos, el Chapín dio un giro a la conversación. Estaba claro que era él quien pretendía comandar la nave.

—¿Y qué les trae por aquí de nuevo? —preguntó. —Cuando hablamos con el Soldado... —traté de explicarme. —Sí, ya sé que estuvieron con él, pero las cosas han cambiado.

Díganme qué quieren de nosotros. Les habrán dicho que somos peligrosos y que en cualquier momento los podemos hacer desaparecer, ¿no?

—Sí, algo nos han dicho. Lo que pretendemos es conocerlos para contar cómo son, nada más.

—Ustedes escriben muchas mentiras, como eso de que nos comemos el corazón de la gente.

—Y lo de las cabezas cortadas, ¿también es mentira? –intervino el Vuke de forma un tanto temeraria.

—Nunca hemos hecho nada a nadie que no se lo mereciese —

www.chemarodriguez.es

25

sentenció el Chapín. Salimos de la Ciudad del Sol sin una respuesta. Nuestra oferta

consistía en no limitarnos a realizar entrevistas, sino vivir con ellos el tiempo suficiente como para romper la barrera de los mitos y los tópicos. Quedaron en que lo pensarían y volverían a llamar. De nuevo, la agonía de la espera. En esos días de incertidumbre leí un libro que acababa de publicarse en Guatemala: ¿Quién mató al obispo?, de los periodistas Maite Rico y Bertrand de la Grange, un laborioso trabajo de investigación sobre la muerte de Gerardi. En la noche del 26 de abril de 1998, el obispo guatemalteco Juan Gerardi fue asesinado en la iglesia de San Sebastián, que estaba a su cargo. El asesinato ocurrió dos días después de que presentase el REMHI, el Proyecto de Recuperación de la Memoria Histórica que él mismo había dirigido. En el contundente documento se responsabilizaba al ejército del 93% de los crímenes y violaciones a los derechos humanos cometidos durante la guerra. El crimen significaba un atentado contra los acuerdos de paz y todos los dedos apuntaban a la institución castrense como responsable del mismo. En junio de 2001, bajo una presión mediática desconocida en Guatemala, dos militares de mediana graduación y uno retirado, un sacerdote y una sirvienta, fueron condenados. Parecía un avance en el combate contra la impunidad. Pero en eso aparecieron Rico y de la Grange para demostrar que se trataba de una gran mascarada para tapar a los verdaderos asesinos, que detrás había mucho más, una historia de manipulación, fabricación de testigos falsos, encubrimiento de sospechosos, eliminación de pruebas y cortinas de humo que demostraba la alianza entre la iglesia, el crimen organizado y ciertos grupos del viejo ejército. El libro era récord de ventas en el país. Aunque nadie estaba dispuesto a hacer algo relevante para enderezar el caso Gerardi, el morbo por conocer la verdad convirtió a las librerías, durante unas semanas y de forma excepcional, en el negocio legal más rentable de Guatemala.

www.chemarodriguez.es

26

Y no es que se hubiese despertado en la población un súbito interés

por la justicia de las cosas, tantos años de violencia, miedo y mentiras han dejado en los guatemaltecos un cinismo anestesiante que sólo se desactiva en circunstancias especiales. Y el crimen de Gerardi contaba con todos los alicientes. El revuelo que se montó contrastaba con la indiferencia popular hacia las decenas de casos como ése que se amontonan en las oficinas de la fiscalía, historias de asesinatos sin culpable, o, lo que es peor, con falsos culpables. El del Soldado era uno de ellos, una más de las muertes violentas sin periodistas empeñados en arañar más allá de las evidencias, sin ONGs peleando por los derechos humanos del muertito y sin una opinión pública alerta y parapetada tras las trincheras ideológicas. El Soldado, como otros muchos, además de un asesino, era un infeliz, un paria, un desahuciado, un marero hijo de puta que debía ser linchado en la plaza pública, pero... ¿daba igual quién fuese el linchador? ¿Daba igual que lo hubiese matado la policía del estado, una banda de narcotraficantes o sus propios compañeros? No, no daba igual, cada tipo de verdugo revelaba síntomas distintos sobre la enfermedad que padece la sociedad guatemalteca, la enfermedad que padecemos todos. Regresamos al país tras los pasos de un marero y nos encontramos una historia sobre la perversidad y grandeza del alma humana. Volvieron a llamar, pero esta vez fue el Chapín quien lo hizo. Estábamos autorizados a instalarnos en el barrio. Y eso hicimos, alquilamos un cuartito a la espalda de la casa del Chapín, a unos metros de la de Brown y bastante lejos del Pistolitas. Nos trasladamos con dos intenciones: vivir de primera mano el proceso de reorganización, de luchas por el poder en la Mara Salvatrucha de la Ciudad del Sol, y averiguar quién mató al Soldado.

Chema Rodríguez

2005