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MonteviLEOpara vivir la lectura

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Diseño de tapa e ilustraciones: Nadia Dalmaso

Diseño de interiores: Forma Estudio

ISBN: 978-9974-83-961-8

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Estimado lector: 

Desde hace muchos años, celebramos el Día Nacional del Libro con diferen-tes actividades. En 2013, cuando Montevideo es Capital Iberoamericana de la Cultura, te proponemos ser parte de esta novedad y agradecemos que hayas aceptado nuestra invitación.

El que te hayas adherido nos permite consolidar una red que se amplía y crece contigo para disfrutar de la lectura con todos.

Te invitamos a compartir los textos contenidos en este libro con tu comunidad, con vecinos de tu barrio y con todos aquellos que estimes dis-frutarán de lo que les vas a regalar: tu tiempo y tu lectura de estos cuentos y relatos que generosamente han sido ofrecidos por sus autores (*) para sumarse a esta celebración.

Esta es una fiesta de todos los montevideanos. Nos reunimos para leer, para deleitarnos con anécdotas, para conocer otros horizontes. Deseamos que disfrutes del encuentro con los personajes que te esperan en MonteviLEO y con la gente que recibirá tu regalo en los lugares que elijas.

Será nuestra forma de vivir la lectura en esta red y hacer MonteviLEO. Deseamos agradecer muy especialmente a todos los que nos han apo-

yado para alcanzar este logro. El patrocinio del Plan Nacional de Lectura del Ministerio de Educación y Cultura se conjugó con el aporte del Ministerio de Turismo y Deporte, el de la Intendencia de Montevideo y con la gene-rosidad, esfuerzo y trabajo de los autores, sus editoriales, las inspecciones del Consejo de Educación Secundaria y del Consejo de Educación Técnico Profesional, AUDEC, AIDEP, INAU, INJU, Plan Ceibal, CINEDUCA, El País y Mundo Afro.

Esperamos que disfrutes de la experiencia tanto como nosotros disfru-tamos la aventura de organizar esta propuesta. Te invitamos también a que nos visites en www.facebook.com/montevileo.cul para compartir tus fotos, videos y anécdotas que darán el color y la alegría que sabemos vas a sumar a esta fiesta del libro y la lectura.

Comisión MonteviLEO Cámara Uruguaya del Libro

26 de mayo de 2013 (*) Encontrarás datos de cada escritor en las páginas finales de este libro conmemorativo y te sugerimos leer más detalles sobre ellos en www.camaradellibro.com.uy

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Índice

Un niño contagioso Roy Berocay ....................................... 7Pensar Emiliano Brancciari ..................................................... 9Una tragedia natural Carlos Caillabet ..............................10Despertar Miguel Ángel Campodónico..................................11Cuento para madres negras Mario Delgado.....................13La zapatilla voladora Luis Pedro Ferreira Berocay ..............16La tarde del niño Milton Fornaro .......................................17Cuando yo tenga moto Magdalena Helguera ...................19El amante Gonzalo Hernández Sanjorge ...............................22El cuento más largo del mundo Ignacio Martínez ..........23El viaje del Santo Grial Diego Moraes .............................25Don Muniz y los merengues José María Obaldía ............28La nube Susana Olaondo ....................................................30El barquito de papel Mauricio Rosencof ...........................32Cartas en la cartuchera Helen Velando .............................34

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Un niño contagioso✏ Roy Berocay

Joaquín era un niño como todos, excepto por una cosa: siempre tenía sueño, unas ganas de dormir tan grandes, que lo obligaban a pasarse todo el día bostezando.En la escuela y en la calle le resultaba muy difícil poder jugar con los

demás, ya que apenas se acercaba a los otros niños, en seguida empezaba a bostezar y a sentir mucho pero muchísimo sueño.

Entonces sucedía algo muy curioso: los demás niños bostezaban, cerra-ban los ojos y se quedaban dormidos, hasta que Joaquín se iba.

Y no era que Joaquín fuera un niño aburrido. Siempre había sido muy normal, muy como todos, juguetón y alegre, metiéndose cada tanto en líos, igual que los demás.

Pero cuando empezó a crecer y llegó a determinada edad, algo en él cambió de golpe. Algo que nadie lograba explicarse.

Los vecinos, que ya lo conocían, tenían que estar siempre atentos para ir a despertar a sus hijos cuando, debido a Joaquín, los demás niños se quedaban dormidos en la calle en mitad de un partido de fútbol.

En su casa también pasaban cosas parecidas.Por eso cuando Joaquín tenía que hablar con sus padres, trataba de no

estar con los dos al mismo tiempo, así siempre quedaba uno para despertar al otro.

Pero lo peor ocurría después, cuando se encerraba en su cuarto a jugar.Pacientemente colocaba en fila a sus soldados de plástico y minutos des-

pués los muñecos quedaban tirados en el piso, dormidos.Alguno incluso roncaba.A Joaquín también se le dormían los muñecos, los autitos y hasta su

perro marrón quien ni siquiera lograba ladrar antes de quedar tendido en alguna parte de la casa.

Y nadie, ni los niños ni sus padres ni sus juguetes, sabía que una de las razones por las que Joaquín tenía siempre tanto sueño era porque nunca lograba dormir de noche.

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Obviamente no era que le faltaran ganas, pero cada vez que se acostaba y cerraba los ojos, le aparecían en la cabeza cientos, miles de imágenes, como si estuviera viendo películas.

Y además, junto a esas imágenes, le venían unas sensaciones muy fuertes: a veces de calor, a veces de frío, que lo hacían taparse y destaparse todo el tiempo.

Esas noches se asomaba por la ventana y observaba cómo la luna resplan-decía pálidamente en el cielo, pero no lograba concentrarse porque, como ya se imaginan, en seguida comenzaba a bostezar de nuevo.

Pero una mañana, cuando se asomó a la ventana, vio algo que le produjo una sensación que le pareció igual a la que sentía por las noches y por primera vez, justo antes de bostezar, logró sonreír.

Acababa de ver a una niña, a una nueva vecina que seguramente se había mudado al barrio la noche anterior.

Y esa niña, de pelo oscuro como la tinta y ojos grandes como la luna, también lo había mirado a él.

La sensación aumentó: ahora era como un calor suave en la cara; algo que le hacía cosquillas en el estómago.

Entonces, como si acabara de despertar de un larguísimo sueño salió corriendo, atravesó la calle y la invitó a jugar con él.

Desde ese día las cosas para Joaquín cambiaron muchísimo, tanto que ahora todos quieren estar con él pese a que sigue contagiándoles algo.

Todos quieren ser amigos de Joaquín porque ahora los contagia, sí, pero con algo nuevo: les contagia el calor suave de su cara, y las mismas ganas locas de correr por todas partes que le vienen cada vez que ella se asoma a la vereda. ❋

De BEROCAY, Roy (2007), Cuentos para soñar despierto, Montevideo, Editorial Trilce.

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Pensar✏ Emiliano Brancciari

Había una vez en un pequeño paísdonde alguna gente se sentía felizUn alma chiquitita se quiso escapar pero no le daba para cruzar el mar y le dijeron vas mal, muy, muy mal eso no se hace, tenés que pensar

Y pensar… / con hambre no se puede pensar No se puede pensar Con hambre no se puede pensar, no se puede

Y esperó y esperó y el momento no llegó Con el correr del tiempo estaba cada vez peor Y cedió, tiraron de la cuerda y cedió Y ahora ya no hay vuelta atrás… Todo vuelve a ir para atrás… Ya no está consciente, atrás Y ahora ya no hay vuelta atrás La realidad te miente Un alma chiquitita se quiso escapar pero no le daba para cruzar el mar y le dijeron vas mal, muy, muy mal eso no se hace, tenés que pensar

Y pensar… / con hambre no se puede pensar No se puede pensar Con hambre no se puede pensar / No se puede

Letra de Pensar, de No Te Va Gustar.

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Una tragedia natural ✏ Carlos Caillabet

En una caja de zapatos encontré una foto que puede ser de principios del siglo pasado. Mis abuelos, mis tíos y algunos que no sé quiénes fueron posan alrededor de una mesa servida al aire libre y, todo hace

suponer, al mediodía. No sé qué celebraban. Imagino que para ese almuerzo las mujeres trabajaron duro, pero parecería que todo quedó a punto y no llovió como se temía. Imagino que los hombres comían, bebían y charlaban cuando las mujeres que iban y venían con platos y jarras se alborotaron: había llegado el fotógrafo.

“¡La foto! ¡La foto!”, anunciaron. “Ah, la foto”, confirmó el abuelo. Y los hombres dejaron los cubiertos

y los vasos sobre la mesa, sacaron las servilletas de sus cuellos y tragaron los bocados a medio masticar. En esa época no se acostumbraba ni siquiera a sonreír ante el fotógrafo. Todos se contenían a la hora de posar aunque estu-vieran en plena chacota.

Imagino a madres y hermanas mayores trayendo a los niños que corre-teaban por ahí, y a empujones y tirones de oreja formarlos en primera fila. Los niños lucen entrompados sin excepción. Luego, las solteras se disputaron la cercanía de sus padres mientras las casadas se apoltronaron a la diestra de sus maridos. Presurosas se alisaron las faldas y el peinado a manotazo limpio. Era el momento de pasar a la posteridad. El fotógrafo preparó a la familia. Un poco apretados, pero todos quedaron retratados.

La foto es testimonio de un instante de suprema vitalidad. Sin embargo no hubo piedad. Todos ellos están muertos. El fotógrafo, y hasta los niños que nada sabían de la muerte, están muertos. Es difícil de aceptar, pero es cierto: todos murieron. ❋

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Despertar✏ Miguel Ángel Campodónico

Fue por la tarde. La visión en rojo cruzó por su mente como un fogo-nazo. Cerró los ojos doloridos. Vio una planicie interminable. Desierta y roja. Lo supo de inmediato. No había dudas. Él moriría esa noche.

Terminaban de comunicárselo desde algún lugar remoto y rojo. Rojo ence-guecedor. Había oído hablar de casos de premoniciones. Como el de aquel muchacho fotografiado en los diarios. A último momento se había negado a subir al avión que cinco minutos después de despegar se deshacía en el aire. Pero esto que él terminaba de saber no había forma de evitarlo. Al menos, él no la conocía. ¿Por qué a mí?, se preguntó. Podía tocarle a cualquier otro. A cualquiera, insistió.

Llegó a su casa conteniendo la angustia. Contestó con evasivas a las preguntas de su mujer. No quería hablar. Apenas se animó a pedir que esa noche cenaran todos juntos, ellos dos y su hijo. Lo observaban en silencio, pero no hacían preguntas. Siguieron comiendo. Era evidente que no era el mismo de siempre. Nunca le habían notado una expresión de tanta tristeza. Les pareció que estaba a punto de derrumbarse. Y él no tuvo valor para abra-zarlos. Simplemente se levantó de la silla, dijo “hasta mañana”, y se acostó. En la oscuridad del cuarto, mientras oía a la esposa lavar los platos en la cocina, lloró desconsolado. Será acá en la cama, se dijo. De golpe me quedaré rígido. Me descubrirán por la mañana, encontrarán mi cuerpo frío entre las sábanas revueltas. Flaqueó otra vez. A cualquier otro debería pasarle. Sí, a cualquiera, subrayó. El rojo reapareció debajo de sus párpados. No quería dormirse. Fue inútil. Un escalofrío y se quedó dormido. En las penumbras del sueño conti-nuó el deseo de que le ocurriera a cualquier otro. A cualquiera.

Al día siguiente, a las siete y media en punto, como todas las mañanas, se despertó. Abrió los ojos. El amarillo rojizo del sol a punto de estallar lo hizo pestañear. Se acarició el cuerpo y tembló agradecido al recibir la luz que se colaba por las rendijas de la persiana. Se dio cuenta de que estaba trans-pirado cuando estiró el brazo para tocar a su mujer. Tenía el pijama pegado al cuerpo. Ella todavía olía a caldos y guisos de la noche. Quería despertarla,

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hacerla participar de tanta maravilla. Todo le resultaba nuevo. Nuevo fla-mante. Hasta el sol trepando por las paredes del cuarto. Su mano terminó posándose sobre un cuerpo helado. La mujer continuó quieta en la parte de la cama todavía no iluminada. No se movió. No se enteró de la mano de su esposo. Su rigidez ya no le permitiría disfrutar de ese placer. ❋

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Cuento para madres negras✏ Mario Delgado

El día en que nació Ananías, llovió. El agua corría por debajo del techo y se apagaba el fuego, se mojaban las camas, las ropas; y pronto comenzó a llover sobre mojado.

Cuando nació Ananías tenía madre, nada más, y al poco tiempo, atar-deciendo un sábado, se quedó sin ella porque murió de sufrir del corazón.

Pero antes de morirse había cuidado de su hijo lo que había podido. El día que corrió el agua debajo de las camas, ella a medias conjuró el peligro de que muriera Ananías hecho una sopa, cortando brazadas de ramas verdes y tendiendo los catres encima. Pero al poco tiempo murió la madre, y Ananías no pudo recordar ni nadie le dijo de qué había muerto, aunque murió del corazón por no latir cuando debía haber latido.

Cuando casi se quedó solo y demasiado niño para levantarse por sí mismo del nido de trapos en que lo había dejado su madre, estuvo varios días sin probar alimento. Hasta que sin saber cómo ni cuándo, estuvo durmiendo en la falda de palo de una abuela aparecida con un jarro de leche, de la que casi no probó porque no sabía lo que era, hasta que la abuela le dijo que era la mejor para los niños, porque era leche de yegua.

Ananías se dio cuenta enseguida de lo distinta que era su abuela de su madre. Salivaba como dicen que escupen los guanacos de la cordillera, y en vez de decir rancho decía bohío; y en vez de queso, leche condensada, y en vez de Ananías, negro de mierda.

Sin acordarse de qué día era, la vieja le trajo la yegua al rancho, porque le hacía mal en las piernas caminar todos los días un poco, caminar y buscar la leche; y desde ese día la barriga de Ananías comenzó a abombarse y se reía como un grillo la abuela, porque sentía la seguridad de que lo estaba criando bien. Y para que lo apreciara lo llevaba al pie del animal, para que viera cómo lo ordeñaba y de pronto aprendía.

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Un día, mientras Ananías y un perro amarillo y un prodigio de flacura esperaban la leche de la mañana junto a la abuela que afirmaba la frente en la verija y ordeñaba, a la yegua se le terminó la leche para siempre. La abuela la miró con rabia y se le revolvieron los ojos antes de soltarla, que se fuera si quería, porque ahora no servía ni para montarla, porque la abuela era muy vieja y Ananías era chico así.

Y mientras la vieja pensaba en cómo criar a Ananías, Ananías se crió solo, y para que la abuela no envejeciera tan rápido, le arrimó una silla, la sentó al lado del horno de hacer el pan que nunca se hizo, le soltó el moño que le llegó de plata casi al suelo y le puso en la falda una galleta dura para que fortaleciera los dientes un poquito todos los días, hasta que llegara la hora de dormir.

Entonces Ananías la tomaba entre sus brazos musculosos como culebras y cuidadosamente la dejaba en el nido de trapos que le había preparado su madre y la hacía dormir como si estuviesen sus huesos plegados dentro de su poca carne, arrullándola en un escandaloso silbido fronterizo, más bien brasileño que del lado de acá.

Y mientras la vieja madre de otra madre dormía por algo más de un día sin ocurrírsele despertar, Ananías hizo la chacra y plantó el maíz, creció el maíz, cortó, desgranó, embolsó, llevó, vendió, gastó y cuando volvió, la abuela ya estaba despierta.

Ese día la abuela lloró como una niña de cuatro años y a veces más, porque cuando Ananías volvió, estaba muy viejo, le quedaban dos pequeñas matas de motas sobre las orejas, y entre una barba de negro muy blanca, se veía con facilidad que ya se le había caído el último diente y la muela siguiente.

Entonces fue la abuela la que desde ese día tuvo que hacer la tarea y cuidar los bienes de Ananías y tender la ropa al sol; blanqueó el rancho, la tostó el sol, se le ensancharon los pechos y muchas de las arrugas se las llevó el viento del verano.

Ananías, que permaneció inmóvil de tan viejo sobre la misma silla de la abuela, también comió galleta dura y hasta maíz pisado; pero fue en vano, porque los dientes no le volvieron a nacer, ni nada de lo que ya era viejo. De a poco comenzó a enfurecerle la soledad y el verano, mientras al tranco trans-currían las horas monótonas de los mediodías y la abuela comía sandías en la

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chacra con un negro grandote, mientras a Ananías se lo comían las moscas y los tábanos.

Y de pronto, rapidísimo, el calor de aquella intensidad reprimida se hizo sentir y como si tal cosa los años desandaron su torpe camino. Precisamente antes que las primeras heladas tuviesen por fuerza que venir, el maíz de la chacra volvió a nacer sin que nadie lo plantara. Ananías recobró algunos de sus dientes, y a la abuela se le redondearon las rodillas y sus muslos ya no fueron de palo, ni tuvo más que escupir como esos animales andinos, porque Ananías se lo prohibió terminantemente el día que decidió barrer todos los días el patio y encender el horno y comer el pan en las madrugadas de llu-via, mientras la abuela dormía sobre el lomo amarillo del perro que miraba ordeñar la yegua.

Y un día, mientras corría el agua bajo las camas y afuera ladraba la tor-menta y era más bien la medianoche, sucedió lo inevitable. En el mismo nido de trapos en que había llegado a este mundo, Ananías vio nacer a su madre. ❋

De DELGADO, Mario, Cuentos a publicarse, Montevideo, Editorial Planeta.

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La zapatilla voladora✏ Luis Pedro Ferreira Berocay

En los lejanos años cincuenta concurríamos a la Escuela N.º 8, hoy lla-mada John F. Kennedy. El alumnado provenía, como en toda escuela pública, de los más distintos estratos sociales, mezclados sin pudores

ni resentimientos.En los recreos, los varones practicábamos deportes; jugábamos al fútbol

en un patio de baldosas existente en la terraza de arriba del edificio escolar. Lo hacíamos, como se usaba en aquellos tiempos, con una pelota de trapo envuelta en medias de muselina, rellena con papel picado y bien zurcido. Mojada, pesaba como piedra; seca, hasta se podía levantar centros.

Una mañana jugábamos, como siempre, fuerte, con todos nuestros bríos juveniles en cada jugada, en cada trancada.

Aledaño a la escuela vivía un escribano; de la estancia de su mujer traían a la ciudad, entre otras cosas, leche fresca. Una negra cocinera se ocupaba de preparar dulce de leche. Para ello usaba una gran olla. La depositaba en el patio de la casa que daba justamente debajo y al costado del patio de la escuela.

El juego seguía siempre intenso. De pronto se disputa violentamente una pelota, trancazo. La pelota queda entre las piernas de los jugadores, la alpargata de uno de ellos cobra altura. Ante nuestra mirada perpleja vuela, describe una parábola en el aire y con gran precisión cae dentro del tacho de dulce de leche. Estupor, asombro.

La negra cocinera mira hacia arriba, qué hacer…Damos por terminado el partido, faltaba el útil del juego. A la chita,

callando, nos fuimos del patio mirándonos de reojo. Después, en silencio volvimos a clase. ❋

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La tarde del niño✏ Milton Fornaro

“Reactor dos, oquei.Uno, oquei.Todo listo.Inyectores. Encendido.¡Ya!ZANZA–ZANZAMotores al máximo.BRUM–BRUM–RUUU–BRUM–BRUMRRUUU.¡Allá vamos!”El capitán Buck Rogers salía nuevamente en una aventura especial. La

misma rutina de siempre en el despegue. Todo fríamente calculado y reali-zado a la perfección.

“BRUMRRUUU”.El capitán Rogers seguía en su cuarto, sobre dos almohadones del sillón

en el piso, sentado, volando hacia otros mundos. Se iba, encima de dos almo-hadones, sin salir de su habitación.

“El depósito de explosivos está próximo a estallar. Si vuela será fatal para la ciudad. Todo quedará reducido a escombros.

–Es un trabajo para Plasman.–¡Sí! Para el hombre plástico. Ningún otro podría pasar por debajo de

la puerta.–¡Solo él!TATATATATÁ–TATATÁ–¡El único!ZANZAZÁ–¡Aquí está! ¡Siempre a tiempo!¡HURRA! ¡VIVA!”Entre los vítores de los asustados pobladores, Plasman miraba la rendija

de luz que se dibujaba en el piso del cuarto, ante la puerta del baño. Plasman se esforzaba por hacerse un chicle para pasar por debajo de ella.

Para Thiago, Manuel, Agustín,

Mateo, Jacinta y Ana,

los guardianes del centeno.

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“–Los bandidos se apoderarán de la mina. Ya no podremos resistir, hija.–Nos tienen rodeados, padre.–Agotaremos las últimas municiones.–¡Mire, padre, sobre la colina! ¡Es él, el Llanero Solitario!–Mirar, allá abajo nos necesitan, Kemo Sabi.PRUM–PRUM–PRUM–PRUM–PRUMPRÚ.–¡Jáio, Silver!”Enhorquetado en el respaldo del sillón, el Llanero Solitario galopa y

dispara sus certeras balas de plata.

“–Ciudad Gótica quedará en manos del Pingüino, Cap.–El villano será el azote de los contribuyentes. Comuníqueme con Batman.BAT–MAN. BAT–MAN.–Robin, nos necesitan. Están en aprietos. ¡Vamos!ZAS–ZAS–ZAS. RUMBLE–RASHEl Batimóvil cubre a mil las distancias.RUUUUMMMM–RUUUUMMMM.A mil por minuto.BAT–MAN. BAT–MAN.”Batman raspa un carro de lechero contra el piso encerado de su habita-

ción a impulsos de sus gritos.

“Luthor se ha arriesgado. No hace una semana que escapó de prisión y ya anda haciendo de las suyas. Desde aquí puedo ver claramente que pretende entrar en el banco. ¡Ya no escaparás!”.

Supermán estaba parado en el pretil del balcón. Sin preocuparse por los ocho pisos que lo separaban de la vereda, escudriñaba en el edificio de enfrente, intentando atravesar la mole de cemento con su vista de rayos X. El viento agitaba su capa.

La gente de la calle no mira por lo general hacia arriba, y nadie vio como vio su madre a Supermán. Fue después de abrir la puerta del apartamento y luego de llamarlo por primera vez, aún cargada con las bolsas del supermer-cado. Al no recibir respuesta entró en la habitación. Sin soltar las bolsas gritó: “¡JUA–NI!”

Por apenas un instante en aquella tarde el niño fue Juani. ❋

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Cuando yo tenga moto✏ Magdalena Helguera

Cuando yo tenga quince años voy a tener una moto. Roja. Y negra. Y con caños plateados. Y enorme. Yo voy a ser alto como mi padre, o más, y musculoso como el guardavidas de la playa y muy valiente y

voy a tener unos pies enormes para empujar el pedal de arranque de mi moto roja y negra y plateada y enorme.

Yo estoy seguro de que voy a tener moto porque ya hace tiempo que empecé a molestar a toda la familia para que cuando cumpla quince hagan una colecta y me la regalen. Claro que mi madre dice que ni lo sueñe, que las motos son pe-li-gro-sí-si-mas sobre todo para los muchachos de quince que en vez de atender el tránsito van mirando a las chicas y haciéndose los vivos y al final siempre se accidentan y se parten el cráneo y a veces también se rompen algún hueso. Pero ella no sabe que yo no voy a ir mirando a las chicas porque a las chicas las voy a llevar en mi moto. Un rato cada una, para que no se peleen. Y ya le dije a mi madre que para no romperme el cráneo me voy a poner un casco negro y plateado y voy a tener otro casco plateado con florcitas rojas para la chica. Yo primero pensé rosado o lila, que a ellas les gusta, pero después cambié porque mi moto va a ser roja y negra y plateada y enorme y dice mi hermana que el rosado y el lila no pegan con el rojo y el negro y el plateado.

Mi hermana también dice que las motos son pe-li-gro-sí-si-mas, no para ella y el novio ni para sus amigas pero sí para mí que estoy siempre en la luna y soy capaz de subirme a la moto al revés y salir andando agarrado del asiento y entonces quién maneja. Pero mi hermana no me importa lo que diga, porque me parece que para cuando yo tenga quince ella va a seguir sin plata y aunque tenga un poco, seguro que para la colecta igual no pone nada de nada porque es flor de amarreta, mi hermana. Y además si yo me llego a subir al revés a la moto enseguida me doy cuenta, porque en vez de agarrarme del manillar me agarro de la chica y seguro que no le gusta y protesta. Bueno, de pronto sí le gusta, quién sabe. Pero entonces me da un beso y no me deja arrancar la moto y no hace falta que nadie maneje.

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Al que sí tengo que convencer es a mi abuelo Pocholo que es jubilado y todos los meses va y cobra. Una miseria, dice que cobra. Yo creo que una miseria debe ser mucha plata, porque suena parecido a millonada que sé que es mucho. Mi abuelo no es nada amarrete: se gasta toda la miseria en una semana; pero seguro que si le piden para la colecta de mi moto cuando recién cobró va y pone un montón de monedas y billetes, casi una miseria, pone. El problema es que mi abuelo es otro que cree que las motos son pe-li-gro-sí-si-mas, especialmente para los abombados como su sobrino Arturito que siem-pre se quema la pierna con el caño de escape, y para los papanatas como Lalo, el repartidor de pizza, que no miran por dónde van y de pronto se comen un pozo y casi se ahogan con el chicle del golpe, y para los babiecas como el nieto de un amigo suyo, que iba de noche con la novia y se olvidó de prender las luces de la moto y se escrachó contra una volqueta, con novia y todo, y la novia se le cayó de la moto y él se machucó todo y casi se rompe tres costillas.

El otro que me queda para convencer es mi padre. Mi padre también a fin de mes va y cobra una miseria y además trabaja todo el día con saco y corbata y todo, no como el padre de Pedro, el de la esquina, que también se llama Pedro y a fin de mes va y cobra pero se queda en la casa y no se pone corbata ni nada. Yo creo que debe trabajar de noche y en una fábrica de pas-tas, porque en el barrio le dicen el ñoqui. Quién sabe si en la fábrica de pastas le pagan una miseria, como a mi padre que trabaja tanto con saco y corbata y como a mi abuelo que antes era mecánico y valiente y se acostaba entre las ruedas de unos camiones enormes que también deben ser pe-li-gro-sí-si-mos, sobre todo para el mecánico que está abajo si alguien va apurado y arranca el camión y se va tan tranquilo.

Yo creo que Pedro, el papá de Pedro, de pronto si le piden para la colecta de mi moto también pone aunque no gane tanto como una miseria, porque es bastante simpático y cuando yo paso siempre levanta el mate o la otra mano y me saluda. Pero es más importante convencer a mi padre, claro. Otro que dice que las motos son pe-li-gro-sí-si-mas porque los que van en las motos son unos inconscientes que se creen Dios y dueños de la calle y se meten entremedio de los autos y ómnibus y camiones y quedan como el salame del sánguche, hasta que alguno no los ve y se corre un poco para el costado y termina haciéndolos paté.

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Yo no sé por qué se preocupan tanto. Yo estoy seguro de que no soy abombado ni papanatas y me parece que babieca tampoco aunque no sé lo que es pero me imagino. Y cuando yo tenga moto no me voy a meter como un salame entremedio de los ómnibus, voy a andar por un lugar bien vacío para que todos me vean con mi moto roja y negra y enorme con caños platea-dos, que para algo me está dando tanto trabajo molestar a toda la familia para que cuando yo cumpla quince años me hagan una colecta y me la regalen. Y voy a mirar bien para no comerme los pozos que seguro que no son nada ricos con ese gusto a asfalto y nunca, nunca me voy a olvidar de prender las luces de noche y si igual me quemo con el caño de escape no me importa porque voy a ser alto como mi padre y musculoso como el guardavidas de la playa y muy valiente, entonces me pongo un poco de pomada amarilla y una venda de momia en la pierna y ya está.

Cuando yo tenga moto, van a ver; voy a hacer de todo con mi moto roja y negra y enorme con caños plateados y no me va a pasar nada de nada, ya van a ver. Pero ahora déjense de charla que tengo que ir a practicar con la bici que no me gusta nada pero nada caerme y rasparme las rodillas, y dice mi padre que es una vergüenza que con seis años cumplidos un niño todavía siga andando en bici con rueditas. ❋

De HELGUERA, Magdalena (2006), No se puede andar con monos y otros cuentos peligrosos, Montevideo, Alfaguara.

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El amante✏ Gonzalo Hernández Sanjorge

Nunca antes una mujer me había llamado tanto la atención. Pretendí que no era cierto, pero antes de que me diera cuenta me encontré regresando sobre mis pasos hasta que estuve de nuevo frente a ella.

Había algo en su rostro, algo que me sedujo, algo como el silencioso reflejo de una pena. No supe por qué se encontraba allí. No anduve hurgando en su interior para saber razones.

Sin poder resistir el trazo suave con que dejaba que el frío le ganara el cuerpo, la subí a mi auto. Nos dirigimos rumbo a mi casa y durante el tra-yecto su peso se recostó contra mi hombro.

Sus ojos color miel permanecieron fijos en algún lugar del techo mien-tras preparé la cena. Le conté del barrio donde nací, de mis estudios –tan inútiles como mis sueños– y también de mi gusto por coleccionar latas de cerveza. Le mostré mi última adquisición: un envase traído de Asia. Le conté los detalles con tanto entusiasmo que hice variados ademanes hasta que mis dedos le acariciaron el rostro y le obligaron una sonrisa.

Cautivo de sus labios, la besé. Apreté su cuerpo contra el mío hasta que sus pezones endurecidos se clavaron en mi pecho. Terminé haciéndole el amor furiosamente, como un lobo encadenado y sin consuelo.

A la madrugada, ellos nos interrumpieron el descanso. Fue horrible. Los policías patearon la puerta y traían sus armas en la mano. Quise detenerlos pero era tarde. Sabían mi nombre y al parecer alguien me había visto cuando la subí a ella al auto. Me tiraron al suelo y me amenazaron. Afirmaron que ella estaba muerta. La miré nuevamente y volví a sentir que era bella como un ángel.

–Los ángeles no mueren, sólo duermen profundamente –grité entriste-cido, sabiendo que no entenderían.

Cuando tomaron su cuerpo para subirlo a una ambulancia me alteré y me golpearon.

Han transcurrido los años y no la olvido. No puedo entender qué pasó. Era la primera vez que me ocurría una cosa así en todos los años que trabajé en la morgue. ❋

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El cuento más largo del mundo✏ Ignacio Martínez

La narradora se desvivía por contar el cuento más largo del mundo, y lo único que hizo fue decirle a las palabras que salieran cuando quisie-ran. Ellas, entonces, le pidieron a la mujer que comenzara a caminar

y que a cada paso sacara puñados de palabras y las arrojara sobre cada huella que dejara.

La cuentacuentos empezó a andar y a su paso fue diseminando palabras que, con sumo esmero, se ordenaron como lo deseaban, siguiendo las indica-ciones de antiguos alquimistas que tenían fórmulas secretas que mostraban en qué orden debían ir los vocablos para que las frases tuvieran sentido, poesía y pasión.

Hasta los puntos y las comas, los puntos y aparte y los puntos seguidos salieron de la caja de las puntuaciones y se pusieron a disposición de las pala-bras para que ellas les dijeran dónde colocarse.

Durante un largo tiempo que nadie supo medir con exactitud, la mujer cuentacuentos, los alquimistas, las magas y las hechiceras, construyeron un cuento que tenía casi todas las palabras, pero que nadie podía decir si ya se había concluido.

Lo cierto es que el cuento más largo del mundo nació del andar de aque-lla mujer contadora de historias, que ha sido vista por los desiertos, luego de dejar las montañas, las selvas y las grandes ciudades, procurando, encima, tra-ducirlo a cada uno de los idiomas de las regiones por donde transita, haciendo de cada traducción, prácticamente, un cuento nuevo. En realidad el cuento más largo del mundo es uno solo, pero ella está decidida a contar sus diferen-tes partes en todos los idiomas del planeta, para que nadie se quede sin oírlo, y eso la obliga a encontrar la palabra adecuada para decir exactamente lo que quiere, lo que piensa y lo que siente.

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–Claro –dijo una vez–, tendré que resolver también cómo continuar el cuento con los idiomas de los animales, de las plantas y de los climas que ofrece la naturaleza, pero por ahora iré aprendiendo esos nuevos lenguajes a medida que camine por los distintos territorios.

–Ellos mismos me enseñarán sus palabras –repetía una y otra vez–, si soy capaz de oírlas.

Algunas personas dicen que la han visto aquí y allá, y que cada paso que da es una verdadera sinfonía de palabras que quedan grabadas en sus huellas para que las escuchen los que vengan atrás. ❋

De MARTÍNEZ, Ignacio (2012), El joven cuentacuentos, Montevideo, Fin de Siglo.

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El viaje del Santo Grial✏ Diego Moraes

¿Qué es el Santo Grial? Se dice que es un tesoro, un manto sagrado, un símbolo del paraíso terrenal, la copa en la que bebió Jesucristo en la Última Cena o el hijo no reconocido que tuvo con María Magdalena. Todo a su alre-dedor está sumido en un profundo misterio y en varios rincones del planeta se cuentan leyendas acerca de las peripecias que habría seguido la reliquia desde los orígenes del cristianismo. Según algunos rumores, en ese milenario viaje el Grial pasó por Salto y estuvo alojado por unos días en la escuela Hiram.

La historia arranca a mediados de la década del 40 en las afueras de Cassino, un pueblito del noroeste de Nápoles famoso por su abadía de mon-jes benedictinos. En este monasterio estaban bajo custodia muchos objetos sagrados, entre ellos, el Santo Grial. Y de hecho, si uno se fija en el diseño de la bandera que ondeaba en la torre de esta abadía durante la segunda guerra mundial, verá representada en ella una cruz y sobre ella una copa de oro adornada con una piedra preciosa. Se trata de la inconfundible imagen del Santo Grial.

El Grial estuvo en este monasterio hasta febrero de 1944, poco antes de la invasión de Normandía, cuando se celebró en la zona la batalla de Monte Cassino, un cruel enfrentamiento que duró varias semanas y cobró cientos de víctimas. Aquel combate tenía un enorme peso estratégico en el desarrollo de la guerra, ya que era el último reducto que se interponía entre Roma y el paso de los aliados. Al final, estos derrotaron a los nazis, que estaban atrin-cherados en la abadía, pero en un momento se produjo una enigmática tregua de cuarenta y ocho horas entre los ejércitos. Y en ese intervalo, los monjes, en acuerdo con ambos bandos, movieron el Santo Grial del monasterio y lo pusieron a salvo de las agresiones.

Dicen las versiones más confiables que el responsable de gestionar este traslado fue el sacerdote monseñor Eugenio Pacelli, quien entre 1939 y 1958 fue investido como el papa Pío XII.

Pacelli había visitado Uruguay en 1934 y quedó encantado con el país. Hizo muchas amistades aquí, especialmente con Humberto Pittamiglio, un

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alquimista y Caballero Rosacruz –grado 18 del Rito Escocés Antiguo y Acep-tado de la Masonería– con estrechos vínculos con la abadía de Monte Cas-sino, sede de la fraternidad. Tan amigos se hicieron que cuando Mussolini amenazó con invadir el Vaticano, Pittamiglio invitó a Pío XII a refugiarse en Montevideo. El papa no aceptó esa invitación, pero aprovechó la amistad con el alquimista uruguayo para poner a salvo el Santo Grial.

Fue así que una vez retirado de la abadía de Monte Cassino, el mayor tesoro de la humanidad atravesó el océano Atlántico y fue a parar a un edifi-cio ubicado sobre la rambla Gandhi de la capital uruguaya conocido como el Castillo Pittamiglio. Es una construcción extraña, con una arquitectura que responde al estilo de los Caballeros Templarios. Tiene la forma general de un barco –símbolo de la Vía Húmeda de los alquimistas– con la imagen de la Victoria de Samotracia asomando en la proa. Su interior es un laberinto, lleno de recovecos, cámaras ocultas, pasadizos y símbolos pertenecientes a las antiguas tradiciones herméticas. Cuando Pittamiglio supo que el Grial iba a llegar al castillo, hizo refacciones especiales en él y hasta construyó un santuario para alojar la reliquia.

La idea era que el Santo Grial permaneciera en este castillo durante mucho tiempo, aprovechando la situación de tranquilidad que ofrecía el país. Sin embargo, en la década del 70 empezaron a ocurrir una serie de sucesos hostiles en la región (la dictadura uruguaya entre 1973 y 1985, el conflicto de límites australes entre Argentina y Chile que casi terminó en las armas en 1978 o la guerra de Malvinas de 1982) que alteraron esa calma. Y ese clima de inestabilidad aconsejó el traslado de la reliquia a un lugar más seguro. Al cabo de arduas negociaciones, esto finalmente ocurrió en mayo de 1988, durante la segunda visita de Juan Pablo II a Uruguay, que en realidad fue una enorme pantalla de humo para disimular el viaje del Santo Grial.

Los trámites habrían sido encabezados por una persona de íntima con-fianza del papa, cuyo nombre se pierde en el anonimato. La tarde del 7 de mayo de 1988, pocas horas después de que la comitiva del sumo pontífice lle-gara al Aeropuerto de Carrasco, este misterioso emisario llamó a la puerta del Castillo Pittamiglio con una carta del santo padre en sus manos y solicitó que le entregaran el Grial. No lo tuvo en su poder mucho tiempo, pues mientras el papa realizaba una multitudinaria celebración en el Estadio Centenario,

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lo subió a un avión y ordenó que lo condujeran a Salto, donde habría de trasladarse la comitiva un par de días después.

En Salto, altas jerarquías de la masonería esperaron el Santo Grial en el aeropuerto de Nueva Hespérides y lo condujeron a la escuela Hiram –calle Treinta y Tres Orientales N.º 49, entre Artigas y Uruguay–, donde hoy fun-ciona la logia Hiram-Unión-Julio Bastos y en cuya arquitectura destacan, a la vista de todos, cantidad de símbolos masónicos. Pasó dos noches en ese edificio. Pero la tarde del 9 de mayo, mientras Juan Pablo II llevaba a cabo su histórica misa en el parque Mattos Netto ante miles de feligreses, sus colabo-radores, contando con el apoyo de las fraternidades secretas locales, desplaza-ron el Santo Grial en un barco a través del río Uruguay rumbo a Concordia. Una vez en la hermana ciudad argentina, la reliquia continuó su viaje hacia Estados Unidos, originando en su recorrido una serie de leyendas mágicas que circulan en las provincias de Entre Ríos, Corrientes y Córdoba.

Para conmemorar este hecho, se construyó una estructura adornada con techo de paja, el famoso Altar del Papa, un quincho que estaba ubicado en el barrio Cien Manzanas, cerca de la torre con la veleta en forma de toro de la costanera sur. Una noche, años después de la visita de Juan Pablo II, un inconsciente prendió fuego esa estructura. Así que en su lugar las autoridades salteñas instalaron una imagen muy particular: una cruz de piedra rodeada con arreglos de rosas. Es la Rosa-Cruz, emblema que distingue la fraternidad que fuera responsable de introducir el Santo Grial en Salto y testigo inmortal de la presencia de la reliquia en la ciudad. ❋

De MORAES, Diego (2012), Bestiario del Salto Oriental, Montevideo, Cruz del Sur.

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Don Muniz y los merengues✏ José María Obaldía

Se llamaba Segundo Muniz y, desde siempre, el único oficio que había tenido era el de milico. En aquella zona, un buen oficio. Buena gente, honesta y trabajadora, se reunía para divertirse en bailes, pencas o riñas.

Pero nunca había “propasados”; aunque no faltaran algunos “pasados” en la blanca brasileña, cuyo tráfico y consumo, así como el del tabaco de la misma procedencia, jamás nadie consideró delito. Así que el de Muniz era lindo oficio. Acompañar a un superior en recorrida; llevar un aviso a algún vecino, en fin, poca cosa. Y sin apuro. Porque Muniz no era hombre de eso. Siempre al tranco, se hamacaba la enorme vaina de lata de su sable que nunca, nadie, había visto fuera de aquella.

Esta vez había tenido que ir a lo de Perdomo, donde pudo quedarse hasta el día siguiente. Pero prefirió, llegando incluso hasta a trotear, hacer noche en la Estancia Vieja. Le gustaba de veras entrar en la rueda de la cocina de los peones, donde era por todos conocido y en la que, cuando se ofrecía oportu-nidad, don Muniz –como lo llamaban– también solía tallar fuerte.

Después de desensillar entró a la cocina y encontró la rueda armada; la encendía una prosa en la que alternaban los más diversos temas y para cuyo tratamiento no se exigía una inflexible adhesión a la verdad.

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Cuando entró se estaba hablando de dulces. Cada uno iba exponiendo su gusto en la materia, agregando, a veces a modo de fundamentación, las características más notables del postre de su preferencia.

–¡A la natilla con azúcar quemada hay que sacarle el sombrero! –decía Eustaquio.

Y fueron desfilando los “caseros” o “comprados”. Los ticholos, el de “moñato”, la rapadura, la guayabada, el de zapallo, la “conserva de durazno”... Evocados cada uno por ardientes defensores.

–Pa mi no hay como el merengue –dijo Macario–. Habrá dulce lindo, pero como el merengue... ¡es dura la vida pa hallar!

Don Muniz se había apuntado con el arroz con leche con canela, afir-mando que no le daba la derecha a nadie; enalteciendo sus virtudes con el mismo fervor con que podría defender las condiciones de un caudillo.

Pero Macario tampoco aflojaba con sus merengues y, lógicamente, ter-minó enfrentándose con don Muniz.

–¿Y usted ha probado los merengues alguna vez? –le dijo.Muniz se sobresaltó, sorprendido por una pregunta que no esperaba. Él

no era embustero, pero confesar su desconocimiento de los merengues era flaquear y ayudar a la derrota del arroz con leche con canela.

Aunque no con mucha firmeza, respondió:–Estás loco... ¿Cómo no voy a probar los merengues?Macario desconfió pero... don Muniz era una persona mayor y no podía

decirle que desconfiaba una mentira. Pero... ¡había que defender los meren-gues!

–¿Y dónde comió merengue...? –preguntó casi gritando.Don Muniz ya se había recobrado. Entonces se compuso el pecho y,

serenamente, comenzó a responder, con todo aplomo:–Bueno, mirá... hace como dos veranos yo venía pa este lado y en la

Picada de Passano había un árbol que se caía de cargado. Comí dos o tres nomás... estaban calientes del sol y tuve miedo que me hicieran mal. Había mucho en el suelo... pero muy picau de la hormiga y los dejé. ❋

De OBALDÍA, José María (2003), Veinte mentiras de verdad, Montevideo, Banda Oriental.

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La nube✏ Susana Olaondo

Siempre me gustaron las nubes y, lo que es más, estaba seguro de cono-cerlas a todas: las muy blancas que parecen de algodón, las que caminan de costado con el viento, las bien negras de tormenta y las que más

quiero; esas amarillas y naranjas que van cambiando de color cuando el sol se pierde en el horizonte.

En las ciudades, cuando llueve todos andan apurados mirando para abajo y con paraguas. Todos menos yo, porque es el momento de asomarme a la ventana a ver pasar las nubes.

Cuando sopla fuerte el viento veo volar hojas secas y montones de pape-les, a veces llovizna o llueve de costado, graniza… y una vez hubo tanta niebla que casi no se veía mi nariz, hasta que un día descubrí algo raro, muy pero muy raro, tanto que busqué un larga vistas para mirar mejor.

–¡No puede ser! ¡Qué increíble! Y yo que creía conocer todo sobre nubes –pensé.

Subí corriendo a la azotea para ver a esa nube tan especial y cuando la tuve tan cerca que la hubiera podido tocar le dije:

–¡Hola! Soy Marcos. ¿Y vos quién sos?–¿Yo…? Yo soy la nube que llueve para arriba –me contestó muy con-

vencida.–Sí, ya veo; pero ¿para qué sirve llover para arriba si todo lo que se riega

está abajo?–Un momentito –dijo muy seria–. Yo no riego, fui votada por amplia

mayoría como la encargada de lavar el arcoíris –explicó sin parar de llover.–¿Lavar quéé…? ¡Pero si el arcoíris siempre está limpio! –me sorprendí.–¡Claro! ¡Gracias a mí! El año pasado, cuando tuve varicela y no pude

salir, el arcoíris fue quedando tan sucio que, aunque no lo creas, los colores dejaron de verse como son.

El campo ya no era verde brillante y ni las vacas ni las ovejas querían comer. Los pájaros dejaron de volar.

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–“¿Quién tiene ganas de salir con un cielo desteñido?” –protestaban sin moverse.

–Perdoname, yo no sabía… ¿Igual podemos ser amigos? –le pregunté.–¡Por supuesto! En la próxima tormenta te paso a buscar, justo estaba

precisando un ayudante. Ahora me tengo que ir.–¡Yo voy a tener pronta mi campera de lluvia, las botas y mi esponja…!

–le dije casi gritando porque se alejaba muy rápido y en unos minutos la dejé de ver.

Desde ese día la estoy esperando y no me pierdo ninguna tormenta.Por las dudas, tengo mi bicicleta pronta porque cuando venga, seguro

que la llevo a dar una vueltita. ❋

De OLAONDO, Susana (2009), Cuentos para contar, Montevideo, SER.

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El barquito de papel✏ Mauricio Rosencof

Esta es la Leyenda del Barquito de Papel.Y no de cualquiera, sino del primero. De aquel que llegó a las costas de la Tierra en los Tiempos de la Antigüedad, que es de donde suelen

llegar las Cosas de Antes.Muchos creen que el primer barquito se hizo con una hoja de cuaderno.

Otros estudiosos de la historia marinera sostienen que el primero se construyó con una hoja de diario.

Pero en la Antigüedad no había librerías, ni diarios, ni cuadernos. Solo había un Mar calmo y verde antes del Viento, y arroyitos de arena donde los pies desnudos de los niños reían abriendo los dedos, tentados de cosquillas por la arenita rubia que les caminaba suavemente por el empeine.

Los Niños jugaban entonces a hacer flotar hojas secas boca arriba, para que navegaran de panza al Sol Celeste.

Mientras tanto, los Viejos Sabios de Venus construían, en sus Astille-ros de Cristal, naves de exploración interplanetaria, estudiaban las corrientes de los Cielos, y en esos ríos de aire fueron lanzando los primeros navíos de prueba: Cáscaras de Nuez, Latas de Sardina, coloridas Canoas de Material Plástico (de esas que se inflan) y otros modelos más.

Hasta que una mañana de Vertes (octavo día de la semana venusina, la semana en Venus tiene ocho días), botaron al aire un curioso proyectil sin tripulantes.

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Tenía aquella nave espacial la forma de un trapecio isósceles, correspon-diendo a la borda el lado más largo y a la quilla, el más corto. Un triángulo, rematado con una banderita grana apuntando hacia arriba, completaba su estructura.

Nunca nave espacial alguna tuvo construcción más sencilla y líneas más armoniosas.

Como era livianita, las corrientes interestelares no tuvieron dificultad en transportarla y era hermoso ver su andar solemne, esquivando Estrellas y bordeando Lunas. Eso sí, tuvo mucho cuidado de no aproximarse al Sol Amarillo, porque siendo su estructura de papel, podía chamuscarse con el calor del astro encendido.

Astros, Planetas, Naciones y Nebulosas vieron pasar con indiferencia la nave espacial “Barquito de Papel”. Y esto la entristeció. Entonces se arrugó en pliegues, arrió bandera y anduvo con la proa cabizbaja, surcando fríos Mares vacíos.

Hasta que un atardecer divisó un extraño Planeta Rojo entretejido con pequeñas arterias amarillas. Y recordó el Barquito que a ese Planeta un día, desde Venus, la Barca de Viento había conducido a una tripulación de Pana-deros del Aire. Y enfiló a los puertos de la Tierra.

Así fue como llegó a una de aquellas arterias de oro, que resultaron ser los tibios arroyitos de arena rubia. Cuando vio a los Niños jugando con las hojas secas, descendió, recompuesta su bandera grana y alzada la proa.

Los Niños dejaron las hojas y rodearon al Barquito como a un pequeño y frágil Dios.

Y fue a partir de ese Día de la Remota Antigüedad, que los humanos conocieron al venusiano Barquito de Papel.

Desde entonces, Niños y Mayores los construyen a su imagen y seme-janza, forjando así ese intrépido espíritu marinero que siempre ha llevado al Hombre a emprender imponentes travesías a bordo de Sonrisas Flotantes, Carabelas de Colón, Navíos Estelares, Alfombras Mágicas, Latidos de Cora-zón, Cohetes Espaciales, Estrellas Altivas, Barquitos de Papel. ❋

De ROSENCOF, Mauricio (2004), Leyendas del abuelo de la tarde, Montevideo, Alfaguara.

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Cartas en la cartuchera (conflicto pasional escrito)✏ Helen Velando

Todo comenzó cuando llegamos del recreo. Yo tenía la sensación de que algo estaba diferente pero no me imaginaba lo que me estaba por ocurrir. Busqué mi mochila porque tenía que guardar el celular

y apagarlo, porque la maestra dice que durante la clase los celulares deben estar apagados, como el de ella. Yo no sé si lo apaga; nunca le sonó, pero yo creo que lo deja prendido. Bueno, me estoy yendo por la tangente, y a mí la geometría me cuesta un montón y como mucho entiendo lo de los triángulos equiláteros, isósceles y escalones; no, eran escalenos, eso, escalenos. ¿No te digo?, ya me distraje, y lo que quería contar era que había algo raro en mi banco, algo no estaba en su lugar. Mi lapicera con pelo verde estaba en su sitio, el cuaderno que había dejado sobre la mesa también, y la cartuchera con forma de tubo de teléfono rosado… ¡tenía el cierre un poco abierto!

Traté de serenarme y por eso lo abrí del todo dispuesta a ver si me fal-taba algo, entonces la descubrí: había una cartita en mi cartuchera. El papel era blanco y con rayas, no tenía nada que me indicara de qué se podía tratar. Estaba doblado en cuatro y solo noté que tenía algo marcado de un tono gris, algo que bien podía ser un dedo sin lavar cerrando la carta. La abrí y miré de reojo por si alguien estaba espiándome, no sabía de qué se trataba así que lo mejor era estar alerta. Cuando la leí el corazón empezó a correr como mi madre cuando vamos a última hora al supermercado y ya van a cerrar. Me puse colorada, lo sé, porque sentí un calor bárbaro en los cachetes y tuve que respirar hondo y volver a leerla.

Catalina, me gustás mucho.

Traté de disimular y la doblé y la guardé como si no me importara en lo más mínimo. La maestra hablaba pero yo no la oía; lo único que podía hacer era mirar hacia el interior de la cartuchera y apenas abría un poquito el cierre el corazón me empezaba de nuevo a correr; tenía ganas de que tocara el timbre para leerla de nuevo. Tranquila, analizando cada palabra, cada letra,

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que por cierto era bastante horrible, tenía que averiguar quién me la había mandado, aunque yo ya lo sabía, tenía un presentimiento. No podía haber sido otro, tenía que ser él.

Cuando sonó el timbre yo había copiado todos los deberes y como me voy en camioneta tengo que salir corriendo. Esta vez no me importó: salí volando, estaba deseando llegar a casa para llamar por teléfono a Gabi y con-tarle lo que me había pasado.

Me olvidé de decir que Gabriela es mi amiga, que este año quedamos sepa-radas porque hay dos quintos y a ella le tocó el otro, aunque igual somos muy amigas. Mientras iba en la camioneta prendí el celular y le mandé un mensaje para que se preparara para una noticia importante. En cuanto entré en casa el teléfono sonó y yo me fui al dormitorio y cerré la puerta. Era Gabi, obvio.

—¿Y quién te la puede haber mandado, Cata?—¿Quién va a ser, Gabi? Tiene que ser Álex.—Sí pero, Álex está en sexto y además me contaron que está de novio

con Pía, la del otro sexto —insistió mi amiga.—Es Álex, estoy segura. Además, hoy de mañana me habló en el comedor.—¿Qué te dijo?—“¿Me pasás el agua…?” Eso quiere decir algo, ¿no?—Sí, que quería agua.—No, Gabi, leé entre líneas, fue una manera de acercarse. Después lo

cruzamos en el recreo, ¿te acordás? ¿Y qué me dijo? —pregunté a ver si mi amiga se avivaba.

—Te dijo… Te dijo…—Me dijo que se terminaba el recreo y que me apurara.—¡Tenés razón! Claro, estaba hablándote en clave, te había dejado la car-

tita en la cartuchera y quería que volvieras a la clase pronto. ¡Ay, me muero, Catalina! Es él, tenés razón. ¿Y qué vamos a hacer?

—Qué voy, qué voy a hacer, Gabi. No sé. Tengo toda la noche para pensar, algo se me va a ocurrir. Ahora te dejo porque tengo muchas cosas en las que reflexionar.

—Te entiendo, beso.—Chau, beso.No podía con mi ansiedad. Hice los deberes como pude, me bañé y cené

pensando en una sola cosa: la cartita en la cartuchera, esa que tenía ahora

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debajo de la almohada y que había releído como un millón…, bueno, unas cuantas veces.

Al otro día salí para el colegio con una velocidad asombrosa, tanto que mi padre me preguntó si teníamos paseo o algo así, porque siempre me voy medio dormida y ese día parecía mi padre cuando empieza la licencia y no le dan los pies para ir como loco a buscar la caña de pescar. Bueno, ahorrando detalles, llegué a mi clase y me senté como siempre; bueno, un poco más atenta a la ventana que daba para el patio y desde donde se veía la clase de sexto en la que estaba Álex. A lo mejor se asomaba y lo descubría espiándome, y entonces…

—Catalina, ¿me podés responder? —me dijo una voz conocida y lejana.—¿Qué?La maestra me miraba esperando una respuesta que evidentemente no

llegó porque yo no tenía la menor idea de lo que me había preguntado. Por suerte pasó a otro niño, porque lo que es yo, no tenía idea de la producción agropecuaria de la cuenca del litoral. Yo lo único que sabía era que el día anterior me habían dejado una cartita en la cartuchera. Cuando bajamos al comedor al mediodía abrí mi vianda y me senté con Gabi. A lo lejos descubrí el pelo rubio y lacio de Álex y el corazón otra vez entró a latir como loco.

—Cata, vos sabés que Álex es… es —empezó mi amiga.—¿Que es qué? —me enojé.—Mirá, yo escuché a la maestra Alicia hablando con la directora una vez

y dijo que Álex era tremendo. Vos sabés: que no estudia, que tiene una letra horrible, que es un…

—¡Basta, Gabi! Eso no me interesa —la corté—. Tengo que aceptarlo como es.

—No, yo te entiendo, pero…—Nada, no me hables más de su conducta. Ya lo sé —me enojé.A mí lo único que me importaba era que me dijera algo; sin embargo,

Álex no se dio vuelta ni una sola vez y volvimos a la clase. A media tarde, cuando sonó el timbre del recreo, yo me sentía un poco decepcionada. Había esperado que me mirara o que hubiese buscado alguna excusa para acercarse. Salí al recreo un poco desilusionada, debo admitirlo, y caminé en dirección al baño a ver si encontraba a Gabi. Charlamos, dijimos alguna pavada, le mostré en el celular las fotos nuevas de mi perro, le conté de nuevo todo lo de la cartita y sonó otra vez el timbre.

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Cuando entré a la clase sentí lo mismo que el día anterior, aquella sensa-ción de cosquilleo, pero esta vez no me aguanté y corrí hacia mi banco. Miré la cartuchera y descubrí el pedacito de papel que asomaba. Había otra carta. Me tranquilicé y la leí.

Catalina, sos linda.A.

Quería gritar, quería saltar, quería…, no sé, ladrar, aullar, y sin embargo me quedé muda. Estaba supertranquila, estaba supersegura. La letra A lo decía todo: Álex era el más divino de todos y estaba superenamorado de mí. ¡Y eso que yo estaba en quinto! No pude aguantar y pedí para ir al baño, tenía que leerla de nuevo. Me guardé el papel doblado como el día anterior y lo leí como veinte veces en el baño. Esa noche dormí con las dos cartas dentro de la funda de la almohada y soñé con el pelo lacio y rubio de Álex.

A la mañana siguiente me fui como una estampida, como mi hermano chico cuando mamá anuncia que hay brócoli con zanahorias y corre por toda la casa intentando escapar. Resumo: pasó la mañana, al mediodía me llevé por delante a un enano de tercero porque no lo vi y lo empujé sin querer en un can-tero del patio, una maestra me rezongó, volvimos a la clase, salimos al patio y cuando terminó el recreo me lancé en palomita a la cartuchera. Lo que encon-tré me dejó alucinada, aunque espero que Álex me lo explique personalmente.

Catalina: te ciero mucho.A.

Adrián salió con la fila de tercero como todos los días. Estaba un poco dolorido por el golpe que se había llevado cuando Catalina lo empujó dentro del cantero y hasta las flores quedaron aplastadas, pero eso no le importaba. Un amigo se le acercó y le preguntó casi en un susurro:

—¿Le pusiste la cartita en la cartuchera?—Sí —contestó.—¿Y?—Y nada, le puse que la quiero mucho. Me parece que ella también,

porque hoy en el recreo me atropelló y me tiró en el cantero. Mañana le voy a preguntar si quiere ser mi novia. ❋

De VELANDO, Helen (2011), En mi escuela pasan cosas raras y otros cuentos, Ediciones de la Comarca.

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Autores Roy Berocay

Nació en Montevideo en 1955. Es músico, cantante y guitarrista. El sapo Ruperto, uno de sus más famosos personajes, ha protagonizado libros y cómics desde 1994. Entre sus libros están además Pateando Lunas (1993), Pequeña Ala (1998) y El país de las cercanías (2001, 2002).

Emiliano BrancciariNació en Argentina pero está radicado en Uruguay. Es vocalista y compositor del grupo de rock No Te Va Gustar que, formado en 1994, lleva grabados siete discos.

Carlos CaillabetNació en Paysandú en 1948. Es autor de Un pañuelo rojo en la memoria (1996), Retratos con historias (2003), y las novelas Otro mundo (2007) y Verano (2009, Mención Premio Nacional de Narrativa y Tercer Premio en la categoría narrativa édita - Premio Anual de Literatura MEC).

Miguel Ángel CampodónicoHa publicado dos libros de cuentos y ocho novelas, una de ellas en Francia. Figura en trece antologías de narrativa uruguaya. Por su obra de ficción recibió varias distincio-nes (Premio Fraternidad, premios de la IM y del MEC, etc). Fue el primer escritor uru-guayo invitado a una estadía en la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs de Saint-Nazaire (Francia), donde residió durante dos meses. En los últimos años se dedicó especialmente a la no ficción; con algunos de los libros de ese género alcanzó niveles excepcionales de difusión en el Uruguay (Mujica, Las vidas de Rosen-cof, Antes del silencio, Después del día diez, Mi segunda cordillera, etc.). Es autor del Nuevo Diccionario de la Cultura Uruguaya (última edición ampliada y actualizada en 2007) en la que incluyó casi mil entradas de uruguayos vivos representativos del teatro, las artes plásticas, el cine y el video, la música, las letras y el periodismo.

Mario Delgado AparaínNació en Florida. Su obra, que ha sido traducida a varios idiomas, incluye volú-menes de cuentos entre los que se encuentran Querido Charles Atlas y El canto de la Corvina Negra. En el género del relato breve, se le galardonó con el Premio Cervantes del Concurso Juan Rulfo de Radio Francia Internacional por Terribles Ojos Verdes. Entre sus novelas más premiadas están La balada de Johnny Sosa (Premio Municipal de Literatura, Montevideo, 1987) y No robarás las botas de los muertos (Premio Bartolomé Hidalgo, 2005).

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Aut

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Luis Pedro FerreiraNació y vive en Paysandú. Es abogado y este es su primer cuento publicado, aunque también es autor de los relatos Mesa para uno, Viaje en bus y Días sin huellas y de la novela Un amor otoñal que ojalá pronto se anime a compartir.

Milton FornaroNació en Minas. Fue guionista de TV para el programa humorístico Plop (1991-1992). Fue cofundador de las revistas de humor El Dedo, clausurada por la dic-tadura militar, y Guambia, su continuación. Es autor de una obra teatral Coquita Superestar (1992) y de varios libros de cuentos. Como novelista ha publicado: Hoy fue uno de esos días (1993), Si le digo le miento (2003), Cadáver se necesita (2006), Teoría del iceberg (2008), Un señor de la frontera (2009).

Magdalena HelgueraEs maestra y licenciada en Letras. Ha publicado más de treinta libros de cuentos y novelas para niños y jóvenes, entre los cuales diez fueron primeros premios del MEC. Trabajó en un proyecto de investigación que culminó en la publicación del libro A salto de sapo para niños y jóvenes y que también fue premiado. Ha recibido el Premio Bartolomé Hidalgo y varias distinciones en otros países.

Gonzalo HernándezNació en Montevideo, en 1968. Es sociólogo y docente universitario. Ha traba-jado en radio, prensa escrita y como columnista en portales digitales. Obtuvo varios premios literarios en el país y en el exterior. Algunos de sus cuentos y poemas fueron  publicados en revistas extranjeras. Su obra teatral Mañana vere-mos ha sido estrenada en Argentina y México.

Ignacio MartínezNació en Montevideo en 1955. Ganó, entre otros, el Premio Bartolomé Hidalgo en 1993 y en 2002, y el Premio Florencio Sánchez en tres oportunidades. Hasta el momento lleva publicados 78 libros para niños y jóvenes, 8 para adultos y 36 obras de teatro estrenadas.

Diego MoraesEscritor, corrector e investigador. Es licenciado en Letras por la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (UDELAR) y egresado del Diploma en Gestión Cultural (Fundación ITAÚ). Es coautor junto con Guillermo Lockhart de la serie literaria del programa televisivo Voces Anónimas y autor de los libros Figari, el masón (2008) y Bestiario del Salto Oriental (2012). En la actualidad, trabaja como corrector de estilo en el portal educativo de Plan Ceibal (www.ceibal.edu.uy).

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José María ObaldíaDesde 1994 es miembro de la Academia Nacional de Letras cuya presidencia ocupó durante dos períodos, entre 1999 y 2003. Ha sido jurado en concursos literarios auspiciados por la IM, el MEC, la Cámara del Libro, la Fundación Lolita Rubial. Algunos de sus poemas fueron musicalizados por conjuntos y cantantes como Los Olimareños, Los Hidalgos, Los del Yerbal, Wilson Prieto y otros. Entre sus libros publicados se encuentran 20 mentiras de verdad (1971), Bautista el Equilibrista. Cuatro cuentos y doce canciones (1997), y El Matrero y otros cuentos en prosa (2001).

Susana OlaondoEs escritora e ilustradora. Estudió jardinería, dibujo, pintura, fotografía y escul-tura. Conduce un taller de expresión plástica para niños. Tiene varios premios del MEC y ha recibido el Bartolomé Hidalgo. Sus libros Una luna, La tía Merelde y Julieta: ¿qué plantaste? también fueron publicados en el exterior. Tiene editados más de veinticinco libros de Imagen.

Mauricio RosencofNació en Florida en 1933. Entre sus libros publicados se encuentran: Memorias del calabozo (1989, en coautoría con Eleuterio Fernández Huidobro), Las cartas que no llegaron (2000), Piedritas bajo la almohada (2002), El enviado del fuego (2004), El barrio era una fiesta (2005), Lo grande que es ser chiquito (2008), Medio Mundo (2009), ...Y nuestros caballos serán blancos (2011). Ha sido pre-miado, traducido y editado en varias lenguas. Fue director del Departamento de Cultura de la Intendencia de Montevideo entre 2005 y 2010.

Helen VelandoNació en 1961 en Montevideo. En 1985 comenzó sus estudios en la escuela de teatro y títeres de El Galpón y formó parte de su elenco hasta 1998. Es actriz, titiritera y directora teatral, cantante y compositora del grupo de blues La Trape-cista desde 1998. Recibió en 2001 el Premio Revelación de la Cámara Uruguaya del Libro y en 2003 el Bartolomé Hidalgo. Ha ganado varios premios Florencio Sánchez, entre otros por Cuentos de otras lunas (1999) y Detectives en el parque Rodó (2002).

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