mitmacuna:una historia de cañaris

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Gerardo Martínez Espinosa istorias de uenca

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Este texto recoge el primer capítulo de la obra Historias de Cuenca. Aquí se trata de la historia de Don Francisco Chilche, un cañari que peleó a lado de Francico Pizarro contra las tropas de Atahualpa. Bien escrito y ameno es una excelente introducción a aspectos deconocidos de la historia de los grupos indígenas en la conquista española.

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Page 1: Mitmacuna:Una historia de cañaris

Gerardo Martínez Espinosa

istorias de uenca

Page 2: Mitmacuna:Una historia de cañaris

Índice

Página 9 Mitmacuna, una Historia de Cañaris

Página 27 Tomebamba, Ciudad Castellanade Francisco Pizarro

Página 41 Heráldica

Página 55 De Monjas y Otras Historias

Página 75 Prelados Amigos

Página 89 No Tener Cristo en que Morir

Página 119 Cuenca en Pichincha

Página 137 La Mar de Ayacucho

Página 159 La Tragedia del Presidente La Mar

Página 189 Siglo de Sobresaltos

Página 211 ¡Esta Cuenca…!

Página 253 Notas Bibliográficas

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Mitmacuna, una Historia de Cañaris

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Page 5: Mitmacuna:Una historia de cañaris

regorio Zhau, indio cañari a quien conocí hace muchos años, no sólo era

cañarejo, era cañari de los de Hatun Cañar. Bien proporcionado, con el

torso ancho de las razas que moran en los Andes, de piel tostada por el sol

que encubría su color “aindiado” y la trenza de pelo grueso que llegaba hasta media espalda,

vivía en la comunidad de Sígsig-huayco y trabajaba como mayoral en la cercana hacienda de

Coyoctor, junto al río Silante que baja por Ingapirca.

Gregorio Zhau, hombre leído y escribido, inteligente y de gran memoria reforzada por la

costumbre de ejercitarse en la tradición oral de sus mayores, nos contaba que él pertenecía a la

raza propia de esa tierra, como sus amigos Buñay, Naula y algunos más. Decía que otros vecinos

de la misma comunidad con apellidos corrientes como Cungachi y Tenelema eran mitayos,

realmente mitayos, descendientes de gente afuereña cuyos antepasados vinieron a trabajar

hace un tiempo difícil de medir.

Los Zhau tienen en su apellido el fonema zh, típicamente cañari como tantos otros en

Azuay y Cañar: Zhapán, Zhañay, Zhicay, Zhindón; o como los toponímicos Zhiña, Zhud, Zhumir,

Carzhau.

Los otros, Cungachi, Tenelema y demás advenedizos ¿eran los mitayos, los indios que en

el Tahuantinsuyu se ocupaban en el trabajo del Estado? ¿Eran parte de la mita que sacaba un

determinado número de habitantes de una comunidad para emplearlos en trabajos públicos?

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Hay, por supuesto, una relación del mitayo con la institución de la mitmacuna que los

Incas usaron para equilibrar y “estandarizar” su imperio, llevando agricultores y artesanos allí

donde hacían falta, reforzando con soldados los puntos débiles u hostiles dentro del Tahuantinsuyu

o enseñando el runa-shimi, la lengua del Cuzco a los más periféricos. Los magníficos caminos,

inga-ñan, facilitaban el traslado masivo de los mitimaes como los llamaron los españoles, con

toda su familia, sus herramientas, sus armas, semillas y animales.

Pero la medalla tenía un oscuro reverso: la mitmacuna expulsaba también de las tierras

conquistadas a los naturales del lugar y los trasladaba a la parte central del Imperio. Los extrañaba

de la tierra con toda su gente cuando no eran confiables por sus afanes de ser libres, su carácter

guerrero o su fuerte personalidad. Centenares de miles de súbditos del Tahuantinsuyu, talvez

millones, fueron víctimas de esta política y se calcula que en algunas comarca una tercera parte

de sus habitantes sufrieron la reubicación forzosa. (1)

A los cañaris correspondió una de las mayores cuotas de la mita. A buena distancia

aparecen después los chachapoyas, tribu del noreste serrano de Cajamarca.

Todo empezó cuando en Dumapara los cañaris, sin poder resistir su fuerza, debieron

aceptar las condiciones de Túpac Yupanqui. Esperaban iniciar así y desde ese momento una

vida en común centrada en Guapdondélig, Surampalte como lo llaman algunos cronistas.

A su vez, conscientes del destino imperial del Tahuantinsuyu, los grandes consejeros del

Inca en el Cuzco habían tomado otra decisión y optaron por crear un segundo centro administrativo

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y religioso en el extenso Chinchasuyu. Túpac Yupanqui levantó entonces la ciudad imperial de

Tumi-pampa, la Tomebamba de los cronistas.

La edificaron junto al río y en la cabecera del inga-ñan que empezaba en Poma-pongo,

lugar o sitio del león, pasando por el inga-chaca, el puente sobre el Tomebamba que aún

hoy lleva el mismo nombre. Hacia el año 1450 nació la ciudad con recias construcciones de

andesita, sin descartar la piedra de jaspe o mármol, todo bien tallado en bloques rectangulares

y almohadillados, con largos dinteles para las puertas de arco trapezoidal. Huayna Cápac la

terminó de construir y embellecer.

Circuían la vivienda del Inca los cuarteles militares y depósitos de víveres; más allá,

hacia el oeste, el observatorio solar inti-huatana cuyas ruinas también existen. Hacia el norte,

el templo del sol dorado cori-cancha, la casa de las escogidas y mamaconas aclla-huasi que

mezclaban lo religioso y lo artesanal elaborando tejidos y chicha para las ceremonias y cuidando

del templo donde refulgía la imagen de oro del dios. En la periferia y seguramente con la división

cuzqueña de hanan y hurin, alto y bajo, se extendían las casas, de piedra las más centrales o de

barro las más alejadas, todas con techos de paja, para albergar a cuzqueños y cañaris.

“Estos aposentos de Tumebamba… eran de los soberbios y ricos que hubo en todo

el Perú, y adonde había los mayores y más primos edificios… El templo del sol era hecho de

piedras muy sutilmente labradas y algunas de estas piedras eran muy grandes, unas negras

toscas, y otras que parecían de jaspe. Las portadas de muchos aposentos estaban galanas y

muy pintadas, y en ellas asentadas algunas piedras preciosas y esmeraldas, y en lo de dentro

estaban las paredes del templo del sol y los palacios de los reyes incas, chapadas de finísimo oro

y entalladas muchas figuras… Y concluyendo en esto, digo que fueron gran cosa los aposentos

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de Tumebamba; ya está todo desbaratado y muy ruinado, pero bien se ve lo mucho que fueron”

escribió Cieza de León cuando en 1547 conoció sus ruinas.

Cieza exageraba un poco, sin duda, pero todos los cronistas e historiadores coinciden

en la importancia y belleza de la ciudad. “Era una ciudad suntuosa, un segundo Cuzco” resume

John Hemming en “La Conquista de los Incas”.

Gobernantes con objetivos claros, los Incas fundaron Tomebamba para hacerla capital

septentrional del Imperio, más necesaria porque ya planeaban la conquista de Quito y toda la

tierra que hacia el norte se extendía. Los cañaris, en cambio, tuvieron a Tomebamba como ciudad

propia, nacida de Guapdondélig y la creyeron suya.

Debía ser pequeña pero decisiva la presencia de cuzqueños en Tomebamba mientras

los cañaris constituían el grueso de la población que provenía del “llano grande como el cielo”.

No podemos afirmar cuántos habitantes tenía pero todos los cronistas la clasificaron como gran

ciudad. Si tomamos, aun con reservas, la cifra histórica de los sesenta mil cañaris de Tomebamba,

hombres y niños, que Atahualpa ordenó matar cuando la destrozó en la guerra contra Huáscar;

si también sumamos a los sobrevivientes, en su mayoría mujeres, y agregamos los mitimaes

desperdigados en el Imperio, nos aproximaremos a su verdadero tamaño y explicaremos

además porqué en 1547 Cieza de León encontró que las mujeres excedían a los hombres en un

número de quince a uno.

La vida en común resultó un proyecto ilusorio para los cañaris pues la política imperial iba

por otro rumbo. Sin mayores alardes y a socapa de privilegios, Túpac Yupanqui y luego el mismo

Huayna Cápac emprendieron una profunda poda de la nación cañari con el traslado de grandes

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grupos de habitantes de Tomebamba a distintas partes del Perú y especialmente al Cuzco.

Los Incas confiaron su guardia personal a guerreros cañaris, tal era su buena fama. En

el Cuzco vivían en un barrio determinado y ninguno de ellos en condición de yanacona, el siervo

ganado en las conquistas. Al contrario, las referencias posteriores nos hablan de los cañaris

como guerreros valerosos - y en una transposición de ánimo muy interesante - totalmente leales

al Sapay Inca que los empleaba en tareas duras y peligrosas.

Como cada extranjero debía identificarse por su tocado y atavío, los cañaris enrollaban

su pelo alrededor de la cabeza y lo sujetaban con un aro de madera o calabaza - mate - que

les valió el apodo de mate-uma. Formaban parte habitual del colorido paisaje urbano del Cuzco

al decir de los cronistas.

Además de los guerreros, dentro de su política de la mitmacuna, los incas llevaron al

Cuzco a los principales señores de los pueblos sometidos como rehenes en garantía de lealtad.

A los señores o a sus jóvenes hijos varones.

Los jóvenes integraban un plan proyectado al futuro; debían absorber la cultura inca,

“aculturarse”, para compartir valores políticos, religiosos e históricos y aprender el ejercicio del

mando que ejercerían después al modo incásico, pero de manera sumisa, cuando regresasen

a sus pueblos. Recibían la misma educación de los nobles del Cuzco en su adoctrinamiento de

gobernantes y en su formación de guerreros. El Sapay Inca en persona perforaba las orejas de

los jóvenes que superaban las duras prácticas del adiestramiento final con simulacros reales de

la guerra a la que pronto servirían. Se les reconocía entonces como Orejones.

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Hacia 1528 se desató el más grande cataclismo en Tomebamba. Atahualpa con sus

aguerridas tropas y sus excelentes capitanes marchaban hacia el Cuzco en pos del Imperio,

huérfano desde la muerte de Huayna Cápac. Derrotado por los cañaris en el primer momento

y prisionero en Tomebamba según dicen algunos cronistas, fugó con la habilidad de un amaru,

de una serpiente, y regresó para volcar toda su rabia sobre la ciudad hasta no dejar rastro de

nada, ni siquiera de la aclla-huasi, la casa de las escogidas que congregaba a las jóvenes cañaris

más lindas para su aprendizaje de vestales, para colmarse como aríbalos con las historias

y leyendas vertidas por los amautas o para ofrecer al Inca en su visita ocasional la chicha de

maíz y la túnica de lana de vicuña tejida por ellas mismas. Con sus pómulos coloreados con el

llimpi, el bermellón del cinabrio, no pudieron acercarse a Atahualpa porque se interpuso un

velo de sangre.

En las ruinas de Tomebamba los caminos inga-ñan volvieron a ser caminos de llanto, los

huacay-ñan de los comienzos cañaris. En las ruinas nació la venganza, dulce y fragante como el

aroma del guántug, del floripondio, que termina por embriagar. Concluyó el pacto de Dumapara

y comenzó la guerra. Se apagó la alegría y brotó un odio oscuro en todos los cañaris.

De esa época no conocemos ningún hecho individual con protagonistas cañaris sino las

referencias generales de cronistas, arqueólogos e historiadores sobre su presencia en el Cuzco

y otros lugares.

En cambio, después aparecen los cañaris en las Crónicas de Indias de tal manera que,

salvo los propios incas, no hay otro pueblo tan recordado y con tanto renombre.

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Al terminar el primer tercio del siglo XVI la situación política del Tahuantinsuyu llegó a

una enorme complejidad por los bandos dinásticos ligados a las panacas o familias de la realeza

cuzqueña, cada una con cientos de miembros y miles de servidores. Atahualpa, de la panaca

de Tumipamba por su padre, debió luchar no solamente contra Huáscar sino contra su difunto

abuelo Túpac Yupangui, cabeza de la panaca a la que pertenecía Huáscar. Cuando ganó el Cuzco,

Quisquis siguiendo órdenes de Atahualpa exterminó a todos los parientes aun remotos del último

Inca cuzqueño.

Por otra parte, la guerra civil mostró las grietas del Imperio, grietas profundas de

pueblos, tribus y naciones sin unidad ni cohesión y con luchas étnicas pendientes; grietas que se

ahondaron con la ferocidad de la guerra civil y más todavía, con la invasión española que terminó

de destrozar la economía estatal de redistribución, destruyó el prestigio sagrado del Inca y anuló

el sistema burocrático y el mando centralizado que tenía un incuestionable origen divino.

El primer abismo se abrió en Tomebamba. Aunque Atahualpa había muerto a manos

de los españoles, sus capitanes continuaban la guerra con los mismos propósitos de venganza,

enardecidos por la acometida de sus enemigos, aliados ahora con los españoles. Los cañaris

sobrevivientes y los que residían en el Cuzco y otros lugares concertaron también con Pizarro para

combatir juntos a los tres principales capitanes quiteños Rumiñahui, Quisquis y Calicuchima.

Las crónicas están llenas de relatos concretos desde que las fuerzas de Benalcázar en

1533 perseguían a Quisquis en su retirada a Quito. Casi al término de su marcha de miles de

kilómetros desde el Cuzco, el capitán quiteño atravesaba la región de Chaparra dentro de los

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términos de la antigua nación cañari con unos veinte mil hombres, muchas mujeres, yanaconas

de servicio y rebaños de llamas para el transporte de ropa, armas y todo lo necesario para

sobrevivir en territorio hostil. Los cañaris dieron aviso a Benalcázar y ayudaron a desbandar

a buena parte de las fuerzas de Quisquis, incapacitado de presentar una batalla decisiva por el

impedimento de la multitud no combatiente que escoltaba hacia Quito.

Algunos días después, a costa de ochenta guerreros que se ahogaron, los cañaris

ayudaron a pasar el río Chambo o Liribamba a una vanguardia de doce jinetes españoles para

dispersar a los vociferantes quiteños que estaban en la otra orilla.

Igualmente enérgico y masivo fue su apoyo para defender el Cuzco de la arremetida de

Manco Inga, títere coronado por Pizarro en 1533 y después su encarnizado enemigo. El

estrecho e incendiario sitio al Cuzco en 1536 redujo a los españoles a dos edificios, el Suntur

Huasi y el Hatun Cancha, asediados por los guerreros de Manco que usaron el fuego en las

flechas y en los proyectiles de las hondas como nueva arma ofensiva. Pero los cañaris, con un

destacamento de peones españoles, consiguieron desbaratar las barricadas sitiadoras en medio

de luchas cuerpo a cuerpo.

Fue tan increíble el suceso que cronistas como Montesinos, Murúa y Guamán Poma de

Ayala registraron que los conquistadores atribuían la salvación del Cuzco a un milagro de la

Virgen del Carmen.

Más dramático fue el asalto a la fortaleza de Sacsahuaman ocupada el mismo año de

1536 por los hombres de Manco Inga, muy cerca de conseguir el exterminio total de los

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españoles en todo el Perú. Sacsahuaman, llave del Cuzco, debía reconquistarse. Con este

propósito y sulfurado con la muerte de su hermano Juan por el impacto de una gran piedra

en la cabeza, Hernando Pizarro lanzó ataques simultáneos a dos de las cuatro torres de la

fortaleza, ataques convertidos en “una batalla ensangrentada, por la mucha gente de indios

que favorecían a los españoles, sobre todo cañaris y chachapoyas” como se quejó Titu Cusi,

el hijo de Manco al perder la fortaleza. (2)

Los cañaris anónimos adquirieron un rostro personal con el cañari Chilche que se unió

a Francisco Pizarro cuando entraba el conquistador al Cuzco. Se presume que residía en el

Cuzco a la muerte de Huáscar y abandonó la ciudad para salvarse de las matanzas de Quisquis.

De todos modos, pocas horas antes del encuentro de Pizarro y Manco Inga, se presentó el

curaca cañari Chilche en la cuesta de Vilcaconga ofreciendo servir lealmente a los españoles

según anota el cronista Diego de Trujillo.

Manco se había lanzado a la rebelión tras un largo preámbulo de ofertas, llamamientos

a la reciprocidad entre los indígenas, halagos y obsequios de espléndida ropa y posiblemente

mujeres a los curacas de las comunidades, aunque muchos de ellos carecían del ánimo colectivo

que los señores incas trataron de crear.

Otros, en cambio, fueron reacios a la complicidad con Manco. “Menos útiles le

resultaban las comunidades de tribus sojuzgadas residentes en el Cuzco. La más importante de

estas era la de los cañaris, de la tribu tan cruelmente diezmada por Huayna Cápac y después por

Atahualpa. Chilche, el señor de los cañaris, dio la bienvenida a la columna de Pizarro cuando se

acercaba al Cuzco y los cañaris, que con tanto entusiasmo secundaron a Benalcázar, siguieron

siendo leales a los españoles en todo el Perú”. (3)

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A partir de ese momento, Chilche - resuelto colaborador de los españoles y amigo de los

más encumbrados señores incas contrarios a Atahualpa y su panaca - se vio envuelto en luchas

heroicas y en acontecimientos que hoy tildaríamos de rocambolescos por lo desmesurados e

increíbles.

Don Francisco Chilche, así, con tratamiento de señor, llegó a ser curaca de Yucay,

hermoso valle cercano al Cuzco en donde solían descansar los principales señores incas, título

que premiaba la mayor hazaña de un guerrero que los españoles agradecerían toda la vida.

Don Francisco Chilche - que llevó el nombre de su padrino de bautizo el conquistador Francisco

Pizarro - merecía esta solidaridad del poder español.

Fue él quien modificó el curso de la guerra en la insurrección de Manco cuando dos

ejércitos se hallaron un día frente a frente: el pequeño y disciplinado de los españoles auxiliado

por los cañaris y otros aliados a un lado; y al otro, la enorme tropa o muchedumbre de

aborígenes partidarios de Manco, enfervorizados, exaltados hasta el delirio.

De repente, uno de sus más impetuosos guerreros salió de las filas, se adelantó hasta

llegar cerca de los españoles y los desafió a combate singular. Nadie sabe de dónde sacó este

guerrero inca la idea de una lucha de campeones de corte medieval. Por supuesto, ninguno

de los españoles se dignó aceptar el envite de un indígena y esta actitud comenzó a verse como

síntoma de cobardía.

De pronto, el cañari Chilche admitió el reto y con el permiso del jefe español se fue hasta

el inca y los dos trabaron un terrible combate con las armas propias de sus pueblos, con lanza el

cañari, con una gruesa hacha de cobre el inca. La atroz lucha llena de altibajos terminó cuando

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Chilche asestó al inca un lanzazo mortal en el pecho. El ejército de Manco se retiró abatido

mientras los españoles vitoreaban al insólito campeón.

En el posterior período de paz y guerra a medias que siguió a esos hechos, don

Francisco Chilche, curaca de Yucay, tradicionalmente “feudo” de nobles incas, talvez participó

en las maniobras que llevaron a Sayri Túpac, hijo y sucesor de Manco, a salir de su refugio

inconquistable de Vilcabamba para vivir en el Cuzco en una condición ambigua de Inca gobernante

y amigo de los españoles a la vez.

Su alejamiento de Vilcabamba contaba extrañamente con el beneplácito, o cuando

menos con la resignación, de muchos de sus allegados en espera de la oportunidad de luchar

y triunfar cuando le sucediera su hermano Titu Cusi.

La oscura maniobra política, aplaudida por unos y rechazada por otros según sus

intereses, culminó cuando Sayri Túpac murió envenenado en 1560 en medio de la alegría de

muchos españoles y no pocos incas. Don Francisco Chilche fue acusado de la muerte y estuvo

encarcelado hasta que poderes en la sombra consiguieron su exculpación total.

Guamán Poma de Ayala dejó su criterio bien asentado en su famosa Nueva Corónica:

“…don Carlos Inca y don Alonso Titu Atauchy y el capitán Chilche cañari le mató al dicho Sayri

Túpac dándole ponzoña porque les pesó la salida de la montaña del dicho Inca Sayri Túpac y

de cómo le honraba y le respetaba todo el reino”. También tenían sus propios intereses don

Carlos Inca y Titu Atauchi, pertenecientes ambos a panacas imperiales y que podrían haberse

beneficiado de la muerte del Inca si bien no quedó claro el asunto.

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Este quebranto ocasional no cambió al cañari. Continuó en el lado español y estoy seguro

que algunos de sus hechos posiblemente estarán narrados en alguna crónica inédita que no

conocemos todavía.

Hay constancia de su participación en la lucha que comenzó en 1571 cuando el Inca

Túpac Amaru tomó la borla o mascapaicha imperial e intensificó la guerra de rebelión desde el

refugio montañoso de Vilcabamba. Durante treinta y cinco años este lugar selvático se convirtió,

insólito y autónomo, en el territorio imperial que resistía todos los ataques como el de Gonzalo

Pizarro en 1539, sin buen éxito a pesar de la dura batalla de Chuquillusca.

En el año de 1571, el virrey Toledo resolvió declarar la guerra final al imperio de

Vilcabamba, guerra que duró hasta 1572. Organizó una expedición con el propósito de terminar

la enojosa circunstancia que duraba demasiados años. Bajo las órdenes del capitán general

Martín Hurtado de Arbieto envió un nutrido ejército con varios capitanes, entre ellos don

Francisco Chilche, que estaría rondando los sesenta años de edad pues calculamos que nació en

Tomebamba entre 1512 y 1515. El virrey Toledo nombró a Chilche “capitán mayor de los indios

de guerra”. Le acompañaron 500 cañaris “tan ansiosos como siempre por vengar la masacre

de su tribu por los incas”. (4)

El virrey Toledo en su informe de 1572 aseguró al rey que los cañaris eran “gente

valiente y de diligencia” y como recompensa por sus servicios los eximió del pago de tributos.

La expedición de Hurtado de Arbieto soportó una tenaz resistencia. A fin de superarla,

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después de largos y duros episodios y a riesgo de ser aplastados por las piedras que los incas

reunieron para echarlas cerro abajo, soldados españoles y más de cincuenta cañaris treparon

por la densa vegetación y llegaron a la cima de un monte cuya ocupación era vital. Este hecho

fue el comienzo de la derrota de Túpac Amaru. Perdido el primer fuerte de Huayna Pucara, un

destacamento de piqueros cañaris con el cacique Francisco Chilche a la cabeza avanzó hasta el

segundo fuerte de los indígenas, Machu Pucara, que terminó por entregarse. (5)

Después de varios y desastrosos enfrentamientos más, el Sapay Inca reinante Túpac

Amaru optó por retirarse a lo profundo de la selva a través de fragosas montañas y ríos

correntosos, abandonando los últimos poblados y llevando a su mujer a punto de parir y a

sus partidarios restantes. Los cronistas siguen el desarrollo de la contienda y con frecuencia

aparecen muy activos Chilche y sus cañaris.

Los españoles no solamente ganaron esta guerra con la ayuda de los cañaris y otros

indígenas. En un final feliz para ellos, en la retirada inca capturaron un valioso botín. “El ídolo

del Sol (Punchao, imagen del sol fundida en oro), y mucha plata, oro y piedras preciosas y

esmeraldas, mucha ropa antigua, que todo, según es fama, se avaluaría en más de un millón,

todo lo cual se consumió entre los españoles y los indios amigos y aun dos sacerdotes que iban

con el campo gozaron de sus partes”. (6)

Tupac Amaru, entorpecido por la preñez de su mujer, terminó por entregarse. Lo llevaron

al Cuzco y el virrey Toledo organizó un rápido y amañado juicio que terminó en sentencia de

muerte. Miles de indios gritaron su angustia cuando el Inca fue conducido con estrafalaria pompa

al patíbulo el 24 de septiembre de 1572.

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Cuatrocientos cañaris con sus lanzas custodiaban al prisionero según la crónica de

Murúa.

Para decapitarlo subió al cadalso el verdugo ¡ un indio cañari ! que le vendó los ojos

y “echándole mano del cabello con la mano siniestra, y con un cuchillo tajante que tenía en la

diestra, de un golpe se la llevó y la levantó en alto para que todos la viesen”. (7)

Unos meses antes de la ejecución de Túpac Amaru se había celebrado la victoria en

Vilcabamba. Casi textualmente Martín de Murúa relata que el día de san Juan Bautista, 24 de junio

de 1572, el general Martín Hurtado de Arbieto mandó poner en ordenanza toda la gente del

campo por sus compañías con sus capitanes y los indios amigos, lo mismo que sus generales don

Francisco Chilche y don Francisco Cayo Topa y los demás capitanes con sus banderas, y marchó

llevando toda la artillería y entraron a las diez del día en el pueblo de Vilcabamba todos a pie,

“que es tierra asperísima y fragosa y no para caballos de ninguna manera”.

Con esta imagen de triunfo termina en las crónicas la presencia de don Francisco Chilche,

capitán general de indios y curaca de Yucay. No sabemos más. Seguramente volvió a Yucay y

envejeció, recordando a su Tomebamba destruida y saboreando todavía sus largos años de

venganza; talvez conoció algún momento amable; talvez tuvo hijos y no sería extraño que

descendientes suyos vivan hoy en el Cuzco.

Cuando conversábamos con Gregorio Zhau, el cañari mayoral de la hacienda de Coyoctor

junto al río Silante, desconocíamos estas historias y no podíamos contarlas. Aunque habría sido

inútil. Estoy seguro que ya las sabía.