mis cuentos

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UNA SELECCIÓN DE CUENTOS CON ESTOS OBJETIVOS: a) Promover un cierto gusto por la lectura con estos relatos cortos y atractivos. b) Realizar algunas actividades de comprensión lectora. 1.- El príncipe feliz de Oscar Wilde 1 2.- Guillermo Tell 4 3.- La edad del hombre de los hermanos Grima 6 4.- El camello robado (Popular) 8 5.- Los dos reyes y el laberinto de Borges 10 6.- Hª de los dos que soñaron de Borges 12 7.- El gigante egoísta de Oscar Wilde 13 8.- El soldadito de plomo de Andersen 17 9.- El ruiseñor del emperador de Andersen 20 10.- La pajarita de papel de Fernando Alonso 27 11.- El pequeño Nicolás de Sempé y Goscinny 30 12.- El hombrecito vestido de gris de Fernando Alonso 33

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cuentos, clasicos

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Page 1: mis cuentos

UNA SELECCIÓN DE CUENTOS CON ESTOS OBJETIVOS:

a) Promover un cierto gusto por la lectura con estos relatos cortos y atractivos. b) Realizar algunas actividades de comprensión lectora.

1.- El príncipe feliz de Oscar Wilde 1 2.- Guillermo Tell 4 3.- La edad del hombre de los hermanos Grima 6 4.- El camello robado (Popular) 8 5.- Los dos reyes y el laberinto de Borges 10 6.- Hª de los dos que soñaron de Borges 12 7.- El gigante egoísta de Oscar Wilde 13 8.- El soldadito de plomo de Andersen 17 9.- El ruiseñor del emperador de Andersen 20 10.- La pajarita de papel de Fernando Alonso 27 11.- El pequeño Nicolás de Sempé y Goscinny 30 12.- El hombrecito vestido de gris de Fernando Alonso 33

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Mis cuentos favoritos

EL PRÍNCIPE FELIZ.

La ciudad se enorgullecía de la estatua del Príncipe Feliz. Estaba allí, sobre una alta columna, dominándolo todo, cubierta de láminas de oro fino; sus ojos eran dos hermosos zafiros y en el puño de su espada centelleaba un rubí de color de sangre. Los niños la contemplaban extasiados comparando al príncipe con ese ángel que veían en sueños; los desgraciados sentían alivio al mirar la efigie de alguien completamente feliz y las madres lo ponían como ejemplo a sus hijos.

Llegaba el otoño y ya las golondrinas habían partido para Egipto. Sólo una había quedado rezagada y se disponía a marchar. Como estaba cansada, decidió guarecerse para pasar la noche entre los pies del Príncipe Feliz. Pero aún no había escondido la cabeza bajo el ala cuando le cayó encima una gota de agua, y otra, y otra... ¿Lluvia con el cielo estrellado? Al mirar hacia arriba vio que de los ojos del príncipe manaban lágrimas que corrían por las mejillas y caían hasta sus pies. La golondrina, enternecida, le preguntó por qué lloraba. El príncipe respondió:

-Cuando vivía, no conocí nunca el dolor ni las preocupaciones, protegido por el muro que rodeaba el jardín de mi palacio. No pensaba en lo que podía haber fuera de mi mundo. Era feliz. Pero ahora que he muerto, desde lo alto de este pedestal puedo contemplar todas las miserias de mi ciudad. Y son tales que no puedo dejar de llorar.

La golondrina le escuchaba conmovida. El príncipe continuó con su voz musical: -Allá, en una callejuela, hay una casucha miserable. Una mujer, una costurera,

está bordando. Su hijito está enfermo, tiene fiebre y pide naranjas, pero ella no puede darle más que agua del río. ¿Querrías tú, golondrinita, arrancar el rubí de mi espada y llevárselo para que se remedien?

La golondrina tomó el rubí y voló hasta la casita. Depositó la piedra sobre la mesa y revoloteó alrededor del niño abanicándole con sus alas para aliviar su calentura. A pesar del frío, la golondrina sentía un dulce calor, fruto de su buena acción.

A la noche siguiente el príncipe la retuvo de nuevo: -No te vayas aún, golondrinita. Al otro lado de la ciudad, en un desván, veo a un

joven que trabaja para terminar una obra de teatro, pero no lo consigue porque tiene frío y está extenuado por el hambre.

-Está bien, querido príncipe. Me quedaré otra noche contigo. ¿Qué quieres que haga ahora?

-Sólo me quedan mis ojos, dos purísimos zafiros. Arranca uno y llévaselo. Lloró la golondrina al privar al príncipe de uno de sus bellos ojos, pero, obediente,

tomó la piedra en el pico y corrió hasta depositarla sobre los papeles del joven poeta. A la noche siguiente la golondrina se despidió del Príncipe Feliz prometiendo

traerle a su vuelta de Egipto dos bellas piedras para reemplazar las que había regalado. Pero el príncipe la detuvo aún:

No te vayas. En la plaza hay una niña que vende cerillas. Se le han caído en el barro y se han echado a perder. Llora porque su padre la pegará si vuelve sin dinero. Está descalza y tiembla de frío.'Toma, pues, mi otro ojo y llévaselo.

-No puedo quitaros el otro ojo -gimió la golondrina-. Os quedaríais ciego...

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Pero tanto insistió el príncipe cese la golondrina tuvo que obedecer, y fue a dejar caer la joya en las manos de la niña, que miró maravillada aquel precioso cristal.

-Ahora que estáis ciego me quedaré a vuestro lado para siempre -dijo la

golondrina-. Yo os contaré cómo son las cosas bellas que hay en el mundo. -Prefiero que vueles sobre mi ciudad y me hables de los sufrimientos de los

hombres -respondió el príncipe. La golondrina voló por encima de la ciudad. Vio cómo los poderosos permanecían

indiferentes ante la miseria humana; vio niños con hambre y con frío, rechazados, privados de cobijo. Dolorida, se lo contó todo al príncipe.

-Estoy cubierto de oro fino -suspiró él-. Despréndelo de mi cuerpo hoja por hoja y dáselo a los pobres. Los hombres creen que el oro puede darles la dicha.

La golondrina fue distribuyendo entre los desgraciados todo el oro que cubría la estatua del príncipe. Y los niños volvieron a reír porque ya tenían pan.

Llegó el invierno y con él la nieve. La golondrina no quería abandonar a su amigo, pero sabía que no podría resistir el frío. Un día comprendió que iba a morir y voló hasta el hombro del príncipe para despedirse de él.

-¿Te vas a Egipto, golondrinita? Me alegro por ti. Ahora serás feliz. -No voy a Egipto, sino a la Casa de la Muerte, que es hermana del Sueño. Besó al príncipe y cayó muerta a sus pies. Entonces se oyó un crujido: el corazón

de plomo del príncipe se había roto dentro de su pecho. Al día siguiente el alcalde de la ciudad pasó junto a la estatua y se extrañó al ver

la rara apariencia que ofrecía el Príncipe -¡Qué aspecto tan desharrapado! Ha perdido el rubí de su espada, los ojos y todo

su oro. ¡ Parece un pordiosero! Y a sus pies hay un pájaro muerto. ¡ Qué porquería! Mandaron derribar la estatua y fundir el plomo para aprovecharlo. Pero un

trocito, en forma de corazón, se resistía a fundirse. El encargado lo tiró al basurero, donde fue a caer junto al cadáver de la golondrina.

Por entonces Dios mandó a la tierra a uno de sus ángeles: -Tráeme las dos cosas más preciosas que encuentres -le dijo. Y el ángel le trajo un corazón de plomo y un pajarillo muerto. -Has elegido bien -dijo Dios-. Esta avecilla cantará eternamente en el Paraíso, y el

príncipe, a mi lado, volverá a ser feliz en mi ciudad de oro. OSCAR WILDE (Adaptación)

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1. Fíjate en la lectura y contesta: ¿En qué época del año sucede esta historia?

¿Por qué lloraba el príncipe?

¿Qué le dio el príncipe a la costurera?

¿Y al escritor?

¿Qué prometió la golondrina traerle de Egipto al príncipe?

¿Qué le llevó la golondrina a la niña?

¿Por qué murió la golondrina?

¿Qué le llevó el ángel a Dios?

2. Elige la respuesta adecuada. ¿Por qué se queda la golondrina con el príncipe?:

. porque no quería irse a Egipto. • porque quería ayudarle. • porque le gustaba la ciudad.

¿Para qué revoloteaba la golondrina alrededor del niño?:

• para ver mejor al niño. • para que el niño la viera mejor. • para dar aire con sus alas al niño.

3. Comenta estos refranes :

• No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy. • Haz bien y no mires a quién. • Hacer bien nunca se pierde. • A buen hambre no hay pan duro.

¿Cuáles de estos refranes te parecen apropiados para la historia de «El Príncipe Feliz»? Señálalos

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Guillermo Tell, el valiente cazador y defensor de los débiles, vivía en el pueblo de los hombres libres, rodeado de altas montañas de hielo, verdes prados y gélidos lagos.

Un día, Guillermo Tell salió del pueblo con su hijo, en dirección a la ciudad. Por el camino el hijo le hizo muchas preguntas al padre:

-¿ Es verdad que hay países sin montañas de hielo?-preguntó.

Y el padre le respondió:

-Sí, hijo mío. En esta misma dirección existen unas tierras muy extensas y fértiles, donde crece el trigo, y unos ríos muy caudalosos, donde se pueden pescar muchas especies de peces, y bosques con muchos árboles llenos de aves hermosas.

-Entonces -dice el niño al padre-, ¿por qué no nos vamos a vivir a esas tierras?

-Porque esas tierras son sólo del rey y de los poderosos.

Era gobernador de aquellas tierras tan ricas un tal Gessler. Gessler era un tirano sin escrúpulos y tenía a las humildes gentes montañesas acobardadas por su crueldad: les incendiaba las chozas, les robaba el ganado, les destruía las cosechas, torturaba a los que no le obedecían...

Cuando Guillermo Tell entró en la ciudad con su hijo, pasó indiferente ante un sombrero colgado de un palo. Era el sombrero ducal. y todo ciudadano tenía la obligación de saludarlo cuando pasaba a su lado.

Como Guillermo Tell no saludó al sombrero, fue apresado junto a su hijo por los soldados del gobernador.

Cuando Gessler tuvo delante al cazador y a su hijo los quiso someter a una penosa prueba: Guillermo Tell debería lanzar una flecha con su ballesta y traspasar una manzana, colocada sobre la cabeza de su hijo. Sólo así podrían ambos recobrar la libertad.

El niño se colocó al pie de un árbol, con la manzana sobre su cabeza. El padre apuntó a la cabeza del niño, y cuando la flecha salió de la ballesta y traspasó la manzana limpiamente, el niño ni se inmutó.

De esta forma Guillermo Tell y su hijo quedaron en libertad. Pero, antes, dijo el honrado cazador al tirano gobernador:

-Algún día tú ocuparás el lugar de la manzana.

A1 gobernador le invadió la ira, y mandó encarcelar de nuevo a Guillermo Tell y a su hijo.

Les pusieron cadenas y el mismo Gessler los llevó hasta su barca. Pero, cuando iban navegando, una feroz tormenta destruyó la embarcación. Guillermo

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Tell y su hijo lograron salvarse. También Gessler se salvó pero fue arrojado por las olas enfurecidas muy lejos de los dos montañeses.

Después de caminar muchos días, el padre dijo al hijo:

-Ahí vive nuestra gente...

Cuando estaban cerca del poblado, vieron que había demasiada gente y no tardaron en darse cuenta de la presencia de Gessler. . .

Guillermo Tell apuntó al corazón de Gessler y una flecha certera acabó con la mezquina vida del tirano.

gélidos: helados, muy fríos. ducal: del duque. certera: acertada, exacta.

-¡ Ha sido Guillermo Tell! ¡ Ha sido Guillermo Tell! ¡ No ha podido ser otro! -gritaron los montañeses, mientras acudían a su encuentro y los soldados de Gessler huían despavoridos.

Aquel día, todos los campesinos, todos los presos y todos los cazadores y pescadores aclamaron a Guillermo Tell y le nombraron su héroe nacional.

FRIEDRICH SCHILLER (Adaptación) 1. Fíjate en la lectura y contesta: • ¿Cómo era el pueblo donde vivía Guillermo Tell?

. ¿Por qué no podían ir a vivir Guillermo Tell y su hijo a las tierras ricas?

• ¿Por qué detuvieron a Guillermo Tell la primera vez? ¿Y la segunda?

• ¿Qué dijo Guillermo Tell a Gessler?

2. Elige la respuesta adecuada. ¿Por qué los campesinos nombraron héroe nacional a Guillermo Tell?:

porque Guillermo Tell era el más valiente y no tenía miedo. porque Guillermo Tell se había escapado de Gessler. porque Guillermo Tell les había librado del tirano Gessler .

¿Tuvo miedo el hijo de Guillermo Tell?:

• Sí. • No. • Un poco.

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LA EDAD DEL HOMBRE.

Después de la Creación, Dios pensó en organizar todo aquello que había salido de sus manos. Así pues, reunió a todas las criaturas para determinar los años que habían de vivir.

El primero en acercarse fue el burro. Dios le preguntó:

-¿Te gustaría vivir treinta años?

-Señor, me parece demasiado tiempo -respondió el burro-. Mi existencia es muy penosa: de la mañana a la noche he de transportar pesadas cargas, llevando trigo al molino para que otros se coman el pan. A cambio, sólo recibo golpes para hacerme andar y golpes para reanimarme cuando caigo desfallecido. ¡ No me deis una vida tan larga!

-Está bien -dijo el Señor, apiadado-. Vivirás dieciocho años solamente.

Luego llegó el perro y Dios le propuso los treinta años que había rechazado el burro. Pero también al perro le parecieron demasiados.

-Señor, llegará un momento en que mis patas se cansarán y ya no podrán sostenerme; perderé la fuerza para ladrar y ¿cómo podré morder cuando se me caigan los dientes? Sólo podré arrastrarme de un rincón a otro gruñendo y seré un estorbo.

-Tienes razón -dijo Dios. Y le otorgó doce años.

Después, Dios se dirigió al mono:

-Supongo que tú sí querrás vivir treinta años. No tienes que trabajar como los otros y estarás contento divirtiendo a la gente con tus carantoñas y juegos.

-No lo creáis, Señor-dijo el mono-. El oficio de hacer reír no es muy divertido. Y a veces me tiran manzanas agrias para ver mis muecas al morderlas, sin advertir la tristeza que suele esconderse tras las payasadas. ¡ No me deis treinta años!

Y Dios, compadecido, le dio diez años de vida.

Luego llegó el hombre, sano, contento, seguro de sí mismo:

-¿ Te bastarán treinta años? -le preguntó el Señor.

-¿Me concederéis tan poco tiempo? -exclamó el hombre-. Esos años transcurrirán mientras construyo mi casa y los árboles que haya plantado florezcan y den fruto. Cuando empiece a disfrutar de mis bienes tendré que morir. i Dadme más años, Señor!

-Está bien -dijo Dios-. Te concederé además los dieciocho del burro.

-No me bastarán -se lamentó el hombre.

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-Y los doce del perro.

-¿Nada más?

-Bueno -dijo Dios-, pues te daré además los diez años del mono. Y no me pidas más porque setenta años me parecen más que suficientes.

Por eso vive el hombre unos setenta años. Durante los treinta primeros está alegre y sano y trabaja con gusto. En los dieciocho siguientes ha de llevar la pesada carga de la tarea, transportando el trigo con que otros se alimentan y recibiendo golpes y sinsabores como pago.

Luego, en los doce años que siguen, cuando ha perdido los dientes y no puede morder, va gruñendo por los rincones. Y al final, en los últimos diez años se convierte en el hazmerreír de los niños por las tonterías que hace.

HERMANOS GRIMM (Adaptación) 1. Fíjate en la lectura y contesta: • ¿Cuántos años ofreció Dios al burro?

• ¿Cuántos años concedió Dios finalmente al mono?

• ¿Se conformó el hombre con los años que le ofreció Dios?

. ¿Por qué?

2. Lee estos refranes y coméntalos: • Unos nacen con estrella y otros nacen estrellados. • Muchas veces hallan unos lo que pierden otros. . El hombre propone y Dios dispone • Todos los tontos tienen suerte ¿Cuál te parece más apropiado para resumir la lectura? Cópialo.

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EL CAMELLO ROBADO. Un sabio anciano iba caminando solo por el desierto. Marchaba lentamente,

contemplando el camino. De cuando en cuando se detenía, observaba el terreno y movía la cabeza como respondiendo a un pensamiento. Vio entonces, a lo lejos, dos figuras que se acercaban y se detuvo a esperarlas. Eran dos hombres que daban muestras de inquietud. Antes de que pudieran hablarle, el sabio les preguntó: -¿ Habéis perdido un camello?

-Sí. ¿Cómo lo sabes? -dijeron ellos, extrañados. -¿ Es un camello tuerto del ojo derecho y que cojea de la pata delantera

izquierda? -insistió el sabio. -En efecto. -¿ Es un camello al que le falta un diente y lleva un cargamento de miel y de maíz? -Sí! ¡Ese es nuestro camello! Pronto, buen anciano, dinos dónde está.

-No lo sé -respondió el anciano-; no he visto en mi vida ese camello ni he oído hablar de él antes de ahora. Los dos hombres montaron en cólera. ¿Cómo podía aquel viejo decir que no había visto el camello cuando lo había descrito tan minuciosa y exactamente? Tal vez él mismo lo había robado y ahora quería burlarse de ellos.

Sin pensarlo más lo agarraron y lo llevaron ante el juez. Tras haber oído lo que le exponían los mercaderes, el juez preguntó al sabio: -Anciano, ¿ te declaras culpable del robo del camello ? -De ninguna manera, señor; yo no he robado nada. –¿Cómo puedes explicar, entonces, que Conocieras tan bien todas las características del camello y hasta su carga, si, como dices, no lo has visto?

-Sencillamente, fijándome en lo que veo y analizándolo con un poco de sentido común. Verá: hace unas horas advertí en el suelo las huellas de un camello; como junto a ellas no había pisadas humanas, comprendí que el camello se había extraviado.

Deduje que el animal era tuerto del ojo derecho porque la hierba aparecía intacta de ese lado cuando la parte izquierda estaba comida. Supe que cojeaba porque la huella del pie delantero izquierdo era mucho más débil que las otras.

-Me parece muy ingenioso -observó, interesado, el juez.

-Luego vi que entre la hierba mordida quedaban siempre unas briznas sin cortar -dijo el sabio-, por lo que deduje que al animal le faltaba un diente. En cuanto a la carga, vi que unas hormigas arrastraban unos granos de maíz, mientras que varias moscas se afanaban en torno a unas gotas de miel que había en el suelo.

-Verdaderamente, eres un hombre sabio -dijo el juez- y veo que dices la verdad. ¿Qué pensáis vosotros? -añadió dirigiéndose a los dos mercaderes.

Los dos hombres reconocieron que el viejo era inocente y, tras pedirle disculpas por sus sospechas, se marcharon, admirados por tanta discreción. POPULAR (Adaptación)

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Nombre:_____________________________________ El camello robado.

1.- ¿Cuál es el problema planteado en la historia?

2.- ¿Por qué los dos hombres pensaron que el anciano había robado el camello?

3.- ¿Por qué sabía el anciano cómo era el camello?

4.- ¿Qué opinas de la actitud del anciano frente a la acusación de la que es objeto?

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LOS DOS REYES Y LOS DOS LABERINTOS.

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan complejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía un laberinto mejor y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día.

Luego regresó a Arabia, juntó a sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo a mismo rey. Lo amaró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: "Oh, rey del tiempo y sustancia y cifra del siglo!. En Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso".

Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con Aquel que no muere.

JORGE LUIS BORGES.

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1ª El rey de Babilonia mandó construir algo. ¿Qué era? ¿Cómo era?

2ª En la lectura, se dice que esa obra era un escándalo. ¿Por qué?

3ª ¿Cómo se burló el rey del Babilonia del rey de los árabes?

4ª El rey de los árabes, al salir del laberinto, no se queja pero piensa ya en su venganza. ¿Por qué lo sabemos?.

5ª ¿En qué consistió su venganza?

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Historia de los dos que soñaron

El historiador arábigo El Ixaquí refiere este suceso: Cuentan los hombres dignos de fe (pero sólo Alá es omnisciente y poderoso y

misericordioso y no duerme) que hubo en El Cairo un hombre poseedor de riquezas, pero tan magnánimo y liberal que todas las perdió menos la casa de su padre, y que se vio forzado a trabajar para ganarse el pan. Trabajó tanto que el sueño le rindió una noche debajo de una higuera de su jardín y vio en el sueño un hombre empapado que se sacó de la boca una moneda de oro y le dijo: «Tu fortuna está en Persia, en Isfaján; vete a buscarla. » A la madrugada siguiente se despertó y emprendió el largo viaje y afrontó los peligros de los desiertos, de las naves, de los piratas, de los idólatras, de los ríos, de las fieras y de los hombres. Llegó al fin a Isfaján, pero en el recinto de esa ciudad le sorprendió la noche y se tendió a dormir en el patio de una mezquita. Había junto a la mezquita una casa y, por el decreto de Dios Todopoderoso, una pandilla de ladrones atravesó la mezquita y se metió en la casa, y las personas que dormían se despertaron con el estruendo de los ladrones y pidieron socorro. Los vecinos también gritaron, hasta que el capitán de los serenos de aquel distrito acudió con sus hombres y los bandoleros huyeron por la azotea. El capitán hizo registrar la mezquita y en ella dieron con el hombre de El Cairo y le menudearon tales azotes con varas de bambú que estuvo cerca de la muerte. A los dos días recobró el sentido en la cárcel. El capitán lo mandó buscar y le dijo: «¿Quién eres y cuál es tu patria?» El otro declaró: «Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Mohamed El Magrebí.p El capitán le preguntó: «¿Qué te trajo a Persia? El otro optó por la verdad y le dijo: «Un hombre me ordenó en un sueño que viniera a Isfaján, porque ahí estaba mi fortuna. Ya estoy en Isfaján y veo que esa fortuna que prometió deben ser los azotes que tan generosamente me diste.

Ante semejantes palabras, el capitán se rió hasta descubrir las muelas del juicio

y acabó por decirle: «Hombre desatinado y crédulo, tres veces he soñado con una casa en la ciudad de El Cairo en cuyo fondo hay un jardín, y en el jardín un reloj de sol y después del reloj de sol una higuera y luego de la higuera una fuente, y bajo la fuente un tesoro. No he dado el menor crédito a esa mentira. Tú, sin embargo, engendro de una mula con un demonio, has ido errando de ciudad en ciudad bajo la sola fe de tu sueño. Que no te vuelva a ver en Isfaján. Toma estas monedas y vete. »

El hombre las tomó y regresó a la patria. Debajo de la fuente de su jardín (que

era la del sueño del capitán) desenterró el tesoro. Así Dios le dio bendición y le recompensó y exaltó. Dios es el Generoso, el Oculto.

JORGE LUIS BORGES

(Historia universal de la infamia)

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OSCAR WILDE EL GIGANTE EGOISTA

Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura, que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos. -¡Qué felices somos aquí! -se decían unos a otros. Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín. -¿Qué hacen aquí? -surgió con su voz retumbante. Los niños escaparon corriendo en desbandada. -Este jardín es mío. Es mi jardín propio -dijo el Gigante-; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí. Y de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía: "ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES". Era un Gigante egoísta... Los pobres niños se quedaron sin tener donde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás. -¡Qué dichosos éramos allí! -se decían unos a otros. Cuando la Primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el Invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños, que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida. Los únicos que ahí se sentían a gusto, eran la Nieve y la Escarcha. -La Primavera se olvidó de este jardín -se dijeron-, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año. La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas.

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-¡Qué lugar más agradable! -dijo-. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también. Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo. -No entiendo por qué la Primavera se demora tanto en llegar aquí- decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco, espero que pronto cambie el tiempo. Pero la Primavera no llegó nunca, ni tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno. -Es un gigante demasiado egoísta-decían los frutales. De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el Invierno, y el Viento del Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles. Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas. -¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la Primavera -dijo el Gigante y saltó de la cama para correr a la ventana. ¿Y qué es lo que vio? Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón el Invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían a punto de quebrarse. -¡Sube a mí, niñito! -decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño. El Gigante sintió que el corazón se le derretía. -¡Cuán egoísta he sido! -exclamó-. Ahora sé por qué la Primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños. Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho.

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Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en Invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos, y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la Primavera regresó al jardín. -Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos -dijo el Gigante, y tomando un hacha enorme, echó abajo el muro. Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás. Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante. -Pero, ¿dónde está el más pequeñito? -preguntó el Gigante-, ¿ese niño que subí al árbol del rincón? El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso. -No lo sabemos -respondieron los niños-, se marchó solito. -Díganle que vuelva mañana -dijo el Gigante. Pero los niños contestaron que no sabían donde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste. Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él. -¡Cómo me gustaría volverle a ver! -repetía. Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín. -Tengo muchas flores hermosas -se decía-, pero los niños son las flores más hermosas de todas. Una mañana de Invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el Invierno pues sabía que el Invierno era simplemente la Primavera dormida, y que las flores estaban descansando. Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado y miró, miró… Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín, había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos. Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira, y dijo: -¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?

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Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies. -¿Pero, quién se atrevió a herirte? -gritó el Gigante-. Dímelo, para tomar la espada y matarlo. -¡No! -respondió el niño-. Estas son las heridas del Amor. -¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? -preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño. Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo: -Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso. Y cuando los niños llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.

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EL SOLDADITO DE PLOMO H. C. ANDERSEN

Éranse una vez veinticinco soldados de plomo, todos hermanos, pues los habían fundido de una misma cuchara vieja. Llevaban el fusil al hombro y miraban de frente; el uniforme era precioso, rojo y azul. La primera palabra que escucharon en cuanto se levantó la tapa de la caja que los contenía fue: «¡Soldados de plomo!». La pronunció un chiquillo, dando una gran palmada. Eran el regalo de su cumpleaños, y los alineó sobre la mesa. Todos eran

exactamente iguales, excepto uno, que se distinguía un poquito de los demás: le faltaba una pierna, pues había sido fundido el último, y el plomo no bastaba. Pero con una pierna, se sostenía tan firme como los otros con dos, y de él precisamente vamos a hablar aquí. En la mesa donde los colocaron había otros muchos juguetes, y entre ellos destacaba un bonito castillo de papel, por cuyas ventanas se veían las salas interiores. Enfrente, unos arbolitos rodeaban un espejo que semejaba un lago, en el cual flotaban y se reflejaban unos cisnes de cera. Todo era en extremo primoroso, pero lo más lindo era una muchachita que estaba en la puerta del castillo. De papel también ella, llevaba un hermoso vestido y una estrecha banda azul en los hombros, a modo de fajín, con una reluciente estrella de oropel en el centro, tan grande como su cara. La chiquilla tenía los brazos extendidos, pues era una bailarina, y una pierna levantada, tanto, qué el soldado de plomo, no alcanzando a descubrirla, acabó por creer que sólo tenía una, como él. «He aquí la mujer que necesito -pensó-. Pero está muy alta para mí: vive en un palacio, y yo por toda vivienda sólo tengo una caja, y además somos veinticinco los que vivimos en ella; no es lugar para una princesa. Sin embargo, intentaré establecer relaciones». Y se situó detrás de una tabaquera que había sobre la mesa, desde la cual pudo contemplar a sus anchas a la distinguida damita, que continuaba sosteniéndose sobre un pie sin caerse. Al anochecer, los soldados de plomo fueron guardados en su caja, y los habitantes de la casa se retiraron a dormir. Éste era el momento que los juguetes aprovechaban para jugar por su cuenta, a "visitas", a "guerra", a "baile"; los soldados de plomo alborotaban en su caja, pues querían participar en las diversiones; mas no podían levantar la tapa. El cascanueces todo era dar volteretas, y el pizarrín venga divertirse en la pizarra. Con el ruido se despertó el canario, el cual intervino también en el jolgorio, recitando versos. Los únicos que no se

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movieron de su sitio fueron el soldado de plomo y la bailarina; ésta seguía sosteniéndose sobre la punta del pie, y él sobre su única pierna; pero sin desviar ni por un momento los ojos de ella. El reloj dio las doce y, ¡pum!, saltó la tapa de la tabaquera; pero lo que había dentro no era rapé, sino un duendecillo negro. Era un juguete sorpresa. - Soldado de plomo -dijo el duende-, ¡no mires así! Pero el soldado se hizo el sordo. - ¡Espera a que llegue la mañana, ya verás! -añadió el duende. Cuando los niños se levantaron, pusieron el soldado en la ventana, y, sea por obra del duende o del viento, abrióse ésta de repente, y el soldadito se precipitó de cabeza, cayendo desde una altura de tres pisos. Fue una caída terrible. Quedó clavado de cabeza entre los adoquines, con la pierna estirada y la bayoneta hacia abajo. La criada y el chiquillo bajaron corriendo a buscarlo; mas, a pesar de que casi lo pisaron, no pudieron encontrarlo. Si el soldado hubiese gritado: «¡Estoy aquí!», indudablemente habrían dado con él, pero le pareció indecoroso gritar, yendo de uniforme. He aquí que comenzó a llover; las gotas caían cada vez más espesas, hasta convertirse en un verdadero aguacero. Cuando aclaró, pasaron por allí dos mozalbetes callejeros. - ¡Mira! -exclamó uno-. ¡Un soldado de plomo! ¡Vamos a hacerle navegar! Con un papel de periódico hicieron un barquito, y, embarcando en él. al soldado, lo pusieron en el arroyo; el barquichuelo fue arrastrado por la corriente, y los chiquillos seguían detrás de él dando palmadas de contento. ¡Dios nos proteja! ¡y qué olas, y qué corriente! No podía ser de otro modo, con el diluvio que había caído. El bote de papel no cesaba de tropezar y tambalearse, girando a veces tan bruscamente, que el soldado por poco se marea; sin embargo, continuaba impertérrito, sin pestañear, mirando siempre de frente y siempre arma al hombro. De pronto, el bote entró bajo un puente del arroyo; aquello estaba oscuro como en su caja. - «¿Dónde iré a parar? -pensaba-. De todo esto tiene la culpa el duende. ¡Ay, si al menos aquella muchachita estuviese conmigo en el bote! ¡Poco me importaría esta oscuridad!». De repente salió una gran rata de agua que vivía debajo el puente. - ¡Alto! -gritó-. ¡A ver, tu pasaporte! Pero el soldado de plomo no respondió; únicamente oprimió con más fuerza el fusil. La barquilla siguió su camino, y la rata tras ella. ¡Uf! ¡Cómo rechinaba los dientes y gritaba a las virutas y las pajas: - ¡Detenedlo, detenedlo! ¡No ha pagado peaje! ¡No ha mostrado el pasaporte! La corriente se volvía cada vez más impetuosa. El soldado veía ya la luz del sol al extremo del túnel. Pero entonces percibió un estruendo capaz de infundir terror al más valiente. Imaginad que, en el punto donde terminaba el puente, el arroyo se precipitaba en un gran canal. Para él, aquello resultaba tan peligroso como lo sería

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para nosotros el caer por una alta catarata. Estaba ya tan cerca de ella, que era imposible evitarla. El barquito salió disparado, pero nuestro pobre soldadito seguía tan firme como le era posible. ¡Nadie podía decir que había pestañeado siquiera! La barquita describió dos o tres vueltas sobre sí misma con un ruido sordo, inundándose hasta el borde; iba a zozobrar. Al soldado le llegaba el agua al cuello. La barca se hundía por momentos, y el papel se deshacía; el agua cubría ya la cabeza del soldado, que, en aquel momento supremo, acordóse de la linda bailarina, cuyo rostro nunca volvería a contemplar. Parecióle que le decían al oído: «¡Adiós, adiós, guerrero! ¡Tienes que sufrir la muerte!». Desgarróse entonces el papel, y el soldado se fue al fondo, pero en el mismo momento se lo tragó un gran pez. ¡Allí sí se estaba oscuro! Peor aún que bajo el puente del arroyo; y, además, ¡tan estrecho! Pero el soldado seguía firme, tendido cuán largo era, sin soltar el fusil. El pez continuó sus evoluciones y horribles movimientos, hasta que, por fin, se quedó quieto, y en su interior penetró un rayo de luz. Hizose una gran claridad, y alguien exclamó: -¡El soldado de plomo!- El pez había sido pescado, llevado al mercado y vendido; y, ahora estaba en la cocina, donde la cocinera lo abría con un gran cuchillo. Cogiendo por el cuerpo con dos dedos el soldadito, lo llevó a la sala, pues todos querían ver aquel personaje extraño salido del estómago del pez; pero el soldado de plomo no se sentía nada orgulloso. Pusiéronlo de pie sobre la mesa y - ¡qué cosas más raras ocurren a veces en el mundo! - encontróse en el mismo cuarto de antes, con los mismos niños y los mismos juguetes sobre la mesa, sin que faltase el soberbio palacio y la linda bailarina, siempre sosteniéndose sobre la punta del pie y con la otra pierna al aire. Aquello conmovió a nuestro soldado, y estuvo a punto de llorar lágrimas de plomo. Pero habría sido poco digno de él. La miró sin decir palabra. En éstas, uno de los chiquillos, cogiendo al soldado, lo tiró a la chimenea, sin motivo alguno; seguramente la culpa la tuvo el duende de la tabaquera. El soldado de plomo quedó todo iluminado y sintió un calor espantoso, aunque no sabía si era debido al fuego o al amor. Sus colores se habían borrado también, a consecuencia del viaje o por la pena que sentía; nadie habría podido decirlo. Miró de nuevo a la muchacha, encontráronse las miradas de los dos, y él sintió que se derretía, pero siguió firme, arma al hombro. Abrióse la puerta, y una ráfaga de viento se llevó a la bailarina, que, cual una sílfide, se levantó volando para posarse también en la chimenea, junto al soldado; se inflamó y desapareció en un instante. A su vez, el soldadito se fundió, quedando reducido a una pequeña masa informe. Cuando, al día siguiente, la criada sacó las cenizas de la estufa, no quedaba de él más que un trocito de plomo en forma de corazón; de la bailarina, en cambio, había quedado la estrella de oropel, carbonizada y negra.

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El ruiseñor del emperador Hans Christian Andersen

En China, como sabes muy bien, el Emperador es chino, y chinos son todos los que lo rodean. Hace ya muchos años de lo que voy a contar, mas por eso precisamente vale la pena que lo oigáis, antes de que la historia se haya olvidado. El palacio del Emperador era el más espléndido del mundo entero, todo él de la más delicada porcelana. Todo en él era tan precioso y frágil, que había que ir con mucho cuidado antes de tocar nada. El jardín estaba lleno de flores maravillosas, y de las más bellas colgaban campanillas de plata que sonaban para que nadie pudiera pasar de largo sin fijarse en ellas. Sí, en el jardín imperial todo estaba muy bien pensado, y era tan extenso, que el propio jardinero no tenía idea de dónde terminaba. Si seguías andando, te encontrabas en el bosque más espléndido que quepa imaginar, lleno de altos árboles y profundos lagos. Aquel bosque llegaba hasta el mar, hondo y azul; grandes embarcaciones podían navegar por debajo de las ramas, y allí vivía un ruiseñor que cantaba tan primorosamente, que incluso el pobre pescador, a pesar de sus muchas ocupaciones, cuando por la noche salía a retirar las redes, se detenía a escuchar sus trinos. - ¡Dios santo, y qué hermoso! -exclamaba; pero luego tenía que atender a sus redes y olvidarse del pájaro; hasta la noche siguiente, en que, al llegar de nuevo al lugar, repetía: - ¡Dios santo, y qué hermoso! De todos los países llegaban viajeros a la ciudad imperial, y admiraban el palacio y el jardín; pero en cuanto oían al ruiseñor, exclamaban: - ¡Esto es lo mejor de todo! De regreso a sus tierras, los viajeros hablaban de él, y los sabios escribían libros y más libros acerca de la ciudad, del palacio y del jardín, pero sin olvidarse nunca del ruiseñor, al que ponían por las nubes; y los poetas componían inspiradísimos poemas sobre el pájaro que cantaba en el bosque, junto al profundo lago. Aquellos libros se difundieron por el mundo, y algunos llegaron a manos del Emperador. Se hallaba sentado en su sillón de oro, leyendo y leyendo; de vez en cuando hacía con la cabeza un gesto de aprobación, pues le satisfacía leer aquellas magníficas descripciones de la ciudad, del palacio y del jardín. «Pero lo mejor de todo es el ruiseñor», decía el libro. «¿Qué es esto? -pensó el Emperador-. ¿El ruiseñor? Jamás he oído hablar de él. ¿Es posible que haya un pájaro así en mi imperio, y precisamente en mi jardín? Nadie me ha informado. ¡Está bueno que uno tenga que enterarse de semejantes cosas por los libros!» Y mandó llamar al mayordomo de palacio, un personaje tan importante, que cuando una persona de rango inferior se atrevía a dirigirle la palabra o hacerle una pregunta, se limitaba a contestarle: «¡P!». Y esto no significa nada. - Según parece, hay aquí un pájaro de lo más notable, llamado ruiseñor -dijo el Emperador-. Se dice que es lo mejor que existe en mi imperio; ¿por qué no se me ha

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informado de este hecho? - Es la primera vez que oigo hablar de él -se justificó el mayordomo-. Nunca ha sido presentado en la Corte. - Pues ordeno que acuda esta noche a cantar en mi presencia -dijo el Emperador-. El mundo entero sabe lo que tengo, menos yo. - Es la primera vez que oigo hablar de él -repitió el mayordomo-. Lo buscaré y lo encontraré. ¿Encontrarlo?, ¿dónde? El dignatario se cansó de subir Y bajar escaleras y de recorrer salas y pasillos. Nadie de cuantos preguntó había oído hablar del ruiseñor. Y el mayordomo, volviendo al Emperador, le dijo que se trataba de una de esas fábulas que suelen imprimirse en los libros. - Vuestra Majestad Imperial no debe creer todo lo que se escribe; son fantasías y una cosa que llaman magia negra. - Pero el libro en que lo he leído me lo ha enviado el poderoso Emperador del Japón -replicó el Soberano-; por tanto, no puede ser mentiroso. Quiero oír al ruiseñor. Que acuda esta noche a, mi presencia, para cantar bajo mi especial protección. Si no se presenta, mandaré que todos los cortesanos sean pateados en el estómago después de cenar. - ¡Tsing-pe! -dijo el mayordomo; y vuelta a subir y bajar escaleras y a recorrer salas y pasillos, y media Corte con él, pues a nadie le hacía gracia que le patearan el estómago. Y todo era preguntar por el notable ruiseñor, conocido por todo el mundo menos por la Corte. Finalmente, dieron en la cocina con una pobre muchachita, que exclamó: - ¡Dios mío! ¿El ruiseñor? ¡Claro que lo conozco! ¡qué bien canta! Todas las noches me dan permiso para que lleve algunas sobras de comida a mi pobre madre que está enferma. Vive allá en la playa, y cuando estoy de regreso, me paro a descansar en el bosque y oigo cantar al ruiseñor. Y oyéndolo se me vienen las lágrimas a los ojos, como si mi madre me besase. Es un recuerdo que me estremece de emoción y dulzura. - Pequeña fregaplatos -dijo el mayordomo-, te daré un empleo fijo en la cocina y permiso para presenciar la comida del Emperador, si puedes traernos al ruiseñor; está citado para esta noche. Todos se dirigieron al bosque, al lugar donde el pájaro solía situarse; media Corte tomaba parte en la expedición. Avanzaban a toda prisa, cuando una vaca se puso a mugir. - ¡Oh! -exclamaron los cortesanos-. ¡Ya lo tenemos! ¡Qué fuerza para un animal tan pequeño! Ahora que caigo en ello, no es la primera vez que lo oigo. - No, eso es una vaca que muge -dijo la fregona Aún tenemos que andar mucho. Luego oyeron las ranas croando en una charca. - ¡Magnífico! -exclamó un cortesano-. Ya lo oigo, suena como las campanillas de la iglesia. - No, eso son ranas -contestó la muchacha-. Pero creo que no tardaremos en oírlo. Y en seguida el ruiseñor se puso a cantar. - ¡Es él! -dijo la niña-. ¡Escuchad, escuchad! ¡Allí está! - y señaló un avecilla gris

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posada en una rama. - ¿Es posible? -dijo el mayordomo-. Jamás lo habría imaginado así. ¡Qué vulgar! Seguramente habrá perdido el color, intimidado por unos visitantes tan distinguidos. - Mi pequeño ruiseñor -dijo en voz alta la muchachita-, nuestro gracioso Soberano quiere que cantes en su presencia. - ¡Con mucho gusto! - respondió el pájaro, y reanudó su canto, que daba gloria oírlo. - ¡Parece campanitas de cristal! -observó el mayordomo. - ¡Mirad cómo se mueve su garganta! Es raro que nunca lo hubiésemos visto. Causará sensación en la Corte. - ¿Queréis que vuelva a cantar para el Emperador? -preguntó el pájaro, pues creía que el Emperador estaba allí. - Mi pequeño y excelente ruiseñor -dijo el mayordomo tengo el honor de invitarlo a una gran fiesta en palacio esta noche, donde podrá deleitar con su magnífico canto a Su Imperial Majestad. - Suena mejor en el bosque -objetó el ruiseñor; pero cuando le dijeron que era un deseo del Soberano, los acompañó gustoso. En palacio todo había sido pulido y fregado. Las paredes y el suelo, que eran de porcelana, brillaban a la luz de millares de lámparas de oro; las flores más exquisitas, con sus campanillas, habían sido colocadas en los corredores; las idas y venidas de los cortesanos producían tales corrientes de aire, que las campanillas no cesaban de sonar, y uno no oía ni su propia voz. En medio del gran salón donde el Emperador estaba, habían puesto una percha de oro para el ruiseñor. Toda la Corte estaba presente, y la pequeña fregona había recibido autorización para situarse detrás de la puerta, pues tenía ya el título de cocinera de la Corte. Todo el mundo llevaba sus vestidos de gala, y todos los ojos estaban fijos en la avecilla gris, a la que el Emperador hizo signo de que podía empezar. El ruiseñor cantó tan deliciosamente, que las lágrimas acudieron a los ojos del Soberano; y cuando el pájaro las vio rodar por sus mejillas, volvió a cantar mejor aún, hasta llegarle al alma. El Emperador quedó tan complacido, que dijo que regalaría su chinela de oro al ruiseñor para que se la colgase al cuello. Mas el pájaro le dio las gracias, diciéndole que ya se consideraba suficientemente recompensado. - He visto lágrimas en los ojos del Emperador; éste es para mi el mejor premio. Las lágrimas de un rey poseen una virtud especial. Dios sabe que he quedado bien recompensado -y reanudó su canto, con su dulce y melodioso voz. - ¡Es la lisonja más amable y graciosa que he escuchado en mi vida! -exclamaron las damas presentes; y todas se fueron a llenarse la boca de agua para gargarizar cuando alguien hablase con ellas; pues creían que también ellas podían ser ruiseñores. Sí, hasta los lacayos y camareras expresaron su aprobación, y esto es decir mucho, pues son siempre más difíciles de contentar. Realmente, el ruiseñor causó sensación. Se quedaría en la Corte, en una jaula particular, con libertad para salir dos veces durante el día y una durante la noche. Pusieron a su servicio diez criados, a cada uno de los cuales estaba sujeto por medio de una cinta de seda que le ataron alrededor de la pierna. La verdad es que no eran precisamente de placer aquellas excursiones.

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La ciudad entera hablaba del notabilísimo pájaro, y cuando dos se encontraban, se saludaban diciendo el uno: «Rui», y respondiendo el otro: «Señor»; luego exhalaban un suspiro, indicando que se habían comprendido. Hubo incluso once verduleras que pusieron su nombre a sus hijos, pero ni uno de ellos resultó capaz de dar una nota. Un buen día el Emperador recibió un gran paquete rotulado: «El ruiseñor». - He aquí un nuevo libro acerca de nuestro famoso pájaro -exclamó el Emperador. Pero resultó que no era un libro, sino un pequeño ingenio puesto en una jaula, un ruiseñor artificial, imitación del vivo, pero cubierto materialmente de diamantes, rubíes y zafiros. Sólo había que darle cuerda, y se ponía a cantar una de las melodías que cantaba el de verdad, levantando y bajando la cola, todo él un ascua de plata y oro. Llevaba una cinta atada al cuello y en ella estaba escrito: «El ruiseñor del Emperador del Japón es pobre en comparación con el del Emperador de la China». - ¡Soberbio! -exclamaron todos, y el emisario que había traído el ave artificial recibió inmediatamente el título de Gran Portador Imperial de Ruiseñores. - Ahora van a cantar juntos. ¡Qué dúo harán! Y los hicieron cantar a dúo; pero la cosa no marchaba, pues el ruiseñor auténtico lo hacía a su manera, y el artificial iba con cuerda. - No se le puede reprochar -dijo el Director de la Orquesta Imperial-; mantiene el compás exactamente y sigue mi método al pie de la letra. En adelante, el pájaro artificial tuvo que cantar sólo. Obtuvo tanto éxito como el otro, y, además, era mucho más bonito, pues brillaba como un puñado de pulseras y broches. Repitió treinta y tres veces la misma melodía, sin cansarse, y los cortesanos querían volver a oírla de nuevo, pero el Emperador opinó que también el ruiseñor verdadero debía cantar algo. Pero, ¿dónde se había metido? Nadie se había dado cuenta de que, saliendo por la ventana abierta, había vuelto a su verde bosque. - ¿Qué significa esto? -preguntó el Emperador. Y todos los cortesanos se deshicieron en reproches e improperios, tachando al pájaro de desagradecido. - Por suerte nos queda el mejor -dijeron, y el ave mecánica hubo de cantar de nuevo, repitiendo por trigesimocuarta vez la misma canción; pero como era muy difícil, no había modo de que los oyentes se la aprendieran. El Director de la Orquesta Imperial se hacía lenguas del arte del pájaro, asegurando que era muy superior al verdadero, no sólo en lo relativo al plumaje y la cantidad de diamantes, sino también interiormente. - Pues fíjense Vuestras Señorías y especialmente Su Majestad, que con el ruiseñor de carne y hueso nunca se puede saber qué es lo que va a cantar. En cambio, en el artificial todo está determinado de antemano. Se oirá tal cosa y tal otra, y nada más. En él todo tiene su explicación: se puede abrir y poner de manifiesto cómo obra la inteligencia humana, viendo cómo están dispuestas las ruedas, cómo se mueven, cómo una se engrana con la otra. - Eso pensamos todos -dijeron los cortesanos, y el Director de la Orquesta Imperial, fue autorizado para que el próximo domingo mostrara el pájaro al pueblo. - Todos deben oírlo cantar - dijo el Emperador; y así se hizo, y quedó la gente tan satisfecha

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como si se hubiesen emborrachado con té, pues así es como lo hacen los chinos; y todos gritaron: «¡Oh!», y, levantando el dedo índice, se inclinaron profundamente. Mas los pobres pescadores que habían oído al ruiseñor auténtico, dijeron: - No está mal; las melodías se parecen, pero le falta algo, no sé qué... El ruiseñor de verdad fue desterrado del país. El pájaro mecánico estuvo en adelante junto a la cama del Emperador, sobre una almohada de seda; todos los regalos con que había sido obsequiado - oro y piedras preciosas - estaban dispuestos a su alrededor, y se le había conferido el título de Primer Cantor de Cabecera Imperial, con categoría de número uno al lado izquierdo. Pues el Emperador consideraba que este lado era el más noble, por ser el del corazón, que hasta los emperadores tienen a la izquierda. Y el Director de la Orquesta Imperial escribió una obra de veinticinco tomos sobre el pájaro mecánico; tan larga y erudita, tan llena de las más difíciles palabras chinas, que todo el mundo afirmó haberla leído y entendido, pues de otro modo habrían pasado por tontos y recibido patadas en el estómago. Así transcurrieron las cosas durante un año; el Emperador, la Corte y todos los demás chinos se sabían de memoria el trino de canto del ave mecánica, y precisamente por eso les gustaba más que nunca; podían imitarlo y lo hacían. Los golfillos de la calle cantaban: «¡tsitsii, cluclucluk!», y hasta el Emperador hacía coro. Era de veras divertido. Pero he aquí que una noche, estando el pájaro en pleno canto, el Emperador, que estaba ya acostado, oyó de pronto un «¡crac!» en el interior del mecanismo; algo había saltado. «¡Schnurrrr!», escapóse la cuerda, y la música cesó. El Emperador saltó de la cama y mandó llamar a su médico de cabecera; pero, ¿qué podía hacer el hombre? Entonces fue llamado el relojero, quien, tras largos discursos y manipulaciones, arregló un poco el ave; pero manifestó que debían andarse con mucho cuidado con ella y no hacerla trabajar demasiado, pues los pernos estaban gastados y no era posible sustituirlos por otros nuevos que asegurasen el funcionamiento de la música. ¡Qué desolación! Desde entonces sólo se pudo hacer cantar al pájaro una vez al año, y aun esto era una imprudencia; pero en tales ocasiones el Director de la Orquesta Imperial pronunciaba un breve discurso, empleando aquellas palabras tan intrincadas, diciendo que el ave cantaba tan bien como antes, y no hay que decir que todo el mundo se manifestaba de acuerdo. Pasaron cinco años, cuando he aquí que una gran desgracia cayó sobre el país. Los chinos querían mucho a su Emperador, el cual estaba ahora enfermo de muerte. Ya había sido elegido su sucesor, y el pueblo, en la calle, no cesaba de preguntar al mayordomo de Palacio por el estado del anciano monarca. - ¡P! -respondía éste, sacudiendo la cabeza. Frío y pálido yacía el Emperador en su grande y suntuoso lecho. Toda la Corte lo creía ya muerto, y cada cual se apresuraba a ofrecer sus respetos al nuevo soberano. Los camareros de palacio salían precipitadamente para hablar del suceso, y las camareras se reunieron en un té muy concurrido. En todos los salones y corredores habían tendido paños para que no se oyera el paso de nadie, y así reinaba un gran

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silencio. Pero el Emperador no había expirado aún; permanecía rígido y pálido en la lujosa cama, con sus largas cortinas de terciopelo y macizas borlas de oro. Por una ventana que se abría en lo alto de la pared, la luna enviaba sus rayos, que iluminaban al Emperador y al pájaro mecánico. El pobre Emperador jadeaba, con gran dificultad; era como si alguien se le hubiera sentado sobre el pecho. Abrió los ojos y vio que era la Muerte, que se había puesto su corona de oro en la cabeza y sostenía en una mano el dorado sable imperial, y en la otra, su magnífico estandarte. En torno, por los pliegues de los cortinajes asomaban extravías cabezas, algunas horriblemente feas, otras, de expresión dulce y apacible: eran las obras buenas y malas del Emperador, que lo miraban en aquellos momentos en que la muerte se había sentado sobre su corazón. - ¿Te acuerdas de tal cosa? -murmuraban una tras otra-. ¿Y de tal otra?-. Y le recordaban tantas, que al pobre le manaba el sudor de la frente. - ¡Yo no lo sabía! -se excusaba el Emperador-. ¡Música, música! ¡Que suene el gran tambor chino -gritó- para no oír todo eso que dicen! Pero las cabezas seguían hablando, y la Muerte asentía con la cabeza, al modo chino, a todo lo que decían. -¡Música, música! -gritaba el Emperador-. ¡Oh tú, pajarillo de oro, canta, canta! Te di oro y objetos preciosos, con mi mano te colgué del cuello mi chinela dorada. ¡Canta, canta ya! Mas el pájaro seguía mudo, pues no había nadie para darle cuerda, y la Muerte seguía mirando al Emperador con sus grandes órbitas vacías; y el silencio era lúgubre. De pronto resonó, procedente de la ventana, un canto maravilloso. Era el pequeño ruiseñor vivo, posado en una rama. Enterado de la desesperada situación del Emperador, había acudido a traerle consuelo y esperanza; y cuanto más cantaba, más palidecían y se esfumaban aquellos fantasmas, la sangre afluía con más fuerza a los debilitados miembros del enfermo, e incluso la Muerte prestó oídos y dijo: - Sigue, lindo ruiseñor, sigue. - Sí, pero, ¿me darás el magnífico sable de oro? ¿Me darás la rica bandera? ¿Me darás la corona imperial? Y la Muerte le fue dando aquellos tesoros a cambio de otras tantas canciones, y el ruiseñor siguió cantando, cantando del silencioso camposanto donde crecen las rosas blancas, donde las lilas exhalan su aroma y donde la hierba lozana es humedecida por las lágrimas de los supervivientes. La Muerte sintió entonces nostalgia de su jardín y salió por la ventana, flotando como una niebla blanca y fría. - ¡Gracias, gracias! -dijo el Emperador-. ¡Bien te conozco, avecilla celestial! Te desterré de mi reino, y, sin embargo, con tus cantos has alejado de mi lecho los malos espíritus, has ahuyentado de mi corazón la Muerte. ¿Cómo podré recompensarte? - Ya me has recompensado -dijo el ruiseñor-. Arranqué lágrimas a tus ojos la primera vez que canté para ti; esto no lo olvidaré nunca, pues son las joyas que contentan al corazón de un cantor. Pero ahora duerme y recupera las fuerzas, que yo seguiré

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cantando. Así lo hizo, y el Soberano quedó sumido en un dulce sueño; ¡qué sueño tan dulce y tan reparador! El sol entraba por la ventana cuando el Emperador se despertó, sano y fuerte. Ninguno de sus criados había vuelto aún, pues todos lo creían muerto. Sólo el ruiseñor seguía cantando en la rama. - ¡Nunca te separarás de mi lado! -le dijo el Emperador-. Cantarás cuando te apetezca; y en cuanto al pájaro mecánico, lo romperé en mil pedazos. - No lo hagas -suplicó el ruiseñor-. Él cumplió su misión mientras pudo; guárdalo como hasta ahora. Yo no puedo anidar ni vivir en palacio, pero permíteme que venga cuando se me ocurra; entonces me posaré junto a la ventana y te cantaré para que estés contento y reflexiones. Te cantaré de los felices y también de los que sufren; y del mal y del bien que se hace a tu alrededor sin tú saberlo. Tu pajarillo cantor debe volar a lo lejos, hasta la cabaña del pobre pescador, hasta el tejado del campesino, hacia todos los que residen apartados de ti y de tu Corte. Prefiero tu corazón a tu corona... aunque la corona exhala cierto olor a cosa santa. Volveré a cantar para ti. Pero debes prometerme una cosa. - ¡Lo que quieras! -dijo el Emperador, incorporándose en su ropaje imperial, que ya se había puesto, y oprimiendo contra su corazón el pesado sable de oro. - Una cosa te pido: que no digas a nadie que tienes un pajarito que te cuenta todas las cosas. ¡Saldrás ganando! Y se echó a volar. Entraron los criados a ver a su difunto Emperador. Entraron, sí, y el Emperador les dijo: ¡Buenos días!.

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LA PAJARITA DE PAPEL (Fernando Alonso. Alfaguara) Tato tenía seis años y un caballo de madera. Un día, su padre le dijo:

-¿Qué regalo quieres? Dentro de poco es tu cumpleaños. Tato se quedó callado. No sabía qué pedir. Entonces, vio un pisapapeles sobre la mesa de su padre. Era una pajarita de plata sobre un pedazo de madera. Y sobre la madera estaba escrito:

Al leer aquello, sin saber por qué, el niño sintió pena por su padre y dijo: -Quiero que me hagas una pajarita de papel. El padre sonrió: -Bueno, te haré una pajarita de papel.

El padre de Tato empezó a hacer una pajarita de papel; pero ya no se acordaba.

Fue a una librería y compró un libro. Con aquel libro, aprendió a hacer pajaritas de papel.

Al principio, le salían mal; pero, después de unas horas, hizo una pajarita de papel maravillosa. -Ya he terminado, ¿te gusta? El niño miró la pajarita de papel y dijo: -Está muy bien hecha; pero no me gusta. La pajarita está muy triste.

El padre fue a casa de un sabio y le dijo: -Esta pajarita de papel está triste; inventa algo para que esté alegre.

El sabio hizo un aparato, se lo colocó a la pajarita debajo de las alas, y la pajarita comenzó a volar. El padre llevó la pajarita de papel a Tato y la pajarita voló por toda la habitación. -¿Te gusta ahora? -le preguntó. Y el niño dijo: -Vuela muy bien, pero sigue triste. Yo no quiero una pajarita triste.

El padre fue a casa de otro sabio. El otro sabio hizo un aparato. Y, con aquel aparato, la pajarita podía cantar.

La pajarita de papel voló por toda la habitación de Tato. Y, mientras volaba, cantaba una hermosa canción. Tato dijo: -Papá, la pajarita de papel está triste; por eso, canta una triste canción. ¡Quiero que mi pajarita sea feliz!

El padre fue a casa de un pintor muy famoso.

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Y el pintor muy famoso pintó hermosos colores en las alas, en la cola y en la cabeza de la pajarita de papel. El niño miró la pajarita de papel pintada de hermosos colores.

-Papá, la pajarita de papel sigue estando triste. El padre de Tato hizo un largo viaje.

Fue a casa del sabio más sabio de todos los sabios.

Y el sabio más sabio de todos los sabios, después de examinar a la pajarita, le dijo: -Esta pajarita de papel no necesita volar, no necesita cantar, no necesita hermosos colores para ser feliz. Y el padre de Tato le preguntó: -Entonces ¿por qué está triste? Y el sabio más sabio de todos los sabios le contestó: - Cuando una pajarita de papel está sola, es una pajarita de papel triste. El padre regresó a casa. Fue al cuarto de Tato y le dijo:

-Ya sé lo que necesita nuestra pajarita para ser feliz. Y se puso a hacer muchas, muchas, pajaritas de papel. Y, cuando la habitación estuvo llena de pajaritas, Tato

gritó: - ¡Mira, papá! Nuestra pajarita de papel ya es muy feliz. Es el mejor regalo que me has hecho en toda mi vida. Entonces, todas las pajaritas de papel, sin necesidad de ningún aparato, volaron y volaro

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LA PAJARITA DE PAPEL

1. ¿Cómo se llama el niño? _________________________________

2. ¿Cuántos años tenía? __________________________________

3. ¿Por qué le quería hacer un regalo su padre?

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4. ¿Qué pidió Tato? ____________________________________

5. ¿Por qué pidió eso? ____________________________________

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6. ¿Qué tuvo que comprar el padre de Tato? ____________________

7. ¿Qué le pasaba a la primera pajarita ________________________

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8. ¿A quién visitó el padre para solucionar el problema?

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9. ¿Qué propuso el primer sabio? ____________________________

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10. ¿Qué le hizo el pintor? ________________________________

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11. ¿Por qué estaba triste la pajarita? ________________________

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12. ¿Cómo lo solucionaron? __________________________________

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EL PEQUEÑO NICOLÁS (Sempé) Esta mañana llegamos todos a la escuela muy contentos, porque van a

sacar una foto de la clase, que será para nosotros un recuerdo que nos gustará toda la vida, como ha dicho la maestra. También nos dijo que viniéramos muy limpios y bien peinados. Cuando yo entré en el patio del recreo llevaba la cabeza bien llena de brillantina. Todos los compañeros estaban ya allí y la maestra riñéndole a Godofredo, que había venido vestido de marciano. Godofredo tiene un papá muy rico que le com-pra todos los juguetes que se le antojan. Godofredo le decía a la maestra que quería fotografiarse de marciano, y que si no se iría. El fotógrafo también estaba allí, con su máquina, y la maestra le dijo que había que acabar pronto, porque si no nos perdíamos la clase de aritmética. Agnan, que es el primero de la clase y el ojito derecho de la maestra, dijo que sería una lástima no tener aritmética, porque a él le gustaba mucho y había hecho bien todos sus problemas. Eudes, un chaval que es muy fuerte, quería darle un puñetazo en la nariz a Agnan, pero Agnan tiene gafas y no se le puede pegar tan a menudo como uno quisiera. La maestra se ha puesto a gritar que éramos insoportables y que si continuábamos así habría foto e iríamos a clase. El fotógrafo, entonces, dijo: poco de calma... -Vamos, vamos, un perfectamente cómo hay que hablar a los niños. Todo saldrá bien. El fotógrafo decidió que debíamos ponernos en tres filas: la primera fila sentada en el suelo; la segunda, de pie, alrededor de la maestra, que se sentaría en una silla, y la tercera, encima de unas cajas. Realmente el fotógrafo tiene ideas estupendas. Las cajas hubo que buscarlas en el sótano dela escuela. Lo pasamos en grande, porque no hay mucha luz en el sótano y Rufo se había puesto un saco viejo en la cabeza y gritaba: «¡Hu, hu! Soy el fantasma.» Después vimos que llegaba la maestra. No tenía pinta de estar muy contenta, de modo que nos marchamos en seguida con las cajas. El único que se quedó fue Rufo. Con su saco, no veía lo que pasaba y continuó gritando: «¡Hu, hu! Soy el fan tasma», hasta que la maestra se quitó el saco. Rufo se quedó muy extrañado, mucho. De vuelta al patio, la maestra soltó la oreja de Rufo y se llevó las manos a la cabeza. «¡Pero si estáis completamente negros!», dijo. Era cierto, mientras hacíamos el payaso en el sótano nos habíamos manchado un poco. La maestra no estaba contenta, pero el fotógrafo le dijo que la cosa no era grave, teníamos tiempo de lavarnos mientras él disponía las cajas y la silla para la foto. Aparte Ag-nan, el único que tenía la cara limpia era Godofredo, porque llevaba la cabeza dentro de su casco de marciano, que parece una pecera.

-Ya lo está viendo -dijo Godofredo a la maestra-, si hubieran venido todos vestidos como yo, no habría tanto lío.

Yo vi que la maestra se moría de ganas de tirarle de las orejas a Godofredo, pero no había agujeros en su pecera. ¡Es una solución formidable la del traje de marciano!

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Volvimos después de lavarnos y peinarnos. Aún estábamos un poco mojados, pero el fotógrafo dijo que no importaba, que en la foto no se vería.

-Bueno -nos dijo el fotógrafo-, ¿queréis darle gusto a vuestra maestra? Contestamos que sí, porque queremos a la maestra; es terriblemente

amable cuando no la hacemos enfadar. -Entonces -dijo el fotógrafo- vais a ocupar, como buenos chicos,

vuestros puestos para la foto. Los mayores, en las cajas, los medianos, de pie, y los pequeños, sentados. Fuimos a hacer lo que nos decía y el fotógrafo ya le estaba explicando a la maestra que con paciencia se conseguía cualquier cosa de los niños, pero la maestra no pudo escucharle hasta el final. Tuvo que venir a separarnos, porque todos queríamos ponernos en las cajas.-¡Aquí no hay más que uno alto, y soy yo! -gritaba Eudes, y empujaba a los que querían subir a las cajas. Como Godofredo insistía, Eudes le dio un puñetazo en la pecera y se hizo mucho daño. Tuvieron que juntarse varios para sacar la pecera de Godofredo, que se había atascado. La maestra ha dicho que era la última advertencia, que después iríamos a aritmética; entonces nos dijimos que había que estarse quietos y comenzamos a instalarnos. Godofredo se acercó al fotógrafo.

-¿Cómo es su aparato? -preguntó. El fotógrafo sonrió y le dijo: -Es una caja de la que saldrá un pajarito,guapo.

-Es muy vieja su máquina -dijo Godofredo-, mi papá me regaló una máquina con parasol, visor óptico directo, teleobjetivo y, por supuesto, filtros... El fotógrafo pareció sorprendido, dejó de sonreír y le dijo a Godofredo que volviera a su sitio.

-¿No tiene usted, al menos, célula fotoeléctrica? -preguntó Godofredo. -¡Por última vez! ¡Vuelve a tu sitio! -gritó el fotógrafo, que de repente tenía una pinta muy nerviosa. Nos instalamos. Yo estaba sentado en el suelo, al lado de Alcestes. Alcestes es un compañero mío que es muy gordo y come sin parar. Estaba mordiendo una rebanada de pan con mermelada y el fotógrafo le dijo que dejara de comer, pero Alcestes contestó que había que alimentarse.

-¡Suelta esa rebanada! -gritó la maestra, que estaba sentada justamente detrás de Alcestes.

El chillido le sorprendió tanto, que Alcestes se dejó caer la rebanada en la camisa.

-¡Atiza! ¡Me la he ganado! -dijo Alcest tratando de raspar la mermelada con el pan. maestra dijo que lo único que se podía hacer e poner a Alcestes en la última fila, para que no viera la mancha de su camisa.

-Eudes -dijo la maestra-, deje su siti a su compañero. -No es mi compañero -dijo Eudesle dejaré mi sitio, y lo que puede

hacer es ponerse de espaldas a la foto; así no se verá la mancha ni su gorda cara. La maestra se enfadó y le puso a Eudes castigo la conjugación del verbo:

«Yo no debo ne garme a ceder mi sitio a un compañero que se hatirado en la camisa una tostada de mermelada. » Eudes no dijo nada, bajó de su caja y vino a primera fila, mientras Alcestes iba a la última fila. Se armó algo de desorden, sobre todo cuando Eudes se cruzó con Alcestes y le dio un puñetazo en la nariz.

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Alcestes quiso darle una patada a Eudes, pero Eudes la esquivó (es muy ágil), y quien recibió la patada fue Agnan, felizmente en un sitio donde no lleva gafas. Eso no le impidió echarse a llorar y a chillar que no veía nada, que nadie lo quería y que le gustaría morirse. La maestra lo consoló, lo sonó, lo repeinó y castigó a Alcestes, que debe escribir cien veces: «Yo no debo pegar a un camarada que no busca camorra y que lleva gafas.»

-¡Muy bien hecho! -dijo Agnan. Entonces la maestra le dio a él unas líneas para escribir. Agnan se quedó tan asombrado que ni siquiera lloró. La maestra empezó a distribuir castigos a diestro y siniestro; todos teníamos montones de líneas para hacer y, por último, la maestra nos dijo: -Y ahora vais a decidiros a estaros quietos. Si sois buenos, levantaré todos los castigos. ¡Vamos, poneos bien, una bonita sonrisa y el señor nos sacará una hermosa fotografía! Como no queríamos apenar a la maestra, obedecimos. Todos sonreímos y nos colocamos bien. Pero falló el recuerdo que nos gustaría toda nuestra vida, porque nos dimos cuenta de que el fotógrafo ya no estaba allí. Se había marchado sin decir nada.

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El hombrecito vestido de gris. (Fernando alonso)

Había una vez un hombre que siempre iba vestido de gris. Tenía un traje gris, tenía un sombrero gris, tenía una corbata gris y un bigotito gris. El hombrecito vestido de gris hacía cada día las mismas cosas. Se levantaba al son del despertador. Al son de la radio, hacía un poco de gimnasia. Tomaba una ducha, que siempre estaba bastante fría, tomaba el desayuno, que siempre estaba bastante caliente, tomaba el autobús, que siempre estaba bastante lleno,y leía el periódico, que siempre decía las mismas cosas. Y, todos los días, a la misma hora, se sentaba en su mesa de la oficina. A la misma hora. Ni un minuto más, ni un minuto menos.

Todos los días, igual. El despertador tenía cada mañana el mismo zumbido. Y esto le anunciaba que el día que amanecía, era exactamente igual que el anterior. Por eso, nuestro hombrecito del traje gris, tenía también la mirada de color gris.

Pero nuestro hombre era gris sólo por fuera. Hacia adentro... ¡un verdadero arco iris! El hombrecito soñaba con ser cantante de ópera. Famoso. Entonces, llevaría trajes de color rojo, azul, amarillo... trajes brillantes y luminosos. Cuando pensaba aquellas cosas, el hombrecito se emocionaba. Se le hinchaba el pecho de notas musicales, parecía que le iba a estallar.

Tenía que correr a la terraza y... -¡Laaa-lala la la la laaa... ! El canto que llenaba sus pulmones volaba hasta las nubes. Pero nadie comprendía a nuestro hombre. Nadie apreciaba su arte.

Los vecinos que regaban las plantas, como sin darse cuenta, le echaban una rociada con la regadera. Y el hombrecito vestido de gris entraba en su casa, calado hasta los huesos.

Algún tiempo después las cosas se complicaron más. Fue una mañana de primavera. Las flores se despertaban en los rosales. Las golondrinas tejían en el aire maravillosas telas invisibles. Por las ventanas abiertas se colaba un olor a jardín recién regado. De pronto, el hombrecito vestido de gris comenzó a cantar: -¡Granaaaadaa... !

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En la oficina. Se produjo un silencio terrible. Las máquinas de escribir enmudecieron. Y don Perfecto, el jefe de Planta, le llamó a su despacho con gesto amenazador. Y, después de gritarle de todo, terminó diciendo: -¡Ya lo sabe! Si vuelve a repetirse, lo echaré a la calle. Días más tarde, en una cafetería, sucedió otro tanto. El dueño, con cara de malas pulgas, le señaló un letrero que decía: SE PROHIBE CANTAR Y BAILAR.

Y lo echó amenazándole con llamar a un guardia.

Nuestro hombre pensó y pensó. ¡No podía perder su empleo! Tampoco quería andar por el mundo expuesto a que lo echaran de todas partes. Y, al fin, se le ocurrió una brillante idea. Al día siguiente, fingió tener un fuerte dolor de muelas. Se sujetó la mandíbula con un pañuelo y fue a su trabajo. Así no podría cantar,

¡Aunque quisiera!

Y día tras día, año tras año, estuvo nuestro hombrecito, con su pañuelo atado, fingiendo un eterno dolor de muelas. Pero, nuestro pobre hombrecito, merecía que le dieran una oportunidad. Así que... Cierto día, conoció a un director de orquesta. Y éste quiso oírle cantar. El hombrecito, muy contento, pero con un poco de miedo, salió al campo con el director de orquesta.

Y allí, rodeados de flores y de pájaros, nuestro hombrecito se quitó el pañuelo y cantó mejor que nunca. El director de orquesta estaba tan entusiasmado que lo contrató para inaugurar la temporada del Teatro de la Opera. Y la noche de su presentación, que se anunció en todos los periódicos, don Perfecto, el jefe de Planta, los vecinos que le habían regado, el dueño de la cafetería y todos los que le habían perseguido con sus risas, hicieron cola y compraron entradas para oírle cantar. Y asistieron al triunfo del hombrecito.

Y el hombrecito quemó todos sus trajes y corbatas de color gris. Tiró por la ventana el despertador. Se afeitó el bigotito de color gris y nunca, nunca más, volvió a tener la mirada de color gris. ¿FIN?

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