minificción 2018

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Minificciones 2017

Libros

Luis Britto García Venezuela

Un libro que después de una sacudida confundió todas sus palabras sin que hubiera manera de

volverlas a poner en orden.

Un libro cuyo título por pecar de completo comprendía todo el contenido del libro.

Un libro con un tan extenso índice que a su vez éste necesitaba otro índice y a su vez éste otro

índice y así sucesivamente.

Un libro que leía los rostros de quienes pasaban sus páginas.

Un libro que contenía uno tras otro todos los pensamientos de un hombre y que para ser leído

requería la vida íntegra de un hombre.

Un libro destinado a explicar otro libro destinado a explicar otro libro que a su vez explica al

primero.

Un libro que resume un millar de libros y que da lugar a un millar de libros que lo desarrollan.

Un libro que refuta a otro libro en el cual se demuestra la validez del primero.

Un libro que da una tal impresión de realidad que cuando volvemos a la realidad nos da la

impresión de que leemos un libro.

Un libro en el cual sólo tiene validez la décima palabra de la página setecientos y todas las

restantes han sido escritas para esconder la validez de aquélla.

Un libro cuyo protagonista escribe un libro cuyo protagonista escribe un libro cuyo protagonista

escribe un libro. Un libro, dedicado a demostrar la inutilidad de escribir libros.

Oooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo

Subraye las palabras adecuadas

Luis Britto García

Venezuela

Una mañana tarde noche el niño joven anciano que estaba moribundo enamorado prófugo

confundido sintió las primeras punzadas notas detonaciones reminiscencias sacudidas precursoras

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seguidoras creadoras multiplicadoras trasformadoras extinguidoras de la helada la vacación la

transfiguración la acción la inundación la cosecha. Pensó recordó imaginó inventó miró oyó talló

cardó concluyó corrigió anudó pulió desnudó volteó rajó barnizó fundió la piedra la esclusa la

falleba la red la antena la espita la mirilla la artesa la jarra la podadora la aguja la aceitera la

máscara la lezna la ampolla la ganzúa la reja y con ellas atacó erigió consagró bautizó pulverizó

unificó roció aplastó creó dispersó cimbró lustró repartió lijó el reloj el banco el submarino el arco

el patíbulo el cinturón el yunque el velamen el remo el yelmo el torno el roble el caracol el gato el

fusil el tiempo el naipe el torno el vino el bote el pulpo el labio el peplo el yunque, para luego

antes ahora después nunca siempre a veces con el pie codo dedo cribarlos fecundarlos omitirlos

encresparlos podarlos en el bosque río arenal ventisquero volcán dédalo sifón cueva coral luna

mundo viaje día trompo jaula vuelta pez ojo malla turno flecha clavo seno brillo tumba ceja manto

flor ruta aliento raya, y así se volvió tierra.

Ooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo

La basura

Alfonso Reyes

México

Los Caballeros de la Basura, escoba en ristre, desfilan al son de una campanita, como el Viático en

España, acompañando ese monumento, ese carro alegórico donde van juntando los desperdicios

de la ciudad. La muchedumbre famularia–mujeres con aire de códice azteca–sale por todas partes,

acarreando su tributo en cestas y en botes. Hay un alboroto, un rumor de charla desordenada y

hasta un aire carnavalesco. Todos, parece, están alegres; tal vez por la hora matinal, fresca y

prometedora; tal vez por el afán del aseo, que comunica a los ánimos el contento de la virtud.

Por la basura se deshace el mundo y se vuelve a hacer. La inmensa Penélope teje y desteje su velo

de átomos, polvo de la Creación. Un barrendero se detiene, extático. Lo ha entendido todo, o de

repente se han apoderado de él los ángeles y, sin que él lo sepa, sin que nadie se percate más que

yo, abre la boca irresponsable como el mascarón de la fuente, y se le sale por la boca, a chorro

continuo, algo como un poema de Lucrecio sobre la naturaleza de las cosas, de las cosas hechas

con la basura, con el desperdicio y el polvo de sí mismas. El mundo se muerde la cola y empieza

donde acaba.

Allá va, calle arriba, el carro alegórico de la mañana, juntando las reliquias del mundo para

comenzar otro día. Allá, escoba en ristre, van los Caballeros de la Basura. Suena la campanita del

Viático. Deberíamos arrodillarnos todos.

oooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo

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Inventario Martha Cerda

México

Mi vecino tenía un gato imaginario. Todas las mañanas lo sacaba a la calle, abría la puerta y le

gritaba: “Anda, ve a hacer tus necesidades”. El gato se paseaba imaginariamente por el jardín y al

cabo de un rato regresaba a la casa, donde le esperaba un tazón de leche. Bebía imaginariamente

el líquido, se lamía los bigotes, se relamía una mano y luego otra y se echaba a dormir en el tapete

de la entrada. De vez en cuando perseguía un ratón o se subía a lo alto de un árbol. Mi vecino se

iba todo el día, pero cuando volvía a casa el gato ronroneaba y se le pegaba a las piernas

imaginariamente. Mi vecino le acariciaba la cabeza y sonreía. El gato lo miraba con cierta ternura

imaginaria y mi vecino se sentía acompañado. Me imagino que es negro (el gato), porque algunas

personas se asustan cuando imaginan que lo ven pasar.

Una vez el gato se perdió y mi vecino estuvo una semana buscándolo; cuanto gato atropellado

veía se imaginaba que era el suyo, hasta que imaginó que lo encontraba y todo volvió a ser como

antes, por un tiempo, el suficiente para que mi vecino se imaginara que el gato lo había arañado.

Lo castigó dejándolo sin leche. Yo me imaginaba al gato maullando de hambre. Entonces lo llamé:

“minino, minino”, y me imaginé que vino corriendo a mi casa. Desde ese día mi vecino no me

habla, porque se imagina que yo me robé a su gato.

Oooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo

Aviso

Salvador Elizondo

México

La isla prodigiosa surgió en el horizonte como una crátera colmada de lirios y de rosas. Hacia el mediodía

comencé a escuchar las notas inquietantes de aquel canto mágico.

Había desoído los prudentes consejos de la diosa y deseaba con toda mi alma descender allí. No sellé con

panal los laberintos de mis orejas ni dejé que mis esforzados compañeros me amarraran al mástil.

Hice virar hacia la isla y pronto pude distinguir sus voces con toda claridad. No decían nada; solamente

cantaban. Sus cuerpos relucientes se nos mostraban como una presa magnífica.

Entonces decidí saltar sobre la borda y nadar hasta la playa.

Y yo, oh dioses, que he bajado a las cavernas del Hades y que he cruzado el campo de asfodelos dos veces,

me vi deparado a este destino de un viaje lleno de peligros.

Cuando desperté en brazos de aquellos seres que el deseo había hecho aparecer tantas veces de este lado

de mis párpados durante las largas vigías del asedio, era presa del más agudo espanto. Lancé un grito afilado

como una jabalina.

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Oh dioses, yo que iba dispuesto a naufragar en un jardín de delicias, cambié libertad y patria por el prestigio

de la isla infame y legendaria.

Sabedlo, navegantes: el canto de las sirenas es estúpido y monótono, su conversación aburrida e incesante;

sus cuerpos están cubiertos de escamas, erizados de algas y sargazo. Su carne huele a pescado.

Oooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo

Cuento de arena

Jairo Aníbal Niño Colombia

Un día la ciudad desapareció. De cara al desierto y con los pies hundidos en la arena, todos

comprendieron que durante treinta largos años habían estado viviendo en un espejismo.

Ooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo

El libro

Juan José Millás España

El libro se parece a un agujero negro cuya atracción es tal que absorbe y distorsiona lo que sucede cerca de

él, incluidos el tiempo y el espacio. De manera que a lo mejor son las ocho de la mañana y tú vas en el

autobús a la oficina, pero de súbito eres arrebatado por esa masa gravitatoria llamada libro, que llevabas en

la mano o en el bolso, y apareces en un escenario diferente, identificado, por ejemplo, con un individuo que

se lava las manos llenas de sangre en la pila de una cocina francesa, mientras en el dormitorio de esa misma

casa ha empezado a enfriarse un cadáver. y no son las ocho de la mañana, sino las diez de la noche. Y no es

primavera, sino invierno. y tú no eres ese sujeto sin pasado que ahora se baja del autobús, sino este otro

que, después de borrar las huellas dactilares de las copas de coñac, se pone un abrigo oscuro y huye

escaleras abajo.

Al cerrar la novela cesa la atracción, y es, una vez más, la hora de fichar, así que fichas y entras a la oficina,

donde mueves los papeles de un lado a otro o atiendes el teléfono con la eficacia o la pereza de siempre.

Has vuelto a tu dimensión, en fin, sin que nadie se diera cuenta de que te habías ido. Si tus compañeros

supieran que en lugar de venir de casa, como procede, vienes de una cocina francesa en cuya pila te has

lavado las manos llenas de sangre, se quedarían espantados. De hecho, quizá no seas el mismo ahora que

antes de haber leído el libro. Por tu sangre discurre el argumento desdichado o feliz que estaba en la novela,

del mismo modo que los exploradores vuelven con malarias de África o de Molokai con lepra.

Hay más libros que playas, y en ellos está contenida la materia oscura que los físicos buscan en las estrellas.

Si has leído la novela del individuo que se quita la sangre de las manos, ya siempre serás ese individuo,

siempre, sin dejar de ser tú y, lo que es más sorprendente todavía, sin dejar de ser al mismo tiempo el

cadáver que comenzaba a enfriarse cuando descendiste del autobús Pura materia oscura, pues, invisible,

como la conciencia, pero real como tu jefe.

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Ooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo

Final para un cuento fantástico

Ireland

¡Qué extraño! -dijo la muchacha, avanzando cautelosamente-. ¡Qué puerta más pesada! La tocó,

al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe.

-¡Dios mío!- dijo el hombre-. Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Cómo, nos

han encerrado a los dos!

-A los dos no. A uno solo -dijo la muchacha.

Pasó a través de la puerta y desapareció.

Ooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo

La marioneta

Edmundo Valadés México

El marionetista, ebrio, se tambalea mal sostenido por invisibles y precarios hilos. Sus ojos, en

agonía alucinada, no atinan la esperanza de un soporte. Empujado o atraído por un caos de

círculos y esguinces, trastabilla sobre el desorden de su camerino, eslabona angustias de

inestabilidad, oscila hacia el vértigo de una inevitable caída. Y en última y frustrada resistencia, se

despeña al fin como muñeco absurdo.

La marioneta –un payaso en cuyo rostro de madera asoma, tras el guiño sonriente, una nostalgia

infinita– ha observado el drama de quien le da transitoria y ajena locomoción. Sus ojos parecen

concebir lágrimas concretas, incapaz de ceder al marionetista la trama de los hilos con los cuales él

adquiere movimiento.

Ooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo

Una pasión en el desierto

José de la Colina Español residente en México

El extenuado y sediento viajero perdido en el desierto vio que la hermosa mujer del oasis venía

hacia él cargando un ánfora en la que el agua danzaba al ritmo de las caderas.

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―¡Por Alá ―gritó―, dime que esto no es un espejismo!

―No―respondió la mujer, sonriendo―.El espejismo eres tú.

Y en un parpadeo de la mujer el hombre desapareció.

Oooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo

Continuidad de los parques

Julio Cortázar Argentina

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla

cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los

personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una

cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles.

Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante

posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso

a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los

protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse

desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en

el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los

ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida

disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y

movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa;

ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la

sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una

pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su

pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de

serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo

del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo

que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa

hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía

apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella

debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr

con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma

malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El

mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre

galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una

escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta

del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo

verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.