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39 EN LA CARRETERA A CARRYCKFERGUS más banderas lealistas y grandes murales de encapuchados fusil ametrallador en mano: «Prepared for peace ready for war». Y en el puerto, además de muchas jaulas para pescar langostas, un tintinesco barco rojo: el Sirius. PARA LLEGAR A CRUMLIN ROAD y a Shankill Road, hemos pasado por delante del Orange Hall, coronado por banderas unionistas y con signos de ataque con pintura amarilla y blanca. En las proximidades, restos de contenedores quemados. Indudablemente no habrá solo eso en Belfast, pero eso está ahí y lo ves, y sacas tus conclusiones. Ese de Crumlin es un barrio de casitas adosadas revocadas en color pastel provistas de mástiles para colocar las banderas británicas o unionistas que identifican a sus moradores. Erizadas. Para que no haya equívocos y para hacer patria. En los jardines se amontonan palés, viejos muebles, colchones para las hogueras que preceden a la marcha del próximo día 12. Los murales son, además de emblemas de carácter religioso y recordatorios políticos, una atracción turística en la medida en que se publicitan en unos paneles informativos oficiales que también sirven de ocasional refugio en las refriegas callejeras, a juzgar por el impacto de bala que tenía el que estaba frente a la muy siniestra cárcel de Crumlin Road y el no menos siniestro edificio de los an- tiguos tribunales que aparece cerrado, quemado, con los cristales reventados a pedradas. En esos paneles turísticos se detalla que en la cárcel fueron ejecu- tadas diecisiete personas, una de ellas por motivos «semi-políticos». En toda la información pública se aprecian auténticos esfuerzos por un hablar correcto que nombre sin nombrar, lo que siempre acaba en la corrupción del lenguaje. ¿Hay algo más en Belfast? Es como para ponerlo en duda. No es que el recuerdo de los enfrentamientos siga vivo, sino que sigue vivo el motivo de estos, latente: un polvorín en el que basta una chispa para que se produzca un incendio esperado. Es demasiado

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Fragmento del libro Idas y venidas de Miguel Sánchez-Ostiz

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En la carrEtEra a carryckfErgus más banderas lealistas y grandes murales de encapuchados fusil ametrallador en mano: «Prepared for peace ready for war». Y en el puerto, además de muchas jaulas para pescar langostas, un tintinesco barco rojo: el Sirius.

Para llEgar a crumlin road y a Shankill Road, hemos pasado por delante del Orange Hall, coronado por banderas unionistas y con signos de ataque con pintura amarilla y blanca. En las proximidades, restos de contenedores quemados. Indudablemente no habrá solo eso en Belfast, pero eso está ahí y lo ves, y sacas tus conclusiones.

Ese de Crumlin es un barrio de casitas adosadas revocadas en color pastel provistas de mástiles para colocar las banderas británicas o unionistas que identifican a sus moradores. Erizadas. Para que no haya equívocos y para hacer patria. En los jardines se amontonan palés, viejos muebles, colchones para las hogueras que preceden a la marcha del próximo día 12.

Los murales son, además de emblemas de carácter religioso y recordatorios políticos, una atracción turística en la medida en que se publicitan en unos paneles informativos oficiales que también sirven de ocasional refugio en las refriegas callejeras, a juzgar por el impacto de bala que tenía el que estaba frente a la muy siniestra cárcel de Crumlin Road y el no menos siniestro edificio de los an-tiguos tribunales que aparece cerrado, quemado, con los cristales reventados a pedradas.

En esos paneles turísticos se detalla que en la cárcel fueron ejecu-tadas diecisiete personas, una de ellas por motivos «semi-políticos». En toda la información pública se aprecian auténticos esfuerzos por un hablar correcto que nombre sin nombrar, lo que siempre acaba en la corrupción del lenguaje.

¿Hay algo más en Belfast? Es como para ponerlo en duda. No es que el recuerdo de los enfrentamientos siga vivo, sino que

sigue vivo el motivo de estos, latente: un polvorín en el que basta una chispa para que se produzca un incendio esperado. Es demasiado

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tiempo. Esto, desde el sillón del salón del hotel o del apartamento universitario, se ve de otra manera.

BElfast Es una ciudad en la que al tiempo que te vas diciendo que es deprimente y que te sorprende caminar sin otro rumbo que el azar entre calles flanqueadas por almacenes y naves industriales de ladrillo rojizo oscuro, vacías, ruinosas o recicladas para otros usos, te encuentras sorpresas como esa, frente a la catedral de San Patricio: el monumento inaugurado ni hace dos años por Bob Doyle, un super-viviente de la XV Brigada Internacional de las que combatieron en la Guerra Civil española, causa en la que de manera muy fina se dice que intervinieron hombres y mujeres «de todas las tradiciones».

No pasarán decían los facciosos… No se cansarán de cantar con recochineo el chulapo «¡Ya hemos pasao!».

El otro día mE PrEguntaBa por lo que pensarían los inmigrantes que llegan a centenares desde los lugares más diversos, de esas pugnas enconadas entre católicos y protestantes.

La mejor explicación, al menos en parte, la he encontrado en la vecina Donegall Pass, calle que por un lado tiene un fortín de policía y una barrera que permite cerrar la calle, además de un descampado donde amontonan una torre de palés que quemarán la noche del día 11 y por otro una iglesia convertida y en centro de entretenimientos chinos, incluidos los juegos de envite, suerte y azar, sin los que los miembros de esa tradición parecen no divertirse nunca, además de restaurantes, agencias de negocios y salones de belleza chinos.

En las traseras, las casitas de ladrillo, las banderas de los lealistas, los murales que muestran con orgullo la participación de los irlandeses lea-listas en la Primera Guerra Mundial (hay muchos ejemplos en Belfast). Crees que te miraban con suspicacia, pero igual solo son aprensiones tuyas. Deben estar acostumbrados a esas visitas de curiosos.

Claro que si te asomas a la prensa te topas con noticias que dan cuenta de los panfletos que han aparecido en la zona sur de Belfast,

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firmados por el UYM (Ulster Young Militants), enviadas al centro islámico de Belfast, a la asociación polaca y al centro de la comunidad india, que decían: «Ninguna simpatía para los extranjeros. Iros del país de nuestra reina antes de nuestra noche de las hogueras y del día de la parada. De lo contrario volaremos vuestros centros. Hay que mantener Irlanda del Norte blanca. Irlanda del Norte es solo para británicos blancos».

Los gitanos rumanos atacados y repatriados son cosa del mes pa-sado, ahora les toca a los lituanos, los polacos y los húngaros. Más de cincuenta familias de esos orígenes han abandonado la zona lealista del sur de Belfast en los tres últimos meses a causa de las amena-zas y los ataques sufridos. El centro de la ciudad está libre de estas expansivas alegrías. Pero a nada que te alejes del centro, caes en el escenario de los enconos, del sectarismo, de la xenofobia, y cuanto más lejos y más deprimida sea la zona, peor.

Hoy, Para variar, Ha amanEcido con sol, aunque para cuan-do hemos tomado el tren de Dublín el cielo ya estaba de nuevo de color plomizo.

En un descampado cercano al hotel y al cuartel de policía de Donegall Pass, llevan días levantando una pira para pegarle fuego una de estas noches. Encima del todo han colocado el retrato de un político del IRA. Muy pacífico todo, muy festivo.

El Orange Fest está encima. De hecho empieza mañana, pero en realidad lo hace hoy, que es viernes y noche de marcha, y se anuncia con trípticos turísticos que incluyen el trayecto de la marcha de los orangistas del día 12, con un cinismo ofensivo.

Dicen que es una buena ocasión para apreciar aspectos de la rica cultura del Ulster, como las logias de Orange, las bandas de música y las demostraciones de gaiteros, y los tambores, que lo convierten en una alegre fiesta familiar. Eso al menos dice la publicidad.

Eso dicen los prospectos oficiales que con tal de dar la imagen turística, de que aquí no pasa nada, silencian las broncas, las provo-

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caciones, las agresiones y los daños, aunque no oculten que esos días habrá medidas especiales de control de bebidas alcohólicas.

Hoy también, The Irish News da cuenta en primera página de los ataques «sectarios» a comunidades, iglesias y centros culturales y deportivos católicos, que han tenido su respuesta en ataques a centros de la orden de Orange, como el que vimos ayer, en Clifton Street, con «bombas de pintura» –blanca y amarilla por cierto–, contenedores quemados, y en algunos lugares con cócteles molotov. Si unos lanzan pintura blanca y amarilla, los otros lo hacen con azul y roja.

También ha habido ataques a murales que por lo que se dice son algo sagrado, intocable. Todavía a finales de mayo último hubo un asesinato de un católico a manos de lealistas: Devin MacDaid. Lo apalearon hasta morir.

Se ve que una cosa es la realidad callejera y de los barrios calientes, y otra la que circula por los despachos de los portavoces de los partidos políticos interesados en la normalización de la situación del Ulster, el Conflicto, y por lo periódicos que sostienen a unos y a otros.

Los enfrentamientos no han cesado y se agudizan en la semana antes del día 12, aniversario de la batalla de Boyne. Los editorialistas y los portavoces políticos insisten en que son casos aislados, pero son demasiados para no ser tenidos en cuenta o ser minimizados. Por eso la policía repartió en 2005 mantas ignífugas en vecindarios católicos. El discurso oficial sostiene que se trata de casos residuales y ocasionales, pero la realidad es que se trata de manifestaciones de un odio que ni cesa ni se aplaca, y que los acuerdos sofocan, pero no ahogan.

mañana En El trEn de regreso a Dublín. Atestado como a la ida. A la salida de la estación, mendigos, muchos y muy borrachos, cantarines y desdentados. Y enfrente, en el Molloy, bronca de beo-dos colosales del Este.

El de Monto Town es otro de los hitos joycianos de Dublín. Está cerca de la estación Connolly: «extensión desempedrada de agujas

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de carriles de tranvías, con esqueletos de vías, fuegos fatuos rojos y verdes y señales de peligro», leo en el baqueteado Ulises de las tardes. Por muy joyciano que sea –tiene dedicada una calle y hay un Ulysses House– resulta más siniestro que otra cosa, en lo que de antiguo conserva. Si no has leído Ulises pueden contarte lo que quieran, si lo has leído también: La calle Mabbot, la de las casas raquíticas, es casi mejor leerla en el capítulo 15. Solares fruto de derribos, casas de vecindad con vecindario conflictivo, a juzgar por los restos de vandalismo e incendios que se ven en las fachadas, adosados de la-drillo, muchos inmigrantes del Este de Europa, rumanos, polacos, búlgaros, autobuses de inmigrantes cargados hasta los topes con rumbo de vuelta… y el lujo, eso sí, de muchas puertas de Dublín, decoradas con mimo.

y Para mErcadillos callEjEros el de la calle Northumberland. Multiétnico… y autóctono. A todas luces el de los hurgabasuras: la ropa rescatada de los contenedores y todo ese asombro de perte-nencias domésticas que resultan improbables en vivienda alguna, y ahí están los payasos en buena armonía con las inmaculadas y las tostadoras. Los borrachitos venden lo que pueden para seguir con el trago. Mucho anciano. No sabrás si venden lo que tienen o lo que encuentran en sus merodeos.

vEnir a duBlín, ser o haber sido lector de Joyce y no pasar por la Torre Martello parece un sacrilegio.

La torre Martello es el escenario del primer capítulo de Ulises, como saben todos los que, según dicen los entendidos, lo han em-pezado a leer y no han podido seguir adelante. Para mí esa es una patraña de gandules porque se diga lo que se diga Ulises es un libro de lectura no ya fácil, sino arrebatadora. No me extraña que Torrente Ballester dijera que lo leía todos los años.

La Martello es una torre defensiva, construida en 1804, en la que James Joyce vivió unos pocos días, en septiembre de 1904, en

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la localidad de Sandycove, a algunos kilómetros de Dublín, cerca de Dalkey, otro lugar de referencia joyciano.

La torre es de granito, y su interior muy húmedo y sombrío, pero desde la azotea, que era la plataforma de tiro, tiene una vista estupenda de la bahía de Dublín. A los pies de la torre, los chancales donde se bañan los personajes de Joyce, luego convertido en un club nudista. Esta mañana no había ningún visitante.

Fue Silvia Beach, su editora, quien abrió ese museo en 1962. En-tonces no sé lo que habría allí expuesto, ahora hay alguna que otra página manuscrita, algunas primeras ediciones de la obra poética de Joyce, un Ulises ilustrado por Matisse (que no leyó el libro), recuer-dos de Valéry Larbaud que fue quien presentó la obra en París y de Samuel Beckett, la llave de la torre, un cartel y algunos fotogramas de la atractiva película Ulysses, de Joseph Strick… En una segunda sala (el polvorín de la torre) se exhibe una reproducción de la mas-carilla mortuoria, y en una vitrina una guitarra cochambrosa (que habrá que convenir que es la misma con la que aparece Joyce en una conocida fotografía), un chaleco de fantasía con un estampado de faisanes, una corbata de fondo amarillento con rayas rojizas, una petaca de piel clara, muy nueva, para tres cigarros puros (se especifica que Joyce fumaba Virginias) y una billetera de piel oscura.

Y lo más sugerente, un baúl de viaje que perteneció al grupo fa-miliar Joyce y fue aportado de manera tardía por un pariente. Poca cosa si se compara con el renombre del autor. Pero no mucho más se puede esperar de alguien que falleció en 1941 en Zúrich y vivió poco menos que con la maleta sin deshacer del todo o que así ha entrado en la leyenda literaria. No creo que nada de eso sirva de mucho para saber cómo vivía Joyce. Son reliquias de un culto que salvo para los iniciados, resulta hermético y a las que cada cual hace hablar como le conviene.

En el primer piso te asomas a una escenificación del ambiente en el que vivían Oliver St John Gogarthy (Buck Mulligan) y Samuel Trench (Haynes), los amigos de Stephen Dedalus, aunque con la novela de

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Joyce en la mano no se encuentren grandes detalles que permitan la reconstrucción teatral que ahí se ofrece (incluido un diccionario de medicina hecho trizas). Es producto de los miles de páginas de exégesis del libro de Joyce que están publicadas, un género aparte, además de un culto literario, con muchos eruditos de por medio y más devotos insaciables que no hay rincón del Dublín de Joyce que no hayan es-cudriñado. Leer Ulises y echarse a la calle suele ser todo uno.

Así es como delante de la chimenea de carbón, hay una pantera negra de cerámica, por completo kitsch, en referencia a aquella a la que se nos dice que, en sueños, quería tirotear Haynes para espanto de Stephen Dedalus… la noche del 14 de septiembre de 1914, fue Trench quien vio avanzar una pantera en las brasas de la chimenea y le disparó dos tiros con una pistola que le confiscó Gogarty, quien vació el cargador contra la cacharrería de cocina, sobre la cabeza de Joyce. Joyce cogió sus cosas y se marchó para no volver jamás a la torre Martello.

HowtH y El mar dE irlanda. Hoy tocaba merodeo mañanero por Howth. Comer pescado no era un mal objetivo, después de la dieta de stew.

Un puerto hermoso, con muchas focas y muchos pequeños pes-queros herrumbrosos.

Callejeando hemos dado en el cementerio: «Los borrachos en el cementerio, juegan al mus…». Lo digo porque también aquí, como en Dublín o en Clairckfergus se ven conchas de ostras en abundan-cia y mucha botella rota, al margen de restos fúnebres y trozos de ataúdes… clavos, El clavo, un magnífico relato de Alarcón.

Almorzamos en un restaurante frente a un ventanal que da al puerto y a la isla. La tormenta acercándose, la isla, luces y sombras, gaviotas sobre un bote rojo y blanco, aviones uno detrás de otro. En el muelle un chino vende chocolate belga y en otro lugar además de comida pakistaní, ofrecen «tapas étnicas».

El Mar de Irlanda está jalonado de recuerdos de emigraciones masivas, de hambrunas y de naufragios.

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En el puerto de Howth hay un monumento que recuerda a ma-rinos desaparecidos en el mar, como ese grumete, Rory (Bo) Mc Nally, que murió a los 13 años. Una placa entre muchas otras que recuerdan, con sus nombres y apodos, a los desaparecidos.

Ese mar, gris plomizo en la boca del Lagan, junto a Belfast, verde esmeralda aquí, en Dublín, cambiante con el juego del sol y las nu-bes; esos viejos pesqueros herrumbrosos, carcomidos por el salitre, y el gañido insistente de las gaviotas, me han recordado los mejores versos de José María Castroviejo, las páginas de Cunqueiro, dedicadas al mar de los celtas y sus misterios, que aparece también en la puerta de la casa donde vivió de niño Lafcadio Hearn. «Toda la poesía del mar es épica y amarga», dicen los poetas desde tierra.

un domingo Por la tardE con grupos, familiares o no, de hin-chas de fútbol por la calle, con la cara pintarrajeada camino del estadio, bien vendimiados muchos de ellos, a berrido limpio, con las aceras atestadas. Las fauces de los comercios están abiertas a la caza del turista, del desocupado que tiene que ocupar su ocio. Los vagabundos urbanos andan de aquí para allá pidiendo limosna sin mucha convicción y los músicos callejeros, gitanos, se aplican al jazz con tesón. Mundo extraño y familiar a la vez. Lejos de casa y casi con las mismas marcas comerciales al alcance de la vista.

Es un buen momento para preguntarte cuándo empiezas y cuándo acabas de ver una ciudad, en la que estás por fuerza de paso.

«Nunca», sería la respuesta a esa pregunta, antes de pasar a otra cosa.

Con haberla visto lo suficiente te conformas. Tu visión es por fuerza tan parcial como superficial. Casi siempre. Incluso si pasas años y vives en tu agujero no haces otra cosa que achatar tu mirada. Acabas viendo aspectos, detalles, cosas que los habitantes del país no han visto nunca o han olvidado: la inadvertencia es la peor ser-vidumbre de la rutina.

Michel Onfray, en su Poética de la geografía, propone idas y ve-

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nidas rápidas, pero constantes, a la caza del instante, del momento significativo, antes de regresar a tu mundo, que lo tienes, al menos él lo tiene.

Para vivir de verdad una ciudad hay que trabajar en ella, con patrón del país –los del momio gubernamental no cuentan en esta historia– y saber cómo las gastan de verdad el casero, el patrón, el funcionario… todos los que te pueden hacer la vida agradable, di-fícil o insoportable. Todo lo demás es esa detestable y fraudulenta papilla de las guías de viaje que solo sirven para engordar el nego-cio turístico, norma de conducta más que de estilo cifrada en el «contentar a los naturales del país e invitar a visitarlo a los que no lo son». Esta era la regla de oro de una jefa de la sección de turismo de la editorial Aguilar.

De esa verdadera vida de la ciudad deben saber los rumanos que salen en autobuses cargados hasta los topes de la calle Sean McDer-mott, una de esas calles que los turistas no frecuentan, con casas asaltadas, otras tapiadas, restos de incendios y hacinamiento a la vista. Inmigración y gueto: polacos, rumanos, lituanos… y más lejos, hay otros. Los sin techo, los vagabundos urbanos, andan por donde pueden, por las ruinas y los albergues de caridad. Esa es la ciudad que no vas a conocer porque tampoco conoces la tuya.

caminata mañanEra hasta el cementerio de Glasnevin. Nada más entrar, encuentro la tumba de Roger Casement. Se dice que en los cementerios se aprende mucho de las ciudades, en el de Dublín que es más sombrío que otros, todo lo relacionado con la rebeldía nacionalista tiene una importancia de rito sagrado. Algunos panteo-nes, como el de Michael Collins, son lugares de culto y devoción, de peregrinaje patriótico. Hay mucho muerto por la patria y bastante ejecutado. En el bosque de lápidas andan los muertos más revueltos, como lo estuvieron en vida. Alrededor de otras sepulturas más mo-destas también hay restos de ostras, algo que me resulta inexplicable, a no ser que también aquí los borrachos en el cementerio…

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A la ida y al regreso pasamos por barrios enteros y callejones de casitas attached, de un piso o planta baja, en las que no se ve un alma y que encogen la de cualquiera. Te hacen acelerar el paso y regresar al mundo de los vivos, aunque esté atestado y todo invite a regresar a tu cuarto y pasar unas buenas horas de lectura. Callejeo y lluvia van reñidos. La lluvia tiene mucho encanto para la crónica y para el ambiente, pero bajo techado. En la calle, tiene menos, digan lo que digan los cronistas. Y estos días ha caído mucha.

Lo digo porque en el camino de regreso ha empezado el agua-cero.

Callejear con lluvia tiene menos gracia que sin ella. Sobre todo si lo haces por las calles muertas que se alejan del centro, hacia el cementerio de Glasnevin, o te pilla donde la cárcel de Montjoy.

¡Una cárcel con mucha gente dentro, maleantes, extranjeros! –te dice en tono jovial un paisano que ve que te has quedado parado delante. Y se aleja riendo.

En una librería de viejo junto al río que solo la lluvia llena, en-cuentro una biografía de Cyril Connolly. No sabía que había estado en la guerra de España. Biriatou. Biarritz. La gran vida.

Un té en The Palace, la sala con luz cenital. En una mesa, un jebo tripón despotrica de los españoles. Le jode que viajen y gasten lo que él no puede gastar. Afuera, el aguacero.

a juzgar Por algunos anuncios que ofrecen el rebusco de an-cestros y escudos nobiliarios, te das cuenta de que aquí, tierra de mucha hambruna y más emigración, también cunde la gente que se hace los sesos agua para encontrarse una genealogía que le convenga a su particular fantasía: la de ser alguien, la de ser por descender de una tierra y solo por eso o con esa medalla como añadido, la de estar emparentado con algún título, la de ser algo y dejar de ser poca cosa o uno más, la de pertenecer a alguna tribu con derechos documen-tados… Es un deporte nacional y rural de pueblos empobrecidos o con ínfulas, y aquí en Irlanda motivo de burlas literarias. No re-

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cuerdo de quién era la broma, pero parece ser que el descender de príncipes, como mínimo, o ser legítimo pretendiente a unas ruinas remotas y prestigiosas es lugar común entre irlandeses.

no Hay riñonEs En duBlín, por mucho que los busques no los vas a encontrar. No para comerlos como Bloom, el de Ulises, en su homenaje, porque él se los come quemados, y para qué te vas a comer un plato repugnante por mucho homenaje literario que sea, o como el Hombre de Mazapán de Donlevy, porque este no come riñones sino hígado mechado con abundante ajo, sino porque los pies de riñones eran uno de los platos estrella de los pubs a medio-día. Y porque después de una buena caminata apetece algún plato contundente.

A falta de pies, bueno es el stew, sobre todo en día de lluvia, de aceras atestadas, y hay que buscar refugio para tomar un buen té, aunque sea en The Palace (no es cuestión de exclusividad, sino de camareros amables) porque los demás de renombre están hasta arriba o si no en alguno de diseny, alguna de esas franquicias cafeteras no sé si pensadas para loquear borrachos porque siendo iguales, como los chinos, lo mismo estás en una ciudad que en otra; o si no en alguno de la calle Dawson o aledaños. Se trata de estar a cubierto.

lo BuEno dE traErsE a los viajes un libro de cabecera (al modo de las antiguas bibliotecas militares de campaña) es que puedes echar mano de citas. Esta por ejemplo:

«La historia –dijo Stephen– es una pesadilla de la que trato de despertar».

Sí, eso dijo Stephen Dedalus, para de seguido preguntarse qué pasaría si esa pesadilla le tirara una coz (Ulises, capítulo 2).

Pesadilla y coces de la historia: las de todos aquellos lugares donde el pasado es el mejor argumento del presente, a veces el único: Viejos Reynos donde las espadas siguen en alto.

Me he acordado de esto al hilo de los muchos recordatorios ca-

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llejeros de la sublevación de 1916 y de su hitos mayores y menores, de las represiones sucesivas y de los atentados e incendios de locales, del Sinn Féin por ejemplo, y viendo un museo en el que se exponían objetos pertenecientes a los fusilados de 1916 y pasaban películas sobre aquellos hechos con música épica y enardecedora de Seán Ó Riada. Melancolía en vena.

Rebelión, violencia y muerte que impregnan miles de páginas literarias de O’Flaherty a William Trevor. Un presente difícil de entender sin ese pasado, sin esa historia que cocea incluso a los ser-vidores de su culto.

duBlín Es una ciudad atractiva para el turista sin muchas am-biciones: pubs coloristas, música en vivo para atraer a la clientela bebedora, un autor literario mítico cuyos pasos se pueden seguir o no, más bien no, y muchos comercios de los hoy al uso: marcas sonoras, galerías comerciales más o menos enrevesadas y grandes superficies. Una ciudad cuyas calles céntricas están abarrotadas de gente y de hordas de estudiantes, pero que en cuanto te alejas del centro se hace silenciosa, más descalabrada que mimada, y objeto por tanto de especulación y negocios inmobiliarios. Las cosas que contaron, los comercios más famosos, los barrios más populares o el pueblecito de Smithfield, no existen como tales, sino que son un recuerdo, una reminiscencia recurrente de conversación o crónica que tiene a la ciudad como tema inagotable.

La mediocridad arquitectónica o la falta de gracia se suple con eficaz prosa mercenaria, como sucede con el hospital de veteranos de finales del siglo XVII y mucha obra del XVIII, convertido en Museo de Arte moderno irlandés, que salvo algunos cuadros de Jack Butler Yeats y uno de Lavery, no expone nada que no sea algo me-nos que mediocre. Las caras de los visitantes lo dicen todo. Tienen una guía en la mano, leen, levantan la vista e intentan comprobar que no se han equivocado de lugar. La expresión de frustración no deja lugar a dudas.

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La factoría Jameson y su pariente, la colosal fábrica de Guinness, de la que salen uno detrás de otro camiones cisterna plateados rumbo al puerto. Doscientos cincuenta años de elaborar cerveza. Un hito histórico que se ve muy celebrado.

En Dublín, a nada que te guste callejear, tus pasos te pueden llevar a lugares de verdad tranquilos, como los canales y esclusas del Royal Canal, hacia el norte mortecino de la ciudad, o del Grand Canal, por el barrio eduardiano, al sur, flanqueado de mansio-nes elegantes. ¿Quién hace turismo para ver lugares mortecinos y poco espectaculares? Se busca la feria, la jarana, el barullo, o como mucho ver una biblioteca que nos parece algo asombroso porque pensamos que los libros no sirven más que para acumular polvo y son una despensa de enfermedades, y admirar encuadernaciones de libros que no vamos a tener en la mano jamás. Se olvida que cada cual hace lo que puede, lleva a cuestas el equipaje que lleva. Pero vayas por donde vayas, vas a encontrarte con señales de abandono, de descalabro, con edificios y solares que esperan mejores tiempos para ser convertidos en otra cosa y acomodados a los tiempos ac-tuales, a sus necesidades. Lo pintoresco se desvanece, de lo pinto-resco no se vive y de las ruinas tampoco. Una ciudad lo es por sus habitantes no por su pintoresquismo. Si desaparecen los oficios, los comercios, las viejas industrias, las clientelas, los usos, no queda más que el escudito de la Comunidad Europea para pagar algún invento burocrático en beneficio de esa clase de nuevo cuño que son los funcionarios europeos. Pero lo que no volverá es la vida del comercio o del taller que ya nadie necesita o la vida de esos barrios que se han ido convirtiendo en un termitero de oficinas, muertos al caer la tarde.

los callEjonEs dE duBlín son sórdidos, pero a veces escenarios mínimos de escenas insólitas. A ellos abren antros que pertenecen más al mundo de la noche que del día, de bares de trago duro y bronca segura por ser la mayor atracción a sex shops sadomasoquistas.

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La vista de uno de estos con amas crueles pintadas de rojo como diablos del sexo duro me ha recordado un pasaje asombroso de Be-lacqua en Dublín, de Samuel Beckett, surrealismo de primera, una bebedora que tararea nada menos que la conocida jotica, en Dublín, en una taberna de sus muelles, ay, carajo:

No me jodas en el suelo como si fuera una perra que con esos cojonazos me echas al coño tierra.

sEamus HEanEy, en un luminoso ensayo titulado «Fronteras de la escritura», escribió que «Joyce construyó una comedia divina ba-sada en el barullo urbano de Dublín». Ese ensayo trata de cosa bien distinta a este amable deambular dublinés. No soy de aquí, no soy más que un espectador y un lector de Joyce que disfruta siguiendo los pasos de Leopold Bloom por un Dublín de papel, asomándome a planos de una ciudad desaparecida poco antes de que se publicara la primera edición de Ulises.

con la crónica nEgra de Dublín te tropiezas lo quieras o no porque te asalta desde las páginas de los periódicos o desde los muros y farolas donde pegan recordatorios o flores en memoria de asesinados o desaparecidos. Detrás de la jovialidad de los pubs, de su lugar común, está la precariedad y el crimen. Las estadísticas son asombrosas y cuadran mal con esta ciudad florida y más risueña que otra cosa. El último muerto es de ayer. Un rockero al que tirotearon delante de la casa de sus padres por una discusión que hubo en una fiesta. Mafias, locales y extranjeras, claro, al margen de los muy de-testados gitanos rumanos, amos indiscutibles de la mugre, que no se dejan arrebatar, pero que no asaltan joyerías, no se meten en el terreno de las mafias, leo. Lo suyo es lo cutre, pero es lo suyo. Eso al turista, mientras no sea él el objeto del atraco le importa un bledo. Con tal de que haya guitarristas tocando o soplando flautas con una

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melancolía que envenena o que la puerta de la discoteca te engulla, lo demás quede para el cine y la novela negra, como mucho.

a mí flann o’BriEn no me trae buena suerte. No debería ci-tarlo, pero me gusta y no solo por ser protagonista de infinidad de anécdotas dublinesas que tienen como escenario los pubs y las an-dadas, o por sus irreverencias sobre James Joyce. O’Brien, maestro del sarcasmo, aplaudido en la medida en que no fueras tú el objeto de sus pullas.

A Flann O’Brien, o a lo que se llama su sombra, te lo encuen-tras en Dublín y fuera de Dublín. Murió el 1 de abril, día de las inocentadas. Pero pinta de Guinness de más o de menos, O’Brien es otro de esos escritores cuya vida y obra están indefectiblemente unidas a la ciudad en la que viven y a la que desde sus columnas de prensa fustigaron.

Una buena prueba son sus columnas del The Irish Times firmadas con el seudónimo Myles na Gopaleen, reunidas en el volumen The Best of Myles. Mordaz es poco, sacudidor de tópicos, a base de citas pintorescas, inventos sin pies ni cabeza e historias absurdas urdidas sobre el polvorín de lo cotidiano, y algún hallazgo que me propon-go utilizar en mi conveniencia cuando el tironeo de las identidades profesionales se hace intolerable: «Ser irlandés a tiempos parcial».

En The Palace, vuelven a recibirte los versos de Shanahan. Ese pub magnífico puede que sea un lugar de peregrinación literaria. No lo sé. Lo que sí sé es que puede parecer abarrotado, pero casi todos los días hay algunas horas en las que te puedes sentar en la sala del fondo, en un rincón, junto a las escaleras que bajan a los meaderos de las damas, frente al espejo en el que se ven reflejados los retratos de Samuel Beckett y O’Brien. Y por si fuera poco los camareros son amables, algo no muy habitual en el Dublín hostelero, donde la falta de amabilidad se da la mano con la franca descortesía, tanto que cuando te encuentras con gente risueña, amable, te alegran el día.