mi vecina, el campesino, el grandote y yo
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Mi vecina, el campesino, el grandote y yo
Entre las muchas cosas que me molestan y que me hacen
estar de un humor… digamos, no del mejor humor… bah, para qué
voy a engañarme y a engañarlos desde tan pronto. Estoy
escribiendo esto porque me lo recomendaron. Porque me lo
recomendó el dizque doctor que me atiende. Que escriba lo que me
pasa, lo que siento… Y que no me mienta. Así que por eso, va un
mínimo de honestidad: no soy ni fui de tener lo que se llama
generalmente “buen humor”. Tampoco fui nunca de pensar en el
suicidio cada tarde de lluvia. Nomás, digo… soy un tipo cualquiera.
Menos que un tipo cualquiera ahora mismo, y por lo que vaya a
durar.
Hace unos meses me cortaron las piernas. Literalmente. Me
las rebanaron. Tuve un accidente y según los médicos no quedó
otra solución, si puede llamarse solución a no tener piernas. A
perder las piernas. En fin… el dizque doctor me dijo que me
explaye, que cuente, que diga… y sobre este punto no tengo mucho
que decir. Solamente que no tengo más las piernas.
Ahora que voy escribiendo esto, creo que justamente el tema
de las piernas no es lo que más me molesta ya mismo. Lo que me
molesta es que tengo la casa llena de diarios viejos. Pilas y pilas de
diarios viejos. Que ya leí y que no voy a volver a leer. Que no me
sirven para nada. Pero ahí están. No sé… debería tirarlos. Por ahí
los estoy dejando como testimonio de… bah… para qué me
engaño. Y para qué los engaño. Los dejo porque soy demasiado
vago como para tirarlos como se merecen. Es más… podría
recortar solamente lo que me interesa… que es una sección, una
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columna, un artículo por diario, o menos, que es por lo que los
empecé a comprar.
Bueno, ahora mismo está temblando todo. Se puede escuchar
cómo el grito de la gente por la calle, en el piso de arriba, en el de
abajo, en el edificio de enfrente compite con el de las explosiones, o
con no sé qué derrumbe… porque siempre hay un derrumbe
cuando pasa esto… y pasa seguido…
Eso también me envenena el humor.
Debería mudarme. Podría vender este departamento, y
comprarme otro, en otra ciudad.
No, otra vez, una vez más, voy a dejar de engañarme. Nací en
esta ciudad, y acá me voy a morir. No podría vivir en otro lado,
aunque tampoco vivo bien acá. Ni siquiera cuando tenía las piernas.
Pese a que cada tanto, yo diría que muy seguido, tiembla todo, se
rompe algo, explota algo (a veces muy cerca, a veces encima,
como cuando me pasó lo de las piernas) no podría vivir en otra
ciudad. Y en el campo, ni hablar. Menos. El aburrimiento mortal y
las charlas con los posibles vecinos del campo serían peor que
estar entre pilas de diarios viejos.
No es de prejuicioso. Al contrario. Las pocas veces que hablé
con alguno que vino del campo me sentí tan mal… tan sucio… tan
perverso… y no porque realmente lo sea. Como dije antes: soy un
tipo normal, uno como cualquiera. Un mediocre puedo decir hoy que
estoy algo más amargado que de costumbre, y más entre
explosiones y gritos que van creciendo a cada momento. Debería
asomarme a la ventana y ponerme a gritar también. Y no haría mal,
porque está temblando todo, y mucho.
Decía que cuando hablo con alguien que vino del campo, me
siento sucio. Tienen esa inocencia, esa… ese aire de estar parados
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en el lado sano de la vida… como este tipo, el que también cada
tanto la venía a visitar a mi vecina.
A mi ex vecina.
Claro, ella es el tema. No las piernas. No las explosiones. No
los derrumbes.
Ella es la causa de que tenga la casa llena de diarios y que
hoy no tenga más a mis piernas. Pero no es la culpable.
Ahora voy entendiendo.
Lo que me recomendó el dizque doctor quizás funcione.
Porque ahora, pensándolo así, entre que tiembla todo, que las pilas
de diarios se vienen abajo, que la gente grita en la calle, que…
Ahí pasó.
El grandote pasó volando a la altura de mi ventana.
Tuve la suerte de verlo varias veces. Suerte, digo, y un poco
me sonrío. No sé si suerte. De él también tengo que escribir, me
dijo el dizque médico. “Todos tienen algo que decir de él”. Y sí…
cómo evitarlo…
Me resultó raro que no lo haya nombrado antes. Y aunque
ahora lo vi pasar por la ventana, también me parece raro que
justamente él tampoco sea el centro, lo principal de lo que tengo
que tratar de escribir. Ya va a llegar su turno. Y aunque lo detesto
desde el fondo de mi alma hasta la punta de los pies que ya no
tengo, espero que no le pase nada.
Ahora no sé si hablar del grandote, del tipo del campo, de
ella…
No, empiezo por el tipo del campo.
Un tarado. Un tonto. Torpe, payasesco, aparatoso. Y tan
amable, tan educado...
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La primera vez que me lo crucé fue en el ascensor. Yo estaba
viniendo para acá, y cuando las puertas se estaban cerrando, el tipo
este viene y mete la mano, las puertas se la agarran, y el tipo grita,
pero sin gritar… como que hizo la mueca con la boca, pero no
emitió sonido. Y mientras subíamos, se disculpó por entrar así,
acomodándose los anteojos, frotándose la mano que le agarró la
puerta, y decía que no está acostumbrado a esas cosas modernas,
que desde hace poco está en la ciudad, que este será el 4to o 5to
ascensor diferente que toma. Que ya se acostumbró al de la
oficina…
La ciudad se está prendiendo fuego. Literalmente. Hoy se le
puso difícil al grandote, parece. No, no es que disfrute que la pase
mal. Al contrario… bah, ya no sé. Pero hoy sí que está temblando
todo en serio. No recuerdo otra así tan fuerte…
Sigo con el del campo.
Y bueno, yo le ponía buena cara, lo escuchaba, y este me
contó en 10 o 15 pisos la historia de su vida: vino del campo a la
gran ciudad a probar suerte. Eso era todo. Y cuando se abre la
puerta y voy a bajar, resultó que bajaba en el mismo piso. Y se
despidió de forma tan amable cuando encaró por el pasillo que
cuando entré, me sentí reconfortado… ¿Reconfortado por qué?
¿Por un tipo cualquiera que me dio charla en el ascensor? Y ahí
mismo le agarré bronca. Este tipo… la puerta del ascensor le agarra
la mano, queda como un tarado, cuenta la historia de su vida, y
estaba contento por hacerlo… qué infeliz. Qué pobre diablo. La
gente del campo y su alegría de vivir… al carajo.
La segunda vez que lo veo fue un calco de la primera: yo
subiendo, la puerta que se cierra, él que mete la mano… pero me
reconoció. Y mientras se frotaba la mano dolorida me saludó como
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si de verdad tuviéramos alguna clase de relación. Y se disculpaba
por ser tan torpe. “Seguramente usted pensará que la gente del
campo es atolondrada…” y sí, más aún… pero no lo dije, y de
hecho no lo pensé en el momento, porque el tipo este era tan
simpático, tenía esa sonrisa tan pura, tan blanca, tan sana… agh,
me acuerdo y me da arcadas. Todo era sano en este tipo. Encima,
altísimo. Casi dos metros. Imagino yo que casi dos metros de pura
salud, de aire puro, de crecer persiguiendo gallinas, de despertarse
antes de que amanezca para arriar el ganado, para manejar un
tractor… y no sabe usar un ascensor…
Pero esa segunda vez que lo vi, fue la primera vez que la vi a
ella.
Cuando el tipo este encara por el pasillo, ella estaba saliendo
de su departamento, y ni siquiera lo saludó y le dijo: ¿preferís un
gallo, no? …esta gente del campo… para qué regalarle relojes si no
los entienden… Y él se puso todo colorado y me miró con cara de
“uh, lo que me dijo”, pero medio riéndose, con esa sonrisa de
bochorno… y ella estaba tan linda así de furiosa. Yo hacía ya un par
de años que vivía ahí y nunca la había visto. Sí escuché una vez a
otros dos que venían hablando en el ascensor de que había una
mujer preciosa en el edificio… y debía ser esta. Ella es preciosa…
no la voy a describir. Solo digo que mujeres así son el ideal de
cualquiera que tenga algo de sangre recorriéndole las venas… pero
que no es para cualquiera poder llegar a alguien así. Era toda bella.
Tan bella… y tan furiosa, toda reconcentrada en lo que fuera que
tuviera que hacer. Y mientras metía la llave en la cerradura de mi
puerta, los miraba. Ella lo retaba mientras a su vez trataba de cerrar
la puerta a las apuradas, tanto que se había puesto una sola manga
del tapado, y el campesino trataba de ayudarla y ponerle la otra,
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pero ella no se dejaba porque se enredaba y se le caían las cosas
que llevaba en la mano, unas carpetas, unos papeles, algo así, y él,
como un tonto, se agachaba a juntar los papeles, y ella, que de
cada dos insultos, uno era relacionado con lo lenta que es la gente
del campo. Y tenía razón. Porque el tipo levantaba un papel y tiraba
dos, y en 5 segundos era todo un desastre… más o menos como el
que tengo yo ahora, que se derrumbó otra pila de diarios.
Cuando entré, me quedé espiando por la mirilla de la puerta.
Ella le seguía reprochando la torpeza. Él tartamudeaba. Ella en un
momento le pega un manotazo en el brazo, justo en el que lo había
agarrado la puerta del ascensor, y él hizo una mueca de dolor y dijo
que se la había agarrado otra vez con las puertas que se estaban
cerrando. Apenas dijo esto, la cara de ella cambió de golpe. De la
viva imagen de la furia, pasó a una expresión… angelical… y ella le
miraba la mano, y le decía que tenga más cuidado… En eso llegó el
ascensor y se fueron. Pero antes pasó algo raro. Cuando se
estaban cerrando las puertas, el tipo este me miró. Me miró directo
a los ojos. Como si supiera que los estaba espiando. Casi podría
jurar que me guiñó el ojo. No… seguramente vi mal yo, pero pareció
así, o así lo recuerdo.
La tercera vez que vi al campesino fue la segunda que la vi a
ella.
Entro al edificio, y él, el del campo, estaba parado esperando
el ascensor. Cuando me ve, me saluda como si fuéramos amigos,
con apretón de manos y todo. Y yo se lo devuelvo. La verdad, me
puso contento que me saludara así… qué se yo… la cortesía, una
sonrisa gratuita, porque sí, sin que venga pegada a la
conveniencia… porque qué ganaría este tipo siendo amable… y
cuando llega el ascensor subimos… bah… subí yo…y fue raro
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porque él no subió, se quedó afuera, como escuchando algo que
estaba pasando en la calle, o en otro lado, y no subió, se quedó así
como escuchando. Las puertas se cerraron con él afuera y yo
adentro. Fue un segundo. Yo podría haber parado el ascensor y
decirle que suba, que entre… pero la cara que puso de estar
escuchando algo que venía de afuera era tan… como muy
concentrada… lo bonachón se le fue de golpe. Y le apareció una
cara extraña, de preocupación. Y eso fue como que me tildó y no
atiné a parar la puerta que se cerraba, y subí solo. Y cuando el
ascensor estaba llegando al primer piso, empecé a escuchar yo
también el ruido que venía de afuera. Eran disparos. Claramente
eran disparos. Y no solamente de revólver. Se podía escuchar
ráfagas de ametralladora. Y el viaje hasta mi piso fue tétrico, porque
no sabía con qué me iba a encontrar cuando el ascensor se abriera.
Ustedes sabrán… como sé yo también, que el miedo te hace
funcionar raro. No me percaté de trabar el ascensor entre algún
piso, o no sé, algo para evitar que quienes fueran que estuvieran
disparando, no me vean, no sepan dónde vivo… y seguí hasta mi
piso. Antes de llegar también sentí olor a quemado y ruido de
hierros retorciéndose. El ascensor se bamboleó en forma
alarmante. Hizo bien el campesino en no subirse. Al llegar a mi piso,
la puerta se abre y entra una oleada de humo negro… y entre el
humo la veo a ella, tirada en el piso, arrastrándose, tosiendo. Era
tan linda… es tan linda… deberían verla. Y verla con mis ojos. Yo
no tengo alma de héroe. Ni un poco. Pero verla así… y me salió
ayudarla a levantarse, y la metí en el ascensor, sin pensar mucho
en qué estaba haciendo, y marqué el último piso. Una imprudencia,
ahora que lo pienso, pero qué otra opción me quedaba, con el
pasillo en llamas, con quién sabe qué clase de tipos armados en las
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escaleras… La metí en el ascensor, marqué el último piso, y una
vez allí, subimos un piso más por escalera hasta la terraza.
Entiéndanme que fue una situación muy confusa y caótica, también
por lo inesperado, porque yo hacía un minuto estaba entrando… y
ahora todo estaba lleno de humo, olor a quemado, disparos, gritos,
ruidos de pelea, lamentos, amenazas, insultos…. Ya en la terraza,
nos escondimos de no sabíamos qué detrás de un tanque de agua.
Ella no paraba de toser, pero ya estaba bien. Y me quedé así,
abrazado a ella unos dos o tres minutos, sin saber qué iba a pasar
en los instantes siguientes… hasta que apareció el grandote. Ya
estaba todo bajo control. Se nos apareció por detrás. Ella le saltó a
los brazos y él la abrazó bien, no como la abrazaba yo…
Cosas que todo el mundo sabe, que cualquiera sabe, yo no
las sé, o no las sabía entonces.
El diario del día siguiente fue el primero de los que me
compré. Había salido la nota de lo que pasó.
Asaltaron el banco que está al lado de mi edificio, y huyendo
de la policía, y también del grandote, entraron a esconderse, o ver
si podrían huir por otro lado. Y mientras esto pasaba, una bomba
había estallado en lo de mi vecina. Pero no una bomba que le
dejaron en la puerta… sino que alguien, desde otro edificio, había
tirado una bomba… sí, suena raro. Y en la nota decía más o menos
eso: que el asalto al banco había sido como para cubrir lo realmente
importante, que era el atentado contra mi vecina.
Y allí me enteré de que mi vecina era periodista. De los
periodistas que se la juegan, que tienen ciertos ideales, que
investigan. Y este atentado era para ocultar tal vez algo, o para
disuadirla de seguir investigando… pero no contaban con el
grandote.
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Él está en todas partes, todo el tiempo. Nada se le escapa.
Escucha todo, sabe todo, ve todo. Ahora que lo escribo, creo que
quizás nunca pienso mucho en él porque temo que me lea la mente.
Es tan capaz de hacer tantas cosas que no sería extraño que
también pudiera leer la mente. Y por si la puede leer, yo no pienso
en él. No lo llamo con la mente. No lo convoco. No quisiera que se
entere de lo que pienso de él y venga a ajustar cuentas… aunque
eso jamás pasaría. Por suerte, el grandote está de nuestro lado. Ya
lo había visto otras veces pasar volando, o en la tele. Diría que la
vida de toda la ciudad, y del mundo, o del mundo que yo conozco,
vive día a día con avidez lo que pasa con el grandote. Dónde está,
que hace, qué hizo. Y es tan… grande… no encuentro otra palabra.
Ya voy a seguir con el grandote.
Recién me acerqué a la ventana como pude, tirando más pilas
de diarios con la silla de ruedas, y muy trabajosamente, logré espiar
qué está pasando en la calle. En resumen, toda una parte de la
ciudad está prendida fuego. Sigue temblando todo. Pude ver en el
instante en que me asomé cómo un edificio de los más altos, que
estará a unos dos o tres kilómetros del mío, se derrumbó,
desapareció, dejó de existir, en una orgía de humo. Hizo tanto ruido
que me llegó al rato. Hierros retorcidos, el humo, la ceniza… desde
el cielo también caía algo así como meteoritos, pero no… eran otra
cosa, y por suerte no era en mi parte de la ciudad. Y entre todo esto
se podía ver al grandote yendo y viniendo. Ahí noté que estaba
sonando una sirena. Ni me di cuenta de cuándo empezó a sonar. La
sirena suena cuando las cosas se le van de las manos al grandote.
Y al rato de que suena la sirena, aparece el ejército. No
estrictamente el ejército, sino otro grupo que hace parecer al
ejército un rejunte de niños exploradores. Estos “soldados”, con sus
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artilugios, son como los refuerzos del grandote. A veces pelean a su
lado, o ayudan a evacuar la ciudad, o apagan incendios, o rescatan
heridos… y sí, aparecen porque ya el tema se complicó mucho. Ni
aún pudiendólo todo, se puede todo.
Es fácil culpar al grandote. Antes de que apareciera, según
me contaron, la ciudad era una ciudad más. La más grande del
mundo, con todo lo que eso implica. Asaltos, robos, atentados… lo
usual en cualquier ciudad. Pero desde que apareció el grandote,
también aparecieron otros peligros y amenazas que hubiéramos
preferido no tener. Gente, o algo parecido a gente, que sabiendo
que el grandote vive acá, viene a provocarlo, y no les importa que
en el medio muera tanta gente… aunque de hecho no muere tanta,
o no tanta como antes… porque el grandote siempre está. Siempre
gana. Siempre salva. Siempre.
Me desvié del tema. Estaba hablando de mi encuentro en la
terraza, del tipo del campo, de ella… y en la terraza, luego de que el
grandote la abrazó, me miró… parecía tener realmente fuego en los
ojos. Los tenía como al rojo vivo. Pero no sentí miedo. O no miedo a
él puntualmente. Sí me sentí muy incómodo. Que te mire a los ojos
algo así… ah… me acuerdo y me estremezco.
-Gracias-, me dijo. Y se fue volando, con ella en brazos.
Al otro día, en el diario, leo que ella escribió una nota. Contó
su vivencia, de la explosión, de que se salvó de casualidad, y que si
no hubiera sido por… ¡por mí! ¡Que si no hubiera sido por mí, no la
contaba! Lo dijo: si no hubiera sido por mí… pero ni sabía cómo me
llamaba. Dijo: la acción desinteresada de un vecino… Exageraba.
Diría que exagera como cualquier periodista. Yo no hice nada,
nomás la vi entre el humo, tosiendo, arrastrándose, y la llevé hasta
la terraza… no porque se me hubiera ocurrido esa acción, que
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tampoco es un canto a la valentía… nomás pasó así. Y dijo que una
vez más, como siempre, el grandote apareció. Que redujo a los
asaltantes del banco, que logró atrapar al que desde otro edificio
tiró la bomba a su departamento, que pudo apagar las llamas, que
nadie salió herido, salvo el propio grandote, y apenas un poco,
porque los asaltantes tenían unas armas extrañas además de las
tradicionales, armas “de las que estamos seguros se sabrá muy
pronto su procedencia”, decía la nota.
También decía que gracias al grandote, el espíritu de los
ciudadanos se elevó. Que el ejemplo de ayuda constante y
desinteresada del grandote hace que todos se sientan un poco en
deuda y traten de emularlo, no en las proezas que escapan a
cualquier posibilidad del humano, sino en lo simple, lo cotidiano:
ayudar al que está en problemas, ser bueno, ser justo, respetar la
ley… ¡Al carajo! Yo no me sentí inspirado por nada. Solamente se
abrió la puerta del ascensor y ella estaba tosiendo y arrastrándose
entre el humo…
Como decía, veo que la calle ya está atestada de esta gente
que no es el ejército pero que se le parece, y están pidiendo por
altavoces abandonar los edificios. La gente baja como puede y se
sube a transportes especiales sin pensarlo dos veces, y se los
llevan quién sabe a dónde. Y yo, la verdad… no voy a poner en
compromisos a nadie. Me voy a quedar acá y que sea lo que tenga
que ser. No voy a bajar por la escalera con la silla de ruedas… Se
me ocurre que si llamara al grandote, él podría venir y sacarme por
la ventana y dejarme sano y salvo en el suelo en menos de 4
segundos… No, ya está. Me quedo. Y sigo hablando de ella.
Luego de comprar el primer diario, me acostumbré a seguir
haciéndolo. Ella se mudó. No volvió a su departamento, que desde
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entonces quedó clausurado con una cinta policial. No sé por qué
quedó así. La bomba, la supuesta bomba que arrojaron aquella vez,
entró por la ventana, dio en la puerta, y pudo llegar a prender fuego
muchos papeles, y cortinas, y muebles… ella, supongo, estaría en
la cocina, o en el baño, y no le pasó nada. Fue un milagro que
pudiera atravesar las llamas y llegar al pasillo sin quemarse. La
estructura general del edificio no se resintió. Si hubiera sido una
bomba de las que explotan y no una como aparentemente era esta,
“incendiaria”… El tema es que desde que pasó eso, el
departamento quedó clausurado. Por un tiempo hubo policía o algo
así, de guardia. Estaban en las escaleras, en la entrada del
edificio… incluso uno se puso un banquito al lado de mi puerta de
entrada. Eso habrá durado un mes, y después, se fueron y no
volvieron más.
Yo creí que no volvería a verla. Por eso también empecé a
comprar el diario. Me enteré tarde de que ella era periodista, y una
más o menos conocida. Y a través de lo que escribía supuse que
me acercaría a conocerla, a saber de ella, y de alguna manera a
ponerme al día.
De ella no sé si me enteré de mucho, pero del grandote, vida
y obra. Casi que es de lo único que escribe. Pero no me quejo… el
grandote da material en forma constante. No de él puntualmente,
sino de lo que provoca en los que aún sabiendo que alguien
escucha todo, sabe todo, ve todo y todo lo puede, intentan
comprobarlo por sus propios medios y de la peor manera.
El grandote cada tanto da alguna entrevista. No solamente a
ella. Pero solo leo las notas que ella le hizo, y no puedo evitar el
sentimiento de envidia, ira, frustración… yo soy un humano
promedio. No puedo volar, no soy inmune a nada, no tengo ni super
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fuerza ni super nada… tampoco soy como el loco de la otra ciudad,
que pese a no tener poderes, se las arregla a su manera
tenebrosa…
Y ella escribe siempre del grandote. De las vidas que salvó.
De su generosidad. De su lucha incansable. Del ejemplo que
representa para todos. De que es una bendición para el mundo que
el grandote exista, y que esté de nuestro lado, defendiéndonos,
ayudándonos, salvándonos…
Es agobiante. Por eso es que no lo quiero. O no lo quiero
tanto. O sea… lo quiero… cómo no quererlo… pero me parece un
acto hasta de justicia a alguien que lo tiene todo, negarle mi afecto.
No vas a tener todo. Nadie puede tener todo. Ni siquiera vos. Y
encima, la tiene a ella. Claro. Además de super todo, elige bien: por
eso es que creo que tendrían que verla, y verla con mis ojos.
Y el tipo del campo… me entero, al diario número cien o
doscientos que compré, que también es periodista. Una vez,
cubriendo no sé qué historia, desapareció. Hasta lo dieron por
muerto. Ahí fue que pusieron una foto de él, con esa cara que
derrocha salud y bondad. Por eso la venía a buscar, aventuro. Para
irse juntos a hacer una nota, tal vez. Quizás a ella le asignaron guiar
en la gran ciudad a este otro grandote, pero torpe, que parecía tan
indefenso y tan a merced de cualquier cosa…
El día ese de los tiros, la bomba y el incendio, una vez que el
grandote se la llevó en brazos, yo me quedé en la terraza
rascándome la cabeza y mirando el horizonte. Ya no tenía miedo de
volver a casa. El grandote ya había hecho lo que hace siempre, y
estábamos todos a salvo. Pero me quedé pensando… unos tanto, y
otros tan poco… y cuando volví a mi departamento, ya había un
enjambre de policías y bomberos dando vueltas… y ahí estaba el
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campesino, tomando notas, mirando por encima de los hombros de
los que estaban trabajando ahí. Yo lo reconocí aunque me estuviera
dando la espalda, y cuando me acerqué, como si me hubiera
escuchado, se dio vuelta y me preguntó si estaba bien. Y bueno,
cruzamos algunas palabras. Le conté de la chica, de cómo apareció
entre el humo. “Qué bueno que estabas vos”, me dice, y me aprieta
el hombro… esta gente del campo es fuerte, eh. Parecía una garra
de acero. Y esa mirada, tan limpia… era intolerable. Finalmente no
entré, la policía me lo impidió, y me llevaron, a mí y a otros vecinos,
a una oficina, y al cabo de algunas horas nos dejaron volver,
diciendo que ya era seguro regresar a casa.
Ella no volvió a aparecer. Se mudó. Lo dijo en una de sus
notas. Y me entristeció pensar que una mujer con la que nunca
tendría una oportunidad de nada, ya no estuviera a tiro de mi
fracaso. Para consolarme, leía sus notas. Y las del campesino
también, cuando me enteré de que él también escribía ahí. Y no
pensé que me los fuera a cruzar nunca más. La ciudad es tan
grande… tan devoradora… ¿qué posibilidad habría de cruzármelos
otra vez? A ella seguro que no. Era tan fácil ser el grandote y
llevarla a cenar a París, a la cima de la montaña más alta… a la
luna incluso. Él puede todo. Pero me los volví a cruzar, por
separado.
Un día me tocan a la puerta. Con la mano. Tres golpecitos: toc
toc toc. Y cuando veo por la mirilla, era el campesino, sonriente,
acomodándose el sombrero y la corbata a la vez. Le abrí, lo invité a
pasar. Pidió disculpas por aparecer así de golpe, que justo pasaba
por ahí porque tenía que hacer no sé qué nota, que lo perdone por
no tocar el timbre, que él no está acostumbrado a esas cosas, que
allá en el campo ni hace falta llamar, porque todos se conocen, o se
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llaman por el nombre, a los gritos, o que apenas uno se acerca,
salen los perros a recibirte… el mundo feliz. Qué envidia me dio
escucharlo tan feliz hablando de cosas que me parecen repulsivas
porque las envidio y ya las quisiera para mí…
El motivo de su visita me dio gracia: que ese fin de semana
había estado en el campo de sus padres, que la madre preparó
muchos frascos de mermelada… y venía a traerme uno.
Pobre… qué solo debería sentirse para acordarse de un tipo
al que vio tres veces y considerarlo un amigo y tomarse el trabajo
de traerle una atención…
Acaban de cortar la luz. Estoy a oscuras. Solamente iluminado
por los resplandores rielantes de incendios y explosiones que no
paran de sucederse. Debo ser el único que no acató la orden de los
soldados. Y al asomarme por la ventana, veo solo desolación. Los
postes de luz caídos. La calle quebrada. Vidrios rotos que no paran
de caer… Mi propio edificio tiembla, pero no ya porque tiembla todo,
sino que tiembla por sí mismo. Está a punto de colapsar. Justo
ahora mismo no tengo miedo. Como dije antes, no pienso en el
suicidio cada tarde de lluvia. Pero el tema de las piernas… si ya mi
vida era entre normal y aburrida con las piernas, ahora sin ellas…
no es que quiera morirme deliberadamente, pero tampoco tengo
ganas de pelear por algo que no tengo la capacidad de disfrutar.
Entonces, me voy haciendo a la idea de que en cualquier
momento… Y no deja de tener cierta belleza mirar el cielo, que
también parece estar prendiéndose fuego, con esas cosas que
caen, y con el grandote… creo que es el grandote, que pareciera no
poder detener todo lo que cae del cielo… Esta vez se la hicieron
bien. Lo están haciendo trabajar duro. Y yo acá, regodeándome…
sí, la verdad, vivir así… ¿Quién me puede culpar por sentirlo así? Si
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al grandote le pasara algo así… Bueno, en varias notas se cuenta
que el lugar del que vino no existe más. Que explotó y mató a toda
la población… menos a él. O sea, es un huérfano. Un huérfano que
vino de quién sabe dónde. Y criado quién sabe cómo. Yo no sé…
no creo ser capaz de poder resistir una infancia así… aún con todos
sus poderes… aunque creo recordar vagamente que el grandote
dijo que eso se fue desarrollando con el tiempo, que durante
muchos años fue uno más. No sé si creerle. Uno es lo que es, ¿o
no? Si de golpe me crecieran otra vez las piernas, no saldría a batir
el record de los 100 metros llanos… La trampa del dizque médico
está funcionando, porque al escribirlo, entiendo que quizás tener o
no tener piernas no es justamente la diferencia. Ni tener poderes o
no tenerlos. Y si yo tuviera los poderes del grandote, no sé si los
usaría como los usa él, y con la finalidad que les da él. Tampoco me
dedicaría a someter a nadie. Nomás viviría como un rey, sin
molestar, al margen de lo que sea de los demás… lo mismo que
hice siempre. Evitaría intervenir en las vidas de los demás…
porque, vamos… qué derecho tengo yo… Es tan ridículo… pero
hasta que no lo veo por escrito no me doy cuenta.
A ella la volví a ver un tiempo después.
Hubo una fiesta, cena de beneficencia, acción para recaudar
fondos, algo así. Estuve ahí, y me la crucé. Tan… totalmente
hermosa. Mientras la veía ir y venir pensaba en acercarme a
hablarle. Aún sabiendo que no tenía ninguna clase de chance. Y de
eso charlábamos con la otra gente con la que estaba. Era
inevitable. Cada charla, en cada lugar, en cualquier situación, si
duraba lo suficiente, terminaba girando sobre el grandote. Y esta no
fue la excepción. Cuando conté más o menos cómo fue aquella vez,
la del humo y el ascensor, creí que ahí mismo me convertiría en el
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alma de la fiesta, en centro de atracción… pero no. Todos tenían
una historia con el grandote. O varias. Salvados de un derrumbe por
el grandote, por ejemplo. O el grandote evitando una colisión de
trenes con alguno de ellos arriba del tren… uno fue más lejos y
contó que estaba en un crucero muy lujoso, de vacaciones, cuando
los atacó un monstruo pesadillesco, con tentáculos, colmillos,
mirada asesina… y que cuando ya estaba volviendo a sumergirse a
las profundidades llevándose al barco entre los tentáculos…
apareció el grandote…. Como siempre, apareció el grandote.
No llegué a contar que ella estaba desfalleciendo y que justo
yo llegué… y después la charla siguió sin ser yo el protagonista, y
eso un poco me amargó. Me fui a la barra a buscar más alcohol, y
volviendo al grupo con mi trago, casi me choco con ella, que estaba
detrás de mí. Me saludó con un beso, y me dio las gracias por lo de
aquella vez. Había pasado el tiempo, pero se acordaba. Pidió
disculpas por no venir en persona a agradecerme, que tuvo
muchísimo trabajo, que la mudanza… Era tan lindo charlar con ella.
Tan lindo. Se quedó charlando conmigo varios minutos. Decía que
esa gente, el resto, la mayoría de los que estaban en la fiesta,
eran… que no eran gente que a ella le gustara frecuentar. Que
todos estaban muy pagados de sí mismos. Que estaban ahí por
figurar, y que no les importaba ni recaudar fondos, ni las cenas de
caridad, ni el resto de la humanidad… Me avergoncé porque yo era
uno de esos, claramente. Estaba ahí por la promesa de tragos
gratis y porque no tenía nada mejor que hacer. Le pregunté
entonces si su trabajo y su proximidad con el grandote no le habrían
hecho perder la perspectiva de que somos humanos. Y que el
humano es así: egoísta, miserable, frívolo, cínico. Dijo que no. Que
al contrario. Que por estar tanto en contacto con el grandote
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comprendió que pensar así es un error. Que todos tenemos dentro
nuestro todas las respuestas y todos los dones. Que solamente hay
que abrir los ojos, y ahí están, listos para ser usados. “Como vos
aquella vez”, dijo. “Vos podrías haber cerrado la puerta del
ascensor. Ni sabías si era yo o quién el que estaba arrastrándose y
ahogándose en el piso. Y algo dentro de vos salió, surgió. Por ahí
vos ni sabías que eso estaba. Pero apareció cuando hizo falta. No
sos muy diferente al grandote”.
Otra vez, veo lo que escribo y se ve tan ridículo... El grandote,
ahora mismo, está dejando la piel, literalmente, para salvarnos. Y yo
acá, siendo incapaz de salvarme a mí mismo. Ni siquiera soy capaz
de intentar salvarme.
Charlamos un rato más, y finalmente se excusó porque tenía
que saludar a otra gente, por compromiso, y me dijo que si yo
seguía viviendo ahí, un día, si no lo tomaba a mal, me tocaba el
timbre y salíamos a, por ejemplo, tomar algo, un té, esas cosas.
Espero que el juego de luces haya disimulado que me puse de
todos los colores. Porque sabiendo de su relación con el grandote…
ja, es gracioso. Sí, me puse de todos los colores porque sentí todo
a la vez: vergüenza para empezar. Y más cosas. Envidia por el
grandote. Lástima de mí mismo. Mucho deseo por ella. Todo junto.
Y le dije que sí, que cuando quiera…
Al campesino me lo crucé una vez por la calle. Casi me lleva
por delante. Lo reconocí al instante, y él a mí. Y antes de que yo
pudiera intentar un saludo, me dijo que estaba muy apurado, que en
la semana nos íbamos a ver, que tenía más mermelada… y
desapareció por un callejón, medio a las corridas. No tuve tiempo ni
de despedirme que hubo una explosión terrible a unas dos o tres
cuadras. Tembló todo. La gente, corriendo en estampida como
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siempre. Y me tuve que sumar, y huir por donde huían todos. No
sabíamos de qué estábamos huyendo, pero lo supimos, o yo lo
supe, al día siguiente: de las entrañas de la tierra había surgido
algo, como una nave, un robot gigante, un monstruo, lo mismo da, y
eso hizo reventar unos depósitos de no sé qué gas… cosa de todos
los días. Y otra vez, el grandote apareció ahí nomás, al instante. Yo
lo pude ver que salió volando de entre unos edificios… Es
agobiante hasta admirarlo. Cansa. Me cansa.
Esa fue la última vez que vi al campesino. Ese es casi todo el
conocimiento que tengo de la gente del campo, pero me alcanza
para saber que no podría vivir ahí. Gente demasiado amable…
aunque es injusto juzgar a todos siendo que conozco, y muy por
arriba, solamente a este. Pero demasiada bondad… bah… qué
importa.
La última vez que la vi a ella, ella no me vio. Yo estaba
caminando por la calle, cuando sentí un ruido horrible de frenada,
de esos que hacen que los ruidos ajenos a la frenada
desaparezcan. El chirrido, el humo debajo del caucho quemado… y
el posterior choque. Era un camión que había perdido el control. O
se lo habían hecho perder. En el remolque traía no sé qué material
inflamable. Fuera de control, se incrustó de lleno en un restaurant.
La gente que pudo huir en estampida lo hizo, gritando,
desesperados. Desde adentro del restaurant se oían lamentos,
quejidos, gritos desgarradores. Ya se estaba prendiendo fuego una
parte… no me acuerdo cómo llegué hasta ahí, pero tengo imágenes
que recuerdo de mí mismo dentro del restaurant destruido y que se
iba prendiendo fuego, tratando de rescatar a la gente que se
pudiera. Éramos varios, no estaba yo solo. Y no sé si atribuirlo a la
casualidad o a qué, cuando levanto unas maderas, algo de
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mampostería caída, debajo estaba ella, desmayada. Aún con medio
rostro cubierto de sangre, era hermosa. La alcé como pude en mis
brazos. No como el grandote, sino como pude. Y pude mal, porque
no podía llevarla bien. Mis brazos no alcanzaban para contenerla, y
sentía que a cada paso que daba, se me iba resbalando, que si
daba uno más, se me iba a caer de los brazos, y aparatosamente
logré sacarla... y no la dejé caer. Ya estaban sintiéndose a lo lejos
el ruido de sirenas. Ojalá que de ambulancias, pensé. Y la dejé a
unos metros de allí, donde ya había otra gente rescatada. Quise
quedarme al lado de ella… no sé por qué no lo hice. Seguramente
por lo que ella misma me explicó en la fiesta: que algo que no sé
qué es, que no sé que tengo, aparece cuando tiene que aparecer. Y
volví a entrar al restaurant en llamas. Eso lo recuerdo más o menos.
Lo siguiente que recuerdo es estar en un hospital. Es
increíble. Lo último que vi con claridad fue su cara ensangrentada y
aún así radiante. Y lo primero que veo después de eso era que
debajo de las rodillas, no tenía nada. Los muñones colgando de
unos ganchos, arneses, no sé, cosas de hospital.
Grité, lloré, me desmayé, volví a gritar al despertar, y llorar, y
gritar, y desmayarme, y así… supongo que varios días.
Cuando volví a mi casa, por debajo de la puerta siguieron
tirándome los diarios, y pude leer qué había pasado esa vez. No
según ella, que también estuvo internada varios días. Yo perdí las
piernas. Una ganga, comparado con los 20 que murieron entre el
choque, el derrumbe y la explosión del camión. En varios artículos
de esos días remarcaron que el grandote no apareció. Que hacía ya
varios días que no se sabía nada de él. De hecho, cuando volvió, en
una entrevista dijo que estuvo literalmente en los confines del
universo. Y que lamentó mucho lo que sucedió en su ausencia.
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Porque no solamente aquí, en esta ciudad, pasaron cosas así.
Alrededor del mundo, mientras el gato no estuvo presente, los
ratones salieron a bailar una danza macabra de destrucción sin
sentido.
Esto se derrumba en cualquier momento. Y encima, allá en el
horizonte, del lado del mar, se ve venir algo gigante, enorme, como
si fuera una ola, pero altísima. Más alta que cualquier edificio de la
ciudad. Y ocupa todo el horizonte. Es tan grande, que ya siento el
ruido, y cómo ese nuevo temblor se suma al que va a hacer
colapsar a este edificio. Dejo acá. Doblaré estas hojas, me las
meteré en el bolsillo, esperaré que quizás alguien las lea, en un
futuro, o no, da lo mismo, y me asomaré a la ventana, porque este
final no me lo quiero perder.
.
.
.
Lo de la ola gigante pasó hace unos meses.
Desde entonces, la ciudad está en proceso de volver a ser la
que era. Quedó prácticamente destruida, y hubo, para muchos, que
empezar de nuevo, yo incluido.
Ahora estoy viviendo en una casa alejada del centro. Ni la
ciudad y su vértigo, ni el campo con su… qué se yo.
Con algo de vergüenza, acabo de leer todo lo que había
escrito antes. No tengo gran cosa de qué retractarme. En realidad,
no me retracto de nada, pero algunas cosas podría haberlas escrito
de otra manera.
El día de la ola gigante, de la destrucción de la ciudad, como
les conté, dejé de escribir y me acodé en la ventana, esperando el
final. Mi edificio tuvo menos paciencia que yo, y se vino abajo. No
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llegué a sentir que los bloques de concreto destruidos me estaban
triturando porque entre ellos y yo se interpuso el grandote, que no
sé de dónde salió. Me cubrió con su cuerpo, logró sacarme de entre
las ruinas que caían, y me llevó volando por encima de la ola que
barrió con mucho de la ciudad. Me depositó en una colina de las
que rodean a la ciudad, y apenas me dejó en el piso, cayó tendido a
mi lado.
Miraba al cielo.
Estaba pálido.
Y roto.
No sé si sería sangre lo que le salía por las muchas heridas
que tenía. Era el equivalente a la sangre, seguro. Un brazo lo tenía
deformado, con el equivalente a nuestros huesos asomando por
entre la carne rota. La ropa desgarrada. La capa hecha jirones. Olía
a quemado. De hecho, le salía humo del cuerpo. Había dejado lo
último, el resto, todo lo que le quedaba, para salvarme. Y ahora
estaba ahí tirado a mi lado, mirando el cielo sin parpadear. Parecía
muerto.
De pronto parpadeó, y se puso en pie, tambaleando y
temblando. Les juro que si nos veían en ese momento, él les
hubiera dado más pena que yo.
Y al verlo así, todo lo que pensaba, todo lo que junté este
tiempo, se me vino encima. Se me agolpó en la garganta, en el
paladar, en la punta de la lengua. Fue un segundo. Ahí pensé en
decirle lo que pensaba.
Hijo de puta.
Farsante.
Payaso.
Por tu culpa perdí las piernas.
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Te necesité y no estuviste.
Te hacés indispensable para luego desaparecer y dejarnos a
oscuras.
Imbécil.
Por tu culpa el mundo se llenó de otros como vos.
Antes era horrible dentro de la escala de lo humano, pero
ahora es algo más, algo peor, incalculablemente peor.
Es tu culpa.
Deberías irte.
Volverte de donde viniste.
Qué carajo me importa que ese lugar no exista más.
Buscate otro.
El universo es grande, y vos decís que lo conocés todo.
Bueno, perfecto: andate.
No vuelvas más.
Llevate todo lo que trajiste.
Dejanos en paz.
Dejanos vivir y morir como la mierda insignificante que somos.
Dejanos vivir y morir.
Dejanos.
Que la esperanza siga siendo eso y no una posibilidad.
Andate.
Morite.
Reventá de una vez.
Estaba a punto de decírselo, pero se dio vuelta y me volvió a
mirar.
-¿Fuiste vos, no?-, preguntó con una voz más rota que su
cuerpo.
-Yo… ¿yo qué…?-.
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-Vos… la salvaste. Vos la salvaste la vez del incendio, y la
volviste a salvar de la explosión…-.
-…-.
-Perdón-, dijo, y se fue volando.
Volando como pudo, directo hacia una especie de nube que
se veía en el horizonte, y que por cómo son las cosas… sabemos
no sería una nube cualquiera.
Tiene super oído. Si se lo digo, si le digo lo que pienso, me va
a escuchar. Se lo voy a decir. Que me escuche.
-Gracias-, me salió decirle. Y seguro que me escuchó.
Bueno… al cabo de varias horas, aparecieron estos soldados
que conté, me cargaron en un camión y me llevaron con otra
gente… y la vida siguió.
Gran parte de la ciudad estaba destruida, y a velocidad luz se
contruyeron edificios nuevos. Igual, falta bastante para que la
ciudad quede como antes. Y también se construyeron casas como
esta, en la que vivo ahora.
Hace unos días vino ella a visitarme. Tomamos el té. Se
quedó mucho tiempo. Más de tres horas. Charlamos de tantas
cosas. Primero, me sorprendió que me haya encontrado, pero
contestó que es periodista y vive de eso, de investigar. Fácil. Al
principio sentí que estaba ahí de compromiso. Como si el grandote
le hubiera dicho: andá a ver al pobre imbécil aquel… Pero no.
Estaba feliz de verme. Me agradeció lo que hice, pero no por
haberlo hecho por ella particularmente. Siguió con su teoría de que
todos tenemos algo adentro, que cuando tiene que salir, sale. Y fue
ella, como podría haber sido cualquiera. Y me habló mucho sobre
que hay nuevos materiales, que las prótesis de ahora, si hago lo
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que tengo que hacer, me van a ayudar, que voy a poder volver a
caminar… pero que depende de mí, y de que saque lo que tengo
que sacar.
Estaba tan linda…
Ayer vino gente del gobierno, y me trajeron unas prótesis que
estoy aprendiendo a usar. Me sentí raro… pero sí, con práctica, voy
a volver a caminar bien, o más o menos bien, y de última, un
bastón… pero no: voy a hacer las cosas bien. Voy a volver a
caminar.
Y hace un rato vino el campesino. Me dijo que ella le contó
que me vio, y le pidió mi dirección, para pasar a saludarme, porque
la última vez que nos vimos él se sintió como descortés, y no quería
que yo pensara que lo había sido, pero que realmente, de verdad,
estaba muy apurado. Y ahora que sabía dónde vivo, se tomó el
atrevimiento de venir a saludarme, un ratito, de pasada.
Me trajo otro frasco de mermelada que hace la madre. Muy
rica. Riquísima.
Cuando se fue, me puse en pie y medio a los tumbos,
apoyándome en el campesino, pude ir con él hasta la puerta de
calle.
Qué raro.
No tenía auto.
Vino caminando, se fue caminando.
Yo me quedé recostado contra el marco de la puerta, y lo vi
doblar la esquina, siempre saludando, sonriendo, bien aparatoso…
Cuando desapareció de mi vista, me apareció un sentimiento
raro, como de leve inquietud. ¿Lo volvería a ver? ¿Y a ella? Y quise
que así fuera. Verlos cada tanto. Charlar. De cualquier cosa. Cada
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uno, a su modo, en su estilo, tiene cosas que contar. Cosas
interesantes. Y yo también, como cualquiera tiene.
El perfume de ella quedó como flotando en el aire. Lo siento
todo el tiempo. O por ahí me quedó impregnado a mí, en la parte
del cerebro que maneja eso…
Y no tuve tiempo de pensar si al grandote volvería a verlo
alguna vez porque, justo que pensaba en esto, lo vi pasar volando.
Era él, seguro.
Porque eso que vi cruzando el cielo justo sobre mi cabeza no
era un pájaro.
Ni un avión.
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