merlin stephen r. lawhead

1931

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Algunos afirman que apareció unamano que sujetó la hoja desnuda yla guió hasta el interior de la piedra;otros dicen que un rayo de luz loscegó un instante y que, cuandovolvieron a mirar, la espada estabaclavada en ella. Fuera lo que fuese,todos están de acuerdo en que unfuerte hedor a roca quemada llenó elaire y los ojos escocieron.

—¡Pedís una señal! —exclamé—.Aquí la tenéis: aquel que saque laespada de la piedra será elauténtico rey de Inglaterra.

Merlín, igual que su padre el bardoTaliesin, tiene que llevar a cabo unagran misión. Sin embargo, la suyaes aún más difícil. Mientras Taliesinimaginó en una canción el Reino delVerano, Merlín ha de hacerlorealidad. Pero ¿cómo? El jovendeberá descubrirlo a través de unaserie de duras pruebas queagotarán su espíritu y estarán apunto de destruir su cuerpo y mente.No obstante, detrás de esepropósito se esconde el gloriosoobjetivo de su vida: prepara lallegada de Pendragón, el granmonarca de Inglaterra, Señor del

Reino del Verano y León de Logres.

Original, inquietante y lleno de esamezcla de alegría y tristeza tancaracterística de la vida celta.Merlín, segundo volumen del CicloPendragón, prosigue con granbrillantez la saga iniciada conTaliesin.

Stephen R. Lawhead

MerlínCiclo Pendragón II

ePub r1.0Banshee 08.08.13

Título original: MerlinStephen R. Lawhead, 1988Traducción: Gemma Gallart

Editor digital: BansheeePub base r1.0

A la memoria de James L. Johnson

Diez anillos hay, y nueve torcs de oroceñían el cuello de los antiguos jefes;

Ocho son las nobles virtudes, y siete lospecados

por los que un alma perece;Seis suman el cielo y la tierra,

y todo lo dulce y valiente que amboscontienen;

Cinco son los barcos que zarparonde la fría y disipada Atlántida;

Cuatro reyes de las Tierras Occidentalesse salvaron,

y tres los reinos que ahora se alzan;Dos se unieron por amor y temor,

en el reino de Llyonesse al amparo desus montañas;

Sólo existe un mundo, un Dios, y uncomienzo,

enseñó a los Druidas la nocheestrellada.

S. R. L.

Libro unoRen

H1

an pasado muchos años desde quedesperté en este mundo. Demasiado

tiempo de oscuridad y muerte, deenfermedad, de sufrimiento, de guerras,y de una infinita maldad.

No obstante, la vida había sidoresplandeciente en una ocasión; brillabacomo un amanecer sobre el mar o elfulgor de la luna sobre el agua y refulgíacomo el fuego de la chimenea o como elrojizo torc de oro que mi abuelo Elphinllevaba alrededor del cuello. Te aseguroque era radiante y estaba llena de cosas

buenas.Ya sé que el recuerdo que todo

hombre guarda de sus primeros añosluce con un aura dorada, pero, pese atodo esto, mi infancia no es menos realni menos auténtica.

Merlín…, un nombre curioso. Quizá.No hay duda de que mi padre hubieraescogido un nombre diferente para suhijo; pero a mi madre se le puedeperdonar ese pequeño capricho. Merlín,o Myrddin entre las gentes de mi padre,se ajusta a mi persona. Sin embargo,todo hombre posee dos nombres: el quele dan y el que consigue por susacciones.

Emrys es el nombre que he ganadoentre los hombres, y siento que mepertenece.

Emrys: Inmortal, Divino; EmrysWledig, rey y profeta para su pueblo.Los que hablan en latín me llamanAmbrosius, y los habitantes del sur delpaís y de Logres, Embries.

Pero para los cymry de losterritorios del oeste rodeados de colinassoy Myrddin Emrys, y como mi padreconvivió con esta raza me parecetambién la mía, y, aunque mi madre meenseñó hace mucho tiempo el falsofundamento de tal creencia, me confortaesa idea; de la misma forma en que

supongo que mi padre debió deampararse en ella en sus horas de duda.

Al existir tanta maldad en el mundo,también existe una gran desconfianza,pese a que, desgraciadamente, ésta no esla única servidora del Adversario,puesto que sus súbditos son numerosos.

«Bien, bien, sigue con tu relato,Cascarrabias. ¿Qué tesoros de tusaqueado almacén extenderás ahora antenosotros?».

Tomo mi bastón, atizo los rescoldos,y veo de nuevo las imágenes de misprimeros recuerdos: Ynys Avallach. LaIsla de Avallach constituía el reino demi abuelo Avallach, el Rey Pescador, y

el primer hogar que conocí. En lasrelucientes salas de su palacio ensayémis primeros y tambaleantes pasos.

Mira, aquí están los bosquecillos demanzanos con sus flores blancas, lospantanos de sal y el lago de aguas clarascomo un espejo a los pies de la elevadaTorre, el santuario encalado de la colinacercana. Y ahí se halla el Rey Pescadoren persona: moreno y severo como unatormenta de verano. Tendido en sujergón de seda roja, Avallach resultauna figura pavorosa para una criatura detres años, pese a ser todo lo bondadosoque le permitía el corazón que latía ensu interior.

Y aquí está mi madre, Charis, alta yesbelta, con un porte tan regio queridiculiza a todas las impostoras; sugracia sobrepasa a la simple belleza.Dorada Hija de Lleu-Sol, Dama delLago, Señora de Avalon, Reina de lasHadas —sus apelativos y títulos, comolos míos, proliferan a medida que eltiempo transcurre—, los hombres lallaman con ésos y muchos nombres más,y no se equivocan.

Yo era, lo sabía, el único tesoro enla vida de mi madre; ella jamás semolestó en ocultarlo. El buen Dafyd, elsacerdote, me enseñó que yo era el hijoamado del Dios Vivo; sus relatos sobre

el Hijo de Dios, Jesús, despertaron enmi alma un temprano anhelo por elparaíso, de la misma forma en queHafgan, el Gran Druida, sabio y fiel,servidor leal a su manera, me mostró elsabor del conocimiento y despertó en míuna avidez que nunca ha quedadosatisfecha por completo.

La miseria del mundo me eradesconocida, así como el miedo o elpeligro. Los días de mi infancia serodearon de paz y de abundancia. EnYnys Avallach el tiempo y losacontecimientos se mantenían alejados;las noticias de los disturbios nosllegaban únicamente como un apagado

murmullo distante, débil como loslamentos de los bhean sidhe, losHombrecillos Oscuros, el Pueblo de lasColinas, en los círculos de piedra de lasremotas cumbres, lejanas como el rugidode las tormentas invernales al coronar lapoderosa Yr Widdfa en el rocoso norte.

Debo aludir necesariamente a losdisturbios que existían, pero en lossoleados y dulces días de mis primerosrecuerdos vivíamos como dioses deépocas pasadas: extraños e indiferentesa las disputas de los seres de menorcategoría que nos rodeaban. Éramos elPueblo de los Seres Fantásticos, seresencantados provenientes de las Tierras

Occidentales que habitaban en la Isla deCristal. Aquéllos que compartíannuestro mundo acuático de pantanos ylagos sentían por nosotros una granestima a la vez que un respetuoso temor.

Esta consideración hacia nosotrostenía su utilidad: servía para mantener alos forasteros a una distancia prudente.No éramos fuertes en el sentido habitualen que los hombres respetan estacualidad, por esta razón la urdimbre dehistorias que creció a nuestro alrededornos resultó más provechosa que el terrora las armas.

Si a ti, que habitas en la era de larazón y el poder, te parece poco

convincente e ineficaz, te aseguro locontrario. En esa época las vidas de loshombres estaban ceñidas por creenciastan antiguas como el miedo, las cualesno era posible alterarlas con facilidad, ymucho menos abandonarlas con ligereza.

¡Ah, pero fíjate! Aquí está Avallachde pie ante mí una mañana salpicada derocío; su mano, como era habitual en él,apretaba su costado, aunque sonreía porentre su negra barba, como hacíasiempre que me veía, mientras decía:

—Ven, pequeño Halcón. Los pecesnos llaman; se sienten desdichados.Tomemos el bote y probemos sipodemos liberar a unos cuantos de sus

penas.Con las manos entrelazadas

descendemos por el sendero endirección al lago, para pescar: Avallachremará y el pequeño Merlín agarraráfuertemente la borda con sus diminutasmanos. El rey canta, ríe, me cuentatristes historias de la desaparecidaAtlántida y yo le escucho con la atenciónque sólo puede prestar un niño con todoel corazón.

El sol se eleva en lo alto por encimadel lago, yo vuelvo la cabeza hacia laorilla llena de juncos y descubro a mimadre que me espera. Cuando la miro,ella agita la mano y nos hace señas para

que nos acerquemos; Avallach hacevirar el bote y rema a su encuentro;juntos regresamos al palacio. Aunquejamás habla de ello, sé que mi madre seinquieta cuando permanezco lejos de suvista durante demasiado tiempo.

Entonces no sabía el motivo, ahorasí.

La vida constituye para un niño detres años un vertiginoso remolino deplaceres que gira en medio de ununiverso demasiado rico paracomprenderlo o experimentarlo de otraforma que no sea a través de frenéticosfragmentos —aunque tengo elconvencimiento de que toda experiencia

nos viene dada de esa forma—, unaprofusión inimaginable de maravillasexpuestas que deben arrebatarse deinmediato. Aunque yo no era más que unpequeño recipiente, me sumergía porcompleto y profundamente en eldesenfrenado torrente de sensaciones, y,al término de cada día, me derrumbababorracho de vida y con el cuerpoexhausto.

Aunque Ynys Avallach resumía todoel mundo que yo conocía, era dueño yseñor de él. No existía ningúnescondrijo, por pequeño que fuera, nirincón olvidado que yo ignorase; mehabía apropiado de todo: establos,

cocinas, la sala de audiencias, alcobas,galerías, pórticos y jardines; me paseabapor donde me apetecía, y, si hubierasido rey, no habría disfrutado de másautoridad, ya que cada uno de miscaprichos infantiles era cumplido coninconsciente deferencia por aquellos queme rodeaban.

De esta forma, muy pronto aprehendíla esencia y la utilidad del poder. ¡Sabesbien, Luz Omnipotente, que jamás lo hebuscado para mí! El poder me fueofrecido y lo tomé. ¿Qué hay de malo enello?

No obstante, en aquellos días, laautoridad se ejercía de forma diferente.

El bien y el mal estaban representadospor lo que los hombres concebían en susmentes y albergaban en sus corazones.Algunas veces sus ideas eran acertadas,pero las más de las veces erraban. Noexistían jueces en el país, ni hombresque pudieran extender la mano y decir:

—¿Veis? ¡Esto es justo!La justicia brotaba del acero que

empuñaba un rey.Conviene que lo recuerdes.Estas ideas sobre la ley y el derecho

surgieron con posterioridad. Primerohabía que vivir y erigir los cimientosque conformaran al hombre.

En aquellos días, la Isla de los

Poderosos se hallaba sumida en untorbellino de confusiones; aunque estasituación resulta bastante común en laactualidad, no era corriente entonces.Los reyes y los príncipes competían porobtener rango y poder. ¿He dicho reyes?En un campo de batalla había más reyesque ovejas y más príncipes que cuervos,más hombrecillos ambiciosos quesalmones en plena temporada. Cadapríncipe, jefe, rey u oficial arribistaposeedor de un título romano intentabaarrebatar lo que fuera posible a lasbabeantes fauces de la Noche que seavecinaba; lo almacenaban con lailusión de que, cuando las Tinieblas

llegaran finalmente, podrían acurrucarseen sus madrigueras y refocilarse,mientras se pavonearían y se atracaríancon su buena fortuna.

Mas, por el contrario, ¿cuántos no seahogaron en ella?

Realmente, eran tiempos caóticos y,en ellos, el espíritu podía quedar tantrastornado como la mente y el corazón.El recuerdo central de mis primerosaños de vida consiste en el profundoamor y paz que me rodeaban. Ya sabía,incluso entonces, que esta circunstanciaera algo extraordinario, pero los niñosaceptan lo excepcional con la misma

facilidad con que asumen la monotoníade lo vulgar.

¿Era consciente de lo que medistinguía de los otros hombres? ¿Sabíaque yo era diferente? En mi memoriadestaca un incidente de esos días tanlejanos. En una ocasión, durante mislecciones diarias con Blaise, mi tutor yamigo, se me ocurrió preguntar:

—Blaise —dije—, ¿por qué es tanviejo Hafgan?

Estábamos sentados en elbosquecillo de manzanos, bajo la Torre,y contemplábamos cómo las nubes seescabullían hacia el oeste. Creo que yono tendría entonces más de cinco

veranos.—¿Lo consideras viejo?—Tiene que serlo para saber tanto.—Oh, sí, Hafgan ha vivido mucho

tiempo y ha visto mucho. Es muy sabio.—Yo quiero ser sabio algún día.—¿Por qué? —preguntó, inclinando

la cabeza hacia un lado.—Para saber cosas —respondí—,

para conocerlo todo.—Y cuando lo consiguieras, ¿qué

harías?—Me convertiría en rey y se lo

contaría a todo el mundo.Sí, rey; ya entonces estaba en mi

mente que yo sería un rey. Supongo que

nadie me lo había mencionado jamáscon anterioridad, pero ya presentía losderroteros que seguiría mi juventud.

Aún puedo escuchar la respuesta deBlaise, con la misma claridad que si mela diera en este momento.

—Verdaderamente, ser rey es algomuy importante, Halcón. Pero existe untipo de autoridad ante la que incluso losreyes deben inclinarse. Cuando lodescubras, tanto si luces un torc como sillevas los harapos de un mendigo, tunombre quedará grabado para siempreen las mentes de los hombres.

Por supuesto, en aquellos momentosno comprendí lo que me decía; sin

embargo, no lo olvidé.La cuestión de la edad se hallaba

aún fresca en mi mente cuando, al díasiguiente, el abuelo Elphin realizó unade sus frecuentes visitas. Todavía losviajeros no habían acabado dedesmontar y de saludar, que yo ya medirigía muy resuelto hasta donde seencontraba el Gran Druida, quien, comosiempre, acompañaba a Lord Elphin. Letiré de la túnica e inquirí:

—Dime cuántos años tienes, Hafgan.—¿Cuántos años crees que tengo,

Myrddin Bach?Me parece estar viendo sus ojos

grises como el humo reluciendo de

alegría, a pesar de que muy raras vecessonreía.

—Tantos como el roble de la Colinadel Santuario —declaré con aire deimportancia.

Entonces se echó a reír, y los otrosdejaron de hablar para mirarnos. Él metomó de la mano y nos alejamos unpoco.

—No —explicó—, no soy tan viejocomo supones, pero, según lasestimaciones de los hombres, soy viejo.Sin embargo, ¿por qué te importa? Túvivirás hasta alcanzar la edad decualquier roble de la Isla de losPoderosos, si es que no la sobrepasas.

—Me sujetó la mano con fuerza—. A tise te han otorgado valiosos dones —siguió con voz seria—, y, por lo queDafyd me cuenta de su libro, se te pedirámucho.

—¿De verdad llegaré a ser tan viejocomo un roble? Hafgan elevó loshombros y sacudió la cabeza.

—¿Quién sabe, pequeño?La discreción de Hafgan queda

reflejada por la circunstancia de que,aunque sabía quién era yo, jamás meabrumó con esa información o lasesperanzas que, con toda seguridad, laacompañaban. Ya contaba con unaamplia experiencia acerca del otro trato

con personas especiales: imagino que mipadre le enseñaría mucho sobre cómoeducar a un prodigio. ¡Oh, Hafgan, sipudieras verme ahora!

Después de esa visita, aunque norecuerdo que fuera en absoluto peculiar,empecé a viajar lejos de casa; visité lasTierras del Verano de forma regular, y,en consecuencia, mi visión del mundo sefue ampliando. Las llamábamos con estenombre porque así era como mi padre,Taliesin, había descrito la tierra queAvallach había dado a nuestra gente.

El abuelo Elphin y la abuelaRhonwyn se sentían siempre felices deverme y se dedicaban en cuerpo y alma

a malcriarme durante mis estancias,deshaciendo los meses de arduo trabajode mi madre. Charis nunca se quejaba,jamás hizo la menor insinuación sobre loque pensaba de su indulgencia; todo locontrario, les dejaba que me cuidasen asu manera. Sus atenciones terminaronpor incluir lecciones sobre el manejo delas armas, de las que se hizo cargo eljefe guerrero de Lord Elphin, un hombrepequeño y fornido llamado Cuall; éstese ocupaba con suma aplicación de mí yde otros muchachos, a pesar de que teníaun pequeño ejército al que tambiéndebía adiestrar.

Cuall fabricó mi primera espada con

madera de fresno, así como mi primeralanza. La espada era delgada y ligera, yno más larga que mi brazo, pero para mírepresentaba un arma invencible. Conella me enseñó a dar mandobles, adetenerlos, y a propinar golpes rápidosdel revés; también me aleccionó aarrojar la lanza con puntería con ambasmanos y en equilibrio sobre cada uno delos pies, a montar a caballo y a guiarlocon las rodillas, y a utilizar al indefensoanimal como escudo si me veía en esanecesidad.

Al cumplir los seis años pasé todoel verano con el abuelo Elphin. Cuall yHafgan casi peleaban por mi compañía.

Mi tiempo se repartía entre uno y otro, yapenas vi a nadie más durante eseperíodo. Mi madre vino y se quedó unospocos días; en cierta forma, meentristeció verla, ya que pensé que se mellevaría con ella de regreso a casa, perosólo quería comprobar cómo meadaptaba al nuevo ambiente.

Una vez convencida de que miestancia era justa y necesaria, decisiónque la insistencia de Hafgan y Cuallapoyaban, regresó a Ynys Avallach y yopermanecí en Caer Cam. Esta pauta dedistribución del año iba a repetirsedurante cierto tiempo: el inviernotranscurría en Ynys Avallach con Dafyd

y Blaise, y el verano, en Caer Cam conElphin y Cuall.

El caer de Lord Elphin constituía unmundo totalmente distinto del palacio deAvallach: uno suponía el frío compendiodel refinamiento intelectual y laelegancia del Otro Mundo; el otro, larealidad mundana de la piedra, el sudory el acero.

—Inteligencia y coraje —lo expresóCuall un día de forma muy acertada.

—¿Señor?—Inteligencia y coraje, chico —

repitió—, ésas son tus características, ylo que todo guerrero necesita.

—¿Seré un guerrero?

—Si ha de depender de mí, desdeluego —afirmó, apoyando sus gruesosantebrazos en el pomo de su largaespada—. Ah, eres como el mismo Lleu:rápido como el agua y de pies ligeroscomo un gato; ya ahora pones a pruebamis habilidades. Todo lo que necesitases algo de músculo sobre los huesos,muchacho, y, por tu aspecto, eso llegarácon el tiempo.

Su declaración me llenó desatisfacción, puesto que comprendí quetenía razón: mis movimientos resultabanmás veloces que los de los otrosmuchachos, salía victorioso deenfrentamientos con muchachos que me

doblaban la edad, y podía vérmelas contranquilidad con dos de mi propiotamaño. La facilidad con que mi cuerporealizaba todo lo que le pedía, y quepara algunos era algo extraordinario,para mí suponía una total naturalidad.Descubrir que no todo el mundo podíaconjugar mente y cuerpo con tantahabilidad constituía una novedad paramí, y, aunque me avergüenza admitirlo,exhibía mis proezas con insufriblevanidad.

La humildad, si llega algún día, lamayoría de las veces retrasa suaparición.

Así, muy pronto adquirí doscertezas: que viviría mucho tiempo, yque sería un rey-guerrero. En cuanto alManto de Autoridad del que habíahablado Blaise, quizá esa certeza laaprendería más adelante; no vi ningúnmotivo para esforzarme por conseguirlo,de modo que no pensé más acerca deello.

Lo que sí deseaba desesperadamenteera convertirme en un guerrero. Sihubiera tenido la menor sospecha de lomucho que inquietaba aquella aspiracióna mi madre, habría refrenado mientusiasmo de alguna forma, al menos en

su presencia. Sin embargo, aquel anheloque me cegaba y me llevaba acomportamientos estúpidos centrabatodas mis conversaciones.

Nadie trabajaba más duro, nidisfrutaba de su trabajo más que yo. Elprimero en despertarse de los quedormían en la casa de los muchachos erayo, y ya en el patio, antes de la salidadel sol, practicaba con la espada,montaba, arrojaba la lanza, o aprendía eluso del escudo, o a luchar cuerpo acuerpo; me dedicaba a todas aquellasactividades con el ardor de un fanático.El verano transcurrió como una ardientellamarada de pasión juvenil y recé para

que durara eternamente.Sin embargo, al finalizar el período

estival regresé a Ynys Avallach conBlaise y una escolta de guerreros.Recuerdo haber cabalgado durante unossoleados días de otoño, y haber pasadojunto a campos que maduraban ya parala cosecha y poblados pequeños yprósperos donde se nos daba unabienvenida afable y se nos alimentaba.

Mi madre rebosaba de contento porvolverme a tener en casa al fin, pero yopercibí también una cierta tristeza enella. Observé que sus ojos seguían todosmis movimientos y se quedabacontemplando mi rostro. ¿Había yo

cambiado de alguna forma duranteaquellos pocos meses pasados en CaerCam?

—¡Creces tan deprisa, mi pequeñoHalcón! —exclamó—. Prontoabandonarás el nido.

—Jamás me iré de aquí. ¿Adóndeiría? —pregunté, genuinamente perplejo.La idea de marchar, nunca se me habíaocurrido.

Charis se encogió de hombrosligeramente.

—Oh, ya encontrarás un lugar enalguna parte y lo convertirás en tu hogar.Debes hacerlo si has de ser el Señor delVerano.

Aquella idea ocupaba su mente.—¿No es un lugar real, madre?Ella sonrió con cierta tristeza y

sacudió la cabeza.—No lo es aún. En tus manos está,

mi cielo, la creación del Reino delVerano.

—Yo pensaba que las Tierras delVerano…

—No —sacudió la cabeza de nuevo;la aflicción había desaparecido y en susojos empezaba a brillar la luz de lavisión—. Las Tierras del Verano no sonel Reino, aunque tu padre podría haberquerido que así fuese. El Reino delVerano se implantará donde resida el

Señor del Verano. Sólo espera que tú loreclames, Halcón.

Hablamos sobre este Reino, peronuestra conversación de entonces fuediferente: ya no era un relato como elque una madre podía contar a su hijo;había cambiado. Desde aquel momentoempecé a pensar en él como en algo queexistía de alguna forma y que sóloaguardaba que se le llamara a la vida.Por primera vez comprendí que midestino, como el de mi padre, estabaentretejido a la visión de aquella tierradorada.

Aquel otoño reanudé mis estudioscon Dafyd, el sacerdote del santuario.

Leía sus libros sagrados, a pesar de loremendados y descoloridos que estaban,y discutíamos las lecturas. Al mismotiempo continué mis lecciones conBlaise, quien me instruía en las artes delos druidas. No podía concebir elabandonar cualquiera de las dosdedicaciones y en los años que siguieronme entregué en mente y alma a talestareas, de la misma forma en que meentregaba en corazón y cuerpo a lasarmas cada verano en Caer Cam.

Confieso que no resultaba fácil; amenudo me sentía impelido en todasdirecciones, pese a los intentos de misdiferentes tutores de asegurarse de que

no ocurriera así. Jamás un muchachotuvo maestros más dedicados. Noobstante, supongo que es inevitable,cuando se desea algo con tantaintensidad. Mis mentores eranconscientes de mi malestar y se lescontagiaba.

—No necesitas forzarte tanto,Myrddin —me dijo Blaise una fea ylluviosa tarde de invierno Árboles—.Ya sabes que existen otras cosas ademásde ser un bardo. Mira a tu alrededor, notodo el mundo lo es.

—Mi padre, Taliesin, era un bardo.Hafgan dice que fue el bardo más grandeque jamás haya existido.

—Eso cree.—¿Tú no eres de su parecer? Él se

echó a reír.—¿Quién discreparía con el Gran

Druida?—No has contestado a mi pregunta,

Blaise.—Muy bien… —Hizo una pausa y

reflexionó largo tiempo antes decontestar—: Sí, tu padre fue el bardomás grande de entre nosotros y, aún más,era mi hermano y amigo. Pero —levantóun dedo admonitorio— Taliesin era…—De nuevo se produjo una dilatadapausa, y elevó ligeramente los hombrosal tiempo que esquivaba pronunciar lo

que estaba en su mente—. Sin embargo,no todos pueden poseer suscaracterísticas o emular lo que él hizo.

—Seré un bardo. Trabajaré másduro, Blaise. Lo prometo.

Él meneó la cabeza y suspiró.—No es una cuestión de trabajar

más duro, Halcón.—¿Qué quieres que haga? —gimoteé

—. Dímelo. Sus oscuros ojos estabanllenos de comprensión; intentabaayudarme de la mejor forma que sabía.

—Tus dones son diferentes, Merlín.No puedes ser tu padre.

Si bien sus palabras no tuvieron unefecto sobre mí en ese momento,

volverían a mí en muchas ocasiones.—Seré un bardo, Blaise.

Soy Merlín, y soy inmortal. ¿Unapeculiaridad con la que nací? ¿Un donde mi madre? ¿El legado de mi padre?Desconozco el motivo, pero siento sucerteza. También ignoro el origen de laspalabras que llenan mi cabeza y brotande mis labios como chispas de fuegopara caer sobre la yesca de loscorazones de los hombres.

Las palabras, las imágenes: lo quees, lo que fue, y lo que será… Sólonecesito contemplar a mi alrededor: uncuenco de negra agua de roble, las

relucientes ascuas de un fuego, el humo,las nubes, los mismos rostros de loshombres; no tengo más que mirar y lasbrumas se disuelven para permitirmepenetrar un poco en los dispersossenderos del tiempo.

¿Hubo alguna vez una época comoésta?

¡Jamás! Y en ello radican su gloria ysu terror. Si los hombres supieran lo quese alza ante ellos, y que se exponeincluso al alcance de los más humildes,se acobardarían, perderían el sentido, secubrirían las cabezas y se taparían laboca con los mantos para no gritar. Lainconsciencia constituye una bendición y

una maldición a la vez para ellos. Peroyo sí poseo ese conocimiento; yo,Merlín, siempre lo he sabido.

E2

l muchacho tiene los ojos de un avede presa —aseguró Maximus,

mientras colocaba su mano sobre micabeza y contemplaba con atención mirostro. Él debía de saberlo, pues suspropios ojos recordaban vagamente alos de un depredador—. No creo habervisto pupilas de ese color en ningún otrohombre, semejan oro amarillo. —Susonrisa era afilada como una daga—.Dime, Merlinus, ¿qué ves con esos ojosdorados?

Era una pregunta curiosa para

formularla a un chiquillo de siete años,pero una imagen se formó al instante enmi mente: una espada que no se parecíaal gladius corto y ancho del legionario,sino al pedazo de acero largo y aguzadodel celta. La empuñadura era de bellobronce envuelto en plata labrada con unaenorme amatista del color moradoimperial en el pomo. La joya estabatallada con la forma del Águila de laLegión: feroz y orgullosa, y capturaba laluz del sol en su oscuro corazón pararelucir con un fuego profundo yconstante.

—Veo una espada —afirmé—. Laempuñadura es de plata y lleva una joya

de color morado tallada en forma deáguila. Es la espada de un emperador.

Tanto Maximus como Lord Elphin,que estaba a mi lado, me miraron conasombro, como si hubiera pronunciadouna profecía grande y terrible en sumisterio. Yo me había limitado adescribirles mi visión.

Magnus Maximus, Comandante delas Legiones Britonas, me contemplópensativo.

—¿Qué más ves, muchacho?Cerré los ojos.—Veo un círculo de reyes; se hallan

de pie como las piedras que forman uncírculo pétreo; una mujer arrodillada en

el centro sostiene esa Espada en susmanos. Está hablando pero nadie laescucha, nadie le presta atención.Observo cómo la espada enmohece ycae en el olvido.

Aunque los romanos sienten siempregran interés por los augurios, dudo queesperara tal respuesta de mí. Me miródurante un momento; sentí sus dedosquedar inertes sobre mis cabellos, yluego se volvió abruptamente.

—¡Rey Elphin, tienes el mismo buenaspecto de siempre! Por lo que veo, estaregión tan pacífica no te ha ablandado.

Él y mi abuelo se alejaron, unidossus brazos: dos viejos amigos que se

encuentran y se reconocen como iguales.

Estábamos en Caer Cam la mañanaen que llegó. Yo estaba domando alponey que Elphin me había dado,desesperado por conseguir que aquellaastuta criatura se acostumbrara al ronzal,de modo que pudiera montarla deregreso a casa al cabo de pocos días. Elpequeño animal blanco y negro parecíamás una cabra que un caballo, y lo quehabía empezado como una sencillaprueba con un arnés de cuerda trenzadase convirtió pronto en una luchaincondicional de voluntades, en la que lamía quedaba en desventaja.

El sol empezaba a descender, laneblina del atardecer se elevaba en elvalle. Las palomas torcaces volaban asus nidos, y las golondrinas se lanzabanen picado en el aire inmóvil y lleno deluz. Fue entonces cuando oí un sonidoque me hizo detenerme como petrificadoy escuchar: un tamborileo rítmico sobrela tierra, un ruido sordo y resonante quese extendía por la región.

Cuall, el jefe guerrero de mi abuelo,me observaba y se preocupó:

—¿Qué sucede, Myrddin Bach?¿Qué hay? —Me llamaba MyrddinBach: Pequeño Halcón.

No contesté, sino que volví la

cabeza hacia el este y, tras dejar caer elpedazo de cuerda trenzada, corrí a lasmurallas gritando:

—¡Deprisa! ¡Deprisa! ¡Ya viene!Si se me hubiera preguntado quién

llegaba, no habría podido contestar.Pero en el mismo instante en que mirépor entre las afiladas estacas, supe quealguien muy importante no tardaría enllegar, ya que a lo lejos, al mirar al otroextremo del valle, pudimos observar lalarga y sinuosa doble fila de unacolumna de hombres que avanzabanhacia el noroeste. El retumbar que habíaoído era la atronadora cadencia de sustambores de marcha y el constante

repiqueteo de sus pies sobre el duro yantiguo sendero.

Mientras oteaba la luz del sol, queempezaba a ponerse, refulgía sobre susescudos y los estandartes que lucían unáguila y marchaban al frente. Hacia elfinal de la columna, donde rodaban loscarromatos de suministro, una nube depolvo se elevaba en dirección al cieloque se iba oscureciendo. Debían de sermil hombres o más los que se movían enaquellas dos largas filas. Cuall echó unvistazo y envió a uno de sus hombres abuscar a toda prisa a Lord Elphin.

—Es Macsen —confirmó el reycuando llegó.

—Eso pensé —repuso Cuallcrípticamente.

—Ha pasado mucho tiempo —declaró mi abuelo—. Debemosprepararnos para darle la bienvenida.

—¿Crees que se desviará?—Desde luego. Pronto habrá

anochecido, y necesitará un lugar dondedormir. Enviaré una escolta paraconducirle hasta aquí.

—Yo me ocuparé de ello, señor —se ofreció Cuall, y se alejó a grandeszancadas por el caer. El abuelo y yovolvimos a inspeccionar la carretera delvalle.

—¿Es un rey? —pregunté, aunque

suponía una respuesta afirmativa. Jamáshabía conocido a nadie que viajara conun ejército tan enorme.

—¿Un rey? No, Myrddin Bach, es elDux Britannorum y sólo debe rendircuentas al Emperador en persona.

Rebusqué en mi escaso latín…,dux…

—¿Duque?—Más bien, un jefe guerrero —

explicó Elphin—, pero mucho másimportante; manda sobre todas lasfuerzas romanas de la Isla de losPoderosos. Algunos aseguran que algúndía será emperador; no obstante, por loque sé de los emperadores, un dux con

una cohorte a su espalda posee máspoder en el lugar al que se le destina.

Al poco rato de salir Cuall con diezde los hombres de Elphin, regresó ungrupo de unos treinta. Los extranjerosme resultaban realmente extraños: eranhombres de buena estatura y brazosfornidos, envolvían sus piernas en lanaroja atada hasta medio muslo por unastiras que se unían a sus gruesassandalias claveteadas, llevaban petos decuero endurecido o de metal yempuñaban pequeñas y voluminosasespadas y afiladas picas con puntas dehierro.

Los jinetes subieron al galope el

sinuoso sendero que llevaba a la entradade l caer, y yo corrí a lo largo de lamuralla para salir a su encuentro. Lasenormes puertas de madera se abrieron,y los caballos herrados penetraron en elinterior. Maximus cabalgaba entre dossoldados que portaban un estandarte, suelegante capa roja se hallaba manchaday llena de polvo y en su rostro moreno,tostado por el sol como una nuez,apuntaba una pequeña sombra de barbanegra en la barbilla.

Tiró de las riendas de su caballopara detenerlo y desmontó, al tiempoque Elphin acudía a saludarle. Seabrazaron como amigos mucho tiempo

separados, y comprendí que mi abueloera una persona de cierto renombre. Alverlo junto a aquel poderoso extraño, elcorazón se me llenó de orgullo. Ya noera mi abuelo, sino un rey por derechopropio.

Mientras otros jinetes aparecían enel caer, Elphin se volvió hacia mí y mehizo una señal para que me acercara. Mepuse en posición de firmes, muy tieso,para permitir que el duque meinspeccionara con atención; sus agudosojos negros eran penetrantes comopuntas de lanza.

—Salve, Merlinus —exclamó convoz ronca por la fatiga y el polvo del

camino—, te saludo en nombre denuestra Madre, Roma.

Entonces Maximus tomó mi mano enla suya y, cuando la retiró, vi brillar unamoneda de oro en la mía.

Así conocí a Magnus Maximus, DuxBritannorum. Y fue ante él, en aquelmomento, cuando pronuncié mi primeraprofecía.

Se preparó una gran celebraciónpara aquella noche. Después de todo noera frecuente la visita del DuxBritannorum. Los cuernos de bebidacirculaban por toda la sala, y yo estabamareado de tanto intentar mantenerlosllenos; no dejaba de rodear la estancia

de madera, que se había oscurecido porel humo de la carne que se asaba y en laque resonaba la charla de guerreros ysoldados agasajándose unos a otros conlas bravatas de sus hazañas tantoamorosas como guerreras, con una jarrade aguamiel en la mano para llenar loscuernos vacíos, las copas y los cuencos.No obstante, me sentía muy afortunadopor asistir a una fiesta semejante, aunquesólo fuera en calidad de sirviente.

Más tarde, cuando las antorchas ylas lámparas de sebo ardían ya conmenos fuerza, Hafgan, Gran Druida demi abuelo, sacó su arpa y contó lahistoria de las Tres Plagas Desastrosas,

relato que provocó enormes carcajadas.Yo me unía a la risa general feliz deverme acompañado de aquellos hombresen esa noche propicia, en lugar de serenviado a la casa junto con los demásmuchachos.

¡Qué noche tan magnífica, ruidosa ycompleta! Concluí que ser un rey conuna gran sala repleta de audacescompañeros representaba el fin máselevado que un hombre podía alcanzar, yme juré que algún día yo también loconseguiría.

No volví a hablar con Maximusdurante su estancia en el caer, aunque ély mi abuelo conversaron largamente al

día siguiente antes de que el duquemarchara para reunirse con las tropasque le esperaban en el valle. Sinembargo, pese a no intercambiar másfrases con él, cuando le trajeron elcaballo y montó en él, Maximus me vioy levantó su mano despacio hastatocarse la frente con el dorso. Este gestoconstituía una señal de honor y derespeto, y resultaba insólito destinarlo aun niño. Nadie más lo observó, ya quetampoco se suponía que debieranhacerlo.

Se despidió de mi abuelo; seabrazaron con fuerza, como lo hacen losmiembros de un mismo clan, y se alejó

al galope para reunirse con suscapitanes. Desde lo alto del terraplénque había en la parte exterior de laempalizada divisé cómo, al poco rato, lacolumna se formaba y se ponía enmovimiento a través del valle del Cam,siguiendo el estandarte del Águila.

Nunca volví a encontrarme conMaximus, y tuvieron que pasar muchosaños antes de que finalmente pudieracontemplar la espada que había vistoaquel día y advirtiera que era la que lepertenecía. Por esa razón me habíamirado Maximus de aquella forma, y poreso me había dedicado tal saludo.

Éste es el punto de inicio. Ante todo,

existe una espada, la Espada deBritania, que será el símbolo de lanueva Britania.

E3

n la primavera de mi undécimocumpleaños, viajé con Blaise y

Hafgan a Gwynedd y a Yr Widdfa, laRegión de las Nieves, en el montañosonoroeste. Era un viaje largo y difícil,pero necesario, ya que Hafgan regresabaa su hogar para morir allí.

No se lo confesó a nadie, ya que laperspectiva de dejar a su gente leresultaba terriblemente triste. Lo que lepreocupaba era la separación, no lamuerte; hacía tiempo que el Gran Druidase había reconciliado con Dios, y sabía

que la muerte no suponía más que unaangosta puerta que conducía a otra vidamejor. Aunque despedirse de suscompatriotas le llenaba de un profundodolor, anhelaba volver a ver la tierra desu juventud antes de morir, lo queimplicaba la necesidad del viaje.

Elphin insistió en enviar una escolta;de no haberlo decidido él, lo másprobable es que lo hubiera hechoAvallach. Hafgan hubiera renunciado aeste honor, pero cedió, al comprenderque él no era el motivo de que losguerreros nos acompañaran.

La escolta la formaban nuevehombres; así, un total de doce personas

empezamos los preparativos para lamarcha no mucho después de Beltane, elfestival del fuego que señalaba elprincipio de la primavera. Hafgan y lossoldados habían venido hasta YnysAvallach, donde Blaise y yo losesperábamos ansiosos por emprender elcamino. En la mañana de nuestrapartida, me levanté temprano, me puse latúnica y los pantalones, y bajé corriendoal patio, donde me encontré a mi madrevestida con ropas de montar, queincluían una capa corta y botas altas depiel; su cabellera, trenzada, se sujetabacon la tira blanca de cuero quepertenecía a su época en el ruedo.

Sus manos ceñían las riendas de unsemental color gris pálido, y lo primeroque se me ocurrió fue que el caballodebía de ser para mí. Hafgan estaba depie junto a ella y ambos conversaban envoz baja, mientras aguardaban la llegadade los demás. Los saludé y comenté queprefería mi poney blanco y negro.

—¿Preferir? ¿De qué estáshablando? —preguntó Charis.

—Que deseo mi montura antes queel semental. —Argumenté que teníamucho cariño al poney y que pensaba iren él.

Mi madre se echó a reír y exclamó:—Tú no eres el único que domina el

arte de pasar una pierna sobre el lomode un caballo.

Fue entonces cuando comprendí elporqué de su vestimenta.

—¿Vendrás tú también?—Ya es hora de que conozca el

lugar donde creció tu padre —explicó—y, además, Hafgan me lo ha pedido y noexiste nada que pueda atraerme más.Ahora comentábamos la posibilidad dedetenernos en Dyfed, ya que me gustaríaver a Maelwys y a Pendaran de nuevo, yte mostraría el lugar donde naciste. ¿Teapetece?

Tanto si aprobaba su decisión comosi no, ella determinó acompañarnos. Mis

temores de que pudiera impedirme jugara guerrear jamás tuvieron fundamento, y,en contra de lo que cabría suponer, mimadre se adaptó perfectamente a losrigores del viaje. Ni perdimos tiempo nituvimos que reducir nuestra marcha porsu causa. A medida que el familiarpaisaje avivaba su memoria con milrecuerdos de mi padre, empezó acontarme con todo detalle aquellosprimeros días de su vida en común. Yola escuchaba con tanto interés que meolvidé por completo de mi intención decomportarme como un feroz jefeguerrero.

Cruzamos el reluciente estuario de

Mor Hafren y llegamos a Caer Legionis,el Fuerte de las Legiones. La enormefortaleza, como tantas otras de la región,abandonada durante mucho tiempo y enun estado ruinoso, se alzaba descuidaday vacía, sin que la próxima ciudad, quese jactaba de poseer un magistrado,quisiera saber nada de ella. Jamás habíavisto una urbe romana y no encontrénada positivo en sus calles rectas y ensus casas colocadas demasiado cercaunas de otras. Aparte de laimpresionante construcción de un foro yde una arena, lo que pude contemplar meinspiró muy pocas esperanzas en unamejora de las condiciones de vida,

puesto que adivinaba el artificio de sudistribución.

La región situada más allá de laciudad era muy hermosa; en ella seelevaban colinas de contornos suaves yse divisaban serpenteantes cañadas conarroyos bordeados de piedras y ampliasllanuras de pastos ideales para la críade reses, ovejas y de los robustoscaballos de pequeño tamaño y firmepaso que cuidaban y vendían en losmercados de lugares tan distantes comoLondinium y Eboracum.

En Maridunum, adonde mis padreshabían huido tras su matrimonio y dondeyo nací, nos acogió una bienvenida

calurosa y entusiasta. El rey Pendaran seconsideraba a sí mismo como unaespecie de abuelo tanto para mi madrecomo para mí, y rebosaba de alegría porvernos. Me apretó con fuerza entre susdos brazos y afirmó:

—Muchacho, yo te sostuve cuando tutamaño no era más grande que una col.

Su mechón de pelo blanco ondeabaal viento, y parecía estar a punto de salirvolando. ¿Se trataba del temible EspadaRoja del que me habían hablado?

Maelwys, su hijo mayor, quegobernaba ahora en Dyfed, previaconsulta con su padre y tras lacloqueante aprobación de éste, decretó

la celebración de una fiesta paraconmemorar nuestra llegada; así, losseñores de la región que le rendíanvasallaje, acompañados de sus séquitos,llenaron aquella noche su sala.

Los señores de los demetae y lossilures llevaban mucho tiempoestablecidos en la zona y eran muypoderosos. Protegían con ferocidad suindependencia a pesar de los trescientosaños de interferencia romana en susasuntos; esta proeza había sidoconseguida, irónicamente, mediante elmétodo de formar tempranas yventajosas alianzas con las familiasgobernantes de la misma Roma, casarse

bien y sabiamente, y utilizar luego suautoridad para mantener al emperadorde turno y a sus validos a prudentedistancia. Semejantes a una roca enpleno mar, habían dejado que el Imperiopasara sobre ellos y, ahora que la mareaempezaba a bajar, como la rocapermanecían inalterables.

Ricos y orgullosos de susposesiones, carecían del menor indiciode vanidad, vicio que tan a menudo sederiva de la riqueza; por el contrario,eran hombres sencillos que se habíanmantenido leales a las costumbres de supueblo y firmes ante los cambios; deesta forma habían seguido alimentando

el auténtico espíritu celta de susantepasados. Aunque unos pocosvivieran en enormes villas de diseñoromano o llevaran el título demagistrado, e incluso alguno hubieraconseguido el manto púrpura, aquellanoche los ojos que se posaron sobre míen la sala contemplaban un mundo quehabía cambiado muy poco desde losdías de Bran el Bienaventurado, dequien afirmaban que había establecidosu tribu en aquellas mismas colinas.

Mi madre y yo nos acomodamos enla mesa principal, rodeados de señoresy jefes, y empecé a comprender lo quemi gente había perdido durante la Gran

Conspiración, cuando los bárbarosrebasaron la Muralla y atacaron lospoblados del sur hasta Eboracum, asícomo los situados a lo largo de la costa.Pese a que Elphin y los cymryprosperaban en las Tierras del Verano,representaban un pueblo separado de supasado, lo que constituía para los celtasuna especie de muerte en vida. Y,continuando tales pensamientos, ¿quéera lo que había abandonado la estirpede mi madre cuando la Atlántida quedódestruida?

Tras una larga y animada comida,Blaise cantó y recibió un brazalete deoro de Maelwys por su canción.

Entonces, un clamor se elevó para pedirque Hafgan cantase; éste aceptó conmodestia el arpa y ocupó su lugar en elespacio cuadrado que dejaba libre ladisposición de las mesas, al tiempo querasgueaba con aire distraído las cuerdas.

De pronto, me observó; dejó detañer el instrumento y me indicó que meacercara. Me levanté, avancé hacia él, ydepositó el arpa en mis manos. Penséque quería que le acompañase.

—¿Qué cantarás, Gran Bardo? —pregunté.

—Lo que desees, joven hermano.Cualquier cosa que elijas será bienrecibida en este lugar.

Continué pensando que quería quetocara para él, y pulsé un acordemientras pensaba. ¿Los Pájaros deRhiannon? ¿Lleu y Levelys?

—¿Qué tal el Sueño de Arianrhod?—inquirí.

Asintió con la cabeza y alzó lamano, apartándose para dejarme sulugar. Sobresaltado y confuso, le seguícon la mirada, pero él se limitó ainclinar la cabeza y regresar a su asientoa la izquierda de Maelwys. Su actoresultaba inaudito: el Archidruida, elGran Bardo de la Isla de los Poderosos,había cedido su turno a un muchachoinexperto.

No tuve tiempo de examinar lasimplicaciones de su comportamiento;todos los ojos se hallaban fijos en mí yla sala silenciosa. Tragué saliva confuerza y ordené mis dispersospensamientos. No recordaba una solapalabra del relato, y el arpa incrustadade perlas reposaba en mis torpes manoscomo si de un escudo de piel de buey setratara.

Cerré los ojos, aspiré con fuerza,obligué a mis dedos a moverse sobreaquellas cuerdas que parecían haberseconvertido en bastones de madera, yabrí la boca, convencido de que, cuandolas palabras no surgieran de ella, iba a

deshonrar no sólo a mí mismo, sinotambién a Hafgan ante aquella reuniónde grandes señores.

Pero con gran sorpresa y alivio pormi parte, los versos de la canciónregresaron a mí en el mismo instante enque mi lengua empezó a moverse, ycanté, tembloroso al principio, perocada vez con mayor confianza, a medidaque veía el reflejo del relato en losrostros de los que me escuchaban.

Con seguridad, habría escogido otracosa de haber sabido que iba a ser yoquien lo cantara, pues el poema era unode los más largos. Sin embargo, cuandoterminé, los reunidos permanecieron en

silencio por un período que se me antojóigual de dilatado; podía oír el suavellamear de las antorchas y el crepitar delfuego en la enorme chimenea, y percibíaperfectamente los oscuros ojos demetaey silures concentrados en mi persona.

Me volví hacia mi madre y vi unaextraña expresión arrebatada en surostro, sus ojos relucían bajo la luz…¿Lágrimas?

Poco a poco la sala volvió a la vida,como si despertara de un sueñoencantado. No me atrevía a cantar denuevo, y tampoco nadie me lo pidió.Maelwys se puso en pie y se me acercó.En voz muy alta, para que todos lo

oyeran, dijo:—Nadie ha cantado en mi presencia

tan bien y con tanta sinceridad, exceptoun bardo. En una ocasión éste llegó aesta casa y después de oírle le ofrecí mitorc de oro. No lo tomó, sino que, muyal contrario, fue él quien me otorgó undon: el nombre con el que hoy meconocen. —Sonrió al recordar—. Esebardo era tu padre, Taliesin.

Se llevó las manos al cuello y sequitó el torc.

—Ahora te ofrezco este torc a ti. Silo deseas, tómalo, por tu canción y comohomenaje a alguien cuyo lugar hasocupado esta noche.

No sabía qué pensar.—Ya que mi padre no aceptó

vuestro generoso regalo, no es justo queyo lo haga.

—Entonces dime qué es lo quedeseas y te lo daré. —Los señores deDyfed me observaron con interés.

Miré a mi madre en busca de ayuda:algún gesto o expresión que meindicaran cómo conducirme, pero ella selimitaba a contemplarme igual demaravillada que los demás.

—Vuestra amabilidad —empecé—para con mi gente resulta más valiosaque tierras u oro. En talescircunstancias, sigo en deuda con vos,

Lord Maelwys.Sonrió con gran satisfacción, me

abrazó, y luego volvió a su lugar en lamesa. Entonces le devolví el arpa aHafgan y abandoné la sala a toda prisa,con la mente repleta de un vaivén depensamientos y emociones que intentabarefrenar para conseguir descifrarlos.

Hafgan me encontró al cabo de unrato, de pie en el oscuro patio,temblando de frío, ya que la noche erafresca y había olvidado mi capa. Meenvolvió con su túnica, y, durante muchotiempo, permanecimos de pie, sinhablar.

—¿Qué significa, Hafgan? —

pregunté por fin—. Explícamelo sipuedes.

Supuse que no me contestaría, pero,sin apartar el rostro de la contemplacióndel cielo estrellado, Hafgan respondió:

—En una ocasión, cuando era joven,estuve en el interior de un círculo depiedras y contemplé una magnífica yterrible señal en el firmamento: unalluvia de estrellas, como un poderosofuego, caía de las alturas.

»Esos astros iluminaban tu caminohacia nosotros, Myrddin Emrys. —Sonrió al advertir mi reacción ante elapelativo divino, Emrys—. No teasombres de que te llame de esta forma,

ya que a partir de ahora los hombresempezarán a reconocerte.

—Has sido tú quien ha provocadoesta situación, Hafgan —repuse, con mivoz llena de reproche, a causa de suspalabras, pues notaba cómo la felicidadde mi infancia se alejaba de mí, altiempo que un amargo sabor me llenó laboca.

—No —corrigió con suavidad—, heactuado de acuerdo a lo que se requería;sólo he cumplido la tarea que se mehabía encomendado.

Me estremecí, pero esta vez no defrío.

—No comprendo nada de todo esto

—repuse sintiéndome muy desgraciado.—Quizá no, pero pronto lo harás.

Por ahora basta con que aceptes mispalabras como ciertas.

—¿Qué sucederá, Hafgan? ¿Losabes?

—Sólo parcialmente, pero no tepreocupes, a su debido tiempo todo loverás con más claridad. Se te otorgará lasabiduría cuando sea necesaria, y elvalor cuando te sea preciso. Todoaparece en el momento adecuado. —Sequedó en silencio de nuevo, y yoescudriñé el firmamento con él con laesperanza de ver algo que apaciguara latormenta que azotaba mi alma, mas tan

solo contemplé el frío óvalo de lasestrellas, que se mecían en sus distantestrayectorias, y escuché el vientonocturno que silbaba por entre los alerosde tejas de la villa; el vacío de alguiendesheredado y solo me invadió.

Entramos de nuevo, y dormí en lamisma cama en la que había nacido.

No se volvió a aludir a lo acaecidoen la sala de Maelwys, al menos en mipresencia. Sin duda otros locomentarían, pero yo quedé agradecidode no tener que responder a ningunacuestión sobre lo sucedido.

Abandonamos Maridunum tres díasdespués. Maelwys hubiera querido

acompañarnos, pero asuntos de gobiernose lo impidieron. Él, al igual quealgunos otros, había adoptadonuevamente las costumbres de los reyesde antaño: rodeaba sus tierras defortificaciones situadas en las cimas delas colinas y recorría su reinoacompañado de su séquito, pasando defortaleza en fortaleza hasta completar lavisita a cada una de ellas.

Se despidió de nosotros y se negó aescuchar otra cosa que no fuera lapromesa de volver a visitar Maridunuma nuestro regreso. Tras esto, nospusimos en marcha de nuevo, siguiendoel viejo sendero romano a través de

colinas cada vez más elevadas y llenasde brezos.

Vimos águilas y ciervos rojos,jabalíes y zorros en abundancia, unoscuantos lobos en las zonas más altas y,en una ocasión, un oso negro. Algunosmiembros de la escolta habían traídoperros de caza, lo que se aprovechópara perseguir a los animales queencontrábamos, de modo que no nosfaltó carne fresca por la noche. Los díaseran cada vez más cálidos, pero, a pesarde que el sol brillaba con más fuerza ylas lluvias eran infrecuentes, el frescoreinaba en aquella región montañosa. Unbuen fuego al anochecer mantenía

alejado el frío, y todo un día sobre lasilla aseguraba un sueño profundo.

¿Cómo puedo describir la llegada aCaer Dyvi? Aunque no constituía mihogar, e incluso jamás había posado losojos en aquellas escarpadas colinas y ensus valles bordeados de árboles, meinvadió una sensación de regreso tanfuerte que canté de alegría y me lancé algalope, aun a riesgo de partirme elcuello, por el sendero del acantilado quesubía hasta el poblado en ruinas.

Nos acercamos por el sur,recorriendo la costa. Las descripcionestan minuciosas del lugar que Blaisehabía prodigado durante el camino, junto

con las alusiones habituales de miabuelo, provocaron en mí una especie dereconocimiento del lugar, la cual podíaser tan fiel como la de cualquiera de losque nacieron allí. Por otra parte, mesentía feliz por la satisfacción de Hafganal volver a su hogar, aunque para él, aligual que para Blaise, la dicha quedabamitigada por la tristeza.

No percibí nada lúgubre en el lugar.Estaba situado sobre un elevadopromontorio que se asomaba por eloeste al estuario y al mar, y se rodeabade espesos bosques al este y altascolinas rocosas al norte; parecía un sitiodemasiado tranquilo —similar a Ynys

Avallach— para albergar tristeza, apesar de los dolorosos acontecimientosque habían tenido lugar en aquellastierras. Una calavera sin mandíbula quedescubrí semienterrada entre la malezadaba fe de la terrible desesperación delas últimas horas de Caer Dyvi. Nuestraescolta de guerreros permanecíasilenciosa, respetuosa con los espíritusde los difuntos y, tras una breveinspección, regresó a sus caballos.

El caer se hallaba deshabitado, peroaún permanecían en pie los restos de laestructura de la gran sala de Elphin, asícomo algunas secciones de laempalizada de madera situada sobre la

zanja y las paredes y cimientos de losgraneros de piedra. Me sorprendió supequeña extensión; supongo que sedebía a que estaba acostumbrado a CaerCam y a Ynys Avallach. No obstante, nodudaba de que debía de haber sido unpoblado seguro y agradable.

Charis se paseaba por entre lasruinas cubiertas de maleza, y se lanotaba pensativa. No tuve valor paraentrometerme, ni siquiera parapreguntarle qué meditaba, ya que intuíaque se relacionaba con mi padre.Seguramente recordaba alguna anécdotaque él le habría contado de su juventud,y le imaginaba en aquel lugar; quizás,

incluso, percibía su presencia.Asimismo era obvio para cualquiera

que Hafgan también deseaba permanecera solas. De modo que me dediqué amerodear detrás de Blaise,inspeccionando diferentes lugares,mientras asistía al emocionadoredescubrir por parte del druida de suantiguo hogar. Me relató muchos hechosdesconocidos para mí, curiosidades quese referían a incidentes ocurridos en losdistintos parajes del caer.

—¿Por qué nunca regresó nadie? —pregunté. La región parecía totalmentesegura y pacífica. Blaise suspiró ymovió la cabeza.

—¡Ah! No existía uno solo denosotros que no ansiase el retorno,aunque nadie tan intensamente comoLord Elphin.

—Entonces, ¿por qué no?—No resulta fácil de explicar. —

Calló un instante—. Debes comprenderque toda esta zona fue arrasada por elenemigo. No sólo Caer Dyvi, sinotambién la Muralla, las guarniciones deCaer Seiont, Luguvalium y Eboracum.Jamás se luchó mejor y con más coraje,pero el enemigo era demasiadonumeroso; quedarse significaba lamuerte.

»Estas tierras no volvieron a

constituir un lugar sin peligro hasta casipasados dos años y, cuando hubiéramospodido regresar, ya habíamos iniciadouna nueva vida en el sur. Si abandonarlas tierras de nuestros padres supuso unaamarga obligación, volver a ellas casiera imposible. —Paseó la mirada por elcaer con cariño—. Es mejor que lascenizas reposen. Alguien levantará estosmuros de nuevo, pero no nosotros.

Permanecimos en silencio unosmomentos y Blaise lanzó otro suspiro.Luego se volvió hacia mí.

—¿Te gustaría ver el lugar dondeHafgan instruía a tu padre? —inquirió, yempezó a andar antes de que pudiera

contestarle.Salimos del antiguo poblado y

penetramos en el bosque siguiendo unantiguo sendero ahora cubierto debardana y ortigas, hasta llegar a unpequeño claro que había sido elarbolado cenador de Taliesin. En elcentro del mismo se veía el tocón de unroble.

—Hafgan se sentaba aquí, con elbastón sobre las rodillas —explicóBlaise, al tiempo que se acomodabasobre el tronco y colocaba su propiobastón sobre su regazo—, y Taliesin sesentaba a sus pies. —Me ofreció elespacio que había a sus pies, y me senté

frente a él. Blaise asintió despacio,frunciendo el entrecejo al recordar conexpresión grave.

—Los encontré así en muchísimasocasiones. ¡Ah! —suspiró—; parece tanlejano ahora…

—¿Fue aquí donde mi padre tuvo suprimera visión?

—Sí, y recuerdo muy bien ese día.Cormach, que era el Gran Druida, habíavenido a Caer Dyvi. Sabía que se moríay nos lo dijo; admito que aquelladeclaración tan franca me dejóestupefacto, pero Cormach era unapersona que hablaba sin rodeos. Declaróque sus horas estaban finalizando y que

deseaba ver al pequeño Taliesin porúltima vez antes de reunirse con losAntiguos. —Blaise esbozó una rápidasonrisa y se pasó la mano por entre lalarga melena oscura—. Me echó de aquícon la excusa de que le hirviera una colapara la cena.

Se produjo una larga pausa, ypermanecí sentado con los brazosalrededor de las rodillas escuchando losmismos sonidos del bosque que mipadre había oído: el gorjeo de lospinzones, los tordos y los arrendajos;los pequeños movimientos furtivos porentre los matorrales secos por elinvierno; los susurros de las hojas; el

crujir de las ramas que se balanceabanen el aire…

—Estaba ocupado con el pucherocuando regresaron —continuó Blaise—.Taliesin se mostrabaextraordinariamente callado y quieto, ysus movimientos parecían erráticos; suforma de hablar también resultabacuriosa: como si volviera a crear elsonido de las palabras a medida que laspronunciaba. Recuerdo haberme sentidoigual la primera vez que probé lasSemillas de la Sabiduría. Pero, como entodo lo demás, las experiencias deTaliesin eran superiores.

»Hafgan me contó que temió que el

muchacho estuviera muerto, por laperfecta quietud con que yacía cuando loencontró. Cormach se culpó por haberpresionado demasiado al muchacho.

Se interrumpió bruscamente y memiró de una forma extraña.

—¿Por qué demasiado? —pregunté,aunque conocía ya la respuesta que medaría.

—Para recorrer los senderos delOtro Mundo.

—Quieres decir para ver el futuro.Me estudió de nuevo con la misma

intensidad de antes y asintió despacio.—Creían que su visión podría ser

más rica que la de ellos.

—Me buscaba a mí.Blaise, esta vez, no desvió los ojos.—Sí, Myrddin Bach. Todos lo

hacíamos.El silencio del bosque nos envolvió

de nuevo; permanecimos sentadoscontemplándonos mutuamente. Blaiserecapacitaba sobre lo que iba a hacer, yyo prefería no presionarle y confiar ensu decisión. No sé cuánto tiempomantuvimos esta inmovilidad; al cabo deun rato, metió la mano en la bolsa quecolgaba de su cinturón y sacó tresavellanas tostadas al fuego.

—Si las quieres, aquí las tienes,Myrddin.

Las contemplé con atención y,cuando iba a alargar la mano paratomarlas, algo me retuvo; mi menteaconsejó prudencia: espera, el tiempode las visiones no ha llegado todavía.

—Gracias, Blaise —le dije—. Séque no me las habrías ofrecido si nopensases que estoy preparado, pero nodeseo probarlas de esta forma.

Asintió con la cabeza y volvió aguardar las avellanas en la bolsa.

—No por curiosidad —repuso—.No hay duda de que has escogidosabiamente, Halcón. Me siento orgullosode ti. —Se incorporó—. ¿Regresamos alcaer ahora?

Pasamos aquella noche en elpoblado en ruinas, y justo antes de lasalida del sol se puso a llover; se oía unligero tamborileo de gotas, comolágrimas que se desprendían del cieloencapotado y lleno de dolor. Ensillamoslos caballos y cabalgamos hacia elinterior, siguiendo el curso del río Dyvien dirección a la arboleda de losdruidas, en Garth Greggyn, dondedejaríamos a Hafgan durante algunosdías para que se reuniera con lahermandad de druidas.

En el camino pasamos junto a laencañizada para capturar salmones deGwyddno, o, más bien, sus restos, ya

que las redes hacía mucho tiempo quehabían desaparecido. No obstante, aúnquedaban algunas de las estacas, unospedazos ennegrecidos que sobresalíandel agua. Nos detuvimos paracontemplar el lugar donde todas nuestrasvidas, en cierta manera, habíanempezado.

Nadie habló, parecía casi como siestuviéramos ante un santuario sagrado.No en vano el pequeño Taliesin habíasido rescatado de las aguas de aquellamisma encañizada en una bolsa de pielde foca. El remanso donde se situaba latrampa para salmones constituía un buenlugar para vadear el río; mientras lo

cruzábamos, no pude evitar pensar enaquella lejana mañana en que un Elphinconfiado, desesperado por conseguirsalmón, símbolo de un cambio en susuerte, extrajo, en su lugar, un bebé delas aguas.

Cruzamos el Dyvi y continuamos porlas agrestes colinas, penetrando entierras cada vez más salvajes a medidaque avanzábamos.

L4

legados a Garth Greggyn,acampamos durante dos días, y al

inicio del tercero aparecieron losdruidas. A pesar de que no era unignorante, casi esperaba que losasistentes, sencillamente, sematerializaran como si se tratara demoradores del Otro Mundopertenecientes a épocas antiguas. Lapequeña escolta no tuvo el menorinconveniente en esperar en la cañada alos pies de la arboleda sagrada, ya que,como la mayoría de la gente,

consideraban a los druidas cuandoestaban en grupo como una amenaza quedebía evitarse.

Ese temor sorprendía. Tener unbardo entre los miembros de su Cortesignifica un gran prestigio para un señor,y, desde luego, todos aquellos reyes quepodían encontrar y conservar a uno deellos disfrutaban del beneficio de susdotes. Al mismo tiempo, el arte delarpista era respetado por encima detodos los demás, incluidos el delguerrero y el del herrero; todacelebración a la que no asistiera unbardo para entonar sus cancionesresultaba muy triste, y los inviernos se

volvían interminables e intolerables sinuna voz que narrara los viejos relatos.

Sin embargo, tan sólo con que tresdruidas se reunieran en un bosquecillo,las gentes empezaban a murmurar,cubriéndose la boca con las manos, y ahacer signos para alejar el mal, como siel mismo bardo que incrementaba sualegría durante sus fiestas, hacía mássoportable el duro invierno y lesconcedía autoridad para nombrar reyes,se transformara en un ser del quehubiera que recelar cuando se reunía consus hermanos.

Mas los corazones de los hombressiguen recordando mucho después de

que sus mentes hayan olvidado. Y no measombra que el espíritu de los hombrestiemble aún al contemplar a lahermandad reunida en el bosque, puestoque recuerda una época pasada en la quela dorada hoz exigía una vida ensangriento sacrificio a Cernunnos, Señordel Bosque, o a la Diosa Madre. Teaseguro que el miedo siempre pervivemucho tiempo, aunque no siempre demanera conveniente.

Al tercer día, después de desayunar,Hafgan se puso en pie y observó laarboleda situada en la cumbre de lacolina; luego, se volvió hacia Charis conestas palabras:

—Señora, ¿vendréis conmigo ahora?Lo miré sorprendido; en otras

circunstancias, Blaise podría haberobjetado a la invitación del GranDruida, pero ésta parecía ser una épocade acontecimientos inauditos. Guardósilencio, y los cuatro iniciamos la largaascensión por la ladera hasta el lugarconvenido.

La arboleda consistía en un espesobosque de venerables robles, además dealgunos nogales, fresnos y acebos;mucho antes de que llegaran losromanos, ya eran jóvenes árbolesrobustos y bien enraizados en la tierra;según afirmaban algunos, el mismo

Mathonwy, el primer bardo de la Isla delos Poderosos, los había plantado.

El bosquecillo sagrado de losdruidas, oscuro y lleno de sombras, conuna atmósfera de misterio imponderableque emanaba de sus gruesos troncos yretorcidas ramas, parecía un mundocerrado en sí mismo.

En el centro se configuraba unpequeño círculo de piedras y, en elmismo instante en que pisé el interior deeste anillo, percibí la presencia de unantiguo poder que fluía como un ríoinvisible alrededor de la cima de lacolina, aunque sólo representara unremolino dentro de una corriente sin fin.

La sensación de estar rodeado por untorbellino de fuerzas, de ser levantado yarrastrado por el oleaje incesante de eserío invisible, casi me dejó sinrespiración; me esforcé por andarerguido y resistirlo, al tiempo que unhormigueo recorría mi cuerpo con cadapaso que daba.

Los otros parecían no sentir lomismo, o, de experimentarlo, no lodemostraban y menos aún lomencionaban. Desde luego, el poder queenvolvía aquel lugar constituía la razónmás convincente para su elección; sinembargo, me asombró que ni Hafgan niBlaise mostraran notar el flujo de

energía que los circundaba.El Gran Druida ocupó su lugar en el

asiento situado en el centro del círculo,una losa de piedra apoyada sobre otrasdos más pequeñas, para esperar en esaposición a que llegaran los otros. Blaisemarcó una serie de señales sobre elsuelo y luego clavó un palo bien derechosobre ellas. La sombra proyectada porel sol no había pasado de una señal aotra cuando aparecieron los primerosdruidas. Saludaron a Hafgan y a Blaise,y nos miraron a mi madre y a mí coneducación, pero con frialdad, mientrasintercambiaban noticias con sus doshermanos.

Al mediodía, todos se hallaban yapresentes en la arboleda, y Hafgan, trasgolpear por tres veces su bastón deserbal sobre la piedra central, declaróque podía dar comienzo la reunión. Losbardos, treinta en total, se le unieron enel centro del círculo, y los filidh y losovatos más jóvenes empezaron a pasearpor el círculo con recipientes paralavarse las manos, copas de agua debrezo y bolsas de avellanas.

Se me incluyó entre los reunidos,mas Charis, por su parte, se quedóobservando a poca distancia desde elexterior del anillo, con el rostro solemney severo; por mi mente pasó el fugaz

pensamiento de que a lo mejor sabía loque iba a suceder. ¿Se lo había contadoHafgan? ¿Por eso le había pedido quenos acompañara?

—Hermanos míos —empezóHafgan, al tiempo que levantaba elbastón—, os saludo en el nombre de laLuz Omnipotente, cuya llegada hacetiempo que se profetizó en este mismocírculo sagrado. —Algunos miembrosde la hermandad se agitaron incómodosante estas palabras. Su movimiento nopasó inadvertido para Hafgan que bajóel bastón e inquirió—: Os molesta misaludo. ¿Por qué?

Nadie contestó.

—Decídmelo; me gustaría saberlo—insistió el Gran Druida. Sus palabrassuponían un desafío que, aunque discretoy cortés, había sido pronunciado con unaautoridad que no podía ignorarse—.¿Hen Dallpen?

El aludido hizo un leve movimientocon las manos como si quisiera mostrarsu inocencia.

—Me pareció algo extraño invocar aun dios extranjero en nuestro lugar mássagrado. —Miró a los que tenía cerca enbusca de apoyo—. Quizás otros entrelos aquí reunidos son de mi parecer.

—Si es así —repuso Hafgan tajante—, que lo declaren ahora.

Varios expresaron su conformidadcon la objeción de Hen Dallpen, ymuchos movieron la cabeza en silencio,pero todos sintieron la tensión queemanaba del retador Hafgan. ¿Por qué seconducía así?

—¿Cuánto tiempo hemos esperadoeste día, hermanos? ¿Cuánto tiempo? —Sus ojos grises se pasearon por losrostros de los que lo rodeaban—. Alparecer, demasiado, ya que habéisolvidado el motivo que en realidad nosempuja aquí.

—Claro que no, hermano, lorecordamos. Sabemos por qué nosreunimos aquí. Pero ¿por qué nos

castigas tan injustamente? —Era HenDallpen el que hablaba, másenvalentonado ahora.

—¿Por qué injustamente? ¿No esprerrogativa del Gran Druida instruir asus seguidores?

—Instrúyenos, entonces, SabioHermano. Deseamos escucharte. —Lavoz provenía de un druida situado juntoa Blaise.

Hafgan levantó el bastón y elevó lacabeza al cielo, al tiempo que de sugarganta brotaba un débil ruido querecordaba a un gemido. El extrañosonido se perdió en el silencio de laarboleda, y Hafgan miró a los reunidos.

—Desde épocas remotas hemosbuscado el conocimiento para podercomprender la verdad de las cosas: ¿Noes así?

—Así es —salmodiaron los druidas.—¿Por qué, entonces, tardamos en

aceptar la verdad cuando se proclamaante nosotros?

—Existen muchas verdades,Maestro. ¿A cuál te refieres? —preguntóHen Dallpen.

—A la Verdad Definitiva, HenDallpen —replicó Hafgan con suavidad—. Y es ésta: la Luz Omnipotente delmundo ha ascendido hasta su trono depoder y convoca a todos los hombres a

venerarla con su espíritu y con sus actos.—Esta Luz Omnipotente a la que

aludes, Sabio Hermano, ¿la conocemos?—Sí. Es Jesús, aquel a quien los

romanos llaman Cristo. —Se oyeronmurmullos. Los ojos de Hafganrecorrieron la asamblea; muchosdesviaron su mirada, incómodos—. ¿Porqué os asusta su nombre?

—¿Asustarnos? —preguntó HenDallpen—. Seguramente te equivocas,Sabio Guía. No tememos a esehombredios extranjero. Pero tampococonsideramos adecuado adorarlo aquí.

—¡O en cualquier otro lugar! —declaró otro—. En particular, porque

los sacerdotes de ese Cristo clamancontra nosotros, nos ridiculizan delantede nuestra gente y minimizan nuestro artey nuestra autoridad, así como tambiénintentan extinguir nuestra SabiaHermandad.

—No lo comprenden, Drem —intervino Blaise en tono amable—. Sonunos ignorantes, pero sudesconocimiento no altera la esencia dela verdad, que Hafgan ha resumidojustamente: la Luz Omnipotente hallegado y se revela entre nosotros.

—¿Por eso él se halla entrenosotros? —El llamado Drem se volvióhacia mí airado. Vi que otros me

miraban con animadversión, y recordé lafrialdad con que nos habían acogido.

—Tienen derecho a estar aquí —declaró Hafgan—. Es el hijo del mejorbardo que jamás haya alentado sobre laTierra.

—¡Taliesin se volvió en contranuestra! Abandonó la hermandad paraservir a ese Jesús, y ahora parece comosi trataras de que el resto de nosotrossiguiera sus pasos. ¿Hemos deabandonar nuestras antiguas costumbrespara ir detrás de un dios extranjero, sóloporque Taliesin lo hizo?

—No solamente por ese vanomotivo, hermano —repuso Blaise,

reprimiendo su enojo—, ¡sino porque eslo justo! Él, que era el primero de entretodos nosotros, discernía la verdad de lafalsedad sólo con verlas, lo cual ya essuficiente razón.

—Bien dicho, Blaise. —Hafgan mehizo un gesto para que me uniera a él enel centro del círculo, Blaise asintió conla cabeza para darme ánimos, y yo meadelanté indeciso. El Gran Druidacolocó una mano sobre mi hombro yalzó el bastón en el aire—. Antevosotros tenéis a aquel cuya llegadahemos esperado durante mucho tiempo:el Campeón que presentará batalla a lasTinieblas al mando de las huestes

guerreras. ¡Yo, Hafgan, Archidruida delCor de Garth Greggyn, así lo manifiesto!

Su anuncio fue recibido con unprofundo silencio, incluso yo dudé sobrelo sensato de tal afirmación, ya quemuchos de los miembros de la SabiaHermandad se resentían todavía de lasofensas recibidas de los sacerdotescristianos, mientras que otros semostraban abiertamente escépticos.Contra toda cautela, las palabras yahabían salido de sus labios y no sepodían retirar. Permanecí inmóvil,temblando en mi interior, no tan sólo deansiedad, sino también por lo queimplicaban las frases del Archidruida:

el Campeón… al mando de las huestesguerreras… las Tinieblas…

—No es más que un niño —se mofóHen Dallpen.

—¿Querrías acaso que viniera a lavida ya como un hombre adulto, comoMannawyddan? —exigió el druidasituado junto a Blaise.

Por suerte contábamos con unoscuantos aliados entre los miembros de laSabia Hermandad.

—¿Cómo asegurarnos de que es elhijo de Taliesin? ¿Quién puedeatestiguar su nacimiento? —quiso saberuno de los incrédulos—. ¿Te hallabas túallí, Indeg? ¿Lo estuviste tú, Blaise? ¿Y

tú, Sabio Guía; te encontrabas allí? ¿Quérespondéis?

—Yo soy testigo. —La voz les tomóa todos por sorpresa, pues habíanolvidado por completo que mi madre losobservaba—. Yo estuve allí —aseguróde nuevo, y dio un paso hacia adelante.Ahora se desvelaba el motivo de supresencia allí; no sólo había venido paraver la proclamación de su hijo entre laSabia Hermandad, sino también paraprestar su ayuda si las cosas secomplicaban, como Hafgan habíaprevisto.

«A partir de ahora», había afirmadoHafgan, «los hombres empezarán a

reconocerte». Aquel zorro astutopensaba otorgarme todas las ventajasdesde el principio.

—Yo lo engendré y lo vi nacer. —Mi madre penetró en el círculo sagradoy se colocó a mi lado.

Así se desarrolló la situación; conHafgan a un lado, mi madre al otro yrodeado de druidas descontentos, sentíacómo el extraño poder de la arboledafluía a mi alrededor. No resultasorprendente que, en talescircunstancias, la exaltación meempujara a realizar una acción de la queapenas fui consciente, y aún ahorarecuerdo con asombro.

Los druidas nos seguíancontemplando poco convencidos.

—… Un niño que nació sin un hálitode vida. Taliesin infundió vida a sucuerpo inerte con una canción… —rememoraba Charis.

Percibí que el aire se estremecía ami alrededor, palpitante bajo el influjode la arboleda. Las piedras del círculosagrado parecieron pasar del gris alazul, mientras una pared de relucientecristal, producto de aquella atmósferaintensa y cargada, se espesaba a nuestroalrededor. El encono de los druidashacia mí, unido a mi presencia, habíadespertado la fuerza dormida del

omphalos, el centro de poder sobre elque se había elevado la colina.

Vi a seres del Otro Mundo que semovían por entre las piedras colocadasen círculo. Uno de ellos, alto y rubio,cuyo rostro y vestimenta brillaban conun refulgente resplandor que se agitabacomo rayos de sol sobre el agua, sedirigió hacia mí y señaló con la mano elAsiento del Druida que había ocupadoHafgan. Jamás había contemplado a unAntiguo, pero, en mi interior, esperabaverlo, y por lo tanto no me sorprendí.Desde luego, nadie más advirtió aquellaimagen, ni tampoco yo mostré ningúnindicio que indicara el prodigio que

tenía lugar a nuestro alrededor.Cuando el ser apuntó hacia la losa

de piedra que descansaba en el vórticedel poder de la colina, me volví paramirarla; ésta, también azulada ahoracomo el resto, despedía un ligero fulgor.Me puse de pie sobre ella y escuché alos druidas lanzar una exclamación, yaque tan sólo el Gran Druida puede tocarla piedra, ¡aunque jamás con los pies!

En tanto yo permanecía sobre ella,se elevó por los aires; el vórtice estabatan cargado de energía que levantó lapiedra y a mí con ella. Entonces, desdemi elevada posición, empecé a hablar,o, más bien, el Antiguo lo hizo a través

de mí, puesto que las palabras no mepertenecían.

—¡Siervos de la Verdad, dejad degimotear y escuchadme! Consideraosrealmente afortunados entre loshombres, ya que hoy asistís a lo quemuchos han deseado ver durante toda suvida y han muerto sin que se cumplieseese anhelo.

»¿Por qué os asombra que el mássabio de entre vosotros os salude en elnombre de Jesús, quien se llamaba a símismo el Camino y la Verdad? ¿Por quévosotros, que buscáis la verdad en todassus formas, os empeñáis en cegarosahora?

»¿Creéis acaso porque veis flotaruna piedra? —Intuí que seguíanaferrados a su escepticismo, aunquemuchos sentían temor y estabanasombrados—. A lo mejor creeréis sibailan todas las piedras.

En ese momento, verdaderamenteestaba convencido de poder conseguirtal proeza, que sólo con que diera unapalmada o un grito o efectuara algúngesto las piedras se liberarían del suelopara balancearse en una danzavertiginosa por el reluciente espacio.

Debido a tal certeza, di una palmaday un fuerte grito, que no sonó en absolutocon el tono de mi voz, puesto que resonó

sobre la tierra, y se repitió por lascañadas y valles de los alrededores,provocando el temblor de las piedrasdel círculo mágico.

Luego, una a una, las moles clavadasen el suelo empezaron a ascender.

Una tras otra se separaron de susagujeros, como dientes que sedesprenden de la mandíbula que lossujeta, y se alzaron entre un remolino depolvo para quedar suspendidas en elaire. Y, cuando todas se hallaronlevitando, aquellas viejas piedrasempezaron a girar.

Al principio dieron vueltaslentamente, pero luego empezaron a

moverse más deprisa, al tiempo quecada una comenzó a rotar sobre supropio eje, acompañando de este modosus elevados giros.

Los druidas las miraronhorrorizados y perplejos; algunoslanzaron incluso gritos de espanto. A miparecer, resultaba un espectáculohermoso observar, como en un sueño,aquellas pesadas piedras azulesefectuando su danza suspendidas en elreluciente aire.

Después de todo, quizá fue un sueño,pero, en ese caso, fue compartido portodos con los ojos bien abiertos, yatónitos y boquiabiertos de

incredulidad.Las piedras continuaban su

trayectoria, y yo, desde el lugar queocupaba sobre el Asiento del Druida,escuchaba mi propia voz que resonaba,fuerte y extraña, no sé si entonando unacanción o estallando en carcajadas,dirigidas a las piedras flotantes.

Volví a dar una palmada, y, alinstante, cayeron en picado al suelo. Latierra tembló bajo ellas, y una nube depolvo se elevó a nuestro alrededor.Cuando se disipó, comprobamos quealgunas de las piedras habían vuelto aocupar sus agujeros, mas la mayoría, sinembargo, yacían sencillamente allí

donde había sido detenido sumovimiento; algunas, además, se habíanresquebrajado y dividido, y el anillo sehabía roto.

La piedra sobre la que yopermanecía había vuelto a su lugar.Descendí de ella, y Blaise, con el rostroiluminado por el prodigio que habíapresenciado, se abalanzó hacia mí, peroHafgan le contuvo, diciendo:

—No lo toques hasta que el awenhaya pasado.

Mi maestro hizo intención deretroceder, al tiempo que sus ojos seposaban sobre el Asiento del Druida ylo señalaba con el dedo.

—Para todo aquel que se sientainclinado a dudar de lo que hemospresenciado en este día, que estoconstituya la prueba de que lo ocurridoha sido real.

Miré hacia donde él indicaba y vilas huellas de mis pies profundamentegrabadas en la losa del Gran Druida.

De esta forma, aquel día seproclamó la Luz Omnipotente entre losmiembros de la Sabia Hermandad.Algunos creyeron; otros no. Y aunqueninguno podía negar el poder que seencerraba tras aquel extraordinariosuceso, algunos prefirieron atribuir el

milagro a alguna fuente de otro tipo.—¡Es Lleu-sol! —exclamaron

algunos.—¡Mathonwy! —aseguraron otros

—; ¿quién si no posee tal poder?Al final, Hafgan perdió su pacífica

apariencia.—Me llamáis Sabio Guía —

masculló con tristeza—, pero os negáisa seguirme. Bien, que desde este díacada uno honre a quien le parezca. ¡Noseré Jefe de un grupo tan ignorante ymezquino!

Tras este abrupto final, levantó subastón con ambas manos y lo rompiósobre su rodilla. Luego les dio la

espalda y abandonó la asamblea. LaSabia Hermandad quedaba disuelta.

Blaise, Charis y yo salimos delbosquecillo detrás de Hafgan, seguidosde dos o tres druidas más, y regresamosa la cañada donde nos esperaba laescolta. Al instante, levantamos elcampamento y cabalgamos hacia el suren dirección a Yr Widdfa. Hafgan queríavolver a ver la enorme montaña ymostrarnos el lugar donde había nacido.

Su enojo persistió durante algúntiempo después de haber abandonadoGarth Greggyn, pero luego desaparecióy empezó a mostrarse más alegre y

contento de lo que jamás le había visto;cantaba, reía, mantenía largasconversaciones con mi madre mientrasavanzábamos. Parecía un hombreliberado de una pesada carga, o de undolor asfixiante. Blaise también observóel cambio, y me lo explicó.

—Su corazón ha estado divididodurante mucho tiempo. Creo que lo quedeseaba realmente en la arboleda eraforzar a tomar una decisión, y, ahora quesus obligaciones han terminado, haquedado libre para seguir su propiocamino.

—¿Dividido?—Sí, se hallaba indeciso entre Jesús

y los antiguos dioses —respondióBlaise—. Como Gran Druida debemantener la eminencia de los antiguosdioses que venera nuestra gente; sinembargo, a partir del momento en quedescubrió la Luz Omnipotente, esa tarease ha convertido en algo desagradablepara él durante estos años. —Supongoque arrugué la frente o de algún mododemostré que no entendía sus palabras,ya que Blaise añadió—: Tienes quecomprender, Myrddin Bach, que notodos los hombres seguirán la Luz.Ningún acontecimiento extraordinariovencerá sus reticencias. —Sacudió lacabeza—. Aunque los cadáveres se

levanten de sus tumbas y las piedrasbailen en el aire, seguirán sin aceptarla.Pese a su absurdo sentido, es así.

No me convenció enteramente. Penséque me decía la verdad tal y como él lainterpretaba, y respeté su punto de vista,pero en el fondo de mi corazón razonabaque si los hombres no creían era porqueaún no se había encontrado una formamás convincente para atraerlos. «Debeexistir una manera de conseguirlo»,pensé para mí, «y yo la encontraré».

Dos días más tarde estábamosinstalados en una elevada colina; elviento agitaba la escasa hierba ysuspiraba entre las rocas desnudas

mientras contemplábamos admirados elYr Widdfa, el Señor de las Nieves, fríocoronado de nieve y envuelto ensolitario esplendor; era la Fortaleza delInvierno.

En aquella región deshabitada, demelancólicas cumbres y oscuros valles,resultaba fácil dar crédito a las historiasque se murmuraban alrededor de lalumbre, a esos relatos que los hombreshan ido trasmitiendo de padres a hijosdurante cien generaciones o más:gigantes de un solo ojo en enormes salasde piedra; diosas que se transforman enlechuzas para vagar por la nocheimpulsadas por sus suaves y silenciosas

alas; doncellas acuáticas que con suencanto atraen a los incautos hacia unamuerte segura bajo las aguas; colinasencantadas donde los héroes que caenbajo su hechizo duermen durante siglos;islas invisibles donde los dioses retozanen la penumbra de un verano eterno…

Sólo allí, entre aquellas colinas, loincreíble parecía verosímil.

Desmontamos y comimos en la cima,luego descansamos. No tenía ganas dedormir, y decidí bajar al valle parallenar las jarras y los odres de agua enel río. No era una caminata peligrosa, nidemasiado larga, y, por ese motivo, nopresté una especial atención a las

características del terreno, aunquetampoco me hubiera sido de granutilidad.

Di un tropezón y resbalé colinaabajo cargado de odres y vasijas, que sebalanceaban en sus correas que mecolgaban del cuello y de los hombros.Por el centro del valle discurría un ríode rápidas aguas entre espesas marañasde endrinos y saúcos. Encontré unsendero que conducía hasta el lecho yme dispuse a llenar los recipientes.

No puedo decir cuánto tiempotranscurrió, aunque no pudo haber sidomucho. No obstante, cuando habíacumplido mi cometido y me puse en pie

para observar a mi alrededor, advertíque ya no podía divisar la colina: unaniebla espesa y gris había descendidosobre Yr Widdfa y cubierto las cimasmás altas con una densa y tupida masatan gruesa como un manto de lana.

Me preocupé, pero no me asusté;después de todo, la colina se alzabajusto enfrente de mí. Todo lo que debíahacer era poner un pie delante del otro ydesandar el camino hasta dondeesperaban los demás. No perdí uninstante, y me puse en marcha antes deque mis acompañantes despertasen y seangustiasen al no encontrarme ycomprobar que la niebla se cernía sobre

el valle.Enseguida encontré el sendero por el

que había bajado e inicié el ascenso.Anduve durante mucho rato, pero noconseguía acercarme a la cumbre. Medetuve y miré con atención para intentarpenetrar aquella oscuridad que searremolinaba a mi alrededor, mas pormucho que lo intenté no pude discerniren qué parte de la ladera me hallaba.

Grité… y oí cómo los espesos yhúmedos vapores ahogaban mi grito.

¿Qué podía hacer?Era imposible saber cuánto duraría

aquella neblina. Podía errar por la sendade la colina durante días y no encontrar

el camino correcto, o, lo que era peor ymás probable, podría tropezar en unaroca y romperme una pierna, o caer porun barranco y matarme. Me senté pararecapacitar.

Parecía evidente que había estadocaminando en círculos, y, mientraspermanecía allí sentado, me convencí deque la bruma no tenía intención dedisiparse. La única elección posibleconsistía en ponerme en marcha una vezmás, ya que no me entusiasmaba la ideade pasar una fría y húmeda noche solo yagarrado a una roca en medio de laladera. Empecé a andar de nuevo, peroesta vez despacio, para asegurarme de

que encaminaba cada paso hacia arriba.De esta forma, aunque podía transcurrirmedio día, acabaría por llegar a nuestrocampamento en la cima.

Finalmente alcancé la cumbre, perome hallé con que nuestro campamentohabía sido abandonado y no quedabanadie en el lugar. Dejé caer los odresllenos de agua y paseé la mirada a mialrededor. La niebla no era tan espesacomo en el valle, y podía, aunque conalguna dificultad, examinar lasinmediaciones. Todos se habían ido sindejar el menor rastro. Resultaba extrañoy aterrador.

Grité una y otra vez, pero no escuché

ninguna respuesta. Regresé al lugardonde habíamos comido, con laesperanza de encontrar alguna huella,por pequeña que fuera, de nuestrapresencia, pero, pese a mis intentos, mefue imposible localizar el lugar. Noquedaba ni un mendrugo, ni una migaque indicara el sitio exacto. Tampocohallé ni una sola huella de los cascos delos caballos, ni siquiera una brizna dehierba aplastada…

¡Había subido a la colinaequivocada! En mis prisas por escaparde la niebla, había confundido elcamino, y ahora tendría que esperarhasta que la bruma aclarara para

averiguar dónde y cómo había cometidomi error. Entretanto, lo más sensato, y loque hubiera debido de hacer desde elprincipio, era no moverme del sitio.

Las mejillas me ardían de vergüenzaante mi enorme estupidez: podíaconseguir que un círculo de piedrasbailase en el aire, pero me eraimposible subir a la cima de una simplecolina sin perderme. El absurdoseñalaba el desequilibrio entre misaptitudes.

E5

ncontré un hueco entre las rocas, meenvolví en mi capa y me dispuse a

esperar, intuyendo que quizá tendría quepasar la noche allí. ¿Reclamarían otravíctima aquellas colinas de rocasporosas?

No me gustaba pensar en esaposibilidad.

Más tarde, la niebla empezó aespesarse y a oscurecerse con la llegadadel crepúsculo. Mientras permanecíaabrazado a mis rodillas e intentando nosentir miedo, oí un ligero tintineo, el

leve campanilleo del arnés de uncaballo. ¡Podía tratarse de un miembrode la escolta que venía en mi busca! Mepuse en pie de un salto y llamé en vozalta, pero el sonido cesó, y ya no lovolví a escuchar, a pesar de que memantuve a la expectativa.

—¿Estás ahí? ¿Blaise? ¿Quién es?Mis palabras se desvanecieron al

pronunciarlas, y no obtuve respuesta.Recuperé uno de los odres de agua yregresé a mi refugio entre las rocas,sintiéndome ahora muy desgraciado. Meenvolví aún más en mi capa y mepregunté cuánto tiempo tardarían loslobos en encontrarme.

Debí dormirme, ya que recuerdo unsueño: vi a un hombre alto y demacradosentado en una habitación en la quehabía pintados extraños dibujos; susmanos se hallaban extendidas y planassobre la mesa que tenía delante, y losojos, cerrados, aparecían hundidos en surostro largo y consumido. Llevaba elpelo sin cortar, cayéndole sobre loshombros como una telaraña, y vestía unalujosa túnica de un azul oscurísimo conun broche de plata incrustado dediminutas piedras de la luna.

Delante de él, sobre la mesa, habíaun objeto que semejaba un enormehuevo, una especie de piedra pulida,

apoyada en un soporte de maderatallada. Dos velas gastadas, cuya débilluz se balanceaba debido al viento quepenetraba por las rendijas de paredes yventanas, montaban guardia a cada ladode aquella forma ovoide.

Este hombre no estaba solo; leacompañaba otra persona, y, aunque nopodía verla, sabía, con ese conocimientoque sólo se posee en los sueños, queella se encontraba allí junto a él. ¡Oh, sí,la otra persona era una mujer! Lo intuí,incluso antes de que extendiera su manomuy despacio por encima de la mesapara entrelazar sus dedos jóvenes conlos del hombre. Entonces éste abrió los

ojos, pero únicamente distinguí el brilloque desprendían las velas, pues sus ojosparecían pozos de oscuridad y demuerte.

Me estremecí y me desperté.Resultaba un sueño insólito; pero,

envuelto todavía en la estela de susimágenes, percibí que representaba unlugar real, y que el hombre que habíavisto y la mujer cuya mano había podidocontemplar por un instante existían.

Parpadeé y miré en derredor; en lanoche cerrada la oscuridad eracompleta. El viento soplaba yarremolinaba la niebla. Escuché denuevo el leve campanilleo, mas esta vez

no grité, sino que permanecí en silencio,acurrucado entre las rocas. El sonido seacercó; sin embargo, en medio de labruma, no podía discernir lo próximoque en realidad se hallaba. Aguardé.

Poco después, observé una manchamás clara que flotaba en la oscuridad yse movía hacia mí a través de la densa yhúmeda atmósfera. Aquel débil fulgor seiluminó e intensificó, para luegodividirse en dos esferas relucientes,como enormes ojos de gato. El tintineoprovenía de aquellas luces que seacercaban.

No se detuvieron hasta queestuvieron casi encima de mí. Aunque yo

no moví un músculo, se dirigíanjustamente a mi encuentro; debieron delocalizarme por el olfato, ya que laoscuridad y la niebla lo cubrían todo.

Eran cuatro hombres de piel oscura,dos por cada antorcha, ataviados contoscos chalecos de piel y «kilts». Suscuerpos parecían fornidos y compactos.Dos de ellos lucían gruesos brazaletesde oro y llevaban lanzas con punta debronce; todos poseían cuchillos debronce sujetos a los cinturones. No measustaron sus armas, puesto que, pese aser personas adultas, no eran más altosque yo, un muchacho de apenas onceveranos.

Sus ojos, oscuros y astutos como losde la comadreja, se quedaronmirándome por entre la niebla; lassombras jugueteaban sobre sus rostros.Los que sostenían las antorchas laselevaron y los otros dos avanzaron a lavez hasta hallarse junto a mí; almoverse, dejaban oír un suave tintineoapenas perceptible. Busqué su origen ydescubrí una cadena con campanillas decobre atada justo debajo de la rodilladel extraño que tenía más cerca. Éste sepuso en cuclillas y me estudió durante unlargo rato, mientras sus ojos oscuroscentelleaban. Apretó un dedo contra mipecho como para comprobar que había

carne y huesos allí, y gruñó. Luego viomi torc de plata y levantó la mano paraacariciarlo.

Al cabo de un momento se irguió ygritó algo por encima del hombro. Losque estaban detrás de él se apartaron, yobservé a otra figura que surgía de entrela bruma y se aproximaba. Me puse enpie despacio, con las manos inertes a loscostados, y aguardé a que el reciénllegado se colocara ante el primerhombre. Su estatura era aún inferior a lade los otros, pero se movía con laautoridad que emana de todos los jefesde clan, como si constituyera unasegunda piel, y no me cupo la menor

duda de que ostentaba una posiciónelevada entre los suyos.

Hizo una señal a uno de los queportaban las antorchas para que laacercara y poderme contemplar mejor.Bajo aquella luz temblorosa me percatéde que el jefe del clan era una mujer.

También ella examinó durante largorato mi torc, pero no lo tocó, ni tampocoa mí. Se volvió hacia el que llevaba lascampanillas y lanzó un corto y agudoladrido, tras el cual éste y el que estabaa su lado se aferraron a mis brazos y nospusimos en marcha.

Me sentí transportado más quearrastrado, ya que mis pies apenas

tocaban el suelo. Descendimos la colinay llegamos al valle, atravesamos el ríoy, a juzgar por el continuo chapoteo quenos acompañó, lo seguimos durante untrecho antes de empezar un nuevoascenso. La pendiente de la cuesta eragradual; finalmente se niveló y seconvirtió en un estrecho sendero ogarganta entre dos empinadas colinas.

La senda recorría una considerabledistancia, pues caminamos un buen rato,con una antorcha delante y la otra detrás;los acompañantes que llevaba a cadalado no me empujaban, pero tampocoaflojaban las manos que me sujetaban, apesar de que la huida se hacía

imposible, ya que, aunque hubierapodido ver por dónde iba, no habríasabido en qué dirección correr.

Por fin el sendero giró hacia arriba,y empezamos una empinada ascensión.No obstante, fue una escalada corta, ypronto me encontré frente a una entradaredonda, cubierta por una piel, quesurgía de la misma colina. El jefe entró,y se me indicó que debía seguirlo.Penetré en el interior y me encontré conun enorme recinto en forma de montículohecho de madera y pieles. Cubierto debarro y turba por el exterior, el rath,como se le llamaba, parecía a la luz delsol uno más de los innumerables cerros

que lo rodeaban.Había quince personas o más

recostadas en grupos sobre jergones dehierba cubiertos con pieles de oveja,además de algunos animales, alrededorde un fuego central; eran hombres,mujeres, niños y unos pocos perrosescuálidos que seguramente se hubieransentido más cómodos corriendo por losalrededores como si se tratase de unamanada de lobos; todos ellos, hombres ybestias por igual, me contemplaban concuriosidad mientras yo permanecíavacilante en medio del recinto.

La mujer-jefe me señaló que meacercara y se me condujo frente a una

anciana, no más alta que una jovencita,de cabellos totalmente níveos y pielarrugada como una pasa. Me estudió confranca atención durante un momento, consus ojos negros, que se mostrabanagudos como la aguja de hueso quellevaba en la mano; luego, extendió unamano para tocarme la pierna, me lapellizcó y la palmeó. Satisfecha de loque veía, asintió con la cabeza endirección a la mujer-jefe, quien hizo ungesto con la cabeza, y me condujeron aun jergón sobre el que me arrojaron.

Una vez concluido el examen,aquella gente pareció perder todointerés por mí, y se me dejó tranquilo

para que observara a mis capturadores,que, aparte de alguna mirada ocasionalen mi dirección y de un perro que seacercó a olfatearme manos y piernas,parecían haberse olvidado ya de mipresencia. Yo, por mi parte, me sentésobre el jergón cubierto de pieles eintenté analizar la nueva situación que sepresentaba ante mí.

Había ocho hombres y cuatromujeres aparte de la mujer-jefe y de laanciana; desparramadas entre elloshabía cinco criaturas desnudas cuyasedades me resultaba imposibledeterminar, pues ¡los adultos semejabanniños! Todos los mayores lucían unas

cicatrices pintadas con glasto, que,como descubrí más tarde, eran lasmarcas del fhain: unas peculiaresespirales producidas mediante laaplicación de aquel polvillo azul oscuroen la abertura de la herida en elmomento de grabarlas sobre la carne afin de que quedaran coloreadas parasiempre. Los individuos del mismofhain, es decir, pertenecientes a lamisma familia tribal o clan, llevansiempre idénticas marcas.

Rebusqué en mi mente para intentaraveriguar quiénes podrían ser aquellosseres. Pictos no. A pesar de que usabanglasto, sus cuerpos menudos no los

emparentaban con los pictos, el PuebloPintado, quienes, además, me habríanmatado nada más descubrirme. Tampocoeran miembros de ninguna de las tribusde las colinas como los votadini o loscruithni, que yo conocía. Su costumbrede vivir bajo tierra apuntaba a unposible origen del norte, pero, si lasuposición era cierta, se hallaban muy alsur de sus amados páramos.

Decidí que sólo podían ser losbhean sidhe, el fabuloso Pueblo de lasColinas, tan temidos por sus misteriosascostumbres y su magia, como envidiadospor su oro. Se rumoreaba que poseían ungran poder malévolo, sólo superado por

su tesoro; utilizaban ambos paraatormentar a los hombres-altos, a losque sacrificaban, siempre queconseguían capturarlos, a sus toscosídolos.

Yo era su prisionero.El clan se acomodó para pasar la

noche y uno a uno se fueron durmiendo.Yo fingí también hacerlo, peropermanecí despierto para aprovechar lamenor oportunidad de escapar. Cuandopor fin, a juzgar por los ronquidos, todoel mundo se encontraba profunda ytranquilamente inmerso en el sueño, melevanté, me arrastré fuera de mi jergónhasta la entrada, y salí a la noche.

La niebla se había levantado y elcielo se cubría de estrellas frías ybrillantes; la luna hacía rato que habíadesaparecido. Las colinas circundanteseran como una masa negra y ondulanteque se recortaba contra el azul profundodel firmamento. Aspiré con fuerza elaire de montaña y contemplé los astros.Cualquier idea de huida que pudieraabrigar desapareció entonces. No teníamás que mirar aquella noche negra comoboca de lobo para comprender que echara correr en medio de ella me conduciríaal desastre, e, incluso en la indecisiónde arriesgarme, me acabó de convencerdel peligro el aullido de una manada de

lobos en busca de presa que me trajo elviento.

Quizás ése era el motivo por el quemis capturadores no se habíanmolestado en inmovilizarme. Si era tanestúpido como para tentar a los lobos,me merecería mi destino.

Mientras permanecía contemplandolas estrellas, escuché apartarse la pielde la entrada y me volví en el momentoen que alguien salía del rath. La figurase acercó hasta donde yo estaba y vi quese trataba de la mujer-jefe. Colocó sumano sobre mi brazo de forma apenasperceptible, tanto para asegurarse deque yo seguía allí como para recordarme

mi condición de prisionero.Nos mantuvimos así, uno al lado del

otro, durante un largo rato, tan juntos quepercibía el calor de su cuerpo. Ningunode los dos habló; no teníamos palabras.Pero en la forma en que me había tocadointuí un indicio de que aquellas gentesme conservaban para algún propósito, yque, aunque no era exactamente uninvitado de honor, mi presencia no sedebía sólo a una curiosidad efímera.

Al cabo de un tiempo, se volvió ytiró de mí para regresar al rath. Volví ami jergón y ella al suyo, y cerré los ojosy recé rogando para que pudierareunirme muy pronto con los míos.

Descubrí inmediatamente, despuésdel amanecer, lo que los habitantes de lacolina querían de mí, cuando Vrisa, lajefa de los Amsaradh Fhain —elnombre que se daban a sí mismos;significa Pueblo del Ave Cazadora, oClan del Halcón—, me condujo a sulugar sagrado en la cumbre de una colinacercana, que se alzaba más alta que lasde los alrededores; y supuso un relativoesfuerzo subir a ella, pero, una vezalcanzada la cima, descubrí un menhir,una piedra solitaria que se elevabadesde el suelo, pintado con espiralesazules y la representación de variospájaros y animales, especialmente

halcones y lobos.Vrisa llevaba en el cinturón un

cuchillo de hoja larga y plana, afilado ypulido hasta brillar como un espejo. Elhombre de las campanillas —Elac,como más tarde sabría— me sujetó elbrazo con fuerza durante todo el caminohasta la cima de la colina, y dos de suscompañeros llevaban lanzas. Todo elfhain realizó la ascensión a la montaña;sus miembros nos rodearon cuando nosdetuvimos junto al menhir, al tiempo quecanturreaban en voz baja, con un sonidoque recordaba a las hojas secas agitadaspor el viento.

Sacaron una soga de cuero trenzado

y me ataron las muñecas; me quitaron lacapa, y me obligaron a tumbarme en elsuelo en el lado de la piedra iluminadopor el sol. Los preparativos hacíanpensar en un sacrificio y, a juzgar porlos huesos desparramados por losalrededores de la cima, yo no era suprimera ofrenda.

Pero, aunque pudiera parecerjactancioso a alguno, la verdad es queme asustaba más haber sido abandonadopor mi gente que el que me arrancaran elcorazón palpitante todavía del cuerpo.Estas gentes no alimentaban odio, niengaño, ni malicia. No me deseaban elmenor mal, y ni siquiera consideraban

que quitarme la vida fuera reprochable.Según su forma de pensar, mi espíritusencillamente tomaría un nuevo cuerpo yyo volvería a nacer, o viajaría al OtroMundo para vivir con los Antiguos en elparaíso, en el que no existía ni la nocheni el invierno. En cualquier caso, midestino era afortunado.

El que tuviera que morir paradisfrutar de uno u otro de esosenvidiables beneficios resultabainevitable, y, en consecuencia, no lespreocupaba en exceso, puesto que todosdebíamos emprender más tarde o mástemprano ese viaje, y el momento noimportaba demasiado.

Yacía allí en el suelo, siguiendo lalenta ascensión del sol por encima delas colinas que nos rodeaban, ya queéste señalaría el momento preciso:cuando los primeros rayos cayeransobre el menhir, Vrisa me hundiría elcuchillo. Entretanto, me comporté comocualquier cristiano hubiera hecho, y recéimplorando una muerte rápida.

Quizá se debió a que el cuchilloestaba mal forjado, quizás era viejo ydebía haberse refundido hacía yatiempo, pero, cuando el sol dio de llenoen el menhir, el canturreante coro lanzóun fuerte grito, y el cuchillo de Vrisarefulgió en el aire antes de descender

sobre mí con la misma velocidad conque ataca una serpiente.

Cerré los ojos con fuerza y en esemismo instante oí una exclamación.

Al abrirlos de nuevo, vi a Vrisa quese sujetaba la muñeca; su rostropalidecía por el dolor, y sus dientes seapretaban para reprimir un nuevo grito.El mango del cuchillo yacía en el sueloy su hoja se había roto en relucientesfragmentos que parecían pedazos decristal amarillo.

Elac, con los ojos a punto de saltarlede las órbitas, oprimía su lanza con tantafuerza que tenía los nudillos blancos.Otros se mordían el dorso de la mano;

algunos, incluso, se lanzaron boca abajoen el suelo y gimoteaban.

Como pude me incorporé hastaquedar sentado. La mujer sabia del clan,la Gern-y-fhain, se abrió paso por entrelos presentes hasta colocarse ante mícon las manos extendidas y sus pupilasdirigidas al astro que brillaba ya en loalto, canturreando en su lengua. Luegohizo un gesto con las manos y dio unaorden a los hombres que mecontemplaban. Dos de ellos se meacercaron indecisos, pues se les pedía laúltima cosa en el mundo que hubierandeseado hacer, y desataron la soga queme inmovilizaba.

Algunos dirán que yo rompí elcuchillo con magia. He oído comentar,incluso, que lo sucedido no resultabanada sorprendente, ya que, como todo elmundo sabe, el bronce no puede dañar aninguna criatura mágica, característicaque me atribuían.

Sin embargo, yo estaba igual desorprendido y no me sentía en absolutoun ser especial. Además, aún no habíaaprendido los secretos del antiguo arte.Te cuento sólo lo que ocurrió, puedescreer lo que quieras. La verdad es quecuando el cuchillo de los sacrificios deVrisa centelleó en el aire en dirección ami pecho, apareció una mano de niebla,

invocada por Elac. El cuchillo se clavóen la palma de esta misteriosa manobrumosa y se hizo añicos.

La muñeca de Vrisa empezaba ya ahincharse; la fuerza con que propinabasu golpe y la sacudida del arma alpartirse por poco le rompen la muñeca,pobre muchacha. Ahora puedo llamarlaasí porque no tardé en averiguar que noera más que uno o dos veranos mayorque yo; sin embargo, ya se habíaimpuesto como jefe de su tribu delPueblo de las Colinas. La Gern-y-fhain,la mujer sabia de los ojos penetrantescomo el pedernal y rostro arrugadocomo una manzana color avellana, era su

abuela.Ésta reconoció de inmediato una

señal tan poderosa y tomó las riendas dela situación al momento; me hizo poneren pie, y estudió mi rostro con atenciónun buen rato. El sol estaba ya en lo altoy su luz se reflejaba de lleno en misojos; me examinó con cuidado y sevolvió hacia los otros para hablarlescon gran excitación. Éstos se limitaron amirarme boquiabiertos, pero Vrisa seadelantó despacio, levantó una mano y,tras empujar mi mejilla hacia abajo,observó detenidamente mis ojos.

Una expresión de reconocimientoiluminó su rostro y sonrió, olvidando

por un momento el dolor de su muñeca.Invitó a los demás a que lo comprobaranpor sí mismos, y me sometieron a unadura prueba al decidir todo el clancontemplar el color de mis ojos porturno.

Cuando quedaron todos convencidosde que realmente poseía los ojosdorados de un halcón, la Gern-y-fhaincolocó las manos sobre mi cabeza yofreció una oración de gracias a Lug-Solpor enviarme.

El clan había determinado que erapreciso realizar una poderosa ofrendapara contrarrestar una racha de terriblemala suerte que venían sufriendo desde

hacía tres veranos: pastos pobres y unbajísimo índice de cría entre sus ovejas,dos niños habían muerto a causa de unasfiebres, y al hermano de Nolo lo habíamatado un jabalí. La mejora de susperspectivas eran realmentedesfavorables en el momento en queElac, de regreso de una cacería fallida,me oyó gritar en la cima de la colina enmedio de la niebla, y pensó que lasplegarias de su gente habían sidoescuchadas.

Elac subió a la cima y me encontróallí, luego se dirigió a toda prisa al rath,contó a los demás su descubrimiento y,tras rumiarlo entre ellos, decidieron ir

en mi busca y sacrificarme por lamañana. No obstante, el cuchillo rotopropició una nueva orientación a lasituación: concluyeron que yo debía deser un regalo de los dioses, aunquedisfrazado desafortunadamente como unmuchacho de la raza infrahumana de loshombres-altos.

No es mi intención mostrarlos comocriaturas retrasadas, aunque «infantil»describiría de forma apropiada sucarácter; por el contrario, eran muyinteligentes, poseedores de una amplia yfiel memoria y una gran reserva deconocimientos instintivos que adquiríande la misma leche con que les

amamantaban sus madres.Pero la fuerza de su fe era tal que

sus vidas transcurrían en una indiscutidaaceptación y confianza en susProgenitores, la Diosa Tierra y suesposo, Lug-Sol, para que lesprocuraran lluvia y sol, ciervos quecazar, pastos para sus ovejas, y todas lascosas que necesitaban para susupervivencia.

Debido a esta especie de fatalidad,todo era posible en cualquier momento.El cielo podía convertirse en piedra derepente, o los ríos en caudales de plata ylas colinas en oro; los dragones podíanenroscarse para dormir bajo las colinas,

o los gigantes soñar en profundascavernas montañosas; un hombre podíaser una persona o un dios, o ambascosas a la vez. Una mano podía apareceren medio de ellos y hacer añicos uncuchillo en el momento en que éste seprecipitaba sobre el corazón de su tannecesitado sacrificio, y también debíaaceptarse este hecho sin vacilación.

¿Les convierten esas ideas en serespoco evolucionados?

Con una fe como la suya nosorprende que, una vez conocieron laVerdad, la difundieran a lo largo de unadilatada extensión.

C6

reí que cuando regresáramos alrath me dejarían en libertad, pero

me equivoqué; si había sido deseablecomo potencial ofrenda, como donviviente aumentaba mi valor. Por tanto,no tenían la menor intención de dejarmemarchar. Quizás al cumplirse elpropósito para el que me habían enviadopodría irme. Pero ¿hasta entonces? Erainútil tratar de prever el futuro.

Aquel mismo día, cuando intentéabandonar el rath algo más tarde, se mecomunicó en términos bien categóricos

esta prohibición. Estaba sentado junto ala puerta del rath y, tras comprobar quenadie miraba, simplemente me puse enpie y empecé a bajar la colina. No habíaandado más de diez pasos y Nolo yallamaba a los perros; los animales merodearon entre gruñidos y ladridosfuriosos hasta que retrocedí al lugar queocupaba junto a la puerta del rath.

Los días transcurrieron lentamente, ycon cada momento que pasaba me sentíamás afligido. Mi gente se hallaba enalgún lugar de aquellas colinas, yseguramente me buscaba y debía deestar muy preocupada por mí. Porentonces no contaba con la habilidad

que me permitía ver a través de ladistancia, pero podía percibir suansiedad pese a nuestra separación, yera consciente de su aflicción. Por lasnoches, lloraba amargamente tumbadoen el jergón por la pena que le causaba ami madre y la desdicha que le suponíami ausencia.

«Luz Omnipotente, por favor,¡escúchame!», lloraba yo. «Otórgales latranquilidad de saber que estoy bien.Comunícales la esperanza de queregresaré. Dales paciencia para esperary valor para soportarlo. Concédeles lafortaleza necesaria para evitar eldesánimo».

Esta oración, que a menudopronunciaba entre lágrimas, iba aconvertirse en una letanía de consuelopara mí durante un largo período.

Al día siguiente, después de casicuatro días de juiciosa consideración, laGern-y-fhain me tomó del brazo y mesentó en una roca a sus pies y empezó ahablarme. No comprendía sus palabras,pero presté mucha atención y prontoempecé a distinguir el ritmo de sulengua. De cuando en cuando asentía yocon la cabeza para demostrarle misesfuerzos.

La anciana arrugó las facciones ehizo un gesto que abarcaba el rath y a

todo lo que albergaba en su interior.—Fhain —exclamó, y lo repitió

varias veces hasta que yo la imité.—Fhain —repuse yo, sonriendo.Mi gesto alegre obró milagros, ya

que el Pueblo de las Colinas estáformado por gente feliz y la sonrisa lesindica un espíritu en armonía con lavida, razonamiento en el que no yerran.

—Gern-y-fhain —fue su siguientelección, y se golpeó en el pecho con eldedo.

—Gern-y-fhain —repetí yo. Luegome señalé a mí mismo y añadí—:Myrddin. —Utilicé la forma cymry demi nombre, ya que pensé que estaría más

próxima a su lenguaje—. Myrddin.Ella asintió y pronunció la palabra

varias veces, muy satisfecha de teneruna Ofrenda tan bien dispuesta y capaz.Luego indicó a cada uno de losmiembros del clan, que en aquellosmomentos realizaban sus respectivastareas.

—Vrisa, Elac, Nolo, Teirn, Beona,Rhylla…

Y otros más. Yo me esforcé porseguir su ritmo, y lo conseguí durante untiempo, pero cuando se dedicó anombrar la tierra, el cielo, las colinas,el río, las rocas… ya me sentí incapazde asimilarlos.

Así terminó mi primera instrucciónen la lengua del Pueblo de las Colinas, yse inició una rutina que iba a continuardurante muchos meses después; mijornada daba comienzo sentado junto al a Gern-y-fhain de la misma forma enque lo hiciera con Blaise o Dafyd paraestudiar mis lecciones.

Vrisa decidió encargarse decivilizarme. Para empezar, me quitaronlas ropas y las reemplazaron porvestidos de cuero y pieles, iniciativaque me preocupó hasta que observé queguardaba mis cosas con gran cuidado enuna cesta especial sujeta a un poste deltecho del rath. Aunque no pudiera

marcharme pronto, al menos, cuando seme permitiera, mi aspecto sería elmismo que al llegar. Luego, la muchachame condujo de nuevo afuera, mientrasmantenía una cháchara incesante yocasionalmente me miraba con unasonrisa en la que mostraba sus hermososdientes blancos, como diciendo:

—Sé bienvenido, hombre-alto,portador de fortuna. Ahora eres unfhain.

Se sintió muy contenta cuandopronuncié su nombre y le enseñé el mío.La verdad es que lanzaron enormescarcajadas de alegría cuando por finpude explicarles que mi nombre

significaba «Halcón», lo que lesconfirmó en su creencia de que millegada había sido ordenada por susProgenitores. Observaban mis progresoscon avidez; cualquiera de mis actos lessatisfacía enormemente. Sentían uninfinito placer en narrarse unos a otrosmis logros alrededor del fuego durantela cena. Al principio lo atribuí a micondición de Ofrenda; más tarde aprendíque trataban de esa forma a todos losniños.

Los niños gozaban de gran estimaentre ellos; su propia lengua lodemostraba, ya que «niño» y «fortuna» o«riqueza» recibían el mismo nombre:

eurn. Esta única palabra servía paraambos significados.

Los consideraban como si se tratarade distinguidos huéspedes, personasdignas de atención y respeto y cuya merapresencia era motivo de felicidad, y unregalo para disfrutar y celebrar siempreque fuera posible. De esta forma,aunque, según su forma de contar laedad, yo ya era casi un hombre adulto,carecía de la educación adecuada, y porlo tanto seguía siendo un niño hasta queaprendiera los modales necesarios paraconvertirme en adulto. Este tratofavoreció el interesante período deadaptación, ya que en aquellos primeros

meses pasé tanto tiempo en compañía delos jóvenes como de sus mayores.

El verano transcurrió con rapidez; eltiempo volaba mientras yo aplicabagrandes esfuerzos para aprender sulengua y poderles comunicar miansiedad por mi gente, y descubrir lasrazones por las que me mantenían conellos. Mi oportunidad llegó una frescanoche de otoño, no mucho después delLugnasadh. Estábamos sentados, segúnsolíamos, frente a una hoguera al airelibre en la cima de la colina bajo la luzde las estrellas. Elac, Nolo —primer ysegundo esposo de Vrisa,respectivamente— y algunos otros

habían ido de caza aquel día, y, tras lacena, empezaron a describir losucedido.

Con completa inocencia, Elac sevolvió hacia mí y dijo:

—Vimos hombres-altos en la cañadasinuosa. Buscaban a su niño-fortuna.

—¿Todavía? —pregunté—. ¿Loshabías descubierto con anterioridad?

Él sonrió y asintió con la cabeza.Nolo asintió a su vez y añadió:

—Los hemos observado muchasveces.

—¿Por qué no me lo dijisteis? —exigí, intentando no montar en cólera.

—Myrddin es fhain ahora. Tú eres

hermano-fhain. Nos iremos pronto; loshombres-altos dejarán de buscar y semarcharán.

—¿Irnos? —Mi enojo desaparecióante aquel pensamiento. Me volví haciaVrisa—. ¿A qué se refiere Elac?¿Adónde nos dirigimos?

—La estación de la nieve vendrápronto. Iremos al crannog,hermano-fhain.

—¿Cuándo? —Sentí que ladesesperación se adueñaba de mí comouna náusea. Vrisa se encogió dehombros.

—Pronto. Antes de que llegue lanieve.

Tenía sentido, y debiera haberloprevisto. El Pueblo de las Colinas novivía en un mismo sitio mucho tiempo,pero no había pensado que podríanpartir pronto para su retiro invernal: uncrannog en una colina agujereada delnorte.

—Tienes que conducirme hasta ellos—pedí a Vrisa—. Debo verlos.

Vrisa arrugó la frente y miró a laGern-y-fhain, quien sacudió la cabezaligeramente.

—No puede ser —replicó—. Loshombres-altos tomarán prestado de losfhain al niño-fortuna.

No poseían una palabra exacta para

robar pese a ser unos ladronzuelosllenos de recursos; «tomar prestado»representaba el significado másaproximado.

—Yo era un hombre-alto antes deser hermano-fhain —repuse—. Debodespedirme.

Mi argumento los confundió; paraellos no existían la separación o ladespedida, incluso la muerte seconsideraba como un viaje que eldifunto emprendía, semejante a irse decaza, y con un regreso inminente, quizásen un cuerpo diferente, pero siendoesencialmente el mismo.

—¿Qué significa este despedirme?

—preguntó Vrisa—. No lo conozco.—Debo avisarles para que dejen de

buscar —expliqué—, y vuelvan a sustierras, para que abandonen la cañadasinuosa.

—No es necesario, Myrddin-fortuna—repuso Elac con alegría—. Loshombres-altos se cansarán y se iránpronto.

—No —exclamé, poniéndome en pie—. Son mis hermanos-fhain, mis padres.Nunca cederán en su empeño paraencontrarme. ¡Jamás!

Su concepto del tiempo era tambiénmuy vago. No asimilaban la noción deuna actividad continuada e incesante.

Vrisa se limitó a menear la cabeza condespreocupación.

—Esto es algo que no sé. Ahora eresfhain. Constituyes un regalo hecho a losHombres Halcón, Myrddin-fortuna, unregalo de los Progenitores.

Coincidí con ella en su afirmación,pero me mantuve firme.

—Soy un regalo. Pero debo dar lasgracias a los otros hermanos-fhain porpermitir que me convirtiera en unHombre Halcón.

Este razonamiento sí locomprendieron, ya que ¿quién podía nodesear pertenecer a los HombresHalcón? Un honor de tal magnitud

naturalmente engendraba una enormegratitud. Sí, entendían mi gesto deagradecimiento hacia mis antiguoshermanos-fhain.

Incluso lo tomaron como una señalde creciente madurez.

—Eso es bueno, hermano-Myrddin.Mañana darás las gracias a los padres.

—Y a los hermanos-fhain —insistí.—¿Cómo lo llevarás a cabo? —

inquirió Vrisa con suspicacia,detectando la posibilidad de unasuperchería y entrecerrando sus ojososcuros y cautelosos.

Mi respuesta debía ser inocente ome impediría realizarlo.

—Devolveré sus ropas de hombre-alto.

Una vez más la respuesta les resultóperfectamente plausible. Para una genteque no sabía tejer, que no tenía telares,la ropa era un bien escaso yterriblemente valioso. Probablemente ala joven le dolía ver desaparecer delfhain aquella fortuna, pero comprendíamuy bien el motivo de que desearadevolverlas y que mi antiguo fhain dehombres-altos deseara poseer mivestimenta si me había perdido.

—Elac —decidió por fin—, lleva aMyrddin-fortuna hasta el anillo de fuegode los hombres-altos mañana.

Sonreí. De nada servía alargar laconversación; seguramente, por elmomento, sólo podría conseguir de ellostal concesión.

—Gracias, jefe Vrisa. Gracias,parientes-fhain.

Todos sonrieron a su vez yempezaron a parlotear en mi direccióncon expresión indulgente, mientras yome dedicaba a pensar en cómo lograrescapar.

Se distinguían cuatro figuras en lacañada sinuosa. Incluso desde lejos supeque eran mi gente, miembros de laescolta que había cabalgado con

nosotros. Estaban acampados junto a unarroyo, y la brillante luz de su hoguerase reflejaba en la corriente de agua. Elsol aún no se había alzado sobre lascolinas situadas al este, y aparentementeaún dormían.

Estábamos situados sobre un salienterocoso de la ladera de la colina, a laespera.

—Ahora bajaré hasta mishermanos-fhain —anuncié a Elac.

—Te acompañaremos. —Indicó aNolo y a Teirn.

—No, iré solo. —Intenté mostrarmetan firme como la Gern-y-fhain.

Elac me miró de reojo y sacudió la

cabeza.—La jefe Vrisa asegura que no

regresarás.Ciertamente, ése constituía mi plan.

Elac meneó la cabeza de nuevo, se pusoen pie a mi lado, y posó su mano sobremi hombro.

—Iremos contigo, hermano Myrddin,para que los hombres-altos no tomenprestado de nuevo al niño-fortuna.

En ese momento empecé acomprender las posibles consecuencias.Si todos bajábamos se entablaría unalucha. Los guerreros de Elphin jamáspermitirían que el Pueblo de las Colinasmarchara conmigo, intentarían salvarme

y lo más probable era que murieran en elempeño atravesados por una flecha antesde poder sacar sus espadas. Por otraparte alguno de mis acompañantespodría morir en la escaramuza. Nopodía permitir que ninguna de estasalternativas sucediera; mi libertad noera tan importante como las vidas dehombres a los que llamaba amigos.

¿Qué iba a hacer ahora?—No. —Crucé los brazos sobre el

pecho y me senté en el suelo—. No iré.—¿Por qué, Myrddin-fortuna? —

Elac me miró desconcertado.—Tú irás.Se sentó a mi lado. Nolo arrugó la

frente y extendió la mano hacia mí.—La mujer-jefe indicó que los

esposos debían ir contigo. No se puededejar al niño-fortuna cerca de loshombres-altos sin protección, hermanoMyrddin.

—Los hombres-altos-hermanos no locomprenderán.

Matarán a los miembros del fhain alverlos, pensando ayudar alhermano-fhain.

Tal idea impactó en Elac, queasintió sombrío. Sabía lodesagradecidos que podían mostrarselos hombres-altos.

—El Fhain Halcón no teme a los

hombres-altos —se jactó Nolo.—Bien, pero de todos modos no

quiero que mueran los hermanos-fhain,pues provocaría una gran aflicción en elhermano Myrddin y llevaría la tristeza alfhain. —Apelé a Elac—. Ve tú, Elac.Entrega las ropas a los hombres-altos-hermanos.

Recapacitó sobre ello y por finasintió. Doblé mi capa, mis pantalones yla túnica lo mejor que pude, mientrastrataba frenéticamente de hallar algunaforma de enviar un mensaje que no fueramalinterpretado. Al final me quité elcinturón de cuero sin curtir y lo atéalrededor del fardo.

Mi gente reconocería las ropas,desde luego, pero todavía necesitabaotro objeto que indicara que estaba sanoy salvo. Miré a mi alrededor.

—Teirn. —Extendí la mano—.Necesito una flecha.

Hubiera preferido una pluma y unpergamino, pero resultaban tandesconocidos para el Pueblo de lasColinas como la pimienta y el perfume.No confiaban en la escritura, y en estodemostraban una gran sensatez.

Teirn sacó una flecha. Losproyectiles del Pueblo de las Colinasconstituyen cortos juncos con puntas depedernal adornadas con plumas de

cuervo; son inconfundibles y mortíferas,y la puntería del Pueblo de las Colinases legendaria. Las tribus de hombres-altos del norte han aprendido a sentir ungran respeto tanto a estas flechas defrágil aspecto como a la infalible manoque tensa el arco.

Me incliné sobre el fardo y tomé laflecha, la partí por el centro e introdujelos dos extremos bajo el cinturón decuero sin curtir. Luego, guiado por unarepentina inspiración, quité el broche deplata en forma de cabeza de lobo de lacapa y le entregué el bulto a Elac.

—Toma, llévalo al campamento delos hombres-altos.

Contempló el bulto y, después, elcampamento que se hallaba abajo.

—Lug-Sol va a salir —apremié—.Déjalo antes de que los hombres-altos-hermanos se despierten. Inclinó lacabeza.

—No me verán.Tras esto, gateó fuera de la cornisa y

desapareció. Al poco rato lo vimoscorrer en dirección a los acampados. Sedeslizó como una sombra sigilosa ysilenciosa en el interior del dormidocampamento y, con uno de losimpulsivos actos de valentía que lecaracterizaban, depositó con muchocuidado el fardo junto a la cabeza de

uno de los soldados.Regresó a la cornisa en un

santiamén, y poco después noshallábamos de regreso en el rath. Logré,con un esfuerzo sobrehumano, no miraratrás.

Aquel día algo cambió en miinterior. Parecía como, si al entregar misropas, abandonara toda idea de rescate.Curiosamente, me sentí más satisfechode estar allí, y, aunque de cuando encuando me invadían el desánimo y lamelancolía, es posible que también yoempezara a creer que mi presencia entrelos Hombres Halcón respondía a unpropósito. Después de aquella mañana

ya no pensé en escapar y, con el tiempo,llegué a aceptar mi situación.

No volví a encontrarme con los queme buscaban, y tras la hoguera delSamhain el fhain marchó hacia suspastos de invierno en el norte. Carecíade sentido para mí el que viajaran al surdurante el verano y luego regresaran alnorte para pasar el invierno, pero así lohacían.

En aquel entonces, no sabía queexisten ciertas regiones septentrionalescuyo clima resulta tan benigno comocualquier lugar del sur. No obstante,pronto aprendí que no todas las tierras

situadas más arriba de la Murallaconstituyen el erial desolado, rocoso ybarrido por el viento que identifican lamayoría de la gente. Existen rincones tanverdes y agradables que compiten con lamejor región de toda Britania; a uno deellos nos dirigimos, montados ennuestros poneys peludos, al tiempo queconducíamos a nuestras pequeñas yresistentes ovejas delante de nosotros.

U n crannog no se diferencia enexceso de un rath, excepto porque aquélestá realmente excavado en el corazónde una colina. También posee un mayortamaño, debido a que lo compartíamoscon los poneys y las ovejas en los días

más fríos. Situado en general en unacañada aislada, el crannog aparece antelos ojos de los hombres-altos como unacolina más entre las otras. Contábamoscon buenos pastos para las ovejas y losponeys, y con un arroyo quedesembocaba en un estuario cercano.

Era una morada oscura y cálida;mientras el viento invernal ululabadurante la noche rebuscando entre lasrocas y las grietas lugares dondeintroducir sus gélidos dedos, nosotrosdescansábamos envueltos en nuestraspieles y vellones alrededor del fuego, yescuchábamos las historias de la Gern-y-fhain sobre la Época Antigua, antes de

que los hombres de Roma llegaran consus espadas y construyeran suscarreteras y fortalezas, y apareciera enlos hombres el instinto sanguinario queles empujaba a luchar unos contra otros;era un tiempo anterior, incluso a lallegada de los hombres-altos a la Isla delos Poderosos.

«Escuchad» decía la anciana, «oshablaré de aquella época anterior atodas, cuando el mundo estaba reciénhecho, los prytani corrían libres, lacomida se encontraba en abundancia ynuestros Progenitores sonreían a todossus niños-fortuna, cuando la Gran Nievepermanecía encerrada en el norte y no

afectaba en absoluto al primogénito dela Madre…».

Empezaba a recitar su historia,repitiendo con aquella cadencia de voztan peculiar los recuerdos seculares desu gente, que enlazaba con un pasadomuy remoto, pero que seguía vivo en suspalabras. No había forma de concretarla antigüedad de su relato, ya que elPueblo de las Colinas narra todos losacontecimientos de la misma formasencilla y directa. Lo que una Gerndescribía podría haber sucedido diezmil veranos atrás o el día anterior; enrealidad, para ellos el tiempo noimportaba.

Dos lunas crecieron y menguaron, y,de repente, un día, justo antes delanochecer, empezó a nevar. Elac, Nolo yyo bajamos al valle con los perros paraconducir los rebaños de regreso alcrannog. Acabábamos de iniciar nuestratarea, cuando oí gritar a Nolo; me volvíy le vi señalar hacia el fondo del valle,donde unos jinetes se acercaban porentre los arremolinados copos de nieve.

Elac hizo un gesto con la mano paraque nos pegásemos al suelo, y observé aNolo colocar una flecha en su arco,agazaparse, y desaparecer.Sencillamente se desvaneció, setransformó en una roca más o en una

pequeña elevación herbácea junto alarroyo. Yo también me escondí, talcomo me habían enseñado, mientras mepreguntaba si me camuflaría tan bien yse me confundiría con la mismafacilidad con una piedra. Los perrosladraron y Elac los silenció al instantecon un silbido.

Los tres hombres-altos se acercaron;cabalgaban sobre unas monturas depatas largas y aspecto famélico. Su jefedijo algo, Elac contestó, y entoncesempezaron a conversar en una lenguaque quería parecerse a la del Pueblo delas Colinas.

—Venimos a pedir la magia del

Pueblo de las Colinas —explicó eljinete en un chapurreo vacilante.

—¿Por qué? —preguntó Elac sininmutarse.

—La segunda esposa de nuestro jefese muere; tiene la fiebre y su estómagono aguanta la comida. —Miró a Elaclleno de duda—. ¿Vendrá vuestra MujerSabia?

—Se lo preguntaré —se encogió dehombros y añadió—, aunqueprobablemente le parecerá undesperdicio emplear magia curativapara una mujer de hombres-altos.

—Nuestro jefe promete cuatrobrazaletes de oro si la Gern acude.

Elac arrugó la frente con gestodespectivo como si dijera: «Esasbaratijas son estiércol de caballo paranosotros»; no obstante, yo sabía que losprytani apreciaban el oro de loshombres-altos y le daban un gran valorsiempre que podían obtenerlo.

—Se lo preguntaré —repitió—. Veteahora.

—Esperaremos.—No, márchate —insistió Elac.

Intentaba alejarlos para que nodescubrieran en el interior de qué colinase hallaba nuestro crannog.

—¡Se trata de nuestro jefe! —replicó el jinete.

Elac se volvió a encoger de hombrosy se volvió para fingir regresar a sutarea de reunir a las ovejas. Los jinetescuchichearon entre ellos durante uninstante y luego su portavoz preguntó:

—¿Cuándo le hablarás?—Cuando los hombres-altos

regresen a sus cabañas.Los jinetes dieron la vuelta a sus

caballos y descendieron al galope. Elacaguardó hasta que se hubieron marchadoy luego nos hizo un gesto para que nosaproximáramos. Nolo volvió a guardarsu flecha en el carcaj, reunimos todoslos animales y los condujimos deregreso al crannog. Ya se habían

llevado los caballos al interior, así queElac no esperó un segundo para hablarcon la Gern.

—La esposa del jefe de loshombres-altos tiene fiebre —le informó—. Hay cuatro brazaletes de oro para tisi la curas.

—Debe de tener mucha fiebre —repuso la Gern—. Iré a verla. —Seincorporó y salió del crannog almomento; Nolo, Elac, Vrisa y yo laseguimos.

Cuando llegamos al poblado de loshombres-altos situado en el estuario,anochecía. La residencia del jefe estabacolocada sobre unos pilotes de madera

en medio de un puñado de casas mássencillas construidas en la misma orillade las malolientes marismas. Vrisa, Elacy Nolo acompañaron a la Gern; mimisión consistía en encargarme de losponeys, pero, cuando llegamos yexaminamos lo que nos rodeaba, la Gernindicó que yo también debía entrar en lacasa del jefe.

La piel mugrienta que cubría laentrada fue apartada hacia atrás tras unsilbido de Elac y el hombre que habíavenido a buscarnos al valle apareció ynos invitó a entrar. La cabaña demadera, de forma redonda, constaba deuna sola habitación muy grande con un

hogar de piedra en el centro. El vientose filtraba por el techo mal cubierto depaja y los huecos que quedaban entre lasvarillas de madera, con lo cual lahabitación resultaba húmeda y fría. Elsuelo estaba lleno de conchas pisoteadasde ostras y mejillones y de espinas yescamas de pescado. El jefe se hallabasentado junto al fuego, alimentado porexcrementos secos, lleno de hollín y condos mujeres a su lado, cada unaabrazando a una sucia y llorosa criaturacontra su pecho; dejó escapar un gruñidoe indicó al otro extremo de la habitacióndonde yacía una mujer sobre un jergónde juncos, toda ella cubierta de pieles.

La Gern cloqueó al ver a la mujer.No era vieja, pero el dudoso honor deproducir herederos para el jefe la habíaenvejecido prematuramente; y ahorayacía en su lecho ardiendo de fiebre,con los ojos hundidos, el cuerpotembloroso, y la piel pálida yamarillenta como el vellón de lana sobreel que descansaba su cabeza. Se moría.Incluso yo, que por aquel entonces notenía el menor conocimiento sobre artescurativas, me di cuenta de que nosobreviviría a la noche.

—¡Estúpidos! —masculló la Gernen voz baja—. Piden magia demasiadotarde.

—Cuatro brazaletes —le recordóElac.

La Gern suspiró y se puso encuclillas junto a la mujer, la estudiódurante un buen rato, y luego introdujolos dedos en una bolsa que llevabacolgada del cinturón y extrajo unpequeño tarro de ungüento que empezó aaplicar sobre la frente de la enferma. Lamujer se estremeció y abrió los ojos. Vila muerte reflejada en ellos, aunque elcontacto de la Gern pareció revivirla unpoco. Ésta se dirigió a ella en voz baja,con los vocablos tranquilizadores queutilizan los curanderos para aliviar lafiebre.

La Gern introdujo de nuevo la manoen la bolsa, la sacó y la extendió haciamí. Dejó caer sobre mi palma abierta unpequeño montón de materia seca:pedazos de cortezas, raíces, hojas,hierba, semillas, luego señaló con lacabeza el caldero de hierro que colgabasobre el fuego de una cadena sujeta auna viga del techo. Comprendí quequería que pusiera aquella mezcla en elcaldero y la obedecí. Eché agua en elrecipiente y esperé a que hirviera.Después la Gern me indicó con un gestoque le acercara aquel caldo; sin hacercaso de las groserías que refunfuñaba eljefe, llené una calabaza con aquel

líquido.La curandera levantó la cabeza de la

enferma y la obligó a beberlo. La mujersonrió débilmente cuando volvió arecostarse, y al cabo de unos instantescerró los ojos y se durmió. La Gern sedirigió entonces hacia el jefe y se plantófrente a él.

—¿Vivirá? —inquirió éste. Por sutono podría haberse referido a uno desus perros.

—Vive —respondió la Gern-y-fhain—. Ocúpate de que esté caliente yde que beba la poción.

El jefe lanzó un gruñido y se quitóuno de los brazaletes. Entregó el objeto

dorado a su segundo, quien lo dejó caercon cuidado en la palma de la Gern parano tocarla. El desaire no pasóinadvertido: Elac se puso rígido y lamano de Nolo sujetaba ya una flecha.

Sin embargo, la Gern se limitó acontemplar el regalo y a sopesarlo. Lomás probable es que en su composiciónprevaleciera el estaño antes que el oro.

—Prometiste cuatro brazaletes.—¿Cuatro? ¡Toma lo que te dan y

sal de aquí! —rugió con su lamentablepronunciación—. ¡No escucharévuestras mentiras!

Los miembros del Pueblo de lasColinas sacaron sus armas.

La Gern alzó una mano en el aire.Elac y Nolo se quedaron inmóviles alinstante.

—¿El jefe cree que engañará a laGern-y-fhain? —Hablaba con suavidad;no obstante, el tono amenazadorresultaba innegable.

Su mano hizo un extraño movimientoen el aire, y algo cayó de entre susdedos. El fuego se convirtió de repenteen un surtidor que arrojaba relucientesascuas.

Las mujeres chillaron y se cubrieronel rostro con las manos. El jefereconsideró rápidamente su decisión ala vez que nos miraba encolerizado.

Lanzó un juramento y se desprendió deotros tres brazaletes que arrojó a lasllameantes ascuas del fuego que tenía alos pies.

Rápida como una centella, la Gern,ante el asombro de los hombres-altos, seinclinó sobre el fuego y recogió losbrazaletes. El oro desapareció en elinterior de un pliegue de sus ropas y,muy erguida, se dio la vuelta y abandonóla cabaña. La seguimos, montados ennuestros poneys, y todos juntosregresamos al crannog bajo el oscurofirmamento invernal.

Dos días más tarde, Elac y Nolocondujeron el rebaño de vuelta a los

pastos. Cuando se encontraban allí lossorprendieron los hombres-altos: tresjinetes y su jefe, como en la anteriorocasión. Yo bajaba en dirección al valley me hallaba ya a mitad del caminocuando observé a los jinetes rodear amis hermanos-fhain, al tiempo que lasovejas se desperdigaban. Me acurruquéen el suelo totalmente inmóvil,confundiéndome al instante con elpaisaje.

Cuando los asaltantes se detuvieron,me lancé hacia adelante.

—¡Devolved el oro! —gritó el jefe.El cuchillo de Elac apareció en su

mano, y la cuerda del arco de Nolo se

tensó al instante; los hombres-altosestaban preparados. Cada uno sosteníauna gruesa espada y un escudo pequeñode madera y piel de buey. Mesorprendió el manejo de aquellas armas.¿Cómo las habrían conseguido?¿Comerciando con los escoceses?

—¡Devuélvelo, ladrón!Es posible que Elac no

comprendiera la palabra, pero síadvirtió el tono con que fuepronunciada. Sus músculos se tensaron,listo para lanzarse al combate. La únicacosa que le contenía eran los caballos;si aquellos miembros del Pueblo de lasColinas hubieran estado a lomos de sus

poneys, habrían resultado casiinvencibles para los granujas que se lesenfrentaban, pero la situación les eradesfavorable: cuatro jinetes contra dos apie.

El jefe de los hombres-altos estabadispuesto a recuperar su oro, o a colocarlas cabezas de aquellos que lo poseíansobre las afiladas estacas a la puerta desu cabaña. Quizá deseaba realizarambos propósitos. Mientras observaba,percibí cómo el aire se arremolinaba ami alrededor de la misma forma en quelo había sentido el día en que bailaronlas piedras. Intuí que algo iba a suceder,aunque ignoraba lo que podría ser.

En cuanto me interpuse entre Elac yel jefe de aquellos hombres, comprendíque los hombres-altos tambiénexperimentaban aquella sensación.

—¿Por qué habéis venido? —pregunté, intentando imitar el tono deirrebatible autoridad de la Gern-y-fhain.

Los hombres-altos parecieronsobresaltarse, como si yo hubierasurgido de la hierba que tenían a lospies. El jefe apretó con más fuerza suespada y refunfuñó:

—La mujer está muerta y yace fríasobre el barro. He venido por mi oro.

—Regresad —le ordené—. Si

pensáis vengaros de aquellos que osayudaron, entonces merecéis cualquierdesgracia. Regresad; no existe nada aquípara vosotros.

Una expresión de regocijo feroz ydesagradable retorció su estúpidorostro.

—Tendré el oro, y también esa largalengua tuya, ¡bastardo!

—Se te ha avisado —anuncié. Luegomiré a los otros—. Se os ha prevenido atodos.

Éstos, que se mostraban menosvalientes que su jefe o, quizá, menosnecios, murmuraron entre ellos ehicieron un signo con sus manos para

alejar el mal.El jefe abrió la boca en una grosera

carcajada.—¡Te destriparé como a un arenque

y te estrangularé con tus propiasentrañas, muchacho! —se jactó mientrasbajaba su espada hasta mi cuello.

Elac se puso en tensión, dispuesto aatacar, y yo levanté una mano paradetenerle. La espada del jefe, cuya hojase hallaba ennegrecida por la sangrecoagulada, se aproximó más a migarganta. Volví la mirada hacia aquelpedazo de hierro mellado y percibí elcalor que lo había forjado, lo imaginé alrojo vivo a causa del fuego de la fragua.

La punta empezó a relucir, alprincipio oscuramente, pero luego seiluminó con rapidez, al tiempo que elfulgor se extendía por toda la hoja endirección a la empuñadura.

El jefe sostuvo la espada mientras lefue posible, con lo que se produjo unagran quemadura en la mano por sutozudez; su alarido de dolor retumbó portodo el valle.

—¡Matadlo! —aulló; la roja señalen su palma empezaba a llenarse deampollas—. ¡Matadlo!

Sus hombres no efectuaron el menormovimiento, pues, de repente, suspropias armas estaban demasiado

calientes para sostenerlas; es más, todoslos arneses de hierro que llevaban: lashebillas de sus cinturones, los cuchillos,los aros que rodeaban sus brazos,empezaba a resultar terriblementecálido.

Los caballos se agitaron inquietos,con los ojos desorbitados.

—Marchaos y no nos molestéis denuevo —ordené con tranquilidad,aunque mi corazón parecía a punto deestallar.

Uno de los hombres hizo girar sucaballo y mostró intención de marchar,pero el jefe era un hombre obstinado.

—¡Quédate! —La rabia y la

frustración oscurecieron su rostro—.¡Tú! —rugió en dirección a mí—. ¡Temataré! Te…

Jamás había visto a una personadominada de tal manera por el odio yaunque posteriormente, en una o dosocasiones, me he encontrado ensimilares circunstancias, en aquellaépoca no sabía que aquella fuerza podíamatar.

El jefe dio una boqueada, pues eraincapaz de hablar; las palabras, comoespinas de pescado, se le clavaron en lagarganta y de ella surgió un espantososonido mientras luchaba por respirar;sus manos se cerraron en torno a su

cuello, los ojos parecían a punto deescapar de sus cuencas y se desplomóde la silla. Había muerto antes de que sucuerpo llegara al suelo.

Durante un instante, los hombrescontemplaron a su cabecilla caído, luegogiraron los caballos y salieron al galopepara alejarse por donde habían venido,abandonándole sobre el suelo.

Tras la huida, Elac se volvió haciamí y clavó sus ojos en los míos por undilatado espacio de tiempo. No habló,pero la pregunta estaba allí: «¿Quiéneres? ¿Qué eres?».

Nolo se agachó para examinar elcadáver.

—Éste está muerto, Myrddin-fortuna—anunció en voz baja.

—Lo colocaremos sobre su caballoy lo enviaremos de regreso a su casa —repuse.

Entre los tres, y con algunasdificultades, conseguimos levantar elcuerpo y atravesarlo sobre la silla, yatamos las muñecas y los tobillos juntospara evitar que resbalase. Encaminamosal caballo en la dirección apropiada y ledimos una fuerte palmada en la grupa aldesdichado animal, que se alejó al troteen pos de los otros. Murmuré unaplegaria por aquel hombre, ya que meera imposible sentir desprecio por él.

Observamos a los caballos desaparecerde nuestra vista y luego regresamos alcrannog; Elac y Nolo corrían delante demí en su impaciencia por contar lo quehabían presenciado.

Vrisa y la Gern-y-fhain mecontemplaron con expresión desagacidad cuando escucharon losucedido. La anciana elevó sus manospor encima de mi cabeza y entonó unacanción de victoria en mi honor. Vrisame demostró su reconocimiento de otraforma: me rodeó con sus brazos y mebesó. Esa noche me senté a su lado a lahora de cenar, y ella me ofreció lacomida de su cuenco.

L7

a nieve llegó a la región del norte.En los fríos y grises días apenas

iluminados y largas noches en las que elviento aullaba sin cesar, me sentaba alos píes de la Gern-y-fhain junto alfuego de turba y ella me transmitía susabiduría: las antiguas artes de la tierray el aire, del fuego y del agua que elhombre, en su ignorancia, denominamagia. Aprendí deprisa, gracias al buenmétodo de enseñanza de la Gern-y-fhainque, a su manera, se mostraba tanexperta, como Dafyd o Blaise en sus

respectivas clases.En esta época comencé a Ver;

empezó con el fuego de turba, que brillacon tanta belleza, todo él rojo-cereza ydorado. No todas las gerns poseen estahabilidad, pero la Gern-y-fhain podía,mientras contemplaba el fuego, observaren él las formas de las cosas. Una vezhubo despertado esta habilidad en mí,permanecíamos sentados durante horas,de cara al fuego. Después me preguntabalo que había visto y yo se lo contaba.

Pronto descubrí que mi visiónresultaba más nítida que la suya.

A medida que mi capacidadaumentaba, casi conseguía atisbar las

imágenes que quería. Incluso, una nochevi a mi madre; el suceso resultó tanagradable como inesperado.

Contemplaba las llamas, al tiempoque vaciaba mi mente para prepararla arecibir las figuras que convocaría;constituía una acción más difícil deexplicar que de realizar. La Gern-y-fhain lo comparaba a sacar agua de unrío, o a persuadir a los tímidos potrillosnacidos durante el invierno para quebajaran de las colinas.

Aquella noche fría, al ensimismarmecon el fuego, la forma de una mujerinició su danza ante mis ojos, la protegípara evitar su pérdida, de la misma

forma en que se rodea la llama de unavela con las manos, la persuadí para quese definiera, y deseé mantenerla allí. EraCharis, y estaba sentada en unahabitación junto a un brasero deencendidos carbones. Cuandocomprendí que era ella, levantó lacabeza y paseó la mirada a su alrededorcomo si alguien hubiera pronunciado sunombre; quizá lo hice, no puedoasegurarlo.

Constituía una poderosa imagen, ypor su expresión satisfecha discerní quese sentía en paz; razoné que se debía aque había recibido y comprendido mimensaje de la forma en que yo pretendía.

De cualquier manera, por suerte, lapreocupación por mí no le había hechoenfermar.

Mientras observaba, la puerta a suespalda se abrió y ella se volvió amedias en su asiento. El visitante seacercó y ella sonrió. No podía distinguirde quién se trataba, pero alaproximársele ella extendió la mano.

Tras aceptar su mano, él le colocó laotra sobre el hombro y se acomodó en elbrazo del sillón. Ella volvió la cabezahacia su hombro y le acarició los dedoscon los labios. Entonces supe quién laacompañaba: Maelwys.

Aquello me turbó tanto que la

imagen se disolvió entre las llamas ydesapareció. No obstante, permanecí enla misma posición, sintiendo punzadasen la cabeza y una pregunta en la mente:«¿Qué significaba aquella visión?».

No me sorprendía descubrir a mimadre con Maelwys, pues resultabanormal y totalmente natural queregresara a Maridunum para pasar elinvierno mientras continuaba mibúsqueda, sino el advertir su afecto, quehasta entonces había reservadoexclusivamente para mí, por otro.Aunque el hecho también encerraba sulógica, no facilitaba el aceptarlo.

Siempre implica algo de humillación

descubrir la propia insignificanciadentro del gran esquema.

Durante varios días intentéesclarecer el sentido de lo que habíavisto, antes de darme por vencido. Lomás importante consistía en que mimadre se hallaba bien cuidada, y nosufría excesivamente por mi causa.

Capté otras escenas y otros lugares;el reconocimiento mejoraba: Blaiseenvuelto en su capa y sentado sobre unacolina, observaba el firmamentonocturno; el sacerdote Dafyd y miabuelo Avallach se encorvaban, con lascabezas muy juntas, sobre un tablero deajedrez; Elphin afilaba una nueva

espada. En otras ocasiones no conocíalas imágenes: una cañada estrecha yrocosa con un manantial que brotaba deuna hendidura en una colina; unamuchacha con una cabellera negra comoala de cuervo que encendía unalamparilla de juncos con una caña; unasala ruidosa llena de humo repleta dehombres borrachos con mirada furiosa yde perros que gruñían…

El proceso siempre terminaba de lamisma forma: la imagen se disolvía enlas llamas; se convertía primero en unresplandor rojizo y, finalmente, sepulverizaba en blancas cenizas. No teníala menor idea de si lo que veía

transcurría en el mismo momento, sihabía sucedido, o aún debía ocurrir.¡Ah! Pero, con el tiempo, tambiénllegaría a saberlo.

La Gern-y-fhain no se limitó a estasenseñanzas en aquellos oscuros días deinvierno. Se sentía feliz de tener alguiena quien contar las cosas que había idoacumulando durante toda una vida, y yoagradecía la posibilidad de excavaraquel rico yacimiento. Seguramenteintuía que sus esfuerzos no lebeneficiarían y que yo, tras absorber susabiduría, un día me marcharía; noobstante, me la transmitíavoluntariamente, quizás, incluso, preveía

lo valioso que me resultarían susconocimientos pasado el tiempo.

Cuando llegó la primavera a la Islade los Poderosos, el fhain viajó denuevo al sur. Esta vez, escogieron unrath en otro lugar, con la esperanza deencontrar mejores pastos que el añoanterior.

Nuestro campamento de verano nose encontraba lejos de la Muralla, dondelas montañas rodean valles escondidos ylos poblados escasean. En dosocasiones, durante ese período estival,al salir a cazar con Teirn a caballo,observamos tropas que se desplazabanapresuradamente por los antiguos

senderos de las montañas. Las atisbamosagazapados junto a nuestros poneys, y yopercibía la agitación de aquellosespíritus preocupados; como unaalteración en el aire, sentía la revueltapresencia del caos mientras ellospasaban a nuestro lado.

Sin embargo, no fue el único sucesoque me indicó los terribles y magnosacontecimientos que se avecinaban,determinados por el curso que loshombres decretaban en el mundo.También escuché las Voces.

Comencé a oírlas poco después dehaber divisado las tropas por segundavez. Regresábamos al rath con las

piezas conseguidas aquel día y noshabíamos detenido para que los caballosabrevaran en un arroyo. El sol estababajo; el cielo refulgía con un fuegoamarillo. Dejé caer los brazos sobre elcuello de mi poney; los dos noshallábamos sudorosos y agotados. Nosoplaba ni siquiera una leve brisa en lacañada, y los tábanos eran gordos yfastidiosos. Descansaba, sencillamente,mientras contemplaba cómo los rayosdel sol jugueteaban sobre las rizadasaguas, y el zumbido de las moscaspareció convertirse en palabras.

— … haz que comprendan… máscerca ahora que nunca… pocos años,

quizá… sudeste… Lindum yLuguvallium están con nosotros…aguarda, Constantinus. No durarásiempre…

Los vocablos sonaban muy débiles,semejaban un mero suspiro del aire,pero éste permanecía calmo; es más,parecía muerto.

Desvié la mirada hacia Teirn paracomprobar si también las oía, mas ésteseguía agachado junto al agua, bebiendodel hueco de su mano; si percibía algoextraño no lo demostraba en absoluto.

—… seiscientos es todo… órdenes,amigo mío, órdenes… ¡Emperador!…más en tributos… este año que el

pasado… ¡que Mitra nos ayude!… ¿nossacarán hasta el último céntimo?…aquí está el sello, tómalo… entoncesestá decidido… no podemos hacernos aun lado… ¡Ave, Emperador!

Las voces llegaban en forma dejadeos y fragmentadas; numerosas ydiferentes, se superponían unas a otrasen un confuso parloteo atropellado. Perode lo que no me cupo la menor duda erade que en algún lugar, lejano o cercano,aquellas palabras se habíanpronunciado. Aunque no tenían sentido,presentí por su tono que tenía lugar unsuceso de gran importancia.

Aquella noche lo medité largo

tiempo y también durante los díasposteriores. ¿Qué significaba? ¿Quésentido darle?

Por desgracia, no descubriría larespuesta hasta mucho más tarde, aunquetampoco hubiera podido utilizarlaeficazmente.

Yo era ya parte integrante del Clandel Halcón ahora. Había abandonadopor completo cualquier pensamiento dehuida, pues había llegado a laconclusión, al igual que la Gern-y-fhain,de que mi estancia con el Pueblo de lasColinas venía determinada por midestino. Quizá yo no constituía el Regaloque ellos consideraban en un principio,

pero desde luego ellos sí me habían sidoconcedidos como un don, ya que susenseñanzas me serían de muchoprovecho el resto de mi vida.

No resulta fácil describir el períodoentre el Pueblo del Halcón. Incluso paramí, las palabras que utilizo se meaparecen vacías y pobres ante laborboteante realidad que guardo en elcorazón. ¡Los colores! Los helechosotoñales brillaban como el cobre sobreel fuego; en la primavera, laderasenteras de montañas se recubrían delcolor púrpura imperial; los verdesconservaban la tersura del amanecer dela creación, nítidos como la propia

imagen que Dios debiera tener delverde; los azules variaban infinitamenteen el mar, en el cielo, en los ríos; elblanco incomparable de la nieve reciéncaída; el fabuloso negro de las noches…

Debo añadir aún los días soleadosde una luz y un placer ilimitados; lasnoches estrelladas de sueños profundosy reparadores; las épocas de bondad yequidad, cuyos momentos se grababancon elegante simetría en el alma; la lentaTierra que giraba en su ciclo inexorablede renaceres continuos, manteniendo lafe en el Creador, cumpliendo su antiguay honorable promesa.

Luz Omnipotente, te amé

intensamente en aquellos años.Vi y comprendí. Capté el orden de la

creación y el ritmo de la vida. El Pueblode las Colinas vivía en armonía con elorden y sentían el flujo de ese ritmo ensus venas; no necesitaban entenderlo,pues se hallaban inmersos en el sentidouniversal y al mismo tiempo ésteformaba parte de ellos. A través deaquellas gentes aprendí a percibirlo;gracias a ellos me convertí, yo también,en parte de él.

¡Mi gente, mis hermanos! La deudaque he contraído con vosotros nuncapodrá ser saldada, pero sabed que nuncaos he olvidado y que, mientras los

hombres escuchen y recuerden las viejashistorias, y las palabras tengan unsignificado, seguiréis vivos, de la mismaforma en que vivís en mi corazón.

Me quedé con el Clan del Halcóndurante un año más: un invierno, unaprimavera y otro verano, otro Beltane yo t r o Lugnasadh, y, una veztranscurridos, supe que había llegado elmomento de regresar con los míos. Amedida que los días se acortaban,empecé a inquietarme; sentía unasensación extraña en el estómago cadavez que dirigía la mirada hacia el sur,una ligera agitación en el corazóncuando pensaba en casa, un hormigueo

esperanzador por la intuición de que enlejanas Cortes se modelaba en aquellosmomentos la futura esencia de mi vida,de que en algún lugar alguien esperabaque yo apareciese.

Soporté estas variadas sensacionesen silencio, pero la Gern-y-fhainpercibía el cambio inminente. Se dabacuenta de que no quedaba demasiadotiempo, y una noche después de la cename invitó a salir al exterior. La tomé delbrazo y anduvimos en silencio colinaarriba hasta llegar al círculo de piedrasque la coronaba. Levantó los ojosentrecerrados al cielo crepuscular yluego los volvió hacia mí.

—Hermano Myrddin, ahora te hasconvertido en un hombre.

Aguardé a que completara su frase.—Abandonarás el fhain.Asentí.—Pronto.Ella me dedicó una sonrisa tan dulce

y triste que su ternura me partió elcorazón.

—Sigue tu camino, fortuna de micorazón. Las lágrimas se agolparon enmis ojos y se me hizo un nudo en lagarganta.

—No puedo marchar sin tu canciónen mis oídos, Gern-y-fhain.

Aquello la complació.

—Cantaré tu regreso a casa,Myrddin-fortuna. Será una canciónespecial.

Empezó a componerla aquellamisma noche.

Vrisa se acercó a mí al día siguiente.Ella y la Gern-y-fhain habían estadoconversando sobre mí y quería quesupiese que lo comprendía.

—Habrías sido un buen esposo,hermano Myrddin. Yo soy una buenaesposa.

Ciertamente habría hecho feliz acualquier hombre.

—Te doy las gracias, hermanaVrisa. Pero… —Volví los ojos hacia las

colinas situadas al sur.—Debes regresar a tu rath de los

hombres-altos —suspiró. Entonces,tomó mi mano, se la llevó a los labios y,tras besarla, la colocó sobre su corazón.Percibí los latidos bajo aquella pielcálida.

—Estamos vivos, hermano Myrddin—afirmó con suavidad—. No somoscriaturas celestiales o Antiguos sin vida,sino seres formados de cuerpo yespíritu; no pertenecemos a los bheansidhe, sino a los prytani, losPrimogénitos del Hijo-Fortuna de laMadre —asintió solemne y cubrió mimano con las suyas—. Ahora sabes que

es así.La verdad es que jamás lo dudé. Era

hermosa y estaba llena de vida;representaba tan especialmente laesencia de su mundo que me sentítentado a quedarme y convertirme en suesposo. Sin duda nada me lo impedía,pero el camino se extendía ante mí y yame veía recorriéndolo.

La besé y ella sonrió, al tiempo quese apartaba un negro mechón de cabellodel rostro.

—Te llevaré siempre en mi corazón,hermana Vrisa —le prometí.

Tres noches más tarde celebramos elSamhain, la Noche del Fuego de la Paz,

para agradecer a nuestros Progenitoreshabernos concedido un buen año.Cuando la Luna apareció sobre lascolinas, la Gern-y-fhain encendió lahoguera en el círculo de piedras, altiempo que surgían otras en las cimasdistantes. Comimos cordero asado, ajo ycebollas silvestres; conversamos yreímos extensamente; yo les canté en mipropia lengua y les agradó mucho, apesar de que no comprendieron ni unapalabra. Quise dejarles algo mío.

Cuando terminé, la Gern-y-fhain selevantó y dio tres vueltas despacioalrededor de la hoguera en el sentido delmovimiento del Sol; se detuvo ante mí y

extendió las manos sobre mi cabeza.—Escuchad, Pueblo del Halcón, ésta

es la Canción de Despedida para elhermano Myrddin.

Elevó las manos en dirección a laLuna y empezó a entonar lacomposición. Constituía la misma viejamelodía invariable de las colinas, perola letra se había compuesto en mi honor:contaban mi vida en el fhain. En ella serelataban todos los sucesos que mehabían acontecido desde la noche en quelos había encontrado: cómo estuve apunto de ser sacrificado; mi lucha poraprender su lengua; nuestras leccionesjuntos a la luz de la hoguera; el incidente

con los hombres-altos; el pastoreo, elnacimiento de las crías, las cacerías, lascomidas, nuestra convivencia.

Cuando terminó, todospermanecimos callados en señal derespeto. Me puse en pie y la abracé, yluego, uno a uno, todo el fhain acudió adespedirme; cada uno me tomaba lasmanos y las besaba en señal debendición. Teirn me entregó una lanzaque había fabricado, y Nolo me regalóun arco nuevo y un carcaj con flechas,diciendo:

—Tómalo, hermano Myrddin. Lonecesitarás durante tu viaje.

—Te lo agradezco, hermano- fhain

Nolo. Los utilizaré con agrado.Elac fue el siguiente.—Hermano Myrddin, puesto que

eres tan grande como una montaña… —En verdad, mi estatura había aumentadomucho durante mi estancia y ahora lossobrepasaba a todos en altura— tendrásfrío durante el invierno. Toma esta capa.—Me rodeó los hombros con unahermosa piel de lobo.

—Te doy las gracias, hermano- fhainElac. La llevaré con orgullo.

Vrisa se acercó en último lugar.Tomó mis manos y las besó.

—Ahora eres un hombre, hermanoMyrddin —musitó—. Necesitarás

riquezas para conseguir una esposa. —Se quitó dos aros de oro que llevaba enel brazo y me colocó uno en cadamuñeca; luego me abrazó con fuerza.

Si en aquel momento me hubierapedido que me quedara, la habríacomplacido, pero la decisión estabadefinida. Las mujeres desaparecieronentre las piedras verticales y, al pocorato, los hombres fueron tras ellas; suapasionado galanteo aseguraría otro añofructífero. Regresé al rath en compañíade la Gern-y-fhain, quien me ofrecióuna última copa de cerveza de brezo.Tras beberla me retiré a dormir.

A la mañana siguiente abandoné a mi

familia del Pueblo de las Colinas congran pesar. Todos permanecieron a lapuerta del rath y me despidieron con lamano, mientras los perros y los niñoscorrían junto a mi negro poney colinaabajo. Llegué al río que cruzaba el valley allí mis acompañantes se detuvieron;no estaban dispuestos a pasar a la otraorilla. Al volver la cabeza me encontrécon que el fhain había desaparecido.Todo lo que se divisaba era la cima dela colina y el cielo gris y sin sol sobreella.

Había regresado al mundo de loshombres-altos.

V8

iajé en dirección sur y hacia el estecon la esperanza de dar con la

antigua carretera romana que, por lo queyo sabía, se extendía al norte de laMuralla hasta Aderydd o incluso máslejos. Esta ruta me hubiera conducidohasta Deva, la Ciudad de las Legionesen el norte, y a las montañas deGwynedd y el lugar en que habíaperdido a los míos. Mi idea consistía enregresar a las colinas y cañadasalrededor de Yr Widdfa, donde habíavisto por última vez a los hombres que

me buscaban. En ningún momento dudéde si quedaría alguien allí; estaba segurode ello, de la misma forma en que teníala certeza de que el sol se levantaría porel este. Me buscarían hasta que se lesordenara lo contrario o hallaran algunaseñal de que estaba muerto; mientras,continuarían eternamente.

Tan sólo debía encontrarlos; sinembargo, no disponía de mucho tiempo,muy pronto la estación empeoraría, y losencargados de mi búsqueda regresaríana casa para pasar el invierno. Enaquellos momentos los días comenzabana refrescar y la luz escaseaba. Si nodaba con ellos, tendría que cabalgar

hasta Maridunum, lo que suponía unviaje difícil y peligroso para realizarlosolo.

Iniciaba mi marcha antes delamanecer y la finalizaba bastantedespués de la puesta del sol; asíconseguí atravesar aquella enorme yvacía región con relativa rapidez. Elfhain se había dirigido muy al nortedurante los cambios de estación. Noadvertí lo alejado de mi posición hastaque vi el inmenso Bosque de Celyddon,que alzaba su negra mole ante mí allá enel horizonte. Al parecer, habíamosrodeado el bosque por el oeste un añoantes, cuando viajábamos hasta nuestro

campamento de invierno. Aunque la rutamás rápida hacia el sur era la queatravesaba el bosque, me sentí muy pocodispuesto a tomarla.

Mas el tiempo jugaba en mi contra;el invierno me estaba pisando lostalones. Con la lanza en la mano y elarco dispuesto, me dirigí hacia elsendero del bosque, con la esperanza deatravesarlo en tres o cuatro días.

El primer día y la primera nochetranscurrieron sin incidentes. Cabalguépor senderos inflamados con los coloresdel otoño: rojos y dorados ardientes, yamarillos que relucían bajo la luzcrepuscular. Únicamente el chasquido y

el crujir de los cascos de mi poneysobre las hojas, y el chillido ocasionalde un ave o el parloteo de una ardillaacompañaban mi recorrido. En elinterior de aquellos enormes bosques derobles y fresnos, cuyos troncos decorteza dura como el hierro se hallabancanos y recubiertos de musgo verde, deolmos y serbales de amplias copas, deesbeltos pinos e imponentes tejos,reinaba el silencio, y a cada paso se nosdaba a entender que éramos intrusos enaquel lugar.

El segundo día comenzó con unaneblina que se transformó en unaconstante llovizna que se filtraba por

todas partes y que pronto me dejócalado hasta los huesos. Mojado yaterido seguí adelante hasta llegar a unclaro cubierto de helechos situado juntoa un arroyo de aguas rápidas. Mientraslo contemplaba para decidir por dóndecruzarlo, la lluvia cesó y el cieloencapotado se aclaró un poco para dejarpaso a un sol que refulgía como unpálido disco blanquecino. Descendí demi montura y la conduje a través de lospunzantes helechos hasta la orilla delagua para que bebiera.

Aquel claro con el pedazo de cieloque se entreveía sobre mi cabezaparecía un lugar agradable, y empecé a

quitarme la empapada ropa y aextenderla sobre las rocas que habíajunto al lecho en espera de que el solbrillara con más fuerza, lo que no tardóen suceder.

Las nubes comenzaban a despejarsepor completo; en aquel momentoescuché un terrible estrépito en lacercana espesura. Me dejé caer deinmediato sobre el suelo y adoptéinstintivamente la postura que metransformaba en un objeto indiscernible.El ruido aumentó, mientras se dirigíadirectamente hacia donde yo estaba; loreconocí al instante: un jabalí en plenacarrera perseguido por un cazador.

Al cabo de un instante un ejemplargigantesco de enormes colmillos seabrió paso por entre la maleza a menosde doce pasos arroyo arriba. Sobre lapiel de la enorme bestia se observabancicatrices entrecruzadas marcadas porpenachos blancos que destacaban sobresu gruesa pelambrera negra, y, como sise tratara de un jefe guerrero, la temiblecriatura no se detuvo en su precipitadahuida, sino que se zambulló sinvacilación en el agua, la atravesó entreestrepitosas salpicaduras, y desaparecióen el bosque que se extendía al otrolado.

Inmediatamente tras sus huellas

apareció el jinete. Cuando el caballoemergía de entre la maleza y saltabacerca de la ribera, el sol se iluminóentre las nubes que se dispersaban atoda prisa y un haz de luz penetró comouna lanza arrojada desde lo alto paraalumbrar una visión de lo más insólita:una montura de un gris que recordaba alas nieblas matinales; un animal muyhermoso, de largas piernas y porteelegante que, por su apariencia, másrecordaba a una liebre que a un caballo,con las blancas crines ondeantes alviento y las narices bien abiertas parano perder el rastro del jabalí. En eljinete, delgado y feroz, resaltaban los

ojos desorbitados por la excitación de lacaza y el cabello negro como la nocheque flotaba en total libertad a suespalda, mientras el sol reverberaba enel bruñido peto de plata y el estilizadobrazo alzaba una larga jabalina de platatan afinada que parecía un rayo de lunacongelado atrapado en su mano.

Al momento supe que aquel jineteera la muchacha del pelo color ala decuervo que había vislumbrado alcontemplar el fuego.

Al cabo de una décima de segundodudé de haberla visto en realidad, yaque el corcel tomó impulso y saltó elarroyo con la misma ligereza con que un

ave emprende el vuelo; aterrizó en laorilla opuesta y desapareció entre losarbustos del otro lado tras la presa.

Tan sólo el sonido de la persecuciónque se continuaba escuchando medemostraba que no era un sueño. Altiempo que el crujir de las ramas y elretumbar de los cascos se perdía en elinterior del bosque, agarré de nuevo misropas y me las puse, hice cruzar elarroyo a mi poney, y me dispuse aperseguirlos.

Las huellas no resultaban difícilesde rastrear. No obstante, mis objetivosse movían sorprendentemente deprisa,ya que no volví a divisar ni al cazador

ni a la presa hasta que casi tropecé conellos en una depresión cubierta demaleza en medio del oscuro bosque.

El enorme jabalí yacía sobre suestómago, con las patas dobladas bajosu cuerpo, y la delgada lanza incrustadaen su imponente joroba, por donde habíapenetrado hasta atravesar el pecho; lacuchilla en forma de hoja había partidoen dos el corazón. Los gigantescoscolmillos lucían curvos y amarillentos, yen los astutos ojillos brillaba aún la sedde sangre. La muchacha permanecíasobre su montura, y el caballo piafaba sutriunfo al tiempo que arañaba el suelocon un delicado casco.

Al principio no se volvió hacia mí,aunque mi llegada debió de serterriblemente escandalosa, ya que meprecipité a través del seto de tejos comoun loco; pero su atención estaba fija enla pieza. Era indudable que constituía unpremio digno de un campeón. Puedoasegurar que he contemplado jabalíes detodos los tamaños, y que también hevisto a lanceros experimentadosacobardarse ante la embestida de unjabalí adulto; sin embargo, jamás habíaobservado una bestia tan enorme, nitampoco a una doncella tan calmada yserena.

¿Era valor o arrogancia?

El brillo exultante de sus ojos, ladecisión que mostraba su mandíbula, elporte regio…; la fuerza imperaba encada uno de sus atractivos rasgos.Estaba en presencia de una mujer que apesar de su juventud, pues no podíacontar con más de quince veranos, seatrevía con todo, no se acobardaba antenada, ni admitía la derrota.

Únicamente cuando se hubo saciadocon la contemplación de su pieza sedignó prestarme atención.

—Estás de más aquí, forastero. —Suforma de hablar, después de laacostumbrada lengua cantarina de losprytani, me sorprendió; no obstante, la

comprendí, ya que se parecía mucho a lalengua hablada en Llyonesse.

Incliné lentamente la cabeza,aceptando su definición respecto a mí.

—Perdóname, realmente soy unextraño aquí.

—No estriba en eso tu infracción —observó.

Pasó una pierna sobre su montura yse deslizó hasta el suelo, luego seacercó al jabalí y se quedóexaminándolo con placer.

—Luchó bien.—No me sorprende. Por su aspecto,

muchos han intentado acabar con él yhan fracasado. Mi observación la dejó

complacida.—Yo no fracasé. —Emitió un

salvaje grito guerrero de placer queresonó por todo el bosque y finalmentese apagó; entonces se volvió hacia mí—.¿Qué haces aquí? —Su actitud daba aentender que los alrededores lepertenecían.

—Como puedes comprobar, soy unviajero.

—Por lo que puedo ver, me halloante un sucio muchacho cubierto deapestosas pieles de lobo. —Arrugó lanariz con aires de gran señora—. No mepareces un viajero.

—Tendrás que aceptar mi palabra.

—Te creo. —Se giró bruscamente y,tras apoyar una de sus botas sobre ellomo del jabalí, tiró con fuerza de lalanza para sacarla. Del asta de plataempezó a gotear una sangre de un rojooscuro, y, tras observarla por unmomento, empezó a limpiarla sobre lapiel de la bestia.

—Esa piel supone un excelentetrofeo —afirmé, acercándome.

Me apuntó con la lanza.—También la tuya, muchacho-lobo.—¿Todos los de los contornos son

tan maleducados como tú?Se echó a reír y resultó como la

vibración de unas campanillas en el

aire.—Mis disculpas. —Pero su tono

desmentía sus palabras por completo.Devolvió la lanza a su soporte en la

silla de montar.—¿Te quedarás aquí plantado, o me

ayudarás a transportar mi presa?Ciertamente, no se me ocurría cómo

podíamos transportar aquel monstruoque yacía ante nosotros sin una carreta,ni cómo podríamos alzarlo sin la ayudade al menos media docena de hombresforzudos. Estaba claro que ninguno delos caballos podía soportar aquel peso.Sin embargo, la muchacha no sedesanimó. Sacó una pequeña hacha de

detrás de la silla y me indicó queempezara a cortar algunos de losabedules más delgados de entre un gruposituado al otro extremo de la depresiónen que nos encontrábamos.

La obedecí, y, al poco rato, entre losdos empezamos a limpiar las ramas delos árboles y a sujetar los postesdesnudos, unos junto a los otros, contiras de piel sin curtir para formar unatosca pero sólida parihuela. Efectuamosel trabajo deprisa y agradablemente, yaque me concedía la oportunidad deestudiar su atractivo cuerpo enmovimiento.

Se había desprendido del peto de

plata mientras yo iniciaba la tala y ahoratrabajaba junto a mí ataviada tan sólocon una túnica azul pálido y un «kilt» acuadros típico de las mujeres de lastribus de las remotas colinas. Sus botaseran de suave piel de conejo, y en lasmuñecas y el cuello llevaba estrechastiras de plata con piedras azulesincrustadas. Alta y esbelta, con la pielsuave y delicada como la leche, seentregó sin reparos a su trabajo con unapasión que sospeché prodigaba sobretodo aquello que atraía su interés.

Conversamos poco y disfrutamos deldesafío que representaba la tarea quenos habíamos impuesto y la armonía de

dos personas que unían sus esfuerzoscomo si se tratara de una sola. Una vezque las tablas de la parihuela quedaronbien aseguradas, se presentó la difícilcuestión de hacer rodar la enormecarcasa hasta la plataforma. Conduje ami negro poney de las colinas hasta eljabalí y pasamos una tira de cuero sincurtir alrededor de las patas delanterasdel animal y, utilizando uno de los palosrestantes como palanca, a la vezarrastramos e hicimos rodar al enormecuerpo hasta tenerlo en la posicióndeseada.

Entre gruñidos, empujamos contodas nuestras fuerzas aquel peso muerto

y, sudorosos, colocamos al animal sobrela parihuela, sobre la que resbaló hastadeslizarse hacia un lado y topar con mipierna. La muchacha rió y saltó en miayuda; cuando se inclinó sobre mí, meenvolvieron el olor a mujer y los suavesaceites aromáticos que utilizaba comoperfume. El contacto de sus manos sobremi piel fue como el de una llamadanzarina sobre mi carne.

Me liberé del jabalí, y proseguimosnuestro laborioso trabajo. Al cabo de unrato terminamos de atar a la bestia; nosquedamos mirándonos mutuamente,ambos sonrojados de orgullo y decansancio por lo que habíamos

conseguido y bañados en sudor.—Después de una cacería —me

dijo, mientras la risa bailaba en sus ojosdel color de las flores de aciano—,suelo nadar. —Se detuvo y me miró depies a cabeza—. A ti también teconvendría un baño, pero… —alzó unamano con gesto de duda—, se hacetarde.

La verdad es que la perspectiva debañarme con aquella hermosa joventransmitió una oleada de placer a todomi cuerpo. No consideraba demasiadoavanzado el día, pero ella me dejó sinesperar mi respuesta, montó en sucaballo, y se alejó unos pasos antes de

volverse hacia mí.—Bueno, supongo que te has ganado

un mendrugo junto al fuego y un jergónen el establo. Será mejor que me sigas,muchacho-lobo.

No precisé una segunda invitación,aunque lo más probable es que no lahabría recibido, así que monté a mi vezy fui tras ella. Conducir el jabalí hastasu destino no resultó nada fácil, sobretodo cuando tuvimos que vadear elarroyo. Sin embargo, cuando el solempezaba a desaparecer tras las colinasoccidentales, avistamos un granpoblado, constituido por unas veintecasas de madera de buen tamaño

agazapadas junto a la orilla de unprofundo lago de montaña. En unaelevación, a un extremo del lago sealzaba un palacio; éste consistía en unaenorme sala, un establo, una cocina, ungranero y un templo, todo fabricadotambién de madera.

Bajamos hasta este pequeño núcleoabandonando el bosque, al tiempo quesus habitantes acudían a toda prisa parasaludarnos. Al ver la pieza, lanzarongrandes gritos y aclamaron con fervor ala muchacha; ella aceptó el elogio contal elegancia y modestia que presentí unaprocedencia noble. Su padre gobernabaen aquel lugar, y los que nos rodeaban

eran sus súbditos. A la muchacha se laadoraba; pude observar en los rostros delos que nos acogieron que representabalo que más estimaban.

Esta veneración provocó que se merecibiera con bastante frialdad. Los quese fijaron en mí arrugaron el gesto, yalgunos, incluso, me señalaron congrosería. No les agradaba tal compañerodesaliñado para ella. Con seguridadhubieran necesitado muy poco estímulopara agacharse y arrojarme de allí apedradas.

¿Los culpé por ello? No, enabsoluto.

Me sentía realmente indigno

cabalgando junto a ella. Si mecontemplaba a través de los ojos deaquella gente: al lado de su hermosaseñora, al trote sobre un lanudo poney,un muchacho aún más peludo, vestidocon pieles curtidas y una piel de lobo,que parecía arrancado de las baldíastierras del norte —lo cual se ajustaba ala realidad—, podía justificar sudesconfianza hacia mi extraña persona.A la muchacha no pareció importarle talanimosidad en mi contra y tampoco hizoel menor caso de mi inquietud. Yomiraba a un lado y a otro con lacreciente sensación de que había sido unerror seguirla, de que habría sido

preferible quedarme en el bosque.Atravesamos el poblado, continuamospor la playa de guijarros que bordeabael lago, y ascendimos el montículo hastael palacio. Los aldeanos no subieron;por el contrario, se mantuvieron a unarespetuosa distancia.

—¿Qué lugar es éste? —preguntécuando desmontamos.

Los criados salían ya a nuestroencuentro.

—Ésta es la casa de mi padre —explicó la muchacha.

—¿Quién es tu padre?—Pronto lo sabrás. Aquí viene.Me volví hacia donde ella miraba y

descubrí a un gigante que avanzabahacia mí con enormes zancadas. Suestatura suponía la de dos miembros delPueblo de las Colinas juntos, era másalto incluso que Avallach; ademásposeía una fornida silueta, con ampliasespaldas, un pecho abultado, y unaspiernas y brazos que parecían cada unoun tronco de tejo. Tenía una largacabellera castaña peinada hacia atrás,bien tirante y sujeta con un aro de oro.Las botas, de piel suave, le llegabanhasta la rodilla, y su «kilt» mostraba elestampado de cuadros rojos y verdescaracterístico del norte; dos enormesperros lobos de color negro saltaban a

sus pies.—Mi padre —presentó la muchacha

y corrió hacia él. Éste la tomó en susbrazos y la levantó del suelo en untemible abrazo. Pestañeé, pues temía oírcómo se partían sus costillas, pero él ladepositó con cuidado en el suelo y seacercó hasta donde yo aguardaba.

El gigante echó un vistazo al jabalí,sus ojos se abrieron de par en par, yabrió la boca para lanzar una carcajadatal que las maderas de su casa seestremecieron y el sonido resonó através de las colinas llenas de árboles.

—¡Bien hecho, jovencita! —Dio unapalmada con unas manos que parecían

platos—. Bien hecho, mi preciosamuchachita.

La besó y se volvió de repente haciamí.

—¿Y quién se supone que eres tú,muchacho?

—Me ayudó con el jabalí, padre —explicó la muchacha—. Le prometí quele daríamos comida y cama por susmolestias.

—No fue ninguna molestia —conseguí chirriar.

—Así que sucedió eso —comentó elhombre, sin mostrar satisfacción oirritación de momento, optando porreservarse su opinión—. ¿Tienes un

nombre, pues?—Merlín —repuse. El nombre sonó

extraño a mis oídos—. Myrddin apTaliesin entre mi gente.

—Vaya, tienes gente ¿no es así?¿Se burlaba acaso de mí?—Entonces ¿por qué vagas en

solitario?—Se me llevó el Pueblo de las

Colinas y no he podido escapar hastaahora —respondí, con la esperanza deque mi contestación ahorraría másexplicaciones—. Mi pueblo se halla alsur. Voy a su encuentro ahora.

—¿En qué zona del sur?—En las Tierras del Verano y en

Llyonesse.El hombre arrugó la frente.—Ésa es tu afirmación; no recuerdo

haber oído hablar de esos lugares, si esque lo son. ¿Por qué nombre se conoce alos tuyos?

—Cymry —contesté.—Al menos de ellos sí he tenido

noticia. —Asintió, mirando mi torc deplata y los brazaletes de oro que Vrisame había entregado—. ¿Tu padrepertenece a ese pueblo?

—Sí. Mi abuelo es Lord Elphin apGwyddno Garanhir, que fue rey deGwynedd.

—¿Fue?

—Perdió sus tierras durante la GranConspiración y emigró al sur.

El gigante sonrió comprensivo.—Aquélla supuso una mala época.

¡Ay! Sin embargo, no fue totalmentedesafortunado, pues hubo pérdidasmayores. —Su voz parecía un truenosordo, como las ruedas de un carro alcruzar sobre un puente de madera—.Entonces, tu padre es un príncipe.

—Mi padre murió poco después demi nacimiento.

—¿Y tu madre? No la hasmencionado.

La situación resultaba curiosa: jamásnadie había prestado tanta atención a mi

linaje, aunque tampoco había sidohuésped de la hija de un rey.

—Mi madre es Charis, una princesade Llyonesse. Mi abuelo es el reyAvallach, de Ynys Avallach.

Volvió a asentir con aprobación,pero sus ojos se entrecerraron. Parecíasopesarme, como si calculara ladistancia que alcanzaría si me arrojaraal interior del lago, y hasta qué alturasalpicaría el agua. Por fin exclamó:

—Realeza por ambas ramas. Mesatisface. —Sus ojos se desviaron haciasu hija y luego al cuerpo del jabalí, quesus hombres habían comenzado adescuartizar ya allí mismo.

—¡Mirad esto! ¿Habéis contempladonunca un trofeo mejor? Mañana, a estahora, nos daremos un banquete con él.

Tras esta declaración, aquel hombreextraordinario regresó a grandeszancadas a la enorme sala acompañadopor los perros que trotaban a su espalda.

—Has impresionado favorablementea mi padre, muchacho-lobo. Eresbienvenido.

—¿Lo soy?—En efecto.—Lo sabes todo sobre mí, y yo no sé

ni siquiera tu nombre, ni el de tu padre,o el del lugar en que me encuentro.

Me sonrió con timidez.

—Demasiada curiosidad.—En mi tierra, se toma por simple

cortesía.—Tu origen parece provenir de

todas partes y de ninguna. Sinembargo… —Con una autoritariainclinación de cabeza, siguió—: Mellamo Ganieda y mi padre es Custennin,rey de Goddeu en Celyddon.

—Os saludo a ambos.—Recibe también nuestros saludos,

Myrddin ap Taliesin —replicó ella conamabilidad—. ¿Quieres entrar?

—Desde luego —agaché la cabezaen una leve reverencia.

Ella rió, y percibí el sonido de su

risa como sí se tratara de plata líquidaen el aire del atardecer. Luego, pasó subrazo alrededor del mío, y me arrastrócon ella. Mi corazón se hallaba a puntode estallar.

Aquella noche dormí sobre plumónde oca en un dormitorio situado junto ala gran sala de Custennin. Compartí lahabitación con algunos de los hombresdel rey, quienes me trataron coneducación, pero no me concedieronningún favor especial. A la mañanasiguiente, se despertaron y fueron aocuparse de sus cometidos; yo melevanté y penetré en la gran sala, ahora

vacía excepto por los criados que sellevaban los restos de la cena de lanoche anterior y extendían juncosfrescos sobre el suelo.

Nadie me prestó atención, de modoque salí al patio y me senté en el bordedel pozo, del que saqué un poco de agua,helada y con un dulce sabor, con unrecipiente de cuero; mientras bebíapensé en el viaje que me esperaba yencontré la perspectiva mucho menosagradable de lo que lo había sido el díaanterior.

El cazo estaba aún en mis labioscuando sentí unos dedos fríos sobre micuello. Encogí los hombros y me volví

con rapidez. Ganieda lanzó unacarcajada y se puso fuera de mi alcance.

—Debías de estar muy cansado —comentó—, para haber permanecido encama hasta tan tarde, aun cuando eres unviajero con prisa.

—Tienes razón, Ganieda. —Megustaba la sensación que su nombreproducía en mi lengua al pronunciarlo.La muchacha llevaba la túnica azul y el«kilt» del día anterior, aunque con unlargo manto bordeado de piel de ovejasobrepuesto para protegerse del frío dela mañana. La plata que llevaba alcuello y en las muñecas relucía, y sularga melena, bien cepillada, brillaba

bajo los rayos del sol—. Por primeravez en muchos días he descansadoconfortablemente y, en consecuencia, misueño se ha alargado.

—Se advierte que te hallas exhausto—declaró y, como sin darleimportancia, ofreció—: Por tanto, nopuedes irte hoy de ninguna manera.Marcha mañana, cuando hayasrecuperado las fuerzas. Resultará muchomás sensato. —Se adelantó con timidez,aunque su carácter no era vergonzoso—.He estado pensando… —siguió muyseria, aunque no demasiado grave, yaque estas cualidades tampoco formabanparte de su naturaleza—. ¡Qué ojos tan

encantadores! Tus ojos, Myrddin…—¿Qué? —Sentí cómo el rubor

cubría mis mejillas.—Son dorados, como los del lobo y

los del halcón… Nunca había observadounos así en un ser humano.

—Me aduláis, señora —repuseenvarado. ¿Intentaba hacerlo enrealidad?

Se acomodó sobre el reborde delpozo junto a mí.

—¿Se encuentra muy lejos el lugaral que te diriges?

—Bastante —asentí despacio.—¿A qué distancia

aproximadamente?

—Se halla tan remoto como puedasimaginar.

—¡Oh! —Se quedó en silencio, labarbilla se apoyaba en su mano y elcodo descansaba sobre su rodilla.

—¿Resultaría distinto si fuera menosalejado?

Ganieda se encogió de hombros.—Quizá…, de algún modo. Me eché

a reír.—Ganieda, cuéntame lo que tramas.

¿Qué has pensado? Me entretengocontigo cuando debiera ensillar micaballo y despedirme de Celyddon. —La última palabra se me quebró en lagarganta.

Ganieda hizo una mueca de disgusto.—No conoces el camino para

atravesar el bosque; necesitas quealguien te lo muestre.

—Recorrí un buen trecho solo y teencontré a ti sin un guía.

—Casualidad —respondió muyseria—. Mi padre afirma que resultapeligroso confiar demasiado en lasuerte.

—Estoy de acuerdo.—Bien. Entonces, ¿te quedarás?—Aunque me agradaría

enormemente, no puedo.Su rostro se ensombreció; es más,

puedo jurar que el mismo sol perdió

intensidad.—¿Por qué no?—Me queda un largo camino por

delante —expliqué—. El invierno notardará en llegar, y el tiempo empeorará.Si no quiero morir congelado en algúnsendero de las altas montañas, deboapresurarme a continuar mi ruta.

—¿Tan importante es tu regreso? —inquirió de forma grave.

—En efecto. —Empecé a confiarlela razón de mi viaje a través del bosque.

Ganieda se sintió fascinada. Leconté mucho más de lo que en unprincipio pretendía, y hubiera extendidoaún más mi relato sólo para conseguir

que se quedara junto a mí escuchando;pero, mientras le narraba los trasladosdel Pueblo de las Colinas según lasdiferentes estaciones del año, vimos uncaballo que ascendía al galope la laderadel montículo y se dirigía hacianosotros.

La muchacha saltó al suelo y corrióal encuentro del jinete, quien, con unbrinco, descendió de la silla parabesarla. Me puse en pie despacio, altiempo que me invadía un sentimiento dedesilusión, y la envidia se me clavabaen el estómago como un cuchillo.

El extraño rodeaba ligeramente loshombros de la joven con el brazo al

acercarse a mí. La sonrisa de Ganiedaera tan luminosa como el amor que sepalpaba entre ellos. Me sentí enfermo decelos.

—Myrddin, amigo mío —exclamóella cuando llegaron hasta mí. Advertíque al menos me reconocía como suamigo, lo cual parecía indicar una ligeramejora en mi estimación—. Quiero quesaludes a mi…

Mis ojos se posaron sobre lacomadreja que me había robado elafecto de Ganieda. Su aspecto noimpresionaba: era un joven grandote,demasiado crecido para su edad, quecontemplaba al mundo a través de unos

enormes ojos despreocupados color deavellana; me fijé en sus largas piernas,que terminaban en unos pies grandes yanchos. En conjunto, resultaba un tipobastante agradable y juzgué que no debíade sobrepasarme en más de cuatro ocinco años.

No obstante, aunque su peso, sualtura y su tamaño excedían a los míos,habría luchado contra él gustosamente ysin la menor vacilación si Ganiedahubiera sido el premio. Mas lacontienda no tenía razón de ser: él habíaconseguido el afecto de la joven; tansólo podía sonreír estúpidamente y dejarque me corroyera la envidia.

Todos estos pensamientos cruzaronpor mi mente mientras Ganiedaterminaba su frase:

—… hermano, Gwendolau.¡Su hermano! Hubiera sido capaz de

besarlo.¡Qué joven tan apuesto e inteligente!

¡Oh, qué mundo tan dichoso con taleshombres en él! Al instante, mejoróenormemente mi valoración, y sujeté susbrazos para saludarle a la maneraantigua.

—Gwendolau, te saludo comohermano y como amigo.

Me dedicó una amplia y alegresonrisa.

—Soy tu humilde servidor, MyrddinWylt.

Rió y dio un golpecito al reborde demi capa de piel de lobo con un dedo.

Merlín el Salvaje… El apodohumorístico que me había otorgado meprovocó un escalofrío. Escuché en él eleco de algo siniestro y oscuro. Laextraña sensación, como una flecha queatravesara un bosque en tinieblas, sediluyó en cuanto me palmeó la espalda.Ganieda le comentó:

—Myrddin va a viajar pronto haciael sur para encontrarse con su gente. Haestado viviendo con los bhean sidhe enel norte.

—¿De veras? —Gwendolau meestudió con curiosidad—. Eso explicalas pieles de lobo. Pero ¿cómoconseguiste sobrevivir?

—Mi Dios estaba conmigo —manifesté—. Me trataron bien.

Gwendolau aceptó mi afirmacióncon un amable asentimiento y, luego,alejándose del tema, miró a su hermana.

—¿Está padre aquí?—Salió a caballo temprano esta

mañana, aseguró que regresaría antes dela puesta del sol. Debes esperar.

—¡Ahhh! —Pareció sentirse confusopor un momento, pero luego se encogióde hombros—: Bueno, no hay otro

remedio. Al menos descansaré hasta suvuelta. Myrddin, te deseo un buen día.Por mi parte, me voy a la cama. —Regresó hasta su caballo y condujo alagotado animal a través del patio hastael establo.

—¿Ha ido muy lejos? —pregunté.—Sí. Hay disturbios en la frontera

occidental de nuestra tierra. Gwendolauha advertido a los poblados próximos.

—¿Qué tipo de disturbios?—¡Vaya! ¿Existen acaso de

múltiples clases?—Me refiero a que no es la época

del año más apropiada para lasincursiones.

—Esta observación no es válidapara los escoceses. Cruzan losestrechos, para lo cual emplean un díaescaso, y suben remando en sus botes decuero por el Annan hasta el interior delos bosques. Además, resulta más lógicoatacar en otoño, cuando se han recogidotodas las cosechas.

Sus palabras me arrastraron denuevo al mundo de las armas y de losenfrentamientos encarnizados; meestremecí al pensar en la sangre de unser vivo deslizándose sobre el fríohierro. Desvié la vista hacia el lago, encuyas profundidades se reflejaba el azuldel cielo, y vi la imagen de un hombre

con un casco guerrero y un peto de acerocuya garganta era una negra herida. Loreconocí y me agité de nuevo.

—Si tienes frío, podemos entrar yacercarnos al fuego.

—No, Ganieda, no tengo frío. —Sacudí la cabeza para deshacerme de lainquietante visión—. Si me acompañasal establo, me iré ahora.

Arrugó el semblante y, en eseinstante, una gota de lluvia le salpicó lamejilla; extendió la mano y otra gota fuea caer sobre su palma.

—Está lloviendo —observótriunfante—. No puedes cabalgar bajo lalluvia. Además, esta noche asaremos el

jabalí, y, puesto que ayudaste a traerlo,tienes que participar también en lacomida.

En realidad, tan sólo había una negranube solitaria sobre nuestras cabezas,pero pensar en la carretera fría y mojadaque me esperaba me resultaba muy pocoapetecible en aquellos momentos. Noquería reemprender mi viaje, de modoque no me opuse a la idea de quedarme.Ganieda me arrastró al interior de lasala, para desayunar carne estofada,patatas y tortas de avena.

No se apartó de mi lado en todo eldía, y se dedicó a mantenerme ocupadocon juegos y canciones; poseía un

tablero de ajedrez con piezas esculpidasen madera y una lira, distraccionesambas que había aprendido a utilizarcon gran habilidad, como con el fin dehacerme olvidar cualquier inquietudsobre mi marcha.

El día pasó con la misma rapidezcon la que una liebre huye y, cuandomiré por la puerta de la sala, el cielocomenzaba a encenderse por el oeste,pues el sol atravesaba las nubes grisesbordeando de ámbar la línea de colinas.«Mi caballo necesita un día dedescanso», me convencía a mí mismo,«y este lugar no es desagradable parapermanecer en él un día».

Debo admitir que mi decisión fuetomada un poco tarde, ya que hasta queno vi que se ponía el sol no advertí quemi vacilación me había costado un día,aunque éste había resultado muyagradable.

El rey Custennin regresó alanochecer, y, tras desmontar del caballo,con la cabellera y la capa ondeantes a suespalda, irrumpió directamente en elinterior de la sala. Ganieda corrió a suencuentro, y el rey la tomó entre susenormes brazos y la hizo girar en el aire.

Era evidente que la joven constituíasu placer más preciado; no sorprendía,ya que no parecía haber ninguna otra

dama en aquella casa; esa hija era suúnico deleite, sólo el verla le animabacomo si ingiriera una potente pócima.

Gwendolau apareció al cabo de unmomento, ataviado con una túnica deseda color púrpura y un amplio cinturónnegro; lucía unos pantalones de cuadrosazules y negros, de la misma tela que lacapa que llevaba recogida sobre elhombro y sujeta con un gran broche deplata en forma de espiral, y su torc erade plata. Su parte se correspondía consu dignidad de príncipe.

Ganieda regresó junto a mí cuandoGwendolau y su padre se apartaron a unlado para discutir sus asuntos. Durante

un rato, con las cabezas muy próximas,los brazos cruzados sobre el pecho yexpresión grave, conversaronapasionadamente en un rincón, junto alhogar donde el jabalí se asaba sobre lasllamas.

Tras la llegada de su señor,empezaron a reunirse hombres en lasala; muchos de ellos habíanacompañado a Custennin, y habían sidoatraídos por los rumores sobre la fiesta;otros, procedentes del pueblo, habíansido invitados. Al entrar éstos, el rey ysu hijo interrumpieron su discusión y elseñor de la casa se dispuso a cumplirlos requisitos propios del buen anfitrión:

saludó a cada uno y los abrazócalurosamente. «He aquí un hombre quesabe cómo querer a sus amigos», pensé.«¿Qué pasión debe dedicar a susenemigos?».

—La situación es peor de lo queimaginé —le confió Ganieda.

—¿Cómo lo sabes? —Observé alrey que bromeaba y reía con susinvitados, mientras los cuernos deaguamiel pasaban de mano en mano.Parecía un monarca satisfecho querecibía a sus viejos amigos; en absolutose transparentaba preocupación.

—Sencillamente, lo presiento —susurró Ganieda confidencialmente—.

No ha comentado nada sobre su misión yha ido directo a hablar con Gwendolausin detenerse a tomar su copa. Inclusoahora evita beber, ¿lo ves?; pasa elcuerno pero no toma un solo sorbo. Sí,las noticias son inquietantes. Esta nochese celebrará un consejo.

Realmente, la intuición de Ganiedaera cierta; cuando concentré mi atenciónen la escena que se desarrollaba ante mí,también yo percibí una soterradacorriente de ansiedad que atravesaba lasala: los hombres charlaban y reían,pero sus voces sonaban demasiadoalegres y sonoras.

«¿Adónde he ido a parar?», me

pregunté. «¿Por qué estoy aquí, enrealidad?».

Empecé a recordar a los que meesperaban allá lejos, en el sur. Debíaacudir a su encuentro.

Pero ¿a qué se debía mi inquietud?Había permanecido tres años con elClan del Halcón y pocas veces habíaexperimentado la urgencia que sentíaahora. No obstante, las circunstanciaseran distintas; sospeché que mi retrasose debía a una razón puramente egoísta:permanecía allí porque quería estarcerca de Ganieda. Sin manifestarlodirectamente, ella también mostraba quedeseaba que me quedara.

¡Ah, Ganieda! Las imágenes aún sonvividas.

El banquete se realizó en la sala demadera de Lord Custennin, que sehallaba inundada de luz, risas y del olorhumeante de la carne asada, alumbradapor relucientes antorchas; los ojos y lasjoyas brillaban bajo el fulgor de lasluces, mientras los cuernos bordeadosde oro circulaban entre los señores deGoddeu allí reunidos, quienes bebíaninsaciablemente sin seguir el ejemplo desu rey, que no probaba ni una gota. Trasel comentario de Ganieda, me dediqué acontemplar con interés todo lo quesucedía, aunque no era el único:

Gwendolau también observaba, sobrio yserio, desde su asiento en la mesaprincipal.

Cuando terminó la comida y losinvitados pidieron canciones, Ganiedatomó su lira dispuesta a complacerlos.Me pareció extraño el que ella cantara,no por su voz, que resultaba muyhermosa al oído, sino porque un hombretan rico e influyente como Custennin nocontara con un bardo o dos. Fácilmentehubiera podido permitirse media docenade ellos para que ensalzaran sus virtudesy el valor de sus guerreros.

Finalizada su canción, Ganieda seacercó hasta donde yo me sentaba y me

tiró de la manga.—Salgamos de aquí.—Quiero ver lo que va a suceder.—No nos concierne. Salgamos. —

Desde luego, sus palabras daban aentender que sólo yo estaba excluido.

—Por favor —insistí—, sólo hastaque sepa lo que ocurrirá. Si existendisturbios en el norte, la gente del lugaral que voy necesitará saberlo.

Asintió y se acomodó a mi lado.—No será agradable. —Su voz era

tan dura como las baldosas que pisabannuestros pies.

Casi de inmediato, Custennin seirguió y extendió los brazos.

—Camaradas, amigos —gritó—,habéis acudido aquí esta noche paracomer y beber a mi mesa, lo cual mealegra. Es justo que un rey sustente a sussúbditos, que comparta con ellos lasépocas de paz y los socorra en períodosde agitación.

Algunos de los que se hallabanpróximos a él golpearon sobre la mesacon sus copas y los mangos de suscuchillos y exclamaron su aprobación.Advertí que Gwendolau habíadesaparecido de la mesa principal.

—También es justo que un rey tratecon dureza a sus adversarios. Nuestrospadres defendieron sus tierras y a su

gente cuando fueron amenazadas.Cualquier hombre que permita a suenemigo correr descaradamente por sustierras, matar a su pueblo, o destruircosechas y bienes, no es digno de sunombre.

—¡Muy bien! ¡Muy bien! —corearonlos jefes—. ¡Es cierto!

—Y cualquier hombre que traicionea los suyos es tan peligroso como elpirata que ataca con su barco. —Al oírtal afirmación, la sala se quedó ensilencio. El fuego chisporroteaba en lachimenea, y el viento cada vez másfuerte aullaba en el exterior. Sólofaltaba terminar de tender la trampa,

pero los jefes aún no la veían.—¡Loeter! —llamó el rey—. ¿Estás

de acuerdo?Mis ojos recorrieron la estancia en

busca del aludido; no les fue difícilencontrarlo, ya que, tan pronto como sunombre abandonó los labios del rey, losque le rodeaban se apartaron.

—Sí, mi señor —repuso elinterpelado, que semejaba una mole derostro intransigente cimentada con labarriga de un cerdo. Miró a su alrededorcon inquietud.

—Y, Loeter, ¿cómo castigamos aaquellos que practican tal vileza contralos suyos?

Todas las miradas se concentrabanen Loeter, quien había empezado asudar.

—Acabamos con ellos, señor.—Los matamos, Loeter, ¿no es así?—Sí, señor.Custennin asintió con gravedad y

miró a sus jefes.—Habéis oído cómo pronunciaba su

propia sentencia. ¡Que así sea!—¿Qué locura es ésta? —exigió

Loeter, que se había incorporado con lamano sobre el mango de su cuchillo—.¿Me acusas?

—Yo no te acuso, Loeter. Te delatastú mismo.

—¿Cómo? No he hecho nada.Custennin lo examinó con ojos

furibundos.—¿Nada? Explícame entonces de

dónde ha salido el oro que llevas en elbrazo.

—Es mío —refunfuñó Loeter.—¿Cómo lo conseguiste? —quiso

saber Custennin—. Contéstame consinceridad.

—Fue un regalo, señor.—Un regalo, desde luego. ¡Oh, sí,

muy cierto! ¡Un regalo de los escoceses!De los mismos que en estos momentosestán acampados al borde de nuestrasfronteras, planeando otra incursión.

Un furioso murmullo se elevó por lasala. Ganieda me volvió a tirar delbrazo.

—Vámonos ahora.Pero era demasiado tarde. Loeter, al

comprobar la animosidad reinante y,borracho como estaba, decidió intentarescapar, para lo que apeló a la ayuda desus amigos.

—¡Urbgen! ¡Gwys! Vamos, noseguiremos escuchando estos embustes.—Se volvió, descendió de la mesa yavanzó hacia la puerta, mas sinacompañamiento.

—Negociaste con los escoceses; tedieron oro a cambio de tu silencio. Tu

ambición nos ha perjudicado a todos,Loeter. Ya no eres digno de la compañíade hombres honrados.

—¡No les ofrecí nada!—¡Les proporcionaste un lugar

seguro para desembarcar! ¡Losalbergaste cuando debieras haberlosechado! —rugió Custennin—. Algunascriaturas duermen esta noche sin susmadres, Loeter. Las esposas lloran a susmaridos. Los maderos de las casashumean y las cenizas se enfrían allídonde había ardido el fuego de loshogares. ¿Cuántos más de los nuestrosmorirán por tu causa?

—¡No es culpa mía! —aulló el

desdichado mientras todavía avanzabacon cautela hacia la puerta.

—¿De quién entonces? ¡Loeter,contéstame!

—No soy el responsable —lloriqueó—. No conseguiréisachacármelo.

—Vendiste a los tuyos, Loeter. Estanoche gentes que estaban bajo micuidado yacen en la negra mansión de lamuerte. —Custennin levantó la mano yapuntó con una larga daga al acusado—.Mi sentencia es que te unas a ellos,Loeter, y si no lo logro dejaré de ser reyde Goddeu.

El acusado retrocedió cada vez más

cerca de la puerta.—¡No! Sólo querían cazar. Lo juro.

¡Sólo querían cazar! Iba a entregaros eloro.

—¡Es suficiente! No seguiréescuchando cómo te rebajas cada vezmás.

Custennin pasó por encima de lamesa y se dirigió hacia él, con la dagaen la mano.

Loeter se volvió y corrió hacia lapuerta. Gwendolau se encontraba allí,con los dos perros lobos y hombres aambos lados.

—¡No me matéis! —chilló Loeter.Se volvió para mirar a Custennin, que

avanzaba hacia él—. ¡Te lo suplico, miseñor, no me matéis!

—Tu muerte resultará una pérdidamenor que la de cualquiera de aquellosque te han precedido hoy. Soy incapazde hacer las salvajadas que los pirataspractican con sus cautivos.

Loeter lanzó un grito horrible y cayóde rodillas ante su rey, en medio de unllanto lastimero y lleno de vergüenza.Todos lo contemplaban en silencio.

—Os lo ruego, señor,perdonadme…, perdonadme…,destiérrame…

Custennin pareció considerarlo.Bajó la mirada hacia aquel miserable

que se acurrucaba en el suelo y sevolvió hacia los reunidos.

—¿Qué opináis, hermanos? ¿Leperdonamos la vida?

Incluso antes de que las palabrashubieran acabado de salir de su boca,Loeter se puso en pie, con el cuchillo enla mano. En el mismo instante en que seabalanzaba contra la espalda del rey, seoyó un gruñido salvaje y algo se moviócon rapidez; un rayo negro se abatiósobre el traidor.

Loeter sólo tuvo tiempo de lanzar uncorto chillido antes de que los perros ledesgarraran la garganta.

El traidor cayó muerto en el suelo,

pero los animales no cesaron en suataque hasta que Gwendolau se acercó ylos sujetó por los collares paraarrastrarlos fuera de allí, al tiempo quela sangre chorreaba de sus hocicos.

Custennin contempló el cuerpomutilado.

—A esto te ha conducido el oro,Loeter —musitó con tristeza—. Tepregunto ahora: ¿valía la pena?

Hizo un gesto con la mano y loshombres que vigilaban la puerta entrarony se llevaron el cadáver afuera.

Me volví hacia Ganieda, que estabasentada junto a mí observándolo todo;sus ojos fieros y duros relucían bajo las

antorchas.—Su fin ha sido más digno de lo que

se merecía —murmuró; luego, se volvióhacia mí y añadió—: Era preciso,Myrddin: la traición debe ser castigada.Un rey debe conducirse con severidad.

H9

a sido un asunto vergonzoso —selamentaba Custennin—; un huésped

mío jamás debiera haber contempladoesta situación. Perdóname, muchacho, nopodía evitarse.

—Lo comprendo —repuse—. Nohay necesidad de pedir disculpas.

El gigante me dio una palmada en laespalda con una de sus zarpas.

—Posees la elegante elocuencia deun rey. Ciertamente, tu sangre real setransparenta. ¿Es verdad que has vividocon el Pueblo de las Colinas durante

estos últimos años?—Lo es.—¿Por qué? —quiso saber,

genuinamente perplejo—. Un muchachoastuto como tú debió de encontrar másde una oportunidad de escapar.

—Oh, sí que se me presentaron, perodecidí quedarme.

—¿Quisiste permanecer con ellos?—Al principio, no —admití—, pero

luego intuí que mi destino me habíaempujado a todo aquello con algúnpropósito.

—¿Cuál?Me vi obligado a mostrar mi

ignorancia.

—Quizá lo averiguaré algún día.Todo lo que sé es que no lamento eltiempo que viví con ellos. Aprendímucho.

Custennin meneó la cabeza. Éste erael rey: un hombre que veía las cosas conuna diáfana claridad o no las discerníaen absoluto; tomaba las medidas queeran necesarias de forma directa, comoen el caso de su díscolo jefe de clan,Loeter, y se enfrentaba a las diversascircunstancias cara a cara para decidircon equidad y en el momento preciso.Era un jefe preocupado por merecer elrespeto de su gente y que intentabaganárselo día a día.

—¿Adónde vas ahora, Myrddin? —preguntó—. Ganieda me contó queesperas llegar a Dyfed antes delinvierno.

—Ahí es donde están mis amigos,aunque mi pueblo se halla más al sur.

—Tu empresa resulta difícil.Asentí con la cabeza.—El tiempo empeorará pronto y

puede atraparte en las montañas.—Razón por la que no debo retrasar

mi marcha —concluí.—Sin embargo, deseo pedirte que te

quedes. Podrías pasar el invierno connosotros y reemprender el camino en laprimavera. —Percibí en aquella

invitación la mano oculta de Ganieda.Ella no osaba pedírmelo e inducía a supadre a que lo hiciera—. Tu estanciaaligeraría el paso del tiempo para todos.

—Vuestra oferta es tan amable comogenerosa, y lamento no poder aceptarla.

—Ve pues, muchacho. Ya que estásdecidido, no te pediré que cambies deidea. Tres años suponen un largoperíodo de separación.

Me acompañó fuera de la sala hastael establo, donde ordenó que ensillaranmi poney. Mientras preparaban alpequeño caballo, arrugó la frente.

—Sin duda el animal es resistente,pero no resulta una montura para un

príncipe. Quizá viajarías más deprisacon uno de mis caballos.

Custennin hizo un gesto a sucaballerizo mayor para que trajera unode sus animales.

—Es verdad que a esta raza le faltaestatura —concedí—. No obstante,poseen una fuerza asombrosa, perfectapara largos viajes. Los prytani semueven deprisa, tanto de día como denoche, y sus poneys los transportan sindesfallecer cuando otro caballo yaestaría agotado y obligaría a detenersepara dejarle descansar. —Palmeé elcuello de mi pequeña y peluda montura—. Os agradezco el ofrecimiento, señor

—concluí—, pero conservaré el mío.—Muy bien —concedió Custennin

—. Sólo pensé que si aceptabas tendríasmotivos para regresar más pronto.

Sonreí. ¿Ganieda de nuevo?—Vuestra hospitalidad constituye

una razón más que suficiente.—Sin mencionar a mi hija —añadió

maliciosamente.—Verdaderamente, es una dama muy

hermosa, Lord Custennin, y sus modalesson dignos de su padre.

La dama objeto de la conversaciónapareció en aquel preciso momento ysus ojos se posaron sobre el caballoensillado que tenía frente a mí.

—Así que has decidido marcharte.—Sí.—Han pasado tres años —

intercedió Custennin con suavidad—.Cuando se lo llevaron era sólo un niño,Ganieda, y ahora casi un hombre. Dejaque se vaya.

Ella lo aceptó de buen grado, aunquepercibí su desilusión.

—Bueno, pero no debe cabalgar sincompañía; envía a alguien con él.

Custennin consideró la propuesta.—¿A quién sugerirías?—A Gwendolau —respondió con

sencillez, como si se tratara de lo másnatural del mundo. Todo el intercambio

se había desarrollado como si yo noestuviera allí, pero luego la joven sevolvió hacia mí—: ¿Supongo que no lenegarías a mi hermano un lugar a tulado?

—Desde luego que no —repliqué—.Pero no es necesario. Encontraré elcamino.

—Y encontrarás la muerte en mediode la nieve —atajó Ganieda—, oincluso al extremo de la lanza de unpirata.

Me eché a reír.—Primero tendrían que atraparme.—¿Tan escurridizo eres? ¿Tan

invencible? —La muchacha arqueó una

ceja y cruzó los brazos sobre el pecho.Ni con la palanca de Arquímedeshubiera podido apartar a un lado sutozudez.

Obviamente, me puse en marcha mástarde de lo planeado, pero también másacompañado. Puesto que, aunqueGwendolau se mostró muy satisfecho deguiarme, insistió en llevar a su manoderecha, a Baram, arguyendo:

—Si encuentras a tus amigos,prefiero no regresar solo.

No podía discutir con él, de modoque tuve que conformarme. Viajaría conmejor protección, lo cual no era dedespreciar, pero también el ritmo de mi

marcha disminuiría.Llegado el mediodía, ya teníamos un

caballo cargado con las provisiones y elforraje que precisaríamos para eltrayecto. Tras estos preparativos,abandonamos la fortaleza de Custennin;Ganieda de pie, muy erguida, sin deciradiós con la mano ni volverse hacia lacasa, simplemente nos contemplabahasta que desaparecimos de su vista.

Dos días más tarde, alcanzamos laantigua carretera romana más arriba deArderydd. Aparte de los endrinos y loshelechos que se amontonaban a lo largode aquella línea recta, el camino de

piedra no mostraba el menor signo deruina o deterioro. Los romanosconstruían para la posteridad, parasobrevivir al tiempo.

Gracias a ella avanzamos másdeprisa, a pesar de las lluvias queempezaron a caer de forma continuada.De día cabalgábamos bajo un cieloplomizo que nos rociaba de agua; denoche, vientos helados azotaban losárboles y hacían aullar a los lobos delas colinas. Nuestros ánimos ibandecayendo, helados y empapados díatras día; ni siquiera la hoguera queencendíamos por la noche servía paracalentarnos ni reconfortarnos.

Gwendolau demostró constituir uncompañero afable y se dedicó amantener nuestro buen humor tanto comopermitía el terrible clima. Cantabacanciones maravillosamente absurdas, yrelataba largas y exasperantementecomplicadas historias sobre sus hazañasy destrezas; al escucharle, todo serviviente temía su extraordinariahabilidad. También me contó todo loque sabía sobre lo sucedido en el mundodesde que me había capturado el Pueblode las Colinas. Su compañía me relajabay no me arrepentía de que hubieravenido conmigo.

Baram, por el contrario, era un

hombre callado y hábil, pero nadapretencioso; poseía un don especial paratratar los caballos, y una vista y uninstinto muy agudos para localizar elcamino a seguir. Nada se le escapaba,aunque se le tenía que preguntar deforma directa para averiguarlo. Amenudo, cuando advertía que se hallabamuy lejos, inmerso en sus propiospensamientos, me volvía hacia él ydiscernía una sonrisa sobre su anchorostro mientras disfrutaba con una de lasbromas de Gwendolau.

El quinto día por la tarde llegamos aLuguvallium, que los hombres de laregión denominaban Caer Ligualid, o,

más corrientemente, Caer Ligal. Miintención consistía en atravesar lapoblación rápidamente y acampar a susafueras; habíamos reducido tanto ladistancia, que resultaba casi imposibleno lamentar el más mínimo retraso. MasGwendolau se opusoincondicionalmente a mis deseos.

—Myrddin, puede que tú seas capazde cabalgar como los bhean sidhe, perono exijas el mismo comportamiento pormi parte. Si no me seco, los huesos seme ablandarán dentro de esta carneempapada. Necesito un trago que mecaliente el interior y un techo que no sededique a verter agua sobre mí durante

toda la noche. En pocas palabras,necesito un lugar para hospedarme.

El silencioso Baram añadió susucinto asentimiento y comprendí que nopodía objetar nada.

—Muy bien, seguiremos tussugerencias, pero yo jamás he estado enCaer Ligualid, por lo tanto tú tendrásque buscar el sitio más apropiado.

—Confía en mí —aseguróGwendolau; espoleó su caballo haciaadelante y entramos al galope en laciudad.

Nuestra irrupción inesperada atrajomuchas miradas, mas contamos con unbuen recibimiento. Muy pronto

Gwendolau, que podía obligar almolusco más escéptico a que le abrierasu concha, había trabado amistad conmedia docena de personas; lo que lehabía permitido conseguir su propósito.La verdad es que los viajerosescaseaban cada vez más en el norte, ycualquier noticia que un forasteropudiera traer resultaba muy valiosa.

Nos albergamos en una casa grandey vieja, una mansión de estilo romanocon una enorme sala común, unosdormitorios más pequeños, y un establoal otro extremo de un bien barrido patio;los dignatarios de otros tiempos noviajaban actualmente tan a menudo como

nosotros a caballo, y, por consiguiente,tanto la casa como el establo se hallabanlimpios y secos, a la vez que repletos deforraje.

En conjunto, era un lugar agradable,acogedor y perfumado por el olor alevadura del pan y la cerveza. Lachimenea estaba encendida y habíacarne en el asador. Baram se dirigiódirectamente sin una palabra hacia lachimenea y, tras arrastrar un taburetepara acomodarse cerca, estiró sus largaspiernas frente al hogar.

—En estos tiempos, con la plaza singuarnición —nos informó el propietario,mientras nos miraba con curiosidad—,

no vemos muchas caras nuevas en estaciudad. —Su rostro poseía el semblanterechoncho y rubicundo de alguien aquien le gusta demasiado comer y beber.

—¿No hay guarnición? —seasombró Gwendolau—. Ya observé queno había vigilancia en las puertas. Sinembargo, no debe haber transcurrido unlargo período sin protección.

—¿He hecho una afirmaciónsemejante? ¡Ja! ¡Que me cuelguen porpicto! El verano pasado la ciudad estabatan llena de soldados que parecía apunto de explotar; los magistrados seapelotonaban debajo de cada matorral.Pero ahora…

—¿Qué sucedió? —pregunté.Me examinó, así como a mis ropas,

y, aunque sospecho que hizo la señalcontra el mal agüero a su espalda,contestó sin evasivas.

—Los han retirado. ¿No me heexplicado con claridad? Se han ido.

—¿Adónde? —inquirí.El posadero me miró iracundo y

cerró la boca con fuerza, mas, antes deque yo pudiera intervenir de nuevo,Gwendolau nos interrumpió.

—He oído que el vino de Caer Ligalposee un atractivo especial en los díaslluviosos. ¿No lo habréis tirado, ahoraque los legionarios ya no beben aquí?

—¡Vino! ¿Dónde podríaconseguirlo? ¡Ja! —Puso los ojos enblanco—. No obstante, os ofrezco unacerveza que provocará que vuestropaladar olvide que alguna vez probóotra bebida.

—¡Traedla! —exclamó Gwendolau.El posadero salió a toda prisa abuscarla y, cuando se hubo ido, miacompañante me comentó—: Noconviene plantear cuestiones de formademasiado directa aquí. En el norte, alos hombres les gusta sentir que teconocen antes de contarte lo queencierra su cabeza.

El posadero reapareció con dos

jarras de líquido oscuro y espumeante, yGwendolau alzó la suya y tomó un buentrago. Tras limpiarse la boca con eldorso de la mano, chasqueó los labios yanunció:

—¡Ahhh! Realmente esta bebidamataría de envidia al mismo Gofannon.Está decidido: si aceptáis, esta nochenos quedaremos aquí.

El tabernero mostró una ampliasonrisa de satisfacción.

—¿Qué otro os alojaría? Y, ya queno hay nadie más bajo este techo hoy,tomad mi casa como vuestra; las camasno son grandes, pero están secas. Mellamo Caracatus.

Baram trajo su jarra vacía hasta lamesa.

—Buena cerveza —elogió, y regresóa su lugar junto al fuego.

—¡Secas! —exclamó Gwendolau—.¿Oyes, Myrddin Wylt? Evitaremos lahumedad por esta noche.

—Si un hombre pasa mucho tiempoen la carretera, puede ignorar lascomodidades de un lecho —observó elpropietario—, al menos, eso aseguran.

—No, al contrario —replicóGwendolau—, viajamos desde hacesiete días y siete noches, y mispensamientos se han centrado en unacomida caliente en el estómago y un

lugar abrigado junto al fuego.Caracatus guiñó un ojo y le confió:—No dispongo de mujeres, pero

quizá, si lo deseáis… —Hizo un gestoambiguo: se cruzó la palma de la manocon los dedos de la otra.

—Gracias —respondió Gwendolau—, pero tengo los huesos molidos. Nosupondría una compañía apropiada paraninguna mujer, a pesar de los encantosque seguramente poseerá. Hemoscabalgado desde las primeras horas delamanecer.

El posadero se compadeció.—No resulta una época del año

adecuada para viajar. Yo mismo no me

movería si no me empujara un motivomuy importante.

«Ciertamente, la necesidad deberíaser ineludible, para arrancarle de sutonel de cerveza», pensé. Incluso así,dudé de que la atendiera.

—Existe una razón —argüí—. Loslegionarios se sentirían tambiéncontrariados al partir.

Estas palabras fueron recibidas conun astuto guiño de complicidad.

—Desde luego. En definitiva, hasacertado. ¡Las lágrimas! ¿Creéis quehubo lágrimas cuando los soldados semarcharon? Os aseguro que las calles seinundaron con el llanto de las mujeres

que despedían a sus esposos y novios.—Es triste tener que abandonar a

parientes y amigos —comentóGwendolau—. Pero imagino queregresarán pronto. Siempre ocurre.

—No en esta ocasión. —Elposadero meneó la cabeza tristemente—. Son órdenes del emperador…

—Graciano ya tiene muchos asuntosentre manos, si sólo con… —empezóGwendolau.

—¿He dicho yo Graciano? ¿Hedicho Valentiniano? —se mofóCaracatus—. ¡Al único emperador alque saludo es a Magnus Maximus!

—¡Maximus! —Mi compañero se

incorporó a su asiento sorprendido.—El mismo —sonrió nuestro

mesonero, satisfecho por saber más quenosotros—. Fue proclamado emperadorel año pasado por esta época. Ahora síque se preocupará alguien de nuestrosintereses, ¡por César! Además, ya erahora.

Ese acontecimiento era el que lasVoces habían intentado revelarme, sihubiera sido capaz de comprender. Conel leal apoyo de sus legionarios,Maximus se había declarado Emperadorde Occidente y había retirado las tropasdel norte. Sólo existía una razón paraello: debía marchar a la Galia y derrotar

allí a Graciano para consolidar suspretensiones; tan sólo de esa formapodría erigirse como emperador único.

Un profundo temor se apoderó demí. Con las legiones fuera…

—Regresarán, ya lo veréis —repitióGwendolau. El posadero aspiródespectivo por la nariz y se encogió dehombros.

—No me importa si vuelven o nomientras los pictos nos dejen tranquilos.Seguramente conocéis perfectamente elmotivo por el que mantenemos lasmurallas en pie.

El gutural ronquido de Baram desdesu rincón junto a la chimenea dio por

concluida la conversación.—Os traeré la comida, señores, para

que podáis retiraros a dormir —anuncióCaracatus, saliendo a toda prisa parapreparar la cena.

—Comida y cama —bostezóGwendolau alegremente—. Excelenteperspectiva en una noche lluviosa.Aunque parece que Baram ha empezadosin nosotros.

Nos sirvieron parte de un cuarto deres que resultó delicioso. No habíaprobado la carne de vaca durante tresaños y casi había olvidado el cálidosabor de una pierna bien asada. Hubotambién patatas y nabos, pan y queso, así

como espesa cerveza negra. La comidafue estupenda, y el sueño descendiósobre nosotros de inmediato; se noscondujo al lugar donde dormiríamos ynos dejamos caer sobre limpios jergonesde paja, envueltos en nuestras capas,donde descansamos sin interrupciónhasta la mañana siguiente.

Nos despertamos con el canto delgallo y encontramos nuestros caballos yaensillados. Nuestro afable mesonero nosentregó hogazas de pan negro y nosdespidió no sin antes recibir nuestrapromesa de pernoctar de nuevo en sucasa si alguna vez regresábamos a CaerLigal.

—¡Acordaos de Caracatus! —nosgritó mientras nos alejábamos—. Lamejor hostería de toda Britania.¡Acordaos de mí!

Afortunadamente no llovía cuandoemprendimos el camino. Baram se pusoa la cabeza cuando atravesamos laspuertas de la ciudad, y dejé que micaballo se rezagara hasta quedar tras él.Otros viajeros también abandonaban laciudad aquella mañana: un comerciantecon sus criados; Gwendolau cabalgójunto a ellos para intercambiar noticias.Mascando mi pedazo de pan, dispuse detiempo para pensar tras salir de aquelpoblado.

«Maximus se ha declarado a símismo emperador, o lo han proclamadosus legiones», pensé, «ahora se hallevado a su ejército a la Galia, es decir,se ha llevado nuestras tropas. A juzgarpor la reacción de Caracatus, resulta unamedida popular; con seguridad debe decomplacer a muchos que debían deconsiderar que nuestros impuestos noeran empleados de la forma adecuada yque nuestros intereses se canalizabanhacia bienes que nunca compartíamos.No obstante, pese a contar con el apoyogeneral, es desastroso».

Recordaba a Maximus. Y también laprimera vez en que lo contemplé y supe,

al mismo tiempo, que sería la última.Constituía un hombre valiente, y ungeneral sólido y audaz. Los largos añosde disciplina y campañas le habíanenseñado bien. Nada le desconcertabaen el campo de batalla; permanecía frío,impasible, sin perder el ingenio. Sushombres lo adoraban. No había duda deque lo seguirían hasta Roma, y más alláincluso.

Existía la esperanza generalizada deque el Emperador Maximus sepreocuparía más por nosotros en laGalia que el Dux Maximus enBritannorum, que lograría una paz conlos bárbaros del otro lado del mar para

facilitar un poco de tranquilidad a la Islade los Poderosos. Pese a que era unasuposición poco fundada, no se la debíadespreciar. Si alguien podía conseguireste deseo unánime, Maximus era el máscapaz.

El tiempo continuó seco demomento, aunque, a medida que el suelose elevaba para transformarse en lasmontañas, pudimos apreciar que laszonas elevadas lucían ya sus níveosmantos invernales. No perdimos ni unsolo instante y seguimos hacia el sur atoda velocidad.

Durante varias noches compartimos

el campamento con nuestros compañerosde viaje: el comerciante y sus criados.Éste había pasado el año realizando sustransacciones a lo largo de la Muralla,de este a oeste, y, ahora que el inviernose aproximaba, emprendía el regreso asu hogar en Londinium. Como escostumbre entre los de su profesión,había viajado extensamente ycomerciado con cualquiera que poseyeraoro o plata, sin preguntar de dóndevenía, ni cómo lo había obtenido. Enconsecuencia, había tratado con pictos,escoceses, saecsen y britones por igual.

Era un hombre apacible ycomunicativo llamado Obricus, que

rondaba la cincuentena con la gracia queproporciona la riqueza. Conocía sunegocio, y sus historias llevaban casisiempre el sello de la verdad; no solíafanfarronear ni hablar tan sólo paraescuchar el sonido de su propia voz.Además, al haber pasado el añonegociando en ambos lados de laMuralla, estaba bien informado sobrelos movimientos de las legiones.

—Presentía lo que sucedería —afirmó Obricus, mientras atizaba lafogata nocturna con un palo conexpresión preocupada y entristecida—.La Galia tiene grandes y terriblesproblemas. No durará. Graciano se ha

debilitado, y los anglos y los saecsensólo respetan la fuerza y la aguda puntade una espada, y ni siquiera demasiado.

Gwendolau sopesó aquelloscomentarios durante un buen rato, luegopreguntó:

—¿Cuántas tropas se fueron con él?El hombre sacudió la cabeza.—Suficientes…, en exceso: toda la

guarnición entera de Caer Seiont ytropas pertenecientes a las guarniciones:como Eboracum y Caer Legionis en elsur. En total unos siete mil hombres omás; a mi entender, demasiados.

—Habéis asegurado que intuíais loocurrido —interrumpí—. ¿Cómo es eso?

—Poseo ojos y oídos. —Se encogióde hombros y luego sonrió—: Y tengo eldormir ligero. No obstante tampococonstituía un secreto. La mayoría de loshombres con los que traté querían ir, dehecho no podían esperar, pues su cabezarebosaba de lo que podían obtener acambio: rango para los oficiales, oropara los ejércitos. Todo lo que pedíaneran regalos para sus mujeres, baratijasque llevarse con ellos. He visto marchara muchos, y las escenas se repiten.

»Que quede bien claro que lospictos también conocían los planes demarcha; aunque no sé cómo lo sabían; yono se los descubrí, nunca les cuento

nada.—¿Qué harán? —inquirió

Gwendolau.—¿Quién puede imaginarlo?—¿Hará que se vuelvan más

osados?—No necesitan exaltar más sus

ánimos. —Obricus atizó el fuego—. Laverdad es que prometo no volver a estosterritorios; por ese motivo hepermanecido por aquí más tiempo delprevisto.

Maximus se había ido a la Galia,acompañado de numerosas tropas, y elenemigo conocía la situación. Sólo lapresencia de las legiones les había

mantenido dentro de unos límites; sinembargo, las circunstancias habíancambiado. Gwendolau también advirtióel peligro, y se encogió sobre sí mismotras comprender el pleno significado detodo aquello.

—¿Cómo podéis comerciar conellos? —preguntó enojado, al tiempoque partía un palo con las manos y loarrojaba al fuego—. Sabéis lo que son.

Obricus ya lo había oído antes. Dijocon suavidad:

—Son hombres; tienen necesidades.Yo vendo a todo aquel que compre. Noes tarea del comerciante decidir quiénes enemigo y quién amigo. La mitad de

las tribus de esta cochambrosa isla estánenfrentadas a la otra mitad la mayorparte del tiempo. Las alianzas cambiancon las estaciones del año; las lealtadesparecen seguir el flujo y el reflujo de lasmareas.

—Acabaréis con la cabeza clavadaen una estaca y vuestra piel en el portón.Entonces decidiréis quiénes sonvuestros amigos.

—Si me matan, acaban con su únicomedio de conseguir sal, cobre y ropas.Poseo más valor vivo. —Sopesó labolsa de piel que pendía de su costado—. La plata es plata y el oro es oro.Vendo a todo el que compre. Gwendolau

no quedó convencido, pero no volvió amencionar el tema.

—He estado en el norte durante unlargo período —desvié la conversación—, y agradecería mucho noticias delsur.

Obricus apretó los labios y volvió aatizar el fuego.

—Bien, en el sur la situación es lade siempre: saludable y controlada. Porsupuesto que ha habido incursiones,como es costumbre. —Se detuvo pararecordar y luego continuó—: El añopasado se celebró un consejo deLondinium: unos cuantos reyes, nobles ymagistrados se reunieron para discutir

sus problemas. El gobernador se hallabapresente, y también el vicario, aunque,según me han contado, su avanzada edadle obliga a dormir la mayor parte deltiempo.

—¿Se decidió algo?Obricus soltó una carcajada y meneó

la cabeza.—¡Oh, se llegó a acuerdos

impresionantes!—¿Cómo?—Concluyeron que Roma debería

enviar más oro para pagar a las tropas,que el emperador en persona deberíavenir a ver el terrible y peligrosoentorno que nos rodea, que se debían

proporcionar más hombres y armas paranuestra defensa, que las torres devigilancia de la costa sudeste debíanaumentarse, que se tenían que repararlas fortalezas de la Muralla y volverlasa proteger con ejércitos, así comopromoverse la construcción de barcosde guerra dotados de tripulación…

»En resumen, que precisábamos queel cielo se nublara y llovieran denariossobre nosotros durante un año y un día.—El comerciante suspiró—. Los días deRoma han terminado. No vuelvas lamirada al este, muchacho; nuestraImperial Madre ya no quiere a sus hijos.

Al día siguiente alcanzamos

Mamucium, que ahora constituía pocomás que una amplia plaza donde lacarretera se dividía entre el oeste, endirección a Deva, y el sur y el este, paraconducir a Londinium. Allí nosseparamos del comerciante Obricus ycontinuamos para penetrar en Gwynedd.

El viaje hubiera debido durar seisdías, pero se alargó muchísimo. Resultaasombroso que consiguiéramos llegarcon la lluvia y la helada aguanieve delas desoladas y altas montañas. Noobstante, mis acompañantes eranhombres valerosos y no se quejaron delas penalidades, lo que les agradecí.Aunque la idea había partido de

Ganieda, seguía sintiéndomeresponsable de ellos, de su comodidad yseguridad.

En Deva, la antigua Caer Legionisdel norte, nos informamos sobre migente. Nadie sabía nada sobre unmuchacho perdido ni que se hubieraemprendido ninguna búsqueda.Compramos provisiones y continuamoshacia el interior de las montañas, endirección al sur, desechando la ruta delnorte a través de Diganhwy y CaerSeiont. Si bien quedaba más lejos de YrWiddfa, el camino era mejor y podíamospreguntar en las múltiples cañadas yvalles que se extendían a lo largo del

camino.A los nueve días de haber salido de

Deva, la nieve nos alcanzó.Permanecimos en una cañada cerca deun río y esperamos hasta que el cieloaclaró de nuevo. Pero cuando el solempezó a brillar, advertimos que lanieve llegaba hasta los corvejones delos caballos, y Gwendolau consideróque era inútil seguir la búsqueda.

—No podemos encontrarlos ahora,Myrddin; no lo lograremos hasta quellegue la primavera. Además, deben dehaber regresado ya, de modo que nosirve de nada continuar.

Tuve que admitir sus argumentos

irrebatibles.—Debes de haber sabido desde el

principio que resultaría así. ¿Por quéviniste?

Todavía puedo ver su rápidasonrisa.

—¿La verdad?—Siempre.—Ganieda lo deseaba.—¿Me has acompañado por ella?—Y por ti.—Pero ¿por qué? No debes sentirte

responsable de mí en absoluto, de unextraño que pasó una noche en la casade tu padre.

Sus ojos brillaban con alegría.

—Debes significar algo más paraGanieda, aunque, aparte de ese motivo,hubiera complacido cualquier peticiónde mi padre. No obstante, ahora que teconozco mejor, puedo afirmar que mesiento satisfecho de cómo ha sucedido.

—Sea como sea, te libero de tudeber. Continuaré solo hacia el sur. Aúnpuedes regresar a casa antes de…

Gwendolau sacudió la cabezanegativamente y me dio una palmada enla espalda.

—Es demasiado tarde, Myrddin,hermano mío. No tenemos otra elecciónque seguir en dirección al sur. He oídodecir que no nieva tanto, y estoy

decidido a comprobarlo por mí mismo.Puesto que no me apetecía

demasiado la perspectiva de afrontaraquel frío trayecto solo, permití quevinieran conmigo. Aquel mismo día,algo más tarde, hicimos girar nuestroscaballos hacia nuestro destino sin mirarhacia atrás ni siquiera una vez. Enresumen, el viaje hasta Maridunum no seasemejó en nada al que había tenidolugar tres años antes, aunque entoncesme pareció media vida.

Fue un trayecto malo y lleno depenalidades. No había carreteras, niromanas ni de otro tipo, para atravesarla salvaje Cymri; en ocasiones

perdíamos la noción del tiempo, puestardábamos una jornada entera en cruzarun solo valle cubierto de nieve o encoronar una solitaria y helada cumbre.Los días se acortaban, hasta el punto deque cabalgábamos más tiempo en mediode la oscuridad que con la luz del sol;con frecuencia una lluvia helada nosentumecía el cuerpo. El buen humor deGwendolau nos animaba, incluso cuandoBaram y yo, demasiado helados yagotados, perdíamos el deseo de seguiradelante. Los puertos de alta montaña sehallaban bloqueados por la nieve, perode una forma u otra siempreencontrábamos una ruta alternativa

cuando la necesitábamos y así llegamospor fin a Dyfed, la tierra de los demetae.

Jamás olvidaré la entrada enMaridunum. La ciudad relucía bajo unmanto de nieve recién caída, y losárboles desnudos estiraban sus ramascomo negras manos esqueléticas haciaun cielo plomizo. Era mediada la tarde,y podíamos sentir cómo el aire nocturnonos envolvía en su manto azul y frío. Sinembargo, en mi interior ardía un potentefuego debido a la emoción de miregreso; pese a los tres años de retraso,volvía con los míos.

Albergaba la esperanza de queMaelwys se encontrara en casa, si bien

no dudaba de que seríamos bienrecibidos de todas formas. No obstante,quería desesperadamente verlo parapreguntarle por mi madre y el resto demi gente, y averiguar lo que habíasucedido durante mi larga ausencia.

Sobre nuestras monturasatravesamos las vacías calles de laciudad y nos encaminamos por elsendero hasta la villa. No nossorprendió ver caballos en el patio; sushuellas nos habían conducido colinaarriba. Cuando entrábamos en el recinto,dos criados con antorchas salieron de lasala para encargarse de los animales.Los saludamos mientras

desmontábamos.—Hemos recorrido un largo trayecto

para ver a Lord Maelwys —les informé—. ¿Está en casa?

Vinieron hacia nosotros, al tiempoque con las antorchas en altoexaminaban nuestros rostros conatención.

—¿Quién lo pregunta?—Anunciadle que Myrddin está

aquí.Los dos se contemplaron

mutuamente.—¿Os conocemos?—Quizá vosotros no, pero vuestro

señor, sí. Comunicadle que el hijo de

Taliesin aguarda aquí fuera y quisieraverlo.

—¡Myrddin ap Taliesin! —Los ojosdel primero de los criados se abrieronde par en par. Empujó a su compañeropara que se moviese—. ¡Vete! ¡Deprisa!

A esta escena le sucedió unincómodo intervalo a la espera delregreso del sirviente. No volvió, sinoque mientras aguardábamos bajo la luzde la antorcha, la puerta de la sala seabrió de par en par y empezó a salirgente al exterior; Maelwys losencabezaba.

Permaneció un instantecontemplándome.

—Myrddin, hemos ansiado estemomento.

Maelwys me sujetó con los brazosextendidos, y observé sus lágrimas.Aunque presentía una recepcióncalurosa, que el rey de Dyfed llorara pormí excedía todo lo que hubiera podidoimaginar, y no sabía cómo justificarlo.Sólo había visto a aquel hombre en unaocasión.

—Merlín…La multitud de curiosos se dividió y

Maelwys se echó a un lado. La voz quese escuchó pertenecía a Charis, que sehallaba de pie bajo un halo de luzprocedente de la puerta; se mostraba alta

y digna, con un delgado torc de oroalrededor del cuello, y la cabelleratrenzada a la manera de las mujeresnobles demetae. El vestido de sedablanca le llegaba hasta los pies y la capaazul lucía unos lujosos bordados. Jamásla había contemplado con una aparienciamás regia. Se adelantó hacia mí, abriólos brazos de par en par y me arrojé enellos.

—Merlín… ¡Oh, mi pequeñoHalcón! Mi hijo…, tanto tiempo…, heesperado tanto tiempo… —Sus lágrimasrodaron por mi cuello.

—Madre… —El llanto tambiénimpregnaba mi garganta y mis ojos; no

me había atrevido a pensar encontrarlaallí—. Madre…, deseaba venir máspronto, hubiera vuelto mucho antes…

—Chisst, ahora no. Estás aquí y sanoy salvo; sabía que regresarías, hallaríasalguna manera…, mi Merlín. —Colocósu mano sobre mi rostro y me besó conternura, luego tomó mi mano. Parecíacomo si fuéramos las únicas personaspresentes en el patio—. Ven adentro.Caliéntate. ¿Tienes hambre, hijo?

—No nos hemos alimentadodemasiado bien durante dos días.

Maelwys se acercó.—En el interior hay carne de

venado, pan y aguamiel. ¡Entra, que

todos entren! ¡Brindaremos por elregreso del viajero errante! ¡Mañana locelebraremos con una fiesta!

Nos sentimos arrastrados haciaadentro; en la sala, reluciente bajo la luzde las antorchas, y con un enorme fuegoencendido en la chimenea, la mesaestaba dispuesta y la comida yaempezada. Se preparó otra mesarápidamente y se trajeron nuevasbandejas. Mi madre mantenía mi manosujeta con fuerza entre las suyas, y notécómo la ansiedad con la que habíavivido durante todo aquel largo períodoempezaba a disolverse con la alegría delreencuentro; el calor reinante en la

estancia se filtraba al interior de mishuesos.

Gwendolau y Baram no se sintieronen absoluto marginados. No mepreocupaba por ellos, pues sabía que loshombres de Maelwys los aceptarían deforma natural. En realidad, inmerso en elregocijo de hallarme de nuevo en casa,pronto me olvidé de ellos.

El padre de Maelwys, el viejoPendaran, se levantó de su regio sillónpara saludarme:

—No advierto ninguna señal dedolor causada por tu vagabundeo.Tienes un aspecto muy saludable,muchacho: tu figura es delgada y fornida

y tu mirada penetrante como la del avede quien llevas el nombre. Ven a vermemás tarde y discutiremos algunosasuntos.

No era muy probable que mi madrepermitiera que me alejara de ella ni unmomento durante aquella noche, nidurante muchos días, pero le aseguréque hablaríamos pronto.

—Hemos de conversar largamente,Merlín —declaró Charis—. Hay tantascosas que debo contarte…; pero, ahoraque estás aquí, no puedo recordarninguna.

—Estamos juntos. Ahora no importanada más.

Ante mí apareció una enormebandeja de carne y pan, y un cuerno deaguamiel. Tomé un sorbo de aquellíquido caliente y empecé a comer.

—Has crecido, hijo mío. La últimavez que te vi… —Su voz se quebró, ybajó los ojos—. Come. Estáshambriento. He esperado hasta ahora,puedo aguardar un poco más.

Tras unos pocos bocados, olvidé miestómago y me volví hacia ella. Meobservaba como si jamás me hubieracontemplado.

—¿Tanto he cambiado?—Sí y no. Has dejado de ser un

chiquillo; pero eres mi hijo y siempre te

veré igual, pase lo que pase. —Apretómi mano—. Me siento tan feliz detenerte aquí conmigo de nuevo…

—Si supieras cuántas veces heimaginado este momento durante losúltimos tres años…

—Y si te relatara las noches en quehe permanecido despierta pensando enti, preguntándome dónde estarías y quéhacías.

—Lloraba por las preocupacionesque te provocaba y rezaba paraencontrar una forma de comunicarmecontigo. Por esa razón, cuando Elacdescubrió a los que me buscaban en elvalle, envié mis ropas y la flecha rota

como señal.—¡Oh!, para mí constituyó más que

eso, fue la confirmación de que estabasvivo y a salvo.

—¿Cómo?—Gracias a la intuición, que me

hubiera revelado también si te hallabasherido o muerto. Creo que una madresabe siempre esas cosas. Cuando metrajeron tus ropas lo presentí, a pesar deque los hombres que las encontraron noquerían mostrarme el fardo. Pensaronque significaba que habías muerto, quelos bhean sidhe te habían matado y seburlaban de tus amigos, o algo parecido.Yo estaba convencida de su error.

Confiaba en que debías tener un buenmotivo para actuar de esa forma. —Seinterrumpió y lanzó un suspiro—. ¿Quésucedió, Merlín? Regresamos en tubúsqueda. Encontramos los odres y ellugar donde te habías acurrucadodurante la niebla… ¿Qué ocurrió?

Empecé a relatarle lo que me habíaacontecido desde aquella extraña noche.Ella escuchó con atención cada una demis palabras, y la distancia entre los dossencillamente se extinguió por completo;finalizada mi narración, parecía como sijamás hubiera desaparecido.

Debí de hablar hasta bien entrada lanoche, porque, cuando terminé, todos los

demás se habían retirado, las antorchasempezaban a apagarse y el fuego de lachimenea se reducía a un montón derojas ascuas.

—He alargado mi explicación casidurante toda la noche —dije—. Peroaún queda tanto que contar…

—Y yo lo escucharé. Sin embargo,me he comportado como una egoísta,pues estás fatigado por tu largo viaje.Vamos, ahora debes descansar.Conversaremos de nuevo mañana. —Seinclinó hacia adelante en su silla y meabrazó durante un buen rato. Cuando mesoltó, me besó en la mejilla y añadió—:¿Cuántas veces he deseado hacer esto?

Nos pusimos en pie y me acompañófuera de la sala hasta la habitación queme habían preparado. La besé una vezmás.

—Te quiero, madre. Perdóname porcausarte tanto dolor.

Ella sonrió.—Duerme bien, Merlín, hijo mío. Te

quiero, y me siento feliz de que hayasregresado.

Entré en mi cámara y, a los pocosinstantes, dormía profundamente.

M10

aelwys cumplió su palabra concreces, ya que a la mañana

siguiente se celebró una gran fiesta. Loscriados empezaron a preparar la sala tanpronto como hubimos desayunado.Maelwys, Charis y yo nos sentamos antela chimenea en nuestras cómodas sillas ycharlamos sobre lo que había sucedidodurante mi ausencia. Nos interrumpieronalgunas de las criadas, que abrieron laspuertas de la sala y entraron corriendodesde el nevado exterior con los brazosllenos de acebo y hiedra verde,

destinados a adornar la estancia.Trenzaron juntas las ramas de ambas yluego colocaron su obra sobre laspuertas y los soportes de las antorchas.

Su alegre cháchara nos distrajo denuestra conversación, y al preguntar aqué se debía tanto trajín, Maelwys rió ycontestó:

—¿Has olvidado qué día es hoy?—No estoy seguro, no hace mucho

que empezamos el invierno… ¿Qué díaes?

—El día de la Misa de la Natividad.Se ha convertido en costumbre de estacasa el observar los días sagrados. Estanoche celebramos tu regreso y el

Nacimiento del Salvador.—Sí —convino Charis—, y además

te aguarda una sorpresa: Dafyd va avenir para celebrar la ceremonia. Sealegrará de verte. No ha dejado de rezardesde que se enteró de tu desaparición.

—¿Dafyd? —me sorprendí—. Deberecorrer una gran distancia, quizá nollegue a tiempo. Maelwys repuso:

—No se halla tan alejado: haempezado a construir una abadía amedio día de camino de aquí; serápuntual.

—¿Ha quedado vacío el santuario deYnys Avallach? —La idea no mecontentó en absoluto; quería aquel

pequeño edificio redondo con suelevada y estrecha ventana en forma decruz. Constituía un lugar lleno desantidad; mi espíritu siempre encontrabala paz en su interior.

Charis sacudió levemente la cabeza.—De ningún modo. Collen está allí

y cuenta con dos compañeros más.Maelwys ofreció a Dafyd tierras paraerigir una capilla y una abadía cerca deaquí, con lo que ha estado viniendo paralevantarlas.

—El trabajo casi ha finalizado —anunció Maelwys con orgullo—. Losprimeros residentes empezarán a llegardurante la siembra de primavera.

Un mudo mensaje se cruzó entreMaelwys y Charis, y el rey se levantó desu asiento.

—Perdóname, Myrddin; tengo queocuparme de los preparativos para lacelebración de esta noche. —Se detuvoy me dirigió una amplia sonrisa—. Juropor la Divina Luz que me alegro detenerte entre nosotros, es casi como vera tu padre.

Tras esto, se alejó para atender a susasuntos.

—Es un buen amigo, Merlín —observó mi madre, mientrascontemplaba cómo atravesaba la sala agrandes zancadas.

Nunca lo había dudado, pero suspalabras parecían contener una especiede excusa.

—Es verdad —reconocí.—Y quería a tu padre… —Su voz

había cambiado, era más suave, casicomo si pidiera disculpas.

—Ciertamente. —Examiné su rostrocon atención para escudriñar elsignificado de sus palabras.

—No tuve valor para herirle. Debescomprenderlo. Admito, también, que mesentía sola. Hacía tanto tiempo quehabías desaparecido…; te encontraba afaltar. Pasé aquí el invierno siguiente atu captura. Parecía lo más apropiado;

Maelwys se siente tan feliz…—Madre, ¿qué intentas explicarme?

—Pese a mi pregunta, ya lo habíaadivinado.

—Maelwys y yo nos casamos el añopasado. —Aguardó para ver cómoreaccionaba.

Al oírla, tuve la extraña sensaciónde que había sucedido antes, o de que lohabía sabido desde el principio. Quizála noche en que la entreví entre lasllamas de la hoguera de la Gern-y-fhainlo intuí ya. Asentí mientras notaba unaopresión en el pecho.

—Comprendo —le dije.—Él lo deseaba, Merlín, no podía

herirle. No tomó esposa jamás por micausa, pues alentaba la esperanza de queun día…

—¿Eres feliz? —pregunté.Permaneció en silencio por unos

momentos.—Estoy contenta —admitió al fin—.

Me quiere mucho.—Ya.—De todos modos, entre mis

sentimientos también experimento untipo de felicidad. —Desvió la mirada ysu voz se quebró—. Nunca he dejado deamar a Taliesin, me es imposible, perono lo he traicionado, Merlín; quiero quelo entiendas. A mi manera, he seguido

fiel a tu padre. He aceptado no por mí,sino por Maelwys.

—No necesitas explicarme nada másni disculparte.

—Es agradable ser amada poralguien, incluso aunque no puedasdevolver totalmente ese amor. Sientocariño por Maelwys, si bien él tambiénsabe que Taliesin siempre será el dueñode mi corazón. —Asintió una vez con lacabeza para subrayar aquel hecho—. Teaseguro que es un buen hombre.

—Lo sé.—¿No estás enfadado? —Se volvió.

Sus ojos me escudriñaron de nuevo. Lacabellera le brillaba bajo la suave luz

invernal, y sus ojos aparecían enormesy, en aquel momento, llenos deincertidumbre. No debía de haberleresultado fácil comportarse como lohabía hecho, pero estimé que suconducta era justa.

—¿Cómo podría estar enojado?Cualquier cosa que te produzca talfelicidad no puede ser malo. «Permitidque el amor se extienda», ¿no es eso loque dice Dafyd?

Sonrió tristemente.—Hablas como tu padre.

Seguramente, él hubiera pronunciadoesas mismas palabras. —Bajó los ojos,y una lágrima se deslizó por debajo de

sus pestañas—. ¡Oh, Merlín, a vecesnecesito tanto su presencia!

Extendí la mano para tomar la suya.—Háblame del Reino del Verano.

—Ella levantó los ojos—. Por favor,hace mucho tiempo que no he escuchadonada sobre él. Madre, quiero oírtedescribirlo de nuevo.

Asintió y se irguió en su silla, cerrólos ojos y esperó en silencio por unmomento mientras hacía memoria, luegoempezó a recitar las frases que me habíarepetido en tantas ocasiones desde queera un niño de pecho.

—Existe una tierra rebosante debondad donde cada hombre protege la

dignidad de su hermano como la suyapropia, donde la guerra y la necesidadya no existen y todas las razas vivenbajo la misma ley de amor y honor.

»Constituye una tierra en la queimpera la verdad; donde la palabra deun hombre sirve de garantía, pues lafalsedad ha sido desterrada; en ella, losniños duermen seguros en los brazos desus madres y no conocen jamás ni eltemor ni el dolor. Es un reino en el quelos monarcas extienden las manos paraser justos, en lugar de empuñar laespada; donde la misericordia, labondad y la compasión fluyen como untorrente sobre ella, y los hombres

veneran la virtud, la verdad y la bellezapor encima de las comodidades, losplaceres o el interés egoísta; un lugar enel que la paz reina en el corazón detodos, la fe resplandece como un farodesde cada colina y el amor iluminacomo una hoguera cada hogar; donde seadora al Dios Verdadero y la genteaclama sus enseñanzas…

»Existe un dorado reino de la luz,hijo mío; se le conoce por el nombre deReino del Verano.

Nos equipamos con gruesas capas delana y nos reunimos con Maelwys paracabalgar hasta Maridunum, donde éste

visitó las casas de sus súbditos, pararepartir regalos: monedas de oro ydenarios de plata a las viudas y aaquellos que pasaban necesidad. Suforma de actuar no se correspondía conla de algunos señores, que con sus donesesperan comprar lealtad o asegurarfuturas ganancias; por el contrario, alver las carencias ajenas, su noblenaturaleza no podía permitirlo. Ni unosolo de los socorridos dejó debendecirle en el nombre de su dios.

—Mi nombre al nacer era EiddonVawr Vrylic —me contó mientrascabalgábamos de regreso—, pero tupadre me lo cambió por el que llevo

ahora: Maelwys. Supuso el mejor regaloque me pudo haber concedido.

—Lo recuerdo bien —intervino mimadre—. Acabábamos de llegar aMaridunum…

—Cantó como nunca habíaescuchado entonar una melodía a nadie.Si tan sólo pudiera describírtelo,Myrddin: oírle semejaba abrir elcorazón al cielo y liberar el espíritu quellevamos dentro para que se elevara conlas águilas y corriera con el ciervo. Suvoz colmaba todos los desconocidosanhelos del alma, y te empujaba asaborear una paz y a probar una alegríatan dulce que no se pueden expresar con

palabras.»Ojalá lo hubieras podido

experimentar como yo. ¡Ah! Cuandoterminó esa noche, me acerqué a él y leofrecí una cadena de oro o algoparecido; él a cambio me dio unnombre: “Levántate, Maelwys”, dijo.“Te reconozco”. Yo le advertí que sehabía equivocado y contestó: “Hoy eresEiddon el Generoso, pero un día todoslos hombres te llamarán Maelwys, elMás Noble”. Y así ha sucedido.

—Claro que sí. Puede que él loadivinara, pero vos lo habéis ganadopor derecho propio —repuse.

—Me gustaría que le hubieras

conocido —siguió Maelwys—. Si sehallara a mi alcance, sería el regalo quemás desearía hacerte.

El resto del camino hasta la villa nosmantuvimos en silencio, no a causa de latristeza, sino simplemente fruto de lareflexión sobre el pasado y losacontecimientos que nos habíanconducido hasta aquella situación. Elcorto día invernal se apagabarápidamente con una llamarada de ungris-dorado que se filtraba por entre lasdesnudas ramas ennegrecidas de losárboles. En el preciso instante en quepenetrábamos en el antepatio, algunos delos hombres de Maelwys regresaban a

su vez de cazar en las colinas. Habíansalido al amanecer y traían un ciervorojo colgado entre dos caballos.Gwendolau y Baram los acompañaban,como era de esperar.

Me di cuenta, con gran vergüenzapor mi parte, de que había omitidopresentar a mis amigos.

—Maelwys, Charis —empecémientras ellos se acercaban—, estoshombres que tenéis delante son losresponsables de que regresara sano ysalvo…

Una sola mirada al rostro de mimadre bastó para hacerme callar.

—Madre, ¿qué sucede?

Los contemplaba como paralizada,con el cuerpo rígido y la respiraciónrápida y entrecortada. Puse mi manosobre su brazo.

—¿Madre?—¿Quién sois? —Su voz sonaba

tensa y extraña.Gwendolau sonrió tranquilizador e

inició un pequeño movimiento con lamano, pero el gesto murió en el aire.

—Perdonadme…—¡Decidme quién sois! —exigió

Charis. La sangre había desaparecido desu rostro.

Maelwys abrió la boca para hablar,vaciló, y entonces me dirigió una mirada

en busca de ayuda.—Necesitábamos estar seguros —

contestó Gwendolau—. Por favor, miseñora, no queríamos provocar ningúndaño.

¿Qué significaban sus palabras?—Decídmelo —repuso Charis;

hablaba en voz baja, de forma casiamenazadora.

—Soy Gwendolau, hijo deCustennin, hijo de Meirchion, Rey deSkatha…

—Skatha —meneó la cabezadespacio, como atontada—, cuántotiempo hace que no he oído ese nombre.

De algún lugar en las profundidades

de mi mente el recuerdo afloró a lasuperficie: uno de los Nueve Reinos dela Perdida Atlántida.

Recordé también otros relatos queAvallach me había contado. Durante laGran Guerra, Meirchion se había puestoal lado de Belyn y Avallach, y habíaayudado a Belyn a robar los barcos aSeithenin, los mismos barcos que habíandesembarcado a los supervivientes de laAtlántida en las rocosas orillas de laIsla de los Poderosos.

¿Cómo era posible que yo, que mehabía criado entre los Seres Fantásticos,no los hubiera reconocido alencontrarlos en Goddeu? ¡Oh!

Ciertamente había percibido una extrañasensación: su voz me había producido unvago sentimiento de regreso al hogar; depronto, recordé aquella tenue emoción, yla pregunta inconcreta que me sobrevinoal llegar a aquel lugar sobre eldesconocido propósito que me habíaconducido hasta allí. Debiera haberloadivinado.

—No era nuestra intenciónengañaros, princesa Charis —explicóGwendolau—. Pero teníamos queconfirmar nuestras sospechas. Cuandomi padre se enteró de que Avallachestaba vivo, y de que habitaba en la isla,quiso asegurarse por sí mismo.

Debíamos comprobarlo antes de actuar.—Meirchion —susurró Charis—.

No tenía ni idea. Nunca lo supimos.—Tampoco nosotros —afirmó

Gwendolau—. Hemos vivido en elbosque durante todos estos años. Nosocupamos de nuestros asuntos y nosmantenemos apartados. Mi padre nacióaquí, como yo. No conozco otro tipo devida. Cuando Myrddin llegó,pensamos… —Dejó la idea sin expresar—. Pero necesitábamos explorar conanterioridad.

Mi mente se tambaleó bajo el pesode la comprensión. Si Meirchion habíasobrevivido con algunos de los suyos,

¿quién más podía haber corrido sumisma suerte? ¿Cuántos más?

Gwendolau continuó hablando:—Por desgracia, mi abuelo no

sobrevivió. Murió al poco de llegaraquí, al igual que muchos otros enaquellos primeros años.

—Lo mismo nos sucedió a nosotros—manifestó Charis, ahora con mássuavidad.

Ambos se quedaron en silencioentonces, mirándose sencillamente,como si contemplaran en el otro losfantasmas de todos los que habíanmuerto.

—Debes venir a ver a Avallach —

dijo Charis al fin—, esta mismaprimavera, tan pronto como el tiempo lopermita. Deseará veros; os acompañaré.

—Señora, será un honor que mipadre deseará devolver —repusoGwendolau cortésmente.

Maelwys, que se había mantenidocallado durante toda la conversación,concluyó:

—Anteriormente, se os dio labienvenida a mi casa, pero ya quepertenecéis al pueblo de mi esposa, nosalegra doblemente vuestra presencia.Quedaos con nosotros, amigos, hasta quepodamos viajar juntos a Ynys Avallach.

Resulta extraño encontrar a alguien

originario de tu misma tierra muchodespués de haber sucumbido a laresignación de no volver a ver nunca elhogar. En esta experiencia singular, secombinan el placer y el dolor en igualmedida.

Aparecieron mozos para ocuparsede los caballos, y desmontamos, pararegresar a la sala. Mientrasavanzábamos por la larga rampa queconducía a la entrada de la villa,examiné el gran parecido que existíaentre Gwendolau y Baram y las gentesde Ynys Avallach y de Llyonesse.Poseían el mismo aspecto que loshombres de la Corte de Avallach. Me

pregunté cómo podía haber estado tanciego, pero se me ocurrió que quizá nohabía advertido tal similitud porque nodebía verla, porque su evidencia mehabía sido escamoteada o disfrazada dealguna forma sutil. Esta idea ocupó mipensamiento durante mucho tiempo.

En la sala otra sorpresa meaguardaba. Entramos en grupo, y nosencontramos la estancia totalmenteiluminada con innumerables antorchas yvelas de junco. El anciano Pendaran, depie en el centro de la habitación, convelas en ambas manos, hablaba con unhombre que llevaba una capa larga yoscura, mientras los criados iban y

venían incesantes para disponerlo todo.Una ráfaga de aire helado acompañó

nuestra irrupción, y los dos hombres sevolvieron para recibirnos.

—¡Dafyd!El sacerdote, tras hacer la señal de

la Cruz y unir las manos en señal deagradecimiento, extendió los brazoshacia mí.

—¡Myrddin, oh, Myrddin, alabadosea Jesús! Has regresado… ¡Oh, dejaque te contemple, muchacho! ¡Dios mío,pero si te has convertido en un hombre,Myrddin! Demos gracias al buen Diospor haberte devuelto sano y salvo. —Sonrió ampliamente y me golpeó en la

espalda como para asegurarse de que elcuerpo que tenía delante era realmentesólido.

—En este momento precisamente ibaa contarle el agradable acontecimiento—afirmó Lord Pendaran.

—He vuelto, Dafyd, amigo mío.—Jesús bendito, da gusto mirarte,

muchacho. Tu vagabundeo por otrastierras no te ha perjudicado. —Mevolvió las manos y frotó mis palmas—.Duras como la pizarra de las colinas. Yaquí te tenemos, envuelto en pieles delobo, Myrddin. ¿Dónde has estado?Cuando me enteré de que te habíasperdido, sentí un dolor como si me

arrancaran el corazón. ¿Es cierto elrelato de Pendaran sobre el Pueblo delas Colinas?

—Mereces una narración completa—repuse—. Prometo explicártelo todo.

—Pero deberás esperar un poco —pidió el sacerdote—. Tengo una misaque preparar.

—A la que seguirá una fiesta —intercaló Pendaran, frotándose lasmanos con infantil entusiasmo.

—No obstante, hablaremos pronto—concluí. Me contempló con ojosbrillantes.

—Me siento tan feliz de verte,Myrddin… Dios es realmente

bondadoso.

No creo que jamás haya escuchadouna misa más emotiva que la Misa de laNatividad que Dafyd celebró aquellanoche. El amor por el hombre, la graciay la bondad irradiaban de él como unfaro en una colina, al tiempo quedespertaban entre los reunidos lacomprensión del auténtico significadode aquel culto. En la sala, con el acebo yla hiedra y las relucientes velas de juncobrillantes como estrellas, la luzcentelleaba sobre cada superficie queencontraba; nos sentíamos rodeados deuna sensación de sosiego, el amor nos

sostenía y el júbilo fluía de unos a otros.Al leer el texto sagrado, Dafyd

levantó el rostro y extendió los brazosante todos nosotros.

—¡Alegraos! —gritó—. ¡De nuevoos digo alegraos! Porque el ReyCelestial reina sobre nosotros, y sunombre es Amor.

»Dejad que os hable de estesentimiento: el amor es paciencia,perseverancia y bondad; nunca sienteenvidia, egoísmo o petulancia, ni semuestra desdeñoso o jactancioso.

»Jamás es vanidoso, arrogante oaltivo y orgulloso; el amor se comportasiempre con corrección, en absoluto es

grosero e indecoroso. No busca supropia recompensa ni imponeexigencias, sino que se ofrece a símismo por añadidura.

»El amor no se esfuerza en beneficiopropio, ni experimenta irritación orencor. No tiene en cuenta el daño quese le provoca ni presta atención a lasinjusticias que sufre, aunque, porsupuesto, se apena por ellas; sólo sealegra cuando la verdad y la justiciaprevalecen.

»El amor lo sobrelleva todo, loespera todo, cree en lo mejor de todaslas cosas. Nunca fracasa y su fuerzajamás se debilita. Los dones otorgados

por el Dios de la Generosidad sonfinitos, pero el amor jamás morirá.

»Os recuerdo que la fe, la esperanzay el amor perdurarán siempre, pero lomás importante es el amor.

Tras el sermón, nos invitó a la Mesade Cristo para recibir el vino y el pan,que, para nosotros, eran su Cuerpo y suSangre. Entonamos un salmo, y Dafydnos bendijo con estas palabras:

—Hermanos y hermanas, estáescrito: siempre que dos o más sereúnan en el nombre de Jesús, Él estarátambién presente. Por lo tanto, se hallaaquí entre nosotros esta noche, amigos.¿Lo percibís? ¿Sentís el amor y la

alegría que emanan de Él?Ciertamente, no hubo una sola alma

en aquel grupo arrebolado yresplandeciente que no sintiera lapresencia del Ser Divino, y la nitidez deesa sensación provocó que muchos delos que oyeron la misa creyeran en elSalvador a partir de aquella noche.

Esta extraordinaria experiencia debealimentar la base de unión y exaltaciónque construirán el Reino del Verano; querepresentará la argamasa que le déforma.

Al día siguiente, Dafyd me llevó aver su nueva capilla; charlamos durante

el trayecto, mientras cabalgábamos enuno de esos brillantes días de inviernoen que el mundo reluce como reciénhecho. El cielo estaba claro ydespejado, con un fulgor azul pálido quehacía pensar en delicados huevos defrágiles criaturas. Las águilas giraban enlo alto y un zorro nos lanzó una miradacautelosa, antes de desaparecer en unbosquecillo de abedules jóvenes.

Durante nuestra larga conversación,el aliento formaba enormes nubesplateadas en el aire helado; le relaté mivida entre los prytani. Dafyd se hallabafascinado, y sacudía la cabeza despaciode vez en cuando en un intento por

absorberlo todo.Por fin llegamos a la capilla: una

estructura cuadrada de madera, colocadasobre unos cimientos de piedra, sobreuna elevación arbolada. El puntiagudotecho era de paja, y los aleros llegabancasi hasta el suelo. En la parte posterior,un pozo alimentado por un arroyo sederramaba para formar un pequeñoestanque; dos ciervos que bebían en éldesaparecieron de un salto entre lamaleza en cuanto nos acercamos.

—Aquí está mi primera capilla —declaró Dafyd con orgullo—. Estoyseguro de que a ésta la seguirán muchasmás. ¡Ah, Myrddin, hay una buena

simiente aquí! La gente ansia escuchar.Presiento que Nuestro Señor Jesucristoreclama esta tierra para sí.

—Que así sea —repuse—. Dejemosque la Luz aumente.

Desmontamos y penetramos en elinterior, impregnado por el olorcaracterístico de los edificios nuevos,que emanaba de las virutas, paja, piedray mortero. No había sido amueblada, tansólo se veía un altar de madera con unalosa de negra pizarra como partesuperior y, sujeta a la pared sobre él,una cruz tallada en madera de nogal. Unaúnica vela de cera de abeja se alzaba,sobre la losa de pizarra en un soporte

dorado que, con toda seguridad,provenía de la casa de Maelwys. Ante elaltar había un grueso cojín de lana sobreel que Dafyd se arrodillaba para decirsus oraciones. La luz penetraba en lahabitación a través de unas angostasventanas situadas en las paredeslaterales, cubiertas ahora con pielesenceradas a causa del invierno. Erasimilar al santuario de Ynys Avallachpero de mayor tamaño, ya que Dafydtenía grandes esperanzas de que supequeño rebaño aumentara, y la obrarespondía a sus anhelos.

—Es un buen lugar, Dafyd —corroboré.

—En el este existen capillas muchomás grandes —afirmó—. Me han dichoque, algunas, incluso poseen columnasde marfil y techos de oro.

—Quizá —concedí—. Pero ¿tienensacerdotes que puedan llenar la sala deun rey con palabras de paz y alegría queconquistan el corazón de los hombres?

Sonrió complacido.—No ambiciono el oro, Myrddin, no

temas. —Extendió los brazos y empezóa girar despacio alrededor de lahabitación—. En este lugarempezaremos y supone un buenprincipio: veo una época en la que habráuna capilla en cada colina y una iglesia

en cada pueblo y ciudad de esta tierra.—Maelwys me contó que también

construyes un monasterio.—Sí, a una distancia estudiada: lo

bastante cerca para que la gente adviertasu presencia y lo suficientementealejado para garantizar su retiro. Losprimeros miembros serán seis hermanosque vendrán de la Galia esta primavera.Más brazos aligerarán el trabajo pesado,pero lo más importante es la escuela: sihemos de dar a conocer la Verdad enesta tierra, debemos contar con un lugardonde enseñarla, libros y tambiénprofesores.

—Un gran sueño, Dafyd —admití.

—No, es una visión. Lo veo,Myrddin. Así ocurrirá.

Charlamos un poco más, y luego meacompañó afuera para dirigirnos sobrela nieve virgen, hasta el estanque situadodetrás de la capilla. Una especie depresentimiento de lo que iba a sucederme conmovió, ya que de repente sentí unvacío en la boca del estómago y lacabeza pareció darme vueltas. Seguí alsacerdote hasta un pequeño emparradojunto al agua, cuya delgada capa dehielo los ciervos habían roto para poderbeber. En el cenador, formado por trespequeños avellanos, se alzaba un palode roble con un travesaño sujeto por una

tira de cuero. Permanecí durante un ratomirando la pequeña elevación de tierraque se perfilaba bajo la nieve. Por fin,recuperé el habla.

—¿Hafgan?Dafyd asintió.—Murió el invierno pasado.

Acabábamos de poner los cimientos. Elmismo escogió este lugar.

Caí de rodillas sobre la nieve y metendí cuan largo era sobre la tumba. Elsuelo estaba frío y duro; el cuerpo deHafgan yacía en las profundidades deaquella tierra helada. No había queridouna sepultura en un crómlech de unacolina; sus huesos descansarían en un

suelo consagrado a un dios diferente.La nieve se derretía allí donde caían

mis copiosas lágrimas.«Adiós, Hafgan, amigo, que tengas

un buen viaje. Luz Omnipotente, derramatu misericordia sobre esta alma noble yenvuélvela en tu bondad, pues te sirvióbien en todo lo que estuvo a su alcance».

Me puse en pie y me sacudí la nievede la ropa.

—Nunca me lo contó —observóDafyd—, pero tengo la impresión deque, en vuestro viaje a Gwynedd,ocurrió algo desagradable o que le llenóde aflicción.

Sí, debía de haberle causado un gran

disgusto.—Esperaba conducir a la Sabia

Hermandad a la Verdad, pero rehusaron.Como Archidruida, consideraría sunegativa como un desafío a su autoridad,como una rebelión; se produjo unenfrentamiento y disolvió la Hermandad.

—Mis suposiciones apuntaban haciaun suceso parecido. Cuando regresó,tuvimos largas charlas sobre… —Dafydlanzó un ahogado cloqueo— los puntosmás oscuros de la teología. Queríaconocerlo todo sobre la gracia divina.

—Puesto que eligió este lugar entierra sagrada para el descanso final,parece que encontró su respuesta.

—Declaró que deseaba serenterrado aquí no porque creyese quesus huesos se encontrarían mejor enterreno sagrado, sino como señal de suvasallaje a Nuestro Señor Jesús. Yohabía pensado que debía enterrársele enCaer Cam, con los suyos, pero se mostróinflexible: «Mira, hermano sacerdote»,me dijo, «no es a causa del terreno, o elsuelo, pues es tan sólo tierra y roca, sinoque, si alguien viene a buscarme, quieroque me encuentre aquí». Así que se hacumplido su voluntad.

Aquella frase era muy propia deHafgan; casi podía oírle pronunciar laspalabras. En definitiva, no había muerto

en Gwynedd como había planeado.Quizá, después del enfrentamiento conlos druidas, sencillamente habíacambiado de idea, lo cual tambiénresultaba muy característico de él.

—¿Cómo murió?Dafyd extendió las manos en un

gesto de perplejidad.—Su muerte constituye un misterio

para mí y para todos los demás. Sehallaba perfectamente: lo vi en casa deMaelwys y charlamos y bebimos juntos.Sin embargo, al cabo de dos días habíamuerto, al parecer mientras dormía. Lanoche anterior había cantado paraMaelwys después de la cena, luego

comentó que se sentía muy cansado y sefue a su habitación; yacía inerte en sucama a la mañana siguiente.

—Se despidió con una canción —murmuré.

—¡Me has hecho recordar! —exclamó Dafyd de repente—. Dejó algopara ti. Debido a mi alegría por volvertea ver, casi lo había olvidado porcompleto. Ven conmigo.

Regresamos a la parte trasera de lacapilla, donde Dafyd poseía unapequeña habitación que ocupaba cuandose quedaba allí y cuyo mobiliario seresumía en un jergón de juncos secoscubiertos de vellones de oveja y otras

pieles, una pequeña mesa y un sencillotaburete junto a una chimenea, y algunosutensilios para comer y cocinar, esdecir, todas las pertenencias delsacerdote. En el rincón, junto al jergón,había un objeto envuelto en una funda detela. De inmediato supe de qué setrataba.

—El arpa de Hafgan —me revelóDafyd, al tiempo que me la tendía—. Mepidió que la guardase hasta tu regreso.

Tomé el amado instrumento y lodesenvolví con respeto. La maderarelució bajo la débil luz, y las cuerdasdejaron escapar un ligero acorde. Elarpa de Hafgan…, un tesoro. ¿Cuántas

veces le había visto tañerla? ¿En cuántasocasiones incluso yo mismo la habíatocado durante mi aprendizaje? Suponíauno de mis primeros recuerdos de él: laalta figura, envuelta en una túnicasentada junto al fuego, se inclinabasobre el arpa, para lanzar unos sones auna noche que, de repente, vibrabarepleta de magia. Otro recuerdo secentraba en la erguida silueta que, de pieen la sala de un rey, rasgueaba el arpapara cantar las hazañas y deseos,defectos y glorias, esperanzas yangustias de los héroes de nuestropueblo.

—¿Sabía que yo regresaría?

—Oh, jamás lo dudó. «Dale esto aMyrddin cuando regrese», me pidió.«Necesitará un arpa y siempre deseé quetuviera ésta».

Gracias, Hafgan. Si conocierasdónde y cuándo he tañido tu instrumento,te sentirías muy asombrado.

Luego cabalgamos de nuevo hacia lavilla, y llegamos justo a tiempo desaborear la comida de mediodía. Mimadre y Gwendolau se hallabanabsortos en la conversación que ambosmantenían, ignorantes de toda laactividad que se desarrollaba a sualrededor. Dafyd y yo nos acomodamoscerca de Maelwys y Baram, que estaban

sentados junto a dos de los jefes deMaelwys procedentes de la zona nortede sus tierras, tras una indicación deéste:

—Sentaos con nosotros —nos invitó—. Hay noticias de Gwynedd.

Uno de los jefes, un hombre muymoreno llamado Tegwr, con los negroscabellos muy cortos y un grueso torc debronce alrededor del cuello, levantó lavoz:

—Unos parientes que tengo en elnorte me han comunicado que a un reyllamado Cunedda lo han instalado enDiganhwy.

Baram se inclinó hacia adelante,

pero no comentó nada.—¿Lo han instalado? —inquirí—.

¿Qué significa eso?—El emperador Maximus lo ha

destinado allí —respondió Tegwr sinandarse con rodeos—. Aseguran quepara proteger el territorio. Sin embargo,sencillamente se lo dio a él y a su tribu acambio de vivir allí y defender la zona.

—Nuestro emperador es muygeneroso —repuso Maelwys.

—Generoso, sí, y chiflado. —Tegwrsacudió la cabeza con violencia,demostrando con su actitud sus ideasrespecto a aquella resolución.

—La región está despoblada y no es

aconsejable. Alguien tiene que ocuparla,aunque sólo sea para mantener alejadosa los irlandeses —observé.

—¡Cunedda es irlandés! —explotóTegwr. El otro jefe escupió y mascullóun juramento—. ¡Y ya se ha encargadode este terreno!

—No puede ser —se obstinó Baram—. De serlo, sería nuestra perdición.

Se percibía una cierta familiaridaden las parcas palabras de Baram.

—¿Le conoces? —preguntóMaelwys.

—Hemos oído hablar de él.—¿Y los rumores no son buenos?Baram asintió sombrío, pero no

contestó.—Cuéntanoslo —insistió Tegwr—.

Éste no es momento para cerrar el pico ymorderse la lengua.

—Se comenta que tiene tres esposasy una prole de hijos.

—¡Varias camadas, desde luego! —rió Baram sin alegría—. Más bien críasde víbora. Cunedda llegó al norte hacemuchos años y se apoderó de una zona.Desde entonces, no han surgido más queproblemas. Por supuesto, no sentimos elmenor amor por él, ni por suscodiciosos hijos.

—¿Qué propósito guía a Maximuspara instalarlo entre nosotros? ¿Por qué

no uno de los nuestros? —se preguntóMaelwys—. Elphin ap Gwyddno,quizás. —Hizo un gesto en mi dirección—. Él poseía esa tierra antes.

—Mi abuelo te daría las gracias porhaber pensado en él —repuse—, perono regresaría. Aquel lugar está lleno dedolor para mi gente; nunca podrían serfelices allí. En una ocasión, cuando yoera bastante pequeño, Maximus le pidióa Elphin que volviera y ya entoncesrecibió su negativa.

—Ésa no es razón suficiente paratraer a un canalla como Cunedda —repuso Tegwr sarcástico.

—Tal vez su objetivo consista en

que un irlandés puede mantener a losdemás irlandeses alejados —reflexionóMaelwys.

—Tendréis que vigilarlo —advirtióBaram—. Ahora es un hombre anciano,incluso ya es abuelo, pero es tan astutocomo un viejo jabalí, e igual de ruin.Sus hijos no son mucho mejores; sonocho, y nunca sueltan ni la espada ni labolsa. No obstante, os aseguro quesaben cuidar sus posesiones. Si debendefender la zona, lo harán.

—No supone un gran consuelo —masculló Tegwr.

Baram se encogió de hombros. Deacuerdo con su personalidad, había

hablado por todo un mes.A mi juicio, y aparte de las

prevenciones de Tegwr y de los queeran como él, la venida de Cunedda noconstituía algo perjudicial; la tierradebía ser habitada, trabajada yprotegida. Desde que Elphin había sidoexpulsado de ella por los bárbaros,nadie la había reclamado. Incluso losinvasores no habían mantenido uninterés permanente en ella; únicamenteles importaban las riquezas queprometía.

Elphin había comprendido que no sepodía volver al pasado. Por lo tanto, erapreferible un bribón conocido como

Cunedda, en quien, por lo menos, sepodía confiar para que defendiese susintereses, que otro jefe desconocido. Elotorgarle tierras a un irlandés podíarepresentar un golpe maestro dediplomacia y defensa. A Maximus le eraposible así vaciar con más facilidad laguarnición en vistas de su marcha a laGalia, pues había hallado un clanpoderoso para proteger la región. Encuanto a Cunedda, el viejo jabalí, sesentiría halagado y satisfecho al versereconocido de tal forma por elemperador, incluso podía enmendarse enun esfuerzo por ganarse el respeto de susvecinos.

El tiempo lo descubriría.La conversación derivó hacia

nuevos derroteros, así que me disculpé yme llevé el arpa a mi habitación dondeme puse a afinarla y le arranqué algunossonidos. Hacía mucho tiempo que nopracticaba; de hecho, la última vez quehabía tocado fue la noche en que cantéen la sala de Maelwys.

El arpa, un hermoso instrumento,sale de las manos de artesanos bárdicos,que utilizan herramientas y técnicaspulidas y mejoradas de generación engeneración durante mil años. Utilizan lasmaderas más refinadas, como el corazóndel roble o del nogal, las tallan con

cuidado y elegancia, las modelan y lasabrillantan a mano. Por último, seenceran con una laca protectora y seensartan en ellas las cuerdas de cobre ode tripa. Un arpa bien fabricada se cantaa sí misma; el viento errante la hacecanturrear. Pero dejad que un bardopose sus dedos sobre esas brillantescuerdas y los sones de este belloinstrumento os elevarán.

Existe la creencia entre los bardosde que todas las canciones que hayan deser compuestas jamás duermen en elcorazón del arpa y sólo esperan a queunos dedos diestros las despierten. Porexperiencia he comprobado que es

cierto, ya que, en muchas ocasiones, lasmismas canciones parecen guiar lasmanos.

Al cabo de un rato, empecé arecuperar la habilidad para tañer lascuerdas. Ensayé una de las melodías quemás amaba y conseguí entonarla con tansólo unas pocas vacilaciones.

Por alguna razón desconocida,mientras abrazaba el arpa, Ganiedaacudió a mi mente.

A menudo había pensado en elladesde que abandoné la fortalezaarbolada de Custennin, y, aunque elpropósito de su padre fuera enviar aGwendolau conmigo, no infravaloraba

su preocupación por mi bienestar.¿Adivinó ella, al igual que Custennin,que yo pertenecía al linaje del Pueblo delos Seres Fantásticos? ¿Ese motivo nosatrajo mutuamente?

¡Oh, sí! Me sentía sugestionado porella; para algunos, loco por aquellabelleza morena, desde el mismo instanteen que la vi lanzarse temeraria alinterior del bosque en persecución deaquel monstruoso jabalí. Primero, elsonido de la agitación y la bestia queatravesaba el arroyo enfurecido, y,luego, Ganieda que súbitamenteapareció bajo el haz de luz, con la lanzaempuñada, los ojos luminosos y una

intensa y febril decisión modelandotodas sus deliciosas facciones.

Ganieda descendía del Pueblo de losSeres Fantásticos, ¿era unacoincidencia? ¿Tan sólo la casualidadnos había reunido? ¿O existía algodetrás de aquel aparente azar?

Cualquiera que fuera la respuesta,nuestras vidas habían cambiado. Mástarde o más temprano, deberíamos tomaruna decisión, y en el fondo de micorazón conocía cuál sería y no deseabaequivocarme.

El arpa me provocó todos aquellospensamientos. Supongo que la músicaformaba parte de la belleza que ya

entonces asociaba a la muchacha,aunque apenas si nos conocíamos el unoal otro; sentía que ella se hallaba dentrode mí y que se había adueñado de unaparte de mi mente y de mi espíritu.

¿Lo sabías, Ganieda? ¿Lo percibíastambién?

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endaran Gleddyvrudd, rey de losdemetae y los silures de Dyfed, se

había debilitado con los años; susmúsculos parecían cuerdas de cueroverde bajo la piel descolorida. Noobstante, sus ojos, agudos y brillantes,servían a una mente que todavíaresultaba despierta y ágil. Pero en susúltimos años se había vuelto ingenuo,algo habitual en muchos a los que laedad les arrebata la astucia y lasimulación.

Uno o dos días después de visitar la

capilla de Dafyd, al entrar en la sala, deregreso de un paseo con mi madre, leencontré sentado en su lugar decostumbre junto a la chimenea; con unatizador de hierro en la mano golpeabalos troncos consumidos, hastaconvertirlos en ascuas.

—¡Ah, Myrddin, muchacho! Losotros han acaparado suficientemente tutiempo. Ahora es mi turno. Ven aquí.

Mi madre se excusó, y yo meacomodé en la silla situada frente a él,al otro extremo de la chimenea.

—Los acontecimientos se precipitan,¿eh, Myrddin? Aunque, ciertamente,siempre sucede de la misma forma.

—Sí —convine—. Además, vuestragran experiencia os permite afirmarlo,Gleddyvrudd —significaba «EspadaRoja», y me pregunté qué clase degobierno había ejercido para merecerese apodo.

—En efecto, he vivido más quemuchos hombres. —Guiñó un ojo, yatizó de nuevo las brasas.

—¿Qué pensáis acerca de lasaspiraciones de Maximus de convertirseen emperador? —pregunté, concuriosidad por oír su respuesta.

—¡Bah! —Arrugó el rostro conexpresión de disgusto—. Simplementees un advenedizo. ¿Para qué quiere ser

emperador?—A lo mejor espera apaciguar el

país y velar por nuestros intereses.Pendaran meneó la calva cabeza.—Desea la paz y se lleva las

legiones consigo a la Galia; explícamepor qué procede así. —Suspiró—. Te lodiré: vanidad, muchacho. NuestroEmperador Maximus es un hombrevanidoso, que se deja influir condemasiada facilidad por la opinión queotros tienen de él.

—Es un gran soldado.—¡No lo creas jamás! Un auténtico

soldado se quedaría en casa y protegeríaa los suyos, y no se iría en busca de

batalla a tierras extranjeras. ¿Contraquién luchará allí? ¿Contra los saecsen?,¡ja! Irá en pos de la cabeza de Graciano.—Lanzó una risita burlona—. Vaya, esoes precisamente lo que necesitamos: dosaltivos pavos reales que se arrancan losojos mientras los piratas nos arrasancomo si fuéramos gallinas dentro de uncorral.

—Si consigue la paz en la Galia,regresará con más tropas paradefendernos y acabará con losinvasores.

—¡Uhh! —Pendaran lanzó unajubilosa carcajada—. ¡No lo creas!Cortará en pedazos a ese enano de

Graciano y entonces fijará sus ojos enRoma. Escúchame bien, Myrddin: novolveremos a ver a Maximus. ¿Has oídoalguna vez que un hombre hayaregresado de Roma? Una vez ha cruzadoel mar, no retrocede. Es una lástima quese llevara a nuestros mejores hombrescon él.

—Sacudió la cabeza con tristeza,con el gesto del padre que se apena porun hijo díscolo.

—Todo esto resulta lamentable —continuó—. ¡Estúpida vanidad! ¡Lecausará su muerte y también la nuestra!¡Idiota!

El viejo Espada Roja valoraba la

situación de una formasorprendentemente acertada. En su largavida había aprendido a no dejar que leconfundiesen las apariencias o lasmaniobras políticas. En fin, acabó pordemostrarme que yo había depositadodemasiadas esperanzas en la actuaciónde un hombre ambicioso.

—Pero tú, Myrddin, mírate. OjaláSalach estuviera aquí. Desearía verte.

—¿Dónde está vuestro hijopequeño?

—Se ha ordenado. Dafyd le ayudó aconvertirse en sacerdote. Ha partidopara la Galia a recibir instrucción. —Sele escapó un suspiro—. El aprendizaje

para llegar a ser sacerdote debe de serlargo, pues ha pasado mucho tiempodesde que se fue.

Nunca había visto a Salach, aunquehabía oído hablar de él. Acompañaba ami padre el día en que lo mataron.

—Debéis sentiros muy orgulloso deél. Ser sacerdote supone una importantemisión.

—Sí que lo estoy —convino—.Somos afortunados de contar con unsacerdote y un rey en la misma familia.—Volvió sus brillantes ojos hacia mí—.¿Y tú, Myrddin? ¿Qué fin perseguirás?

Sonreí y meneé la cabeza.—¿Quién puede decirlo, abuelo? —

Le complació que utilizara aquellapalabra. Sonrió a su vez y extendió lamano para darme palmaditas en elbrazo.

—¡Ah, bien! Dispones aún de muchotiempo para decidirlo. —Se puso en piede repente—. Ahora me voy a dormir.—Y salió de la habitación.

Le contemplé mientras se alejaba, altiempo que analizaba por qué supregunta me había dejado una sensaciónde inquietud. Luego, decidí que debíaver a Blaise enseguida.

Los acontecimientos, como habíadicho Pendaran, se precipitaban.Mientras yo soñaba en mi hueca colina,

el mundo y los asuntos de los hombreshabían seguido su curso: se produjeronmás incursiones violentas de los pictos,escoceses y saecsen; se proclamó unnuevo emperador; los ejércitos sereunieron; las antiguas guarnicionesquedaron abandonadas; la gentecomenzó a dejar sus hogares y a emigrarpor todo el país. Ahora yo estaba enmedio de toda esta agitación y sentíaque, de alguna forma, se requería algode mí, aunque no podía determinar elqué.

Quizá Blaise podría ayudarme aencontrar la respuesta. En cualquiercaso, habían transcurrido casi cuatro

años desde que le viera por última vez yañoraba su presencia; también deseabaencontrarme con Elphin y Rhonwyn, conCuall y con todos los otros de CaerCam. Pese a que no era la primera vezque pensaba en ellos desde midesaparición, sentía ahora una urgenciaque no había experimentado antes.

Desgraciadamente, no tenía otraelección que esperar hasta que laprimavera convirtiese de nuevo loscaminos en practicables.

Pasó una luna y luego otra. Mientras,con Gwendolau y los otros, tomabaparte en las cacerías de Maelwys, ovagaba por las colinas que rodeaban

Maridunum. A los cortos días lesseguían largas noches en las quedisfrutar de la mutua compañíaalrededor del fuego, jugando al ajedrezo hablando. Además, a medida que midestreza y mi seguridad con el arpa sedespertaban, empecé a cantar de nuevo.Por supuesto, mis melodías y relatosfueron bien recibidos en la misma saladonde mi padre había cantado hacía yamuchos años. Aquella etapa resultó unbuen momento para descansar yrecuperar fuerzas para el año que se nosavecinaba; intenté refrenar miimpaciencia y no lamentar miinactividad, sino, por el contrario,

valorar por sí misma aquella época detranquilidad.

Lo conseguí sólo a medias. Laagitación de mi corazón y de mi menteme producía la sensación de estaranclado a aquel lugar, mientras el mundose desenvolvía ante mí en una carreravertiginosa.

Por fin, llegó el día en que nosdespedimos de Pendaran y Dafyd y nospusimos en marcha en dirección a YnysAvallach y las Tierras del Verano. Meparecía un viaje de regreso a otrotiempo, pues todo permanecíaexactamente como yo lo recordaba; nadahabía cambiado, ni podía esperarse que

fuera a hacerlo jamás.Maelwys nos acompañó con algunos

de sus hombres como escolta, así comoGwendolau y Baram. La verdad es queperfilábamos un grupo intrépido, tantoalineados en la carretera de dos en doscomo hacíamos la mayor parte deltiempo, como acampados en un vallerodeado de árboles con los primeroscalores de la primavera. Los díasvolaron, y uno de ellos, justo pasado elmediodía, pude atisbarla: la Torre, quese alzaba de las brumosas aguas del lagoque tenía a sus pies, y, sobre ella, elpalacio de Avallach, el Rey Pescador.

Incluso desde una razonable

distancia me sorprendió el exotismo delpalacio, pero ¡era el lugar donde yohabía crecido! El hogar de mi infanciame resultaba casi ajeno, lo que meprovocó la misma sensación que si mehubieran propinado un puñetazo. ¿Tantotiempo había vivido entre los hombrescomunes que había olvidado la gracia yel refinamiento de los SeresFantásticos?

Resultaba inconcebible que talbelleza, tal elegancia y simetría,pudieran borrarse de mi mente tras esaocasión. Ver el palacio entonces eracomo contemplarlo por vez primera: lasaltas e inclinadas paredes con sus

torreones estrechos terminados en pico;los elevados techos y abovedadascúpulas; los enormes postes de laentrada con sus ondeantes estandartes.

Realmente, el palacio pertenecía aotro mundo. Observé mi hogar con lamisma perspectiva de un viajero que setropezara con él entre la niebla.Comprendía la facilidad con que suvisión podía incitar a creer en losrelatos sobre mágicos seres y extrañoshechizos. ¿Su aspecto mismo no podíaatribuirse a la hechicería? Medio ocultoentre las brumas, distante sobre suelevada Torre, y rodeado por aguas, orabrillando azules, ora grises y agitadas, y

cercadas por juncos, Ynys Avallachparecía un lugar del Otro Mundo.

Mas si el aspecto exterior del parajeme sorprendió, no ocurrió así conAvallach. Al acercarnos, las puertas seabrieron y el rey en persona salió arecibirnos al camino. Lanzó un grito alverme, y yo salté de mi caballo y corrí asus brazos.

¡Qué encuentro! Avallach no habíacambiado —con el tiempo descubrí quenunca lo haría— y, pese a que yoesperaba que el hogar de mi infanciahubiera variado tanto como yo, todo sehallaba exactamente igual que el día enque lo dejé.

Avallach saludó al resto del grupocon idéntico entusiasmo, pero cuandosus ojos se posaron en Gwendolau yBaram, se detuvo. Se giró hacia Charis,y ésta se colocó a su lado.

—Sí, padre —afirmó con suavidad—, también son Seres Fantásticos; sonla gente de Meirchion. El Rey Pescadorse llevó las manos a la cabeza.

—Meirchion, mi antiguo aliado.Hace tanto tiempo que no oía sunombre… —Miró fijamente a losforasteros y, por último, les dedicó unaamplia sonrisa—. ¡Bienvenidos!¡Bienvenidos, amigos! Me alegro deteneros aquí. Acompañadme a la sala;

¡deseo que me expliquéis muchas cosas!Esa noche, Gwendolau, Baram,

Maelwys y yo celebramos una audienciacon Avallach en sus aposentos privados;la enfermedad del Rey Pescador seabatió sobre él de nuevo, así que seretiró a su habitación donde nos recibiótumbado sobre su lecho de seda roja,con el rostro muy pálido por contrastecon los negros rizos de su barba.

Escuchó el relato de Gwendolausobre los acontecimientos que les habíanconducido hasta Ynys Avallach;mientras sacudía la cabeza despacio, susojos parecían contemplar las imágenesde una época y un lugar perdidos para

siempre.—Según lo que me han contado

había dos barcos —finalizó Gwendolau—. Se separaron en alta mar y uno llegóa esta isla. Nunca supimos lo que lesucedió al otro barco, aunqueesperábamos descubrirlo algún día. Poreso, cuando mi padre se encontró conMyrddin, pensó que por fin habíahallado una pista. —Gwendolau hizouna pequeña pausa, luego su rostro seiluminó—. No obstante, estar en vuestracompañía nos produce la mismasatisfacción. Sólo lamento queMeirchion no viviera para disfrutarla.

—También yo lamento que haya

muerto; podríamos haber intercambiadotantas experiencias… —repuso el reycon tristeza—. ¿Hablaba de la guerra?

—Yo aún no había nacido cuandomurió —respondió Gwendolau—, peroBaram sí lo conoció.

—Explícamelo —pidió Avallach aBaram—, me gustaría saberlo.

Pasaron algunos instantes hasta queel aludido contestó.

—Se refería a ella en pocasocasiones. No se sentía orgulloso delpapel que le había correspondido —Baram hizo una elocuente pausa—, peroreconocía que sin los barcos jamáshabríamos sobrevivido.

—Tenemos entendido que vuestrohermano, el rey Belyn, también se salvó—intervino Gwendolau.

—Sí, con algunos de los suyos. Seinstalaron en el sur, en Llyonesse. Mihijo Maildun gobierna allí con él. —Avallach arrugó la frente y añadió—: Seprodujo una disputa entre nosotros, yhace muchos años que no nos hablamos.

—Lady Charis aludió a ella —afirmó Gwendolau—. También habló deotro barco.

Avallach asintió despacio.—En efecto, existía otro barco, el de

Kian, mi hijo mayor, y Elaine, la reinade Belyn… —Suspiró—. Pero éste,

como todo lo demás, se perdió.Hacía mucho tiempo que yo no

pensaba en aquel suceso. Kian y Belynhabían robado navíos a la flota enemigay habían rescatado a los supervivientesde la destrucción de la Atlántida. Kianse había desviado para rescatar a laesposa de Belyn, Elaine, y no se le habíavuelto a ver jamás.

Desde luego, cuando era un chiquillohabía escuchado en múltiples ocasioneslo sucedido, pero pertenecía a todasaquellas otras cosas de aquel mundodesaparecido. Sin embargo, sentado enla habitación del rey con Avallach yGwendolau, empecé a preguntarme de

nuevo si aquel barco realmente habíanaufragado. ¿No podría, como el barcode Meirchion, haber llegado a tierra enalgún lejano lugar? Quizá, como lafortaleza forestal de Custennin, existiríaotra colonia de supervivientes.

La presencia de Gwendolau y Baramconvertían aquella posibilidad casi enuna seguridad. Si existía otro pobladode Seres Fantásticos, ¿dónde estaría?

—Mi padre me ha dadoinstrucciones para que os ofrezca lazosde amistad de la forma en que osparezca más apropiada. Además,extiende la hospitalidad de su hogar avos y a los vuestros desde ahora y para

siempre.—Gracias, príncipe Gwendolau; me

siento muy honrado —aceptó Avallachamablemente—. Me gustaría hacerhonor a su propuesta por mí mismo,pero, como veis —levantó una manopara indicar su estado—, no me esposible viajar. De todos modos, eso nodebe perjudicar nuestra recienteamistad, permitid que envíe un emisarioen mi lugar.

—Señor, eso no es necesario —leaseguró Gwendolau.

—No obstante, lo mandaré —Avallach volvió los ojos hacia mí—. ¿Ytú, Merlín? ¿Me ayudarás en esto?

—Desde luego, abuelo —respondí.En realidad, me había estadopreguntando cómo podría encontrar lamanera de regresar a Goddeu para ver aGanieda, y de repente parecía como siya hubiese recorrido medio camino.

—Pero antes —continuó Avallach,al tiempo que volvía su atención aGwendolau—, quisiera que hablaseiscon Belyn. Sé que agradecerá vuestrainformación. ¿Estaríais de acuerdo en ira verlo?

Gwendolau miró a Baram, quien,como de costumbre, no ofreció la menorindicación de lo que pensaba o sentía.

—Supongo que ansiáis regresar a

casa, pero ya que habéis venido hastaaquí…

—No os preocupéis —replicóGwendolau—. Mi padre lo aprobaría, yen todo caso sólo significará un pequeñoretraso.

Ah, pero también representaba unmes o más antes de poder encontrarmecon Ganieda otra vez.

—Nos hemos entretenido tantotiempo —siguió Gwendolau— que unpoco más no nos causará ningúninconveniente; por el contrario, favorecenuestros propósitos admirablemente.

¡Oh, bien! La decisión estabatomada. Quizá por primera vez en mi

vida sentía cómo las responsabilidadesde reinar obstaculizaban mis planes, sibien no sería la última.

Continuamos hasta bien entrada lanoche. Gwendolau y Avallach seguíanconversando cuando me fui a la cama, yBaram, de natural silencioso, habíadesistido de seguir mostrando atenciónhacía ya mucho rato y roncabasuavemente en la esquina cuando yo salísin hacer ruido de la habitación. Aquellanoche soñé con Ganieda, y con unenorme mastín de llameantes ojos que nodejaba que me acercara a ella.

Al día siguiente, Avallach y yo

salimos a pescar comoacostumbrábamos a hacer cuando yo eraniño. Estar sentado en el largo bote conél, mientras el sol derramaba oro sobreel agua, con los juncos llenos de fojas ypollas de agua, trajo esa época de nuevoa mi memoria. El día era fresco, ya queel sol aún no brillaba con toda su fuerza,y una irregular brisa primaveralondulaba las aguas de formaintermitente. La pesca no abundó,aunque la cantidad nunca nos habíaimportado.

El abuelo quería conocer todas misperipecias. Para ser una persona quenunca traspasaba los límites de su

propio reino, sabía mucho sobre lo quesucedía en el resto del mundo, pues enElphin tenía una fuente constante y fiablede información, y, además, siemprerecibía a los comerciantes que recorríansus tierras.

Cuando regresamos al palacio,Collen esperaba para su cotidianaaudiencia con Avallach; constituía unacostumbre que se había iniciado durantelos largos meses de invierno, cuandoAvallach, confinado a su litera, habíainvitado al sacerdote a leerle fragmentosdel texto sagrado, un libro de losEvangelios que Dafyd había adquiridorecientemente de Roma. Las lecturas

habían demostrado ser tan beneficiosaspara ambos, que las habían continuado.Incluso, en ocasiones, los religiososcelebraban la misa en la gran sala parael Rey Pescador y su gente.

Tras recobrarse de su sorpresa,Collen me saludó con efusión ycharlamos durante unos breves instantessobre mi «experiencia» entre el Pueblode las Colinas; luego se excusó para ir aatender a Avallach, y se despidiópidiéndome:

—Debes venir al santuario en cuantote sea posible.

—Lo haré —afirmé.Cumplí mi promesa el siguiente día

por la tarde.El Santuario del Dios Salvador se

alza todavía hoy en una pequeña colinapor encima de los pantanosos terrenosde las tierras bajas de esa región.Durante la inundación primaveral laTorre y la Colina del Santuario seconvierten virtualmente en islas; aveces, incluso la antigua calzada quedesciende desde la Torre también quedabajo las aguas. Sin embargo, aquel añolas lluvias no habían sido tantorrenciales y la calzada se encontrabatodavía seca.

El santuario había variado apenas deaspecto: las paredes de barro acababan

de recibir una capa de blanco encalado,y su puntiagudo techo de paja se habíaoscurecido un poco a causa del tiempo;alguien había trenzado los tallos dejunco en forma de cruz sobre elcaballete del techo, y, más abajo, en laladera de la colina lejos del santuario,se había construido una amplia viviendade una sola habitación. Éstos fueron losúnicos cambios que observé mientrasme acercaba.

Dejé el caballo al pie de la colina ydirigí mis pasos hacia el santuario a pie.Collen salió del nuevo edificiodestinado a los religiosos seguido pordos jóvenes hermanos, cuya edad podía

sobrepasar mucho la mía. Sonrieron yme estrecharon la mano según lacostumbre gala, tras de lo cual nocomentaron nada más.

—Son tímidos —explicó Collen—.Han oído hablar de ti —añadióenigmático—. A Hafgan.

Me imaginaba cómo Hafgan leshabría contado la maravilla del baile delas piedras, mientras nosencaminábamos juntos hasta elsantuario.

Existe una peculiar alegría de lacarne, compuesta tanto de anhelo comode satisfacción, y distinta de cualquierotra. Creo que podría resumirla en que

el júbilo que el espíritu siente alacercarse al lugar en el que realmentemora excita un ansia experimentada porel cuerpo físico. El cuerpo sabe que espolvo y volverá a serlo al final de susdías, y sufre por ello. El espíritu, sinembargo, sabe que es eterno y sevanagloria de ese conocimiento. Ambosse esfuerzan por alcanzar la gloria queles pertenece por derecho, o que lespertenecerá en su momento.

Pero, en contraposición a lo queocurre con el espíritu, la esperanza de lacarne es tenue. Sin embargo, en las rarasocasiones en que aquélla perciba laVerdad: que se transformará en

incorruptible, que heredará todo lo queel espíritu posee y que ambos seconvertirán en uno solo, se deleita enuna alegría que es imposible describircon palabras. Ese regocijo fue el quesentí al entrar en el santuario. Allí,donde hombres buenos habíansantificado una tierra pagana con susplegarias y, más tarde, con su propiasangre, se podía encontrar aquelespecial placer; en aquel lugar sagradopodía sentir la paz que emanaba de eseotro mundo más elevado y se derramabapor toda la tierra.

El santuario se encontraba muylimpio y olía a óleo, a cera y a incienso.

El altar, antiquísimo, estaba formadopor una losa de piedra sobre dos pilarestambién de piedra. El silencio delinterior era profundo y sereno;permanecí por unos instantes de pie enel centro de aquella única habitación,mientras la luz del sol penetraba a travésde la ventana en forma de cruz mientrasdescendía hasta el altar, y mis ojoscontemplaron con atención las motas depolvo que volaban por el inclinado hazde luz dorada, como si se tratara deángeles diminutos que descendieran a laTierra para traer un mensaje demisericordia.

En mi ensimismamiento, percibí un

sutil cambio apenas apreciable en ladistribución de luz y sombras delsantuario. Se produjeron una oscilacióny un flujo, un débil movimiento enaquellas, al parecer, estáticaspropiedades. ¿Se debería a que losPoderes que Dafyd había descrito, losPrincipados, los Señores de lasTinieblas, estuvieran invadiendo aquellugar tan sagrado?

Como respuesta a aquella invasión,el rayo de luz se estrechó y aumentó deintensidad, se afinó y refulgió con cadasegundo que pasaba, hasta taladrar elaltar de piedra. La losa empezó a relucirallí donde la luz caía sobre ella y las

sombras retrocedieron; el círculo de luzblanca y dorada pareció volverse másespeso, como para adquirir sustancia yforma: la sustancia de un metal plateado,la forma de una copa de vino semejantea las utilizadas en banquetes nupciales;su aspecto era sencillo y sin adornos,poco valioso por sí mismo. Sinembargo, el santuario se llenó derepente de una fragancia, tan dulce yfresca, que me recordó todos losdorados días de verano que habíaconocido, los prados de flores silvestrespor los que había cabalgado y las brisasnocturnas bañadas por la suave luz de laluna que penetraban por mi ventana. Al

contemplar la copa me invadió unasensación de paz indescriptible, total einexpugnable; la calma perdurable deuna autoridad infinita y permanente,vigilante y presente, aunque invisible, ysuprema en su poder.

Se me ocurrió que si la sujetabapodría poseer, en parte, aquel sosiego.Me acerqué al altar y extendí la mano.El fulgor de la copa lanzó un destello yla imagen se desvaneció en cuanto mimano se cerró a su alrededor.

No quedaba nada, excepto la luz delsol que penetraba por la ventana situadasobre el altar y mi mano sobre la fríapiedra. Las sombras aumentaron y se

acercaron, para apoderarse de los restosdel resplandor que se desvanecía, y notécómo mis propias fuerzas meabandonaban como agua vertida sobreun terreno seco.

¡Luz Omnipotente, protege tusantuario, y envuelve a tus siervos en tusabiduría y tu poder! ¡Prepáralos para lalucha que se avecina!

Sonaron unos pasos detrás de mí yCollen penetró en la fresca y oscurahabitación. Examinó con atención mirostro, en el que debía de marcarse aúnalguna señal de mi visión, pero noaludió a ello; quizá conocía laexperiencia que me había agitado.

—Realmente, este lugar es sagrado—declaré—, y por esa razón lasTinieblas intentarán con todas susfuerzas destruirlo.

Para que mis palabras no leasustaran, añadí:

—Pero nada temas, hermano, nopodrán tener éxito. El Señor de estelugar es mucho más fuerte que cualquierpoder existente sobre la Tierra; laOscuridad no triunfará.

Después oramos juntos, compartí lasencilla comida que los hermanoshabían preparado y hablamos, sobre misviajes y sobre su trabajo en el santuario,antes de regresar al palacio.

Los días siguientes transcurrieronmientras me dedicaba a redescubrirYnys Avallach. Al visitar los lugares demi infancia, empecé a convencerme deque este reino, el mundo de los SeresFantásticos, no podía durar. Erademasiado frágil, dependía demasiadode la fuerza y la amistad del mundo delos hombres. Cuando ambas sedesvanecieran, los Seres Fantásticosdesaparecerían.

Esta idea no me confortó.Una mañana encontré a mi madre en

su habitación arrodillada frente a uncofre de madera, que había visto eninnumerables ocasiones, aunque nunca

abierto. Sabía que constituía unareliquia de la Atlántida hecha de maderaincrustada de marfil, y esculpida con lasfiguras de extravagantes animales concabezas y cuartos delanteros propios deun toro y la parte trasera de serpientesmarinas.

—Entra, Merlín —me invitó cuandome detuve en el umbral. Me acerqué aella y me senté en una silla junto alcofre. Mi madre había extraído variospaquetes pequeños y bien envueltos, ytambién uno bastante largo atado contiras de cuero.

—Busco algo —indicó, y siguióexaminando el contenido del cofre.

Sobre el suelo, a su lado,descansaba un libro. Lo tomé concuidado y abrí sus quebradizas páginas.En la primera aparecía un dibujo de unagran isla toda de color verde y doradosobre un mar de un azul sorprendente.

—¿Es la Atlántida? —pregunté.—En efecto —respondió, al tiempo

que recuperaba el libro. Acarició lapágina con las puntas de los dedos,como quien roza el rostro de un serquerido—. La posesión más importantede mi madre era su biblioteca. En ellaguardaba innumerables volúmenes,algunos ya los has visto. Pero éstesupera a todos, era su tesoro más

preciado; fue el último que recibió. —Charis volvió las páginas, estudióaquella extraña escritura, y suspiró.Luego levantó los ojos hacia mí, ysonrió—: Ni siquiera sé de qué habla.Nunca aprendí esta lengua. Lo heconservado por el dibujo.

—Realmente es una valiosa reliquia—afirmé. Mis ojos se posaron sobre elestrecho paquete que había junto a ella.Lo tomé y solté sus ataduras. Al cabo deun momento, ante mí apareció lareluciente empuñadura de una espada.Con cuidado pero con ciertaprecipitación, acabé de quitar la pielencerada que la cubría y sostuve ante mí

el arma alargada y reluciente, ligera yrápida como el pensamiento; parecía unsueño hecho realidad por la mano de undios; su aspecto era hermoso, frío ymortal.

—¿Pertenecía a mi padre? —pregunté, observando cómo la luzresbalaba como el agua sobre aquelobjeto exquisito.

Ella se sentó sobre sus talones, ymovió ligeramente la cabeza.

—No, es de Avallach, o más bienestaba destinada a él. La encargué paraél a los armeros del Sumo Monarca enPoseidonis, los mejores forjadores delmundo. Me informaron que los artesanos

atlantes habían perfeccionado un métodopara reforzar el acero, lo que constituíaun secreto que guardaban celosamente.

»Compré la espada para Avallach,con el fin de que representara una ofertade paz entre ambos.

—¿Qué sucedió?Mi madre levantó una mano en

dirección al arma.—En aquellos difíciles momentos se

hallaba enfermo, por su herida. No laquiso, la tomó por una burla. —Laspuntas de sus dedos se posaron sobre lareluciente hoja—. De todas formas, lahe conservado. Suponía que ya leencontraría una utilidad. Es muy valiosa.

Levanté la asombrosa espada, yempecé a atravesar el aire con cortasestocadas, al tiempo que decía:

—Quizá su hora no ha llegado aún.Aquel pensamiento fugaz había

pasado por mi mente y lo pronuncié sinmeditarlo, pero Charis asintió conseriedad.

—Sin duda por ese motivo laguardé.

La empuñadura la formaban loscuerpos entrelazados de dos serpientescoronadas, y las cabezas, incrustadas derubíes y esmeraldas, el pomo. Justodebajo de la empuñadura roja y doradadescubrí unas palabras grabadas.

—¿Qué significan estos signos?Charis sostuvo la espada atravesada

sobre las palmas de sus manos.—Dicen: «Empúñame» —

respondió, dando la vuelta a la hoja—, yaquí: «Guárdame».

Resultaba una curiosa inscripciónpara el arma de un rey. ¿Qué le induciríaa escoger aquellas palabras? ¿Percibióde alguna forma, aunque confusa, elimportante papel que adquiriría suregalo en los terribles y gloriososacontecimientos que dieron origen anuestra nación?

—¿Qué harás con ella ahora? —pregunté.

—¿Cómo crees tú que debieraproceder?

—Una espada como ésta podríaganar un reino.

—Entonces, tómala, hijo mío, yconquista tu reino con ella. —Searrodilló ante mí, y me la ofreció.

Extendí la mano hacia el arma, peroalgo me impidió tocarla. Tras una pausa,decidí:

—No, no es para mí. Quizá no hallegado el momento, aunque es posibleque un día la necesite.

Charis aceptó mi negativa sinpreguntas.

—Aquí te esperará —anunció, y

empezó a envolverla de nuevo.Deseé detenerla, sujetar aquella

elegante hoja de frío metal a mi cintura,y sentir su espléndido peso en mi mano,pero no estaba preparado; aquellaintuición me hizo renunciar.

D12

e nuevo me encontré sobre la sillade montar, esta vez de camino a

Llyonesse. No obstante, antes de partirconseguí disfrutar de una corta estanciaen Caer Cam para visitar a mi abueloElphin. Si dijera que se sintieron felicesde verme sería como mentir, puespecaría de excesiva modestia. Más bienparecían estar en éxtasis. Rhonwyn,todavía igual de bella a como larecordaba, se deshizo en atenciones y,los pocos momentos en que Elphin,Cuall y yo dejábamos de brindar con

cerveza, los aprovechaba paraatiborrarme de comida hasta casireventar.

Nuestra conversación derivó muypronto hacia los asuntos que nospreocupaban. En Ynys Avallach, comoen todas partes, la gente no olvidaba queMaximus se había investido con elmanto púrpura y había marchado a laGalia con las tropas; respecto de lo quesu actuación significaba, poseían unaopinión muy pesimista.

Cuall resumió su actitud cuando,después de que la jarra de cervezahubiera dado la vuelta cuatro o cincoveces, comentó:

—Quiero a ese hombre; es más, mepelearía con cualquiera que dijera locontrario. Pero —se inclinó haciaadelante para dar mayor énfasis a suspalabras—, llevarse a casi todo elejército britón resulta demasiadopeligroso y temerario. Ese Maximus seha vuelto demasiado ambicioso, aunquede todas formas siempre lo ha sido.

—Su decisión nos perjudicará —aseguró Turl, el hijo de Cuall, uno delos jefes de Elphin—. Se derramarámucha sangre por su causa, y ¿para qué?¡Para que Maximus pueda ceñirse lacorona de laurel! —Lanzó un fuerteresoplido—. ¡Todo por un puñado de

hojas!—Pasaron por aquí de camino a los

muelles de Londinium —explicó Elphin—. El emperador me pidió que meuniese a él. Me hubiera nombradogobernador. —Elphin sonriódesilusionado, y comprendí el granhonor que hubiera significado para él—.No podía ir…

—¡Si ni siquiera hablas latín! —soltó Cuall—. Te imagino con una deesas ridículas togas, ¿cómo lo habríaspodido aguantar?

—No —rió Elphin—, no habríapodido soportarlo.

Rhonwyn, que rondaba por allí,

volvió a llenar la jarra con el contenidode un cántaro.

—Mi esposo tiene un carácterdemasiado modesto: sería un magníficogobernador —se inclinó y le besó en lacabeza—, e, incluso, un estupendoemperador.

—Al menos no me sentiría tentado abuscar problemas más allá de estascostas. ¿Existe algún inconveniente paraque un emperador establezca su capitaljusto aquí? —Lord Elphin extendió lasmanos para abarcar la tierra que lerodeaba—. ¡Imaginaos! Un emperadorbritón cuya capital fuera toda la isla;¡sin duda, ésa sería una fuerza

importante a tener en cuenta!—Desde luego —asintió Cuall—.

Maximus ha cometido un grave error.—Entonces lo pagará con su vida —

gruñó Turl. No podía ocultar suprocedencia, representaba un hijo dignode su padre.

—A lo que añadirá las nuestras —selamentó Elphin—, lo cual resulta másdañino: los inocentes serán los quepaguen el precio de su audacia, nuestroshijos y nuestros nietos.

La conversación había tomado underrotero poco alentador, de modo queRhonwyn intentó animarla.

—¿Qué sucedió durante tu estancia

con el Pueblo de las Colinas, Myrddin?—¿Se comen de verdad a sus hijos?

—preguntó Turl.—No seas idiota, muchacho —

regañó Cuall, luego siguió—. Pero heoído decir que pueden transformar elhierro en oro.

—Trabajan el oro de una formaextraordinaria —le contesté—. Peroestiman a sus hijos infinitamente másque el oro, más incluso que a suspropias vidas. Los niños son realmentela única riqueza que existe para ellos.

Rhonwyn, que jamás había dado aluz a una criatura viva, comprendióinmediatamente aquel sentimiento, y

asintió convencida.—Una diminuta gern venía a

Diganhwy durante el verano para hacertrueques a cambio de lana hilada.Mediante delgadas barritas de oro querompía en pedazos adquiría lo quedeseaba. No había vuelto a pensar enella en todos estos años, pero larecuerdo perfectamente. A la mujer denuestro jefe la curó de fiebres ycalambres con un poco de corteza ybarro.

—Conocen muchos secretosmedicinales —repuse—. No obstante,no permanecerán mucho tiempo en estemundo. No existe lugar para ellos. Los

hombres altos les dejan cada vez menosespacio, les arrebatan las tierras demejores pastos, y los empujan cada vezmás y más al sur y al oeste hacia laszonas rocosas prácticamenteincultivables.

—¿Qué les sucederá? —quiso saberRhonwyn.

Me detuve, recordando las palabrasde la Gern-y-fhain, que repetí en vozalta.

—Existe una tierra al oeste, que laMadre creó y separó para suprimogénito. Hace mucho tiempo,cuando los hombres comenzaron a vagarpor la Tierra, los hijos de la Madre se

dejaron convencer para abandonar aquellugar, y más tarde olvidaron el caminode regreso a la Tierra Afortunada. Peroun día lo recordarán y encontrarán elcamino de vuelta. —Terminé con estaspalabras—: Los prytani creen querecibirán una señal que les indicará elmomento de ir en su búsqueda, y que unser elegido de entre ellos les marcará elcamino; presienten que ese día seacerca.

—Qué cosas dices, Myrddin —observó Cuall, mientras sacudía lacanosa cabeza despacio—. Merecuerdan a otro muchacho que conocí.—Extendió una gruesa mano y me

revolvió los cabellos.Cuall no se distinguía por una mente

analítica, pero su lealtad, una vezobtenida, se extendía más allá que lamisma muerte. En tiempos pasados, ungran rey hubiera podido presumir deposeer un ejército de seiscientosguerreros; por el contrario, yo prefierotan sólo doce hombres como Cuall paraque cabalguen junto a mí. Con ellospodría gobernar un imperio.

—¿Cuánto tiempo te puedes quedar,Myrddin? —inquirió Elphin.

—No mucho —respondí, y le contémi cercano viaje a Llyonesse y Goddeuen nombre de Avallach—. Debemos

partir dentro de pocos días.—Llyonesse —murmuró Turl—.

Hemos oído extraños sucesos ocurridosen esa región. —Hizo un significativogesto con los ojos.

—¿De qué tipo? —pregunté.—Señales y prodigios. Una

poderosa hechicera se ha establecidoallí —informó Turl, mientras miraba alos otros en busca de confirmación. Alno obtenerla, se encogió de hombros ysiguió—: En eso consisten los rumores.

—Otorgas demasiado crédito a lashabladurías —afirmó su padre.

—¿Te quedarás esta noche almenos? —inquirió Rhonwyn.

—Por supuesto, y mañana también,si puedes encontrarme acomodo.

—¡Vaya! ¿Acaso no tenemos unestablo? ¿Un lugar donde guardar lasvacas? —Me rodeó el cuello con susbrazos y me apretó contra ella—. Claroque hallaré un lugar para ti, MyrddinBach.

Aquel corto período se consumiómuy deprisa, y pronto me despedía deCaer Cam; tan sólo me apenaba, apartede no poder alargar mi estancia, nohaber visto a Blaise. Elphin me contóque, desde la muerte de Hafgan, viajabamucho y casi nunca se le hallaba en elcaer. Manifestó que el druida le había

comentado que existían disensionesdentro de la hermandad y que Blaiseintentaba evitar un derramamiento desangre, lo cual le exigía muchosesfuerzos y tiempo. Elphin no conocíamás detalles.

Al día siguiente de mi regreso deCaer Cam, nos pusimos en marcha haciaLlyonesse. Yo no había estado jamás enlas tierras bajas del sur, y misconocimientos se limitaban a que era elreino de Belyn, y que Maildun, elhermano de mi madre, vivía allí con él.La rama de la familia del Rey Pescadorque poblaba Llyonesse apenas si semencionaba nunca, aparte de la

insinuación de Avallach sobre unantiguo desacuerdo entre ellos, lo cualsuponía un reciente descubrimiento: nosabía nada sobre la clase de persona quepudiera ser su hermano Belyn, ni el tipode recepción que podíamos esperar.

Viajamos a través de un país queacababa de vestirse de los primeroscolores verdes del verano, y queprometía una buena cosecha llegado elmomento. Sin embargo, constituía unatierra agreste, los pastos escaseaban, lascolinas eran muy escarpadas, y el suelo,rocoso y delgado. No podía jactarse delesplendor de las Tierras del Verano ode Dyfed.

Extendido como un dedo hacia elmar, Llyonesse, con sus sinuosascañadas y sus escondidos valles, sediferenciaba claramente de las Tierrasdel Verano o de Ynys Avallach. Lasbrumas marinas podían alzarse encualquier momento del día o de lanoche; el sol podía brillar con fuerza unmomento, y, al siguiente, quedar veladoy oculto. El regusto del mar en el aireproducía una brisa de sabor acre, ysiempre se escuchaba el apagado ymurmurante tamborileo de las olas, unsonido distante y a la vez próximo comoel pulso de la sangre en las venas.

En general, el aspecto de aquella

tierra parecía respirar aflicción. No, esapalabra resultaba demasiado fuerte;melancolía le convenía más. La estrechajoroba de roca y turba aparecía hundidabajo un doloroso peso, con un caráctertriste y deprimido. Las intransitadascolinas se dibujaban tétricas, y losvalles, sombríos.

Mientras cabalgábamos hacianuestro destino, intenté discernir por quémotivo aquellos parajes semejaban tanabatidos. ¿No brillaba el sol con lamisma fuerza aquí que en los demáslugares? ¿El cielo era menos azul, lascolinas menos verdes?

Finalmente, concluí que cada paisaje

posee su propia naturalezacaracterística. Un reino puede estarmarcado por las mismas cualidades quecaracterizan el alma de los hombres:amabilidad, tristeza, optimismo,desesperación. Quizá, con el transcurrirdel tiempo, la tierra adquiere los rasgosde sus amos y los refleja de forma que,cualquiera que viaje por ella, obtiene laimpresión de la personalidad de sushabitantes. Creo que ciertosacontecimientos importantes dejan trasellos sus propios y persistentes rastros,que también alteran de forma sutil elsuelo sobre el que han sucedido.

Esta sensación emanaba de Llyn

Llyonis, ahora conocida y temida pormuchos bajo el nombre de Llyonesse.Comprendí el motivo del temor: noresultaba precisamente un lugar del queirradiara la alegría. La sensación demelancólica tristeza se incrementó amedida que nos acercábamos al palaciode Belyn, que se hallaba encaramado alos altos acantilados que marcaban elfinal de aquel reino orientado hacia eloeste. Al igual que Ynys Avallach seperfilaba resistente y sólido: con altosmuros, portones y torres. Eran mayoressus dimensiones, ya que muchos de lossupervivientes de la Atlántida se habíanquedado con Belyn, y sólo unos cuantos

habían marchado hacia el norte conAvallach durante los primeros años.

Belyn nos recibió con mesuradacortesía. Creo que nuestra visita lecontentaba, pero a la vez se mostrabacauteloso. Mi primera impresiónrespecto a su persona fue la de unhombre entregado a la amargura y alrencor, alguien para quien la vida habíaperdido todo su calor; incluso su abrazoproducía escalofríos, como si elcontacto recordara al de una serpiente.

Maildun, mi tío y a quien nuncahabía visto, no inspiraba menoresrecelos. El parecido familiar se marcabanotoriamente, pues su aspecto era muy

semejante al de Avallach y Belyn. Teníael porte autoritario y resultaba unhombre apuesto, aunque arrogante,temperamental y violento; además, comoinfluido por la tierra en la que vivía,parecía poseído de una potentemelancolía que le envolvía cual unmanto.

Con precaución, Gwendolau yBaram intentaron garantizar que noexistiría ningún malentendido sobre susmotivos: entregaron los regalos queAvallach había enviado con ellos,explicaron cautamente las razones delviaje y, en general, se comportaroncomo hermanos ausentes y añorados por

mucho tiempo. Seguramente advirtieronel temperamento de los hombres conquienes habían de tratar, ya que lesdemostraron gran afecto y, antes de quefinalizara nuestra estancia, se habíanganado la amistad de Belyn, e, incluso,la de Maildun.

Supongo que llegaron a importantesacuerdos, aunque yo no los recuerdo, yaque mi atención se centró en otrascuestiones.

Desde el momento en quepenetramos en el antepatio del palacio,mi espíritu sintió una terrible ysofocante opresión. Ciertamente, nopodía ser temor, pues no había

aprendido verdaderamente esesentimiento, pero sí la empalagosa yasfixiante cercanía de algo miserable ypatético. Comprendí que esa sensaciónera la causa que me había conducidohasta allí, y me dispuse a averiguar elorigen de aquella extraña emanación.

Presenté los debidos respetos, yluego, tan discretamente como me fueposible, me dediqué a recorrer elpalacio de Belyn. Mi primerdescubrimiento fue un jovenmayordomo, un muchacho llamadoPelleas, que había observado rondandopor ahí. Por carecer de una ocupaciónconcreta, le convertí en mi aliado y me

hice amigo suyo; sentía grandes deseosde ayudarme a explorar el palacio, y mealegré de tener tan despabilado guía.Pelleas conocía ampliamente los asuntosde la Corte, y no tuvo el menorinconveniente en transmitírmelos.

—Todo lo que contempláis fueconstruido más tarde —me contó cuandole pregunté sobre el palacio—. Existeuna fortaleza más antigua un poco máslejos en la costa, en dirección norte; enrealidad, posee una simple estructura:con una torre y un corral para ganadosolamente.

Tras dos días de registro de losextensos terrenos y edificios del

palacio, yo aún no había encontrado loque buscaba. El tiempo se acababa:Gwendolau y Belyn estaban a punto deconcluir sus acuerdos.

—Llévame hasta la fortaleza —pedí.—¿Ahora?—¿Por qué no? ¿No atiende un

mayordomo todas las necesidades de uninvitado?

—Pero…—Siento la necesidad de ir a ver esa

torre de la que hablas.Ensillamos los caballos y salimos al

instante, a pesar de que el sol se hallabaya muy bajo y a punto de hundirse en elmar. Los acantilados de Llyonesse

presentan una belleza solitaria y agreste;se alzan sobre un implacable oleaje quese precipita sin cesar contra sus negrasraíces de roca, para estrellarse una yotra vez contra ellas y desvanecerse enespumas. En la costa, los pocos árbolesque se atreven a surgir de la tierracrecen pequeños y deformes, delgados ycon retorcidas ramas eternamentebarridas hacia atrás por el incesanteviento marino.

El sendero que conducía a la torrebordeaba los valles interiores de lascolinas, de modo que la brisaprocedente del mar no nos zarandeabacon tanta fuerza, aunque sentíamos el

rítmico tronar de las olas que resonaba através de profundas cavernassubterráneas.

Cuando avistamos la torre, el solrozaba la superficie del agua y su luz ledaba el aspecto de un estanque de cobrederretido allá en el límite, del horizonte.Pese a la descripción de Pelleas, noresultaba algo mediocre. Muchos reyesbritones se hubieran consideradoafortunados de contar con tal fortaleza, yhubieran convertido su interior en todosu mundo. Edificada con el mismo tipode piedra blanca tan peculiar delpalacio de Belyn, bajo la moribunda luzdel sol tomaba un color marfileño. Su

planta cuadrada le otorgaba una mayorresistencia, pero, a partir de sus sólidoscimientos, se estrechaba para terminaren una serie de torreones redondeados,de modo que mientras cabalgábamoshacia el declive de tierra sobre la que sealzaba, daba la impresión de un gruesocuello con un rostro mirando en cadadirección.

Me hallaba en el lugar donde losúltimos hijos de la Atlántida habíanconstruido su hogar sobre aquellascostas extrañas e inhóspitas. En susproximidades los tres barcosdestrozados habían tocado tierra, y aquíAvallach y Belyn habían instalado los

restos de su raza antes de seguiradelante para reclamar otras tierras.

La fortaleza se rodeaba de uncercado para ganado, hecho de piedra ysituado sobre un terraplén de tierra, queahora se encontraba roto en muchoslugares. Los brezos crecían por todaspartes como un segundo mar; inundabanlos terrenos interiores y llegaban hastala misma torre de piedra. Atamos loscaballos en la parte exterior delterraplén de maleza y penetramos poruna de las innumerables aberturas delderruido muro hasta el patio interior.

La torre no mostraba señales deestar habitada. Percibía cómo aumentaba

la profunda sensación de letargo, deaflicción sin esperanza, y supe que habíahallado la fuente de tristeza quebuscaba. Alguien vivía allí, pero aúntenía que descubrir de qué tipo decriatura se trataba.

Pelleas gritó un tímido saludocuando penetramos en el patio. Nuestrassombras atravesaron el abandonadoespacio y se reflejaron contra la piedrateñida. No hubo respuesta a nuestrallamada, si bien tampoco laesperábamos. El muchacho empujó lapuerta y penetramos en el interior.

Aunque los débiles rayos del solpenetraban a través de las altas y

estrechas ventanas, las sombrasempezaban a apoderarse del lugar.Frente a la entrada había una enormechimenea de la que colgaba un caldero,con dos sillas cerca de él, mas loscenicientos rescoldos se hallaban fríos.

Unas escaleras de madera queconducían a las habitaciones superiorespartían del otro extremo de lahabitación. Al intentar dirigirme haciaellas, Pelleas colocó su mano sobre mibrazo y sacudió la cabeza.

—No hay nada aquí. Vayámonos.—No temas, todo irá bien —le

tranquilicé. Mi voz sonó fina y pococonvincente allí dentro.

El piso superior constituía unlaberinto de pequeñas habitaciones,cada una de las cuales conducía a lasiguiente. Por dos veces vislumbré elmar a través de una ventana abierta y, enuna ocasión, vi el sendero que habíamosrecorrido para llegar a la torre. Por fin,llegamos a una sala que contenía otraescalera, la cual era de piedra yconducía a una sola estancia en la partemás alta de la torre.

Fui el primero en penetrar en lahabitación. Pelleas se habíadesentendido de mi búsqueda, yúnicamente me seguía porque nodeseaba quedarse atrás solo.

Descubrí a un hombre en un sillónjunto a la ventana, y tuve la impresión deque debía de estar muerto, aunque quizáshabía muerto aquel mismo día, en aquelmismo momento, mas su cabeza sevolvió cuando atravesé el umbral, ycomprobé que acababa de despertarse.En realidad, su aspecto parecía el dealguien que ha estado dormido durantemuchos años.

Sus blancos cabellos colgaban enmechones, delgados como hilos detelaraña; sus manos, cruzadas sobre elpecho, se mostraban largas y huesudas, ylas uñas descuidadas, gruesas yamarillentas. Su rostro semejaba el de

un muerto: gris y lleno de manchasrojizas que se perdían entre suapolillado cuero cabelludo; sus ojosconstituían negros pozos ribeteados derojo y llorosos.

En completo contraste con suapariencia de espectro consumido, latúnica que llevaba era de terciopelorojo, bordada en oro y plata confantásticos símbolos e ingeniososdibujos. Sin embargo, sobre élrecordaba un montón de harapos quecubrieran un cadáver.

No se sorprendió al verme.—Vaya —exclamó. Fue su único

comentario; Pelleas me tiró de la manga.

—Mi nombre es Merlín —repuse,utilizando la forma más común de minombre entre la gente de mi madre.

No mostró la menor señal dereconocimiento, pero preguntó:

—¿Por qué has venido?—A buscaros.—Ya me has encontrado. —Bajó las

manos hasta sus rodillas, donde sequedaron mientras se agitaban con levescontracciones nerviosas.

Extrañamente, tras haberlo hallado,no sabía qué decirle.

—¿Qué harás ahora, Merlín? —inquirió tras una pausa. Al dirigirse a míno me miraba—. ¿Matarme?

—¡Mataros! No he venido a hacerosningún daño.

—¿Por qué no? —me espetó aquelladesdichada criatura—. Sólo espero lamuerte, y la merezco.

—No tengo ningún derecho aquitaros la vida —argumenté.

—No, claro que no. Tú crees en elamor, ¿verdad? Crees en la bondadcomo ese ridículo Jesús vuestro, ¿eh? —El tono de burla de sus palabras heríamis sentimientos más profundos.Mientras lo escuchaba, realmente mesentí como un estúpido por albergartales esperanzas—. ¿No es cierto?

—En efecto.

—¡Entonces, mátame! —gritó derepente. Su cabeza se volvió conviolencia. Sus labios se llenaron deespumarajos—. ¡Mátame ahora, puessupondría un acto supremo de bondad!

—Quizá sí —concedí—. Pero no osquitaré la vida. Me contempló con susapagados ojos.

—¿Por qué no? Si te descubrieraque yo fui el responsable de la muertede tu padre… —Su espantosa mueca meprodujo náuseas—. Sí, yo asesiné aTaliesin. Yo, Annubi, lo maté.

Incluso mientras pronunciabaaquellas horribles palabras, no pudedarle crédito. Su odio infinito no se

dirigía hacia mí o hacia mi padre. Sihubiera podido, seguramente habríaacabado con su vida, pero era incapaz,lo cual formaba parte de aquello que leenvenenaba el espíritu. De todas formas,sabía quién cometió aquel acto cruel.

—¿Sois Annubi?Había oído hablar de él a Avallach,

quien, en sus historias sobre ladesaparecida Atlántida, se habíareferido al adivino, mas el hombre queyo había imaginado no poseía el menorparecido con aquella apergaminadacriatura que tenía ante mí.

—¿Qué te propones?—Nada.

—Entonces ¿por qué has venido?Alcé una mano indeciso.—Sentía la imperiosa necesidad de

descubrir…—Aléjate de aquí, muchacho —me

interrumpió, al tiempo que apartaba susojos muertos de mí—. Si ella teencontrara aquí… —Suspiró, y luegoañadió en un susurro—, pero esdemasiado tarde.

—¿Quién? —exigí—. Habéis dicho«ella», ¿a quién os referíais?

—Vete, no puedo hacer nada por ti.—¿De qué intentas alertarme?Observé un destello que le

atravesaba el rostro: el vestigio de una

emoción diferente al odio o a ladesesperación, aunque no pude descifrarqué significaba.

—¿Necesitas preguntarlo?Morgian… —Al comprobar que yo nole entendía, me miró de nuevo—. ¿Esenombre no representa nada para ti?

—¿Debería?—Sabio Merlín… Inteligente

Merlín… Halcón del Conocimiento. ¡Ja!Ni siquiera sabes quiénes son tusenemigos.

—¿Es Morgian mi enemiga?Su boca se retorció en un espasmo.—Morgian, Suprema Diosa de

Maldad, es la adversaria de todo lo

humano, muchacho, encarna la ambicióny el odio. Su solo contacto puedecongelarte la sangre en las venas, sumirada puede hacer que tu corazón dejede latir. Se deleita en la muerte…,supone su único placer.

—¿Dónde está? —inquirí, con mivoz convertida en un mero susurro en lapenumbra.

Se limitó a balancear la cabeza.—Si lo supiera, ¿me quedaría aquí?Pelleas, detrás de mí, me tiró del

brazo. Tras la puesta del sol sentí cómola atmósfera de fatalidad que flotabasobre el lugar se volvía más densa ydeseé, de repente, alejarme de allí. Sin

embargo, si podía resolver algo, debíaintentarlo.

—Sí, vete —exclamó Annubi en untono áspero, como si leyera mipensamiento—. Márchate y no regresesjamás, pues podrías encontrarte aMorgian aquí.

—¿Necesitáis alguna cosa? —Resultaba tan patético en su miseria, queno pude evitar la pregunta.

—Belyn cuida de mí.Asentí y salí de la habitación. Tuve

que correr para no perder de vista aPelleas, quien desandaba el camino porel que habíamos subido hasta allí a talvelocidad que cualquiera, al verlo,

hubiera pensado que el aliento deMorgian le chamuscaba el cogote. En unsantiamén llegó a la puerta de entrada,que seguía abierta tal y como lahabíamos dejado, y se precipitó alexterior.

Yo iba pisándole los talones. Antesde abandonar aquel lugar, me arrodilléen el umbral y elevé una oración paraalejar el mal; luego, tomé un puñado deguijarros blancos del sendero y marquécon ellos la señal de la cruz ante lapuerta. «Que le sirva de aviso», pensé.«Debe saber contra quién ha decididoluchar».

Nuestro grupo abandonó Llyonesseal día siguiente, pero una sensaciónpersistente de fatalidad me acompañódurante mucho tiempo. El camino deregreso a través de aquella tierramelancólica no resultó un gran alivio; alcontrario, aumentó la tristeza que meinvadía. Gwendolau y Baram tambiénpercibieron aquel funesto influjo, perocon menos fuerza. En un principio,Gwendolau intentó mantener la actitudalegre y bromista que mostraba en losviajes, pero le suponía un gran esfuerzoy acabó uniéndose al melancólicosilencio que nos embargaba a los demás.

No volví a ser el mismo hasta que laTorre apareció ante nuestra vista através de los pantanos. Ya entonces,sólo la visión de la Isla de Cristalbastaba para que nuestros corazones seagitasen llenos de alivio. Mi madre meesperaba a las puertas del palacio, locual me sorprendió, hasta quecomprendí que había adivinado lo deMorgian y Annubi.

—Se fueron de aquí la noche en quemataron a tu padre —me contó. Su vozresultaba suave y baja. Era entrada ya lanoche, y estábamos sentados en unrincón junto a la chimenea; y casi todosse habían ido a dormir. Charis había

esperado hasta hallarnos a solas paranarrarme el suceso—. Nunca descubríadonde se habían dirigido.

—Pero lo adivinaste.—¿Llyonesse? Desde luego,

representaba una posibilidad. —Hizo unpequeño y vago gesto—. Debierahabértelo descubierto antes.

Permanecí en silencio.—Sé que debiera haberlo revelado

todo hace mucho tiempo, pero no mesentía capaz y, luego, desapareciste. Demodo que… —Repitió aquel curiosogesto: un pequeño movimiento con lamano como si rechazara a un adversarioinvisible. Tras él, pareció decidirse, se

irguió en su asiento y cuadró loshombros—. Bien, debes conocer laverdad.

—Después de que mataran a mimadre en aquella horrible emboscada…—Se interrumpió pero continuó almomento—. Perdóname, Merlín, nopresentía lo duras que resultarían estaspalabras.

—¿Mataron a tu madre?—En efecto, fue el origen de la

guerra entre Avallach y Seithenin. Bien,después de cuatro años de lucha, aAvallach le hirieron en combate. Yodesconocía aquel hecho, pues poraquella época bailaba los toros en el

Gran Templo. Cuando regresé a casa, mipadre había tomado otra esposa, que sellamaba Lile, una joven mujer queposeía un don para curar, y se ocupó demi padre enfermo. Avallach, comoagradecimiento, se casó con ella.

—¿Lile? No la conozco. ¿Qué fue deella?

—No es posible que la recuerdes, yaque desapareció cuando tú eras muypequeño.

—¿Desapareció? —Resultaba unaforma muy peculiar de decirlo—. ¿Quéle sucedió?

Charis meneó la cabeza despacio,aunque más desconcertada que

apesadumbrada.—Nadie lo sabe. Ocurrió unos

pocos meses después de que mataran aTaliesin; yo había regresado aquí, y,aunque Lile y yo no éramos muy buenasamigas, habíamos aprendido arespetarnos mutuamente; no existíandisputas entre nosotras. —Charis sonrióal recordar—. Le gustabas, Merlín.«¿Cómo está mi pequeño Halcón hoy?»,preguntaba siempre que te veía. Leencantaba tomarte en sus brazos,acunarte… —Meneó la cabeza de nuevo—. Jamás la comprendí, Merlín. Jamáslo conseguí.

—¿Qué pasó?

—La última vez que alguien la viose encontraba en el manzanal; Lileadoraba los manzanos. Muchosejemplares los había traído desde laAtlántida; ¿te lo imaginas?Transportarlos desde tan lejos; con todaaquella confusión. No obstante, sedesarrollan bien en este clima… Noshallamos todos tan lejos de casa… —Hizo una pausa, tragó saliva y continuó.

»Empezaba a oscurecer. El sol sehabía puesto. Uno de los mozos la habíaobservado salir a caballo hacía horas;ella le indicó que se dirigía al huerto. Sepasaba tantas horas entre sus árboles…Pero al ver que no regresaba, Avallach

envió hombres al manzanal. Encontraronsu caballo atado a un árbol; el animal,medio enloquecido de miedo, tenía lasancas manchadas de sangre, y mostrabaunos arañazos terribles sobre el lomo,como si se los hubiera producido unanimal salvaje. Nadie había visto nadaparecido antes.

—¿Y Lile?—Oh, de ella no había ni rastro. No

la encontramos, ni volvimos a verla apartir de aquella noche.

—Y tú nunca jamás hablaste de elladespués de eso —concluí.

—No —admitió mi madre—, nadielo comentaba. Si me preguntaras por

qué, no sabría qué contestar. Por algunarazón no parecía apropiado.

—Quizá se la llevó un lobo o un oso—sugerí, aunque intuía que ésa no era larespuestas.

—Quizá —respondió Charis, comosi lo considerara por primera vez—. Talvez fue alguien o alguna otra cosa.

—No has mencionado a Morgian —le recordé.

—Morgian es la hija de Lile y deAvallach. Cuando regresé a casa y meencontré con Lile, tenía ya tres años yera una criatura preciosa. En aqueltiempo me gustó, pese a no tratarlademasiado, ya que los preparativos para

abandonar la Atlántida me ocupabantodo el tiempo del que disponía. Sinembargo, la recuerdo jugando en losjardines… Ya incluso entonces, siempreacompañaba a Annubi.

—Ahora no está con él.Charis meditó sobre esta

información.—No, supongo que no. De todos

modos, después del Cataclismo vinimosaquí y se crió como cualquier otro niño.No le presté demasiada atención; ellatenía sus intereses, y yo los míos. Pero,por algún motivo, empezó a tomarmeaversión, y comencé a sentirmeincómoda y violenta a su lado. Nuestra

relación se enfrió, aunque nunca hecomprendido por qué.

»En una ocasión, después de lallegada de la gente de Elphin, intentórobarme el afecto de Taliesin. Su intentofue torpe y no tuvo éxito, desde luego,pero el fracaso provocó su odio. —Charis se interrumpió para escoger concuidado sus siguientes palabras—. Ésaes la razón de que crea que causó lamuerte a Taliesin. No sé cómo lo llevó acabo, ni si, en realidad, deseaba mimuerte, pero siempre he sospechado queella preparó la emboscada.

Asentí.—Tenías razón, madre. Annubi me

dijo que él era el responsable, peromentía.

—¿Annubi? —Había dolor y piedaden la forma en que pronunció aquelnombre.

—Creo que esperaba enfurecermepara que acabara con él. Queríaliberarse, pero no pude hacerlo.

—Pobre, pobre Annubi. Inclusoahora soy incapaz de despreciarlo uodiarlo.

—Él constituye ahora un juguetepara Morgian. Su desdicha es completa.

—En una ocasión fue mi amigo,¿sabes? Pero nuestro mundo cambió, yél no pudo adaptarse. Me entristece. —

Apartó los ojos de los moribundosrescoldos del fuego y sonrió débilmente—. Ahora ya conoces toda la historia,hijo.

Se puso en pie y me besó en lamejilla, al tiempo que apoyaba su manoligeramente sobre mi hombro.

—Me voy a la cama. No te quedesdespierto mucho rato. —Se volvió paramarchar.

—¿Madre? —la llamé—. Graciaspor contármelo.

Asintió y se alejó, mientrasdeclaraba:

—Nunca deseé que fuese un secreto,Halcón.

N13

o relataré el viaje hacia el nortehasta Goddeu, excepto que resultó

muy diferente en muchos aspectos alanterior, en dirección sur. Resultó porcompleto distinto debido a las opuestasestaciones en que los realizamos.Avallach envió hombres paraacompañarnos, al igual que Maelwys.Ambos se mostraban ansiosos porasegurarse la amistad de un poderosoaliado en el norte.

Asimismo, la gente que habitaba enel norte deseaba también estrechar los

lazos amistosos. La atmósfera quereinaba se había modificado con lasestaciones: el temor crecía, lentamentese deslizaba por las anchas y vacíascolinas para introducirse en loscorazones y las mentes de los hombres.Pude comprobarlo en los rostros deaquellos que contemplaban nuestro paso;lo percibí también en sus voces cuandohablaban, e, incluso, lo advertí en elviento, que parecía gritar:

«¡Las Águilas se han ido! ¡Todaesperanza se ha perdido! ¡Estamoscondenados!».

Que tal cambio pudiera tener lugaren tan corto espacio de tiempo me

asombraba. Ciertamente, las legioneshabían quedado muy reducidas, pero notodas habían partido. No se nos habíaabandonado, y, de todas formas, nuestraesperanza no había descansado nuncaenteramente en Roma.

Desde el principio, un hombresiempre confía en la espada queempuña, y en el valor de sus hombres.La Pax Romana resultaba reconfortante,pero la gente se volvía primero hacia surey en busca de protección, y despuéshacia Roma. El rey, tangible y presente,defendía a sus súbditos más que el vagorumor de un emperador que se sentabaen un trono de oro en alguna tierra lejana

que nadie conocía.¿Nos habíamos vuelto tan débiles y

blandos que el traslado de unos pocosmiles de soldados nos hacían desmayarde miedo? Si estábamos condenados,era el miedo quien nos conducía a estefin, no la invasión o las amenazas devociferantes huestes saecsen y sussecuaces pictos con sus cuerpospintados con glasto. Después de todo, elpeligro había existido desde hacíamuchos años, y la presencia de lasÁguilas no lo había alejado.

Ahora que las Águilas habíanvolado, ¿Britania había dejado de ser unenemigo terrible? ¿No podíamos

defendernos por nosotros mismos?Yo estaba convencido dé nuestras

posibilidades. Si Elphin y Maelwyspodían levantar de nuevo sus ejércitos,otros también serían capaces. Nuestrofuturo dependía de ellos, no de lapresencia o ausencia de los legionariosromanos. Mi seguridad aumentaba concada kilómetro de carretera romana querecorría en dirección norte.

Custennin nos recibió de muy buenhumor, muy complacido al comprobarque su iniciativa había sido tanfructífera. Se produjo un interminableintercambio de regalos, e incluso yo

recibí una daga con el mango de oro porel insignificante papel que habíadesempeñado en su reencuentro. Laatmósfera de cordialidad era tal quedeclaró una celebración para la terceranoche de nuestra estancia, a fin defestejar de forma adecuada los nuevoscompromisos entre nuestros pueblos.

En comparación con otrasconmemoraciones, aquélla resultó muyelaborada, pues precisó dos díascompletos para su preparación. Noobstante, se percibía cierta austeridad enella, en concordancia con la sobriedadque ya había observado en mi primeravisita, a través del insignificante detalle

de la falta de un bardo. Entonces, pese aadvertirlo, desconocía la causa; ahora,la había descubierto: Custennin, noobstante su nombre britón, descendía deatlantes, lo que significaba que uno nodebía dar rienda suelta a las mássalvajes y apasionadas expresiones deemoción. La misma conducta seguíaAvallach.

Sin embargo, la inclusión de tantosbritones en la Corte de Custenninprodujo que la austeridad y el festejoalcanzaran un amistoso equilibrio. Lacomida abundaba, así como la cervezade brezo, de ligero sabor ahumado, delPueblo de las Colinas, aunque ignoto

cómo la había conseguido, a menos quealguien hubiera aprendido de algunos del o s fhains cómo elaborarla, de modoque la fiesta adquirió una intensaanimación.

Creo recordar que entoné numerosasmelodías, entre grandes voces, y nosiempre con mi arpa, aunque dudo quenadie me prestara demasiada atención.

Excepto Ganieda.Hacia cualquier lugar que dirigiera

la mirada, la veía. Me observaba consus negros ojos brillantes, expectante ysilenciosa, sin apenas conversar connadie. En realidad, tras un glacialreencuentro, no me había dicho ni tres

palabras en un número igual de días.Había esperado una calurosa

recepción por su parte, desde luego nouna lluvia de besos, pero sí una sonrisa,o una copa de bienvenida. Por elcontrario, mientras yo permanecía en lapuerta de entrada a la sala de su padresin saber cómo proceder, recién llegadodel viaje, se limitó a mirarme, sinmostrarse sonriente ni enfadada, sinosimplemente como alguien que juzga elvalor de un pellejo que se ofrece a laventa.

Aquella sensación me resultó tanextraña que no pude evitar hacer unchiste: extendí los brazos y empecé a

girar despacio.—¿Qué daríais por esta hermosa

piel, señora?Al parecer, no apreció la broma.—¡Realmente hermosa! ¿Cómo

demonios podría interesarse una damade alcurnia por una piel tan sucia ymaloliente como la que veo ante mí? —repuso con frialdad.

Desde luego, debo admitir que eltiempo pasado sobre la silladesmejoraba notablemente mi aspecto.En aquellos momentos, no podíacompararme con una de las florecillasmás frescas del bosque. De todasformas, pensé que un baño en el lago

arreglaría mi astrosa apariencia; noobstante, aquellas palabras provocaronque nuestra reunión se iniciara concierta tirantez. Incluso imaginé quequizás había malinterpretado nuestraanterior relación, o que Ganieda habíacambiado de opinión con respecto a mí.Después de todo, había transcurridomuchísimo tiempo.

Para empeorar la situación, no tuveoportunidad hasta últimas horas delcuarto día de hablar con ella a solas.¿Había intentado evitarme? Tan sólo mequedaban dos días antes de emprenderde nuevo la marcha. Sentí que el tiempose me agotaba, de modo que la arrinconé

en la cocina situada detrás de la enormesala.

—Si te he dicho algo que te hayaofendido —exclamé sin rodeos—, losiento. Explícamelo y lo arreglaré.

Se mostró pensativa, apretaba laboca en una preciosa mueca al tiempoque fruncía el entrecejo. No obstante, suvoz sonó fría y clara como el hielo.

—Ciertamente, eres bastantejactancioso, muchacho-lobo. ¿Cómopodrías tú ofenderme?

—Eso debes aclarármelo tú. Yocreo haberme conducidoadecuadamente.

—Lo que tú hagas me tiene sin

cuidado. —Se dio la vuelta e intentóalejarse.

—¡Ganieda! —Se detuvo al instanteal oír su nombre—. ¿Por qué tecomportas así?

De espaldas a mí, no se volvió paracontestarme.

—Parece como si imaginases quehabíamos establecido una profundarelación.

—No creo que pudiera inventarlotodo.

—¿No? —Volvió la cabeza paramirarme por encima del hombro.

—No. —En aquellos momentosestaba mucho menos seguro de ello de lo

que parecía indicar mi voz.—Entonces, te equivocas. —Sin

embargo, se volvió hacia mí otra vez.—Quizá tengas razón —admití—.

¿No eres tú la intrépida doncella que diocaza a Twrch Trwyth, Gran Señor Jabalíde Celyddon, y le dio muertesimplemente con un lanzazo? ¿No eres túla dama de esta gran casa? ¿Noconstituye tu nombre un placer paraaquel que lo pronuncia, y tu voz unadelicia al oído? Si no es así, entoncesrealmente me he confundido.

Mi arrebatada argumentación la hizosonreír.

—Sabes hablar bien, muchacho-

lobo.—Ésa no es una respuesta.—Muy bien, la respuesta es

afirmativa. Soy aquella a la que terefieres.

—Entonces no he cometido ningúnerror. —Me acerqué a ella—. ¿Quésucede, Ganieda? ¿Por qué me tratas contanta frialdad al volvernos a ver?

Cruzó los brazos y se volvió denuevo.

—Tu gente se halla en el sur, y milugar está aquí. Nada puede cambiar unhecho tan evidente.

—Tu lógica es irrebatible, miseñora —respondí.

Mi frase hizo que se girara enredondo. Sus ojos centellearon furiosos.

—¡No me consideres tan estúpida!—Entonces ¿por qué te comportas

como si lo fueras?Su rostro se retorció en una mueca

de disgusto.—En efecto, tienes razón. Es

estúpido querer algo que no se puedeobtener y que, incluso sabiéndolo, no sepuede evitar desearlo.

No podía imaginar que le faltaranada que anhelara, al menos no durantemucho tiempo.

—¿Qué es lo que ansias y quedafuera de tu alcance, Ganieda?

—¿Eres ciego además de estúpido?—inquirió. Pese a sus duras palabras, suvoz sonaba con suavidad.

—¿Qué es? Dímelo y, si puedo, te loconseguiré —prometí.

—Tú, Myrddin.Confuso, sólo fui capaz de

parpadear.Bajó los ojos y, nerviosa, se apretó

las manos.—He contestado a tu pregunta. Te

quiero, Myrddin. Más de lo que nuncahe querido nada.

El silencio creció hasta que latensión pareció insostenible. Tendí unamano hacia ella, pero no pude tocarla;

mi mano cayó inerte.—Ganieda —mi voz me resultó

dolorosamente aguda a mis oídos—.Ganieda, ¿es que no comprendes que yame tienes? Desde el instante en que tecontemplé sobre el caballo gris,mientras atravesabas el arroyo entre unsurtidor de diamantes y el sol danzabaen tus cabellos. Desde aquel momento,fui tuyo.

Pensé que mis palabras la haríanfeliz; exhibió una leve sonrisa, perodespués ésta se desvaneció y laexpresión de tristeza regresó a su rostro.

—Tus frases son amables…—Más que eso, son verdaderas.

Sacudió la cabeza; la luz centelleósobre el delgado torc de plata quellevaba al cuello.

—No —suspiró.Me acerqué más y le tomé la Mano.—¿Qué sucede, Ganieda?—Ya te lo he explicado: tu lugar se

halla en el sur, y el mío, aquí, con migente; No es posible evitarlo.

No advertía que su mente iba pordelante de la mía.

—Quizá de momento tengamos queaceptarlo, pero más adelante; ¿quiénsabe?

Se refugió entre mis brazos.—¿Por qué te amo? —murmuro—.

Nunca deseé enamorarme de ti.—Es posible buscar el amor y

encontrarlo. Aunque creo que más amenudo es el amor quien nos encuentrasin ni siquiera haberlo deseado —afirmé, sorprendiéndome un poco ante laosadía de mis palabras. ¿Qué sabía yode esos sentimientos?—. El amor nos haencontrado, Ganieda; no podemosalejarle.

Con Ganieda entre mis brazos, lalimpia fragancia de sus cabellos, elcalor de su cuerpo contra el mío, y lasuavidad de su piel en contacto con mimano, estaba firmemente convencido delo que afirmaba. Lo creí con todo mi

corazón.Entonces nos dimos un beso, y al

contacto de nuestros labios comprendíque ella también estaba segura.

—Bien —suspiró Ganieda—, estono ha solucionado nada.

—No. Nada —concedí.Pero ¿qué importaba?No preciso explicar que, cuando

llegó el momento de regresar a Dyfed,vacilé, con la esperanza de posponer deforma indefinida la partida. Lo conseguídurante unos pocos días, los cuales sehallaron repletos de felicidad. Ganieday yo cabalgábamos por el bosque,paseábamos junto al lago y jugábamos al

ajedrez frente al fuego; yo le cantaba ytocaba el arpa; hablábamos hasta lamadrugada y el amanecer nos encontrabatambaleantes y soñolientos pero nadadispuestos a separarnos. En definitivanos comportarnos como una pareja deenamorados, sin importarnos realmentelo que hiciéramos, siempre y cuandopudiéramos estar juntos.

Incluso ahora puedo verla: susoscuros cabellos sujetos en una trenzaentrelazada con hilo de plata; sus ojosazules brillantes bajo las largas y negraspestañas; el suave azul, color huevo depájaro, de su túnica; la pequeñaelevación de sus pechos bajo la delgada

tela veraniega; sus largas y fuertespiernas; los brazaletes de oro alrededorde sus morenos brazos…

Ella constituye para mí la esencia dela mujer: un misterio lleno de promesas,envuelto en un halo de belleza.

Por desgracia, no podía retrasareternamente el día de la partida. Al fin,tuve que regresar a Dyfed. No obstante,oculté mi contrariedad de la mejormanera posible.

Mientras los demás preparaban loscaballos, Ganieda y yo paseábamos dela mano por la playa de guijarros que seextendía a la orilla del lago. Las aguastransparentes lamían las piedras que

pisábamos, y, en el centro, lasgolondrinas se precipitaban sobre lasuperficie, rozándola con las puntas delas alas.

—Cuando regrese, será parabuscarte, mi amor; será para llevarte delhogar de tu padre al mío. Noscasaremos.

Pensé que esto la animaría, pero meequivoqué.

—Casémonos enseguida. Entoncesno tendrás que irte; podríamos estarsiempre juntos.

—Ganieda, sabes que no tengo unhogar propio. Debo conseguir un lugarapropiado para ti.

Lo comprendió porque era realmentede sangre noble. Imprevistamente,sonrió.

—Ve pues, muchacho-lobo.Conviértete en rey y luego ven areclamar a tu reina. Te esperaré aquí.

Se apretó contra mí y me besó.—Así recordarás quién es la que te

aguarda. —Me besó de nuevo—. Esto espara estimularte en tu tarea. —Luego,puso las manos a cada lado de mi rostroy apretó sus labios contra los míos conun beso largo y apasionado—. Y esto espara que te des prisa en regresar.

—Mi señora —repuse cuandoconseguí respirar de nuevo—, si me

besas de nuevo, no seré capaz de partir.—Entonces vete ya, mi amor.

Márchate ahora mismo, pues así eltiempo que transcurra hasta tu vuelta seacortará.

—Puede que tarde, Ganieda —leadvertí. Con la esperanza de hacer másfácil nuestra despedida, me saqué el arode oro que llevaba en el brazo y se lomostré—. Este regalo me fue entregadopor Vrisa, mi hermana del Pueblo de lasColinas, para que, si alguna vezencontraba una esposa, pudierareclamarla. Por lo tanto es para ti,Ganieda. —Coloqué el aro de oro en sumuñeca—. Y cuando regrese exigiré lo

que me pertenece.Ella sonrió, me rodeó con sus brazos

y me atrajo contra ella.—Viviré con la esperanza puesta en

ese día, amor.La abracé con fuerza.—Llévame contigo —murmuró.—¡Oh, desde luego! Ahora mismo

—respondí—. Podríamos vivir en unclaro del bosque y alimentarnos denueces y grosellas.

Rió de buena gana.—¡Detesto las grosellas!Me tomó del brazo y me hizo dar la

vuelta para empujarme hacia el senderoque conducía a la cima de la colina.

—No viviré de bayas y nueces enuna cabaña de barro contigo, MyrddinWylt, así que monta ese ridículo caballotuyo y vete de inmediato. ¡Y no regreseshasta que hayas obtenido un reino!

¡Ah, Ganieda, habría conquistado elmundo para ti si me lo hubieras pedido!

Era pleno verano cuando llegamos aMaridunum. Beltane había venido y sehabía marchado mientras íbamos decamino. Habíamos visto en las cimas delas colinas las brillantes hogueras bajolas estrellas, y habíamos oído losmisteriosos gritos del Pueblo de lasColinas transportados por la brisanocturna. Mas, para nosotros, no hubo

hoguera de solsticio de verano, nitampoco consideramos oportuno unirnosa la celebración de uno de los pobladoscercanos. Los cristianos se alejabancada vez más de las antiguas costumbresa medida que los nuevos caminos abríanotras perspectivas.

La verdad es que la mayoría de loshombres de Maelwys se habíanconvertido en seguidores de Cristo,especialmente desde la llegada deDafyd. No obstante, entre nosotros,algunos seguían fieles a las antiguastradiciones; de modo que, paracompensar por la diversión perdida,toqué el arpa y canté.

Mientras entonaba una melodía ycontemplaba el círculo de rostrosalrededor de la hoguera nocturna, conlos ojos relucientes como oscurasascuas y la mirada embelesada mientraslos sones elevaban sus espíritus, se meocurrió que el camino para llegar alalma de los hombres pasaba a través desus corazones, no de sus mentes. Aunqueun hombre, tras razonarlo, estuvieraconvencido, pero su corazónpermaneciera inalterado, todapersuasión fracasaría. E,indudablemente, el trayecto más seguropara llegar al interior humano es el de lamúsica y los relatos: una sola historia

llena de acciones nobles y elevadasresulta más contundente que todas lasbenditas homilías de Dafyd.

No encuentro un motivo especialpara que sea así, pero poseo firmementeesa creencia. He visto a los aldeanosapiñarse en el interior de la capilla delbosque para oír la misa. Se arrodillancon toda sinceridad ante el sagradoaltar, mudos, reverentes, con unaconducta apropiada, pero también sincomprender.

Sin embargo, he observado cómo losojos de sus almas se abren cuandoDafyd les lee:

—Escuchad, en un país lejano vivía

un rey que tenía dos hijos…Quizá nos caractericemos porque las

palabras verdaderas penetran mejor ennosotros a través del corazón, y lashistorias y las canciones, constituyen sulenguaje predilecto.

Aquella noche, los hombres que meescuchaban oyeron una narración quenunca antes habían oído: hablaba delmismo lejano país al que Dafyd serefería en sus misas. Yo había,empezado ya a componer, aunque noexponía muy a menudo mis creacionesdelante de los demás. En aquellaocasión me atreví y obtuve una buenaacogida.

El día en que llegamos aMaridunum, había mercado, y las viejascalles enlosadas estaban llenas deanimales que balaban, cloqueaban ychillaban, y de sus vociferantespropietarios. Nos abríamos pasocansados entre la confusión cuando oíresonar una voz que decía:

—¡Mirad, hombres y mujeres deBritania! ¡Mirad a vuestro rey!

Alargué el cuello, pero con eltumulto que se arremolinaba alrededordel caballo no logré divisar nada y seguíadelante.

De nuevo se oyó proclamar a la voz:—¡Hijos de Bran y Brut! Escuchad a

vuestro bardo que os anuncia quevuestro rey pasa ante vosotros.¡Aclamadle con todo respeto!

Detuve el caballo y me volví sobrela silla. Se abrió un camino entre lamuchedumbre, y atisbé a un barbudodruida. Era alto y demacrado, y la túnicaazul le colgaba sobre los hombros.Llevaba el manto sujeto a la cintura conuna tira de cuero sin curtir, y del toscocinturón pendía una bolsa de piel.Mantenía el bastón airado mientras seacercaba, y aprecié que era de serbal.

Se aproximó. Los otros quecabalgaban conmigo se detuvierontambién para observar.

—¿Quién eres, bardo? —pregunté—. ¿Por qué me llamas de esa forma?

—Para dar un nombre, se requierecorrespondencia.

—Aquí, entre esta gente, se mellama Myrddin —le informé.

—Bien dicho, amigo —repuso—.Myrddin te llamas, pero serás Wledig.

Un escalofrío me recorrió la cabezaal oír aquellas palabras.

—He dado mi nombre —declaré—.Escucharé el tuyo, a menos qué algo telo impida.

Su rostro moreno se arrugó en unasonrisa.

—No existe ningún impedimento,

pero no acostumbro a pronunciarlocuando ya es conocido.

Se aproximó aún más, despacio. Loshombres que había detrás de mídibujaron la señal contra el mal con susmanos, pero el druida los ignoró; susojos no se apartaron ni un momento demi rostro.

—¿Todavía no me recuerdas?—¡Blaise!Salte del caballo y me hundí en su

abrazo antes de que pudiera comentarnada. Le sujeté por los hombros confuerza, y sentí la solidez del hueso y lacarne bajo mis manos. Realmente eraBlaise el que estaba ante mí, aunque

necesité tocarlo para creerlo. Estabamuy cambiado: más viejo, muy delgado,duro como la nudosidad de un pino, ysus ojos llameaban como antorchas deresina.

—Blaise, Blaise. —Le zarandeé y lepropiné fuertes palmadas en la espalda—. No te reconocí. Perdóname.

—¿No reconocer al maestro de tujuventud? Eh, Myrddin, ¿estas perdiendofacultades?

—Admite que una voz satíricasurgida de entre la muchedumbre de unmercado era lo último que esperaba.

Blaise meneó la cabeza conseveridad.

—No constituía ninguna broma, miseñor Myrddin.

—No soy ningún gran señor, Blaise,como muy bien sabes. —Sus palabrasme incomodaban.

—¿No? —Echó hacia atrás lacabeza y lanzó una carcajada—. ¡Oh,Myrddin! Tu inocencia no tiene precio.Mira a tu alrededor, muchacho. ¿A quiénsiguen los hombres con los ojos cuandopasa junto a ellos a caballo? ¿De quiénhablan a escondidas? ¿Qué relatoscorren por toda la región?

Me encogí de hombros totalmenteperplejo.

—Si hablas de mí, estoy seguro de

que te equivocas. Nadie me prestaatención —le contradije en medio de unsilencio sepulcral, ya que el mercadoentero había enmudecido para poderescucharnos sin perder palabra.

—¡Nadie! —Blaise alzó una manoen dirección a la multitud que nosrodeaba—. Cuando llegue laadversidad, guiarás a esta gente hasta latumba, e incluso más allá, y tú losllamas nadie.

—Tú hablas en exceso y demasiadofuerte. Ven con nosotros, druidaantipático, y déjame que detenga tuparloteo con un buen pedazo de carne.Un estómago lleno te convertirá en un

ser sensato.—Es verdad que no he comido

durante muchos días —admitió Blaise—. Pero ¿qué importa? Ya estoyacostumbrado. Sin embargo, agradeceríaun trago para quitarme el polvo de lagarganta, y una larga caminata con mibuen amigo.

—Tendrás todo eso, aparte de otrasmuchas cosas.

Volví a montar en la silla, extendíuna mano hacia él y lo coloqué detrás demí. De esta forma llegamos a la villa deMaelwys juntos, sin dejar de charlardurante todo el trayecto.

A nuestra llegada se nos recibió con

la acostumbrada ceremonia, los saludosy la calurosa bienvenida habituales, loque habría encontrado muy agradable sino me hubiera mantenido apartado de miamigo. Existían tantas impresiones queintercambiar… Ahora que estábamosjuntos, toda la urgencia y añoranza quehubiera debido experimentar durante suausencia, pero que no sentí, seapoderaron de mí de repente. ¡Tenía quehablar con él en aquel mismo instante!

De todas formas, pasó algún tiempoantes de que pudiéramos conversar asolas; hasta llegué a pensar que noshabíamos encontrado más en privado enla plaza del mercado.

—Cuéntame, Blaise, ¿dónde hasestado? ¿Qué has hecho desde la últimavez que te vi? ¿Has viajado? He oídoque había problemas dentro de laHermandad. ¿Qué noticias tienes?

Tomó un sorbo de su vino aguado yme guiñó un ojo por encima del rebordede su copa.

—Si hubiera recordado lo preguntónque eras, no te habría saludado en laplaza.

—¿Me culpas? ¿Cuánto tiempo hatranscurrido? ¿Cinco años? ¿Seis?

—Por lo menos.—¿Por qué me llamaste delante de

todo el mundo de esa forma?

—Para asegurarme tu atención.—Y, por lo que parece, la de cada

hombre, mujer, niño y bestia deMaridunum a la vez.

Se encogió de hombros conexpresión bonachona.

—Sólo anuncié la verdad. No meimporta quién la escuche. —Blaise dejóa un lado la copa y se inclinó hacia mí—. Te has desarrollado bien, Halcón.Advierto que todo lo que prometías enla infancia se ha cumplido. Sí, servirás.

—Parece que he crecido montado acaballo. Te aseguro, Blaise, que herecorrido más parajes de esta Isla de losPoderosos que el mismo Bran el

Bienaventurado durante estos últimosaños.

—¿Y qué has visto con esos doradosojos tuyos, Halcón?

—Los cambios en la actitud de lagente, aunque no los creo favorables,pues he comprobado cómo el temor seextendía por la tierra como una plaga.

—Comparto contigo esa impresión,pero se me ocurren cosas másagradables que contemplar. —Levantósu copa, se bebió el resto del vino y selimpió el bigote con la manga—. Existentranstornos en esta tierra nuestra,Halcón: los hombres le dan la espalda ala verdad y se dedican a sembrar

mentiras.—¿La Sabia Hermandad?—Hafgan, que Dios guarde su alma,

acertó en su decisión de disolverla.Algunos se unieron a nosotros alprincipio, pero ahora la mayoría nos haabandonado. Han escogido a un nuevoArchidruida para que les guíe, unhombre llamado Hen Dallpen. Puedeque le recuerdes.

—En efecto.—Así que la Hermandad continúa

con sus consejos y prácticas, y HenDallpen los lidera. —Su voz se apagóatemorizada—. Sin embargo, Halcón,parecen hundirse; retroceden a las

antiguas costumbres, exactamente lo quehe intentado evitar.

—¿Qué quieres decir, Blaise? ¿Quées eso de antiguas costumbres?

—Verdad en el corazón —declamó,repitiendo la antigua tríada—, fortalezaen el brazo, y honestidad en la boca.Esto es lo que los druidas han predicadodurante cien generaciones, aunque no fuesiempre así.

»Hubo una época en que nosotros, aligual que todos los ignorantes, creíamosque sólo la sangre de un ser vivo podíasatisfacer a los dioses…

Hizo una pausa, tras de la cualpronunció las siguientes palabras con un

evidente esfuerzo:—Hace unos días tan solo, en las

colinas, no muy lejos de aquí, el GranDruida de Llewchr Nor encendió lahoguera del solsticio de verano con unHombre de Mimbre.

—¡No! —Había oído hablar desacrificios humanos, desde luego,¡incluso yo a punto estuve deconvertirme en uno! Pero esta situaciónera diferente; suponía un hecho siniestro,perverso y deliberadamente impío.

—Créelo —me pidió Blaise muyserio—. Se quemó a cuatro víctimas enesa repugnante jaula de mimbre. Mepone enfermo, Halcón, pero están

convencidos de que nuestros actualesproblemas han caído sobre nosotrosporque hemos abandonado a los antiguosdioses para seguir a Cristo, y que laúnica forma de combatir a una magiapoderosa es con artes aún másextraordinarias. De modo que hanresucitado las tradiciones asesinas.

—¿Qué se puede hacer?—Espera, eso no es todo, Myrddin

Bach. Además, se han vuelto en tucontra.

—¿Mía? ¿Por qué? —De pronto,comprendí la razón—. Se debe a laspiedras danzantes.

—En parte. Creen que Taliesin

engañó a Hafgan y le indujo a seguir aJesús. Por lo tanto, son hostiles aTaliesin, pero al haber muerto y quedarfuera del alcance de sus maquinaciones,intentan destruirte a ti, su heredero. Seha sugerido que su espíritu habita en ti.—Extendió las manos por todaexplicación—. Posees un poder queninguno de ellos imaginó jamás queexistiera.

Sólo pude menear la cabeza.Primero Morgian, ahora la SabiaHermandad. Aunque jamás habíalevantado una mano contra nadie durantemi corta vida, era víctima del odio deextraordinarios enemigos a los que ni

siquiera conocía.Blaise percibió mi desolación.—No te angusties —me tranquilizó,

al tiempo que oprimía mi brazo—, nitengas miedo. Más fuerza posee el quehabita en ti que el que les conduce aellos, ¿eh?

—¿Por qué desean perjudicarme?—Porque te temen. —Apretó mi

brazo con mano férrea—. Te diré laverdad, Myrddin, la causa es quien eres.

—¿Quién soy, Blaise?No respondió de inmediato, pero

tampoco desvió la vista. Su ardientemirada se clavó en la mía como siquisiera penetrar en mi interior.

—¿Entonces no lo sabes? —preguntó por fin.

—Hafgan habló de un campeón. Mellamó Emrys.

—De eso se trata, ¿lo comprendes?—En absoluto.—Bien, quizás haya llegado el

momento de descubrírtelo. —Soltó mibrazo y se inclinó para recuperar subastón. Lo levantó, sostuvo el lisopedazo de madera de serbal sobre mí yempezó a recitar:

—Myrddin ap Taliesin, eres AquelLargo Tiempo Esperado, cuya llegada sepredijo mediante extraños fenómenos enel cielo. Eres la Luz Refulgente de los

britones, que brillará para disolver lapenumbra que nos envuelve. Emrys, elBardo-Sacerdote Inmortal, el Guardiándel Espíritu de Nuestro Pueblo.

Luego se arrodilló y, dejando elbastón a un lado, tomó el borde de mitúnica y la besó.

—No mires con desaprobación a tuservidor, Lord Emrys.

—¿Has perdido la razón, Blaise?Soy Myrddin. —Sentí un nudo en lagarganta—. No soy el que tu afirmas.

—No puedes rechazarlo, Halcón —repuso—. Pero ¿por qué ese aspecto tanabatido? No tenemos a los enemigos alas puertas de casa. —Lanzó una

carcajada y la intensidad del momentopasó. Una vez más, nos convertimos endos amigos que charlaban al calor delfuego.

Un sirviente vino a llenar de nuevonuestras copas. Levanté la mía yexclamé:

—¡A tu salud, Blaise, y a la de losenemigos de nuestros enemigos!

Bebimos a la vez y el antiguo lazoque existía entre ambos se fortaleció.Quizás existan fuerzas más poderosassobre la Tierra, pero pocas tan tenaces yperdurables como los lazos de laauténtica amistad.

E14

se otoño, cuando el tiempo empezó arefrescar, pues se aproximaba el

invierno, Blaise y yo regresamos a laslecciones que había tenido tanto tiempoabandonadas. Estudié ahora con mayorintensidad porque sentía el ansia derecuperar el tiempo perdido: memoricélas historias y canciones de nuestragente; agudicé mis poderes deobservación; aumenté mis conocimientossobre la naturaleza y sus costumbres, ylas de todas sus criaturas; practiqué conel arpa; ahondé en lo más profundo de

los misterios y secretos de la tierra y delaire, del fuego y del agua.

Sin embargo, pronto resultó evidenteque en el terreno de lo que los hombresllaman «magia», mis conocimientossuperaban en mucho a los suyos. LaGern-y-fhain había constituido unabuena maestra; más aún, el Pueblo de lasColinas poseía muchos secretos,desconocidos por la Sabia Hermandad,que ahora yo compartía.

El invierno siguió su evolución; undía frío y plomizo seguía a otro, hastaque por fin el sol empezó a permanecermás tiempo en el cielo y la tierracomenzó a percibir el renovado calor de

sus rayos. Al avecinarse la nuevaestación, terminó la tutela de Blaise.

—Te he transmitido todos misconocimientos, Halcón —declaró—. Teaseguro que no se me ocurre nada másque enseñarte. Sin embargo, tú sípodrías aleccionarme a mí sobre muchascosas.

Lo contemplé por un momento.—Pero mi experiencia es tan

limitada…—Cierto —contestó, y su delgado

rostro se iluminó con una sonrisa—. ¿Noes ése el principio de la auténticasabiduría?

—Hablo en serio, Blaise. Deben

existir más cosas para aprender.—Y yo también, Myrddin Bach. Mi

cometido ha finalizado. Tan sólo quedanalgunas historias menores sobre nuestraraza, pero carecen de importancia.

—No es posible que yo lo conozcatodo —protesté.

—En efecto. Pero tu aprendizajecontinuará por ti mismo; llegarás alconocimiento de todo lo demás por tupropia experiencia. —Sacudióligeramente la cabeza—. No muestresesa expresión de abatimiento, Halcón.No representa ninguna deshonra para elalumno superar a su maestro. Enocasiones sucede.

—¿No vendrás conmigo?—A donde tú te diriges, Myrddin

Emrys, no puedo seguirte.—Blaise…Alzó un dedo admonitorio.—De todas formas, asegúrate de no

confundir tus conocimientos con lasabiduría total como muchos creen.

Tras aquella conversacióncontinuamos juntos, mas de una formadistinta. De hecho, frecuentemente erayo quien instruía a Blaise, que asegurabamaravillarse ante mi agudeza, y mehalagaba tanto que empecé aavergonzarme de abrir la boca en supresencia. En conjunto, resultó un

invierno bueno y provechoso para mí.Cuando la primavera hizo de nuevo

practicables los caminos, salí a cabalgarcon Maelwys y siete de sus hombres;todos nosotros íbamos armados. Nuestramisión consistía en realizar el primerreconocimiento del año por sus tierras.Hablamos con sus jefes y recibimos susinformes sobre lo que había sucedido encada distrito y en cada poblado duranteel invierno. De vez en cuando, Maelwysresolvía disputas y administraba justiciaen aquellos casos que excedían a laautoridad del jefe de la zona, o paraevitar resentimientos, con respecto a supersona.

También comunicó a cada jefe quenecesitaba jóvenes para su ejército, yque, a partir de aquel momento, losexcedentes de las cosechas serviríanpara sustentarlo. Nadie puso objecionesa su plan; de hecho, la mayoría lo habíanprevisto y se hallaban muy satisfechosde colaborar.

Maelwys demostró ser un astutogobernante: alternativamentecomprensivo, indulgente, severo y hastainflexible, pero siempre honrado y justoen su conducta y en sus sentencias.

—Los hombres se resienten de ladeslealtad —afirmó mientrascabalgábamos; entre Clewdd y Caer

Nead, dos puntos del anillo de fortalezassituadas sobre colinas que servía paraproteger sus tierras—. Pero tambiéndesprecian la injusticia; resulta un lentoveneno, pero siempre mortal.

—Entonces no debéis temer, señor,ya que vuestras sentencias representan ala misma justicia.

Torció la cabeza a un lado y meobservó. Nuestros acompañantescabalgaban detrás de nosotros ycharlaban distraídamente entre ellos, asíque me descubrió su pensamiento contoda franqueza.

—Charis me contó que hasentregado tu corazón a la hija de Lord

Custennin.Fue como un relámpago en un cielo

despejado. No sabía cómo mi madre loimaginaba, y mucho menos que sussuposiciones fueran tan acertadas.

El color subió a mis mejillas, mas loadmití con sinceridad.

—Su nombre es Ganieda, y, enefecto, la amo.

Maelwys consideró mi confesión;durante un momento todo lo que escuchéfue el suave golpear de los cascos de loscaballos sobre los tiernos pastos. Luegoel rey me preguntó:

—¿Has pensado en tu futuro,Myrddin?

—Sí, mi señor —repuse—, y miintención es abrirme camino lo antesposible para poder volver allí yconducir a Ganieda de casa de su padrea la mía.

—De modo que ésa es la situación.—Os he hablado sin ocultaros nada.—Entonces quizás a nuestro regreso

a Maridunum deberíamos tener unacharla.

Únicamente hizo aquel comentario,si bien no necesitaba añadir nada más.Al poco rato llegamos al siguientepoblado, el último de nuestro recorrido.Caer Nead está constituido por un grupode cabañas de zarzo y corrales para

ganado rodeados de vallas de zarzas;todo el conjunto se halla situado bajo latutela de un pequeño fuerte en lo alto deuna colina.

Maelwys se mostraba ansioso porregresar a Maridunum antes deoscurecer, y, en consecuencia, no nosentretuvimos demasiado en nuestravisita, sino que concluimos nuestrotrabajo con rapidez. Al mediodía yahabíamos finalizado, y partimos tanpronto como lo aconsejó el decoro. Noera necesario precipitarse; no mediabauna gran distancia. Sin embargo,observé que cuanto más cerca nosaproximábamos más ansioso se volvía

Maelwys. No hice ninguna alusión,aunque creo que tan sólo yo advertí suinquietud. Una firme decisión seperfilaba en su mandíbula y sus labiosse apretaban en una severa línea recta;sus palabras se hicieron cada vez másconcisas y aumentaban los períodos desilencio entre ellas.

Intenté descubrir qué podríapreocuparle, mas no pude llegar aninguna conclusión… hasta que atisbé elhumo.

Ambos lo observamos al mismotiempo. Lancé un grito mientrasMaelwys detenía su caballo.

—¡Fuego!

Con una mirada exploró la línea decolinas que teníamos ante nosotros.

—¡Maridunum! —exclamó, y azotósu montura para salir al galope.

Todos lo imitamos en su galopadasuicida. El humo, al principio unaespiral delgada e inconcreta en el aire,se ennegreció y espesó hasta formar unacolumna enorme y oscura. Cuandoestuvimos más cerca pudimos percibirel hedor a humo y los gritos de loshabitantes de la ciudad.

Los piratas se habían mantenido adistancia hasta asegurarse de larecepción que encontrarían. Imagino quedieron fervientemente las gracias a sus

dioses paganos cuando averiguaron queel rey había salido y la ciudad sehallaba virtualmente desprotegida.

Sin embargo, habían pecado deexcesiva cautela, o quizás habíanpermanecido demasiado tiempo junto asus botes antes de penetrar tierraadentro. De cualquier forma, llegamoscuando se dedicaban plenamente a ladestrucción de la ciudad, y nuestroscaballos se precipitaron sobre ellos sinprevio aviso. Nos abalanzamos sobreellos empuñando nuestras espadas ydispersamos sus filas en la vieja plazadel mercado.

Aunque lucharon con bastante coraje

cuando los arrinconamos, norepresentaban un temible contrincantepara un grupo de guerreros a caballo quebuscaban sangrienta venganza. En pocosmomentos los cadáveres de una veintenade piratas irlandeses yacían tumbadossobre las losas de la plaza.

Desmontamos y empezamos a lanzarhacia el suelo la paja que ardía en lostejados para evitar que el fuego seextendiera, luego regresamos junto a loscuerpos de los piratas muertos pararecuperar lo que habían robado. Laciudad se sumió en el silencio, y aexcepción del chisporroteo de lasllamas y de los graznidos de las aves

carroñeras que empezaban ya a reunirsepara su festín, nada se movía.

Supongo que eso hubiera debidoalertarnos, pero creímos que la batallahabía terminado y empezamos acalmarnos. Nadie esperaba unaemboscada.

No advertimos lo que sucedía hastaque las primeras lanzas empezaron asilbar por los aires. Alguien gritó, y dosde los nuestros se desplomaron conlanzas clavadas en sus vientres. Losirlandeses cayeron sobre nosotros pocosinstantes después.

Más tarde nos enteramos de quehabían atracado tres enormes barcos de

guerra en el Towy; cada unotransportaba una treintena de guerreros.Todos ellos, salvo los veinte cuyasangre teñía las losas a nuestros pies,nos atacaron repentinamente con untremendo rugido. Setenta contra siete.

Los momentos que siguieron seresumieron en una terrorífica confusión,mientras corríamos a nuestros caballos ysaltábamos sobre la silla. Sin embargo,los piratas penetraban en la plaza desdetodas direcciones, y nos encontrábamosdemasiado apretados para realizar unacarga. En cualquier caso, muy pronto elespacio se abarrotó demasiado inclusopara balancear nuestras espadas. Vi

cómo derribaban a uno de los hombresde su montura y los cascos de su propiocaballo le destrozaban la cabeza.

Observé a Maelwys que seesforzaba por reagruparnos a todos a sulado; su brazo se levantaba y descendíauna y otra vez para golpear a los que lorodeaban. Las lanzas se astillaban bajosu espada, y algunos cayeron al suelocon un alarido.

Obedecí a su llamada y cabalguéhacia él.

Dos hombres armados con lanzas mecerraron el paso. Mi caballo se asustó yse echó a un lado, con lo que casi mearrojó al suelo. Los cascos del noble

bruto resbalaron sobre la pulida piedray cayó de costado, al tiempo que con supeso atrapaba mi pierna.

Una lanza pasó junto a mi oreja, otravino directa a mi pecho, pero balanceéla espada y la desvié de su trayectoria,al tiempo que conseguía liberarme de mimontura, cuando mi caballo finalmentese incorporó.

Me puse en pie de un salto paraenfrentarme a otros dos piratas más, conlo cual ya eran cuatro los que meatacaban, todos con sus lanzas deafiladas puntas de hierro dirigidas haciamí. Uno de ellos lanzó un grito y todosse arrojaron sobre mí.

Vi al enemigo avanzar, contemplésus rostros oscuros y siniestros, yobservé sus ojos que centelleaban con lamisma fuerza que el afilado hierro desus lanzas. Sus manos se cerraban confuerza alrededor de los mangos de susarmas, los nudillos blancos. El sudorempapaba sus rostros, y las venas de suscuellos parecían a punto de estallar…

Lo examiné todo detalladamente, conuna terrible y paralizante claridadmientras el veloz flujo del tiempo seconvertía en un simple hilillo. Cualquiermovimiento disminuyó su velocidad,como si todo lo que me rodeaba hubieraquedado atenazado de repente por un

letargo total.Las puntas de las lanzas se dirigían

hacia mí, con un perezoso balanceo en elaire. Por el contrario, mi espada se alzórápida y afilada, mientras cortaba losmangos de madera y rebanaba las puntasde las lanzas con la misma facilidad quesi arrancara cabezuelas de cardo de sustallos. Aproveché mi propio impulsopara girar rápidamente y me alejé en unremolino, de modo que cuando misatacantes cayeron sobre mí tras susdespuntadas lanzas, yo ya no estaba allí.

Escudriñé toda aquella confusión. Laplaza era un revoltijo de brazos ycuerpos en plena contienda. Todo lo que

se oía era una especia de rugido sordo ymonótono, como el de la sangre almartillear en los oídos. Nuestrosguerreros, horriblemente diezmados,luchaban con valentía para defender susvidas.

Maelwys combatía en el otroextremo de la plaza; se inclinaba sobrela silla y repartía mandobles a diestro ysiniestro. Su brazo se balanceaba con unferoz y violento ritmo; la hoja de suespada chorreaba sangre.

No obstante, lo habían identificado,y cada vez se dirigían más enemigoshacía él en medio de aquel movimientoextraño y lánguido, producto de mi

intensificada conciencia de lo quesucedía.

Extendí la mano y tome las riendasde mi caballo para saltar sobre la silla.Hice girar mi montura y la espoleé endirección a Maelwys.

Mientras avanzaba con una serenacadencia, balanceaba la espada quellevaba en la mano, primero a laizquierda y luego a la derecha,golpeando una y otra vez; el armaparecía un refulgente círculo de luzsobre mi cabeza. Los hombres sedesplomaban a mi paso como haces deleña y así me abrí camino hasta llegarjunto al rey.

Mi espada silbaba en el aire, con unsonido claro y nítido mientras golpeabaincansable como las olas del mararrastradas por una tormenta. Luchamoshombro con hombro, Maelwys y yo, ypronto las losas bajo los cascos denuestros caballos se volvieronresbaladizas de tanta sangre.

Pero el enemigo seguía pululando anuestro alrededor en una lucha frenéticay nos atacaba con cuchillos y lanzas. Sinembargo, ninguno se atrevía a acercarseal arco que describía mi espada, ya queeso significaba una muerte cierta. En sulugar, intentaban alcanzar a mi caballocon cuchilladas contra sus patas y su

vientre.Un loco aullador saltó para sujetar

las bridas, con la esperanza de hacerbajar la cabeza al caballo, y le propinéun terrible mandoble para que pudieraaullar con razón cuando su orejaizquierda salió despedida de su cabeza;otro perdió una mano cuando intentóatacar las ancas del noble animal; otropirata se desplomó y quedó sobre elsuelo retorciéndose cuando mi espada legolpeó plana sobre la parte superior desu casco de cuero mientras intentabasaltar sobre mí.

Todos estos sucesos ocurríandespacio, de una forma casi cómica;

cada acción parecía deliberada y lenta.De esta forma, tenía tiempo no sólo dereaccionar, sino de planear mi próximomovimiento e, incluso, el siguiente,antes de que el primero se hubieracompletado. Una vez me vi inmerso enel extraño ritmo de aquella insólitalucha, descubrí que podía moverme contotal impunidad entre aquel enemigoabsurdamente aletargado.

Así que, mientras continuabaininterrumpidamente con mis golpes ydaba vueltas sobre mí mismo, misdesventurados oponentes forcejeaban ydaban bandazos a mi alrededor, mas susataques resultaban inútiles debido a sus

torpes movimientos, y me uní a unadanza terrible y estrafalaria.

Los bardos hablan con reverencia deOran Mor, la Música Suprema, fuente deevasión que alimenta todas lascanciones y melodías. Muy pocosposeen el don de oírla. Taliesin teníaesa facultad, o, quizás, incluso más. Yola escuché entonces: mi cuerpopalpitaba con ella, mi balanceante brazoseguía su ritmo sobrenatural, mi espadaseguía sus brillantes notas. Yo constituíauna parte de Oran Mor, y ella se hallabaen mi interior.

Tras un extraordinario grito deánimo, la guardia personal de Maelwys

penetró en la plaza con gran estruendo.Venían de la villa, donde se habíanrefugiado los habitantes de la ciudad, ycorrían en nuestra ayuda trasconvencerse de que el ataque no seextendería hasta allí.

A los pocos segundos, supe quehabíamos ganado definitivamente labatalla. Un oleada de júbilo ardienteinvadió mi interior y escuché un alaridofuerte y agudo, un canto guerrero, ungrito alegre de victoria, y reconocí mipropia voz que se elevaba por los airesdesde mi garganta.

La reacción del enemigo fueinmediata: se volvieron para enfrentarse

al origen de aquel sonido desconcertantey observé en medio de aquellaextraordinaria claridad cómo ladesesperanza aparecía en sus rostros.Conocían su aplastante derrota.

Mi grito se elevó en un canto detriunfo, y me precipité en ayuda deaquellos compañeros de armas queestaban en apuros; una tremenda alegríame recorría el cuerpo y surgía por miboca en forma de canción. Nadie podíaenfrentarse a mí, y los irlandeseshuyeron para evitar ser pisoteados porlos cascos de mi caballo o atravesadospor mi veloz espada.

Ora estaba en un lugar, liberando a

un hombre de la muerte, ora en otroarrebatando el arma a un enemigo yarrojándosela a un aliado. En unaocasión, al ver a un hombre que caía,extendí el brazo, lo sujeté y lo volví acolocar sobre la silla. Y, de formaininterrumpida, mi voz se elevaba enjubilosa celebración. Me sentíainvencible.

Observé a Maelwys abrirse paso yvenir a mi encuentro, con tres de lossuyos detrás. Levanté mi espada a guisade saludo cuando llegó junto a mí, yadvertí, bajo el sudor y la sangre quebañaban su rostro, que había palidecidoy que sus ojos estaban desorbitados. Le

habían herido el brazo con el quesujetaba la espada, pero él no parecíaprestarle la menor atención.

Extendió una mano temblorosa paratocarme y su boca se movió, mas laspalabras no surgieron de inmediato.

—Ahora puedes detenerte, Myrddin.Ya ha terminado.

Torcí la boca y lancé una carcajadasalvaje.

—¡Mira! —siguió, mientras mezarandeaba—. Mira bien a tu alrededor.Hemos provocado su huida. Hemosvencido.

Atisbé a través de la neblina que sehabía alzado de repente ante mis ojos.

Los cadáveres se amontonaban sobre elsuelo de la plaza; el hedor a muerte seclavó en mi garganta.

Me estremecí como si de prontosintiera frío, y empecé a temblar de piesa cabeza. Lo último que percibí fue elbrillo del sol en mis ojos y las nubesque giraban sobre mi cabeza como lasalas de aves que revolotearan encírculo.

Recuerdo haber llegado a la villa, yel murmullo de voces apagadas a mialrededor. Me dieron a beber algo muyamargo, que más tarde vomité. Medesperté, muerto de frío, en una

oscuridad inyectada de rojo y del sonidodel entrechocar del acero. Recuerdohaber flotado perdido en un inmenso marmientras el agua rugía a mi alrededor, y,finalmente, escalar una empinada ladera;para alzarme sobre un saliente de rocaazotado por el viento bajo un amanecerrojo como la sangre…

Cuando desperté, me sentía de nuevoperfectamente. El frenesí que se habíaapoderado de mí durante la batalla habíadesaparecido y volvía a ser yo mismo.Mi madre me contempló con atención ycolocó su mano sombre mi frente, peroadmitió que el desconocido mal que me

había poseído se había desvanecido.—Estábamos preocupados, Merlín

—me aseguró—. Pensamos que tehabían herido, pero no tienes ni siquieraun golpe, hijo. ¿Cómo te encuentras?

—Estoy bien, madre. Eso constituyómi explicación. No podía expresar loque había sucedido cuando incluso yomismo lo ignoraba.

Tras un ligero desayuno, escuché unagran conmoción en el exterior y salí alantepatio, donde encontré a Maelwysrodeado por su guardia personal;algunos de aquellos hombres habíanluchado junto a nosotros el día anterior.Tan sólo en raras ocasiones se

encontraban todos en la villa, ya quedebían recorrer las tierras, para vigilary controlar las fronteras.

La noticia del ataque habíacongregado también a los que no habíanestado presentes, ya se tratara de jefescomo de guerreros. Asimismo, se habíanreunido muchos de los habitantes de laciudad, que aumentaban las filas delgentío en el antepatio.

Maelwys se estaba dirigiendo aellos, pero, cuando yo salí, el silenciocayó sobre la multitud. Con la sola ideade unirme a ellos, me coloqué junto alrey. Entonces, un hombre se abrió pasohacia mí y reconocí en él a Blaise.

Levantó su bastón y su voz se elevóen una canción:

«Tres veces treinta es el número,de audaces guerreros caídos

bajo la sedienta espada;la sangre de los derrotados

permanece muda,negro es su duelo;los ojos del enemigo alimentan a

los pájaros de la muerte;que cada voz eleve su súplica.Del corazón del héroe surge un

Campeónúnico en su destreza, un gigante

en la batalla;

al salvaje ha partido en dos consu afilado acero;

terribles eran sus gritos deguerra.

Aclamadle, hombres valientes;ensalzadle entre vosotros;

¡Que su nombre se alce entresaludos de bienvenida!

Rendid homenaje al señor que osha liberado,

a aquel que con muros de hierroos ha defendido.

¡Hombres valientes! ¡Príncipesde noble cuna!

¡Que el nombre dé Myrddin seaalabado y honrado!».

Cuando terminó, Blaise bajó las manos,se inclinó ante mí, y colocó su bastón amis pies. Luego retrocedió muydespacio. Durante un instante la gentecontempló la escena en silencio. Nadiese movió.

Entonces, un joven guerrero, creoque el mismo al que había salvado deuna caída durante la batalla, se adelantó.Desenvainó su espada, que llevabasujeta al costado, y, sin una palabra, ladepositó junto al bastón del druida.Luego se arrodilló y extendió la manopara tocar mi pie.

Uno tras otro, cada uno de losguerreros allí reunidos siguió el ejemplo

de su compañero de armas. Sacaron susespadas, se arrodillaron, y extendieronsus manos para rozar mis pies. Algunosde los jefes de Maelwys, atrapados porel hechizo del momento, añadieron susespadas al montón e imitaron a sushombres para rendirme homenaje.

Era la costumbre de los guerreroscuando juraban lealtad a un nuevo jefe.

Pero Maelwys no estaba malherido,y mucho menos muerto; representaba aúnun caudillo diestro y capaz. Me volvíhacia el rey y comprobé que se habíaapartado de mi lado. Me encontrabasolo ante los reunidos. ¿Qué podíasignificar aquello?

—Por favor, señor —susurré—, estehonor os pertenece.

—No —declaró—. Está dedicado ati, Myrddin. Los guerreros han escogidoa quién seguirán.

—Pero…Maelwys sacudió la cabeza.—Que así sea —concluyó con

suavidad. Luego se colocó a mi espalday levantó las manos sobre mi cabeza—.Escuchadme, gentes mías. Contemplad aaquel al que honráis. Le habéisnombrado vuestro jefe guerrero… —Sedetuvo y bajó las manos hasta posarlassobre mis hombros—. En el día de hoyle declaro hijo mío, y heredero de todo

lo que poseo.¿Qué?Blaise estaba allí, preparado para la

ocasión.—Éste es un día muy propicio, señor

—admitió—; permitid que celebrevuestra atinada decisión. —Tras esto,desató la tira de cuero sin curtir quellevaba alrededor de la cintura y atónuestras manos juntas a la altura de lamuñeca.

Se dirigió a Maelwys:—Señor y Rey, al igual que vuestra

mano está atada ¿es vuestro deseo ligarvuestra vida al hijo de vuestra esposa?

—Ése es mi deseo.

—¿Le honraréis con el título de hijo,concediéndole vuestras tierras yposesiones?

—Eso haré de buen grado.Luego se volvió solemnemente hacia

mí y siguió:—Myrddin ap Taliesin, ¿aceptas que

este hombre sea tu guardián y tu guía?Todo sucedía con demasiada

precipitación.—Blaise, yo…—Responde ahora.—De la misma forma en que él ha

accedido, yo lo acepto. —Sujeté confuerza la mano de Maelwys y él sujetó lamía.

Blaise sacó su cuchillo e hizo unpequeño corte en nuestras muñecas paraque nuestra sangre se mezclara.

—Que así sea —exclamó, desató latira de cuero y nuestras muñecasquedaron libres. Después, indicó elmontón de espadas que descansaba amis pies, y continuó—: ¿Aceptarástambién la lealtad de estos hombres quete han jurado fidelidad con sus vidas?

—De igual forma, acepto loshonores y el vasallaje de estos valientes.A cambio les entrego mi vida.

La multitud lanzó un fragoroso grito,y los guerreros se lanzaron haciaadelante para recoger sus espadas; a

continuación empezaron a golpear susescudos y se produjo una ruidosaalgarabía.

—¡Myrddin! ¡Myrddin! ¡Myrddin!—coreaban mi nombre, convertido enuna canción en sus labios.

Me alzaron y, de esta forma, ahombros de mi gente, penetré en la salade Maelwys. Al cruzar el umbral, meencontré con mi madre de pie justo en lapuerta. Charis había presenciado todo losucedido, y su rostro resplandecía llenode amor por mí. Avanzó hacia mí yextendió las manos, en las que sosteníauna espada: la espada del Rey Pescador.

La tomé y la levanté bien alta. Los

hombres que me rodeaban multiplicaronsus aclamaciones, al tiempo que gritabanmi nombre y lanzaban vítores. Yoempecé a entonar una canción lleno dealegría, hasta que las mismas maderasresonaron con mi melodía.

Ése fue el día en que obtuve mireino.

Libro dosSeñor del bosque

1Negra es la mano del cielo,azul y negra, y repleta de

heladas estrellas.Estrellas y más estrellas,estrellas… estrellas.¿Quién sois vos, señor?¿Cómo os llamáis? ¿Por qué me

miráis así?¿Jamás habéis visto a un hombre

destripado?¿Jamás habéis visto a un

cadáver viviente?Negro es el día. Negra es la

noche.Y negra la mano que me cubre.En las profundidades del negro

corazón de Celyddon me oculto.En un estanque del bosque

vislumbro el semblante bajo elyelmo astado, y mis ojos lo observanfijamente.

Lo contemplo hasta que lasestrellas empiezan a deslizarse enlas alturas.

La roja luna chilla.Las aves y los animales salvajes

huyen ante mí.Los árboles se mofan de mí.Las flores de las elevadas

praderas giran el rostro a mi paso.Las tortuosas cañadas resuenan

con duras acusaciones.Los torrentes se ríen de mí…Lluvia y viento, ráfagas y

vendavales, nieve y sol.Brillante fulgor del sol.Plateado resplandor de la luna.Aguas argentinas nacidas del

corazón de la montaña.¡Cantad, bellas estrellas

celestes!¡Elevad vuestras voces, Hijos

del Dios Vivo!Penetrantes como puntas de

lanza son vuestros radiantes cantos.

Son para mí vida y muerte.¡Ave! ¡Ave, Imperator!Escucha cómo el gélido viento

aúlla por tus vacíos salones.¡Escucha, Sumo Señor! Percibe

el sonido de los huesos de losvalientes

que se agitan en sus anónimassepulturas.

Rey Águila, atiende a tusvástagos;

levanta tu mano y aliméntaloscon las migajas de tus

banquetes.Tienen sed de justicia; lloran.Tan sólo el Rey de las Águilas

puede colmar su anhelo.Los ríos fluyen y las aguas se

elevan.Contempla los veloces barcos

surcando el mar.Lejos, lejos… siempre lejos.Emprende el vuelo, alma mía,

aléjate.¿Qué es lo que resta cuando la

vida se ha ido?¿Qué perdura del hombre?Camino como una bestia entre

las bestias.Desnudo,me alimento sólo de las raíces

del campo,

únicamente bebo agua de lluvia,ya no soy un hombre.Las aristas de las rocas

magullan mi carne, los vientoshelados

atormentan mis pobres huesos.¡Estoy perdido!Soy como alguien expulsado de

su propio hogar.Soy como alguien que vive en el

mundo de las sombras.Soy como un muerto.¿Debo cantar las estaciones?¿Debo cantar las épocas de

nuestra Tierra,los días pasados y los futuros?

¿Debo cantar a la bellaBroceliande?

¿Debo cantar a la anegadaLlyonesse?

¡Pwyll, traed la Copa del Héroe!¡Mathonwy, traed mi arpa!¡Taliesin, coloca tu brillante

capa alrededor de mis hombros!¡Lleu, reúne a tu gente en tu

reluciente sala!¡Voy a cantar al Reino del

Verano!

Loco Merlín… loco… estás loco,Merlín… loco…

O2

h, Loba, feliz Loba! Soberana delas verdes colinas, tú eres mi

única amiga. ¡Háblame ahora!Concédeme el beneficio de tu consejo.Sé mi abogada y protectora.

¿Nada que decir, sabia amiga? ¿Quées eso? ¿Un relato?

Si lo deseas, Señora de la Colina.Tomaré mi arpa. Escuchad, Hijos delPolvo. Prestad atención a la narraciónque os voy a contar.

Ocurrió en épocas pasadas, cuandoel rocío de la creación estaba todavía

fresco sobre la Tierra y el GranManawydan ap Llyr era señor y rey delos siete cantrefs de Dyfed.

Manawydan era hermano de Bran elBienaventurado, rey de la Isla de losPoderosos, cuyo gobierno se extendíapor encima de todos los reyes yreyezuelos, así como de todas lastierras. Éste había viajado al OtroMundo y llevaba ya mucho tiempo en él,de modo que Manawydan se había hechocargo del trono en su lugar, como lecorrespondía por derecho. Su justapolítica era irreprochable y las agrestescolinas de Dyfed constituían el mejorlugar del mundo por su inigualable

belleza.Pryderi, príncipe de Gwynedd, se

presentó ante Manawydan en busca deamistad entre las dos casas reales, y éstelo recibió con gran alegría y lo obsequiócon una fiesta, en la que los dos amigos,durante el banquete, conversaron y sedeleitaron con las canciones del expertobardo de Manawydan, Anuin Llaw, ycon la agradable compañía de la reinaRhiannon, de la que se cuentanmaravillosas historias.

Tras el festín de la primera noche,Pryderi se volvió a Manawydan.

—He oído —dijo Pryderi a suanfitrión— que los terrenos de caza de

Dyfed son únicos en todo el mundo.—Entonces debéis dar las gracias de

todo corazón al que os informó, ya quejamás se han pronunciado palabras másverdaderas.

—Quizá podríamos probar suerte —sugirió Pryderi.

—Pues claro, primo. Si no hay nadaque os lo impida, podríamos ir de cazamañana —repuso Manawydan.

—Empezaba a creer que nunca lopropondríais —exclamó Pryderi muysatisfecho—. Casualmente, no existeningún inconveniente, así que aceptocomplacido.

Al día siguiente, los dos amigos

salieron junto con un grupo de audacescompañeros. Cazaron durante todo eldía, y por fin se detuvieron paradescansar y dar de beber a sus agotadoscaballos. Mientras tanto, ellos dosascendieron a un montículo cercano y setumbaron. Durante el sueño, se oyerontruenos, cuyo sonido era tan fuerte quelos despertó. Los truenos vinieronacompañados de una espesa y oscuraniebla, en tal medida que inclusoimpedía ver a la persona que se tenía allado.

Cuando la niebla se desvaneció, elsol brillaba por todas partes con unafuerza cegadora y tuvieron que

protegerse los ojos con las manos.No obstante, al mirar de nuevo, se

encontraron con que todo había,cambiado. Ya no había árboles ni ríos,ni rebaños, ni casas. No se divisaban nianimales, ni personas, ni siquiera humoprocedente de alguna hoguera; tan sólose podían observar las vacías colinas.

—¡Ay de mí, señor! —exclamóManawydan—. ¿Qué ha sido de nuestroshombres y del resto de mi reino?Vayamos a ver si nos es posibleencontrarlos. Por suerte aún nos quedannuestros caballos allá abajo.

Regresaron al palacio deManawydan y únicamente hallaron

espinos y zarzas allí donde había estadola reluciente mansión. En vanoregistraron valles y cañadas en unintento por descubrir una casa o unpoblado, mas sólo toparon con algunasaves enfermas. Desesperanzados, ambosempezaron a afligirse por sus pérdidas:Manawydan por su esposa Rhiannon,que le aguardaba en sus aposentos, ytambién por sus valientes compañeros; yPryderi por sus guerreros y losdelicados regalos que Manawydan lehabía entregado.

Nada podía hacerse, de modo queencendieron un fuego con algunosmatorrales de zarzas y esa noche

durmieron, hambrientos, sobre el frío yduro suelo.

Por la mañana oyeron ladridos queparecían provenir de animales excitadospor el olor de la presa.

—¿Qué puede ser eso? —sepreguntó Pryderi.

—¿Por qué quedarnos sumidos en laduda cuando podemos averiguarlo? —exclamó Manawydan, y se incorporó deun salto para ensillar su caballo.

Cabalgaron en dirección al lugar dedonde procedía el sonido y llegaron a unbosquecillo de abedules situado en unaescondida cañada. Al acercarse, saliócorriendo de entre los árboles una

veintena de excelentes perros de caza;temblaban violentamente de miedo, conlas colas gachas y metidas entre laspatas.

—Si no me equivoco —observóPryderi al contemplarlos—, sobre estebosque se cierne un hechizo.

No bien había acabado depronunciar su sospecha cuando delbosquecillo, salió velozmente unreluciente jabalí blanco. Los perrosretrocedieron al verlo, pero tras muchoinstigarles, buscaron su rastro ycorrieron tras él. Ellos los siguieronhasta que llegaron a un lugar donde lajauría había conseguido acorralar a su

presa.Al aparecer los hombres, la bestia

se zafó de los canes y huyó. Continuaronla persecución hasta encontrar de nuevoal jabalí rodeado por los podencos, yotra vez más la víctima escapó al ver alos dos hombres.

La escena se repitió varias veceshasta que llegaron a una enormefortaleza, desconocida para ambos, antela cual quedaron maravillados. Losperros y el jabalí penetraron en elrecinto. Aunque los dos hombresaguzaron los oídos para no perder losladridos de los animales, no les llegó niun solo sonido.

—Señor —dijo Pryderi—, siqueréis, entraré en esta fortaleza yaveriguaré qué ha sucedido con lajauría.

—Lleu sabe que no es una buenaidea —respondió Manawydan—. Ni vosni yo hemos visto esta construcción conanterioridad, y mi consejo es que osmantengáis alejado de este extrañolugar. Bien podría ser que aquel que halanzado el hechizo sobre la tierra hayahecho aparecer también este recintoamurallado.

—Puede que estéis en lo cierto, perome resisto a abandonar a esos hermososperros.

De modo que, a pesar de los buenosconsejos de Manawydan, Pryderiespoleó hacia adelante su reaciamontura y atravesó la entrada.

Sin embargo, una vez en el interior,no divisó hombre, bestia, jabalí operros; ni salas ni habitaciones. Lo quedescubrió fue una gran plataforma demármol, y, sobre ella, cuatro cadenas deoro, cuyos extremos se extendían haciaarriba a tal altura que no pudo atisbardónde terminaban; además había unenorme cuenco del oro más fino quePryderi jamás viera.

Se acercó a la plataforma de mármoly descubrió a Rhiannon, la esposa de

Manawydan, que de pie e inmóvil,posaba una mano sobre el recipiente.

—Señora —preguntó Pryderi—,¿qué hacéis aquí?

Como ella no le contestó, y elcuenco era de una belleza deslumbrante,Pryderi no desconfío y se acercó hastadonde ella se encontraba y posó susmanos sobre el recipiente. En el mismoinstante en que lo tocó, sus manosquedaron enganchadas a él y sus pies ala plataforma, viéndose obligado aquedarse allí como convertido enpiedra.

Manawydan esperó durante largorato, pero su compañero no regresó, y

los perros tampoco.—Bueno —se dijo—, debo ir en su

busca —y penetró en el interior delrecinto amurallado.

Allí vio, al igual que Pryderi conanterioridad, el magnífico recipiente deoro que colgaba de las cadenas, asícomo a su esposa Rhiannon, con la manoposada sobre él, y a Pryderi imitándola.

—Esposa mía —exclamó—, amigoPryderi, ¿qué hacéis aquí?

Ninguno de los dos le respondió,pero, de todas formas, sus palabrasprovocaron una respuesta, ya que, nobien las había pronunciado, el sonido deun poderoso trueno retumbó en la

misteriosa fortaleza, y de nuevo laespesa y oscura neblina se elevó.

Cuando ésta se disipó, Rhiannon,Pryderi, el recipiente de oro y toda lafortaleza misma habían desaparecido yno se los divisaba por ningún sitio.

—¡Ay de mí! —sollozó Manawydanante lo sucedido—. Estoy solo, sinsiquiera compañeros ni perros que mehagan compañía. Lleu sabe que nomerezco tal destino. ¿Qué haré?

Tan sólo podía continuar su vida lomejor que pudiera, así que pescó en losríos y capturó animales salvajes, e,incluso, empezó a cultivar la tierrautilizando algunos granos de trigo que

tenía en un bolsillo. La cosecha floreció,y pasado el tiempo consiguió suficientesimiente para todo un campo, al que,sucesivamente, siguieron varios más.¡Era maravilloso, pues aquel trigo era elmejor que hubiera visto jamás!

Manawydan esperó el momentooportuno; dejó pasar las estaciones hastaque el grano estaba tan maduro que casipodía paladear el sabor del pan que conél haría. Un día, mientras contemplabala excelente cosecha, se dijo:

—Soy un estúpido si no siego estecampo mañana.

De inmediato, regresó a su refugiopara afilar su hoz. Pero a la mañana

siguiente, cuando regresó al filo delamanecer dispuesto a recolectar el frutotan esperado, no encontró más que lasmieses desnudas. Cada tallo había sidocortado antes del inicio de la espiga y elgrano había desaparecido; tan sóloquedaba el rastrojo.

Desolado, Manawydan corrió alcampo siguiente y comprobó que sehallaba intacto. Examinó el grano quemaduraba bien y se dijo:

—Soy un estúpido si no lo siegomañana.

Apenas si durmió aquella noche; sedespertó al romper el alba, pero, alllegar al sembrado, descubrió que, al

igual que el día anterior, no quedabanmás que los yermos tallos.

—¿Con qué enemigo me enfrento?Lleu sabe que esto será mi perdición. ¡Siesto sigue así, moriré y toda la tierraconmigo!

Después, se dirigió a toda prisa alultimo campo que había cultivado, elcual se hallaba asimismo listo para lasiega.

—Soy un estúpido si no siego estecampo mañana —se dijo—; es más, seréun estúpido muerto, ya que este terrenoes mi última esperanza.

Se dejó caer en el suelo, allí mismo,con la intención de vigilar durante la

noche y de esta forma capturar alenemigo que le destruía. Manawydan semantuvo alerta y, hacia la medianoche,llegó a sus oídos el mayor alboroto quehubiera escuchado jamás. De inmediato,apareció una gigantesca hueste deratones, tan enorme que apenas si podíadar crédito a sus ojos.

Antes de que pudiera moverse, losroedores se habían lanzado sobre elcampo: cada uno escalaba una mies yarrancaba una espiga, para llevarseluego el grano en la boca y abandonar eltallo desnudo. Manawydan se propusorescatar su campo, pero los pequeñosanimales semejaban mosquitas que

pululaban por doquier, y no pudo hacernada por detenerlos.

No obstante, Manawydan pudoatrapar un ratón, que estaba más gruesoque los otros y no podía moverse contanta rapidez; se arrojó sobre él y locolocó dentro de su guante. Ató laabertura con un cordel y se llevó alroedor prisionero a su refugio.

—De la misma forma en quecolgaría al ladrón que me ha arruinado—se dirigió al ratón—, por Lleu, que hede hacer lo mismo contigo.

A la mañana siguiente, Manawydanse dirigió al montículo donde habíaempezado toda su desgracia, con el

animal en el interior del guante, y, unavez allí, clavó sobre el suelo, en la partemás elevada de éste, dos palos en formade horquilla.

De repente, apareció un hombre, quese detuvo al pie de la elevación,montado en un escuálido caballo. Consus ropas convertidas en harapos, teníatodo el aspecto de un mendigo.

—Señor, os doy los buenos días —saludó.

Manawydan se volvió paracontemplarlo.

—Que Lleu sea bondadoso con vos—replicó—. En estos últimos siete añosno he visto a un solo hombre en todo mi

reino, excepto a vos en este mismomomento.

—La verdad es que me hallo depaso por estas tierras desoladas —leinformó el mendigo—. Si no os importa,señor, me gustaría saber qué osproponéis.

—Voy a ejecutar a un ladrón.—¿Qué clase de ladrón? La criatura

que veo en vuestra mano me resulta muyparecida a un ratón. Resulta muy pocodigno para alguien de vuestra elevadaposición tocar a un animal como ése. Sinduda le dejaréis marchar.

—¡Entre vos y yo y Lleu, os aseguroque no lo haré! —repuso Manawydan

con violencia—. Este ratón y sushermanos me han traído la ruina. Piensocastigarlo antes de morir de hambre, y lohe sentenciado a morir colgado.

El mendigo continuó su camino, yManawydan se dispuso a fijar un palocomo viga transversal entre las doshorquillas. Al instante de finalizar suobra, una voz lo saludó desde el pie delmontículo.

—¡Buenos días, señor!«Que Lleu me fulmine si miento al

decir que éste se está convirtiendo en unlugar muy concurrido», murmuróManawydan para sí. Volvió la cabeza yvio a una hermosa mujer noble montada

sobre un palafrén gris al pie delterraplén.

—Buenos días, señora —respondió—. ¿Qué os trae por aquí?

—Simplemente, paseaba a caballocuando contemplé vuestro trabajo aquíarriba. ¿Qué es lo que hacéis? —preguntó con toda cortesía.

—Si os interesa, me dispongo acolgar a un ladrón —explicóManawydan.

—La verdad es que no me incumbeen absoluto —afirmó la dama—, masparece tratarse de un ratón. Yo misma osaconsejaría que lo castigarais si noresultara tan degradante para una

persona de vuestra manifiesta alcurniamezclarse con tan vil criatura.

—¿Qué preferiríais entonces? —inquirió Manawydan con suspicacia.

—Antes que contemplar cómo osrebajáis, os entregaría una moneda deoro a cambio de que lo dejaseis escapar.—Sonrió seductora al exponer supropuesta y Manawydan casi se dejóconvencer.

—Defendéis bien a este ridículoratón, pero estoy decidido a terminarcon la vida de la criatura que me hadejado sin sustento.

—Muy bien, señor —repuso la damacon arrogancia—, comportaos como

queráis.Manawydan regresó a su macabra

tarea: tomó el cordel del guante y ató unextremo alrededor del cuello del ratón.Iba ya a colgar del travesaño al animal,cuando le llegó un grito desde la basedel montículo.

—No he visto un alma durante sieteaños, y ahora se me aborda a cadainstante —masculló.

Mientras comentaba su sorpresa, sevolvió y se encontró con un Archidruidaacompañado de un séquito de unaveintena de ovatos que se alineaban trasél.

—Que Lleu os dé un buen día —

saludó el Archidruida—. ¿Qué es lo queestáis haciendo, mi señor?

—Si deseáis saberlo, me dispongo acastigar a un ladrón que me ha traído laruina —repuso Manawydan.

—Perdonadme, pero debéis ser unhombre muy frágil, pues por lo queparece, es un ratón lo que tenéis en lamano.

—Sin embargo, es un ladrón y undestructor —le espetó Manawydan—.Aunque no creo que deba darosexplicaciones.

—No las necesito —admitió elArchidruida—, pero me apena en granmedida ver a un hombre de vuestra

elevada reputación enfrentarse a unacriatura indefensa.

—¿Indefensa? ¿Dónde estabais voscuando este ratón y sus innumerablescompañeros devastaban mis campos yme conducían a la ruina?

—Puesto que sois un hombrerazonable —siguió el druida—,permitidme que redima a estadespreciable criatura. Os daré sietepiezas de oro si la soltáis.

Manawydan sacudió la cabeza confirmeza.

—No serviría de nada. No venderémi prisionero por ninguna cantidad deoro.

—Mas no conviene que alguien devuestro rango extermine roedores deesta forma —contestó el Archidruida—.Por lo tanto, dejad que os entreguesetenta piezas de oro.

—¡Me deshonraría si aceptaraaunque fuese por el doble de esacantidad!

El Archidruida no pensaba dejarsedesanimar.

—No obstante, buen señor, noquiero ver cómo os deshonráis al hacerdaño a ese animal. Os daré un centenarde caballos y un centenar de hombres,además de un centenar de fortalezas.

—Yo poseía miles —replicó

Manawydan—. ¿Por qué habría deconformarme con menos?

—Ya que no consideráis aceptablemi oferta —exclamó el Archidruida—,haced el favor de determinar vos elprecio para que yo pueda pagarlo.

—Bien, hay algo que podríapersuadirme.

—Nombradlo y es vuestro.—La libertad de Rhiannon y de

Pryderi.—Lo obtendréis —prometió el

Archidruida.—En confianza, os confieso que

deseo algo más, por Lleu.—¿Qué más hay, pues?

—Deseo que se rompa el hechizoque pesa sobre el reino de Dyfed y todasmis propiedades.

—También os lo concedo, limitaos asoltar al ratón sin hacerle daño.

Manawydan asintió despacio y bajólos ojos hasta su mano.

—Os obedeceré; pero primeroexplicadme qué significa este ratón paravos.

El Archidruida lanzó un suspiro.—Muy bien, me tenéis en vuestras

manos. Es mi esposa; de lo contrario, nopagaría un rescate por él.

—¡Vuestra esposa! —exclamóManawydan—. ¿Cómo puedo creer tal

cosa?—Debéis hacerlo, señor, puesto que

es la verdad. Yo lancé el hechizo sobrevuestras tierras.

—¿Quién sois vos y por qué buscáismi destrucción?

—Soy Hen Dallpen, Jefe de losDruidas de la Isla de los Poderosos —respondió el aludido—. Actué en contravuestra por venganza.

—¿Cómo es eso? ¿Qué os he hechoyo jamás? —A Manawydan no se leocurría que hubiera podido enojar anadie, sacerdote o druida.

—Ocupasteis el trono de Bran elBienaventurado y, al hacerlo, no

pedisteis el beneplácito de la SabiaHermandad; por lo tanto, hechicévuestro reino.

—Y conseguisteis vuestro propósito—gruñó Manawydan tristemente—.¿Qué ocurrió con mis campos?

—Cuando algunos de los que mesiguen se enteraron de la existencia deltrigo, me rogaron que les convirtiese enratones para poder destruirlo. La terceranoche, mi propia esposa los acompañó,pero estaba embarazada y lograsteisatraparla a causa de su estado. Mas, acambio de su vida, os entregaré aRhiannon y a Pryderi y levantaré elhechizo de Dyfed y de todas vuestras

tierras. —El Archidruida terminó conestas palabras—: Ahora os lo hecontado todo. Por favor, soltad a miesposa.

Manawydan contempló colérico algran druida.

—Sería un estúpido si la dejaramarchar ahora.

—¿Qué más deseáis? —suspiró elArchidruida—. Decídmelo yfinalizaremos este asunto.

—Deseo que una vez retiréis elencantamiento, no se vuelva a lanzarningún otro.

—Tenéis mi promesa más solemne.¿Ahora liberaréis al ratón?

—Aún no —declaró Manawydancon firmeza.

El Archidruida volvió a suspirar.—¿Hemos de consumir así todo el

día? ¿Qué más queréis?—Una cosa más —repuso

Manawydan—: que no se produzcaningún tipo de represalia por losucedido aquí: ni en la persona deRhiannon, ni en la de Pryderi, ni sobremis tierras, gente, posesiones o criaturasbajo mi cuidado. —Miró al Archidruidadirectamente a los ojos—. Ni tampocosobre mí.

—Un pensamiento muy astuto, bienlo sabe Lleu, pues, ciertamente, si no se

os hubiera ocurrido esa idea en elúltimo momento, habríais sufridomuchas más penalidades de las quehabéis padecido hasta ahora y todo eldaño habría recaído sobre vos.

Manawydan se encogió de hombros.—Un nombre debe protegerse.—Ahora soltad a mi esposa.—No aceptaré hasta que vea a

Rhiannon y a Pryderi que vienen haciamí con una sonrisa en los labios.

—Entonces, mirad —dijo elArchidruida fatigado—. Ahí se acercan.

Y Pryderi y Rhiannon aparecieron;Manawydan corrió a su encuentro, yellos lo saludaron con alegría y

empezaron a relatarle lo que les habíasucedido.

—He cumplido todas vuestraspeticiones, más incluso de las queestaba dispuesto a hacer —imploró elArchidruida—. Os toca a vos atender misolicitud: soltad a mi esposa.

—De buen grado —respondióManawydan. Abrió la mano y el ratónsaltó al suelo.

El Archidruida lo recogió y lemurmuró algunas palabras al oído en lalengua antigua y, al instante, el pequeñoanimal empezó a transformarse de nuevoen una atractiva mujer con el vientrehinchado por el niño que se desarrollaba

en él.Manawydan miró a su alrededor y

comprobó que todas las casas ypropiedades volvían a estar en su lugar,junto con los rebaños y manadas. Loshabitantes reaparecieron, de modo quela tierra volvía a estar poblada comoantes. En realidad, parecía que nadahubiera sucedido.

Sólo Manawydan sabía la verdad.

Aquí termina el Mabinogi deManawydan, amiga Loba. Representauna historia triste en muchas de suspartes, pero creo que estarás de acuerdoen que su desenlace compensa la

aflicción.¿Qué es lo que dices? En efecto, su

significado encierra más cosas de lo queparece. ¡Qué astuta eres, Sabia Loba!Desde luego existe un trasfondo de loque vemos u oímos. Este relato oculta unsecreto.

¡Aquél que tenga oídos, que escuche!

L3

os cuervos me graznan desde lascopas de los árboles; se dirigen a mí

de una forma grosera. No sonrespetuosos con las personas; meincrepan: «¿Por qué no te mueres, Hijodel Polvo? ¿Por qué nos estafas nuestracomida?».

¡Soy un rey! ¡Cómo os atrevéis ainsultarme! ¡Cómo osáis calumniarmecon insinuaciones!

Escucha, amiga Loba, hay algo quedebo contarte… Oh, pero no puedo…¡No puedo! Perdóname. Por favor, debes

disculparme, soy incapaz de relatarlo.Verdaderamente, me siento muy

desgraciado. El escaso hilillo de mipequeño manantial que gotea desde laroca parece mi propia vida, mi sangre.Escucha cómo el viento helado gimeentre los crueles riscos. Escucha cómoaúlla. Algunas veces suave y tenue, otrascomo si se dispusiera a arrancar lasraíces del mundo. A veces, inclusosemeja un suspiro o un débil tarareosurgido de la garganta de una brujadesdentada.

Vago sin sentido ni propósito: comosi el movimiento errante de mis piernasconstituyera la expiación de pecados

demasiado odiosos para serpronunciados, como si en el lento einútil arrastrar de un pie después delotro pudiera encontrar alguna liberación.¡Ja! ¡No existe liberación!

Muerte, te has llevado a todos, ¿porqué te has olvidado de mí?

Grito. Me encolerizo. Clamo a lastinieblas más profundas y mi voz sediluye en un pozo de silencio. No existerespuesta. Parece el ignorante mutismode la tumba.

Es la desesperación, callada einflexible, negra y eterna.

Yo era un rey. Soy un rey. Estapiedra sobre la que me acuclillo

representa mi única posesión, todo mireino. En una ocasión, las mejorestierras fueron mías. En la rica superficiedel sur levanté mi trono, y Dyfedprosperó. Maelwys y yo reinamosjuntos, según la tradicional costumbre delos orgullosos cymry.

Todo el mundo retrocede, regresa denuevo a las antiguas costumbresolvidadas pero familiares. En ellasencuentran seguridad y consuelo, pese asuponer un bienestar vacío. Sinembargo, no existe paz.

Escucha pues, si lo deseas, amigaLoba, la historia de un hombre.

Se celebró un banquete después de

la primera victoria. ¡Cómo resplandecíami espada! Oh, era algo hermoso. Quizáme confíe sin mesura. Posiblemente meexcedí, quise conseguir demasiado. Perodecidme, mi Señor Jesús, ¿quién se haenfrentado a tamaña empresa?

Quemamos los barcos de guerrairlandeses, arrojamos a su interior loscuerpos de los guerreros antes deprenderles fuego y luego los dejamos ala deriva aprovechando la marea. Lasrojas llamas danzaban y el negro humose elevaba hacia el cielo mientrasnuestros corazones palpitaban dealegría. Maridunum se salvó sin sufrirmás daños que unas pocas casas

perdidas y algunos techos quemados.Diez de los nuestros murieron, entreellos seis guerreros.

No obstante, habíamos sobrevivido,y, antes de que terminara el veranoempezaron a llegar los primerosmiembros del nuevo ejército deMaelwys. Recluíamos a ochenta aquelaño, y sesenta al siguiente; los dosclanes de Dyfed: demetaes y silures,producían valientes guerreros.

Luz Omnipotente, aún me pareceverlos: a lomos de sus resistentesponeys, con los escudos de piel de bueycolgados a la espalda, las puntas de laslanzas bien afiladas y brillantes, las

llamativas capas a cuadros ondeantes asus espaldas, torcs y brazaletes querelucían en sus cuellos y brazos, loscabellos trenzados y sujetos en colas, osueltos bajo sus cascos de guerra, losojos oscuros y duros, como la pizarra delos montes cymry, bajo las tupidas cejasy con una expresión resuelta en susrostros. Era un placer mandar a taleshombres.

Juntos recorrimos el circuito, elanillo de fuertes situados en las colinasque protegía nuestras tierras, y erigimosplataformas de madera en las colinascosteras para encender fuegos vigía.Destinamos centinelas en ellas desde

principios del verano hasta que elinvierno puso fin a la estación de lasluchas. Se nos atacó una y otra vez, pueslos bárbaros sabían que Maximus,acompañado de las mejores tropasbritonas, había partido, pero nuncalograron sorprendernos.

Ésta representó una buena épocapara Maridunum. El clima resultó unperfecto compañero para la tierra: díassoleados de cielos despejados y lluviahacia el atardecer para apagar la sed delas sedientas raíces. Todo florecía ydaba fruto y, a pesar del constantehostigamiento de los piratas, los rebañosy manadas aumentaban; nuestra gente

prosperaba y estaba satisfecha.El primer otoño de mi reinado, una

vez seguro de mi posición, habléabiertamente de mi amor por Ganieda ami madre y a Maelwys. Se decidióenviar un mensaje para informar aCustennin de mis intenciones; enconsecuencia, escogimos a seis hombresde nuestra compañía para dirigirse haciael norte, a Goddeu, con regalos y cartas,tanto para el señor del poblado comopara mi prometida. Hubiera ido enpersona, pero era improcedente y,además, se me necesitaba enMaridunum.

Se señaló la partida de los

mensajeros para después del Samhain;en la fecha indicada amaneció un frescoy dorado día de otoño. El calor habíadesaparecido y, aunque las nochesempezaban a refrescar, los días, detonos rojizos que iluminaban los maticesverdes del verano que acababa deabandonarnos, eran todavía agradables.Salí al camino y contemplé cómo sealejaban mientras pensaba que tan sóloel invierno, unos pocos meses húmedosy grises, un corto lapsus de oscuridad yfrío, me separaba de la luz, de miGanieda.

Entonces, también yo saldría acaballo para recoger a mi prometida en

casa de su padre y traerla a la mía.Mis previsiones fueron bastante

aproximadas. Resultó un períodoagitado: siempre que podía salía acaballo con las partidas de caza;observaba los cielos encapotados que sedesplazaban sobre la tierra para traerlluvia y, de vez en cuando, algo denieve; los podencos de Maelwys,incansables, me acompañaban; tomabareconfortantes baños de agua caliente;jugaba al ajedrez con Charis, y perdíalas más de las veces; por las nochestocaba el arpa y cantaba en la sala. Enresumen, me dediqué a vagar por la villacomo un espíritu inquieto a la espera de

que los días se alargaran y los árbolesempezaran a brotar.

—Tranquilízate, Merlín, te muestrastan tenso como un gato a punto de saltar—me aconsejó Charis una noche.Acabábamos de dejar atrás el solsticiode invierno, tras la Misa de la Navidad,y estábamos enfrascados en nuestraacostumbrada partida nocturna deajedrez. Ella siempre jugaba conMaelwys o conmigo como oponentes—.No puedes lograr que los díastranscurran más deprisa.

—Lo sé muy bien —repuse—. Sidependiera de mi deseo, la primavera yaestaría con nosotros, desde tiempo atrás.

—Estás tan ansioso, cariño… —Mecontempló desde el otro lado deltablero, y capté una sombra de tristezaen su voz y en su mirada.

—¿Qué sucede, madre?Charis sonrió y movió una de sus

piezas sobre el tablero.—Pensaba.—¿Sí?—Me parece que estos años han

volado. ¡Hace ya tanto tiempo queTaliesin llegó con su arpa a casa de mipadre! —Levantó una mano para tocarmi mejilla—. Te pareces a él, Merlín.Tu padre se sentiría muy orgulloso sipudiera comprobar que engendró un hijo

tan noble. —Bajó la mano y empujó unapieza con la punta de un dedo—. Mitrabajo casi ha terminado.

—¿Tu trabajo? —Moví una de laspiezas, sin importarme cuál, ni a dóndela movía.

Charis contestó a mi jugada.—A partir de ahora, Ganieda se

preocupará de ti, Halcón mío.—Por tu expresión podría pensarse

que me voy al otro lado del mar, y sólome traslado a los aposentos del otrolado del patio.

—Para mí será como si viajases alotro extremo de la Tierra —declaró entono solemne—. Desde el momento en

que os caséis, tú y Ganieda formaréisuna sola persona. Tú te entregarás encuerpo y alma a Ganieda, y ella a ti.Entre los dos crearéis un mundo; y así escomo debe ser, pero yo no tendré unlugar en él.

Comprendí sus palabras. Noobstante, traté de restarles importancia.Me desagradaba pensar que lo que meproduciría tanta felicidad pudieraocasionarle a alguien a quien queríatanto dolor. Deseaba que todo el mundocompartiera mi dicha; Charis sealegraba, mas sus sentimientos eranagridulces, lo cual, por otra parte,resultaba natural.

Un poco más tarde, cuando nosdimos las buenas noches, me abrazó confuerza y me apretó contra ella más de loacostumbrado. Fue la primera de muchaspequeñas despedidas entre nosotros yque nos ayudaron a sobrellevar la másdolorosa. Por fin llegó el día en que salíen dirección a Goddeu, con una veintenade guerreros como escolta. No temíamosun ataque en la carretera, pero elenemigo se volvía más audaz cada vez.Además, habíamos oído que el inviernohabía sido muy crudo al norte de laMuralla; lo cual enviaría a loshambrientos pictos y escoceses por elsendero de la guerra en fechas más

tempranas.Cabalgar acompañado de veinte de

mis mejores hombres resultaba prudente;nos serviría a la vez para agudizar lashabilidades embotadas por el invierno.No obstante, aparte de losacostumbrados ríos hinchados por elaluvión de primavera y los puertos demontaña a los que aún no había llegadoel deshielo, el viaje transcurrió sinincidentes. Me parecía haber recorridoel camino que llevaba a Goddeu muy amenudo, pues recordaba cada roca,matorral o vado que encontrábamos anuestro paso.

Tampoco nos faltaron compañeros

de trayecto, ya que, a pesar de losrumores sobre los piratas, muchosviajeros, incluso más de los normales aprincipios de primavera, recorríantambién aquellos parajes. Era como silas gentes presintieran que los días enque estaba permitido recorrer grandesdistancias para comerciar librementeestaban tocando a su fin y se sintieranansiosos por conseguir todo lo quepudieran antes de que las circunstanciascambiaran.

Sin embargo, flotaba en el aire unaatmósfera de exuberancia, dedespreocupada camaradería, aunquequizá mi propio estado de ánimo

embellecía mis impresiones. ¡Oh, fue unviaje fantástico!

Al aproximarme a la fortaleza queCustennin tenía junto al lago, el corazónpareció a punto de estallarme. Fue undía glorioso, el sol brillaba con fuerza ysus rayos arrancaban destellos a lasaguas del lago. El cielo se hallabatotalmente despejado y lucía unprofundo azul celeste; las floressilvestres llenaban el aire con su dulceperfume y los árboles resonaban con elgorjeo de los pájaros. Realmente, todohombre debiera estar favorecido alcasarse por un día igual de fastuoso.

Aunque para la ceremonia en sí aún

faltaba algún tiempo, el día que llegué aGoddeu y vi a Ganieda de pie ante lapuerta de la gran sala del rey, ataviadacon un manto color crema bordeado deborlas doradas y bordado con hilo colorverde esmeralda y con flores silvestrestrenzadas entre sus negros cabellos, miespíritu al instante se unió a ella.

¡Éramos tan felices!Pese a no recordarlo, aseguran que,

tras dirigirme hacia ella al galope, meincliné y la alcé del suelo para sentarlaante mí sobre la silla de montar,emprendiendo ambos una huida salvajey jubilosa. Sólo recuerdo sus labiossobre los míos y sus brazos alrededor de

mi cuello mientras galopábamos por lareluciente orilla del lago, con los cascosdel caballo levantando una lluvia dediamantes hasta nosotros.

—¿Cómo supiste que llegaría hoy?—pregunté cuando por fin desmontamosa las puertas del palacio de Custennin.

—No lo sabía, mi señor —respondió con pretendida solemnidad.

—Sin embargo, aguardabas yapreparada.

—De la misma manera en que te heesperado cada día desde que brotaronlas primeras flores. —Se echó a reír alver mi sorpresa—. No podía permitirque mi amor me encontrara de otra

forma.—Te amo, Ganieda —declaré—.

Con todo mi corazón y toda mi alma, teamo. ¡Te he echado tanto de menos…!

—No volvamos a separarnos jamás.Justo en ese momento alguien llamódesde la puerta, y Gwendolau apareció.

—¡Myrddin Wylt! ¿Eres tú? Si nofuera por la piel de lobo que pende a tuespalda, no te habría reconocido, amigo.Suelta a mi hermana y deja que te mire.

—¡Gwendolau, hermano! —Nossujetamos por los brazos según lacostumbre antigua, y me palmeóalegremente los hombros.

—Has cambiado, Myrddin; tienes un

aspecto más fornido. Y ¿qué es esto? —Su mano se dirigió a mi torc—. ¿Oro?Pensaba que el oro era prerrogativa sólode reyes.

—Bien sabes que lo es —reprendióGanieda. Sonreí al escuchar el tonoposesivo de su voz—. ¿Es que acaso noparece un rey de pies a cabeza?

—Mil perdones, señora —rió él—.No necesito preguntar qué tal te ha ido,Myrddin, puesto que compruebo en tiuna madurez perfecta.

—Tú también, Gwendolau. —El añolo había cambiado: se parecía más quenunca a Custennin, un auténtico giganteentre los hombres—. Me alegro de

verte.—Permite que me ocupe de tus

hombres y sus caballos —propuso—.Imagino que tú y mi hermana tendréismucho que discutir. Hablaremos mástarde. —Y tras darme una afectuosapalmada en la espalda, se alejórápidamente.

—Ven —Ganieda me tiró de lamano—, demos un paseo.

—Sí, pero primero debo presentarmis respetos al señor del lugar.

—Eso puedes posponerlo. Está decaza y no regresará hasta el anochecer.

Iniciamos nuestra placenteracaminata, y nuestros pasos nos llevaron

al bosque, donde encontramos unfrondoso claro y nos sentamos sobre lahierba calentada por el sol. Tomé aGanieda entre mis brazos y nosbesamos. En aquellos momentos, sihubiera podido detener el mundo, lohabría hecho, pues el sentir el suave yflexible peso de su cuerpo entre misbrazos, para mí representaba cielo y latierra juntos.

¡Luz Omnipotente, no puedosoportarlo!

N4

o… No, escucha, Loba, mi menteestá sosegada. Continuaré:

Custennin era favorable al matrimonio.Gwendolau debió de dar a su padre unbuen informe sobre mi linaje y mifamilia. De hecho, no podía haberactuado de otro modo. La unión denuestras casas significaba elfortalecimiento de unos lazos honorablesy antiguos; lo que tanto Avallach comoMaelwys ansiaban conseguir.

El sur necesitaba al norte, y lonecesitaba poderoso. Los ataques que

cada año penetraban más hacia elcorazón del país se originabaninvariablemente en el norte; todas erantribus septentrionales: pictos, escoceses,attacotti y cruithni. Los saecsen y losirlandeses, que progresivamente sevolvían más audaces y agresivos,llegaban por mar y se introducían enYnys Prydein también desde esa zonadesprotegida.

Aquellas incesantes incursionesempujaban a los pocos britonessedentarios y dignos de confianza quevivían al norte de la Muralla, a los que,al contrario que Elphin y su pueblo,todavía no se habían ido hacia el sur.

Cada vez resultaba más difícil defenderaquel territorio intermedio que separabael norte sediento de guerra delcivilizado sur.

Sin aliados al otro lado, el sur sehizo más vulnerable que nunca. Desdeluego, Roma lo había sospechado desdeel principio. Las Águilas construyeron laMuralla, que había constituido más unademarcación simbólica que una defensareal, pese a servir de contenciónmientras las guarniciones la vigilaban.Pero la auténtica protección del sursiempre había derivado de la fuerza delos reyes del norte.

Esta protección comenzaba a

debilitarse y no era de extrañar que losbritones meridionales miraran asustadoshacia aquel territorio belicoso, que era ala vez la causa de sus problemas y susalvación. Beneficiaría a ambos bandosformar poderosas alianzas, y los lazosmás seguros eran los de la sangre.

Las uniones familiares conseguiríanlo que el poder administrativo de Romano había logrado. Si no se fomentaban,nos hundiríamos todos juntos.

Como rey, en esa tarea se iba aconcentrar mi gobierno. Veía, quizá conmás claridad que otros, la desesperadanecesidad de un acuerdo entre losreinos. Los escasos y débiles intentos de

amistad entre el norte y el sur, a pesarde ser esperanzadores, no bastaban.

Si habíamos de sobrevivir,tendríamos que encontrar y aceptarformas de atraernos a los reinos delnorte y de apoyarlos, lo que quizásignificaría dejar de lado los mezquinosprejuicios con respecto al rango y lafortuna, y las pequeñas rivalidadesinsignificantes, para buscar el beneficiode todos. De esto dependía nuestrofuturo: la salvación o la destrucción.

Empecé a pensar en un gran reinoformado por todos los reinos máspequeños unidos, pero, a la vez,independientes entre sí; todos juntos

contribuirían al bienestar y a laseguridad generales. No deseaba unimperio o un Estado, sino una nación detribus y de pueblos, gobernada por unConsejo de Reyes, en la que cada jefetuviera iguales derechos y obligacionesque el resto. Ésta característica revestíauna vital importancia, ya que, sisobrevivíamos al ataque de losbárbaros, sería como una entidad únicay cohesionada que presentase un únicofrente inatacable, y no en la situación enque nos hallábamos: como un reducido yfraccionado número de reinos divididos.

Soñaba con este gran reino, suma delos reinos más pequeños: estaría

gobernado por un único gran rey, unsoberano, un jefe, alguien elegido deentre el Consejo de Reyes; un SupremoMonarca a quien los reyes menores, losseñores y los nobles servirían.

Puede que digas, como otros, que setrataba de una estupidez o, cuandomenos, que era propio de la inútilextravagancia de un joven asnopresumido. Algunos afirmaban que loque nos convenía era alzarnosorgullosos y exigir nuestros derechoscomo ciudadanos del mayor imperio queel mundo haya conocido jamás.

—¡Presentemos una petición aRoma! —gritaban—. Somos sus

ciudadanos. Tenemos derecho a suprotección, ¿no es así? Enviad nuestromensaje al emperador. Solicitemos queenvíe de regreso las legiones. Ahora quees Maximus el que lleva el mantopúrpura, nos escuchará. No permitiráque los salvajes quemen nuestras casas ynos asesinen.

Pero Maximus no llevó durantemucho tiempo su corona de laurel.Cuando marchó sobre Roma, como yo yaimaginaba que se proponía —o, másbien, tal y como el viejo PendaranGleddyvrudd había pronosticado—,Teodosio, hijo de Teodosio elConquistador, lo capturó y lo llevó ante

el Senado cubierto de cadenas. A lospocos días, a Magnus Maximus se ledecapitaba en el Coliseo. Ese día, no fuetan solo el hombre el que murió anteaquella hastiada y burlona multitud,sobre la arena empapada de sangre; sinoque también se extinguió el sueño delimperio.

¡Haced regresar a las Águilas!Sí, exigid su presencia. De todas

formas, no serviría de nada. ¿Estabantodos ciegos? ¿Es que nadie se dabacuenta?

Jamás nos refugiamos bajo las alasde las Águilas. Nosotros lasformábamos. Cuando los primeros

romanos hubieron construido suscarreteras y sus fuertes por todo el paísy luego marcharon a atender otrosasuntos más urgentes, ¿quién tomó elestandarte? ¿Quién se colocó el peto?¿Quién empuñó el gladius y la pica? ¿Aquién pertenecían los hijos que llenarondurante todos esos años lasguarniciones? ¿Quién tomó nombresromanos y pagó impuestos en monedasromanas? ¿Quién levantó las ciudades yconstruyó las grandes villas agrícolas?

¿Fue Roma?Oh, desde luego, haced regresar a

las Águilas. Me gustaría quecomprobaran el buen manejo que el

britón hace de las herramientas que se lehan dado, lo que, por otra parte, hemoshecho desde el principio. Roma marchóhace mucho tiempo, pero no nos dimoscuenta. En lugar de ello, nos jactamos, ytambién, claro está, se nos lisonjeó conla idea de que éramos los hijospredilectos de la Madre Roma.

Quizás hijos adoptivos más quebastardos, pues en una ocasión Roma sínos miró con cariño, y, de cuando encuando, nos enviaba sus emisarios paraayudarnos a vigilar nuestros asuntos,aunque, por supuesto, siempre existía unprecio. Nuestra maravillosa madre haestado siempre más interesada en el

maíz, el ganado, la lana, el estaño, elplomo y la plata que producíamos, y quele entregábamos como tributo, que ennuestro bienestar.

Sin embargo, eso sucedía mientrastodo iba bien, amigos míos. ¿Qué creéisque piensa de nosotros ahora, si enalgún momento nos recuerda?

La verdad es un trago amargo, perovaciemos la copa y encontraremos enella nuestra fuerza. No somos débiles;nuestra esperanza continúa alojada ennuestros corazones, y en el fuerte aceroque empuñamos.

Sí, empecé a acariciar la visión deun pueblo libre que se gobernaba a sí

mismo sin el estorbo ni el obstáculo delejanos emperadores cuyos sentimientosse habían vuelto indiferentes; una naciónde britones que luchaba por proteger atodos los que habitaban esta bella tierra,tanto ricos como pobres…

Era la esencia de lo imaginado porTaliesin: el Reino del Verano.

L5

a celestial hueste de estrellasrecorre el firmamento, las

estaciones giran con la lenta danza delos años. Permanezco agachado sobremi roca y los andrajos de mis ropasondean a mi alrededor impulsados porel viento. El sol veraniego me quema ycubre de ampollas, el viento invernal learranca porciones de carne al hueso, lalluvia primaveral me empapa hasta elánima, las neblinas otoñales me hielanel corazón.

Sin embargo, Merlín lo soporta todo.

El destino aguarda mientras élpermanece inclinado sobre su roca en elsombrío Celyddon. Señor del Bosque…Hijo de Cernunnos… Salvaje delBosque… Myrddin Wylt… Merlín… eldel Hechizo Poderoso, que anduvo juntoa reyes, el mismo que ahora escarbaentre las manzanas medio podridas enbusca de alimento. El futuro debeesperar.

¿Cómo es eso, Loba? ¿LaCoronación? ¿No la he relatado?Entonces te la contaré ahora.

Dafyd llegó a Maridunum el día dela celebración de la victoria, y realizóuna ceremonia de consagración como

parte de mi coronación. Junto conMaelwys y Charis, y varios de los jefesque habían acudido tras la noticia delataque, Dafyd y yo cabalgamos hasta lacapilla, donde, apiñados en medio deldulce silencio que rodeaba el altar, nosarrodillamos y oramos para que Diosbendijera mi reinado.

Entonces Dafyd me ungió con el óleosagrado, al tiempo que hacía la señal dela Cruz sobre mi frente, así como a miespada, con estas palabras:

—Que tras este muro de aceroflorezca la iglesia de Nuestro Señor.

Todos respondimos «Amén». Mebendijo según el libro sagrado, luego me

besó con una santa emoción, y yo a él.Después, el resto de los presentes en lacapilla se arrodilló y extendió las manospara cubrir mis pies en señal desumisión hacia mí. Todos exceptoMaelwys, que me abrazó como un padre.

De esta forma, se me nombró rey deDyfed.

Supongo que empecé mi reino en laforma usual: compartí el vino con loshombres dispuestos a seguirme, distribuíregalos entre ellos y acepté suspromesas de lealtad. Blaise vinoacompañado de cuatro miembros de laSabia Hermandad, quienes nosofrecieron canciones de las que se

reservan sólo para los oídos de un rey;la fiesta se prolongó tres días más.

Durante este tiempo, Blaise meentregó mi trono; todavía pienso en ellocomo algo suyo. No obstante, losdruidas de antaño poseían laprerrogativa de designar a los reyes;además, en el momento de micoronación no se encontraba allí, sinoque casi inmediatamente despuésreapareció con un torc de oro. Pendaranhabía anunciado que me entregaría elsuyo, así como el trono que habíaocupado durante casi cincuenta años,mas, como aún tomaba en cierta formaparte activa en los asuntos del reino, su

decisión no parecía muy justa. Dado quenunca había ocurrido que tres reyesgobernaran en Dyfed al mismo tiempo,Maelwys tuvo que ordenar que sefundiera un nuevo torc.

Blaise debió de hacerse cargo de lasituación, pues penetró majestuoso en lasala con el torc en las manos, como sitransportara el mismísimo trono en ellas.Ante su aparición, la sala quedó ensilencio y todos contemplaron conasombro el objeto que llevaba. ¿Acasonunca antes habían visto un torc de oro?

Debo admitir que sus entradas ysalidas podían resultar impresionantes,pero yo no vi nada extraño en su

comportamiento, quizá porque yo veía aun amigo, mientras que los otroscontemplaban un bardo, y su actoadquiría una mayor significación poreste motivo. Sea como fuere, provocóuna expectación generalizada.

Ordenó que me arrodillara ante élmientras levantaba el torc sobre micabeza como si se tratara de unpoderoso talismán. Supongo que a losojos de los cymry representaba unobjeto encantado. La iglesia poseíapoder, muchos lo reconocían, perotambién las imágenes y las ceremoniasde antaño, que, por añadidura, estabansantificadas por una larga tradición. El

ser ungido por el sacerdote en la capilladel bosque constituía un valiosoprivilegio, pero aún más recibir el torc,símbolo de la realeza, de las manos deun druida.

El destino me deparó ambasdistinciones.

—¿Es necesario esto? —siseé envoz muy baja. La sala estaba en silencio;todos los ojos permanecían fijos en mí—. Ya he sido consagrado.

—¿Acaso te produce algún daño? —susurró él mientras doblaba hacia afuerael blando metal dorado que tenía en lasmanos y tiraba de los extremos parapasarme el torc alrededor del cuello—.

Estáte quieto y déjame acabar.Sostuvo el torc ante mis ojos, y

observé que tenía dos cabezas de jabalítalladas en los extremos: sus ojos erandiminutos zafiros, y cada una lucía uncollar de rubíes igual de diminutos. Locontemplé con asombro. ¿Dóndedemonios lo habría conseguido?

—¿Lo has robado? —musitémientras me colocaba el aro alrededordel cuello.

—Sí —respondió—, pero no temuevas.

Juntó los dos extremos del torc consuavidad y levantó las manos hasta micabeza para pronunciar la declaración

de realeza en la antigua lengua. Dudoque nadie en la sala, ni siquiera en todoDyfed, entendiera ya aquellas añejaspalabras; la llamada por los hombresLengua Arcana era anterior a la llegadade los romanos. No obstante, enaquellos momentos captaron elsignificado de aquellos términosextraños.

Blaise, que Jesús le bendiga,intentaba ayudarme con todos losrecursos de que disponía. Mostraba atodos los reunidos que en el nuevo reyse reunían el pasado y el futuro. Lesrecordaba la antigua usanza, de la mismaforma en que Dafyd les había mostrado

el porvenir.Sin embargo, he oído decir a más

clérigos ignorantes de los que quisierarecordar que las viejas costumbres eranperversas, lo que mostraba la pocaerudición y tolerancia que guardabanhacia lo que pertenecía a otro clero y aotra época. Admito que muchos hábitosde las generaciones pasadas eran malos,pues intento diferenciarme de esosestúpidos cabezotas que miran fijamentelos rescoldos de un fuego moribundo ycreen ver encenderse la llama delmañana, pero tampoco niego las cosasbuenas cuando las encuentro. Y teaseguro que existían como en cada era.

Dios está siempre presente, siempreansioso de ser encontrado por loshombres que le buscan; mi experiencialo afirma.

Blaise también lo comprendía.Quería que yo disfrutara de la doblebendición del pasado y del futuro, con laidea de que así la gente me seguiría másfácilmente. También él creía en el Reinodel Verano.

No obstante, a diferencia de mí,pensaba que las personas necesitabanpersuadirse de su existencia, mientrasque yo opinaba que bastaba con abrir laspuertas de par en par para que todospenetraran de buena gana en su interior.

Por supuesto, yo entonces era muyjoven.

Blaise, desde luego, estaba en locierto, por eso se dedicaba a difundirtodas aquellas historias sobre mí.

—Los hombres, Halcón —measeguró en una ocasión—, siguenaquello en lo que creen. Sus corazonesestán dispuestos, todos desean creer,pero muy pocos pueden luchar por unsueño, aunque sea auténtico y hermoso.En cambio, sí seguirán a un hombre conun sueño. Así que —sonrió ladino—, lespresento a ese hombre.

Cuando colocó el torc de lascabezas de jabalí en mi cuello, me sentí

un rey. Sin la menor duda, aquella joyapertenecía a un rey, y supe que, dedondequiera que lo hubiera sacado,alguien con ese rango lo había lucido,quizás incluso más de uno. Realmente,constituía un poderoso objeto.

Loba, ¿ves?, todavía lo llevo. AGanieda también le gustaba.

Después de todos estosacontecimientos, Maelwys y yoempezamos a planear la reparación delos fuertes de las colinas; no es que sehallaran en mal estado, pero ya no se lesavituallaba, ni se les abastecía congrano ni agua; a algunos, además, lesfaltaban portones resistentes, y la

mayoría exhibían brechas en los muros,y pozos obturados por el barro. La genteutilizaba matas de espino y zarzas paratapar las grietas, lo cual era suficientepara evitar que el ganado se escapase,pero no serviría de defensa contra laslanzas saecsen o irlandesas. En realidad,nadie vivía ya en ellos desde hacíamucho tiempo; sin embargo, Maelwyspreveía que llegaría un día en quenecesitaríamos fuertes seguros y bienprovistos.

También proyectamos la instalaciónde faros en las costas; los primeros seconstruyeron aquel mismo verano,cuando los guerreros empezaron a

llegar. Desde el principio aumentó engran medida la actividad alrededor de lavilla y en Maridunum. La moral era altay resultó un fructífero período estival.

No dispuse de demasiado tiempopara detenerme a reflexionar sobre mibuena suerte, pero en aquellos días recépor mi gente como nunca lo había hecho,para pedir la fortaleza y, sobre todo, lasabiduría necesarias en el mando. Serrey implica soledad; incluso compartirmi carga con Maelwys no me resultabatarea fácil.

En primer lugar, muchos de losguerreros más jóvenes, al parecer mehabían escogido a mí como su soberano;

en cierto sentido tenían una fe ciega enmí para que los guiase. Conté con laayuda de Maelwys así como con la deCharis, pero cuando unos hombres teconsideran su señor, el ejercicio delpoder te aísla de los demás: dependíaexclusivamente de mí el conducirlos dela manera más acertada.

Maelwys y yo pasamos largasnoches en animada conversación, o másbien, Maelwys hablaba y yo escuchaba,cuidadosamente, cada palabra. Meenseñó muchas cosas sobre el gobiernode los hombres y, al hacerlo, aprendítambién mucho sobre la vida.

También me acompañaban en

muchas ocasiones Blaise y Dafyd. En elotoño, justo antes de Samhain y del finalde la cosecha, viajé a Ynys Avallachcon Charis y luego me dirigí a Caer Cama ver al abuelo Elphin y a los otros. Mequedé con aquella buena gente de tannoble corazón hasta que las últimashojas dejaron de aferrarse a los árbolesy los vientos empezaron a soplar fríosdesde el mar; entonces regresé a laTorre donde mi madre me esperaba pararegresar a Dyfed.

La Isla de las Manzanas, comoalgunos la llamaban, no había cambiadoen absoluto, ni una piedra habíamodificado su posición. El tiempo

parecía haberse paralizado allí; nadieenvejecía, nada cambiaba. Nada seatrevía a estorbar la sacrosantaserenidad del lugar. Permanecía, comoahora, con un halo casi espiritual; era unparaje donde las fuerzas naturales —eltiempo, las estaciones, las mareas y lavida— obedecían otras leyes quizá másantiguas.

Avallach consumía ahora la mayorparte de su tiempo en el estudio dellibro sagrado con Collen, o con uno desus hermanos sacerdotes de la Colinadel Santuario, como se la conocía enaquel tiempo. Creo que pensabaconvertirse en algo parecido a un

sacerdote. El Rey Pescador hubiera sidoun clérigo muy extraño, si bienconvincente.

Ese otoño, lo recuerdo bien, empezóa mostrar interés por el Cáliz, la copaque Jesús utilizara en su última cena, yque el mercader arimateo de estaño,José, trajera con él en la época en que selevantó el primer santuario en la Colina.

Por alguna razón, no le confesé quehabía visto una imagen de la copa,aunque hubiera agradecido mi relato;algo me reprimía, como si no fueraconveniente nombrarla aún. Pensé:«Más adelante se lo contaré. Ahorahemos de regresar a Maridunum». Pese

a que no teníamos por qué apresurarnos,creí mejor esperar otra ocasión.

Fue por entonces cuando envié mismensajeros a Ganieda; tras lo cual, meresigné a pasar el invierno más insípidoe inquieto que jamás he experimentado.Pero eso lo he contado ya.

C6

uánto tiempo, Loba? ¿Cuántotiempo, vieja amiga, he

permanecido sentado sobre mi rocamientras contemplaba el paso de lasestaciones? Se elevan en un remolinopor los aires para volver a la GranMano que las entregó. Vuelan como losgansos salvajes, pero jamás regresan.

¿Qué ocurre con Merlín? ¿Regresaráalgún día el Hombre Salvaje delBosque?

Hubo una época en que… Noimporta, Loba; tan sólo el Anillo de

Orión, el Cisne, la Osa Mayor tienenimportancia. Todo lo demás puededesvanecerse y extinguirse, mas lasestrellas, eternas, permanecerán cuandotodo lo demás se haya convertido ensimple polvo.

Observo los astros invernalesrelucir con fuerza en el heladofirmamento; si no me sintiera tanabatido, conjuraría una hoguera paracalentarme. Sin embargo, en lugar deello, contemplo cómo las heladas alturasrealizan su inescrutable tarea. Mis ojosse posan sobre la escarcha que cubre lasrocas y descubro allí un tipo de vida.Miro con atención el agua negra de mi

cuenco, y distingo las formas de loposible y de lo inevitable.

Te hablaré de lo inevitable,¿quieres? Sí, Loba, te lo contaré, yentonces sabrás lo mismo que yo.

Vivíamos en Dyfed. Yo gobernaba ami gente, y al mismo tiempo les ayudabaa entender poco a poco la visión delReino del Verano. Creía que siconseguía mostrar a mi gente su forma ysustancia, me seguirían con convicción yagrado.

Por entonces no imaginaba lasfuerzas que se habían creado en micontra. Ciertamente luchamos contra unAdversario muy astuto. No lo dudes

jamás. Nos movemos por la cortezaterrestre con la seguridad de que vemosel mundo tal y como es, cuando lo quevemos es simplemente un reflejo denuestra mente.

Ningún hombre conoce la realidaden sí. Excepto, quizá, si el Enemigo lefacilita esa percepción. Pero no hablaréde él. Pregunta a Dafyd, a él le resultamás fácil explayarse sobre él, ya quejamás ha tenido que enfrentársele cara acara. Las palabras son inútiles paradescribir la repugnancia, la repulsión yel completo aborrecimiento queinspira… Ah, pero apartémonos de estetema. Déjalo, Merlín, no persistas en él.

Recuerdo cuando vino a miencuentro: su joven rostro lleno deesperanza y temor. Pobre criatura,apenas si tenía conciencia de lo quehacía, pero sí conocía la intensidad desu deseo, lo mucho que le importaba.Desde luego, debía sentirme algohalagado, y prever algún beneficio paraambos o no lo hubiera permitido. Lacosa es que…

¿Qué? ¿No lo he dicho? Pelleas,Loba; hablo de Pelleas, mi joven criado.¿Quién si no podía ser?

En compañía de Gwendolau y dealgunos de los hombres de Avallach,había cabalgado hasta Llyonesse para

celebrar un consejo con Belyn.Esperábamos firmar un tratado de mutuaayuda en caso de ataques bárbaros, loscuales cada vez resultaban másfrecuentes y molestos. Precisábamos lacooperación de los que habitaban al surde Mor Hafren y a lo largo de las costasmeridionales, donde los irlandeseshabían empezado a desembarcar en laspequeñas bahías y calas ocultas, para,una vez en tierra firme, dirigirse hacia elnorte o el este según prefirieran.

Maelwys y Avallach creían que si seacordonaba toda la costa con un sistemade torres de vigilancia y fuegos vigía,podríamos evitar que llegaran a nuestro

suelo, y quizás incluso terminar con susincursiones. Si los irlandeses sabían queun ejército les acechaba y que suspérdidas superarían siempre sus botines,era posible que abandonaran el senderode la guerra por pasatiempos máspacíficos.

La propuesta que llevamos a Belynconsistía en llevar a cabo ese plan.Convencerle no resultó fácil, pues,aunque compartía los mismossentimientos hacia los irlandeses, unirnuestros esfuerzos le obligaría aabandonar su preciado aislamiento yprefería mucho más su forma de vidasolitaria. Finalmente, Maildun salió en

nuestra defensa y consiguió el apoyo deBelyn para nuestros propósitos.

La noche anterior a nuestra partidade Llyonesse, Pelleas vino a verme.

—Lord Merlín —me saludó—,perdonadme por molestar vuestrodescanso. —Yo me había retiradotemprano a mis aposentos, ya que losregateos me agotaban, y tras tres días deintensas negociaciones estaba exhausto.

—Entra, Pelleas, entra. Disfrutabade una copa de vino antes de irme adormir. ¿Puedo invitarte a una?

Aceptó mi ofrecimiento pero nobebió. Por la expresión de su rostrocomprendí que le había supuesto un gran

esfuerzo el presentarse ante mí, y quealgo de importancia le preocupaba. Apesar de lo cansado que me hallaba, nole forcé, sino que esperé a que me locontara cuando le pareciera apropiado.

Me acomodé al borde de mi cama yle ofrecí la silla. Se sentó con la copaentre las manos y los ojos clavados enella.

—¿Cómo es el norte? —preguntó.—Es una zona muy agreste. Gran

parte de su extensión está cubierta porbosques, y existen montañas y páramosdonde no crece otra cosa que turba ymoho. Puede resultar un lugar solitario,pero no es tan desolado ni terrible como

los hombres piensan. ¿Por qué lopreguntas?

Se encogió de hombros.—Nunca he estado en él.Algo en su voz me incitó a inquirir:—¿Crees que yo vivo allí?—¿No es así?Me eché a reír.—No, muchacho. Dyfed se encuentra

al otro lado de Mor Hafren, no muylejos de Ynys Avallach. No representauna distancia excesiva. —Esto ledesconcertó, así que me dispuse aexplicárselo—. El norte del que hablabarealmente está muy alejado, más allá dela Muralla.

Asintió con la cabeza.—Entiendo.—Merodeé por esa región durante

algún tiempo. —Levantó la cabeza al oírestas palabras—. Sí, viví con el Clandel Halcón, una tribu del Pueblo de lasColinas que siguen a sus rebaños de unlugar de pastoreo a otro por toda aquellaregión septentrional. Pero el país aún seextiende más hacia el norte.

—¿Sí?—Oh, desde luego. Más allá es

territorio picto, un lugar inhóspito dondeellos construyen sus hogares.

—¿Se pintan de color azulrealmente?

—La verdad es que sí. De formasdiferentes. Algunos, como los guerrerosmás feroces, incluso se tiñen la piel deforma permanente con dibujossumamente complicados.

—Debe ser digno de contemplarse—exclamó con cautela.

—Debieras verlo alguna vez —respondí al tiempo que presentía queesto era lo que quería de mí.

Pelleas meneó la cabeza despacio ysuspiró; su gesto me indujo a creer quelo tenía bien ensayado.

—No, eso no es para mí.De nuevo ofrecí la réplica

requerida.

—¿Por qué no?—Nunca puedo viajar. —Había

levantado la voz, y sus palabrasparecían un lamento—. ¡Ni siquiera hevisitado nunca Ynys Avallach!

Habíamos llegado ya a la cuestiónque le había conducido hasta allí.

—¿Qué sucede, Pelleas? —inquirícon suavidad. Se levantó de la silla a talvelocidad que derramó un poco de vinode la copa que sujetaba.

—Llevadme con vos. Sé que os vaismañana; quiero acompañaros. Serévuestro criado. Sois un rey; necesitaréisa alguien que os sirva. —Se detuvo yañadió desesperadamente—: Por favor,

Merlín, debo salir de aquí o moriré.Por la forma en que se expresó, dudé

de que no fuera a caerse muerto en elmismo instante de nuestra partida.Medité sobre ello por un instante: notenía necesidad de ningún sirviente, peropodría haber un puesto para él entre losayudantes de Maelwys.

—Bien, se lo preguntaré a Belyn —propuse.

Se desplomó de nuevo sobre suasiento.

—Nunca me dejará partir. Me odia.—Resulta difícil creerlo. Sin duda

el rey ocupará su mente en otras cosasque…

—¿Existe algo más importante queel bienestar de su propio hijo?

—Su hijo… —Lo observé conatención—. ¿Qué dices?

Dio un rápido sorbo a su copa.Había descubierto su secreto, y ahoratomaba ánimos para la lucha quepercibía cercana.

—Soy el hijo de Belyn.—Debo disculparme —aseguré al

recordar nuestro primer encuentro y quele había tratado como a un sirviente—,pues al parecer confundí a un príncipepor un criado.

—Oh, lo soy. Quiero decir que, almenos, no soy un príncipe —respondió

con sarcasmo.—Acláramelo, ¿quieres? Me hallo

fatigado.Asintió con los ojos bajos de nuevo.—Mi madre es una criada de esta

mansión.Lo comprendí perfectamente. Pelleas

era el hijo bastardo de Belyn, y el rey noquería reconocerlo. Por lo tanto, elmuchacho consideraba que su únicaoportunidad de labrarse un futuroconsistía en alejarse de Llyonesse; noobstante, por la misma razón por la queBelyn no declaraba su parentesco, eramuy probable que el rey le impidieramarchar. Le comuniqué mis

pensamientos.—¿A quién perjudicaría intentarlo?

—Estaba muy desesperado—. ¡Porfavor!

—No, no creo que causara ningúndaño.

—Entonces, ¿se lo preguntaréis?—Lo haré. —Me levanté y le quité

la copa de las manos—. Ahora vete y yotrataré de conciliar el sueño.

Se levantó pero no hizo el menormovimiento en dirección a la puerta.

—¿Y si se niega?—Deja que lo consulte con la

almohada. Algo se me ocurrirá.—¿Puedo venir a buscaros por la

mañana? Podemos pedírselo juntos.Suspiré.—Pelleas, confía en mí. He

prometido ayudarte. Eso es todo lo quepuedo hacer de momento. Dejémoslo asípor esta noche.

Lo aceptó con cierta aprensión, perono pareció sentirse molesto. Noobstante, nada más cantar el gallo a lamañana siguiente ya se hallaba ante mipuerta, dispuesto y ansioso por ver dequé lado se inclinaría el destino. Comono había forma de librarme de él hastacumplir mi ofrecimiento, aceptéentrevistarme con Belyn tan pronto comofuera posible.

En realidad, no pude hablar a solascon el rey hasta el momento en que nospreparábamos para partir; considerabaque me favorecería que no hubiera nadiecerca mirándonos; y, por consiguiente,tuve que esperar, mientras soportaba lassuplicantes miradas de Pelleas, hastaencontrar la ocasión propicia.

—Por favor, Lord Belyn —dije,aprovechando la oportunidad que se mepresentó al abandonar la sala.Gwendolau, Baram y los demás habíansalido hacía apenas unos instantes ynosotros los seguíamos.

—¿Sí? —inquirió muy tieso.—Estoy interesado en uno de

vuestros sirvientes. Se detuvo y sevolvió hacia mí. Si adivinó lo que meproponía, no lo demostró.

—¿En qué consiste ese interés, miseñor Merlín?

—Puesto que se me acaba denombrar rey, de momento no tengosirvientes propios.

—¿Y queréis uno de los míos, no esasí? —Me dedicó una gélida sonrisa yse frotó la barbilla—. Bien, nombrad aquien es de vuestro agrado, y si puedoprescindir de esa persona no mostraréningún inconveniente.

—Sois muy generoso, señor —lehalagué.

—¿Cuál? —preguntó distraídomientras se volvía de nuevo hacia lapuerta.

—Pelleas.Belyn se giró en redondo para

mirarme. Sus ojos se clavaron en mí enun intento por determinar cuánto sabía.

—Por lo que parece, no tiene unosdeberes concretos —observé, con laesperanza de facilitar su decisión.

—No, no tiene una tarea definida. —Su mente trabajaba furiosamente altiempo que sopesaba implicaciones yposibilidades—. Pelleas… Ah, ¿habéishablado con él sobre ello?

—Muy brevemente. No quería

aventurarme demasiado hasta haberosconsultado.

—Demostráis inteligencia. —Sedirigió de nuevo hacia la puerta, y penséque abandonaba aquel asunto, pero, enlugar de ello, siguió—: ¿Qué opinaPelleas? ¿Creéis que iría?

—Presiento que podría convencerle.—Tomadle. —Belyn avanzó otro

paso y vaciló, como si fuera a modificarsu determinación.

—Gracias —dije—. Se le tratarábien, tenéis mi palabra.

Se limitó a asentir y salió. Creohaber percibido una sensación de alivioen su talante cuando se alejaba. Quizás

aquel arreglo le ofrecía la respuesta a unembarazoso dilema.

Pelleas, claro está, se mostró llenode júbilo.

—Lo mejor es que recojas tus cosasy ensilles tu caballo —le apremié—. Noqueda mucho tiempo.

—Ya estoy listo. Preparé mimontura antes de venir a veros estamañana.

—Lo que indica mucha seguridad enti mismo, ¿no?

—Tenía fe en vos, mi señor —respondió alegremente y corrió paratraer sus cosas.

Si imaginé que aquel incidente había

finalizado, estaba equivocado. Apenashabía desaparecido Pelleas, advertí unapresencia que me observaba. Me volvípara mirar la sala anteriormente vacía yme encontré con una figura envuelta depies a cabeza en ropajes negros, queestaba de pie en el centro de la enormehabitación. Mi primer impulso fue huir,pero, como en respuesta a mispensamientos, el extraño personajeexclamó:

—¡No, quédate!Permanecí inmóvil mientras se

acercaba. La amplia capa negra estabavistosamente adornada con fantásticos ydiminutos dibujos bordados en hilo

negro y dorado, al igual que las altasbotas; unos guantes negros cubrían susmanos hasta casi llegar al codo, y en lacabeza llevaba una especie de capuchacon una gasa sujeta a ella de modo queel rostro quedaba velado a la vista.

Aquella extraña aparición se detuvoante mí y sentí una sensación de vértigo,como si las losas bajo mis pies hubieranperdido su solidez, y la piedra sehubiera convertido en barro fluido.Extendí una mano para sujetarme a lajamba de la puerta que tenía al lado.

La enlutada figura me estudió conatención durante un momento; observéque sus ojos relucían detrás del velo.

—¿Nos hemos visto antes? —preguntó una voz femeninaengañosamente cordial, puescontradecía su amenazador aspecto.

—No, señora; de lo contrario, estoyseguro de que lo recordaría.

—Oh, pero creo que nos conocemos.Su presunción era cierta, ya que yo

sabía perfectamente quién era la que sedirigía a mí. Mi propio temor me lohabía descubierto.

—Morgian —dije. Mi lengua semovió espontáneamente, y su nombresurgió de mi boca con rapidez.

—Bien hallado, Merlín —respondiócortésmente.

Cuando ella pronunció mi nombre,sentí un delicioso escalofrío, sensual yseductor, como el que podríaexperimentar quien sucumbiera a unplacer prohibido. Desde luego, aquellamujer poseía amplios poderes y conocíamuy bien cómo utilizarlos, pues en aquelmomento realmente la deseé.

—¿Cómo está mi querida hermana?—preguntó al tiempo que daba un pasocorto hacia adelante y alzaba la gasa quele cubría el rostro. Por fin nosencontrábamos frente a frente.

Era una mujer hermosa, y guardabaun gran parecido con Charis. Sinembargo, en aquellos momentos mi

madre era la persona más alejada de mimente. Tenía ante mí un rostro de unabelleza aparentemente exquisita eirresistible.

Cautamente hablo de «apariencia»porque ahora no estoy seguro de que nofuera un hechizo. Desde luego,pertenecía al Pueblo Fantástico, yposeía la elegancia natural de aquellaraza; pero Morgian la superaba conmucho. Su semblante parecía provenirde un sueño o de una visión:conmovedor, perfecto, impecable.

Su cabellera pálida y brillanterelucía como oro hilado; sus ojos erangrandes y luminosos, salpicados por el

fuego verde de dos esmeraldas gemelassituadas bajo unas pestañas doradas yunas cejas suavemente arqueadas; supiel, blanca como la leche, contrastabacon el rojo intenso de sus labios, queescondían unos dientes perfectos ydelicados como perlas.

No obstante, alrededor de ella, otras ella, como negras alas extendidas ouna sombra invisible, pero viva, percibíun halo, siniestro e inquietante, comoconstituido todos los horroresinnombrables de una pesadilla. Estapresencia etérea parecía poseída de uncontinuo y angustioso tormento, y seaferraba a ella; sin embargo, no puedo

afirmar si emanaba de ella o ellaformaba parte de aquella esenciatemible. De todas formas era real, tantocomo el miedo, el odio o la crueldad.

—Tardas mucho en contestar,Merlín —me apremió y levantó unamano hasta mi rostro. Incluso a pesar dela fina piel del guante, pude sentir el fríofuego de su contacto—. ¿Ocurre algo?

—Charis está bien —respondí ysentí que había traicionado a mi madrepor el mero hecho de pronunciar sunombre.

—Vaya, me alegro de oírlo. —Sonrió, y me sorprendió el percibir unaamabilidad genuina en su sonrisa. De

inmediato pensé que debía de haberlajuzgado erróneamente. Quizá, despuésde todo, sí le importaba, y la maldad quepercibía en ella era producto de miimaginación. A continuación, añadió entono despreocupado, como alguien aquien se le acaba de ocurrir:

—¿Y cómo está Taliesin?Aquellas palabras indudablemente

representaban una daga envenenada enla mano de un hábil y odioso enemigo.

—Taliesin murió hace muchos años—entoné categórico—. Como biensabéis.

Pareció quedar estupefacta ante lanoticia.

—No —jadeó, al tiempo quesacudía la cabeza con fingidaincredulidad—, rebosaba vitalidad laúltima vez que lo vi.

No consideré que mereciera réplicasu perversa respuesta.

—Bien —siguió Morgian—, quizásera inevitable. Charis debió de quedaranonadada por su muerte. —Su frasetenía el preciso perfil de la incisión deun puñal.

Yo también eché mano de un arma.—Desde luego, pero su dolor, al

menos, no quedó sin consuelo.Mi afirmación atrajo su interés.—¿Qué consuelo pudo encontrar?

—La esperanza —repuse—. Mipadre creía en el Dios Verdadero, habíaobtenido la vida eterna por la gracia deNuestro Señor Jesús, el Cristo, y, por lotanto, un día se reunirán en el paraíso.Ésa es la ilusión y la promesa que lasostienen. —Supuso una limpiaestocada; y sentí cómo la hoja penetrabaen ella.

Sonrió de nuevo, y percibí el poderque brotaba de ella hacia mí como unamano lista para abofetear.

—No necesitamos hacer hincapié ental infortunio —declaró Morgian—.Tenemos otras cosas que discutir.

—¿Tenemos, señora?

—No aquí; ni ahora. Pero ven avisitarme de nuevo —invitó—. Creo queya conoces el camino, si no, Pelleas telo mostrará. Puede que tú y yo noshagamos amigos. Es una perspectiva queme agrada. —Aquellos impresionantesojos verdes se entrecerraron seductores—. A ti también te gustaría. Lo sé.Podría enseñarte muchas cosas.

Su influencia sobre mí era tanirresistible que incluso, aunque palabrascomo «amiga» resultaban tanantinaturales y tan ajenas a ella, le dicrédito. Su encanto podía engañar,confundir y convencer; podía conseguirque las sugerencias más imposibles y

repulsivas parecieran lógicas yatractivas.

No dije nada, de modo que ellacontinuó:

—Oh, pero pronto te irás, ¿verdad?Bien, nos encontraremos en otraocasión, Merlín. Tenlo por seguro.

La perspectiva me dejó helado. ¡LuzOmnipotente!, ¡extiende tus alasprotectoras sobre mí!

De nuevo se echó el velo sobre elrostro y se apartó con brusquedad.

—No debo entretenerte —afirmó, y,dándose la vuelta, hizo un pequeño gestocon las manos.

Volví a sentir que podía moverme y

no permanecí allí por más tiempo;abandoné la sala y atravesé el corredor,ansioso por interponer tanta distanciaentre Morgian y yo como me fueseposible. En el exterior, los caballosestaban dispuestos y salté a la silla sindirigir una sola mirada atrás.

Gwendolau aguardaba junto a losotros; me observó con atención cuandomonté, pues quizá percibía que me habíasucedido algo extraño.

—Vendrá alguien más con nosotros—anuncié—. Pelleas nos acompaña.

—¿Va todo bien, Merlín? Parececomo si acabaras de ver un fantasma.

Forcé una carcajada.

—Nada que no pueda remediar undía a caballo.

Subió a su montura, que aguardabajunto al mío.

—¿Estás seguro?—Sí, hermano, no te preocupes. —

Aferré su brazo con fuerza, ya que, enaquel momento, necesitaba sentir elcontacto de otro cuerpo—. Pero teagradezco tu interés.

El gigantón sonrió con afabilidad.—Se trata de puro egoísmo. Mi

hermana me despellejaría vivo sipermitiera que algo malo le ocurriera asu futuro esposo.

—Por el bien de tu enorme pellejo,

me esforzaré por evitarlo —exclamé conuna nueva carcajada, al tiempo que lainfluencia de Morgian se alejaba de mí.

Pelleas llegó junto a nosotros alcabo de un instante. Llevaba unapequeña bolsa colgada de la silla de sucaballo y una enorme sonrisa iluminabasu rostro.

—Estoy listo —anuncióalegremente.

—Entonces pongámonos en marcha,amigos —dijo Gwendolau—. ¡El día senos acaba!

Salimos del antepatio y atravesamoslas puertas coronadas por torres delpalacio de Belyn. Nadie salió a

despedirnos.

D7

icen que Merlín mató a millares dehombres, que la sangre del

enemigo fluía roja por todo el país, quelos ríos apestaban llenos de cadáveresflotantes desde Aderdydd a CaerLigualid, que el cielo se oscureció conlas alas de las rapaces que secongregaban sobre el campo de batallapara darse un festín, que el humo de laspiras crematorias subía hasta lamismísima cúpula celestial…

Dicen que Merlín se elevó por losaires, con la forma de un halcón

vengador para emprender el vuelo endirección a las montañas.

Sin embargo, cuando las voces delos que lo buscaban resonaron por elbosque, ¿dónde se ocultó Merlín? ¿Enqué agujero se agazapó mientras lollamaban?

Sabia Loba, dime, ¿por qué mearrebataron la luz del sol? ¿Por qué mearrancaron del pecho el corazón todavíapalpitante? ¿Por qué vago por estedesolado erial, escuchando únicamenteel eco de mi propia voz en los lúgubresgemidos del viento cuando roza ladesnuda roca?

Hermosa hermana, ¿cuánto tiempo

hace? ¿Cuántos años han pasado desdeque me hallo en las entrañas deCelyddon?

¿Qué es lo que dices? ¿Me preguntaspor Morgian?

Sí, a menudo me he planteado esacuestión.

Nuestro primer encuentro no fue másque un blandir de armas entrecontrincantes. Ella deseaba sopesar aaquel a quien destruiría. Queríasaborear la exquisita excitación queprecede a la caza. Semejaba el gato quejuguetea con el ratón, para probar suszarpas.

No obstante, no creo que estuviera

totalmente segura de su presa entonces.El intercambio era necesario; no eratonta y sabía que no debía iniciar labatalla sin primero evaluar el poderíode su adversario.

Puede resultar extraño, peroconsidero que la oferta de amistad deMorgian era verdadera, es decir, tantocomo su naturaleza se lo permitía. Suspalabras expresaban una propuestaseria, aunque no podía tener la menoridea de lo que representaba la auténticaamistad, puesto que no era capaz desentirla; estaba tan vacía, tandesprovista de toda sensación naturalque podía adoptar la postura que más le

convenía; utilizaba las emociones de lamisma forma en que otro podría servirsede una capa y las modificaba a suantojo. Sin embargo, creía en lo queexperimentaba, ya fuera amistad,sinceridad, o, incluso, amor perverso,hasta que abandonaba tal sentimiento enfavor de otro que le resultase un armamás práctica para sus fines.

De esta forma, Morgian podíaofrecerme aquella increíble palabra deamistad, de una manera tan genuina,porque ella misma estaba convencida desu verdad, aunque sólo fuera durante elcorto tiempo que necesitó parapronunciarla. En ese sentido no era una

añagaza. Sin duda alguna pensó que, enalguna forma, podía serle ventajoso eltenerme como aliado y, por lo tanto, hizoalarde de sinceridad. Esta estratagemaformaba parte de sus traiciones: podíacambiar tan deprisa como el viento, yponía toda la fuerza de su ser detrás dela intención de cada momento.

Para Morgian no existía un ideal másalto, ni una llamada más importante quese alzara por encima del ensordecedorgrito de su arrolladora voluntad. Nocabía un fondo de piedad humana o decompasión al que apelar.

Sólo existía Morgian, una bellezaexcepcional, helada y fatal, señora del

dulce veneno, el cálido beso de lamuerte.

Aunque en el fondo queríaperjudicarme, y yo conocíaperfectamente su propósito, aquel díaMorgian no había venido a entablarbatalla, sino únicamente a probar susarmas y calibrar cuáles podría esgrimiryo. Dudo lo que descubrió sobre mí aese respecto; no obstante, me revelómucho sobre sí misma.

¡Era terriblemente vanidosa! Talintensidad resulta extraña en un almahumana, incluso podría afirmarse quequeda reservada principalmente a losdemonios. Pero, por supuesto, Morgian

no es un ser ordinario, ni su alma se ciñea los parámetros corrientes.

G8

anieda! ¿Qué haces aquí, amormío?

¡Ohhhh, tu piel está tan blanca…!¡Retrocede! ¡Retrocede! No puedo

soportarlo… Por favor, retrocede.Bebe un poco de agua, Halcón. Estás

sediento; deliras. Tu arroyo de aguaslímpidas te reanimará.

¡Dioses de los ríos y del aire, diosesde las colinas y de las alturas, dioses delos pozos y los manantiales, dioses delas encrucijadas de caminos, de la forjay del hogar…, sed testigos! Observad a

este mortal que tenéis ante vosotros.¿Qué falta ha cometido para que debasufrir tanto? ¿Cuál fue su pecado paraque su tormento se alargueinterminablemente?

¿Acaso se esforzó demasiado, seexcedió en su ambición, o quiso llegardemasiado lejos? ¡Decídmelo, osdesafío!

Guardan silencio. Los dioses sonídolos mudos con bocas de piedra; noexiste vida en ellos.

Contemplad el Cerro del Ciervo…¿Es de día o de noche? El sol y lasestrellas comparten el cielo… ¡Haytanta luminosidad!

¿Qué significa esto, Loba? Mira yhabla con franqueza. Dime ahora, ¿quéobservas?

El rojo Marte se alza en unfirmamento negro como el carbón, sí.¿Qué indica? ¿Su reluciente color derubí anuncia que ha muerto un rey y queaparecerá otro? Desde luego, perosiempre existen distintas categorías dereyes. ¿Por qué se presta atención a lasseñales celestes que anticipan su ocasoo su ascensión? Debe tratarse de reyesmuy importantes. ¡Oh, sí, muypoderosos!

Y tú, hermosa Venus, queacompañas al Sol en su llameante

recorrido, ¿qué provoca este doble rayotuyo, que hiende el aire como un hachade guerra? Con toda seguridad significadivisión: el reino escindido como sihubiera recibido el golpe del acerosaecsen.

Un rey muerto, un nuevo rey en eltrono: división. Con toda certeza estoscambios producirán la ruina. ¿Quién deentre nosotros tiene el poder suficientepara evitar esta destrucción? ¿Alguienposee la sabiduría necesaria paraaconsejarnos?

¡Oh, Taliesin, háblale a tu hijo!Padre mío, ojalá pudiera escuchar tuvoz.

¿Qué escucho? ¿La música de unarpa? Sin embargo, no distingo a ningúnbardo tañendo su instrumento. Mas elsonido persiste, es la músicamaravillosa de un arpa.

¡Mira, Loba! ¡Taliesin se acerca!Observa cómo sube por el sendero

de la montaña: lleva la capa azul echadasobre los hombros, su bastón es deresistente madera de serbal, su túnica deraso blanco y sus pantalones de cuero.¡Su figura es deslumbradora! No puedomirar su rostro, porque reluce con lagloria del Otro Mundo. Su semblantebrilla y compite con la luz del cielo.

¡Padre! Habla a tu desdichado hijo.

Dame tu sabio consejo.—Myrddin, acudo a tu llamada. Te

hablaré, hijo mío, y podrás servirte demis conocimientos. Escucha pues, si lodeseas, y quédate con todo lo que heaprendido desde que inicié mi viaje poreste mundo:

»¡Alabemos al Sumo Creador, alSeñor de la Compasión Infinita!¡Honradle y adoradle con sinceridadtodas las criaturas! Con mis propiosojos lo he contemplado; juntos hemospaseado por el paraíso y, a menudo, tehemos observado, Myrddin, hijo mío;hemos oído tu llanto y discutido sobre tupenosa situación.

»No temas lo que pueda sucederte,Halcón. El Señor del Cielo te hacubierto con su mano, e incluso ahorasus ángeles te rodean; están listos paraobedecerte en todo aquello que lespidas. Escucha la voz de la experiencia:se te concedió la vida con un propósito,queridísima carne de mi carne. ¿Noresulta lógico que ese fin prevalezca alo largo de tu existencia?

»Así que, recobra el ánimo y deja aun lado tu aflicción. Dentro de pocotiempo vendrá un ermitaño a tusantuario. No lo alejes de ti; en lugar deello, dale la bienvenida, sigue susindicaciones y él te hará un gran bien.

»Cuando hayas recibido estabendición, vuelve al mundo de nuevo.Regresa a tus tierras y a tu gente, y tomatu bastón otra vez. Queda una ingentelabor, valeroso Myrddin, pues mientrastú yacías aquí abajo, postrado con tugran dolor, las Tinieblas no han estadoociosas.

»Por lo tanto, es hora de levantarse,atarse la espada al cinto y cubrir lacabeza con casco de hierro. Ha llegadola hora, Myrddin; apresúrate, antes deque los senderos del Reino se sepulten yse pierdan. Si se borran, EstrellaRefulgente, jamás se les volverá aencontrar, aunque se les busque

intensamente no podrán ser rescatados.»Recuerda bien el Reino del Verano,

y deja que su luz se convierta en tunorte… Que su canto sea un himno devictoria en tus labios… Que su gloria tecubra, hermoso hijo mío…».

¡No! ¡No te vayas, padre! ¡No medejes solo y abandonado!

¡Por favor, quédate aunque sólo seaun poco más…, Taliesin!

Se ha ido, Loba. ¿Observaste surostro resplandeciente mientras mehablaba? No se trata de la alucinaciónde una mente febril. Taliesin ha venido ami encuentro y me ha hablado. Yo oí el

sonido de su voz.Sí, escuché su severa advertencia.

S9

i en verdad soy un demente, si estoyloco…, no existe nada que pueda

ayudar a Myrddin.Mas, a pesar del miserable aspecto

que ofrezco al mundo, no siempre hesido este montón de pelo y huesos quetirita, encorvado sobre unas piernasmugrientas, mientras las moscaspicotean mis partes inferiores. ¿FueMyrddin alguna vez rey de Dyfed, Loba?

Sí, claro que lo fue… Aunque elHombre Salvaje del Bosque nunca másvolverá a serlo. Sin embargo, mientras

viva, las criaturas del bosque meescucharán, pues son mis súbditos.

¡Que el Señor del Bosque pronunciesu profecía!

No quedan escribas que reproduzcanmis palabras, ni sirvientes que puedanrepetir mi relato. Pelleas, ¿dónde estás,muchacho? ¿También tú me hasabandonado?

Las palabras sensatas se las lleva elviento. Nadie escucha la prudencia queemana del Espíritu de la Sabiduría.Suéltalo. El awen de un bardo no puedeestar encadenado; se mueve a suvoluntad y ninguna mano mortal puedeosar desviarlo o contenerlo. ¡Suéltalo,

estúpido!Atiza las llamas; lee en las brillantes

ascuas y dinos algo sobre la felicidad.Luz Omnipotente, ya sabes que en estesombrío lugar, necesitamos algúnamable consuelo. ¿Qué es lo que relucey se me acerca desde el lecho dondeyacen las brasas?

¡Mirad! Es Ganieda con suselegantes ropas de hilo, investida con lapureza de la nieve recién caída. Elsoporte de mi espíritu, la guardiana demi corazón, se desliza sobre unaalfombra de pétalos de rosa, como unadoncella sin par, casta ante su señor. Susonrisa es como un dorado diluvio de

rayos de sol, su risa una lluvia argentina.¡Ora al Dios que nos ha creado,

Dafyd! Alábale con toda tu elocuenciapor el don que nos ha otorgado en estedía. ¡Amén! ¡Que así sea!

El día de mi boda fue de unainmejorable perfección y colmó todosmis deseos. He oído a mi abuela contarsu matrimonio con Elphin y la fiesta quese celebró. Pues, al contrario deTaliesin y Charis, que no celebraron suunión de ninguna forma, aunqueprobablemente tampoco la necesitaban,Elphin y Rhonwyn se casaron según laantigua y magnífica tradición celta, yquerían que yo les imitara.

Por lo tanto, los cymry de Caer Camnos ofrecieron en aquel alegre día todoel fuego y entusiasmo de su felicidad. AMaelwys le hubiera ilusionado prepararla fiesta, pero Ganieda era hija deCustennin y era a éste a quien lecorrespondía; así que tuvo quecontentarse con alojar a los invitados.

Guardo pocos recuerdos de aqueldía, pues todo se ensombrecía al lado dela luz que irradiaba Ganieda, queresplandecía cual una estrella brillante yreluciente. Nunca había estado máshermosa, más elegante y más serena.Para mí, ella era el amor personificado;y espero que ella experimentara ese

sentimiento hacia mí.Nos colocamos ante Dafyd en la

capilla, y nos entregamos el uno al otrolos anillos, según el rito cristiano;pronunciamos nuestras promesas deamor eterno para fundir nuestras almas,al igual que nuestros corazones sehabían entrelazado en el amor, y comopreludio a la unión de nuestros cuerposaquella noche.

La negra cabellera de Ganiedabrillaba y colgaba en largas trenzasadornadas con hilos de plata. Lucía unacorona hecha de flores primaverales,rosas como el rubor de una doncella,que llenaban la capilla con su fragancia.

En su manto blanco, bordado, de cadauna de las borlas pendía una diminutacampanilla de oro. Sobre un hombrollevaba la capa matrimonial que ellamisma había tejido durante el invierno:una hermosa pieza de color púrpuraimperial y brillante azul cielo con elbello dibujo a cuadros del norte; lasujetaba un enorme broche de oro. Ceñíasus muñecas con brazaletes de oro y susbrazos con aros, también de oro. Lospies los cubría con sandalias de cueroblanco.

Parecía una visión, la más hermosade las mujeres del Pueblo de los SeresFantásticos.

Apenas si recuerdo mi vestimenta,además nadie se fijaba en mí al estarjunto a ella; desde luego yo no prestéatención a mis ropas. En las manossujetaba el delgado torc de oro que ibaa ser mi regalo de bodas. Después detodo, sería una reina y debía poseer untorc como las grandes reinas de antaño.

Dafyd, con sus oscuros ropajes biencepillados y limpios, y el rostro tanbrillante como el de la novia, levantó eltexto sagrado para que todos lo vieran, ypronunció las palabras del ritomatrimonial. Cuando terminó,colocamos nuestras manos entrelazadassobre las páginas sagradas y nos

hicimos juramentos el uno al otrosiguiendo las instrucciones de Dafyd,tras lo cual éste elevó una plegaria pornosotros.

En su gran benevolencia, elsacerdote permitió que Blaise seadelantara y cantara la unión de nuestrasalmas a la manera de los bardos, cosaque realizó con sencilla y elegantedignidad. Todos los reunidos en lacapilla agradecieron la presencia delarpa; de este instrumento y de la voz deun auténtico bardo emana un granbienestar que se derrama sobre los quelos escuchan.

Creo que Taliesin habría ocupado el

lugar de Blaise si hubiera vivido paraver casarse a su hijo.

Mientras las últimas notas del arpase desvanecían en el aire, abandonamosla capilla y, al salir, nos encontramoscon que todo Maridunum había acudidoa la celebración y se amontonaba en elpatio exterior. En cuanto nos vieronlanzaron un atronador vítor, iniciado porlos guerreros de mi pequeña tropa, que,a juzgar por su satisfacción, parecíacomo si fueran ellos los que tomabanreina.

No obstante, Ganieda hubierapodido conquistar cualquier ejércitosólo con su encanto; mis jóvenes

seguidores estaban bajo su embrujo, y laadoraban.

Cabalgamos de regreso a la villarodeados por un ruidoso mar de buenosdeseos. Entre las bendiciones que nosgritaban los ciudadanos y los cantos delos hombres de mi grupo, las lejanascolinas resonaban y se regocijaban conaquel alegre sonido.

Custennin se había hecho acompañarde sus cocineros y sirvientes, y de todolo que se precisaría para la fiesta,incluidas seis magníficas reses biencebadas para sacrificarlas allí, unadocena de barriles de fuerte aguamiel, yuna cantidad considerable de su sabrosa

cerveza de brezo. El resto —cerdos,corderos, pescado, y montañas depatatas y de tiernas verduras— locompró en el mercado de Maridunum.Maelwys intentó que aceptara utilizarsus almacenes, pero, aparte de unaspocas especies que los cocineros habíanolvidado traer, Custennin no quiso oírhablar de ello.

Resultó un gran banquete. Se mehace la boca agua al recordarlo.Aunque, en aquel momento, mi únicoapetito se dirigía hacia Ganieda. Aqueldía me pareció el más largo de mi vida.¿Jamás iba a ponerse el sol? ¿Cuándollegaría el crepúsculo, para poder

llevarme a Ganieda al dormitorio que sehabía dispuesto para que pasáramos laprimera noche juntos? Incansablemente,miraba al cielo, y éste seguía iluminado.

Cantamos y las jarras y las copascirculaban sin cesar; se sirvió la carne,las hogazas de pan recién horneado, lashumeantes verduras y los dulces. Blaisey sus druidas, infatigables,proporcionaron música y, a decirverdad, no creo que Taliesin hubierallenado aquella sala con mejoressonidos.

Oh, pero Taliesin nos acompañaba;Loba, él estaba allí. El rostro de mimadre revelaba que el espíritu de mi

padre animaba la fiesta; su presencia sepercibía como un suave perfume que loembargaba todo. Pocas veces lahermosura de Charis habíaresplandecido tanto. Probablementerevivía el día de su boda en el mío.

—Madre, ¿estás contenta? —pregunté innecesariamente, ya que unciego hubiera advertido su alegría.

—¡Oh, Merlín, mi Halcón, me hashecho tan feliz! —Me atrajo hacia ella yme besó—. Ganieda es una mujercitamaravillosa.

—Entonces ¿te parece bien?—¡Qué encantador eres al fingir que

te importaría! Pero para responderte te

confieso que sí. Posee todo lo que unamadre desearía en una hija, y en laesposa de su hijo. Ninguna mujer podríapedir más. —Charis me acarició lamejilla con una mano—. Tienes mibendición, Merlín, mil veces si esnecesario.

La aceptación de Charis erafundamental, ya que la negativa de supropio padre a bendecir su matrimoniohabía provocado que ella y Taliesinhuyeran, y, a pesar de que Avallach sehabía reconciliado con ellos finalmente,su actitud intransigente había ocasionadoa ambos un considerable dolor.

Los caminos del Señor son

inescrutables: si Elphin y su gente no sehubieran visto obligados a huir de CaerDyvi, si los cymry no hubieran ido aYnys Avallach, si Charis y Taliesin nohubieran sido arrojados de la Isla de lasManzanas, si no hubieran venido aMaridunum, y si…, bien, yo no habríanacido jamás, ni se me habrían llevadolas gentes del Pueblo de las Colinas, nihabría conocido jamás a Ganieda, nisería el rey de Dyfed ahora, ni éste seríael día de mi boda.

¡Luz Omnipotente, Impulso de todo loque se mueve y de todo lo que

permanece en reposo, sé mi Viaje y milejano Destino, mi Necesidad y miContento, mi Siembra y mi Cosecha, mialegre Canción y mi desolado Silencio.Sé mi Espada y mi resistente Escudo, miFarol y mi Noche oscura, mi perpetuaFortaleza y mi patética Debilidad, miBienvenida y mi Oración de despedida,mi resplandeciente Visión y mi Ceguera,mi Alegría y mi agudo Dolor, mi tristeMuerte y mi segura Resurrección!

Que Charis amase a Ganieda, meproducía un inesperado placer. Medeleitaba al verlas juntas mientras se

ocupaban de los preparativos de la bodacon la conciencia de que yo constituía elobjeto de la devoción que sentían en susafectuosos corazones femeninos y elvínculo vivo que las unía. ¡Que esteamor vaya en aumento!

Ambas eran Reinas de las Hadas, deelevada estatura, elegantes en cada unode sus detalles, sus movimientosperfectos; la armonía hecha carne yhueso, la belleza personificada. Verlasjuntas interrumpía la respiración yobligaba a dar gracias al GenerosoDios.

Los hombres alaban neciamente labelleza que mata, aunque supongo que

puede existir, pero existe también labelleza que cura, restablece y revive atodo el que la contempla. Ésta era la queCharis y Ganieda poseían y, al mismotiempo, animaba a Custennin y aMaelwys, pues aquellos dos grandesreyes resplandecían como hombresexultantes por su buena suerte.

En verdad te digo que jamas existiógrupo más alegre reunido bajo un techoque aquel congregado en la sala deMaelwys.

Ah, Loba, fue un día hermoso y feliz.Asimismo, la noche se vistió de

perfección y encanto. Nuestros cuerposestaban hechos el uno para el otro. Creo

que el placer de nuestra noche de amorhubiera podido mover a nacionesenteras. Incluso ahora ante el simpleolor de los juncos recién cortados, de lalana acabada de tejer, de las velas decera y de los pastelillos de cebada alcocerse, mi sangre se inflama.

Abandonamos la fiesta sin que nadielo advirtiera, o quizá los invitadoshabían acordado no darse cuenta denuestra partida, y corrimos al patiodonde Pelleas aguardaba con mi caballoensillado y dispuesto. Tomé las riendasque me tendía y monté de un salto, meincliné para tomar a Ganieda, laacomodé en la silla delante de mí, la

rodeé con mis brazos, luego agarré elpaquete que mi criado me ofrecía ysalimos del patio con gran repiquetearde cascos.

En contra de la costumbre, nadiesalió en nuestra persecución, fingiendoque un miembro de un clan rival sellevaba a la mujer, quien debía serrescatada y vengada. Pese a constituir unjuego inofensivo, tal simulaciónresultaba absurda en nuestra boda.Envolvía nuestro matrimonio tal aire dejusticia y honor que la mera sugerenciade oposición habría convertido envulgar algo que era sagrado.

La luna brillaba con fuerza entre

unas pocas nubes plateadas. Cabalgamoshasta una cabaña de pastor cercana quese había preparado el día anterior. Erauna choza de una sola habitación congruesas paredes de barro y zarzo y untechado de paja, apenas un lugar en elque cocinar y dormir. Las criadas deMaelwys habían realizado un buentrabajo, ya que habían convertido eltosco recinto en un aposento acogedorpara que una pareja pudiera pasar suprimera noche. La habían barrido conminuciosidad, habían limpiado bien lachimenea, y habían dado una capa de cala las paredes. Se habían cortado juncosverdes, y brezos perfumados para hacer

la cama, sobre la que se amontonabanmantas de lana y un edredón de suavepiel de nutria. Se habían colocado velas,preparado la chimenea, y había ramosde flores dispersos por toda lahabitación.

En medio de una cálida nocheencendimos un pequeño fuego en lachimenea, el mínimo imprescindiblepara cocinar las galletas de cebada queGanieda me serviría en nuestra primeracomida de ritual. A la luz trémula de lasbrasas, la cabaña nos parecía unpalacio, y el cuenco de barro en el queGanieda mezclaba el agua y la pasta decebada un cáliz de oro. Era como si ella

fuera la hechicera del bosque, y yo elhéroe errante atrapado por mi amor.

Permanecí sentado con las piernascruzadas sobre la cama y contemplé susdiestros movimientos. Cuando la piedradel hogar estuvo lo bastante caliente, dioforma a los pastelillos y los colocósobre ella. No pronunciamos una solapalabra durante aquellos instantes.Parecíamos habernos transformado en elprototipo de todos los jóvenes que sehabían amado y habían unido sus vidas,los últimos en una cadena viviente quese remontaba a través de infinitos eonesal primer fuego y al primeremparejamiento. No existían palabras

para este momento.Los pasteles de cebada se cocieron

rápidamente; Ganieda los colocó concuidado en el borde recogido de sumanto y me los sirvió. Tomé uno, lopartí, y le di a ella una de las mitadesmientras yo me comía la otra. Masticócon solemnidad y luego se volvió paratomar la copa que había llenadomientras esperaba que los pastelillosestuvieran listos.

Me la entregó y se la acerqué a loslabios para que bebiera, luego apuréaquel vino caliente y dulce de un solotrago. Al cabo de un instante, la coparebotó contra el suelo; los brazos de ella

me rodearon el cuello, sus labios seapretaron contra los míos y yo caí haciaatrás sobre el lecho, con el cuerpo deGanieda sobre el mío, embriagado porel perfume de su piel sedosa.

Toda la noche se llenó con nuestrapasión y, después, con la dulce yprofunda oscuridad del sueño, uno enlos brazos del otro.

Me desperté una vez y escuché unligero silbido en la brisa. Me deslicéfuera de la cama y entreabrí la puertapara mirar al exterior, donde distinguíuna figura que se recortaba en la luz dela luna que iniciaba su ocaso; eraGwendolau que, montado en su caballo,

se mantenía a una respetuosa distancia,para vigilar que nada nos molestase.

Me introduje de nuevo bajo eledredón y entre los brazos de Ganieda, yme dormí de nuevo con el ritmoacompasado de la suave respiración demi esposa.

E10

n lo más profundo del oscurocorazón de Celyddon, al lado de

lobos, ciervos y jabalíes gruñidores,mora Myrddin. ¿Está vivo o estámuerto? Sólo Dios lo sabe.

Loba feliz, contempla el fuego ydinos lo que ves.

Ah, los hombres de acero. Sí, yotambién los distingo. Todos cubiertos deacero desde el casco hasta los pies.Hombres de gran tamaño y audaces. Sepresentan erizados de lanzas como si setratase de un bosque de fresnos. Observa

los gruesos músculos de sus brazos;observa los rápidos y mortíferosmovimientos de sus manos; y laimplacable expresión de sus rostros.Saben que este día puede ser el últimode su existencia, pero no estánasustados.

¡Ése! ¿Lo ves? Admira la amplitudde sus hombros, Loba. Se sienta sobresu silla como si formara parte delanimal que monta. Es un ser magnífico.Cai, ése es su nombre, y el solo hechode pronunciarlo despierta el temor en elcorazón del enemigo.

¡Aquí viene otro! ¿Lo ves, Loba?Semeja un campeón entre campeones. Su

capa es de color rojo como la sangre, ysu escudo luce la Cruz de Cristo. Sunombre, Bedwyr, el VengadorRefulgente, lo cantaran los arpistasdurante mil años.

¡Y esos dos de ahí! Atiende, ¿haspercibido alguna vez una decisión tanespantosa, una gracia tan siniestra?Hijos del Trueno. Ése se llamaGwalchmai, Halcón de Mayo; el otro esGwalchaved, Halcón del Verano. Songemelos: sienten, piensan y actúan comouno solo; su similitud es tan grandecomo pueda imaginarse de dos personasque conservan, pese a ello, su propiaindividualidad. Nadie iguala la

velocidad de sus espadas.Cada uno de estos hombres es digno

de poseer el rango de rey; cada uno esseñor en su propia tierra. ¿Quiénconduce a tales hombres? ¿Quién losguía en la batalla? ¿Dónde está elhombre que puede reinar sobre losreyes?

No lo veo, Loba. No aparecerá hastadentro de bastante tiempo.

Estos hombres no viven todavía, hande transcurrir bastantes años para contarcon ellos. Su momento no ha llegado.Tenemos tiempo para buscarles un jefe,Loba. Lo haremos…, debemos hacerlo.

Al día siguiente de la visita de Taliesin—¿un día, un año, acaso importa?—,encontré al ermitaño que me habíaprometido. Acuclillado ante mimiserable cueva casi en la cima de lamontaña, lo vi acercarse desde lejos.Ascendía, siguiendo el hilo de mimanantial, que baja hasta el valle paraunirse a uno de los miles de arroyos deCelyddon.

Subía a pie, y despacio, de modoque dispuse de tiempo de observarlo. Sucapa era de color pardo, calzaba suspies con altas botas y llevaba unsombrero de ala ancha en la cabeza paraprotegerse del sol. Pensé, por su

aspecto, que era un extraño ermitaño.Mientras se aproximaba, advertí sus

pasos decididos y deliberados. No erael suyo el andar errante del caminanteque vagabundea; conocía su destino, estacueva, y al que vivía en ella. Habíaacudido al Cerro del Ciervo a buscar alLoco Merlín.

Y lo encontró.—Te saludo, amigo —me gritó al

atisbarme mientras lo observaba.Aguardé hasta que estuvo más cerca,

pues de nada servía esforzarse para seroído.

—¿Os queréis sentar? Hay agua sitenéis sed.

Se detuvo un instante, miró a sualrededor y, por fin, sus ojos se posaronen mí. Eran color azul cielo, y tan fríos yvacíos como el firmamento que seextendía sobre su cabeza.

—Desde luego, no despreciaré untazón de agua.

—La fuente está ahí —indiqué ellugar del manantial en la roca—. No hedicho nada de un tazón.

Él sonrió y se dirigió al sitioseñalado, se inclinó y tomó unos sorbosde agua, los suficientes para cubrir lasapariencias, pero no para satisfacer unased real. Sin embargo, no llevaba ningúnodre con él.

Cuando se sentó, se quitó elsombrero y vi su cabellera amarillacomo el lino, parecida a la de lospríncipes saecsen. No obstante, seexpresaba en un correcto britón.

—Dime, amigo, ¿qué haces aquíarriba?

—Podría preguntaros lo mismo avos —gruñí por toda respuesta.

—No es ningún secreto —declarósonriente—. He venido a buscar unhombre.

—¿Y le habéis encontrado?—Sí.—Tenéis mucha suerte.Me dirigió una amplia sonrisa.

—Tú eres aquel al que llamanMerlín Ambrosius, Myrddin, el Emrys.¿Verdad?

—¿Quién me nombra de esa forma?—Quizá no estés al corriente de lo

que los hombres rumorean sobre ti.—Quizá tampoco me interese.Rió de nuevo, como si ese sonido

pudiera conquistarme, pero sus ojostenían una expresión gélida.

—Vamos, debes de sentircuriosidad. Dicen que eres un rey delPueblo de los Seres Fantásticos, queeres divino. Además, te consideran unguerrero poderoso e invencible.

—¿Añaden también que estoy loco?

—¿Lo estás?—Sí.—Ningún demente razonaría con

tanta lógica —me aseguró—. A lo mejores que sólo finges estar loco.

—¿Por qué habría alguien desimular aquello que le es más odioso?

—Supongo que para parecer loco —respondió el viajero, pensativo.

—Lo cual constituiría ya una locura,¿no es así?

El forastero rió de nuevo y, alinstante, odié aquel sonido.

—Hablad con claridad —pedídesafiante—. ¿Qué queréis de mí?

Respondió a mi demanda con su

vacua sonrisa.—Tan sólo un poco de

conversación.—Entonces habéis recorrido un

largo camino inútilmente. No deseohablar con nadie.

—Sin embargo, puede que no teimporte escuchar —repuso, mientrasagarraba un palo del suelo. Arañó elpolvo con él durante unos instantes;luego, de repente, levantó los ojos haciamí y, encontrando los míos clavados enél, agregó—: No estoy falto deinfluencias en este mundo. Podríabeneficiarte.

—Si es que vuestro prestigio se

extiende tan lejos, haced esto por mí:marchaos.

—Podría hacer grandes cosas por ti,Myrddin Emrys. Descúbreme tus deseos,Myrddin, y los realizaré o intentaré quese cumplan.

—Ya os los he confesado.Se acercó más.—¿Sabes quién soy?—¿Debería saberlo?—Quizá no, pero yo sí sé quién eres

tú. Te conozco, Myrddin. Verás, yotambién soy un Emrys.

Al oír aquellas palabras, un lentopero e inexorable temor se adueñó demí. Me sentí como un anciano muy débil.

Extendió la mano hacia mí, y su contactoresultaba frío como la piedra.

—Puedo ayudarte, Myrddin —siguió—. Permite que lo haga.

—No necesito a nadie. Este lugar esun palacio —exclamé al tiempo quelevantaba mi mano para abarcar todaaquella tierra yerma que me rodeaba—.Tengo todo lo que preciso.

—Puedo darte todo lo que desees.—Deseo paz —le espeté—. ¿Podéis

proporcionármela?—Puedo otorgarte el olvido que, en

definitiva, viene a ser lo mismo.Olvido… Sería una bendición. Las

odiosas imágenes me persiguen,

atormentan mi despertar, me roban elsueño. Olvidar, ah, pero ¿a qué precio?

—Me temo que podría tu ofertaabarcar tanto lo bueno como lo malo —tanteé.

El forastero sonrió como sin darleimportancia y se encogió de hombros.

—Lo bueno, lo malo, ¿quédiferencia existe? Al final todo es lomismo. —Se inclinó aún más hacia mí—. Puedo incluso darte poder, Myrddin,una autoridad como jamás has soñadoque pueda existir. Puede ser tuya.

—Estoy satisfecho con el poder queposeo, ¿por qué habría de desear másMerlín el Salvaje?

Su respuesta fue tan rápida que mepregunté a cuántos otros habría tentadocon sus insulsas promesas. Oh, sí, ahorasabía ya de quién se trataba. Las horaspasadas junto a Dafyd no se habíandesperdiciado, y, aunque ya no estabamuy seguro de la Mano que me guiaba,no encontraba ninguna ventaja a dejarmeseducir por el Enemigo.

—Myrddin —continuó, y mi nombresonaba como una burla en sus labios—,resulta algo muy fácil e insignificantepara mí. Podría proporcionártelo en unsegundo. Mira… —Levantó el palo yseñaló al otro lado de los oscurospliegues de Celyddon, hacia el este—.

Allí es donde el sol se levanta, dondepalpita el corazón del imperio. —Mepareció ver, brillante en el lejanohorizonte, una ciudad de fuertes murallasy palacios—. Gobernarías el mundocomo emperador. Podrías destruir a losodiosos saecsen definitivamente. Piensaen todos los sufrimientos que podríasevitar. Lo único que se necesitaría es ungesto de tu mano, Myrddin. —Me tendióla mano.

»Ven conmigo, juntos lograríamosque te convirtieras en el hombre máspoderoso que el mundo haya conocido.Además tu riqueza sería inconmesurabley tu nombre permanecería para siempre.

—Pero no como Myrddin —respondí—. Vos os ocuparíais de esotambién. Marchaos; estoy cansado.

—¿Tan honrado eres? —escupiódespectivo—. ¿Tan recto?

—Palabras, palabras, no exijo nada.—Myrddin…, mírame. ¿No quieres?

Somos amigos. Tu Señor te haabandonado, y ha llegado el momento deque busques a otro más digno deconfianza. Ven conmigo. —Sus dedoscasi tocaban los míos—. Ven, perodebemos marchar de inmediato.

—¿Cómo es que cuando habláisescucho sólo el sordo ulular de latumba?

Mi comentario le enojó. Susemblante cambió hasta transformarse enpavoroso.

—¿Te consideras mejor que yo? Tedestruiré, Myrddin.

—¿Igual que a Morgian?Sus ojos brillaron maliciosos.—Es hermosa, ¿verdad?—La muerte tiene muchos rostros —

contesté—, pero su hedor esinconfundible.

Una llamarada de cólera apareció ensus ojos.

—Te doy una última oportunidad: teentrego a Morgian, mi más perfectacreación. —Adoptó una expresión

conciliadora mientras sopesaba su nuevatáctica—. Es tuya, Merlín. Puedesdisponer de ella como quieras. Serás sudueño. Tómala. Puedes incluso matarla,si lo deseas. Acaba con su existencia dela misma forma en que ella fulminó a tupadre.

La ira nubló mis ojos como unenjambre de avispas. Mi cuerpo empezóa temblar, y sentí el sabor de la bilis enla boca. Me puse de pie de un salto.

—¡Vos lo matasteis! —aullé, y oícómo mi voz resonaba por el largo vallesituado más abajo. Me erguí y me llevédos dedos a la boca para lanzar un largoy penetrante silbido—. Marchaos

mientras podáis.—No puedes echarme —repuso

aquel ser—. Yo voy a donde quiero ycuando se me antoja.

En ese instante, la loba llegócorriendo por el sendero, gruñendo, conlas orejas pegadas a la cabeza y loscolmillos al descubierto.

Él se echó a reír.—No creas que me asustarás y me

obligarás a huir. Nada en la Tierrapuede dañarme.

—¿No? ¡En el nombre de Jesucristo,dejadme!

La loba llegó junto a él, mas cuandoel animal saltó buscando su garganta,

giró en redondo y se echó a un lado.Muy a pesar suyo, se había movido, yhuía ya montaña abajo mientras la fierase preparaba para un segundo salto. Elanimal le hubiera perseguido, pero yo lollamé junto a mí; todavía gruñía, perodejó que le palmeara la cabeza hasta quelos erizados pelos de su lomo seaplanaron y recuperó la calma.

Mi primer visitante se fue sindespedirse. Temblaba aún cuando Lobagruñó de nuevo, de forma queda, unaadvertencia. Bajé la mirada hacia eldesfiladero, pensando que vería regresar

al forastero. Alguien se acercaba, desdeluego, pero, incluso desde aquelladistancia, pude comprobar que setrataba de otra persona.

Era un ser enjuto y alto, de ásperasfacciones y muy velludo; llevaba encimalos pellejos de al menos seis animalesdiferentes. Renqueaba montaña arribacon el andar largo y regular del que estáacostumbrado a largos viajes a pie; sinmirar a derecha ni a izquierda, avanzabarápidamente, lo cual resultaba muyacertado, porque, como sucede a vecesen las montañas, una tormenta habíasurgido sin previo aviso. Negrosnubarrones volaban montaña abajo, y el

viento, cada vez más frío, anunciaballuvia. Una neblina comenzó a envolverlas rocas, hasta ocultar al visitante.

Aguardé al tiempo que consolaba ala loba que tenía al lado.

—Quieta, Loba; escucharemos a esteextraño. Quizás este invitado nos agrademás. —Aunque mi esperanza no meparecía muy probable, estaba dispuestoa atenderlo a causa de la promesa deTaliesin.

Apareció de nuevo ante nuestrosojos, surgiendo de entre la niebla, y nossaludó con voz sonora.

—¡Salve, Hombre Salvaje delBosque! Te traigo saludos del mundo de

los hombres.—Sentaos, amigo; si tenéis sed, hay

agua.—El agua resulta aceptable donde

no abunda el vino —repuso. Lo observémientras recogía el agua con la mano yla sorbía ruidosamente. No parecía unhombre acostumbrado a sostener la copadel invitado, pero ¿qué importaba eso?¿Mi aspecto era el del rey de Dyfed?

—Trepar a esta montaña tuyaproduce mucha sed, Myrddin.

—Si en realidad me llamara así,¿cómo sabéis mi nombre?

—Oh, hace mucho tiempo que teconozco. ¿No debe un sirviente conocer

a su señor?Lo contemplé con atención. Su rostro

era largo y caballuno, las cejas negras,las mejillas coloradas por la acción delsol y del viento. La cabellera, sueltacomo la de una mujer, le colgaba hastalos hombros. Tuve la certeza de nohaberle visto con anterioridad.

—Habláis de amos y siervos, ¿quéos hace pensar que tengo algo que vercon cualquiera de ellos? —inquirí, yluego le hice una pregunta máspertinente—. ¿Cómo supisteis dóndeencontrarme?

—El que me envía encaminó mispasos hacia este lugar. Su comentario

fue simple, pero sus palabras hicieronque mi corazón diera un brinco.

—¿Quién os envió?—Un amigo.—¿Tiene un nombre?—Todo el mundo lo tiene. —

Recogió más agua con las manos ydespués de beberla se secó en su jubónde piel—. El mío, por ejemplo, esAnnwas Adeniawc.

Un apelativo insólito, puessignificaba «Anciana Serpiente Alada».

—No veo alas, y no sois tan viejocomo vuestro nombre implica. Además,hay muchos señores en este mundo, yaún más sirvientes.

—Todos los mortales sirven,Myrddin, así como los inmortales. Perono he venido a conversar sobre mí, sinosobre ti.

—Entonces vuestra visita resultainútil. —Las palabras surgieron de miboca antes de que pudiera detenerlas.No lo eches, me había aconsejadoTaliesin. Mi preocupación era vana, yaque mi interlocutor no prestó la menoratención a mi descortesía.

—Una vez se le da rienda suelta, esimposible refrenar la lengua, ¿verdad?—declaró de muy buen humor. Alparecer, Annwas se divertía. Dedicó unamirada a mi residencia cubierta de

piedras y guijarros, y luego volvió losojos hacia el oeste, sobre la extensa yarrugada piel de oso de Celyddon—.Los hombres aseguran que la luz muereal oeste —observó con tranquilidad—,pero, si yo te revelara que se levantaallí, ¿lo creerías?

—¿Importa mucho mi opinión?—Myrddin… —Sacudió la cabeza

ligeramente—. Cabía pensar que todosestos años de solitaria meditación tehabían enseñado algo sobre el poder dela fe.

—Entonces ¿han pasado muchosaños?

—Bastantes.

—¿Por qué acudes a mí ahora? Losestrechos huesos de su espalda seencorvaron al encogerse de hombros.

—Mi señor lo desea.—¿Conoceré a vuestro señor?—Ya lo conoces, Myrddin. Al

menos, en una ocasión tuviste contactocon él —Annwas se volvió paramirarme directamente a los ojos y sentíuna corriente de comprensión quebrotaba de él. Dobló su largo cuerpo yse acomodó sobre el suelo con laspiernas cruzadas—. Háblame ahora —pidió con suavidad—. Explícame labatalla.

En aquel momento, empezó a llover.

C11

ayeron las primeras gotas sobrenosotros, pero no permanecimos en

el mismo lugar. La tormenta arreció; elcielo se teñía de violeta y negro cual unaherida de la que brotaba la lluvia comosi fuese sangre.

—La batalla, Myrddin; he venido aescuchar tu relato —Annwas clavó losojos en los míos y no se movió, a pesardel aguacero.

Tardé un poco en contestar.—¿A qué batalla te refieres? —

pregunté, al tiempo que imaginaba y

temía la respuesta.La oscuridad se arremolinaba a mi

alrededor, y envolvía la misma montañaen forma de una neblina nocturna deorigen incierto. Un viento cada vez másfuerte que arrastraba la lluvia empezó agemir por entre las rocas.

—Creo que lo sabes perfectamente—aseguró con suavidad.

—¡Y a mí me parece queprofundizáis en mis sentimientos con unconocimiento que pocos hombrespueden alcanzar respecto de otro! —Lemiré furioso mientras experimentabacómo la ira hervía en mi alma una vezmás. El viento chilló mi desafío.

—Cuéntamelo —insistió sin alzar lavoz, pero con una tenacidad firme comola roca—. Saldrá con más facilidaddespués de que hayas empezado.

—¡Déjame, maldito seas! —Lo odiépor obligarme a exhumar aquelloshuesos tanto tiempo enterrados. La lobase incorporó de golpe, gruñendo, peroAnnwas levantó su mano hacia ella, y elanimal se dejó caer sobre el suelo conun lloriqueo.

—Myrddin —la voz era dulce, comola de una madre que acuna a su hijo—,la herida cicatrizará. Pero primerodebes eliminar el mal que te envenena elespíritu.

—Soy feliz en mi estado actual —jadeé. Me costaba respirar. El vientocomenzó a aullar, y la helada lluvia caíasobre nosotros como una recia cortinade agua.

Annwas Adeniawc extendió suhuesuda mano y la posó sobre mi brazo.

—Nadie es dichoso en el infierno,Myrddin. Has llevado tu carga durantedemasiado tiempo; es hora de soltarla.

—¡Pese a su enorme peso es todo loque tengo! —grité, mientras en mi rostrose mezclaban las lágrimas de rabia y dedolor con las gotas.

El ermitaño se levantó y penetró enmi cueva. Permanecí donde estaba hasta

que él me llamó. Cuando miré, unahoguera ardía justo al otro lado de laentrada.

—Ven a resguardarte de la lluvia —invitó Annwas—. Prepararé algo decomer mientras hablamos.

¿Cuánto tiempo hacía que miestómago no recibía algo caliente?, mepregunté, y casi sin darme cuenta entréen la cueva para reunirme con él. No sédónde encontró el pequeño puchero parapreparar el estofado, ni de dónde sacó lacarne, ni el grano para el pan. Mientrasobservaba cómo lo disponía todo y olíacomo se cocía, cesó mi resistencia yempecé, vacilante, a contárselo… y, por

Dios, que el relato fue minucioso enextremo.

Ganieda salió hacia el norte aquellaprimavera, en dirección a la casa de supadre en Celyddon. Parece que unamujer necesita estar cerca de los suyoscuando va a dar a luz. Yo me opuse enun principio, pero mi esposa demostrósus inmejorables dotes persuasivas,pues, finalmente, logró convencerme.

Preparé el viaje, con todas lasprecauciones posibles; me ocupé detodos los detalles personalmente, porquesabía que no podría acompañarla. Ella

intentaba tranquilizarme:—Goddeu estará precioso durante el

verano. Ven cuando puedas, mi amor,Elma te dará una gran sorpresa. —Mebesó—. Tienes razón al preocuparte porel viaje, pero nada me sucederá.

—No se trata de un paseo por losbosques después de comer, Ganieda.

—En efecto, no lo es. Te agradezcoque me lo recuerdes. Pero mi embarazono está tan avanzado como para quemontar a caballo me resulte incómodo.

Se irguió en toda su estatura y alisósu manto sobre su vientre todavía plano.

—¿Ves? Ni siquiera ha empezado anotarse. Además, soy temible con una

lanza en la mano, ¿no es verdad, miamor? Estaré bien.

¡Jesús, hubiera debido ir con ella!—De todas formas, ni por un

instante pensaría en tener un bebé sinElma para ayudarme —continuó. Elmahabía hecho de comadrona a su madre, yconstituía lo más parecido a una madreque Ganieda recordaba. Además, insistoen que una mujer necesita sentir el calorfamiliar cuando los dolores del partoempiezan—. Te preocupas sinnecesidad, Myrddin. Gwendolaucabalga ya a nuestro encuentro y, si noparto enseguida, llegará aquí inclusoantes de que yo haya iniciado el camino.

—Lo cual me tranquilizaríaenormemente —observé.

—Ven conmigo entonces.—Ah, Ganieda, sabes que me es

imposible. Las torres, los caballos, hayque adiestrar al ejército…

Se acercó más y posó las manossobre mis hombros mientras se sentabaalegremente sobre mis rodillas para queno me levantara de mi asiento.

—Acompáñame, esposo.Suspiré. Habíamos mantenido

aquella discusión con anterioridad.—Te seguiré en cuanto pueda —le

aseguré. Transcurrirían sólo unos pocosmeses. Ganieda tenía que partir ahora,

mientras aún podía hacer el viaje sinproblemas ni demasiadasincomodidades. Yo me reuniría con ellacuando mis tareas estivales hubieranterminado, en el próximo otoño. El bebéno nacería hasta bien entrado elinvierno, de modo que dispondríamosaún de mucho tiempo para estar juntostras mi llegada a Goddeu.

Cuando finalmente se puso encamino, las cosechas ya iban muyadelantadas. Treinta de mis hombres laescoltaron, además de cuatro doncellas.Con la mitad hubiera sido suficiente,pero yo estaba decidido a ser cautelosoy Maelwys se mostró conforme, al

tiempo que afirmaba que era mejorasegurarse que lamentarlo.

—Yo me conduciría de la mismaforma si estuviera en tu lugar —meconfesó.

Apenas se había iniciado lo queempezaba a conocerse como latemporada de las luchas, que tenía lugarcada año por la misma época, de modoque no era probable que los viajeroshallaran problemas en su trayecto. Paramayor precaución, había ideado una rutaque los mantendría bien alejados de lascostas. El peligro podría aparecercuando se aproximaran a la Muralla,mas, para entonces, Gwendolau ya se

habría encontrado con ellos y formaríanun grupo de una cincuentena depersonas. Los riesgos eran mínimos.

Ganieda abandonó Maridunum unaradiante mañana con su escolta, y yo,con el calor de sus labios en mi boca,contemplé cómo ella giraba su montura yse reunía con los demás, para abandonarel patio y tomar la antigua carretera.

Realmente formaban un alegregrupo. ¿Por qué no? Ganieda regresabaa casa para tener a su hijo y el mundoera un lugar maravilloso. No dejó deagitar la mano como despedida hastaperderse de vista; yo también la saludéhasta que la ladera de la colina me

impidió divisarla. Entonces elevé unaoración rogando por su seguridad,aunque puedo asegurar que no era laprimera ni sería la última. Despuésregresé a mis deberes.

Un fragante verano sucedió deinmediato a la primavera y, transcurridoel tiempo necesario, los treinta hombresregresaron con la noticia de que el viajehabía ocurrido sin incidentes. Trasacompañar a Ganieda hasta la casa de supadre, habían permanecido allí para quelos caballos descansaran durante unosdías antes de regresar. Custennin sehallaba muy dichoso de tener a su hijaen casa y enviaba sus saludos y el

mensaje de que todo iba bien en sureino; para ellos constituía un veranotranquilo, pues no habían soportadoataques de ningún tipo.

Por fin me sentí tranquilizado ydirigí mi atención a finalizar mis tareaspara poder cabalgar tras ella lo antesposible.

Maelwys y yo trabajábamosduramente de la mañana a la noche, conlo que caíamos agotados sobre nuestroslechos. En más de una ocasión, Pelleastuvo que despertarme en mi sillón antela mesa, y me retiraba dando traspiés ami habitación. Charis se ocupaba de lascuestiones domésticas y de los

sirvientes, de modo que podíamosderrumbarnos cada noche con losestómagos llenos sin tener quepreocuparnos también por esto, pues, delo contrario, me temo que hubiéramosmuerto de hambre.

Las torres de vigilancia a lo largo dela costa estaban ya casi terminadas y lasque habíamos situado tierra adentro a finde transmitir las señales avanzaban suconstrucción a buen ritmo; los nuevoshombres habían recibido su primerentrenamiento del verano; nuestramanada de caballos se había vistoincrementada con veintiocho robustospotros, y también habíamos limpiado

algunas hectáreas de tierra para futurospastos.

Imagínate, yo ya pensaba en una críaselectiva de caballos para conseguiraumentar su tamaño, fuerza, valor yresistencia. Sería una lucha ganada porun ejército de guerreros montados comolas antiguas alas romanas.

Por fin llegó el otoño, un poco antesde lo esperado, y pude partir. Escogí atreinta hombres para que meacompañaran, aunque más bien deberíaespecificar que elegí a treinta de lostrescientos que pedían a gritos que lespermitiera cabalgar a mi lado. Ignoro larazón por la que me rodeé de tantos,

pues pensaba en llevarme sólo unatercera parte de ese número; quizás elmotivo podría hallarse en que, cuandollegó el momento, la selección seconvirtió en algo difícil y no tuvebastante valor para frenar su entusiasmo.

No tardamos más de una jornada enreunir pertrechos y provisiones, ysalimos hacia Celyddon.

Los días resultaban dorados. Elclima del verano había favorecido lascosechas y por todas partes se veíangentes atareadas en la siega; los rebañosofrecían un aspecto sano y lustroso; cadafinca y cada poblado lucía nuevosedificios y, en algunos casos, incluso

una sala para reuniones y festejos. Eltemor que se había extendido por todo elterritorio durante los últimos años habíaretrocedido en gran medida a causa delbreve respiro de que disfrutábamos enlos inquietantes ataques de los piratas.En todos los lugares se veían rostrosanimosos y esperanzados.

Después de varios días de camino,llegamos a Yr Widdfa, una regióndesolada y abandonada si se lacomparaba con el rico sur. Pero inclusoaquí el verano había obrado uno de susmúltiples milagros: los animales habíantenido abundantes crías y las gentesestaban contentas. Acampamos una

noche estrellada en un desfiladero dealta montaña y, al despertarnos, nosencontramos con las matas de brezoscubiertas de escarcha. Ensillamos losresoplantes caballos y esa mismamañana iniciamos el descenso hacia lasabruptas tierras bajas en dirección a laMuralla.

El día era de una claridad cegadora,y pude divisar la oscura masa deCelyddon que se extendía en el lejanohorizonte. Dentro de pocos díasdormiría de nuevo en brazos deGanieda.

Al llegar al bosque envié emisariospor delante de nosotros para anunciar

nuestra llegada. Sabía que tantoCustennin como Ganieda recibirían conagrado la noticia.

Mi espíritu personificaba laimpaciencia. Nuestra larga separaciónme había resultado más dura de lo quesuponía; la sola idea de abrazarla enbreve tiempo me llenaba de un dolorexquisito. La silla de montar seconvirtió en una prisión, y el tiempo notranscurría con la rapidez necesaria.Dormía poco, pues, el pensar enGanieda y en nuestro hijo, me agitaba,debido a mis enormes deseos dereunirme con ella. Tenía tanto quecontarle sobre todo lo sucedido durante

su ausencia… Creo que habríacabalgado incluso de noche si esohubiera sido posible en el enmarañadoCelyddon.

Mi tormento era dulce, pero nodejaba de ser torturante.

No obstante, por fin amaneció el díadel encuentro; me desperté antes queningún otro, con la certeza de que sicabalgábamos a buen ritmo podríamosalcanzar el palacio de Custennin hacia elmediodía. Calculé que los emisariosdebían de haber llegado la nocheanterior. Ganieda estaría a la espera ymi intención era abreviarla.

La espesura se despertaba a nuestro

alrededor mientras avanzábamos por unestrecho sendero a través de la quietuddel bosque. Nos detuvimos a desayunar,poco después de la salida del sol;permití que los hombres desmontaran,pero sólo mientras comían; luegovolvimos a cabalgar a toda prisa.

Al mediodía alcanzamos la cresta dela última colina, donde el sendero seensanchaba apenas y seguía serpenteantehacia abajo, entre la arboleda, endirección a Goddeau. No podíamos verla fortaleza de Custennin, pero noshallábamos cerca.

El primer aviso llegó pocosmomentos después.

Nos habíamos detenido en un arroyopara un leve descanso y dejar que loscaballos abrevaran antes de emprenderel último tramo de nuestro viaje. Unoscuantos de mis hombres habían cruzadohasta la otra orilla para dar más espacioa los demás y se habían desperdigado.

Escuché un grito mientraspermanecía arrodillado y me llevabaagua a la boca.

—¡Mi señor Myrddin! —Mi nombreresonó en el cercano bosque—. ¡Miseñor Myrddin!

—Aquí estoy —respondí—. ¿Quésucede?

Uno de los guerreros, que llevaba

cuatro años conmigo, vino corriendohasta mí.

—Mi señor Myrddin, he encontradoalgo que deberíais ver.

—¿Qué es, Balach? —Sólo observépreocupación en la expresión de surostro.

—Pisadas en el barro, señor. —Levantó el brazo para señalar arroyoabajo—. Justo allí.

—¿Cuántos hombres?—No sabría calcularlos con

seguridad. Mi señor deberíacomprobarlo por sí mismo.

—Muéstrame el lugar.Me condujo en la dirección

indicada, me introduje en el agua ychapoteé hasta el otro lado y allí, sobrela fangosa margen, advertí pisadas deunos veinte hombres o más. No habíapisadas en la orilla opuesta, por lo tantoel grupo no había cruzado el lecho, sinoque había salido de él…

¡Saecsen!Era algo frecuente en estos guerreros

cuando viajaban por zonas muyarboladas: seguían el curso natural de unrío, lo que les permitía atravesarregiones difíciles que les erandesconocidas.

Ahora habían llegado a Celyddon deeste modo.

Es más, iban por delante denosotros, aunque sólo podíamosadivinar la ventaja que nos llevaban. Detodas formas, los rastros eran aúnbastantes frescos, no podían habertranscurrido más de algunas horas. Aldesconocer aquellos parajes, semoverían despacio, y quizá podríamosalcanzarlos a caballo. ¡Luz Omnipotente,permite que los atrapemos!

Al instante, ordené a mis hombresmontar y que estuvieran alerta, con lasarmas preparadas por si se producía unaemboscada. Luego, nos pusimos enmarcha.

Nuestras precauciones parecían

innecesarias. No descubrimos másrastros, y, de no haber visto las huellaspor mí mismo, hubiera creído queBalach lo había imaginado. Aunque nosdetuvimos de vez en cuando a escuchar,no oímos más que el alegre parloteo delas ardillas y las reprimendas de loscuervos.

Seguimos en dirección a Goddeu y, apesar de la aparente tranquilidad delbosque, un terrible presentimiento seapoderó de mí, un temor que me hacíaexperimentar un peso enorme en elpecho. El miedo me invadió desde elsoleado bosque, motivado por lossusurros de preocupación y de callada

alarma.Avancé al galope.Entonces los caballos empezaron a

inquietarse. Tengo entendido que puedenoler la sangre a distancia.

Muy por delante del grupo ahora,coroné una loma y contemplé Goddeu,tranquilo junto a su transparente lago. Elsol caía con fuerza sobre el camino quese extendía ante mí, y pude distinguir loscuerpos tendidos por doquier.

Espoleé mi caballo hacia aquel lugary salté de la silla. Se trataba de un grupode mujeres…

¡Oh, buen Dios, no!¡Ganieda!

Me arrodillé y le di la vuelta a laprimera: una joven de trenzas negras, ala que le habían cortado el cuello.

A la siguiente le habían atravesadoel corazón, y la parte frontal de su mantoblanco estaba teñida de un profundocolor rojo; su cuerpo estaba aúncaliente.

Ganieda, amor mío, ¿dónde estás?Tropezaba a tientas contra un montón

de cuerpos caídos. Los horrores de lasbrutales hachas saecsen en aquelloscuerpos, en una ocasión hermosos, mehicieron llorar y apretar los dientes. Conalgunas, incluso, se habían ensañadoantes de matarlas, y les habían

arrancado la ropa que cubría suspiernas. ¡Por el amor de Dios! ¡Quéhorrendas heridas marcaban sus muslos!Todas habían perecido de una formahorrible.

Que el cielo me excluya parasiempre, ¡pero ojalá hubiera muerto yotambién ese día!

Ganieda no se hallaba entre las sietemujeres de aquel grupo. ¡Oh, por favor,Padre amantísimo! Mi corazón se aferróa aquella minúscula esperanza, altiempo que me precipitaba haciaadelante. Tras de mí empezaban a tronarlos cascos de los caballos de losprimeros hombres de mi grupo.

No sé qué provocó mi desvío delsendero. Quizás un suave resplandorazul pálido entre las sombras…

Me dirigí hacia un árbol caído, unviejo tronco muerto desde hacía muchotiempo. En el extremo opuesto divisé ados mujeres derrumbadas sobre elcuerpo de una tercera. Las aparté a unlado con mucha suavidad…

Las doncellas de Ganieda habíanmuerto mientras intentaban proteger a suseñora con sus propios cuerpos.

Los bárbaros habían advertido quemi esposa estaba embarazada. ¡Oh,habían disfrutado al darle muerte!

¡Luz Omnipotente, no puedo

soportarlo!¡Oh, Annwas, todavía veo su cuerpo

ante mí, siento su efímero calor en mismanos y recuerdo el sabor de su sangreen mis labios al besar su fría mejilla…No puedo soportarlo! ¡Por favor, no meobligues a seguir!

Sin embargo, te empeñas enescuchar aquello que me resulta másodioso de todo lo que sé… Muy bien, telo explicaré para que todos conozcan miangustia y mi vergüenza.

Ganieda había recibido muchasheridas. Su manto estaba empapado desangre, que empezaba a coagularse, ydesgarrado, pues habían intentado

desnudarla. Le habían seccionado unode sus hermosos pechos, y traspasaronsu orgulloso e hinchado vientre con lapunta de una espada. ¡Buen Dios, porfavor, no! Había sido apuñaladarepetidas veces, en un alarde decrueldad.

Las piernas se me doblaron, caísobre el cuerpo de mi amada y unterrible grito de dolor brotó de migarganta. Me incorporé y sostuve elhermoso rostro de Ganieda entre mismanos. Su bello semblante aparecíacontraído en una horrible mueca deagonía, salpicado de sangre, con susojos azules empañados y ciegos.

¡Bestias! ¡Bárbaros!Entonces la vi; por una de las

heridas del vientre… ¡Dios Bendito!…Una diminuta mano nonata que intentabaalcanzar la vida que jamás conocería.Azulada e inmóvil, minuciosamenteveteada, su minúscula muñeca surgía deentre aquellas entrañas muertas…, lamano del destinado a ser mi queridohijo…

A12

lgo tronó en el interior de micabeza. Las voces zumbaban en mis

oídos como avispas furiosas. ¡BESTIAS!¡BÁRBAROS! El suelo se estremecía a mialrededor como un mar embravecido.Tropecé, caí, me incorporé y eché acorrer. Padre Misericordioso, huí entrevómitos de bilis, boqueando, meahogaba pero no podía detenerme.

A mi espalda se oyó un grito, y eltintineo de las armas al serdesenvainadas. Sonó el cuerno: lossaecsen habían sido descubiertos.

Adiós, Ganieda, mi amor; te quisemás que a mi propia vida.

Un Merlín diferente se volvió paraenfrentarse al enemigo. Mi espada, laespada real de Avallach, no abandonómi mano, giraba sobre mí cabeza,centelleaba en el aire; mi caballo seprecipitaba directamente en medio delgrupo de guerreros saecsen, pero yo norecuerdo en absoluto haberdesenfundado mi arma ni espolear a mimontura hacia el fragor de la batalla.

Aunque mi cuerpo era el mismo,Merlín había desaparecido.

Observé rostros siniestros que sealzaban ante mí y que vociferabanextraños juramentos a diosesdesconocidos; semblantes llenos de odioque se desvanecían bajo los cascos delcaballo, figuras repugnantes que secontorsionaban con cabezas separadasdel tronco mientras mi espada acababacon ellas.

El frenesí de la lucha se habíaapoderado de mi persona; ardía con él.El enemigo sentía el calor abrasador defuria asesina; ninguno podía enfrentarsea mí y, como el número de adversariosera reducido, resultó fácil vencerlos.

Mientras el resto de mi grupo se

reunía en derredor mío, y algunos deellos limpiaban la sangre de susespadas, permanecí sentado sobre lasilla, mirando al sol con ojos vacíos y laespada apoyada sobre el muslo.

Sentí el contacto de una mano sobremi brazo.

—Mi señor Merlín —empezóPelleas—, ¿qué sucede? —Su voz eratierna como la de una madre que sedirige a su hijo febril—. ¿Qué habéisvisto?

Ante nosotros empezó a ascenderhumo procedente de la fortaleza deCustennin, y el viento trajo el sonido degritos distantes. Tiré de las riendas que

sujetaba y espoleé a mi montura haciaadelante.

—Mi señor Merlín —me llamóPelleas, pero no le contesté. No podíahablar; además, ¿qué respuesta podíadarle?

Algunos de los bárbarossupervivientes tras el enfrentamiento enel camino, regresaban al vado delarroyo, quizá con la intención de tenderuna emboscada a cualquiera querecorriera el sendero y evitar que fueraen ayuda de Custennin. Por su parte, elgrupo principal había seguido adelantepara atacar Goddeu.

Antes de que mis hombres

asimilaran la nueva situación, yo ya mealejaba, tras lanzar mi caballo al galope,ladera abajo en dirección al lago quenos separaba del palacio de madera deCustennin. Al igual que en la batallaanterior, mi cuerpo se movíaespontáneamente. No era responsable demis actos. La sensación queexperimentaba podía compararse a la dealguien que observara a un extraño.

Fui el primero en llegar hasta elenemigo y me arrojé para combatirlossin meditarlo. Si existía algúnpensamiento consciente en mí, creo queconsistía en el deseo de que una de lasodiadas hachas saecsen encontrara

rápidamente mi corazón.Habían incendiado el primer

edificio que habían encontrado, y elhumo negro y espeso se elevaba hacia elcielo. Varios Seres Fantásticos yacíanmuertos en el suelo, la mayoría mujeresderribadas cuando corrían hacia laseguridad del recinto principal. Acabécon seis contrincantes antes de queadvirtieran mi presencia, y otros cincosaecsen murieron antes de poderlevantar sus armas contra mí.

Formaban un grupo de unos cuarentaen total; y entre mis treinta hombres yaquellos soldados de Custennin que nohabían acompañado a Gwendolau a

cazar, les sobrepasábamos en número,con lo que pronto terminamos con ellos;de hecho, la lucha casi finalizó antes deempezar. Mis hombres habíandesmontado y limpiaban sus armasmientras buscaban heridos entre loscaídos, evaluaban los daños y hacíanrecuento de las pérdidas. En aquelmomento, oímos caballos que entrabanal galope en el poblado.

Gwendolau y su partida de cazahabían divisado el humo y regresaban atoda velocidad en defensa de su hogar.Llegaron cubiertos de sudor, con su jefey Baram a la cabeza. Antes de detener sumontura ya había calibrado la situación.

Miró primero a su padre, que se hallabade pie y sujetaba con una mano el collarde uno de sus perros para impedir que elanimal se ensañara más con el cadáverdegollado que tenía ante él, y luegodescubrió mi presencia.

—¡Myrddin! Tú… —empezó. Larápida sonrisa de alivio se desvaneciócuando comprendió el significado de miexpresión. Ni siquiera Custennin lohabía adivinado—. ¡No! —gritó, y elsobresalto cundió de nuevo entre los quelo rodeaban—. ¡Ganieda!

Corrió a mi encuentro, y se agarró ala brida de mi caballo.

—¡Myrddin, ella salió a recibirte!

Estaba tan feliz, tan… —Volvió unosojos horrorizados hacia el sendero porel que había venido, como con laesperanza de que ella apareciera sana ysalva por detrás de nosotros, aunquesospechaba que no sucedería.

Me miró en busca de una respuesta,pero yo permanecí mudo ante elhermano de mi amada, al que yoconsideraba asimismo como unhermano.

Custennin se acercó. Nunca sabré sitambién él se dio cuenta de lo ocurridocon su hija, porque, en aquel mismoinstante, escuchamos un sonido queprovocó que la sangre se nos helase en

las venas.Se extendió el profundo resonar de

un cuerno, que recordaba al cuerno decaza, pero con una nota más grave, másbaja; era un sonido chirriante, brutal yodioso, creado para inspirar terror ydesesperación a los que debían hacerlefrente. Lo oía por primera vez, aunque,Dios bendito que estás en los cielos, nosería la última, y, sin embargo,comprendí muy bien lo que significaba.

Se trataba del gran cuerno de batallade las hordas saecsen.

Los cincuenta nos volvimos como unsolo hombre para contemplar cómo lamuerte se abatía sobre nosotros

descendiendo por la colina: ¡un ejércitode quinientos saecsen!

Entre aullidos se precipitaron alcombate. ¡Puedo jurar que la tierratemblaba bajo el tronar de sus pies!Algunos de los guerreros más jóvenesno se habían encontrado nunca con estaclase de tropas en formación de batalla,pues aún en aquella época no era muycorriente y se asombraron de losaudaces y semidesnudos bárbaros quecaían sobre nosotros; sus hachas deguerra relucían despiadadas bajo laintensa luz, sus resistentes piernas semovían velozmente como si se tratara dela misma muerte que deseaba abrazarnos

y las largas trenzas de color trigorevoloteaban en el aire.

Escuché a más de uno maldecir elhaber nacido y prepararse para morir alcontemplar aquella espantosa visión.

Resultaba evidente que nossobrepasaban en una proporción de almenos diez a uno, pero nosotrosconstituíamos un grupo a caballo. Uncaballo adiestrado para la lucha suponeuna baza incalculable, en especial en losenfrentamientos contra saecsen y otrastribus parecidas que sólo atacan a pie.

El temor general ante el enemigo sedisipó mientras montábamos y nospreparábamos para el ataque.

Gwendolau gritó mi nombre, pero no lerespondí, porque en aquellos momentosya espoleaba mi caballo hacia adelante.Mi intención consistía en medirme solocontra todo el ejército saecsen.

Me pidieron vociferante que medetuviera y esperara al grueso de losnuestros. Gwendolau se hizo cargo delmando y organizó la defensa: dividió anuestra pequeña tropa en dos paraintentar dividir aquella ola que nosembestía. Nuestra única esperanzaresidía en romper su frente de batalla,internarnos en su compacto grupo una yotra vez hasta agotarlos, al tiempo quehacíamos desaparecer a tantos

adversarios como pudiéramos, pero sindejar que se acercaran demasiado o nosrodearan. Nuestro número erademasiado reducido, en comparación alsuyo, de modo que no sobreviviríamos aun combate frontal.

En cuanto a mí, no tenía la menoresperanza. No tenía plan, ni voluntad,todo se limitaba a cabalgar, luchar yacabar con el mayor número posible deasesinos de mi amada antes de que memataran ellos a mí. Os aseguro que nome importaba morir; no deseaba respirarel aire de este mundo si mi Ganieda nose hallaba también viva para hacerlo.

¡Muerte, me has apartado de mi

corazón y de mi alma, llévame también amí!

El viento que levanté al pasarsilbaba al quedar hendido por la espadaque alzaba sobre mi cabeza. Los cascosherrados de mi caballo se hundieron enel blando terreno y lo salpicaron todo debarro. La capa ondeó a mi espalda comoun ala gigantesca y grité…

Sí, vociferé a aquellos engendrosdel demonio que tenía delante; mi vozsurgió terrible como el trueno,traspasando el cielo con su clamor:

¡Cielo y Tierra, sed testigos!¡Soy un hombre, ved cómo

muero!¡Ved cómo mi relampagueante

espada se abre paso!¡Ved cómo mi escudo deslumbra

como el sol del mediodía!¡Ved cómo mi brazo dicta feroz

sentencia!¡Prepara tus sepulturas, Tierra!Abre de par en par tus

insaciables faucespara engullir el alimento que te

entrego.¡Reúne tus nieblas y tus nubes,

Cielo!Teje tus más sombríos vaporespara envolver en un sudario a

los muertosque te entrego.¡Escuchad y obedeced! ¡Yo,

Myrddin Emrys, os lo ordeno!

Mi grito era aterrador. Reí, y mi risaresultó aún más pavorosa. Solo, melancé contra las hordas saecsen;arremetí contra ellos, despojado de todasensación y sentimiento.

Como un demente.El alto estandarte de cola de caballo

que portaba un enemigo se alzó ante misojos: una cruz sobre un poste en la quese apoyaban sendos cráneos de lobo acada extremo del travesaño y uno

humano en el centro; los tres orlados conhelechos, de los denominados colas decaballo, teñidos de rojo y de negro. Medirigí directo a aquella imagen al tiempoque la apuntaba con mi espada.

No recuerdo lo que pensé ni cuál erami intención, pero mi carga fue tanimpetuosa que al llegar a la línea frontalde la batalla los cascos de mi caballobarrieron literalmente a los primerosadversarios con los que me encontré y,en mi carrera en dirección al estandarte,acabé rodeado por todos ellos. Elportador de éste, un jefe musculoso yalto, se echó a un lado. Mi espada teníael campo libre hacia él y, con el impulso

de mi arremetida, dividió limpiamenteaquel sólido mástil como si se tratara deun tallo seco.

El jefe saecsen, un enorme bruto decabellos amarillo pálido que, desde sussienes, colgaban en largas trenzas,permaneció bajo el estandarte rodeadode sus esbirros, mientras contemplabasorprendido cómo el emblema sedesplomaba pesadamente. Su ultrajantealarido llegó a mis oídos como unsonido suave y lejano, ya que de nuevohabía penetrado en aquel extraño estadoen el que las acciones de los demásparecían lánguidas y lentas como si lasejecutaran hombres medio dormidos.

La aguerrida y trepidante hueste seconvirtió en una masa maciza y lenta,pesada y apagada, sin velocidad niagilidad, dominada por un terriblesopor. Otra vez, como en la batalla deMaridunum, actué inexorablemente:repartía muerte con cada uno de misbien calculados golpes, derribabapoderosos guerreros con nimio esfuerzoy mis perfectos movimientos seacompañaban de una mortíferaelegancia.

El estruendo de la batalla setransformaba para mí en el rumor de lasaguas al bañar lejanas playas. Me movíacon limpia precisión, mis atinados y

contundentes golpes se hallabancolmados de un espíritu vengativo y miespada parecía un ser vivo, un ondeantedragón carmesí que escupía destrucción.

El enemigo constantemente se meenfrentaba, pero logré abrir brecha entresus filas como si fuera el segador y ellosel maíz listo para la siega. Golpeabaincesante, y la muerte se derramabacomo una sentencia a mi alrededor.

La lucha se encrespó en torno a mí.El primer ataque de Gwendolau habíaconseguido abrirse paso por entre elenemigo, pero la segunda carga habíaquedado atascada, a causa de quepeleábamos en contra de demasiados

saecsen, y nosotros representábamos unreducido número de jinetes. Aunquecada uno de mis hombres matara con unúnico mandoble de su espada, otros dosbárbaros saltaban hacia adelante paraderribarle de su montura antes de que subrazo hubiera podido liberarse del pesomuerto.

Ayudé cuanto pude a aquellos quetenía más cerca, pero mi embestida mehabía llevado al centro de la huestesaecsen, fuera del alcance de la mayoríade mis compañeros. Por todas partesveía a hombres valerosos derribados ymuertos por aquellas terribles hachas.Mis esfuerzos resultaban inútiles.

El jefe supremo de la hueste, elgigante rubio, se alzó ante mí con unenorme mazo en la mano. Babeando decólera, bramó su desafío en mi direccióny avanzó a mi encuentro, mientras sushombros y sus fornidos brazos tensabantodos los nervios a causa del esfuerzoque requería balancear el mazo. Alespolear a mi caballo contra él,permaneció quieto como un roble. Conel sol centelleante en su amarillacabellera y sus ojos azules ytransparentes sin sombra de temor, medesafiaba, con el mazo ensangrentadoentre las manos.

Galopé hacia él y aguardé hasta que

elevó su arma para asestar el golpemortal. Mi primer mandoble le desgarróla parte baja del desprotegido estómago.

Un hombre de menor envergadura sehubiera desplomado, pero aquel doradogigante no se movió, sino que dejó caerel mazo con tanta fuerza que su herida seabrió por completo y la sangre y lasentrañas salieron a borbotones. Alverlo, me eché a reír.

Su brazo descendió sin fuerza, y,mientras sus manos se sujetaban elvientre, hundí la punta de mi espada ensu garganta. Un chorro de brillantesangre roja se derramó sobre mi mano.

Permaneció de pie por un instante,

con los ojos en blanco, y luego sederrumbó sobre el suelo. Liberé laespada de su cuello entre dementescarcajadas por el absurdo que inspirabaaquella situación.

¡Había vencido al jefe supremo delos saecsen! Él había asesinado a miesposa y a mi hijo nonato, y yo habíaacabado con el descomunal bruto con unsimple truco infantil. La secuencia delos acontecimientos carecía porcompleto de lógica. Lloré y reí a untiempo hasta sentir el sabor salado delas lágrimas en la boca.

Al caer su cabecilla, los bárbarosparecieron desconcertados. Habían

perdido a su jefe, pero no su ánimo. Nitampoco su calculada crueldad.Siguieron su ataque con enloquecidovalor, como si se dispusieran a vengarla reciente muerte. Ahora luchaban porel honor de acompañar a su señor alValhalla, la gran Mansión de losGuerreros en su despreciable OtroMundo.

Por mi parte, ayudé a tantos comopude a obtener ese privilegio.

Mis compañeros de armas no fuerontan afortunados, pues muchos perecieronese día. Recuerdo que me volví unmomento, cuando el flujo de la batallame abandonó por un instante, y paseé la

mirada por el campo; sólo un pequeñopuñado de mis valientes hombres hacíafrente todavía a los bárbaros. Aquelminúsculo grupo representaba todo loque quedaba.

Intenté cabalgar hacia ellos, pero labrecha se cerró de nuevo y me impidiódivisarlos. Fue la última vez que los vivivos.

Un celo espantoso se apoderó de mí.Con una furia asesina, repartí mandoblesy golpes a diestro y siniestro con todasmis fuerzas y el corazón a punto deestallar. Terminé con tantos adversarios,que empecé a temer que no habríasuficientes para aplacar mi sed de

sangre. Miré a mi alrededor y contemplémás enemigos muertos que con vida, y ladesesperación me invadió.

—¡Aquí estoy! ¡Aquí está Merlín,atrapadme!

La mía era la única voz que sealzaba del terreno de batalla. Losbárbaros clavaron sus ojos en mí conexpresión atontada, mudos ante mi justacólera, mientras las fuerzas lesabandonaban.

—¡Venid a mí! —grité—. ¡Vosotrosque os regocijáis en la muerte, venid amí! ¡Os cubriré de gloria! ¡Os haréfelices! ¡Os concederé un espléndidofin! ¡Venid! ¡Recibid el castigo que

merecéis!Se miraron los unos a los otros con

ojos desorbitados. Debían quedar unossetenta o más para hacerme frente. Lalucha había sido cruel en exceso.

Yo resplandecía, Annwas; un fuegojusto y terrible emanaba de mí y seacobardaron al percibirlo. El valor huyóde ellos como el agua.

Permanecieron inmóviles al tiempoque me observaban fijamente, y yo alcémi espada y clamé al cielo para quecontemplara su destrucción. Despuésclavé las espuelas en el caballo, y elanimoso animal respondió fielmente; apesar de que apenas lograba sostener la

cabeza y brotaba sangre de sus hocicos,alzó los cascos y saltó en dirección a losbárbaros.

El mismo sol resultaba opacocomparado con el brillo de mi espadamientras golpeaba y se hundía en suscuerpos. De los setenta hombres ningunopodía levantar un hacha contra mipersona. Caían como robles derribadospor un rayo; descendían a las oscurascavernas de la muerte mientras sesujetaban las heridas y aullaban.

La sangre empapó el suelo bajo suspies, y la tierra se tiñó de color vino.Resbalaban en aquella masasanguinolenta, y yo clavaba mi espada

una y otra vez, hendiendo susdesprotegidas cabezas desde lacoronilla a la barbilla, hasta que sedesplomaban fulminados sobre la tierraencharcada.

Fue una carnicería espantosa.Al final, los pocos que quedaban con

vida arrojaron sus armas, se dieron lavuelta, y huyeron. Pero éstos tampocoescaparon a mi venganza. Cabalgué trasellos, los derribé con el caballo, ygalopé sobre sus cuerpos caídos una yotra vez hasta que todos abandonaron elmundo de los vivos.

Por fin, todo terminó. Sentado sobremi silla de montar, contemplé la terrible

masacre. Los saecsen yacían por todaspartes, y les grité:

—¡Levantaos! ¡Levantaos,cadáveres! ¡Tomad vuestras armas!¡Levantaos y luchad!

Me mofé de ellos. Los desafié. Losimprequé y los maldije incluso en lamuerte.

Sin embargo, no quedaba nadie quepudiese oír mis burlas.

Sobre el suelo yacían quinientossaecsen muertos, pero no habíanaplacado mi espíritu. ¡Mi dolor, miodio, mi furia aún ardían en mi interior!Ganieda estaba muerta y nuestro hijocon ella, además de Gwendolau,

Custennin, Baram, Pelleas, Balach, ytodos los valientes que formaban mipequeño grupo armado; aquellos seresalegres y despiertos, llenos de vida y deamor, de corazones palpitantes ypulmones henchidos de aire poco antes,se habían transformado en cuerpos queempezaban a quedarse rígidos. Misamigos, mi esposa, mis hermanosestaban muertos, y el sangriento precioque reclamé ese día, a pesar de serenorme, no podía saldar esa deuda.

Oh, Annwas, Mensajero Alado, yomismo maté a cientos. Cientos, ¿lo oyes?Cientos…

¡Y no era suficiente!

Contemplé el campo de batalla querelucía bajo el calor del sol. Tantranquilo y silencioso, salvo por elgraznar de las aves carroñeras quevolaban en círculos sobre él y quepicoteaban los ojos de los muertos. Enesto comprendí la triste realidad de laguerra: todos los hombres, amigos yenemigos por igual, constituyen sólo unalimento para las bestias al final de susdías.

Vi a la Muerte, que se movía porentre los cadáveres; se frotaba lasdescarnadas manos y sonreía con suboca sin labios mientras contemplaba miestupendo trabajo. Me saludó.

Bien hecho, Myrddin. Una cosechafabulosa; me siento muy satisfecha,hijo.

Mi horror no podía reprimirse. Unaneblina oscura se alzó ante mis ojos; lasvoces de los muertos se agolparon enmis oídos lanzando terriblesacusaciones. La ensangrentada tierra semofó de mí; el cielo y el sol meinsultaron. El viento se rió. Huí de allí,y busqué refugio en el profundo y negrocorazón de Celyddon. Me refugié en lascolinas sin nombre, en las montañasrocosas, en este estéril pedazo de tierracon su cueva y su manantial.

Annwas, éste es el reino de Myrddin

Wylt. Aquí es donde he vivido, yacabaré mi tiempo.

Muerte, te has llevado a todos misseres queridos, ¿por qué no me buscastambién a mí?

L13

evanté la cabeza y miré al exterior;la noche cubría ya el valle. La

tormenta había cesado, y las estrellasbrillaban con fuerza. En el aire flotabael aroma del pino y los brezos, y delbosque situado más abajo llegó elaullido de un lobo a la caza, un único ybreve grito en la oscuridad.

Loba, a mis pies, irguió las orejas;sus ojos dorados se posaronrápidamente en los míos, pero no semovió. El pequeño fuego que Annwashabía encendido aún ardía; el pucherohervía, y los pastelillos estaban cocidos.

Permanecía sentado, mirándome; surostro aparecía triste y sereno.

—¿Me odias ahora, Annwas? —pregunté en mitad del silencio,interrumpido sólo por el chisporroteodel fuego—. Ya sabes mi historia, ¿medesprecias por ello?

No respondió, sino que tomó untazón y echó un poco de estofado en suinterior.

—No puedo odiar a nadie —casi sedisculpó con suavidad, a la vez que metendía el cuenco—. Además, en estostiempos no pueden emitirse juicios. —Partió una de las pequeñas hogazas quehabía preparado y me la ofreció—.

Ahora comeremos; te sentirás mejorluego.

Interrumpimos nuestra conversaciónmientras nos alimentábamos. La comidaera buena, y, en efecto, tras acabarla,experimenté cierto bienestar. El fuegome calentó, y el estofado —¿cuántotiempo hacía que mi estómago no digeríacarne?— pronto me produjo sopor.Rebañé el recipiente con el pan y engullíéste; luego deposité el tazón a un lado yme envolví en mi capa.

—Duerme ahora, Myrddin —meaconsejó Annwas—. Descansa.

Me pareció sólo un instante, perocuando abrí los ojos de nuevo, el sol

recién salido llameaba sobre los picosmás altos, y el canto de las alondras sederramaba en el aire como una lluvia deoro. Mi compañero mantenía el fuegobien encendido y había traído agua en elpuchero para que bebiera.

—De modo que aún estás aquí —comenté, vertiendo agua en mi tazónpara beber.

—Sí —asintió.—No voy a regresar contigo —

afirmé con brusquedad.—Ésa será tu decisión, Myrddin.—Pierdes el tiempo, pues no

abandonaré este lugar.—Como desees. Pero te aseguro que

mi intención no es sacarte de aquí.¿Qué era lo que quería de mí?—Entonces ¿por qué has venido?—A salvarte, Myrddin.—¿Tengo aspecto de necesitar

ayuda?—Tu tarea no ha concluido —repuso

—. En el mundo de los hombres, losacontecimientos se desarrollan, y lasTinieblas lo cubren casi todo. Hanllegado incluso hasta estos límites. Sí, laEra de las Grandes Tinieblas que loshombres temían ha llegado y se haadueñado de la Isla de los Poderosos.

Lo miré furioso, ya que sus palabrasme molestaban más de lo que me hubiera

gustado.—¿Qué esperas de mí?—Te explico sencillamente las

circunstancias que reinan en estemomento. —Me entregó la otra mitad dela hogaza que había preparado la nocheanterior—. Lo que decidas, sólo teincumbe a ti.

—¿Quién eres, Annwas Adeniawc?¿Por qué te presentas ante mí de estaforma?

Sonrió bondadosamente.—Ya te lo he dicho, Myrddin. Soy tu

amigo.Entonces se levantó y se dirigió a la

entrada de la cueva.

—Ven conmigo ahora.—¿Adónde? —inquirí receloso.—Hay un arroyo en la cañada que

hay más abajo…—¿Sí?—Debemos acudir allí.Estas palabras constituyeron su

único comentario. Se dio la vuelta yempezó a descender por el sendero. Loobservé alejarse durante un momento,dispuesto a no acompañarlo, peroentonces él se detuvo, se giró, y me hizouna seña para que le siguiera. Melevanté y fui tras él.

El arroyo no era grande, pero sucaudal era abundante, debido a la lluvia

de la noche anterior. Se habían formadoprofundos estanques alrededor de lasrocas, y a uno de ellos me condujoAnnwas.

—Quítate la capa, Myrddin —meindicó mientras penetraba en el agua—,y las ropas.

Mis ropas, como las denominabagenerosamente, se limitaban a poco másque un taparrabos incrustado deporquería, el cual se me cayó mientrasintentaba quitármelo.

—Ya me han bautizado —leinformé.

—Lo sé —repuso Annwas, mientrasme tendía la mano—. Sólo quiero

lavarte.—No necesito a nadie. —Me eché

hacia atrás.—Vamos, vamos, ya lo sé. Pero, por

esta vez, permite que yo lo haga.Al contacto con las frías aguas, mi

piel se erizó y empecé a tiritar. Annwasme tomó de la mano y me colocó ante él.Llenó el cuenco que llevaba en la manode agua y me la echó por encima; luegosacó un pedazo de jabón duro yamarillento, como el que los antiguosceltas fabricaban en enormes bloquespara todo el clan, y del que cada familiacortaba lo que necesitaba, y empezó aenjabonarme.

Me lavó brazos y pecho, luego mehizo dar la vuelta para restregar miespalda.

—Siéntate —ordenó, y me acomodéen una roca cercana mientras me lavabalas piernas y los enmarañados y sucioscabellos y barba.

Sus movimientos eran rápidos yalegres, como si recibiera la mayorsatisfacción de su vida al hacerlo.Aunque aceptaba aquella situación,pensaba que resultaba extraño que a unadulto lo lavase otro adulto.

Sin embargo, no me incomodaba,sino que me reconfortaba; incluso lleguéa sentir que era lo apropiado. Imaginé

que de esta forma los emperadores deoriente ascendían a sus tronos.

La sensación de estar limpio meagradaba. ¡Limpio! ¿Cuánto tiempohacía?

Al ocuparse de mis cabellos, parasorpresa mía —aunque nada en aquelforastero hubiera debido sorprendermeya— sacó unas tijeras y una navaja deafeitar de la variedad griega, y, derodillas delante de mí, se dedicó aafeitarme; primero rebajó bastante losenredados rizos, y luego raspó el resto,hasta dejar la piel bien suave, con laafilada hoja.

Cuando terminó, me echó agua por

encima con el cuenco y me indicó:—Álzate, Myrddin, y ve al encuentro

de la mañana.Me puse en pie. El agua chorreaba

por todo mi cuerpo y advertí que lanáusea de todos aquellos años malsanosy baldíos, de desolación y de muerte, sealejaba de mí. Me erguí y aquella pielenfermiza se desprendió de mi cuerpo yvolví a encontrarme limpio y dueño demi razón.

Salí del estanque formado entre lasrocas y tomé mi capa, aunque me sentíareacio a ponerme de nuevo aquellamugrienta vestimenta.

Annwas había previsto este detalle.

—Deja la capa. No la necesitarás.Bueno, quizá tenía razón, pues el sol

brillaba y empezaba a calentar; sinembargo, no siempre sucedería lomismo. En las montañas refrescaba porla noche; entonces la añoraría. Meincliné de nuevo para levantarla.

—Déjala —repitió.Y se volvió para indicar sendero

abajo.—Mira —exclamó—, viene alguien

que te vestirá con ropas apropiadas a turango.

Observé en la dirección que meseñalaba y, Dios bendito, atisbé unafigura solitaria que ascendía

pesadamente por el sendero con doscaballos ensillados.

—¿Quién es? —Me volví hacia miacompañante, que se había colocado ami lado.

—Alguien cuyo amor te ha sostenidomás de lo que nunca podrás imaginar. —Sus palabras penetraron en lo másprofundo de mi ser, pero su mirada nome condenaba—. Se acerca, y yo deboirme.

—Quédate, amigo. —Extendí lamano para detenerlo.

—Ya he cumplido mi misión.—¿Nos veremos de nuevo?Inclinó la cabeza a un lado por un

instante, como si me evaluara.—No, creo que no será preciso.—Quédate —insistí—. Por favor, no

te marches.—Myrddin —dijo con dulzura

mientras apretaba mi mano en la suya—.Siempre he estado contigo.

Uno de los caballos que subían porel sendero relinchó. Volví la cabeza ydescubrí que el hombre que ascendía sehallaba más próximo, y que su aspectome resultaba realmente familiar. ¿Quiénpodría ser? Di un paso hacia adelante.

—Adiós, Myrddin —se despidióAnnwas; y, cuando volví la cabeza parasaludarle, había desaparecido.

—Adiós, Annwas Adeniawc, hastaque nos volvamos a encontrar —exclamé— y luego me senté en la roca aesperar que mi visitante llegara hastamí.

N14

o tuve que esperar demasiadotiempo; el hombre siguió sendero

arriba, a través de los guijarros y laspiedras sueltas, directamente hasta elarroyo donde yo aguardaba sobre laroca. No me veía, pues sus ojos seelevaban en dirección a la cueva situadaalgo más arriba, donde creía que meencontraba.

Debiera de haberle reconocido, perono lo hice. Ascendió fatigosamente porel camino y, cuando se detuvo junto alarroyo, me incorporé. Mi reacción leprodujo un considerable espanto: no

había previsto encontrarse a un hombredesnudo en la montaña poco después delamanecer.

—Mis saludos, amigo —exclamé, altiempo que me ponía en pie—. Perdonaque te haya asustado, no era miintención.

—¡Oh! —Dejó escapar un ahogadogrito mientras saltaba hacia atrás, igualque si hubiera visto una víbora. Pero alinstante su expresión cambió. Entoncesdescubrí de quién se trataba, aunque nopodía dar crédito a mis ojos. Él tambiénme reconoció.

—¡Mi señor Merlín!Soltó las riendas y cayó de rodillas,

al tiempo que el llanto afluía a sus ojos.Sus manos temblaban cuando lasextendió hacia mí, y sonreía como si laalegría le hubiera hecho perder el juicio.

—¡Oh, mi señor Myrddin, no meatrevía a esperar…!

Avancé indeciso.—¿Pelleas?—Mi señor… —Lágrimas de júbilo

se deslizaban por su rostro. Se agarró ami mano y la apretó contra sí; su cuerpose estremecía por la emoción.

—¿Pelleas? —Seguía aún sin podercreerlo—. Pelleas, ¿realmente estásaquí?

—Aquí estoy, mi amo. ¡Por fin os he

encontrado!Me eché a temblar de frío y, en

cierta forma, reaccionó, pese a queseguía como extasiado. Se puso en piede un salto y corrió hasta los caballos,que se habían alejado unos cuantospasos, y, tras hurgar en la bolsa sujetadetrás de la silla del segundo animal,extrajo un bulto de brillantes colores.

—Tenéis mucho frío —indicó—,pero esto os calentará. —Desenvolvióel fardo y empezó a extender ropassobre una roca.

Me puse la túnica de delicado tejidoamarillo y los pantalones de cuadrosazules y negros, luego me senté en el

suelo y me calcé las botas de suavecuero marrón, que até a la altura de larodilla. Cuando me erguí de nuevo,Pelleas me entregó una capa azul oscuraribeteada toda ella de piel de lobo. Erauna pieza digna de un rey; en realidad,era la mía transformada: la vieja piel delobo que me entregara el Pueblo de lasColinas cosida a una nueva tela.

Me la eché sobre los hombros, y élse colocó ante mí con un broche entrelas manos. Reconocí aquel adorno: dosciervos cara a cara, las astasentrelazadas, los ojos de rubí queresplandecían con fiereza. Habíapertenecido a Taliesin, y constituía uno

de los tesoros que Charis guardaba en sucofre de madera en Ynys Avallach.

Pelleas percibió mi mirada desorpresa mientras me sujetaba el plieguede la capa.

—Vuestra madre os envía sussaludos.

De repente, se presentó un cúmulode cosas que quería saber. Pregunté loprimero que me vino a la mente.

—Pelleas, ¿cómo supiste dóndeencontrarme?

—No lo sabía, señor —respondiócon sencillez; cerró el broche y dio unpaso atrás—. Bien, ya sois de nuevo unrey.

—Quieres decir… —lo contempléatónito—. ¿Me has estado buscandotodo este tiempo? Han pasado años,¿no? Claro que sí. Mírate, Pelleas, yaeres adulto. Yo… Pelleas, dime, ¿cuántotiempo ha transcurrido desde que mealejé del mundo?

—Muchos años, señor.—¿Muchos?—En efecto, señor.—¿Cuántos?Se encogió de hombros.—No tantos como para que el

nombre de Myrddin Emrys no serecuerde y venere todavía en el país.Para ser exacto, vuestra fama ha

aumentado de una forma maravillosa.No existe un solo rincón en la Isla de losPoderosos que no os conozca y os tema.—Cayó de rodillas otra vez—. Oh,Merlín, mi señor, me alegro tanto dehaberos hallado al fin…

—Tu esfuerzo debe de haber sidoenorme. ¿No has cesado jamás debuscar?

—Nunca hasta ahora. Y si nos osacabara de encontrar, seguiríaincansable.

Me admiró su fidelidad hacia mí, yme avergonzó.

—No soy digno de tu sacrificio,Pelleas. Sólo Dios merece tal devoción.

—Cuando uno se preocupa por otro,¿no se preocupa también a la vez porDios?

En sus palabras rastreé la influenciade cierto sacerdote.

—Has conversado con el hermanoDafyd.

—Con el obispo Dafyd —repusosonriente.

—¿Ahora se ha convertido enobispo? Dime, ¿cómo está?

—Bien —respondió Pelleas—. Ycontento. Su monasterio le deja agotado,pero hombres con la mitad de edad quela suya no podrían mantener su ritmo. Sucorazón continúa joven, y su salud es

buena. Asombra a todo el reino.—¿Y Maelwys?—Mi señor, Maelwys se ha reunido

con sus antepasados.No sé qué respuesta esperaba, pero

en ese momento sentí profundamenteaquella pérdida, y comprendí entonceslo que mi ausencia del mundo de loshombres había significado.

—¿Y Elphin? ¿Qué hay de él?—También murió, señor. Hace

muchos años. Así como Lady Rhonwyn.¡Idiota! ¿Qué pensabas, mientras te

escondías en tu madriguera y vagabaspor este desierto rocoso como unespectro? ¿No sabías que los hombres

cuentan sus años de forma diferente, queel tiempo de la vida pasa rápidamente?Permanecías aquí, envuelto en tuescuálida miseria, acunando tu impíodolor, y tus amigos y familiaresenvejecían y morían.

—Comprendo —afirmé por fin, muyentristecido. Maelwys, Elphin,Rhonwyn; todos ellos muertos. ¿Ycuántos otros los han seguido? ¡LuzOmnipotente, no lo sospechaba!

Pelleas había regresado junto a loscaballos y ahora volvía con comida.

—¿Tenéis hambre? Tengo pan yqueso y un poco de aguamiel. Osanimará.

—Comamos juntos —pedí—. Nadame gustaría más que romper mi largoayuno en compañía de un amigo.

Mientras compartíamos aquellosalimentos, me relató brevemente subúsqueda, que le había conducido acada uno de los rincones de Celyddon.

—Creí que habías muerto —leaseguré cuando terminó—. Vi que todoslos cuerpos yacían sobre la tierra:Custennin, Gwendolau, mis hombres…,Ganieda, e imaginé que tú estabas conellos. No pude enfrentarme a aquellaenorme desdicha. Dios misericordioso,perdonadme…, huí.

—Hubo muchos muertos ese día —

respondió con voz grave—, pero noexterminaron a todos. Yo viví, yCustennin también. Os observé cuandoos alejabais a caballo, ¿lo sabíais?Incluso os llamé, pero no me oísteis. Sinembargo, ya entonces —su rostro seiluminó— supe que os encontraría algúndía.

—Debías estar muy seguro paratraer dos caballos.

—Celyddon es grande, mi señor,pero nunca abandoné la esperanza.

—Tu fe se ha visto recompensada.Desearía ofrecerte algo, pero no poseonada. Además, aunque tuviera cienreinos, mi regalo seguiría siendo

insignificante comparado con el don detu devoción, Pelleas. ¿Alguna vezalguien ha contado con un amigosemejante?

Meneó la cabeza despacio.—Me conformo —afirmó con voz

ahogada— con serviros de nuevo.Acabamos de comer en silencio y

luego me levanté y sacudí las migas delas ropas. Aspiré con fuerza el aire de lamontaña, y su aroma me pareció el de unmundo muy cambiado. Mientras meocultaba en mi cueva, las tinieblas sehabían hecho fuertes. Debía descubrirdónde brillaba aún la Luz, y con quéfuerza.

Pelleas envolvió el resto de lacomida y se reunió conmigo.

—¿Adónde os dirigís, señor?—No lo sé. —Me volví hacia el

manantial y la cueva situados algo másarriba de la montaña. Ahora se mostrabacomo un lugar frío, desolado y extraño—. ¿Vive Custennin todavía enCelyddon?

—Sí, señor. Estuve con él aprincipios de la primavera.

—Y mi madre, ¿sigue en Dyfed?—Ha regresado a Ynys Avallach.—¿Cómo está Avallach?—Bastante bien, aunque, como

siempre, en ocasiones su herida le

produce molestias.Volví la cabeza y pregunté de

repente:—Si Charis se halla en Ynys

Avallach, ¿quién gobierna en Dyfed?—Lord Tewdrig, un sobrino de

Maelwys.—¿Y en las Tierras del Verano?—Un señor llamado Elyvar —

replicó Pelleas. Y añadió vacilante,como si diera malas noticias—: Noobstante, existe alguien más poderosollamado Vortigern. Lo cierto es queeste… hombre se ha impuesto a símismo como rey de todos los señores deBritania.

—Un Supremo Monarca.Oh, Vortigern, sí. He vislumbrado tu

rostro en el fuego; entreví la sombra detu venida, pero también el retumbar de tucaída.

—¿Qué sucede, señor?—No es nada, Pelleas. ¿Así que

Vortigern manda en las Tierras delVerano?

—También en Gwynedd, Rheged yLogres. Es un hombre muy ambicioso,señor, y terriblemente despiadado. Nose detiene ante nada para conseguir suspropósitos.

—Le conozco, Pelleas. Pero no tepreocupes, no permanecerá mucho

tiempo en esta tierra.—¿Señor?—Es algo que he visto, Pelleas. —

Volví la mirada hacia el valle donde lososcuros pliegues de los árboles seamontonaban alrededor de la base de lamontaña. Cuatro jinetes se dirigían hacianosotros siguiendo el arroyo.

Debiera haberme sorprendido,especialmente después de tantos años desoledad, pero creo que una parte de mílos esperaba, ya que de inmediato supequiénes eran y por qué habían venido, e,incluso, sospeché la persona que loshabía conducido hasta mí.

—El Enemigo no ha malgastado su

tiempo —declaré, mientras recordaba ami primer visitante y su sutil astucia.Felizmente, no me había engañado; pesea mi corazón enfermo y mi postradoespíritu, la gracia del Buen Dios mehabía salvaguardado de su tentación. Esmás, había recobrado el juicio; estabacurado y volvía a ser yo mismo.

¡Enemigo de siempre, actúa comoquieras! ¡Yo, Myrddin Emrys, tedesafío!

Pelleas observó durante un instantecómo se acercaban los jinetes.

—Quizá deberíamos marcharnos,señor.

—No —objeté—. Preguntabas a

dónde iríamos. Pues bien, creo que esoshombres han venido a escoltarnos ennuestro camino.

—¿Hacia dónde?—A presentarnos la maravilla del

país; el hombre que se ha erigido a símismo como un rey de más categoríaque ningún otro que haya existido jamásen esta isla.

—¡Hombres de Vortigern! ¡No mesiguieron, Lord Myrddin, lo juro!

—No, los envía otro.—Aún disponemos de tiempo,

huyamos.—¿Por qué? Pelleas, no tenemos

nada que temer de estos hombres.

Además, me gustaría encontrarme conVortigern cara a cara. Nunca he visto aun Supremo Monarca.

Mi compañero hizo una mueca.—Según me han contado, no resulta

deslumbrante. Sin embargo, aquellosque valoran sus vidas y tierras semantienen tan alejados de él comopueden.

—Pese a tu advertencia, yo iré y lepresentaré mis respetos al hombre queha gobernado la isla en mi lugar.

Aguardamos mientras los jinetessubían con dificultad por la empinadaladera, lo que me permitió observarloscon detenimiento. El grupo estaba

formado por tres fornidos guerreros conaros de bronce en los brazos y escudosde piel de res, y un cuarto hombre deaspecto más siniestro, quien, a juzgarpor el bastón de roble sujeto detrás de lasilla, se trataba de un druida. Aunqueeran las primeras horas de la mañana,todos tenían un aspecto cansado yparecían haber recorrido un largotrayecto; incluso los caballos se movíantambaleantes a causa del agotamiento.De mis impresiones, deduje que sumisión era importante; además no sehabían detenido en el camino, y habíaninvertido un gran esfuerzo paraencontrarme.

Cuando se aproximaron lo bastante,atraje su atención hacia mí.

—¡Saludos, viajeros; el Señor delBosque os saluda!

Detuvieron los caballos al oír mispalabras y se miraron los unos a losotros por un instante, entre murmullos envoz baja.

—¿Quién sois? —preguntó consequedad el jinete que iba delante, eldruida.

—Acabo de presentarme. Más biendebiera pedir que os identificaraisvosotros, pero no acostumbro hacerpreguntas cuando ya conozco larespuesta.

—¿Sabéis quiénes somos? —inquirió uno de los guerreros, al tiempoque avanzaba unos pocos pasos concautela.

—En efecto —insistí.—Entonces quizá también sabréis el

motivo que nos ha conducido hasta aquí.—Dirigió una mirada de desaprobacióna Pelleas, que estaba junto a mí, como siéste hubiera revelado su secreto.

—Habéis venido para llevarme aconocer a vuestro señor, alguienllamado Vortigern, que se nombra a símismo rey. —No les gustó estarespuesta, mas se abstuvieron depedirme una aclaración, ya que mi tono

fue educado.—Buscamos a alguien llamado

Merlín Embries —respondió el druida.—Lo habéis encontrado —aseguré

—. Es el que se dirige a vosotros. Eldruida no pareció convencido.

—Ese hombre ya era mayor cuandoyo era un niño. No podéis ser Merlín.

—Entonces, realmente no conocéis ala persona a quien os referís.

Recapacitó sobre ello durante unmomento.

—Dicen que Merlín pertenece alPueblo de los Seres Fantásticos —indicó el jinete que tenía a su lado—.Eso lo explicaría.

—Vuestros caballos están cansados,y apenas si os mantenéis sobre vuestrassillas. Desmontad y descansad vosotrosy vuestros animales. Comed algo yrecuperad fuerzas para nuestro viaje deregreso.

Esto les sorprendió más quecualquiera de mis anteriorescomentarios. Habían pensado queprecisarían llevarme por la fuerza; portanto, la idea de que podríaacompañarlos por propia iniciativajamás se les había ocurrido.

—Pensamos conduciros connosotros —me advirtió, tozudo, elsegundo jinete.

—¿No os he prometido ya que iré?Deseo hablar con vuestro señor.

El druida asintió e hizo una señal alos otros para que desmontaran. Luegoél mismo descendió de su caballo y secolocó ante mí.

—No intentéis escapar. Soy undruida y tengo poderes. Vuestros trucosno darán resultado conmigo.

Reí.—Yo no valoraría tanto vuestra

habilidad, amigo, porque sé de dóndeemana. Te confieso que me heenfrentado a tu señor y no me venció, demodo que tampoco vos podríais. LasTinieblas no poseen ningún poder sobre

la Luz, y no existe ninguna fuerza en laTierra que pueda moverme si yo no lodeseo. Es mi propia voluntad la deacompañaros.

Arrugó la frente y se volvió a losotros, mientras gruñía órdenes para quedesensillaran a los caballos y les dierande beber.

—Descansaremos aquí un poco —anunció.

—Ayúdales con los animales,Pelleas. Debo despedirme de alguien.—Giré sobre mis talones y empecé aascender por la montaña en dirección ami cueva para buscar a Loba.

Pero no resultó tan fácil

abandonarla; no consintió en quedarse.En un principio temí por los caballos,pero mi preocupación resultó superflua,ya que, al verla conmigo, éstos latomaron por un perro y la aceptaroncomo lo hubieran hecho con cualquierpodenco. Costó más persuadir a loshombres.

—¡Alejad esa bestia asesina! —gritó uno de los jinetes, al tiempo que seponía en pie de un salto, desenvainabasu daga y la alzaba ante ella; desconocíaque aquella arma no le garantizabaninguna protección.

—Sentaos —aconsejé—.Permaneced en silencio. No os hará

daño si no la provocáis. Guardad esecuchillo, pues, si ella deseara acabarcon vos, nada os salvaría, y muchomenos esa ridícula arma.

El hombre miró fijamente losdorados ojos de la loba y luego losmíos. Hizo la señal para alejar losmalos espíritus con la mano izquierda yrezongó algo en voz baja. Escuché suexclamación y lo tranquilicé:

—No tenéis nada que temer, Iddec.No obstante, el temor no le

abandonó, y se aferró a su cuchillo aúncon más fuerza.

—¿Cómo sabéis mi nombre? —preguntó con voz ronca.

—Sé muchas cosas —respondí. Unode los jinetes nos oyó y se acercó,aunque mantenía una prudente distanciaentre él y la loba.

—Entonces sabéis nuestrasintenciones… —empezó.

—Sí, Daned, las sé.—¡Cerrad la boca! —gritó el druida

—. ¡Es un truco! ¡No le contéis nada!—¡Lo sabe! —gritó a su vez Daned

—. No podemos ocultárselo.—¡Las ignorará a menos que se las

contéis!—Me llamó por mi nombre —

insistió Iddec—. A los dos, nos conocíaa ambos.

El druida, Duach, arremetió contralos guerreros iracundo.

—Os ha oído hablar entre vosotros.Probablemente os habéis llamado porvuestro nombre cien veces desde que loencontramos.

Los dos, nada convencidos,intercambiaron una mirada. Pese a susquedos murmullos, reanudaron la tareade desensillar las monturas. Duach sevolvió hacia mí.

—No los molestéis —ordenó—.Puede que sean lo bastante estúpidospara creer vuestras mentiras; sinembargo, os cortarán el cuello a unaindicación mía.

Loba, que estaba a mi lado, empezóa gruñir sordamente, y el druida dio unpaso atrás.

—Deshaceos de ese animal siqueréis salvarle la vida.

—No alcéis la voz ni la mano contramí, Duach, si deseáis conservar lavuestra.

Pelleas había contemplado todo estoen silencio y ahora se acercó.

—No me gusta cómo se comportan,señor. Quizá nos equivocamos al ir conellos.

Posé una mano sobre su hombro.—No te preocupes, Pelleas. Nada

que no me esté destinado me sucederá.

Insisto, además, en que losacompañamos no porque ellos quieran,sino porque yo lo he decidido.

Seguía escéptico, así que añadí:—Por otra parte, constituye la forma

más rápida de anunciar a todos queMyrddin Emrys ha regresado al mundode los vivos.

V15

ortigern, el de la rala barba roja yojos pequeños y desconfiados,

había sido un jefe guerrero muy capazaños atrás. Sin embargo, el que ahora sesentaba en el trono se había convertidoen un viejo glotón, repleto de comida ybebida, y se mostraba hastiado delmundo, desdichado y enfermo de miedo.Sus jóvenes y fornidas espaldasaparecían encorvadas, y la barriga seensanchaba debajo de su suntuosomanto; representaba la sólidamusculatura de un guerrero transformadaen carne y sebo.

No obstante, sus ojos, rodeados debolsas, aún conservaban la astucia y laagudeza que le habían conducido allugar que ocupaba, y, a pesar de todassus preocupaciones, aún conseguíaasumir el aire de un rey, sentado en sugran sala de audiencias envuelto por susvalidos y mercenarios.

Mi primera impresión respecto alhombre que había traído tantadestrucción a la Isla de los Poderososalteró escasamente mi opinión sobre él:era la ruina y la maldición del país.Pero, mientras observaba cómointentaba mantener su dignidad, le vicomo un viejo tejón llenó de cicatrices y

arrinconado contra la pared, lo que mellevó a comprenderle mejor; decidí noaludir a ninguna de sus fechorías. Prontose haría justicia, y no me tocaría a mísostener la balanza.

Al recordarlo, me doy cuenta de queera un hombre astuto y calculador quehabía sobrevivido a momentosdesesperados. En demasiadas ocasioneshabía actuado para su propiaconveniencia, en lugar de la de todo supueblo, pero algunos de sus designios,al menos, habían contenido la avalanchasaecsen. Aunque esa situación tambiénhabía repercutido en su egoísta interés.

De todas formas, ahora recogía el

resultado de su desatino, pese a queinsisto en que no todas sus decisioneshabían sido perjudiciales. Había tratadode componer el lamentable desorden conque no todas se encontró, sin dejarsearrastrar por los malos momentos. Habíarecibido muy poca ayuda de los señoresy jefes de clan que le rodeaban, pueséstos se limitaban a quejarse y pelearentre ellos. Y si en mi locura yo no mehubiera desentendido de mi gente y demi tierra, ¿quién sabe?, quizá Vortigernno habría encontrado el punto de apoyoque necesitaba para ascender al tronosupremo.

Las cosas habrían tomado un cariz

muy diferente si yo no hubieraabandonado el país.

Nada podía hacerse ahora. Habíaque aceptar lo sucedido, pues no podíaremediarse. No obstante, se acercaba eldía en que la actuación de Vortigernsería juzgada y éste lo intuía. Mas yo noalzaría mi mano contra él, y ledemostraría una inagotable clemencia.Dios bien sabe que se trataba de unhombre que necesitaba un amigo.

Los cuatro que habían ido en mibúsqueda, el druida y los tres hombresde la guardia personal de Vortigern, mecondujeron con gran prisa al lugar dondeéste nos aguardaba, en Yr Widdfa.

Viajamos rápido y sin incidentes; a losdos días abandonábamos el bosque porlas colinas hacia campo abierto. Mealegré al contemplar aquel amplio yvacío paisaje de nuevo; tras la intimidaddel bosque, los espacios abiertos meparecían la libertad personificada.

No obstante, no todo fueron alegríaspara mí, ya que al final tuve quedespedirme de Loba. La criatura, quepertenecía al bosque, se detuvo en ellímite más exterior de Celyddon y noquiso seguir adelante.

Adiós, fiel amiga, tu larga vela haterminado. Quedas libre para seguir tucamino.

Al llegar al campamento del rey, mepresentaron ante él sin el menorpreámbulo. El Supremo Monarca estabasentado al sol en el exterior de su tienda,rodeado por montones de piedras,material de construcción y docenas detrabajadores. Vortigern se frotó lacanosa barbilla y me estudióatentamente, un destello de curiosidadbrilló en los ojos que resguardaba delsol con una mano. Con la proximidad dela muerte, había reunido a su alrededor atodo un conjunto de druidas; sin dudadirigía su interés hacia las antiguascostumbres en busca de esperanza. Losdruidas de Vortigern me contemplaron

con gélido desdén; me conocían y meodiaban con la viva enemistad de loshombres condenados que se enfrentan asu fin.

—¿Eres el que llaman el Emrys? —preguntó por fin el jefe.

Supongo que no debía haberleimpresionado mucho mi aspecto, yesperaba hallarse ante alguien de mayorestatura y figura más imponente.

—Se me conoce por diferentesnombres —respondí—. Emrys es uno deellos, Merlín es otro, y mi gente mellama Myrddin.

—¿Sabes por qué te he hechobuscar? —Hizo girar el grueso anillo de

ámbar que llevaba en el dedo y aguardómi respuesta.

—La construcción de vuestrafortaleza no progresa. Vuestros druidasculpan a un espíritu maligno de laincapacidad de vuestros albañiles paralevantar un muro aceptable. —Meencogí de hombros y añadí—: Enresumen, precisáis la sangre de unhombre nacido de virgen para impulsarvuestros cimientos.

Sus druidas se agitaron indignadosante mis palabras. Creo que realmentepensaban que podían engañarme en esacuestión. Vortigern, simplemente selimitó a sonreír ante su consternación.

—¿Qué esperabais? —les increpó—. ¿Existe alguna duda de que éste es elhombre ideal para nuestro propósito?

—Constituye un espíritu maligno —repuso el Gran Druida de Vortigern, unamalévola criatura llamada Joram—. Nole escuchéis, mi rey, pues intentaráconfundiros con sus mentiras.

El viejo Vortigern hizo callar aldruida con un gesto de la mano y siguió:

—¿Realmente no has tenido padre?—Mi padre fue Taliesin ap Elphin

ap Gwyddno Garanhir —le informé—.Su estirpe fue elogiada en esta tierra.

—Conozco esos nombres —repusoVortigern respetuoso—. Fueron hombres

de gran fama entre los cymry.—¡Ah, pero ese Taliesin no era

mortal! —declaró Joram—. La SabiaHermandad sabe muy bien que proveníadel Otro Mundo.

—Esa afirmación sorprendería a mimadre —repuse con frialdad—, y atodos los que lo conocieron. —Algunosde los secuaces de Vortigern se echarona reír en voz alta.

—¿Y dónde están aquellos quepueden dar fe de ello? —El Gran Druidaavanzó amenazador hacia mí con elbastón de serbal ante él. Resultabasumamente deplorable ver a aquelestúpido imitar a los Sabios Señores de

antaño. Hafgan habría temblado decólera de haber estado presente; lehabría arrancado el bastón de las manosy se lo habría partido sobre la cabeza—.¿Dónde están los que conocieron aTaliesin? —exigió Joram triunfante,como si demostrara mi culpabilidad másallá de toda duda, pese a que yoignoraba de qué se me acusaba.

—Muertos y enterrados —admití—.Ha pasado mucho tiempo. Los hombresenvejecen y mueren.

—Pero tú no, ¿eh, Myrddin Emrys?—Soy tal y como me veis.—Ante mí contemplo a un hombre

joven —replicó Vortigern, en un intento

de distraer a Joram y salvar mi vida—,alguien que hace poco que se afeita.Seguramente éste no puede ser el hijo deese Taliesin que murió mucho antesincluso de que yo naciera.

—Rey y Señor —respondió Joramcon rapidez—, no dejéis que suapariencia os disuada de vuestro plan.Pertenece al Pueblo de los SeresFantásticos, cuya vida es más extensaque la del resto de los mortales y noenvejecen igual que los otros hombres.

—Hummm —profirió Vortigern.Comprendí que se hallaba en unasituación delicada: no sentía la menorenemistad contra mí, e incluso

lamentaba, después de haber conversadoconmigo, haber llevado aquel proyectotan lejos—. Bien, quizá si es el hijo deTaliesin posea algunos conocimientosque podamos utilizar. ¿Qué opinas,Myrddin? ¿Existe alguna solución paranuestro problema?

Me dirigí a Joram con mi respuesta.—Dejemos que Joram exponga su

teoría ante todos nosotros de por qué laspiedras caen cada noche y se malogra eltrabajo del día anterior.

El druida hinchó las mejillas, peropermaneció en silencio.

—Vamos —insistí—. Si no podéisdecirnos por qué la construcción

fracasa, ¿cómo podéis afirmar con tantaseguridad que la ofrenda de mi sangre lasalvará?

Me miró furioso y se volvió hacia suseñor para protestar, pero Vortigern leatajó.

—Esperamos tu respuesta, Joram.—Ya te lo he explicado —declaró

el falso druida—. Cada noche, mientraslos trabajadores duermen, el espíritumaligno de este lugar perturba loscimientos y provoca la caída de laspiedras. No importa la elevación de lapared que se alcance durante el día, a lamañana siguiente sólo aparecenescombros. —Aspiró con fuerza y

continuó condescendiente—: Por lotanto, el remedio es evidente: la sangrede un hombre nacido de virgen sujetarála construcción y la dañina influenciadel espíritu cesará.

—El mal está en tu mente, Joram —rebatí—. No existe ningún espíritumaligno que se oponga a estos trabajos,tampoco un hombre nacido de virgen, aexcepción de uno solo.

Vortigern sonrió astutamente.—Dinos, pues, Sabio Myrddin, ¿a

qué se debe?—El terreno de esta zona parece

sólido, pero debajo de él fluye un pozolleno de agua. Por este motivo el suelo

no resiste el peso de la piedra y lasparedes se derrumban.

—¡Embustero! —aulló Joram—. ¡Esun truco para salvar su vida!

—Mis palabras pueden probarsemuy fácilmente —repliqué contranquilidad—. Vortigern, enviad avuestros hombres a cavar una zanja, yveréis que digo la verdad.

Pelleas, que había permanecido a milado todo este tiempo, adoptó unaexpresión a la vez aliviada ypreocupada por aquel giro en losacontecimientos.

—¿Estáis seguro, señor? —mesusurró mientras Vortigern llamaba a

varios trabajadores para que llevaran acabo sus órdenes.

—No te preocupes, Pelleas —letranquilicé—. Pero observa, aún habránuevos sucesos inesperados.

Indiqué a los obreros dónde teníanque cavar, y se dispusieron a obedecerde inmediato. El agujero tardó algúntiempo en alcanzar la profundidadapropiada; con cada paletada de tierraseca la satisfacción del druidaaumentaba.

Cuando el hoyo tuvo la altura de unhombre, el obrero que llevaba un picode hierro golpeó con él un pedazo deroca. Ésta se partió y, cuando liberó su

herramienta para seguir su tarea, empezóa brotar agua en el interior del agujero,hasta que los trabajadores se vieronobligados a salir del mismo a toda prisapara no ahogarse.

La Corte de Vortigern contempló conasombro cómo el agua manaba aborbotones hasta llenar la fosa porcompleto.

—¡Bien hecho, Myrddin! —exclamóVortigern. Se volvió con rapidez haciaJoram y exigió—: ¿Qué tienes que decira esto, traidor?

Joram, colérico, se mordió la lenguay clavó los ojos en mí. Sus compañerosse apiñaron a su alrededor y empezaron

a murmurar juramentos y conjurosdirigidos hacia mí, pero aquelloshombres carecían de poder y sushechizos caían a sus pies como flechassin fuerza. Entonces advertí ladegeneración que había sufrido el artede los bardos, y me entristecí.

Taliesin, perdona a tus hermanosmás débiles si te es posible. Laignorancia se extiende en alas del vientopor todas partes, y a la Verdad se ladesprecia e injuria.

Vortigern me pidió que nombraraaquello que quería como recompensa, alo que yo respondí:

—No tomaré ni oro ni plata de vos,

Vortigern.—Toma tierras entonces, amigo —

ofreció.—Tampoco deseo un territorio —

respondí. No quería nada de él. Además,¿cómo podía ofrecerme algo que no lepertenecía en realidad?

—Muy bien, acepto tu decisión.Pero me agradaría que compartieras mimesa esta noche. —Y sus ojos brillaronmaliciosos—. Tendremosentretenimiento.

Se me facilitó una tienda paradescansar y refrescarme antes de lacena. Pelleas y yo nos retiramos y meeché a dormir. Desperté cuando un

sirviente entró con una jofaina para queme lavase. Luego se nos condujo denuevo a la tienda principal y se nosacomodó en la mesa preferente junto aLord Vortigern. Los druidas seguíanfuriosos todavía, con rostrosamenazadores y congestionados por larabia, pero se los había arrinconadojunto al fuego y no acompañarían aVortigern aquella noche.

—¡Bienvenido, amigo Myrddin! —exclamó Vortigern al verme. Me entrególa copa del invitado—. ¡Salud! ¡Bebe,amigo! ¡Y llena tu copa otra vez!

Bebí y se la devolví. La colmaron denuevo, pero la deposité sobre la mesa y

ocupé mi lugar junto al rey. La comidaresultó de una cantidad y variedad dealimentos preparados extraordinaria. Mianfitrión y su séquito parecían disfrutarde un apetito insaciable, pero depaladares fáciles de contentar. Lacomida fue sencilla: pan moreno, carneasada y nabos hervidos, todo biencocinado, pero sin aderezos ni especias.

Vortigern se entregó por completo asatisfacer su estómago; aún puedo verle,encorvado sobre su plato, arrancar conlos dientes la carne clavada en sucuchillo. Pobre jefe, no existía ni unápice de nobleza en su cuerpo. Talextremo de degradación había

alcanzado.No dijo una palabra durante la

comida hasta que, por fin, se limpió lagrasa de los labios con la manga;después se giró hacia mí.

—Ahora un trago y algo dediversión, ¿eh, Myrddin?

Pelleas, que me había servidodurante toda la comida para no tenerseque apartar de mi lado, escuchó aquellapropuesta con suspicacia. Me dirigióuna mirada de advertencia, pero supreocupación no tenía ningúnfundamento.

El Supremo Monarca llamó a subardo principal, y Joram se acercó

cauteloso, arrastrando los pies.—No creas que he olvidado tu

traición hacia mí, druida —exclamóVortigern cuando el bardo se detuvoante él.

—Si buscáis traición —respondióéste con el entrecejo fruncido—, notenéis más que mirar al que se sienta a tuderecha.

—¡Ya has calumniado bastante! —atajó el rey—, no quiero volver a oírte.—Hizo un gesto al capitán de su guardiapara que se acercara y declaró ante todala Corte—. Estos hombres, a los queconfiaba mi vida, han demostrado serfalsos y embusteros. Su catadura es peor

que la de un traidor. Saca tu espada ymátalos al momento. —Así se conducíaVortigern: con eficiencia, pero sinpiedad; ansiaba asegurarse la amistad deaquellos hombres poderosos quepudieran ayudarle. El acero del soldadotintineó al salir de la vaina.

Esperaba conquistarme con aquellaexhibición, ya que se volvió hacia mí ycomentó:

—Puesto que estos falsos magosestaban tan deseosos de conseguir tusangre, con toda seguridad no lesimportará que les pida la suya.

No podía abogar por ellos;Vortigern estaba decidido. No obstante,

quería que supiesen, de una vez portodas, la identidad de aquel a quienhabían intentado destruir.

—Si me lo permitís, Lord Vortigern,me gustaría pedir ahora la recompensaque ofrecisteis.

—Por cualquiera que sea el dios alque adores, Myrddin, te juro que te laconcederé. ¿Qué deseas?

—Un relato —repuse—. Antes deque mueran intentaré enseñarles el poderde un auténtico bardo.

Vortigern había esperado algo másexótico, pero sonrió cortés y ordenó queme trajeran un arpa. Me coloqué ante lamesa y afiné el instrumento mientras

todos los reunidos se apiñaban a mialrededor. Dudo que en aquel momentosupiera exactamente lo que iba a contar,pero, mientras pulsaba las cuerdas delarpa en busca de una melodía, laspalabras empezaron a formarse en mimente; comprendí que se me habíaconducido a aquel lugar y que tambiénse me inspiraría sobre lo que debíapronunciar.

Con el instrumento apoyado en mihombro, me volví hacia Joram y le dije:

—Ya que mostráis tan poco respetopor las supremas artes bárdicas de laantigüedad, os explicaré una auténticahistoria. —Alcé la voz para que llegara

a todos los presentes y continué—:Escuchad bien, todos vosotros.

Me eché la capa hacia atrás, cerrélos ojos, y empecé a hablar como si medirigiera a unos niños. Éste es el relatoque canté:

Había un águila, padre de las águilas,que vivió durante mucho tiempo, yprotegía su reino con el pico y lasgarras. Un día una musaraña llegó adonde estaba Águila y se sentó bajo elroble donde ésta tenía su nido, a laespera de que el jefe condescendiera ahablar con ella.

—¿Qué quieres? —exigió Águila—.Dímelo deprisa porque no voy apermitir que alguien como túpermanezca bajo mi noble residencia.

—Se trata de algo insignificante —repuso Musaraña—. ¿Podrías bajar yacercarte más para que podamosconversar con más claridad de esteasunto? Me marea tener que gritartedesde aquí abajo.

Águila, impaciente por poner fin a lacuestión, cedió a su ruego y voló alsuelo hasta donde estaba Musaraña.

—Bien, aquí estoy —dijo—. ¿Quéquieres?

—Estoy afónica —repuso Musaraña

—, de tanto gritar. Por favor,aproxímate.

Águila obedeció y, de repente,Musaraña dio un salto hacia su cuello yla mordió con sus afilados dientes.Produjo a Águila tal terrible herida queempezó a sangrar con fuerza y murió.Tras esto, Musaraña huyó a toda prisa ynadie la volvió a ver.

Cuando los demás animales ypájaros se enteraron de que habíanmatado a Águila de forma tan inicua, sesintieron agraviados y furiosos, ya queaquella eminente ave había sido su rey.Enterraron a su señor y buscaron entreellos a un sustituto.

—¿Quién puede ocupar el lugar deÁguila? —se lamentaron—. No haynadie que se le parezca.

Pero el zorro, que era astuto ytaimado, atisbo su oportunidad, dio unsalto y exclamó:

—¿No deja acaso hijos nuestroseñor? Nombremos al mayor nuestronuevo jefe.

—Para ser un zorro, resultasbastante estúpido —replicó la nutria—.Los aguiluchos no son más que crías. Nisiquiera saben volar.

—Pero pronto crecerán. Entretanto,que uno de nosotros monte guardia paracuidarlos y protegerlos hasta que el

mayor de los tres haya crecido losuficiente como para hacerse cargo delgobierno del bosque.

—Bien dicho —corroboró el buey—. ¿Quién se hará cargo de ello?

Ninguna de las criaturas tenía elmenor deseo de ocuparse de las crías,ya que el roble era muy alto y losaguiluchos son aves muy susceptibles ysiempre hambrientas.

—Debierais avergonzaros todosvosotros —exclamó Zorro—. Puestoque ninguno está dispuesto a encargarsede las crías y a pesar de que no soy elmás digno de entre vosotros, yo lo haré.

De este modo, Zorro se cuidó de la

supervivencia de los herederos, ycuando el mayor de ellos se convirtió enadulto, los animales del campo y delbosque se reunieron bajo el noble robley celebraron consejo para nombrar rey aÁguila.

Tan pronto como colocaron lacorona sobre su cabeza, Zorro se llevóaparte al ave y le susurró:

—No os dejéis engañar; los otrosanimales del bosque no os estiman enabsoluto; es más, cuando vos y vuestroshermanos erais pequeños, os hubierandejado morir de hambre. No creo que suafecto hacia vos haya aumentado.

—Tus noticias resultan preocupantes

—repuso el joven rey—. Si no fuera porti, yo no estaría vivo hoy.

—Cierto, pero no perdamos lacabeza. Si queréis aceptar mi consejo,yo os guiaré. Juntos venceremos a todos.

De modo que el joven monarcanombró a Zorro su consejero mayor paraque hiciera rápidamente todo aquelloque considerara mejor para el bien delbosque y de los que en él vivían. No esnecesario añadir que Zorro extrajo unbuen beneficio de su situaciónprivilegiada; su rojo pelaje se volviólargo y lustroso.

Pasado algún tiempo, llegaronquejas de los confines del bosque sobre

una gran piara de cerdos salvajes que,habiendo saqueado su propio reino,estaba deseosa de apoderarse de nuevastierras. Zorro fue a ver a Águila y ledijo:

—Señor, no me gustan las cosas queoigo sobre esos cerdos salvajes.

—A mí tampoco —repuso Águila—.Tú que eres la más astuta de lascriaturas, ¿cómo crees que debemosactuar?

—Bien, tengo un plan bosquejado.—Cuéntalo, amigo. La información

de que disponemos no descarta que losinvasores puedan estar ya de caminohacia aquí.

—En los pantanos que hay en elextremo del bosque habita un grannúmero de ratas…

—¡Ratas! ¡No quiero tener nada quever con esas criaturas repugnantes!

—Oh, en verdad son seresrepulsivos, pero me parece que, sitomáramos a unas cuantas a nuestroservicio, podrían darnos noticias sobreesos cerdos y así conoceríamos susintenciones y nos podríamos proteger.

—Supone un plan atrevido —respondió Águila—, mas, como no tengootro mejor, sigámoslo.

Así se hizo. Aquel mismo día llegóal bosque un grupo de ratas.

Zorro se ocupó de que estoshuéspedes vivieran bien, para lo cual lesproporcionaba las mejores porciones.¡Oh, las trató como a reyes a cada unade ellas! De esta forma se ganó suconfianza, y cuando un día las fue a vercon lágrimas en los ojos, todas mirarona su alrededor en busca de lo queentristecía a su benefactor.

—¿Qué os aflige, amigo Zorro? —preguntaron.

—¿No lo sabéis? El rey me haordenado que os eche, a vosotras, que lehabéis sido tan fieles desde el primerdía. —Y Zorro se puso a sollozar contal sentimiento, que su pelaje quedó

empapado—. ¡Ay de mí! Me temo quetendré que acatar su decisión, porque yono poseo ni bienes ni tierras y no puedomanteneros.

Al oír esto, las ratas se enfurecieron,y empezaron a murmurar contra Águila.

—Matemos a ese rey loco ypongamos a Zorro en su lugar. Entoncesno nos quedaremos sin nuestro sustento;incluso, podríamos mejorarlo.

Tras acordarlo, se pusieron enmarcha y furtivamente asesinaron aÁguila mientras dormía. Cuando Zorrovio lo que las ratas habían hecho, y queél ya había previsto, dio la alarma.

—¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Han

asesinado a nuestro rey! ¡Socorro!Las criaturas del bosque corrieron

en su ayuda y todos observaron a Zorroacabar violentamente con las ratas;muchos quedaron impresionados. Con susoberbio pelaje salpicado de sangre,Zorro se volvió hacia los otros y leshabló.

—Ya sospechaba que nada buenonos depararía traer a estos repugnantesseres; las cosas han ido de mal en peor.He matado a los traidores, pero una vezmás estamos sin rey. No obstante —siguió con sinceridad—, estoy dispuestoa serviros con bondad y sabiduría si meaceptáis.

—¿Qué otro ha hecho tanto pornosotros? —gritaron los tejones.

—¿Quién ha urdido tantas tramas ensu beneficio? —mascullaron Buey yNutria.

Sin embargo, Zorro fue coronadoRey del Bosque e inició su innoblereinado. Aquella misma noche los dosaguiluchos que quedaban hablaron entreellos.

—Con Zorro como jefe nopermaneceremos mucho tiempo en estemundo. Volemos a las montañas, puesninguno de nosotros ceñirá de momentola corona.

—Al menos, seguiremos vivos —

respondió el más joven.Al instante, se alejaron del bosque y

se establecieron en las montañas, a laespera de tiempos más propicios.

Zorro se dedicó a gobernar elbosque a su antojo y aumentó susriquezas tanto como quiso, ya que nadiese podía oponer a él. Pero un día loscerdos sobre los que había mentido aÁguila aparecieron de repente. Zorro sesintió muy angustiado al verlos en sureino; sin embargo, envió un mensajepara que se presentaran ante él y ellosaceptaron su invitación.

El jefe de los cerdos era un enormey grueso verraco que mostraba sobre su

pellejo las cicatrices de muchasbatallas. Con una sola mirada, Zorrosupo que había encontrado la horma desu zapato. De todas formas, reunió elpoco valor que poseía y exclamó:

—Vaya, sois un animal apuesto ymuy fuerte. Decidme qué os ha traído amis tierras, y quizá pueda ayudaros.

Los cerdos, maravillados, semiraron entre ellos ya que nadie leshabía ofrecido nunca tan magníficabienvenida.

—Bien, señor —respondió Verraco—, sabed que somos una raza muyprolífica; nos reproducimos másrápidamente que cualquier otra especie

del bosque o del campo y, aunque lointentemos, la tierra no puedesustentarnos durante mucho tiempo, conlo que debemos abandonarla y encontrarnuevas zonas donde residir por otratemporada.

—Vuestra historia me conmueve —repuso Zorro con astucia—.Casualmente, necesito un compañerofuerte, ya que, a pesar de que soy rey, nosoy querido por aquellos a los quegobierno. La verdad es que, aunque meapena mucho confesarlo, diariamenteintentan destruirme.

—No preciso más explicaciones —respondió Verraco—, soy el amigo que

buscáis. Tan solo dadnos un suelo quepodamos llamar nuestro y mientras yoviva os protegeré y serviré como un lealjefe guerrero.

—Tendréis tierras —prometió Zorroalegremente—, y muchas otras cosas.No obstante, el bosque no puedemantener tal hueste de cerdos. Además,por lo que sé, en estos instantes otroscerdos vienen de camino para robar ysaquear.

—Que eso no os preocupe, señor —contestó Verraco—, somos muy capacesde defender lo que es nuestro y manteneralejados a los demás.

—Si os comportáis así, descubriréis

que no soy un amo mezquino —le auguróZorro—. Por otra parte, cuanto menosdeba dar a otros cerdos, más os quedarápara vosotros. Preguntad a quien queráisy os asegurarán que siempre recompensoa los que me sirven.

Se cerró el trato entre ellos allímismo, y tal como habían acordado,Verraco y su piara se establecieron en lalinde del bosque, donde podían guardarlos senderos y mantener alejadas a otrascriaturas. Estos guardianes cumplieronsu misión a la perfección, ya que no haymuchos animales que deseen arriesgarsea provocar las iras de un aguerrido ybatallador verraco adulto.

Zorro prodigaba regalos a suejército de puercos, que chillaba deplacer como si se tratara de un coro debardos que entonara alabanzas a supersona. Tanto señor como sirvientesprosperaron desmesuradamente, ante laconsternación de las demás criaturas delbosque.

Pero, como suele acontecer amenudo, llegó el día en que los cerdosse volvieron codiciosos. Miraron a sualrededor y se gruñeron unos a otros susrecelos.

—Nosotros hacemos todo el trabajoy es Zorro el que engorda.

Verraco estuvo de acuerdo con sus

huestes y declaró:—Os he escuchado, hermanos, y

creo que vuestras quejas son razonables.Os prometo que tomaré medidas parasolucionarlo.

Durante este tiempo, los aguiluchosse convirtieron en aves adultas y sehabían cansado de habitar en lasmontañas. Conversaron entre ellos deesta forma:

—No te miento cuando afirmo queestoy harto de vivir así mientras esoscerdos invaden impunemente nuestrobosque.

—Eso exactamente es lo quepensaba, hermano. Bajemos al bosque y

exijamos una reparación. A lo mejorconseguiremos recuperar lo que esnuestro. Si no es así, al menosmoriremos y no nos preocupará quecriaturas repugnantes gobiernen ennuestro lugar.

Salieron volando al instante yatravesaron las nubes como centellas endirección al bosque.

Zorro despertó de una buena siesta yse encontró con un inquietanteespectáculo: un ejército de cerdos enformación de batalla, conducido porVerraco, cuyos gruesos pelos aparecíanerizados sobre su lomo.

—¿Qué sucede, amigos? —preguntó.

—Tenemos la impresión de que noshabéis engañado —desafío Verraco—.No estamos dispuestos a que estasituación continúe.

—¿He de creer lo que oigo? —seasombró Zorro—. ¿Cómo podéisacusarme de esa forma? Os he entregadotodo lo que tengo; tan sólo me hequedado con un poco para mí de lo quepoder vivir.

—Desde luego, nos das lo queconsideras oportuno, pero representauna mezquina compensación porganarnos el odio de los demás animales—rezongó Verraco—. ¡Ahora exigimosla mejor parte!

Aunque no eran más que cerdos, noeran ignorantes. Sabían que el rey leshabía echado toda la culpa de losproblemas de su reino. Zorro pensódeprisa y afirmó:

—Puede que tengáis algo de razón.Debo pensar en la mejor manera derectificar el daño que os he causado.

Verraco lo contempló condesconfianza pero preguntó:

—¿Qué haréis?—Os entregaré otra nueva mitad de

lo que poseo, con lo que seréis misiguales. Gobernaremos el bosque juntos,vosotros y yo; es una oferta mucho mejorde la que alguien como vosotros

encontraría por mucho que buscase.A Verraco le gustó la nueva

propuesta; Zorro era muy hábil cuandose trataba de salvar su lustroso pellejorojo y sabía perfectamente qué palabrasutilizar para tranquilizar a su oponente.No obstante, éste no estaba dispuesto aque se burlaran de él, así que exigió:

—Una cosa son las palabras y otralos hechos. Dadme una muestra devuestra sinceridad, y os creeré.

Zorro hizo aparecer lágrimas en susojos.

—Resulta lamentable oír estodespués de todo lo que os hebeneficiado. Bien, si no me queda otro

remedio…—No lo hay —atajó Verraco muy

seguro de sí mismo.—Entonces os lo probaré. —Se dio

la vuelta y empezó a andar a través delbosque.

—¡Esperad! —gritó Verraco, ytodos los cerdos que le acompañaban locorearon—. ¿Adónde vas?

—Vaya, ¿no me creeréis tanestúpido como para guardar mis tesorospor aquí, donde cualquiera puedetropezar con ellos? —replicó Zorro—.Debo ir a mi guarida a buscar lo queexigís.

—Id pues —masculló Verraco—.

Os esperaremos aquí.Zorro huyó rápidamente hasta

desaparecer.Los cerdos aguardaron toda la

mañana y luego toda la tarde. Y cuandoel dedo rosado del alba apareció en eleste, Verraco se alzó y anunció:

—Me parece que Zorro noregresará. Sin embargo, esperaremoshasta mediodía. Si nuestro señor siguesin aparecer, saldremos en su busca, yse arrepentirá del día en que se leocurrió engañarnos.

Huelga decir que Zorro no volvió.Cuando llegó el mediodía, se encontrabaya muy alejado de aquel lugar. Halló

refugio en sus propias tierras del oeste.Cegados por la rabia, los cerdosempezaron a arrancar de raíz árboles ymatorrales y a arrojarlos al aire.Entretanto, las dos águilas, que volabansobre el bosque, miraron hacia abajo yobservaron la conmoción que habíacausado la desaparición de Zorro.

—Bien —dijo el águila mayor—, sihemos de obtener nuestra venganza ysalvar nuestras tierras, parece quehemos de encontrar a Zorro antes queellos o, de lo contrario, no quedará nadade él.

Siguieron su vuelo en dirección a lamadriguera de Zorro para acosarlo. Y

ahí es donde dejaré mi historiainconclusa.

Me quedé en silencio, de pie, con lacapa echada hacia atrás.

—Mi relato ha terminado —concluípor fin—. ¡Aquel que tenga oídos, queescuche!

Los guerreros que llenaban elcomedor de Vortigern me miraronnerviosos; el Gran Druida se agarró confuerza a su bastón con las dos manos enun ataque de furia impotente. Habíaatendido a mi infantil relato ycomprendió la verdad que ocultaba; le

irritaba que mi visión fuera tan extensa yatinada. Al final se daba cuenta en lomás íntimo de su ser de que él noconstituía un rival para mí.

—Joram —añadí en voz baja—,ahora conocéis el poder de un auténticobardo.

Pronto el resto del mundo también lorecordará.

¡Reyes dormidos en vuestros salonesllenos de aguamiel, despertad! ¡Reunidvuestros hombres, armad a vuestrosguerreros, poned en sus manos resistenteacero!

¡Y vosotros, guerreros enterrados envuestras copas y sentados a la mesa de

vuestro señor, levantaos! ¡Bruñidvuestras armas, afilad vuestras espadas,limpiad vuestros cascos de batalla, ypintad de brillantes colores vuestrosescudos!

¡Habitantes de la Isla de losPoderosos, alzaos! Dejad de temblar;recobrad el ánimo, y preparad unasuntuosa bienvenida. El Espíritu deBritania se agita de nuevo. Merlínregresa a casa.

Libro tresProfeta

V1

ortigern había ido a refugiarse aloeste, a su tierra natal; había

escogido las desoladas colinas de laelevada Yr Widdfa como su últimocampo de batalla. Allí esperaba levantaruna fortaleza lo bastante fuerte comopara evitar que las jóvenes águilas learrancaran la carne de los frágileshuesos y para protegerse de los embatesdel combativo cerdo.

La situación se correspondía con laque yo había descrito en mi relato: elzorro Vortigern había cometido suúltima fechoría y ahora se agazapaba en

las colinas, en espera de la sentencia deaquellos a los que había perjudicado yde aquellos otros cuya ambición habíadespertado. Las jóvenes águilas,Aurelius y Uther —hermanos pequeñosde Constans, hijo asesinado del tambiénsuprimido Constantino, primer SupremoMonarca de Britania—, reunieronguerreros en el sur. Hengist, el verraco,aguardaba la llegada de refuerzosprocedentes de su país para sus hordasguerreras. La situación se iba a resolvercon una carrera entre los dos enemigospara alcanzar en primer lugar almiserable y huido zorro Vortigern.

Desde luego, Vortigern conocía la

amenaza que se cernía sobre él. A lamañana siguiente, temprano, cuando mepreparaba para partir, el SupremoMonarca me llamó a su presencia.

—No te retendré demasiado tiempo,Myrddin, ya que te tengo en gran estima,pero si pudieras quedarte un momentome gustaría hablar contigo y loconsideraría un servicio merecedor deuna elevada recompensa.

Yo anhelaba ponerme en camino ya,ansioso ahora por ir a buscar a mi madrea Ynys Avallach y demostrarle queseguía vivo. Me dolía tener que retrasarmi partida aunque fuera un instante. Noguardaba ningún resentimiento contra el

Supremo Monarca, mas ya habíamosconversado todo lo preciso. Habíahecho lo que debía, y ya empezaba acorrer la voz por el país de que yo habíaregresado.

Podía oír pregonar la noticia:¡Myrddin Wylt ha llegado !… ¡Ha

aparecido Merlín el Hechicero ! … ElGran Emrys respira de nuevo, hadespertado de su largo sueño…¿Sabéis? Derrotó a los druidas bardosdel Supremo Monarca e hizo que losdecapitaran a todos… Está aquí, lo hevisto… ¡Merlinus Ambrosius, Rey deDyfed, vuelve a su reino!… ¿Oísteis?¡Ha pronosticado el fin de Vortigern!…

¡Merlín retorna a la vida!Sí, el Emrys había regresado y en su

mano llevaba la sentencia de muertepara el usurpador. Vortigern, a pesar detodos sus pecados y vicios, no separecía a un ratón cobarde. Sus impunesactos siempre habían sido ejecutadoscon descaro. Si su final se acercaba,estaba dispuesto a retrasarlo tantotiempo como pudiera, mediantecualquier estratagema. Sin embargo,deseaba saber qué le esperaba, para, deese modo, prepararse para luchar o huir.Por este motivo me había hecho llamar.

—No tengo nada más que deciros,Lord Vortigern —declaré—. No hay

nada más que contar.—Quizá no, pero quiero hablarte de

todas formas —repuso el SupremoMonarca. Se dejó caer pesadamente ensu sillón, una hermosa pieza con águilasimperiales grabadas en el posabrazos.Su rostro abotagado aparecía ojerosobajo las primeras luces de la mañana—.Anoche no pude dormir —hizo unapausa y aguardó—, por temor, Myrdinn,por miedo de un sueño… Me miró conastucia.

—Me han informado que sabesinterpretar prodigios y sueños. Megustaría que me revelaras el significadodel mío, puesto que me llena de pánico y

creo que presagia importantesacontecimientos.

—Muy bien, Vortigern,explicádmelo, y, si descubro lo queoculta, os lo comunicaré.

La canosa cabeza roja asintiódistraídamente y se quedó en silenciopor un momento, luego empezó conbrusquedad:

—Tal como sucedió en realidad, viel pozo que los obreros cavaron aindicación tuya; golpearon en el fondouna enorme roca, y ésta se rompió y deella empezó a brotar agua. Tú ordenasteentonces que se vaciara la fosa medianteuna zanja. Te obedecieron y, cuando el

pozo quedó seco, se descubrió unaenorme caverna, y en ella dos grandespiedras con forma ovoide.

Se interrumpió para tomar un buentrago de vino de una copa, y luegocontinuó, sin mirarme ni una sola vez alos ojos; por el contrario, contemplabalos fríos rescoldos del fuego.

—Del interior de los huevos depiedra salieron dos dragones, que sepusieron a pelear uno contra otro. Unoera blanco como la leche, y el otro, rojocomo la sangre. Sus recíprocasembestidas hacían temblar la tierra consu furiosa lucha.

»¡Constituía un terrible espectáculo!

De sus fauces se deslizaban torrentes deespuma, sus colas se agitaban en todasdirecciones, y con las zarpas seacuchillaban con furia. ¡Brotaban llamasde sus bocas! Primero el blancoaparecía encima del rojo; y luego,viceversa. Te aseguro que se infligíanhorrorosas heridas y, cuando ninguno delos dos tuvo fuerzas para seguir elcombate, se arrastraron de nuevo hastasus huevos y durmieron, para reanudarla lucha cuando hubieran descansado losuficiente.

»Esta visión me aterrorizó de talmanera que me desperté al instante. —Vortigern vació de un trago el vino que

quedaba en la copa y se recostó en elsillón, al tiempo que clavaba sus ojos enmí—. Bien, ¿qué me dices, Myrddin?¿Qué representan esos dragones delpozo y su terrible batalla?

Le contesté de inmediato, ya quehabía comprendido mentalmente elsignificado mientras oía su relato.

—Vuestro sueño se refiere a algoreal, Vortigern. Los dragones son reyesque aún no existen, que lucharán entreellos por obtener el poder sobre la Islade los Poderosos: el blanco representa alos saecsen, y el de color rojo sangre alos auténticos hijos de Britania.

—¿Quién está destinado a vencer,

Myrddin?—Ninguno triunfará sobre el otro

hasta que el país esté unido. Mas aún noha nacido el hombre que pueda unir atodas las tribus de este país.

Asintió de nuevo, despacio.—¿Qué pasará conmigo, Myrddin?

¿Qué le sucederá a Vortigern?—¿De verdad queréis saberlo?—Estoy en mi derecho a

preguntarlo.—En estos instantes, Aurelius y

Uther navegan ya hacía aquí desdeArmórica…

—Eso ya lo anunciaste en ese cuentotuyo —gruñó.

—Sus tropas se componen decatorce galeras y desembarcarán mañanaen el sur. Entretanto, Hengist ha reunidoa sus guerreros y marchan a vuestroencuentro. Vuestros enemigos osacosarán desde todos lados. Puesto quevuestros actos han causado grandesperjuicios, se os infligirá también muchodaño. Sin embargo, si queréis salvar lavida, debéis huir.

—¿No existe ninguna otraalternativa?

Negué con la cabeza.—Huid, Vortigern, o permaneced

aquí y enfrentaos a la ira de aquellosque desean castigaros. Aurelius y Uther

quieren vengar con sangre a su hermano;sus intenciones consisten en recuperar elreino, y los reyes de la nueva Britaniamarchan a su lado.

—¿No queda esperanza para mí? —Se preguntó en voz baja, pero sin sentirlástima de sí mismo. Vortigern conocíael alcance de su conducta, y seguramentehacía tiempo que había sopesado laspérdidas en comparación con lasganancias.

—Vuestra esperanza, LordVortigern, así como la de nuestra gente,residen en que, gracias a losacontecimientos que habéis desatado,aparecerá un rey que gobernará sobre

toda Britania, un Supremo Monarca quemaravillará al mundo, un Gran Dragónque devorará por completo al dragónblanco del pozo.

Sonrió pesaroso y se levantó.—Resulta, al menos, un pequeño

consuelo. Bueno, si debo huir, deboempezar a prepararme. ¿Meacompañarás, Myrddin? Me gustaríatenerte a mi lado, pues tu presencia escomo un bálsamo para mí.

—No —le respondí—. Mi caminome lleva en otra dirección. Adiós, LordVortigern. No volveremos aencontrarnos.

Pelleas y yo abandonamos el

campamento mientras el rey llamaba asus jefes para ordenar la marcha hacia eleste, donde esperaba escapar a lavenganza de los dos hermanos que seabatían sobre él. Su futuro no parecíanada alentador; no obstante, sólo podíaenfrentarse y aceptar la justicia quedurante tanto tiempo había evitado.

Nos encontrábamos ya muy lejos delcampamento, cabalgábamos por entrelas colinas y ocultos a la vista, cuandoPelleas, con una última mirada porencima del hombro hacia las cabezas delos druidas que adornaban una hilera deestacas clavadas a lo largo del camino,lanzó un suspiro de alivio.

—Se acabó.—Para Vortigern, sí —repliqué—,

pero no para nosotros.—Vamos hacia Ynys Avallach, ¿no

es eso?—Sí, pero nuestra estancia será

corta.—¿Cuánto tiempo? —inquirió,

aunque ya temía la respuesta.—Tan sólo unos pocos días —

respondí—. Sin embargo, desearíaquedarme más, créeme.

—Pero… —Recordó el genio de suseñor y que sus estados de ánimo y losplanes podían cambiar rápidamente—.Pero no puede ser.

Meneé la cabeza con suavidad.—No, no puede ser.Avanzamos uno o dos pasos más, y

entonces detuve a mi caballo.—Pelleas, escúchame con atención.

Me has encontrado y me has devuelto almundo de los hombres, y te loagradezco. Pero me temo que prontomaldecirás el día en que me rogaste quete admitiera a mi servicio. Quizádesearás incluso no haber malgastado unsolo día en mi búsqueda.

—Disculpad, señor, pero antes ostraicionaría vuestro propio corazón queyo —juró. Comprendí que sus palabrashabían sido pronunciadas con toda la

sinceridad que había en él.—Lo que debo hacer no me otorgará

ningún tipo de reconocimiento —leadvertí—. Es más, puede que antes determinar se me desprecie de un extremoa otro de esta isla, y que todas las manosse alcen contra mí y aquellos que merespalden.

—Que cada cual haga su elección;yo ya he hecho la mía, mi señor Merlín.

Su tono resultaba absolutamentefiable, y ahora que yo sabía quecomprendía la dureza de nuestra tarea,me di cuenta de que podía confiar porcompleto en él.

—Que así sea —respondí—. Que el

Señor recompense tu fe, amigo mío.Seguimos adelante con una

preocupación menos en el corazón;habíamos establecido un vínculo entreambos y recuperado nuestras antiguasposiciones. Los dos nos alegramos deesta transparencia.

Aurelius y Uther, hijos ambos deConstantino, aunque de diferentesmadres y tan distintos como el día y lanoche, terminarían con el reinado deVortigern y administrarían justicia deuna forma rápida. Aurelius, el mayor, seconvertiría en el Supremo Monarca y

demostraría una capacidad genial. Sumadre fue Aurelia, la última flor de unanoble familia romana. Por su parte,Constantino no podía hacer talafirmación con tanta seguridad, pues susantepasados incluían a un gobernador,un vicario, una larga hilera demagistrados distinguidos, y docenas demujeres de gran renombre casadas congente importante.

Aurelia enfermó de unas fiebres ymurió de repente cuando Aurelius teníatres años. Constantino, después de susrecientes victorias sobre loshostigadores pictos, escoceses ysaecsen, se había encaprichado de la

hija de uno de los derrotados jefessaecsen. En un arranque de generosidadhacia los vencidos, se casó con la rubiabelleza, una muchacha llamadaOnbrawst, y el pequeño Uther nació unaño después.

Ambos muchachos, de cercanasedades, fueron educados según lascostumbres romanas, bajo la tutela de unmiembro de la servidumbre. Su hermanomayor, Constans, dedicado al serviciodel Señor desde su nacimiento, recibióuna instrucción especial y vivía con lossacerdotes de un pequeño monasterio enVenta Bulgarum. Cuando Constantino fueasesinado por uno de sus esclavos, un

picto vengativo cuyo clan había sidoderrotado muchos años antes, el ancianoGosselyn, arzobispo de Londinium,temió por las vidas de los muchachosmás jóvenes, y los tomó bajo suprotección.

Como resultado de los manejos deVortigern, Constans encontró sudesdichado fin. Entonces Gosselyn, muyprudentemente, apartó del peligro a losjóvenes, enviándolos a un oscuropriorato en las tierras del rey Hoel enArmórica; estaban lo bastante cercacomo para poder vigilarlos, y losuficientemente lejos como para que noconstituyeran una amenaza a las

ambiciones de Vortigern. Allí habíancrecido hasta convertirse en hombres, ala espera del momento apropiado pararegresar y reclamar el lugar que lescorrespondía en el mundo.

Conseguirían su propósito, peropronto necesitarían ayuda si querían queel Trono Supremo se ampliara más alláde lo que había logrado Vortigern.Hengist se encargaría de inquietarlos ynegarles la oportunidad para consolidarsus triunfos; los demás reyes, una vezderrotado éste, tampoco les concederíanun momento de respiro. En resumidascuentas, precisaban mi ayuda.

Pelleas y yo viajamos a gran

velocidad. Él me guiaba y yocontemplaba con gran interés todos loscambios acaecidos en el país desde laúltima vez que lo había visto,especialmente en los lugares donde elmiedo llevaba a cabo su triste labor. Sealzaban muros de piedra muy altos portodas partes. La mayoría de las ciudadesmás antiguas y extensas estabanabandonadas, debido a su mortíferadificultad de defensa, en favor depueblos más pequeños y medioescondidos, construidos en piedra, queresultaban menos llamativos, y menostentadores a los ojos de los bárbaros.

Parecía que las moradas de la gente

hubieran encogido. Las calles, allídonde se habían trazado, eran másestrechas, las casas más pequeñas y máspróximas. Daba la impresión de quetodo estaba apiñado y amontonado,como si se agazapara temeroso ante lasTinieblas que crecían cada vez más.

El conjunto me entristecía y ofendíaa la vez.

¡Por el sagrado nombre de Dios,nosotros somos los Hijos de la LuzViviente! No nos acurrucamos ennuestras madrigueras como animalesasustados. ¡Ésta es la Isla de losPoderosos, y nos pertenece por derecho!El enemigo nos discute ese derecho,

pero ¡por la Gran Luz de Bondad!, nonos moverán. No obstante, adondequiera que observara, advertíacómo nos desplazaban, en cuerpo y enespíritu. Huíamos y retrocedíamosconstantemente ante los ejércitos de lanoche. La seguridad respecto a nuestrasposesiones o nuestra habilidad paradefendernos a nosotros mismos y anuestro país se tambaleaban. Y, a menosque se intentara interrumpir, la retiradase convertiría en una fuga desordenada.

Me animó que la tierra siguiera tansólida como siempre, si bien nadiepuede modificarla en gran medida. Losárboles crecían altos para producir

madera; los campos, allí donde sepermitía sembrarlos en paz,prosperaban; el ganado y las ovejasproducían buena carne, buen cuero ymejor lana; aún se trabajaba en lasantiguas minas romanas, se extraíanestaño y plomo y, lo que era másimportante, hierro para fabricar armas.

Desde luego, aquello infundíafuerzas y consuelo; no obstante, senecesitaba más que una agriculturasaludable para dar coraje a loscorazones de los hombres. Se precisabauna fulminante y segura demostración deliderazgo: éxitos en las batallas, paraalejar la oleada de invasores bárbaros.

Por este motivo, ansiaba encontrarmecon Aurelius.

Atisbaba un gran potencial enaquella joven águila. Quizá seconvertiría en el Supremo Monarca queme había sido anunciado, aquel por elque los hombres recobrarían la fe.

Había visto a Aurelius desde lejos:en el humo de las hogueras, en la negraagua de roble del cuenco que mostrabael futuro, y, en cierta forma, lo conocía.Pero necesitaba analizarlepersonalmente, sentarme, hablar con él yobservar la clase de hombre que era.Sólo entonces podría estar seguro deque Britania tenía un Supremo Monarca

realmente digno de ella.Me mantuve alejado de mis antiguas

tierras en Dyfed a propósito. Aún noestaba preparado para contemplar loscambios que se hubieran producido yprefería mucho más los recuerdos queconservaba del lugar. Mi repentinaaparición resultaría, como mínimo,embarazosa para los que gobernaban allíahora. La noticia de mi vuelta llegaríarápidamente a Maridunum, que, segúnme informó Pelleas con alegría, ahora sellamaba Caer Myrddin; mi presenciaaumentaría la confusión reinante.Además, no me hallaba muy seguro decómo conducirme; lo decidiría una vez

me hubiera encontrado con Aurelius.No obstante, como paso previo, no

tenía más que un deseo: regresar alúnico hogar que conocía para ver a mimadre. La verdad es que ni por unmomento me detuve a pensar en laconmoción que provocaría mi repentinaaparición en Ynys Avallach. En mimente el lugar aparecía siempre tansereno, tan distante de las pugnasfrenéticas del mundo, que imaginé queen el mismo instante en que pusiera lospies en la Isla de las Manzanas caeríabajo su pacífico hechizo, y volvería aocupar el mismo lugar de siempre. «Oh,ahí estás, Merlín, me preguntaba

adónde habrías ido». Como si no mehubiera alejado más allá de lahabitación contigua y hubiera regresadoal cabo de un instante, apenas un par deminutos fuera de la vista de Charis.

Mas mis sentimientos no secorrespondieron con los de Charis yAvallach; por el contrario, los suyosfueron totalmente diferentes.

Después de la primera excitaciónproducida por el anuncio de mi llegada,que había sido adelantada mediante elnuevo puesto de guardia al final de lacalzada que conducía al palacio del ReyPescador, los alegres gritos debienvenida y las lágrimas, tanto mías

como las de mi madre, todavía tardaronen calmarse; el lugar, por fin, recuperósu acostumbrada y regia dignidad.

Se me había echado a faltar mucho yse había considerado y especuladosobre la posibilidad de mi muerte unmillón de veces desde mi desaparición.Había subestimado, supongo queegoístamente, lo que yo significaba en lavida de mi madre.

—Intuía que aún seguías con vida —me reveló Charis más tarde, cuando laexcitación hubo disminuido—. Almenos, creo que habría sospechado tumuerte; la habría sentido.

Sentada, sujetaba mi mano en su

regazo y la apretaba con fuerza como sitemiera soltarme, por miedo a perdermede nuevo. Irradiaba felicidad, sus ojosbrillaban con una potente luz que hacíaque también su rostro resplandeciera.No creo haberla visto jamás tan feliz.Excepto por su exultante emoción y porsus nuevas ropas al estilo de los SeresFantásticos, no había cambiado enabsoluto.

—Lo siento. —¿Cuántas veces lohabía repetido ya?—. Perdóname, perono pude evitarlo. Jamás tuve intenciónde hacerte daño, yo…

—¡Silencio! —Inclinó la cabeza yme besó la mano—. Todo está aclarado

y ahora pertenece al pasado.Al oír estas palabras, e intuir la

verdad que había tras ellas, las lágrimasafluyeron de nuevo a mis ojos. ¿Puedealguien merecer tal amor?

Aquella noche dormí en mi antiguahabitación y al día siguiente fui a pescarcon Avallach. Me senté en el bancocentral, mientras impelía el bote con lapértiga a lo largo de la orilla hasta sulugar favorito; el sol bailaba en lasuperficie del lago, y los juncos sebalanceaban bajo la cálida brisa; unagarza avanzaba majestuosa por lasverdes charcas en busca de ranas, y lasinquietas pollas de agua picoteaban y

cloqueaban en las márgenes cubiertas demusgo. Yo me sentía como si volviera aser un chiquillo de tres años.

—¿Cómo era, Merlín? —inquirióAvallach. Estaba de pie, con el arpón enequilibrio.

—¿Enloquecer?—El estar a solas con Dios —

corrigió—. A menudo me he preguntadoqué debía experimentarse en supresencia, al verle, oírle y adorarle asus pies.

—¿Es con Él con quien crees que hevivido? —Me avergonzó advertir nohaberlo descubierto antes. Avallach, trasaños de sincera contemplación, se había

vuelto muy sensible a la vida delespíritu.

—¿Con quién sino con el GranSeñor en persona —exclamóalegremente—, o con uno de susángeles? Sea como fuere, constituye unexcelso honor. —En ese momento un pezcentelleó bajo la popa del bote.Avallach hundió el arpón al instante ysacó del agua un hermoso lucio que seretorcía atrapado entre las púas de lalengüeta.

Mientras liberaba el pescado de lapunta del arpón, intenté darle unarespuesta. En efecto, había sobrevividoen el bosque. Durante mi retiro no había

especulado sobre ello, ya queconsideraba que mis años pasados conel Pueblo de las Colinas me habíansalvado de morir en aquel parajeagreste. Mas ahora observaba, con todaseguridad, la mano de Dios que, oculta,me conservaba y preparaba.

Finalmente se me había aparecido;aunque lo sabía, no me había atrevido areconocerlo en voz alta. Avallach se diocuenta, y lo aceptó con el mayor de losentusiasmos y tan sólo un poco depiadosa envidia. Su fe me asombrósobremanera.

—Eres un ser afortunado entre loshombres, Merlín. De los más

privilegiados. —Se inclinó y tomó denuevo la pértiga e impelió el bote haciaadelante, mientras bordeaba la orillallena de juncos—. Yo, que daríacualquier cosa por pasar unos brevesinstantes en presencia de mi Señor, debocontentarme con visiones de su copasagrada.

Lo dijo con toda tranquilidad, perocon una absoluta sinceridad.

—¿Tú también la has contemplado?—inquirí, olvidando que jamás le habíaconfesado haberla visto.

—Ah, ya intuía que compartirías miexperiencia. —El abuelo me guiñó unojo.

—Sí, creo que existe.—¿La has tocado? —inquirió

reverente.Sacudí la cabeza.—No. La mía, al igual que la tuya,

fue una visión.—Ah… —Se sentó dentro del bote y

colocó la chorreante pértiga atravesadasobre sus rodillas.

El tranquilo chapoteo del aguacontra el casco del bote y el croar deuna rana llenaron el silencio. Cuandohabló de nuevo, semejaba un hombreque comunicaba una confidencia a unhermano; jamás habíamos conversado deaquella forma.

—¿Sabes? —dijo—, hasta estemomento creía que se me negaba elCáliz del Señor a causa del gran pecadode mi vida.

—Estoy seguro, abuelo, de que tusfaltas no son mayores que las decualquier otro. Incluso, seguramentemenores que las que yo podría contarte.Además, tienes el perdón de Jesús.

Mi tentativa para tranquilizar sumente resultó muy poco consistente, ydudo que me oyera, ya que continuó:

—Engendré a Morgian.La sola mención de su nombre hizo

que sintiera una opresión en el pecho.Morgian… ¿Cuáles serían sus nuevas

tramas mientras yo estaba alejado delmundo de los hombres? Sospechaba quesus manos no se habrían dedicado alocio. La imaginé como una negra arañaque tejía telas a su alrededor, deapariencia atractiva, pero destructoras.

—¿Dónde está? —pregunté, altiempo que temía la respuesta. Yodebería saberlo.

—Se encuentra en las Orcadas, ungrupo de islas pequeñas en el marseptentrional. Me parece que resulta unbuen lugar para ella; al menos está lejosde aquí.

Había oído hablar de aquel reinoisleño, llamado Ynysoedd Erch en la

lengua de los britones: las Islas delMiedo. Ahora comprendía por qué.

—¿Qué hace allí?El Rey Pescador suspiró

fatigosamente. Nadie que no lo hayasufrido puede conocer el pesar de unpadre cuyo hijo anda descarriado; sinembargo, soportaba su suplicio con suregia dignidad, sin autocompadecerse ysin buscar excusas.

—Lo que Morgian prepara sólo ellalo sabe. Pero hemos oído que se hacasado con alguien, un rey llamado Loth,y que le ha dado hijos.

»No sé nada de ese hombre ni de sudesafortunada progenie, pero se habla

de actos de gran maldad en el norte, y deespantos que desafían toda descripción.Desde luego, todo es obra de Morgian,pero no puedo adivinar lo que pretende.

Yo sí podía imaginar cuáles eran susintenciones.

—¿Se sabe algo de esas criaturas?—Sólo que están vivos. No se

conoce nada con seguridad respecto aellos, aparte de esto. Te cuentosimplemente relatos de viajeros ysiniestros rumores.

Morgian había aprendido el valor dela paciencia, debía reconocérselo.Aguardaba su momento, aumentaba susartes y profundizaba sus conocimientos

del saber prohibido de los antiguos,obtener más poder y mayor habilidad enlas ciencias arcanas. Podía esperar;quizá sabía que todavía no debía lanzarsu ataque. Pronto reinaría el caos en elpaís, y tendría su oportunidad. Cuandoemprendiera su ofensiva, lo notaríamosde inmediato.

Desde aquel instante presentí que losproblemas de Britania no podríansolucionarse sin tener en cuenta aMorgian. El mero hecho de que hubieratomado por esposo a un rey britón, pueslas gentes de las Orcadas pertenecen ala raza britona y no a los pictos oirlandeses, indicaba que sus ambiciones

habían florecido desde la última vez quela vi. Entonces, podría habersecontentado con un alma o dos a las quetorturar; ahora deseaba todo un reino.

¡Luz Omnipotente, conviértete enresistente escudo que proteja a tusguerreros! ¡Sé el acero que empuñen susmanos!

Se me ocurrió utilizar el recipientede las predicciones para descubrir loque Morgian se traía entre manos.Aunque interiormente me atemorizaba unencuentro con ella, hubiera podidoafrontarlo; pero me pareció mejor nointerferir ni atraer la atención sobre míde ninguna forma. No conocía los

poderes que aquella mujer poseía. Contoda probabilidad, en poco tiempo seenteraría de que había vuelto al mundode los vivos. Me convenía hacerlaesperar y aguardar a que hicieracábalas. Si el enemigo conoce tu fuerzay tu posición, aumenta su ventaja sobreti.

—Escúchame, Avallach —pedí—.No tienes ningún motivo para sentirteculpable por la existencia de Morgian.No eres responsable de su maldad.

—¿No? —Arrugó la frente como situviera algo repugnante en la lengua—.Le di la vida, Merlín. Oh, qué daría yosi…

—¿Escuchas tus palabras? —leespeté enojado—. ¡No puedes cambiarla realidad!

Me contempló con una suaveexpresión de reproche por mi cólera.

—No, nada puede modificarse,Merlín —corroboró con tristeza—.Debemos cargar con nuestros erroreshasta la sepultura.

No volvimos a hablar sobre aqueltema y nos desviamos hacia asuntos másalegres. Sin embargo, me pregunto porqué sus lamentos provocaron semejantereacción en mí.

—Se culpa a sí mismo —me aclaróCharis más tarde cuando se lo conté—.

Se considera responsable en ciertaforma.

—Una persona no puede responderde las acciones de otra —insistí.

Mi madre sonrió.—Una lo hizo en una ocasión. ¿O lo

has olvidado? ¿Algo impide que sucedade nuevo?

Pese a recordar el hecho al que serefería su advertencia, lo medité ahorabajo un punto de vista ligeramentedistinto. ¿Sugería Charis acaso queAvallach consideraba la posibilidad derealizar un acto expiatorio en nombre deMorgian? Era una posibilidad sobre laque había que recapacitar.

—No dejes que lo haga —exigí convehemencia—. No debes permitírselo.

—Merlín —repuso tranquilizadora—, ¿qué sucede? Estás preocupado,hijo. Cuéntame.

Suspiré y sacudí la cabeza.—No es nada, pasará enseguida. —

Sin un motivo aparente, pensé enMaelwys, y le pregunté por él—. Dime,¿cómo murió Maelwys?

—Atacaron Maridunum —explicóCharis—. Rechazamos a los invasores,pues logramos cortarles el paso en lamisma costa. Cuando la batalla habíaterminado y regresaba a la villa conalgunos de sus hombres. Se produjo una

emboscada e incendiaron la villa…Mientras ella hablaba, mi mente se

llenó con las horrorosas y lamentablesimágenes, hasta que me provocaron unestremecimiento. Mi madre, al verme,interrumpió su relato.

—Merlín, ¿qué sucede?Pasaron segundos antes de que

pudiera hablar.—Se avecinan grandes dificultades

—anuncié por fin—. Muchos seránarrastrados por las Tinieblas, y muchosmás se perderán en ellas. —Lacontemplé con expresión lúgubre, altiempo que sentía odio por mi recientevisión. Seguramente ningún vivo ha

soportado tales calamidades.—Yo sí, Merlín —respondió con

suavidad, mientras trataba de calmar lanota de desesperación presente en mivoz—. Yo las he sufrido, y tambiénAvallach y todos aquellos que vinieroncon nosotros.

—Madre, mira a tu alrededor,quedan muy pocos ahora; cada año quepasa se reduce su número.

Resultaban unas palabras crueles.No sé por qué las pronuncié y, en elmismo instante en que salían de mi boca,hubiera dado los ojos por retirarlas.

Charis asintió con tristeza.—Es cierto, Halcón mío. Cada año

somos menos. Maildun, mi hermano,murió durante el invierno. —Bajó losojos—. No duraremos. Antes creía quepodríamos encontrar una forma desobrevivir; incluso pensé que, con tupadre, a través de mi unión con Taliesin,hallaríamos la continuidad. Pero aquellaposibilidad se frustró. Sí, nuestros díassobre la tierra finalizan ya, prontoseguiremos al resto de los primeroshijos de la Madre Tierra y regresaremosal polvo del que surgimos.

—Lo siento, madre. No debiera dehaber sido tan crudo. Perdóname.

—Tus palabras son ciertas, Merlín.Nunca debes disculparte por expresar

tus sentimientos. —Levantó la cabeza,me miró directamente a los ojos, ycomprendí que estaba equivocado sipensaba que sus palabras significabanque se había dado por vencida—. Peroexiste una verdad más importante que nodebe silenciarse jamás: el Reino delVerano. Mientras yo exista, continuarásu esperanza. Además, vive en ti, hijo, yen todos los que creen y te siguen.

El Reino del Verano…, ¿erasolamente un sueño del paraíso? ¿Opodía convertirse en realidad? ¿Podíanlos nombres de carne y hueso habitar ental lugar?

En una ocasión, Taliesin lo había

concebido, lo había cantado y le habíadado forma en su corazón; no podíamosdesentendernos de su visión. Olvidarahora el Reino del Verano significaríaaceptar la derrota, y en el fondo,también, el reino de la maldad; siempreque la esperanza de un bien mayor seproclama en el mundo de los hombres,hay que luchar por conseguirlo, aunqueen esa lucha hallemos la muerte.Cualquier otra cosa resultaría unanegación que frustraría la LuzOmnipotente que animaba ese espíritude superación y le daba vida. Dar laespalda al bien una vez se le haconocido representa volverse

deliberadamente hacia el mal.Taliesin había depositado una

pesada carga sobre mis hombros, puestoque recaía en mí la creación del Reinodel Verano. ¡Ojalá tuviera su voz, sutalento! Hubiera podido infundirleexistencia con una simple canción.

¡Fíjate! Lo veo con el arpa entre lasmanos; sus dedos tejen las relucientesnotas y su rostro resplandece por elreflejo de la gloria que anida en surelato… ¡Y, oh! ¡Escucha! Las palabrassurgen de su garganta como si ésta fuerauna puerta viviente del Otro Mundo, susrubios cabellos brillan bajo la luz de lasantorchas y el mundo permanece inmóvil

y sin respiración para absorber ladesgarradora belleza de su melodía…,lo imagino y lloro. ¡Padre, jamás teconocí!

Permanecí en Ynys Avallach hasta laluna nueva y dejé que la eternaserenidad de aquel paraje recuperara ellugar que siempre había ocupado en miespíritu. Necesitaría de toda mi calmapara afrontar los turbulentos días que seavecinaban.

Luego, una brillante y frescamañana, Pelleas y yo salimos a caballopara iniciar una vez más la larga e

imposible tarea de salvar a la Isla de losPoderosos.

E2

ncontré a Aurelius y a Uther en elcamino cuando regresaban de su

batalla contra Vortigern. El viejo zorrohabía tenido un final muy pocoagradable: se había quedado encerradoen una torre en llamas, abandonado porsus más íntimos aliados. Incluso su hijo,Pascent, había huido a la costa y dejadoque su padre se enfrentara solo a lajusticia. La lucha había sido corta yencarnizada, y también decisiva. Losdos hermanos rebosaban aún de júbilocuando me encontré con ellos algo másal norte de Glevum, cerca de donde

habían conseguido por fin acorralar aVortigern.

Los que los apoyaban, al instantehabían proclamado a Aurelius comoSupremo Monarca. Cuando lo vi meestremecí: ¡era tan joven!

—Apenas si teníais su edad cuandotomasteis el torc —me susurró Pelleas,mientras aguardábamos para serconducidos a su presencia.

Era cierto; sin embargo, esperabatrabajar con alguien un poco másmaduro. Al pensar en la ardua tarea queme aguardaba, gemí apesadumbrado. Eljoven Aurelius representaba sólonominalmente al Supremo Monarca,

pues su principal batalla estaba aún pordirimirse. Debía conseguir el apoyo dela mayoría de los reyes menores, grannúmero de los cuales se considerabaeminentemente cualificado para llevar labatuta ahora que Vortigern habíadesaparecido.

Obtener aquella fidelidadcomportaba una dura campaña; nonecesitaba que Hengist la convirtiera enalgo más sangriento de lo que yaprometía ser. Yo sabía que la mayoríade los señores sólo se dejaríanconvencer por la fuerza bruta, lo que yade por sí suponía algo lamentable, peroprimero había que ocuparse de Hengist.

La situación se presentaba de tal forma,que la única solución era aconsejar aAurelius que eliminara a cualquiera queno quisiera apoyarle.

Todo eso en el supuesto caso de quequisiera escucharme, lo que yo no teníaningún derecho a esperar. Pelleas, por elcontrario, se sentía más optimista.

—Todo el mundo ha oído hablar deMyrddin Emrys —me animaba—. Desdeluego que os recibirá. ¡Os dará labienvenida como a un hermano!

Me acogió como a un tío devergonzoso pasado, pero de todasformas aceptó entrevistarse conmigo.Me senté ante Aurelius, al otro extremo

de la mesa, en el interior de su tienda depieles, y bebimos aguamiel juntosmientras él me observaba con atención eintentaba formarse una opinión sobre mí.Uther ya me había juzgado y no cesabade agitarse y enredar desde el fondo dela estancia, en un intento por llamar laatención de su hermano mayor y de estaforma poder comunicarle lo quepensaba, que, seguramente, no resultaríanada elogioso para mí.

Aurelius tenía un aspectomeditabundo, que quedaba acentuadopor una cabeza de rizados cabellososcuros y cortos al estilo imperial, yojos de un negro profundo, hundidos

bajo unas cejas uniformes y tambiénoscuras. Mostraba una frente despejaday de porte noble, y un rostro defacciones agradables y sin una solaarruga, tostado ahora por los díaspasados en los caminos.

Poseía la espada de Maximus.Aunque no la había visto desde miencuentro con el Dux Britannorumaquel día en el reducto fortificado deElphin cuando yo no era más que unniño, la reconocí al instante: el bienafilado acero, la empuñadura de bronceenvuelta en plata trenzada, la granamatista tallada en forma de águila quelanzaba destellos morados desde el

pomo; no existía otra arma igual en todoel mundo.

Adiviné la forma en que habíallegado a sus manos, pero cómo habíaconseguido conservarla era lo querealmente me maravillaba. Si Vortigern,o cualquier otro, hubiera conocido suexistencia, el muchacho no habría vividopara ver este día. El viejo Gosselynsalvó a los muchachos y la espada; suacto había significado más de lo querepresentaba.

Aurelius me examinócuidadosamente cuando me detuve anteél. La expresión de vago desdén queasomó a su semblante me informó de que

no le gustaba demasiado la intrusióninesperada de un loco en sus planes.

No obstante, te guste o no, Aureliusquerido, ambos estamos implicados porlas circunstancias. Ninguno de los dospodía delegar en otro sus decisiones.Todo recaía en nosotros. Yo podíaaceptarlo, pero no sabía si el joven seríacapaz.

—Me alegro de conocer al famosoMerlín, por fin —saludó Aurelius, enuna muestra de su mejor diplomacia—.Tu fama te precede.

—Al igual que sucede con lavuestra, Majestad —utilicé el reciénadoptado epíteto para mostrar mi apoyo

a su pretensión, al Trono Supremo, locual le agradó inmensamente, pues susojos brillaron.

—¿De verdad es así? —Queríaescucharlo de mis labios.

—No podría ser de otro modo.Habéis vencido al usurpador Vortigern yos habéis cobrado la deuda de sangreque os debía desde hace muchos años,todo ello de una forma impresionante.Todo el mundo canta vuestras alabanzas.

Mi pequeño discurso probaría si sucarácter correspondía al de un SupremoMonarca material o no.

Sonrió, pero sacudió la cabezadespacio.

—Estoy seguro de que no es unsentimiento generalizado. Se me ocurreun buen número de personas que enestos mismos momentos se ensalzan a símismas, y, entre ellos, algunasmarcharon a mi lado no hace muchosdías.

Así que no caía en el anzuelo. ¡Bienhecho, Aurelius! Mi nuevo sondeo sedirigió hacia un terreno diferente.

—Bien, ¿y qué importa lo que unpuñado de gruñones vanidosos piense?

—Desearía poder desentenderme deellos con tanta facilidad, pero la verdades, Merlín, que los necesito. Ellospueden darme el apoyo que preciso para

vencer a Hengist —lanzó una repentinasonrisa—. Son los que decidirán si esmi trasero o el de ese sanguinariosaecsen el que ocupará el trono. Megusta pensar que los britones preferiránel mío.

—Las vuestras son unas posaderasadmirables, mi rey —reconocí consimulada solemnidad—. De muchamayor distinción que las de cualquiersaecsen.

Ambos nos echamos a reír, y Pelleasy Uther nos contemplaron con sorpresa,como si nos creyeran ebrios.

—Mi señor hermano —protestóUther, incapaz de contenerse por más

tiempo—, acabas de conocer a estehombre y ya le haces confidencias.

—¿Le acabo de conocer? Oh, creoque no, Uther. Me parece que hace deello muchísimo tiempo. Además, noshemos probado el uno al otrocontinuamente desde que penetró en estatienda. —Aurelius se volvió hacia mí—.Confiaré en ti, Merlín Ambrosius. Serásmi consejero… —En ese momento,Uther lanzó un sonoro bufido y sacudiólos rojos rizos en violentadesaprobación—. ¡Será mi consejero,Uther! No andamos precisamentesobrados de voluntarios.

Su hermano se apaciguó, pero

Aurelius empezaba a sentirseentusiasmado de verdad.

—Sí, otro grupo marchó estamañana; dejó el piquete antes delamanecer. Mis señores y mis jefesguerreros me abandonan, Merlín. Los helibrado de Vortigern y ahora se vuelvencontra mí.

—¿Cuántos guerreros quedan?—Aquí unos doscientos, y otros

quinientos a un día de camino.—Setecientos no resulta una fuerza

considerable para competir con Hengist—rezongó Uther.

—Sí —admitió Aurelius pesaroso—, y la mitad de ellos son hombres de

Hoel, con lo que pronto tendrán queregresar a Armórica.

—La situación presenta un aspectomás preocupante de lo que pensé —comenté.

Aurelius se bebió de un trago elaguamiel que aún quedaba en su copa ynos contempló sombrío. Uther sepaseaba desanimado.

—De todas formas, no esdesesperada —empecé—. Tengo amigosen el oeste y en el norte. Creo quepodemos contar con ellos para que nosapoyen.

—¡El norte! —Aurelius dio unapalmada sobre la mesa—. Por mi vida,

Merlín, que si tuviera al norte conmigo,el sur y la zona central no constituiríanningún problema.

—En el oeste está el auténticopoder, Aurelius. Los romanos nunca loentendieron, y por eso jamásconquistaron realmente esta isla.

—¿El oeste? —exclamó despectivoUther como si se tratara de unaenfermedad—. ¿Un atajo de ladrones deganado y mercaderes de trigo?

—Esa errónea idea guió también alos romanos —repuse—. ¿Y dónde estáRoma ahora?

Me dirigió una mirada asesina. Yocontinué:

—Id a Dyfed y a Gwynedd ycomprobadlo vosotros mismos. Loscymry siguen allí. ¡Todavía gobiernansus clanes con dinastías que se remontana quinientos, a mil años atrás! Su poderes tan fuerte como siempre, quizá ahoramás, pues Roma ya no puede sacarleshombres ni tributos. ¡Ladrones deganado y mercaderes de trigo! No sólolas armas erigen a un rey, se necesitantambién animales y alimento. Aquel reyque lo comprenda se alzará de verdadcomo Supremo Monarca.

—¡Bien dicho, Merlín! Tus palabrasson muy atinadas. —Aurelius golpeó denuevo sobre la mesa—. ¿Qué sugieres?

¿Vamos hacia el oeste? ¿O hacia elnorte?

—Al oeste…—Saldremos de inmediato. ¡Hoy

mismo! —Aurelius se incorporó como sise dispusiera a correr para montar en sucaballo.

Me puse en pie más despacio ysacudí la cabeza.

—Iré solo.—Pero…—Creo que es más conveniente. Ha

pasado mucho tiempo desde que vivíallí. Debería sopesar la situación antesde presentarme con un ejército. Dejadque los incline en vuestro favor antes de

que tratéis con ellos.—¿Y qué hacemos mientras tú

juegas a crear un rey? —quiso saberUther. Su pregunta representó unabofetada en pleno rostro.

—En efecto, me dedico a imponer unmonarca, querido Uther —gruñí—. Quequede bien claro. Obtuvisteis una granvictoria, mas sobre un hombre ancianoagotado y acosado por todas partes. —Vi congestionarse su semblante alescuchar mi pulla, y me dirigió unamirada asesina, pero no tuve piedad—.Ni tú ni tu hermano pasaréis del veranosin mi ayuda para ganaros adeptos. Asíson las circunstancias que os rodean.

—¿No tenemos otra alternativa? —gimió.

—Desde luego. O me escucháis yseguís mis instrucciones, o podéisbuscaros una sepultura poco profundajunto al camino en alguna parte yecharos tierra encima, o dar mediavuelta y regresar a Armórica paralanguidecer en la corte de Hoel el restode vuestra miserable vida.

Mis palabras los hirieron en lo másíntimo, pero las tomaron como hombresen su cruda verdad y no se acobardaron.No les agradaron, pero tampocogimotearon como niños malcriados; delo contrario, habría salido al galope del

campamento para no regresar jamás.Su conducta constituyó un mínimo

requisito para empezar. La mente lúcidade Aurelius prevaleció sobre laapasionada impulsividad de Uther, yquedé firmemente establecido como elconsejero del Supremo Monarca, aunquedebiera especificar «futuro» SupremoMonarca, ya que restaba un largocamino antes de que su augusto traseropudiera acomodarse en el trono.

Esa misma tarde, Pelleas y yosalimos en dirección a Dyfed;llevábamos con nosotros algunosbrazaletes de oro que Aurelius enviabacomo presentes para ser entregados en

la forma que me pareciera másconveniente. Desde luego, se recibiríancon agrado, como un detalle educado,mas a los astutos cymry no se les ganabacon oro. Querrían saber quién era aqueladvenedizo Supremo Monarca, y cuálera su carácter; finalmente desearíanconocerle en persona, para lo cual debíapreparar el encuentro más apropiado.

Mi primera ojeada a la que habíasido mi tierra natal me provocó un nudoen la garganta e hizo que se me nublaranlos ojos. Nos habíamos detenido unpoco antes de llegar al viejo camino queconducía a Deva, en la cumbre de unacolina desde la que se divisaban las

amplias jorobas del paisaje occidentalplagado de elevaciones. Aquellas altas yhermosas colinas, en las que el vientojugueteaba entre las hierbas y agitaba lasmatas de brezo nuevo, me hablaban deuna época más feliz: el tiempo en que unrey recién coronado cabalgabaincansable por ellas con su espléndidoejército, para conseguir que su reinoconstituyera un lugar seguro.

En aquellos días vigilábamos el mar;ahora los invasores se hallaban bieninstalados en el interior del país.Vortigern había entregado a Hengist y asu hermano Horsa tierras propias a lolargo de la costa sudeste a cambio de

protección. Al zorro no le habíaquedado otra alternativa, pues tan en sucontra estaban los reyes que tenía bajoél, que ellos mismos se habrían aliadocon Hengist de no adelantárselesVortigern. Sin embargo, al final, el tratoresultó un desastre: Hengist no sólomordió la mano que le alimentaba, sinoque su intención consistía en arrancarlade cuajo desde el hombro.

Al cabo de un rato, Pelleas espoleóa su caballo hacia adelante, yempezamos a descender en dirección allargo y sinuoso valle que serpenteabapor entre las colinas hasta llegar aDyfed. Aquella noche acampamos en

una arboleda junto a un arroyo derápidas aguas, y alcanzamos Maridunum,ahora Caer Myrddin, a la puesta del soldel día siguiente.

Bajo la luz moribunda, querecordaba las llameantes ascuas de unfuego que se apaga, todo aparecía teñidode tonalidades rojas, doradas y blancas;la ciudad no se mostraba cambiada enabsoluto: sus muros sólidos, sus callespavimentadas y sus casas cuadradas yrectas. Pero era una ilusión; mientrascabalgábamos lentamente por suinterior, observé que las paredesestaban agrietadas por tantos lugares queera imposible contarlos, las calles

llenas de socavones y las casas medioderruidas. Por entre las ruinascorreteaban perros, y se oía llorar a unbebé, aunque no divisamos a nadie porallí.

Pelleas se negaba a volver la cabezaa derecha e izquierda, y se empeñaba encabalgar con la mirada fija al frente sincontemplar a los lados. Yo debiera dehaberle imitado, pero me resultóimposible. ¿Qué le había sucedido a laciudad?

Maridunum debía su auge almercado ruidoso y desaliñado, masentonces tenía vida; ahora, al parecer,sus bulliciosos días habían terminado y

sólo albergaba a perros sin hogar y acriaturas fantasmales. A pesar de haberatravesado Maridunum, y soportar laimpresión que me había producido, nome hallaba preparado para el sobresaltoque me provocó ver la antigua casa demi nacimiento en la villa de la colina.Parecía que al traspasar la ciudadhubiera retrocedido en el tiempo unoscientos de años, ya que la villa habíadesaparecido y en su lugar se alzaba unafortaleza con una sala de madera y unaempalizada y circundada de profundaszanjas, costumbre que resultaba muycomún en los salvajes parajes del norte,pero que, desde hacía diez generaciones

o más, se había abandonado en lascivilizadas tierras del sur.

Ciertamente semejaba un pobladocelta de los que existían antes de que lasÁguilas pusieran los pies en la Isla delos Poderosos.

Pelleas me condujo sendero arriba yaguardamos bajo el portón, cuyas doshojas se encontraban cerradas como siya hubiera anochecido, a pesar de que elcielo aún permanecía iluminado aloeste. No obstante, la entrada se nosfranqueó con gran rapidez tras lallamada de Pelleas, y penetramos en unrecinto repleto de grupos de pequeñascabañas de troncos y paja que rodeaban

un gran edificio de madera deimpresionantes proporciones. De lavilla que en una ocasión se había alzadoen aquel mismo suelo no quedaba elmenor rastro.

En tiempos de Taliesin este centrode poder demetae y silur había estadogobernado por Pendaran Gleddyvrudd,quien en sus últimos años compartió eltrono con su hijo Maelwys y, por unbreve espacio de tiempo, inclusoconmigo. Hacía tiempo ya que EspadaRoja había muerto y, por desgracia,también Maelwys.

Las épocas y las necesidades varían.Sin duda, la fortaleza resultaba

muchísimo más práctica para susocupantes, pero añoré la antiguadisposición; asimismo me pregunté si lapequeña capilla del bosque aúnexistiría, o si, como la villa, había sidoreemplazada por un templo más antiguode un dios anterior.

Pelleas me dio un codazo.—Ya viene, señor.Al girarme, me encontré con que

salían algunos hombres de la enormesala-residencia; entre ellos, unos pocosportaban antorchas en la mano. Su jefeera un hombre de edad madura y buenaestatura con la engrasada cabellerasujeta en la nuca y un grueso torc de oro

alrededor del cuello. Se parecía tanto aMaelwys que supuse que el linaje dePendaran seguía vivo.

—Saludos, amigos —exclamó conaire amable, aunque sin dejar decontemplarme con gran interés—. ¿Quéte trae por aquí?

—He venido —contesté—, en buscade un hogar que en una ocasión conocí.

—Pronto será de noche y laoscuridad te impedirá buscar unpoblado. Quédate con nosotros —susojos se desviaron al arpa que colgabadetrás de la silla de montar—, y por lamañana te ayudaremos a encontrar ellugar que buscas.

Era el mismo Tewdrig el que mehablaba; había heredado la naturalezagenerosa de Maelwys. Yo le respondí:

—La verdad, debo decir que medirigía precisamente hasta aquí.

Se acercó y, sujetando la brida de micaballo, escudriñó mi rostro.

—¿Te conozco? Dime si es así,porque no recuerdo haberte visto nuncaentre estos muros.

—No, no existe ninguna razón paraque me reconozcas. Han pasado muchosaños desde mi última estancia. Entonceseste reducto fortificado era aún una villay Maelwys su rey.

Me contempló con incredulidad.

—¿Myrddin?Todos los allí reunidos dejaron

escapar un murmullo de excitación. Unjoven corrió hacia el edificio principaly, al cabo de un instante, empezaron asalir al patio un gran número de hombresy mujeres.

—Son Myrddin —dije con calma—.Y he regresado, Tewdrig.

—Se te da la bienvenida, mi señor.¿No queréis entrar y sentaros a mi mesa?

—Eso —repuse al tiempo quedesmontaba— lo aceptamos con muchogusto.

Pelleas y yo fuimos conducidos alinterior de la sala por todo aquel gentío

que se había reunido a nuestroalrededor. La noticia de mi llegadarevoloteó entre ellos como chispasarrastradas por el viento y el alborotocreció en derredor nuestro y, aunque lasala era muy espaciosa, pronto quedórepleta de gente que no dejaba demurmurar llena de emoción, hasta talpunto que Tewdrig se vio obligado agritar para poder hacerse oír.

—Señor, vuestra llegada resultaalgo inesperada. Si hubieras enviadopor delante a vuestro sirviente paraavisarnos de vuestra venida, os habríapodido preparar un banquete. Pero comoveréis… —Hizo un gesto vago con el

brazo que abarcaba toda la sala. Aunqueno estaba adornada con sus mejoresgalas, no constituía un lugar de aspectopobre; con una sola mirada advertí quelos demetae y los silures aún poseíangrandes riquezas y, por lo tanto, muchopoder.

—Tal y como está —le atajé confranqueza—, deseaba verla. —No mehabía pasado inadvertida su utilizaciónde la palabra «avisar», pues, a pesar desu sincera bienvenida, se traslucía lapreocupación que anidaba en sucorazón. Con una sola palabra hubieracalmado sus temores, pero decidíaguardar un poco y de esta forma

sopesar mejor su personalidad.Tewdrig ordenó traer comida y que

me sirvieran cerveza en la copa delinvitado, un enorme recipiente de platacon asas a ambos lados; me la ofrecióuna atractiva muchacha de largas yoscuras trenzas.

—Ésta es Govan, mi esposa —manifestó Tewdrig.

—Bienvenido, amigo —saludó conrecato la joven—. A vuestra salud, y quetengáis éxito en vuestro viaje.

Tras esto tomé la copa que mepresentaba, la levanté por ambas asas ybebí. El líquido era de color pálido,espumoso y frío, con lo que mi apetito

se reavivó en gran medida.—Por lo que veo, el arte del

cervecero se ha superado a sí mismodesde la última vez que sostuve unacopa como ésta —comenté—. Es untrago digno de un rey.

—Os daré un barril para que os lollevéis cuando terminéis vuestrosasuntos aquí —replicó Lord Tewdrig.

Intentaba por todos los mediosconseguir que le hablara de lo que mehabía conducido hasta allí, aunque sinpreguntármelo directamente, pues habríaresultado una muestra poco cortés.Podía imaginar los pensamientos querondaban su mente. Si Myrddin, antiguo

señor y rey de este reino, ha regresado,sólo puede deberse a un motivo:reafirmar su derecho al trono yrecuperar sus tierras. ¿Quedaríarelegado por ello? Por otra parte, quehubiera llegado sin un ejército bajo misórdenes le llenaba de confusión.

—Os doy las gracias de todocorazón —declaré y deposité la copasobre la mesa. En ese mismo instanteapareció la comida procedente de lascocinas y se colocaron las bandejassobre la mesa. Yo me acomodé a laizquierda de Tewdrig, y Govan con suhijo Meurig a la derecha; después,empezamos a comer.

Comenté los cambios que habíaobservado en la ciudad y en el caer, yTewdrig lamentó su desaparición, y lanecesidad que había motivado laconstrucción del recinto fortificado.

—No se pudo salvar la villa —afirmó—, aunque hemos conservadotodos los tesoros que hemos podido. —Señaló hacia la chimenea y descubrí elantiguo suelo de mosaico de baldosasrojas, blancas y negras que adornaraantes la sala de Gleddyvrudd.

Perder algo tan hermoso entristecíaenormemente. En aquellos momentos semalograban muchas cosas que jamáspodrían reemplazarse.

—¿Resultó muy terrible? —inquirí,perplejo.

Asintió despacio con la cabeza.—Bastante. El mismo ataque que

fulminó a Maelwys, acabó con la ciudady con la villa. Mi padre, Teithfallt,rescató lo que pudo, aunque no habíamucho.

Cuando la cena terminó, unos pocosde los muchachos más jóvenes quehabían visto el arpa detrás de mi silla demontar empujaron a uno de los másatrevidos de entre ellos para solicitar laindulgencia de su señor, pues deseabanformularme una petición.

Tewdrig estuvo a punto de despedir

al osado jovenzuelo con una severareprimenda por su descaro, pero yointercedí.

—Me sentiría muy feliz de cantarlesuna canción, Lord Tewdrig.

Los ojos del muchacho casi sesalieron de sus órbitas, pues le asombróque descubriera su ruego incluso antesde pronunciarlo. En realidad, habíavisto aquella misma expresión anhelanteen los rostros de numerosos jovencitosante la presencia de un bardo como parano intuir lo que significaba.

—Tráeme el arpa, Teilo —le pedí.Me miró con incredulidad, al tiempo quese preguntaba cómo conocía su nombre.

Como me sucedía a menudo desde milocura, ni siquiera yo lo sabía hastanombrarlo; pero, una vez dicho, tuve laseguridad de que había acertado.

—Vamos —le instó Tewdrig—, note quedes aquí con la boca abierta comoun pez sobre la arena de la playa. Ve abuscar el arpa; ¡y rápido!

Canté parte de la historia de lasHijas de Llyr y todo Caer Myrddinquedó satisfecho. Cuando finalicé, mepidieron otro relato a grandes voces,pero me sentía cansado y abandoné miinstrumento tras prometerles que lescomplacería en otra ocasión, y la genteempezó a marchar a regañadientes a sus

lugares de descanso. La reina Govan nosdio las buenas noches y acompañó albostezante Meurig a la cama. Tewdrigpidió que trajeran más cerveza y nosretiramos, acompañados por Pelleas ydos de los consejeros del rey, a susaposentos privados detrás de unapartición de mimbre trenzado al otroextremo de la sala.

Evidentemente, el señor de CaerMyrddin estaba dispuesto a obtener unaexplicación detallada de mi presenciaaunque tuviera que emplear toda lanoche. Mi impresión acerca de él lecalificaba como un hombre de honor;presentía, además, que sin importar

cómo fuera nuestra relación, secomportaría en todo momento condignidad.

Por lo tanto, resolví dar un rápidofinal a su ansiedad.

Nos instalamos en sendos sillonesuno enfrente del otro; una vela de juncocolgaba de la viga que quedaba sobrenuestras cabezas y arrojaba un rojizocírculo de luz como un refulgente mantosobre nosotros. Uno de sus hombresllenó unos cuernos ribeteados de platacon cerveza y nos los entregó. Pelleaspermanecía detrás de mi asiento,silencioso e inexpresivo; su elevada yapuesta figura recordaba la de un ángel

protector, lo cual, en cierta forma, erauna de sus características.

Tewdrig tomó un buen trago y selimpió la espuma del lacio bigote con elpulgar y el índice. Observé que ningunode sus hombres bebía con él.

—Ha resultado —empezó despacioy en tono afable— una noche interesante.Las canciones de los bardos han estadoausentes mucho tiempo de mi hogar.Gracias por llenar mi sala de alegría. Osrecompensaría por vuestra acción… —se detuvo y me miró fijamente—, peropresiento que no aceptaréis nadaexcepto lo que habéis venido a buscar.

—Señor y rey —respondí de

inmediato—, no temas por tu trono. Nohe venido a reclamarlo, aunque podríademostrar mis derechos si en esoresidiera mi intención.

—¿No lo es? —Se frotó la barbilladistraídamente.

—En absoluto. No he venido arecuperar mis tierras, Tewdrig.

Sus ojos se posaron en sus hombresy una señal secreta pasó entre ellos, yaque la tensión que reinaba en lahabitación, sutil pero palpable, sedisolvió. Se sirvió más cerveza y en estaocasión bebimos todos. Se habíaeludido una crisis.

—Te confesaré la verdad, Myrddin

—se franqueó Tewdrig—. No sabíacómo comportarme contigo. Éste es tureino por derecho; lo reconozco ante ti.No lo discutiría; sin embargo, he sidorey todos estos años, y mi padre antesque yo…

—No son necesarias lasexplicaciones, Tewdrig. Lo comprendomuy bien, y por ello considero que lomejor es dejar que mis derechoscaduquen. Han sucedido demasiadascosas y han pasado demasiados añospara que ahora vuelva a ocupar el trono.Myrddin no volverá a ser rey.

Tewdrig asintió, pero no añadióningún otro comentario.

—No —continué—, no deseogobernar, pero en recuerdo de un tiempopasado en que fui rey de Dyfed, hevenido a pedirte tu apoyo para otro quenecesita desesperadamente tu ayuda.

—Si es amigo tuyo, Myrddin —declaró lleno de efusión, aunqueseguramente era su sensación de aliviola que hablaba—, le ofreceremosaquello que estimes más conveniente.No tienes más que nombrarlo.

Me incliné hacia adelante.—Resulta prudente no prometer

nada antes de conocer el favor que sepide. No obstante, la situación es tanapurada que haré que mantengas tu

palabra pase lo que pase. De todasformas, no quiero obligarte, noconstituye ninguna insignificancia mipetición.

—Explícamela, amigo.—El Supremo Monarca Vortigern ha

muerto…—¡Vortigern muerto!—¿Cómo? —preguntó sorprendido

uno de los hombres de Tewdrig.—¿Cuándo? —inquirió otro.—Hace sólo unos pocos días. Lo

mató Aurelius, hijo de Constantino, aquien pertenece auténticamente esecargo. El joven ha tomado por ahora ellugar que le corresponde, pero muchos

se consideran a sí mismos más dignosque él para ocupar el trono del SupremoMonarca. En estos mismos instantes,aquellos que lucharon a su lado sevuelven contra él. No creo que Aureliuspueda sobrevivir al verano…

—Sin apoyo.—Sin amigos —corregí.—Sentía poco aprecio por

Constantino, y aún menos por Vortigern;ambos fueron hombres arrogantes yestúpidos. A causa de Vortigernpadecemos ahora la furia de los saecsen.—Tewdrig se interrumpió y bebió unbuen trago, luego colocó el cuerno a unlado—. Si Aurelius hubiera venido en

persona a pedir ayuda, le habría echadosin contemplaciones. Pero tú, Myrddin,intercedes por él. ¿Por qué?

—Porque, mi señor Tewdrig, élrepresenta lo que nos diferencia de lashordas saecsen.

Tewdrig meditó mis palabrasdurante un buen rato.

—¿Estás seguro?—Si no fuera así, no habría venido a

verte de esta forma. Ciertamente,Aurelius constituye nuestra últimaesperanza.

—Pero nosotros tenemos armas —insistió uno de los consejeros deTewdrig—. Y hombres y caballos para

utilizarlas. Podemos refrenar cualquierejército bárbaro.

—¿De veras? —inquirí desdeñoso—. ¿Cuándo fue la última vez quetuviste una espada en la mano mientrasescuchabas el sonido de los cuernos deguerra de los saecsen y una hueste debárbaros enloquecidos se precipitabasobre ti en el campo de batalla? —Elhombre no respondió—. Os aseguro queHengist ha reunido una voluminosatropa, la más grande jamás vista en laIsla de los Poderosos. Desea conseguirel trono antes de que finalice el verano,y temo que lo logrará, porque estamosdemasiado ocupados con nuestras

mutuas disputas para levantarnos unidoscontra él.

—En cierta forma, tienes razón —concedió Tewdrig.

—Lo que afirmo es la verdad.—¿Qué quieres que hagamos? —

preguntó el rey.—Dos cosas —contesté—. Primero,

aparta cualquier idea que acariciessobre convertirte en Supremo Monarca,pues no es posible; y luego, reúne a losejércitos de los demetae y los silures ycabalga conmigo para ofrecérselos aAurelius.

—¿Por cuánto tiempo? —inquirióuno de los consejeros.

—Tanto tiempo como sea preciso.Para siempre.

Tewdrig se tiró de la barbilla ypaseó la mirada por cada uno de sushombres.

—No puede decidirse la aceptaciónde tu propuesta esta misma noche —concluyó por fin—. Es tarde. Loconsultaré con la almohada y mañana tecontestaré.

—Esperaré hasta entonces —accedí,mientras me incorporaba; después añadíuna advertencia—, pero no lo retrasesmás. Descansa bien, Tewdrig.

A3

la mañana siguiente me levanté muytemprano para ir a buscar la

respuesta de Tewdrig, pero no encontréal rey por ninguna parte. Sus aposentosse hallaban vacíos y nadie sabía dóndehabía ido, ni cuándo. No podía hacermás que esperar su vuelta, mientras,involuntariamente, pensaba lo peor.

A media mañana, ante la insistenciade Pelleas, desayuné unas cuantasgalletas de cebada con un poco de vinomezclado con agua. Luego salí alexterior y paseé por el caer, intentandoatisbar el antiguo lugar bajo el nuevo.

Era como yo imaginaba que debía dehaber sido el Caer Dyvi del abueloElphin en Gwynedd: las labores y elbullicio apiñados tras una sólidamuralla de tierra coronada por un murode madera.

¡Y la gente! ¿Se trataba realmente delas mismas personas a las que yo habíagobernado durante mi breve períodocomo rey? No vestían como los britonesque recordaba, sino como los celtas deépocas pasadas: las mujeres con largosy llamativos mantos; los hombres contúnicas y pantalones a cuadros debrillantes colores; pero ambos, con lascaracterísticas capas plisadas de los

cymry. Los cabellos los llevaban largosy sujetos hacia atrás, desde dondependían en tirantes trenzas o en flojascolas de caballo. A donde quiera quemirara veía relucir oro, plata, bronce ocobre en todas las gargantas, muñecas,brazos y hombros, y todos los adornosaparecían labrados con los ingeniososdiseños típicos del artesanado celta.

Casas bajas, construidas la mayoríaa base de troncos encajados unos conotros y coronados con un pulcro techode juncos secos, se resguardaban lasunas a las otras separadas tan sólo porestrechas callejuelas, y llenaban lo quehabía sido el patio cuadrado de la villa.

Tewdrig tenía un herrero cuya forjaocupaba el montículo donde habíaestado el antiguo templo pagano. Laforja era de piedra, sin duda la mismacon la que se había construido el templo.

¡Observad, en tiempos de conflictos,cuando los hombres adoran el acerocomo su único medio de salvación, loslugares de culto se convierten enfundiciones!

Pero en esta mañana, brillante con lapromesa del verano, las tormentosasnubes parecían muy distantes y lejanasde este remanso de paz. En un día tanresplandeciente temí que la decisión deTewdrig me fuera contraria.

La verdad es que, dirían susconsejeros, no hay ninguna necesidadde favorecer las reivindicaciones de unrey advenedizo. ¿Qué nos importa quealardee de llevar sangre imperial enlas venas? Si Aurelius quiere serSupremo Monarca, que se gane eltrono con la fuerza de su espada. Apesar de lo que suceda, es asunto suyoy no debemos inmiscuirnos; tenemosnuestras propias preocupaciones queatender.

Me parecía oírles persuadir aTewdrig para que se desentendiera, locual coincidía con su propia inclinación,y temí que mis esfuerzos resultarían

inútiles. Más aún, si había juzgado malel temperamento de los demetae y lossilures, a los cuales había gobernadotiempo atrás, ¿podía esperar una mejoracogida por parte de los reyes del norte?Quizá, de haber impuesto mis derechosal trono…, entonces… Pero no, lasemilla estaba sembrada. Tendría queaguardar la cosecha.

Me limité a esperar, pues, como unpodenco ante la madriguera del tejón.¿Cuándo regresaría Tewdrig?

Por fin, lleno de preocupación,exasperado y cansado de la inactividad,me dispuse a echar una ligera siestaantes de la cena; al poco rato fui

despertado por Pelleas, que me sacudíapor los hombros.

—Despertad, señor. Lord Tewdrigha vuelto.

Me senté en la cama con los sentidoscompletamente alerta.

—¿Cuándo?—Ahora mismo. Oí el grito cuando

los caballos penetraron en el patio.Me incorporé y me eché agua por el

rostro. La tomé de un recipiente paralavarse que había sobre la mesa, mesequé con una toalla de hilo, y luego,tras enderezar los pliegues de mi capasobre los hombros, salí al encuentro delrey.

Si yo estaba agotado por la pruebaque me había supuesto la espera,Tewdrig parecía exhausto por la suya.Con los ojos enrojecidos y el rostrogrisáceo a causa del polvo y la fatiga,resultaba evidente que no había dormidoy que había cabalgado mucho más lejosde lo que en un principio planeara. Sinembargo, en las comisuras de los labiosbrillaba una fina sonrisa y, al verla,recobré la esperanza.

—¡Traedme mi copa! —gritómientras penetraba en la sala—. ¡Traedcopas para todos!

Aguardé a que fuera él el que seacercara y pronunciara la primera

palabra.Él, por su parte, dilató aquel

momento hasta que trajeron las copas ypudo calmar la sed que la cabalgada lehabía provocado. Tomó un largo tragocon exasperante parsimonia.

—Bueno, Myrddin Emrys —exclamó por fin, después de apartar lacopa de sus labios y limpiarse el bigotecon el dorso de la mano—, aquí tienesal más formidable aliado del reyAurelius.

Deseé lanzar un salvaje alarido dealegría, pero me contuve y repusesimplemente:

—Realmente me siento muy

satisfecho de oír tu decisión. Pero ¿aqué te refieres con lo de formidable?

Tewdrig meneó la cabeza fatigado.—Imagino que merezco ese

calificativo después de haber vencido amis señores y jefes, todos los cualesopusieron gran resistencia a tu plan, yutilizaron férreos argumentos que mecostó mucho superar.

—No obstante, los has convencido.—Sí, por supuesto —contempló a

sus consejeros, que permanecían a unlado con expresión hosca y los labiosapretados como manifestación de sudescontento—. ¡Y sin la ayuda deninguno de los presentes! —Me miró de

nuevo y levantó una mano para darse unmasaje detrás del cuello—. Jesúsbendito, halagué y regateé como si enello me fuera la vida…

—¡Como bien podría ser! —leprevine.

—Sea como sea —continuó Tewdrig—. He llevado a cabo un enormeesfuerzo por tu causa, Myrddin Emrys.Por ti he doblegado mi orgullo de unamanera ostentosa, y no me importaseguir esa práctica para comunicarte queconsidero que te hallas en una terribledeuda conmigo.

—Muy bien. La pagaré de buengrado, ya que estimo valiosamente estar

obligado hacia un señor de tanto mérito.—Debieras haberme visto, Myrddin.

La lengua del mismo Lleu era la que semovía en mi boca hoy, y de ella brotabasu lógica. ¡Ni él mismo habría podidoesgrimir mejores argumentos!

Ruborizado de nuevo por suvictoria, engulló más cerveza yprosiguió, incapaz de contenerse:

—Cuando marché de aquí, sólopensaba en dar a mis jefes laoportunidad de confirmar mis propiasideas sobre el asunto. Sí, es cierto: miopinión era contraria. Pero cuanto máshablaban, cuanto más discutían, másendurecía yo mi corazón contra sus

lloriqueos.»Deseo aclarar que mi intención

primera consistía en encontrar razonespara negarme a tu demanda, Myrddin.Sin embargo, en sus consejos noescuchaba más que el tono de laspersonas mezquinas y pagadas de símismas, y no me gustó ese sonido. Laverdad es que me asustó. ¿Nos hemosvuelto tan prudentes, nuestro reino tanseguro que ya no necesitamos la ayudade nuestros reyes hermanos? ¿Noshemos convertido en invencibles?¿Acaso los saecsen han abandonado elterritorio y huido a sus hogares al otrolado del mar?

»Eso —gruñó Tewdrig triunfante—es lo que les pregunté, y no tuvieronrespuesta para mí. Imagínate, Myrddin:luché contra mis jefes y los vencí. —Alzó su copa, y yo tomé otra y la alcé endirección a la suya—. ¡A la salud delnuevo Supremo Monarca, que su lanzano yerre jamás!

Bebimos y, tras entregar mirecipiente a Pelleas, levanté las manoscomo hacen los bardos y exclamé:

—Tu lealtad se verá recompensada,Tewdrig. A causa de la fe que hasdemostrado en el día de hoy, obtendrásun nombre que permanecerá parasiempre en la Tierra.

Mi predicción le satisfizoenormemente, ya que sonrió mostrandotodos los dientes.

—¡Mis guerreros mantendrán estalealtad! Que nadie pueda afirmar queDyfed no respaldó a su rey.

Me quedé en Caer Myrddin un día más,y luego me puse en marcha con Pelleas;con uno de los consejeros de Tewdrig,Llawr Eilerw, uno de los dos quesiempre lo acompañaban, y con unpequeño grupo armado de diez guerreroscomo escolta. Cabalgamos de inmediatohacia el norte, pues me disponía a

conseguir para Aurelius tanto apoyocomo me fuera posible antes de regresara su lado. Supongo que mis propósitosobedecían en parte a la vanidad, aunqueme avergüenza reconocerlo, puesdeseaba demostrarle mi poder paraganar su confianza. Pensaba quenecesitaría su fe total en mi persona, ymuy pronto.

Con Dyfed controlado y a la espera,podía ir a los reinos del norte sinsentirme como un mendigo. Tewdrig apTeithfallt representaba un jefe muyrespetado en el norte; además, ya heexplicado que los lazos entre las dosregiones eran antiguos y honorables. No

presentía dificultades, y, ciertamente, nose produjo ninguna.

Durante el camino, Llawr me relatótodo lo sucedido desde que yo viviera yreinara en Dyfed, pese a que la mayorparte de los acontecimientos los conocíapor sus mayores, ya que en absolutocontaba con la suficiente edad comopara haberlo vivido.

Al parecer, la noticia de la masacrede Goddeu llegó también a Maridunum.Maelwys quedó con el corazóndestrozado por ella, pero, puesto que nose había encontrado mi cuerpo, mantuvola esperanza de que quizá yo aún seguíavivo.

—El rey Maelwys permaneció firmehasta el día de su muerte en la creenciade que no habíais muerto —me informóLlawr mientras viajábamos una tardepor los helados puertos de montaña deYr Widdfa. Pese a todos los años quehabían transcurrido, jamás quiso oír niuna palabra que contradijera su idea deque algún día regresaríais.

—Ojalá hubiera vuelto antes —repuse con tristeza—. Creo que murió enel ataque que destruyó la villa.

—Sí, y muchos más con él. —La vozde Llawr no reveló la menor emoción.¿Por qué habría de hacerlo? Losacontecimientos de que hablaba habían

sucedido antes de que él naciera, y elmundo que describía era diferente deaquel que conocía—. Los bárbaros nosatacaron desde el este, de modo que lastorres vigía no sirvieron de nada.Estuvieron sobre nosotros casi antes deque pudiera darse la alarma. Desdeluego, los rechazamos, pero ese díaperdimos a Maelwys y la villa: nuestroseñor, por un hacha; y el poblado,incendiado.

Permanecí en silencio por respeto aMaelwys y a todo lo que me habíaenseñado. Luz Omnipotente, concédeleun lugar de honor en tu banquete.

—¿Le sucedió Teithfallt? —pregunté

al poco.—Sí, su sobrino, el hijo menor de

Salach.—Ah, Salach, me había olvidado de

él. Marchó a la Galia para convertirseen sacerdote, ¿no es verdad?

—Eso me han dicho. Habíaregresado algunos años antes paraayudar al obispo Dafyd con su iglesia,pues éste envejecía y necesitaba unamano joven que se encargara de ciertascuestiones. Salach se había casado ytenía dos hijos: el mayor, Gwythelyn,consagrado ya a la iglesia, y el otro,Teithfallt, a Dyfed y a su gente.

»Con el tiempo, Teithfallt se

distinguió entre el resto de los señorescomo un astuto jefe guerrero; así, cuandomataron al rey, resultó natural que leescogieran a él. Su gobierno fuebeneficioso y prudente; murió de viejo.Tewdrig ya había compartido el tronocon su padre en calidad de caudilloguerrero, y, una vez desaparecido el rey,ocupó su lugar.

—De modo que así se hadesarrollado la historia —musitépensativo. El reino, como debía ser,estaba en fuertes y buenas manos. Nuncapodría convertirme en líder de nuevo,aunque lo deseara; Aurelius y la Isla delos Poderosos, me necesitaban mucho

más de lo que Dyfed me había precisadojamás. Veía claramente que NuestroSeñor Jesucristo había conducido mispasos por un sendero diferente; midestino iba en otra dirección.

Si sentía algún escrúpulo de volver alnorte, al escenario de la horrible muertede mi adorada Ganieda, quedó ahogadopor mi deseo de contemplar, al cabo detanto tiempo, su tumba. Desde micuración, ya no experimentaba aquellamorbosidad insensata que me habíaconsumido y casi destruido. Desdeluego, percibía el fugaz vacío de una

pena que permanecería por siempreconmigo; pero no me resultabainsoportable, y se mitigaba con laelevada aspiración de que algún día nosreuniríamos al otro lado de la sombríapuerta de la muerte.

Por este motivo, antes de dirigirme ala vieja plaza fuerte de Custennin enCelyddon, pedí a Pelleas que mecondujera a la tumba de mi esposa.Aguardó fuera del pequeño bosquecillocon los caballos mientras yo penetrabasolo en el interior del mismo, como si setratara de una aislada capilla para orar.

No negaré que la visión delmontículo situado en el claro arbolado,

ahora casi totalmente cubierto demadreselva y arveja, me conmovió:lloré al observarlo, mas mis lágrimassuponían un dulce consuelo para mí.

Una única losa gris se alzaba sobreel pequeño cerro donde yacía su cuerpoen el interior del ataúd de roblevaciado. La pieza, una simple losa depizarra, había sido cincelada, susuperficie alisada y pulida, y unaprimorosa Cruz cristiana se grababa enella; debajo de ella aparecía unasencilla inscripción en latín:

HOC TVMVLO IACET GANIEDAFILIA CONSTENTIIIN PACE CHRISTI

Reseguí con los dedos las palabras tanpulcramente talladas y murmuré:

—En esta tumba yace Ganieda, hijade Custennin, en la paz de Cristo.

No había la menor mención del niño,ni de mi corazón, pese a que ambos sehallaban sepultados con ella.

Constituía un tranquilo lugar, cercade donde había muerto; y si bien no eramuy visitado, al menos quedaba oculto alas ocasionales profanaciones delviajero irreflexivo.

Me arrodillé y elevé una largaplegaria; cuando me incorporé sentícómo la paz reclamaba su lugar en mi

alma. Abandoné el bosquecillo con elcorazón y la mente apaciguados.

Después, Pelleas y yo regresamos allugar donde nos aguardaba nuestraescolta y continuamos hacia Goddeu.

Debiera haber imaginado lo que nosesperaba. Hubiera debido estarpreparado. Desde mi retorno, todo meparecía haber cambiado demasiado entan corto espacio de tiempo; por estarazón, el ver a Custennin y a Goddeuinalterados me sorprendió tanto comome había sobresaltado la transformaciónsufrida por Maridunum. Aparecía tanvaleroso y enorme como el día en que loencontré por primera vez; representaba

el orgulloso monarca de Celyddon, reyde los Seres Fantásticos, gran jefeguerrero y gobernante de un puebloaltivo.

A semejanza de Avallach y los otrosde su raza, los años no habían hechomella en Custennin. Incluso mantenía lasmismas costumbres que cuando leconocí; todavía los dos perros lobos decolor negro se tendían a sus pies.

Salté de la silla cuando él seaproximó y fui a su encuentro. Sin unapalabra, me rodeó con sus fuertes brazosy me aplastó contra él, de la mismaforma en que le había visto hacer conGanieda innumerables veces.

—Myrddin, hijo mío —murmuró consu profunda voz—. Has regresado deentre los muertos.

—Verdaderamente puede afirmarsetal cosa —corroboré.

Me empujó hacia atrás y mecontempló mientras mediaba ciertadistancia entre ambos. Sus ojos sehallaban como asomando lágrimascontenidas.

—Jamás pensé que volvería averte… —Su mirada se apartó de mípara posarse en Pelleas, al que saludócon un gesto de la cabeza—. Tusirviente insistía en que seguías vivo, ynunca dejó de buscarte. Ojalá yo hubiera

tenido su fe.—Desearía haber podido venir

antes.—¿Has acudido a la tumba de

Ganieda?—Vengo justamente de allí. Es una

buena lápida.—Sí, hice que la tallaran los

sacerdotes de Caer Ligal. Observé queno mencionaba en absoluto a su hijo, asíque pregunté:

—¿Y Gwendolau?—Está enterrado en el lugar donde

murió. Te acompañaré allí si quieres,aunque seguramente debes derecordarlo.

—Jamás lo he olvidado. —Ni mesería posible, pensé.

—Hemos presentado nuestrosrespetos a los muertos, tal como ha deser —declaró Custennin—. Ahorahablemos sobre los vivos. Tengo otrohijo; tomé otra esposa no hace muchosaños y acaba de dar a luz.

Le comuniqué mi alegría por suexcelente noticia, y él se mostró muysatisfecho; el nacimiento de aquel niñosignificaba mucho para él.

—¿Cómo se llama?—Cunomor —me informó—, un

nombre antiguo, pero bueno.—Le deseo que llegue a alcanzar la

talla de sus ilustres antepasados —exclamé lleno de alegría.

—Ven adentro y descansa del viaje.Comeremos y beberemos juntos —repuso el rey, al tiempo que me sujetabacon fuerza el brazo como si temiera quefuera a desaparecer si me soltabaaunque fuera un instante, y me arrastró alinterior del palacio—. Luego conocerása mi nuevo hijo.

Celebramos con un banquete nuestroencuentro y me presentó a su pequeño,cuyo aspecto era exactamente el de unniño recién nacido. Canté en la sala de

Custennin y aquella noche me dormí conel pensamiento en el primer día quehabía pasado bajo su techo: un torpemuchacho ataviado con pieles de lobo,medio salvaje y solitario, masdesesperadamente enamorado de lamuchacha más hermosa que jamás habíavisto.

A la mañana siguiente anduve hastael lugar donde estaba enterradoGwendolau, y oré al Buen Dios para quetuviera misericordia de su alma. Hastabien entrada la tarde no salió a relucir elmotivo de mi visita.

—Bien, Myrddin Wylt —dijoCustennin, y se golpeó en una pierna con

una traílla de perro—, ¿qué noticias nostraes del ancho mundo que se extiendemás allá de este bosque?

Paseábamos juntos cerca de losmárgenes de la arboleda; delante denosotros corría un nuevo perro queCustennin se dedicaba a adiestrar.

—Han sucedido nuevosacontecimientos —empecé, pues elcomentario del rey me anunció queahora estaba dispuesto a hablar—.Vortigern ha muerto.

—¡Bien! —Clavó la mirada en elsendero que se abría ante nosotros—.¡Larga vida a sus enemigos!

—Sí, y desde luego su número no

fue escaso.—¿Quién ha ocupado el trono del

Supremo Monarca?—¿Creéis que ese puesto es

necesario? —inquirí para sondearlesobre aquella cuestión.

Me dirigió una rápida ojeada paracomprobar si constituía una preguntaseria.

—Oh, por supuesto. A pesar de lasmalévolas intenciones de Vortigern,debe existir un jefe supremo. Lossaecsen se vuelven cada año másaudaces y aumentan sus botines. Cadavez resulta más difícil para cada reydefender su pequeña parcela.

Necesitamos ayudarnos mutuamente siqueremos sobrevivir. Si un SupremoMonarca puede aunar en torno a él todaslas fuerzas, le apoyaré, pero —seinterrumpió abruptamente.

—¿Pero?Custennin se detuvo y se volvió

hacia mí.—Pero no precisamos otro Vortigern

que permanezca sentado en su sala defestejos borracho de ambición y depoder e hinchado de codicia, al tiempoque celebra grandes banquetes con lossaecsen y les entrega tierras porque esdemasiado cobarde para enfrentarse aellos en el campo de batalla. —Escupió

todo su veneno y luego se interrumpió.Cuando habló de nuevo aparecía máscalmado—. Necesitamos un jefeguerrero que gobierne sobre el resto yconduzca todos los ejércitos.

— U n Dux Britannorum —apuntémeditabundo—. Un comandante supremode todas las tropas del país.

—Has resumido bien mipensamiento. —Empezó a andar otravez.

—Pero aún seguirá vacante el puestodel Supremo Monarca —aventuré—,quien mantendrá a los otros reyes en sulugar.

—Desde luego —asintió Custennin

—, y que provea al ejército de las arcasde los reyes bajo su gobierno. Sinembargo, en el campo de batalla el lídermilitar debe poseer un poder que seeleve por encima incluso del SupremoMonarca. En la batalla se generansuficientes preocupaciones como paraintentar no ofender a este rey o a aquélinvoluntariamente, o atender a si faltaránlos suministros porque alguien no envióla ayuda prometida. De la manera en quenos organizamos para la lucha —selamentó—, es sorprendente que aúnsigamos aquí.

Un plan empezó a formarse en mimente.

—¿Y si te confesara que tus deseospodrían convertirse en realidad?

Custennin rió.—Me atrevería a decir que eres de

verdad un hechicero: el Gran Hechicerode la Isla de los Poderosos.

—Pero ¿apoyarías a ese hombre?—Ya he declarado mi promesa. —

Me miró de forma intencionada—.¿Existe tal hombre?

—Aún no, pero existirá pronto.—¿Quién?—El hombre que mató a Vortigern;

en realidad, fueron dos, son hermanos.—Continúa.—Además, han obtenido ya el apoyo

de los reyes de Dyfed para respaldar supretensión al Trono Supremo.

Custennin rumió sobre esta noticiadurante un momento.

—¿Quiénes son esos guerreros tanextraordinarios?

—Aurelius y Uther, hijos deConstantino. Mi opinión es que si tienena su lado a los reyes cymry y a los delnorte, Aurelius llegará a ser el SupremoMonarca.

—¿Y el otro, el llamado Uther?—Podría convertirse en el señor

guerrero al que aludías.El rey empezó a vislumbrar mi

objetivo. Asintió, y luego preguntó:

—¿Les seguirán los señores deloeste?

—Se han comprometido a ello —leaseguré—. He conversado con ellos dela misma forma en que hablo ahoracontigo. Tewdrig envía en su nombre asu consejero, el hombre que meacompaña, como prueba de su apoyo;los señores del oeste respaldarán aAurelius.

Custennin se golpeó la palma de lamano con la correa.

—Entonces los señores del norte losimitarán. —Me sonrió torvamente—. Ypor el Dios al que sirves, Myrddin,ruego que tus planes sean acertados.

—Tanto si me equivoco como si no—repuse—, este nuevo rey y su hermanoconstituyen nuestra única esperanza.

Al día siguiente, el rey enviódiversos mensajeros a sus señores yjefes para que se reunieran en Goddeu yaprobaran su propuesta de apoyar aAurelius como Supremo Monarca y aUther como a su supremo jefe guerrero.Podía adivinar lo que los súbditos deCustennin opinarían, pero ignoraba lareacción de Uther ante tal idea.

De todas formas, lo averiguaría muypronto.

N4

o puedo decir que Uther se llenarade alegría al enterarse de lo que

los señores del norte habían decidido:que apoyarían a Aurelius como SupremoMonarca si Uther se hacía cargo delmando del ejército. Éste, que seconsideraba Supremo Monarca material,se rebeló ante lo que consideraba, encierto modo, someter su categoría.

Presenté el ultimátum tan prontocomo llegué procedente de Goddeu.Custennin, al igual que Tewdrig, habíaenviado consejeros conmigo, y Aureliuslos había visto cuando entrábamos en el

campamento, helados y mojados a causade la llovizna que no había cesado entodo el día. El rey me hizo llamar antesde que pudiera ponerme ropas secas.Ambos hermanos escucharon miresumen, y Uther fue el primero enreaccionar:

—Así que al perro que ladra se learroja un hueso para mantenerlo callado,¿no es así? —No respondí, de modo queél continuó, mientras me amenazaba conel puño apretado—. ¡Tú les hasinfluenciado! Tú, Merlín el Entrometido.

Aurelius nos contemplaba sininmutarse.

—Uther, no te exaltes de esa forma.

—¿Por qué no, querido hermano?Me van a convertir en un simple lanceroy tú permaneces tan tranquilo, sinprotestar —rezongó Uther—. Al menos,debería convertirme en rey.

—La idea pertenece a Custennin —aclaré—. Y sus señores añadieron lacondición de que tú condujeras elejército, no yo. Sin embargo, el plan nome parece desatinado.

—Considéralo, Utha —pidióAurelius en un intento por conseguir quelas encrespadas plumas de su hermanovolvieran a su lugar—; de nosotros dos,tú eres el mejor guerrero.

—Es cierto —gruñó Uther.

—Y, puesto que yo soy el mayor, lacorona recae en mí. —Aurelius clavó enél una severa mirada.

—Con lo que estoy conforme —admitió Uther.

—Entonces, ¿qué te impideconvertirte en ese Generalísimo de losejércitos?

—La propuesta oculta un insulto —se quejó Uther.

Reprimí las palabras queaguijoneaban mi lengua como avispas.

Aurelius posó una mano sobre elhombro de su hermano.

—¿Desde cuándo es vejatoriomandar el mayor ejército del mundo?

Uther se ablandó y Aurelius insistió:—¿Resulta una ofensa comandar a

todos los britones? ¡Piénsalo, Uther!Cientos de miles de hombres bajo tusórdenes, todos con los ojos pendientesde ti, con plena confianza en tusdecisiones. Obtendrás gran renombre ypasarás a los anales de la historia.

Aurelius utilizaba la vanidad de suhermano sin la menor vergüenza. Sinembargo, lograba el efecto deseado.

—El mayor ejército del imperio —murmuró Uther.

—En épocas pasadas —intervine—,al jefe militar se le llamaba DuxBritannorum, conocido por todos como

Duque de Britania. Magnus Maximusposeyó ese título antes de convertirse enemperador.

—¿Ves? No hemos tenido un DuxBritannorum desde los tiempos delemperador Maximus. Sin duda,representa un noble título, Utha, y tepertenece. —Llegado a este punto,Aurelius se interrumpió. Dio un pasoatrás y levantó el brazo para saludar alantiguo estilo romano—. ¡Salve, Uther,Duque de Britania!

Uther no pudo contenerse más;estalló en una amplia sonrisa al tiempoque exclamaba:

—¡Salve, Aurelianus, Supremo

Monarca de los britones!Se echaron uno en brazos del otro,

mientras reían como los muchachosdemasiado crecidos que eran. Dejé quese divirtieran, y luego anuncié:

—Tewdrig y Custennin esperan unarespuesta vuestra. Sus consejerosaguardan en mi tienda y desean hablarcon ambos antes de regresar parainformar a sus señores. Sugiero que nodilatemos su espera ni un momento más.

Ignoraba dónde había aprendidoAurelius sus dotes de diplomacia, peroutilizaba esta arma de formainmejorable, como un experto. Además,también poseía una elevada y noble

dignidad que esgrimía en lascircunstancias que más le convenían;esta cualidad, en más de una ocasión,cuando las palabras no resultabansuficientes, le salvó. Decir que halagó yengatusó a los emisarios supondríarebajar su arte, pues desplegaba suhabilidad de una forma mucho más sutil.

Jamás engatusaba, sino queconvencía; no halagaba sino queanimaba a los que le rodeaban a pensarbien de sí mismos. Desde luego, elcarácter de Uther se distanciaba enmucho del de su hermano. Éste nunca secomportó taimada o deshonestamente.Llevaba auténtica sangre imperial en las

venas, y su naturaleza la honraba.Cuanto más conocía a Aurelius, más

le admiraba y amaba. Representabaprecisamente la persona que nuestragente precisaba. Sería un auténticoSupremo Monarca que uniría a todos losreinos bajo su poder, de la misma formaen que Uther sería el jefe guerrero quelos conduciría en el campo de batalla.Juntos formaban un equipo formidable;aunque mi mente nunca dudó sobre cuálera el más sabio y fuerte.

Uther sencillamente no poseía elcarácter de su hermano. Quizá no se ledebía culpar por sus carencias, ya queno abundaban hombres de la talla de

Aurelius. Para Uther, simplementeconstituía mala suerte el tener a Aureliuspor hermano y verse obligado a vivirtoda la vida bajo su sombra. Enconsecuencia, me prometí nocompararlos, ni elogiar al mayor enpresencia o en ausencia del otro, sinalabar también a éste.

Puede considerarse una nimiedad,pero algunos imperios se handerrumbado por motivos másinsignificantes.

Después de conseguir el apoyo delos reinos del oeste y del norte, lostestarudos señores de Logres en el sur sevieron enfrentados de repente con un

obstáculo casi insuperable para susaspiraciones de obtener el TronoSupremo para ellos o para uno de lossuyos. La mayoría aceptaba la prudentecapitulación, aunque no comprendieranla sabiduría de la idea de unidad;finalmente se aliaron a los poderososoeste y norte en su respaldo haciaAurelius.

Para otros, en los que ardía elcandente fuego de la ambición hastacegarlos, suponía un desafío que nopodían ignorar. Lucharían por el tronocontra Aurelius, y sus aspiracionesacabarían para siempre con sangre.Lamentablemente, muchos hombres

buenos perdieron su vida por un señorque, en otras circunstancias, podríahaber luchado contra los jutes y lossaecsen.

Resultó una dolorosa purga, peronecesaria. Aurelius gobernaría sobretodos los reyes o sobre ninguno. Noexistía otra alternativa.

Cabalgué con él, siempre a su lado,para alentarle en la batalla, comoTaliesin había hecho por Elphin en otrostiempos. Debo señalar que necesitaronmi ayuda durante aquel largo y difícilverano. Aurelius, normalmente tandirecto y seguro, sufría momentos en losque dudaba de sí mismo y se

descorazonaba. «Ningún fin puede exigirtantos sacrificios, Merlín», gemía, y yole animaba con reconfortantes palabras.

Uther no sentía el menor deseo deenfrentarse a antiguos aliados, pero suespíritu guerrero podía atreverse aacciones arriesgadas que otros hombresno osarían intentar, lo que le ganó unareputación terrible en todo el país:pronto empezó a murmurarse que Utherera el mastín de Aurelius, un insensibleasesino que podía desgarrar la gargantade cualquiera a la menor orden de suseñor.

Mas su carácter no era tan insensiblecomo leal a su hermano y al Trono

Supremo en sí; mostraba una fidelidadilimitada. Por esta peculiaridad, Utherse ganó mi respeto; su constancia nacíadel amor, de un afecto genuino y puro.Pocos hombres aman tandesinteresadamente como Uther aAurelius.

Sin embargo, esta tea de cabellosllameantes no sentía el menor apreciohacia mi persona. Desconfiaba de mícon el mismo recelo insensato quemuchos supuestos sabios adoptan enpresencia de alguien o algo que nopueden comprender. Me toleraba, e,incluso, con el tiempo, llegó aaceptarme y a valorar mis consejos,

porque comprendió que no deseabaperjudicarle y compartía su amor porAurelius.

Los tres constituíamos todo unespectáculo: cabalgábamosincansablemente con nuestras tropas, lamayoría de las cuales iban a pie puessencillamente no había caballossuficientes; hambrientos todo el tiempo;cansados, sucios y doloridos; lastimadosy enfermos. Pero éramos tenaces. Noshabíamos aferrado al Trono Supremo,como perros de caza tras el rastro de unciervo, y no se nos podía disuadir.

Uno tras otro, los ejércitos deLogres se volvieron hacia nosotros.

Conseguimos aunar las fidelidades detodos los señores del sur al mando deAurelius: Dunaut, señor de los agresivosbrigantes; Coledac, señor de losantiguos iceni y catuvellauni; Morcant,señor de los laboriosos e independientesbelgas; Gorlas, señor de los belicososcornovii. Pese a su orgullo y arrogancia,todos y cada uno de ellos doblaron larodilla ante Aurelius antes de quenuestra lucha acabara.

Luego, en los últimos días soleadosdel falso verano, justo antes de que lalluvia otoñal extendiera su chorreantemanto sobre la tierra, nos dirigimos porfin al encuentro de Hengist.

No constituía el mejor momento.Podríamos haber esperado todo elinvierno, mientras aumentábamosnuestro poder y curaban nuestrasheridas, para lanzarnos a la ofensiva enla primavera siguiente. Inclusopodríamos habernos detenido paracoronar a Aurelius adecuadamente; sinembargo, la idea de soportar a lashordas saecsen una estación más sobretierra britona amargaba a Aurelius.

—Que me coronen más tarde —declaró—, si continúo vivo tras todoesto.

Además, como señaló Uther, laespera proporcionaría tiempo a Hengist

para reunir más hombres, puesseguramente llegarían más naves através del Mar Angosto con las mareasprimaverales. Por otra parte, no existíaforma de saber si los señores de Logresnos seguirían siendo leales; quizásolvidarían sus promesas durante loslargos meses de invierno que seavecinaban. Lo mejor consistía eniniciar el ataque ahora y terminar conaquella situación de una vez por todas.

De todos modos, ése hubiera sido miconsejo. Hengist ya se había fortalecidodurante el largo verano. Su hermanoHorsa se le había unido con otros seisbarcos llenos de guerreros. Estaban

acampados a lo largo de las costasorientales, ya llamadas por los romanosla Costa Saecsen, pese a queconstruyeron fuertes para evitar que losbarcos de guerra atacaran la costa.Ahora los bárbaros eran dueños de estasfortalezas y de la tierra que las rodeaba,las cuales les habían sido entregadas porVortigern, además de otros territorios yplazas fuertes de las que se habíanapropiado.

Marchamos hacia el este, a la CostaSaecsen, dispuestos a alcanzar lasmismas puertas de las fortalezas si eranecesario, ya que estábamos decididos aluchar contra Hengist pasara lo que

pasase. No necesitábamos preocuparnospor si el bárbaro aceptaría el reto, puesse mostraban sedientos de sangre, yciertamente había resultado un veranomuy seco para ellos.

Aurelius levantó su estandarte, elÁguila Imperial, y montó su tiendadebajo de esta señal, sobre una colinaque dominaba un vado en el río Nene.En algún lugar, en la otra orilla, lahueste de Hengist aguardaba bienescondida.

—Esta situación favorecerá nuestrospropósitos —declaró Aurelius—. ¡ElÁguila no volará de esta colina hastaque hayamos echado al mar a todos los

saecsen! —Dicho esto, hundió su espadaen la hierba frente a su tienda, y se fue adescansar.

Pese a que los hombres llevabantodo el verano alimentándose de unaconstante dieta de batallas, flotaba unasorprendente atmósfera de excitación enel campamento. Los soldadosconversaban entre ellos muy seriamentey, al mismo tiempo, tenían la risa fácil ysonora, y realizaban sus tareas conrapidez y alegría, llenos de grandesesperanzas.

Por fin averigüé que el motivoresidía en parte en que confiaban en queUther los conduciría de forma adecuada.

Había demostrado ser un caudillogenial, un jefe guerrero por naturaleza:rápido y decidido, pero frío en mediodel calor de la contienda; además,constituía un consumado jinete y muyhábil con la lanza y la espada. Enresumen, superaba con creces acualquiera que empuñara una espadacontra él.

Por otra parte, su animación tambiénradicaba en que al fin nos enfrentábamosal enemigo real. Al día siguientelucharíamos contra saecsen, nosometeríamos aliados. Existía unauténtico enemigo que se nos enfrentaríaen el campo de batalla, no un supuesto

amigo. Esta idea levantaba el espíritu delos guerreros.

Mientras me dirigía a mi tienda,Uther me salió al paso cuando acudía aencontrarse con sus jefes guerreros.

—Lord Emrys —me llamó, con elligero tono sarcástico habitual en su voz—, un momento.

—¿Sí?—Nos reconfortaría enormemente

una canción esta noche. Me parece queel ejército luchará mejor mañana si unrelato enciende el fuego en suscorazones.

A mi entender, los hombrespresentaban unas condiciones perfectas;

y además había otros dos o tres arpistasen el campamento, ya que algunos de losotros reyes viajaban con sus bardos, yéstos tocaban a menudo para loshombres. De todas formas, respondí:

—Es una buena idea. Se lo pediré auno de los arpistas en tu nombre. ¿Acuál prefieres?

—A ti, Myrddin. —Utilizó la formacymry de mi nombre, muy infrecuente enél—. Por favor.

—¿Por qué, Uther? —Percibí unsentimiento en su voz que no habíaescuchado nunca antes.

—Los hombres se sentirán mejor —aseguró, y apartó sus ojos de los míos.

—Supongo que sí —asentí y mequedé en silencio.

Sólo pudo soportar la muda lucha uncierto tiempo; no tardó en estallar, comosi las palabras hubieran estadoatrapadas en su interior.

—Oh, muy bien, no es sólo porellos.

—¿No?—Yo también lo agradecería. —Se

golpeó el muslo con el puño con rabiacomo si su confesión le hubieraresultado muy costosa; sin embargo, ensus ojos brillaba algo parecido al dolor.O al temor—. Por favor, Merlín.

—Te complaceré, Uther. Pero debes

explicarme el motivo.Se acercó y murmuró.—Ciertamente, no existe ninguna

razón para que lo desconozcas… —empezó, y se detuvo, mientras buscabalas palabras—. Mis exploradores hanregresado del otro lado del río…

—¿Y?—Si no van errados en sus cálculos,

y apuesto mi vida a que no se equivocan,nos enfrentaremos a un ejército mayorque cualquier otro que haya existidodesde que empezaron las luchas en estaisla.

—Eso no significa mucho. ¿Cuántoshombres?

—Si fuéramos cinco veces los quesomos ahora, aún seguiríansuperándonos. —Escupió las palabrascon furia—. Ahora ya lo sabes.

Hengist había estado muy ocupadodurante el verano, y sus esfuerzos habíandado fruto.

—Pero los hombres no debensaberlo con anterioridad, ¿es eso?

—Pronto se darán cuenta.—Cuéntaselo, Uther. No puedes

dejar que lo descubran mañana en elcampo de batalla.

—¿Crees tú que les ayudaría pasartoda la noche preocupados?

Se alejó sin más comentarios; yo

seguí hasta mi tienda y di instrucciones aPelleas para que cambiara las cuerdas yafinara mi arpa, de modo que pudieraatender la solicitud de Uther. Descanséy, después de la cena, cuando todo elejército estuvo reunido alrededor delenorme anillo de fuego que Uther habíaordenado encender, me dispuse a cantar.

Sabía que mucha gente, por no decirla mayoría de los presentes, nunca habíaescuchado a un bardo auténtico.Evidentemente, los guerreros másjóvenes no. Me entristecía pensar quemuchos de ellos morirían al díasiguiente sin haber conocido ni sentidojamás el poder perfecto de las palabras

cantadas. Por tanto, estaba decidido amostrárselo.

Me desnudé y me lavé, y luego mevestí con mis mejores ropas. Poseía uncinturón hecho de discos de plata enforma de espiral que me había regaladouno de los señores de Aurelius; Pelleaslo pulió hasta hacerlo relucir, y me loaté alrededor de la cintura. Peiné miscabellos hacia atrás y los sujeté con unatira de cuero, me coloqué mi hermosacapa azul noche, y Pelleas arregló lospliegues con cuidado y los sujetó sobremi hombro con el enorme broche enforma de cabeza de ciervo, que habíapertenecido a Taliesin y que Charis me

había entregado. Tomé el arpa y salí a lanoche para cantar a los ejércitosreunidos de la Isla de los Poderosos.

Las estrellas brillaban como relucientespuntas de lanza al lado del escudoplateado de la luna que empezaba aalzarse. De pie, muy erguido ante ellos,canté: me convertí en una llamadanzarina en una pared de fuego; en unatempestad salvaje; en una voz que caíacomo relampagueante rayo de unfirmamento incierto; en un alarido detriunfo a las Puertas de la Muerte.

Canté para dar valor al corazón y

fuerza al brazo; elogié la bravura, elvalor y el heroísmo. Alabé el honor.

Invoqué el poder del SeñorJesucristo para salvar sus almasinmortales de la noche eterna, y mimelodía se transformó en una plegaria.

La admiración descendió sobre losguerreros a medida que el relato surgíade mis labios. Observé sus rostrosbrillantes y elevados; contemplé sucambio de hombres mortales a diosesguerreros que morirían gustosos pordefender a sus hermanos y sus hogares.Vi cómo un espíritu poderoso y terribledescendía sobre el campamento: lamortífera Clota, el espíritu de la justicia

en la batalla, que sujetaba la oscurallama del destino entre las manos.

Pensé que en ese instante se iniciabala auténtica conquista de Britania.

… En esa noche.

U5

ther despertó temprano alcampamento. Desayunamos, nos

pusimos las ropas de campaña en laoscuridad, y luego nos colocamos, sobrenuestras monturas, en la cima de lacolina que dominaba el vado, a laespera de la salida del sol. Al otro ladodel soñoliento Nene se reunían enaquellos momentos las hordas saecsen:diez mil hombres que ocupabaninexorablemente las laderas opuestas,como si se tratara de la sombra de unanube gigantesca en un día de sol. Mas noera una sombra lo que oscurecía la

tierra. ¡Luz Omnipotente, erandemasiados!

Hengist se había vuelto realmentemuy poderoso; con toda seguridad habíaacrecentado sus ejércitos durante ellargo verano con saecsen venidos de supaís. Además entre sus filas sedivisaban anglos, jutes, frisones, pictosy también escoceses de Irlanda. Todoshabían acudido a la llamada de Hengist.

En contraste, nuestras tropasparecían haberse reducido desde lanoche anterior, cuando parecían tannumerosas como las estrellas delfirmamento. Los exploradores de Utherhabían acertado en sus cálculos: había

más de cinco de ellos por cada uno denosotros.

—¡Por Lleu y Zeus! —juró Uther alverlos—. ¿De dónde pueden habersalido?

—No te preocupes —le tranquilicé—. Lo que importa es a dónde irán.

—Bien dicho, Merlín —respondióAurelius—. Hoy los enviaremos areunirse con su maldito Odín, ¡para quele cuenten cómo los derrotaron unnúmero tan reducido de britones!

Aurelius y Uther se pusieronentonces a ultimar el plan de batalladurante un instante, pero como lospreparativos ya se habían discutido con

anterioridad, quedaba poco por decidir.Uther saludó a su hermano y nos dejópara ocupar su lugar a la cabeza de sustropas.

—Rézale a tu Señor Jesús, Merlín;estoy seguro de que te escuchará y nosconcederá la victoria hoy —gritó Uthermientras se alejaba.

Por primera vez, Uther mostrabainterés por Jesús, si es que realmente setrataba de ese sentimiento. Le respondí:

—Mi Señor escucha tu voz, Uther, yestá listo para ir en ayuda de todo aquelque se lo pida, ¡incluso ahora!

—¡Que así sea! —llegó la respuesta.Uther sacudió las riendas y el caballo

salió al trote.Los britones debían avanzar

despacio hasta el río y aguardar a que elenemigo lo cruzara. No queríamosluchar con el agua a nuestras espaldas;por otra parte, enfrentarse al enemigo amedio camino dentro del río podíaofrecer una ligera ventaja siconseguíamos mantener un frente bienextendido. El peligro radicaba en que,una vez traspasada nuestra línea, losbárbaros podían escapar, rodear losflancos y atacarnos desde arriba por laespalda.

Para evitar que esto sucediera, Utherdecidió reservar un tercio de las tropas

en la retaguardia, para reforzar las filasen caso de que los saecsen empezaran aabrir brechas en ellas. Aureliusconduciría este grupo de refuerzo, y yo,como era mi costumbre, iría a su lado.Pelleas me acompañaba, decidido yferoz. Juntos habíamos decididoproteger al Supremo Monarca, pese a loque sucediera.

Aurelius mandaba al resto de loshombres de Hoel que no habíanregresado con su señor. Con nosotros,además, se hallaba Gorlas, quien, juntocon Tewdrig, poseía el ejército másnumeroso.

A una orden de Uther, la vanguardia,

caballos y hombres a la vez, empezó amoverse hacia adelante. En el últimomomento, cuando los dos ejércitosestuvieran cerca, los jinetes azotarían alas monturas para salir al galope yacudir al encuentro de la primera oleadaenemiga con el relampaguear del acero yel tronar de los cascos de los caballos.

Nuestros guerreros empezaron adescender por la empinada ladera. Talcomo esperábamos, el adversarioempezó también a moverse, algunosllegaron incluso hasta la orilla y saltaronal agua. Pero Hengist advirtió loestúpido de tal tipo de ataque y locorrigió antes de comprometerse con

una posición indefendible. La hilerasaecsen se detuvo en su lado del río yesperó, al tiempo que lanzaba unestrepitoso grito de desafío.

Desde donde me hallaba podía oírsus pullas. Aurelius no cesaba de dartirones a las riendas de su caballo, demodo que su montura sacudía la cabezaa un lado y otro y resoplaba.

—¿Dónde han aprendido esatáctica? —Se preguntó en voz alta.Luego me miró—. ¿Qué hará Utherahora?

No tuvimos que esperar mucho paraobtener la respuesta, ya que unmensajero se acercaba a nosotros a toda

velocidad; detuvo su caballo con unabrusca frenada y saludó.

—Lord Uther os pide que os unáis aél en el campo de batalla al instante. —La excitación de su voz hacía quesurgiera temblorosa.

—Muy bien —repuso Aurelius—.¿Algo más?

—Defended el centro —transmitióel mensajero, repitiendo las palabras desu jefe.

—¿Defender el centro? ¿Eso estodo?

El mensajero asintió una vez, hizogirar su montura, y regresó a todavelocidad para reunirse con su

comandante.Aurelius hizo una señal a Gorlas

para que nos siguiera y empezamos adescender por la colina hacia el río. Enun principio, no entendimos lo quenuestro jefe guerrero pretendía, ¡quizáHengist tampoco lo adivinaría! Encuanto llegamos hasta donde estabaUther, toda la primera fila, a caballo,giró y cabalgó a toda prisa río arriba;detrás quedaba la infantería. Nosotrosnos colocamos en el reciente hueco, yaguardamos.

Hengist saludó este cambio en ladisposición de las fuerzas con largostoques de los enormes cuernos de guerra

saecsen, los heraldos de la muerte quehelaban la sangre. El estruendo a lolargo de la orilla era ensordecedor.

Los pictos danzaban su desafío yherían blancos fáciles con sus malignasflechas; jutes y frisones golpeaban suslanzas contra sus escudos cubiertos contirantes pieles; los escoceses, con loscabellos untados con liga y erizadoscomo una corona de púas, y sus cuerposdesnudos pintados con glasto, aullabansus desgarradores cantos guerreros;entretanto, los enloquecidos saecsenlanzaban alaridos y se golpeaban losunos a los otros hasta que sus carnesenrojecían, insensibles ya al dolor. Por

todas partes se divisaban bárbarosenloquecidos, que chillaban yrechinaban los dientes, y que, enocasiones, se precipitaban al agua paravolver a salir enseguida; su desafío nose permitía ningún descanso.

Algunos pocos de los guerreros delSupremo Monarca no habían visto nuncaantes saecsen, y aquella infernal visiónles tomó tan desprevenidos como elhorrible sonido que atronaba en suscerebros. Toda esta exhibición estácalculada para atemorizar a aquellosque la contemplan; ciertamente, cumplesu misión de forma admirable. Si nohubiéramos contado con la apaciguadora

influencia de aquellos que entre nuestrasfilas constituían ya viejos veteranos demuchas batallas, me temo que muchossoldados se habrían desmoronado yhuido mucho antes de cruzarse ningúngolpe. Por el contrario, aguardamos,cada vez más impacientes y temerosos.

Nunca es aconsejable mantener a loshombres inactivos antes de entrar encombate, pues la duda hace mellaincluso en aquellos más resueltos, y elvalor se escapa. Pero no se podía evitar:Uther necesitaba tiempo para ocupar sunueva posición. Por tanto, esperamos.

Éste y las tropas que conducíahabían desaparecido entre la maleza en

el extremo norte del río. La maniobra nohabía pasado inadvertida para Hengist,quien había trasladado una parte de sushuestes río arriba para cortarles el paso.La situación continuaba igual: cara acara con el enemigo, ninguno de los dosdispuesto a cruzar el río y por lo tantodarle al otro la ventaja.

Me empecé a preguntar cómo se lasarreglaría Uther para cruzar el agua,puesto que, por lo que yo sabía, no habíamás que aquel vado a lo largo deaquella sección del río. Me incliné parahablarle al oído a Aurelius, pero antesde que tuviera tiempo de poner enpalabras mis recelos nos llegó un

alarido procedente de la orilla opuesta.—¡Ahí vienen! —exclamó Aurelius

—. ¡Que Dios nos ayude!Hengist, tras haber estudiado su

posición, había decidido que la ausenciade Uther compensaba la desventaja deluchar de espaldas al agua, y había dadola señal de atacar, aunque nuncaentenderé cómo pudieron oír la señalcon todo el estruendo que armaban.

Cayeron sobre nosotros como uncaótico enjambre en movimiento. Lavista de aquella masa borboteante que seprecipitaba a nuestro encuentro provocóque la vanguardia retrocedierainvoluntariamente.

—¡Quietos! —gritó Aurelius a susjefes; y su orden fue repetida por toda lahilera.

La primera oleada enemiga alcanzóla zona poco profunda, y fue recibidapor la carga de nuestras tropas. Tandecidida estaba la primera fila a que lossaecsen no alcanzaran la orilla quedetuvieron la acometida enemiga y lesobligaron a retroceder. Los bárbarosaullaron de cólera.

Desde el primer golpe, la batalla secaracterizó por la ferocidad, la furiareprimida durante el largo verano seconvirtió en una llamarada al instante.Los hombres luchaban en el interior del

río con el agua hasta los muslos y segolpeaban unos a otros con hachas yespadas. El aire estaba impregnado delvibrante sonido del entrechocar demetales. El Nene se arremolinabaalrededor de los combatientes y susaguas lentas y cenagosas empezaban ateñirse de rojo.

Sólo una férrea decisión impidió quenuestras fuerzas, mucho menores ennúmero, se vieran aplastadas porcompleto. A ella, se añadieron loscaballos, a los que los bárbaros temíancon buenos motivos, ya que un animalbien adiestrado es tan guerrero en labatalla como su jinete, y posee sus

propias y terribles armas. Sin embargo,poco a poco, empezó a notarse susuperioridad en número. Pasado elprimer momento, e inmersos en el ritmode la batalla, Hengist consiguió rodearnuestros flancos, y Aurelius se vioobligado a enviar hombres del centropara impedir al enemigo que nosacorralara.

—Si Uther no aparece pronto, tendráque enterrar nuestros restos —se quejóel Supremo Monarca con torvaexpresión, al tiempo que sacaba laespada de su funda—. No podremosmantener por mucho tiempo la líneacentral sin la ayuda de sus jinetes.

La espada estaba ya en mi mano. Lalevanté y exclamé:

—¡Mi rey, el día es nuestro!Arrebatemos la victoria a ese príncipepagano, y mostrémosle la fuerza de lacólera britona.

Aurelius sonrió.—Me parece que tus palabras son

francas, Merlín.—Sólo un loco bromea en el campo

de batalla.—Entonces empecemos con la

lección —repuso Aurelius, y espoleó sumontura hacia el lugar donde sedesarrollaba el combate.

Como el centro había quedado muy

diezmado y estaba en peligro de caerbajo el violento ataque bárbaro, fue allía donde corrió Aurelius en primer lugar,sin preocuparse de su propia seguridad.

Uther se hubiera enfurecido con él,puesto que sentía gran temor por laseguridad de su hermano e intentaba portodos los medios mantenerle alejado detoda lucha que no resultara estrictamentenecesaria. Argumentaba:

—He peleado en demasiadasocasiones para convertirle en SupremoMonarca, y no voy a permitir que ahorase deje matar.

Aurelius era incapaz de darse cuentadel peligro. No sabía sopesar el riesgo.

Su carácter intrépido le empujaba aacciones que, aunque podíanconsiderarse de gran coraje, a veces seconvertían en temerarias. Uther conocíael comportamiento de su hermano y leprotegía tanto como le era posible.

Pero su hermano no estaba allí yAurelius estimó necesario cubrir aquellazona, e instintivamente se lanzó al fragordel combate. Jamás he contemplado a unser tan gloriosamente inocente en labatalla. Constituía una delicia verleluchar, aunque también atemorizaba suarrojo.

Su conducta me aterraba, porque mecorrespondía a mí protegerle en

aquellos momentos, y no suponía unafácil tarea. Aurelius se arriesgabadoblemente, y yo a duras penas podíaseguir su ritmo. Jamás se me ocurriópreocuparme por mi seguridad; por elcontrario, me atemorizaba la deAurelius; como Uther había manifestado,habíamos soportado muchas penalidadespara conseguirle el trono de SupremoMonarca, y no estaba dispuesto a quefrustrara nuestras esperanzas en un actoestúpido, ¡por muy glorioso que fuera!

Así que mi rey y yo luchamos codocon codo. Parecíamos hermanos unidospor el hombro desde el nacimiento,pues, incluso, golpeábamos

simultáneamente. El enemigo caía antenosotros, y nuestros propios guerreros,al ver a su rey precipitarse a lo másreñido de la batalla, recobraron el valory redoblaron sus esfuerzos. Pese a esto,no pudimos evitar ceder terreno a losbárbaros.

Con cada embestida, el enemigo seacercaba más a la victoria.Representábamos la orilla contra la quese estrellaba la ola embravecida y que,grano a grano y piedra a piedra, eraabsorbida al interior del espumeantetorbellino. Sentí en los huesos cada unade sus sucesivas ofensivas. Esperabaque la conmoción de la lucha me

precipitara a aquel curioso ydistorsionado frenesí que mecaracterizaba en la acción, pero nosucedió.

Se me ocurrió entonces que no habíaentrado en aquel estado de elevación, enaquel awen guerrero, desde Goddeu. Nome había visto demasiado implicado enlas batallas por el trono de Aurelius. Adecir verdad, no había desenvainado laespada hasta este día, pues no había sidopreciso.

Sin embargo, ahora era necesario;me debatí como cualquier otro guerrero,mientras deseaba poder tener de nuevomi vieja espada, que provocaba que

todas las otras se hicieran añicos comosi fueran de cristal al chocar contra ella.¿Qué había sucedido con la gran espadade Avallach que Charis me habíaentregado años antes?

¿Se había perdido, como tantas otrascosas, en Goddeu?

¡Estúpido! No disponía de tiempopara ocuparme de esas cosas. Elmantenernos a mí y a Aurelius con vidarequería de toda mi concentración yhabilidad, especialmente cuando elSupremo Monarca no se preocupaba enabsoluto de su propia seguridad.

Habíamos sido empujados ya a unaconsiderable distancia del río;

deberíamos resignarnos a ceder terrenocon cada acometida, pues de locontrario Hengist nos rodearía. La luchase desarrollaba ahora lejos del Nene,aunque aún lo cruzaban multitud deanglos, jutes, pictos e irlandeses.¡Sorprendentemente, el cuerpo principaldel ejército enemigo permanecía todavíaal otro lado!

Pronto nos aplastarían con el enormenúmero de sus tropas.

¿Dónde estaba Uther?Con cada bocanada de aire, alzaba

mi plegaria: ¡Luz Omnipotente, sipiensas salvarnos hoy, hazlo pronto!

Luchábamos e, inexorablemente,

golpeábamos al enemigo ante nosotros.Cada movimiento de nuestros hombresal balancear la espada hería a un rival;sin embargo, perdíamos terrenorápidamente a medida que un mayorcontingente de bárbaros atravesaba elrío. Sus sucesivas y continuasavalanchas conseguían paulatinamenterodear nuestros flancos. Casi nos habíanforzado a formar un círculo; losguerreros lo llaman el círculo de lamuerte, porque una vez adoptada suforma, el resultado que se obtiene deesta maniobra resulta fatal e ineludible.

¿Dónde estaba Uther?Las hordas saecsen, al observar que

aparentemente nuestros aliados noshabían abandonado, aullaron sus ansiasde sangre a sus repugnantes dioses;llamaban a Odín, a Tiw y a Thunos paraque los ayudaran a mutilar, matar ydestruir. Deseosos de presentar unaofrenda de sangre britona, se arrojaroncomo dementes a la lucha.

Empecé a lanzar cuchilladas a todopedazo de carne bárbara que se meacercaba. Mis esfuerzos imitaban los delsegador ante la tormenta que acecha yrecogí una enorme cosecha, aunque noobtuve ningún placer de ello. Loshombres caían bajo mi espada enmovimiento o bajo los cascos de mi

montura, salpicados de sesosmachacados. Algunos hombrescontemplaban con estupor sus miembroscortados; bravos guerreros vertíanlágrimas sobre sus mortales heridas. Virostros bronceados por el sol yhermosos, de ojos del color del hielo eninvierno, cuya vida y belleza seretorcían ahora en una agonía irracional;otros, destrozados y ensangrentados, sedesperdigaban ya sin vida.

No obstante, no importa a cuántosmatase, pues parecían multiplicarse; seagarraban, golpeaban, arañaban y nosatacaban con armas abolladas y rotas.Un enorme caudillo soltó un aullido

aterrador, saltó sobre el cuello de micaballo y se colgó de él con un brazo,mientras azotaba el aire con su hacha deguerra.

Me eché hacia atrás en mi silla y elfilo ensangrentado de su arma hendió elaire allí donde había estado mi cabeza;después yo hundí la punta de mi espaday atravesé su pecho justo por debajo delas costillas. Lanzó un rugido y soltó suarma para asir mi espada con ambasmanos y sujetarla mientras caía, en unintento por derribarme de mi monturacon él.

Cuando me arrastraba con su peso,uno de sus camaradas, ansioso por

matar, alzó su hacha en dirección a micráneo. Vi la hoja balancearse en elaire, pero, en ese momento, un chorro desangre brotó de la muñeca que lasostenía y el hacha salió despedida lejosde allí. Pelleas, siempre alerta alibrarme del peligro, se hallaba junto amí; no era la primera vez que su ayudame había salvado.

—¡Quédate junto al rey! —gritémientras liberaba mi espada de un fuertetirón.

Pelleas dio la vuelta y se dirigióhacia Aurelius, que, en su carga,sembraba su paso de cadáveres.

Los britones luchaban con todas sus

fuerzas contra el enemigo. Nuncaexistieron hombres que afrontaran conmás valentía la muerte…, pero nadapodíamos hacer: aunque acabáramos conun adversario, cuatro más se alzabanpara ocupar su lugar; exterminamos a unmillar, mas aún quedaban cinco mil.Entretanto, nuestros valerososcompañeros caían bajo el implacableataque.

Al cabo de un rato, nosencontrábamos ya completamenterodeados, y Aurelius lanzó la llamadapara que formáramos un círculo con lastropas. Éste constituía el principio delfin para cualquier ejército. Lo sabíamos

y nos negamos a aceptarlo; nosimpulsaron nuevas fuerzas, que ignorode dónde salieron, pero entre oracionesy juramentos y con armas rotas en lasmanos obligamos a los aullantessalvajes a retroceder una vez más.

Nuestro resurgir encolerizó aHengist, quien envió al resto de suejército contra nosotros; todos sushombres, excepto su propia guardiapersonal compuesta por los más fuertesy formidables de todos los guerrerossaecsen, iniciaron el ataque. Suintención consistía en destruirnos porcompleto.

Cruzaron el río como una avalancha;

sus rostros aparecían tensos por eléxtasis del odio. Poco a poco, elconstante avance del enemigo nosaplastaba. Las cabezas de muchos denuestros compatriotas adornaban ahoralas largas lanzas del adversario, y elhumo procedente de los cadáveres queardían empezó a elevarse por el aire.Debido a esta visión, Hengist pensó queya había vencido.

Pero se equivocaba; la batalla aúnno había terminado.

Aurelius fue el primero endescubrirlo.

—¡Utha! —gritó—. ¡Uther hacapturado a Hengist!

No puedo explicarme cómoconsiguió verlo en medio del fragor dela lucha. Alcé la mirada y escudriñé lacolina opuesta, puesto que la avalanchaenemiga nos había conducido de nuevo ala cima de la colina donde habíamosempezado. A lo lejos, distinguí unejército de hombres a caballo querodeaban el estandarte de Hengist; lacontienda parecía haber finalizado allí.En aquellos momentos, el resto de loshombres de Uther cruzaba el río algalope para cortar la posible ayuda a sucaudillo.

No sé cuándo se dio cuenta Hengistde su error, pero debió de sentirlo como

una cuchillada entre las costillas alvolverse indefenso para ver a Uther quearremetía contra él por la retaguardia.

Por nuestra parte, todos nosadvertimos del repentino cambioexperimentado por la batalla justocuando el enemigo iba a acabar connosotros. Sacamos fuerzas de flaquezapara el último ataque, y entonces, deforma inexplicable, nos abalanzamoshacia adelante mientras las tropasadversarias se disolvían ante nosotros.

De forma imprevista, el peso de labatalla cedió ante nosotros como unmuro que se derrumbara sobre sí mismodespués de haber estado inclinado hacia

afuera durante tanto tiempo. Aurelius noperdió un segundo: hizo girar a sucaballo, agarró rápidamente elestandarte real, y, mientras la orgullosaÁguila ondeaba sobre su cabeza, selanzó al ataque.

¡Luz Omnipotente, estábamossalvados!

Aurelius se desquitó sinmisericordia; pronto, los jinetes que aúnnos quedaban se agruparon en torno a ély galoparon en persecución de los quehuían.

No hay nada de lo que vanagloriarseen la aniquilación de un enemigo queescapa, simplemente resulta

conveniente. Debíamos hacerlo.Atrapados entre dos fuerzas, los

bárbaros se encontraron hundidos hastala cintura en el Nene, incapaces deavanzar o de retroceder. La confusión seapoderó de ellos y los sacudió igual queun perro zarandea una rata. Caos apretósu puño a su alrededor, y sucumbieronante él. Hengist se hallaba en nuestropoder y, al igual que él, los miembros desu guardia personal que seguían convida habían sido capturados ydesarmados.

Sorprende esa característica de losbárbaros: haced prisionero a uno de suscaudillos, y el espíritu de lucha

desaparecerá de sus tropas; por elcontrario, si le matáis, sus hombresseguirán la batalla para obtener el honorde acompañar a su señor al Valhalla.Así, tras dominar a su jefe, la confusióny el desaliento se abatieron sobre ellos yresultó fácil derrotarlos.

Sus mentes y sus voluntades parecenfundirse en una sola: la de su líder. Sinél caen al instante en el pánico y ladesesperación.

De esta forma, a pesar de que nossuperaban en número y del terriblehecho de que nuestro ejército principalestaba ya totalmente sometido, en cuantoUther colocó su espada contra el cuello

de Hengist, los britones vencieron.

La batalla continuó sólo en enclavesaislados, en su mayor parte contra pictose irlandeses cuyos jefes seguían vivospara mandarlos. No obstante, muypronto acabamos con estos focos. Ojalálos saecsen los hubieran imitado, porqueahora a Uther le quedaba por llevar acabo la odiosa tarea de ocuparse de losprisioneros.

Desde luego, las intenciones deAurelius iban encaminadas a una batallaa muerte. Si hubieran ganado lossaecsen, su propósito se habría

cumplido. Aunque un guerrero puedematar en el calor de la lucha yexterminar a todos sus enemigos sinvacilación, entre los hombrescivilizados no existen muchos capacesde asesinar a criaturas indefensas quepermanecen inmóviles y silenciosas anteellos.

Al finalizar la contienda, quedabanvarios miles de saecsen aún con vida ydesgraciadamente no podíamosfulminarlos a todos con nuestras lanzas.De lo contrario, ¡nos habríamosconvertido en seres más bárbaros queaquellos contra los que nosenfrentábamos!

—¿Bien? —pregunté a Uther, queseguía a caballo, con la ensangrentadaespada sobre el muslo—. ¿Qué piensashacer?

Aurelius me había enviado pordelante a encontrarme con su hermanomientras él se ocupaba de finalizar conlas pequeñas escaramuzas y organizabala atención a los heridos de nuestrobando.

Uther frunció el entrecejomalhumorado, como si de alguna formame culpara de que la decisión recayeraen él. Intentó esquivar la cuestión:

—¿Qué opina Aurelius?—El Supremo Monarca afirma que

tú eres el jefe guerrero; y es a ti a quienpertenece tomar una resolución.

Gimió, pues no era un asesino.—¿Qué me aconsejas, Eminente

Ambrosius?—Estoy de acuerdo con Aurelius.

Tú debes decidir, y con rapidez, pues,de otra forma, perderás la confianza y laadmiración de tus hombres.

—¡Lo sé! Pero ¿qué debo hacer? Simato a los prisioneros, apareceré comoun carnicero y perderé su respeto, y silos dejo vivir, me creerán demasiadoblando.

Comprendí lo que sentía.—En la guerra no existe nada fácil.

—Cuéntame algo que yo no sepa. —Su voz sonaba áspera, pero sus ojos meimploraban.

—Te diré cómo me conduciría en tulugar.

—Habla pues, Sabiduría Encarnada.—Adoptaría la única actitud que me

permitiera continuar siendo un serhumano.

—¿Cuál?—Les permitiría marchar —declaré

—. No queda otra elección.—Cada uno de los que libere hoy,

regresará. Y, a su vez, engendrará hijosque le acompañarán. Cada vida queperdone puede significar más tarde la

muerte de un compatriota.—Quizás —admití—. Así son las

cosas.—¿Son tus últimas palabras,

Poderoso Profeta? —se mofó, mientrassu rostro se retorcía en una expresión dedesagrado.

—Te he explicado mi parecer,Uther. Eres tú quien debe decidir:mátalos a todos y puede que salves unafutura vida, aunque nos convertiremos enseres más detestables ante Dios queestos pobres desgraciados, pues ellos nole conocen. Mas, si les permites partir,demostrarás la auténtica nobleza delespíritu britón y te elevarás de verdad

por encima de todos aquellos a los quehas derrotado.

Lo entendió, pero no le agradó.—Podría obtener juramentos de

sangre y tomar rehenes.—En efecto, pero no te lo aconsejo.

No se puede confiar en que estoshombres mantengan una promesaarrancada por alguien a quiendesprecian.

—¡Debo tomar algún tipo demedida!

—Muy bien —cedí—, pero escoge alos más jóvenes como rehenes.

—No perdonaré a Hengist.—¡Uther, piensa! Está derrotado y

ha caído en desgracia. Si le matas leconvertirás en un caudillo cuya vidadebe vengarse. Deja que se vaya; no nosmolestará más.

¡Que Jesús se apiade de mí! Expreséaquella frase con convicción, aunque nolo pensaba en realidad. Quizás habríaconseguido que Uther lo creyera si yohubiera tenido más confianza en mispalabras.

—Me niego a que siga libre tras estabatalla. —Uther estaba resuelto.

Condujeron a Hengist fuertementeatado; su enorme rostro aparecíacrispado en silencioso desafío. Aquéllosde su guardia privada que aún vivían

fueron traídos también, y se los colocóde pie detrás de él. El resto de la huestesaecsen, desarmada, y cuyo espíritu delucha les había abandonado porcompleto, permanecía algo alejado másarriba de la colina; inclinaban suscabezas en señal de derrota y noscontemplaban con expresión airada.

Gorlas, enardecido aún por la lucha,se acercó al galope y saltó de la silla.Corrió hacia nosotros, y antes de quenadie pudiera detenerle, agarró aHengist por los brazos y le escupió en elrostro. El jefe saecsen le contemplóimpasible, con la saliva brillante en susmejillas; los prisioneros murmuraron en

tono amenazador.Resultó un estúpido comportamiento.

Deseé sacudir a Gorlas por los hombrosy hacerle comprender la inutilidad de suconducta.

—¡Quieto, Gorlas!Resonó la voz de Aurelius, que

acudía a reunirse con nosotros. Avanzódespacio hacia los cautivos, se detuvo ymiró a Hengist con tranquilidad. Al cabode un momento, se volvió para dirigirsea Uther.

—Bien, Duque de Britania, ¿cuál estu decisión?

—La muerte para Hengist y sus jefes—contestó Uther con voz uniforme—. El

resto podrá marcharse libremente… —Me dirigió una rápida mirada—. Se lesescoltará hasta la costa, se lesembarcará y nunca regresarán a estatierra; de lo contrario, morirán.

—Muy bien —repuso Aurelius—,que así sea.

Gorlas, algo retrasado, se adelantóahora.

—Si Hengist ha de morir, LordAurelius, permitid que sea por mi mano.

Aurelius le observó con perspicacia.—¿Por qué, Lord Gorlas, deseas ser

su verdugo?—Es una cuestión de honor entre

nosotros, señor —confesó Gorlas—. Mi

hermano fue asesinado en la Masacre delos Cuchillos, cuando Vortigern era rey.Juré que si alguna vez me encontrabacon Hengist, acabaría con él. Esperabaenfrentarme a él en la batalla.

Aurelius meditó sobre ello, yconsultó a Uther.

—No tengo ninguna objeción.—Alguien debe encargarse de ello

—murmuró el jefe militar.El Supremo Monarca se volvió

hacia mí.—¿Qué opinas, Sabio Consejero?—Quitar la vida como venganza me

resulta odioso, pero si de todas formasha de perderla como pago a todo el mal

que nos ha deparado, debe concederseuna muerte rápida y discreta, a solas ylejos de aquí.

Una luz extraña brilló en los ojos deGorlas. Echó la cabeza hacia atrás ylanzó una repugnante carcajada.

—¿Matarle discretamente? —silbó—. ¡Acabamos de exterminar a diez milde estos bastardos sin madre! ¡Aquítenemos al Gran Bastardo en persona; sialguien merece su desgracia es él!

—Hoy hemos combatido porque noteníamos otra alternativa —le espeté—.Matamos para salvarnos a nosotros y anuestra gente. Mas ahora podemoselegir, y afirmo que la venganza

constituye un asesinato; no puedeadmitirse entre hombres civilizados.

—Mi señor Aurelius —exclamóGorlas, enojado—, que Hengist mueraaquí y ahora, delante de toda su gente.Que vean y recuerden cómo castigamosla traición.

Muchos otros estuvieron de acuerdocon él y lo expresaron en voz alta; demodo que el Supremo Monarca dio suconsentimiento, y Gorlas no retrasó pormás tiempo su deseo. Tomó una largalanza y la hundió en el vientre delsaecsen. Hengist gimió, pero no cayó.Gorlas la extrajo y se la volvió a hincar.La sangre cayó a borbotones sobre el

suelo y el caudillo bárbaro se desplomóde rodillas, doblado sobre su herida.Asombrosamente, no lanzó un solo grito.

Gorlas se colocó rápidamente juntoa su víctima, sacó la espada, la levantó,y cortó de un tajo la cabeza delcabecilla enemigo. El cuerpo cayó haciaadelante sobre el polvo y el verdugoalzó su horrible trofeo en un alardetriunfal.

Luego, dominado por el frenesí de lavenganza, se giró y cayó sobre elcuerpo, y empezó a golpearlo repetidasveces con su espada. Lo descuartizó engrandes pedazos y, cuando huboterminado, diseminó sus restos por el

suelo.Durante toda la escena los

hombres…, ¡Santo Padre! ¡Perdónanos atodos!…, las tropas le animaban.

C6

uando los vítores terminaron, unaterrible quietud callada descendió

sobre el campo de batalla. Casi alinstante, el silencio se hizo añicos acausa de un alarido desgarrador. Deentre la masa de cautivos, un muchachose precipitó hacia adelante. Aún nohabía terminado de crecer; su figura eraalta y delgada, y sus rubios cabellos lecolgaban de las sienes en largas trenzas.Debajo de la suciedad que cubría surostro, ahora distorsionado por el dolor,se vislumbraban las faccionesorgullosas de su padre. No había duda

sobre su filiación.El muchacho se arrojó sobre la

cabeza cortada y la abrazó contra supecho. Gorlas, sin aliento y sudorosopor el ejercicio, se volvió en redondohacia el joven y levantó la espada paraacabar con él.

—¡Gorlas! ¡Detente! —Uther saltóde su caballo y avanzó hasta dondeestaban—. Ya has acabado. Guarda tuarma.

—No mientras el cachorro del loboviva —afirmó el jefe con voz apagada—. Deja que le mate y extermine laespecie.

—¿Matamos criaturas ahora,

Gorlas? Mírale, es sólo un muchacho.—El aludido no había prestado la másmínima atención al peligro que se cerníasobre él; gemía, mientras se balanceabaadelante y atrás lastimeramente yacunaba la ensangrentada cabeza entresus brazos.

—¡Que Lleu me quite la visión! ¡Esel hijo de Hengist! Si no le damosmuerte ahora, regresará como líder deotra jauría de lobos cuando hayacrecido.

—Ya tenemos bastantes cadáverespor hoy —replicó Uther—. Guarda laespada, Gorlas. Te aseguro que noconstituye ningún acto vergonzoso.

Entre sombríos juramentos, elsoldado envainó la espada y se contentócon propinarle una fuerte patada almuchacho. Luego, se reunió a grandeszancadas con sus hombres.

Uther levantó al joven, quien sequedó inmóvil, con expresión hosca; enel sucio rostro se marcaban las huellasde su llanto.

—¿Cómo te llamas? —preguntóUther.

El adolescente le entendióperfectamente y respondió:

—Octa.—Te perdono la vida, Octa. Mas si

tú o tu gente regresáis alguna vez,

retiraré ese don. ¿Comprendes?El muchacho no hizo ningún

comentario. Uther tomó el brazodesnudo del chico en su manoenguantada, y le empujó suavementehacia su lugar junto a los otrosprisioneros. Aurelius, que se habíamantenido al margen, se adelantó ahoray, tras colocar las manos sobre loshombros de su hermano, lo besó yabrazó.

—¡Salve, Uther! ¡Duque de Britania!¡La victoria es tuya! ¡Te pertenecen eltriunfo y el botín!

Las ganancias eran bastante escasas,y en su mayoría habían pertenecido a

britones. La mayor parte de lo querecogimos de los cautivos y de sucampamento había sido robado duranteel verano por los saecsen. No obstante,Uther distribuyó algunos aros ybrazaletes muy hermosos de oro rojo ypuñales incrustados de joyas entre susjefes, sin quedarse nada para él.

Cuando se hubo atendido a losheridos, enterrado a nuestros muertos y,en el caso de los enemigos, amontonadoen piras improvisadas a las que seprendió fuego, se escoltó a losprisioneros a la costa. El camino deregreso discurrió por los campos quehabían destruido y los poblados que

habían diezmado al dirigirse al lugar dela batalla. A nuestro paso, lossupervivientes salían a insultarles yhostigarles con piedras y barro.

Muchos querían vengarse de lasangre que los saecsen habíanderramado: las mujeres por los espososque habían perdido; los padres por susfamilias muertas. Pero Uther no se dejópersuadir. No permitió que se le hicieraningún daño al enemigo que tenía bajosu cuidado, aunque el espíritu se lerevolvía en el interior; su conductademostró la gracia y la piedad de unángel.

—Ciertamente, Merlín —me confesó

cuando todo hubo terminado—, sihubiera visto el terrible azote que habíanrepresentado, jamás habría permitido aun solo saecsen escapar con vida. Teaseguro que les habría obligado aenfrentarse a la justicia de aquellos a losque habían perjudicado, y, esta noche,no existiría ni un bárbaro vivo en estatierra. —Se interrumpió, se bebió de untrago el vino que le quedaba y luegoestrelló la copa contra la mesa—. Latortura se ha acabado, y eso, al menos,consuela.

Aurelius le comprendió.—Mostrar compasión por el

enemigo constituye la parte más dura de

la batalla. Pero te has comportado muybien, Utha. Por tus acciones te hascubierto de honor. Bebo a tu salud,hermano. ¡Salve, Uther, ConquistadorMisericordioso!

Era la noche del día siguiente a labatalla, y Uther estaba tan agotado queapenas podía mantenerse en pie. Conuna sonrisa débil e incierta, se balanceósobre sus piernas, mientras el vino y lafatiga competían por conquistarle.

—Vete a la cama, Uther —leaconsejé, tendiéndole una capa—. Ven,te acompañaré a tu tienda.

Permitió que le condujese a sutienda, donde cayó boca abajo sobre su

jergón. Aunque su criado, un muchachode la región oeste llamado Ulfin, seencontraba allí para ayudarle, yo mismole desabroché las botas y el cinturón y lecubrí con la capa.

—Apaga la luz —pedí a Ulfin—. Tuseñor no la necesitará esta noche.

Dejé a Uther dormido en laoscuridad y regresé a la tienda deAurelius. Éste bostezaba mientras suasistente le desataba el peto de cuero.

—Bien —exclamó—, parece que,después de todo, voy a ser SupremoMonarca.

—En efecto, mi señor Aurelius. Nopodrán evitarlo.

El sirviente le quitó la armadura, yAurelius empezó a rascarse.

—¿Un último trago, Merlín? —preguntó, al tiempo que indicaba con ungesto la jarra que había sobre la mesa.

—Es tarde y estoy cansado. Otranoche beberemos juntos. Sin embargo, siqueréis, os serviré uno.

—No… —Meneó la cabeza y lososcuros rizos se balancearon—.Dejémoslo para otra ocasión. —Memiró pensativo—. Merlín, dime: ¿hicebien al dejarles marchar? ¿Fue lo másconveniente?

—Vuestro acto fue correcto, miseñor. Aunque me temo que no lo más

acertado.—Entonces Gorlas tenía razón:

volverán.—Oh, por supuesto. Podéis tener la

seguridad —repuse, y añadí—: Mas suregreso es inevitable,independientemente de lo que hubieraisdecidido.

—Pero si hubiera ordenado que lospasaran a cuchillo…

—No dejéis que hombres comoGorlas os hagan equivocaros, Aurelius,y no os engañéis a vos mismo. Ayervencimos a los bárbaros, pero no lesderrotamos. Matar a los prisioneros nohabría cambiado nada, excepto que

vuestra alma se mancharía con unavergüenza eterna.

Se pasó una mano por los cabellos.—¿He de empuñar una espada toda

la vida?—Sí —admití con suavidad—.

Constantemente deberéis defendervuestra tierra, mi rey, porque aún no hanacido el hombre que gobernará en pazsobre este país.

Aurelius rumió mis palabras y, fielal espíritu que le animaba, no permitióque le atemorizaran.

—¿Lo conoceré? —preguntólentamente.

No le oculté la verdad.

—No, Aurelius. —Mi respuestaresultó dura para él, así que intentésuavizarla—. Pero él sabrá de vuestrashazañas, Aurelius. Os venerará yobtendrá grandes honores en vuestronombre.

Aurelius sonrió y bostezó otra vez.—Eso, como dice Uther, al menos,

reconforta.Me dirigí a mi tienda a través del

campamento dormido. ¡Cuánto se habíareducido nuestro número! Los hombresque yacían en el suelo alrededor de lasmedio apagadas hogueras parecíancadáveres, del sueño tan profundo enque se hallaban sumergidos.

Todo el reino descansaba a salvoesta noche gracias a aquellos bravosguerreros y a sus camaradas, que ahoradormían bajo tierra.

Una vez en mi tienda, caí de rodillaspara rezar:

—Mi Señor Jesús, Vos que todo lodais, Redentor y Amigo, Rey del Cielo,principio y final, escucha mi lamento:

»Éramos tres veces trescientosguerreros, llenos de vida, y con unabrillante esperanza, pero la muerte hareclamado la sangre de hombres buenoscomo pago al heroísmo.

»Tres veces trescientos, la luz de lavida fulguraba en ellos con fuerza y

firmeza, su aliento era cálido y sumirada rápida; sin embargo, esta nochenuestros compañeros de armas yacen ensilenciosas salas de tierra, fríos yabandonados por los suyos, que nopueden seguirles a donde van.

»Éramos tres veces trescientos,audaces en la acción, entusiastas en labatalla, compañeros leales cuando elcombate alcanzaba su punto álgido, peroya no, porque el cuervo grazna sobre loscampos donde el dolor ha sembrado sussemillas y las ha regado con lágrimas demujer.

»Jesús misericordioso, tú que erestan poderoso y cuyo nombre representa

la Luz y la Vida, guía a estos sirvientestuyos que han caído. Puesto que tedeleitas con la caridad, perdónales; nocuentes sus pecados, más bien consideraesta virtud: cuando llegó el llamamientopara defender su país, no pensaron en símismos, sino que se armaron de valor yfueron a la batalla, pese a conocer quela muerte les aguardaba.

»Escúchame, mi Señor Jesús, reúnea tus amigos en tu sala de banquetes;siéntalos en tu palacio en el paraíso ynunca tendrás mejores compañeros.

Al día siguiente, el SupremoMonarca levantó el campo y salió endirección a Londinium, donde su padre

había reinado, y donde tendría lugar sucoronación. Pelleas y yo nos dirigimosal oeste, hacia Dyfed, a buscar al obispoDafyd. Había decidido que él debíaoficiar en la ascensión al trono deAurelius, si es que gozaba de tan buenasalud como Pelleas aseguraba y deseabahacer el viaje.

Londinium tenía un obispo, unsacerdote llamado Urbanus, quien, porlo que oí en el campamento, era un jovendevoto, aunque quizás algo ambicioso.Pese a no oponerme a Urbanus, creíaque la asistencia de Dafyd reforzaríaaún más los lazos de Aurelius con losreyes del oeste. Además, no había visto

al sacerdote desde mi retorno de la largavigilia en Celyddon, lo que constituía ungran peso en mi corazón. Ahora quevolvía a disponer de tiempo para mímismo, deseaba desesperadamenteverle.

Pelleas y yo viajamos por una regiónque parecía haberse librado de lasombra de un ave de presa. En todaspartes, los hombres respiraban con máslibertad; se nos daba la bienvenida enlos poblados, volvimos a cruzarnos concomerciantes en los caminos, y laspuertas y portones se abrían de nuevo.Sin embargo, la noticia de la derrotasaecsen no podía haber llegado tan

rápido desde el campo de batalla.¿Cómo se sabía?

En mi opinión, los que vivenapegados a la tierra conocen losacontecimientos de forma instintiva;perciben las fluctuaciones en lasfortunas de los hombres de la mismaforma en que sienten los cambios apenasvisibles del clima. Observan un rojoarrebol al atardecer y saben que al díasiguiente lloverá; paladean el viento ysaben que la escarcha cubrirá el suelocuando despierten. De la misma forma,advierten las sutiles ondulaciones quelos grandes sucesos provocan en laatmósfera del espíritu; y presentían, sin

que nadie tuviera que confirmárselo, quese les deparaba un gran bien y no debíansentirse asustados ya nunca más.

Pese a su sutil conocimiento, sealegraron de recibir noticias de labatalla. Se las transmitirían unos a otrosdurante muchos días hasta que todos,desde el niño que empieza a andar hastael anciano de espalda encorvada,pudieran repetirlas palabra por palabratal y como habían salido de mi boca.

No perdimos tiempo en el camino;por el contrario, nos dirigimos a todaprisa a Llandaff, que era como llamabanal lugar donde Dafyd había construidosu iglesia: una sólida estructura

rectangular de madera sobre elevadoscimientos de piedra, rodeada por laschozas, más pequeñas, de los monjes.Llandaff constituía un monasterio, comocientos más que habían surgido comosetas por toda la región oeste, y nopocos de ellos debían su existencia a laincansable tarea de Dafyd.

A medida que nos acercábamos alpequeño poblado podíamos distinguir alos hermanos ocupados en la realizaciónde sus quehaceres. Los más jóvenesvestían túnicas de lana sin teñir tejidaspor ellos mismos; las ropas de susmayores eran de un marrón claro. Lasmujeres que vivían con ellos, ya que

muchos monjes estaban casados,llevaban unas vestimentas igualmentesencillas, o trajes tradicionales. Todosejecutaban diversas tareas: cargabanleña, elevaban algún tipo deconstrucción, ponían techos, cuidabanlos campos, alimentaban los cerdos,enseñaban a los muchachos de lospoblados y propiedades cercanas; todossus actos desplegaban un mismo celojovial. El lugar rezumaba alegría ysatisfacción.

Nos detuvimos para contemplarlocon atención, luego desmontamos ypenetramos en el recinto a pie. Se merecibió con cortesía, y, a causa de mi

torc, se me trató como a un rey.—¿Cómo podemos ayudaros, señor?

—preguntó un sacerdote, al tiempo quenos miraba abiertamente.

—Soy amigo del obispo que habitaaquí. Quisiera verle.

El monje sonrió agradablemente.—Desde luego. No obstante,

comprenderéis que esa petición esdifícil de cumplir ahora. Nuestro obispoes muy anciano y, a esta hora del día,acostumbra a descansar. —Extendió lasmanos como para dar a entender que lacuestión excedía a sus posibilidades,cosa que sin duda era así—. Y luegoofrece su sermón.

—Gracias —le dije—. No pensabamolestarle. Sin embargo, sé que querríaverme.

Se acercaron otros dos monjes parasaludarnos y se quedaron para observarla escena cuchicheándose el uno al otromientras se cubrían parcialmente la bocacon la mano.

—Entonces aguardad si lo deseáis—repuso el monje—, y me ocuparé deque vuestra solicitud reciba la debidaconsideración.

Se lo agradecí y pregunté si había unsuperior con el que pudiera hablarmientras esperaba.

—Está el hermano Gwythelyn…

—Me refería más bien a Salach.—¿Salach? Pero… —Escudriñó mi

rostro inquisitivo—. Nuestro queridohermano Salach murió hace años.

Sentí la punzada de dolor queacostumbra a golpearme cuando recibotales noticias. Ciertamente, habíaolvidado la avanzada edad de Dafyd.

—Gwythelyn pues. Comunicadle queMyrddin ap Taliesin está aquí.

Al oír mi nombre, los dos que noscontemplaban murmuraronsorprendidos:

—¡Myrddin está aquí! ¡Aquí!Me observaron atónitos y corrieron

para transmitir el acontecimiento a sus

compañeros.—Lord Myrddin —exclamó el

monje, mientras inclinaba la cabeza antemí—, permitid que os acompañe hasta elhermano Gwythelyn.

Gwythelyn representaba la vivaimagen de su tío, Maelwys. Comosucede en las dinastías con estrechoslazos de sangre, el parecido familiar eramuy fuerte. Vacilé cuando apartó la vistadel manuscrito que tenía sobre la mesapara volverse hacia mí.

—¿Sucede algo? —preguntó.—En absoluto. Es sólo que me

recordáis a otra persona.—A mi abuelo, sin duda.

¿Conocisteis a Pendaran Gleddyvrudd?—Me examinó con atención—. ¿Puedosaber vuestro nombre?

El monje que nos había conducido ala celda de Gwythelyn había olvidado,en su excitación, presentarme.

—Sí, conocí bien a Espada Roja.Soy Myrddin ap Taliesin —respondícon sencillez.

Los ojos de Gwythelyn se abrieronde par en par.

—Perdóname, Myrddin —exclamó;tomó mis manos y las estrechó entre lassuyas, que parecían hechas para sosteneruna espada y, en contra de lo queesperaba, no eran blandas; largos días

de duro trabajo las habían vuelto fuertesy ásperas—. Perdóname, debierahaberlo imaginado.

—¿Por qué? Jamás nos hemos visto.—No, pero desde el día en que nací

he oído hablar de ti. Incluso, deboconfesar que hasta este momento creíaque te conocía tanto como a mí mismo.

—Y yo debo explicarte que, cuandote volviste hace un instante, pensé queestaba ante Maelwys una vez más.

Sonrió, en agradecimiento a micumplido.

—Si puedo convertirme en unhombre la mitad de bueno de lo que élfue, moriré contento. —Su sonrisa se

ensanchó—. Pero Myrddin ap Taliesinap Elphin ap Gwyddno Garanhir, comoves, sabemos tu ilustre linaje, siempreesperé verte algún día, y ahora estásaquí. Es cierto, tu presencia constituyeuna maravilla para los ojos. Pero, dime,¿a qué se debe tu visita a Llandaff? ¿Tequedarás? Tenemos habitación para ti.

—Tu bienvenida me complace enextremo, Gwythelyn; es digna de tugeneroso tío, mas sólo puedopermanecer poco tiempo, un día o dos, yluego debo seguir hacia Londinium. —Le hablé sobre el nuevo SupremoMonarca que sería coronado muypronto.

—Mi sobrino… —interrumpió—.Tewdrig, ¿está…?

—Se encuentra perfectamente;regresará en cuanto el Supremo Monarcahaya subido al trono. El motivo de mivenida se debe a que me gustaría que elobispo Dafyd oficiara en la ceremonia.

Gwythelyn meditó sobre mi peticióny luego respondió muy despacio.

—En realidad, Dafyd no ha dado nidoce pasos fuera de Llandaff en otrostantos años, pero…, bueno, lepreguntaremos a él y veremos lo queopina.

—No quisiera perturbar sudescanso. No me importa esperar hasta

que despierte.—Muy bien; acostumbra a tomar un

refrigerio después de su siesta. Podemosencontrarnos con él entonces. Sé quequerrá verte. Mientras tanto, quizá norechaces algo de comida tampoco tú.

No tuvimos que esperar muchotiempo, ya que, apenas si Pelleas y yohabíamos acabado de comer, un jovenvino para comunicarnos:

—El obispo Dafyd acaba dedespertarse, hermano Gwythelyn. Penséque os gustaría saberlo. —Se dirigía asu superior, pero sus ojos no dejaron demirarme ni un instante.

—Gracias, Natyn. Iremos enseguida.

La habitación de Dafyd era un cubículomuy pulcro, aunque desprovisto de todomobiliario, excepto su cama y una silla.Reconocí el asiento: había pertenecido ala gran sala de Pendaran;probablemente, Maelwys se la entregó.A través de una ventana pequeña,cubierta por una piel aceitada, sefiltraba una luz dorada y espesa como lamiel. Su lecho estaba constituido por unjergón de paja colocado sobre unarmazón de madera y cubierto con pielesde oveja.

Sobre esta cama se sentaba unhombre que parecía esculpido en

delicado alabastro. Los cabellosblancos, encendidos bajo la luz,rodeaban su cabeza como un nimbo o unhalo de llamas refulgentes. En su rostro,tranquilo y sereno, brillaba aún labelleza de sus sueños. Sus oscuros ojosirradiaban paz a su sencillo mundo.

Era Dafyd, que, pese a hallarse muycambiado y envejecido, resultabainconfundible. Desde luego, habíaadelgazado mucho, pero su carne erafirme y sus dientes sanos. Aun con suavanzada edad, pues comprendí, consobresalto, que debía de tener más denoventa años, su aspecto aparecíarobusto y lleno de vitalidad, como el de

un hombre en quien el fuego de la vidaardía con energía, pasión y celo.

En pocas palabras, su figurarevelaba a alguien en quien la santidadcasi había concluido su tareatransformadora.

Cuando entramos en su celda, volviólos ojos hacia nosotros y se incorporó amedias para recibirnos. Entonces mevio. Se quedó inmóvil; abrió la bocapara hablar pero no escapó de ellaningún sonido. En su semblante sedibujaron diferentes emociones, comosombras de nubes que se persiguieranpor las laderas de una colina. Laslágrimas afluyeron a sus ojos, y también

a los míos. Me acerqué a él, le puse enpie, y le abracé contra mi pecho.

—Myrddin, Myrddin —murmuró alfin; pronunció mi nombre como si leyeraen uno de sus libros sagrados—.Myrddin, alma mía, estás vivo. ¡Vertedespués de todos estos años en perfectoestado! ¡Oh, pero no has cambiado ni unápice! Estás igual a como te recordaba.¡Mírate!

Sus manos me palmearon loshombros y los brazos, como si quisieraasegurarse de que me hallaba realmenteen carne y hueso delante de él.

—¡Oh, Myrddin, me deleitacontemplarte! Siéntate. ¿Puedes

quedarte? ¿Tienes hambre? ¡Gwythelyn!Éste es Myrddin, de quien te he habladotantas veces. ¡Está aquí! ¡Ha regresado!

Gwythelyn sonrió.—En efecto. Os dejaré para que

converséis hasta la hora de la cena. —Cerró la puerta en silencio y nos dejó asolas.

—Dafyd, deseaba venir antes;pensaba en ti y quise acudir a vertetantas veces…

—Chisst, no importa. Estamos juntospor fin. Mi oración ha sido escuchada.Siempre he rezado por ti, Myrddin, paraque pudiera volver a encontrarte antesde morir. Y por fin ha sucedido. Dios es

bueno.—Tienes buen aspecto, Dafyd. No

pensaba…—¿Hallarme vivo? ¡Oh, sí! Para

contrariar a los monjes más jóvenes, queme tienen pánico. —Me guiñó un ojocon malicia—. Creen que Dios memantiene en este mundo sólo paraatormentarlos, y puede que tengan razón.

—¿El latín un tormento? Imposible.Asintió inocentemente.—La lengua madre, la lengua de los

estudiosos, representa su tortura. Peroya sabes cómo son los alumnos: nodejan nunca de quejarse. «Es mejor uncorazón roto de amor, que una mente

destrozada por el latín», aseguran. Yoles aconsejo: «Llenad vuestras cabezascon esta lengua, y permitid que Diosllene vuestros corazones con el amor,entonces ninguno de los dos seromperá».

—¿Alguna vez ha sido diferente?—No, quizá no —suspiró—. Sin

embargo, tú nunca me diste talesproblemas.

—Los míos eran mayores —precisé.Ambos reímos.—¡Desde luego! Ciertamente… ¡Oh,

cuando pienso en las horas que pasamosenredados en ellos! —Se quedósilencioso, al tiempo que asentía para sí

al recordar el pasado. Al cabo de uninstante se estremeció, como sidespertara de un sueño—. ¡Ah! Entonceséramos jóvenes, ¿eh, Myrddin?

Sujetó mi barbilla con su mano en ungesto paternal.

—Pero tú, mi maravilla de ojosdorados, tú continúas sin envejecer.Contémplate, posees el cuerpo y elrostro de un joven. Ni una sola canaaparece entre tus cabellos. Representasla flor de tu raza, Myrddin. Da gracias aDios por tu larga vida, hijo. Te habendecido a ti entre todos los hombres.

—¿Qué consuelo existe en un donque no puedo compartir? —inquirí con

seriedad—. Desearía hacerlo contigo,Dafyd. Tú lo mereces mucho más queyo.

—¿No he recibido yo también mibendición? Estoy muy satisfecho con miedad, Myrddin, no temas. Me sientocontento; no te apenes por mí, y nodesprecies lo que se te ha otorgado. ElAltísimo te ha distinguido con unpropósito. Agradece estar hecho de unmaterial tan resistente.

—Lo intentaré.—No te, resistas, —se volvió e

indicó una silla—. Ahora siéntate ycuéntame lo que te ha sucedido desde laúltima vez que te vi.

Lancé una carcajada.—¡Eso me llevará tantos años como

los que hemos estado separados!—Entonces será mejor que empieces

enseguida. —Se acomodó en el borde dela cama y cruzó las manos sobre suregazo.

Mi relato se inició con la muerte deGanieda y siguió con todos losacontecimientos posteriores: el vacío enmi vida, aquel terrible desperdicio, losaños de derrota y sufrimiento. Elcuadrado de luz ambarina se deslizósuavemente por el suelo hasta subir porla pared opuesta mientras yo hablaba. Lehablé de Vortigern, del que ya conocía

muchas de sus acciones; de Aurelius, elnuevo Supremo Monarca, y de Uther, suhermano, el jefe guerrero.

Absorbía cada una de mis palabrascomo un niño que escuchara una historiaterrible y fascinante. Sin duda, habríacontinuado, lleno de asombro, sentadoen el borde de la cama, si Gwythelyn nohubiera venido a llamar suavemente conlos nudillos a la puerta para sacar aDafyd de su ensueño e invitarnos a lamesa.

—Va a servirse la cena —nosinformó—. He preparado un lugarespecial para ambos.

—Seguiremos con tu relato más

tarde —afirmó Dafyd, al tiempo que seincorporaba despacio—. Me esperanpara bendecir la comida. Ven,reunámonos con los demás. Aunque miapetito ha decaído bastante, esta nocheme siento hambriento. ¿Lo ves? Sólo elverte me estimula.

—Me alegra oírte decir esto —repuse, mientras le tomaba del brazo.No obstante, no precisaba de mi ayuda,porque donde yo esperaba huesos ycarnes flojas, mi mano rodeaba músculofirme. Tampoco arrastraba los piescomo los ancianos, sino que andabaerguido y con vigor.

Comió con animación; disfrutaba de

la comida y comentaba una y otra vezque mi llegada suponía un bálsamo paraél. Resultaba evidente que agradecía laatención que yo recibía.

—No debes culparles por mirarteasí. Jamás han visto a uno de los SeresFantásticos, Myrddin, pero os conocende oídas. Todo el mundo ha escuchadoel nombre de Emrys. Además, estás a laaltura de tu leyenda, hijo. De tu porteemana grandeza.

El mismo Gwythelyn nos sirvió,supongo que para poder estar cerca yatender a nuestra conversación. Pelleasse sentó con nosotros, pero no pronuncióuna sola palabra, pues no quería

entrometerse en nuestros asuntos.Cuando la cena terminó, Dafyd se pusoen pie y, tras tomar el libro sagrado queuno de los hermanos le entregaba,empezó a leer un pasaje. Los monjes,sentados todavía ante la mesa, con lacabeza inclinada, prestaron atención.

Alabemos al Señor,Alabemos al Señor que está en

las alturas,alabémosle en las mansiones de

la Luz.Alabadle, todos sus ángeles,alabadle todos vosotros,

habitantes de las alturas.

Alabadle, Sol y Luna,alabadle también vosotras,

brillantes estrellas.Alabadle vosotros que estáis en

los reinos celestialesy vosotras, aguas de los cielos.Que todos honren el nombre del

Señor,porque Él habló y todo fue

creado.Colocó a cada uno en su lugar

por los siglos de los siglos;promulgó un decreto que jamás

expirará.

Alabad al Señor desde la Tierra,

vosotros, dragones, y todas lasprofundidades marinas,

rayo y granizo, nieve y nubes,vientos de tormenta que

respondéis a sus órdenes,grandes montañas y todas las

hermosas colinas,árboles frutales y cedros,bestias salvajes y ganado,criaturas que se arrastran y

aves voladoras,reyes de la Tierra y de todas las

naciones,jefes guerreros y monarcas de

todo el mundo,jóvenes y doncellas,

ancianos y niños.

Que todos alaben el nombre delSeñor,

porque sólo Él es digno degloria;

su magnificencia se halla porencima de la Tierra y el cielo.

Para su pueblo ha levantado aun rey,

elogio de todos sus santos…

Dafyd hizo una pausa, pasó las páginas yleyó de nuevo:

—Pero el padre dijo a sussirvientes: «¡Deprisa! Buscad la mejor

túnica y ponédsela; y colocad un anilloen su dedo, y zapatos en sus pies. Traedal becerro cebado y matadlo; nos locomeremos para celebrar…».

Aquí se detuvo y cerró el libroreverenciado. Con sus ojos fijos en mí,terminó el texto:

—«… Porque éste, mi hijo, estabamuerto y ahora vive de nuevo; estabaperdido y ha sido hallado. Y, de estemodo, empezaron a conmemorar suretorno».

Se llevó el libro sagrado a loslabios y lo besó; después añadió:

—Que el Señor bendiga la lecturade Su Palabra.

—Que el Señor bendiga a los queescuchan Su Palabra —respondieron losmonjes.

—Me siento feliz esta noche porquemi amigo, largo tiempo lejos de mí, haregresado. —Se volvió y colocó unamano sobre mi hombro—. Mi hijo, miespíritu, ha vuelto. Grande es mi alegría,grande la bendición que hoy ha recibidomi corazón. —Levantó una manoadmonitoria ante los que le observaban—. Esta noche, antes de que cerréis losojos para dormir, me gustaría quemeditaseis sobre el misterio del amorhumano como un reflejo del amordivino.

Entonces les dio la bendición y lesenvió a descansar. Los hermanossalieron en tropel de la sala, y cada uno,individualmente, se alejó en busca de unlugar solitario en el que orar según erasu costumbre. El obispo Dafyd y yo nosquedamos en la sala; se habían colocadounas sillas delante del hogar paranosotros, ya que la noche era fresca;mientras nos acomodábamos delante delfuego, nos trajeron vino calienteespeciado en unas copas de madera.

—Bien, Myrddin, ¿qué es lo que teha traído aquí? —preguntó Dafydcuando hubimos tomado unos sorbos devino.

—¿Crees que existe otro motivoademás del deseo de ver a mi amigo?

—Sería suficiente en un serordinario, pero tú, Myrddin Emrys, eresuna criatura especial. Tu vida no tepertenece, ya lo sabes; sirves al reino, ysus necesidades y las tuyas seidentifican.

Me miró por encima de su copa, conlos ojos brillantes bajo la luz de lasllamas como los de un chiquillotravieso.

—¿Te asombra mi comentario? Puesagregaré que no descansarás hasta queeste reino esté unido y en paz.

—Ésa representa una dura profecía

—repliqué, aunque tuve unapremonición de los años de agitaciónque se extendían ante mí.

Sonrió.—Bueno, a lo mejor Nuestro Señor

Jesús pacificará esta tierra rápidamente.—Bebió de nuevo y aguardó a que yohablara.

Vacié la copa y la deposité sobre elhogar.

—Preguntas qué es lo que me haconducido hasta aquí. Dos cuestiones,ambas urgentes. La primera, quesencillamente deseaba estar a tu lado. Esverdad que sirvo a la Isla de losPoderosos y que mi vida está sujeta a

una serie de obligaciones, y que Jesússabe que llevo ese deber como unacarga; pero, en cuanto dispuse de unmomento para mí, me he dirigido a tuencuentro.

—No te regañaba, sino que te heabierto mi corazón, eso es todo.

—Realmente necesitaba esaspalabras —le aseguré—. Mas nuestraconversación me conduce al segundomotivo de mi visita: el SupremoMonarca.

—¿Es un hombre digno?—En efecto. Cuanto más le conozco,

más siento que Dios le ha enviado.—Al igual que a ti. —Dafyd se

recostó en su silla. La luz de las llamas,que jugueteaba en sus facciones, le dabaun aspecto insustancial, como siestuviera hecho de un material másdelicado y a la vez más efímero; parecíaun ser pasajero, y comprendí que nopermanecería mucho tiempo en el mundode los hombres.

Debí de observarle fijamente,porque añadió:

—Oh sí, el Campeón. ¿Por qué memiras así? Hafgan siempre lo mantuvo.

El recuerdo acudió a mí cual untorrente: Hafgan de pie junto a unmuchacho tembloroso, llamaba a laSabia Hermandad para que fuera su

testigo con estas palabras: Ante vosotrostenéis a aquel cuya llegada hemosesperado durante mucho tiempo, elCampeón que presentará batalla a lasTinieblas al mando de las huestesguerreras…

—¡Ah, Hafgan! —exclamaba Dafyd—. Su nombre no había salido de mislabios desde hace muchos años. Esehombre poseía un gran espíritu,Myrddin; un espíritu ciertamentemagnífico. ¡Las discusiones quesosteníamos! Que Jesús le bendiga. ¡Quéreunión va a ser!

El buen obispo lo comentó como sisencillamente fuera a pasar un día

alejado para visitar a su amigo. Quizásésa era su opinión.

—¿Qué sabes del Campeón? —pregunté con suavidad—. ¿Qué puedesdecirme?

—¿Qué te puedo decir sobre elCampeón? —repitió—. Que será unhombre que salvará a los britones;llegará cuando más le necesitemos ygobernará con honradez y justicia. —Seinterrumpió y me miró inquisitivo—.¿Sugieres que Hafgan se equivocaba?

Suspiré y sacudí la cabeza.—No puedo afirmarlo con

seguridad. Hafgan creía en esepersonaje: podría ser que viera en mí lo

que deseaba, o quizá vislumbró a otro através de mí.

—Myrddin —la voz de Dafyd erasuave y consoladora como una madreque acunara a su hijo—, ¿has perdido tucamino?

Reflexioné sobre su pregunta. Elfuego chisporroteaba en el hogar alestallar las nudosidades de las ramas depino y lanzaba miles de chispas anuestros pies. ¿Ya no podía discernir mimisión? ¿Era ése el origen de miconfusión? Hasta aquel mismo instantejamás había dudado…

—No —respondí al fin—. No heextraviado mis pasos. No obstante,

sucede que existen tantos caminosabiertos ante mí que a veces la elecciónse hace difícil. Decidirse por uno esabandonar otro. Jamás pensé que seríatan arduo.

—Ahora ya lo has experimentado —repuso Dafyd con calma—. Cuanto máselevados sean el objetivo y la ilusión deun hombre, más opciones se lepresentan. Ésa constituye nuestraprincipal tarea dentro de la creación:decidir. Y nuestras decisiones quedantejidas en el hilo del tiempo y del serpara siempre. Por lo tanto, aunque consensatez, debes escoger.

¡Luz Omnipotente, ayúdame! Sin ti

estoy ciego.—Bueno, ya he hablado

suficientemente —declaró Dafyd, y serecostó una vez más—. Te referías alSupremo Monarca.

—Aurelius, sí, pese a que aún tieneque tomar posesión del trono. No sécómo recibió Vortigern la corona, pero,en la antigüedad, el jefe guerrero recibíala bendición del druida del clan, ypensé…

—Quieres que consagre a este reyigual que lo hice contigo. —Dafydcalculó las implicaciones al instante, yla idea le entusiasmó—. Myrddin, tumente demuestra una aguda inteligencia

—aprobó—. Desde luego, actuaré comoel druida que deseas, si bien tú podríasllevarlo a cabo perfectamente. ¿Cuándovendrá?

—Se dirige a Londinium —repuse—. Allí coronaron a su padre.

—Hay una iglesia en Londinium, yun obispo, Urbanus. Le conozco bien; esun celoso servidor de Nuestro Señor.

—Sin duda, servirá estupendamente—afirmé sin convicción.

Leyó en mi expresión y siguió:—Pero, puesto que Aurelius

necesitará la ayuda continuada de losreyes occidentales, supondría unrefuerzo a ese apoyo y Tewdrig se

sentiría más orgulloso si su propioobispo consagrara a este nuevo rey.

—No sólo Tewdrig.—Sí, lo comprendo y estoy de

acuerdo. Muy bien, iremos eintentaremos coronarle de la forma másadecuada. ¿Aurelius es cristiano?

—Está dispuesto a convertirse.—Lo que constituye media batalla

ganada. Como el mismo Jesús dijo:«Aquél que no está en contra nuestra,está con nosotros». ¿Eh? Si Aurelius nose opone a nuestra fe, acudiremos. Meagradará este viaje, y a Urbanus no leimportará mi aparición; tendrá en cuentamis muchos años y me concederá ese

favor.—Gracias, Dafyd.Se levantó despacio y se acercó para

colocar sus manos sobre mi cabeza.—Siempre te he llevado en mi

corazón, hijo bienamado. Pero prontollegará el momento en que debascontinuar tu camino solo. Sé fuerte,Myrddin. Encarna nuestras esperanzas.La gente volverá los ojos hacia ti,creerán en ti y te seguirán, aunque temoque la iglesia no te lo agradecerá. Sinembargo, recuerda siempre que estainstitución está compuesta por hombres,y éstos pueden sentir celos de losfavores de otro. No los odies por ello.

Tomó mis manos y me obligó alevantarme de la silla.

—Arrodíllate —pidió—, y permiteque este anciano te conceda subendición.

Le obedecí, y, junto al fuego, Dafyd,obispo de Llandaff, renovó la bendiciónque me había dado mucho tiempo atrás.

L7

ondinium había cambiado muchocon los años. A pesar de que nunca

había constituido más que un amplioespacio junto al río Thamesis, un escasonúmero de cabañas de barro y paja ycercados para el ganado, los romanos laescogieron para edificar en ella suciudad principal. La razón estabafundada en que el río era lo bastanteprofundo para permitir que sus barcosde tropas llegaran hasta el interior y, ala vez, poco profundo para podercruzarlo sin demasiadas dificultades.Durante generaciones, la principal

gloria de la villa consistió en losenormes muelles construidos por losingenieros romanos y mantenidos, conmayor o menor celo, desde entonces.

Aunque un buen día los barcos contropas dejaron de llegar, la ciudadcontinuó como el centro del poderimperial en la isla; con el tiempoadquirió no sólo una fortaleza, que en laprimera época abarcaba la totalidad deLondinium, sino también una residenciadel gobernador, un estadio, baños,templos, mercados, almacenes, edificiospúblicos de diversas clases, una arena yun teatro, además de ampliar su enormepuerto. En épocas posteriores se levantó

una muralla de piedra alrededor de superímetro; para entonces la ciudad yaera un extenso y bullicioso engendro decalles atestadas y casas, posadas ytiendas de comerciantes, construidasunas pegadas a las otras.

La residencia del gobernador seconvirtió en un palacio, se le añadieronun foro y una basílica y, de esta forma,quedó asegurado el futuro de la ciudad.A partir de entonces, cualquier britónque deseara impresionar a la MadreRoma debía ganarse primero aLondinium. En resumen, para losbritones, Londinium era Roma.Realmente representaba lo más

aproximado a la urbe que llegaron aconocer muchos ciudadanos celtas y, poreste motivo, la villa, a pesar de lasuciedad, el ruido y la miseria,descansaba bajo la dorada puesta de solde Roma y mantuvo por siempre sugloria.

Constantino había venido aLondinium como Emperador deOccidente y primer Supremo Monarcade los britones. Por lo tanto, Aureliushabía acudido al mismo lugar a recibirla corona de su progenitor; trataba deidentificarse con su padre y a través deél con Roma.

Su decisión resultaba necesaria y, en

cierta forma, sensata: quedaban todavíamuchos hombres de posición einfluencia que consideraban que ser a untiempo vasallos y miembros del Imperioera esencial para gobernaradecuadamente Britania. El que lascircunstancias hubieran dejado obsoletoeste arcaico requisito, jamás se leshabía ocurrido. Estaban hechos de untemple más antiguo: civilizados,refinados, urbanos.

No les importaba en absoluto que lamisma Roma se hubiera convertido enpoco más que un apartado lugarprovinciano, sus antaño soberbiasresidencias en tugurios, su noble

Coliseo en un osario, su majestuosoSenado en un centro de reunión dechacales y su palacio imperial en unburdel.

Sin embargo, los hombres quepensaban de esta forma eran poderosos,y cualquier Supremo Monarca quequisiera poseer el título junto con lacorona debía ser reconocido poraquellas inamovibles criaturassofisticadas de Londinium; de locontrario, se le consideraría por siempreun usurpador o algo peor, y se veríaprivado de los considerables recursosde la ciudad.

Aurelius lo comprendía; Vortigern,

para su desgracia, nunca lo había hecho,pues si se hubiera ganado a Londinium,quizá no se habría visto nunca obligadoa la terrible exigencia de aceptar aHengist y sus hordas. Mas, su orgullo ysu vanidad le hicieron creer que podríagobernar sin la bendición del pueblo.

Debe añadirse que la ciudad seconsideraba a sí misma por encima delos insignificantes asuntos de Britania,o, más exactamente, los asuntos deLondinium eran los únicos importantespara Britania. Pese a representar unpunto de vista imperfecto, Vortigern seatrevió a ignorarlo, y puso en peligro atodo el país.

¡Estúpidos! Se ahogaban en supropia estulticia. Hablaban sin cesar delImperio y de la Pax Romana mientraslos harapientos restos de ese Imperio sedesmoronaban a su alrededor y lapalabra paz se vaciaba de significado.Eran hombres sin seso que jugaban a lapolítica mientras el mundo seprecipitaba de cabeza hacia sudestrucción.

De todas formas, Aurelius no teníala menor intención de repetir el error desu antecesor. Cumpliría lasformalidades; buscaría granjearse laamistad de los orgullosos ciudadanos dela engreída Londinium. A cambio,

recibiría su aceptación, y podría seguircon su tarea de salvar el reino.

La simpatía se mantenía del lado deVortigern, pero la inteligencia reconocíaa Aurelius.

Dafyd, Gwythelyn, Pelleas y yollegamos a esta villa junto con unareducida escolta de monjes. Nuestroviaje fue veloz y sin incidentes; sinmolestias recorrimos nuestro trayectopor un territorio que olvidabarápidamente el terror en sus prisas porrecoger la cosecha. Discurría unahermosa época para la recogida: díassoleados y noches frescas. Por lamañana, al despertar, nos

encontrábamos con humeantes arroyos ydensos rocíos; por la noche nossentábamos ante hogueras crepitantescon el aroma de las hojas quemadaspegado a la nariz.

Dafyd continuaba con una saludinmejorable. Aunque, según los cálculosde Gwythelyn, hacía bastantes años queel obispo no había montado a caballo,éste no mostró la menor señal deincomodidad. Cabalgaba y descansabaal mismo tiempo que los demás, y no sele oyó una queja. A pesar de que teníabuen cuidado de no exigirle demasiado,parecía no afectarle en absoluto el viaje,y comentaba muy a menudo lo mucho

que le satisfacía volver a divisarpaisajes más amplios.

Cantamos, charlamos, discutimos ydebatimos; la distancia entre Llandaff yLondinium disminuía sin que loadvirtiéramos.

Casi al mediodía de una mañana quese había levantado cubierta por nubesgrises de niebla, y luego se habíanevaporado para dar paso a una blanca yreluciente neblina, Londinium —o CaerLundein, como algunos la llamabanahora— apareció escuálida antenosotros en su llana cuenca junto alsinuoso río. Sobre su vasta extensióncolgaba una mortaja de humo gris

pardusco, e incluso desde lejos pudimospercibir el fétido hedor que emanaba deella. Demasiada gente, demasiadosdeseos en oposición. Mi espíritu sesintió asqueado.

—Aquí hay una iglesia —merecordó Dafyd—, y muchos buenoscristianos. Donde las tinieblas cuentancon mayor expansión y fortaleza, lanecesidad de la luz aumenta; no loolvides.

Aquella ciudad precisaba realmentede su iglesia y de su obispo. Todosaspiramos profundamente antes deseguir adelante. Se nos impidió el pasoal llegar ante la enorme puerta de hierro

de la entrada. Estimé que no existíaninguna razón para tal precaución. ¡Losidiotas que guardaban la puerta podíanapreciar que no éramos merodeadoressaecsen!

Sin embargo, constituía una señal dela arrogancia de este lugar considerarcomo sospechosa a toda persona que nose hallara dentro de sus murallas. Porúltimo, se nos dejó entrar y llevar acabo nuestro propósito.

Las calles aparecían atestadas degente y animales que, por lo visto,vagaban a su entera voluntad por todaspartes. El estruendo era horroroso. Loscomerciantes ofrecían sus mercancías de

la manera más indecorosa, el ganadomugía, los perros ladraban, losmendigos salmodiaban y mujerespintarrajeadas se nos ofrecían paradarnos placer. Se veían hombres quereñían por doquier; gritaban, peleaban ycontendían en mil y una formasdiferentes sobre las losas del suelotapadas de basura y excrementos.

—Si viviera en este lugar —observóPelleas en voz alta—, ensordeceríaantes de que llegara el invierno.

—¡Si no morías antes! —añadióGwythelyn con voz siniestra, expresandocon palabras mi pensamiento.

El lugar carecía de calificativos,

pero a la vez estaba poseído por unaperversa energía que no dejaba de serestimulante. Londinium constituía unreino en sí mismo, y empecé a percibiralgo de su mortífera atracción. Loshombres débiles sucumbirían sinresistirse a sus atractivos y encantos;hombres más duros se verían atrapadospor la magnífica e imponenteperspectiva de poder. Incluso espírituscautelosos podrían tropezar y perecer,no por falta de vigilancia, sino quizá porausencia de entereza. El Enemigo poseíaaquí tantas estrategias y armas, quetodos, excepto los más poderosos, alfinal debían de sentirse derrotados en

una u otra forma.Hasta ahora, no observaba la menor

evidencia de la Luz que Dafydproclamaba, y a pesar de que sé que a laLuz se la encuentra siempre en loslugares más insospechados, después detodo, no estaría equivocado.

Dafyd parecía el único a quien no leimportaban el hedor y el ruido. Locontemplaba todo con semblantebeatífico, con la gracia peculiar de unsanto que se moviera en un mundo ensombras que ni reconoce ni comprende asus auténticos señores.

Acaso era yo el que tenía elconocimiento embotado. Admito que

jamás he amado las ciudades, debido aque la mayor parte de mi vida hatranscurrido en inmediata comunión conel sol y el viento, las rocas y el agua, lahoja y la rama, la tierra, el cielo, el mary las colinas. Me resultaba difícil captarlas sutiles expresiones de bondad queDafyd parecía descubrir. Es posible quecareciera de la generosidad del perdónque lo caracterizaba.

Cabalgamos directo al palacio delgobernador, un impresionante edificioque se alzaba por encima de los tejadosde las casas más altas de la ciudad enesplendorosas columnatas; no obstante,su esplendor aparecía bastante

deslucido.Allí esperábamos encontrar a

Aurelius. Por el contrario, topamos conuna muchedumbre.

Toda la confusión que hasta entonceshabíamos hallado no podía igualar, nisiquiera compararse, al caos que sepresentó ante nuestros ojos cuandopenetramos en el patio interior delpalacio, un recinto cuadradoembaldosado en rojo y repleto depersonas furibundas. Muchos ibanvestidos según la forma arcaica; no sólolucían ropas romanas, sino queintentaban imitar a los habitantes de lagran urbe. Llamaban a gritos al

gobernador para que saliese al patio ahablar con ellos sobre algún asunto,cuya naturaleza no pude discernir.

La muchedumbre elevaba sus gritosen dirección a un balcón que daba sobreel patio, pero éste estaba vacío, y lapuerta que conducía a él permanecíacerrada. Desde luego, no divisamos aAurelius por ninguna parte, ni tampocose veía rastro de su ejército.

—¿Qué haremos, señor? —preguntóPelleas—. Me temo que aquí pronto va aproducirse un motín. ¿Mi señor…?

Oí su voz, pero me fue imposiblecontestarle. Mis miembros se quedaronrígidos, como atenazados por un frío

repentino e inexplicable. Laamenazadora violencia del gentío meparalizaba, y sus gritos me impedíanmoverme. Un fuerte awen se habíaapoderado de mí.

El bullicio resonó por elenclaustrado patio, y sus voces seconvirtieron en una sola; una sonora vozuniversal que pronunciaba una únicapalabra: ¡Arturo!… ¡Arturo!…¡ARTURO!

Levanté los ojos al cielo ycontemplé una enorme nube púrpura quese extendía sobre la ciudad, como unacapa imperial, muy gastada y raída,ondeando a causa del viento que

envolvía la tormenta que se acercaba.Cuando bajé la vista, la gente había

desaparecido y el patio se hallabavacío. Las hojas secas se arrastraban,empujadas por el aire, por entre loshuecos llenos de maleza. El techo delpalacio se había hundido, sus tejas rotasse desperdigaban por el suelo. El vientosusurraba a través de los espaciosdesiertos: Arturo… Arturo…

Apareció una mujer vestida con unalarga prenda blanca, del tipo con que amenudo se entierra a las damas de lanobleza. Su piel mostraba la palidez dela muerte, y sus ojos se mostrabanhundidos y enrojecidos, como si

estuviera enferma o hubiese lloradomucho.

Se me acercó con paso decididosobre el resquebrajado pavimento,mientras el viento arremolinaba laslargas ropas contra sus piernas, y echabahacia adelante sus negras trenzas. Alzólas manos hacia mí y vi que sosteníaalgo en ellas: una espada espléndida,rota ahora, partida por un poderosogolpe; de aquella arma destrozadagoteaba sangre.

La mujer de negros cabellos sedetuvo ante mí y me la mostró.

—Sálvanos, Merlín —susurró, convoz áspera por el llanto—. Cúranos.

Estiré la mano para tomar la espada,pero ella la dejó caer y se estrellócontra el suelo de baldosas. En su pomoobservé la joya imperial: la amatistatallada en forma de águila de MagnusMaximus.

Entonces el awen se extinguió. Sentíque alguien me tocaba el brazo ydescubrí que podía moverme de nuevo.Me volví. Pelleas me miraba conatención; su frente se arrugaba en unaexpresión preocupada.

—¿Lord Myrddin?Me pasé una mano por delante de los

ojos.—¿Qué sucede, Pelleas?

—¿Os encontráis bien? Oscomentaba que me temo que esta turbase amotinará de un momento a otro.

—No podríamos evitarlo —repuse,y paseé la mirada rápidamente a mialrededor. La muchedumbre seguíadelante de nosotros, y sus gritos seencendían, cada vez más enojados—.Creo que si queremos encontrar aAurelius, debemos buscar en otra parte.

—Si no se halla en el palacio —especuló Dafyd—, entonces estará en laiglesia.

—De cualquier modo, vayamos allí—apremió Gwythelyn. Los monjes quenos rodeaban expresaron su aprobación.

Aunque se habían convertido enhombres santos, la mayoría de elloshabían sido avezados guerreros y, de sernecesario, podían arreglárselas muybien en una pelea. No obstante, preferíanevitar confrontaciones, a menos quefueran del todo indispensables; por esemotivo, se mostraban ansiosos porabandonar el palacio del gobernador yacogerse en la paz de la iglesia.

—Muy bien —asentí—, si no estáallí, quizá podamos averiguar algo sobreél.

La iglesia estaba próxima al palacio,

aunque tuvimos que preguntar a variostranseúntes antes de encontrarla, puesnadie parecía poder localizarla. No eraun gran edificio, pero sí lo bastante parasus propósitos; una extensa parcela deterreno llena de árboles, ciruelos ymanzanos en su mayoría, además deunos pocos perales, lo rodeaba. Laconstrucción, de barro y madera,aparecía totalmente encalada; sublancura centelleaba bajo los rayos delsol. Resultaba un lugar acogedor, perodel todo ilógico comparado con losedificios próximos, que se apiñabancontra ella como si ansiaran apoderarsede su elegante terreno arbolado. La

iglesia parecía completamenteinadecuada y absurda allí.

De igual modo desentonaban lashileras de caballos y los guerrerosrepantigados bajo los árboles frutales.Éstos se pusieron en pie de un saltocuando penetramos en el recinto; alguiengritó en señal de aviso:

—¡Lord Myrddin está aquí! ¡LordEmrys!

Se aguardaba nuestra llegada. Varioshombres corrieron a nuestro encuentro;dejamos los caballos a su cuidado y nossentimos aliviados al abandonar por finla silla. Dafyd y Gwythelyn se dirigieronde inmediato hacia la iglesia. Pelleas y

yo los seguimos, mientras los monjes sequedaban rezagados para hablar con lossoldados, algunos de los cuales —deduje— deberían ser parientes.

El interior era mucho mayor de loque podía esperarse desde fuera, pues sehabía excavado el suelo y se le habíabajado su nivel. Descendimos variospeldaños de piedra hasta el suelo desuntuoso mosaico. Había candelabroscon velas encendidas alrededor de laenorme y oscura habitación, queaparecía como un fresco refugio delcaluroso y brillante día exterior. Sinembargo, se percibía una inciertasensación sepulcral.

Urbanus en persona vino arecibirnos; era evidente que nosaguardaba. Hizo una rápida inclinaciónante Dafyd. Después los dos obispos sesaludaron con un beso e intercambiaronunas breves palabras sobre el viajemientras Pelleas y yo observábamos.Tan pronto como finalizaron los saludosprotocolarios, Urbanus se volvió haciamí y me tomó ambas manos.

Era un hombre de altura regular, conla cabeza oblonga de un eruditoabovedada y cubierta de cabellososcuros que empezaban a escasear en lacoronilla; su piel, de color cetrino,delataba al hombre que transcurría sus

días alejado del sol. Por otra parte, suslargos dedos mostraban manchas detinta.

—Lord Merlinus —exclamó, con laforma latina de mi nombre—. Me sientomuy feliz de que hayáis venido. —Noobstante, su expresión era más de alivioque de alegría—. Aurelianus estará muycontento de veros.

—¿Está el Supremo Monarca aquí?—En este momento no, pero

regresará pronto. Si queréis esperarloaquí… —el clérigo titubeó.

—¿Sí?—Me ha pedido que me cuide de

acomodaros hasta su retorno.

—¿Dónde está Aurelius? ¿Quésucede?

Urbanus lanzó una veloz mirada aDafyd, como si su superior espiritualdebiera contestar por él, mas Dafyd selimitó a contemplarlo benignamente.

—Apenas si sé por dónde empezar—suspiró Urbanus.

Resultaba evidente que estaba pocoacostumbrado a los problemas; sólo sumención lo alteraba por completo. Noquise facilitarle su tarea.

—Explicádnoslo de inmediato.—En realidad, no lo comprendo

todo —aclaró, con una demostración dehumildad—; sin duda los guerreros del

exterior podrán daros más detalles, peroAureliano tiene algún problema con la…¡ah!, coronación. Acudió al palacio delgobernador y creo que se lo admitió contoda cordialidad. Permaneció en aquellugar un día y una noche y luego salió dela ciudad para ocuparse de sus tropas.Cuando regresó, acompañado de susreyes, el gobernador se negó a recibirlode nuevo.

—¿Ha echado a Aurelius? —sesorprendió Dafyd.

—¿Por qué? —la voz de Gwythelynsonó como un eco de la del ancianoobispo.

Urbanus sacudió la cabeza con

perplejidad.—Desconozco el motivo. Incluso,

dudo de que Aurelianus lo sepa.Regresó furioso y lívido. Uther loacompañaba; conversaron en mi celda,mientras su escolta esperaba afuera.Cuando salieron, Uther preguntó sipodía dejar a algunos de sus hombresaquí. Desde luego, no tuve ningunaobjeción. Aurelianus me pidió que sivos llegabais mientras él estaba ausente,os rogara que le esperaseis aquí, y queos comunicara que volvería pronto.

—¿Cuándo sucedió eso? —inquirí.—Anteayer —replicó Urbanus, y

añadió—: Ignoro lo que ha sucedido,

pero la atmósfera de la ciudad haempeorado desde que llegó.

—Hemos visto a la muchedumbreque se congrega ante el palacio delgobernador —declaró Gwythelyn, yempezó a contar sus impresiones; tras suexplicación, los tres sacerdotes sepusieron a conversar sobre la situaciónreinante.

Pelleas se volvió hacia mí.—No me gusta este giro de los

acontecimientos. ¿Qué significa?—Durante el tiempo que medió entre

la salida de Aurelius de la ciudad y suregreso, ocurrió algo que convirtió algobernador en su enemigo. Aunque no sé

la causa, presiento que carece deimportancia. Supongo que Aurelius se haido a reunir con sus reyes, y regresarácon una demostración de poder.

—¿Habrá lucha?—A menos que podamos evitarla —

afirmé—. De todas formas, no creo queresulte beneficioso que nuestro SupremoMonarca inicie su reinado con elexterminio de los ciudadanos deLondinium.

E8

ntre los guerreros que se hallabantumbados en el exterior,

encontramos a uno que había habladocon Uther justo antes de que él yAurelius marcharan.

—¿Adónde ha ido Lord Aurelius?—pregunté al soldado. Éste seincorporó de un salto y se quitó unabrizna de hierba de entre los dientes.

—Lord Emrys —dijoatropelladamente—, sólo estaba…

—No importa. ¿Dónde estáAurelius? —le pregunté de nuevo,ahorrándole sus explicaciones.

—Ha abandonado la ciudad —merespondió.

—Eso resulta evidente.—Mi señor el duque dijo que

debíamos esperar aquí a que regresaran.Quería gente dentro de las murallas porsi surgían problemas. Eso es lo que dijo.Debíamos esperar aquí y…

La paciencia se me agotabarápidamente.

—¿Adónde iba?—No lo dijo, mi señor.—Quizá no. Pero tú te has formado

una opinión, ¿no es así? ¡Piensa! Esimportante.

—Bueno —repuso con lentitud—, se

me ocurrió que regresaban alcampamento. Acampamos el ejército amediodía, camino de Londinium. El reyno quería abrumar a la ciudad.

—Sí, y se encontró con elgobernador. ¿Qué sucedió?

—Nada que os pueda contar.Estuvimos en el palacio durante un día yluego regresamos al campamento.

—¿Iba todo bien en el campamento?—No tan bien como debiera —

admitió el soldado—. Algunos de losseñores habían marchado y se habíanllevado con ellos a sus hombres.

—¿Y en la ciudad? ¿Qué sucediócuando regresó Aurelius?

El guerrero se encogió de hombros.—Nada que yo sepa —dijo.—Nada… y sin embargo el

gobernador se había vuelto en contra deAurelius.

—Así es, Lord Emrys. De hecho, esasí.

Por fin empezaba a comprender losucedido: Aurelius, exuberante trassalvar el reino, prefiere abstenerse depenetrar en Londinium en cabalgatatriunfal. Adopta un porte más humilde yllega a la ciudad para presentarse ante elgobernador y determinar cómo lorecibirá la ciudad. Más calmo, regresajunto a sus señores, quizá con la idea de

entrar con todo su ejército con labendición del gobernador. Sin embargo,las cosas empiezan a salir mal. Cuandollega al campamento, se encuentra conque varios señores lo han abandonado, oasí es como él lo ve, tanto si éstosintentaron una ofensa como si no.Entretanto, varios de los poderosos einfluyentes ciudadanos de Londiniumhan tenido tiempo de cambiar de ideasobre Aurelius y, al parecer, lo quedeciden no es muy halagador: Se llamaa sí mismo Supremo Monarca, ¿perodónde está su ejército? ¿Dónde estánsus señores y jefes ¡No es un rey! Estoo algo parecido es lo que debieron

decir.Extienden esta calumnia e incitan al

pueblo, el cual se presenta ante elgobernador con su petición contra estejoven impertinente. Y el gobernador,que no debe ninguna lealtad a Aurelius,le retira su apoyo.

Pobre Aurelius. Él, que merece porderecho una bienvenida digna de unhéroe, regresa para descubrir que se haconvertido en persona non grata.Ultrajado, se pone en marcha para reunirde nuevo a sus señores y marchar sobrela ciudad, con la idea de tomarla por lafuerza si es necesario. No hace faltadecir que los ciudadanos, asustados ante

la cólera del joven guerrero, caen sobreel gobernador para exigirle seguridad yprotección; para reclamar que se tomealguna acción contra este advenedizoSupremo Monarca.

Así es, a grandes rasgos, comoestaban las cosas.

El soldado seguía frente a mí,contemplándome. Me di cuenta de queya no obtendría nada más de él; Aureliusno le había confiado nada. Obtuve lalocalización del campamento, le di lasgracias y lo dejé cumpliendo con susdeberes. Por mi parte, regresé junto aGwythelyn y le pedí que aguardara conDafyd; les advertí que, por su propia

seguridad, debían permanecer en laiglesia con los guerreros. No habíaforma de saber qué eran capaces dehacer los ciudadanos de Londinium si selos incitaba.

Pelleas y yo montamos a caballoenseguida y salimos en busca deAurelius. No habíamos encontrado elcampamento en nuestra ruta haciaLondinium porque habíamos venido porel norte; pero las indicaciones delsoldado demostraron ser exactas, y loencontramos cuando el sol prolongabaya nuestras sombras por detrás denosotros.

Vi de inmediato el motivo de la furia

de Aurelius, y no lo culpé. Porque delenorme ejército que había mandado,ahora no quedaban más que algunosgrupos y sus señores; entre ellosTewdrig, desde luego. Ceredigawn, unode los hijos de Cunnedda, y el grupoarmado de Custennin con el jefeguerrero de su señor seguían allí.

Lo primero que hice fue ir a ver aTewdrig.

No se sentía feliz con aquellasituación y me lo hizo saber sin perderun instante.

—Intenté detenerlos —aseguró—.Pero estaban decididos a marcharse tanpronto como Aurelius saliera para

Londinium. «Hicimos la guerra por él»,dijeron, «¡que se gane la ciudad por sísolo!». Eso es lo que dijeron.

—¡Y añadieron que ya teníanbastante de Supremos Monarcas! —observó Ceredigawn, quien se acercabaa grandes zancadas—. Y yo empiezo aestar de acuerdo con ellos. ¿Hemos deaguardar aquí como criaturas mientraslos adultos se reparten el botín? —Mehabía visto entrar en el campamento yvenía a darme su propia opinión.

—¿Quién ha hecho correr estasvoces entre vosotros? —pregunté.

—En primer lugar, Gorlas de Cerniu—repuso Ceredigawn—. Y algunos

otros.—Amigos de Gorlas —me informó

Tewdrig—. Hubiera podido marchar yotambién…

—Me alegro de que te quedases —me apresuré a decir—. En mi opinión,no te arrepentirás de tu lealtad.

—¿Cómo? —preguntó Tewdrig.Antes de responder, ordené a

Pelleas que trajese a los otros señores yjefes guerreros hasta allí, y cuandoestuvieron todos reunidos, los hicesentar y me dirigí a todos ellos con estaspalabras:

—Nobles señores y compañeros dearmas, acabo de regresar de Londinium

y tengo una idea aproximada de lo queallí sucedió.

—Dínoslo enseguida pues —dijouno de los jefes guerreros—, ya que, amenos que lo hagas, pienso marchar deinmediato. Hay una cosecha que recogerallí donde vivo, y ya llevo demasiadotiempo esperando.

Su ultimátum fue recibido congruñidos de aprobación por parte devarios de los presentes. Había llegadojusto a tiempo: estaban a punto demarchar.

Aspiré con fuerza y empecé:—No sé si lo que tengo que deciros

va a daros lo mismo o no, pero os diré

la verdad: al parecer, para no cometerun error, nuestro joven rey ha cometidootro aún mayor.

—Desde luego —coincidió uno deellos—. Olvidó quiénes son sus amigos.

—Quizás —admití—, pero ésajamás fue su intención. No marchó convosotros hasta Londinium porque…

—¡Lo avergonzábamos! —gritó unode los jefes del norte—. ¡Éramos buenospara luchar por él, pero no para que senos viera en su gran ciudad! —Elhombre escupió en el suelo para darmayor énfasis a sus palabras—. ¡QueMithras acabe conmigo si vuelvo alevantar mi espada otra vez en favor de

Aurelius!Entonces comprendí cómo estaban

en realidad las cosas con ellos.—¡Dejad que Lord Emrys hable! —

exclamó Tewdrig—. Quisiera oír lo quetiene que decir.

—Aurelius no rehusó marchar sobreLondinium con vosotros porque seavergonzara: ¡no lo creáis jamás!; sinoporque no quería parecer arrogante a losojos de los ciudadanos.

—¡Ciudadanos! —escupió de nuevoel jefe guerrero, en una clara muestra delo que pensaba de ellos.

—Aurelius —continué— temía que,si entraba en la ciudad con todos sus

ejércitos, resultaría arrogante y ellovolvería la opinión pública en su contra.Peor aún, habría podido tomarse comoun ataque, y habría habidoderramamiento de sangre. Así que osordenó que esperaseis su vuelta y se fuesolo. Sin embargo, Londinium lo haconsiderado entonces como una personade poca importancia y de todas formasse ha vuelto contra él.

—¿Para qué quiere Londinium? —quiso saber Ceredigawn—. No tiene nirey ni ejército.

—No, pero tiene riqueza y poder.Cualquiera que desee ser SupremoMonarca de esta tierra debe ser

aceptado por Londinium.—¡Vortigern no lo fue jamás! —

gritó alguien. ¡Cuán deprisa olvidaban!—¡Sí, y mirad adonde nos ha

conducido Vortigern! —respondí—. Ésees el error que Aurelius no quisocometer. En contraste con la arroganciade Vortigern, él pensó conquistarLondinium con humildad. Sin embargo,se volvieron igualmente contra él. Muybien. Cuando ahora entre en la ciudad,os querrá a todos a su lado.

Todos permanecieron en silencio,meditando sobre ello. Por fin Tewdrigse levantó de su asiento y anunció:

—Siempre he deseado ver este

prodigio de ciudad, y, ya que estoy tancerca, no pienso irme sin verla.Vayamos con Aurelius y asegurémonosde que nuestro Supremo Monarca recibela consideración debida por parte de esachusma envarada que habita Londinium.

Era todo cuanto los demásnecesitaban escuchar. Se pusieron en piecon un grito aunando sus voces a las deTewdrig, y una paz relativa se adueñóotra vez del campamento.

Cuando Aurelius regresó, a últimashoras de la noche, se encontró con queaún existían un campamento y hombrescon quienes contar.

—¡Gorlas, malditos sean sus huesos!

—Se paseaba nervioso por la tienda,bañado en sudor aún por la cabalgada—. Juraría que lo planeó como venganzaporque dejé a Octa en libertad.

—Cálmate, Aurelie —dijo Uther—.Fui yo quien dejó libre a Octa. Gorlas esuna persona difícil, pero eso es todo.Ésta fue su manera de darse importancia.

Uther tenía una gran facilidad paraleer en las personas de una formadirecta y simple. Había comprendido deverdad cómo era Gorlas.

—Escuchad a vuestro hermano —dije—, si no queréis escucharme a mí.Gorlas no fue el único que malinterpretóvuestras razones para no entrar en

Londinium como un héroe.—¡No hubiera recibido la

bienvenida de un héroe! —gruñóAurelius.

Di media vuelta y me dispuse aabandonar la tienda. Aurelius, alpercatarse, me gritó:

—¿Así que tú también meabandonas, eh, Myrddin? ¡Vete pues!¡Idos todos vosotros!

—¡Myrddin, espera! —Uther vinotras de mí—. Por favor, hemoscabalgado desde el amanecer y no vimosni el menor rastro de Gorlas ni deninguno de los otros.

No te enfades con él.

—No estoy enojado —repuse, y mevolví para mirarlo cara a cara bajo laluz de la luna—. Pero no pienso perderel tiempo en discursos sólo paraescuchar mi propia voz.

—Deja que descanse. Estarádispuesto a escucharte mañana por lamañana.

No regresé a mi tienda, sino que medirigí a un alisal cercano para pensar.Me senté entre los delgados troncos,plateados a la luz de la luna, y escuchéel murmullo del agua de un pequeñoarroyo. Era un lugar tranquilo, y yonecesitaba mucha calma. Ansiabatomarme un respiro de los hombres y sus

vanidosas estratagemas imbuidas dedeseo y ambición, ideadas sinconsideración, sin moderación, sincompasión, sin comprensión.

Los últimos días me habían parecidodiabólicos después de haber disfrutadode la benévola compañía de Dafyd y susmonjes; los celos, la animosidadrencorosa, la mezquindad… Mi espírituse sentía tan asqueado por todo ellocomo si se tratase de una serpientevenenosa.

¡Luz Omnipotente, líbrame de laenemistad de los hombres mezquinos!

O, si no me puedes librar,concédeme las fuerzas necesarias para

derrotarla, y si no para derrotarla, almenos para soportarla. Me conformaríacon eso.

Mientras estaba allí, sentado bajo laluz de la luna, sentí cómo la confusiónde los días pasados empezaba adisgregarse igual que gruesos terronesde polvo bajo la lluvia. Aspiré confuerza aquella calma que emanaba delmundo en silencio que me rodeaba yempecé a ver el camino con mayorclaridad.

Aurelius debía ser reconocido portodos como Supremo Monarca y comorey de los britones. Nadie debíadiscutirle su pretensión al título, y tenía

que quedar bien claro que todos losreyes menores le rendirían pleitesía.Esto era de la mayor importancia. Sipodía conseguirse sin aumentar rencoresy controversias, pues mucho mejor.

Había empezado ya a formarse unplan en mi mente, cuando la Luna sehundió en la lejana línea del horizonte.Entonces me dirigí a mis aposentos,satisfecho de haber encontrado unasolución. Tenía la sensación de acabarde dormirme cuando me despertó la vozde Pelleas:

—Lord Myrddin, el rey pregunta porvos.

Me levanté con un bostezo, me

enjuagué el rostro mientras él sostenía elrecipiente con agua, y salí a ver al rey.

Estaba sentado a su mesa, lacabellera de negros rizos alborotada,una hogaza de pan en la mano. Noparecía que el descanso nocturno lohubiera aplacado. Hizo el gesto deincorporarse cuando yo entré, pero serecordó a sí mismo quién era él y sesentó de nuevo. Me tendió la mitad de lahogaza. Uther estaba sentado ante elextremo de la mesa con airemalhumorado; también a él lo habíansacado de la cama.

—Bien, Sabio Consejero —dijoAurelius—, concédeme el beneficio de

tu sabiduría. ¿Voy a ser SupremoMonarca o ermitaño? ¿Qué he de hacer?

—Seréis Supremo Monarca —lotranquilicé—. Pero no todavía.

—¿No? —Enarcó las cejas—.¿Cuánto deberé esperar?

—Hasta que el tiempo expíe suculpa.

—Habla con claridad, Profeta.¿Cuánto?

Entonces le confié mi plan, y acabépor decir:

—Por lo tanto, enviad al resto de losreyes de regreso a sus reinos. Decidlesque se preparen para rendiros tributo yque esperen vuestra llamada, la cual

recibirán cuando estéis preparado.—¿Cuándo será eso? —Una sonrisa

maliciosa curvó sus labios, alcomprender las implicaciones de mispalabras.

—En la Misa de Navidad.—¡Sí! —Se incorporó con una

exclamación—. ¡Bien pensado,Myrddin!

Uther asintió vagamente.—Está muy bien que los reyes

rindan tributo a Aurelius, pero ¿por quéhemos de esperar hasta el invierno parala coronación? El trono es suyo; debieratomarlo.

Aurelius estaba ahora erguido y muy

excitado.—¿No te das cuenta, hermano?

Londinium tendrá tiempo de dudar deltratamiento que me fue dispensado. Losciudadanos esperarán a que actúe, ymientras aguardan, su temor aumentará.Temerán mi cólera, temerán lo peor. Yentonces, cuando yo llegue, intentaránaplacarme; abrirán las puertas de laciudad de par en par, me prodigaránregalos. En resumen, me darán labienvenida muy contritos, interiormentemuy contentos de que no los destruyacomo se merecen. ¿Me equivoco,Myrddin?

—Ése es el meollo de la cuestión.

—Y en cuanto a los demás reyes, aldejarlos marchar ahora, recupero midignidad.

—Eso es lo fundamental.Uther seguía hecho un mar de

confusiones.—No comprendo nada —confesó.—La mitad de los reyes me ha

abandonado —dijo Aurelius—, y la otramitad piensa que ojalá también ellos lohubieran hecho. —Exageraba, pero nodemasiado—. Muy bien, dejaremos quetodos se vayan. Les haré saber quedeben reunirse conmigo en Londiniumpara celebrar la Misa de Navidad.Vendrán, y los habitantes de Londinium

me verán acompañado de los reyes deBritania ataviados con sus mejoresgalas. ¡Oh, será un espectáculoespléndido!

—Pensarán que eres débil si noactúas ahora.

—No, hermano, es al no hacerlocomo demuestro mi fuerza. Aquél querefrena su mano cuando podría golpear,prueba su auténtico poderío…

No era tan simple como todoaquello, yo lo sabía, pero si era lo queAurelius creía, y lo creía, al final podríaequivaler a lo mismo. Recé por que asífuera. Además, no pensaba que fuese aperder nada por esperar y de este modo

dejar que los señores del paísconsideraran de manera más positiva susjuramentos de fidelidad. Además, losseres molestos como Gorlas y susamigos Morcant, Coledac y Dunautpodrían manejarse con más facilidad deforma individual; solos, sin el apoyo deotros disidentes, sería fácilconvencerlos.

Uther no había abandonado suescepticismo:

—¿Qué haremos mientrasaguardamos? ¿Adónde iremos? ¿Deborecordarte, hermano, que no tenemos niuna teja que podamos llamar nuestra?

—No es una espera tan larga —me

apresuré a decir—. Y no os faltanlugares en los que seríais bienrecibidos. Podríamos regresar a Dyfed,o…

—No —replicó Aurelius confirmeza—, no debe ser bajo lahospitalidad de ninguno de mis reyes.Habrá de ser en algún otro sitio.

—Pero ¿dónde? —inquirió Uther—.No en Londinium, supongo.

—Dejádmelo a mí —interpuse—.Conozco un lugar donde se os recibirácon todo lujo y se os otorgará ladignidad que merece vuestro rango.

Uther se puso en pie. Se sentía felizcon el plan, o al menos feliz de dejar en

reposo el asunto hasta que hubieradesayunado de forma adecuada. Sedespidió y regresó a su tienda; tambiényo me incorporé.

—Merlín —dijo Aurelius. Se acercóy colocó sus manos sobre mis hombros—: Soy tozudo y ansioso, pero tú mesoportas con paciencia. Gracias por tuindulgencia, amigo mío. Gracias tambiénpor honrarme con tu sabiduría.

El Supremo Monarca me abrazócomo a un hermano. Luego salió paradecir a sus señores que debían regresara sus casas y a sus cosechas, que ya losconvocaría para que se reunieran con élen Londinium para la Misa de la

Natividad, cuando sería coronado.—La Misa de la Natividad —se

asombró Ceredigawn—. ¿Cuándo eseso?

—En el solsticio de invierno —respondió Aurelius.

—¿Y adonde iréis ahora, mi señor?—preguntó Tewdrig—. ¿Qué haréis?

—Me marcho con mi prudenteconsejero —respondió Aurelius, y conuna sonrisa cómplice se volvió hacia mí—. Allí velaré en oración y santainstrucción hasta que se me coroneSupremo Monarca.

Esta declaración causó tantoalboroto como si Aurelius hubiera

anunciado que pensaba renunciar altrono y convertirse en monje. Losseñores intercambiaron miradas ycomentaron que jamás se había oídonada parecido, y Aurelius les dejódebatiéndose en su sorpresa.

—Os llamaré cuando el momento seacerque, así podréis prepararos paraacompañarme con la cortesía debida.

Dicho esto, regresó a su tienda,mientras los demás reyes lo mirabanboquiabiertos.

Jamás se le hubiera podido ocurriracto de mayor realeza.

D9

ebiera haber visto con másclaridad. Debiera haber sabido

adonde conducían los acontecimientos.Debiera haber reconocido la forma enque se iba a desarrollar el futuro. Mivisión era lo bastante nítida. Debierahaberlo sabido para proteger a Aurelius.Por encima de todo, hubiera debidoreconocer la invisible mano de Morgianafanosa por modelar el mundo a suvoluntad. Todo esto hubiera debidosaberlo y verlo.

Hubiera debido… Palabras vacías,inútiles. Cómo se adhieren amargas a mi

lengua. Pronunciarlas es sentir en laboca sabor a bilis y a ceniza. Pues bien,es a mí a quien hay que culpar.

Aurelius se sentía tan feliz, tanseguro… Y yo estaba tan satisfecho depoder pasar una temporada en laresidencia de Avallach; de ver a Charisde nuevo, quien no pensaba más allá deldía presente. Puesto que no temía nada,dejé que el tiempo siguiera su curso. Ésefue mi error.

La verdad es que temía a Morgian yesto constituyó mi punto flaco.

Nada más abandonar Londinium,

cabalgamos en dirección a YnysAvallach, a la antaño misteriosa Isla deCristal, al palacio de Avallach. Durantelos altos en el trayecto, se nos recibió entodas partes con grandes aclamaciones;la noticia de la derrota de Hengist habíaimpregnado incluso el paisaje, y se nosdaba la bienvenida por doquier.

Gwythelyn y los monjes sesepararon de nosotros en Aquae Sulis,pero persuadí a Dafyd para quecontinuase con nosotros y se ocupara dela tutela de Aurelius. La verdad es queno era necesario animarlo demasiado; laalegre perspectiva de ver otra vez aCharis y a Avallach lo llenaba de

ilusión.Fue una reunión emotiva. Se

arrojaron uno en los brazos del otro, conbrillantes lágrimas de alegría en susmejillas. No creo que hubieran pensadojamás que volverían a verse después detantos años. Pero como con toda buenaamistad, el paso del tiempo no habíaalterado un ápice del amor que seprofesaban, y en pocos minutos fuecomo si jamás se hubiesen separado.

Tras las penurias de tres meses decasi continuas batallas, constituía unagran satisfacción dejar que la Isla deCristal ganara nuestros espíritus yacansados de luchar. El falso verano se

desvaneció y el otoño avanzórápidamente, llevando viento y lluvias alas Tierras del Verano. Los ríoscrecieron para inundar las tierras bajasque rodeaban el palacio, e YnysAvallach se convirtió de nuevo en unaauténtica isla. Aunque los días seacortaron y fueron más fríos, nuestroscorazones permanecieron llenos dealegría y nos deleitamos en el calor dela mutua compañía.

Dafyd iba al gran salón durante eldía, y la mayor parte de los servidoresde Avallach se reunía allí para escucharcómo el sabio obispo explicaba lasenseñanzas de Jesús, el Hijo Bendito de

Dios, Señor y Redentor de los hombres.La sala se llenaba de amor, de luz y desabiduría. Aurelius, fiel a su palabra,repartía los días en el estudio y lasoraciones a los pies de Dafyd. Le vicrecer con gracia y fe, y mi corazón sealegraba al pensar que Britania tendríatal Supremo Monarca.

Grande es el rey que ama alAltísimo. Antes de que cayeran lasprimeras nieves del invierno, Aureliusse consagró a Dios y tomó el signo delHijo Redentor, la Cruz de Jesucristo,como su emblema.

Entretanto, Pelleas se mostraba cadavez más inquieto. Un día lo encontré en

las murallas. Miraba con atención haciael sur, en dirección a Llyonesse.

—¿Lo echas en falta? —pregunté.—No lo había pensado hasta ahora

—respondió, sin apartar los ojos de lascolinas meridionales.

—¿Entonces por qué no regresar?Se volvió para mirarme, el dolor y

la esperanza se mezclaban en susemblante, pero no respondió.

—No para quedarte. Pero puedoprescindir de ti por un tiempo; regresacon tu gente. ¿Cuánto hace que no losves? Ve con ellos.

—No sé si sería bien recibido —repuso, y se volvió otra vez para mirar

las grises masas a lo lejos.—Jamás lo averiguarás aquí de pie

—le dije—. Ve; hay tiempo. Podríasreunirte con nosotros en Londinium parala Misa de la Natividad.

—Si creéis que podría…—No lo habría dicho si no lo

pensara. Además, resultaría beneficiososaber alguna noticia de lo que sucede enLlyonesse.

—Entonces iré —afirmó decidido.Se volvió y, con el aire de un hombreque se dirige a la muerte, bajó de lamuralla y atravesó el patio. Al poco ratolo vi cabalgar por la explanada; loobservé hasta que desapareció de mi

vista por el sendero de la colina.En cuanto a mí, pasé mucho tiempo

con mi madre; hablamos, jugamos alajedrez, tocamos el arpa y canté paraella. Era reconfortante permanecersentado junto a ella frente al fuego, elaire impregnado de aromas a roble y aolmo, arrollados en nuestros mantos delana, mientras escuchábamos cómo lafría lluvia repiqueteaba sobre las losasdel patio y el fuego chisporroteaba antenosotros.

Charis me habló de su vida comodanzarina del toro en la Atlántida, delcataclismo que había acabado con sutierra natal, de su llegada a Ynys

Prydein, y de las dificultades deaquellos primeros años trágicos y sinesperanza: de toda esa antigua historiaya conocida. Pero esta vez la escuché deuna forma diferente a como lo habíahecho antes, y comprendí. Escuchar concomprensión es quizá la parte másimportante de la auténtica sabiduría.Aprendí mucho escuchando a mi madrehablar de su vida y logré verla bajo unanueva dimensión.

Una mañana le pregunté por laespada de Avallach, la que me habíaentregado cuando me convertí en rey.Pelleas me había dicho que la encontróen el campo de batalla cuando yo ya

había huido, y que la había llevado deregreso a Ynys Avallach junto con lanoticia de mi desaparición, cuando elclima de aquel primer invierno lo obligóa abandonar mi búsqueda.

—¿Quieres recuperarla? —preguntó—. Te la he guardado. Pero como tú nola pediste a tu regreso, pensé… Pero,desde luego, te la traeré.

—No, por favor; sólo he preguntadopor ella. Te dije una vez que esa espadano era para mí. La poseí durante untiempo, pero creo que está destinada aotra mano.

—Es tuya. Puedes dársela a quiendesees.

Hubiera dado mucho por quedarme en lacasa de Avallach, pero no podíahacerlo. El momento de partir llegódemasiado pronto. Un buen día Aureliusenvió mensajeros a sus señores, tal ycomo había dicho que haría,convocándolos a su coronación. Luego,al cabo de unos pocos días, nos pusimosen marcha.

Montamos en nuestros caballos unfrío día invernal e iniciamos nuestroviaje a Londinium. Aurelius estaba demuy buen humor y ansioso por colocarsela corona. Había abrazado lasenseñanzas de Dafyd; tenía ahora a

Jesucristo como su Señor. Tras sucoronación, deseaba ser bautizado, parademostrar a todo su pueblo a quiénrendía vasallaje.

Uther desconfiaba de la iglesia.Desconozco por qué. No hablaba de susrecelos con nadie. Aceptaba la bondaden hombres como Dafyd y el bien quesus vidas y enseñanzas producían,incluso reconocía su procedencia, perono se decidía a abrazar la verdad queproclamaban, ni a hacerla suya. Noobstante, como ya he dicho, amaba a suhermano, y cualquier cosa que Aureliusescogiera, Uther, como mínimo, latoleraba.

Sin embargo, la estancia de Uther enla Isla de Cristal, aunque relajada, tuvoalgo de cautiverio. De modo que el denuestra despedida fue un día deliberación para Uther, y lo disfrutó comonadie. Fue el primero en montar acaballo, y se quedó allí tirando de lasriendas para un lado y otro, impaciente,mientras el resto de nosotros sedespedía.

—Madre, reza por mí —susurré, y laabracé con fuerza.

—Al igual que mi amor, misoraciones no han cesado jamás. Ve en lapaz de Dios, Halcón mío.

Tras envolvernos en nuestras capas

y pieles para protegernos del frío,empezamos a bajar por el sinuososendero que llevaba a la calzada ycruzamos los pantanos helados endirección a las lejanas colinas cubiertasde nieve. El frío hizo salir el color anuestras mejillas y agudizó nuestroapetito. Viajamos a gran velocidadsobre el duro suelo invernal paraaprovechar al máximo las poquísimashoras de luz, y nos deteníamos sólocuando estaba tan oscuro que no se veíaya la carretera. Por la noche, nosacurrucábamos cerca del fuego denuestro anfitrión nocturno —jefeguerrero, magistrado o anciano del

poblado— y escuchábamos el aullido delos lobos hambrientos.

Sin embargo, cabalgamos por unterritorio silencioso y tranquilo, yllegamos a Londinium un día antes de loplaneado. Esta vez Aurelius no fue alpalacio del gobernador, sino que seencaminó directo a la iglesia. Urbanusnos recibió con cordialidad y noscondujo a sus aposentos, la planta bajade una casa adyacente a la iglesia,sencilla pero amplia.

Mientras nos calentábamos en tornoal brasero y bebíamos vino caliente conespecias, nos dijo cómo podíaprepararse la iglesia para la coronación.

Declaró su entusiasmo por que lacoronación se celebrara en su iglesia,pero confesó:

—Todavía no comprendo por quédeseáis ser coronado rey aquí.

—Soy cristiano —explicó Aurelius—. ¿Adónde querríais que fuera? Elgobernador Melatus no es mi superiorpara recibir de sus manos la corona;pero Jesús es mi Señor, y por lo tantotomaré el trono en su gloriosa presencia.Y recibiré mi corona de su fiel servidor,el obispo Dafyd.

Era tal como yo había queridosiempre que sucediese, pero el oír laconfirmación de los propios labios de

Aurelius me emocionó. Sólo un rey asísería adecuado para el Reino delVerano, y Aurelius poseía la gracia y lafuerza necesarias; poseía la fe. Sabríagobernar esta isla, y la haría florecercomo un prado en pleno verano.

¡Luz Omnipotente, que mi visiónresulte falsa! Deja que Aurelius vivapara realizar su tarea.

Al día siguiente llegaron aLondinium los primeros reyes deAurelius. Coledac y Morcant, ningunode los cuales hubo de emprender unlargo viaje, llegaron a la ciudad con susseñores y consejeros, un pequeño grupode soldados con cada uno de ellos y,

para mi sorpresa, sus esposas e hijos.Dunaut y Tewdrig llegaron un díadespués, y Custennin y Ceredigawn alotro. Resultó todo un problemaencontrarles alojamiento a todos, puescada uno había traído un gran séquitopara asistir a la ceremonia.

También llegaron Morganwg deDumnonia, con los príncipes Cato yMaglos; Eldof de Eboracum; Ogryvan deDolgellau y sus jefes y druidas; Rhain,príncipe de Gwynedd, primo deCerdigawn; Antorius y su hermano y rey,Regulus, de Canti en Logres; OwenVinddu de Cerniu, Hoel de Armórica,que había tenido que desafiar el

tempestuoso mar invernal, y sus hijosGarawyd y Budic.

Y no sólo llegaron señores y jefesguerreros, sino también hombres santos:Sansón, el muy piadoso sacerdote deGoddodin, en el norte; el renombradoobispo Teilo, y los abades Ffili yAsaph, nobles clérigos de Logres; yKentigern, el muy querido sacerdote deMon; los obispos Trimoriun yDubricius, ambos sacerdotes eruditos yrespetados que ejercían su laborpastoral en Caer Legionis; y, claro está,Gwythelyn con todos los monjes delmonasterio de Dafyd, en Llandaff.

Reyes, señores y clérigos de todos

los reinos de la Isla de los Poderososvinieron a apoyar a Aurelius comoSupremo Monarca. Cada uno trajoregalos; objetos de oro y plata, espadas,caballos y magníficos mastines de caza,buenas telas, arcos de madera de fresnoy flechas con puntas de metal, cueros,pellejos y pieles de la mejor calidad,cuernos para beber bordeados de plata,barriles de aguamiel y de cervezaoscura, y aun más.

Todos portaron obsequios acordes asu rango y riquezas, y comprobé que sepreparaban para aquel acontecimientodesde hacía mucho tiempo y lo habíanesperado con ansiedad; tal y como yo

había predicho. El tiempo había obradomaravillas en sus corazones; habíaglorificado a Aurelius a sus ojos. Veníana Londinium a coronar a un SupremoMonarca, y se encargarían de que sehiciese con todos los honores.

¿Dije todos? Había uno cuyaausencia era bien patente: Gorlas. Sóloél se expuso con su desafío a las iras delSupremo Monarca. El día antes de lacelebración de la Misa de la Natividad,seguía sin llegar ni un mensaje ni unanoticia de Gorlas. Esto pesaba mássobre Uther y sobre mí que sobreAurelius, quien estaba tan ocupado enrecibir los regalos y honores de sus

señores que no parecía darse cuenta deldesaire.

Pero Uther se dio cuenta. Al ver quepasaban los días, y los preparativospara la celebración de la Misa estabancasi terminados, penetró como una furiaen los aposentos del piso superior de lacasa de Urbanus, gritando y golpeandocon los puños mesas y puertas.

—¡Dame veinte hombres y te traeréla cabeza de Gorlas para la coronacióndel Supremo Monarca! ¡Por Lleu y Jesúsque lo haré!

—Tranquilízate, Uther —respondí—. Lleu puede que apruebe tu regalo,pero dudo sinceramente que a Jesús le

gustase.—¿Entonces me he de quedar aquí y

no hacer nada mientras ese hijo de malamadre le hace un palmo de narices aAurelius? Dime, Merlín, ¿qué tengo quehacer? Te advierto que no soportaré elagravio de Gorlas.

—Creo que es asunto de Aurelius,no tuyo. Si el Supremo Monarca deseapasar por alto el insulto de Gorlas, puesmuy bien. No me cabe duda de que tuhermano se ocupará de ello en elmomento más oportuno.

Uther se calmó, pero aquello noacabó con su cólera. Por el contrario,sus murmuraciones y estallidos de ira a

todos los que se le acercaban acabaronpor volverlo tan molesto, que al final loenvié en busca de Pelleas, quien aún nohabía arribado. Empezaba a sentirmepreocupado por él, puesto que, a menosque algo se lo impidiera, ya debiera dehaber llegado.

Podría haber estudiado el fuego enbusca de alguna señal suya, pero desdemi curación y salida de Celyddon, meresultaba desagradable el leer en lasbrasas o mirar en el cuenco profético.Quién sabe si temía que, mientrasdeambulaba por los senderos del futuro,pudiera encontrarme a Morgian; se meocurrió tal posibilidad y la perspectiva

me heló el corazón. O a lo mejor me loimpedía algún otro motivo. En cualquiercaso, no me apetecía satisfacer micuriosidad ni con el fuego ni en elcuenco profético, y no pensaba hacerlo amenos que fuera indispensable.

De esta forma, Uther, contento portener algo que hacer, ordenó que leensillaran el caballo, reunió a unpequeño grupo de hombres armados y amediodía salió de la ciudad. Por finquedé libre para dedicarme a mispropios asuntos, que incluían visitar aCustennin y a Tewdrig.

Esto me mantuvo ocupado hasta bienentrada la noche, ya que los nobles no

cesaban de visitar a Aurelius, y beber asu salud, ofrecerle regalos, y jurarlefidelidad tanto en su nombre como en elde sus herederos. La víspera de la Misael Supremo Monarca estaba inundado defidelidad y buenos deseos. Hablé conunos y otros para recabar información yaprender todo lo que podía de aquellosseñores de reinos sobre los que lodesconocía todo.

El amanecer alboreaba ya cuando medirigí por fin a mi dormitorio. Entoncesme di cuenta de que Uther aún no habíaregresado. A pesar de mis pocas ganas

de hacerlo, me sentí tentado de removerlas brasas y ver qué le había ocurrido.No obstante, me puse la capa y salí enbusca de mi caballo. El monjeencargado de los establos yacía dormidoen su rincón sobre un jergón de pajanueva, roncando. No quise despertarlo yyo mismo ensillé la montura para salirluego a las frías y silenciosas calles.

El encargado de las puertas de laciudad no aparecía por ninguna parte,pero el portón no estaba cerrado conpasador, por lo tanto lo abrí y salí a todaprisa. Por entre las hojas congeladas delos árboles que bordeaban el camino, alotro lado de las murallas, siseaban

ráfagas de viento. El cielo amenazabanieve y brillaba como plomo fundidobajo el sol que empezaba a despuntar.Seguí la carretera en dirección al oeste,sabedor de que Uther habría ido por allíen busca de Pelleas.

Cabalgué dejando que el caballocorriera a su antojo, feliz por estar denuevo al aire libre, lejos de la sofocantecompañía de los hombres. Empecé apensar en Pelleas. A lo mejor no habíaactuado con sensatez al animarlo aregresar a su hogar en Llyonesse. Nosabía nada de lo que sucedía allí. Al reyBelyn pudiera no haberle gustado ver asu hijo bastardo; algo podría haberle

ocurrido a Pelleas.Incluso ahora no lo consideraba

probable y la idea no se me habríaocurrido jamás si no fuera por laevidencia de la ausencia de Pelleas.Desde luego, podría haberse topado conproblemas durante el camino; siempreera posible, aunque resultaba difícilimaginar qué clase de problemas podríaencontrar un guerrero avezado que nopudieran eliminarse con facilidadmediante un rápido golpe de su espada.

¿O sería algo completamentedistinto?

La vacía carretera discurría bajo loscascos de mi caballo, y mi sentido del

peligro se agudizaba con cada paso.Esperaba la aparición de Pelleas encualquier momento coronando la colinaque tenía delante, pero llegué a ella y nolo vi.

Cabalgué hasta el mediodía y luegome detuve. Debía regresar si queríaestar en Londinium a tiempo para laMisa y la coronación de Aurelius.Permanecí detenido por un momento enla cima arbolada de una colina,escudriñando el paisaje que me rodeaba.Luego, de mala gana, inicié el regreso.

No había cabalgado mucho, sinembargo, cuando oí un grito:

—¡Mer-r-lín-n!

La llamada procedía de ciertadistancia, pero se oía muy clara en elfresco aire invernal. Me detuve alinstante y me volví sobre la silla. A lolejos, un jinete solitario galopaba haciamí: Pelleas.

Esperé y no tardó en alcanzarme,agotado, sin aliento, el caballo cubiertoen sudor por la dura galopada.

—Lo siento, mi señor… —empezó,pero hice a un lado su disculpa con ungesto.

—¿Estás bien?—Estoy bien, mi señor.—¿Has visto a Uther?—Sí —Pelleas asintió con la

cabeza, mientras intentaba recuperar elaliento—. Nos encontramos con él en elcamino…

—¿Nos? ¿Quién iba contigo?—Gorlas —resolló—. Hubiera

venido antes, pero, dadas lascircunstancias, pensé que era mejor…

—No hay duda de que hiciste lojusto. Ahora cuéntame lo sucedido.

—Hace un día, de camino haciaaquí, atacaron a Gorlas y su comitiva.Viajaba sólo con una pequeña escolta, ynos vimos obligados a luchar parasalvar la vida; los mantuvimos adistancia durante un buen rato, noobstante. Uther nos encontró cuando

parecía que íbamos a perecer. Entoncesnuestros atacantes huyeron. El duquesalió en su persecución, pero loeludieron. —Pelleas se interrumpió parainhalar—. Cuando regresó, Uther meenvió por delante. Ahora viene conGorlas.

—¿Están muy lejos?Pelleas sacudió la cabeza.—No lo sé con certeza. He

cabalgado toda la noche.Oteé la carretera a nuestra espalda,

con la esperanza de ver alguna señal deUther y Gorlas; no había ninguna.

—Bien, no hay nada que podamoshacer ahora. Regresaremos a Londinium

y los esperaremos allí.Tardamos bastante en llegar a la

ciudad a causa del agotamiento dePelleas. Una vez allí corrimos hasta lacasa de Urbanus y tuvimos tiempo delavarnos antes de ir a la iglesia. Cuandollegamos a ella, el sagrado recinto yaestaba repleto; el patio se hallabaatestado con las comitivas de losseñores y ciudadanos curiosos. Nosabrimos paso por entre la multitud quebloqueaba las puertas y los que seapiñaban en el interior hasta encontrarun hueco junto a una columna, cerca dela parte delantera.

El interior de la enorme nave estaba

iluminado por gran cantidad de velasque brillaban como el oro blanco, igualque la luz del cielo tras una tormenta.Nubes azuladas de incienso ascendíanen dirección a las vigas del techo envolutas perfumadas para flotar sobrenuestras cabezas como las oraciones delos santos. La iglesia era un solomurmullo de excitación. Era algo que nohabía sucedido nunca antes: ¡un reycoronado en una iglesia que recibía lacorona de manos de un hombre santo!

Acabábamos de ocupar nuestroslugares cuando las puertas interioresfueron abiertas de par en par y un monjeque balanceaba un incensario bajó

vestido con sus hábitos por la navecentral. Tras él apareció otro quetransportaba una cruz tallada en madera.Los seguía Urbanus, con una túnicanegra y una enorme cruz de oro sobre elpecho.

Dafyd iba detrás, igualmente vestidocon sus hábitos, el rostro brillante a laluz de las velas. Lo miré con el mismoasombro con que lo miraron los otros,porque se había transformado.Espléndido en humildad, radiante ensencilla santidad, Dafyd parecía unmensajero celestial que había venido abendecir la celebración con supresencia. Ninguno de quienes lo

observaban hubiera podido confundir subondadosa sonrisa con cualquier otracosa que no fuera el éxtasis de alguienunido a la fuente viviente de todo elamor y toda la luz. Verlo era doblar larodilla ante el Dios que servía; eraacercarse a la auténtica majestad conhumildad y sumisión.

Detrás de Dafyd venía Aurelius.Portaba su espada, la Espada deBritania, la hoja sobre las palmas de susmanos, vestido con una túnica ypantalones ambos blancos, con uncinturón ancho de discos de plata.Habían peinado hacia atrás sus oscuroscabellos con aceites y los habían

sujetado en la nuca con un cordón. Ibacalmo, la expresión a la vez seria yalegre.

Gwythelyn lo seguía llevando undelgado aro de oro sobre un paño dehilo blanco. Otros cuatro monjessostenían, cada uno por una esquina, unacapa de color púrpura imperial.

Todos avanzaron hasta el altar,colocado sobre una escalonadaplataforma de mármol. Urbanus y Dafydse acercaron al altar y se volvieron decara a Aurelius, quien se arrodilló anteellos sobre los escalones.

Apenas si había terminado dearrodillarse, cuando un coro de monjes,

que rodeaba el perímetro de la iglesia,empezó a gritar:

GLORIA! GLORIA!GLORIA IN EXCELSIS DEO!GLORIA IN EXCELSIS DEO!

—¡Gloria al Dios en las alturas! —gritaron, y su grito se convirtió en uncántico.

Se les unieron otros, y pronto todo elmundo cantaba; las voces resonaron portoda la iglesia, el sonido elevaba elcorazón y ascendía en forma de espiralmás y más a través del oscuro cielonocturno hasta las primeras estrellasparpadeantes, hasta el mismo trono

celestial.Cuando el cántico alcanzó su

crescendo, Dafyd extendió los brazos yen un instante el recinto quedó ensilencio.

—Es justo rendir homenaje al SeñorSupremo —dijo. Entonces se volvióhacia el altar, se arrodilló, y empezó aorar en voz alta.

—¡Señor Todopoderoso, ReyCelestial, henos aquí para honrarte!

Luz del sol,resplandor de la luna,esplendor del fuego,celeridad del rayo,

velocidad del viento,profundidad del mar,solidez de la roca,dad fe:

En el día de hoy oramos porAurelius, nuestro rey;

para que la fuerza del Señor losostenga,

el poder del Señor lo apoye,los ojos del Señor velen por él,los oídos del Señor lo escuchen,la palabra del Señor hable por

él,la mano del Señor lo proteja,el espíritu del Señor lo salve

de las trampas de los demonios,de la tentación de los vicios,de todo aquel que le desee mal.

Convocamos a todos estospoderes para que se interpongan

entre él y estos males:contra todo poder cruel que

pueda oponerse a él;contra los conjuros de falsos

druidas,contra las negras artes de los

bárbaros,contra las artimañas de los

adoradores de ídolos,contra los grandes hechizos y

los pequeños;de toda cosa repugnante que

corrompe el cuerpo y el espíritu.

Jesús con él, ante él, detrás deél.

Jesús en él, bajo él, por encimade él.

Jesús a su derecha, Jesús a suizquierda.

Jesús cuando duerma, Jesúscuando despierte.

Jesús en el corazón de todo elque piense en él.

Jesús en la lengua de todo el quehable de él.

Jesús en la vista de todo el quelo vea.

Nosotros lo confirmamos hoy, através de una fuerza poderosa,

la invocación de los Tres en Unosolo,

a través de la fe en Dios,a través de la confesión del

Espíritu Santo,a través de la confianza en

Cristo,Creador de toda la Creación.

Así sea.

Cuando terminó, Dafyd se volvió haciael monje que llevaba la cruz y alzó elsímbolo de madera ante Aurelius.

—Aurelius, hijo de Constantino, queserás Supremo Monarca sobre todosnosotros, ¿reconoces a Nuestro SeñorJesucristo como tu Supremo Monarca yle juras fidelidad?

—Lo reconozco —respondióAurelius—. Y no juraré fidelidad aningún otro Señor que no sea Él.

—¿Y prometes servirlo en todas lascosas, de la misma forma en que se teservirá a ti, hasta tu último aliento?

—Prometo servirlo en todas lascosas, de la misma forma en que se me

sirve a mí, y hasta mi último aliento.—¿Y lo adorarás libremente, lo

honrarás de buena gana, lo veneraráscon nobleza, y le demostrarás tu fesincera y el mayor de los amores todoslos días de tu vida en el reino de estemundo?

—Adoraré a Cristo libremente, lohonraré de buena gana, lo veneraré connobleza, y le demostraré mi fe mássincera y el mayor de los amores todoslos días de mi vida en el reino de estemundo.

—¿Y apoyarás a la justicia, serásclemente y buscarás la verdad en todaslas cosas, tratando a tu pueblo con

compasión y amor?—Apoyaré la justicia, seré clemente

y buscaré la verdad en todas las cosas,tratando a mi pueblo con compasión yamor, como lo hace conmigo el Señor.

Todo esto fue lo que Dafyd preguntó,y Aurelius contestó sin vacilar y en vozbien alta para que incluso la multitud defuera pudiera oírlo. Pelleas se inclinóhacia mí y susurró:

—Todos los reunidos aquí estanoche, cristianos y paganos por igual,sabrán ahora lo que significa adorar alDios Altísimo.

—Que así sea —respondí—. Ojaláse extienda tal conocimiento.

Urbanus se acercó con un frasco deóleos bendecidos y, una vez mojó susdedos, ungió la frente de Aurelius con laseñal de la Cruz. Luego hizo una seña alos monjes que sostenían la capa; losmonjes la alzaron y la colocaronalrededor de los hombros de Aurelius.Urbanus la sujetó con un broche deplata.

Dafyd se había vuelto haciaGwythelyn, que sostenía el aro. Tomó eldelgado aro dorado y lo sostuvo sobrela cabeza de Aurelius.

—Levántate, Aurelianus —dijo—,ciñe tu corona.

Aurelius se levantó despacio y

Dafyd colocó enseguida el aro sobre sufrente.

El sacerdote besó a Aurelius en lamejilla y, tras instarlo a volverse paraque lo viera su pueblo, exclamó:

—¡Señores de Britania, he aquí avuestro Supremo Monarca! Os exhorto aque lo améis, honréis, sigáis y le juréisfidelidad de la misma forma en que él hajurado fidelidad al Supremo Monarcacelestial.

Al oír estas vibrantes palabras,todos los señores allí reunidosprorrumpieron en un potente grito dejúbilo; una sola voz de aclamación, unsolo deseo de buena voluntad, un solo

corazón palpitante de amor por su nuevorey.

Aurelius sonrió y extendió losbrazos como si quisiera abarcar conellos todo el mundo. Y sé que en esemomento lo hizo como muy pocoshombres lo consiguen jamás.

Cuando las aclamaciones cesaron,Aurelius se arrodilló de nuevo pararecibir la bendición del obispo. TantoDafyd como Urbanus colocaron lasmanos sobre él y le dieron la bendiciónde la iglesia con estas palabras:

—Ve en paz, Aurelianus, para servira Dios, al reino, y a tu pueblo; paraconducirlos en la santidad y la rectitud

hasta el fin de tus fuerzas y de tu vida.La gente se arrodilló a su paso, pero

ninguno pudo apartar la vista del rey.Llegó al centro de la iglesia y alguiengritó:

—¡Ave! ¡Ave, Imperator!Otra persona respondió:—¡Salve Emperador Aurelius!Al instante todos se pusieron de

nuevo en pie y lanzaron un grito:—¡Emperador Aurelius! ¡Ave

Imperator! ¡Salve Aurelius, Emperadorde Occidente!

Los habitantes de Britania no habíancoronado un emperador desde lostiempos de Maximus, a quien habían

dado el nombre de Macsen Wledig, paraconvertirlo en britón, pero éste marchósobre Roma con lo mejor de las tropasbritonas y jamás regresó. Aurelius teníaun nombre romano, pero un corazónbritón. Nada sabía de Roma; esteemperador era britón.

Proclamaron emperador a Aurelius,y al hacerlo —aunque apenas si sedieron cuenta— proclamaron elprincipio de una nueva era para YnysPrydein, la Isla de los Poderosos.

A10

urelius abandonó la iglesia, y lamuchedumbre se abrió paso tras él,

desparramada por el patio sin dejar devitorearlo. Numerosas antorchasalumbraban la noche, y de algún sitio,por encima de la tumultuosacelebración, se dejó oír una canción.Apenas audible al principio, fueganando fuerza a medida que loshombres y las mujeres se hacían eco dela melodía. Entonces la canción, unantiguo canto de batalla britón, seconvirtió en un himno al nuevo SupremoMonarca. Aurelius se quedó allí de pie,

rodeado por sus señores bajo la luz delas antorchas, la corona reluciente comosi llevara adheridas a ella un sinfín deestrellas, los brazos extendidos girandoy girando mientras la canción se elevabapor los aires, propagándose en círculoscomo la fuente en un estanque.

La muchedumbre cantó:

Alzaos, valientes guerreros,empuñad las armas con vuestras

fuertes manos,el enemigo está abajo; grita con

fuerza.Haced sonar el cuerno y el

hierro, tomad lanza y escudo;

es un día luminoso para labatalla

y la gloria aguarda.Monta, ejército valiente,el jefe guerrero es audaz;un líder valeroso, dispuesto a la

victoria,mostrará su heroicidad,y los bardos alabarán su nombre

en sus canciones.

Con el resonar de sus voces por lasestrechas callejuelas, la multitud siguióa Aurelius al palacio del gobernador.Con el paso del tiempo, también elgobernador había cambiado de opinión

sobre él. A su regreso, Aureliusencontró a Melatus con unapredisposición muy diferente. Temerosode ofender a tan insigne aliado, Melatushabía ofrecido hospitalidad a toda laciudad, pues no había sido fácilencontrar sitio a todos los reyes yseñores que acompañaban a Aurelius.De modo que fue al palacio delgobernador adonde Aurelius se dirigiópara celebrar la festividad de la Misa dela Natividad con sus señores.

El palacio, con candelabros,antorchas y hogueras en el patio, relucíacomo un faro en la noche invernal. Apesar de lo espaciosa que era, no todo el

mundo pudo acomodarse aquella noche,en la sala del gobernador. Pero noimportaba. Las puertas se abrieron depar en par y la celebración se prolongóen el patio.

Fue algo maravilloso; una fiesta deamor y luz. Sólo un detalle meinquietaba: Uther y Gorlas no habíanllegado.

¿Qué podría retrasarlos? Habríandebido llegar a Londinium hacía yatiempo.

Aurelius, demasiado ocupado entrebrindis con sus señores y juramentos defidelidad, no parecía advertir suausencia. Pero yo sí me daba cuenta; y a

medida que la fiesta se desarrollaba, laausencia de Uther y Gorlas se me hizocada vez más abrumadora.

—Pelleas, ¿estás seguro de quevenían detrás de ti? —Me había llevadoa Pelleas a un lado para preguntárselo.

—Desde luego, mi señor.—¿Qué puede retenerlos?Pelleas arrugó la frente.—¿Más problemas, creéis?—Quizás.—¿Qué queréis que haga, señor?—Nada por ahora; quédate aquí.

Puede que me vaya y esté fuera algúntiempo para ver si puedo averiguar loque le ha sucedido a Uther. —Dicho

esto, abandoné la sala y atravesé elpatio.

Los ciudadanos de Londinium,atraídos por el ruido y la luz, se unían entropel a la celebración, y el jolgorio delpatio se desbordaba por las calles. Lagente no cesaba de venir de todas partes.

No albergaba la menor esperanza deconseguir llegar al establo para coger uncaballo, así que me envolví bien en micapa, me abrí paso entre la multitud yme dirigí a los portones del oeste, loscuales, como preveía, estaban cerradosy atrancados hasta la mañana siguiente.También tal y como esperaba, no se veíaa los encargados de las puertas por

ninguna parte; sin duda alguna habíanabandonado sus deberes a la primeraoportunidad.

Pensando sólo en echar una ojeadaal otro lado, ascendí los peldaños queconducían a la plataforma que rodeabalas murallas y miré hacia el camino.Ante mi sorpresa, allí estaba Uther,espada en mano, furioso y colérico, enmedio de la oscuridad. Lanzabamaldiciones contra las puertas. Habíaestado golpeando con el pomo de suespada, pero, como era de prever, nadielo había escuchado.

—¡Uther! —exclamé.Miró hacia arriba, pero no pudo

verme.—¿Quién es? Abrid esta puerta al

instante o juro por mi vida que laquemaré.

—Soy Myrddin —respondí.—¡Merlín! —avanzó un poco—.

¿Qué haces aquí? Abre la puerta.—¿Dónde están los otros?—Los he enviado a buscar otra

entrada. Gorlas espera en el camino.Esto es muy embarazoso, Merlín;déjanos entrar.

—De buen grado, si pudiera. Losportones están atrancados y losencargados se han ido. Todo el mundose ha unido a la fiesta en el palacio del

gobernador.—Bien, pues haz algo. Hace frío y

estamos cansados.—Veré lo que puedo hacer. Ve y

trae a Gorlas aquí, de un modo u otro meocuparé de que las puertas se abran.

Mientras Uther montaba en sucaballo y se alejaba en busca de Gorlas,descendí deprisa la muralla y, tras cogeruna antorcha del muro junto al que seencontraba la caseta del centinela, meacerqué al portón. La viga de maderaestaba sujeta por una barra transversalde hierro que la inmovilizaba. La barrano podía retirarse porque estabaasegurada con una abrazadera, y ésta

cerrada con candado. Al parecer, Uthertendría que quemar la puerta, después detodo…, a menos que…

Durante todos estos años apenas sihabía pensado en los conocimientosadquiridos en el Pueblo de las Colinas,y muy pocas veces, desde luego, habíautilizado sus artes. ¿Pero qué es unportón a fin de cuentas, sino madera yhierro? No había nadie por allí. Saquémi cuchillo con rapidez y marqué uncírculo sobre la madera alrededor delcandado. Luego pronuncié las palabrasen la Lengua Antigua, sorprendido de nohaberlas olvidado.

El candado se desprendió sólo con

rozarlo y la viga de madera se deslizócon facilidad bajo mi mano. Presionéligeramente con un dedo y el portón seabrió, girando sobre chirriantesbisagras.

No tardé en escuchar el sonido delos caballos que venían por el sendero;levanté la antorcha y la mantuve en alto.Aparecieron Uther y Gorlas; pero habíaalguien más cabalgando entre ambos; ycuando penetraron en el círculo de luzcreado por la antorcha, vi que se tratabade una mujer. Era joven y hermosa yestaba envuelta en pieles hasta labarbilla, con un aro de plata rodeandosu bella frente. ¿La reina de Gorlas?

—No sabía que Gorlas hubieratomado una reina —susurré a Uthermientras Lord Gorlas y su escoltacruzaban las puertas. Él permanecióerguido sobre su montura a la espera deque ambos pasaran adelante.

—Es Ygerna, su hija —me informóUther—. Una excepcional flor defeminidad, ¿no te parece?

Levanté la cabeza para mirarlo conatención. Jamás había oído a Utherpronunciar palabras parecidas.

—Es muy bella, realmente —admití—. Pero Aurelius espera. ¿Qué os hadetenido?

Uther se encogió de hombros y

repuso, como si aquello lo explicaratodo:

—Llevábamos una mujer connosotros.

Una mujer… Apenas si era unajovencita. Y aunque hermosa, no parecíani frágil ni débil. La verdad es queestaba en plena flor de la juventud y, amis ojos, parecía haber soportado losrigores del viaje de forma muy digna deelogio.

—Pelleas me contó lo del ataque.—¿El ataque? —inquirió Uther,

luego asintió distraído—. ¡Oh, ya…! Nofue nada.

—Bien, Aurelius espera. Te has

perdido la coronación.Uther lo aceptó con tranquilidad.—Habría estado aquí de haber

podido. ¿Está enojado?—De hecho —repliqué—, no creo

que se haya dado cuenta aún de tuausencia. Si te das prisa, puede que ni seentere.

—Nos apresuraremos pues —contestó Uther con afabilidad—. Pero,Merlín, ¿has visto alguna vez a unamujer tan bella? ¿Has visto alguna vezojos como los suyos?

Los últimos hombres de Gorlasatravesaron las puertas.

—Seguid adelante; esperaré el

regreso de tus hombres. —No sé siUther llegó a oírme, porque hizo girar sucaballo sin decir una palabra y trotó enpos de Gorlas.

De todas formas, no tuve que esperarmucho. Uno de los hombres de Uther seacercó a la puerta casi de inmediato, asíque le di instrucciones de que esperase alos demás y atrancaran el portón denuevo una vez hubieran entrado todos.

Desande el camino a toda velocidad,y regresé al palacio del gobernador,donde la celebración continuaba. Utherestaba ocupado en conseguir mozos paraque cuidaran de los caballos. Gorlas eYgerna permanecían algo apartados,

contemplando el bullicio que losrodeaba. Las hogueras ardían con fuerzaen el patio y la cerveza del gobernadorcorría libremente para corresponder a laalegría y la buena voluntad general enhonor del nuevo Supremo Monarca.

Como el rostro de la muchachaquedaba iluminado por el resplandor delfuego, tuve un momento para evaluar labelleza que había deslumbrado a Uther.Apenas si tendría quince años. Era alta,delgada, la cabeza delicadamentemoldeada colocada con gracia sobre uncuello elegante, no mostraba eldesgarbado aniñamiento de su edad yparecía mucho más madura. Esta

apariencia no era en absoluto engañosa:la esposa de Gorlas había muertocuando la muchacha era aún unacriatura, y se la había educado desde lainfancia para ser la señora del reino.

Esto lo averigüé más tarde. En aquelmomento, sólo vi a una joven atractivade suaves cabellos castaños y enormesojos oscuros, en cuya bella sonrisacualquier hombre podría perderse muy agusto.

—¿Queréis que se os anuncie? —pregunté a Gorlas.

—¿No se nos espera? —respondiócon calor. Entonces se volvió hacia mí.

—¡Oh, eres tú, Merlín…! —

Pronunció mi nombre como un reniego.Movió los labios en silencio, y por finse forzó a decir—: Como lo creas másconveniente.

No, Gorlas no malgastaba su afectoen mí. Pero me respetaba, y sin duda metemía un poco; como cualquier señorteme al hombre más cercano del oído desu soberano.

—Entraremos juntos entonces,puesto que… —empecé.

—Yo me ocuparé de ello —dijoUther, interponiéndose entre los dos.

Hizo girar a Gorlas tomándolo delbrazo y lo condujo a través del patio.Los contemplé a los tres alejándose por

entre las inquietas llamas de doshogueras, y vi como Ygerna se colocabaalegremente entre Uther y Gorlas. Todose heló ante mi vista, todo sonido ymovimiento cesaron, mi visión se redujocomo si en aquel instante se hubieradespertado un mortal presentimiento enmi interior. No existía ninguna otra cosaexcepto aquella terrible imagen quetenía ante mí.

Ygerna entre dos reyes.He aquí el peligro anónimo que

había sentido aquella mañana,redoblado en su fuerza. ¡Ygerna!Hermosa doncella, en tus manosdescansa el futuro del reino. Esta noche

eres la sirvienta del destino. ¿Te dascuenta de ello?

No, claro que no podía tener ni idea.Había nobleza y virtud en su porte. Sunatural inocencia le impedía utilizar subelleza como podría haberlo hecho unamujer menos escrupulosa. Si hubieratenido uno o dos años más, quizá mehabría topado con la visión del fin delmundo en raudo avance por entre lashogueras de la coronación.

Los seguí, tambaleante, casiparalizado, y penetré en la sala en elmomento en que ellos se acercaban alSupremo Monarca. Uther se abrió pasohasta su hermano. Aurelius le dio la

bienvenida, le palmeó la espalda —creoque hasta aquel instante el SupremoMonarca no había ni siquiera pensadoen su hermano— y le puso una copa enla mano. Uther bebió de la copa y lapasó a Gorlas, quien proclamó sulealtad a la Suprema Monarquía.

Fue entonces cuando los ojos deAurelius se posaron en Ygerna. Lo visonreír. Vi el cambio en su naturalezacuando la contempló. Quizá se debía alvértigo de la celebración, o al juego deluces sobre el rostro de la muchacha, o ala juventud que reclamaba a la juventud;acaso sencillamente a los efectos delvino en las venas de Aurelius. Tal vez

fue algo más… Pero vi prender el amoren aquella primera y breve mirada.

¡Ay, pero no fui el único en verlo!Uther se puso rígido. Si hubiera sido

un erizo se le habrían erguido todas suspúas en un instante. La sonrisa se le helóen el rostro, y la luz murió en sus ojos.Pareció encogerse visiblemente enpresencia de la sombra de su hermano.

Inconsciente a ello, Aurelius hizo unamable comentario. Ygerna bajó losojos y sonrió, sacudiendo la cabezacomo respuesta. Gorlas colocó su manosobre el hombro de su hija y la empujóhacia adelante. Un gesto insignificante,imperceptible quizá para cualquier otro,

pero yo lo vi, y comprendí muy bien susignificado. Se diera cuenta o no —lo sé—, Gorlas ofrecía su hija al SupremoMonarca.

Y Aurelius, el querido y ciegoAurelius, sin percatarse de lossentimientos de su hermano, la aceptócon todo su corazón. Le ofreció aYgerna la copa, y sus dedos rozaron lamano de ella un instante. La doncelladirigió una dócil mirada a Uther.

Esa mirada podría haber salvadomucho, pero Uther no la vio. Miraba fijohacia adelante, como hipnotizado.Parecía un hombre al que le han cortadola cabeza de un solo tajo y sabe muy

bien que está muerto y que ahora debecaer.

Entonces Aurelius se inclinó sobreYgerna y le susurró algo. Ella sonriócon timidez, y él echó la cabeza haciaatrás y rió. Aquello no podía soportarse;Uther dio media vuelta y huyó de allí,desapareció entre el tumulto. Ygerna losiguió con la mirada, indecisa; su manose movió hacia donde él había estado.Pero Uther ya no estaba allí y Aureliushablaba de nuevo; y Gorlas, con la copaen alto, sonreía satisfecho.

Me sentí como si mi caballo mehubiera pateado el estómago, como si elsuelo perdiese solidez bajo mis pies,

como si acabara de beber una drogapoderosa que confundiera mis sentidos.La habitación giraba, y todo setransformó en ruidos y luces estridentes.De repente vi que Pelleas estaba a milado.

—Señor, ¿qué sucede? ¿Estáisenfermo?

—Sácame de aquí —susurré—. Nopuedo respirar.

Al cabo de un momento, estábamosfuera, bajo el fresco aire nocturno. Lacabeza se me aclaró y mis sentidosregresaron, pero permaneció la terriblesensación de temor. ¿Qué se habíaperdido? O más bien, ¿qué podía

salvarse?Me maravillé ante la velocidad con

que todo había sucedido. ¿Cómo hubierapodido preverlo? Oh, pero debierahaberlo sabido. Había sido avisado; allíen el camino algo había despertado lasensación de peligro en mí, pero nohabía buscado la causa. Bien mirado, seme había advertido de sobras enCelyddon. Sin embargo, mi única ideafue la de asegurar la corona sobre lacabeza de Aurelius. No había miradomás allá.

Es curioso que cuando un hombre sepasa todo el tiempo luchando contra unenemigo, le resulta imposible reconocer

a otro más temible. Lo conocía ahora,pero era demasiado tarde. El dañoestaba hecho. Las batallas contra lossaecsen se borrarían de la memoria delos hombres antes de que hubieraterminado de reparar la destrucciónsufrida esta noche.

¡Luz Omnipotente, no estamos a laaltura de esta lucha!

Pelleas me sujetó del brazo.—Amo y señor, ¿estáis bien? —La

preocupación de su voz fue como unabofetada—. ¿Qué ha sucedido?

Aspiré con fuerza, algo tembloroso.—El mundo se ha salido de su curso,

Pelleas.

Me miró fijamente, no conincredulidad, sino con comprensión.

—¿Qué hay que hacer?—No lo puedo decir. Pero

tardaremos mucho en reparar la grieta,me temo.

Volvió la cabeza y contempló elsalón del banquete donde el SupremoMonarca permanecía con sus señores.Gorlas e Ygerna se habían apartado parabuscar sus lugares en la mesa. Lacomida empezaba a servirse. Hubierasido una delicia olvidar, aunque sólofuera por un momento, que lo sucedidohabía ocurrido en la realidad.

Empero, así son las cosas. Una

palabra no puede retirarse una vezpronunciada; una flecha ya no puederegresar al arco una vez lanzada. Lo quesucede, para bien o para mal, ocurrepara siempre. Así es como son lascosas…

El banquete prosiguió, pero ya nosentía ninguna atracción por él. Dejé aPelleas para esperar a Uther, aunquesabía que no se lo volvería a ver, y meescabullí hacia mi habitación: nadapodía hacerse.

No dormí bien y me desperté con lacabeza martillándome y un sabor amargoen la boca. El sol renacía sobre un cielogris y lluvioso. Londinium permanecía

en un extraño silencio; la mayoría de susciudadanos debía de haberse retirado adescansar tarde y aún estaría en cama.De la cercana iglesia me llegó el suavetañido de una campana. Los hermanosllamaban a prima y muy pronto sereunirían para orar.

Me levanté, me eché la capa sobrelos hombros y bajé, deslizándome por lacasa silenciosa y a través del patiomojado hasta la iglesia. Empujé lapuerta y entré. Varios monjes searrodillaban ante el altar. Avancé haciaellos.

—¡Merlinus!El susurro resonó en la nave. Varios

de los monjes se volvieron paramirarme. Me detuve y Urbanus seadelantó a toda prisa. Las sandaliasrepiquetearon sobre las losas del suelo.

—No pensaba que os encontraríaaquí. Iba a mandar a buscaros. Percibíuna nota de tensión en su voz.

—Aquí estoy. ¿Qué sucede?—Es Dafyd —respondió—. Venid

conmigo, os llevaré hasta él.Urbanus me condujo a las celdas a

través del patio interior. Frente a una delas puertas había monjes reunidos. Sesepararon cuando llegamos hasta ellos, yUrbanus me hizo entrar en la habitación.Dafyd yacía sobre un jergón de paja

nueva en una estancia iluminada por laluz de un candelabro de la iglesia.Sonrió al verme y alzó una mano enseñal de saludo. Gwythelyn estaba conél, rezaba de hinojos a su lado; sevolvió hacia mí, y pude comprender, porla grave expresión de su rostro, queDafyd se moría.

—Ah, Myrddin, has venido. Eso esbueno. Esperaba poder verte.

Me dejé caer junto a Gwythelyn, elcorazón como una llaga abierta en mipecho.

—Dafyd, yo… —empecé, pero mefalló la voz. ¿Dónde estaban laspalabras?

—Chisst —me silenció entoncesDafyd—. Iba a darte las gracias.

—¿Darme las gracias? —Sacudí lacabeza.

—Por dejarme ver el futuro,muchacho. —Una vez más éramos elmaestro y el alumno en su mente,terminando igual que habíamosempezado—. Tuve un sueño anoche,maravilloso y terrible: vi a Aurelius queluchaba denodadamente contra unaoscura y violenta tormenta. Fue arrojadoal suelo y su capa, hecha jirones, sesoltó de sus hombros. Pero cuandoparecía que iba a quedar pulverizado, sumano se cerró en torno a una espada. La

empuñó y ésta le dio nuevas fuerzas. Sealzó, sujeta la espada ante él. Los rayoscentelleaban y los truenos retumbaban elcielo. Pero Aurelius —lo reconocíporque vi su torc de oro relucir en sucuello— elevó su enorme espada y semantuvo firme.

—Realmente es un sueño de gransignificación —le dije, con su manoentre las mías.

—¡Oh, sí! —Los ojos de Dafydbrillaban al pensar en ello. No sentíadolor y reposaba tranquilo. Pero pudepercibir cómo la vida se le escapaba—.Fue una coronación hermosa, ¿verdad?No hubiera querido perdérmela.

—Descansa ahora —instóGwythelyn, quien jugueteaba con unapequeña cruz de madera.

—Hijo —repuso Dafyd como sindarle importancia—, he descansado ypronto deberé iniciar mi viaje hasta allí.No temas por mí ni te apenes, puesto quevoy a reunirme con mi Señor paraocupar mi lugar en su séquito. ¡Mira!¡Ahí está el mismísimo Miguel que havenido a darme escolta! —Indicó haciala puerta.

No vi a nadie, pero no dudé de suspalabras. Su rostro brillaba con la luz desu visión. Las lágrimas afluyeron a misojos; me llevé su mano a los labios y la

besé.—Adiós, Dafyd, mi noble amigo.

Saluda de mi parte a Ganieda y aTaliesin.

—Lo haré —repuso; su voz era unsusurro entre los dientes—. Adiós,Myrddin Bach. Adiós, Gwythelyn. —Alzó una mano en gesto admonitorioante nosotros, y añadió—: Mantenedvuestra fe y no dejéis de amar, amigosmíos. Sed audaces en la bondad, puestoque los ángeles están siempre a vuestrolado para ayudar. Adiós…

La sonrisa permaneció en su rostroincluso mientras su espíritu loabandonaba. Murió tal y como había

vivido: en paz, con calma, pletórico deamor.

El corazón se me partía y lloré; node pena, sino porque una gran almahabía abandonado el mundo y loshombres ya no la tendrían junto a ellos.

Gwythelyn inclinó la cabeza y rezóen voz baja; luego tomó las manos deDafyd y las cruzó sobre su pechoinmóvil.

—Me lo llevaré a casa ahora —dijo—. Deseaba ser enterrado junto a suiglesia.

—Será lo mejor —dije.—Tú no tienes ninguna culpa en esto

—continuó de forma inesperada

Gwythelyn. Alcé los ojos para mirarlo—. Fue su deseo venir aquí. Ayer por lanoche me dijo que la coronación deAurelius era una de las acciones másimportantes de su vida. Estaba contentode que le hubieras pedido que asistiese.

Contemplé el rostro de Dafyd, queahora parecía haber recuperado algo desu antiguo aspecto juvenil. Y recordécuando sostuvo la corona sobre micabeza. Había muy pocos hombres vivosque lo recordaran, excepto, quizá, comoun relato contado por el abuelo a losnietos. Pero, al recordarlo, me incliné ybesé a Dafyd en la mejilla.

—Adiós, buen amigo —murmuré.

Luego me levanté de golpe y salí, no porfalta de sentimiento o respeto, sinoporque Dafyd se había ido, y yo lo habíaacompañado en su camino. Ahora debíaocuparme de los asuntos de este mundosí es que quería salvar algo del desastrede la noche anterior.

D11

ecidme ¿qué podría haber hecho?Vosotros que veis todas las cosas

con tanta claridad, decídmelo ahora, osinvito a hacerlo: dadme vuestro infalibleconsejo. Vosotros que os cubrís deperpetua ignorancia y la mostráis comosi de una valiosa capa se tratara, queabrazáis la ceguera y la consideráis unavirtud, que cuando vuestros corazonestiemblan de miedo lo llamáis prudencia,os pregunto con toda sencillez: ¿quéhubierais hecho?

¡Luz Omnipotente, libérame delveneno de los hombres de espíritu

mezquino!El Enemigo es la sutileza

personificada; agudo, vigilante,incansable, poseedor de infinitosrecursos. Pero el mal se extralimita; y elgran mal se extralimita en gran manera.Y Nuestro Señor Jesús, SupremoMonarca Celestial, doblega todos lospropósitos al suyo en una laborincesante para que todo se una al finalcon el Ser Único. Eso debe recordarsesiempre.

No obstante, en la tenue luz gris deaquella melancólica mañana, desesperé.Los pequeños reyes se enterarían prontode la ruptura entre los dos hermanos.

Siempre hay gente que aprovecha aun lamás improbable de las armas y la utilizade la forma más certera; y algunos de losseñores necesitaban muy poco estímulo.Utilizarían a Ygerna como una cuña paracrear una división entre Aurelius yUther, y, una vez separados, serebelarían contra Aurelius para poner aUther en su lugar. Y en cuanto Aureliushubiera caído, eliminar también a Uther.

El reino se enfrentaría de nuevocomo un enfurecido mosaico de clanes yreinos díscolos y vanidosos. Y la Isla delos Poderosos se hundiría en laoscuridad.

Aurelius amaba a Ygerna y la quería

como esposa. Desconocía el amor queUther sentía por ella y la cortejó conpasión. Gorlas lo aprobaba; de hecho,alentó el compromiso e hizo todo cuantoestaba en su mano para consumarlo. Elque su hija —un tesoro para él—, secasara con el Supremo Monarca,aumentaba de modo considerable supropia categoría. En cualquier caso,Gorlas jamás hubiera aceptado a Uther.

Uther, demasiado orgulloso paradecir una sola palabra a su hermano, ymás aún para insistir en suspretensiones, soportó su agonía enamargo silencio.

Así, al ver que Uther no tenía

opción, apoyé a Aurelius. Uther se sintióofendido, pero no quiso decir nada.Amaba a Ygerna, pero amaba todavíamás a su hermano. Ligado por tresfuertes lazos —deber, honor y sangre—,se vio obligado a quedarse a un lado ycontemplar cómo su hermano le robabala luz de su vida.

Como es natural, a nadie se leocurrió preguntar a Ygerna lo quepensaba del asunto. En cualquier caso,obedecería a su padre, y era obvio pordónde se inclinaban los sentimientos deGorlas. En cuanto vio su oportunidad, noperdió un momento en arreglar la boda.

Por consiguiente, Aurelius e Ygerna

se comprometieron y planearon lacelebración de su matrimonio para lafiesta de Pentecostés.

No contaré su boda; eso puedeescucharse de labios de cualquiera delos arpistas itinerantes que recorren elpaís, muy adornado y exagerado, seguro,pero es así como los hombres quierenrecordarla.

La verdad es que Aurelius estuvo apunto de no casarse. Los meses quesiguieron a su coronación estuvo muyocupado en la organización de lasdefensas del reino y en la construcción yreconstrucción de Londinium yEboracum y otras ciudades; en la

creación de iglesias allí donde fuerannecesarias. En resumen, en la adhesiónde sus señores al trono, de cien formasdiferentes.

Para conducir las nuevas iglesias,nombró nuevos obispos; uno en especialpara que reemplazara a Dafyd enLlandaff. Para ello escogió a Gwythelyn,y con gran acierto. Los otros fueronDubricius en Caer Legionis y Sansón enEboracum. Acertó también con ellos,pues ambos hombres eran buenos ysantos.

Uther se mantuvo melancólico ynervioso durante todo el lluvioso finaldel invierno, y la llegada de la

primavera no le trajo la menor alegría.Adelgazó de forma notable y se volvióirascible, como un perro encadenadodurante mucho tiempo al que se niega elconfort de la chimenea de su amo.Gruñía a todo el que se le acercaba ybebía demasiado, en un intento poradormecer con el vino la herida de sucorazón, lo cual no hacía más queaumentar su miseria. Resultaba difícilimaginar persona más quejumbrosa ydesagradable.

El ataque sufrido por Gorlas elinvierno anterior no quedó olvidado. Ycuando la primavera empezó a hacertransitables las tierras, se iniciaron

nuevos ataques en los reinos centrales yen el oeste. Pronto se supo que Pascent,el último hijo vivo de Vortigern, era elresponsable. Inflamado por la idea devengar la deuda de sangre de su padre,había buscado y obtenido el apoyo deGuilomar, un reyezuelo irlandés siempreansioso por aumentar su fortunamediante el pillaje.

Gorlas había sorprendido a Pascenten el camino, cuando éste regresaba a laisla. Pascent, que aguardaba con suspocos seguidores a los hombres deGuilomar, atacó a causa del temor deque su guerra terminara antes deempezar. Aurelius no consideraba a

Pascent una gran amenaza, pero pensabaque los señores rebeldes podríandecidir unirse al hijo de Vortigern. Poreste motivo, el Supremo Monarca estabaansioso por que se resolviera confirmeza y de una vez por todas lacuestión de Pascent y Guilomar antes deque nadie más pudiera verseinvolucrado.

De modo que la primavera encontróa Aurelius preparándose para su boda ypara la guerra. La boda podría esperar,quizá; pero no la guerra. Fue entoncescuando tomé la decisión que me havalido tanto menosprecio, aunque era elúnico camino sensato.

Para ayudar a mitigar el dolor deUther por la boda de su hermano con lamujer que amaba, sugerí al SupremoMonarca que Uther condujera el ejércitoque debía ocuparse de Pascent yGuilomar. Aurelius, muy ocupado consus diferentes tareas, aceptó enseguida ydio la orden, diciendo:

—Ve con él, Merlín, porque mepreocupa. Nada le complace y semantiene apartado. Me temo que estoslargos meses alejado de la espada y lasilla le han afectado demasiado.

Uther, contento de tener una excusapara abandonar Londinium, donde lavida se le había vuelto tan desagradable,

asumió la imagen de un hombreexaltado. Tras apresurados preparativosabandonamos la ciudad pocos días antesde la boda de Aurelius e Ygerna. Utherno lo habría soportado; aunque tampocolo alegraba demasiado tenerme junto aél.

Si bien era demasiado orgullosopara decirlo, me culpaba por no habertomado partido por él con Ygerna. Sinduda olvidaba que su dama tenía unpadre que de ninguna manera querría vera su hija casada con él. Mientras Gorlasviviese, Aurelius era la única elecciónposible para su hija.

La gente contará que la guerra contra

Pascent fue breve y sangrienta; y queUther, en su terrible furia, barrió todo loque se presentó ante él. Ojalá hubierasido así. ¡Cuan profundamente lohubiera deseado!

La verdad es que la campaña resultóuna enloquecedora cacería a través de lamayor parte del reino, por la sencillarazón de que Pascent no quería luchar.En lugar de ello, el muy cobarde atacabacualquier granja o poblado agrícolaindefensos, saqueaba sus graneros, sellevaba todo lo de valor e incendiabalos edificios, matando a aquellos lobastante valientes para enfrentársele. Enesto no era mejor que el peor saecsen.

De hecho, era peor, porque los bárbarosal menos no asesinan a sus propioscompatriotas.

Pero en cuanto Uther aparecía,Pascent se desvanecía. Desde luegoaquel granuja era astuto, y muy hábil enla elección de sus blancos para evitar elenfrentamiento. Una y otra vezdivisábamos la negra columna de humoen el horizonte, espoleábamos nuestroscaballos hasta hacerles chorrear sudoren una persecución enloquecida, y todolo que encontrábamos era el granoquemado, la tierra empapada de sangre,y Pascent siempre había huido muchoantes de que llegáramos.

Pasó la primavera, el verano seasentó en la tierra, y seguíamos la cazasin haber avanzado un milímetro paraatrapar a Pascent desde queabandonamos Londinium.

—¿Por qué estás aquí sentado sinhacer nada? —preguntó exigente elduque una tarde. Aquel día habíamosperdido una vez más el rastro de Pascenten las colinas de Gwynedd, y Utherestaba de un humor peligroso—. ¿Porqué te niegas a ayudarme? —Un odre devino vacío descansaba sobre la mesa,junto a su copa.

—Nunca te he negado mi ayuda,Uther.

—Entonces, ¿dónde está esa famosavisión tuya? —Se puso en pie de unsalto y empezó a pasear por la tienda,azotando al aire con los puños apretados—. ¿Dónde están tus visiones y tusvoces, ahora que las necesitamos?

—No es tan sencillo como piensas.El fuego, el agua, revelan lo quequieren. Como el awen del bardo, lavisión viene cuando viene.

—¡Si fueras un auténtico druida, porel Cuervo que me ayudarías! —gritó.

—No soy un druida, ni jamás hepretendido serio.

—¡Bah! ¡No eres un druida, no eresun bardo, no eres un rey…, no eres esto

ni aquello! Bien, ¿qué eres, MerlínAmbrosius?

—Soy un hombre y se me tratarácomo a tal. Si se me ha llamado parasoportar tus improperios, tendrás quebuscarte a otro a quien insultar. —Melevanté para marcharme, pero él aún nohabía terminado.

—Te diré qué eres. Eres todo lo quequieres ser: todo y nada. Viniste anosotros meloso como una serpiente,sobre una roca calentada por el sol, contus palabras llenas de sutileza pararobarme a Aurelius…, para volverlo enmi contra. —Uther temblaba ahora. Suexcitación había ido en aumento y daba

rienda suelta a la furia reprimida en suinterior. Culparme era más fácil queenfrentarse al auténtico origen de sudesdicha.

Me volví y salí de la tienda, pero élme siguió al exterior, sin dejar de gritar.

—¡Te lo advierto, Merlín, sé lo queeres: un intrigante, un embustero, unmanipulador, un falso amigo! Era surabia la que hablaba y no le prestéatención.

—¡Contéstame! ¿Por qué te niegas acontestarme? —Me sujetó con malosmodos por el brazo y me obligó avolverme de cara a él—: ¡Ja! ¡Tienesmiedo! ¡Eso es! ¡He dicho la verdad y

ahora me tienes miedo! —Sudaba achorros, y apenas si podía mantener elequilibrio.

Algunos de los hombres que estabancerca se volvieron y nos miraron conasombro.

—Uther, ten cuidado —le espeté—.Te pones en evidencia ante tus hombres.

—¡Estoy desenmascarando a unestúpido! —se jactó. Su sonrisaresultaba grotesca.

—Por favor, Uther, no digas nadamás. Al único estúpido al que hasdesenmascarado es a ti mismo. Regresaa tu tienda y vete a dormir. —Hice elademán de alejarme de nuevo, pero me

sujetó con fuerza.—¡Te desafío! —aulló, el rostro

nublado por la cólera de su embriaguez—. Te desafío a que demuestres quiéneres ante todos nosotros. ¡Vamos,profetiza!

Lo miré furioso. Si hubiéramosestado solos, podría haberlo ignorado ohabría encontrado la forma de calmarlo.Pero no delante de sus hombres. Y nosólo los suyos, puesto que, alencontrarnos en Gwynedd, tambiénCeredigawn nos había facilitadohombres. Uther había llevado el asuntodemasiado lejos para abandonar: para élera una cuestión de honor ahora.

—Muy bien, Uther —respondí lobastante alto para que todos lo oyeran—. Haré lo que pides. —Me dedicó unaestúpida sonrisa de triunfo—. Lo haré—continué—, pero no quiero serresponsable de las consecuencias. Parabien o para mal, la responsabilidad estuya.

Dije esto no porque temiera lo quepudiera suceder y deseara evadir lasconsecuencias, sino porque quería queUther se diera cuenta de que no era unjuego de niños, o un truco paraimpresionar a los ignorantes.

—¿Qué quieres decir? —exigió. Lasospecha había hecho bajar el tono de su

voz.Le respondí directamente.—No es igual que descifrar

garabatos de un libro. Es algo extraño einquietante, lleno de peligros eincertidumbres. No puedo controlarlo, aligual que tú no puedes controlar elviento que sopla entre tus cabellos o lasllamas de tu hoguera.

—Si lo que intentas es hacermedesistir, ahorra tu saliva. —Algunos desus hombres expresaron su asentimiento.No les gustaba en absoluto ver vencidoa su señor.

—Lo que haré, lo haré a la vista detodos, para que todos podáis saber la

verdad —les dije—. Los que estáis ahí—señalé a los que estaban cerca delfuego— atizad el fuego, poned mástroncos. Quiero ascuas relucientes, nofrías cenizas.

Esto no era estrictamente necesario,supongo, pero necesitaba darme tiempopara sosegarme y dejar que la cólera deUther se enfriara. Sea como sea,funcionó, ya que Uther gritó:

—¿Y bien? Ya lo oís. Haced lo queos ha ordenado, y rápido.

Mientras los hombres amontonabanramas de roble sobre el fuego, fui a mitienda a buscar mi capa y mi bastón.Tampoco eran necesarias estas cosas,

pero pensé que quedarían bien, yconvencerían a los espectadores de laseriedad de lo que hacía. El arte nuncadebe parecer algo demasiado fácil o lagente no lo respetará…

A Pelleas no le gustó todo aquello.—Señor, ¿qué haréis?—Haré lo que Uther me ha pedido

que haga.—Pero, Lord Myrddin…—¡Debe recibir una lección! —

solté; entonces me ablandé—. Tienesrazón al estar preocupado, Pelleas.Reza, amigo mío. Reza para que nodejemos suelto por el mundo un peligromayor de lo que podamos controlar.

Al cabo de un rato vino a verme unsirviente para decirme que el fuegoestaba listo. Me envolví en mi capa ycogí el bastón. Pelleas, que rezaba ensilencio, se puso en pie con solemnidady me siguió. Era ya de noche cuandosalimos de la tienda. Avanzamos hastael fuego, que se había consumido hastaquedar reducido a un montón decarbones encendidos al rojo vivo conllamas púrpura y naranja; un buen lechopara echar luz al futuro como cualquierotro.

La luna brillaba pálida, su luz sefiltraba entre las ramas de los árboles

cuyos troncos se veían rojos por elresplandor de la hoguera. Los hombresse habían reunido en torno al fuego conlos ojos vidriosos, y ahora que yo habíasalido se quedaron en silencio, casireverentes. Uther había colocado su sillade campaña en el exterior y estabasentado delante de su tienda. Era laimagen de un rey sin hogar que celebraaudiencia en el bosque.

Pareció que iba a hablar cuando mevio, pero se lo pensó mejor y cerró laboca, indicando simplemente con lacabeza en dirección al fuego, como sime dijera: «Ahí está, haz tu trabajo». Yohabía tenido una leve esperanza de que

hubiera desistido en su idea y meliberara de mi promesa. Pero cuandoUther se aferra a algo, no se suelta confacilidad. Sucediera lo que sucediese,seguiría adelante.

Así pues, me sujeté la capa con unamano y, con el bastón alzado al aire,empecé a dar vueltas en torno al fuegosiguiendo el movimiento rotatorio delsol. Luego pronuncié en la LenguaAntigua, la lengua secreta de la SabiaHermandad, las arcaicas palabras depoder que correrían el velo entre éste yel Otro Mundo. Al mismo tiempo recé aNuestro Señor para que me otorgase lasabiduría necesaria para interpretar de

forma correcta aquello que viese.Me detuve y me volví hacia el fuego

con los ojos bien abiertos para buscarentre los relucientes carbones. Vi elbrillo que desprendía el calor, el fuertecolor carmesí de las brasas…, lasimágenes:

Una mujer de pie sobre la murallade una fortaleza situada en un elevadopromontorio, los cabellos revoloteanen mechones castaños mientras elviento eleva sus trenzas deshechas; lasgaviotas, en su vuelo, chillan sobre sucabeza. Abajo, el mar se agita sindescanso…

Un caballo blanco como la leche

galopa junto al vado de un río, sinjinete; la pesada silla de montar, dealto respaldo, está vacía, las riendascuelgan…

Nubes amarillas descienden sobreuna oscura ladera donde yacemasacrado todo un ejército, las lanzassurgen de la tierra como un bosque dejóvenes fresnos, mientras los cuervosse atiborran con la carne de loscadáveres…

Una desposada llora en un lugaroscuro, sola…

Obispos y hombres santosencadenados con grilletes de hierro yconducidos a través de las ruinas de

una ciudad asolada…Un hombre de gran tamaño sentado

en un pequeño bote sobre un lagobordeado de juncos, mientras el solbrilla sobre sus dorados cabellos, losojos entrecerrados, sus manos vacíasdobladas sobre sus rodillas…

Un hacha de guerra saecsen sehunde contra las raíces de un viejoroble…

Hombres con antorchastransportan una carga hacia lo alto deuna colina hasta un túmulo funerariocolocado en el interior de un enormecírculo de piedras…

Mastines negros ladran a una

blanca luna invernal…Lobos hambrientos despedazan a

uno de los suyos en la nieve…Un hombre ataviado con la túnica

de lana de un monje se escabulle poruna calle desierta, mira atrás porencima del hombro, suda de miedo,mientras sus manos aferran un frascoparecido al que los sacerdotes llevanpara ungir…

La cruz de Cristo arde sobre unaltar manchado de sangre…

Un bebé tumbado sobre la hierbade un escondido claro del bosque lloracon fuerza, en torno a su diminutobrazo hay una serpiente roja

arrollada…Las imágenes pasaban tan deprisa

que resultaban confusas e inconexas.Cerré los ojos y levanté la cabeza. Nohabía visto nada referente a Pascent, ninada que pudiera ayudar directamente aUther. Sin embargo, cuando volví a abrirlos ojos vi algo inesperado:

Una estrella recién nacida, másbrillante que cualquiera de sushermanas, relucía como un faro celestialen el cielo de Occidente.

En ese mismo instante, mi awendescendió sobre mí.

—¡Mira, Uther! —grité, mi voz llenade autoridad—. Mira hacia el oeste y

contempla una maravilla: una nuevaestrella centellea en el firmamento delSeñor esta noche, heraldo de noticias ala vez horribles y maravillosas. Prestaatención si quieres saber lo que ha deacontecer a este reino.

Los hombres lanzabanexclamaciones a mi alrededor a medidaque descubrían la estrella. Algunosrezaban, otros maldecían y hacían laseñal contra el mal. Pero yo sólocontemplaba la estrella, cada vez másbrillante, mayor en su resplandor, comosi quisiera rivalizar con el sol.Proyectaba sombras sobre la tierra; susrayos se extendían hacia el este y el

oeste, y tuve la impresión de que setrataba de las llameantes fauces delferoz e invencible dragón.

Uther se incorporó de su silla, elrostro bañado por aquella luzsobrenatural.

—¡Merlín! —gritó—. ¿Qué es esto?¿Qué significa?

Al oír su voz mi cuerpo empezó atemblar, a estremecerse. Mareado, metambaleé y me apoyé en mi bastón,barrido por una repentina corriente dedolor que me atravesó el corazón:comprendía por fin el significado de lascosas que había visto.

—¿Por qué, Luz Omnipotente? —

grité en voz alta—. ¿Por qué se me hacesufrir de esta forma? —Dicho esto, caíde rodillas y me eché a llorar.

Uther se acercó y se arrodilló a milado. Posó su mano sobre mi hombro ysusurró:

—Merlín, Merlín, ¿qué ha sucedido?¿Qué has visto? Dímelo, quiero oírlo.

Cuando por fin pude hablar, levantéla cabeza y miré con atención su rostroansioso.

—Uther, ¿estás ahí? Uther, prepárate—sollocé—. Desdicha y dolor paratodos nosotros: tu hermano ha muerto.

Esta revelación causó unaconmoción. Los hombres empezaron a

gritar incrédulos y angustiados:—¡Aurelius muerto! ¡Imposible!…

¿Has oído lo que dijo?… ¿Qué? ¿ElSupremo Monarca muerto? ¿Cómo?Uther me contempló pasmado.

—No puede ser. ¿Lo oyes, Merlín?No puede ser. —Volvió la mirada haciala estrella—. Debe de tener otrosignificado. Mira de nuevo y dímelo.

Meneé la cabeza.—Grande es el dolor en el país esta

noche y lo será por muchas nochesvenideras. A Aurelius lo ha matado elhijo de Vortigern. Mientrasperseguíamos a Pascent por todo elreino, él ha actuado a traición, ha

enviado a uno de los suyos a envenenaral Supremo Monarca en sus propiosaposentos.

Uther gimió y se desplomó haciaadelante, cayendo cuan largo era sobreel suelo. Una vez allí, lloró sinvergüenza, como una criatura huérfana.Sus hombres lo contemplaron, laslágrimas brillaban en muchos ojos, y nohabía uno entre ellos que no hubieracambiado de buena gana su vida por lade su querido Aurelie.

Cuando por fin Uther se incorporó,dije:

—Más cosas se han anunciado aún,Uther. Eres un guerrero sin par en este

país. Dentro de siete días se te coronarárey, y grande será tu renombre entre loshabitantes de Britania. Reinarás congran poder y autoridad.

Uther asintió con tristeza, sin quemis palabras lo consolasen demasiado.

—Esto también he visto: la estrellaque brilla con el fuego del dragón erestú, Uther; y el haz de luz que surge de suboca es un hijo nacido de tu noblelinaje, un príncipe poderoso que serárey después de ti. Y no habrá jamás reyque lo iguale en la Isla de los Poderososhasta el Día del Juicio Final.

»Por lo tanto, arma a tu ejército alinstante y marcha con valentía con la

estrella para iluminar tu camino, porquemañana a la salida del sol, allí donde seencuentran tres colinas, acabarás conPascent y Guilomar. Luego regresarás aLondinium, para investirte con la coronade tu hermano muerto.

Acabado todo, mi awen meabandonó y caí hacia atrás,repentinamente exhausto. El sueño rodósobre mí en oscuras oleadas y ahogótodos mis sentidos. Pelleas me ayudó aponerme en pie y me acompañó a mitienda. Allí caí dormido de inmediato.

La verdad es que fue una noche desueños. Aunque mi cuerpo dormía, mimente estaba llena de imágenes inquietas

que combatían entre ellas en mienfebrecido cerebro. Recuerdo que vimucha sangre y fuego, y hombres cuyasvidas en el reino de este mundo aún nohabían empezado. Vi cómo laspululantes Tinieblas se agrupaban parahacer la guerra, y cómo la tierratemblaba bajo su enorme e impenetrablesombra. Vi crecer a niños que jamáshabían conocido un día de paz. Vi amujeres cuyos vientres eran estériles acausa del miedo, y a hombres que noconocían más arte ni oficio que no fuerael de la guerra. Vi navíos que huían delas costas de Britania y otros alejarsedeprisa en dirección a la Isla de los

Poderosos. Vi enfermedades y muerte yreinos devastados por la guerra.

Y, terror de terrores, vi a Morgian.Ella, la persona a quien más temía

encontrarme, vino a mí en un sueño. Yaunque me hiela los huesos decirlo, semostró muy feliz de verme. Me dio labienvenida como si fuera un viajerollegado a su puerta. Dijo: «Ah, Merlín,Señor de los Seres Fantásticos, mealegro de verte. Empezaba a pensar quehabías muerto».

Era formidable; más hermosa que laaurora y más mortífera que el veneno.Morgian era el odio con forma humana,pero ya no era humana: el resto de su

humanidad lo había entregado alEnemigo a cambio de su poder. Y erapoderosa más allá de lo imaginable.

Pero aún su poder no llegaba alextremo de dañar a los hombres en sussueños. Podía asustar, podía insinuar,persuadir, mas no podía destruir.

—¿Por qué no hablas, mi amor?¿Tienes miedo?

En mi sueño, le contesté sin titubear.—Tienes razón cuando hablas de

miedo, Morgian, porque te temo deveras. Pero conozco tu punto débil, y heaprendido a tener la fortaleza del Señoral que sirvo. Viviré para verte destruida.

Lanzó una deliciosa carcajada, y las

tinieblas se elevaron a su alrededor.—Querido sobrino, ¡qué pensarás de

mí! ¿Te he hecho daño alguna vez?Vamos, no tienes ningún motivo parahablarme así. Sin embargo, comodemuestras un gran interés por el futuro,te hablaré.

—No tenemos nada que decirnos.—No obstante, hablaré y tú

escucharás: tu insensato odio por elAntiguo Sendero, por tu propio pasado,no puede continuar. No se te tolerará,Merlín. Si persistes se te sacrificará. Yeso me causaría tanta pena…

—¿Quién te ha dicho que me cuenteseso? —Ya lo sabía, pero quería que ella

me lo dijese.—No le temas al que tiene el poder

de destruir el cuerpo, teme a aquel quetiene el poder de destruir el alma; ¿no eseso lo que Dafyd te enseñó?

—¡Nombra a tu señor, Morgian! —la desafié.

—Se te ha avisado. Si no fuera pormí habrías muerto hace mucho tiempo,pero intercedí por ti. ¿Ves? Tienes unadeuda conmigo, Merlín. ¿Comprendes?Cuando nos volvamos a encontrar, me lapagarás.

—¡Oh, desde luego que tendrás turecompensa, Princesa de los Embustes!—le dije con valentía, con más valentía

de la que sentía—. Ahora, apártate demí.

No rió esta vez. Por el contrario, sugélida sonrisa podría haber detenido elcálido palpitar de un corazón.

—Hasta pronto, Merlín. Te esperaréen el Otro Mundo.

Mientras yo dormía, Uther siguió elconsejo que le di. Ordenó prepararse alejército y cuando estuvieron ensilladoslos caballos, se dirigieron al lugar queyo había indicado: Penmachno, un valleelevado formado por tres colinas alconverger, bien conocido desde antiguocomo lugar de reunión.

Viajaron toda la noche, iluminados

por la extraña estrella, y llegaron aPenmachno cuando un amanecer plomizoempezaba a colorear el cielo por el este.Allí, tal y como yo había dicho, estabanPascent y Guilomar acampados. A lavista del escurridizo ejército, toda lafatiga abandonó a los guerreros y,lanzando a los caballos a todavelocidad, cayeron como la muertesilenciosa sobre el desprevenidocontrincante.

La batalla resultó sangrienta y brutal.Guilomar saltó desnudo de su lecho y talcual condujo a sus hombres a la batalla,y fue el primero en ser atravesado poruna lanza. Los irlandeses, al ver caer a

su rey en primera línea, lanzaron un granaullido de angustia y decidieron vengara su señor.

Pascent, por el contrario, no teníaestómago para una lucha limpia einmediatamente buscó la mejor manerade huir. Se echó una vieja capa porencima, cogió las riendas de un caballo,y salió al galope del campo de batalla.Uther lo vio huir y salió en supersecución. Gritaba:

—¡Detente, Pascent! ¡Tenemos unadeuda que resolver!

Uther alcanzó al cobarde y lo golpeócon la hoja de su espada; Pascent cayóde la silla y se quedó boca arriba sobre

el suelo. Gimoteaba de miedo ysuplicaba por su vida.

—Puesto que tú querías la parte detu padre —dijo Uther, desmontando, laespada apuntando al suelo—, ven,cumpliré tu deseo. —Dicho esto, hundióla espada en la boca de Pascent de modoque la punta se clavó profundamente enla tierra. Pascent murió retorciéndosecomo una serpiente—. Eso es, quédatecon Guilomar, tu gran amigo deconfianza, y repartíos la tierra.

Sin jefes y diezmados, los irlandesesapenas si acertaron a defenderse,mientras los hombres de Uther,frustrados por la larga e inútil campaña,

se vengaban de sus compatriotasmuertos.

La lucha había terminado ya cuandoPelleas y yo llegamos al campo debatalla. Permanecimos con nuestroscaballos bajo un amanecer amarillentoen la cima de una de las colinas quedominaban Penmachno, y contemplé loque ya había visto en las brasas:guerreros que yacían muertos en laladera de una colina llena de lanzasclavadas como un bosque de fresnos.Las aves carroñeras graznaban, reunidaspara su macabro festín; sus relucientespicos negros arrancaban la carne de loscuerpos en sanguinolentos jirones.

Uther permitió que sus hombressaquearan el campamento irlandés yluego les ordenó montar y emprendieronel regreso a Londinium. Cinco días mástarde nos encontramos en el camino conalgunos de los jefes de Lord Morcant.

—¡Salve, Uther! —Saludaron alllegar junto a nosotros—. Traemostristes nuevas del gobernador Melatus.El Supremo Monarca ha muertoenvenenado por uno llamado Appas, uncompatriota de Vortigern.

Uther asintió, y volvió los ojos hacíamí.

—¿Cómo sucedió?—Furtivamente y mediante engaños,

señor —dijo con amargura el jinete queiba delante—. El muy cobarde se vistiócomo uno de los tipos de Urbanus yobtuvo la confianza de Aurelius. De estaforma, consiguió llegar a los aposentosdel Supremo Monarca y le dio a beberuna poción que había preparado «enhonor de la boda del rey», dijo. —Eljinete se interrumpió, una mueca deaversión retorció sus labios—. ElSupremo Monarca lo bebió y se fue adormir. Se despertó durante la nochegritando febril, y murió antes de lamañana.

—¿Qué pasó con Ygerna? —preguntó Uther. Su voz no reveló la

menor emoción—. ¿Bebió también ella?—No, señor. La reina había

regresado con su padre a Tintagel arecoger su dote y debía reunirse con elrey en Uintan Caestir.

Uther se mostró pensativo.—¿Qué hay de Appas?—No se lo pudo encontrar en el

palacio del gobernador. Ni tampoco selo halló en toda la ciudad, señor.

—Sin embargo, opino que loencontraremos —profirió Uther consuavidad. La fría amenaza latente en suvoz cortaba como una cuchilla de hielo—. Que todos los dioses sean testigos:el día que lo encontremos compartirá la

recompensa de sus amigos que se haganado por su propia mano. —Entoncesse irguió en la silla y preguntó en vozalta—: ¿Dónde han colocado a mihermano?

—Según su propio deseo, y pororden de Urbanus, al Supremo Monarcalo han enterrado en el lugar donde estánlas piedras colgantes, llamado el Anillodel Gigante. —El jinete vaciló, luegosiguió—: Fue también deseo suyo que losucedierais en el reino.

—Muy bien, iremos hasta allí y lerendiremos honores —repuso Uther consencillez—. Luego cabalgaremos hastaCaer Uintan, donde seré coronado. Os

diré la verdad: Londinium me resultaaborrecible y jamás entraré en esaciudad odiosa mientras viva.

Ése fue un juramento que Uthercumplió hasta el fin de sus días.

C12

uando el pérfido Lord Dunaut seenteró de que Aurelius había

muerto, reunió a sus consejeros ycabalgó hasta las posesiones de Gorlas,en Tintagel, para discutir acerca de cuálsería el mejor modo de aprovecharaquel repentino e inesperado giro en losacontecimientos. También enviómensajeros a Coledac, Morcant yCeredigawn para pedirles que sereunieran con ellos. No obstante, noutilicé mi Visión para descubrir quéproyectaban.

Dice mucho en favor de Gorlas que,

aunque dio la bienvenida a Dunaut y lebrindó la hospitalidad de su hogar, senegó a participar en nada que separeciera a una rebelión. Incluso mástarde, cuando Coledac y Morcantllegaron, Gorlas, por respeto alSupremo Monarca y a su hija, semantuvo fiel a Aurelius.

—Pero Aurelius está muerto —arguyó Dunaut—. Tu juramento te hasido devuelto ahora. Y hasta quevuelvas a darlo, eres libre.

—Tú mismo podrías ser SupremoMonarca —intervino Coledac, sincreerlo en realidad—; entonces nofaltarías en absoluto a tu palabra.

—¡Poseo más honor que eso! —protestó Gorlas—. El vuestro es unjuego de palabras y no tiene la menorsustancia.

—No tiene sentido para mí —sequejó Morcant—. Hablas de honor y deengaño a la vez, como si no pensáramosen absoluto en el bienestar del reino.Necesitamos a un rey fuerte para quemantenga el reino unido. Aurelius se haido, y puesto que no se regresa de lamuerte, debemos hacer lo que podamospara honrarlo manteniendo la paz en estepaís.

—Lo honraré manteniendo mipalabra. —Gorlas no estaba dispuesto a

cambiar de parecer.Aunque quería a Aurelius y deseaba

honrarlo con todo su corazón, amaba aúnmás a su hija. Y al final, fue su amor porYgerna lo que provocó su perdición.

Uther, desde luego, no pudo soportartal insulto a su dignidad, y lo encolerizóque no lo nombraran Supremo Monarcade forma unánime; especialmentedespués de que Aurelius, antes de sumuerte, hubiera ordenado que Utherdebía sucederlo y completar las buenasobras que había iniciado. Además,odiaba la perspectiva de tener quevolver a repetir viejas batallas, batallasque él mismo había ganado la primera

vez.Aunque, como es obvio, no era sólo

esto lo que movía el corazón de Uther.Por lo tanto, cuando Ceredigawn,

cuyas tierras Uther había salvado alderrotar a Pascent y Guilomar, le avisóque los reyes se reunían en secreto en lafortaleza rocosa de Gorlas, en la regiónoccidental, él no perdió un instante, sinoque convocó a todos aquellos guerrerosque tenía bajo sus órdenes y aun a otrosmuchos que se le podían unir deinmediato, y partieron en dirección aTintagel.

Estábamos en pleno verano, con díasbrillantes como cuchillas recién

bruñidas y noches suaves como dulceaguamiel. Terminado nuestro trabajo,Pelleas y yo habíamos regresado a YnysAvallach.

Mi pacto había sido con Aurelius, nocon Uther. Y a pesar de todo lo quehabía hecho por él, Uther dejó muy clarotras su coronación que no precisaba demis servicios como consejero. Muybien. La verdad es que agradecía aqueldescanso.

Por ello lo sucedido en Tintagelllegó retaceado y muy tarde a mis oídos.Para entonces los hechos se habíanconsumado y las semillas se habíansembrado a conciencia.

Resulta curioso que yo, que tan amenudo he estado en el centro deacontecimientos decisivos para elmundo que no pude evitar, he estadoausente con igual frecuencia de aquellossobre los que hubiera podido actuar.Cuando pienso en las heridas quehubiera podido evitar, el derramamientode sangre que hubiera podido impedir…la verdad es que se me parte el corazón.

¡Luz Omnipotente, no lo haces nadafácil para los hombres!

No obstante, permanecí con losSeres Fantásticos durante un buentiempo, y dejé que la serenidad de lamaravillosa isla de Avallach calmara mi

agitado espíritu. Había alimentadomuchas esperanzas sobre Aurelius;¡prometía tanto! Su muerte no podíatomarse a la ligera. Sin embargo, teníapresente la profecía que se me habíarevelado y había contado a Uther, acercadel hijo de su noble linaje que nacería ysuperaría aun a Aurelius. Esto meconfortaba, aunque ni sabía ni adivinabacómo ni cuándo ocurriría.

Tal como he dicho, el espírituiluminador, al igual que el viento, va allídonde quiere, y arroja una luz que amenudo oscurece tantas cosas comorevela otras.

Charis se sintió muy satisfecha de

tenerme con ella de nuevo. Habíaaprendido a valorar los momentos quepasábamos juntos —siempre lo hizo, sí— sin anhelar que fueran otra cosa.Existe un amor que asfixia, y existe otroque apaga la llama que le da luz y vida.Ambos tipos de amor son falsos, yCharis había aprendido la diferenciaentre el amor auténtico y el falso.

Últimamente empleaba su tiempo enactividades curativas: sabía bastanteacerca de las medicinas y suspropiedades, y cómo curar diferentesheridas y enfermedades. Intercambiabaconocimientos con los monjes delSantuario Sagrado —y también con

aquellos miembros del Pueblo de lasColinas con quienes excepcionalmentese ponía en contacto— y practicaba suarte en el cercano monasterio. Allí ibantodos aquellos que sufrían deenfermedades o heridas en busca deayuda.

Juntos pasamos muchos días felices,y me habría quedado muy contento en laTorre por tiempo indefinido si nohubiera sido por la urgente llamada deUther. Una tarde, en la iglesia situadabajo la Colina del Santuario,aparecieron dos jinetes que mebuscaban. Los monjes les dijeron dóndeencontrarme, y aunque aún había, luz

suficiente en el cielo, esperaron hasta eldía siguiente para verme, temerosos deaproximarse a la Torre después de lapuesta del sol.

Al otro día, cuando el sol se alzó,cruzaron la calzada y subieron la Torreen dirección al palacio de Avallach.

—Hemos venido a buscar al Emrys—anunciaron en cuanto se les permitióentrar en el patio.

—Y lo habéis encontrado —respondí—. ¿Qué queréis de mí?

—Nos envía el Supremo Monarca, yos traemos los saludos de nuestro señor—contestó el mensajero con toscacortesía—. Os ordena que os reunáis

con él en la fortaleza de Gorlas, enTintagel. Hemos jurado llevarte allí.

—¿Qué sucederá si decido noacompañaros? —No conocía a aquelloshombres, y ellos, evidentemente,tampoco a mí.

El hombre no titubeó.—Entonces se nos han dado

instrucciones para que os atemos de piesy manos y os arrastremos hasta allí.

Eso era muy propio de Uther.—¿Pensáis acaso —reí— que

alguien puede llevarme allí a donde yono quiero ir?

Esto les preocupó. Intercambiaronuna inquieta mirada.

—El Pendragon dice… —empezó elprimero.

—¿Pendragon? —murmurépensativo—. El Gran Dragón. ¿Es ese elnombre que Uther se da ahora?

—Sí, señor, desde la noche de laaparición de la Estrella Dragón, cuandose convirtió en rey —respondió elhombre.

Entonces, Uther, después de todo,me hiciste caso. Sí, resultaba apropiadopara él: Uther Pendragon. Muy bien, midifícil amigo. ¿Qué más aprendisteaquella noche?

Los dos hombres miraban a sualrededor con ansiedad.

—Venid, desayunad conmigo —ofrecí—. Y podéis decirme más cosassobre vuestra misión.

Los mensajeros me dirigieron unamirada suspicaz.

—No temáis nada —los regañé—.Sed lo bastante amables como paraaceptar la hospitalidad cuando se osofrece.

—Bien, la verdad es que estamoshambrientos —admitió uno de ellos.

—Entonces entrad y comed. —Mevolví y me siguieron de mala gana hastala gran sala. Los Seres Fantásticossiempre asombran a otras razas, lo cualtiene su utilidad—. ¿Por qué me busca?

—inquirí mientras comíamos pan yqueso.

—No lo sabemos, señor.—Algo debéis de saber de los

asuntos de vuestro amo. ¿Por qué osenvió?

—Sólo se nos dijo que osbuscáramos. Hay muchos otros quetambién buscan —añadió el hombrecomo si ello probara la veracidad de suspalabras.

Miré al otro jinete, que no habíahablado.

—¿Qué sabes de esto? Dímelorápido, porque no iré con vosotros amenos que tenga un mejor motivo que el

que he oído hasta ahora. ¡Habla!—Uther necesita vuestra ayuda para

su matrimonio —se le escapó al hombre,dejándolo anonadado. Era un secretoque no había tenido intención de revelar.

¡Ygerna… claro! ¿Pero qué iba ahacer yo? Ygerna era libre de casarse, yUther no precisaba de mi aprobación.Sin embargo, Uther no hubiera enviadopor mí si en verdad no necesitara de miayuda. De eso podía estar seguro.

—¿Cuál es el problema? —preguntéa mi avergonzado cómplice—. Sigue,cuéntamelo. No sobrevendrá ningún malpor contármelo; en cambio, ése sí podríaser el caso si me lo ocultas.

—Es Gorlas y los otros: Dunaut,Morcant y Coledac. Están todos enTintagel. Uther los sorprendió allí y losdesafío. Entre todos sólo cuentan con elejército de Gorlas y algunos otroshombres. Luchar contra Uther seríaenviar a una carnicería sobre ellos, asíque rehusaron.

—Esperan allí arriba en la fortalezade Gorlas —intervino el otro mensajero.Ahora que el riachuelo había empezadoa fluir, podía muy bien convertirse en untorrente—. Uther no puede entrar, yellos no quieren salir.

Comprendía. Uther realmente habíasorprendido a los reyes. Después de

galopar sin descanso había llegadocuando aún planeaban su traición.Puesto que no habían planeado unataque, los reyes sólo habían llevadouna escolta. Estaban atrapados, portanto, sin hombres ni armas suficientespara enfrentarse a Uther.

Esta incómoda situación colocaba aGorlas en una postura insostenible. Unhombre de su clase no podía traicionar asus amigos ayudando a Uther, y encualquier caso, ningún poder sobre laTierra podía hacer que aquel testarudojefe guerrero de la región del oeste sedeshonrase retirando la hospitalidad quehabía ofrecido. Al mismo tiempo, no

obstante, proteger a los señores rebeldessignificaba desafiar al SupremoMonarca, a quien debía su juramento delealtad.

Podía imaginarme a la perfección alangustiado Gorlas, víctima de susituación. Y Uther, más furioso cadamomento que pasaba, lo haríaresponsable de todo.

Sin embargo, algo impedía que Utherderribara las puertas. ¿Qué lo retenía?:Ygerna. Su amor estaba tambiénencerrado en el caer, y no podíadeclarar la guerra al padre de su futuraesposa y arriesgarse así a perder suafecto. Pero tampoco podía retirarse y

dejar en libertad a los traidores.De manera que, ante tal dilema y sin

saber qué hacer, me llamaba a mí. Bien,Uther, mi testarudo y joven príncipe,siempre tan apasionado, hacen bien enllamarte Gran Dragón.

Supongo que debería habermesentido reivindicado de algún modo alsaber que Uther no podía prescindir demí. Lo cierto es que me sentí cansado.Me daba la impresión de que todo eltrabajo que me había tomado conAurelius había sido desperdiciado porentero y que el tiempo que ahoradedicase a ayudar a Uther tendría elmismo resultado.

Hacía mucho que había decidido queUther no era lo que yo necesitaba en unSupremo Monarca. Por cierto, no era elgobernante que ayudaría a dar vida alReino del Verano. Para eso debía buscaren otra parte.

Como quiera que sea, era elSupremo Monarca, y a pesar de lo quepudieran pensar mezquinos y ambiciosospotentados como Dunaut y Morcant —sies que se les había ocurrido hacerlo—,Uther no era ni estúpido ni inepto.Poseía una aguda mente militar y sabíacómo mandar a los hombres. EstoBritania lo necesitabadesesperadamente. Como mínimo, se le

hubiera debido conceder la dignidad desu rango.

En consecuencia, preveía un finalconfuso para todo aquel asunto. Desdeluego, debía ponerme del lado de Uther;eso no lo dudé ni un momento. Iría yvería qué podía hacer para salvar lo quefuese, aunque descreía que se pudierahacer gran cosa.

Las dudas de Pelleas eran aúnmayores que las mías.

—¿Por qué no dejar que Uther loshaga añicos y acabar de una vez? —preguntó mientras nos dirigíamos a todaprisa hacia Tintagel. Tampoco había ensu mente la menor duda acerca de quién

saldría victorioso—: Al parecer, Dunauty sus amigos se lo han buscado. Quepaguen ahora por su traición.

—Olvidas a Ygerna —repuse—.Estoy seguro de que Uther no lo hace.

No, Uther no se olvidaba de Ygerna. Enverdad, fuera de ella, pensaba en pocacosa más.

Cuando nos reunimos con él,acampado en el estrecho valle situadobajo la fortaleza de Gorlas, Uthermostraba un aspecto tan adusto quehabría atemorizado incluso a un perrofurioso. Sus consejeros y jefes se

mantenían apartados; nadie se atrevía aacercarse por miedo a ser azotado oalgo peor.

Cuando hice mi aparición, unmurmullo de excitación se extendió porentre los soldados, quienes, hartos de lasituación en que se encontraban ytemerosos del mal genio de su señor,recibieron mi llegada con cierto alivio.

—Algo se hará ahora —se susurraba—. ¡Merlín está aquí! El Hechicero hallegado.

¡Oh, sí, se precisaría un poderosohechizo para salvar esta situación! ¡Senecesitaría un milagro!

—Aquí estoy, Uther —me anuncié,

ya que su criado temía entrar. Estabadentro de la tienda sentado en su silla decampaña, decaído, sin afeitar y con surojo cabello revuelto. Levantó la vista.

—Has tardado bastante —gruñó—.¿Has venido a roer los restos?

Ignoré el cumplido, y de una jarracercana me serví un poco de vino en lacopa del rey.

—¿Cuál es el problema?—¡Cuál no lo es! —contraatacó

ceñudo.—Si quieres mi ayuda, debes

decírmelo ahora. He cabalgado a muchavelocidad para llegar hasta aquí, perome iré con igual prisa si no te

incorporas en tu asiento y me hablascomo un hombre.

—Mis «leales» señores se escondenallá arriba —señaló con un gestoimpaciente en dirección al caer—maquinando mi destrucción.¿Considerarías a eso un problema?

—Sí, pero te creía muy capaz deresolver este tipo de problemas, Uther.Sin embargo, te quedas aquí sentado enla penumbra, gimoteando y sollozandocomo una doncella que ha perdido sumejor colgante.

—¡Oh, sí, refriega sal en la herida!¡Lárgate si es ésta la ayuda que me traes!—Saltó de la silla como si de repente

ésta resultase demasiado caliente parapermanecer en ella—. Por el GranCuervo, no eres mucho mejor que esajauría de perros aulladores de ahí fuera.Ve y reúnete con ellos. ¿Quieres que oseche un hueso?

—Esto no es digno de ti, Uther —ledije terminante—. Aún no me has dichoqué es lo que te aflige.

Se volvió, un oso acosado por unperro que por fin lo ha acorralado.

—¡No puedo atacar el caer conYgerna dentro!

Al pronunciar su nombre, su rostrocambió y conseguí mi propósito. Habíadejado de ser un ser malhumorado e

irracional, extendió las manos y sonriópesaroso.

—Ahora ya lo sabes, GranEntrometido. Así que dime, ¿qué debohacer?

—¿Qué puedo decirte que tusconsejeros no te hayan dicho ya?

Puso los ojos en blanco y lanzó unabocanada de aire.

—¡Por favor!—Tu malhumor te ha cegado, Uther,

de lo contrario habrías visto la respuestacon claridad.

No respondió, permaneció con lacabeza gacha y las manos colgando a loscostados.

—¡Oh, por la luz de Lleu! —exploté—. No eres el primer hombre que ama auna mujer. Deja de comportarte como unoso herido y pongámonos a averiguarqué puede hacerse.

—No podemos atacar la fortaleza —suspiró; luego, con una extraña miradapero con más energía, añadió—: Almenos no mientras ella esté allí.

—No —repuse, sacudiendo lacabeza—. Ni lo pienses.

—Pero tú, Merlín… Tú podrías irallí arriba. Gorlas te dejaría entrar.Podrías verla; podrías rescatarla.

—A lo mejor podría… ¿y entonces?—Limpiaría ese nido de serpientes

de una vez por todas.—Un plan audaz, Uther. ¿Y crees

que ella se casaría tan fácilmente con elhombre que asesinó a su padre?

—¿Asesinó?—Así es como ella lo vería.—Pero…, pero…, son traidores.—No a sus ojos.—¡Ya está! ¿Lo ves? ¡No hay salida!

—Estrelló el puño contra la mesa—. Mevuelva donde me vuelva, estoy perdido.

—Retírate pues.Una llamarada de cólera inundó sus

ojos.—¡Jamás!Me volví y salí de la tienda. Me

siguió a los pocos instantes y fue hastadonde yo estaba, de pie sobre unmontículo rocoso con los ojoslevantados hacia los negros y relucientesmuros de piedra de la fortaleza deGorlas. Era una construcciónimpresionante y, con toda probabilidad,impenetrable, ya que ocupaba un enormey elevado promontorio rocoso que seinternaba en el mar. El peñón estabaunido a tierra firme por el sendero másestrecho que pudiera imaginarse, yatravesaba una sola entrada, el únicoacceso, muy fácil de defender.

—No me refiero a abandonar elcampo. Pero vete de este lugar —dije

con suavidad.—¿Con qué propósito?—No puedes hacer nada mientras

permanezcas aquí. Al igual que ellostampoco pueden hacer nada contra ti. —Levanté una mano en dirección a lafortaleza que se alzaba negra e inmensasobre nosotros—. En el juego delajedrez, a esto se le llama hacer tablas,y nadie puede ganar en esta posición.Por lo tanto, puesto que ellos no puedenmoverse, debes hacerlo tú.

—No lo haré —rugió, con losdientes apretados—. ¡Por todos losdioses del cielo y la tierra que no loharé!

—No lances juramentos, Uther, hastaque lo hayas oído todo.

Por entre los apretados dientes seoyó un siseo.

—Pues, sigue de una vez.—No sugiero que te arrastres de

regreso a Caer Uintan. Con ir justodetrás de esa línea de colinas que hay aleste, será suficiente. Luego espera allímientras yo voy a hablar con ellos. —Lomeditó y asintió con la cabeza—. Muybien. Ahora dime, ¿qué condicionesquieres ofrecer?

—¿Condiciones? —Se frotó lamandíbula—. Ni siquiera he pensado encondiciones.

—Bueno, ¿qué deseas más: susvidas o su lealtad? El Supremo Monarcavaciló, para luego mostrar de qué metalestaba hecho:

—Su lealtad, si es que es posibledespués de esto.

—Es posible, si tú lo permites.—¿Permitirlo? Me alegraría de ello.—Entonces veré si escuchan a

razones.—Por el Dios al que oras, Merlín, te

juro que si puedes asegurar su lealtadsin el innecesario derramamiento desangre, y salvar a Ygerna, te darécualquier cosa que pidas, aunque sea lamitad de mi reino.

Me encogí de hombros.—Jamás he pedido nada para mí, ni

tampoco lo haré ahora.Mientras hablaba tuve una visión:

Gorlas muerto en la ladera de unacolina, su sangre ennegreciendo el suelo.Y escuché, como si proviniera del OtroMundo, el grito de un bebé en medio delaullido de los lobos en una fría noche deinvierno. Sentí como un peso en elcorazón, y un sabor a sudor salado yamargo en la boca. Las palabrassalieron espontáneas.

—No obstante, mis servicios tienenun precio. Un día no muy lejano exigirémi recompensa, y muy amarga será su

concesión. Que te consuele esto: lo quepediré será por el bien de Britania.Recuerda eso cuando llegue el día depasar cuentas, Uther Pendragon. Yniégame mi petición entonces, si teatreves.

Uther me miró con sorpresa, peroaceptó mi declaración.

—Que sea como tú dices, Merlín.Estoy satisfecho. Haz lo que quieras.

Aunque era ya tarde, se dieronórdenes para levantar el campamento ypartir. Sabía que esta actividad atraeríala atención de los que estaban en elcaer, así que Pelleas y yo nos metimosen una barquilla de hule y remamos

alrededor del promontorio para ver sihabía otra entrada a la fortaleza.

Tal y como calculaba, existía; peroera practicable sólo con la marea baja,pues únicamente podía atracar un boteen los duros guijarros que había a lospies del acantilado cuando las aguasbajaban. El resto del tiempo la boca deltúnel quedaba inundada y las olas quechocaban contra las rocas caídasresultaban demasiado peligrosas para lanavegación.

A menos que deseara entrar en plenanoche, la calzada en tierra firmeresultaba la mejor elección. No teníagrandes esperanzas de que Gorlas me

acogiera como a un hermano, pero merecibiría y soportaría mi presencia almenos durante todo el tiempo quetardara en decir lo que tenía que decir.Me respetaba hasta ese punto, consideré.Me lo debía por aquel día en el campode batalla en que combatimos juntoscontra Hengist.

Al anochecer, Uther ya habíalevantado el campamento y se habíaretirado hacia el otro lado de lascolinas. Pelleas y yo, completadanuestra inspección del promontoriorocoso, montamos en nuestros caballos yemprendimos la ascensión de la estrechacresta de pizarra que formaba la calzada

en dirección a la enorme cúpula de rocasobre la que Gorlas había edificado sufortaleza. El mar golpeaba incesante porun lado, y una corriente de agua dulcecorría ruidosa por el otro: una caída envertical a una muerte repentina y seguraen cualquiera de los dos casos.

Aguardamos al otro lado de losportones de madera mientras loscentinelas iban a buscar a su señor, queapareció al instante. Como habíaprevisto, habían estado observando.

—¿Qué haces aquí, Emrys? —inquirió Gorlas. La pregunta era undesafío.

—He venido a hablar contigo,

Gorlas.—No tengo nada que tratar con

Uther.—Puede que no —admití—, pero él

sí tiene asuntos que tratar contigo, o másexactamente, con aquellos que serefugian bajo tu techo y demandan tuhospitalidad.

—¿Y eso qué? —dijo con sarcasmoel jefe cornovii—. No niegohospitalidad a nadie que me la solicite.Ésos a los que buscas son bienvenidosaquí mientras quieran quedarse.

—Si es así —repuse contranquilidad—, entonces solicito esamisma hospitalidad para mí y mi criado.

Oscurece y la noche se nos echa encima.No tenemos adonde ir.

El verse atrapado por sus propiaspalabras enfureció a Gorlas; el queresultara tan fácil no mejoró sudisposición, y empecé a pensar que nonos dejaría entrar, después de todo; peroen Gorlas el sentido del honor estabamuy arraigado y, a pesar de todo, cedió.

Quitó las trancas de las puertas y élmismo las abrió; el rostro helado en unaexpresión mezcla de furia y dehumillación.

—Entrad, amigos míos —mascullóentre dientes, como si pronunciara unjuramento—, sois bienvenidos aquí.

—Te damos las gracias, Gorlas —repuse con sinceridad mientras conducíaa mi caballo a través de la entrada—.Esto no te perjudicará.

—Eso aún queda por verse —resopló, y ordenó impaciente quevolviera a cerrarse el portón, no fuera aser que Uther se presentara a pedirletambién hospitalidad.

La roca de Tintagel servía depoderoso cimiento para la extensafortaleza de madera y piedra, más piedraque madera, ya que la piedra negra de laregión estaba muy a mano mientras quela madera había de cortarse y arrastrarsedesde bosques situados a mucha

distancia. Esto daba al lugar un aspectofrío y agreste; la sólida residencia de unhombre duro, no acostumbrado a lascomodidades, de voluntad y principiosfuertes y poco dispuesto a doblegarse.

Tintagel podía ser un santuario o unaprisión: su entrada impedía tanto entrarcomo salir. Me pregunté si Uther lo veíaasí.

La mansión de elevada bóveda sealzaba en el centro de un gran número deedificios más pequeños: cocinas,graneros, despensas y almacenes devarias clases, dormitorios más pequeñosy casas redondeadas de piedra. Entreestos edificios había un estrecho

enlosado de piedras pulidas ycanalizadas para que, cuando llovía —lo cual, tan cerca del mar, era continuo—, los hombres y las bestias no sehundieran en barrizales.

En general, Tintagel resultó ser unafortaleza sencilla y a la vezimpresionante: una residencia apropiadapara el rey de los cornovii. No era yo elprimero en pensarlo, desde luego, yaque el lugar había estado habitadodurante muchas generaciones y sin dudacontinuaría así durante muchas, muchasmás.

—La cena se servirá pronto. —Gorlas subió por el sendero, detrás de

nosotros, y se nos acercó jadeantemientras desmontábamos—. Seocuparán de vuestros caballos.

Nos condujo a una sala iluminadapor la luz de las antorchas en cuyachimenea ardía un enorme fuego. Perrosy niños jugaban en los rincones, y ungrupo de mujeres que charlaban en vozbaja con las cabezas muy juntas ocupabael otro extremo de la habitación. No vi aYgerna entre ellas. Morcant, Dunaut yColedac con sus séquitos ganduleabansentados a la mesa de Gorlas. Al entrarnosotros, todas las cabezas se volvierony las risas cesaron.

Morcant se puso en pie al instante.

—¡Mirad, amigos, aquí tenemos alperro faldero de ese cobarde de Uther!Bien, Merlín Embries, ¿has venido aolfatearnos para regresar corriendo contu amo a contarle cuentos?

—El insulto es indigno de vos, LordMorcant. No os exijo respeto hacia mí,pero al menos no os pongáis aún más enpeligro vituperando al SupremoMonarca.

—¡Supremo Monarca! —se mofóMorcant—. Supremo Cobarde más bien.

Dunaut y Coledac lanzaron fuertescarcajadas.

—¿Le llamáis cobarde porque hacecaso omiso de vuestra traición y os

extiende sus manos en señal de amistad?—¡Extiende sus manos en señal de

temor! —resopló Coledac, dislocado derisa.

Gorlas, violento por la grosería desus invitados, llamó a grandes vocespara que trajeran la cena. Los sirvientesiniciaron una febril actividad al oír suorden, y a los pocos instantes aparecíanya cestos y bandejas de comida.

Los tres señores habían engullidograndes cantidades del aguamiel deGorlas y no parecían inclinados a parar.Sin duda, su alivio ante la retirada deUther los había puesto de humor paracelebraciones, y la bebida los volvía

atrevidos. Pero el que los movía era elvalor del loco.

—Habrá problemas —advirtióPelleas mientras ocupábamos nuestroslugares en la mesa—. La bebida lospondrá de mal talante y buscarán gresca.

—Si eso sucede, no losdecepcionaremos —repuse—. Debenaprender a respetar a su rey. Éste es unmomento tan bueno como cualquierapara enseñárselo.

—Creo que se me podría ocurrir unmomento más adecuado. —Pelleaspaseó la mirada por la sala, llena ahoraen gran parte por las escoltas de los tresseñores, cada hombre con un cuchillo al

cinto y una espada a su costado—. Siempiezan, no creo que ni siquieraGorlas pueda detenerlos.

La comida se desarrolló sinincidentes. Los tres, ocupados con lacarne, pronto se olvidaron de nosotros.Comimos en paz, y ya terminábamoscuando la piel que cubría la entradainterior a la sala se hizo a un lado yentró Ygerna con algunas de susdoncellas.

No nos miró —de hecho mantuvo losojos esquivos— aunque debía de saberque estábamos allí. Creo que no queríamirarme por temor a descubrir susecreto. Pero para mí, su aturdimiento

tenía la fuerza de la elocuencia.Sentí una súbita simpatía por ella.

Una muchacha tan hermosa —una noviaaún, en realidad; no podía verla comouna viuda, aunque lo fuese—, cuyanobleza estaba presente en cada rasgode su elegante figura… Cómo eraposible que el tosco Gorlas pudieratener una hija tan refinada, tan regia, erauna misterio.

La comida terminó, y Gorlas,deseoso de evitar problemas, llamó a suarpista. Un anciano avanzó haciaadelante dando un traspié. Sostenía unarpa muy usada y empezó a cantar unalarga canción casi incomprensible sobre

el cambio de las estaciones o algoparecido. Sentí lástima por él. Perocompadecí más aún a su audiencia, lacual, con toda probabilidad, jamás habíaescuchado a un auténtico bardo y nuncalo haría.

A petición de su señor, el ancianoinició otra canción, y como toda laatención se concentró en él, me lasarreglé para hablar con Ygerna. Ladesconcertó el que me acercara a ella,pero, con rapidez de pensamientos, sepuso en pie de un salto y me llevó a unrincón en sombras.

—Por favor, Lord Emrys —advirtió—, si mi padre…

—No nos verá aquí —le aseguré.Luego añadí—: ¿Por qué? ¿Le teméis?

Se mordió el labio inferior y bajó lacabeza con timidez, un gesto lleno defeminidad, incertidumbre e inocencia.Aquel mohín me enamoró, pues merecordaba a otra muchacha de hacíamucho tiempo atrás.

—No, no… —vaciló; luegoprosiguió—: Pero me vigila tan decerca… Por favor, no puedo decir más.

—Fuisteis una mujer casada —lerecordé—. Ya no necesitáis permanecerbajo el techo de vuestro padre.

—El Supremo Monarca está muerto.¿Adónde iría? —Hablaba sin

duplicidad, y sin pena. No lloraba aAurelius, ni tampoco lo fingía: no lohabía amado. En verdad, apenas loconoció. Se había casado con él sólopor complacer a su padre.

—Hay alguien, pienso, a quien sepodría persuadir para que os aceptara.

Ella sabía muy bien a quién merefería. Ya que también lo habíapensado, y a menudo con gran ansiedad.

—¡Oh, pero no me atrevo! —jadeó.—¿Por qué?—Mi padre nunca lo permitiría.

Ahora, por favor, debo irme.Pero no hizo el menor movimiento

para marchar. En lugar de ello, volvió

los ojos hacia donde estaba sentado supadre con los demás señoresescuchando el rasgueo del arpista.

—¿Si pudierais salir de aquílibremente, os reuniríais con Uther? —pregunté sin tapujos, ya que debíasaberlo y no quedaba tiempo.

Agachó la cabeza de nuevo; luegolevantó la vista con timidez, y murmuró:

—Si él me aceptara, sí.—Lo haría y lo hará —repliqué—.

Sé que habría incendiado las puertashace mucho tiempo si no fuera por vos,Ygerna. —No dijo nada, pero asintióligeramente—. Vaya, ya os habíais dadocuenta de ello. Muy bien, veré qué

puede hacerse. Si vengo a buscaros,¿vendréis conmigo?

Sus ojos se abrieron de par en par,pero respondió con voz serena:

—Si ha de hacerse así, sí. Iré convos.

—Bien, entonces recoged vuestrascosas y esperad. Pelleas o yo vendremosa buscaros esta noche.

Lanzó una rápida mirada a la sala,como quien mira por última vez un lugardel que sólo guarda malos recuerdos.Luego posó su mano sobre mi manga,oprimió mi brazo y desapareciórápidamente entre las sombras.

¿Por qué hacía esto? ¿Por qué era

tan importante unir a Uther y a Ygerna?Quizás era por el bien de Uther: para

reparar el agravio que había sufrido. Encualquier caso, estaba claro que nopodía ser rey sin ella. A lo mejor lohacía por Ygerna: parecía tan infeliz enaquel helado lugar… O quién sabe si erael espíritu del Señor que trabajaba pararedimir el tiempo. La verdad es que nopuedo decirlo.

Pero esa noche actué según sedesarrollaron los acontecimientos. Aveces sucede así, y todos los planes,todas las razones, todos los deseos yposibilidades se convierten en nada. Loque queda es el único e involuntario

acto.¿Qué he hecho?, me pregunté,

horrorizado, mientras me deslizaba sinque nadie se apercibiera hasta mi lugar.¿Qué me han hecho hacer?

Lo cierto es que, incluso ahora, mepregunto qué me movió.

E13

n ese intervalo en que el mundoespera la renovadora luz del día, a

veces se requiere una vida a cambio deotra. Eso es lo que creían y predicabanlos Hombres Sabios de la Hermandaddel Roble, los druidas de una épocapasada. No estoy muy seguro de queestuvieran equivocados.

Ygerna me condujo por el corredorsecreto hasta la playa de guijarrossituada bajo Tintagel. Conocía muy bienel camino; a menudo había buscadorefugio en la pequeña playa paraescapar a la vigilancia de su padre. Los

relámpagos resplandecían en alta mar yse oía retumbar el trueno a la distancia.El viento soplaba con violencia,azotando las aguas, y mientrasdescendíamos los estrechos escalonesque la espuma del mar volvía aún mástraicioneros, escuchábamos el huecotamborilear de las olas al estrellarsecontra las laderas de piedra delpromontorio. Un paso en falso y noshubiéramos precipitado a una húmedatumba.

—Existe una cueva abierta en laroca, debajo del caer —me dijo; elviento le arrebató las palabras en elmismo instante en que las pronunciaba

—. Podemos esperar allí hasta quellegue el bote. Me temo que no estarámuy seca.

—No tendremos que esperar mucho—la tranquilicé, atisbando por entre latenebrosa oscuridad.

Viento y agua…, todo estaba mojadoy resbaladizo; el viento arrojaba espumaa nuestros rostros y empapaba nuestrascapas.

La luna se había puesto y era elmomento más oscuro de la noche. Laspocas estrellas que brillaban por entrelos jirones de nubes que surcabanveloces el cielo, no daban más que unaluminosidad irregular, y además muy

escasa. Era un plan estúpido y meregañé a mí mismo por sugerirlo.

Sin embargo —y esto lo debescomprender—, cuando la ManoInvisible te coge, debes seguirla. Ovolverte de espaldas a ella y lamentarlotoda la vida. Por cierto, tampoco hayninguna seguridad si se la sigue. En esoconsiste la fe. Sigue o vuélvete deespaldas: no hay camino intermedio.

Esa noche había escogido seguirla.Fue una decisión mía: elegí libremente.Y soy responsable de las consecuencias.Ese es el precio de la libertad. Perocuan vivo me sentía en aquella noche detormenta con el retumbar de las olas y el

trueno en mis oídos, el escozor de la salen los ojos y el olor a musgo y a piedramojada en la nariz. Y a mi lado aquelladulce y confiada muchacha. Me sentíavivo y me sentía feliz por estarlo.

Ygerna demostró un sorprendentecoraje: era el amor el que la movía. Nosé con exactitud qué sentía la muchacha,ni si se daba cuenta del alcance de sudecisión. Iba a reunirse con su amante;eso era todo lo que ella sabía. El restolo dejaba en mis manos.

Y yo estaba en manos de Pelleas.Nuestras vidas dependían de él; debíallegar al lugar donde habíamos dejado elbote, y traerlo rodeando el promontorio

hasta la orilla donde lo esperaríamosantes de que la marea volviera a subir ycubriese los guijarros y la cueva.

Esperamos, pues, tiritando por elfrío y la humedad, sin apenas atrevernosa pensar en lo que hacíamos, sin estarseguros de si Pelleas habría conseguidorealmente salir del caer. Confiábamosnuestras vidas a una artimaña muyendeble: el joven debía salir de la salasin que nadie se apercibiera y, una vezen la puerta, decir al centinela que yoprecisaba de Uther una prueba de susintenciones, y que él era el encargado deir a buscarla. Ya extramuros debíadirigirse a toda prisa hasta el bote y

venir con él —¡en medio de un fuerteviento y un terrible oleaje!— pararescatarnos de la creciente marea.

He pensado muchas, muchas vecesen qué podría haber hecho si me habríaquedado en Tintagel y cumplido mimisión. ¿De qué manera habrían salidolas cosas? No creo que hubieraconseguido lo que pretendía; aunque sílo creí entonces, puesto que considerabaque todos los hombres eran razonablescuando se los enfrentaba a la razón.Desde ese momento, empero, heaprendido que tal pretensión es unasolemne tontería. Los hombresirracionales se comportan siempre igual,

y no hacen más que empeorar cuando sesienten amenazados. La verdad siemprees una amenaza para la gente pérfida.

Los reyes adversarios no deseabanreconciliarse; habrían negado sus delitosy resistido todos los intentos para forjaruna paz duradera; habrían mancilladocualquier oferta de clemencia; ¡habríandespreciado cualquier intento depacificación en el cual habrían visto unsigno de debilidad!

Habría habido guerra, igualmente.Muchos hombres buenos habrían muerto,y eso es un hecho. Pero Gorlas quizáseguiría vivo.

Resultaba cuando menos irónico que

el único que pretendía permanecer lealal Supremo Monarca por encima detodas las cosas, debiera sufrir por ladeslealtad de otros. No obstante, Gorlasescogió su propio destino, como lo hacecada hombre; nadie colocó en su manola espada.

Mis pensamientos son tan confusosahora como los acontecimientos deaquella borrascosa noche. Trataré deponer un poco de orden. Lo relatarécomo sigue:

«Ygerna y yo aguardamos sobre laplaya de guijarros la llegada de Pelleas.Gorlas descubrió la ausencia de su hija,luego la mía. Enfurecido, alertó a sus

hombres y se precipitó fuera del caer ennuestra persecución, delante de suescolta. Descubrió una luz sobre unacolina y se dirigió a ella. Atacó, en lacerteza de que me había encontrado,pero en realidad se encontró con dos delos centinelas de Uther. Se cruzaron lasespadas y Gorlas cayó antes de quepudieran alcanzarlo sus hombres».

Eso es lo que sucedió. No hay lamenor gloria en ello, porque no existedignidad en el acto de matar. Es undesperdicio insensato.

Cuando la aurora empezaba a teñirel oscuro cielo por el este, aparecióPelleas —y justo a tiempo—, ya que el

mar empezaba a alcanzar nuestrostobillos y nos abrazábamos uno al otro,helados. Ygerna y yo subimos a la barcay Pelleas, después de disculparse,hundió los remos y nos alejó de lasrocas en dirección al mar abierto.

Los tres estábamos demasiadoagotados para hablar; demasiadodescorazonados. Nuestro plan, un sueñoespléndido durante la noche, semostraba como algo vulgar ydespreciable a la luz del día. Me sentíadisgustado conmigo mismo, y sinembargo…, y sin embargo…

En ese intervalo en el que el mundoespera la renovadora luz del día, a

veces se requiere una vida a cambio deotra.

Cuando llegamos, la escolta de Gorlas ylos hombres de Uther, silenciosos yavergonzados, estaban reunidos todavíaen la colina, bajo la luz del amanecer. Elpropio Uther acababa de llegar y dabaórdenes para que se llevara el cuerpo deregreso a la fortaleza. Al principio novio a Ygerna, ni ella tampoco a él. Ellasólo vio el cuerpo de su padre tendidoboca arriba sobre la hierba.

Resulta curioso que no diese lamenor muestra de sorpresa: ni chilló ni

lloriqueó; sencillamente se arrodilló,posó la mano sobre la cabeza de supadre y echó hacia atrás los cabellosque le caían sobre la frente. Luegoarregló su capa de forma que cubriese lahorrible abertura de su costado. El únicosonido audible era el de la brisa marinaque susurraba por entre los brezos y lasaulagas y el canto de una alondra, enalgún lugar en las alturas, que entonabaun solitario himno de bienvenida alnuevo día.

Tampoco había lágrimas en sus ojoscuando se levantó al cabo de unmomento, y miró a Uther con fijeza.Luego se alejó del cuerpo de su padre

para ir a situarse junto a él. Uther larodeó con su brazo y la atrajo contra sí.Entonces se volvieron y empezaron adescender la colina en dirección alcampamento del Supremo Monarca. Nocruzaron ni una sola palabra.

Uther no regresó a Caer Uintan;ocupó la fortaleza y permaneció todo elverano en Tintagel. ¿Por qué no? Era unestupendo reducto fortificado y estabamuy bien situado para no perder de vistaa los adversarios.

Llevados a la contricción por lamuerte de Gorlas, los otros reyesrenunciaron a su traición y por últimoaceptaron las condiciones de Uther.

Ofrecieron tributo al rey por susfechorías, le dieron a sus mejoresguerreros como rehenes y éste no tardóen incluirlos en su ejército.

Puesto que ya no se me necesitaba—al Supremo Monarca le incomodabatenerme cerca a causa de los rumoressegún los cuales había planeado desdeel principio la muerte de Gorlas y yohabía sido el enviado para ejecutarla—,regresé a Ynys Avallach.

De acuerdo a lo que sé, Uther secasó el mismo día en que se diosepultura a Gorlas. Aunque se cuentanmuchas historias sobre este asunto. Heoído decir incluso que Ygerna era la

esposa de Gorlas —¡imagínate!— y queyo, mediante terribles hechizos,transformé a Uther en el doble de Gorlasy lo conduje al lecho de Ygerna. Otambién que le di a beber a Ygerna unapoción que le hizo creer que Uther eraAurelius, su esposo, que habíaregresado de la tumba. O, más extrañoaún, que el propio Aurelius habíaregresado del Otro Mundo para yacercon ella.

¡La gente es capaz de creer encualquier cosa!

D14

e no haber sido por la criatura, nohabría vuelto a ver vivo a Uther.

Incluso estuve a punto de no ir. Pelleas yyo acabábamos de regresar a YnysAvallach después de visitar algunos delos lugares más humildes del reino —lospoblados más pequeños, donde loshombres dicen sin tapujos suspensamientos y también sus recelos—, ylo envié a Llyonesse para queaveriguara cómo estaban las cosas allí.Me sentía ansioso por saber de quéforma la influencia de Morgian, queparecía más fuerte allí, afectaba a la

Corte de Belyn, y lo último que deseabaera cabalgar solo de regreso a Tintagel.

Debía evitarse que Uther llevara acabo aquella odiosa idea suya, y noexistía nadie más que pudiera hacerlo.Nadie más lo sabía.

Lo vi todo en una visión.Cansado de un día de pesca y de

paseos a caballo con Avallach y Charis,tras una ligera cena de estofado y panme quedé dormido enseguida en misillón, al calor del fuego. Un ruido —elladrido de un perro en el exterior, creo— me despertó. Me desperecé y abrí losojos. El fuego se había consumido en lachimenea y vi en los relucientes

rescoldos a un pequeño recién nacido,un varón, que colgaba cabeza abajo dela mano de alguien que empujaba el fríometal de una espada contra su tierna yrosada carne. Entre las sombras, unamujer aterrorizada se cubría el rostrocon sus pálidas manos.

Reconocí la espada: la poderosaarma guerrera de Uther, la espadaimperial de Maximus.

—¿Qué sucede, Halcón? —preguntóCharis. Me miró con atención desde elotro lado de la chimenea, donde estabasentada con un pergamino en el regazo.Sus labores curativas la habían llevadoa los viejos libros en busca de remedios

y medicinas, y a menudo ocupaba lasnoches en leer los textos que habíasalvado de la Atlántida—. Tienes elmismo aspecto que si hubieraspresenciado tu propia muerte.

Sacudí la cabeza despacio; el temorme revolvía el estómago.

—No mi muerte —repliqué—. La deotro.

—¡Oh, Merlín…, no era miintención…!

—No —esbocé una sonrisa—, no hasucedido aún. Puede que todavíaconsiga evitarla.

—Entonces debes intentarlo —dijo.Desde luego que lo haría. Si no por

el niño, por Uther, para evitar quecometiese el más grave de los errores.No obstante, regresé a Tintagel muy demala gana, ataviado con la simpleza deun arpista vagabundo, ya que no deseabaque mi viaje atrajera excesiva atención.Mis asuntos empezaban a ser deldominio público de un extremo al otrode la isla, y puesto que ya había más quesuficientes ojos entretenidos en espiarcada uno de mis movimientos, nodeseaba más especulaciones sobre estavisita. Cuanto menos se supiera sobreeste sórdido asunto, mejor para todos.

La Isla de los Poderosos a mediadosde verano es un lugar y una época del

año que hacen que uno se sienta feliz deestar vivo. Porque ¿qué otro lugar de laTierra puede compararse a ella? Losbrezos y los helechos cobrizos dan a lascolinas el aspecto de estar en llamas; losvalles, a causa del grano maduro,resplandecen con un brillo dorado; losfrutos del trabajo de todo el año seconvierten en una riqueza madura bajoel cielo luminoso, despejado, de un azulintenso; los días son aún cálidos y lasnoches suaves y llenas de luz…

Es la época del Lugnasadh; el díade los primeros frutos, el inicio deltiempo de la cosecha. Una celebraciónantiquísima y sagrada que incluso

celebra la Iglesia, ya que es un díaimportante y santificado para dar lasgracias al Dios Generoso por sulargueza. En la cima de cada colinaresplandecen enormes hogueras, y cadacírculo de piedra se convierte, de nuevo,en un círculo sagrado. Un centro depoder donde, en esa noche, el velo quesepara al Otro Mundo de éste se vuelvemás fino y permite al iniciado unamomentánea visión de lo que fue, o será.

Ahora que las viejas ciudadesromanas se convierten en ruinas y lagente regresa al campo, me parece quese celebran más fiestas del Lugnasadhque nunca. En estos días, los hombres se

vuelven cada vez más hacia las antiguascostumbres en busca del consuelo quepuedan encontrar en las creencias de unaépoca más ingenua.

Viajé deprisa, con el clima a mifavor, y llegué a Tintagel pocos díasdespués de Lugnasadh. El encargado delas puertas le echó una mirada a mi arpay la abrió. Al menos mi llegada alegrabaa alguien, aunque no arrancaraprecisamente una canción de los labiosde Uther.

Se mostró suspicaz y reservadodesde el principio, y comprendí quesería una tarea ardua. Al final, no hubomás remedio que enfrentarse a él

directamente:—Somos amigos, tú y yo. —Sí,

necesité de este recordatorio—. Y teconozco, Uther. No sirve de nada negarque existe una criatura y que planeasmatarla cuando nazca. —No esperabaque lo admitiese ante mí, pero queríaque supiese que era inútil mentirme.

Ygerna permanecía un pocoapartada; me observaba, retorcía sumanto nerviosa; su expresión era unamezcla de alivio y aprensión. Creo queen el fondo de su corazón habíaesperado que sucediese algo parecidoque hiciera a Uther desistir de su plan.

—¿Crees que estoy loco? —gritó,

algo a la defensiva—. El niño podría serun varón. ¡Podríamos muy bien estarhablando de mi heredero!

Condenado por sus propiaspalabras.

Sin embargo, no se dio cuenta de loque había dicho, ya que si abrigase lamás mínima sospecha de que el niño erasuyo, nada de esto tendría lugar. No, lasemilla que se desarrollaba en lasentrañas de Ygerna era la de Aurelius ylo sabía. Uther, como era característicoen él, había dicho aquello que deseabamás: un heredero.

—Sin el menor género de duda, elniño es tu heredero —repuse.

Tanto si era de Uther como deAurelius, el bebé sería reconocido comoheredero legítimo al Trono Supremo. Elque llegase a ser rey era un tematotalmente diferente. Uther soslayó micomentario con un gesto de impaciencia.

—Ya sabes a qué me refiero, GranEntrometido —dijo—; en todo caso, ypese a lo que cuenten de mí, no soy unasesino.

Esto era una referencia a losinfundados rumores acerca de que habíaasesinado a Gorlas para poder casarsecon Ygerna.

—No he venido aquí a llamarteasesino —lo apacigüé—. Mi única

preocupación es el niño.—Al menos estamos de acuerdo en

algo, pues —dijo; sus ojos se movieroncon rapidez hacia Ygerna y luego volvióa mirarme—. ¿Qué sugieres?

—¿He de sugerir algo? —lepregunté a mi vez.

—¿Quieres decir que has venidodesde tan lejos sólo para asegurarte deque pienso matar a una criatura? —Seechó a reír con un innegable tono deculpabilidad; no podía imaginarsesonido menos alegre.

—No sería la primera vez que un reydecide librarse de un problema molestomediante el filo de su espada. Pero me

alegra escuchar que mis temores carecende fundamento.

—No por completo, diría yo. —Hizo girar el brazalete de oro rojizo querodeaba su brazo: un dragón, suemblema a partir de ahora—. Existenmuchas personas, me parece —dijodespacio, en voz baja como si temieraque alguien lo oyese—, que pagaríanmuy bien por ver eliminada a estacriatura.

Ygerna lanzó una breveexclamación.

—Muy cierto —repuse—. Pero unrey siempre puede proteger a los suyos.Además, sucede tan raras veces que…

—No tan pocas como piensas —insistió Uther—. ¿Olvidas lo que lesucedió a Aurelius? Vivimos en unaépoca aciaga. —Se permitió una astutasonrisa—. Abundan los hombrespeligrosos.

—Ve al grano: ¿qué insinúas?—Para el niño no resultaría seguro

quedarse aquí.—¿Dónde estaría más seguro?—Tú puedes saberlo, Merlín. Tú

podrías encontrar un lugar.Debo reconocer que, cuando se lo

presiona, Uther puede pensar tan rápidocomo el que más. Ygerna comprendiólas intenciones de su esposo y a dónde

quería llegar y dio un paso al frente.—Tiene razón, Myrddin Emrys; tú

podrías encontrar un lugar.Me sorprendió, pero supongo que,

en cierta forma, era muy natural. Tal ycomo ella lo veía, si Uther no mataba alniño, otro lo haría. Aun si eso podíaevitarse, lo más probable era que elniño se interpusiera entre ella y suesposo, hecho todavía peor. Escogía tansólo la menos funesta entre varias malasalternativas: era mejor entregar lacriatura a la seguridad de una vidaanónima que mantenerla junto a ella yvivir en un temor constante por su vida yal mismo tiempo odiarla por estar viva.

Uther tenía razón, además. Si aAurelius se lo había asesinado con tantafacilidad, ¿no sería aún mucho más fácileliminar a una criatura indefensa? Sibien era cierto que el pequeño estaría enconstante peligro por culpa de idiotasambiciosos, orgullosos y sedientos depoder como Dunaut, Morcant y Coledac—¡y siempre existirían otros comoellos, que el cielo nos proteja!—, no erasólo eso lo que preocupaba a Uther. Leícon claridad su mente: hagamos a unlado a este niño en favor de mi propiohijo.

Vi algún mérito en el plan, también,aunque por un motivo diferente. Si Uther

no consiguiera tener un heredero por unarazón u otra, el hijo de Aurelius seguiríavivo para ocupar su lugar. Por supuestoque no le mencioné este punto entonces.

Ygerna se acercó y posó una manosobre mi brazo.

—Por favor, Myrddin Emrys, buscaun buen lugar, un lugar seguro para mihijo. No podría hacer esto sin ti.

Me miró con aquellos enormes ojososcuros, tan llenos de esperanza y detemor, que negárselo hubiera sido unacrueldad. En cualquier caso, era por elmejor de los motivos.

—Haré lo que pueda, mi señora.Pero —alcé un dedo en señal de

advertencia—, habrá de ser como digo.Una vez estemos de acuerdo, nadiepodrá volverse atrás. Pensad en ello;hay tiempo, no tenéis que decidirloahora.

—No —repuso ella—, debe serahora. Ya lo he decidido. Confiaré en ti,Myrddin Emrys. Haz lo que debahacerse.

—Sí, yo también confío en ti,Merlín. Haremos lo que digas.

Uther podía ser muy magnánimocuando quería. ¿Por qué no? Tal y comolo veía él, había resuelto su problema ysalvado su nombre de un solo golpegenial. Se sentía satisfecho, orgulloso de

sí mismo. Después de todo, habría otroshijos, y una vez decidido, seguiría hastael final.

La conversación duró todavía unpoco más. Se decidió que yo regresaríay me llevaría al niño en cuanto naciera—de lo contrario Ygerna no creía quepudiera separarse de él—, para quecreciera en un lugar que sólo yoconocería.

Muy bien. Pero lo que pareció algosin demasiada importancia en sumomento —el criar a un niño nodeseado—, muy pronto se convirtió enun asunto espinoso y complicado paratodos los involucrados. Ya que no era un

niño cualquiera.

Regresé entonces a Ynys Avallach aesperar el nacimiento. Pelleas habíavuelto de Llyonesse con noticiaspreocupantes: Belyn estaba enfermo demuerte y no sobreviviría al invierno. Asu muerte, se escogería un nuevo rey,pero como Belyn no dejaba ningúnheredero legítimo, la corona pasaría alos descendientes de Avallach: los hijosde Charis o de Morgian. Y puesto queCharis era heredera directa de Avallach,lo más probable es que la elecciónrecayese sobre el primogénito de

Morgian.El antiguo sistema atlante de

sucesión, desarrollado y pulido duranteincontables generaciones y consolidadopor la tradición, resultaba tan distante delas directas y sencillas prácticas de losbritones como la Isla de los Inmortaleslo estaba de la Isla de los Poderosos.Pero Avallach, muy serio, confirmó laidea de Pelleas de que uno de losvástagos de Morgian subiría muy prontoal poder.

—El que mi hermano muera meentristece mucho —anunció el ReyPescador—. Pero el que a causa de sumuerte Morgian y sus engendros salgan

beneficiados, me entristece aún más.No dijo nada más sobre ello. Meditó

en silencio durante dos días completos yluego anunció:

—Iré a Llyonesse. Pediré a loshermanos del santuario que meacompañen. Quizás esto no aliviará sussufrimientos en esta vida, pero puedeque se los evite en la otra.

Charis se ofreció a acompañarlo;también lo hice yo, pero repuso:

—Es mejor que vaya solo. Haymuchas cosas entre nosotros que debenhablarse, y aunque sé muy bien que noos inmiscuiríais, hablaremos con máslibertad si estamos solos. Los monjes se

encargarán de cualquier cosa queprecisemos.

No dijo aquello que ocupaba ellugar central en sus temores: queMorgian pudiera aparecer mientras élestaba allí. Si así fuera, Avallachpensaba enfrentarse a ella y entonces nonos quería cerca ni a Charis ni a mí.

El Rey Pescador abandonó la Torretan pronto como se completaron losarreglos y reunieron las provisiones. Sellevó sólo a dos sirvientes como escolta,y a seis hermanos del monasterio situadodebajo del santuario. Los buenoshermanos eran tan expertos en el manejode la espada y el lanzamiento de la lanza

como en el conocimiento del latín y losEvangelios. Muchos de ellos habíanllevado armas antes de vestir el hábitode lana cruda, y no era un hecho del cualavergonzarse.

Los días empezaron a ser másfrescos. Pelleas y yo los aprovechamosdedicándonos a cazar para proveer lamesa durante el invierno. Cabalgamospor las colinas y los arbolados vallesque rodeaban la Torre con la vitalidadde unas manzanas nuevas. Aguardamos,buscamos y observamos aquellasseñales que pudieran decirnos cómo leiba a Avallach. Pero no había ninguna;ni tampoco llegaba mensaje alguno de

Uther.En ausencia de tales señales, nos

abocamos a nuestras cosas: buscar unlugar donde pudiera vivir el hijo deAurelius. Estábamos decididos aencontrar el lugar más seguro posible,aunque nuestra selección se redujocontinua y rápidamente hasta que sólonos quedaron tres posibilidades:Tewdrig en Dyfed, Custennin en Goddeuy Hoel en Armórica.

Si bien lo pensé, no albergaba enserio la idea de criar al niño en YnysAvallach. El muchacho no sebeneficiaría de una crianza que no lopreparase para el mundo en el que debía

vivir.—La vida en la Torre —señaló

Pelleas— tiene más en común con lavida en el Otro Mundo que en éste.

—A mí me fue bien —repuse.—Desde luego, pero no creo que

sirviera para otro.Pelleas confirmó así mis propias

dudas.—Así pues, debemos considerar a

uno de los tres —musité.—Dos —sugirió Pelleas—. Hoel

está dispuesto a hacerlo, y aunque sehace viejo, sigue siendo un señorpoderoso e inteligente. Pero estádemasiado lejos.

—Existe seguridad en la distancia—observé.

—En el caso del asesino ocasional,quizás —admitió Pelleas—, pero no enel caso del que estuviera decidido deantemano. Además, cualquiera quesienta esa inclinación pensará en buscarallí primero, puesto que Hoel crió aAurelius y a Uther.

—Eso nos deja sólo con Tewdrig yCustennin —reflexioné—. Tewdrig espoderoso y leal, pero Dyfed estárodeado de curiosos. Morcant y Dunautestán cerca, y sin duda descubrirían queel niño criado bajo la tutela de Tewdriges el heredero de Uther.

—Mientras que la fortaleza deCustennin, en el norte, está lo bastantelejos para estar libre de espías, pero ala vez está demasiado al norte parapermanecer tan segura como la deTewdrig.

Extendí las manos con las palmashacia arriba, ambas a la misma altura.

—¿Cuál escogerías, pues?Pelleas arrugó la frente pensativo.—¿Por qué debemos escoger una de

las dos? —Su rostro se iluminó amedida que la idea se adueñaba de él—.¿Por qué no dejar que el niño se críe enambos sitios según el momento y lanecesidad?

—¿Por qué no?Una buena idea, sin duda. El niño

recibiría el beneficio de los doshogares; aprendería las costumbres dedos señores bien diferentes. Fue unainspiración.

Decidido eso, me desentendí delasunto; no se podía hacer nada más hastael alumbramiento. No me queríaarriesgar a enviar un mensajero aninguno de los dos reyes; y no podía iren persona por temor a que mi visitafuera recordada en el futuro por lo queera: el consejero del Supremo Monarcadisponiendo la educación y adopcióndel heredero.

No tenía la menor esperanza de queUther consiguiera mantener elnacimiento en secreto. Más tarde o mástemprano, como el agua en un cubo demadera de roble, la noticia se filtraría.Y brotarían en todo el país hombresambiciosos en busca de la criatura.

No obstante, satisfecho con mi plan,decidí que no necesitaba hacer máspreparativos hasta que el nacimiento delniño me hiciera salir en pleno invierno.Me quité pues el tema de la cabeza y meconcentré de inmediato en mis otrosasuntos.

Confesaré la verdad: en aquellosdías no consideraba al niño de ninguna

forma especial. A pesar de lasindicaciones recibidas —lasadvertencias, mejor dicho—, erasimplemente un niño que necesitabaprotección. Hijo de mi amigo muerto, escierto; pero eso era todo. Otrascuestiones eran más urgentes, o al menoslo parecían.

Me aboqué a ellas y muy pronto meolvidé del niño.

E15

l niño nació el mes negro, el mesdesolado, cuando los gélidos vientos

arrastran la nieve desde el nortecubierto de hielos; el mes de lasprivaciones en el que el propio inviernoempieza ya a morir. Nacer de la muerte:es la antigua y santificada costumbre dela Tierra. Consulté el cuenco de roble ypermanecí en vela durante cinco nochesseguidas para examinar el despejadocielo invernal. Entonces supe que elmomento se acercaba.

Pelleas y yo viajamos a Tintagel yesperamos en los bosques, a cierta

distancia de la profunda cañada, a quese produjera el alumbramiento. No quisesubir hasta el caer, porque mi llegadahabría sido tema de discusiones.

Permanecimos allí durante tres días,envueltos en nuestras capas y pielesdelante de una pequeña fogata de ramasde roble y piñas. Llegada la medianochedel tercer día, mientras esperábamos,sucedió algo extraño: un enorme osonegro salió del bosque, rodeó el fuegocon pasos silenciosos, nos olfateó concuidado, y se alejó enseguida por elsendero que conducía a la fortaleza.

—Sigámoslo —susurré—. A lomejor este compañero sabe algo que

también debiéramos saber.Lo seguimos y encontramos al oso en

el linde del bosque, erguido sobre suspatas traseras, su negra mole recortadacon claridad en la nieve iluminada porla luz de la luna. El hocico de la bestiahusmeaba el viento marino y su grancabeza se volvió hacia nosotros cuandonos acercamos, pero no se movió.Permaneció durante un rato erguida, lamirada en dirección a la fortaleza deUther, y luego, como si su lento cerebrohubiera tomado una decisión, avanzóhacia adelante con pasos pesados.

—El hambre lo ha sacado de suguarida —comentó Pelleas—. Va en

busca de comida.—No, Pelleas, va a honrar a un

recién nacido. —Recuerdo todavía lamirada que me dirigió Pelleas, su rostroblanco bajo la luna—. Vamos, es lahora.

Cuando llegamos a las puertas, elenorme oso, de una forma u otra —quizágracias a su fuerza bruta—, habíaconseguido entrar en la fortaleza. Elencargado del portón, dormido sin dudaen plena guardia cuando el animalapareció, había corrido a dar la alarmay la puerta había quedado sin vigilancia.Por todas partes corrían hombres conantorchas encendidas mientras los

perros ladraban furiosos en el extremode sus correas, hasta alcanzar un asesinofrenesí.

Nadie nos vio deslizarnos por entrelas puertas y nos dirigimos directo a lasala y, a través de ella, a la habitacióndel rey. Ygerna estaba en la habitaciónde arriba, con sus doncellas y dosparteras. Uther permanecía abajo, solo,a la espera del nacimiento.

La espada de Maximus yacía,desenvainada, sobre su rodilla.

Levantó la cabeza cuando entramos,la culpa escrita con grandes letras sobresu semblante para que todos la vieran.Lo había cogido y lo sabía.

—¡Oh, Merlín, estas aquí! Ya lopensaba. —Consiguió parecer aliviado.El ruido del caos que reinaba en elexterior había penetrado con nosotros, yUther lo aprovechó para disimular—.Por el Gran Cuervo, ¿qué es todo esteescándalo?

—Un oso ha entrado en tu fortaleza,Uther —le dije.

—Un oso. —Pareció meditar sobreesto como si aquella cosa tuviera unprofundo significado para él. Luego dijo—: Mi esposa todavía no ha dado a luz.Lo mejor será que os sentéis. Esprobable que aún tarde.

Le indiqué a Pelleas que procurase

encontrar algo de comida y bebida ydesapareció en dirección a la sala,detrás de las pieles que cubrían laentrada. Me acomodé en el gran sillónde Gorlas —Uther prefería su silla decampaña incluso en su habitación— yescruté al Supremo Monarca sentadoante mí.

—Me siento desilusionado, Uther —le dije terminante—. ¿Por qué te hasretractado de tu promesa?

—¿Cuándo prometí algo? —meespetó enojado—. Me acusas sin razón.

—Dime que me equivoco, entonces.Dime que la espada que descansa sobretu rodilla no es para el niño. Dime que

no pensabas matarlo.Uther arrugó la nariz y volvió la

cabeza.—¡Por Dios, Merlín, no dejas vivir

a nadie!—¿Bien? Mi disculpa sólo aguarda

tu negativa.—¡No tengo nada que negar! No

tengo por qué responderte, Entrometido.—¿Sabe Ygerna qué pretendes?—¿Qué quieres que haga? —Se puso

en pie de un salto y arrojó la espadasobre la mesa.

—Cumple tu palabra —dije,pensando en muchas otras cosas quepodría haber dicho. Intentaba hacérselo

fácil.No obstante, el Supremo Monarca se

resistía. Tal y como dije, una vez Utherse aferraba a una cosa, no la soltaba. Yhabía tenido mucho tiempo paraconvencerse de esto. Empezó a darvueltas por la habitación mientras medirigía miradas furiosas.

—No di mi palabra a nada. Todo fueidea tuya; yo nunca estuve de acuerdo.

—Eso no es cierto, Uther. Fue tuidea que yo me llevara al niño.

—Bien, pues me lo he pensadomejor —gruñó—. ¿Qué te importa a ti,de todas formas? ¿Qué interés tienes?

—Sólo éste: que el hijo de Aurelius,

y descendiente directo de Constantino,no muera antes de probar la vida. Uther—dije con voz suave—; es de tu sangre.Por todas las leyes celestiales y terrenassería un crimen horrible matar a lacriatura. Es una acción indigna de ti,Uther, de ti que dejaste vivir a Octa, elhijo de tu enemigo. ¿Cómo justificarás elmatar al hijo de tu hermano, al que tantoamabas?

Uther lanzó un nuevo gruñido.—¡Tergiversas las cosas!—Sólo te digo esto, Uther.

¡Abandona! Si no por el niño, por timismo. No pienses que entrarás en lapaz del Señor con este horrible acto en

tu conciencia.El Supremo Monarca permaneció

impasible, los pies separados, laexpresión siniestra, los labios formandouna delgada línea. Realmente podíaresultar una persona muy difícil.

—¿Para qué? ¿Qué ganas? —proseguí. No tenía respuesta y no dioninguna. Pero tampoco se rindió—. Muybien —suspiré—. Pensaba que teconvencería, pero no me dejas otraalternativa.

—¿Qué harás?—Reclamar el cumplimiento de la

promesa que me hiciste, Uther. Por tuhonor exijo que la cumplas.

—¿Qué promesa? —inquirióreceloso.

—La noche que saqué a Ygerna dela fortaleza, me prometiste cualquiercosa que deseara. «Incluso la mitad demi reino», dijiste, si te la entregaba. Yocumplí mi parte del trato, y no pedí nadapara mí entonces. Bien, lo hago ahora.

—¿El niño? —Uther ni podíacreerlo. Hasta aquel momento habíaolvidado la promesa, pero ahora larecordaba muy bien.

—El niño, sí. Exijo al niño como mirecompensa.

Uther estaba derrotado y lo sabía.Pero no estaba dispuesto a ceder con

tanta facilidad.—¡Eres un bastardo taimado! —Me

miró directamente a los ojos—. ¿Quésucederá si me niego?

—Niégamelo y perderás todo elhonor y la autoestima. Tu nombre seconvertirá en una maldición. Jamásvolverás a mandar a nadie conautoridad. Piensa, Uther, y responde:¿vale eso el matar a una criaturaindefensa?

—¡De acuerdo! —Estabaexasperado—. ¡Tómalo! ¡Toma al niño yacabemos con esto!

Entonces regresó Pelleas con unajarra de aguamiel, copas, pan y queso.

Lo colocó todo sobre la mesa y empezóa llenar las copas.

—No he podido encontrar carne —dijo—. Las cocinas estaban vacías.

—Es suficiente, Pelleas, gracias. —Me volví hacia Uther y le di una copa—.Uther me otorgó la recompensa —anuncié con tranquilidad—.Despidámonos como amigos.

El Supremo Monarca no dijo nada,pero aceptó la copa en una mano y unpedazo de pan en la otra. Comimos ybebimos juntos y acabó por calmarse unpoco. Pero a medida que su culpa y sucólera se disipaban, aumentaba suvergüenza. Se derrumbó en su silla y se

desanimó.Para desviar su atención a otra cosa,

comenté:—¿Qué habrá sucedido con ese oso?

Quizá deberíamos ir a ver.Regresamos a través de la sala vacía

y salimos al exterior. Los perros habíandejado de ladrar, y esto me hizo pensarque el oso debía de estar muerto. Perono, vivía. Los hombres lo habíanacorralado junto a la muralla, donde,rodeado de antorchas y lanzas, el oso sealzaba sobre sus patas traseras, laszarpas delanteras extendidas, los peloserizados, los dientes al descubierto. Elpatio estaba ahora en un extraño

silencio.Un animal magnífico. Sus ojos

oscuros relucían bajo la roja luz de lasantorchas. Estaba acorralado, noderrotado.

Uther contempló al oso, y susemblante cambió. Se detuvo y abrió losojos de par en par. Lo que vio no lo sé.Pero cuando se movió de nuevo, lo hizocomo en sueños. Con paso ligero ylánguido, se acercó al círculo dehombres y pasó entre ellos en direcciónal animal.

—¡Señor! ¡No! ¡Retroceded! —gritóuno de sus jefes. Arrojó al suelo sulanza e hizo intención de sujetar al

Supremo Monarca y echarlo hacia atrás.—¡Silencio! —siseé—. ¡Dejadlo ir!Mis sentidos hormigueaban ante la

presencia del Otro Mundo. Lo veía todocon gran nitidez: la luna, el oso, loshombres que sujetaban las antorchas,Uther, las puntas relucientes de laslanzas, Pelleas, la oscura solidez de lamuralla, las losas a mis pies, los perrosen silencio…

Era un sueño, y más que un sueño. Elsueño se había vuelto realidad o larealidad sueño. Estos momentos sonraros; ¿quién puede decir dónde está laverdad? Después los hombres sacudenla cabeza asombrados y soportan las

chanzas de aquellos que no lopresenciaron, porque no puedeexplicarse, sólo puede experimentarse,pero esto es lo que sucedió.

Uther se acercó con valentía al oso yel animal bajó la cabeza y se puso acuatro patas. El Supremo Monarcaextendió la mano hacia la bestia, y eloso, como un mastín que reconoce a suamo, apretó el hocico contra la palmadel monarca. Con la otra mano, Utheracarició la enorme cabeza del animal.

Los hombres contemplaron la escenacon asombro: su señor y una bestiasalvaje, saludándose el uno al otro comoviejos amigos. A lo mejor, de alguna

forma inexplicable, lo eran.Jamás sabré lo que Uther pensó al

hacerlo, ya que nunca lo recordó conclaridad. Pero ambos permanecieron asípor espacio de unos segundos. LuegoUther bajó la mano y se dio la vuelta.Uno de los perros gruñó y se abalanzóhacia adelante, soltando su correa de lamano sin fuerza del que la sujetaba. Eloso retrocedió al tiempo que el perrosaltaba y dio un manotazo oblicuo con suenorme zarpa. El perro rodó a un lado,aullando de dolor, con el espinazopartido.

El sueño acabó entonces con losgemidos del perro moribundo. Los otros

perros se lanzaron al instante contra eloso. El jefe guerrero tomó a Uther delbrazo y lo llevó a lugar seguro.Entonces, los guerreros arrojaron suslanzas.

El oso rugía y daba manotazos en elaire, rompía las lanzas como si fueranjuncos; pero lo hirieron y la sangremanaba ya a borbotones. Con rugidos derabia y dolor, el gigante se desplomó enel suelo y los perros le desgarraron elcuello.

—¡Apartadlos! —gritó Uther—.¡Quitad a los perros de ahí!

Se apartó a los perros y todo volvióa quedar en silencio. El oso estaba

muerto, su sangre formaba ya un charcooscuro y espeso sobre las losas debajode su inmenso cuerpo. El mundo vigil sehabía impuesto —como hará siempre—con desnuda e implacable brutalidad.

¡Ah…!, pero por un momento,aunque fuera apenas un instante, los queestaban allí en el patio descubrieronalgo de la gracia y la paz del OtroMundo.

Hay quien dice que era Gorlas quevenía a rendir homenaje al nacimientode su nieto, aquella noche. Otros, que elespíritu del enorme oso se derramósobre las piedras en sacrificio en elmismo instante en que nacía el niño, y

penetró en él.Porque es cierto que cuando

llegamos de nuevo a la puerta de la sala,escuchamos al niño, berreando confuerza a pleno pulmón. Un llanto llenode energía en el momento de nacer esuna buena señal. Uther meneó la cabezay se volvió para mirarme.

—Es… —hizo una pausa— …unvarón.

«Un hijo varón», había estado apunto de decir.

—Espera aquí; sacaré al bebé. Esmejor que Ygerna no te vea.

—Como quieras, Uther.Hice un gesto a Pelleas para que

regresara al bosque y trajera nuestroscaballos. Éste desandó a toda prisa elcamino hasta la puerta de la fortaleza, yyo aguardé a la entrada de la sala. Lagente, que se había despertado por elruido del patio, pasaba por mi lado endirección a donde estaba el oso, al quelos soldados estaban ya despellejandoallí mismo. Era un gigante entre lososos.

Pelleas llegó con los caballos.Habíamos planeado llevarnos al niñosin que se nos viera, pero el oso habíacambiado aquello. La gente sabía ahoraque estábamos allí, y sabrían que noshabíamos llevado al niño. No había

nada que hacer en cuanto a esto;tendríamos que confiar en la Mano quenos guiaba y seguir adelante convalentía.

Aguardamos y contemplamos cómolos hombres trabajaban sobre el cuerpodel oso. Cuando le hubieron quitado lapiel, lo descuartizaron y arrojaron elcorazón y el hígado a los perros. Elresto de la carne la asarían o laconvertirían en estofado para la fiesta.

Sí, lo había olvidado: la Misa enhonor del Cristo. Me volví para mirar aleste y vi que no faltaba mucho para elamanecer. El cielo se iluminaba ya en elhorizonte, un gris que se transformaba

poco a poco en rosa y en rojo. Oí pasosa mis espaldas; era Uther, quien seacercó a mí con un bulto envuelto enpieles en los brazos, el rostro impasible.Una mujer lo acompañaba.

—Aquí lo tienes —dijo lacónico—.Tómalo. —Luego, con gran suavidad(posiblemente el único momento dedebilidad que jamás haya advertido enUther Pendragon), alzó un extremo de lapiel y acarició la diminuta cabecita conlos labios—. Adiós, sobrino —dijo, ylevantó los ojos hacia mí. Pensé que mepreguntaría a dónde llevaba al niño,seguramente lo pensó, pero se limitó atapar al niño otra vez y a decir—:

Ahora, vete.—Estará bien atendido, Uther. No

temas.—Ygerna duerme —repuso—. Voy

a quedarme junto a ella hasta quedespierte. —Se volvió, vio a la mujerque permanecía allí inmóvil, y entoncesrecordó—: Envío a esta mujer contigo;amamantará al niño. Le prepararemos uncaballo. —Hizo intención de alejarse,pero algo lo retuvo—. ¿Hay alguna otracosa que precises?

Los hombres se acercaron a nosotrosarrastrando la piel del oso al interior dela sala.

—Sí, Uther —respondí—, la piel

del oso.Me miró lleno de curiosidad, pero

ordenó que se arrollara el pellejo y loataran detrás de mi silla. Mientras lohacían, apareció un mozo de cuadra conun caballo para la mujer. Cuando hubomontado, le entregué el niño y, cogiendolas riendas de su caballo y las del mío,conduje a ambos al exterior.Atravesamos el portón y descendimos laestrecha calzada. Varios de loshabitantes del caer nos observarondesde fuera de las murallas, pero nadiedijo nada ni nos siguió.

Mientras la luz diurna se abría pasopor el horizonte, tiñendo las nubes

orientales y las colinas cubiertas denieve de rojo y oro, recorrimos ensentido contrario el hundido valle ypenetramos en las suaves y deshabitadascolinas más allá de Tintagel. Lasgaviotas describían círculos sobrenuestras cabezas, chillando en el fríoaire invernal.

No me gustaba la idea de un viaje pormar, pero debíamos llegar a Dyfed loantes posible. Los caminos no son lugarapropiado para un recién nacido, y en elinvierno, incluso aquellos que hacen delos caminos su hogar buscan refugio. Era

necesario cruzar Mor Hafren, aunque laperspectiva no era nada atractiva. Haytantos hombres que pierden la vidadurante el invierno, en el mar, que lamayoría de los barqueros se niegan acualquier tipo de trabajo en época tantraicionera.

Aun así, siempre hay alguien a quiense puede comprar. Tan sólo vislumbrarel destello del oro y ya irán en contra detoda inclinación natural; incluso a riesgode su integridad física, son capaces deembarcarse en una empresa que, de locontrario, ni tomarían en cuenta. Enconsecuencia, no tuvimos demasiadosproblemas para encontrar un bote que

nos cruzara. A pesar de ello,aguardamos cuatro días a que mejorarael tiempo.

Mientras esperábamos, no pudeaplacar mi inquietud. Pero si alguien sedio cuenta de nuestro paso, nadasupimos, ya que no vimos a nadie en elcamino, ni tampoco el barquero parecióinteresarse por nosotros. Una vezacordado el precio, no hizo preguntas yse ocupó de su trabajo con silenciosaeficiencia.

Si algo pensó, sin duda fue que lamujer era mi esposa y Pelleas mi criado;por mi parte, intensifiqué esta impresióntanto como me fue posible, sin

abandonar ni un momento a la dama ni albebé, ocupado en su comodidad conactitud protectora y autoritaria. Lamujer, una desdichada cuya esposohabía muerto al despeñarse su caballopor la calzada asesina que conducía aTintagel, y cuyo propio hijo habíamuerto hacía unos días, tras contraerunas fiebres, no era tan mayor como mefiguré en un principio.

A medida que avanzaba el viaje,aquella belleza que poseía, destrozadapor el dolor y la preocupación, empezóa regresar a ella. Sonreía más a menudocuando sostenía a la criatura, y nosagradecía a Pelleas y a mí las pequeñas

atenciones que teníamos con ella. Lamujer, de nombre Enid, amamantaba debuena gana al niño, y lo acunaba contanto amor como si fuera su madrenatural. Y supuse que la proximidad delpequeño, su indefensión y dependencia,habían empezado a curar la herida de sucorazón.

Por fin llegó el día en quepodríamos cruzar. Llovía y hacía frío —un frío húmedo que penetraba en loshuesos y costaba de quitar—, y el vientosoplaba en fuertes ráfagas, afiladascomo una cuchilla. Pero el viento noalzó las aguas en contra nuestra, demodo que la navegación fue rápida y

desembarcamos sin ningún incidente. Lepagué al barquero el doble del precioacordado, y me sentí contento dehacerlo.

Tras cruzar Mor Hafren, notardamos en penetrar en el reino deTewdrig. La primera noche nosalojamos en una pequeña abadía junto almar, en Llanteilo, donde el famosoobispo Teilo había construido su iglesiay su monasterio. Al día siguiente, muyfrío pero con un cielo despejado ybrillante como una llamarada,recorrimos la distancia que faltaba hastaCaer Myrddin.

El sol se pone temprano en esa

época del año. Oscurecía ya sobrenuestras cabezas y las primeras estrellasbrillaban en el firmamento cuandollegamos a la fortaleza de Tewdrig. Laantigua ciudad-mercado seguía allícomo un triste recordatorio de otra era,abandonada ahora quizá para siempre.

Espoleamos a nuestros caballoshacia adelante, cruzamos las ruinas, ytomamos el sendero que llevaba al caer.Un humo plateado procedente de muchaschimeneas se elevaba en el inmóvil airenocturno, y al acercarnos más nos llegóel aroma de carne asada. Se nos viollegar, claro está, y en la puerta deacceso nos salió al encuentro un joven

con una rala barba castaña.—Bienvenidos, amigos —nos

saludó, colocándose en el centro delcamino—. ¿Qué os trae hasta la casa deTewdrig en esta fría noche de invierno?

—Saludos, Meurig —dije, pues erael hijo mayor de Tewdrig el queteníamos ante nosotros. Otra genteempezaba a rodearnos, y nos observabacon cortés pero mal disimuladacuriosidad—. Veo que te has convertidoen un hombre.

Al oír su nombre, Meurig se acercómás.

—Estoy a vuestro servicio, señor.¿Cómo es que me conocéis?

—¿Cómo podría no reconocer alhijo de mi amigo, Lord Tewdrig?

Ladeó la cabeza. Creo que miescolta —la mujer con el bebé— loconfundía. Pero uno de los mirones mereconoció, ya que alguien murmuró:

—¡Ha llegado el Emrys!Meurig oyó el nombre; giró la

cabeza con rapidez y, tras colocar unamano sobre mi brida, exclamó:

—Perdonadme, Lord Emrys. Nosabía que erais vos…

Con un gesto, corté en seco susdisculpas.

—No hay nada que perdonar. Peroahora, si pudiéramos entrar… Ya

oscurece, y el niño cogerá frío.—Enseguida, mi señor. —Hizo un

gesto para que algunos de los que nosobservaban se acercasen paraencargarse de nuestros caballos mientrasdesmontábamos. Otro hombre corrió atoda prisa a la sala para anunciar nuestrallegada, de modo que el mismo Tewdrigsalió a nuestro encuentro cuandocruzábamos el patio.

—Tu hijo se ha convertido en todoun hombre —dije a Tewdrig cuando,después de saludarnos y una vez noshubimos ocupado de Enid y del niño,estuvimos sentados ante el fuego con unhumeante cuenco de vino especiado

entre las manos—. No lo recordaba tanmayor.

—Oh, ha crecido mucho. —Sonriócomplacido por el cumplido—. Se casóhace un año y tendrá su propio hijo antesde la primavera. —Lanzó una repentinacarcajada—. Pero no sabía que habíastomado esposa.

—La verdad es que he estado muyocupado.

—Eso puedo imaginarlo sindificultad. Así que cuéntame, ¿qué hasucedido en la Isla de los Poderosos queyo deba saber?

—Debes haberte enterado de lamuerte de Gorlas —repuse.

—Una mala cosa, muy mala. Meentristeció la noticia. Era un poderosojefe.

—Entonces también estarás enteradodel matrimonio del Supremo Monarca.En cuanto al resto, debes saber tú másque yo… Yo he estado de YnysAvallach todos estos meses.

—¿No has estado con el Pendragon?—Tewdrig enarcó las cejas.

—Uther tiene sus propios consejeros—expliqué con sencillez.

—Quizá, pero tú eres…—No, es mejor de esta forma. Uther

me escucha cuando lo necesito, y sabeque puede recurrir a mí. Me doy por

satisfecho.Sorbimos nuestro vino dulce durante

unos instantes, sintiendo cómo aquellabebida caliente derretía el frío ennuestro interior, y Tewdrig esperó a quele contara el motivo de mi llegada.

—Sucede —empecé, dejando a unlado la copa— que he venido a pediralgo para el Supremo Monarca. Tewdrigse inclinó hacia adelante.

—¿Sí?—Un asunto de cierta importancia,

Lord Tewdrig. Se te pide discreción.—Haré todo lo que se pueda hacer.

Tanto por ti, Myrddin Emrys, como porel Supremo Monarca. De eso puedes

estar seguro.—Gracias, amigo mío. Pero lo que

he venido a pedir no es fácil, y quisieraque lo considerases con cuidado y acasolo discutieras incluso con tus consejerosantes de aceptar.

—Si eso es lo que deseas… Aunque,si lo consideras una honra acudir a mí,puedo asegurarte que no te negaré nadaque pidas. Pienso que si yo no pudieraayudar no habrías venido a mí.

¿Había adivinado ya el motivo de mivisita? Tewdrig era astuto; sussiguientes palabras confirmaron misospecha.

—Tiene que ver con el niño, ¿no?

—Así es —le confirmé.—¿De quién es hijo?—De Aurelius y de Ygerna —dije.—Ya lo había pensado —musitó

Tewdrig—. No es de la misma sangrede Uther, pero su misma nobleza correpor sus venas. Así que el Pendragon noquiso tener al pobre niño en su hogarpara recordarle que sus propiosvástagos quedarían excluidos del trono.

—Ése es el meollo de la cuestión —coincidí—. Sin embargo, se debemantener al niño a salvo, ya que…

—¡Ya que con toda seguridad seráel siguiente Pendragon! —exclamó élcon solemnidad.

Te aseguro que puedo resultar tanciego como cualquiera. Y aquí está laprueba: hasta que Tewdrig dijo aquellaspalabras, jamás lo había consideradoseriamente como probable. Ni tampocolo creía ahora. Para mí, el niño erasimplemente eso: una criatura a la quedebía protegerse de la arroganteambición de otros, no el futuro rey. Miceguera era total.

Las acciones y acontecimientos delpresente, debo confesarlo, me ocupabanmás que una insignificante vida. No veíamás allá. Ésa es la auténtica verdad, yno me complace reconocerlo.

Tewdrig continuó:

—Comprendo el problema. SiDunaut o Morcant o cualquiera de los desu calaña se enteran de que Aureliustiene un heredero, la vida de la criaturano valdrá un céntimo.

—Será un peligro para sí mismo,desde luego, y quizá para los que lorodeen.

—¡Bah! ¡Deja que intenten hacerdaño a este niño! Sólo deja que lointenten y pronto aprenderán a temer lacólera de la justicia.

No fue una baladronada, ya queTewdrig no era fanfarrón. Peronecesitaba algo más que su lealindignación.

—Ya sé que nada debo temer a eserespecto, Tewdrig. Tu poderío y tusensatez y la de tu gente, serán de lamayor importancia. Pero el niño noprecisa sólo que lo protejan, hay quealimentarlo y educarlo.

—Gwythelyn está aquí cerca, enLlandaff. El niño recibirá una buenaeducación, no temas. —Tewdrig sorbiósu vino y esbozó una amplia sonrisa—.¡El hijo de Aurelius en mi casa! Esto esun honor.

—Es un honor que debe permaneceroculto. Ya no debe ser el hijo deAurelius. A partir de hoy no es más queun niño al que se cría en tu hogar.

—Comprendo. Tu secreto está asalvo conmigo, Myrddin Emrys.

—Es nuestro secreto ahora, Tewdrig—le recordé—. Y no volveremos amencionarlo jamás.

—Jamás —aceptó Tewdrig—,excepto para decir cuál será el nombredel niño. ¿Cómo lo llamaremos?

Me avergüenza reconocer que nohabía pensado en darle ningún nombre.Ni Uther ni Ygerna lo habían hecho, y yohabía estado demasiado afligido por suseguridad para pensar en ello. Pero lacriatura debía recibir un nombre…

La palabra aparece espontáneacuando se la necesita. Y esta vez, como

en tantas otras, el nombre salió de miboca:

—Arturo.De inmediato, nada más

pronunciarlo, escuché de nuevo la vozde mi visión: la multitud que aullaba enLondinium, «¡Arturo! ¡Arturo! ¡SalveArturo!».

Tewdrig me contemplaba conatención, las cejas fruncidas conexpresión preocupada.

—¿Algo va mal?—No —lo tranquilicé—. El niño…,

llamadle Arturo.Tewdrig repitió el nombre.—Arturo… Muy bien. Curioso

nombre… ¿Qué significa?—Me temo que él mismo tendrá que

darle un significado.—Entonces debemos asegurarnos de

que viva el tiempo suficiente parahacerlo —repuso Tewdrig. Recuperó sucopa y la levantó—. ¡Por Arturo! ¡Salud,larga vida, sabiduría y fuerza! Que sehaga merecedor de la parte del héroe enel banquete de sus progenitores.

N16

os quedamos en Caer Myrddincierto tiempo, y nos hubiera

gustado permanecer allí más días, perocuando el tiempo mejoró, Pelleas y yoiniciamos nuestro camino de regreso aYnys Avallach. El viaje transcurrió sinincidentes; la verdad es que noencontramos un alma en la carretera, y alcabo de un día de abandonar Dyfed seapoderó de mí una profunda melancolía,una ansiedad indecible, aguda e intensacomo el dolor.

Vinieron a mi mente todas las cosasque había perdido. Una a una, vi las

siluetas y rostros de todos aquellos quehabían pasado por mi vida y ahora noeran más que polvo en el camino:

Ganieda, la hija, esposa y amantemás hermosa; su mirada límpida, su risacantarina; la larga cabellera brillante yoscura; su sonrisa maliciosa cuandoocultaba un secreto; la dulzura de suboca al besar…

Hafgan, Gran Druida, que observabaal mundo desde las elevadas alturas desu enorme sabiduría; recibiendo conalegría la curiosidad de un niño; capazde infundir dignidad al gesto máshumilde; firme defensor de la Luz…

Dafyd, la bondad personificada,

espíritu de la dulzura; diligentebuscador, defensor y luchador de y porla Verdad; dispuesto siempre a creerpero que jamás condenó la incredulidadde otros; sembrador de la BuenaSimiente en el corazón de loshombres…

Gwendolau, compañero valiente;feroz en la batalla y en la amistad; elprimero en alzar la copa y el último enbajarla; viviendo siempre la vida conintensidad; alguien para quien el dolor olas penas jamás eran demasiadoimportantes cuando se trataba de ayudara un compañero…

Blaise, el último de los auténticos

bardos; dotado de gran percepción ycomprensión; inalterable en sudevoción, firme en su virtud; una teaencendida aplicada a la yesca seca de laAntigua Tradición…

Y otros: Elphin… Rhonwyn…Maelwys… Cuall… Aurelius…

Esta aflicción me acompañó toda laprimavera y el verano. Empecé a pensarcada vez más en mi padre; mepreguntaba qué clase de persona habíasido Taliesin, y me lamentaba de nohaberlo conocido; lloraba por el sonidode su voz al cantar. Este pesar, que al

principio constituía tan sólo tristeza,empezó a supurar y se convirtió en unodio cerval por Morgian, que fue quienhabía causado su muerte.

El que ella viviera y respirara eneste mundo —cuando Taliesin y tantasotras buenas personas lo habíanabandonado— me enfurecía.

Pronto cobró forma en mí la idea dematarla. Planeé incluso tal acción. Yantes de que terminara la primavera,había concebido cada uno de losaspectos de su muerte. En realidad, lahabía asesinado muchas veces en micorazón.

Tampoco temía llevar a cabo mi

plan. Tengo la impresión de que si mehubieran dejado, la habría encontrado yasesinado. De todas formas, muy pocasveces se nos deja a nuestro librealbedrío. A Jesús, que observa nuestrasvidas, no le gusta que nos soltemos de sumano o permanezcamos mucho tiempolejos de él, y si no hubiera sido por ello,estoy seguro de que me habría reunidocon Morgian en el hediondo pozo delinfierno.

Esto fue lo que sucedió:Una mujer vino a la Colina del

Santuario. Padecía una enfermedad enlos huesos que hacía que éstos fueranfrágiles como bastoncillos; se rompían

con facilidad y tardaban mucho ensoldar de nuevo. El más ligero golpeprovocaba una contusión que sehinchaba y producía un gran dolor ypodía llegar a durar muchos días.Llevaba mucho tiempo con esesufrimiento, siempre en la más terriblede las agonías, trabajando con el brazoen cabestrillo, o cojeando con la ayudade una muleta… ¡los huesecillos de susmanos y pies se partían con tantafacilidad!

Por fin consiguió que algunosparientes la llevaran al santuario, ya quehabía oído hablar de las curaciones querealizaban los hermanos. La verdad es

que había oído hablar de una de lasmaravillas que Charis había realizadocon sus artes curativas. Sea como sea,vino, llena de sencilla fe, a que lacuraran.

Charis había observado alarmadamis crecientes amargura y depresión.Me lo había comentado, pero yo noescuchaba a nadie. Así pues, el día enque atendió a la mujer me llevó con ella.Era un día lúgubre para mí, y no meimportaba a dónde iba o qué hacía; laacompañé, por lo tanto, al santuario.

La mujer, ni muy anciana ni muyjoven, estaba ataviada con un mantoverde muy remendado, deshilachado en

los bordes y en las mangas, pero tanlimpio como podía estarlo. Sonrió al verentrar a Charis en la habitación que loshermanos destinaban a los enfermos.Había allí otros pacientes, y unoscuantos hermanos vestidos con sushábitos grises que se movían entre ellos.El sonido del canto de los Salmos nosllegó como una dulce lluvia desde lacima de la colina donde se asentaba elsantuario.

—¿Cómo te llamas? —preguntóCharis con dulzura, al tiempo que seacomodaba en un taburete junto al jergónde la mujer.

—Uisna —respondió con una

sonrisa tirante a causa del dolor.—¿Puedo ver tus manos, Uisna? —

Charis tomó las manos de la mujer enlas suyas. Eran delicadas, de dedoslargos y delgados, pero unos espantososmoretones de un color azul-parduzco lasmanchaban y afeaban. La mujer hizo unamueca de dolor mientras Charis, consuma suavidad, examinaba loscardenales, y me di cuenta de que ledolía incluso que se las tocaran.

Los pies y piernas estaban iguales:la belleza convertida en algo grotescopor la magnitud de la enfermedad. Unapierna se había roto tiempo atrás y lahabían vuelto a poner de forma

incorrecta; había quedado torcida ydeforme. Me vi obligado a desviar lamirada.

—¿Podéis ayudarme? —inquirióUisna en voz muy baja. Era una súplica,una oración—. Me duele mucho.

Ante mi sorpresa, Charis respondió:—Sí, puedo ayudarte.¿Cómo era posible? Si no la hubiera

conocido mejor, habría considerado ami madre una insensible o unainconsciente por prometer lo imposible.Pero añadió:

—El Dios de este lugar ayuda atodos aquellos que invocan su nombre.

—Entonces decidme el nombre, por

favor, para que pueda invocarle.Charis miró con fijeza a los ojos

llenos de dolor de la mujer y repuso:—Su nombre es Jesús, Señor del

Amor y de la Luz, Todopoderoso, Señorde los Cielos. Es el Hijo del Buen Dios,el Dios Eterno.

Lo que entonces sucedió fue lo másinesperado. No bien Charis habíapronunciado el Nombre, la cabeza de lamujer se echó hacia atrás con violenciay un alarido de terrible tormento surgióde su garganta. Su cuerpo se quedórígido, las venas del cuello y de losbrazos se destacaron debajo de la piel,y, retorciéndose, se desplomó sobre el

jergón.Charis se puso en pie de un salto, y

yo me precipité hacia adelante, pero ellaextendió una mano para mantenermealejado.

—No, no te acerques. Hay unespíritu maligno en su interior —medijo.

El cuerpo que se revolcaba sobre eljergón empezó a reír: un sonidorepugnante y odioso.

—¡No puedes ayudar a esta perra!—aulló la mujer con una voz áspera yrencorosa—. ¡Es mía! ¡La mataré si latocas!

Los monjes corrieron junto a Charis

y, tras una rápida consulta, uno de ellossalió a toda prisa de la habitación yregresó a los pocos momentos con unacruz de madera y un frasco de óleos deungir. Entretanto, la pobre mujer serevolvía y agitaba piernas y brazos contal violencia, que temí que se lepartieran; y siempre sin dejar de proferiraquellas terribles y demencialescarcajadas.

El monje se acercó con la cruz y elóleo, pero Charis se acercó a él y ledijo:

—Yo lo haré, pero necesitaré ayuda.Ve y di a los hermanos del santuario quenos sostengan con sus oraciones.

El hombre salió veloz otra vez, yCharis sacudió la cabeza en dirección alos otros hermanos que permanecíanjunto a ella.

—Sujetadla para que no se hagadaño —rogó.

Los monjes se arrodillaron junto aljergón y con suavidad pero con firmezasujetaron los convulsionados miembrosde la mujer. Charis, con la cruz y elungüento, también se arrodilló.

—En el nombre de Jesucristo, Hijovivo de Dios, abjuro de ti, espírituimpuro, y te exijo que abandones a estamujer.

La mujer, pobre desdichada, se vio

asaltada al instante por violentostemblores, convulsiones que seapoderaron de todo su cuerpo,arrojándola contra el lecho de paja una yotra vez, a pesar de los esfuerzos de loshermanos. Al mismo tiempo, aquellarisa odiosa brotó de nuevo; brotaba desu garganta como si viniera de una grandistancia.

—¡JES-S-S-S-Ú-Ú-Ú-S! —siseó conperverso regocijo—. ¡Bas-s-sstardo delos Ciel-oos! ¡A-a-a-a-j-j-j-a-a-a!

Los monjes retrocedieronhorrorizados, pero Charis ni siquieraparpadeó. Alzó la cruz que sujetaba.

—¡Silencio! —ordenó—. ¡No

blasfemarás en su Santo Nombre!El espíritu contrajo el rostro de la

mujer en una mueca horrible.—¡Oh, oh, por favor, no te enojes

con nosotros! —lloriqueó—. Por favor,gran señora, no te enojes con nosotros.

—¡En el nombre de Jesucristo, teordeno que calles! —insistió Charis.

La mujer se convulsionó; suestómago se hinchó y un gas fétidosurgió de sus entrañas. Escupió, y susespumarajos estaban amarillentos depus. Extendió las piernas manchadas, ylanzó sus hediondas ventosidades.

El abad Elfodd apareció entonces;se santiguó y penetró en la habitación.

—El hermano Birinus me ha dichoque viniera de inmediato —musitó,colocándose junto a Charis—. ¿Qué hayque hacer?

—Le he ordenado que calle —respondió Charis—. Pero es tozudo.Exorcizarlo resultará difícil.

—Yo lo haré, hermana —ofrecióElfodd.

—No. —Charis sonrió y le apretó lamano—. Yo he empezado; yo loterminaré. Ella es responsabilidad mía.

—Muy bien. Pero me quedaré a tulado. —Hizo un gesto con la cabeza alos monjes, quienes se repartieron por lahabitación; se arrodillaron y empezaron

a entonar una oración.La mujer yacía inmóvil, jadeante

como un perro agotado. Al ver al abad,sus ojos se abrieron de par en par; chillóy escupió más de aquel venenorepugnante. Sus manos se convirtieronen garras, y las alargó hacia él en unintento por arañarlo, murmurandoobscenidades todo el tiempo.

Charis se arrodilló de nuevo,sujetando la cruz ante ella. Me maravilléante su compostura; se mostraba tancalmada, tan segura de sí misma…

—Uisma —dijo con suavidad—,ahora voy a ayudarte. —Sonrió condulzura, con una sonrisa tan llena de

belleza y esperanza, que creo que sóloella hubiera curado cualquier mal—.¡Alégrate! El Señor se complace encurarte en este día, hija.

Los ojos de la pobre Uisna quedaronen blanco y escupió más pus y bilis, yempezó a ahogarse en ella.

El abad se inclinó y le levantó lacabeza. El brazo de la mujer saliódespedido hacia arriba y golpeó aElfodd en la mejilla, con tal fuerza quelo arrojó contra la pared. Los monjesrezaron en voz más alta.

—No me he hecho daño —lestranquilizó Elfodd mientras se frotaba lamandíbula y regresaba a su sitio—.

Continúa.—En nombre del Altísimo, Señor y

Creador de todas las cosas, lo visible ylo invisible, y en el nombre de su SantoHijo, Jesús, Amigo Amado y Redentorde los hombres, renuncio a ti, serdiabólico. Te ordeno que salgas de estamujer y dejes de afligirla para siempre.—Charis sostuvo la cruz ante el rostrode la mujer; Uisma retrocedió ante ella.En su rostro se alternaban expresionesde terror y de triunfo.

—¡En el nombre de Cristo, vete! —gritó Charis.

Al instante, la mujer exhaló unatormentado grito. Pareció como si la

luz del sol se nublase y la habitación sehelara. Un viento impetuoso llenó laestancia. Ese viento invisible la rodeóuna vez, dos, una vez más, y luego,alzando la paja del techo, desaparecióen el claro azul del cielo.

Uisma yacía como un cadáver:fláccida, el rostro ceniciento, sinaliento. Pero Charis colocó la cruz demadera sobre el pecho de la mujer ytomó sus manos manchadas entre lassuyas; luego empezó a frotarlas consuavidad. El abad Elfodd alzó elfrasquito de óleos, ofreció una acción degracias y una bendición y, tras mojar sudedo, ungió la frente de Uisna.

Tanto Charis como Elfodd rezaronentonces sobre la mujer, pidiendo aJesús que le perdonara sus pecados,sanara su cuerpo y su alma y laadmitiera en su Reino. Se hizo con gransencillez, y, cuando terminaron, Elfoddanunció:

—Despierta, querida hermana, estáscurada. Uisna abrió los ojos. Contemplóa las dos personas que se inclinabansobre ella, perpleja.

—¿Sí?… ¿Qué ha sucedido?—Te has salvado —contestó Elfodd

—. Y has sanado.Uisna se sentó despacio en el jergón.

Levantó las manos y su boca se abrió

asombrada. Los grotescos moradoshabían desaparecido, y su piel aparecíasuave y blanca. Alzó el borde de sumanto: ni sus pies ni sus piernas lucíanya aquel horrible color moteado; lacarne aparecía firme y sana, la piernaque había estado partida, recta y sinmácula.

—¡Oh!… ¡Oh!… —sollozó Uisna yarrojó sus brazos alrededor de Charis.Las lágrimas bañaban su rostro.

Los monjes lanzaron gritos dealabanza al Señor. El abad abrazó a lamujer, y, como si ya no pudierapermanecer en silencio por más tiempo,la campana del santuario empezó a

repicar con fuerza. Al cabo de unosinstantes, otros monjes empezaron allenar la habitación para compartir laalegría del milagro.

—Debes mantener tu fe, hermana —advirtió Elfodd con amabilidad—.Renuncia al pecado, Uisna; toma a Jesúscomo a tu Salvador, y confía sólo en él.Llénate del Señor y de su Santo Espíritupara que el espíritu maligno no puedaregresar; de lo contrario, lo hará aún conmayor poder.

De repente sentí como si lahabitación se cerrara a mi alrededor,sofocándome. No podía soportar seguirallí por más tiempo, y huí del lugar con

el sonido de las oraciones de alabanza yagradecimiento resonando en mis oídos,sin apenas poder respirar.

El sol empezaba a descender en el cielocuando Charis me encontró. Estabasentado entre los juncos que crecían enlos pantanos alrededor de la torre conlos pies dentro del agua. Se acercó ensilencio, se sentó a mi lado, en la orilla,y posó una mano en mi hombro.

—Te vi huir de la habitación —dijocon voz suave. Sacudí la cabezaapesadumbrado.

—Lo siento, madre, pero no podía

permanecer allí por más tiempo; metenía que marchar.

—¿Qué sucede, Halcón mío?Me volví para mirarla por entre un

velo de lágrimas.—He sentido miedo —sollocé,

mientras las lágrimas rodaban libres ya—. He sentido miedo… y oh, madre, hefracasado…, ¡he fracasado…!

Charis me rodeó con ternura entresus brazos. Me mantuvo así por un buenrato, acunándome despacio, con dulzura.

—Dime, hijo, ¿cómo has fracasado?—preguntó por fin.

—Había tantas cosas —respondí—,tantas cosas que quería hacer… Y no he

hecho nada. He traicionado la confianzaque se depositó en mí al nacer. Me hedesviado; me he alejado muchísimo,madre; y he desperdiciado mi tiempo envanas ocupaciones, porque tenía miedo.

—¿Qué temías?Apenas si podía forzarme a

pronunciar la palabra. No obstante,apreté con fuerza los ojos, y lo solté:

—A Morgian.Charis no dijo nada durante un buen

rato. Permaneció inmóvil tanto tiempo,que me volví para mirarla y vi que susojos estaban cerrados; por debajo de suslargas pestañas, fluían silenciosaslágrimas.

—¿Madre?Sonrió con valentía.—Había creído que me había

librado de ella. Ahora sé que jamás lolograré. Pero su poder pertenece tansólo a este mundo.

—Lo sé; al menos lo recordé hoy…Esa pobre mujer…

—Uisna está curada, Merlín. ElSeñor la ha sanado.

—¿Hay muchas como ella?—Sí —suspiró Charis, mirando al

otro extremo del lago en dirección a laTorre—. Y cada vez más. Ella es latercera desde el invierno. El abadElfodd me ha dicho que sucede lo

mismo en otros lugares. Ha hablado deello con el obispo; se cree que es unaepidemia.

Me estremecí.—Una epidemia de espíritus

malignos.—El obispo Teilo dice que era de

esperar. Cada vez que el reino del Señorcrece, Satanás se enfurece. El Malignointenta mantenernos siempre apartadosde Dios, porque entonces quedamosindefensos ante él. —Sonrió de nuevo—. Pero como has visto hoy, laindefensión no es tal.

Recordé aquel día en la cima de lamontaña, en Celyddon, y me estremecí

de nuevo. Una epidemia de espíritusmalignos; una idea espantosa. Sinembargo, era cierto: nuestro Señor eramás poderoso en su sencilla bondad queel Enemigo con toda su enorme perfidia.

Eso era lo que había visto ese día enel santuario, y se me había reprendido—realmente se me había reprendido— yrecordado con severidad que mistemores eran infundados. Uno podíaenfrentarse a Morgian, se la podíaderrotar. Esta verdad, como tantas, meresultaba amarga, ya que me hizo caerde rodillas bajo el peso de todos miserrores.

¡Oh, sí! Tantos fracasos, tanto

tiempo y esfuerzos desperdiciados. Losbárbaros aún amenazaban, losreyezuelos aún competían unos con otrospor el poder, las ventajas de lacivilización empezaban a borrarse de lamemoria…, el Reino del Verano seguíasin estar cerca de convertirse enrealidad.

¿Podía culparse a Morgian de ello?Sólo en parte. Era culpa de Morgian

y del señor que la gobernaba.Era culpa también de mi propia

ceguera o falta de fe, que a vecessignifican lo mismo. Una y otra vez seme habían dado las oportunidades y lashabía desperdiciado. Una y otra vez

había frenado mis impulsos cuandodebería haber actuado con más rapidez ycontundencia. ¿Por qué? ¿Por qué lohabía hecho?

El corazón del hombre es unmisterio por siempre más allá de sucomprensión. ¿Y qué? No tenía por quécontinuar en mi ignorancia y deshonra.Podía cambiar. El conocer la diferenciame daba la facultad de escoger elcamino más elevado.

—¿En qué piensas, Merlín? —preguntó Charis al cabo de un rato.

—Pienso en que ésta es mi lucha. Hehuido de ella durante demasiado tiempo.

—¿Qué harás?

—No puedo decirlo. Pero pronto seme mostrará el camino. Mientras espero,me prepararé. Permaneceré aquí enYnys Avallach, y me fortaleceré con laoración y la meditación sobre NuestroSeñor Jesucristo.

Charis me abrazó de nuevo, y mebesó en la frente.

—Halcón mío, perdónate a ti mismoigual que se te ha perdonado. Tusdefectos no son algo que sólo tengas tú.

Eso fue todo lo que dijo y luego semarchó. Pero me sentí perdonado y oré:

—Luz Omnipotente, gracias pordespertarme de mi largo sueño egoísta.Guíame, mi Señor. Estoy dispuesto a

seguirte.Dos días después, Avallach regresó

de Llyonesse. Traía una mezcla debuenas y malas noticias. Belyn habíamejorado, aunque no se recuperaría, yno esperaba vivir hasta Samhain. Noobstante, parecía contento y agradeció lavisita de Avallach. Como consecuenciade esta visita, los dos hermanos sehabían reconciliado, y Avallach habíaobtenido de Belyn toda la informaciónposible sobre Morgian.

—Hay bastante poco que decir —meinformó Avallach—, pero lo poco quehay resulta inquietante. El rey Loth hamuerto y Morgian ha abandonado las

Orcadas. Adonde ha ido no se sabe.Belyn esperaba que regresara aLlyonesse en la primavera, pero no hallegado ni señal ni noticia de ella.

—¿Loth muerto? —reflexioné—.Entonces hay dos tronos que lecorresponderán a ella.

El de Belyn y el de Loth, pensé: losdos verán a uno de los hijos de Morgianocupándolos. Dos reinos habían caídoen manos de la Reina del Aire y lasTinieblas —nombre con que la llamabanlos habitantes de Ynysoedd Erch, lasIslas del Miedo—. Dos reinos bajo supoder: uno en el norte, otro en el sur.Pero la influencia de Morgian se

extendía aún mucho más lejos, y notardaría en descubrirlo.

Tres días más tarde, llegó a YnysAvallach la noticia de que Uther habíamuerto.

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or extraño que resulte, habíatranscurrido casi un año desde mi

llegada al palacio del Rey Pescador, sinque apenas me hubiera dado cuenta. Taninmerso estuve en mi odio y midesesperación. Nada de lo que sucedíaen el mundo exterior —el silenciosopaso de las estaciones, el largo y lentogirar de la Tierra mientras recorre suruta preestablecida— atrajo mi atención.

Ahora Uther había muerto.Me dio que pensar. El linaje

imperial de Constantino jamás habíaestado destinado a florecer. Cada uno de

sus nobles hijos había sido rey, y cadauno de ellos, al igual que su padre, fueeliminado antes de tiempo.

De nuevo se rumoreaba que el armahabía sido el veneno. Uno de los lealesservidores de Gorlas que culpaba aUther por la muerte de su señor habíasido el asesino: quería cobrar aquelladeuda de sangre. Muchos creían en esaversión, aunque también se hablabavagamente de una misteriosaenfermedad; al parecer, Uther habíapadecido un mal crónico desde elinvierno. Recogí mis cosas y me preparépara abandonar la Torre.

—¡Adiós, Halcón! —me despidió

Charis, mientras agitaba la mano—. Teapoyaremos en tu lucha.

Estaba en lo cierto, desde luego. Mibatalla, tanto tiempo evitada, al finrecomenzaba.

Dispuse que Pelleas me precediera yse dirigiese a Londinium y yo emprendími viaje a Tintagel a toda prisa, con laesperanza de que no fuera demasiadotarde. Pero ya no era Uther quien mepreocupaba. Quería ver a Ygerna, yrecoger la espada de Uther, ya que habíacorrido la noticia de que los reyes deBritania se empezaban a reunir enLondinium para escoger de entre ellos aun nuevo Supremo Monarca. Debía estar

allí cuando esto sucediera.Ygerna me recibió con alegría.

Había soportado su pérdida convalentía, pero estaba cansada ynecesitaba de alguien con quiencompartir su dolor. La verdad es que nose lloraba demasiado a Uther; no fue unSupremo Monarca que inspirase el amory la simpatía de su pueblo. Lo que habíaconseguido para el país —sus violentasbatallas, sus brillantes victorias—estaba ya olvidado. Lo único que lagente recordaba era que había matado aGorlas para casarse con Ygerna. Eso eratodo lo que recordaban, y sin embargono era verdad.

Encontré a la doble viuda asomadapor encima de la muralla, absorta en lacontemplación del mar, la cabelleraagitada por la brisa marina. Bajo lamenguante luz parecía a la vez frágil ymaravillosamente fuerte: frágil como lapena; potente como el amor. Cuando meacerqué se volvió sin hacer ruido;sonrió y me tendió las manos.

—Myrddin, has venido. Bienvenidoseas, mi buen amigo.

—Vine tan pronto como me enteré,mi reina —dije, con sus manos en lasmías. A pesar de que el sol delatardecer entibiaba todavía la muralla,sus dedos estaban fríos. Se acercó aún

más, vacilante, y me abrazó con ternura,rozando mi mejilla con sus labios fríos.La sostuve entre mis brazos durante unbuen rato, muy consciente de que era unajoven que necesitaba el consuelo de uncontacto reconfortante.

—¿Quieres hacerme compañía? —preguntó, apartándose; Ya Reina otravez.

—Si lo deseáis.Recorrimos la muralla hasta un

bloque de piedra gris que sobresalía dela muralla. Se instaló sobre él y meinvitó a hacer lo mismo.

—Sucedió tan deprisa… —empezócon brusquedad; su voz era triste y

apagada—. Había ido de caza y regresócon malestar; había pasado unaangustiosa primavera, de modo que no ledi importancia. Se fue a su alcoba ydespertó con fiebre por la noche. Sequedó en cama al día siguiente, algonada corriente en él. Lo fui a visitar dosveces, pero no se quejó; esperé entoncesque me acompañara en la cena, pero alno venir volví a su habitación.

Me oprimió la mano con fuerza.—¡Oh, Myrddin, estaba sentado en

su silla…! Su carne estaba fría, y estabamuerto…

—Lo siento, Ygerna.No pareció oírlo.

—Lo curioso era que tenía el escudojunto a él, y su estandarte; llevabapuesto su peto de cuero. Su espadadescansaba sobre sus rodillas. Era comosi esperara luchar contra un enemigo. —La reina inclinó la cabeza y suspiró—.No le volví a hablar. No le dije que loquería… Deseaba tanto decírselo, y yaera demasiado tarde. Myrddin, ¿por quétodo llega siempre demasiado tarde?

El chocar de las olas alrededor delas raíces del promontorio y el grito delas gaviotas que volaban en círculosobre nuestras cabezas me provocabanuna inexplicable tristeza. Rodeé aYgerna con mi brazo y permanecimos

sentados bajo el sol poniente, con losúnicos sonidos de las gaviotas y lasolas, con el mutuo consuelo de doscorazones que sienten el mismo dolor.

Cuando el sol se ocultó tras unanube, el día se volvió repentinamentefrío.

—¿Dónde se lo ha enterrado? —pregunté mientras nos levantábamospara dirigirnos al interior.

No respondió enseguida. Cuando lohizo, había un tono de triunfo en su voz.

—Junto a Aurelius.¡Que Jesús la bendiga! Había hecho

todo lo que había podido por lamemoria de Uther. Era justo que se los

enterrase juntos, pero Ygerna deseabaademás que sus nombres permanecieranunidos para siempre y rodeados de famay respeto. Había enterrado al esposoamado junto a aquel que amaba elpueblo.

Mientras nos acercábamos aledificio, se volvió hacia mí y, tras posaruna mano sobre mi brazo, me anunció:

—Espero un hijo de Uther.—¿Lo sabe alguien?—Mis doncellas. Han jurado

guardar silencio.—Ocupaos de que lo guarden.

Ygerna asintió. Comprendía.—¿Habrá lucha?

—Sí, es muy probable.—Ya veo —repuso distraída; había

algo más en su mente. Sopesaba suspalabras con cuidado. Aguardé a que sedecidiera a hablar.

Las olas golpeteaban debajo denosotros, agitadas como el corazón deYgerna. Percibía su intranquilidad. Sinembargo, esperé.

—Myrddin —dijo por fin, con lavoz tensa—. Ahora que Uther estámuerto… —Le fallaban las palabras; nopodía conseguir que expresaran lo quesentía—: Ahora que el rey se ha ido,quizá no sería…

—¿Sí?

Apretó mi mano y me miró conansiedad, como si yo tuviera el poder deconceder o negar sus más íntimosdeseos.

—El niño, mi hijo. Por favor,Myrddin, ¿dónde está? ¿Está a salvo?¿Puedo enviarlo a buscar?

—No puede ser, Ygerna.—Pero seguramente ahora, ahora

que Uther…Sacudí la cabeza con suavidad.—El peligro no se ha reducido; en

verdad, con la muerte de Uther haaumentado. Hasta que hayáis dado a luza su heredero, el hijo de Aurelius siguesiendo el único heredero.

Ygerna dejó caer la cabeza. Lacriatura había estado muy presente en sumente y en su corazón, como sucedería acualquier madre.

—¿Puedo ir a verlo?—Eso no sería sensato, me temo —

contesté—. Lo siento, ojalá pudiera serde otra forma.

—Por favor, sólo verlo…—Muy bien —cedí—, eso podría

arreglarse. Pero llevará tiempo. Arturodebe estar…

—Arturo… —musitó—. Ése es elnombre que le has dado.

—Sí. Comprended, por favor;hubiera actuado de forma diferente, pero

Uther no me dijo ningún nombre para él.Espero que os guste.

—Es un buen nombre. Un nombrefuerte. —Sonrió pensativa, y repitió elnombre en voz baja—. Has hecho bien,gracias.

—Os he arrebatado a vuestro hijo,mi señora, y me dais las gracias. Sinduda sois una mujer extraordinaria,Ygerna.

Escudriñó mi rostro con sus ojos, yal parecer encontró lo que buscaba.

—Eres bueno, Myrddin. Tú, entretodos, me has tratado como a un igual.Haré cualquier cosa que me pidas quehaga.

—No necesitáis hacer nada por elmomento. Más adelante, cuando sedesigne al nuevo Supremo Monarca…Bueno, dejaremos las preocupacionesdel mañana para mañana.

Su sonrisa mostró alivio. Entramosen la sala y nos pusimos a hablar deotras cosas. Después de una cena muyagradable nos retiramos temprano. A lamañana siguiente pregunté por la espaday uno de los estandartes del dragón queUther había ideado como símbolo de laMonarquía Suprema e Ygerna meentregó ambas cosas.

—Dunaut estuvo aquí y quería laespada. Yo me negué a dársela; le dije

que se había enterrado a Uther con ella.—Se detuvo y sonrió culpable—. No mearrepiento de haber mentido.

—Fue una buena idea que no leentregarais la espada —le dije—. Creoque nos habría costado mucho lograr quela devolviera. De hecho, nos costará losuyo mantener sus manos lejos de ella,tal y como están las cosas.

—Adiós, Myrddin Emrys. Envíanoticias, si te acuerdas. Me gustaríasaber qué sucede en la elección del rey.

—Adiós, Ygerna. Vendré acomunicártelo yo mismo, si puedo,cuando haya terminado.

Al cabo de pocos días, me desvié al

llegar a la llanura situada más arriba deSorviodunum y el Anillo del Gigante:ese enorme y antiguo círculo de piedraque la gente de la región llama lasPiedras Colgantes, por la forma en queestos enormes dinteles parecen flotar,según les da la luz, por encima delsuelo.

El círculo se alzaba en solitariosobre una ancha colina plana. No habíanadie por allí, ni yo lo esperaba. Frío,inmenso, misterioso; los hombrespreferían no acercarse al círculo. Lesrecordaba que existen secretos en laTierra que jamás conocerán, que lasmaravillas de una era anterior

permanecían para siempre fuera delalcance de su vista, que una razasuperior había habitado allí dondevivían ahora y que también ellosdesaparecerían un día, como losconstructores del círculo y los de losmontículos habían desaparecido. Lesrecordaba que la vida en este mundo esbreve y furtiva.

Un pequeño rebaño de vacas pastabaen la zona, y algunas ovejas vagabanentre balidos por la zanja que rodeabalas piedras. Cabalgué a través de laserguidas piedras hasta el anillo interiory desmonté. Uno junto al otro, se veíandos túmulos mortuorios iguales: uno

recién excavado, el otro cubierto decortos pastos.

El viento gemía por entre las PiedrasColgantes, y el balido de las ovejassonaba como si fueran las vocesincorpóreas de aquellos enterrados enlas cámaras de tierra situadas lejos delgran círculo. Sobre mi cabeza, ensilencio, negros cuervos surcaban elcielo despejado. Parecía, en realidad,tal y como creía el Pueblo de lasColinas, que el círculo señalaba el lugardonde dos mundos se tocaban.

Resultaba apropiado, pues, que aquí,donde los mundos se encontraban, seunieran dos reyes hermanos: juntos para

siempre. Uther jamás tendría queabandonar a su hermano, y a Aureliusjamás le faltaría la atención de Uther.Ya no se separarían nunca más.

Al ver el desnudo montículo detierra, caí de rodillas, y entoné:

Me adelanté al tiempo, alamanecer, y dormí bajo una sombrapúrpura;

fui una muralla entre dosaudaces emperadores.

Una capa que cubrió loshombros de dos reyes,

el arco refulgente de dos fuerteslanzas arrojadas desde el Cielo.

En Annwfn intensificarán labatalla, con brillantes hazañasobligarán a

huir al Enemigo Eterno;setecientas veintenas han caído

en la muerte ante ellos,siete mil veintenas los apoyarán

en su victoria.Reyes valientes y sinceros, su

sangre está fría,su canción ha terminado.

¡Oh, Uther, lamento tanto tu muerte! Alprincipio nuestra amistad estuvo llenade desconfianzas, pero noscomprendíamos, creo. Espero que todo

te vaya bien, mi rey, en tu viaje al OtroMundo. Ser Todopoderoso, acepta aeste espíritu díscolo entre los tuyos yjamás tendrás compañero más leal. Teaseguro muy solemnemente, ReyCelestial, que Uther vivió para seguir ala luz que habitaba en él.

Ojalá todos los hombres de la Tierrapudieran afirmar lo mismo.

Cuando llegué a Londinium, la caza yahabía comenzado, lo cual quiere decirque todos los mastines que anhelaban lacorona tenían los hocicos llenos de olordel Trono Supremo y le seguían el rastro

sin descanso. Dunaut, claro está, juntocon sus amigos Morcant y Coledac,conducía la jauría. Pero había otros queles pisaban los talones: Ceredigawn,con el apoyo de su compatriota Rhain,de Gwynedd; Morganwg, de Dumnonia,y sus hijos; Antorius y Regulus, queprocedían de Canti del sur, y Ogryvan,de Dolgellau.

Tendría que haber habido más; dehecho, habría más cuando llegaranaquellos cuyos reinos estaban másalejados. En esos momentos, la pelea selimitaba a alardear y darse tono, aexhibir a los combatientes antes de lalucha. La contienda real todavía no

había empezado.El obispo Urbanus, fuera de sí de

indecisión, me dio la bienvenidaaturdido.

—Merlinus, me alegro de que hayáisvenido. Estaré diciéndoos la verdad sios confieso que ya no sé qué hacer paramantener la paz entre los señores. ¡Lascosas que se dicen unos a otros! —sequejó, con expresión escandalizada—,¡y en la iglesia!

—Empeorará antes de mejorar —advertí.

—Entonces no sé cómo se arreglarásin un derramamiento de sangre. —Sacudió la cabeza preocupado—. De

todas formas, considero que lo máscorrecto es que cuestiones tanimportantes se diriman en terrenosagrado.

Urbanus no estaba tan inquieto comopretendía. En el fondo se sentía contentopor poder intervenir en la elección delrey, aunque sólo fuera facilitando untecho bajo el que pudiera realizarse. Elque esta elección del rey se celebrase enuna iglesia no era ninguna pequeñez, sinduda alguna, ya que significaba que losseñores del reino aceptaban elprecedente de Aurelius; se sentíancómodos en la iglesia y estabandispuestos a permitirle tomar parte en

sus asuntos. Aunque no me hacíailusiones con respecto a que la mayoríade los que se alojaban bajo el techo deUrbanus se habrían reunido igualmenteen un establo o en una casucha de barrosi se les hubiera ofrecido. Sus ojosestaban puestos en la corona, no en lacruz.

—Y no me importa deciros —continuó el obispo— que esto hasucedido en un momento de lo másinoportuno. Por si no lo habéisadivinado ya, estamos en obras paraampliar el edificio. Cuando losalbañiles terminen, tendremos un ábsideadosado a la basílica y un crucero

mayor. Y habrá un nártex decente conuna entrada en forma de arcada como enlas grandes iglesias de la Galia.

Claro que me había dado cuenta delos trabajos de construcción. Se veíanmontones de escombros desparramadospor toda la iglesia; albañiles quetrabajaban sobre andamios de madera ytallistas que pulían los grandes bloquesque descansaban sobre el patio. Imaginéque el trabajo lo había costeadoAurelius, puesto que Uther jamáshubiera dado dinero para tal empresa.

Era evidente que la posición deUrbanus se elevaba en este mundo, y queél disfrutaba con la ascensión. Muy bien,

démosle su gran iglesia; no hay ningúnmal en ello mientras mantenga uncorazón sincero y un espíritu humilde.

Los reyes no eran los únicosinteresados en el Trono Supremo. Elgobernador Melatus había convocadotambién a algunos de los magistradosmás poderosos. Qué pensaban hacer, nopuedo decirlo. Sin duda veían en lareunión de reyes una oportunidad parareclamar una pequeña parte de su cadavez más menguado poder. La forma degobierno romana, si es que sobrevivía,lo hacía tan sólo en el recuerdo de losancianos y en sus títulos latinos.

Pelleas encontró un lugar donde

alojarnos: la casa de un rico mercaderllamado Gradlon que, entre otras cosas,comerciaba con vino, sal y plomo, y erapropietario de los barcos quetransportaban sus mercancías. Eraamigo, además, del gobernador Melatusy poseía cierta influencia en los asuntosde Londinium. Sospecho que Melatushabía pedido a sus amistades queofrecieran sus casas a quienquiera queasistiese a la elección del nuevo rey, demodo que pudiera estar informado detodo lo que ocurriese.

Gradlon, no obstante, era unauténtico anfitrión y no ocultó haciadónde se inclinaba su lealtad al

confesar:—Un mercader rinde homenaje a

aquel que mantiene próspero su negocio.Si es un rey, doblo la rodilla; si es unemperador, beso el borde de su túnica.En cualquier caso, tengo que pagarimpuestos. —Alzó un dedo rechoncho enel aire para dar más énfasis a suspalabras—. Pero los pago de buena ganasi los caminos y las rutas marítimaspermanecen abiertos.

El gobernador y los magistradoscelebraron consejos en el palacio de lagobernación con el fin de preparar unultimátum para poner a los pies delemperador Aetius: «Enviad las tropas, o

perderéis la buena voluntad deBritania».

Britania —en la mejor de sus buenasvoluntades o en el peor de sus humores— jamás había valido el sudor delImperio para mantenerla. Bien es verdadque, durante algunas generaciones, elestaño, el plomo y el trigo que losbritones pagaban habían tenido algúnvalor para el Imperio. Pero esta pequeñaisla le había costado a Roma más de loque jamás había obtenido de ella.

Ahora, cuando el resto del Imperiose desangraba bajo los despiadadosgolpes de hacha del bárbaro, los asuntosde la diminuta colonia romana

preocupaban poco al emperador. Esprobable que obtuvieran más simpatíalos insignificantes sufrimientos de unpodenco infestado de pulgas en elestablo del emperador, decidí; aunquetampoco podían esperar grandesauxilios.

Sentí lástima por el gobernador y susmagistrados, ya que no se percataban deello.

Nuestro futuro estaba en una nuevaBritania. Pensar de otra forma era unaestupidez. Quizás una estupidez inclusopeligrosa. La realidad puede resultarmuy severa; tiene sus modos de castigara aquellos que la ignoran por demasiado

tiempo.Los reyes, por otra parte, no eran

mucho mejores. Al parecer, creían quela amenaza bárbara podía refrenarsemediante el engrandecimiento personal:cuanto mayor era el rey, más temblaríanlos bárbaros.

No necesito explayar mi opiniónacerca de tales creencias…

Así es como se inició el consejo dereyes: en un punto muerto sobre lacuestión de quién estaba calificado paradecidir de entre aquellos que seconsideraban capaces de empuñar laespada de Macsen Wledig. La manerade solucionar este interrogante añadía

otra capa de animosidad a los debates.Las únicas voces razonables eran las

de Tewdrig y Custennin; pero cuandoellos llegaron, los otros estaban yademasiado refugiados tras los muros desus indefendibles posiciones paraescuchar. La razón, como ya he dicho,de nada sirve en estas ocasiones.

Día tras día, cuando los reyes sereunían en la iglesia para iniciar susdebates, los acompañaba, esperando mimomento. No hablaba; tampoco nadieme lo pedía. Aguardaba en la creenciade que aún podría encontrar una ocasiónde ayudar. Era todo lo que podíaesperar. Una oportunidad tan sólo. Tenía

que conseguir que la tomaran en cuentacuando llegara el momento.

Mientras aguardaba, permanecía enmi lugar y observaba todo lo que sedesarrollaba ante mis ojos. Examiné acada uno con minucia: el tono de su voz,su dominio, su sensatez, su fuerza. Lossopesé entre todos y no encontré aninguno que pudiera igualar a Aurelius;ni siquiera a Uther. ¡Dios mío, mehubiera decidido por un Vortigern!

El más capaz era Custennin. Pero eraun hombre del norte y su reino erapequeño. Carecía de la casi inagotableriqueza de los reyes del sur, riquezanecesaria si quería mantener dos, o

acaso tres Cortes y equipar un ejércitolo bastante grande para mantener elorden en el país. La gente del norte,según la creencia popular, era salvaje ymuy poco refinada, falta de todaeducación y cortesía. Jamás seguiría aun rey a quien considerase poco menosque un bárbaro.

Tewdrig, pensé, podría ser uncandidato más adecuado. Poseía unagran fortuna, suficiente para merecer elrespeto de los reyes del sur. Pero lastribus de Dyfed y las de los silures, lasmás antiguas de todas las britonas, erantambién las más independientes.Resultaba dudoso que otros reyes

respaldaran a Tewdrig cuando ya sequejaban de la indiferencia de Dyfed ysu insularidad. Sospechaba, también,que el título de Supremo Monarcasignificaba muy poco para Tewdrig;podría significar más para su hijo,Meurig, pero éste aún no habíademostrado su valía como jefe.

De los restantes, Ceredigawnresultaba algo prometedor. El que subisabuelo hubiera sido irlandés podíasuperarse, ya que era un gobernanteenérgico y honrado. Pero el hecho deque su familia hubiera obtenido su reinoen virtud de la impopular costumbreromana de colocar gobernantes en las

regiones turbulentas por encima de lasprotestas de aquellos obligados aconvivir con ellos, no dejaba de sermotivo de vergüenza. En consecuencia,su gente jamás se había molestado enformar alianzas con ninguna de las otrasfamilias gobernantes; y por esta causa,Ceredigawn, a pesar de su valía, no caíadel todo bien.

A medida que los días transcurrían—lentos días de demencialesfingimientos, absurdas amenazas,asombrosa arrogancia—, me convencíde que no habría forma de que llegaran aponerse de acuerdo. Lord Dunaut, rey delos opulentos brigantes, conseguía

frustrar toda discusión razonable con suabsurda exigencia de que el siguienteSupremo Monarca debía mantener alejército con su tesoro privado.

Más que mantener el ejército con unarca de guerra a la que todos los señorescontribuyesen en partes iguales, Dunauty sus amigos insistían en que la libertaddel país dependía de la del SupremoMonarca para gobernar al ejército sinobstáculos ni estorbos de reyesmezquinos. De lo contrario los reyesmenores podrían verse tentados deinfluir la situación por el simple métodode negarse a entregar el tributonecesario para mantener al ejército.

—El Supremo Monarca sólo serálibre si gobierna de su propio peculio—declaró Dunaut.

Hombres como Eldof, Ogryvan yCeredigawn, buenos jefes que sinembargo tenían problemas paramantener sus modestos ejércitos por elsimple hecho de que sus tierras noestaban tan bien adaptadas para elcultivo de grano o no poseían minas deoro y plata, se enfurecieron ante talmanifestación.

A otros, sin embargo, resultabaatractiva a su vanidad. Hombres comoMorganwg, de Dumnonia, también muyrico y orgulloso, vieron en esta

sugerencia el centelleo de la púrpuraimperial. Hubo otros a quienes sehubiera podido persuadir, peroreconocían y resentían la jactanciosaambición de Dunaut. La idea de tener aDunaut como Supremo Monarca sobretodos ellos, libre de hacer cuanto lepluguiera al gobernar un ejército sinoposición, no podían soportarla; muchomenos apoyarla.

Una y otra vez el debate se atascabaen este punto. Hasta que quedaradecidido, empero, Dunaut y sus aliadosno permitirían que se discutiese otro.Otras voces, otras cuestiones, sequedaron en el camino demolidas,

ignoradas, echadas a un lado de cienformas diferentes.

El resentimiento aumentó; seendureció. La animosidad se extendió:la hostilidad floreció. Parecía como silos peores temores del obispo Urbanusfueran a tener una sangrienta realización:el siguiente Supremo Monarca sólosaldría elegido a punta de espada.

Entonces sucedió algo imprevisto.Dos insospechados aliados aparecieronpara impedir el derramamiento desangre: Ygerna, y Lot, de las Orcadas;dos personas cuya repentina y noanunciada aparición sorprendió en granmanera a la asamblea, preocupada como

estaba en considerarse a sí misma comoel centro de la creación.

L o t ap Loth, proveniente de laslejanas y diminutas islas Orcadas, alláen el norte. Con sus negros rizostrenzados, sus brazaletes esmaltados enoro, las señales azules de su clanpintadas con glasto en sus mejillas y sucapa a cuadros rojos y negros, parecíaun visitante del Otro Mundo. Hizo suaparición con toda la frialdad de uninvierno en el norte, indiferente a lasensación causada por su llegada: joven,animoso, pero con tal control de símismo que su mirada perturbó a reyesque lo doblaban en edad.

El Consejo se había resignado ya ala presencia de Lot cuando aparecióYgerna. Escoltada por los jefes de Uther—los que seguían a su lado—, penetródecidida en la iglesia, con semblantesevero y enérgico y radiante de belleza.Regia y a la vez sencilla, Ygerna estabaataviada con una capa gris pálido sobreun manto blanco bordeado en plata y undelgado torc de oro rodeaba su cuello.Cada una de las líneas de su cuerpodemostraba con elocuencia autoridad yreserva. Su gracia y porte sirvieron dereprimenda a la fatua jactancia de losreyezuelos presentes.

Que estos dos llegaran tan de

repente y pisándose los talones, no fuequizás una mera coincidencia. Por ciertoresultó extraño, por el efecto que causóen el Consejo, ya que la atmósfera de laasamblea varió de súbito mientras losreunidos evaluaban a los recién llegadosy calculaban la mejor manera de haceruso de esta incógnita. Ninguno de ellos,estoy convencido, había pensado encualquiera de los dos, ni consideradoque podrían tener algo que decir en elasunto.

La verdad es que yo mismo, en misrelaciones con Ygerna, había pasadocompletamente por alto el hecho de que,como viuda de Uther, conservaba el

derecho a sentarse en el Consejo. Yahora que ella estaba aquí, experimentéel momentáneo temor de que supresencia provocaría que los monarcasreunidos recordaran algo más: al hijo deAurelius. Nadie lo sabía o lo recordaba,al parecer, ya que nada se dijo; pero a lomejor el secreto estaba bien guardado,después de todo.

En cuanto a Lot, puesto que vivía enel extremo del mundo, todos habíanasumido que no tendría el menor interésen los asuntos del resto del reino. Demodo que nadie lo había convocado. Noobstante, se había enterado y habíavenido.

Confieso que no me alegré de sullegada, aunque por diferentes razones ala amenaza de cualquier reivindicaciónque pudiera plantear al Trono Supremo.Era la sangre que corría, por sus venaslo que me preocupaba. Lot era hijo deLoth; y Loth había sido el esposo deMorgian.

El que el hijo de Morgian aparecierade entre las nieblas del norte mealarmaba muchísimo. ¿Qué significaba?¿Estaba Morgian detrás de ello?¿Necesitaba siquiera preguntármelo?

Sin duda, Morgian vio en la eleccióndel nuevo rey la ocasión de obtenerpoder de una clase distinta del que ya

poseía. ¿Pero por qué enviar almuchacho?

Todo aquello me afligía en gradosumo. Mientras observaba a Lot desdeel otro extremo del círculo del Consejo,intenté discernir qué clase de hombreera. Pero fuera de la evidencia de que,como la mayoría de los que habitaban enel desolado norte, le gustaban loscolores llamativos y los modalesostentosos, no pude descubrir nada.

En un momento de la reunión, Lot mevio mirarlo. Su reacción me dejóperplejo: me devolvió la mirada por uninstante, luego sonrió apenas y se llevóel dorso de la mano a la frente según el

antiguo gesto de reconocimientootorgado a los señores. Enseguida, comosi me apartara de su mente, volvió suatención a la asamblea.

Cuando, al cabo de bastantes horas,terminó por aquel día el Consejo, esperéa Ygerna en el patio de la iglesia,mientras contemplaba a losconstructores. Los albañilesaprovechaban las últimas luces del díapara mover la enorme piedra angular dela gran arcada, pero las cuerdas queutilizaban eran demasiado delgadas paraaquel trabajo y las palancas muy cortas,y a pesar de todos sus esfuerzos y de susfuribundos juramentos, no pudieron

mover la gigantesca piedra más quealgunos pasos.

Ygerna me vio nada más salir alpatio y vino corriendo hacia mí,mientras dos de sus jefes la seguían arespetuosa distancia.

—No te enojes conmigo, Myrddin—empezó a decir de inmediato—. Sé loque piensas.

—¿De veras?—Piensas que no tengo nada que

hacer aquí, que debería haberpermanecido en Tintagel, que sóloempeoraré las cosas con mi presencia.

Sonreí con satisfacción; no era tandecidida y segura de sí misma como

parecía.—Ygerna, me alegro de que hayáis

venido; tenéis tanto derecho a estar aquícomo los otros. Y no podríais empeorarlas cosas más de lo que lo están ya,aunque ésa fuera vuestra únicaambición. De modo que ya veis, notenéis motivos para sentiros inoportuna.

Sonrió, las comisuras de su boca seinclinaron hacia abajo.

—Bien, puede que no pienses asícuando te pida lo que quiero pedirte.

—Pedid pues, pero no creáis quenada de lo que pidáis pueda hacermecambiar de idea.

Ygerna dirigió una rápida mirada a

su alrededor, una criada de cocina apunto de confesar su terrible secreto.Luego dijo en voz baja:

—Debo pedirte que me devuelvas laespada de Uther.

Lo medité por un momento.—¿Lo ves? —observó malhumorada

—. Ahora te has enojado.—Por favor, no estoy enojado. Pero

¿por qué la espada?—He visto lo que sucede aquí. Me

tratan bien, pero se me ignora. Si no mequieren reconocer a mí, quizá síreconocerán la espada.

No es la primera vez que el corazónde una mujer ve las cosas con claridad,

y con mayor rapidez que cualquierhombre que llegue a la mismaconclusión. Después de un solo día en elConsejo, había descubierto el quid de lacuestión: sin poder propio se laignoraría, con educación tal vez, pero sela ignoraría de todas formas.

—Bien. ¿Me la devolverás?—Desde luego, mi señora. Pero

¿qué planeáis hacer con ella?Sacudió la cabeza.—Eso se me ocurrirá en su

momento. Enviaré a Kadan a buscarlaesta noche.

—Se la tendré preparada.Resuelto esto, cambió a cuestiones

más banales.—Ha sido un viaje muy agradable,

no como la última vez… —Se detuvo,recordando el día en que había llegadocon Gorlas y Uther—. Y, sin embargo,nunca olvidaré ese viaje. Fue la primeravez que vi a Uther…, la primera vez detantas cosas parece…

Anduvimos juntos por la estrechacallejuela hasta una casa cercana dondese alojaba.

—Cena conmigo esta noche,Myrddin —invitó—. A menos quetengas mejores planes.

—No tengo ningún otro plan —repuse—. Y desde luego, ninguno mejor.

Será un honor cenar con vos, Ygerna. Ytraeré la espada.

Me dirigió una atractiva sonrisa.—¿De verdad no estás enojado?—¿Quién soy yo para estar enojado

con vos?Se encogió de hombros.—Pensé que podrías estarlo.Regresé a casa de Gradlon, donde

encontré a Pelleas esperando a la puerta.—Vino aquí con sus hombres. No

pude hacer nada. Vi cinco caballos degruesos cuellos y resistentes patasatados a las argollas de la pared.

—¿Quién ha venido, Pelleas?—Lot —su frente se arrugó

malhumorada—. Dijo que quería hablarcon vos.

Bien, no podía hacer otra cosa que ira su encuentro. Entré en la casa y laencontré llena de extranjeros del norte.Lot estaba junto a la chimenea, deespaldas a la puerta, con un pie sobreuno de los morillos; sus manos rodeabanla cadena suspendida sobre él.

Sus hombres callaron cuando hicemi aparición. Lot se volvió. Sus ojostenían el color de las sombras sobre lanieve, de un azul-grisáceo y fríos comoel hielo invernal. Me detuve en elumbral y me contempló con tranquilidad,seguro de sí mismo.

Por espacio de tres segundospermanecí allí inmóvil, luego entré enuna habitación erizada de dagas ocultasy de lanzas invisibles.

18—Vaya, Merlín Ambrosious…, MyrddinEmrys —dijo Lot por fin—. Me sientomuy honrado.

—Lord Lot, no os esperaba.—No, supongo que no. Al parecer,

nadie me esperaba en Londinium. —Susonrisa fue repentina y astuta—. Pero loprefiero así.

Un incómodo silencio se apoderó dela habitación. Lo rompí por fin paradecir:

—¿Queréis beber conmigo? El vinode Gradlon es excelente.

—No bebo vino —contestó con

frialdad—. Ése es un lujo que no nospermitimos en las Orcadas. Y jamás mehan gustado los vicios del sur.

—¿Aguamiel? —ofrecí—. Estoyseguro de que nuestro anfitrión noscomplacerá.

—Cerveza —repuso él, y extendiólas manos en gesto de impotencia—.Como puedes ver, soy un hombre deplaceres sencillos.

El énfasis burlón que dio a suspalabras me sugirió un apetito salvaje yvoraz y me trajo a la mente imágenes deindecible perversión. Sin embargo,sonrió como si fuera cuestión de amorpropio. Era digno hijo de su madre, de

eso no había duda. Resistí el impulso dehuir de la habitación, y el único motivopor el que soporté su presencia fue paradescubrir la razón de su visita.

Hice una seña a Pelleas, quienpermanecía a mi lado en actitudprotectora, para que trajera la cerveza.Lot hizo un gesto a uno de sus hombres,quien siguió en silencio a Pelleas.

No vi ningún motivo para prolongaraquello.

—¿Por qué habéis venido? —inquirí. La franqueza de mi pregunta lodivirtió.

—Y la cerveza aún no está en lascopas —regañó amablemente—. Vaya,

primo, puesto que lo preguntas, te lodiré. Sólo hay una razón para que meaventure tan lejos de las fragantesfronteras de mi soleado reino. Seguroque la adivinarás.

—Los otros están aquí para obtenerel Trono Supremo, pero no puedo creerque esperéis ganarlo para vos.

—¿Me consideras indigno?—Pienso que sois un desconocido.—Tu tacto es célebre. —Echó atrás

la cabeza y lanzó una carcajada. Pelleasentró, como una sombra, con las copas.Ofreció la copa del invitado a Lot, quienla tomó y echó algunas gotas por encimadel borde en honor del dios protector de

la casa. Luego bebió con fruición.Hecho esto, tendió la copa al

primero de sus hombres, se secó loslabios con la punta de los dedos y mededicó una mirada de ferocidad.

—Mi madre me avisó de queresultarías difícil. Me preguntaba sihabrías perdido el interés por lasconfrontaciones.

—No habéis respondido a mipregunta, Lot.

Se encogió de hombros.—Toda mi vida he oído hablar de

Londinium. Así que, como tenía ganasde hacer un viaje por mar, dije a misjefes, «vayamos a ver esa maravilla con

nuestros propios ojos. Si nos gusta, a lomejor podríamos quedarnos». Imagínatenuestra sorpresa cuando descubrimosque se celebraba la elección de un rey.

Todo su comportamiento era unaburla. Pero detecté un atisbo de verdaden su respuesta: no sabía nada de laelección del rey cuando salió de lasOrcadas. Había venido por un motivodistinto y se había enterado de lo delConsejo en algún lugar durante eltrayecto; quién sabe, tal como habíadicho, si al llegar a la ciudad. Sinembargo, reflexioné, no habíacontestado a mi pregunta.

Tomé un sorbo de mi copa y luego la

pasé.—Ahora que estáis aquí, ¿qué

haréis?—Eso, a menos que esté muy

equivocado, dependerá mucho de laforma en que se me trate.

—Yo he descubierto que, en general,se me trata tan bien como yo trato a losdemás.

—¡Oh! Pero eso no es tan sencillopara algunos de nosotros, queridoprimo. Ojalá lo fuera. —Aspiró contristeza—. ¡Ah, aunque tú debes desaber muy poco de las adversidades quelos mortales de menor categoríadebemos soportar!

¿Intentaba provocarme? Me parecióposible, aunque no podía ver la razónpara ello.

—¿Tan pesada os resulta vuestravida? —pregunté, sin esperar unareacción en particular. Pero igual que sihubiera puesto el dedo en una heridaabierta y muy dolorosa, Lot hizo unamueca. Sus ojos se entrecerraron y susonrisa se volvió tirante.

—Pesada no es la palabra que yoescogería —repuso envarado—. ¿Dóndeestá esa copa? —Extendió la mano y latomó de la mano de uno de sus hombres,vaciando de un trago el resto del líquido—. ¿Vacía tan pronto? Entonces debo

marcharme —anunció, y se dirigió a lapuerta.

Una vez en el umbral, se detuvo paradecir:

—¿Sabes, Myrddin?, había esperadoque nuestro primer encuentro resultasediferente. —Se volvió con brusquedad ehizo intención de partir.

Soy capaz, cuando así lo quiero, dehacer que mis órdenes se conviertan enalgo virtualmente irresistible. Así lohice entonces:

—¡No te vayas! —le grité,abandonando toda fingida cortesía.

Lot se detuvo al instante. Se quedóasí por un momento y luego se volvió

despacio, como si esperara encontrar lapunta de una espada contra su garganta.

La incertidumbre de ese gesto hablócon elocuencia sobre él. Era unmuchacho inexperto que jugaba convalentía a ser rey, y me sentí lleno decompasión por él.

—No debemos separarnos de estaforma —le dije.

Sus ojos azul-grisáceos sondearonlos míos en busca de cualquier señal deengaño —me dio la impresión de queera un maestro en descubrirlas—, perono encontró ninguna en mí.

—¿Cómo querrías que nosseparásemos? —Su voz era cautelosa,

insegura.—Como amigos.—No tengo amigos en este lugar. —

Fue una respuesta dada sin pensar; sinembargo, sé que lo creía.

—Puedes aferrarte a ello —repuse—, o aceptar mi amistad y reconocerque te has equivocado.

—No me equivoco muy a menudo,Emrys. Adiós.

Sus hombres lo siguieron, y al pocorato escuché el sonido de cascos en lacalle y desaparecieron. Pelleas cerró lapuerta y se acercó.

—Es un hombre peligroso, mi señorMyrddin. Sobre todo porque está

confuso.Sabía que Pelleas poseía una gran

habilidad para discernir el carácter deun hombre.

—Confundido, no hay duda. Pero nocreo que me desee ningún mal. No estoymuy seguro tampoco de que sepa lo quequiere hacer.

Mi compañero meneó la cabeza.—Hay que temer al hombre que no

conoce su propio corazón. Apartaos deél, mi señor. —Luego puso en palabrasaquello que yo temía—. ¿Cómo podersaber en qué forma lo ha corrompidoMorgian?

Si el encuentro con Lot resultódesconcertante, la cena con Ygernaresultó toda una delicia. Vestía susmejores ropas, y en el reluciente brillodorado de la luz de cien velas —una luzque parecía emanar de la propia Ygerna— aparecía más encantadora de lo quenunca la había visto.

Me besó cuando entré en lahabitación donde se había preparado unamesa, y me condujo de la mano a unasilla.

—Myrddin, temía que no vinierasesta noche y me hubiera sentido tandesilusionada…

—¿Cómo es eso, mi señora? Si

hubierais comido tantas cenas frías juntoa carreteras desiertas como he hecho yo,jamás dejaríais pasar la ocasión decenar con comodidad. Y si fuerais unhombre, jamás decepcionaríais a unadama tan bella como la que tengo antemí, mi reina.

Se sonrojó con el orgullo inocentede una doncella.

—Querido Myrddin —murmuró.Luego se interrumpió bruscamente—.¿No has traído la espada?

Ygerna me miró las manos comoesperando verla allí.

—No lo he olvidado —repuse—.Pelleas la traerá más tarde. Pensé que

era mejor que no me vieran con ella.Alguien podría darse cuenta.

—Una idea sensata —convino.Me acomodó en mi silla y luego se

volvió hacia la mesa para verter un pocode vino en dos copas de plata. Searrodilló junto a mi silla y me ofrecióuna; era el gesto ceremonial de unsirviente para con su señor. Intentéprotestar, pero alzó la copa y dijo:

—Permíteme que te sirva esta noche.Por favor, es bien poca recompensa portodo lo que has hecho por mí. Sacudí lacabeza con suavidad.

—¿Todo lo que he hecho? Miseñora, me honráis demasiado. No he

hecho nada para merecer tal afecto.—¿No? Entonces tendré que decirte

todo lo que has hecho, ¿verdad? Cuandotodos los demás me consideraban unachiquilla estúpida, tú me trataste como auna mujer y la igual de cualquierhombre. Siempre has sido un amigo leal,Myrddin. Y para una mujer es difícilencontrar una auténtica amistad en estemundo. —Depositó la copa en mi manocon sus fríos dedos—. Bebamos juntoscomo amigos.

Bebimos y luego se levantó yempezó a colocar la comida sobre lamesa. Permití que me atendiera y esto lahizo feliz. Me entristece ahora admitir

que la amabilidad a que se refería sehabía extendido a ella no porque fueraYgerna, y por lo tanto merecedora de talconsideración, sino porque era la noviade Aurelius, o después la esposa deUther. Lo cierto es que no la habíaconsiderado especialmente como a unser humano con iguales derechos; perotan desolada era su vida en aquella rocamarina, que mis pequeñas cortesíascobraban mucha importancia para ella.Pensé en ello, y me sentí terriblementeavergonzado.

Luz Omnipotente, estamos tan ciegostodos nosotros; ¡elimínanos y acaba contodo de una vez!

Ygerna, corazón confiado, sisupieras… Que sintiera cariño cuandopor derecho hubiera debido sentirdesprecio era su gloria. Creo que noprobé ni un solo bocado de la comidaque me sirvió; pero sé que jamás habíadisfrutado tanto de una cena. Ygernaresplandecía de belleza y felicidad.

Sólo eso me debería haber bastadopara advertirme de lo que planeaba.Aunque es probable que aun ni la mismaYgerna lo supiera. Creo que actuabaconminada por la pureza de su corazón yque no había ningún otro motivo.

Pelleas estaba equivocado; alguienque no sabía lo que quería podía ser

encaminado hacia la Luz con la mismafacilidad que hacia las Tinieblas. Elbien siempre es posible, y la redenciónestá siempre al alcance. Ygerna me lorecordó en cierta forma.

Cuando Pelleas llegó con la espadade Uther y me di cuenta de lo deprisaque había transcurrido la velada, ledeseé las buenas noches a Ygerna y salía una noche estrellada sin la menorsospecha de lo que sucedería a lamañana siguiente.

Al otro día, los reyes se reunieron denuevo en la iglesia. Una vez más, como

en todas las ocasiones anteriores,Dunaut y Morcant se las ingeniaron paraponer trabas a la reunión medianteinsultantes y extravagantes exigencias.Si no podían realizar sus ambiciones enel Consejo, como mínimo podríanprovocar a los otros a tomar las armas yde esta forma ganar. Tanto les daba.

Pero desde el principio, losacontecimientos de aquel día tomaron uncauce diferente. Ygerna y Lot estabanpresentes y los demás se vieronobligados a tomarlos en cuenta.Mientras Dunaut se entusiasmaba con suinterminable arenga, Ygernasimplemente se levantó de la silla que le

habían añadido al círculo.Permaneció de pie hasta que Dunaut,

distraída su atención por la tranquilapresencia de la mujer, se interrumpió yse volvió hacia ella.

—Señores —anunció con sarcasmo—, parece ser que la reina Ygerna deseahablar. Quizá no comprende las normasde esta asamblea.

—Oh, desde luego que sí —respondió ella—. He prestado muchaatención en el corto espacio de tiempoque hace que me uní a esta nobleasamblea. Me da la impresión de que laúnica forma de hacerse oír es hablar avoz en grito al tiempo que se impugna el

carácter de los presentes. Eso, creo, meserviría de bien poco, así que me pongoen pie y aguardo a que se me ceda lapalabra.

—Señora —dijo Dunaut exasperado—, me rindo ante vos.

Ella le contestó con frialdad, pero ala vez con educación.

—Gracias, Lord Dunaut.Debió de costarle toda su fuerza de

voluntad el conseguir parecer tantranquila y dueña de sí misma. Noobstante, no había el menor rastro detemor o vacilación en sus modales; laverdad es que cualquiera hubiera podidopensar que tratar con reyes enloquecidos

por el poder formaba parte de su vidacotidiana.

—Soy la viuda de Uther —empezó,con lentitud pero con firmeza—, y antesde ello fui la viuda de Aurelius. Que yosepa, ninguna otra mujer ha compartidojamás la mesa y el lecho con dosSupremos Monarcas.

Algunos de los reyes lanzaron unasrisitas nerviosas. Pero aunque sonreía,Ygerna no permitió que la tomaran a laligera, y continuó de esta forma:

—Ninguna otra mujer puede afirmarhaber sido dos veces reina de estepaís…, y ninguna otra mujer sabe lo queyo sé.

Eso los hizo callar. Los señores allíreunidos no habían considerado queAurelius y Uther pudieran haberleconfiado sus secretos. Ahora sí loconsideraban; casi podía oír susgruñidos producidos por la tensión deimaginar lo que Ygerna pudiera saber.

—Estamos en guerra aquí, señoresmíos. Nos peleamos entre nosotrosmientras los saecsen envían a sushombres. —Esta revelación, hecha poralguien tan imparcial y seguro de símismo, los serenó—. ¡Oh, sí, es cierto!¿O pensáis que cuando les llegó lanoticia de la muerte de Uther arrojaronsus armas y se echaron a llorar?

»Os aseguro que si lloraron fue dealegría. Reúnen ahora a sus hombres ypronto llegarán. —Se detuvo paraobligar a que todos los ojos se clavaranen ella—. Pero esto ya lo sabéis,señores. No he venido aquí a deciros loque ya sabéis.

Criatura maravillosa, los tenía atodos atrapados como peces en una red.¿Qué diría ahora?

Alzó una mano, y Kadan, suconsejero, avanzó hacia ella con unbulto envuelto en una tela. Lo depositóen sus manos y luego volvió a ocupar sulugar detrás de ella. Ygerna se situó enel centro de la sala y levantó el bulto

bien alto para que todos pudieran verlo,luego empezó a desenvolver la tela quelo cubría.

El oro y la plata refulgieron debajode las envolturas, y de golpe el lienzocayó al suelo para descubrir lo que yoya sabía se ocultaba allí: la Espada deBritania.

—Ésta —dijo, y alzó la espada—era la espada de Uther, como también lofue de Aurelius; pero en una ocasión,hace muchísimo tiempo, perteneció alprimer Supremo Monarca de la Isla delos Poderosos. Desde entonces cadaSupremo Monarca la ha empuñado,excepto uno… —se refería a Vortigern,

desde luego—, …porque ésta es laespada de Maximus el Grande,Emperador de Britania y de la Galia.

Giró despacio para que todospudieran comprobar que, sin la menorduda, se trataba de la famosa espada delemperador. La luz penetraba por lasestrechas y elevadas ventanas en formade largos y oblicuos haces queconvergían en la espada y encendían eloculto fuego de la enorme amatistatallada en forma de águila.

Por supuesto la reconocieron: lacodicia que afloró a sus ojos era buenaprueba de ello. La mano derecha deDunaut acarició la empuñadura que

colgaba de su costado mientrasimaginaba qué se sentiría al lucir comopropia la espada imperial. Tambiénotras manos se crisparon, y los ojos seentrecerraron para contemplar cómojugaba la luz sobre aquella fría y largahoja de metal pulido.

El santuario quedó en silenciomientras Ygerna alzaba la espada porencima de su cabeza con ambas manos.

—¡Señores, éste es el símbolo denuestro país y es vergonzoso que ospeleéis por ella como perros de presapor un hueso!

Entonces bajó la espada, la puntapor delante, hasta apoyarla sobre el

suelo, rodeó la empuñadura con susmanos, se arrodilló con lentitud, einclinó la cabeza con gesto contrito.

No sé qué rezó. Nadie lo sabe. Perocualesquiera que fueran las palabras, sinduda hubo pocas plegarias tan sentidasen aquella iglesia como la que ellaelevó en aquel día.

Todavía puedo verla, de hinojos enel centro del círculo de reyes. La capaazul recogida sobre el hombro; elcentelleante torc en su garganta; loslargos dedos entrelazados alrededor dela dorada empuñadura; la enorme piedrapreciosa apoyada contra su frente. La luzque caía a su alrededor la envolvía en su

sagrado abrazo.Si los reyes se avergonzaron por sus

palabras, también se sintieronmortificados por su ejemplo. Aquél deentre ellos que pudiera contemplaraquella imagen plena de pureza y nosentir remordimiento ni vergüenza eradel todo inhumano. La sensación deculpa los dejó mudos.

Por fin, terminada su plegaria, selevantó, y con la espada ante ellaempezó a recorrer muy despacio elcírculo de reyes.

—Reyes aquí reunidos, estamos anteel inicio de una nueva era —dijo en vozalta y firme—, ya no dependemos de

Roma; somos un país. Un país connombre propio: Inglaterra. Esta espadapertenece a aquel que jamás ha buscadoascender por encima de ningún otro,aquel en quien la visión de nuestro reinoarde con más fuerza, cuya sabiduría hasido valorada por igual por lospoderosos y los humildes, aquel cuyafortaleza como jefe y cuyo valor en labatalla se cantan de un extremo al otrode este país tanto en los salones de losgrandes como en las cabañas de barro ypaja.

Ygerna se había detenido ante mí.—Señores, yo se la entrego a él

ahora. ¡Que aquellos que la deseen se la

arrebaten si pueden!Y una vez dicho esto, puso la espada

en mi mano y la sostuvo allí con lassuyas.

—Ya está —susurró—, ahora queintenten deshacerlo.

—¿Por qué? —Mi voz surgió roncapor la sorpresa.

—Jamás hubieras hablado por ti.Se volvió hacia la asamblea y

exclamó:—¿Quién se unirá a mí para jurar

lealtad a nuestro Supremo Monarca?Se arrodilló y extendió ambas manos

para tocar mis pies en aquel antiquísimogesto de sumisión. Los reyes la

observaban, pero ninguno hizo el menormovimiento para unirse a ella.

Pasaban los minutos y parecía que elnoble gesto de Ygerna fuera a serrechazado. De pie o sentados, semantenían en su lugar con tozudez. Elsilencio se volvió pétreo ante sudesafío.

¡Pobre Ygerna! Con su altanerorechazo a reconocerme la hacían pasarpor una estúpida. Me hubiera echado allorar por la bella inutilidad de todoello.

Pero entonces, justo cuando parecíaque tendría que retirarse, alguien semovió en el otro extremo de la sala.

Levanté los ojos: Lot se levantabadespacio. Permaneció inmóvil por unmomento y luego avanzó hacia mí, susojos clavados en los míos mientras seacercaba.

—Yo le juraré lealtad —anunció. Suvoz resonó con fuerza en la abovedadasala. Cayó de rodillas junto a Ygerna.

El ejemplo de Lot causó aún mayorasombro que el de Ygerna. Locontemplaron con incredulidad. Al igualque yo. Sin embargo, dos contra todoslos demás no es suficiente para crear aun Supremo Monarca…

Aunque Custennin se habíaadelantado ya.

—Yo le juraré lealtad —anunció envoz alta.

Y la siguiente voz en romper elsilencio fue la de Tewdrig. Ambos searrodillaron ante mí y fueron seguidospor sus jefes. Luego Eldof de Eboracumy Rhain de Gwynedd junto con susconsejeros; y todos juraron lealtad y searrodillaron. Lo mismo hicieronCeredigawn y sus hombres. Si hubierasido otra época, u otro hombre, podríahaber sucedido de distinta forma.Aunque creo que lo que ocurrió aquellasoleada mañana había estado decretadodesde el principio.

Dunaut y Morcant, y sus belicosos

asociados, eran poderosos. Jamás searrodillarían ante mí; yo lo sabía. Tal ycomo estaban las cosas, los reyesestaban divididos en su apoyo hacia mí,y había más en mi contra que a mi favor.

No podía ser Supremo Monarca.Tampoco lo deseaba. Sin embargo, teníael apoyo de gente valiosa, y ahora, almenos, podría actuar.

—Señores y reyes de Inglaterra —dije, al tiempo que levanté la espada—.Muchos de entre vosotros me habéisproclamado Supremo Monarca…

—¡Muchos otros no lo hemos hecho!—exclamó Dunaut—. Todo el mundosabe que no has levantado ni un cuchillo

desde hace mucho tiempo.Hice caso omiso de él.—… Y aunque podría persistir en

mi demanda, no lo haré.Esto dejó estupefacto a casi todo el

mundo, pero envalentonó a Dunaut, queprosiguió:

—Yo propongo que escojamos aalguien que no tema empuñar la espadaen el campo de batalla.

No dejé pasar aquello sin respuesta.—¿Pensáis que tengo miedo?

¿Piensa alguien que Myrddin Emrysteme usar su espada en aquello para loque fue forjada? ¡Si eso es lo que creéis,dad un paso hacia adelante y os daré una

prueba de lo contrario!Nadie fue lo bastante estúpido para

aceptar el reto.—Así pues, es lo que yo pensaba —

les dije—; no lo pensáis. Sabéis que noes el miedo el que me ha impedidoempuñar la espada, sino que aprendí lalección que podemos aprender de laguerra hace mucho tiempo: que unhombre puede matar sólo a un númerolimitado de enemigos: a tantos saecsen,a tantos pictos, a tantos irlandeses…

»Y luego aparecen más saecsen, máspictos, más irlandeses, y os aseguro queaunque los ríos corran rojos con lasangre del enemigo y los cielos se

ennegrezcan con el humo de sus pirasfunerarias, no se los puede matar atodos.

Sentí una agitación en mi sangre. Laspalabras empezaron a arder en mipecho.

—Esta espada es Britania, Inglaterra—declaré levantándola—. Mi derechono es menos digno que el de otrosseñores, y mejor que el de algunos. Sinembargo, yo no soy el hombre que ha deempuñarla. Aquél que empuñe estaespada poseerá este reino y deberágobernarlo con mano firme y decidida.

»Por lo tanto, a partir de este díaguardaré la espada, y me dedicaré a

servir y fortalecer a aquel que debeempuñarla.

»Pero os diré algo muy cierto, estaespada no la obtendrá la vanidad. No laganará la arrogancia ni el orgullo. Y nola ganará, nadie que intente ascendersobre los cuerpos de sus amigos.

»La Espada Imperial de Inglaterra laobtendrá aquel rey de entre vosotros quese incline para ayudar a otros hombres;la obtendrá el rey que deje a un ladoorgullo y arrogancia, que abandonevanidad y ambición desmedida, ydemuestre con sus actos la humildad deun mozo de cuadra; será para aquel quesea amo de sí mismo y servidor de

todos.Estas palabras no eran mías, el awen

del bardo se había apoderado de mí y,como un manantial que vierte sus donesde forma espontánea, mi lenguapronunciaba palabras por propiavoluntad. Hablé y mi voz resonó a hierroal ser golpeado, como un arpa tañidapor una mano invisible.

—Sed testigos, todos vosotros, asíconoceréis al hombre que hará suya estaespada:

»Será un hombre por el que otrosdarán la vida de buen grado; amará lajusticia, sostendrá todo aquello que seajusto, será compasivo. Ante los

arrogantes será audaz, pero tierno antelos humildes y los abatidos. Será un reycomo nunca se ha conocido en estemundo: el hombre más humilde de sucampamento será un señor, y sus jefesguerreros, reyes de gran renombre. GranDragón de esta nueva Britania, estarápor encima de todos los gobernantes deeste mundo en bondad, y no menos envalor; en compasión, y no menos enproezas. Porque él llevará la LuzVerdadera del Señor en su corazón.

»De sus ojos saldrán ascuasencendidas; cada dedo de su mano serácomo una resistente vara de hierro, y lamano con la que empuñará la espada,

veloz como el rayo del juicio final.Todos los hombres vivos de la Isla delos Poderosos doblarán la rodilla anteél. Los bardos festejarán sus hazañas, seemborracharán con su virtud, y cantaráninfinitas alabanzas, y su reinado seráconocido en todas las tierras.

»Mientras existan el cielo y laTierra, su gloria permanecerá en bocade los hombres que aman el honor, lapaz y la bondad. Su nombre perdurarámientras el mundo exista, y su espírituseguirá latente durante toda la eternidad.

»Yo, Myrddin, lo profetizo.Por espacio de algunos segundos

nadie se atrevió a hablar en mi contra.

Pero el instante pasó; el awendesapareció. Un grito hendió el silencio.

—¡Palabras sin sentido! —exclamóDunaut—. ¡Exijo una señal!

Coledac y los otros se le unieron.—¿Cómo conoceremos a ese rey?

Debe haber una señal.Supongo que era sólo el último

intento de alguien que se ve perdido eintenta aferrarse a algo. Pero meenfureció. No podía soportarlos ni unmomento más. Sin ver nada, sinreconocer nada más que el rojo velo dela cólera, huí de la iglesia, con laespada todavía en la mano. Todos mesiguieron, sus voces resonando en mis

oídos. Pero no los escuché; no me volví.Allí en el patio, frente a la entrada,

allí donde los albañiles trabajaban en elarco de acceso, descansaba la enormepiedra angular. Cogí la espada confuerza y la alcé sobre mi cabeza.

—¡No! —aulló Dunaut comoenloquecido—. ¡Detenedlo!

Pero nadie pudo detenerme. Empujéla espada hacia abajo en dirección a lasólida roca…

La sorpresa de sus rostros me hizomirar a mí también. La espada no sehabía roto: permanecía erguida,cimbreante, enterrada casi hasta laempuñadura en la piedra.

AEpílogo

lgunos afirman que apareció unamano que sujetó la hoja desnuda y

la guió hasta el interior de la piedra;otros dicen que un rayo de luz los cegópor un instante y que, cuando volvierona mirar, la espada estaba clavada enaquella piedra. Sea como sea, todosestán de acuerdo en que un fuerte hedora roca quemada llenó el aire y los ojosles escocieron.

—Pedís una señal —exclamé—.Aquí la tenéis: quienquiera que saque laespada de la piedra será el auténtico reyde Inglaterra. Hasta ese día el país

sufrirá tales conflictos y luchas comojamás se han conocido en la Isla de losPoderosos, y nadie lo gobernará.

Dicho esto, me volví de inmediato yme abrí paso por entre el asombradosilencio de la multitud. Nadie me llamóesta vez. Regresé a casa de Gradlon yrecogí mis cosas mientras Pelleasensillaba los caballos.

Al poco rato, Pelleas y yocabalgábamos solos por las estrechascalles de Londinium. Llegamos a lapuerta de acceso, atravesamos lasmurallas y salimos al camino.

El día empezaba a morir; el solardía con tonos amarillentos y dorados

en un cielo que se oscurecíarápidamente. Nos detuvimos en la cimade una colina y contemplamos cómonuestras sombras se alargaban a nuestrasespaldas y se inclinaban en dirección ala ciudad. Pero no podía dar la vuelta.No, que hicieran lo que quisieran; elfuturo, nuestra salvación, estaba en otraparte.

Volví el rostro hacia el oeste ycabalgué en busca de Arturo.

Glosario

ap: palabra celta que significa «hijode».

awen: con esta palabra designaban losdruidas la puerta que les permitíapenetrar en el Otro Mundo y entrever elfuturo. Era también una situación detrance a la que sólo puede acceder unbardo.

Beltane: antigua fiesta celta que elcalendario cristiano la fija en el primerode mayo.

bhean-sidhe: gente de pequeño tamañoque acostumbraba vivir en profundascavernas y sentía un desmedido interéspor el oro, al que sabían dar formasbellísimas.

caer: en celta significa «fuerte, plazafuerte o pueblo amurallado». Enprincipio, casi todos los pueblosgrandes rodeados por empalizadasrecibían el nombre de caer. Esta palabraha dado origen a muchos nombres deciudades galesas actuales, entre ellasCardiff, que deriva su nombre deCaerdydd.

cantref: palabra de origen celta que

siguió utilizándose durante varios siglospara definir una división administrativade territorio. Aproximadamenteequivalía de 320 a 480 hectáreas detierra, o también, según dan fedocumentos antiguos, a la cantidad deterreno que pudiera labrarse en un añocon un solo arado.

combrogi: equivale a «camaradas»,«compañeros».

crannog: especie de cueva en elcorazón de una montaña, habilitada yutilizada como morada por algunastribus del norte de Inglaterra y deEscocia.

cymry: palabra de origen celta quesignifica «galés».

derwydd: una de las muchas formasceltas de denominar a los druidas. Derwsignifica «roble» en galés, y el nombreentero haría referencia a los bastones deroble que acostumbraban llevar lamayoría de los druidas.

din: significa «fuerte» o «bastión», peroalude siempre a una dimensión reducida:una torre fortificada o un pequeñorecinto donde se refugiarían loshabitantes del poblado en caso de ataquey en el que normalmente sólo viviría el

jefe del pueblo y su familia.

eurn: significa indistintamente: «niño»,«fortuna» y «riqueza».

fhain: equivale a «perteneciente a unclan».

filidh: aprendiz de druida. Eran tambiénpoetas y los que transmitían lastradiciones.

Gern-y-fhain: así se denominaba a lasmujeres sabias de las tribus quehabitaban en las colinas. El nombreentero significa «mujer sabia del clan»,aunque a veces también se las llamabasimplemente Gern. Eran siempre

mujeres, y, aparte de poseer habilidadescurativas, podían predecir el futuro.

Ierna: antiguo nombre celta de Irlanda.

Imbolc: corresponde al primero defebrero, día de Santa Brígida en elcalendario cristiano; Brigit, unapredecesora, era considerada unapotente diosa de la fertilidad, además deposeer atributos curativos y de gransabiduría.

Lugnasadh: corresponde al primero deagosto. Fiesta agrícola en la que seofrecían sacrificios para asegurar unabuena cosecha.

mabinogi: compendio de leyendas ehistorias galesas e irlandesas.

merlin: esmerejón, de la familia de loshalcones.

ogam: nombre conectadotradicionalmente con el de un personajede las leyendas irlandesas llamadoOgam, del que se decía que habíainventado el «ogam» o alfabeto secretoque sólo conocían los iniciados, entreellos los druidas. También recibe estenombre un alfabeto de 20caracteresutilizado por los antiguos habitantes deBretaña e Irlanda. En este alfabeto lasletras se representaban mediante trazos

verticales u horizontales.

omphalos: piedra de forma redondeaday cónica que se encontraba en el templode Apolo en Delfos. La leyenda suponíaque indicaba el centro de la Tierra. Poranalogía, se ha dado luego este nombre atodo lugar origen de fuerzassobrenaturales y que tuvieron formacónica, asumiendo que en su interiorhabitaba un espíritu que le concedía esepoder. A muchas colinas se les atribuíala presencia de un omphalus en suinterior, en contacto directo con lasfuerzas primigenias de la tierra.

rath: recinto cerrado, generalmente de

forma circular, construido a base de unelevado muro hecho de tierra y piedras yque servía de alojamiento a los antiguoshabitantes de Irlanda y de algunas zonasde Gran Bretaña. Una vez cubierta deramas y tierra su parte superior, seconfundía con facilidad con un accidentedel terreno.

rhyton: recipiente o copa, generalmenteen forma de cabeza de animal, usada enla antigüedad; aparece ya enexcavaciones de poblados celtas.

Samhain: según el calendario cristianocorresponde al primero de noviembre.Una de las fechas más importantes del

calendario celta. Durante la noche de lavíspera se creía que el mundo de losdioses se hacía visible a los mortales; sedesarrollaban durante la mismaportentos, así como desgracias.

torc: era un aro grueso, de oro o plataprincipalmente, que llevaban alrededordel cuello reyes, príncipes y jefesguerreros celtas, al igual que susesposas. De diseño muy elaborado, susextremos, que quedaban abiertos en laparte frontal, terminaban en dos gruesasbolas o en dos cabezas de animal. Alaro se le daba cierta flexibilidad paraque pudiera ponerse o quitarse confacilidad.

STEPHEN R. LAWHEAD. Kearney(Estados Unidos), 2 Julio 1950. Selicenció en Bellas Artes en laUniversidad de Nebraska en Kearney, ypasó dos años en Seminario TeológicoBautista del Norte. Fue director de supropia compañía discográfica hasta1981, año en la que comenzó a publicar.

Se trasladó a Oxford, en el Reino Unido,para investigar material para sus obras,y allí reside con su esposa.

Comenzó escribiendo cuentosinfantiles y ciencia ficción, paracontinuar con libros de ficción históricadesarrollados principalmente en elmundo celta. Reconocidointernacionalmente por su ficciónimaginativa y sus historias míticas. Sustrabajos incluyen Byzantium, Patrick, elCiclo de Pendragón, Las CruzadasCeltas y la trilogía La Canción deAlbión.