mdulo ii historia universal 2011
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Hisotria Medieval. Resumenes cuadernillos de clasesTRANSCRIPT
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CARRERA: TÉCNICO SUPERIOR EN PSICOLOGÍA
CURSO: 1º AÑO
2011
HISTORIA UNIVERSAL
MÓDULO II(Consultas a [email protected])
CONTENIDOS
UNIDAD II: LA TRANSICIÓN DE LOS TIEMPOS MEDIEVALES A LOS
TIEMPOS MODERNOS
La evolución demográfica europea
Si con una óptica mediterránea, suele situarse el comienzo de la Edad Moderna en la
fecha de la caída de Constantinopla en poder de los turcos (1453), no es menos cierto que
una consideración un poco menos subjetiva de los hechos induce a fijarse en el comienzo
de la conquista del mundo por parte de los europeos. A mediados del siglo XV se abre la
era de los descubrimientos, y en poco más de un siglo, portugueses y españoles primero,
holandeses e ingleses después, habrán sentado las bases del predominio cristiano en el
mundo.
En rigor, los dos episodios no parecen inconexos. La expansión ultramarina europea
constituyó, en cierto modo, una réplica al avance turco en el mar Mediterráneo. No se trató
solo de la necesidad de encontrar una alternativa al interrumpido tráfico de las
especias. Constantinopla no era el único punto de confluencia de mercaderes occidentales y
orientales; italianos y catalanes acudían también a otros puertos infieles como Alejandría o
Egipto, a comprar los productos exóticos, y Egipto no cayó hasta 1516, en cuya fecha los
portugueses ya llevaban más de medio siglo de conquistas oceánicas. La idea lusitana de
llegar a las Indias y alcanzar directamente las fuentes especieras se fraguó poco a poco, a lo
largo de las costas de África, en las rutas del oro y de los esclavos. Confluyeron en el
despegue europeo una serie de factores económicos, sociales, espirituales y
demográficos. En cuanto a los primeros, nos referimos a la búsqueda del oro,
imprescindible desde que los éxitos de la revolución comercial sancionaron los triunfos de
la economía monetaria. En relación con los factores sociales, deben mencionarse
especialmente las tensiones creadas por la nobleza en el seno de unas sociedades –las de
la baja Edad Media- que han superado el miedo de los “tiempos oscuros” –las invasiones- y
relegan las armas a segundo plano. Los nobles, militares de oficio, tienden a permanecer
ociosos y a convertirse en perturbadores del nuevo orden social, basado en la producción y
el trabajo; su espíritu belicoso, sin más ocasiones de manifestarse en el viejo continente,
habría encontrado nuevas oportunidades fuera de él: a fines del siglo XIV dos caballeros
franceses se lanzan a la conquista de las islas Canarias para Castilla, los portugueses ponen
pie en África como una prolongación de la reconquista del territorio, acabada en 1492; a
partir de allí se inicia la aventura americana.
En lo que respecta a los factores espirituales, se ha sugerido que el establecimiento
de los europeos en Asia respondía a un deseo de desquite contra el Islam, de contrarrestar
el agobio del asedio que éste le impone en el Mediterráneo, con un contra asedio en el
Índico; por otra parte, la expansión española en América estaría imbuida del anhelo
evangelizador, de la ilusión de convertir los indios a la fe de Cristo.
Los aspectos demográficos merecen párrafo aparte. La revolución comercial,
iniciada a fines del siglo XI, había impulsado el aumento de la población. Este aumento
contrastó pronto con la inelasticidad de la oferta de subsistencias. Las roturaciones de
tierras tropezaron al poco tiempo con la ley de los rendimientos decrecientes. Hubo
necesidad de apropiarse de nuevas tierras fuera del ámbito de poblamiento tradicional: a
las colonizaciones internas les siguieron las externas. Las empresas coloniales europeas
se fundan en la escasez de recursos del viejo continente.
El argumento parece especialmente aplicable a los reinos occidentales de la
península Ibérica desbordantes de vitalidad, ricos en hombres y en energías. Mientras la
corona de Aragón se había agotado en las empresas mediterráneas y había sido incapaz de
rehacerse de los estragos de la peste negra, Castilla y Portugal llegaron al siglo XV con una
densidad excesiva, pero también con la fuerza necesaria para verterla fuera (como la
expulsión de 4.000 judíos y luego la persecución a los moros). Mientras en un reino había
competencia por el trabajo, en otro había falta de mano de obra.
Los castellanos sólo se opondrán a las políticas de discriminación racial cuando
hayan sufrido en carne propia el despoblamiento y sus peligros. La conquista de América,
exigida por la presión demográfica, había impuesto una sangría desorbitada.
Preguntas orientadoras:
¿Explicar los factores que impulsaron la expansión ultramarina?
¿Cuál de los factores aparece como el más determinante?
Rasgos sociomentales de la modernidad
Este es un terreno movedizo en el que hay que aventurarse con suma precaución
como lo demuestra la variedad de interpretaciones. Así mientras Johannes Huizinga en “El
declinar de la Edad Media” dibujó el cuadro de una sociedad refinada, decadente, un fin
de siglo teñido de suave melancolía, otros autores, insisten en que el siglo XV europeo no
produce la sensación de un crepúsculo sino de una explosión de vitalidad, no exenta de
violencia y grosería, un ansia de gozar de la vida en todos los aspectos, ya en las fiestas
principescas ya en las kermesses flamencas, sin que la persistencia de las danzas de la
muerte y otros elementos macabros fueran más que un contrapunto que realza la voluntad
de vivir y gozar. Todo era ocasión para los festejos más variados: celebración religiosas y
cívicas, recepciones de príncipes, carnavales, torneos, competiciones deportivas,
espectáculos en los que participan todas las clases sociales, aunque algunos sean más
propios de la nobleza, por ejemplo, las justas de Palio de Siena, que todavía se celebra. En
cambio, los antecedentes del fútbol, como el calcio florentino, apasionaban al pueblo. En
Inglaterra se prohibió varias veces, sin éxito, a partir del siglo XIV.
La elevación del nivel de vida, la mayor disponibilidad de dinero, influyeron en
la generalización de unos hábitos de lujo y derroche, por ejemplo, los vestidos
carísimos, tejidos con hilos de oro y plata, que ya no fueron patrimonio de unos cuantos
potentados. Si en las mansiones principescas se amontonaban los objetos raros y preciosos,
las joyas, las pinturas, los libros minados, los objetos de oro coral y marfil, los inventarios
de personas de la clase media también testificaban el enriquecimiento creciente. Incluso
en el pueblo, “la introducción de los jornales en dinero en lugar de los antiguos pagos en
especie trajo consigo nuevas libertades... Ahora el trabajador puede gastar su jornal a su
capricho, procurarse tiempo libre y dedicar sus ocios a lo que le plazca. Las consecuencias
fueron incalculables en el plano cultural”.
Un siglo más tarde todo cambiaría. Ya a fines del siglo XVI se anunciarían las
sombras del XVII de varias formas: indicios de superpoblación, baja de los salarios
reales, intransigencia religiosa, puritanismo moralizante, restricciones a la libertad de
expresión. Con todas las excepciones que se quiera, las perspectivas europeas hacia el año
1500 parecían más prometedoras que en 1600. Aquella coyuntura favorable era el resultado
de un proceso de recuperación que llenó todo el siglo XV, el siglo de la imprenta, de los
descubrimientos y de muchos otros avances que, sin ser espectaculares, pusieron en
manos del hombre europeo un instrumental que aumentó su productividad, y ese es el
secreto del incremento de riqueza y consumo. A los molinos de agua y viento, herencia
medieval, se sumaron nuevas técnicas minero-metalúrgicas, construcción de los primeros
altos hornos, tornos de hilatura y un arsenal de bombas, poleas, engranajes, bielas, fuelles
mecánicos y otra infinidad de aparatos, fruto de la ingeniosidad del hombre occidental. Si
en el siglo XIV, el siglo de Marco Polo, la superioridad de la cultura china era todavía
evidente, en el XV no solo se llegó a un equilibrio sino que el dinamismo europeo no cesó
desde entonces de desnivelar la balanza a su favor. Lo que frenó el progreso fue la falta de
una fuente de energía abundante y barata.
Entre esa variedad de aparatos mejorados sin cesar estaban los relojes, instrumentos
y símbolos a la vez. El deseo de tener una medida exacta del tiempo forma parte del
afán de racionalidad de aquella época, que se manifiesta en aspectos muy variados:
técnicas contables, trabajos estadísticos, previsión, planificación, presupuestos, todo lo que
suele llamarse mentalidad burguesa, que es lo mismo que mentalidad moderna. Entre los
pueblos antiguos y orientales la distribución del tiempo se hacía de forma muy vaga, se
medía con relojes de sol o de arena muy imperfectos. En los países islámicos la gente se
guiaba por las oraciones y en Occidente las masas rurales desconocían el reloj, miraban el
sol o las estrellas. Para espacios breves acudían a otras fórmulas: “la duración de un
Credo”, por ejemplo. Pero en las ciudades ya empezó a haber relojes públicos desde el siglo
XIV, y los privados aumentaron desde el XVI. Llevar más allá la exactitud no era
costumbre; no se hablaba de minutos, y mucho menos de segundos.
Este afinado sentido de la temporalidad se correspondía con un paralelo interés
por la exactitud en la espacialidad; la cartografía, la representación de la Tierra, llegó
entonces a un punto de perfección que, con los métodos de la época, era insuperable.
Formaba parte este empeño del interés por representarse al mundo como al sujeto a número
y medida, y éste era el primer paso para comprenderlo y dominarlo. Cuando los españoles
llegaron al Nuevo Mundo, lo primero que hicieron fue medir y contar; aplicaban así las
normas que habían producido las casi perfectas estadísticas de las ciudades-Estado
italianas.
La presencia, la conciencia de la muerte, no eran incompatibles con la alegría de
vivir. No existía el afán actual de ahorrar a los vivos la visión del moribundo, de “hacer
salir el cadáver por la puerta trasera”. Se aceptaba la muerte como un hecho normal que
enlazaba con la vida y la completaba. Esta actitud tenía varias raíces: la fe cristiana, por
supuesto, pero también el sentido pagano y renacentista de la fama, la gloria, como algo
que asegura la inmortalidad y que se consigue de varios modos: con hazañas, con obras
maestras, con legados benéficos, con algo que forzara a la comunidad a recordarlo siempre
y honrar su memoria. Tercera y no menos importante raíz de este sentimiento, la solidez
del vínculo familiar; el hombre sobrevive en sus parientes, en sus hijos ante todo, pero no
sólo en ellos, en todo su linaje (recuérdese la fuerza del nepotismo en los papas italianos).
Una fundación religiosa cumplía con todos estos objetivos a la vez: proporcionaba culto a
Dios y sufragios a los fundadores, enaltecía su fama, que se hacía imperecedera en los
suntuosos mausoleos y las efigies de bronce y mármol. Cuando no se podía tanto, se
contentaban con una inscripción sepulcral que era como un curriculum vitae del difunto y
que no estaba destinado, como hoy, al olvido en un apartado cementerio, sino que siempre
quedaba expuesto a la vista de todos en un lugar bien visible. La finalidad familiar se
cumplía no sólo asegurando a los miembros honrosa sepultura sino destinando una renta
perpetua para que un miembro del clan viviera del producto de una capellanía, lo que no
ponía al abrigo del siempre posible deterioro de su status social.
Hay otros medios de alcanzar la inmortalidad distintos de la pompa funeraria; por
ejemplo, la construcción de un gran palacio, que llevará, más que el nombre de su creador,
el de toda su estirpe. La moda empezó en Italia (palacios venecianos, florentinos) y se
extendió a toda Europa. O bien, dentro de un plano individual, el retrato, forma artística no
desconocida en la Edad Media, pero más propia de los tiempos modernos hasta hacerse un
género propio. Con frecuencia se asocia la efigie al de su esposa e hijos, y también a la
representación de la divinidad, de la virgen y los santos. Aunque aparezcan en actitud
subordinada, de donantes, es claro que ellos, los que encargaron el cuadro, son los
verdaderos protagonistas, como el canciller Rollin en la Virgen de van Eyck.
La progresiva secularización de la vida europea es un hecho que no hay que
interpretar como un menor interés por los fenómenos religiosos. La cultura dejó de ser
monopolio del clero, pero los aristócratas y los burgueses cultos no mostraron menos
interés por las cuestiones teológicas que los eclesiásticos. No fue una oposición sino una
diversificación y enriquecimiento. Antes del movimiento de separación de la Iglesia y el
Mundo que se inició con el concilio de Trento y la creación de los seminarios, la separación
entre eclesiásticos y seglares seguía una línea muy borrosa. Era frecuente que una persona
fuera, sucesiva o paralelamente, obispo y diplomático, sacerdote y militar, monje y artista.
Y esta confusión fecunda se extendía al pueblo, que en las iglesias rurales celebraba sus
asambleas y sus fiestas. El protestantismo siguió esta línea cuando trabajó por derribar las
murallas que separaban la jerarquía eclesiástica de la masa de los fieles. Hubo iglesias,
comunidades, que rechazaban la existencia de una clase sacerdotal, pero ello no quería
decir que fueran enemigos del sacerdocio, sino que cada fiel es un sacerdote.
Tampoco habría que imaginarse al nacimiento de la Europa moderna como el
triunfo súbito de la razón. No sólo en las capas más bajas y en las zonas rurales siguieron
vigentes las viejas supersticiones; en las altas tenían gran crédito, e incluso acrecentando
con apariencias científicas: La Astrología y la Alquimia siguieron teniendo mucho
prestigio; era frecuente que un personaje notable tuviera entre los miembros de su séquito
un astrólogo. La superstición astrológica fue en aumento hasta el pleno barroco. En cuanto
a la Alquimia, baste decir que un monarca tan sesudo, tan poco amigo de gastar dinero en
balde como Felipe II, subvencionó un charlatán que prometía fabricar oro. El auge de la
brujería fue una de las consecuencias de esta ola de irracionalidad. Nunca se temió tanto a
las brujas y nunca se sacrificaron a esta absurda creencia tantas pobres mujeres como en los
dos primeros siglos de la Edad Moderna.
Fue aquella una época de grandes contrastes en la que el esplendor del arte y la
extensión del saber chocaban con una existencia material apenas cambiada; “casas
inhóspitas y frías, asientos incómodos, viajes a pie y a caballo. Todo con fuertes contrastes:
el día y la noche con insuficiente iluminación; el verano y el invierno, cuyo rigor atenúan
mal las hogueras en grandes chimeneas, cuando el viento pasa a través de las rendijas y la
tinta se hiela en los tinteros. La vida aparece rodeada de peligros, pues en todos los
países la fuerza pública es rara, los caminos estrechos y tortuosos, los bosques abundantes y
espesos. Ello obliga a estar siempre dispuesto a la defensa o tomarse la justicia por su
mano, y a ser apto para las iniciativas enérgicas y las resoluciones repentinas” (R.
Mousnier).
Esta inseguridad explica que todo el mundo llevara armas, bien la espada, arma
noble, o cualquier otro instrumento. El arma de fuego entró en las costumbres diarias con
tanta rapidez como en los campos de batalla. El bandolerismo fue un fenómeno general, y
con tales raíces sociales que los más duros castigos no pudieron suprimirlo. Algunos papas,
como Sixto V, hicieron la prueba en la campiña romana. Sicilia, Cataluña, Escocia y tantas
otras regiones tomaron por ello triste celebridad, pero el fenómeno era general, y no
limitado a las bajas esferas; hubo muchos nobles bandoleros, víctimas de la crisis nobiliaria
que afectó a casi todo el estamento. Aunque disfrazaran sus actividades con motivos
ideológicos era la pobreza lo que los impulsaba.
La sociedad estamental no sólo estaba minada por una movilidad que acudía a
todos los medios legales e ilegales para procurarse un ascenso en la jerarquía. También
estaba rodeado por masas que tienen un vago parecido con lo que Toynbee llamó
proletariado externo. Mucha gente vivía en la sociedad estamental sin integrarse a ella por
variados motivos: raciales, sociales, económicos, religiosos, psicológicos. Hacia el año
1500 la esclavitud había prácticamente desaparecido en Europa a excepción de la península
ibérica y de algunos prisioneros musulmanes que remaban en las galeras de Venecia y
Génova. También España y Portugal eran una excepción en cuanto a la agudeza del
problema judío, que en las demás naciones europeas, tras las matanzas y expulsiones de la
Baja Edad Media, había dejado de suscitar la ira de las muchedumbres. Colonias de judíos
sefardíes (occidentales), y asquenazim (centro-orientales) se habían formado o
reconstituido en las ciudades comerciales de Italia y Alemania. Eran escasos en Francia y
escasísimos en Inglaterra. En los países Bajos aún no se había constituido por estas fechas
el que después fue importante foco hebreo de Amsterdam. Numerosas, pero pobres y
aisladas de su entorno, eran las juderías del este (Polonia, Rusia) mientras que en
Constantinopla, en Salónica y otras ciudades de la Europa turca la llegada de judíos
hispanos con notable nivel de cultura y aptitud profesional formaría florecientes
comunidades dotadas de una cohesión interna que facilitó la conservación de su cultura
propia hasta tiempos muy recientes.
Los agresivos y asociales han existido siempre; no eran más numerosos en los
tiempos iniciales de la Edad Moderna; la diferencia respecto a nuestros tiempos estriba en
que todavía entonces no se confiaba en el Estado como mecanismo protector y represor. El
noble ofendido se tomaba la justicia por su mano, bien personalmente, acudiendo al duelo,
bien por medio de sicarios, y en el pueblo predominaba una mentalidad semejante que, en
caso de ofensa a uno de sus miembros, ponía en juego la solidaridad de todo el clan
familiar. La fuerza pública era casi inexistente y la mayoría de los crímenes quedaban
impunes; bastaba al agresor con alejarse del lugar del suceso para que fuera casi imposible
atraparlo. Las comunidades campesinas proveían a su autodefensa, pero los caminos y los
bajos fondos urbanos eran enormemente peligrosos. Por su parte, la justicia pretendía
compensar su escasa eficacia con el refinamiento de los suplicios, que se pretendía fueran
ejemplares. Ser perseguido por la justicia no era de por sí una marca humillante; era más
bien sencilla la rehabilitación de un homicida, ya por medios espirituales (peregrinaciones,
obras piadosas) ya con servicios militares. Dentro de aquella sociedad refinada había una
veta de violencia que aparecía con el menor pretexto.
Había también marginaciones sexuales de diverso tipo. Las relaciones
heterosexuales gozaban de una gran tolerancia que con el transcurso del tiempo se fue
restringiendo. La prostitución femenina estaba reconocida y reglamentada; toda ciudad de
alguna importancia tenía sus burdeles vigilados por la municipalidad, lo que no impidió
que, a raíz del descubrimiento de América, se extendiera la sífilis con una fuerza tremenda.
Puede decirse que sustituyó a la lepra, azote de la Edad Media, que en la Moderna estaba en
franca decadencia. Esta permisividad fue bastante restringida desde mediados del siglo
XVI, tanto en los países católicos como en los protestantes, bajo el influjo de la ola de
moralización que determinó, por ejemplo, que en 1623 se cerraran todos los prostíbulos en
España. Las relaciones homosexuales eran reprobadas con el máximo rigor. Las ciudades
renacentistas de Italia tenían mala fama en este aspecto; en 1403 se constituyó en Florencia
un organismo estatal, el Oficio de la Honestidad, con el fin de regular e incluso favorecer la
prostitución femenina para atajar la homosexualidad. Medidas semejantes se tomaron en
Venecia; las miles de prostitutas serían vigiladas y toleradas, pero los culpables de
homosexualidad incurrirían en la muerte, incluso en la muerte de hoguera. El mismo
incremento de rigor se observa en España; los Reyes Católicos impusieron la pena capital,
y Felipe II, viendo que ni aun así desaparecían tales prácticas, determinó que la forma de
muerte de los sodomitas sería el fuego.
El pobre no era de por sí un marginado. La pobreza no era vergonzosa. Aunque
hubiera un gran trecho de la teoría a la realidad, las enseñanzas evangélicas lavaban a la
pobreza de la afrenta que llegó a suponer en otros tipos de cultura. La limosna era una
obligación y una práctica cotidiana. Caballeros, prelados y comunidades la practicaban
como rutina ordinaria y como carga extraordinaria en caso de calamidad pública. La
asistencia al menesteroso revestía mil formas, desde la limosna callejera al socorro discreto
al pobre vergonzante, a la persona de calidad que no podía mostrar en público su miseria.
Se admitía como evidente que las rentas de la Iglesia, una vez detraídas las cantidades
necesarias para mantener el culto y sus ministros, pertenecían a los pobres, y aunque tal
principio no se mantuviera con rigor bastaba para asegurar a la Iglesia un prestigio popular
y constituirla en pieza clave del orden social; remediaba una carencia, llenaba un ámbito
que el Estado no reclamaba como suyo. En aquellos tiempos en que no existía seguridad
social, si fallaba la solidaridad familiar, ¿quién se ocuparía de los huérfanos, tan numerosos
en unos siglos de epidemias terribles; o de los mutilados de guerra? Hasta fines del siglo
XVII no se preocupó Luis XIV de construir los Inválidos. Lo normal era que el soldado
mutilado tuviera que recurrir a la mendicidad; sólo los más afortunados hallaban una plaza
de alcaide de un castillo o de sirviente en un monasterio.
A pesar de las prescripciones evangélicas, el pobre era considerado con una mezcla
de afecto y de temor, porque la frontera entre el mendigo y el bandido no era siempre clara.
En la edad feudal cada uno tenía señalado su puesto; al aflojarse las estructuras se
multiplicaron los vagabundos, un problema del que tuvieron que ocuparse los escritores y
gobernantes. El tratado De subvenciones pauperum de Luis Vives fue escrito a petición de
la municipalidad de Brujas e influyó en la legislación flamenca; halló la oposición de los
que, como Domingo de Soto, se oponían a la injerencia del Estado y defendían la libertad
de pedir y dar conforme a una corriente que halló su más alta expresión en el espiritualismo
franciscano, basado en la idealización de la pobreza. Lentamente, los poderes públicos
fueron evaluando las dimensiones económicas y sociales del problema; en los últimos años
del reinado de Isabel de Inglaterra se elaboraron las primeras Poor Laws, leyes de pobres,
con tardías repercusiones en el continente; repercusiones cada vez más desfavorables al
pobre, asimilado casi al delincuente y encerrado en la época de la Ilustración en hospicios
que eran como prisiones.
La sociedad renacentista empezó también a tomar conciencia de la existencia de
otros marginados: minusválidos, expósitos, dementes... Michel Foulcoult ha escrito unas
páginas impresionantes sobre el loco, sucesor del leproso en la reprobación popular,
privado de toda asistencia médica y, cuando la sociedad se decidió a hacer algo, encerrado,
encadenado, junto con los deficientes mentales y los peligrosos sociales.
¿Colocaríamos también a la mujer entre los marginados? Si pensamos que el siglo
XVI fue el siglo de Vittoria Colonna, Margarita de Navarra, Isabel I y Teresa de Jesús
habría que responder que no. Si miramos a la subordinación legal y real de la mujer en casi
todos los órdenes de la vida tendríamos que decir que si, aunque no limitándola a la época
que consideramos, cuyo carácter patriarcal fue tan acusado como el de las anteriores y
posteriores. Pero lo que sí puede afirmarse es que, con todas sus limitaciones, el status de la
mujer occidental era tan superior al de las otras, y concretamente la islámica, que es con la
que estaba en más directo contacto, que esa diferencia abismal era, justamente uno de los
rasgos diferenciadores de la sociedad occidental.
Esta sociedad occidental tenía una aguda conciencia de su peculiaridad, de su
personalidad, de su superioridad. Las disensiones internas no disminuían su sentimiento de
solidaridad frente al exterior, al extraño, definido siempre en términos religiosos: el pagano,
el musulmán. El primero no suscitaba la animosidad, más bien la curiosidad, el interés, tan
visible en el ansia de información que siguió a los primeros descubrimientos. El musulmán
en cambio, era el enemigo hereditario. La Europa renacentista vivía bajo ese temor, muy
vago en los países apartados, muy agudo en todo el Mediterráneo, sometido a la amenaza
de la piratería, y en el centro-este, roído poco a poco por el avance de la formidable
potencia otomana. Por eso, si la caída de Constantinopla causó consternación, la de
Granada fue celebrada con júbilo porque se rompía uno de los dos brazos de la tenaza
islámica.
La conciencia de un peligro común es un fuerte factor de cohesión. La idea de
Europa, identificada con la República Christiana, se fortaleció por este peligro justamente
cuando las disidencias internas trabajaban en contra de este sentimiento de unidad europea.
Los humanistas lo combinaron con el de un primer nacionalismo, porque, bien entendidos,
no son sentimientos incompatibles. Eneas Silvio Piccolomini, luego papa Pío II, Bessarion,
Erasmo, autor de un Tratado sobre la guerra contra los turcos, asimilaban Europa a
Cristiandad y a civilización, Torcuato Tasso veía la lucha contra los turcos como la de
Europa contra Asia; Ariosto deploraba que el “turco inmundo” ocupase Constantinopla,
Camoens se refería a la “pobre Europa” combatida por “el feroz otomano”. Ninguno se
expreso con tanta claridad como nuestro Luis Vives: “Hay una zona que se extiende entre
Cádiz y el Danubio, entre el Mediterráneo y el Atlántico, que es la muy potente y valerosa
Europa. Si nos uniésemos todos sus habitantes no sólo seríamos iguales a Turquía sino
superiores a toda Asia; lo demuestran el genio y el valor de sus naciones, lo enseñan las
hazañas que han realizado. Nunca Asia a podido resistir las fuerzas, aún no completas, de
Europa”. Es por esta vocación europeísta de Vives por lo que le hacía sufrir el espectáculo
de sus discordias. Que a pesar de ellas, logrará elevarse a un rango mundial que nunca antes
había tenido es, en efecto, una demostración de la virtualidad del genio europeo.
Preguntas orientadoras
-¿Por qué se presenta al período de transición como una época de “contrastes”?
-Explicar los rasgos que caracterizan a éste período.
Las transformaciones en el mundo rural
Durante el siglo XV, y hasta las convulsiones que acompañaron el movimiento
reformista en los estados alemanes, no se produjeron grandes movimientos o revueltas
campesinas, como si había ocurrido en Francia e Inglaterra a fines del siglo XIV. No es que
faltaran alteraciones campesinas, pero es indudable que bajaron en número y gravedad,
como si una etapa de prosperidad hubiera pasado por ese mundo rural que, oscurecido por
el brillo de la red urbana, no dejaba de ser la base de todo el sistema social, con un setenta,
ochenta y hasta un noventa por ciento de la población, según las comarcas. Numerosos
datos se refieren a esa mejoría de la población campesina. Incluso algunas revueltas son
prueba de potencia y madurez.
Es muy problemático que los síntomas de mejora se deban a un cambio climático.
Parece que en el siglo XV y primera mitad del XVI las temperaturas fueron algo más altas,
pero ninguna conclusión general puede extraerse de este hecho. En cambio, no es discutible
que aumentó la demanda por el incremento demográfico y el auge de las ciudades. No
sólo había más hombres sino que tenían más capacidad adquisitiva, comían mejor. Lo más
importante, el trabajo del campesino, era más apreciado, más buscado. Los señores trataron
de procurarse un mayor número de brazos, y lo hicieron por dos procedimientos que
corresponden a dos mentalidades, a dos sistemas sociales:
- al este del Elba (oriente europeo) se reforzaron los vínculos que sujetaban los
hombres a la tierra y se endurecieron las prestaciones exigidas de ellos;
- al oeste (occidente europeo), los señores rurales procuran atraer campesinos
disminuyendo las corveas, las banalidades o derechos exclusivos, y la baja de los censos
y de las rentas, la conmutación de éstas a metálico y el alargamiento de los plazos del
arriendo a dos o tres generaciones.
Dentro de esta generalización, la diversidad de situaciones era enorme. Mientras
en Francia el régimen feudal se dulcificaba y desaparecía casi del todo la adscripción a la
gleba en Inglaterra; el labriego, aunque personalmente libre, se veía expulsado de sus
tierras por las ovejas; los propietarios cerraban los campos (enclosures) y los dedicaban a la
producción de lana que daba más rendimiento con menos mano de obra.
La situación socio-jurídica a comienzos de la Edad Moderna era la siguiente:
- el Este (Rusia, Polonia, Países bálticos, Alemania oriental, Balcanes) es la Europa feudal,
de un feudalismo sin paliativos: grandes señores dominan sobre masas de siervos, y
con el tiempo irán acentuando aún más su dominio.
- Francia del norte, la mayor parte de Alemania y Austria, Escandinavia, Italia del Sur,
Irlanda y ciertas regiones de España, como Galicia y Valencia están bajo un feudalismo
mitigado: el régimen señorial, con grandes diferencias en su intensidad, en su dureza.
- En el resto de España, el sur de Francia, el norte de Italia y la Gran Bretaña predominan
los alodios (propiedad libre) o los señoríos meramente jurisdiccionales; si el señor tiene
tierras las explota de forma no distinta a la de un particular, por medio de trabajadores
eventuales o de arriendos cortos.
Hay que añadir que este último régimen puede ser más desfavorable para el
campesino que el anterior. Este esquema suministra una visión global del problema agrario
europeo desde una óptica socio-jurídica aunque no sin relación con los desarrollos
económicos.
Preguntas orientadoras:
-¿de qué manera subsiste el sistema feudal en las distintas regiones de Europa?
-¿Por qué se habla de una relativa prosperidad?
El comercio: Las rutas y los centros mercantiles
A fines del siglo XV, poco antes de los viajes que llevarían a los portugueses a la
India y a los españoles a América, las grandes rutas del comercio internacional respondían
a la estructura que habían adoptado las relaciones económicas internacionales desde el siglo
XII, cuando occidente estableció sus factorías mercantiles en los puertos de Siria. Desde el
Extremo Oriente -países de la seda y de las especias, de los tejidos refinados y de las joyas
maravillosas- avanzaban hacia el Mediterráneo dos largas y frecuentadas rutas: la de las
etapas caravaneras de Asia Central y la de las escalas marítimas del Océano Índico.
Damasco, Beirut, Trípoli, Chipre y Alejandría eran los principales depósitos de este
comercio transcontinental; allí efectuaban sus compras los comerciantes occidentales:
venecianos, genoveses, catalanes, los cuales transportaban las mercancías hacia sus
metrópolis para luego reexpedirlas hacia el centro de Europa, Francia, Países Bajos y
Castilla, según los casos. Este comercio transalpino enriqueció a ciudades del sur alemán
como Augsburgo, Ratisbona, Constanza y Nuremberg; del país Helvético, como Zurich y
Basilea; y del curso del Rhin, como Estrasburgo y Colonia. Más al norte se levantaban los
poderosos emporios donde ese comercio mediterráneo confluía con el del Báltico: así
surgieron las ricas ciudades Hanseática como Brujas, Hamburgo, Lübeck y Danzig.
.
En el mismo Mediterráneo se habían registrado algunas alteraciones sensibles en el
equilibrio de las tres grandes ciudades mercantiles. Los problemas internos de Barcelona y
Génova y la rivalidad existente entre ambas habían consumidos sus energías haciendo
posible el formidable despegue de Venecia como primerísima potencia cristiana en el
Mediterráneo.
Mientras tanto en el Atlántico fructificaban los tanteos de exploración oceánica, la
incorporación de territorios africanos a las coronas Ibéricas eran un hecho, al igual que los
“rescates” de esclavos, oro y marfil que comenzaban a engrandecer los puertos de
Andalucía y Portugal, allí, Lisboa se había convertido en punto de escala obligada del
comercio de lanas, especias y tejidos entre el Mediterráneo y los Países Bajos e Inglaterra
antes de que sus marinos conquistaran los secretos del Mar tenebroso.
Pero este comercio de gran alcance, sin referirnos al continental europeo, centrado
en las ferias que se celebraban anualmente en determinadas ciudades, era aún medieval.
El ímpetu de los nuevos tiempos en el terreno económico se registró gracias a una
confluencia de varios factores.
Aparición del Capitalismo
En sentido lato, la evolución económica conocida con el nombre de capitalismo
puede considerarse iniciada en el siglo XIII, cuando Europa, reconquistado el Mediterráneo
y segura ya de sus límites orientales, cuanta ya con dos siglos de recuperación en sus
actividades agrícola, comercial y artesana. Pero, en conjunto, la economía de esa época
conserva sus rasgos medievales:
-economía de ciudad y de corporación,
-producción limitada al consumo local,
-rutina en la conducción de los negocios,
-escasa circulación monetaria,
-trabajo para cubrir tan sólo las necesidades cotidianas.
Sólo desde mediados del siglo XV los fenómenos complejos de la vida económica
presentan un ritmo distinto, renovador. Desde este momento puede hablarse de capitalismo
inicial.
La nueva modalidad económica nace del mismo espíritu inquieto, dinámico e
individualista que informa el conjunto de las manifestaciones históricas del Renacimiento.
Lo que en política engendra el estado nacional y autoritario, en economía inaugura un tipo
de actividad caracterizado por el deseo de lucro, el espíritu de empresa y la
racionalización de la producción, el comercio y el negocio. En realidad se trata de la
fusión de dos principios diferentes:
-el de empresa, conquista y lucro, propio de la espiritualidad renacentista;
-y el de conservación y ordenamiento, característico de la burguesía de la Baja Edad
Media.
Cuando ambos factores se integran en una unidad común, y se organiza el cambio
de productos de tal manera que colaboran en el mercado dos grupos distintos de población,
uno que posee los medios de producción y otro que suministra el trabajo, todo ello
enmarcado por las severas reglas del racionalismo económico, entonces aparece claramente
el fenómeno capitalista.
La aparición de la economía capitalista, en un principio, fue explicada por los
tratadistas como el resultado de la acumulación de capital en manos de empresarios y
comerciantes, pero a este se han ido agregando otros factores como la acumulación de las
rentas rústicas y urbanas, el préstamo a interés, la intervención en la recaudación de
impuestos pontificios, reales o principescos, la explotación de los filones metalíferos, etc.
Esto no disminuye en absoluto la importancia que tuvo el desarrollo del comercio
bajomedieval en la aparición de las primeras formas del capitalismo moderno.
Uno de los factores que contribuyó a precipitar la transformación de la economía
medieval fue el descubrimiento y explotación , a mediados del siglo XV, de ricos filones
argentíferos en Europa central. Esas grandes cantidades, transformadas en divisas o en
objetos de valor, aumentaron con rapidez la riqueza pública; la circulación monetaria, muy
restringida desde el siglo XIII a consecuencia de la exportación de metales finos a Oriente
por el comercio de Levante, experimentó un brusco desarrollo. En consecuencia, se registró
un aumento considerable en el precio de los objetos que había disminuido notablemente en
el siglo XIV para alcanzar el mínimo hacia 1500. La gran afluencia de metal europeo
planteó una serie de problemas económicos que se acentuaron luego con la llegada de
grandes cantidades de metal americano.
La consecuencia inmediata del aumento de la circulación monetaria fue provocar
una coyuntura favorable en las transacciones mercantiles, derivada singularmente de la
ampliación de la demanda. Por este hecho, y también por el refinamiento de las
costumbres introducido por el Renacimiento, el consumo de los productos de lujo
adquirió una magnitud desconocida hasta aquel momento. Las cortes alemanas, francesas,
españolas e italianas rivalizaron en dispendios de amoblamiento, vestuario y mesa con las
orientales, y a ellas se sumaron los “nuevos ricos” que invertían sumas fabulosas. Los
grandes centros urbanos de esta época, de los cuales catorce sobrepasan los 100.000
habitantes, acrecentaron sus demandas de géneros alimenticios, nacionales y exóticos, y de
productos refinados, ya que en ellos se va elaborando un género de vida en que lo
superficial adquiere categoría de necesario.
La política de la monarquía nacional exige sumas de dinero cuantiosas. Reyes y
príncipes han de mantener un ejército permanente y satisfacer los sueldos de una
burocracia cada día más frondosa. Sobre todo las guerras, cuyos horizontes e intensidad
crecen día a día, exigen unos recursos financieros que no pueden ser atendidos con el
simple juego de los ingresos por impuestos y tributos propios del medioevo. Unos y otros
pues se ven obligados a recurrir al empréstito, transigiendo con intereses usurarios. Desde
el siglo XIV casas de banca florentinas se especializan en el préstamo; pero luego son los
grandes comerciantes o incluso aventureros enriquecidos los que manejan el crédito. Por
ejemplo, en Florencia los Médici acumularon su fortuna prestando dinero a los papas, a los
príncipes italianos, a los reyes de Francia y a los emperadores de Alemania, y esto ocurría
en otras ciudades como Venecia y Génova, y en algunos casos desde el siglo XII, en que
comienzan a aparecer estos hombres. En los Países Bajos y Alemania se desarrollan
carreras semejantes, el caso más típico es el de la familia de los Függer, pequeños artesanos
tejedores de Augsburgo, quienes en el transcurso del siglo XV intervienen en el tráfico
comercial del puerto de Venecia y luego en las explotaciones mineras de Austria; el
fabuloso patrimonio que logran constituir, lo emplean en prestar cantidades a los
archiduques de Austria y emperadores de Alemania, siempre con garantías respetables y
remuneradoras. Este rápido crecimiento de las fortunas se debió a la industria minera, el
préstamo de dinero y el tráfico colonial incipiente.
La aparición de las primeras formas capitalistas no se registró de modo brusco
y tajante. Durante mucho tiempo los negocios fueron conducidos con ritmo tradicionalista.
La tranquilidad, la contención y la lentitud imperan en el estilo de los primeros capitalistas,
y el ideal común de mercaderes e industriales estriba en constituirse un pequeño patrimonio
que les permita retirarse del mundo de los asuntos comerciales. Relacionado con este
criterio se desenvuelve el concepto del “lucro honesto”, regido por leyes morales, según
las cuales el beneficio tiene dos límites entre lo necesario y lo honesto. Análogamente,
durante los siglos XV y XVI predomina la idea del “precio justo”, basada en la
concepción algo confusa de que el valor de un objeto depende exclusivamente de su
utilidad. Lucro honesto y precio justo se oponen a toda competencia mercantil y evitan el
libre juego de la oferta y la demanda, que luego constituirá el principio esencial del
comercio durante el gran capitalismo.
Otras supervivencias de la economía medieval las hallan los especialistas en el
mantenimiento de las formas de explotación dominicales, especialmente en la
agricultura europea, aunque incluso en la producción industrial continúa durante mucho
tiempo el régimen privilegiado o de concesiones típico de la época señorial. Los gremios,
las uniones de artesanos para fines técnicos, las asociaciones de mercaderes para evitar la
competencia comercial, las sociedades mercantiles de tipo familiar o transitorio, etc.;
presentan, con formas más o menos evolucionadas, esta misma herencia medieval. Sin
embargo, poco a poco se desarrolla lo que será la nueva célula del mundo económico: la
empresa capitalista. Esta se caracteriza por la conquista de la autonomía del negocio, o
sea que éste se despersonaliza y adquiere vida propia, transformándose en una entidad
abstracta, no personal. La empresa reúne en sí los mejores elementos suscitados por el
cambio económico renacentista:
-continuidad,
-sentido del provecho,
-racionalización de los asuntos mercantiles y, sobre todo,
-espíritu creciente de iniciativa.
Ella misma, como unidad hacendística, deriva de otras tres evoluciones económicas,
distintas entre sí, pero que concurren a darle su independencia y carácter abstracto. Una es
la constitución de la firma o razón social, como unidad jurídica, a la que se llega por la
creación de un capital social distinto del patrimonio de los socios, por la adecuación de la
palabra negocio al objeto propuesto por la sociedad mercantil, y por el uso, por ésta, de un
nombre particular y de un sello comercial distinto.
La segunda evolución es la introducción de la ratio o contabilidad en la
conducción de las empresas. La técnica contable se inicia en el siglo XIII en la
administración municipal italiana, y luego influye en la administración pontificia y las
cortes reales, para llegar a las casas de banca. En 1494 ya se elabora el primer tratado
sistemático de Contabilidad. La nueva técnica invade paulatinamente el campo de la
actividad económica mundial, aunque su triunfo completo no se registra hasta el siglo
XVII. La ratio contribuye a despersonalizar la empresa de su propietario o propietarios,
refuerza su sentido abstracto y representa su racionalización integral. De su uso nace el
propio concepto de capital, como suma de dinero que lucra y beneficia independientemente
del trabajo o de la actividad personal del empresario para cubrir sus necesidades corrientes.
En fin, da al negocio ese sentido de orden y equilibrio que es característico de muchas
manifestaciones renacentistas puras.
Tanto la ratio como la firma son evoluciones internas de la empresa capitalista. Para
su constitución definitiva falta el reconocimiento externo de las nuevas formas que ha
adoptado, su aceptación en el mundo de los negocios. Cuando la empresa logra pleno
crédito por sí misma, sin relación alguna con las personalidades que la dirigen, entonces se
cierra la armazón de su estructura y forma un todo orgánico capaz de ulterior desarrollo.
Este fenómeno tuvo lugar en los primeros decenios del siglo XVI.
Preguntas orientadoras:
-Establecer las diferencias entre la economía medieval y la economía capitalista.
-¿Cuáles son los factores que impulsaron la aparición del capitalismo?
El régimen industrial
El comercio y las finanzas animan los primeros pasos del balbuceante capitalismo
en el alborear del renacimiento; la industria se despereza con mucha mayor lentitud. En
todas partes asistimos a la misma experiencia: reglamentaciones inspiradas en el deseo de
- evitar la competencia,
-producir a buen precio y
-garantizar la calidad de los productos.
La supervivencia de la mentalidad localista, urbana y medieval, impide que el
mundo de la producción marche al compás de los intereses de los comerciantes.
Y, sin embargo, las exigencias del comercio a largas distancias, para abastecer
mercados cuyos gustos son distintos de los regionales, imponen en determinadas industrias
un modo distinto de ver las cosas. En el tejido de lanas y algodones esas necesidades
obligan a los productores, incitados por los mercaderes, a buscar una escapatoria a las
rígidas reglamentaciones gremiales. Frente a la tiranía conservadora de los cónsules de los
gremios, cuya activa vigilancia imponía el más absoluto respeto a las fórmulas antiguas que
habían hecho la prosperidad del oficio, las personas de acción buscaron la libertad a sus
iniciativas estableciendo sus telares en las aldeas donde no existían corporaciones del
oficio. Este sistema laboral que alcanza un importante desarrollo en el siglo XVI, se
presenta tanto en los estados de tradición industrial en ese rubro, como Florencia, Flandes y
Normandía, como en los que entran por este camino a consecuencia de un cambio de
criterio de la monarquía nacional, en sentido mercantilista, como Francia e Inglaterra. En
todos estos casos sería dable rastrear la huella del comerciante o comerciantes que
presionaron a los industriales para que adoptasen un estilo más “moderno”, de acuerdo con
las transformaciones que iba experimentando el mundo, aceleradas por los grandes
descubrimientos.
Existieron, además, otros casos en que la reglamentación gremial no pudo evitar el
sello de novedad en el régimen de la producción europea. Unos se refieren a las industrias
que satisfacían las necesidades bélicas de las monarquías, en particular la fundición y la
forja del hierro para armar los ejércitos y escuadras. Otros, a las industrias que surgieron de
las mismas entrañas del Renacimiento, como la imprenta y la producción de papel en gran
escala. Ambas ocupaciones escapaban a la acción general del tipo urbano: aquellas por
privilegios específicos de los reyes, y estas últimas porque el negocio de la impresión era
tan delicado y personal que repugnaba el antiguo estilo de la fiscalización de los gremios.
Preguntas orientadoras
-¿cuáles son las innovaciones que se advierten en el régimen industrial?
Capitalismo inicial y economía nacional.
El espíritu del capitalismo inicial influye poderosamente en los grandes
descubrimientos geográficos que se consiguen desde el siglo XV. Pero al mismo tiempo
recibe de ellos decisivos alientos que aceleran la evolución de sus distintas modalidades.
Asimismo, la amplitud creciente del campo de acción capitalista determina un cambio muy
sensible en la configuración económica de los países europeos. Hasta mediados del siglo
XV las actividades económicas se vinculaban con el municipio, con sus instituciones
características: los gremios. Era una economía de tipo restringido, urbano. La decadencia
de la función municipal y las nuevas aspiraciones de productores y comerciantes motivaron
su transferencia de la ciudad al Estado. Nace en el siglo XVI la economía nacional,
vinculada estrechamente al poder de la monarquía autoritaria y también nacional. Las dos
líneas de evolución -económica y política- tienen el mismo rumbo. Parten ambas del
fraccionamiento corporativista de la Baja Edad Media para llegar a las grandes síntesis
nacionales que serán la obra de siglos posteriores.
Al verificarse el cambio económico referido, los principios básicos de la actividad
ordenadora del municipio, proteccionismo y reglamentación corporativa, pasaron
íntegros a los círculos dirigentes del nuevo Estado. Este hecho explica la actitud del poder
monárquico frente a los problemas económicos, actitud proteccionista, reglamentadora,
intervencionista. Puede hablarse para el siglo XVI de un premercantilismo, que se
manifiesta en:
- la concesión de privilegios y monopolios,
- el establecimiento de tarifas aduaneras protectoras,
- la reglamentación de la producción interna y
- la unificación nacional de esos reglamentos.
Un ejemplo típico lo hallamos en la Inglaterra de los reyes Tudor, quienes favorecen la
producción textil y la mejora y extensión de la ganadería lanar, aún en detrimento de la
agricultura, al objeto de aumentar los ingresos fiscales, competir económicamente con la
industria lanera flamenca, acrecentar la marina británica y compensar la balanza comercial,
gravada por las importaciones de sal, vino, trigo y alumbre.
Capitalismo inicial y economía nacional, son los nuevos elementos económicos de
los tiempos modernos.
-¿Por qué se habla de la aparición de una economía nacional?
La Sociedad de Ordenes y el surgimiento de la Burguesía
La transformación económica del siglo XII provocó:
- la ruina del mundo feudal y
- la aparición de la burguesía de las ciudades y
- y del agricultor libre.
Esta evolución se efectuó de modo lento, para alcanzar su pleno desarrollo en el siglo
XVI. Pero a partir de esta centuria, la trayectoria social, en lugar de seguir su camino
progresivo en el sentido de la liberación de los siervos del campo y el aumento de poder de
las burguesías municipales, se complica en todos los países europeos, para dar paso a
sectores sociales inestables, en cuya masa se reclutarán los adeptos de las teorías
revolucionarias en el orden político y religioso. Motivan la complicación a que hemos
aludido, el establecimiento del capitalismo inicial y las modificaciones profundas que
caracterizan su difusión en las distintas capas de la sociedad europea.
La sociedad rural
En el campo es donde se manifiesta en grado máximo la alteración social
ocasionada por el triunfo de las nuevas fórmulas económicas, aunque la influencia de
éstas sea sólo de carácter reflejo. La economía campesina guarda su estructura tradicional
hasta el siglo XVIII; en general es conservadora en su técnica, cerrada en sus concepciones,
pero siente la acción del capitalismo inicial.
En el transcurso del siglo XV las rentas del campo, percibidas anteriormente en
especies, se monetizan, y los propietarios, que cuentan sólo con esta fuente de ingresos,
intentan elevarlas mediante la exigencia de todas las cargas serviles. Sin embargo, las
sumas así obtenidas son siempre inferiores, por unidad de capital invertido, a las que rinde
el comercio marítimo y continental. La imperiosa necesidad de conservar el patrimonio
dominical, y de aumentarlo si cabe, determina la concentración de las propiedades en
manos de las más poderosas familias nobiliarias, mientras que los nobles de segunda
categoría, la verdadera casta de señores agrarios, ven mermados cada vez más sus recursos
y reducidas al mínimo sus antiguas posibilidades económicas.
El desquiciamiento de la nobleza territorial conduce a dos extremos opuestos.
Por un lado, a la gran nobleza, propietaria de inmensos territorios, que defiende por
instituciones adecuadas: mayorazgos en Castilla, derechos de primogenitura en Francia.
Esta clase social es reducida; pero por sus fabulosos patrimonios y la potencia de sus
servidores, constituye un factor decisivo en la evolución política interna de los estados: son
los grandes españoles, los príncipes franceses y alemanes, los landlords ingleses.
De otro lado, la pequeña nobleza, derivada de la antigua caballería feudal
(hidalgos castellanos, hobereaux franceses, rittern alemanes, etc.) aumenta de número y
simultáneamente se empobrece. En algunos países se extingue por el entronque con la
burguesía de las ciudades, de cuyo enlace va a nacer una nueva nobleza de segunda fila,
urbana o rural, típica de los siglos posteriores. En otras naciones, por el contrario, la
caballería insiste en perdurar mediante la ampliación inmoderada de sus derechos sobre los
campesinos. En todo caso, la caballería constituye, a fines del siglo XV, un elemento rival
de la gran nobleza, una clase socialmente revolucionaria, que aspira, por su intervención
decisiva en los asuntos públicos, a regularizar y componer su precaria situación. Gran parte
de la masa evangelista alemana y calvinista francesa nutrió sus filas en la nobleza agraria
arruinada de ambos países.
De manera análoga, las clases campesinas experimentaron un cambio desfavorable
en su situación social, puesto que los intereses de grandes y pequeños señores coincidían en
mantener y aumentar las rentas del campo, lo que sólo podía obtenerse con un perjuicio
notorio de los agricultores. Donde esta transformación resulta más evidente es en los países
de Europa central y oriental, respecto de los cuales se puede hablar de una segunda
servidumbre de la gleba. El caso quizá más típico es el de Polonia. En esta nación los
siervos del campo habían adquirido su libertad desde fines del siglo XIII, pero en el XV, la
debilidad del poder real y el aumento del valor de las propiedades agrícolas por la
exportación de cereales a occidente, incita a los grandes señores a restringir las facultades
jurídicas de los campesinos, quedando éste nuevamente adscripto al suelo. En Alemania la
condición social del campesino se agrava en el mismo siglo, el villano alemán se ve
expoliado de los bienes comunales, agobiado por los inmensos impuestos, las
reclamaciones de las rentas debidas en dinero, y un alza imprevista en los precios de las
mercancías que él no produce. Es el “pobre hombre” de la Alemania del siglo XV, en quien
se incuba el espíritu revolucionario que pronto se manifiesta en las confederaciones
campesinas y otros movimientos precursores de la ola subversiva de los primeros años de la
Reforma.
Aunque por distintos caminos, la población del campo en Francia e Inglaterra
experimenta cierto empeoramiento en su condición social. Los alzamientos del siglo XIV,
la jacquerie francesa y el movimiento tylerista inglés, no han logrado suprimir la
servidumbre. En Francia pasan a los Tiempos Modernos más de un millón de siervos de la
gleba, cuya situación se agrava en el siglo XV con la introducción de nuevas fórmulas
serviles. Los mismos arrendatarios libres se hallan obligados, además del pago de los
censos y réditos establecidos en los contratos agrícolas, a la prestación de derechos
personales y económicos de índole abusiva. Por otra parte, aparece en el agro de Francia
un proletariado campesino, constituido por hombres libres, no poseedores ni arrendatarios
de tierras, quienes se ofrecen como auxiliares y jornaleros eventuales para los trabajos del
campo.
La inestabilidad social en el campo, caracterizada por el empobrecimiento de la
nobleza de segunda clase y el agravamiento de la condición social o económica de los
campesinos, había de repercutir, lógicamente, en un estamento que compartía con la alta
nobleza, la propiedad y el usufructo de los patrimonios agrícolas más considerables: el
clero. La Iglesia, esto es, los cabildos catedralicios, abadiazgos y prioratos, salía de la Edad
Media inmensamente rica, como consecuencia de las donaciones ininterrumpidas de reyes,
municipios, corporaciones y particulares. En gran parte, esta riqueza la disfrutaba la misma
nobleza, cuyos hijos segundones hallaban en los cargos y prebendas eclesiásticos una
compensación adecuada a la merma que habían experimentado en sus derechos sucesorios.
Aparte de la decadencia espiritual determinada por este hecho, no cabe duda de que la
codicia despertada en nobles y caballeros por tan cuantiosos bienes fue uno de los
estimulantes más enérgicos en el camino que muchos de ellos emprendieron como
defensores de la reforma protestante. Tampoco se ha de olvidar que las riquezas
eclesiásticas se hallaban concentradas en pocas manos, y que al lado del alto clero existía
un verdadero proletariado clerical, el bajo clero, cuya oposición íntima al orden de cosas
dominante tuvo también su reflejo en la aparición del movimiento reformista.
Preguntas orientadoras
-¿Que sectores se pueden identificar dentro de la Nobleza?
-¿Por qué empeora la situación del campesinado?, ¿Que relación tiene esta situación
con la aparición del capitalismo?
-¿Por que se habla de “inestabilidad social” en este período?
Las clases sociales urbanas
Desenvolviéndose paralelamente a las clases sociales derivadas de la economía
medieval, la sociedad urbana presenta los mismos rasgos de inestabilidad, como
inevitable resultado de la disgregación del municipio en sus formas características. La alta
burguesía, que hasta mediados del siglo XV es el alma de la institución municipal, sale de
su marco ciudadano con nuevas aspiraciones. Se convierte en burguesía capitalista y
nacional, con visión extendida a los problemas generales del estado. Al mismo tiempo
parte de ella se ennoblece, ya sea mediante la compra de títulos nobiliarios, ya por la
consecución de privilegios que la equiparan con los caballeros y nobles de segunda
categoría. Favorecen tal fusión los enlaces familiares entre baja nobleza y gran burguesía
y las compras de posesiones agrícolas por ésta última.
Por otra parte, el desarrollo de las profesiones libres, especialmente la de los
juristas, inicia en ciertos países, como Francia, la constitución de una nobleza especial,
vinculada al cargo y transmisible por herencia, la nobleza de toga. En conjunto el papel de
la burguesía experimenta un aumento indudable, tanto por su prepotencia económica como
por su creciente intervención en los consejos del Estado y en la administración y burocracia
públicas. Ella constituye la plataforma básica en la que se desenvuelve el espíritu
cosmopolita y humanista propio del Renacimiento, y que en las inquietudes espirituales que
aporta a Europa se abrirá camino la subversión religiosa de principios del siglo XVI.
La evolución de la gran burguesía hacia sus nuevos destinos históricos, la separa
cada vez más de los restantes elementos sociales urbanos, todavía vinculados a las formas
tradicionales de trabajo corporativo. A medida que la organización gremial deja de
responder a las nuevas fórmulas económicas, disminuye la influencia que las clases bajas
municipales habían intentado ejercer en la vida social colectiva, buscando infructuosamente
disminuir el poder de los gobiernos oligárquicos de las ciudades, en poder de los grandes
burgueses. Agravan la condición de esas clases, el establecimiento de las primeras
empresas industriales, que origina la transformación de parte del artesanado en
asalariado manual, e igualmente, la afluencia a las grandes ciudades de Inglaterra,
Francia, Países Bajos y Alemania de los elementos desplazados de la agricultura por la
dureza de la condición social en el campo. Esta masa, no vinculada a la ciudad por
tradición alguna, se convierte en instrumento propicio de todas las subversiones, muchas de
las cuales adoptan carácter religioso y político, aunque otras son marcadamente sociales.
Preguntas orientadoras:
-¿Cómo influyeron los cambios económicos sobre la estructura social?
-¿En qué se diferencia la Burguesía de los demás grupos sociales?
-¿Por qué se habla de un entronque entre nobleza y burguesía?
-¿Cómo queda conformada la estructura social en los primeros siglos de la Edad
Moderna?
Las formas políticas: Monarquía Autoritaria
Las tendencias que empujan a la monarquía hacia su nuevo estilo histórico son un
fruto natural de las premisas económicas, sociales y culturales que caracterizan el
advenimiento de los Tiempos Modernos. El triunfo del capitalismo inicial contribuye a
robustecer el poder de los príncipes, de la misma manera que la renovación de la
actividad económica en el siglo XII había provocado la ruina del feudalismo como entidad
política. La nueva modalidad de la economía europea exigía una autoridad firme para
regular, fiscalizar y acrecentar la vida comercial e industrial de una nación, a menudo
en competencia con la de otro país. Asimismo, la inestabilidad social en el campo y la ruina
del poder político de los municipios hacían necesaria una amplia intervención de la
monarquía en el cuerpo nacional, capaz de canalizar las luchas sociales y de encauzar las
energías perdidas en ellas hacia un fin colectivo y beneficioso para el estado.
Mientras las viejas clases sociales predominantes en lo político, nobleza y
burguesía ciudadana, esterilizaban esfuerzos persiguiendo fines minúsculos -como la
conservación de sus privilegios-, los príncipes perseguían objetivos de más amplio alcance,
como, por ejemplo, una política de expansión exterior. De aquí una divergencia substancial
de intereses, que en muchas ocasiones la monarquía hubo de dirimir en forma
revolucionaria.
La monarquía a fines del siglo XV es revolucionaria porque:
- rompe, en beneficio propio y del Estado que ella encarna, los moldes y las
constituciones tradicionales de su respectivo país;
- usurpa y concentra bajo su influencia las varias soberanías territoriales derivadas
del medioevo;
- formula claramente su decisión de estructurar, según la razón y los principios del
derecho, la existencia de los pueblos sometidos a su gobierno.
La influencia del Derecho romano justiniano, que se difunde por Occidente desde el
siglo XIII, es especialmente notoria en las cancillerías y las cortes de los monarcas, donde
pululan los juristas procedentes de la burguesía. A fines del siglo XV, éstos formulaban
atrevidas teorías precursoras de la mentalidad de los siglos posteriores. Se considera
unánimemente que la autoridad de los reyes emana sólo de Dios y que de Él reciben los
soberanos “el reino y el imperio”, esto es, los territorios y la facultad de regirlos. Su poder
es “superior a cualquier otro y de todas leyes absoluto”, y nadie puede oponerse a sus
disposiciones, edictos, ordenanzas, ya que sería incurrir en sacrilegio y crimen de lesa
majestad. Muchos de los caracteres surgidos en este período se revelarán con toda su
potencia en el Absolutismo de los siglos XVII y XVIII y en el totalitarismo contemporáneo.
Sin embargo, la posición efectiva de la monarquía autoritaria no concuerda con
postulados tan radicales, sino que es típico en ella la adopción de una especie de equilibrio
entre lo medieval y lo moderno. Gran parte de las soberanías autónomas del Medioevo, en
materia corporativa y jurisdiccional, pasan a la Edad Moderna, siempre que no constituyan
una traba peligrosa para el nuevo orden que introduce la realeza. Al lado de estas
instituciones autónomas, la monarquía crea organismos eficientes que responden a su
voluntad y en los cuales deposita el volumen de los negocios del Estado. Por esta causa no
se puede darle todavía el título de absoluta, sino meramente de autoritaria, porque sólo en
este aspecto responde de modo completo al calificativo. En efecto, los monarcas del siglo
XV son intransigentes en el mantenimiento de su autoridad y preeminencias, que procuran
garantizar por una justicia eficaz, completa y universal.
El Estado Moderno
De manera semejante resuelve la monarquía autoritaria el problema de la
integración en el Estado nacional de antiguos territorios, con vida propia, autónoma o
independiente. En lugar de suprimir sus instituciones peculiares, las conserva, aunque sin
generalizarlas. Este es el procedimiento utilizado por la realeza francesa respecto de los
estados provinciales, ya de origen feudal como Borgoña, Provenza y Bretaña, ya de
incorporación remota en el cuadro de la monarquía como los del Languedoc. Análoga es la
política de los monarcas españoles al unirse las coronas de Castilla y Aragón, ya que ambos
países conservan íntegramente sus características constitucionales propias.
Pero al lado del mantenimiento de lo tradicional, procura la monarquía
centralizar y uniformar la vida del Estado mediante:
- la institución de órganos de gobierno comunes,
- la promulgación de leyes generales y
- el fomento de ideales colectivos.
El estado renacentista representó, en Occidente, un positivo progreso hacia la mayor
libertad del individuo. Estamos de acuerdo con Pirenne cuando subraya que, incluso cuando
se edificó sobre una fórmula política absoluta, el Estado centralizado de esa época se
concilió con un concepto social liberalizante. Significaba entonces:
- quebranto de monopolios y privilegios,
- mayor facilidad para las iniciativas individuales,
- expansión de los valores económicos en lugar de los de grupo o casta, y
- apoyo de las normas básicas del Derecho.
En Oriente, sin embargo, ese desarrollo no pudo efectuarse sino con la fórmula estatista
de la compresión social. De todos modos, la situación de equilibrio propia de la monarquía
autoritaria y nacional quedó muy pronto comprometida, incluso en occidente, por la
destrucción de los cuerpos privilegiados, único sistema biológico de defensa de la sociedad
ante los excesos de un poder absorbente, defensor de sus exclusivos y a menudo egoístas
propósitos.
La política activista desarrollada en el campo internacional por las monarquías
autoritarias, que sólo puede llevarse a cabo mediante la utilización de un ejército
permanente, contribuye a reforzar su predominio interior. El entrenamiento de la nueva
milicia requiere tiempo y dinero. A la vez que nace el soldado profesional, se originan los
ejércitos mercenarios, sostenidos por el príncipe con sus bienes y los recursos del Estado.
El poder de la monarquía experimenta un aumento decisivo, pues su ejército pesa de
manera irrecusable en la balanza de los asuntos internos del Estado y es una amenaza
constante para cualquier tentativa de insubordinación nobiliaria. Pero el sustento y pago de
los ejércitos permanentes exige, asimismo, la intervención de los grandes capitalistas en las
haciendas reales, provocándose de esta manera uno de los contactos más fecundos, como
hemos dicho, para el desarrollo ulterior del capitalismo inicial.
La estructura de la monarquía autoritaria se presenta por lo tanto, de la siguiente
manera:
-rey,
-corte real (donde se inicia una somera distribución de funciones en los Consejos),
-administración de justicia,
-aparato gubernativo territorial y local (funcionarios reales en la administración
municipal) y
-ejército permanente.
Este es el esquema básico, sujeto a las modalidades peculiares de la evolución
histórica en los diversos países europeos.
La creciente complicación de los servicios había sedentarizado las primitivas
cortes ambulantes, lo cual originó la fijación de las capitales de los Estados. París,
Londres, Roma, Lisboa, etc. tuvieron tal categoría desde épocas remotas; en cambio
Castilla no la tuvo hasta muy tarde a pesar del alto grado de perfección que alcanzó su
aparato burocrático. Los Reyes Católicos viajaron continuamente a través de sus reinos, lo
mismo ocurrió con su heredero, el emperador Carlos V, que ni en sus reinos españoles, ni
en el Imperio Alemán, ni en Borgoña, tenía capital. Éste fue uno de los rasgos medievales
de su carácter, influido también por la convicción de que sólo con su presencia física podía
el monarca estar bien informado y, a la vez, satisfacer el anhelo de sus vasallos. Felipe II,
su hijo, no tenía vocación itinerante ni apreciaba el contacto directo con el pueblo y acabó
convirtiendo en definitivo lo que en Madrid empezó siendo una estancia provisional.
El ámbito de competencias del Estado en los siglos XIV y XVII era
definitivamente más reducido que hoy. Seguía centrado, como en la Edad Media, en dos
terrenos: en el interior, el mantenimiento del orden, tanto material como social, lo cual
implicaba poderes legislativos y la suprema instancia de la justicia. En el exterior, todo lo
referente a relaciones internacionales (pacíficas y bélicas). Y como sostén de estas
actividades una hacienda estatal cada vez más exigente. Estos siguieron siendo los
dominios básicos de actividad, pero además, el nuevo Estado se atribuyó competencias
sobre, prácticamente, todos los ámbitos de la actividad humana: la economía, las
relaciones laborales, la beneficencia, la educación, la Iglesia.
Lo que ocurría es que, a diferencia de lo que hoy vemos, estas prerrogativas no las
ejercía directamente sino a través de cuerpos intermedios, particulares, señoriales,
municipales, eclesiásticos, a los que dejaba una amplísima autonomía, reservándose
los gobernantes las funciones de supervisión y control necesarias para mantener las
líneas generales del sistema. Incluso en materias de su estricta competencia como la
hacienda estatal y las fuerzas armadas, solía dejar en manos de particulares las tareas de
reclutamiento o recaudación de impuestos, por medio de contratos y arriendos.
El Estado necesitó cada vez más agentes para cumplir con sus funciones, esto da
lugar a la aparición de los burócratas.
No es exacto que el Estado moderno se pueda definir como un Estado de
funcionarios de tipo burgués; porque, si bien el funcionario suele responder, en líneas
generales, al modelo burgués, permanecían dentro del aparato estatal muchos elementos,
que estando a su servicio, no merecen la calificación de funcionarios, sino más bien el de
magistrados o recordaban el servicio caballeresco de tipo medieval. Cuando un prelado o
un noble representaba a su rey en una embajada, o era puesto al frente de un ejército, no
estaba actuando como funcionario, esta palabra hay que reservarla para designar a los que
se dedicaban al servicio del Estado como una profesión para la que se necesitaba de una
preparación especial y por la que se recibía un sueldo. El Estado no podía funcionar sin
estos pero necesitaba de aquellos para ciertos servicios relevantes y costosos. El gobernador
de un Estado, el alto mando militar de un ejército, debía ser un personaje de gran categoría
nobiliaria porque los nobles no querían obedecer a una persona inferior a ellos en rango.
La principal fuente de reclutamiento de los funcionarios fueron las facultades
universitarias de Derecho, puesto que se les exigía una formación jurídica. Esto era
esencial, ya que, al no existir división de poderes, los consejos, tribunales y demás
organismos administrativos tenían competencias a la vez ejecutivas y judiciales, y a veces
también legislativas, produciéndose así la multitud de jurisdicciones y los conflictos de
competencias característicos del Antiguo Régimen. Cuando era un noble, un militar sin
estudios el titular de un cargo, necesitaba el auxilio de un legista en calidad ayudante.
Una nueva situación se creó al generalizarse en toda Europa la venta de cargos
públicos para obtener recursos. Lo que fue un recurso eventual en la Edad Media, se
generalizó en el siglo XVII por los apuros financieros de los Estados, y llegó a convertirse
en una importante fuente de recursos para las monarquías. La costumbre de que los
aspirantes entregaran una cantidad al secretario real o alguna otra persona influyente para
gestionar su nombramiento fue un antecedente que contribuyó a acallar los escrúpulos
reales. En Inglaterra, donde la monarquía disponía de pocos cargos para vender, se recurrió
a la venta de títulos nobiliarios; en cambio, en la Francia del XVII se pusieron en venta
incluso los más altos cargos de la administración, la justicia y el ejército, y desde 1604, por
medio del pago de un derecho especial, sus titulares podían transmitirlos a sus sucesores, de
forma que los coroneles, los magistrados de los parlamentos y los altos funcionarios de
finanzas constituyeron dinastías, de origen burgués por lo común, pero de apariencia feudal
y, en sus más altas categorías, ennoblecidas. La Monarquía Ilustrada no siguió vendiendo
cargos pero respetó las situaciones adquiridas, pues para rescatarlos hubiera tenido que
entregar grandes sumas de dinero. Más que aburguesar el poder, la venalidad de oficios
feudalizó parte de la burguesía, atraída no sólo por la rentabilidad de esta inversión
sino por el prestigio de ciertos altos cargos, que facilitaba incluso las alianzas
matrimoniales con miembros de la antigua nobleza. Hay que advertir, sin embargo, que
tratándose de puestos de responsabilidad el titular, aunque fuera su propietario por compra
o herencia, debía acreditar la necesaria competencia.
El afianzamiento de la autoridad real en los Estados occidentales puede seguirse a
través de la evolución de dos instituciones básicas: los consejos y los secretarios reales.
Ambos dependían del nombramiento real. Sin embargo, los consejos, derivados del antiguo
consejo de notables que rodeaba a los reyes medievales, tenían mayor independencia que
los secretarios , y a veces se permitían contradecir los deseos del rey. En alguna medida, los
consejos representaban la voluntad de la nación, o al menos, la de sus clases más
influyentes. Aunque algunos consejeros fueran personajes destacados, no ostentaban
ninguna representación; sólo eran agentes del rey. En la referida evolución se pueden
distinguir cuatro etapas:
1. El rey gobierna con ayuda de consejos, llegándose en ocasiones a una especialización de
éstos.
2. Se mantienen las competencias de los consejos y también se refuerzan las de los
secretarios reales, llegándose a un equilibrio entre ambos sistemas. Crece enormemente el
número de funcionarios.
3. El rey gobierna a través de sus secretarios, que toman el nombre de ministros. El papel
de los consejos se limita cada vez más a la rutina administrativa, permaneciendo alejados
de las altas decisiones.
4. La complejidad creciente de la administración obliga al rey, aún manteniendo en teoría
su autoridad suprema, a delegar las decisiones en los ministros. Aparece el gabinete de
ministros y la figura del primer ministro.
Las dos primeras fases son propias de los siglos XVI y XVII y a partir de la tercera,
de fines del XVII y del XVIII. Esta evolución se observa particularmente en Francia y
España.
Además de un cuerpo de funcionarios, el Estado moderno necesitaba recursos de
los que carecían las monarquías medievales, en las que el concepto de impuesto como
servicio público era desconocido. Los nobles servían con las armas, los eclesiásticos con
oraciones y consejos, y esta exención tributaria la mantuvieron hasta el fin del Antiguo
Régimen como prueba de su rango privilegiado. Sólo aceptaban contribuir en forma de
donativos o por medios indirectos que salvaran el principio de su inmunidad. El Tercer
Estado, o Estado Llano, si contribuyó, pero con gran resistencia, ya que muy poco del gasto
público beneficiaba a la comunidad; casi todo se invertía en gastos cortesanos y militares.
Se estaba muy lejos del concepto de Estado-Providencia y, por tanto, su sostenimiento se
miraba como un sacrificio que había que reducir lo más posible. Casi todas las luchas y
revueltas, ya en las asambleas, ya en las calles y campos, tuvieron como origen la
resistencia a una fiscalidad que resultaba odiosa. La presión fiscal se agravaba por varios
factores: su desigualdad, ya que los más ricos eran los menos gravados; la recaudación en
metálico, en una época en que la economía monetaria no se había generalizado; los
campesinos, sobre todo, tenían grandes dificultades para procurar moneda metálica; la
concurrencia de otras exacciones, como los derechos señoriales y el diezmo eclesiástico; el
sistema recaudatorio, hecho por arrendatarios que procuraban su máximo beneficio. Y
sobre todo, la sensación de que el impuesto era un dinero derrochado sin fruto, un sacrificio
sin contrapartida.
Esto explica la gran lentitud con que se transformó la hacienda pública medieval,
basada en unos derechos feudales de escaso rendimiento, en una hacienda de tipo moderno.
Ante la resistencia de las Asambleas representativas los reyes utilizaron medios diversos,
llamándolos regalías, o sea, atribuciones reales, que no necesitaban autorización; una de
estas regalías fue la venta de cargos y honores; otra, de la que se abusó mucho, las
alteraciones monetarias. Aún así, la financiación de guerras casi continuas y cada vez más
costosas fue para los Estados europeos un problema insoluble que les obligó a contraer
grandes deudas. Los banqueros regios ganaron mucho en ciertas épocas, pero el resultado
final les fue desfavorable.
En la Edad Moderna, la guerra estaba a la orden del día, como en la Edad Media,
pero en lugar de numerosos pequeños conflictos, hubo un número menor de grandes
enfrentamientos. La Monarquía absoluta puso paz en el interior y guerreó en el exterior.
Hubo regiones que experimentaron guerras con terrible frecuencia y otras que se
mantuvieron en paz por largos períodos. Desaparecidas las guerras señoriales, las guerras
sólo fueron reales, estatales, hechas con efectivos más numerosos, con material más
costoso, por lo tanto, mucho más caras. Los particulares ya no podían costearlas y los
pequeños estados sólo podían intervenir en calidad de auxiliares. Las grandes potencias sí
podían , pero a costa de presionar la fiscalidad y endeudarse. Además, las guerras eran
fuente de prestigio y de ganancias; el culto al héroe estaba dentro de la ideología
renacentista.
El nacimiento del ejército permanente fue producto de la necesidad de disponer en
todo momento de tropas regulares, profesionales y eficaces, dependiendo sólo del Jefe del
Estado, en vez de las abigarradas cohortes formadas por las milicias señoriales y
municipales, que en adelante formaron un papel de segundo plano. La posesión de un
ejército permanente y de armas nuevas y costosas, la artillería, el arma de ingenieros, la
racionalización de las actividades militares por medio de servicios de sanidad, información,
cuerpos jurídicos, administración, etc.; al par que ponía en manos de los reyes un
instrumento de política internacional los situaba tan por encima de los señores feudales y de
las municipalidades, que toda rebelión era imposible a menos que la subversión alcanzara a
todo el cuerpo social.
La evolución a partir de los ejércitos renacentistas a los de la Ilustración puede
resumirse en dos puntos: aumento de los efectivos y transformación de la técnica. En el
siglo XVII, a pesar de la crisis demográfica, el número de efectivos utilizados siguió en
aumento. La guerra de Sucesión española, de fines del XVII, reunió a 300.000
combatientes.
El procedimiento para reunir los contingentes consistía usualmente en conceder a
capitanes y otros personajes licencias de reclutamiento, aunque antes de ser admitidos los
reclutas debían aprobar una inspección. Los que se alistaban lo hacían por dinero, afán de
aventuras, por huir de la justicia, y en menor número, por cumplir la obligación militar que
pesaba sobre el estamento nobiliario. Cuando los efectivos reclutados eran insuficientes se
hacían levas de vagos y maleantes, y se condenaban malhechores al servicio de las armas.
También se recurría a mercenarios extranjeros, sobre todo, suizos y alemanes, cuya
disciplina dependía de la puntualidad de las pagas.
Al hacerse la guerra cada vez más técnica, científica y costosa fueron quedando
desplazados no sólo los señores particulares, sino los Estados pequeños y atrasados,
incluyendo los imperios extraeuropeos. Aún dentro de Europa, los Estados de gran
potencialidad económica fueron los más poderosos, y se comenzó a utilizar la economía
como arma de guerra, ya para reforzar las fuerzas propias, ya para debilitar las del
adversario. Pero la economía no fue sólo el soporte de las guerras, sino también su causa
cada vez con más frecuencia.
La diplomacia fue otro instrumento estatal para las relaciones internacionales, no
nuevo pero sí renovado, en el que también las Ciudades-Estados italianas dieron la pauta de
lo que después se desarrolló en gran escala en los grandes Estados de Occidente. A los
contactos esporádicos sucedieron los representantes diplomáticos permanentes.
Preguntas orientadoras:
-¿Cómo se vincula el fortalecimiento del poder de la monarquía con los cambios
económicos que trae la modernidad?
-¿Por qué el texto se refiere a un enfrentamiento de la monarquía con la alta nobleza y
la burguesía urbana?
-¿Por qué se afirma en el texto que la Monarquía autoritaria se caracteriza por un
equilibrio entre elemento medievales y modernos?
-¿En que aspectos se manifiesta el proceso de centralización del poder?
-Explicar cuáles son los instrumentos o elementos de que dispone el estado moderno
para su funcionamiento.
La renovación cultural: Humanismo y Renacimiento
Nacida en el círculo de los humanistas, la palabra rinascita (renacimiento) no se
refería tanto a una supuesta resurrección de la antigüedad clásica como a una renovación
del hombre y de su mundo, en parte por inspiración clásica y en gran parte también
como fruto de una renovada vitalidad. Ninguno de los grandes humanistas aspiró a ser
meramente un discípulo o un copista de los antiguos.
Siglos después se analizó el concepto no ya como algo vivido sino histórico; fue un
análisis de sus valores estéticos; Ruskin se centró en sus realizaciones artísticas, Voigt en
las literarias, pero en 1855 Michelet, se fijó más bien en el cambio experimentado por las
creencias y por el conocimiento de la naturaleza. Sin embargo, quien le dio sus verdaderas
dimensiones fue el historiador suizo Jacobo Burckhardt, quien le consagró una obra, La
Cultura del Renacimiento en Italia. Alfred von Martin insistió en las raíces burguesas del
Renacimiento, tanto en las ciudades italianas como en otros países europeos; Dilthey y su
discípulo Cassirer pusieron más atención en la cultura espiritual, H. von Thode y K.
Burdach aclararon las relaciones entre la religiosidad bajo medieval, preferentemente
urbana, en especial la figura de San Francisco de Asís, con los movimientos renacentistas.
Todo esto está dentro de la tradición de Burckhardt, que reconoció la falsedad de la
antinomia Edad Media-Renacimiento.
La profundidad religiosa del Renacimiento no puede ponerse en duda por el
hecho de que hubiera individuos de vida inmoral, algunos escépticos y quizás algún ateo
aislado. La literatura sobre todos los aspectos del Renacimiento se enriquece sin cesar con
nuevas aportaciones, sigue habiendo controversias tanto sobre el concepto general como
sobre aspectos parciales, pero parece haberse hecho ya la unanimidad sobre ciertos
principios que hace un siglo aún no estaban claros.
El Renacimiento no fue un fenómeno elitista reducido a ciertas manifestaciones
superiores de cultura y fomentado por mecenas principescos; fue la manifestación del
crecimiento de la sociedad occidental entera, “una prodigiosa expansión de la vida en
todas sus formas que, en conjunto, alcanzó sus más altas manifestaciones de 1490 a 1560,
sin que quedara estrictamente delimitado entre ambas fechas”.
Contó con un soporte socioeconómico en las regiones más vitales de Europa:
señoríos y repúblicas italianas, ciudades libres alemanas y flamencas, zonas vitales de
España y Francia, sudeste de Inglaterra, puntos aislados en la Europa del Este . No
importa que algunas de estas comarcas atravesaran crisis económicas, pues la relación no
era estricta ni hay que buscar ningún determinismo; lo que si resulta evidente es que
ninguna de las bolsas de pobreza de Europa pudo ser un foco renacentista.
Es inútil buscar un tipo abstracto de “hombre renacentista”. La influencia del
movimiento la sufrieron todos los hombres cultos en grados diversos, incluso los que
repudiaban sus principios. Para poner un ejemplo conocido diremos que las órdenes
religiosas, en especial las más aferradas a la enseñanza escolástica, representaron en
conjunto la oposición a tales ideales y, sin embargo, en la Neoescolástica que se desarrolló,
en buena parte desde universidades españolas del siglo XVI, aparecen valores típicamente
renacentistas, como el sentido crítico, el recurso a las fuentes y un latín, no muy puro
pero menos pedestre que el que se usaba en las escuelas medievales.
También hay acuerdo casi general en cuanto a las relaciones con la cultura
medieval; no hubo ni mera continuación ni ruptura sino mezcla de ambas cosas, en
proporciones diversas según las épocas y lugares; la transición fue más suave en el norte;
parece más abrupta en Italia, aunque no hay que dejarse impresionar demasiado por las
invectivas de los humanistas. En todas partes la herencia medieval siguió viva.
Los nuevos tipos culturales: Humanismo y Renacimiento
Los estudios históricos han demostrado que la trayectoria cultural del mundo
europeo, cuya evolución conduce al esplendor artístico y literario de principios del siglo
XVI, tiene todos sus puntos de partida en el cambio espiritual que experimenta Europa en el
siglo XII. En sus primeras fases, la cultura renacentista es un producto compartido por
el occidente de Europa, sin distinción de países; pero luego se vincula estrechamente al
espíritu italiano, que lo define en la primera generación del Cuatrocientos y lo desarrolla
hasta alcanzar lo que podría denominarse forma clásica del Renacimiento.
Las transformaciones experimentadas a fines del siglo XV en la economía, la
sociedad y el gobierno del Estado son otros tantos exponentes de la nueva concepción del
mundo que apellidamos renacentista. Pero a menudo, este calificativo se refiere en forma
exclusiva a las corrientes espirituales y artísticas con que se manifiesta la sociedad europea
de la época. Por esta razón, la palabra renacimiento tiene dos utilizaciones: una extensa,
que engloba el conjunto de los hechos económicos, sociales, políticos, religiosos y
culturales, y otra, restringida, que sólo se refiere a los de ésta última especie. A ella
aludiremos.
El edificio de la cultura renacentista reposa directamente sobre el siglo XIV, cuyas
características generales pueden resumirse en un afán de renovación de lo religioso y de
lo laico. En esta centuria es cuando se desenvuelve la atracción de la naturaleza, como
cuadro maravilloso por sí mismo o a través de la impresión subjetiva que de él recibe el
hombre. Este gusto moderno del paisaje, en que se absorben de los primeros planos hasta
las últimas perspectivas, y cuyo contacto puede provocar una emoción subjetiva en el
espíritu humano, tienen sus precedentes en los siglos XII y XIII.
En el siglo XV adquiere todo su valor la atracción del paisaje, propia tan sólo de
las culturas complejas y refinadas. Nobles y burgueses buscan el contacto con la
naturaleza, ya en el campo, ya en sus domicilios de la ciudad. Desarrollase la
construcción de admirables jardines. Este elementos, es inseparable, en la mayoría de los
casos, de la construcción de los grandes palacios y villas renacentistas.
Este descubrimiento de los valores naturales tiene consecuencias insospechadas.
De un lado, crece el interés por las narraciones de viajes en países exóticos, y se crea el
ambiente propicio para los grandes descubrimientos geográficos. Por otro lado, las
ciencias de la naturaleza tienden a basarse en una constatación empírica de los fenómenos
físicos, prescindiendo de las grandes construcciones filosóficas representadas por el
aristotelismo. En París, en los siglos XIV y XV, es donde se verifica la ruptura entre la
vieja y la nueva ciencia; en la tradición nominalista, que irradia desde Francia hasta los
confines de Alemania, en Viena, hay que buscar el origen del nuevo estilo científico,
caracterizado por el respeto a las realidades, por el espíritu de penetración y método,
radicalmente distinto de las credulidades y supersticiones de la astrología medieval.
Juntamente con el de la naturaleza, el siglo XIV ve elevarse el valor del hombre,
en sus variadas acepciones. Como producto de la disgregación del mundo feudal, los
hombres del Renacimiento aspiran a la autonomía de su propio ser, a su
individualización completa. Muchos signos nos revelan los profundos cambios que se
operan en el alma humana durante aquella época, y no es de los menores el que nos ofrece
la lírica, con sus apasionadas manifestaciones de todos los sentimientos, en las que vemos
cómo se abre paso una nueva psicología social. Igualmente, la literatura se complace en la
descripción de los caracteres de sus héroes y personajes. Pero, además, existe en la vida
corriente una pujante tendencia a la exaltación de lo individual. El amor a la gloria y el
deseo de perpetuidad se entienden en un sentido terreno, no paradisíaco. Lo importante
es el triunfo del hombre en la sociedad coetánea, el ensalzamiento de su personalidad por
sus acciones bélicas o su maestría artística o literaria. De aquí nace el nuevo tipo de héroe,
que pronto se confundirá con el tipo aprendido en las historias de la Antigüedad, cuyo
tamaño se mide no por sus hazañas en favor de un ideal colectivo, como las de los
guerreros de la Cruzadas, sino por su arrogancia, valor, temeridad, y sacrificio
“personales”. Este individualismo, que busca la gloria y la fama histórica, tiene derivativos
lógicos en la actitud dinámica, en el espíritu de empresa y aventura, en el egoísmo
sagrado y aún en la crueldad refinada que se observan en muchos tipos humanos del
Renacimiento.
El individualismo renacentista conduce fatalmente al homo universalis, al
cosmopolitismo. Intelectuales y comerciantes se sienten “ciudadanos del mundo”, “hijos
de una sola cultura”. Por esta misma causa, el hombre del Renacimiento es, en general,
tolerante y poco dado a defender grandes verdades absolutas. Cuida meticulosamente
de su formación espiritual y de su educación física. Adorna su persona con ricos vestuarios,
adereza su mesa fastuosamente, impone a su cuerpo reglas higiénicas, se rodea de grupos
selectos y alardea de sus conocimientos culturales. En las cortes italianas alcanzan un grado
elevado la etiqueta y la cortesía.
La afirmación del valor de la naturaleza y del hombre conduce a la subversión
de las esencias medievales. Nace una cultura laica, impregnada de un subjetivismo radical,
que se manifiesta en el campo de la cultura como relativismo, principio básico en la
trayectoria ideológica de los tiempos modernos. La fe utópica en el progreso y la creencia
en los derechos naturales del hombre se hallan larvados en el Renacimiento.
Preguntas orientadoras
-¿Por qué el renacimiento no implica un corte abrupto con lo medieval?
-Caracteriza al hombre renacentista
La Antigüedad en el Renacimiento
En el transcurso de esta evolución histórica, las ideas renovadoras se hallaron en
contacto con la espiritualidad legada por el hombre de la Antigüedad clásica mediterránea.
Esta aproximación de las dos corrientes culturales, vivísima una, extinguida la otra, no ha
de entenderse como una simple coincidencia fortuita. Con alternativas más o menos
bruscas, la Edad Media había continuado bebiendo en las fuentes de la tradición
antigua, singularmente la latina. El siglo XII marca, en este aspecto, uno de los
momentos cruciales de la posición del hombre medieval respecto a la cultura clásica. Es la
última época del latín hablado, quizá lleno de neologismos, pero con un contenido vivo y
expresivo. También en esta centuria se forja en la escuela de Chartres el concepto de
humanitas, como resumen de una cultura armónica y equilibrada, y se despierta el sentido
de Roma, en lo que tiene de centro director de la civilización latina.
Luego, a medida que fueron robusteciéndose los principios esenciales que informan
el movimiento renacentista, los círculos intelectuales, que buscaban con ansia las bases
filosóficas y estéticas en que cimentar espiritualmente el nuevo impulso cultural, creyeron
justificar su postura revolucionaria amparándola bajo el dosel de la Antigüedad. Así se
planteó el problema de la resurrección de la ideología imperante en el mundo clásico.
Donde esta corriente hacia lo antiguo adquirió mayor impulso fue en la península italiana,
tanto por conservar su población y sus ciudades un contenido romano más intenso, como
por su misma riqueza y densidad política y social en los siglos XIV y XV.
En realidad, se trató de un fenómeno cultural que se inició al mismo tiempo en el
occidente de Europa, pero que en Italia halló la generación capaz de definirlo en sus valores
espirituales y estéticos. Con esta modalidad especial -el renacimiento italiano- lo
renacentista irradiará de nuevo hacia Europa, donde los progresos conseguidos en Italia,
mucho más rápidos y específicos, permitirán considerar aquella corriente como algo alejado
de su evolución propia, aunque en el fondo coincidiera con ella. Tal trayectoria desvirtúa la
visión, muy arraigada, de que precisamente el descubrimiento de la Antigüedad había
determinado la aparición de los fenómenos culturales renacentistas. Por el contrario, son
estos los que provocan el gusto y la afición por la cultura y la civilización clásicas.
Conocer lo antiguo, y sobre todo, crear un ambiente cultural para comprender la
Antigüedad en sus esencias íntimas, capaz de avalar los propios progresos, tal fue la
fórmula practicada por los intelectuales italianos del siglo XV. Esta actitud contribuyó a
reforzar la posición subjetivista, relativista, de la ideología del Renacimiento y del mundo
moderno. De ella nació el espíritu crítico y la filosofía de la duda de siglos posteriores,
puesto que en la revalidación y asimilación de lo clásico se hubo de poner a prueba la
verdad substancial sobre que había girado el Medioevo: la Revelación. Tampoco tienen
otro origen las fuerzas subversivas, antijerárquicas, antiascéticas, antitradicionalistas del
Renacimiento.
Preguntas Orientadoras:
-¿Qué concepción del hombre y del mundo aporta el humanismo?
-¿cuáles son los valores que adquieren preeminencia?
-¿Cuáles son las fuentes de inspiración del pensamiento humanista y el arte
renacentista?
-¿Qué papel le corresponde a la imprenta en la aparición y difusión del humanismo?
-¿Qué consecuencias provocó el uso de la imprenta en la cultura europea?
Invención y difusión de la Imprenta
Los caracteres movibles, que son los que hacen posible la impresión de un número
indefinido de texto con el mismo material, se descubrieron en China en el siglo XI. Los
chinos tenían, otros dos elementos indispensables: papel barato y tintas adecuadas.
La imprenta europea no debe nada a la de China aunque siguiera el mismo camino:
xilografía, letras sueltas y, como los tipos en madera no pueden reproducirse en gran
cantidad, producción de tipos metálicos por medio de matrices. La aleación usada (plomo,
estaño y antinomio) debió ser fruto de largos ensayos y es la que siguió usándose durante
siglos. Estos ensayos se efectuaban ya desde 1420 o 1430 con participación de varias
personas. Es posible que el holandés Coster hiciera algunos tipos sueltos y que un discípulo
suyo estuviera en contacto con Johann Gensfleich, de Maguncia, llamado Gutenberg, a
quien se atribuye la invención, al parecer con entera justicia, a pesar del progreso que le
movieron unos socios suyos. Gutenberg, asociado con Fust, que proporcionó las sumas
necesarias para completar el invento, imprimió en Maguncia la célebre bula de 40 líneas
que no tiene fecha ni pie de imprenta pero una nota manuscrita la atribuye a Gutenberg.
La imprenta es una de las pocas invenciones que desde el principio resultó perfecta.
La Biblia de 36 líneas, sin fecha (1457 o 1458) debió imprimirse en Bamberg, la segunda
ciudad que tuvo imprenta.
La difusión rapidísima del nuevo invento demuestra que respondía a una necesidad;
a la vez, proporciona una visión del área que abarcaba la cultura occidental. Un mapa como
el inserto en La aparición del libro de L. Febvre y H. J. Martín, muestra que en 1500 la
zona de máxima densidad de ciudades con imprenta abarcaba el centro-sur de Alemania y
el centro-norte de Italia. Entre estos dos focos incluían casi la mitad de las 236 ciudades
con imprenta. Francia tenía unas cuarenta, España 26, Inglaterra sólo cuatro, veinte los
Países Bajos. Había pocas en Alemania del norte y casi ninguna más allá de Viena y
Danzig.
Estas cifras, sin embargo, pueden inducir a error porque equiparan a una ciudad con
un sólo y efímero establecimiento a otras que se convirtieron en centros activísimos, por
ejemplo, París y Lyon. Venecia pronto adquirió la primacía en Italia gracias a la actividad
de Aldo Manuccio, cuyo establecimiento fue un centro humanístico de primer orden. Allí
trabajó Erasmo varios años; de sus prensas salieron primeras ediciones de clásicos griegos
y latinos.
Los incunables, es decir, los impresos anteriores a 1501 que aún existen, son sólo
una parte de los que ha resistido a la acción del tiempo.
Se calcula que en medio siglo se imprimieron más de 30.000 obras, serían más de
15 millones de volúmenes. En el siglo XVI las cifras respectivas serían de 150 a 200.000 y
de 150 a 200 millones de ejemplares, ya para entonces la tirada media había subido a mil
ejemplares. Hasta el siglo XV sólo algunas instituciones y personas ricas podían tener
bibliotecas, constaban cuando mucho, de unos pocos centenares de volúmenes. Pocos
estudiantes podían permitirse el lujo de tener sus propios libros; incluso para un profesor
poseer una docena de obras representaba un desembolso grande.
La imprenta rebajó el costo a menos de la décima parte, y desde entonces todo el
mundo, incluso los artesanos, pudieron tener libros. Erasmo no hubiera ejercido tal
influencia si sus obras no se hubieran difundido en ediciones de miles de ejemplares. La
lectura de la Biblia, que antes era patrimonio de unos pocos, que la mayoría sólo conocía de
oídas, estuvo al alcance de todos. La rapidísima expansión de las ideas de reforma religiosa
no se explica sin la imprenta.
Es comprensible que los poderes estatales y eclesiásticos se alarmaran ante un
medio de propaganda tan poderoso y quisieran controlarlo; algunos obispos concedieron
indulgencias a los vendedores y compradores de libros, pero fueron más las medidas
represivas; la previa censura apareció muy pronto, primero en forma de autorizaciones
sueltas, luego como medidas de carácter general. Los Reyes Católicos también
establecieron el permiso previo oficial.
La imprenta creó una nueva industria con muchos puestos de trabajo, arruinó a
multitud de copistas y miniaturistas, arte en la que se habían especializado individuos y
corporaciones. La desaparición de los libros manuscritos fue paulatina y nunca total.
Durante algún tiempo los bibliófilos se resistían a admitir en sus colecciones aquellos
productos que la parecían una falsificación.
Llevados del interés comercial, los impresores editaron las obras de mayor
demanda: obras religiosas, jurídicas, textos escolares...Como era imposible reproducir toda
la herencia de la Edad Media se produjo una selección; muchas obras cayeron en el olvido,
mientras que otras conocían gran difusión. Fue también la imprenta una gran palanca de
unificación ortográfica y lingüística. Se simplificaron los tipos y reglas de escritura;
mientras los alemanes seguían fieles a la escritura gótica, en los países latinos se impuso la
letra romana, con una simplicidad que contrastaba con la variedad de tipos de letra
manuscrita que hacía tan engorroso el aprendizaje y la lectura. Mayor alcance tuvo la
unificación lingüística dentro de cada uno de los grandes ámbitos nacionales europeos; los
dialectos más fuertes se impusieron a costa de los más débiles, contribuyendo a que el
castellano se generalizara no sólo en Castilla sino en toda la Península Ibérica, el londinés
en Inglaterra, el toscano en Italia, etc.
La revolución educativa
Si la imprenta fue un vehículo poderoso del humanismo su acción fue
complementada por otros muy eficaces, entre los que hay que contar los contactos
personales entre los humanistas por medio de viajes y de una intensa actividad epistolar; la
estrecha amistad que ligó a Erasmo con Luis Vives es un ejemplo de este tipo de relaciones.
El problema de la transmisión de la cultura preocupó a los humanistas, conscientes de que
es algo que debe recrearse perpetuamente; de ahí la importancia que dieron a los medios
pedagógicos y los centros educativos. Los progresos en la alfabetización fueron notables,
en especial en los medios urbanos, en contraste con la casi universal carencia de estudios
primarios en la Edad Media. Colaboraron en este resultado la Iglesia, que consideraba la
enseñanza de los pobres como una obra caritativa y un auxiliar de la catequización, ciertas
municipalidades y las iniciativas individuales. Mientras la cultura popular tradicional
seguía transmitiéndose por vía oral (proverbios, canciones, leyendas, sermones) la cultura
humanística ganaba las capas medias e incluso parte del artesanado y algunos elementos
campesinos gracias a la imprenta y a la escuela. El interés por los problemas religiosos no
dejó de influir en esta expansión. Tratándose de miembros de la nobleza o de la burguesía
rica lo normal es que recibieran los rudimentos educativos en su propio domicilio por
medio de ayos y maestros.
La obra pedagógica de Juan Luis Vives, abarcó todo el campo educativo incluyendo
el tan abandonado entonces de la educación de la mujer y de las clases populares. El
concepto de la educación como servicio a cargo de la comunidad, no restringido a materias
teóricas es un rasgo que confiere permanente actualidad a su obra.
Su acerca crítica de la enseñanza superior tal como se practicaba en muchas universidades
de su tiempo, no debe tomarse como una condena radical de los antiguos métodos sino de
su degeneración, que los había convertido en fórmulas vacías sin ningún valor formativo.
El abuso de la dialéctica aristotélica y del procedimiento silogístico no fue desterrado pero
tampoco hay que figurarse a todas las universidades medievales como caricaturas del
auténtico saber. El programa era el tradicional: una facultad preparatoria de Artes
(liberales) equivalente a nuestro bachillerato, en el que se estudiaba, sobre todo, Latín y
Filosofía aristotélica y tres facultades superiores o especializadas: Derecho (canónico y
civil), Teología, Medicina, esta última menos apreciada y de carácter puramente libresco. A
pesar de su decadencia, la Sorbona seguía siendo la autoridad más respetada en cuestiones
teológicas, mientras otros como Salamanca y Bolonia conservaban su reputación en
materias jurídicas.
La política universitaria renacentista consistió, ya en renovar las viejas
universidades, introduciendo estudios de griego y hebreo, como se hizo en Lovaina, Erfurt,
Oxford y otras, bien creando universidades nuevas inspiradas en los principios humanistas:
esto fue lo que hizo Cisneros al fundar la de Alcalá y León X la Sapienza de Roma.
Aumentó el papel de los colegios agregados a las universidades, que llegaron a tener
enseñanzas propias, como sucedió en los colegios trilingües, en los que se aprendía latín,
griego y hebreo. En el siglo XIV el cardenal castellano Gil de Albornoz había creado un
colegio de San Clemente ajeno a la universidad de Bolonia para estudiantes españoles. En
el siglo XV se multiplicaron estas fundaciones, que tenían a la vez un carácter científico y
benéfico, puesto que se trataba de facilitar los estudios a jóvenes sin recursos.
En la Edad Media la finalidad primaria de las universidades había sido la formación
de un alto clero ilustrado. En el Renacimiento se le añadió la formación de unos cuadros
burocráticos para los organismos estatales, lo cual trajo consigo el reforzamiento de la
autoridad real sobre dichos establecimientos y el predominio de los estudios jurídicos
indispensables a los funcionarios. El Derecho Romano, que exaltaba la autoridad, siguió
siendo la base. Sólo de forma tímida y tardía se iniciaron los estudios de la legislación
moderna. Estas circunstancias mantuvieron el carácter tradicional de las universidades, en
las que seguía siendo preceptivo el uso del latín, medio universal de cultura, especialmente
útil en aquellas universidades de gran renombre que acogían a estudiantes de variada
procedencia. Esta masa escolar, turbulenta e indisciplinada, formaba bandos llamados
naciones, que mantenían reyertas entre sí y con los ciudadanos, amparándose en el fuero
universitario especial que impedía la entrada de la justicia real y se regía por las normas,
muy condescendientes, de las propias autoridades eclesiásticas. En una época de justicia
dura y castigos rigurosos el fuero universitario gozaba de mucho atractivo; a él se acogían
no sólo los estudiantes sino sus servidores y muchos que, terminados los estudios,
prolongaban su estancia en los colegios.
Otros muchos rasgos conservaban de su pasado: la explicación por medio de
lecturas, que los estudiantes copiaban en sus incómodos bancos o pupitres, los grados
académicos concedidos tras una discusión pública en la que el candidato sostenía unas tesis
y era argüido por los miembros del tribunal, las retribuciones escasas, nutridas con los
bienes de la propia universidad y las aportaciones de los alumnos, las fiestas y cortejos
ruidosos, etc.
Los verdaderos humanistas no encontraban un ambiente adecuado en aquellos
centros universitarios sometidos a las autoridades civiles y eclesiásticas, en los que las
ciencias puras estaban poco representadas y no se practicaba la investigación ni la actividad
creadora. Desde los comienzos buscaron sus propios lugares de reunión, apartados,
discretos, como las casas editoriales, los talleres de célebres impresores, donde podían
discutir sobre los manuscritos recién descubiertos y las mansiones de los ricos burgueses y
de los príncipes que les ofrecían hospitalidad. Este fue el origen de las academias,
antecedente de lo que en el siglo XVII se llamaron tertulias literarias y en el XVIII salones,
reuniones informales, sin programa preciso, unas más inclinadas a las Bellas Letras, otras a
la Filosofía, la Arqueología o las Ciencias, y muchas veces a una variedad de temas, como
el Collegium Poetarum et Mathematicorum creado en Viena por Maximiliano I. La más
famosa fue la Academia platónica establecida en Florencia bajo los auspicios de Cosme de
Médicis y de la que formaron parte Marcilio Ficino, Alberti, Angelo Policiano y Pico de la
Mirándola. La mayor parte de estas agrupaciones no institucionales tuvieron vida efímera.
Fue más tarde cuando adquirieron consistencia y especialización: academias artísticas,
científicas, como las de los Lincei de la que formó parte Galileo, literarias, históricas, etc.
Desde el siglo XVII, a partir de la fundación de la Academie Francaise por Richelieu, se
multiplicaron las academias oficiales en toda Europa como un poder paralelo al de las
universidades.
La crisis de la cristiandad y la transformación del sentimiento religioso
La contraposición, creada por la historiografía protestante, entre Reforma y
Contrarreforma, está siendo sustituida por una visión global del problema; no hubo una
postura renovadora y otra retardataria, todos aportaban innovaciones. La frontera entre
ambos es fácil de trazar: los católicos, permanecieron fieles y obedientes al pontífice
romano: los protestantes, separados por enorme diferencias e incluso por odios mortales,
coinciden en este factor negativo: rechazo del papado.
Fenómeno, pues, muy complejo, el de la revolución religiosa europea, susceptible
de interpretaciones muy variadas, al que no hay que buscar una causa única, ni tampoco
olvidar que una cosa son las “causas”y otra los “ precedentes”. Los hussitas bohemios y los
lolardos ingleses no habían desaparecido hacia el 1500 pero su influencia en el
desencadenamiento de aquellas grandes transformaciones fue mínima en comparación con
otras fuerzas que entraban en acción.
Estas fuerzas eran, ante todo, de naturaleza espiritual. “A una revolución religiosa
hay que buscarle causas religiosas”. El Renacimiento encerraba una inquietud espiritual
muy grande, no limitada a las figuras señeras; las clases medias y el pueblo hacían un gran
consumo de literatura religiosa y se apasionaban por cuestiones teológicas, empezando por
las relacionadas con la muerte y la vida futura, que aquellos hombres vivían con arreglo a la
concepción cristiana de la vida, en sus dos planos, la temporal y la eterna. No sorprende,
pues, que los problemas de la gracia y la predestinación, fuera entonces materia de
meditación y discusión para hombres de todas las categorías sociales. Juntamente con esta
religiosidad, actuaron en diversas proporciones en aquellos acontecimientos intereses
económicos y políticos. No cabe duda de que los campesinos alemanes se sublevaron a la
vez en busca de libertad religiosa y de libertad personal, y que los irlandeses se opusieron a
los ingleses también por motivos complejos, porque muy complejas son las motivaciones
del alma humana.
La Iglesia a comienzos de la Edad Moderna
A mediados del siglo XV los papas volvían a recobrar una autoridad que seguía
siendo muy discutida. Aun no siendo entonces el pontificado una pieza tan esencial como
después llegó a ser, su debilidad fue un factor muy negativo; papas más pastorales, más
atentos a las corrientes de la época hubieran evitado los choques o atenuado su violencia.
Podemos considerar como el primero de los “Papas renacentistas” a Nicolás V
(1447-1455) patrono de humanistas, a los que confió altos cargos. Uno de ellos, autor de
obras si no silenciosas un tanto libres, llegó al solio de San Pedro con el nombre de Pío II.
Una vez Papa, reformó su vida y costumbres, trabajó por la cruzada contra los turcos, cuya
cercanía resultaba cada vez más amenazadora, e hizo, algunas tentativas por reformar los
abusos más flagrantes. Paulo II se mostró duro para el círculo de humanistas reunidos en la
Academia Romana fundada por Pomponio Leto; le resultaban sospechosos en el aspecto
religioso e incluso en el político; fue un espíritu culto, amante y coleccionista de
manuscritos y antigüedades.
De Sixto IV, la extensión de su mecenazgo está fuera de duda y también la de su
nepotismo, el gran vicio de los papas renacentistas, en los que el afecto, tan italiano, a la
familia, el deseo de convertirla en un linaje prestigioso, dotado de grandes rentas y
magníficos palacios, les hizo destinar a tal fin unos fondos cuya recaudación era objeto de
escándalo en toda la Cristiandad, y a la sombra y el ejemplo del papa, cardenales y curiales
se enriquecían por medio de todos los artilugios inventados desde el pontificado de Aviñón:
las pensiones sobre cargos eclesiásticos; los annatas, o producto del primer año de las
plazas provistas por el pontífice, las expectativas, que era la venta de una futura vacante;
los abusivos derechos por dispensas matrimoniales, por concesión de gracias, conmutación
de penas y otros muchos conceptos. Finalmente, los productos de la publicación de bulas de
indulgencias. Con estos recursos se construían en la Roma renacentista los monumentos, se
gratificaba a literatos y artistas y se amasaban fortunas para los familiares de los papas.
No faltaba, pues, razón al dominico Savonarola para tronar contra la corrupción
reinante en Roma, pero la desmesura inherente a su carácter, la que le había impulsado a
condenar sin distinción toda la cultura renacentista, hasta querer hacer de Florencia una
especie de cenobio, le llevó, no ya a criticar al papa cosa que hasta entonces se le había
tolerado, sino a negar que Alejandro VI fuese verdadero Papa.
Los legados papales no tuvieron dificultades para hacer ejecutar la sentencia de
muerte que contra él pronunciaron tras un proceso inicuo (1498).
El Papa Julio II, si hubiera sido un príncipe secular hubiera merecido todos los
elogios pero, al dedicar toda la energía de su indómito carácter a la restauración del poder
temporal de la Santa Sede olvidó que sus intereses debían ser ante todo espirituales. El
soberano italiano prevaleció en él sobre el Jefe de la Iglesia; en el primer aspecto sus logros
fueron notables; en los tiempos finales de la Edad Media los Estados de la Iglesia estaban
divididos entre varios señores feudales que se comportaban como soberanos y no dejaban al
pontífice más que una autoridad nominal. Pío II y Paulo II lucharon contra los Orsinis, los
Farnesios, los Malatesta, etc, y consiguieron restablecer a medias la unidad del Patrimonio
de San Pedro, pero el nepotismo y la debilidad de los pontífices siguientes permitieron
nuevas desmembraciones. Julio II no se limitó a extirpar los tiranos locales: convirtió el
Estado de la Iglesia en un factor político respetable dentro del complicado juego de la
política italiana, recuperó Bolonia y los territorios usurpados por Venecia, buscó el apoyo
de Fernando V de España contra Luis XII de Francia, y cuando el bando francés del colegio
cardenalicio convocó un concilio en Pisa, Julio II respondió con la convocatoria del
concilio general de Letrán (1512).
Todos, incluso los más ejemplares, llevaban el tren de vida fastuoso que se creía
indispensable a la dignidad de un príncipe de la Iglesia.
En los rangos medios e inferiores de la jerarquía eclesiástica también la situación
era poco satisfactoria. La mayoría del episcopado se reclutaba entre la aristocracia, deseosa
de acaparar aquellas ricas prebendas. Su carácter feudal era más evidente en Alemania,
donde el prelado solía ser al mismo tiempo un gran señor de costumbres disipadas y hábitos
guerreros. Se podía llegar a tener una fuerza política considerable; el arzobispo de
Maguncia, acumuló también el de Magdeburgo y el obispado de Halberstadt. Estos
prelados mundanos tenían abandonados con frecuencia sus deberes pastorales y rara vez
decían misa. En Francia, Italia y España el episcopado era, en gran parte, patrimonio de la
nobleza, que buscaba las ricas sedes para sus hijos, con preferencia los bastardos.
Estos prelados no tenían fuerza moral para obligar a su clero a llevar una vida
ajustada. Las quejas contra los clérigos concubinados, los curas que vivían como seglares y
no atendían a sus parroquianos eran continuas, y en parte esto explica el creciente éxito de
los regulares, más aplicados a las necesidades religiosas de los fieles.
El Renacimiento intensificó las corrientes reformistas.
La Devotio moderna, tendente a reducir el papel de las ceremonias exteriores en
favor de una religiosidad más íntima y personal.
Formación de un clero instruido y de buenas costumbres: combatir la relajación de
las costumbres y elevar el nivel cultural poniendo al servicio del saber eclesiástico los
avances conseguidos por los humanistas en el campo filológico.
El movimiento erasmista, situado a medio camino entre el reformismo católico y el
protestante.
Erasmo gozó de universal aprecio y enorme influencia. Rechazó una invitación de
Cisneros para venir a España, nación donde su prestigio fue tan grande como ha señalado
Bataillon, sobre todo entre el clero secular y las clases alta y media. Erasmo combatió y
ridiculizó las formas de religiosidad popular.
La reforma erasmiana habría de basarse en una depuración de las creencias y las
costumbres, pero él no tenía seguidores sino lectores.
El pueblo seguía muy apegado a unas prácticas que no solo conservaban vitalidad
sino que se enriquecían con nuevas aportaciones. El culto a las reliquias, el afán de
coleccionarlas y la creencia en sus virtudes milagrosas persistían con la misma fuerza.
El toque del Angelus al atardecer se generalizó en la segunda mitad del siglo XV,
añadiéndose el rezo de las tres Ave Marías, recomendado por el Papa Calixto III contra el
peligro turco.
La incredulidad era un fenómeno rarísimo. No hay, pues, que imaginarse la crisis
religiosa del siglo XVI como producto de un eclipse del sentimiento religioso; lo contrario
está más cerca de la realidad.
El Luteranismo
Martín Lutero (Eisleben, Sajonia, 1483-1546) procedía de una familia de
campesinos que había conseguido cierto bienestar con la explotación de una mina de cobre.
Su padre le costeó estudios en la universidad de Erfurt pensando hacer de él un letrado,
pero a los veintidós años tomó la repentina decisión de ingresar en un monasterio agustino.
Cursó estudios de Teología en la universidad de Wittenberg, y en ella enseño Teología
escolástica. Lutero, que conocía a Santo Tomás de una manera superficial, estaba muy
influido por el predestinacionismo de San Agustín y continuamente se interrogaba si
pertenecería él al número de los elegidos. Para su espíritu emotivo el problema de la
salvación se convirtió en un motivo de angustia continua, era una vivencia que no le dejaba
punto de reposo.
¿ Cómo evitar el pecado a que tan inclinada es la naturaleza humana? ¿Cómo procurarse la
salvación eterna? Confió sus terrores al vicario general de la Orden, Staupitz, un hombre
generoso y cordial, dentro de la línea de la devotio moderna. Él tranquilizó al atormentado
fraile, le indujo a meditar más en la misericordia y menos en la justicia divina y a confiar en
los méritos de Cristo. Lutero releyó la Biblia a la luz de estas palabras y creyó encontrar la
clave en unas palabras de la epístola de San Pablo a los Romanos: “El justo se salva por la
fe”. Las buenas obras que pueda hacer el hombre no importan, o tienen un valor
secundario; es Cristo quien nos salva, a través de nuestra fe en los méritos de su
Redención. Recobrada la paz interior se apresuró a comunicar esta interpretación de San
Pablo a los oyentes de su cátedra.
La evolución interna de Lutero terminó hacia 1515. Saltó su nombre a la publicidad
con motivo de las disputas sobre las indulgencias. Hasta entonces sólo se había preocupado
de su salvación personal; en adelante se iba a dirigir a la Iglesia entera. León X había
concedido la publicación en Alemania de una bula de indulgencias cuyos productos se
destinarían a la construcción de la basílica de San Pedro. Este era el aspecto exterior del
asunto; el interior era menos edificante. Las doctrinas sobre las indulgencias desde el siglo
XIV los pontífices la habían utilizado cada vez más como fuente de ingresos. Su lado
teológico era inatacable: el agraciado con una indulgencia no recibía por eso el perdón de
sus pecados, para lo cual era indispensable la confesión sacramental. El beneficio consistía
en que podía conmutar la penitencia que le impusiera el confesor, que podía ser bastante
pesada, por ejemplo, una peregrinación, por una limosna.
Sixto IV, declaró que los difuntos podían beneficiarse también de las indulgencias,
abreviando el tiempo que debían pasar en el Purgatorio. El pueblo llegó a creer que la
indulgencia actuaba de forma directa y segura, y algunos predicadores tampoco se
expresaron con la suficiente claridad.
La curia pontificia vio pronto las posibilidades que podían obtenerse de esta
mentalidad, resumidas en las cínicas palabras del vicecanciller de Inocencio VIII: “Dios no
quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y pague”. Indulgencias para vivos y
difuntos se prodigaron, unas veces para la lucha contra los infieles, otras para los gastos
suntuarios de la corte romana.
Aumenta el aspecto sórdido de este trato el hecho de que el intermediario financiero
fuera la banca de los Fugger
Martín Lutero, cuyas convicciones estaban en contradicción total con las doctrinas
que predicaba Tetzel. Por eso, entre las 95 tesis que fijó en la puerta de la Iglesia de
Wittenberg, había una que decía: “Se condenarán eternamente, junto con sus maestros,
cuantos se crean seguros de su salvación por las letras de indulgencia”. A partir de este
momento, un destino individual conectó con la Historia Universal.
Al surgir en cada ciudad jefes, grupos que repetían consignas parecidas, al repercutir
la protesta antipapal y antirromana en los palacios, en los claustros universitarios y
conventuales y hasta en las zonas rurales se vio que en torno a este suceso minúsculo se
concentraban muchos rencores acumulados: de los caballeros pobres contra el clero rico, de
los humanistas contra los frailes y su bárbaro latín, de los príncipes contra la curia romana
que extraía el oro del país, del germano en general contra aquellos sutiles italianos que
utilizaban el pontificado como instrumento de dominación.
Siguieron años de controversias, nadie quería persuadirse de que aquélla era una
ruptura definitiva. Estas primeras discusiones en vez de aproximar distanciaron a los
polemistas: al principio se discutía sobre la gracia, la salvación y las indulgencias; en
Leipzig, Lutero puso ya en duda la autoridad del Papa, y en las tres obras capitales que
escribió en 1520: Llamamiento a la nobleza cristiana de la nación alemana, La cautividad
babilónica de la Iglesia y La libertad del hombre cristiano no sólo se atacaba al Pontificado
en los términos más duros sino que defendía la interpretación individual de la Biblia, la
reducción de las peregrinaciones y de los conventos, el derecho de los clérigos al
matrimonio y la conveniencia de fundar una Iglesia Alemana independiente.
Los puntos básicos de la doctrina luterana eran: Justificación por la fe sola, la gracia
divina, don unido a la fe, la enriquece a la vez con las otras dos virtudes teologales, la
esperanza y la caridad.
La doctrina de la predestinación, en sentido positivo (salvación) o negativo
(condenación).
Una relación más directa con la divinidad. El papel interpuesto de la Iglesia no
desaparece pero se atenúa. La Sagrada Escritura, única fuente de fe, no necesita ser
interpretada por la autoridad eclesiástica; es accesible a toda persona de buena voluntad.
No hay diferencia esencial entre los fieles, no hay un verdadero sacerdocio estamental; los
pastores son fieles que se especializan en funciones como la predicación y la
administración de los sacramentos, no hacen votos ni están obligados al celibato.
Los siete sacramentos quedaban reducidos a dos: El Bautismo, rito que daba ingreso
en la comunidad de los creyentes, y la Cena eucarística, que no es una renovación del
sacrificio de Cristo sino una conmemoración, aunque de hondo sentido, pues, a diferencia
de otros reformadores, Lutero creía en la Presencia Real, no por la transubstanciación del
pan y del vino en el cuerpo y sangre de Cristo, sino por la coexistencia de Cristo con el vino
y el pan.
No admitía el Purgatorio ni, por consiguiente, los sufragios e indulgencias por los
difuntos.
Repercusiones políticas y sociales
Al convertirse en movimiento de masas y con el apoyo de numerosos príncipes
eclesiásticos y seculares, el luteranismo era la principal cuestión que el nuevo emperador
tenía que resolver tras su coronación. Citado ante la dieta de Worms, Lutero se negó a
retractarse “porque no es prudente ni justo obrar contra la propia conciencia”. La Dieta
lanzó contra él un edicto que lo colocaba fuera de la ley. Lutero desligado de la Iglesia
católica, comenzó, la traducción alemana de la Biblia. La Biblia de Lutero, tuvo una gran
influencia social y religiosa, puesto que uno de sus principios era la interpretación directa
por los fieles de la Palabra revelada.
A pesar de su prestigio, los acontecimientos empezaban a escaparse del control de
Lutero; por todas partes surgían reformadores que actuaban por cuenta propia, y en muchos
casos contra las intenciones del iniciador del movimiento. Los príncipes estaban divididos:
unos, como el landgrave Felipe de Hesse y el Elector de Sajonia Juan, se declaraban
luteranos; otros, sobre todo en el sur permanecían católicos, sin poder evitar, que las nuevas
ideas se esparcieran por sus dominios. Los eclesiásticos también estaban divididos; cabildos
enteros se pasaban a la Reforma, otros seguían fieles al Papa. Muchos religiosos y
religiosas abandonaron los claustros y no pocos contrajeron matrimonio.
Amplio apoyo encontró también la Reforma en las clases medias, entre los
mercaderes, profesionales, escritores y artistas. La cuestión de las relaciones entre los
humanistas y los protestantes es más compleja; Lutero no era, ni por formación ni por
temperamento, un humanista. Ni su centro de interés residía en los clásicos ni su concepto
pesimista del hombre y de la razón humana encajaba en la mentalidad humanista. Lutero
siguió estando marcado por su formación escolástica y sus raíces medievales, siguió siendo
uno de aquellos teólogos de quienes Erasmo decía que eran “gente severa e irascible”.
Para las masas populares resultaba muy natural mezclar las nuevas corrientes
religiosas con sus preocupaciones diarias, puesto que, según la mentalidad de la época, no
había ninguna frontera entre lo temporal y lo espiritual. La “libertad del cristiano” de la que
oían hablar ¿ no se extendería también al terreno económico, al terreno social? Así lo
creyeron los campesinos de Baviera y otras regiones del centro y sur de Alemania. No era
la primera vez que se sublevaban contra sus condiciones miserables de vida, contra los
tributos y servicios que les imponían sus señores. La novedad de la sublevación de 1524
estuvo en su amplitud y en la identificación de una revolución social con una revolución
religiosa; entre sus exigencias estaban la potestad de elegir sus propios pastores
espirituales, la reforma del diezmo y la disminución de los derechos señoriales. Los más
responsables, redactaron un programa moderado, pero fueron arrastrados por los radicales.
Los campesinos tuvieron unos éxitos iniciales y se desacreditaron quemando castillos y
cometiendo excesos inútiles.
Pasada la primera sorpresa príncipes y señores pasaron al contraataque, ayudados
por una burguesía espantada y por el propio Lutero, que si al principio había dudado luego
reclamó que a los sublevados se los exterminara como a bestias feroces. La violencia de la
represión superó mucho los excesos de la sublevación. Miles de campesinos fueron
ejecutados con sus jefes. Las cargas feudales se restablecieron e incluso se agravaron en
muchos lugares.
La sublevación de los campesinos tuvo grandes consecuencias: mató el espíritu de
rebeldía para mucho tiempo, acabó con las esperanzas de un cambio social paralelo al
religioso y reforzó el absolutismo estatal. Si Lutero, en sus comienzos, pensó que la Iglesia
podría ser edificada de abajo arriba, podría ser un conjunto de comunidades de base,
después, impregnado de una profunda desconfianza hacia el pueblo, se echó totalmente en
manos de los príncipes. No fue ésta la única causa de que la reforma luterana acabara
consagrando el principio de la Iglesia estatal, dominada por el soberano, pero si una de
ellas. Su dependencia hacia los príncipes se puso de manifiesto en el caso de la bigamia del
landgrave Felipe de Hesse. Es evidente que sólo con gran repugnancia le concedió permiso
para contraer un segundo matrimonio conservando su primera mujer, pero el landgrave era
un aliado del que no podía prescindir.
La Contrarreforma Católica y el Concilio de Trento
Ranke introdujo la palabra para designar toda una época, la que se inicia con el
concilio de Trento y termina con la paz de Westfalia; esta denominación a muchos católicos
nunca acabó de gustar porque proporciona una imagen de mera resistencia, de una actitud
negativa, cuando, en realidad, la Iglesia católica atravesó una etapa creadora, anterior
incluso a Trento, como en el caso de la mística española. Aquella religiosidad tumultuosa
fue orientada en determinado sentido por la existencia de un fenómeno disidente.
Parece lo más probable que sin Lutero también habrían existido Santa Teresa y San
Ignacio de Loyola, aunque sus acciones tuvieran un acento distinto
También hubiera habido igualmente un Trento. El clamor por un concilio que sanara
los males de la Iglesia católica era general. El semifracaso de los concilios de Constanza,
Basilea y Letrán no habían quitado las esperanzas en otro intento más afortunado. Apenas
se levantaron los primeros ecos del movimiento protestante arreciaron estas demandas;
Adriano de Utrecht (Adriano VI) parecía el Papa más indicado para convocarlo, por su
influencia con el emperador y por la pureza de sus intenciones.
Pío V resumió y completó la obra del concilio con la publicación del Catecismo, el
Breviario, el Misal y las labores preparatorias para una edición revisada de la versión
Vulgata de la Biblia, que el concilio había declarado oficial para el uso litúrgico.
Ningún otro concilio había definido tal masa doctrinal. En cuanto a la Sagrada
Escritura se determinó su canon, incluyendo en él los libros deuterocanónicos que Lutero
rechazó como apócrifos. El mensaje bíblico debía interpretarse con arreglo a las normas de
la tradición y de su intérprete, la autoridad eclesiástica. Con posterioridad al concilio la
postura de Roma se hizo aún más estricta, hasta prohibir el uso de versiones de la Biblia en
lengua vulgar.
La cuestión de la justificación provocó enfrentamientos entre Seripando, general de
los agustinos, que defendía los conceptos de San Agustín sobre la gracia y la predestinación
y el jesuita español Laínez, que calificó su postura de próxima a la de Lutero. La decisión
del concilio fue intermedia: la gracia es concedida libremente por Dios, pero el hombre no
es un sujeto meramente pasivo; debe cooperar a su salvación con obras. De todas formas,
estas difíciles cuestiones de la gracia y la predestinación siguieron ocasionando polémicas
hasta el siglo XVIII.
El concilio definió también la misa como sacrificio, los siete sacramentos, el
concepto católico de la Presencia Real y la transubstanciación, la existencia del purgatorio,
la licitud del culto a los santos y las reliquias y el valor de las indulgencias.
Gran insistencia pusieron los prelados franceses y no pocos españoles en que se
definiera que la autoridad episcopal era de derecho divino, pretensión peligrosa para la
autoridad papal, que, como en tantos casos, recibió en este punto el apoyo de los teólogos
jesuitas. La propuesta fue rechazada.
Los decretos reformistas, se referían a la formación de un clero instruido y honesto,
para lo que se recomendaba la erección de seminarios; a la obligación de residir,
prohibición de acumular beneficios y corrección de otros abusos. De trascendencia social
fue la declaración de invalidez de los matrimonios clandestinos, es decir, los celebrados sin
presencia de testigos. Se reafirmó el celibato del clero, a pesar de que era uno de los puntos
en que podía darse satisfacción a los protestantes sin obstáculos doctrinales.
Las determinaciones del concilio en materia artística también tuvieron notable
trascendencia; se trató de cerrar el paso a la música profana; se prohibió admitir en las
iglesias ninguna imagen “que sea ocasión de error para los rudos, y se evite toda lascivia y
profanidad”, mandato repetido y amplificado por los concilios provinciales. De Trento
arranca la separación del arte sagrado y el profano. Lo que entendían los padres conciliares
por imágenes lascivas hay que comprenderlo situándose en el ambiente recesivo que ya
imperaba incluso en Roma, donde una moralidad estrecha estaba reemplazando a la anterior
libertad.
El concilio inauguró una nueva era en la historia de la Iglesia; muchas cuestiones
debatidas quedaron zanjadas y muchas dudosas clarificadas. La distinción entre ortodoxia y
herejía quedaba establecida y todo intento de unión de las iglesias destinado al fracaso. El
papado, que había temido al concilio, salió de él reforzado. En adelante, el conciliarismo
medieval fue solo un recuerdo. Quedó establecida la dependencia de los obispos respecto al
Papa, un retroceso del que ellos procuraron resarcirse a costas de las atribuciones de los
cabildos. Para la sociedad civil también las repercusiones fueron grandes; por eso, mientras
Felipe II admitió los cánones del concilio como si fueran leyes del reino, el parlamento de
París, en nombre de las libertades galicanas, los rechazó. El carácter en gran parte español,
del concilio ha sido muchas veces subrayado. El papel desempeñado por prelados
(Guerrero, de Granada, Pacheco, de Jaén, Pérez de Ayala, de gaudix; dominicos (Soto),
jesuitas (Salmerón y Laínez) y otros muchos fue decisivo para su orientación y resultados.
Preguntas orientadoras:
-Explicar cuáles son las transformaciones del sentimiento religioso que se perciben a
comienzos de la Edad Moderna.
-¿Cuáles son las causas que motivaron la aparición de corrientes reformistas?
-Explicar las características de la doctrina luterana.
-Qué consecuencias o repercusiones sociales y políticas produce la divulgación de las
ideas protestantes?
-Explicar cuál fue la reacción de la Iglesia frente al cisma.
-Explicar las disposiciones del Concilio de Trento y la reforma de la Iglesia.