maximiliano kolbe

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San Maximiliano Kolbe Fue proclamado por el Papa Juan Pablo II, el “SAN FRANCISCO DEL SIGLO XX”, porque es el santo del amor universal. En medio de los horrores del campo de exterminio de Oswiecim, se levantó una llamarada de amor. Maximiliano Kolbe se ofreció a sustituir un compañero injustamente condenado a muerte. Voluntariamente se ofreció a la muerte por amor. Maximiliano Kolbe es, en síntesis, el Caballero de la Inmaculada, el apóstol de los medios de comunicación social, el misionero audaz y el mártir de la caridad.

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SAN MAXIMILIANO

KOLBE

Franciscano ConventualFRAY CONTARDO MIGLIORANZA

Misiones Franciscanas ConventualesCóndor 2150 = 1437 Ciudad de Buenos Aires – Argentina

Tel.: 4918-3673Coedición Centro de la Milicia de la Inmaculada

Valencia. Edo. Carabobo. VenezuelaOctubre 2014

EL SUEÑO DE UNA VIDA

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SAN MAXIMILIANO KOLBE

SAN MAXIMILIANO KOLBE

Coedición - Octubre 2014Centro de la Milicia de la InmaculadaValencia. Edo. Carabobo. VenezuelaMisiones Franciscanas ConventualesCóndor 2150 = 1437 Ciudad de Buenos Aires – Argentina

1ª Edición: mayo de 1976, 5.000 ejemplares2ª Edición: mayo de 1983, 5.000 ejemplares3ª Edición: mayo de 2004, 2.000 ejemplares4ª Edición: Julio de 2014, 2.000 ejemplares1ª Coedición - Octubre 2014, 5.000 ejemplares

Con las debidas licencias de los Superiores OFMConv.

Dirección Editorial: Pedro Antonio Buonamassa [email protected]

Diseño gráfico, diagramación y corrección de estilo: Charles José Garay [email protected] - (0426) 5401084

Depósito legal: If0542013300898ISBN: 978-980-12-6432-3Todos los derechos reservados. Este libro no podrá ser reproducido sin la previa autorización, por escrito, del autor.

Impreso en Venezuela(Printed in Venezuela)

Para Pedidos en Venezuela:Pedro Antonio Buonamassa LorussoTelf.: (0241) [email protected]

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PRÓLOGO – ORACIÓN

En la tarde de nuestra vida seremos juzgados sobre el Amor. Si fuera hoy esta tarde, ¿cómo seríamos juzgados?... Si fuera esta tarde, y es-tuviéramos en un campo de concentración, y nos tocara ver a nuestros hermanos condenados a muerte, a una muerte de hambre, de sed y de torturadora espera, y nos halláramos en el lugar del Padre Maximiliano Kolbe, ¿cuál sería nuestra decisión? El Padre Kolbe no vacila un instante: “Pido ir yo a la muerte en lugar de este padre de familia”. ¿Cómo hizo este hombre pequeño y frágil, para tener la fuerza sobrehumana de cerrar su existencia con una muerte de amor? ¿Cómo hizo para no temer la tortura del campo de exterminio, para conservar la serenidad en el reino del te-rror, para bajar con la sonrisa en el corazón y el canto en los labios al sótano de la muerte? Maximiliano Kolbe había hallado a Dios, y en la posesión de su presencia se había liberado totalmente de sí mismo.“Escogedme a mí: yo ya estoy muerto.“Me he liberado de la muerte, al aceptar la muerte.“Me he liberado del dolor, al aceptar el sufrimiento”. Así cantó y obró con evangélica sencillez y con alegría franciscana. El Padre Kolbe llegó a esta “infancia espiritual”, a través de la purificación del corazón. Sentía a Dios de manera pasional... Se hubiera avergonzado de tener en su corazón un amor equívoco... La Iglesia necesita vírgenes, porque la virgi-nidad produce el heroísmo, engendra gente que está dispuesta a entregarse y a morir. El P. Kolbe llegó a esta visión a través de la purificación de la inteligencia. Como verdadero franciscano amó la humillación, e hizo de su vida un servicio de amor a Dios y al hermano. El que ama, se pone junto al hermano. El que ama mucho, se pone a sus pies. El Padre Kolbe llegó hasta tomar su lugar en el “bunker” de la muerte.

“Nadie tiene un amor mayor que éste: que uno dé su vida por sus amigos”Juan 15:13

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Y llegó a este heroísmo a través de la purificación del cuerpo. El Padre Kolbe amó la pobreza, de la que se enamoró tenazmente. En la vida siempre ha de haber algo que nos falte, porque es precisamente en esa encrucijada en que se encuen-tra a Dios, y porque es en ese encuentro donde brota la plegaria más ardiente y luminosa. Ahora he comprendido el secreto que te ha impulsado al heroísmo. Tú fuiste a la muerte por amor, porque en tu corazón había sólo Dios. Y su presencia es la presencia del amor.

Carlos Carreto

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LA JAULA DEL TERROR

OSWIECIM es un campo de concentración nazi, enlutado durante milenios por la trágica muerte de unos cinco millones de presos. Una alambrada alta, de mallas tupidas, con espinas de púa, denuncia a lo lejos esa jaula de horrores. Las torres de vigilancia están estratégicamente distribui-das, en permanente sospecha de todo lo que pasa abajo. Los únicos que andan sueltos son los guardias con las metralletas engatilla-das. Debajo de un casquete con visera, se esconde una mirada acerada y miedosa. Su boca sólo se abre al insulto cruel y soez. Su conciencia, como la de Caín, o la del lobo carnicero, sólo se ceba en la destrucción. Sus relucientes botas sólo se aplacan en las patadas humillantes. Sin merma de su responsabilidad indivi-dual, hay que decir que ellos también son eslabones y víctimas de una monstruo-sa maquinaria de guerra, infamia y muerte. En sus paseos los acompañan unos mastines amaestrados para el ataque, para agarrar e inmovilizar a las víctimas, o para hundirles los colmillos en las yugulares, en las entrañas o en los órganos sexuales. En la entrada del campo, un enorme letrero da a todos esta bienvenida: “El trabajo os hará libres”. Jamás el cinismo y la mentira alcanzaron tan altos nive-les. Lejos de ofrecer un trabajo re-educativo, era un verdadero matadero. Como en el matadero, los animales entran para terminar eviscerados y trozados, así sucedía en ese campo. Quien entraba, podía despedirse de la vida y debía prepa-rarse para la muerte. Acá y allá se extendían las casamatas para oficinas, dormitorios, laboratorios, talleres, cocinas, comedores, enfermería, depósitos. En la jerga del campo se las llamaba “bloques”. Imponente debía ser la organización, para encargarse de la comida y de los trabajos de cientos de miles de presos, que alternativamente ocupaban el lugar. Los presos pertenecían a todas las clases sociales, a todos los credos y a casi todos los pueblos. Pero el odio nazi, con el deseo de desarticular un país y redu-cirlo a esclavitud, de manera particular se ensañaba contra los dirigentes natura-les de un pueblo: sacerdotes, intelectuales, profesionales, políticos y militares... Sin embargo, el blanco preferido de la locura nazi fueron los judíos, varones y mujeres. Millones y millones poblaron esos campos de exterminio: hombres explota-dos, humillados, víctimas inocentes de la guerra y del odio; mano de obra barata para los sueños de megalomanía de los bonetes nazis. Una vez exprimidos hasta

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la última gota de sudor, hasta el último aliento, se los tiraba a los hornos, para aprovechar hasta el último desperdicio de sus pobres cuerpos. Lo que aterrorizaba a los pobres presos, no eran tanto los trabajos extenuan-tes, por lo rudo y continuado; ni eran las miserables condiciones de vida; ni tampoco era la comida, una bazofia repugnante —y, pese a todo, ¡tan apeteci-da!— otorgada en base a estrictas cuotas de trabajo, que presionaban sobre el preso para hacerlo rendir más; ni era tampoco sentirse el juguete de un destino implacable, en manos de esos guardias desalmados o de algún compañero de desgracia, ladrón, traidor, espía... Tres cosas helaban la sangre a esos hombres y mujeres.— Las cámaras de gas: ¡Macabra y diabólica invención! Con el señuelo de la desinfección, hacinaban en una cámara a las víctimas. Luego, soltaban el gas letal. A los pocos minutos un uniforme montón de cadáveres retorcidos yacía so-bre la losa. Los barrenderos se daban prisa de sacar los cuerpos, para dar cabida a otra tanda.— Los sótanos de la muerte, el castigo más temido que esperaba a las víctimas. Morían lentamente de hambre y sed, mientras sus mentes a veces se oscurecían, presas de pesadillas y locuras.— En fin, los hornos crematorios, nacidos de un sueño de diabólica perversión, para definitivamente humillar al hombre, reducirlo a humo, aprovechar los restos derretidos y transformarlos en jabón. No faltaban ciertos refinamientos en ese cementerio de los vivos. Muchos locales tenían nombres de laboratorios, pulcros y cuidados, donde sobre el soma y la psique se realizaba toda clase de experimentos de resistencia física, química, biológica y psicológica... Las probetas estaban alineadas con sus sesudos nom-bres científicos... Los técnicos trabajaban con el guardapolvo puesto. Las propias entradas de los presos, sus pertenencias, lo que dejaban al morir, lo que llevaban antes del golpe de gracia de la cámara de gas: vestidos, zapatos, anillos, dentaduras, aparatos ortopédicos, cabellos… todo era concienzudamente contabilizado. La maquinaria era en sí trituradora, pero con todas las técnicas de la contabilidad moderna. Algunos, con el fin de comprar su libertad o salvarse de peores infamias, ha-bían escondido en estuches especiales dentro del ano algún dinerito. Las purgas los obligaban a deshacerse de ese último tesoro. ¿Qué eran, pues, los presos? No eran personas. No tenían derechos. Eran un número. Un número los distinguía. Un número los acompañaba al trabajo. Con un número los llamaban desde los altavoces. Con un número iban a las cámaras de gas, o al sótano de la muerte.

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Así, los días transcurrían iguales, monótonos implacables, apabullantes en una atmósfera de odio y hostilidad bajo la espesa humareda de los hornos crema-torios. Pero, por lo menos, el trabajo les llenaba las horas, no les permitía pensar, los aturdía. Lo más terrible eran las noches. Sobre el duro jergón, los cuerpos abrasaban de fiebre. Las mentes ardían en pesadillas. Los dientes rechinaban de impotencia. Los ojos se llenaban de lágrimas al evocar a la familia querida y le-jana. Sin noticias, en guerra, con hambre universal; los hijos pequeños, la esposa indefensa, el sustento tan escaso para todos, los padres ancianos; los bombar-deos, los estudios interrumpidos, una carrera tronchada, agotados los sueños de una casita con flores, de un amor, de un futuro... La tempestad más furiosa había sembrado el desastre y la desolación. Y ¿cuál sería la propia suerte? ¿Se podría sobrevivir al martirio del odio, a los castigos, al escorbuto, al hambre y a las demás enfermedades que diezmaban diariamente a ciento de personas? Los interrogantes roían los corazones: — ¿Por qué estoy aquí?... ¿Qué cul-pas tengo?... ¿Qué delitos cometí?... Casi todos estaban ahí por el delito de ser hombres, de ser patriotas, de ser judíos, de ser sacerdotes... Todos, víctimas oscu-ras de un Moloch devorador de sangre y entumecido por artimañas ideológicas. Pero, ¿Para gloria de quién?... ¿Para provecho de quién?... ¿Para la construcción de qué mundo?... ¿No es todo una cruel farsa?... ¿Qué locura encendió el polvo-rín?... Cristianos y judíos, creyentes y ateos, intelectuales o artesanos, alemanes y extranjeros: todos pateados, todos desnutridos, todos enfermos, todos encamina-dos al exterminio. En ese infierno de horrores y tragedias, de odio e infamias se levantó una llamarada de amor en el gesto del P. Maximiliano Kolbe. Diez habían sido condenados al sótano de la muerte. Los gritos desgarradores de uno de ellos conmovieron al P. Kolbe, el cual ante el estupor de los presos y gendarmes, bajo un cielo de fuego estival, se adelantó y se ofreció a ir a la muerte en lugar de ese esposo y padre de familia. Este hombre aún vive, eternamente agradecido por el sacrificio salvador del sacerdote polaco, el cual murió víctima de su amor. Sin embargo, esa muerte no era sino el sello glorioso de una vida heroicamente gastada. En otro campo de concentración, entre Pedro, hundido en la desesperación, y María Winowska, corrió un desafío, uno de esos desafíos que nacen de una profunda amistad y constituyen la síntesis cabal de un gran drama interior. Ante la rapacidad desvergonzada, la insolencia y el engreimiento de unos, y ante la rastrera abyección de otros, Pedro, sin fuerzas morales, pero buscando un

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asidero, propuso: “Te desafío a indicarme un Santo en un campo de concentra-ción. Un Santo. Un verdadero Santo. Uno que prefiere al prójimo a sí mismo. Te desafío...”. María Winowska, relatando en su libro: “EL ENAMORADO DE LA VIR-GEN”, la heroica entrega del P. Maximiliano, conmovió el corazón de Pedro, disipó las angustias y tormentos de su espíritu, le devolvió la paz y la alegría. Y Pedro, como fascinado por la figura del P. Kolbe, se encontró primero con el hombre, luego con el santo, y finalmente con Dios. Todos nosotros tenemos dudas y oscuridades. Vivimos en torpezas. A veces la desesperación roe nuestras conciencias... ¡Qué estimulante y aleccionadora es la vida del P. Kolbe!...

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TRAMAS Y URDIMBRES

Los Kolbe vivían en Zdunska-Wola, un pueblo pobre y perdido en la vasta Polonia. Con otros pueblos formaba el cinturón de Lódz, centro de la industria textil de la región, única fuente de trabajo para miles y miles de familias y a la vez causa de una miseria afligente y explotada. Todos los hogares tenían su laboratorio textil, compuesto de varios telares a mano. Varones y mujeres, desde la adolescencia, debían entregarse a esas faenas. De la mañana a la noche estaban amarrados al telar, que los esclavizaba como una maldición. Se calculaba un promedio de diez horas de trabajo diario. Una vez por semana iban a la ciudad, para retirar la materia prima: lana o al-godón; luego en casa, inclinados sobre los telares, de sol a sol, trabajaban tesone-ramente para producir más y más. Cuanto más producían, más podían vender. Todo el cuerpo cimbraba en una incómoda y aguda atención. Las manos de-bían ser ágiles, para arrojar la naveta y recogerla por el otro costado, mover el bastidor, anudar los hilos rotos, emparejar la tela. Los pies, simétricamente, de-bían mover las palancas de cambio de las urdimbres. Toda la casa temblaba por esos golpes secos y continuos, mientras la cabeza echaba chispas de cansancio y aburrimiento. Al terminar la semana, con el fajo de tejidos primorosamente elaborados vol-vían a Lódz, para venderlos con una pequeña ganancia, apenas suficiente para ir tirando. Y la misma rutina de retirar la materia prima, tejerla y venderla, se repetían incansablemente, como una cadena sin fin. Los que en ese comercio lucraban a expensas del sudor, cansancio y salud de tantos miles de hogares, eran los intermediarios, los especuladores, los aprove-chadores de la necesidad ajena.

El ambiente familiar La madre de P. Maximiliano se llamaba María Dabrowska, una joven piado-sa, de rasgos agraciados, voluntariosa y decidida, que ya tenía “sus ideas” acerca de la vida. Mientras todas las chicas coetáneas inexorablemente de casaban, ella soñaba para su corazón otros horizontes y más altos amores, porque le parecía no haber nacido para el casamiento. Por eso en una oración se apresuró a pedirle al Señor: “Antes morir que llegar a la edad del casamiento” (1). Tan extraña plegaria se debe sin duda a que ella deseaba hacerse religio-sa, “para gozar el paraíso junto a las almas puras”, como decía. Pero por los

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problemas políticos de la época, no pudo dar curso a sus aspiraciones. Como la región estaba ocupada por los rusos, los dominadores de turno de la martirizada Polonia, el gobierno zarista había cerrado los conventos y dispersado a religiosas y religiosos. Apenas existía algún que otro convento clandestino. La joven volvió reflexionar sobre su oración anterior y se dio cuenta de haber exagerado un poco. Pensó que, quizás, ¡la voluntad de Dios fuera otra! Y por esto con más humildad y verdad, le suplicó nuevamente: “Sin embargo, Señor, no quiero imponeros mi voluntad. Si vuestros designios fueran otros, dadme al menos un marido que no blasfeme, no tome alcohol, no vaya a la taberna a di-vertirse. Esto, Señor, te lo pido incondicionalmente”. María deseaba emprender una vida familiar digna, asentada sobre las sólidas bases del respeto, la colaboración, el ahorro progresista, la moral y la religión. A su alrededor, ¡veía tantas escenas tristes!... ¡Fue confidente de tantos casos dolorosos!... Las miserables condiciones de vida empujaban a los hombres a esos desahogos imprudentes, frutos de la ignorancia más que de la perversión. La borrachera nacía de la necesidad de ahogar la desesperación de una situa-ción social y económica agobiadora. Pero quienes pagaban las consecuencias, eran los hijos y la esposa: niños tarados, desnutridos, enclenques; esposa aban-donada y humillada. Los acentos de la plegaria de María son conmovedores por el fervor y la sinceri-dad. Hasta el cambio de sujeto del “Vos” al tuteo delata un toque de firmeza, que des-taca la psicología de la orante y la nobleza de sus intenciones. Y Dios la escuchó. El elegido de su corazón fue Julio Kolbe, un año menor que ella, pero con tales prendas de mente y corazón, que parecían las respuestas a sus plegarias. Era un hombre de ánimo dulce y sensible, casi tímido, y sin vicios: no tomaba, no iba a las tabernas, tampoco fumaba. Así lo describe un testigo en los Procesos de Beatificación: “Era católico fervoroso; frecuentaba asiduamente la iglesia; comulgaba dominicalmente; pertenecía a la Tercera Franciscana, de la cual era dirigente” (2). Los jóvenes esposos alquilaron una pieza y allí instalaron la cama matrimo-nial, el taller textil, la cocina, unos armarios, entre los cuales colocaron un altar-cito con la imagen milagrosa de N. Sra. De Czestochowa, veneradísima patrona de Polonia. Dado el carácter enérgico de ella y la docilidad de él, espontáneamente quien tomó la dirección de la casa y del negocio, fue la esposa. Pero los dos formaron una pareja armoniosa, dinámica y saludable, realmente envidiable. Las duras condiciones de vida y trabajo, lejos de desalentarlos, fueron estímulos para soñar horizontes más halagüeños.

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En esa pieza-laboratorio comenzaron a nacer los hijos. El primero fue Fran-cisco; luego, el 8 de enero de 1894 nació Maximiliano, el que en la pila bautismal fue llamado Raimundo. La estrechez del local, el barullo de los niños, el ansia de un porvenir más desahogado los obligo a trasladarse a Pabiánice, más cerca de la ciudad y en un marco de vida más confortable. Alquilaron una casita. Julio Kolbe tomó a su cargo el laboratorio, compró nuevos telares y contrató a un empleado. También tomó a su cargo el cultivo de tres huertas: apenas tres pañuelos de tierra pero que bastaban para las verduras y legumbres de la casa y que dejaban un excedente que se vendía a los vecinos. María, por su parte, abrió un pequeño almacén-bazar, para satisfacer las mil modestas necesidades de las familias vecinas. Al mismo tiempo, comenzó a atender a las parturientas. María se hizo partera, más por práctica que por gramática, como era costumbre en las aldeas. Allí nacieron otros tres hijos: José, Valentín y Antonio. Los dos últimos vola-ron prematuramente al cielo. La casa de los Kolbe parecía un verdadero nido de amor y dinamismo. Los padres, laboriosos y religiosos; los tres cachorros, llenos de vida, infatigables en sus peleas y travesuras; la educación, más bien rígida. En toda la casa reinaba una austera pobreza. Cuando más tarde los hijos ya habían tomado el hábito religioso y habían asu-mido sus compromisos, la madre sintió reverdecer su dormida vocación y buscó refugio, primero, entre las benedictinas de Leópoli, y más tarde, entre las felicianas de Cracovia, donde cumplió con toda fidelidad los mil servicios que se piden a una hermana partera. Los testimonios la distinguen como mujer de gran devoción, mortificada y austera en su vida privada, pero generosa con los pobres. Mujer sufrida y signada por la tragedia, María experimentó en su vida los más crueles sufrimientos. Su esposo, Julio, murió como héroe desconocido en la Pri-mera Guerra Mundial. Un hijo, el P. Alfonso, admirable compañero de luchas e ideales del P. Maximiliano, murió en 1930, de bronco-neumonía, en plena juven-tud sacerdotal. P. Maximiliano y el otro hermano murieron ambos en el campo de concentración de Oswiecim, aunque en años diversos. De los tres hermanos, quien particularmente ha reflejado el carácter de la madre, ha sido el P. Maximiliano. Sobre todo, un maravilloso secreto enlazaba entrañablemente sus corazones. Pese a las distancias o a las circunstancias más adversas, entre los dos se estableció una copiosa correspondencia. La madre, casi presagiando el glorioso destino de su hijo, conservó devotamente sus cartas y esquelas.

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Veamos una carta, escrita desde Roma, del 6 de abril de 1914. “Querida Mamá. Hoy fiesta de Pascua, aunque por la lejanía no puedo com-partir contigo el huevo pascual, según la costumbre, al menos puedo expresarte mis filiales augurios. “No te deseo ni salud ni éxito. ¿Por qué? Porque, mamita, yo deseo augu-rarte algo mejor, algo tan bueno, por encima de lo cual nadie, ni el mismo Dios, puede augurarte. “Te deseo que en ti, mamá, se cumpla toda la voluntad de Dios; y que tú, mamá, cumplas en todo la voluntad de Dios. “Mamita, esto es todo lo mejor que puedo desearte”. La última es una breve esquela, escrita desde el campo de concentración, casi en vísperas de la muerte. “Querida mamá, he llegado al campo de concentración de Oswiecim. Todo anda bien. Amada mamita, no te preocupes por mí ni por mi salud, porque el buen Dios está presente doquiera, y con gran amor se acuerda de todo y de to-dos.“ Como no sé cuánto tiempo estaré aquí, sería bueno por ahora no escribirme más. Grandes abrazos y cordiales saludos” (3). Subrayamos la altísima espiritualidad que rezuma de las dos cartas, y el alien-to que da a la madre, mientras él está padeciendo los horrores del campo de concentración. El padre, Julio Kolbe, liquidó el taller textil y también intentó entrar entre los franciscanos de Cracovia, pero por la edad no pudo acostumbrarse a la vida reli-giosa. Se trasladó entonces a Czestochowa, donde abrió una pequeña santería. “Bien pronto sintió encenderse dentro de sí el fuego polaco de la libertad y adhirió al movimiento de liberación de la opresión zarista. Al estallar la Primera Guerra Mundial, partió voluntario para el frente ruso. Caído preso, hallaron en su bolsillo documentos rusos. Por lo cual lo juzgaron sumariamente y lo colgaron en Olkusz. Polonia lo recordará como uno de los muchos y muchos héroes de sus luchas de liberación” (4).

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1919: como estudiante en Roma (copia del pasaporte).

Maximiliano Kolbe joven.

Madre de Maximiliano Kolbe en 1900.

Maximiliano Kolbe en el noviciado de Lviv, en 1911.

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Las dos coronas Guapo, dominador y con perfiles de líder crecía Maximiliano. Era un mu-chacho de inteligencia despierta, amigo de la naturaleza, un tipo independiente, obstinado, casi terco, de carácter impulsivo, fogoso, dinámico. La rigidez y la austeridad de la educación familiar, que nos parecen exagera-das, ayudaron mucho a moldear el ánimo de Maximiliano, orientar sus impulsos, corregir sus travesuras. La madre en los Procesos de Beatificación vuelve gustosa a evocar la infancia de Maximiliano y las costumbres familiares de la época, y con cierta complici-dad nos describe sus métodos pedagógicos. “Maximiliano era un muchacho muy vivo, ágil y más bien caprichoso. Sin embargo, de entre los tres hijos, para nosotros los padres, era el más obediente. Yo tenía en él una verdadera ayuda cuando con mi marido íbamos al trabajo. Maximiliano pensaba en la cocina, ponía en orden la casa, dejándola como un espejo. “Se distinguía de sus hermanos también en la manera de recibir el castigo por sus ligeras travesuras. Traía consigo la vara y, sin temor, se postraba sobre la banqueta. Después de haber recibido el castigo, nos agradecía e imperturba-ble volvía a colocar la vara en su lugar” (5). El padre colaboraba en esa sana y severa educación. Enseñaba a los hijos el amor a la naturaleza, el cultivo de las huertas, el plantar árboles, el injertar fruta-les. Maximiliano también con todo cariño plantó sus arbolitos, y años más tarde, al volver ya ordenado sacerdote, los encontró altos y corpulentos, que con sus cimbreantes copas le dieron una alegre bienvenida. Cuando las primeras nieves cubrían la tierra, el padre, según antiguas cos-tumbres nórdicas, sacaba a los hijos del hogar, se descalzaban, y juntos corrían y retozaban por esa blanca colcha, gritando de alborozo, respirando a pulmones llenos y espirando hacia el cielo nubecillas de vapores. Sin duda, fue una educación espartana, pero beneficiosa, para corregir de-fectos y fortalecer el carácter. Maximiliano quedó eternamente agradecido por esa educación recibida. Sobre todo, los padres se preocuparon de que los hijos frecuentasen la escuela y recibieran una sólida formación religiosa. En esa vida hogareña, tan apacible como laboriosa, sucede un acontecimiento que marca un jalón fundamental en la vida de Maximiliano, y que deja preocu-pada y desconcertada a la madre. Ella misma nos lo relata, a los pocos meses del martirio del hijo:“Sabía yo de antemano, en base a un caso extraordinario que le sucedió en los años de la infancia, que Maximiliano moriría mártir. Sólo no recuerdo si sucedió

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antes o después de su primera confesión. Una vez no me gustó nada una trave-sura, y se la reproché:—Niño mío, ¡quién sabe lo que será de ti!“Después, yo no pensé más, pero observé que el muchacho había cambiado tan radicalmente, que no se podía reconocer más. Teníamos un pequeño altar escon-dido entre dos roperos, ante el cual él a menudo se retiraba sin hacerse notar y rezar llorando. En general, tenía una conducta superior a su edad, siempre recogido y serio, y cuando rezaba, estallaba en lágrimas. Estuve preocupada, pensando en alguna enfermedad, y le pregunté:— ¿Te pasa algo?... ¡Has de contar todo a tu mamita!...“Temblando de emoción y con los ojos anegados en lágrimas, me contó: ́ Mamá, cuando me reprochaste, pedí mucho a la Virgen me dijera lo que sería de mí. Lo mismo en la iglesia, la volví a rogar. Entonces se me apareció la Virgen, te-niendo en las manos dos coronas: una blanca y otra roja. Me miró con cariño y me preguntó si quería esas dos coronas. La blanca significaba que perseveraría en la pureza y la roja que sería mártir. Contesté que las aceptaba… Entonces la Virgen me miró con dulzura y desapareció’.“El cambio extraordinario en la conducta del muchacho, para mí, atestiguaba la verdad de las cosas. El tenía plena conciencia, y al hablarme, con el rostro radiante señalaba la deseada muerte de mártir. Por mi parte, yo estuve prepara-da, como la Virgen después de la profecía de Simeón...” (6). Maximiliano guardó total silencio acerca de esa “visión”. Tampoco a sus más íntimos, cuando ya su obra mariana se había ampliamente desarrollado, quiso confiar el suceso. Era un secreto entre él y la Virgen, que hubiera llevado a la tumba, si la presión materna no lo hiciera saltar a la luz. Pero, ¿cuál fue esa travesura, que provocó semejante reproche de la madre y que puso en crisis toda su primera adolescencia? Pues bien, Maximiliano veía con envidia que sus compañeros tenían su peque-ño “hobby”. Quien criaba un perrito o un gatito, y quien cuidaba un canario. Las niñas tenían su muñeca. Todos cubrían de mimos esos bichitos de carnes tibias o de felpa, y estaban orgullosos de ellos. Maximiliano también sintió la necesidad de tener un animalito todo para sí. A escondidas de la madre se apoderó de unas pocas monedas, compró un huevo y lo llevó a empollar en casa de una vecina. De esta manera, también él tendría un pollito al que criar. No sería un “hobby” muy fino ni aristocrático, sino un humilde pollito, pero le alegraría los momentos libres y le permitiría confrontar sus experiencias con las de los demás. Lastimosamente la madre no lo pensó como él. Ya por el derroche — ¡ella tan cuidadosa de los centavos! — y peor aún, por haberlo hecho sin pedirle permiso,

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N O T A S(1) A. Ricciardi, P Maximiliano Kolbe, p. 7. Le debemos fraternal gratitud por utilizar muchos documentos, que no pudimos consultar directamente.(2) Procesos de Beatificación de Varsavia, fol. 339, Citamos: Proc. Vars.(3) J. Masiero, P. Maximiliano Kolbe, p. 24.(4) Sergio Lorit, El Bunker de la muerte, p. 35.(5) Proc. Vars., fol. 419.Prohc. Vars, fol. 421.(6) María Winowska, Maximiliano Kolbe, Edizioni Paoline-Catania, p. 26. Es una bri-llante biografía de índole psicológico-mariana.

le dio una paliza de padre y señor mío. Preocupada por la naturaleza obstinada e independiente que notaba en el hijo, añadió esa exclamación: “Dime, ¿qué será de ti, hijo mío?”, acompañándola con el gesto de las manos y los ojos dirigidos en muda pregunta al cielo, que puso en tanta agitación el alma del muchacho. Pero, ¿qué fue ese “visión”? —Se pregunta M. Winowska—. “Era una expe-riencia mística, que a veces viven los niños puros, o ¿una visión profética? Es difícil decidirlo. De todos modos ese muchacho no tenía nada de soñador, que fácilmente se dejara aprisionar por alguna ilusión. Era un muchacho preciso, concreto, apasionado por experimentos técnicos modernos, aventajado en las ciencias positivas” (7). Aunque esa visión no tuviera un marco concreto —y ha sido una suerte para la tranquilidad psíquica y la actividad de Maximiliano, que se le escaparan las modalidades o circunstancias— siempre será una luz que guiará todos sus es-fuerzos, lo alentará en las dificultades y asperezas más dolorosas, y le será ra-diante sonrisa en la hora de la muerte. El “Sí” de Maximiliano, tan generoso como totalitario, de ninguna manera es la fácil promesa del niño ante la golosina que se ofrece. ¡Todo lo contrario! Se presenta sumamente cargada de consecuencias, y nos da la clave para compren-der tantas actitudes suyas, como su fidelidad en la obediencia —no es al superior al que obedece, sino a la Virgen—; su caballeresca entrega y lucha por los ideales marianos; su desinterés y amor al sacrificio; las audacias misioneras… Se dice que, de vez en cuando, en los momentos de mayor expansión entre madre e hijo, éste le decía: “Reza, mamá, para que pueda ser mártir”. El marti-rio no era, pues, un destino, sino una esperanzada meta. Este fascinante encuentro de Maximiliano con su “Madrecita” celestial es algo más que un episodio pasajero. Es la raíz de todo su futuro; es el motor de sus amplios planes; es la fuerza para los vuelos más audaces; es el manantial de su santidad y de su apostolado.

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UN FARMACEÚTICO PROVIDENCIAL

Los padres Kolbe estaban planificando el porvenir de sus hijos en base a los recursos familiares. El primero estudiaría. Es decir, ya ellos lo habían consagra-do al Señor, y harían todo sacrificio, para que fuese futuro sacerdote. Maximilia-no en cambio sería el continuador de las actividades familiares: cuidaría el taller del padre y atendería a los clientes del almacén-bazar de la madre. Y ¿la visión de las dos coronas? Eso no preocupó mayormente a los padres. Ellos creían que Dios poco a poco manifestaría sus designios de amor, mientras tanto debían ir adelante despacio, según los alcances del presupuesto familiar. Como se ve, gente creyente sí, pero sin fantasías ni ilusiones. A todas luces les hubiera gustado hacer estudiar también a Maximiliano. Pero los recursos fami-liares no daban para más. Lo confiesa con sinceridad y humildad la madre: “Maximiliano había terminado la escuela primaria, y en el reino de Polonia, bajo la ocupación rusa, las secundarias eran raras y muy costosas. Nosotros, en cambio, éramos pobres, y no queríamos ser ricos, estando convencidos de que las riquezas son grandes obstáculos para la perfección y hasta para la salvación. Y Dios nos protegía de semejantes acechanzas. Habíamos decidido que el pri-mero estudiara, y Maximiliano nos ayudara en casa. El aceptó gustoso, ayudán-donos solícitamente en todo, tanto que hasta procuraba darnos unas sorpresas, inventando algún que otro plato nuevo. Si bien fuese un muchachito, sabía ya brindar diversos gustos a su mamá…” (1) Delicioso es el cuadro familiar, que la madre nos pinta. Dentro de esa calidez se perfilaban altos valores de espiritualidad: la búsqueda de la perfección; la austera elección de la pobreza y la humilde fidelidad a la obediencia diaria.

Una inesperada beca A causa de la escasez de recursos, los dos hijos no podían estudiar. Eso era lo sensato y concreto. Pero la providencial intervención del farmacéutico local cambió las cartas en el juego de los planes familiares y abrió nuevos rumbos a Maximiliano. Los hechos se concatenaron con maravillosa sencillez, que es la característica de la divina Providencia. Oigámoslo en el relato de la madre. Yo era partera. Había una enferma, a la que debía hacer unos emplastos. Des-paché, pues, a la farmacia a Maximiliano, para que pidiera los polvos necesarios. Maximiliano entró y pidió “Vencongreca”. El farmacéutico levantó su mirada curiosa hacia el mozuelo, preguntando:—¿Cómo sabes tú que se llama “Vencon greca”?

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—Porque así se llama en latín.—Y, ¿quién te dijo que tiene un nombre latino?—Nosotros estudiamos el latín en la parroquia. El farmacéutico siguió preguntando por el nombre, domicilio y escuela. Maximiliano le contó que su hermano frecuentaba la escuela comercial y ya estaba en el primer año, y, si Dios quisiere, sería sacerdote, mientras él ayudaría en casa, no pudiendo los padres hacer estudiar a los dos.El farmacéutico añadió:—Muchacho mío, es una lástima dejarte así. Ven a mi casa, y yo te daré lecciones, para que al fin de año alcances a tu hermano, y después del examen pueden juntos ser promovidos al segundo año”. Y le fijó en seguida las horas para las lecciones. “Maximiliano volvió a casa corriendo en alas del viento y con gran alegría nos relató la gran fortuna que se le deparó. Desde aquel día comenzó a ir a las lecciones del farmacéutico, y este óptimo y providencial caballero le preparó tan bien, que alcanzó al hermano mayor y juntos fueron promovidos al segundo año” (2). Esa vuelta a casa “en alas del viento” nos descorre el velo de la lucha enta-blada en el corazón de Maximiliano entre los planes de los padres, que él había aceptado, y sus grandes deseos de estudiar. Para alegría de todos, el buen farma-céutico había ayudado a resolver más de un problema. Sin embargo, pese a los éxitos en los estudios comerciales, los padres no esta-ban muy convencidos de que Maximiliano sería un futuro comerciante. Todas las cuentas, como sumar, restar, multiplicar…, las sabía hacer muy bien. Lo que no sabía hacer, era cobrar. Se lo impedía la bondad de su corazón. Lejos de tomarlo a mal, los padres se divirtieron en un rasgo de buen humor.—Cuando tú seas comerciante, ¡yo seré reina! —comenzó la madre.—Y yo —añadió el padre—, ¡Seré obispo!Los padres entreveían que bien otro sería el futuro de los muchachos. Y el futuro llegó a través de una misión predicada por los Franciscanos Conventuales.

Atractivos franciscanos La familia Kolbe había vivido bajo los dulces encantos de SAN FRANCISCO, el Pobrecillo de Asís. Los padres eran coherentes terciarios. Y él, como dirigente, más que otros, tenía que estar empapado de la vida y espiritualidad de Francisco. Naturalmente, la figura de Francisco iba agrandándose en la mente de los muchachos. Los diálogos en casa, los paseos, las lecturas y los sermones en la iglesia eran momentos oportunos para profundizar su conocimiento. “Maximiliano —refiere un testigo— deseaba desbordar de alegría como Francisco; y como Francisco deseaba conversar con los pájaros” (3).

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La vida de Francisco, tan tumultuosa en aventuras, tan heroica en renuncia-mientos, tan alegre en su pobreza, tan resplandeciente de amor a Dios y a los hombres, conquistó pronto el corazón de Maximiliano. Alrededor de Pascua de 1907 se realizó en Pabiánice una Misión predicada por los Franciscanos Conventuales, los que, ya desde el púlpito, ya en el confe-sionario, ya en los actos litúrgicos, se habían granjeado una inmensa simpatía. Al final, uno de ellos, el P. Pellegrino Haczela, anunció que se había abierto en Leópolis un seminario que recibiría a todos los jóvenes que deseasen consa-grarse al Señor en la Orden franciscana. Maximiliano sintió el impacto de esa invitación. Quizás, en la espiritualidad franciscana veía resplandecer las dos coronas de la castidad y del martirio, y pre-sentía que dando su adhesión a la Orden, podría dar su cabal respuesta al llamado de la Virgen. Los dos hermanos se guiñaron el ojo en mutuo acuerdo y en la sacristía habla-ron con los Misioneros, “pidiéndoles los recibieran en la Orden” (4). La familia se reunió en consejo, para pesar el pro y el contra. No faltaban dificultades: la distancia del seminario, situado fuera de la jurisdicción rusa, en la austríaca; la poca edad de los muchachos, uno de 14 y otro de 13 años; las crecientes necesidades familiares. Pero al dar su consentimiento, los padres no se dejaron influir por sus intereses, sino por su fe y por la búsqueda del futuro para sus hijos, el que, aunque el corazón sangrara y debieran hacerse muchos sacrificios, no podía ser subordinado a nada. Y una fría y neblinosa mañana de octubre de 1907, los muchachos se des-pidieron llorando de la madre. El padre los acompañó hasta Cracovia; pero por carecer de documentación, tuvo que resignarse a verlos alejarse solos rumbo a Leópolis. El pañuelo y los brazos del padre estuvieron levantados como bandera de despedida, hasta que el penacho de humo del tren se perdió en el horizonte. En Pabiánice, de pronto la casa pareció vacía. Dos platos menos sobre la mesa, los dormitorios silenciosos, la casa toda sin la animación, sin el ritmo ju-venil de estudios, recreos, peleas ruidosas y prontas pacificaciones. Únicamente de vez en cuando, el correo traía ráfagas de novedades primave-rales, que consolaban el corazón de los padres y tranquilizaban sus inquietudes.

Fraile o estratega En el pequeño seminario, Maximiliano continuó y terminó los estudios hu-manistas. Lo que más le encantaba, eran las matemáticas. No las veía sólo como ma-teria de examen —como lo hacemos la mayor parte de los estudiantes—, sino

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como una herramienta de trabajo, de descubrimientos, de casi infinitas aplicacio-nes a todo el campo de la ciencia pura, de la mecánica espacial, de la estrategia militar. En todo ello Maximiliano revelaba tanta lucidez y versatilidad, que con toda propiedad podríamos llamar geniales. Proyectaba una sonda para vuelos interplanetarios. Hacía cálculos para enviar un proyectil a la Luna. (Y lo más raro es que él, ya en 1910, preveía un proyectil en distintas etapas, entre las cuales, distribuir las cargas y las fuerzas de empuje). Más tarde en Roma intentó proyectar un aparato, que pudiera captar los sonidos y palabras de siglos atrás, sin duda con el afán de oír la viva voz del Señor. Tenía una extraordinaria pasión por los planes estratégicos. Un día, en un jar-dín público, esbozó un proyecto de fortificaciones, que habría rendido a Leópolis inexpugnable. “Si no hubiera entrado en convento —concluye un compañero de escuela— sin duda habría sido un gran estratega o un inventor genial” (5).Un profesor laico, que lo admiraba, llegó a quejarse de que tan brillantes cualida-des debieran esconderse en el convento: “Lástima que este joven se haga fraile. ¡Tiene tantas cualidades!...”. El P. Félix Wilk así describe a su compañero de estudio: ´Era diligente en el cumplimiento de sus deberes, dotado por las matemáticas, obediente a los profesores, servicial con los compañeros, alegre y equilibrado. Rezaba con re-cogimiento. Un episodio se me grabó por siempre. Entrando en una sala, vi a Maximiliano de rodillas ante una gran cruz, absorto en oración” (6). Estamos en víspera del noviciado. Los superiores, impresionados por su con-ducta, su piedad, su amor a los estudios, su no común entusiasmo por todo lo bueno, aceptaron con facilidad su admisión a la Orden. Pero, quien inexplicablemente se resistía a entrar en el noviciado, era el pro-pio Maximiliano. Y no sólo se resistía, sino que presionaba con fuerza sobre su hermano, para retirarse juntos del seminario. ¿Qué había pasado? El espíritu de Maximiliano estaba envuelto en un torbe-llino de inquietudes. Era su segunda crisis vital. Todos los maestros de la vida espiritual hablan de noches oscuras del espíritu, de tempestades del corazón. Múltiples son las causas que les desencadenan. Vamos a desentrañarlas en lo posible. El paso que está por dar, le compromete para toda la vida. ¿Quién no se senti-ría titubear ante semejante responsabilidad? La vida franciscana, vista en sus ele-mentos más genuinos, es una aventura de altos vuelos y de grandes exigencias. A Maximiliano se le propone nada menos que la imitación de los rasgos heroicos de S. Francisco. ¿Quién no se sentiría acobardado?

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El diablo es el gran tentador. Así como tentó al Señor, para que abandonara su obra mesiánica, así sigue tentando a los cristianos, sobre todo, a los mejores, a los que más de cerca quieren seguir las huellas del Señor, para que abandonen el camino emprendido. Los directores de espíritu hablan de “escrúpulos”, que son agudas tensiones y angustias entre la debilidad de las fuerzas humanas y los ideales propuestos. En Maximiliano, la clave, el elemento decisivo de ese conflicto espiritual estaba en su excepcional experiencia mariana de las dos coronas. Maximiliano tenía de la vida una concepción caballeresca, casi militar. Le parecía, pues, que no podía combinar el sayal franciscano con esa milicia, ni con el campo de bata-lla en que debía actuar. Sobre todo, estaba de por medio la “corona roja” del martirio. ¿Cómo lo lograría? Le parecía que haciéndose franciscano, lograría la corona blanca de la castidad; pero ¿cómo alcanzaría la “roja”? Su espíritu fue invadido por la incertidumbre, que ni la oración ni los oportu-nos consejos del maestro de novicios pudo disipar. Y como también su hermano estaba sufriendo semejante crisis —muy común por otra parte a todos los can-didatos del noviciado y a la profesión—, no sabiendo cómo orientarse en ese matorral espiritual, les fue fácil resolverse por la negativa. Les pareció no estar llamados para la vida religiosa. Y por eso debían volver al mundo. Ante la inminencia de la vestición los dos hermanos ya se habían puesto de acuerdo, para comunicar al P. Provincial su decisión de abandonar el seminario, cuando…

La madre toca la campanilla Estaban por ir al P. Provincial, cuando se los llamó al locutorio. Y ahí se sin-tieron abrazados y besados por el desbordante y apasionado amor de la madre, la que desde algún tiempo atrás no los veía. Sus muchachos han crecido mucho. Son guapos, grandes, llenos de vida, y, a sus ojos de campesina, aureolados de ciencia. La madre los miraba con com-placencia. Tenía mucho que preguntarles: salud, estudios, cartas, compañeros, superiores, comida, clima, ropa, una verdadera montaña de problemas… Sobre todo, tenía mucho más que decirles. Escuchémosla en sus exuberantes acentos, mientras con sus dedos diáfanos acariciaba el pelo o la frente de los mucha-chos.— ¡Albricias, muchachos! También José, el hermano menor, ha entrado en la Orden Franciscana. Así que ¡los tres consagrados al Señor! Y nosotros los pa-dres también nos sentimos llamados a la vida religiosa. El padre entró con los

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franciscanos de Cracovia. Y yo vivo en Leópolis con las benedictinas. ¡Qué ale-gría!... ¡Toda la familia consagrada al Señor… ¡Aleluya!... ¡Aleluya!... Además, yo, estando cerca de Uds., velaré y oraré por Uds.”. Y los abrazos y las lágrimas se confundieron en una efusión de gozo. Para los muchachos fue un rayo que les disipó las nubes oscuras del corazón. Maximiliano particularmente se sintió desconcertado. Había llegado al borde del abismo. Estaba por sucumbir a la tentación. Nueve años más tarde, desde Roma, volverá a recordar ese encuentro en una carta a la madre, y lo juzgará “salvador, providencial y regalo de la Inmacula-da”. Maximiliano responde a la madre que le había anunciado la salida de Fran-cisco de la Orden. “Con alegría y dolor he leído la carta del 23 de febrero, como tú misma, mamá, puedes imaginar! “¡Pobre Francisco!... No puede comprender la misericordia de Dios hacia nosotros. El, primero, pidió la admisión a la Orden. Juntos hemos recibido la Primera Comunión, la Confirmación. Juntos fuimos a la escuela, entramos al noviciado y profesamos. “Antes del noviciado yo no quería pedir la vestición, y quería apartarle a él tam-bién… Pero, ¿quién podrá olvidar ese momento, en que estando ante el umbral del P. Provincial para decirle que no queríamos entrar en la Orden, hemos escuchado el campanillazo del locutorio? La Providencia en su infinita misericordia, por medio de la Inmaculada, en ese momento crítico, te ha enviado a ti, mamá! “Ya nueve años han pasado… Pienso en ello con temblor y con gratitud a la Inmaculada. ¿Qué hubiera sido, si Ella no nos sostuviera con su mano?... Fran-cisco con su ejemplo me trajo a este puerto de salvación; yo, en cambio ¡quería alejarme y alejarlo a él también del noviciado!... Y ahora todos los días ofrezco una oración por él a la Inmaculada y espero que también la madre implore por él la misericordia divina”. La tarde del 4 de setiembre de 1910 en un rito conmovedor vistió el sayal franciscano, ciñó a cintura el cordón de S. Francisco, y comenzó su año de novi-ciado. Tenía apenas dieciséis años y ocho meses.

N O T A S(1) Proc. Vars., fol. 421.(2) Proc. Vars., fol. 423.(3) Proc. Vars., fol. 340.(4) Proc. Vars., fol. 419.(5) Winowska, p. 33.(6) Proc. Vars., fol. 363.(7) Carta del 20-4-1919.

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EN LA ROMA ETERNA

En el otoño de 1912, el P. Provincial, teniendo en cuenta las excelentes cuali-dades intelectuales de Fray Maximiliano, dispuso que, junto a otros, siguiera sus estudios de filosofía y teología en Roma. ¡Qué sueño, ir a roma, la ciudad eterna, asentada sobre las siete colinas, la sede del Papa, vicario de Cristo, la ciudad de las catacumbas y de los mártires, la ciudad de las basílicas gloriosas, cargadas de fe, arte y vida!... ¿Quién no de-searía conocerla, visitarla, vivir a su sombra, empaparse de su espíritu, captar su catolicidad? Todos se hubieran alegrado y hubieran considerado la elección un privilegio. Todos, menos Fray Maximiliano. Al conocer la noticia, se apresuró a hablar per-sonalmente con el P. Provincial, y aduciendo la debilidad de la salud, le conjuró borrar su nombre de la lista. El superior, sorprendido, no insistió. Pero la noche llevó consejo. Maximi-liano se revolvía inquieto en la cama. Al parecer, con esa negativa, más que con la voluntad de Dios, estaba encaprichado con la suya. Entró en la calma y en un apacible sueño sólo cuando se decidió a una disponibilidad total. Al día siguiente, volvió a llamar al P. Provincial, para decirle que de su parte sólo quería obedecer. Y de nuevo se lo incluyó en la lista de los viajeros. Fray Maximiliano está todo en esa disponibilidad en las manos de Dios. Es su gloria eterna, y a la vez la causa de sus éxitos portentosos, pese a las muchas contradicciones.

Las cosas no son tan fieras ¿Cuál era la causa de esa recelosa actitud de Maximiliano? Se podría ver una forma de timidez ante lo desconocido, quizás un infantil apego al terruño. Sin embargo, semejante interpretación se estrella contra la psicología de Maxi-miliano, animada de dinamismo y gran espíritu emprendedor, ya evidente en el pasado, y más claro en el futuro. La razón verdadera es mucho más sutil y está en relación con la visión de las dos coronas. Muchos son los peligros que pueden acechar la castidad. Con-tra ellos, los maestros de la vida espiritual indican los remedios de la oración, mortificación y fuga. Fray Maximiliano quería evitar esos riesgos con la fuga, ya que, en carta a la madre, “había oído que en roma hay muchos peligros, y que las mujeres son tan atrevidas, que hasta molestan a los religiosos” (1). Por otra parte, todos los días debían salir del colegio para ir a la Gregoriana.

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Con su gesto, Maximiliano nos revela una extraordinaria delicadeza de concien-cia. Para salvaguardar la azucena de la pureza, estaba dispuesto a todo sacrificio. Por suerte, las cosas no eran tan fieras. Y en la primera carta a la madre, desde Roma, con deliciosa franqueza restituye a las italianas el honor que les había qui-tado en su fantasear. “Las cosas no son tan terribles como me las había figurado y como te había escrito. Las italianas tienen muchas otras cosas que hacer en lugar de mirarnos a nosotros… Por otra parte, vamos siempre en grupo” (2). Los años romanos serán fecundísimos y decisivos en la vida de Maximiliano. Alcanzará la plenitud y madurez de su personalidad, para lanzarse luego en pos de sus audaces planes de apostolado mundial. En Roma, la Virgen lo espera para inspirarle la obra máxima: la Milicia de la Inmaculada. Más tarde, se preguntará con desconcierto, qué habría sido de él y de su obra, si no hubiera seguido la voz de Dios, a través de la obediencia. Y su espíritu se afirmará en un totalitario programa de obediencia. “¿Qué habría sido, si el P. Provincial hubiera secundado mis deseos? ¿Se hablaría hoy de ´El Caballero de la Inmaculada´? ¿Tendríamos la suerte de trabajar para hacer conocer las glorias de la Inmaculada? ¿Cuál es, pues, el premio de la obediencia ciega a la voluntad del Señor?”.

Primeras impresiones El joven religioso queda extasiado ante todo lo que ve, siente o toca. Su des-pierta juventud es como una esponja, que todo lo absorbe. Desde luego no está en Roma en carácter de turista, sino de estudiante. Pero ¿quién puede quedar indiferente? Roma se le hace carne y uña, y lo conquista. Cargada de historia y leyenda, de fe y misterio, de valores humanos y divinos, conocedora de glorias y derrotas, cuna de la civilización, antena abierta a todas las inquietudes humanas, Roma es “paciente educadora” (3). Delante de sus mismos ojos está la grandeza de la Roma imperial. Cuando por la mañana abre la ventana de su Colegio, de Vía S. Teodoro 42, puede con-templar la maciza muralla y la verde arboleda, que se asoma sobre las ruinas del Palatino, otrora sede del palacio del emperador. A su derecha están el Circo Máximo, los templos de Vesta y Jano. Poco más allá corre lánguido y sucio el río Tíber. A su izquierda, precisamente a la vuelta de la esquina está el Foro Romano: tribunal supremo, centro comercial, cultural y administrativo; fábrica de rumores, de intrigas políticas y de golpes palaciegos; caja de resonancia para charlatanes, camanduleros, bribones, genios y santos. Allí están las opulentas señales del pasado: los arcos, los templos y los poderosos juegos de columnas, ya yaciendo por tierra en desolado abandono, ya irguiéndose desafiantes contra el

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cielo. Poco más allá, a unos 500 metros está el Coliseo, maravilla arquitectónica, que ha visto los desbordes de la brutalidad, cretinería y violencia, pero que ha sido santificada por la sangre de tantos héroes y mártires. Los paseos diarios son casi una institución. Cientos y cientos de clérigos, en policromas sotanas negras, marrón y hasta roja, ceñidas con faja, cordón o cinturón, calzados o descalzos, se cruzan por las calles. Esos paseos permiten a los estudiantes conocer los secretos más íntimos de Roma, ya que generalmente tienen por meta una iglesia, una capilla, un monumento histórico, un museo, una plaza, una catacumba. Ese contacto directo con la historia y la vida, labradas en el mármol travertino, dejan un regusto de fraternidad inolvidable con el pasado y encienden la fantasía y excitan la voluntad a repetir esos gestos de religión y cultura, al servicio de la humanidad. Aunque de espíritu poco soñador y eminentemente práctico, Maximiliano gustaba saborear las melodías musicales, vertebradas sobre los coros polifónicos del Palestrina, y se dejaba mecer por esos ritmos ora fragorosos como una casca-da, ora gentiles como un susurro. Al escuchar los coros de S. Cecilia comenta a la madre sus impresiones y concluye bruscamente: “¡Que se tiren al río nuestros coros polacos!”. La organización de los estudios, las brillantes lecciones de filosofía y teología a cargo de eminentes profesores, las charlas académicas, las defensas de los di-plomas, las solemnes conmemoraciones… calaban hondo en el espíritu bullente e inquieto del joven, tan abierto a los valores culturales y científicos.

El Presidente de la caridad En Roma está el Presidente de la caridad (S. Ireneo), el Papa, anciano inde-fenso y vestido de blanco, el dulce Vicario de Cristo (S. Catalina), el centro de la unidad y el motor propulsor de todas las actividades católicas.Miles son las oportunidades, para establecer un diálogo vibrante con ese augusto Padre: las audiencias, beatificaciones y canonizaciones, bendiciones “Urbi et Orbi” (= a la ciudad y al mundo), peregrinaciones cuaresmales, los “Angelus”, los discursos. Realmente, Roma es contagiosa de su espíritu romano, católico, universal, ecuménico. Maximiliano fue un hijo predilecto de Roma católica; y gracias a su origen polaco, tan vinculado a la fe y a la latinidad, más que otros amó el espíritu roma-no. Y su gran obra —la Milicia de la Inmaculada— tiene los mismos anhelos, las mismas dimensiones de la Iglesia, porque es Iglesia. Al llegar Maximiliano a Roma, dirigía la Iglesia el Papa Pío X, humilde y valiente, audaz renovador y firme defensor de la verdad, y, sobre todo, Santo.

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Maximiliano se dejó seducir más de una vez por sus ejemplos, los encantos de su palabra, su sacrificada actividad. Las vibrantes angustias expresadas por el Papa acerca de la situación mundial que desembocaría en la Primera Guerra Mundial, no le dejaron insensible. Las recogió en sus banderas, como ansias profundas de toda la cristiandad. Sin embargo, Roma, por ser espejo de la entera humanidad, es también prueba crucial de la fe. Si se palpa lo espiritual, se palpa también la mediocridad e in-coherencia. Desde lejos se piensa que ahí se debería vivir la fe en el puro estado de incandescencia; pero también puede uno estrellarse contra un ambiente de fri-volidad mundana, cuajada de fariseísmo y burocracia desganada. Miles y miles de pequeñas ambiciones, sostenidas por una pompa hueca, alientan en los corazones. ¡Qué fácil es en Roma codearse con almas grandes, espíritus heroicos, pero también con seres mezquinos, preocupados de sí mismos y de su carrera. Los chis-mes, los rumores, los pasquines son pasatiempos romanos, útiles de vez en cuando para desinflar vanidades infladas, pero bomba de tiempo en cuanto costumbre, porque favorece el desarrollo de espíritus escépticos, pesimistas, amargos. Por suerte, Maximiliano, aun viendo y observando ciertas tristes realidades, lejos de ovillarse en sí mismo o de opacarse en su fe, se sintió entusiasmado para más altos vuelos.

Amputación del pulgar En esos días, quizás por un golpe o una espina, el pulgar derecho de Maxi-miliano quedó afectado por un absceso purulento. No habiendo antibióticos y temiendo una gangrena, los médicos decidieron la amputación. Pero… escuche-mos antes a Maximiliano: “Corrí el riesgo de perder el pulgar derecho. Sobrevino una especie de absce-so, y el pus, pese a las curas médicas, continuaba saliendo. Ya que había peligro de putrefacción para el hueso, los médicos decidieron amputar. Yo contesté que tenía un remedio mejor. Era un frasco de agua de Lourdes que el Padre Rector me había dado y que a él también lo había beneficiado milagrosamente. A los doce años, el P. Rector tuvo una grave complicación al pie. El hueso estaba pu-driéndose. No podía dormir y gritaba de dolor. Hasta que decidieron amputarle el pie. Ante la inminencia de lo irreparable, su madre acudió a otro remedio: quitó todas las vendas, lavó el pie con agua enjabonada, aplicó unas gasas con el agua de Lourdes. Al término de la cura, el muchacho se había dormido. Se despertó un cuarto de hora después: estaba curado del todo. El milagro era evidente. El médico, incrédulo, quiso explicar el fenómeno con palabras difíciles. Sin em-bargo, cuando, pocos días después, se desprendió de la planta del pie una astilla

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de hueso, el médico no pudo negar más la evidencia de la putrefacción, y debió reconocer que se trataba de una curación milagrosa. Se convirtió e hizo construir un templo a sus expensas. “Pues bien, cuando el médico supo que yo tenía un frasco de agua de Lour-des, me la aplicó con alegría. ¿Qué sucedió? Al día siguiente, en el hospital, el cirujano me dijo que la operación ya no era necesaria. Y con unas cuantas curas más sane del todo. ¡Gloria a Dios y gracias a la Inmaculada¡” (5). La Inmaculada, la blanca Señora de Lourdes, ha entrado por la primera vez en la vida de Maximiliano. Y Maximiliano se sentirá irresistiblemente atraído y totalmente aprisionado por los encantos de la Inmaculada. Ha sido un amor a primera vista, que irá creciendo hasta hacerse obsesionante ideal de su vida y de toda actividad. Desde luego, ya antes, Maximiliano quería mucho a la Virgen. A Ella se ha-bía consagrado. Ella le había mostrado las dos coronas. Pero en Polonia se la veneraba con los títulos de la Madre de Dios, la Dolorosa, la Reina del cielo: no existía un vocablo que expresara el misterio de la Inmaculada. Y en Lourdes, la Virgen a la asombrada Bernardita anunció su nombre: “Yo soy la Inmaculada Concepción”. Maximiliano, conmovido por la gracia de la curación atribuida al agua de Lourdes, y quizás favorecido por alguna iluminación interior, orientará toda su espiritualidad y apostolado en la consagración a la Inmaculada.

Horrores de la guerra A mitad del año 1914, nubes amenazadoras cabalgan por toda Europa, cargadas de odios, destrucciones, tragedias y muertes. Los horrores de la Primera Guerra Mundial están destrozando los países europeos en violentísimos combates y pu-dren las almas y los cuerpos de los soldados, entrampados en trincheras pringosas. El diabólico rayo de la muerte está inserto en la punta de las bayonetas y fusiles. Los cañones escupen destrucción por decenas de kilómetros a la redonda. Los Imperios Centrales y los Aliados movilizan en luchas fratricidas a millo-nes de hombres, tratados como carne de cañón e inmolados ante el Moloch de la guerra. Está ardiendo la civilización y en su lugar se ha levantado la bandera negra de la barbarie. Lo más grave es que esa lucha a muerte se desarrolla entre pueblos cristianos, entre hermanos, a los que un mismo bautismo había incorporado al único pueblo de Dios. Todos sufren en almas y cuerpos, en bienes y vidas. Millones de familias han desaparecido sin dejar rastros, tragadas por la tragedia. Millones de hogares han quedado huérfanos.

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Los que más han sufrido y más denodadamente han luchado por detener se-mejante hecatombe, fueron los Papas de Roma. Muerto Pío X con el corazón quebrado por la congoja, Benedicto XV multiplicó todo esfuerzo en pro de la paz y en favor de las poblaciones más desamparadas. Hasta la misma Rusia, atravesada por hambrunas crueles luego de la Revolución de Octubre, llegarán las caravanas de paz y víveres del Papa. Casi a diario, el Rector, debidamente informado en el Vaticano, trae a los jó-venes estudiantes franciscanos, junto a las inquietudes del Pontífice, las noticias más precisas del conflicto. Maximiliano sufre, doblemente herido como patriota y como cristiano. Como patriota, observa que su patria, ya despedazada en tres troncones, es un campo de batalla, ruinas y saqueos entre los ejércitos del Este y del Oeste. Sufre también ciertos actos de felonía e inconsciencia, que tan profundamente hieren los cora-zones nobles, como cuando un compañero le escupe a la cara: — ¡Tudesco! Maximiliano no contesta al insulto, pero el rubor de su rostro traiciona un gran fuego interior. Más aún, Maximiliano sufre como cristiano, El sabe que ante Dios “no hay judío ni griegos (gal. 3,28), no hay polaco ni alemán, no hay criollo ni gringo”, sino hijos de Dios, hermanados por la sangre de Cristo. No se contenta con buscar las raíces inmediatas del tremendo conflicto. Bus-ca las raíces más profundas, los hilos más tenebrosos, que mueven la historia de las locuras humanas. Pablo le da la clave de una interpretación trascendente de la historia: “Ya está obrando el misterio de la iniquidad” (II Tes. 2,7). El poder del mal, desde el pecado original, se despliega sobre los hombres, y halla en ellos complicidad, colaboración y a veces frescos aportes. Lo que empeora la situa-ción de ese campo ya tan peligrosamente minado, es la debilidad de la fe. Y ese campo de combate entre las fuerzas del bien y las del mal, es la historia humana en general y la historia de cada corazón en particular. Después de haber buscado las causas, busca los grandes remedios. Por unos años anda a tientas; pero en la Milicia de la Inmaculada encuentra su puesto de avanzada, su preciso campo de combate apostólico, el remedio supremo contra los poderes del mal. Y para armarse definitivamente caballero al servicio de la gran Dama, el 1º de noviembre de 1914 hace su profesión solemne en la Orden de los Francisca-nos conventuales. Jura “profesar solemnemente la pobreza, la obediencia y la castidad”, las que son sí virtudes religiosas para seguir más de cerca al Cristo pobre, virgen y obediente, pero son también armas de combate espiritual, porque

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“nuestro enemigo es el diablo, espíritu rebelde, al que hay que resistir con la fe y humildad” (I Pe. 5,8).

Espíritu progresista Espíritu inquieto y vuelto hacia la “praxis”, Maximiliano seguía con apa-sionado interés los pasos gigantescos de la ciencia y de la técnica. El mismo se dejaba llevar por su entusiasmo científico. Como en Polonia proyectaba el envío de sondas a la Luna y al espacio, en Roma seguía trazando planes que parecían alocados a las pedantes tortugas intelectuales de siempre, pero que los doctos admiraban. Intentó proyectar un extraño aparato que volviera sus antenas de captación hacia el pasado. “Lanzó también los planes de un avión dotado de extraordinaria velocidad. Trazó todos los gráficos con mano experta. Analizó minuciosamente todas las leyes físico-mecánicas que lo justificaban y lo hizo presentar al P. Gianfranceschi de la Gregoriana el cual lo declaró teóricamente realizable; pero ¿quién encontraría los billones de dólares necesarios?...” (6). El cine, luego de unos años de titubeos, se lanzó a la conquista del mundo con una carga tremenda de ideas y pasiones. Luego de haber cerrado las ventanas a la vida y a la evidencia, los bien pen-santes despotricaban contra el cine, levantaban agudas críticas contra su conteni-do a veces equívoco, su moralidad a veces dudosa, mientras tanto enormes mu-chedumbres, fascinadas por la magia de la figura que se mueve y por los sonidos que embriagan los sentidos, atestaban las salas o pugnaban en largas colas por entrar. También entre los profesores y compañeros de Maximiliano se gritaba al es-cándalo y se lo condenaba como una perdición. Se decía que una vez más el diablo se había apoderado de un medio tan poderoso y de tanto arrastre popular, para realizar su abundante siembra de cizañas, violencias, erotismo y excitacio-nes pasionales. Las discusiones se encendían ásperas entre los eternos detracto-res, los llorones, que sólo destacan los aspectos negativos, pero no mueven un dedo para apoyar los rumbos buenos. Maximiliano, con cerrada lógica y espíritu práctico, toma partido por el pro-greso.—El cine es un arma maravillosa. Es un gran medio de progreso. Está en nues-tras manos canalizar sus fuerzas de imán hacia sanos pasatiempos, la dignifica-ción de las familias y la evangelización de los pueblos. Lo que más impresiona a Maximiliano, es la prensa. Es el papel escrito el que crea la opinión pública, el que tiene el poder de construir y abatir, el que levanta el fusil asesino o abre la mano generosa, el que socava la moralidad de los hoga-

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res o afirma la fe. La Biblia es prensa que ha iluminado y sigue iluminando a la humanidad. La prensa es elemento imprescindible de cultura y civilización. La prensa despliega sus atractivos en los kioscos de las plazas o de las estaciones; entra en los hogares como una batea de pan, dando alegría y alimento, o como una bomba incendiaria y convulsionadora. Maximiliano no sabe cómo será su batalla, pero sin duda la prensa será un arma magnífica de su apostolado. Ya tiene su programa, que aunque desdibuja-do, ya se perfila contundente en su mente:“Quiero inundar de papel impreso el mundo para devolverle la alegría de vivir”. Y sus “ciudades marianas” serán talleres y forjas donde en cientos de miles de ejemplares, las revistas y el diario recogerán sus ideales para sembrar “la alegría de vivir” a los cuatro vientos. Más tarde se sentirá atraído por la radio y la avia-ción. San Pablo, el evangelizador del mundo pagano, le daba aliento en su amplio programa de acción y de rebosantes conquistas, mostrándole la total disponibi-lidad de todas las cosas al servicio del Señor: “TODO ES VUESTRO; VOSO-TROS SOIS DE CRISTO” (I Cor. 3,22). O sea, todo está en vuestras manos: prensa, cine, radio, televisión, dinero, progreso, para que todo se vuelva servicio de amor y vida, servicio del Evangelio y de la humanidad.

N O T A S(1) Carta del 28-10-1912.(2) Carta del 21-11-1912.(3) M. Winowska, p. 40.(4) En J. Masiero, p 47(5) En M. Winowska, p. 42-43.(6) En M. Winowska, p. 63

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MADUREZ Y PLANIFICACIÓN

¡1917! 4º año de guerra mundial… Año del desplome del imperio zarista y del triunfo del marxismo soviético… Segundo centenario de la Masonería… Año de las Apariciones de Fátima… Año de la Milicia de la Inmaculada… Grandiosos y terribles acontecimientos, de difícil trabazón conceptual, pero de trascendental alcance histórico, a cuya sombra aún vivimos y por largos años vivirá la humanidad. Los historiadores buscan explicaciones de causas y efectos en los juegos de la política o economía, o en los movimientos populares. Es una visión horizontal, respetable, pero parcial. Pocos, entre ellos Fray Maximiliano, joven franciscano de 21 años, se remontan a los grandes principios, ilustrados por el genio aguileño de S. Agustín y compendiados en el lema: “Dos amores han construido dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el ol-vido de Dios construyó la ciudad del diablo; el amor de Dios hasta el olvido de sí mismo construyó la ciudad de Dios”. Y como uno es amor y otro es odio, uno luz y otro tinieblas, uno vida y otro muerte, uno paz y otro guerra, no puede haber componendas. De esa manera el conflicto se vuelve cósmico e involucra a todos los seres y todas las cosas. No admite alternativas, ni cobardías, ni escapatorias.

Un judío y la Medalla Milagrosa Es el alba del 20 de enero de 1917. En la capilla del instituto los clérigos están reunidos para la acostumbrada meditación de la mañana. Es un tiempo de re-flexión y oración. La reflexión ofrece pábulo a los sentimientos de fe, adoración, gratitud, perdón... Esa mañana, el Rector no va a leer ningún libro, sino que en voz pausada y suave va a relatar una victoria de la Inmaculada. El Rector es el P. Ignudi, mente selecta, consejero de Papas y Cardenales, eminente en virtud y ciencia, de cabal adhesión a la cátedra de Pedro, inspirador de muchas iniciativas que esos clérigos esparcirán más adelante por el mundo. Con unción y devoción, el Rector conmemora la aparición de la Inmaculada al judío Alfonso Ratisbonne en la iglesia “S. Andrés delle Fratte”, en Roma y su conversión. Alfonso ese día llevaba consigo una Medalla Milagrosa, que le había sido obsequiada en París. Maximiliano se sintió totalmente deslumbrado e impactado por dos hechos fundamentales: la Inmaculada ha realizado esa conversión y el instrumento es-cogido ha sido la Medalla Milagrosa. Rápidamente, como bajo una inspiración,

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Maximiliano establece una cadena de causas y efectos:—La Inmaculada es la plenitud de la gracia, y es la Virgen luchadora contra el mal.—La Medalla Milagrosa es el signo de la presencia y acción de la virgen entre los hombres: es insignia y escudo de sus devotos.—Es necesario, pues, formar una asociación de devotos y consagrados, para que bajo el escudo de la Inmaculada, luchen contra el mal y busquen la salvación de todos los hombres. Ese rápido esbozo, nacido al calor de una palpitante experiencia mariana, dará origen a la Milicia de la Inmaculada. Después de la visión de las dos coronas, la iluminación de ese día es funda-mental y decisiva para el futuro de Maximiliano. Si la visión de las dos coronas le brinda las metas ideales, hoy ya tiene bosquejado un programa para la realiza-ción de esas metas. El corazón de Maximiliano se siente invadido por un gozo desbordante. Ha hecho un descubrimiento genial. Ya lo tiene concebido. Y lo irá madurando hasta su eclosión. Le falta mucho todavía. Aún no tiene colaboradores, pero su entu-siasmo es arrollador y sabrá contagiar a otros su dulce y amada “idea fija” Maximiliano ha descubierto lo que la Virgen desea de él. Las inquietudes juveniles antes del noviciado, se han canalizado en la verdad meridiana: “Antes no sabía en cuál modo luchar por ella. Y hasta pensaba en una lucha con armas verdaderas. Ahora me es claro a cuál tipo de lucha la Inmaculada me predesti-nó” (1). Los próximos acontecimientos de ese año, tan fecundo de novedades sensa-cionales, no harán más que confirmarlo en su intuición y estimularlo a una visión cada día más global de los problemas y a poner mano a la obra.Un testigo, felizmente contagiado por la “idea fija” de Maximiliano, así describe esos días: “Desde aquel día, Fray Maximiliano quedó tan convencido e inspirado acerca de lo que tenía que hacer que me hablaba con el rostro radiante y rebosante de alegría del poder de la Virgen manifestado en la conversión de Ratisbonne, y, sonriendo, me dijo que hemos de rezar para que la Virgen derrote todas las he-rejías y especialmente la Masonería. Desde enero hasta las vacaciones de julio muy a menudo retomaba el mismo argumento” (2).

Escándalos romanos En Roma, la conciencia cristiana se sentía profundamente lastimada. La pro-paganda anticatólica y anticlerical estaba en su apogeo.

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Por decenios, lo sagrado fue objeto de escarnios y cercenamientos. Desde las altas esferas gubernamentales se fastidió la obra religiosa y benéfica del san-tuario de Nuestra Señora de Pompeya, en Nápoles. Frecuentes eran los ataques a las instituciones católicas. A veces los pesados insultos salpicaban de barro las blancas vestiduras de los Papas. La entrada de Italia en la guerra acentuó la tirantez entre el Quirinal y el Vaticano. Los esfuerzos papales en pro de la paz eran prejuzgados como desmoralizadores para las tropas de los frentes. Muchas iniciativas pontificias fueron torpedeadas por el sectarismo reinante. Volantes y afiches lanzaban injustas e ignominiosas invectivas contra el Papa. Particularmente vergonzosa fue la celebración del aniversario de la muerte de Jordán Bruno, en coincidencia con el 2º Centenario de la Masonería. Discursos encendidos de odio hacia lo católico atronaron las plazas y llenaron las páginas de la prensa venal. En penosa y blasfema parodia, se organizó un cortejo por las calles de Roma. Los estandartes que ondeaban al viento, representaban a Luzbel derro-tando y pisoteando al arcángel S. Miguel. Cuando esa sacrílega procesión llegó a la plaza de S. Pedro, aparecieron grandes letreros con estas ultrajantes palabras: “Satanás deberá reinar en el Vaticano y el Papa deberá ser su esclavo”. Maximiliano asistía aterrado a esos acontecimientos, que se sucedían bajo sus propios ojos. Se podía juzgarlos torpes o apenas ridículos, quizás minúsculos en el reloj de la historia, si no fueran una expresión de maldad, si no fueran dictados por el odio, si detrás de esos escándalos descarados no hubiera una secta podero-samente organizada y juramentada en socavar tronos y altares. Maximiliano indaga y piensa, compara y estudia, sintetiza y propone su plan de ataque en rápidas actuaciones. La Masonería de ese entonces, el sectarismo anticristiano de todos los siglos, los movimientos ateos, las herejías que dilaceran el alma de la Iglesia, su unidad y verdad; el mundanismo y el secularismo, los paganismos idólatras, la corrup-ción de las costumbres y de la moral, la decadencia del instituto familiar, los mesianismos políticos o ideológicos, y cualquier otra doctrina, moral o praxis, que se oponga a la verdad y al amor de Cristo… no son nunca hechos aislados, susceptibles de una explicación más o menos superficial y coherente, sino que apuntan a una globalidad y organicidad del mal, “del misterio de la iniquidad”. Son tentáculos de perversión, de raigambre más profunda. Son afloraciones de una correntada venenosa que atraviesa siniestramente toda la historia. Los nombres y las manifestaciones pueden variar. Jesús mismo dice que los demonios son legiones. Legiones como número y legiones como polifacéticas manifestaciones. Ayer se presentaban bajo una máscara filosófica o teológica; hoy bajo una máscara política; mañana, bajo otra económica o progresista. Pero

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la ponzoña del odio, maldad, error, injusticia, guerra, egoísmo… es la terrible fuerza oculta que extravía las mentes, envenena los corazones, arranca a Dios de las conciencias y de los hogares. Súbitamente, la luz estalla en la mente de Maximiliano. El mismo con discre-ción lo dice: “Se hizo luz…”. Su doctorado en filosofía, sus avanzados estudios de teología, su experiencia pasada, la frecuente intimidad con la sabiduría de los Padres de la Iglesia, le dan el andamiaje necesario para sus análisis. Sobre todo, el diario y amoroso diálogo con la Biblia le da las claves de las dos vertientes del bien y del mal, que rigen la historia, y le muestra las armas con que hay que luchar contra el mal para el triunfo de Cristo y de su reinado en los corazones. Con estremecedora e inconte-nible fruición lee el Proto-Evangelio:

“Dios dice a la serpiente-diablo:Yo pondré enemistad entre ti y la mujer,Entre tu descendencia y la descendencia de la mujer;Ella te aplastará la cabeza” (Gén. 3,15).

Las dos descendencias son las dos vertientes de la historia. La descendencia de la serpiente-diablo es la descendencia del mal, del odio, de la mentira, del error, de la violencia… bajo todas sus formas y a lo largo de todos los siglos. La descendencia de la mujer es Cristo, los creyentes, los hijos de Dios, los que viven el Evangelio, los que aman, los que sirven al prójimo… La historia es el gran campo de combate, donde se traban, si bien misteriosa-mente esos dos ejércitos, y donde cada conciencia humana ha de decir su “Sí” o su “No” al amor o al odio, a la verdad o a la mentira, al bien o al mal, a la virtud o al vicio, a Cristo o a Barrabás. Con S. Agustín podríamos llamar: ciudad de Dios y ciudad del diablo. Más bíblicamente se diría: la Iglesia y la Anti-Iglesia.Llegado a este punto, Maximiliano se pregunta azorado: “¿Cómo se puede ven-cer el mal?... ¿Cuáles las armas?... ¿Cómo se logra la victoria?...”. Iluminado por la Biblia, y por la experiencia de los santos, Maximiliano no se siente derrotado, sino que se siente henchido de ese divino optimismo, que alen-taba el espíritu y la dinámica apostólica de S. Pablo: “El mal no es invencible… Si Dios está con nosotros, ¿quién se atreve contra nosotros?... Nada ni nadie puede arrancarnos al amor de Dios (Rom. 8,31…). “Las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia” (Mat. 16,18). Hay sí pecados en el mundo; pero “si abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rom. 5,20).”Esta es la victoria que vence el mundo: nuestra fe” (I J. 5,4).

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Fotos de 1923 y 1926. Editorial de la revista “Rycerz Niepokalanej” (Revista “El Caballero de la Inmaculada”), en Grodno.

En 1922 inicia la publicación de “Caballero de la Inmaculada” (“Rycerz Niepokalanej”)

Alfonso Kolbe (hermano de Maximiliano) como editor del “Caballero de la Inmacula-da” en 1926.

El Padre Maximiliano Kolbe en 1927.

En 1927 obtiene del príncipe Juan Drucki Lubec-ki un lote de terreno cerca de Varsovia, en donde comienza la construcción de aquell “convento-casa editorial”

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Lo que más subyuga a Maximiliano es la divina promesa: “La mujer y su des-cendencia aplastarán la cabeza de la serpiente-diablo”. Y todo el evangelio no es sino la realización, o divino despliegue del triunfo de la Virgen y de su divino Hijo sobre el mal. La Virgen victoriosa es la Inmaculada. Preservada de toda mancha original, es la aliada de Dios. Quien la tiene ella, tiene asegurada la victoria. Por su divina maternidad, Ella es la tesorera de todas las gracias. “Madre de Dio es también madre de todos los hombres... Llena de gracias y esclava del Señor, Ella es la madre de los vivientes... Por su amor eterno cuida de los hermanos de su Hijo que, pregrinos, se debaten entre peligros y angustias, y luchan contra el pecado hasta que sean llevados a la patria feliz”. (L.G.56-62) En esta lucha, no hay que estar solo, sino solidario. Los hijos de Dios han de unirse bajo el estandarte de la Virgen. Una asociación de consagrados a la Inma-culada, llevando sus insignias y confiando en su divino poder, derrotará a todos los enemigos. Enriquecida por tan sólidos principios, alimentada por visión tan grandiosa, la gran obra del P. Maximiliano, la Milicia de la Inmaculada, ya estaba madura para dar los primeros pasos. Escuchemos ahora al propio P. Kolbe, cuyo espíritu santamente excitado, ora se eleva, ora baja al terreno de la humildad; pero su idealismo nunca pierde altu-ra, ni pierden vigor sus ansias de acción. “¿Cómo es posible que nuestros enemigos tanto se muevan hasta prevalecer, mientras nosotros nos quedamos de brazos cruzados, quizás rezando un poco, sin movilizarnos a la acción? ¿La protección del cielo y de la Virgen Inmaculada no son armas mucho más poderosas? La ´Sin-mancha´, vencedora y derrotadora de todas las herejías, no cederá campo al enemigo que alza la cerviz. Si Ella hallare siervos fieles, dóciles a su comando, reportará nuevas victorias, mucho mayores que las que se puede imaginar. “Sin duda, la Virgen no tiene necesidad de nosotros; sin embargo se digna servirse de nosotros para darnos el mérito y para hacer más estupenda la victoria con personas pobres y con medios inadecuados… “Hemos de ponernos en sus manos cual instrumentos dóciles, trabajando con todos los medios lícitos, utilizando la palabra, la difusión de la prensa mariana y de la Medalla Milagrosa, afianzando la acción con la oración y el buen ejemplo” (3).

7 siglos de glorias marianas El clima que respiraba Maximiliano en el Colegio, era un clima profunda-mente mariano. Su amor a la Inmaculada lo había mamado en las más puras

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fuentes franciscanas. Por más de siete siglos, los franciscanos han tomado como bandera de su espiritualidad y apostolado la defensa del dogma de la Inmacu-lada. La teología, la literatura, las artes han sostenido y alimentado una fe, que no conocía desmayos. El celo apostólico esparció por todo el mundo, la filial y cariñosa devoción a la Purísima. Particularmente, el continente americano, desde los primeros días del descu-brimiento —sobre todo, bajo la influencia de los franciscanos—, se sintió me-cido por las dulces brisas de la devoción a la Inmaculada. Todo el vastísimo territorio, de norte a sur, se pobló de famosos santuarios o humildes capillas, que proclamaban al mundo las glorias de la Inmaculada. Citamos a los más famosos. En México, N. Sra. de Guadalupe; en Brasil, la Aparecida; en Bolivia, Copa-cabana; en Paraguay, Caacupé; en Uruguay, N. Sra. de los Treinta y Tres; en Argentina: Luján en Buenos Aires; Sumampa, en Santiago del Estero; Del Valle, en Catamarca; Itatí, en Corrientes. Desde luego, se insistió mucho en la faz dogmática y devocional. Maximi-liano, más bien, siente la urgencia de la acción, de una aplicación apostólica y social. Con su espíritu emprendedor, quiere sacar las consecuencias de todos esos siglos de glorias franciscanas. “Por siete siglos hemos luchado para que fuese definido el dogma de la Inma-culada Concepción. La definición dogmática de 1854 y las apariciones en Lo-urdes le han dado pleno coronamiento. Ya llegó el momento de que comience la segunda parte de la historia: sembrar esta verdad en los corazones, y vigilar para que germine y lleve frutos de santidad. Y en todas las almas, en las que existen como en las que existirán hasta el fin del mundo. Los siete siglos pasados fueron la preparación del proyecto; ahora hay que pasar a la ejecución: vivir la verdad dogmática, hacer conocer la Inmaculada a todas las almas, donarla a las almas con todos sus benéficos efectos” (4). Hermano lector, la fraseología de Maximiliano tiene siempre un tono y un sabor totalitario: “En todas las almas…”; “hasta el fin del mundo”; “con todos los bené-ficos efectos”… y una urgencia arrolladora: “pasar a la acción… vivir la verdad”. Un hombre, abrasado de ideales como Maximiliano, no puede sufrir demoras, ni conocer treguas, sino ansias de conquista. La Inmaculada, ¿no lo merece todo? Pues bien, que toda la tierra sea un jardín florido para su gloria; que todos los corazones sean un altar de amor… Lo exige la coherencia cristiana, lo urge la fuerza del amor, está en juego la salvación de las almas. El desafío es cósmico: o con Dios o con el diablo. La Inmaculada ha aplastado la cabeza de la serpiente-diablo. Todos sus devotos han de atrincherarse junto a Ella y combatir con Ella en una lucha sin cuartel.

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Y no sólo quiere que se diga “Ad maiorem Dei gloriam” (= para la mayor gloria de Dios), sino “Ad maximam Dei gloriam” (=para la máxima gloria de Dios). Maximiliano quiere el superlativo, ya que “solo el superlativo es digno de Dios” (5).

Amar es sufrir Desde meses y meses el espíritu creador de Maximiliano está en efervescen-cia. Su mente, fascinada por la blanca Señora, ya concibió planes de defensa de la fe y de conquistas mundiales. Ya ha asociado a su causa un grupo de Coherma-nos, a quienes contagió su devoción y entusiasmo mariano. Cada día que pasa, lo afirma en que la Milicia de la Inmaculada no es la obra de un joven soñador, sino inspirada por la Virgen. Los acontecimientos, que le estrechan, tan grávidos de crisis y amenazas, sean en los frentes de guerra, como en las retaguardias, le dan plena razón. Sólo en la vuelta a Dios, en la conversión del corazón, en la paz de las conciencias, está la paz de los pueblos. La Inmaculada es la aurora de la salvación. Por Ella y con Ella, llegaremos a Cristo. Cuando faltan pocos meses para el nacimiento oficial de la Milicia de la In-maculada, se abate sobre él el vendaval del sufrimiento. Antes, fuera de algún resfrío y unos dolorosos sabañones, no había tenido gran cosa. Ahora escupe sangre. Padece fuertes hemorragias de pecho. La tuberculosis lo había atacado con violencia, y lo marcará para toda la vida, y agujereará sus pulmones, como un colador, e invalidará su organismo. Pero lejos de sucumbir, las fibras del es-píritu se enaltecerán. “Partimos de vacaciones para una casa de campo. Un día, mientras jugá-bamos al fútbol, sentí el gusto de la sangre borbotarme en la boca. Me recosté sobre la hierba. Fray Biasi me atendió. Escupí sangre por mucho tiempo. Me sentía tan feliz, ¡pensando que quizás era el fin! Fui al médico, que me ordenó guardar cama. Todos los remedios no pudieron detener las continuas hemorra-gias” (6). ¿Se quejará Maximiliano?... ¿Se concederá dispensas?... ¿Se volverá un en-fermo intratable y caprichoso?... ¿Se retirará a la retaguardia?... ¿Dejará de estu-diar?... ¿Tirará todo por la borda?... ¿Llorará su amarga impotencia?... No se quejará con nadie, y casi nadie notará su estado tan delicado. No so-licitará ningún favor especial. No tirará por la borda sus estudios ni disciplina, ni sus ansias apostólicas. No se rodeará de ninguna de esas complacencias que se permite a los enfermos crónicos. Nunca llorará su impotencia. Lo único que siente, es la alegría ante la perspectiva de morir, para ir al cielo junto a su Ma-drecita.

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Mientras guarda cama, diariamente canta o hace cantar la dulce canción:“Un día la veré con célica alegría las glorias de María dichoso cantaré. Un día al cielo iré, y la contemplaré.

Esa tisis, que agosta la espléndida y prometedora juventud de Maximiliano, humanamente, es un fracaso; divinamente, es señal de los predestinados, es con-traseña de predilección de la Inmaculada. El Evangelio vuelve a encarnarse en nuestras vidas: “Es necesario morir, para vivir; el sufrimiento es el abono de las obras de Dios; “Si el grano de trigo, caído a tierra, no muere, queda solo; pero si muere, produce muchos frutos” (J. 12, 24).

“AMAR ES SUFRIR” (Raimundo Lulio).

N O T A S(1) M. Winowska, p. 51.(2) Proc. Pat. Fol. 312.(3) En A. Ricciardi, p. 52.(4) Carta del 25-2-33.(5) En Winowska, p. 57.(6) En Winowska, p. 54.

En Niepokalanów (Ciudad de la Inmaculada) en el año 1928.

Maximiliano y Alfonso Kolbe, en 1929.

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LOS GRANDES JALONES

Se hizo Luz… La pluma discreta, casi tímida, del P. Maximiliano nos va a describir los prin-cipales momentos que prepararon el nacimiento de la Milicia de la Inmaculada, su gran obra de apostolado mariano. “Ya han pasado muchos años desde la fundación. Quizás muchos detalles se me hayan escapado. Escribiré lo que recuerdo”. “Recuerdo que con los compañeros hablaba a menudo de la decadencia de la Orden y de su porvenir. Fue entonces cuando se fijó en mi pensamiento esta idea: renovar o destruir. Me causaban mucho dolor esos jóvenes que entraban en la Orden con las mejores intenciones y luego, precisamente en el ámbito del convento, perdían su ideal de santidad. Y me preguntaba: ¿qué hay que hacer?... En el seminario de Leópolis, ante la imagen de la Virgen que domina el altar, me postré de bruces y prometí a la Virgen que lucharía por Ella. Todavía no sabía de cuál manera, e imaginaba una lucha con armas verdaderas.” (Se refiere a la crisis antes del noviciado). “Yo era muy orgulloso, pero la idea de la Inmaculada superaba mi orgullo. Sobre el reclinatorio de mi celda, había siempre una imagen de una santa, a la que la Virgen se había aparecido, y que yo invocaba a menudo”. “Cuando la masonería comenzó a agitarse cada vez más desvergonzadamen-te, izó su estandarte en el que, en un fondo negro, Luzbel aplastaba al arcángel Miguel, y comenzó a distribuir volantes de agravios contra el Santo Padre, se hizo luz la idea de fundar una asociación, que tuviera como finalidad la lucha contra los masones y otros cómplices de Luzbel.” (Destaquemos la forma imper-sonal de la gran confesión: “Se hizo luz la idea…”). “Para estar seguro de que esta idea me venía de la Inmaculada, pedí el con-sejo de mi director, el P.A. Basile. Asegurado en nombre de la santa obediencia, decidí ponerme en seguida a trabajar. “Luego, atacado de tisis, tuve que guardar cama… Dos semanas después, algo recuperado, volví a nuestra casa de campo. Al verme, los compañeros exul-taron de alegría y trajeron higos frescos, pan y vino. Me sentía mejorado. Los dolores y las hemorragias habían desaparecido. “Entonces, por la primera vez, confié mi idea de fundar una asociación a Fray Jerónimo Biasi y al P. Pal. Para estar seguro de la voluntad de Dios, puse como condición que solicitaran permiso a sus padres espirituales. Más tarde ha-blé con los demás. Fuera de los asociados, en el colegio, nadie sabía de la exis-

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tencia de la Milicia de la Inmaculada. Sólo el rector, P. Esteban Ignudi, estaba al tanto de todo, y no se hacía nada sin su permiso, porque era en la obediencia en que se manifestaba la voluntad de la Inmaculada”. Esta primera parte del testimonio subyuga por la espontaneidad, claridad y frescura. La total entrega a la obediencia define la personalidad moral del P. Maximiliano. ¿Cuál es la razón de esa fidelidad? El mismo lo aclara: “La obe-diencia manifiesta la voluntad de la Inmaculada”. ¡Terrible y maravillosa razón! Maravillosa, porque establece un cordón umbilical vital y santificador y porque da total tranquilidad al alma. Terrible, para los que han de comunicar esa volun-tad. Sería como decir: un hijo se presenta con los ojos sonrientes y esperanzados ante sus padres y les dice: “Papá, mamá, ustedes son los representantes de Dios; ustedes me van a manifestar, la divina voluntad; ¿qué tengo que hacer, pues, en este caso?”. Maximiliano se complacía en recordar que “Jesús se hizo obediente hasta la muerte, y ¡muerte de Cruz!” (Fil. 2, 8).

La consagración de los siete “Con el permiso del P. Rector —sigue la relación del P. Maximiliano—, el 16 de octubre de 1917 tuvo lugar la primera reunión de los siete miembros: 1º, P. José Pal, sacerdote; 2º, Fray Antonio Glowinski, muerto en 1918; 3º, Fray Jeróni-mo Biasi, muerto en 1929; 4º, Fray Quírico Pignalberi; 5º, Fray Antonio Mansi; 6º, Fray Enrique Granata; 7º, Fray Maximiliano Kolbe. Esta reunión tuvo lugar de noche, en secreto, a puertas cerradas. Delante de nosotros estaba una pequeña imagen de la Inmaculada, entre dos candeleros encendidos. Se leyó el Programa de la Milicia de la Inmaculada. Una vez aprobado, todos lo rubricamos. A través de nuestro confesor, el P. Basile, que era también confesor del Papa, alcanzamos su bendición sobre la M. I. “Después de la primera reunión, por más de un año, la Milicia de la Inma-culada, en sigla, M. I., no progresó. Se alzaron tantos obstáculos en su marcha, que hasta sus propios miembros no se atrevían a hablar. Más bien, uno de ellos procuraba convencer a los demás de que todo era completamente inútil. “En esos tiempos volaron hacia la Inmaculada, con hermosas señales de elec-ción, Fray Antonio Glowinski y Fray Antonio Mansi, a causa de la gripe españo-la. Yo tuve una grave recaída. Tosía mucho y escupía sangre. Aproveché el tiem-po libre para pasar en limpio el programa de la M.I., entregárselo al P. General, y pedirle su bendición por escrito: ` ¡Si al menos fuesen ustedes una docena!`, me dijo el P. General. Luego escribió la bendición y expresó el deseo de que la M.I. se difundiera entre los jóvenes. Desde ese día los socios comenzaron a afluir. En

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ese período la actividad de la M.I. consistía en la oración y en la distribución de la Medalla Milagrosa. El P. General nos dio algún dinero para adquirirlas”. Acabamos de leer un documento muy revelador. Las obras de Dios siempre están enmarcadas por la pobreza, la humildad y la contradicción. La Milicia de la Inmaculada nació, pues, con todas las señales de la divina predilección.

“Sine sanguine non fit remissio”

El sufrimiento es el motor de las obras sobrenaturales. “Sin derramamiento de sangre no hay salvación” (Heb. 9, 22). Las hemorragias de la tisis no doble-gan al P. Maximiliano, se vuelven fuerza de conquista de socios para la M. I. La muerte de los dos asociados, los dos de nombre Fray Antonio, se vuelve eclosión de vida y de primaveral despertar. Para esta ocasión, como para otras semejan-tes, Maximiliano saca una conclusión, que nos parece escalofriante, si no fuera iluminada por el misterio de la Cruz, y no supiera a regusto de eternidad: “Toda vez que las cosas se bloquean, la Inmaculada llama al cielo a uno de los nuestros, para que nos ayude más eficazmente. Aquí abajo podemos trabajar con una sola mano, porque con la otra debemos escalar y evitar pre-cipitarnos. Pero en el cielo tendremos las dos manos libres y la Virgen será nuestra Jefa” Después del juramento de los siete, hubo un año de silencio y modorra. ¿Qué quiere significar todo eso? Los superiores, tal vez convencidos de que la M. I. no era más que una asociación de piedad y fervor mariano, o quizás con el deseo de salvar a Maximiliano y su obra de ciertas precipitaciones —ya sabemos que Maximiliano, hombre de acción, quiere poner en seguida mano a la obra—, le han frenado el entusiasmo, para que la obra madurara más y se arraigara. Pero, ¡cuánto debió costarle ese año de silencio, inactividad y oposición interna!

Divinas coincidencias Luego de tantos meses de oración, reflexión, consulta y sufrimientos, Maxi-miliano había llegado a la meta feliz de la fundación de la M. I., como respuesta concreta a las angustias y necesidades de la hora actual y como movimiento de santificación personal y conversión mundial. En ese mismo año, en los mismos meses, justamente en los mismos días, des-de Portugal, llegan las noticias más hermosas y alentadoras. En Fátima la Virgen se aparece a los tres pastorcillos. El cielo se vuelca a la tierra. La Madre quiere consolar y animar a sus hijos, quiere estar y vivir con ellos; quiere guiarlos e iluminarlos en los momentos más difíciles.

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El mensaje de Fátima, actualizando el Evangelio, subraya la oración, la peni-tencia, la conversión del corazón y la consagración del género humano al cora-zón inmaculado de María. El P. Maximiliano se siente divinamente respaldado. No le cabe el corazón en el pecho por el entusiasmo y la gratitud. La Virgen desde lejos le está sonriendo. Ya puede, pues, la Milicia de la Inmaculada lanzarse a la conquista del mundo, para procurar, según el esbozo de Estatuto, “la conversión de los pecadores, he-rejes, cismáticos, judíos, etc. y especialmente de los masones; y la santificación de todos bajo el patrocinio y la mediación de la Virgen Inmaculada”. Fátima es una cruzada de amor, reparación y generosa entrega. La M. I. tam-bién es una cruzada de amor, reparación y totalitaria entrega.

Dos doctorados y la ciencia de los santos “Por la misericordia de Dios a través de la intercesión de la Inmaculada, el 28 de abril de 1918, fui consagrado sacerdote de nuestro Señor Jesucristo”—anota Maximiliano con temblor y gratitud. Celebra su primera Misa en el altar de la Aparición, en S. Andrés “delle Frat-te”, donde Alfonso Ratisbonne, de lobo feroz se cambió en manso cordero. Es su primer sacrificio eucarístico, a los pies de su Reina inmaculada, la que un año antes le había inspirado la Milicia Mariana y le había ofrecido su propio estan-darte victorioso: la Medalla Milagrosa. Ese mismo día, Maximiliano, admirador incondicional de S. Teresa del Niño Jesús y de su camino de infancia espiritual, reafirma con ella un pacto que ya trazara antes y que es todo un desafío: “Yo rezaré para que tú seas canonizada; de tu parte, tú tomarás a tu cargo todas mis futuras conquistas”. Maximiliano termina sus estudios romanos, con dos títulos académicos en el bolsillo. El primero en filosofía, 1915, en la famosa Universidad Gregoriana. El segundo en teología en 1919 en el Colegio Seráfico Internacional. El hecho nos da vértigos. Y, ¿cómo? ¿No estaba enfermo? ¿No sufría espas-módicas hemicráneas? ¿No escupía sangre? ¿No había sufrido graves hemorra-gias? ¿No tenía los pulmones comidos por la tuberculosis? ¿Cómo podía estu-diar en esas condiciones? ¿Cómo podía superar tan brillantemente los exámenes, como por arte de magia?... Desde luego, su capacidad intelectual es notable, con aristas de genialidad. Sin embargo, lo que más se destaca en él, y lo hizo creador de tan extraordinarias ini-ciativas es su espíritu tesonero, su perseverancia, su fuerza de voluntad. ¡A toda prueba! ¡Hasta contra vientos y mareas! ¡Hasta con los pulmones agujereados! Maximiliano había ganado los dos doctorados, no por vanidad intelectual,

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sino para “poder confundir a los incrédulos”. Y aprovechaba toda ocasión, ya en las plazas, ya en los trenes, para hacerles frente. Y la cultura amasada, la lógica de su genio, su experiencia se amalgamaron en la buena síntesis para hacer de él un hábil conferencista y un intrépido polemista. Aparentemente, el P. Maximiliano se acercaba al debate de manera inofensiva. El rostro era sonriente, los ojos chispeaban bajo los lentes. Al comienzo, sabia-mente se ponía de acuerdo con el contrincante de turno en muchos aspectos del diálogo; pero luego de haber buscado los puntos débiles, irrumpía con un fuego graneado de razones, dejando al adversario aturdido y perdido. Sin embargo, el suyo no era un pugilato para eliminar al adversario, sino un apostolado, para salvar el alma del propio interlocutor, para la alegría de su Madrecita Inmaculada. En Roma, un día se halló frente a un personaje de alto copete, que despotri-caba contra el Papa y la Iglesia. Maximiliano no tardó en ofrecer combate. Los razonamientos estaban vertebrados en una dialéctica cerrada. Maximiliano ya estaba por ganar la partida, cuando el otro, ya corto de argumentos, le espetó su superioridad doctoral:—Yo sé bien como están las cosas. ¡Soy doctor en filosofía!— ¡Y yo también! —replicó el joven doctor veinteañero, que tenía la apariencia de quince. Y como entre bueyes no hay cornadas, tampoco entre colegas debe haber incorrecciones. El señor poco a poco comenzó a ceder, buscando una retirada estratégica. Al final —concluye el P. Pal, quien nos relata este divertido episo-dio— el incrédulo calló y pareció absorto en una profunda reflexión” (4).

Ciencia, al servicio del Amor Maximiliano sabía que “la ciencia es vana, si no está servicio del Amor” (Bossuet). Maximiliano en Roma aprendió muchas cosas. Intelectual, moral y espiritual-mente era todo un hombre, un hombre maduro, pese a sus 25 primaveras. Sobre todo, aprendió la ciencia de los santos. “Santo joven”, anota el rector P. Ignudi. “Verdaderi hijo de María Santísima”, subraya el condiscípulo P. Pal. La devoción era excelente. Durante los recreos, a menudo se lo sorprendía en frecuentes visitas diarias al Señor-Sacramentado. “Quien entraba en la capilla, pensaba que no había nadie; pero, poco a poco, se percibía un leve susurro: era él que estaba rezando, escondido detrás del altar mayor” (5). La puntualidad a los actos comunes era extraordinaria. Al llamado de la cam-panilla, era capaz de cortar abruptamente la conversación hasta con un obispo. Pese a los graves ataques de la tisis, su paciencia era serena y discreta, tanto que

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muchos ni se dieron cuenta de las fuertes jaquecas, que le martillaban la cabeza; ni de la tisis, que le cortaba el aliento. Su obediencia era a toda prueba, su espíritu servicial. Los estudiantes rezagados lo solicitaban mucho para que les explicara la complejidad de ciertas tesis. Su amor al recogimiento era intenso; su cariño filial a la Virgen, inefable. Aunque su campo de acción fuera muy reducido a causa de los estudios, no perdía ocasión, para ser un buen sembrador apostólico, con su palabra, con su audacia o con su oración. El P. Pal nos relata dos episodios. “Volvíamos al colegio, después de la Novena a la Inmaculada, cuando topa-mos con cuatro muchachones, los que, de vuelta al trabajo, mezclaban sus char-las con blasfemias a la Virgen. De improviso, Maximiliano me plantó en medio de la calle, para acercarse a esos descarados y preguntarles por qué blasfemaban de la augusta Madre del Señor. Y lo dijo con el llanto en los ojos, tanto que los muchachotes, para excusarse, dijeron que lo hacían por una mala costumbre de ignorantes y por un estéril desahogo. Yo lo llamaba de vuelta, pero él tanto insis-tió con los cuatro, que al fin, rindiéndose se declararon arrepentidos” (6). “En el tiempo de las dolorosas y sacrílegas parodias de la Masonería, un día me propuso le acompañara al Palacio Verde, sede de la Masonería, para convertir al gran Maestre y demás masones. Le aseguré que, si el rector lo autorizaba, lo habría acompañado. Después del almuerzo, fue al P. Ignudi, y le manifestó su propósito. Vuelto al patio, donde le estaba esperando, me refirió confundido, pero resignado que el P. Rector juzgaba ese paso inoportuno, por el momento, y que era mejor rezar por los masones. Y ahí mismo me hizo rezar con él por su conversión” (7). El P. Maximiliano se pinta entero. Su celo apostólico es arrollador, porque está al servicio de la Dama de su corazón. ¡La Inmaculada lo merece todo! Es audaz y a la vez humilde. Sobre todo, es obediente. Y lo que no puede con la acción, lo suple con la oración. Francisco de Asís, ese día, desde el cielo, debe de haberse sonreído muy complacido porque se veía reflejado en uno de sus lejanos discípulos. Como él forcejeó atrevidamente para entablar diálogo y debate con el Sultán de Egipto, mahometano, para convertirlo, así Maximiliano deseaba ir a la fuente de todos los sacrílegos conflictos, para convertir al jefe.

N O T A S(1) En Winowska, p. 50 ss.(2) En Masiero, p. 51.(3) En Masiero, p. 77.(4) En Winowska, p. 64.(5) En Winowska, p. 48.(6) En Ricciardi, p. 43.(7) En Masiero, p. 58.

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LA MILICIA DE LA INMACULADA

La Milicia de la Inmaculada es la gran obra de devoción y apostolado del P. Kolbe. Necesitamos, pues, conocerla de cerca, evaluarla, admirarla, y propagarla. Maximiliano extendió el primer esbozo en pocas líneas, que apenas ocupan media página. Más tarde, lo amplió. Es un programa de acción, de conquista, breve, esquemático, esencial, casi un boletín de guerra. ¡Y de qué guerra! Descuidó la forma, para que triunfara el espíritu. Evitó toda superfluidad, para que la luz descendiera a la mente y al corazón, sin obstáculos. Parecen cosas comunes, obvias, conocidas, pero que sólo el genio de un corazón abrasado de amor pudo captar en magnífica síntesis. Parece un proyecto audaz, pretensioso, casi alocado; ¡y no es más que la locura de la Fe y el fuego del Amor! En síntesis, Maximiliano quiere conquistar el mundo entero con una consa-gración, la Medalla Milagrosa y la oración. Políticos y sociólogos, filósofos e ideólogos se reirían de él y de sus innocuos sueños, ellos que sólo conocen el poder del cañón, los megatones de las bombas atómicas, el codiciado tintineo del dinero, el juego de las trenzas maquiavélicas, los pedestales del prestigio, el llamado del interés o el gancho de la publicidad. Con su programa Maximiliano no hace más que actualizar el EVANGELIO, escándalo para los judíos, locura para los paganos, pero “fuerza de Dios para todos los creyentes” (Rom. 1,16).

El fin de la Milicia de la Inmaculada Los fines de la M. I. (como toda obra de la Iglesia) están condensados en estas palabras: “Procurar la conversión de los pecadores, herejes, cismáticos, judíos, etc. y particularmente de los masones”. “Procurar la santificación de todos bajo el patrocinio y con la mediación de la Inmaculada”. Dios ama a los hombres. Los ama de manera infinita. Es el Creador y Padre universal. Tanto los amó que llegó hasta entregar a la muerte a su propio Hijo para salvarlos. Desea nuestra felicidad. Quiere compartir la suya. La Inmaculada es la Madre del salvador, fuente de toda gracia. Ella es el arco-iris que enlaza el cielo con la tierra. Es puente que une las orillas de la divinidad con las de la humanidad, que estrecha el corazón del hombre con el de Dios. Es, pues, mediadora de todas las gracias, o “Madre de los vivientes”, como diría S. Epifanio (L.G. 56).

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Quien la tiene, pues, por alidada y abogada, será vencedor. La promesa es divina: “La descendencia de la mujer aplastará la cabeza de la serpiente-diablo”, “Tú, oh Virgen, has destruido todas las herejías en el mundo entero”. (Liturgia). Cuando más se asocia uno a Ella, más aún, cuanto más uno se consagra a Ella, como esclavo de amor, tanto más se enriquecerá de gracias para su santificación personal y de irresistible fuerza de apostolado para salvar a los demás.

Condiciones de Asociación

1) Total consagración de sí mismo a la Inmaculada, como instrumento en sus manos virginales.2) Llevar la Medalla Milagrosa

¿Qué quiere decirnos el P. Maximiliano? Nos quiere decir que la Milicia de la Inmaculada es una más plena toma de conciencia del bautismo. Por el bautismo, el cristiano se incorpora a Cristo y a la Iglesia, para vivir la vida de Cristo. Ahora bien, Cristo es el hijo de la Virgen, vivió junto a Ella, vivió de Ella, dependió de Ella, le obedeció en todo, e hizo que Ella fuera su colabora-dora en la obra de redención. Todo cristiano ha de imitar a Cristo, hacer como él, arrojarse en los brazos de la Virgen como hijo; amarla, obedecerle, confiar en su poder. S. Agustín llama a la Virgen “forma Dei” (= molde divino), porque es la Madre de Dios. Echémonos, pues, en ese molde, para salir como Jesús, santos y santificadores. He ahí la intuición magnífica, que ha guiado toda la obra del P. Maximiliano. La Medalla Milagrosa es el signo exterior de pertenencia; es insignia y a la vez instrumento de abundantes gracias, para cuantos las llevan con devoción. Para todos los hombres, el recuerdo de una persona querida, una foto, un ideal propuesto, un lema… son ayudas y poderosos estímulos de lucha, vivencia, au-tenticidad. Con mucha mayor razón, el llevar devotamente la Medalla Milagrosa es un acto de fe y de amor, que engarza un doble compromiso: uno para nosotros, para que nos portemos como verdaderos hijos; otro, para Ella para que nos pro-teja y nos ayude como madre.

Los medios de la M. I. Los medios con los cuales se promueve la salvación de las almas, son el buen ejemplo, la oración, el sufrimiento y el trabajo. El ejemplo impulsa a la imita-

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ción; la oración y el sufrimiento impetran la gracia divina; el trabajo lleva a cabo la obra, con tal de que, aquel al que se quiere conquistar a la Virgen, no oponga resistencia a la acción penetrante de la gracia divina. Por eso, la M. I. se sirve de “todo medio legítimo, según las posibilidades del propio estado, las condiciones u ocasiones. Todo se recomienda al celo y a la prudencia de cada uno”. Para unificar intenciones y dinamizar el fervor, se aconseja el rezo diario: “¡Oh María, concebida sin pecado, ruega por nosotros que acudimos a ti, y por cuantos a ti no acuden, en modo especial por los enemigos de la Santa Iglesia, y por los que te son encomendados!”.

Esencia y espíritu de la M. I. “La esencia de la M. I. está en esto: hacerse cada vez más cosa y propiedad de la Inmaculada; pertenecer total e incondicionalmente a la Inmaculada”. “Este movimiento se llama ´Milicia´, porque el que está asociado, no pone límites en su consagración a la Inmaculada; además, por cuanto le es posible, se esfuerza por conquistar para Ella otros corazones, para que muchas personas se entreguen a la Virgen, como se entregó él. Su horizonte es ilimitado: no se abre sólo sobre los innumerables corazones de hoy, sino sobre todos, hasta el fin del mundo. “He ahí la esencia de la M. I. Y, ¿cuál es su espíritu? “El espíritu es lo que da vida y movimiento. El espíritu de la M. I. ha de vivificar a todos sus miembros, para que sean cada día más perfectos, se hagan cada día más cosa y propiedad de la Inma-culada, y con celo siempre creciente le conquisten corazones. Cuanto más sean vivificados por este espíritu, tanto más serán auténticos Caballeros de la Inma-culada. “Para consuelo de las almas celosas, hay que subrayar que la esencia de la consagración a la Virgen no consiste tanto en el pensamiento, como en la vo-luntad. Por esto, quien está ocupado en el diligente cumplimiento de los propios deberes, sigue siendo propiedad de la Inmaculada; y sus pensamientos, palabras y obras son siempre de la Inmaculada, incluso si en ese momento no piensa en Ella”.

Grados de creciente entrega “A la Milicia de la Inmaculada pueden pertenecer todos los hombres, varo-nes y mujeres, religiosos o laicos. La pertenencia a la Milicia afianza al mismo tiempo su vida espiritual y su apostolado.

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“En esa consagración hay distintos grados, según la capacidad y la posibili-dad de cada asociado. “Los socios de primer grado se consagran privadamente a la Inmaculada y procuran trabajar por los fines de la Milicia según la propia posibilidad y pru-dencia. “Los socios de segundo grado están unidos por particulares estatutos para conseguir más expeditamente el fin. “Los socios de tercer grado se consagran sin límites a la Inmaculada, para que Ella haga todo lo que quiere y como lo quiere. Nosotros somos enteramente de Ella y Ella es nuestra”.

Viaje a Nagasaki, Japón en 1930.

Imagen durante el viaje a Nagasaki, Japón, en el año 1930.

En 1930, Maximiliano funda “Mugenzai no Sono” (“La Ciudad de la Inmaculada” japo-nesa), en Nagasaki y publica la revista “Seibo No Kishi” (“Caballero de la Inmaculada” en idioma japonés).

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“MERMELADA” EN EL CRISOL

Siembra al voleo En julio de 1919, después de siete años romanos, con dos diplomas en el bolsillo, logrados “no por vanidad, sino para confundir a los incrédulos”, el P. Maximiliano vuelve a su dilecta Polonia. Es joven: tiene apenas 25 años. Pero intelectual, moral y espiritualmente, es un hombre cabal. Que ya sabe lo que quiere y cómo lo quiere. Que está dispuesto a todo, para lograrlo o para pagarlo personalmente. Que tiene ambiciones desme-didas, de alcance mundial, pero tiene la humildad y el candor de un niño. Con un alma volcánica: “Mi corazón es fuego”, repetiría con Santa Catalina de Siena, pero en un cuerpo carcomido por la tisis. Apremiado por las gravísimas angustias de la post-guerra, las tragedias de su patria y la desorientación general, su corazón sangra. Su mente está plasmando ideales de renovación, pues desea “devolver al mundo el gozo de vivir”, pero está solo y es un desconocido, sin amistades y sin medios. Pese a todo se siente henchido de poder, y portador de un mensaje, ya que “por la Inmaculada nos vienen todas las gracias”. El tren atraviesa los paisajes más hermosos de Italia, Austria, Checoslovaquia y Polonia. Detiene su veloz marcha en las ciudades de Florencia, Bolonia, Tren-to, Viena, Praga… nidos del arte, madres de cultura, forjas de genios. Los Alpes parecen en fiesta y despliegan sus galas ante los ojos asombrados de los viajeros: picachos, enhiestos y lagos de increíble transparencia azul, dolomitas policro-mas y glaciares de rosados reflejos, valles floridos en contraste con las cumbres nevadas. Todos quedan prendidos en ese embeleso, menos el P. Maximiliano. El sabe apreciar la naturaleza, admira sus esplendores, canta sus glorias; pero no se siente turista, sino apóstol y conquistador. Acostumbrado a la siembra al voleo y armar discurso con cualquiera, no tarda en enfrascarse en diálogos y discusiones. El pequeño departamento del tren, pa-rece ya un aula, ya un templo y hasta un ring de boxeo. No es que Maximiliano grite, o patalee, o golpee con el puño. No tiene pulmones para eso. Apenas susu-rra. Sin embargo, la lucha es formidable por los temas debatidos y por los desti-natarios. Son almas inmortales, conquistadas por la sangre de Cristo: malezas sí, hasta espinas, pero que pueden y deben ser flores del jardín de la Inmaculada. El viaje es largo. Los pasajeros se aburren. La sotana que lleva el Padre, lo distingue y define. El cordón franciscano llama la atención. El rosario que cuel-ga del cordón, está hablando con su tintineo misterioso. Siempre hay pasajeros

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inquietos que para matar el tiempo o para dárselas de sabihondos, provocan al fraile con sus preguntas capciosas. Y sin darse cuenta, se meten en la trampa dialéctica o mariana de Maximiliano, de la que no saldrán humillados ni depri-midos, sino renovados, besados por el sol de la verdad y del amor, y enarbolando la misma bandera del Padre: La Medalla Milagrosa. Traba diálogo con un comerciante judío acerca de la religión católica. No conocemos el desarrollo. Sólo sabemos que “al final el comerciante prometió llevar la Medalla Milagrosa y le pidió que rezara por él”. Una pasajera no cree en la existencia del infierno. Sin embargo, escribe el P. Maximiliano: “Ante la evidencia del razonamiento, mientras yo invocaba conti-nuamente a la Inmaculada, rectificó ante todos su posición y acepto la Medalla Milagrosa, diciendo que era el primer objeto religioso que llevaba en su vida” (1). Maximiliano podría ser llamado con palabra evangélica: “Pescador de hom-bres”. Hoy en el tren y mañana entre los pabellones del sanatorio; otro día en el barco o en conferencias públicas, paseando o rezando. Siempre y doquiera, y con toda urgencia buscaba la conversión de las almas, para gloria de la Inmaculada. Era apóstol nato, porque a semejanza de Pablo, creía en la fuerza de la palabra, espada de Dios, que corta y cura. Creía también que toca al hombre sembrar, con la mayor generosidad posible, dejando a Dios el ulterior incremento.

Marasmo polaco Maximiliano encuentra a su patria finalmente libre e independiente, pero pos-trada y sacudida por tremendos oleajes de convulsión. La flor de su juventud había sido segada en los frentes y en los choques de los ejércitos, a lo largo de tantos años de guerra. La situación económica era sim-plemente calamitosa. Los fondos fiscales, nulos. Un llamado al patriotismo co-sechó en anillos y valores monetarios los primeros aportes para poner en marcha la nación. La inflación había alcanzado dimensiones pavorosas. Prácticamente, la moneda era papel con cifras, sin respaldo. Con lo que antes de la guerra se compraba una bonita estancia o un lujoso chalet, ahora apenas alcanzaba para comprar un kilo de achuras. Para sobrevivir, las familias debían deshacerse del mobiliario, vestuario, y de otros recuerdos, en cambio de productos alimenticios. Las clases pasivas –niños, enfermos, ancianos- eran las que sufrían más y más sucumbían ante la hambruna. Lo peor era la incertidumbre político-militar. La ideología marxista, antes, y las bayonetas del ejército rojo, después, estaban avanzando como huracanes de odio y sangre sobre la indefensa nación y amenazaban a toda Europa. Ante

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la emergencia, toda la patria tocó a rebato: pobres sí, pero libres; abrumados de angustias, pero con la dignidad de la nación. Sólo la fe en la Virgen de Czesto-chowa, y el heroísmo más puro, que costó innumerables víctimas, pudo bloquear el aluvión soviético. No sin razón se lo llamó “el milagro del Vístula”, que por casi 20 años logró frenar los sueños imperialistas de Moscú. “Pero, ¡ay!, ¿quién se lo reconoce? –Pregunta con amargura M. Winowska- ¿Cuál de los pueblos europeos se lo agradece?” (2). Como secuela de tantas desgracias, espantosas epidemias asolaron el país, particularmente en las regiones orientales. Todo brazo, toda mente, todo corazón están en la brecha para la reconstruc-ción nacional. Ellos también, como el pueblo bíblico, deben tener en una mano el arado y en la otra la espada. No hay tiempo para miramientos. Sin embargo, no faltan mezquindades ni bastardos intereses, tanto más deletéreos, cuanto más la situación es grave. “Aquí en Polonia –escribe P. Maximiliano- todo es aún incierto. Se atienden novedades de un día para otro. ¿Cuándo terminará nuestra guerra polaco-soviéti-ca?... El bolchevismo procura infiltrarse… También las sectas están haciendo su agosto con nuevos prosélitos. La masonería trabaja intensamente, especialmente entre los universitarios” (3).

¡Sin muchas esperanzas! “P. Maximiliano se ha vuelto enfermizo, débil, sin dar grandes esperanzas de trabajo” –escribe el P. Kubit (4). Sin embargo, como la guerra y las epidemias habían diezmado a tantos sa-cerdotes, no hubo más remedio que confiar al P. Kolbe el cargo de profesor de filosofía y de historia eclesiástica en el seminario de Cracovia. Pero duró poco. Su palabra era apenas un susurro. Sus pulmones no bombea-ban oxígeno ni fuerza al organismo. Para no caer en hemorragias, evitaba todo movimiento brusco y caminaba a paso lento, casi torpe. Pese a todo, aunque fuese con un susurro, en seguida empezó a propagar sus ideales. Había vuelto con un entusiasmo explosivo. Deseaba comunicar a otros Cohermanos su mismo ardor y arrastrarlos a una total consagración a la M. I. por otra parte, Polonia (y el mundo), más que nunca, necesitaban de la protección de la Virgen. Tanto en el hogar como en la vida civil, la reconstrucción mencionada debía apoyarse sobre valores religiosos y morales. Desde la cátedra o en diálogos personales, día y no-che, Maximiliano martillaba el mismo tema. Ya estaba obsesionado por su “idea fija”. “Se lo relevó del cargo, porque la voz demasiado débil no se oía en clase” (5). Se lo destinó a las confesiones. Y sufrió mucho más. El aire era escaso dentro de

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esa casilla-confesionario; la posición incómoda; por horas y horas debía quedar emparedado entre esos tablones, olorosos de viejo y de polilla. En las pocas horas libres que le quedaban, enarbolando sus ideales, recorría los distintos institutos de la ciudad: colegios, cuarteles, pensionados, universita-rios, clubes. Pocos lo escuchaban. Pero siempre había alguno que lo comprendía. Esto lo hacía más indomable aún, para enfrentar las dificultades. Escribe a su antiguo rector romano el Padre Ignudi: “La Milicia de la Inmaculada es todo el ideal de mi vida”. Y le anuncia que la Virgen a través de la M. I. ha penetrado también en la Universidad. Todo lo hubiera soportado fácilmente: salud precaria, pulmones lesionados, fracaso profesoral, si a su alrededor hubiera encontrado pleno apoyo. Lastimosa-mente, no le faltaron dificultades de parte de algunos Cohermanos. No todos los frailes del convento estaban preparados para recibir las “noveda-des” del Padre Maximiliano. Vivían su vida de coro, clases, actividades apostó-licas, refectorio, actos comunes, cuando irrumpe la “bomba incendiaria”. Kolbe habla de la M. I.; propugna acción y dinamismo; pide la consagración; habla de conquistas. Todo lo enfoca con la M. I., en el seminario como en el confesiona-rio, en los sermones como en la prensa. Todo lo juzga con absoluta urgencia. Por otra parte, dentro de la común espiritualidad franciscana, la gama de gustos y ac-tividades de los frailes puede variar ampliamente, gozando de legítima libertad. Es explicable, pues, cierto recelo inicial ante las nuevas perspectivas marianas traídas por el Padre Kolbe. Acostumbrados a la rutina, se sienten fastidiados por los nuevos vientos, y se defienden con la burla, llamándole “¡Cargoso!”, o viendo su manera lenta de moverse, reverdecen el antiguo epíteto de “¡Mermelada!”, endilgado precisa-mente a él que tiene naturaleza de fuego. No es que sean malos. Son hombres comunes como nosotros, los que enfren-tados al genio, en lugar de dejarse arrebatar hacia las alturas, se enriscan en los nidos de mediocridad. Más adelante, pese a tener dos títulos académicos, se lo juzgó un poco corto de mente. Alguien que visitaba su gran obra ya en pleno florecimiento, se atreve-rá a decir asombrado: “¡Qué raro! Y ¡pensar que en la escuela estaba tan atra-sado!”. Una vez más, el Padre Maximiliano acusó el insulto en silencio. Sólo la púrpura de las mejillas delató una intensa lucha interior. ¿Cuál la razón profunda de esas humillaciones? Winowska nos da una clave de exquisita explicación psicológica y a la vez bíblica. “Se sienten desazonados porque es distinto de los demás. Todos los santos

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son víctimas de igual resentimiento. Entran en nuestra mezquina vida tranquila, como un bastón dentro de un hormiguero. Sin quererlo, y a veces sin saberlo, nos obligan a unos exámenes de conciencia poco gratos. Por ejemplo, si ustedes se han tomado ciertas libertades con el voto de pobreza, llega ese latoso a confun-dirlos con observancias de otros tiempos… Fumar ciertamente no es pecado… Quizás, uno tiene el permiso del superior… En cambio, el Padre Maximiliano te importuna, haciéndote en un santiamén las cuentas de cuánto se gasta en un año, y de todo lo que se podría hacer de bien con ese dinero. Y aunque no les diga nada, tiene ciertas maneras de mirarlos, con sus ojos cándidos y penetrantes, que les produce fastidio. ¡Qué escándalo ambulante! Para defenderse, a nuestra mezquindad no le queda más remedio que el arma del ridículo” (7).

El sufrimiento es una escuela de amor ¿Qué reacción experimentaba el P. Maximiliano? ¿Acaso era insensible? ¡Todo lo contrario! En una conferencia a los clérigos del 15 de Noviembre de ese año, aunque en forma genérica, describe el viacrucis que han de transitar todos los militantes en la afirmación de sus ideales. Bajo veladas formas engloba su caso personal, no como resentimiento, sino como desahogo. Lo único que le ape-na, el vivísimo dolor que siente, es que con todo ello se ponen trabas a las obras del Señor. El hombre si debe humillarse y esconderse; pero Dios debe triunfar siempre.

“Las persecuciones, ¿no están acaso en el programa? Quizás nues-tras mejores intenciones son mal interpretadas. A veces ellas nos procuran hasta calumnias. Estas persecuciones no nos vienen sólo de los enemigos, sino también de personas buenas, piadosas, hasta santas y a o mejor inscriptas en las mismas filas de la M. I. No hay dolor más grande que el ver cómo estas personas nos obstruyen to-dos los caminos, y cómo, aun queriendo la gloria de Dios, se aplican a destruir lo que hemos edificado, y, ¡cómo se esfuerzan por alejar de nosotros otras almas! “Sin embargo, aunque todo esté en contra de nosotros, tenemos, cual faro y brújula, la santa obediencia, a través de la cual se mani-fiesta la voluntad de la Inmaculada. Los superiores quizás pueden engañarse, pero yo obedeciendo no me engaño. Si la obediencia hoy me dice que no, hoy haré esto y mañana aquello, y no diré nunca haberme engañado. “Estas pruebas son útiles y necesarias, como el crisol en que el oro se purifica. Cuando la gracia abrasa nuestro corazón, provoca en él

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un verdadero deseo de sufrir, de sufrir sin límites, de ser humillados, despreciados, de dar testimonio, con nuestro sufrimiento, cuán gran-de es el amor por nuestro Padre celestial, por nuestra Madre Inmacu-lada. Porque sólo el sufrimiento es una escuela de amor”.

El sufrimiento, como escuela de amor, y la obediencia, como manifestación de la voluntad de la Inmaculada: he ahí dos pivotes de la más auténtica espiri-tualidad, de la más alta mística. Con toda razón, el P. Maximiliano podría ser llamado el santo de la obediencia. Con ello, Maximiliano toma terriblemente en serio a Dios, cuya voluntad ha de ser cumplida; pero también toma terriblemente en serio a los hombres, que son los portadores de esa voluntad. Es como si Maximiliano le dijera a un supe-rior: Usted me manifiesta la voluntad de Dios… Le pido permiso, para hacer esto o aquello… Espero, pues, su beneplácito…”. Grandiosa concepción de la mística de la obediencia; pero, también, ¡cuánto heroísmo revela la aceptación del “Si” y “No”, en el quehacer diario!

Gozo y temblor Tozudamente, resistiendo a todas las dificultades, el P. Maximiliano seguía “fastidiando”. Hablaba de la Inmaculada y exaltaba su misión. Insistía en la ne-cesidad de organizarse. Invitaba a asociarse a la M. I. Su “idea fija” lo perseguía. Y él quería contagiar su entusiasmo a todos. Si algunos le oponían la mordacidad del ridículo, otros se dejaron conquistar porque creyeron en la autenticidad del mensaje, ya que el sufrimiento es el signo, la marca de fábrica, con que Dios acompaña sus obras, y dieron su adhesión. Ese día marca un jalón importantísimo en la obra soñada. El mismo P. Maxi-miliano en sus apuntes lo destaca, con nerviosismo, como un parte victorioso; pero también con profunda inquietud. “Hoy martes 7 de Octubre de 1.919, Fiesta del Rosario, seis hermanos clé-rigos con su maestro el P. Keller han rubricado su adhesión a la M. I…. Ma-drecita celestial, yo no sé a dónde se llegará con esta empresa; sin embargo, dígnate servirte de mí y de todos nosotros para la máxima gloria de Dios. Soy tuyo, Madrecita. Aunque indigno, no me abandones, y guíame siempre, y llegaré a ser un gran santo…” (8). Hay temblor en estos apuntes. Hay certeza y angustia a la vez. Certeza de lo que es la M. I.: un apostolado mariano para la renovación de las conciencias y de la vida cristiana, y un compromiso militante con Cristo y el mundo. Angustia por la poque-dad del hombre, la soledad y las dificultades surgidas; angustia por la insuficiencia de los medios; angustia ante la vastedad del horizonte, más nítidamente percibido.

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Es la humana crisis de todo crecimiento psicológico y operativo. Es el choque de todo ideal que entra en contacto con la realidad. Es el caso de todo joven, que siente una urgencia de movilización de todas sus energías, está abrazado de certezas y sabe que puede y debe. Todas sus fibras le dicen que está llamado a un gran destino, pero de improviso se afloja, como si le faltara la tierra debajo de los pies o el horizonte se esfumara. Sólo la humildad, la oración y el tesón lo pueden salvar y reencauzarlo. Es la saludable prima que hay que pagar ante el desafío de la realidad y de sus asperezas. El P. Maximiliano aceptó el desafío, y sabiendo “que todo lo podría en Aquel que le da fuerzas” (Fig. 4, 13), Siguió peleando por su ideal. Y pese a la vocecita floja, después de haber alcanzado la autorización de las autoridades eclesiásticas, comenzó a actuar con mayor ímpetu. Dictaba charlas en el salón del convento, iba a los cuarteles, fraternizaba con los estudiantes. De todos esos contactos y relaciones, surgió espontáneamente la idea de los círculos marianos, de formación y acción. Tuvo que pagar personalmente. El clima de Cracovia, fatal a los de pulmones débiles, los trabajos, las penas, la hambruna que debió compartir con todo el país, hicieron crisis y lo tumbaron. Graves hemorragias complicaron su ya deli-cado estado de salud. La fiebre subió a los 40 grados. Tuvo que guardar cama. Y quedó ahí arrinconado y aislado. “Nadie le iba a visitar –declara Fray Bombrys, testigo de esos terribles días-. Sin duda, se temía el contagio”. Y a continuación nos describe la escuálida celda de Maximiliano: “Había una vieja cama, con un jergón tan gastado y agujereado como un canasto. Sobre un ropero se destacaba la imagen de la Inmaculada. En una esquina había un escritorio descoyuntado, sobre el cual estaban las imágenes de S. Teresa y S. Gema Galgani” (9). Si la compañía humana escaseaba, Maximiliano se refugiaba en el diálogo con Santa Teresita, heroína del amor misericordioso, muerta tísica a los 24 años, y de santa Gema, la confidente del Corazón de Cristo. Una y otra le enseñaban a sufrir sonriendo, a transformar el dolor en amor, a no desmayar, a abonar con mucha sangre y lágrimas el campo de sus iniciativas apostólicas.

N O T A S(1) En Masiero, p. 77.(2) Winowska, p. 73.(3) En Masiero, p. 78.(4) En Domanski, Dati Storici, p. 9.(5) En Ricciardi, p. 76.(6) En Masiero, p. 78.(7) Winowska, p. 74.(8) En Ricciardi, p. 77.

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En Nagasaki, Japón, en el año 1931. 1932: En Nagasaki. En la “Mugenzai no sono” (“Ciudad de la Inmaculada” japonesa).

Con el Cardenal Kakowski ante una estatua de María Inmaculada. Niepokalanów 1933.

En Nagasaki, Japón, en sus labores como editor. Año 1933.

En Roma, en el año 1933.

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ENTRE LOS ATEOS

Zacopane Zacopane es una localidad climática, famosa por sus sanatorios, regidos en ese entonces por una administración anticlerical y antirreligiosa. El P. Maximiliano, nuevamente atacado por los vómitos de sangre, fue in-ternado ante todo en el hospital de Cracovia; pero, empeorando las cosas, los superiores pensaron que los aires de Zacopane podrían, si no curarlo, aliviarlo. Su estado hizo crisis en las semanas siguientes a la sesión inaugural de la Milicia de la Inmaculada: el 12 de Enero de 1920. ¡Fecha preciosa en los anales de la M. I.! En ese día el P. Kolbe pudo cosechar para la Inmaculada la adhesión y consagración de todos aquellos a los que él había formado y comunicado su fuego mariano. Entre ellos había estudiantes y obreros, soldados y amas de casa. Pese a la oposición y altibajos, muchos habían sentido un llamado interior de renovación cristiana, a la luz de la Inmaculada, y se consagraron, para ser “cosa y propiedad” de la Inmaculada, esclavos de la Inmaculada, como Ella lo había sido del Señor (Lc. 1, 48). La tensión, que había sostenido su debilidad en las largas jornadas previas, se aflojó, y la fiebre subió de punto. No hubo más remedio que preparar las valijas y ponerse en marcha hacia el sanatorio. Decir que el P. Maximiliano tuviera el corazón destrozado, es decir poco. En la soledad del tren echó un vistazo a su pasado inmediato. El balance debía ser pesimista. Acababa de nacer su criatura predilecta y él tiene que aban-donarla. La M. I. había echado raíces, pero eran tan débiles, que evidentemente no podrían resistir sin la diuturna labor del sembrador. Sintió que la Cruz se le hacía muy pesada y el porvenir de su obra muy incierto. Parecía que las previsio-nes de los burladores y censores hubieran dado en el clavo. Pese a todo, sabía que la cruz no es la meta, sino un camino y una acequia de riego. Y ya que era voluntad de la Inmaculada que él cargara con la cruz de su enfermedad y fracaso, todo lo aceptó como caballero fiel, humilde y audaz. Y ese abandono fue su gran victoria. Esa enfermedad y ese fracaso fueron los pilares de su santificación, y catapulta magnífica para su obra futura. Su disponibilidad total está indicada en un lema, que el mismo subrayara en rojo, en una carta a sus amigos romanos: “SUFRIR – TRABAJAR – AMAR – GOZAR” (1). Lleva alivio a las ansias de la madre: “La curación durará varios meses, porque son enfermedades largas. Sin embargo, lo mejor es hacer lo que el Señor disponga por medio de la Inmaculada”. Consuela a sus amigos: “Nos es

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necesaria mucha paciencia para con nosotros mismos y hasta con el buen Dios, quien por amor nos prueba”.

Entre los espíritus fuertes En Zacopane, Maximiliano no perdió ni un minuto de tiempo. De su parte hizo todo lo que pudo para agradar a su “Madrecita” celestial. ¿Ella lo quiso en-fermo? Pues bien, se portará bien como enfermo. Se someterá a todas las curas. Aceptará también el neumotórax, cuando los médicos se lo aconsejen. A su madre enviará unas líneas rebosantes de serenidad: “Aquí puedo completamente sujetarme a las prescripciones del médico. El aire es óptimo. Hay también una galería donde se puede descansar al aire libre. La comida es muy buena y se puede alcanzar lo que se quiere. Ahora bien, sea que la enfermedad se vuelva estacionaria o se agrave, sea que se alivie o desaparezca del todo, que se cumpla la voluntad de Dios” (2). Aprovechó al máximo todo momento útil, para intensificar su vida espiritual. Las oraciones, más largas; la Misa, más intensamente vivida; la meditación más contemplativa; las biografías de los santos, más ávidamente saboreadas. Frutos de esas experiencias místicas en la intimidad con el sufrimiento son las innumerables cartas, que escribiera a Cohermanos y colaboradores. Eran sí, un desahogo del espíritu, pero también un exquisito apostolado de la pluma, nacido y madurado en el dolor y alimentado por la cruz. Como soldado, totalmente entregado a sus ideales, hubiese deseado morir para alcanzar un gozoso encuentro con la Dama de sus amores. Pero en el caso de que se hubiese alcanzado alguna mejoría, debía aprovechar al máximo el tiempo para prepararse mejor para sus futuras actividades. Buen sembrador al voleo, rápidamente se dio cuenta de que en Zacopane tenía ante sí abundante vida social: encuentros, charlas, visitas, paseos, recreos, inquietudes comunes… En el comedor como en los pasillos. En el patio como en la galería. En la sala de lecturas, donde se codeaban para leer los diarios, como en las horas de reposo forzoso. Largas y aburridas son las horas en los sanatorios. Los días parecen eternos. Fatiga y sacude los nervios esa inactividad de semanas y meses. Aún el más introvertido necesita, quiere abrirse a alguien, desahogarse, dialogar, ser escuchado. Y Maximiliano tiene todas las dotes para ser un buen escucha y mejor amigo. Habiendo sufrido mucho, es experto en la escuela del dolor, y sabe darse. Ade-más, se le juzga “un pozo de ciencia y dotado de penetrante persuasión” (3). Pa-rece que sabe leer en los corazones, que capta los problemas al solo nombrarlos, que sabe ser paciente, que sabe acertar, sobre todo que con su fe en la Inmacu-

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lada, con sus poderosos “cartuchos” –la Medalla Milagrosa-, con su virtud sabe obrar estrepitosas conversiones. Porque la vida social del P. Maximiliano es un fecundo apostolado. Maximiliano, el hombre de los dos títulos académicos, tenía predilección es-pecial por el pabellón de los intelectuales, llamado “Ayuda Fraterna”, poblado en su mayoría por judíos, protestantes, ateos, anticlericales. Eran los espíritus fuer-tes de siempre, orgullosos de su suficiencia y prestigio cultural, y despectivos del pobre pueblo. El P. Maximiliano sintetiza en un manojo de ideas y conversiones una tupida red de actividades. “Hemos de agradecer a la Inmaculada, porque el peor ene-migo de Zacopane se confesó. Bauticé también a un académico judío en peligro de muerte. El hecho motivó la indignación de la madre y hermanos llegados después, pero ya estaba hecho. Te ruego –sigue escribiendo a su hermano Al-fonso- le pidas al Corazón de Jesús por la Inmaculada la conversión de todos los académicos que hay aquí. Palpé con la mano que sólo la oración alcanza la gracia de la conversión… “La Inmaculada me ha posibilitado acercarme a otros académicos. Ahora me invitan a menudo a su pabellón, para que pueda iluminarlos acerca de los pro-blemas religiosos. Tuvimos una tanda de charlas apologéticas con libertad de discusión. Ya planteamos los temas máximos: la existencia de Dios, la divinidad de Jesús… Muchos ya se han comprado el Nuevo Testamento. Otros están le-yendo libros formativos o apologéticos. Durante estas conferencias han acaecido episodios conmovedores, pero no tengo el tiempo de describirlos” (4).

¡Me habéis matado al hijo! Lo que la modestia del P. Kolbe y su gran respeto por la intimidad de los corazones le impiden revelar, lo sabemos, si bien parcialmente, a través de los testigos. El P. Floriano Koziura declara en los Procesos de Beatificación: “Hallándose el P. Kolbe en Zacopane, trabó conocimiento con un intelectual. A cada encuentro, Maximiliano le decía: “Señor, ¡confiésese!. Y el otro solía res-ponderle: “Nada que hacer, Padre. Respeto sus consejos. Pero nada de confesiones. ¡Quizás más adelante!”. Después de unas semanas, antes de partir, el intelectual fue a despedirse del P. Kolbe, quien una vez más le dijo: “Señor, ¡confiésese!”.-Disculpe, Reverendo. No tengo tiempo. He de apurarme para tomar el tren.-Entonces acepte al menos esta medalla.“El señor aceptó por cortesía la medalla y en seguida partió para la estación. Mientras tanto, el P. Maximiliano cayó de rodillas, para implorar de la Inmacu-lada la conversión del obstinado.

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“¡Que estupor! Momentos después alguien llamaba a la puerta y entró el mis-mo señor que tenía tanta prisa para tomar el tren. Desde el mismo umbral, excla-mó: “Padre, le ruego, confiéseme” (5). Por su parte, Winowska recoge otro conmovedor episodio. “Entre los más asiduos concurrentes a las conferencias del Padre, había un jo-ven universitario judío. Como su salud empeoraba, un día con gran pesar le dice al Padre que ésa sería la última charla en la que participaría. El Padre lo alentó y le dijo que iría a visitarlo. Estaba prohibido el acceso a la sección de enfermos graves. ¿Cómo hizo este especialista de lo imposible para entrar lo mismo? El hecho es que avisado a tiempo, acudió al enfermo, quien le pidió el bautismo. Desbordando alegría, el P. Maximiliano lo bautizo, le dio la Primera Comunión, lo ungió con los Oleos de los enfermos, y le colgó del cuello la Medalla Mila-grosa. El enfermo rebozaba del gozo más puro, pero tenía un pánico atroz por la llegada de su madre, fanática israelita. “Quédate tranquilo, muchacho, Antes es-tarás en el cielo”. Se apagó serenamente a las once y su madre llegó al mediodía. Mientras le arrancaba la Medalla Milagrosa, sus gritos destemplados atronaron el sanatorio:-¡Me han matado al hijo!... ¡Me lo han quitado!... “Fue un escándalo mayúsculo. El director del sanatorio se precipitó para apla-car los ánimos, e intimó al P. Kolbe que no se asomara más por ahí. ¡Qué mal lo conocía! “La Inmaculada me dio la fortaleza de resistir y contesté que en las horas de visita podía entrar como todos”, concluyó el P. Maximiliano (6). Sucintamente, el P. Maximiliano sintetiza su enorme labor espiritual, pese a los pulmones flojos y podridos: “Aquí han organizado la entronización del Sagrado Corazón. Desde entonces muchas cosas han mejorado notablemente. Las almas están sinceramente a la búsqueda de la verdad, porque se sienten “infelices” sin la fe. También es inminente un cambio en la administración incrédula” (7)

Formador de su hermano Para un jefe, un líder, lo más importante es la formación de los cuadros de sus colaboradores. La poderosa personalidad de Maximiliano, aunque arropada en la endeblez del cuerpo, encontró en su hermano menor, fray Alfonso, una ductilidad y apertura tal, que hicieron posible traspasamiento de los ideales de perfección y apostolado, del uno al otro. La hermandad de la sangre se transfor-mó en profunda amistad y afinidad de espíritu, al servicio de la Inmaculada. Fray Alfonso estaba preparándose para el sacerdocio, Su espíritu estaba, pues, en un estado de particular ebullición. El P. Maximiliano auscultó los fuertes gri-tos y los pujantes latidos de su hermano menor, quien, él también, quería ser

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águila, y no sapo de charco, y volcó en él los tesoros de su experiencia, cultura y santidad. He aquí las grandes líneas maestras con que orientaba a su hermano.Establece los pilares de la vida religiosa. La pobreza es la marca del franciscano y la obediencia es la base de toda espiritualidad. “La obediencia es la voluntad de Dios en todo. La perfección se funda en la caridad hacia Dios, en la unión con Dios y en la conformidad con él. El Amor a Dios se demuestra en el cumplimiento de su voluntad, la cual nos es manifestada por medio de los superiores” (8). La Milicia de la Inmaculada es una conquista inteligente, oportuna, planifica-da y audaz. “La Milicia de la Inmaculada ha de transitar por un camino difícil y duro, pero beneficioso. Para salvar tantas almas que se pierden, ha de esforzar-se por conocer errores y prejuicios antirreligiosos, tan ampliamente esparcidos, su naturaleza y sus consecuencias deletéreas, los métodos de propaganda, sus representantes y corifeos, y cómo refutarlos”. Rechaza en el ministerio todo macaneo. “Por experiencia personal sé que no vale aprender para la escuela, sino para la vida, de manera que se pueda presentar a las otras doctrinas claras. No permita Dios que un caballero de la M. I., hallándose en sociedad o en tren, conteste las objeciones antirreligiosas con respuestas superficiales o insuficientes, que podrían debilitar la fe de los escuchas. Te recomiendo, pues, estudiar y asimilar profundamente la dogmá-tica” (9). Alienta a su hermano y a la vez lo estimula. “Lo que me escribes, me encanta. Y si perseveras en tus propósitos, serás pronto un santo. Pero es un camino sin paradas. El santo ha de continuar santificándose. Cuanto más adelanta uno por este camino, tanto más se da cuenta de lo poco que ha hecho, en relación con lo mucho que queda por hacer. Cuanto más corre uno rápidamente, tanto más ve la lentitud de la carrera emprendida. Junto a San Francisco, moribundo, hemos de decir: `Comencemos a hacer el bien’” (10). En respuesta, Fray Alfonso, aún bisoño en las lides del Señor, manifiesta su entusiasmo y su inquietud: “Tus cartas me hacen un extraño efecto. Cuando ha-blo con los demás del ideal del sacerdocio, me parece estar bastante adelantado. Basta que tú me escribas y me encuentro al pie de la escalera. Siento una especie de desilusión. Sin duda, es mi amor propio que tasca el freno. Después lo morti-fico y vuelvo a trabajar” (11). Caminar junto a un santo da vértigos, pero bien vale la pena. La admiración que el hermano menor siente por su hermano mayor, es mucho más que candor infantil. Con más propiedad, habría que llamarla captación de sus ideales y ansia de volar juntos.

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Un reglamento exigente En una pausa de la enfermedad, el P. Kolbe volvió a Cracovia, para hacer el retiro anual junto a sus Cohermanos. En su cuaderno de apuntes, Maximiliano fijó sus propósitos en un exigente reglamento.

“REGLAMENTO DE VIDA A LEERSE TODOS LOS MESES”

1. Debo ser santo y gran santo. 2. Por la gloria de Dios, he de salvarme a mí mismo y a todas las almas, presentes y futuras, mediante la Inmaculada.

3. Huir “a priori” no sólo del pecado mortal, sino también del peca-do venial deliberado.

4. No permitir: Que el mal quede sin reparación.

Que el bien quede sin fruto.

5. Tu regla sea la obediencia –la voluntad de Dios por la Inmacula-da-; yo, nada más que un instrumento.

6. Piensa en lo que haces. No te preocupes de lo demás, por malo o bueno que sea.

7. Guarda el orden y el orden te guardará a ti.

8. Acción pacífica y benévola.

9. Preparación – Acción – Conclusión.

10. Recuerda que eres cosa exclusiva, incondicionada, absoluta, irrevocable de la Inmaculada…

La VIDA (en todo momento), La MUERTE (dónde, cuándo y cómo), mi ETERNIDAD, todo es tuyo, oh Virgen Inmaculada. Haz de mí lo que es de tu agrado (12).

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Sería bueno, hermano lector, volver a leer estos propósitos. No son enfoques teóricos, sino resoluciones prácticas. Corresponden al estilo de Maximiliano. Son concisos como proclamas. Subrayan una vez más los ideales maestros de su espiritualidad, compendiada en la total consagración a la Inmaculada, para ser santo y santificar a los demás. Pese a los graves problemas de la salud, están henchidos de optimismo y dinamismo. Con toda evidencia se destaca su gran libertad de espíritu, señal de madurez, equilibrio y confianza en Dios. Esa libertad nace de la obediencia, es fruto de su entrega a la Virgen y es una actitud de vivir plenamente el momento presente. Maximiliano lo escribió para sí; pero cada uno de nosotros podría apropiárse-lo como sabio y santo programa para guiar la propia vida espiritual. Al seguirlo, no quedaremos defraudados, como no fue defraudado el P. Kolbe. Durante las largas horas de reposo obligatorio, Maximiliano coloca sus lentes y su reloj al pie de una pequeña imagen de la Inmaculada. “¿No son los lentes el símbolo de los ojos? Pues bien, colocándolos allí, yo quiero que ellos representen mis ojos siempre fijos en la Inmaculada”. “El reloj, ¿no significa el tiempo? Posándolo al pie de la Inmaculada, yo de-seo expresar mi firme voluntad de consagrar a esta buena Madre cada instante de mi vida” (13).

N O T A S(1) En Masiero, p. 83 y p. 87.(2) En Masiero, p. 83.(3) En Masiero, p. 84.(4) En Ricciardi, p. 84.(5) En Ricciardi, p. 85.(6) En Winowska, p. 77.(7) En Masiero, p. 86.(8) En Ricciardi, p. 87.(9) En Masiero, p. 84-85.(10) En Winowska, p. 78-79.(11) En Winowska, p. 79.(12) En Ricciardi, p. 89.(13) En Masiero, p. 89.

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EL CABALLERO DE LA INMACULADA

Enlace entre círculos marianos Alrededor de la Navidad de 1921, vuelto del sanatorio con los pulmones más o menos remendados -¡y nunca curados del todo!-, el P. Maximiliano re-toma el trabajo. Y lo retoma con un ritmo tan arrollador que parece quemar etapas. Abrasado por si ideal -¡más que nunca!-, pensando quizás en la brevedad de su vida, urgido por las angustiosas situaciones de su patria, despliega una actividad asombrosa. Antes de ir al sanatorio, había echado unas semillas, como un manojo de ideas, inquietudes e inscripciones. Pero su internación en el hospital parecía paralizar todo. Se había extendido, sobre toda la obra de la Milicia de la In-maculada, una verdadera colcha invernal. La que, lejos de hogar la semilla, la había protegido y fortalecido. Acá y allá, en colegios y cuarteles, en conventos y parroquias, entre grupos familiares y juveniles, habían surgido varios Círculos marianos de formación y acción. Por otra parte, los que vivían lejos, en las afueras de la ciudad o en pueblos vecinos, clamaban por un enlace. El dinamismo y el entusiasmo del P. Maximiliano no podían satisfacerse con la simple adhesión de devotos; ni el fervor de la gente podía agotarse con la recepción de una insignia. Unos y otros necesitaban conocerse, vincularse, armarse de ideas, ensanchar el campo de acción, llegar a una coherencia de vida, a una vivencia familiar y social. La necesidad de un boletín de enlace nació espontánea e irresistiblemente. La idea encajaba perfectamente en los planes de la M. I., que debía utilizar todo medio de propaganda y divulgación, para el advenimiento del reinado de María. El P. Maximiliano había soñado y ansiado esa oportunidad. El día del nacimiento del boletín fue para él una primavera florida de luz y alegría. La Inmaculada le estaba indicando el camino. Sin embargo, un boletín, por modesto que sea, necesita locales, personal de redacción y una imprenta. O sea, son costos siderales en dinero, en horas de trabajo, estudio y consulta. Una vez impreso, está de por medio la distribución. Sin duda, lo más grave es la financiación. Y si se piensa en un boletín mensual, hay que multiplicar por doce los trabajos y gastos, las preocupaciones y los problemas.

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En la mente del P. Kolbe, “EL CABALLERO” debía tener un aliento am-plio y generoso. No sólo debía servir para estrechar vínculos de fervor entre los asociados de la M. I., sino que también debía abrirse a todas las familias de Polonia, y del mundo. Debía “llevar a la Inmaculada a las casas, para que las almas, acercándose a María, reciban la gracia de la conversión” (1). Como por celestial visión –la voluntad de la Inmaculada es orden absoluta e incondicional para su servidor-, el P. Maximiliano se sintió espoleado a em-prender esta nueva tarea editorial, que con el tiempo –como escribe con acierto el P. Ricciarli- “llegará a ser la obra quizás más grandiosa de apostolado cató-lico de nuestros días, en honor y nombre de la Inmaculada” (2). Atado al voto de la obediencia, el P. Maximiliano presentó su solicitud al P. Provincial, P. Karwasky, el cual, de golpe y porrazo, se encontró enfrentado a una marejada de problemas. La salud del P. Kolbe era totalmente precaria, y su capacidad de redactor y editor, desconocida: ¿Cómo, pues, se iría adelante? Embanderarse en un tembladeral, ¿no causaría menoscabo a la Orden francis-cana? Los Padres consultados daban pareceres contradictorios… Lo peor de todo eran los problemas financieros. Las arcas de los conventos estaban vacías; y en toda la nación, la inflación era espantosamente galopante. Pero la fe del P. Maximiliano era tan grande, el candor de sus ojos tan suplicante, el crecimiento en calidad y cantidad de los nuevos militantes tan evidente, que el P. Provincial no pudo negar el permiso, pero lo otorgó con una cláusula despiadadamente leonina: “Ya puede comenzar la publicación de “El Caballero”, con la condición de que ningún gasto haya de ser sostenido por la administración provincial”. ¿Desaliento o desafío? El permiso del P. Provincial hubiera enfriado el en-tusiasmo de más de uno, menos el del P. Maximiliano, quien lo tomó como un desafío, como un cheque en blanco… a cargo de la Virgen y del coraje de su servidor. Ni uno ni otro fallaron; pero a costa de grandes sufrimientos.

Magros comienzos En Enero de 1922, después de apenas un mes de la vuelta del sanatorio, un carromato se detiene ante la puerta del convento. El cochero toca con fuerza la aldaba. Busca al P. Maximiliano. Ante el asombro de todos los frailes, deposita en la portería nada menos que 5.000 (cinco mil) ejemplares de la nueva revista, cuyo título sonoro y batallador: EL CABALLERO DE LA INMACULADA, es todo un programa. ¡Qué momento feliz para el P. Maximiliano! ¡Qué jornada gloriosa para la Milicia de la Inmaculada! Su mentalidad, de plena utilización de todos los

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medios modernos para el servicio del apostolado, ¡ha triunfado! Su ambición de “forrar el mundo entero con papel impreso, para devolver a las almas la alegría de vivir” comienza a realizarse. Pero… ¡Ah! ¡Hay tantos peros!... Al-rededor de la revista se levanta pronto un avispero de críticas. La presentación de la revista es lamentable. ¡No tiene ni tapa! Si bien ho-nesta, poca gracia tiene para los lectores esta nota de la administración: “Por carencia de capital, no podemos asegurar a los lectores el envío regular de la revista. La administración confía en las limosnas que se le envíen”. Al confiar la subsistencia económica de la revista en las limosnas de la gente, es un riesgo grave, que sólo los santos o los locos pueden asumir, aunque se verá que, haciendo hincapié en las riquezas morales de la gente, fue un gran acierto del P. Maximiliano, ya que hallará un venero inagotable de comprensión y apoyo. El contenido de la revista tampoco brillaba por ideas novedosas o por una exposición impactante, por variedad de temas o por galanura de estilo o ele-gancia de forma. Sin embargo, tenían mucho más que todo eso. Ofrecía un corazón desbordante de fe y amor. ¡Tenía un calor de vida! Respondía con hondura a las esperanzas e inquietudes de los lectores. Produjo en el pueblo sorpresa y adhesión. Ante estas falencias, no son de extrañar el juicio desfavorable del censor eclesiástico de Cracovia y su total escepticismo, acerca del porvenir del peve-nir del periódico. Más tarde rectificará su opinión y abiertamente declarará su asombro ante el inesperado desarrollo. Pero, al divulgarse, ese juicio negativo echó chispas de más críticas y burlas. El P. Kolbe no sólo era un “latoso”, que incomodaba a medio mundo, sino también un “inexperto”. El P. Kolbe, como siempre, calló y capeó las críticas y adversidades bajando la cabeza y orando. Con el envío de la revista, que le coloreó la mente de radiante azul, le lle-gó también la factura, que lo arrastró al borde del abismo. ¿Cómo pagar? Las arcas están vacías; lo que es peor, ni arcas hay; las limosnas de la gente aún por venir, ¡y muy lejos! Además, por coherencia editorial y respeto a los lec-tores, ya había que pensar en el segundo número. Pero, ¡Cómo pensar en otro número, sin el pago del primero! Y sin pagarlo, todo se hubiera atascado, todo hubiera abortado. Hubiera bajado sobre la obra el silencio del sepulcro. El P. Maximiliano, como franciscano, sabe que mendigar de puerta en puer-ta, podría ayudar a resolver el asunto; pero en su pecho se levanta una infran-queable barrera de pudor y sensibilidad. La lucha se entabla tremenda, pero bien humana, que enaltece al pobre P. Maximiliano. Oigámoslo de sus labios:

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“Entré en una papelería, para pedir el óbolo por “El Caballero”; pero con-fundido por la vergüenza, acabé por comprar yo mismo una chuchería y salir disparado. Caminé unos pasos, reprochándome la cobardía de no haber podido, por amor a la Inmaculada, reprimir el instintivo sentido de la humillación per-sonal. Volví a intentarla prueba y entré en un segundo negocio. De nuevo, la vergüenza me venció… Sin abrir la boca, pero sonrojándome de pies a cabeza por la confusión, me encontré en la calle sin darme cuenta” (3). Llamó a otras puertas, y finalmente pudo hallar en unos sacerdotes de la ciudad un substancial apoyo; pero éste apenas cubría la mitad. ¿Y la otra mi-tad? Acude al P. Guardián, quien no le ofrece más que un viejo proverbio po-laco, que suena como una bofetada: “Estas cosas suceden, hijo mío, cuando se quiere ir a la conquista de la luna con la lanza en ristre… Ahora debes zafarte solo… El convento es muy pobre”.

Un objeto… no litúrgico Acude también a su celestial Patrona. “El asunto es todo de Ello –se dice el P. Maximiliano-. Todo fue hecho por su gloria y por el bien de las almas”. Y no quedó defraudado. En Cracovia, en la basílica de S. Francisco hay un altar dedicado a la Virgen Dolorosa, representada en una tela y conocida como la “Dolorosa benefactora”. Acuciado por el duro trance, Maximiliano se postra al pie de la Virgen, derra-mando su corazón y pidiendo socorro. Terminada su fervorosa oración, mientras está por alejarse, observa sobre el cándido mantel un objeto… no litúrgico. Se acerca. Es un sobre. Sube las gradas. Y con grata sorpresa lee estas palabras níti-damente escritas en el sobre: “Para ti, Madre Inmaculada”. Lo abre y, pasando de maravilla en maravilla, encuentra dentro la otra parte de la suma para el pago del primer número de la revista. Comprendió todo y en efusión de lágrimas se arrodillo agradecido y adorante. Era la respuesta de la Virgen. Estupefactos ante la rara coincidencia, también los superiores reservaron, para el saldo de la deuda, la suma del milagro (4).

Un celestial patrono Si el camino emprendido estaba cuajado de angustiosas dificultades; si las deudas le cortaban el aliento; si las críticas no escaseaban, el P. Maximiliano tuvo también la inapreciable suerte de hallar un alma gemela en el P. Venancio Katarzyniec, abrazado como él, por el fuego de la caridad. Lo había conocido años atrás durante el noviciado. No necesito hablarle. Le basto verlo, para sentirse alentado en sus ideales de perfección religiosa. El P.

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Venancio estaba dotado de altas prendas intelectuales, pero su cuerpo ya estaba gastado por las enfermedades, que lo llevarían tempranamente al sepulcro. El novicio Maximiliano admiró en él, una heroica fidelidad a la obediencia, una eterna sonrisa que ocultaba las torturas de la dolencia, una generosidad sin lí-mites al servicio de los hermanos. Ese testimonio, simple y elocuente, subyugó al joven Maximiliano, quien aprendió cómo “fuese realmente posible desposar la humildad del espíritu con los dotes excepcionales de la inteligencia, la pre-cariedad de la salud con la observancia rigurosa de la Regla, los sufrimientos físicos con la alegre risa del corazón” (5). Por su parte, P. Venancio se sintió atraído por los ardores apostólicos y marianos del P. Kolbe; colaboró en la propagación de la M. I. y lo alentó en la edición de la revista “El Caballero”. Eran dos almas que se entendían a las mil maravillas, porque estaban fundi-das en el mismo crisol del sufrimiento y el amor. “No sé cómo explicarme –le escribía el P. Venancio-. Sin embargo, desde el primer día, mi corazón se llenó de afecto para con Ud. Y me pareció que teníamos las mismas aspiraciones, los mismos ideales, si bien Ud. me superaba holgadamente por su inteligencia y sus progresos en el camino de la perfección” (6). Carcomido por la tisis, murió joven, besado por el soplo divino de la san-tidad. El P. Maximiliano lo veneró siempre como a un santo, agitó su causa de beatificación, urgió la cosecha de testimonios y le dedicó una ardiente plegaria, para que desde el cielo, “donde podía trabajar con las dos manos”, acompañara la dura marcha ascensional de “El Caballero”. “Querido Cohermano y audaz caballero de la M. I. Ahora que estás delante del trono del Altísimo, ruega por las almas de los pecadores. Ahora que la debili-dad de la carne no te impide trabajar intensamente, ¡mira y escucha! Tus Coher-manos han realizado tus ardorosos proyectos. La revista que esperaban, comienza a vivir, para conquistar almas para la Inmaculada. Mira e interésate sinceramente por ‘El Caballero’: ruega por su desarrollo y sé su protector” (7).

Una “abuela” y 100 dólares La revista nació y creció a imagen y semejanza de su fundador. Imprevisible era la actitud del P. Maximiliano; imprevisible fue también el crecimiento de la revista. Como toda obra nueva conoció las dificultades iniciales. Le costó tiempo para ser conocida, apreciada e imponerse. Tuvo que repechar los graves pro-blemas inflacionarios. Palmo a palmo se ganó el corazón y la confianza de los lectores. Empapada de ideales, alimentada por meritorios sufrimientos, ramo de flores de un corazón enamorado, centró de lleno el blanco del alma y del fa-

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vor popular. Sin embargo por los graves problemas del país y por las frecuentes huelgas, la revista tuvo que emigrar de imprenta en imprenta, con no pocos inconvenientes para todos. Y ¿por qué no tener una imprenta propia? La feliz idea le pareció a Maxi-miliano una inspiración y se echó de cabeza en su logro. Ya le había hecho el amor a una vieja máquina, que yacía inoperante en el convento de las Herma-nas de la Misericordia (donde una joven religiosa, Sor Faustina, apóstol del amor infinito, estaba escalando raudamente las cumbres de la santidad). No era una joya, sino un dinosaurio, una “abuela” del arte tipográfico. No se movía mecánicamente, sino a pedal, a mano, a pulmón, pero para comenzar, bien podía servir. Y ¡sería algo propio! Y ¡se podría trabajar de día y de noche! Y ¡no habría trastornos por las huelgas! Y ¡con el propio esfuerzo, aunque cos-tase escupir sangre, todo sería más barato! Y sobre todo ¡el trabajo intelectual y material se fundiría en un solo canto de amor de los Caballeros a la Dama de su corazón! ¡Cuántos sueños acariciados! El P. Maximiliano, nuevamente preocupado de buscar la voluntad de la In-maculada, acude al superior, el cual ante las justas razones, otorga el permiso, pero como siempre añade esa maldita condición: “Que la plata se la encuentre él, ya que el convento es pobre”. Al que quiere celeste, ¡que le cueste! Y Maximiliano volvió a trajinar para juntar los centavos, solicitar colabora-ción, mendigar la ayuda necesaria. Bien poca cosa pudo cosechar. Además, el grupito de los opositores no había desarmado. Y cuando se comenzó a hablar de la entrada de una máquina en el convento, parecía que un sismo hubiese sacudido las vetustas paredes: Y más papistas que el papa, juzgaron que ma-quinaria de imprenta y ediciones de revistas estaban en contradicción con el espíritu de S. Francisco. “No es propio del espíritu franciscano –pontificó uno de ellos- publicar revistas, sino predicar y confesar” (8). Por esos días, llegó desde los Estados Unidos de América el P. Cyman, de la misma Orden, para visitar a sus familiares polacos. Después de la cena, todos rodearon al recién llegado en una velada de in-teresantes diálogos acerca de las situaciones sociales y económicas en los dos países y de comunes problemas de la Orden franciscana: seminarios, activi-dades, vocaciones... Bien pronto la conversación cayó sobre la revista la que desde menos de un año había comenzado a rodar por los caminos del mundo. Y los críticos de siempre repitieron hasta el cansancio los conocidos estribillos de las deficiencias de la revista. “Mientras tanto –atestigua Fray Gabriel- el P. Maximiliano, imperturbable, ni reaccionaba, ni se defendía, sino que, con los ojos bajos, callaba. Quien, al

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contrario, contesto fue el propio huésped, el cual pronuncio con la más solem-ne seriedad y franqueza: “Si la redacción de “El Caballero” anda mal, la culpa en máxima parte es de quien, en lugar de ayudar, solo sabe criticar”. Y añadió que por lo que se refería a la redacción literaria y al trabajo propiamente tipo-gráfico, no solo el P. Maximiliano debía llevar el peso, sino también todos los religiosos capaces, como todos los conventos de la provincia debían prorratear la carga financiera. Y dirigiéndose al P. Maximiliano, concluyó “Para ayudarle, Padre, yo pri-mero daré mi contribución”. Y así diciendo saco la chequera y firmó por cien dólares. ¡En esa época era una verdadera fortuna! La Inmaculada lo había traí-do de la lejana América, para colaborar en la compra de la maquinaria de im-prenta y de tupidos anaqueles de caracteres (9). Winowska recoge un comentario: “Hay en la vida del P. Kolbe dos mila-gros que bastarían para su canonización. Ante todo, su salud. ¡Tenía sólo un cuarto de pulmón! Y con ese cuarto de pulmón trabajo de manera arrolladora, Después, su obra. Iniciada de la nada, ésta crece a pesar del sentido común y en contra de toda previsión. Nadie entendía nada. ¡Tampoco el Padre! Pero él se sentía orgulloso. A él le bastaba que el misterioso secreto quedara guardado en el corazón de la Inmaculada”.

Nuevos Horizontes El impulso tomado por “El Caballero” creaba serios problemas al convento de Cracovia. La dirección, redacción, depósitos bidones de tinta, laboratorios quími-cos y fotográficos, maquinarias, ficheros. . . exigen cierta amplitud de locales y una cierta autonomía de gobierno, que solo el convento de Grodno, venerable de años y de historia, y de reciente apertura, podía admirablemente prestar. Por noviembre de 1922, la Milicia de la Inmaculada, abrasada por una lla-marada de ambiciones y con ansia de conquistar para la gloria de la Virgen al mundo entero con las nobles armas de la cultura y verdad, carga todos sus elementos de imprenta y rumbea para Grodno, desde el crecimiento de la M. I. será vertiginoso en las dos vertientes: editorial y vocacional. Los biógrafos del P. Maximiliano son unánimes en afirmar que esos pocos años vividos en Cracovia fueron sumamente complejos, dificultosos y doloro-sos. Allí el P. Kolbe templó su personalidad, en “la incandescencia de la escue-la del dolor, del saber sufrir” (11). Cuántas veces en sus cartas repite la queja: “!Cracovia, Cracovia!”. El P. Maximiliano, audaz en sus aventuras, generoso con sus adversarios y, pese a todos los obstáculos, mas enamorado que nunca de su ideal, dispuesto

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a ir hasta el fin del mundo para plantarlo –y ¡lo hará de veras!-, ¡cuánto debió sufrir! Y ese sufrimiento se volverá un raudal de celestiales bendiciones!

San Maximiliano (con la barba) jugando al ajedrez con un grupo de jóvenes

N O T A S

(1) En Ricciardi, p.95. (2) Ricciardi, p.91. (3) En Ricciardi, p.96.(4) En Ricciardi, p.96. (5) Lorit S., p. 30. (6) En Winonwska, p.80(7) En Ricciardi, p.104. (8) En Winonwska, p.90. (9) En Ricciardi, p.108.(10) Winonwska, p.90. (11) Ricciardi, p.103.

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LA MALDICIÓN DE SAN FRANCISCO

Pedales y manivelas En Grodno, el dinosaurio de esa máquina imprenta lucía impecable y casi majestuoso en medio del taller. Resoplaba fuerte y bombeaba dinamismo a toda la edición. El P. Maximiliano no estaba arrepentido de su adquisición. ¡Al con-trario! Se sentía orgulloso. Era un notable avance en sus ambiciones de poner todos los medios técnicos al servicio de sus ideales marianos. Pero, ¡qué masacrante era el manejo! Había que moverla a mano. Cada pá-gina implicaba un ajustado giro de manivelas y pedales. Las 16 páginas de que estaba formada la revista, multiplicadas por los 5.000 ejemplares tirados, dan cifras de vértigo. Son 80.000 vueltas, que hora tras hora día tras días, y a veces noche tras noche, sujetan al operador de turno, para poder brindar al principio de cada mes el flamante número a los ansiosos lectores que pugnaban por recibirlo. La posición era incomoda: de pie y encorvados. Después de la jornada, los lomos ardían de fatiga, pero los ojos eran felices porque cada página era un canto de amor a la Virgen y llevaría a los corazones abatidos bríos de entusiasmo y olea-das de esperanza. Como siempre, el P. Maximiliano seguía siendo el principal redactor. Antes, como los demás frailes, debía cumplir sus deberes de religioso y sacerdote. Des-pués de la diaria meditación y Misa, debía atender por horas las confesiones. A veces, a bordo de un derrengado carromato, se lo enviaba a visitar a los enfermos de las aldeas vecinas. Sólo después podía entregarse a sus “divagaciones” perio-dísticas. A veces se sentía impotente ante las abrumadores tares y se desahogaba con su hermano P. Alonso: “¡Que puedo hacer, cuando los confesionarios están abarrotados de penitentes y debo pensar también en ´El Caballero´?. . . A decir la verdad, no tengo tiempo de enfermarme; pero no pocas veces la fiebre me hace estallar la cabeza” (1). Su celda era también sede de la redacción. Allí reinaba un soberano desor-den. Libros, revistas, recortes, opúsculos, anotaciones estaban esparcidos so-bre el escritorio, taburetes y banquetas, en las esquinas o debajo de la cama. El P. Maximiliano se sentía feliz rodeado de esa baraúnda, porque una blanca pequeña imagen de la Inmaculada le sonreía desde su mesa de trabajo, y le daba aliento y luz. Y aun antes de que pudiera releer el artículo, ya el hermano responsable del taller se lo arrebataba de las manos para pasarlo en letras de molde y zambullirlo en las fauces del “dinosaurio”, para salir fresco de tinta e incandescente de fuego.

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Mientras aplazaba la hora de ir a la cama, cansado de tantas tares, el sueño le vencía. “Una vez estaba haciendo unas correcciones, teniendo en la mano una lámpara a querosén. Esta resbaló, cayó al suelo y con su golpe seco lo despertó de sobresalto. Otra vez compareció a la mañana con un formidable chichón en la frente; y riendo explicó a los frailes preocupados que la noche anterior se había dormido sobre el breviario” (2). Apenas terminada la redacción, Maximiliano corría al taller se ponía el mameluco, se apresuraba a sustituir al hermano fatigado de tanto manipuleo. Y con el sudor de su frente y los callos de sus manos y con la debilidad de sus pulmones seguía cantándole su amor y alegría a la “Madrecita” celestial. El taller estaba en sus comienzos y carecía prácticamente de todo el ajuar de accesorios. Con aire pícaro y retozón, el P. Maximiliano escribía a su hermano: “Pídele a la Virgen, que, de un modo u otro, podamos tener esa “cuchilla”. Es la guillotina tan necesaria en toda imprenta. A menudo debe abandonar todo y correr a la capital para procurar papel, caracteres, tinta. . . Agradece a la Virgen que “está guiando las cosas de manera tan sorpren-dente, que de todas partes fluyen pedidos de más números”. Ahora “esta ambicionando tener una máquina de escribir, para trabajar en los viajes en tren”. Con el candor de un niño que desea mostrar sus juguetes, cuenta a su hermano que acaba de llegar todo un vagón de papel, repleto hasta el tope, y le invita a visitarle: “Durante las vacaciones, date una vuelta por acá, y verás la maquina tipográfica, la cosedora y otras maravillas” (3). Y la gran maravilla no eran esos “juguetes” sino el propio P. Maximiliano, cada día más santo, porque más obediente y humilde, más lleno de fe y más olvidado de sí mismo, y porque cada día carga la cruz de su precaria salud y de un trabajo agotador. Cada pedido de nuevas suscripciones o de números atrasados era recibido con inmensa alegría. No era la alegría del comerciante, que ve multiplicar sus entradas, sino la alegría del enamorado y del genio creador, del que se alegra de que más almas conozcan a la Inmaculada y de hallarse en el buen camino de la captación del alma popular. Pero con cada pedido debía también pensarse en más horas de trabajo y en menos de sueño, en más manipuleos de manivelas, en más ardores de cintura y en más agotamiento. Pero esos muchachos, arrastrados por el ejemplo del Padre, acudían pre-surosos a él para arrancarle nuevos permisos de más horas de trabajo, y más números de ejemplares. Esos tesoneros esfuerzos eran para ellos como ofren-das a la virgen de renovados ramos de rozagantes flores.

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Para recibir, hay que dar La revista tenía dos tipos de abonados: los suscriptores y los gratuitos. Se le enviaba gratuitamente a quien la pidiera. “Desde luego, no podían faltar candi-datos a estas suscripciones gratuitas. Los frailes se enojaban un poco, pero el P. Maximiliano no quiso nunca renunciar a esta forma de propaganda. Honraba a sus lectores con una confianza total, pero los comprometía en su conciencia. Escribía: “Con mucho gusto ofrecemos abonos gratuitos a los que, como en-fermos, pobres o presos no puedan dar nada por la obra de la Inmaculada, ni siquiera privándose de algo”. La puntería daba en el blanco. Entonces comen-zaban a fluir cartas conmovedoras, como: “Renuncio a fumar, para poder pagar mi suscripción, y también el del vecino quien no cree”. O: “Después de la Misa dominical pasaba un rato en el boliche. No voy más y ofrezco esos ahorritos a la Inmaculada”. Otros: “En lugar de comprarme el vestido, les envío el dinero: les servirá para abrir nuevas suscripciones”. Con instinto seguro el P. Maximiliano había entendido que hay, en nuestro pueblo insondables tesoros de generosidad, pero, para hacerlos brotar, hay que darle confianza” (4).

Una ecuación que obliga a reflexionar En el álbum de oro de la M. I., hay que inscribir el nombre del P. Fordon, hombre de Dios y autentico colaborador del P. Maximiliano. Además de guar-dián del convento, era también delegado provincial de la M. I. En esos mo-mentos de gran expansión, no faltaban tensiones. Sólo la prudencia y la piedad del P. Melchor sabían tranquilizar los ánimos. Fue también un buen asesor para guiar y, si era del caso, frenar los impulsos del vehemente celo del P. Maximiliano. Y cuando –como veremos- el propio P. Maximiliano, atacado por nuevas hemoptisis, tendrá que abandonarlo todo por 15 meses e internarse otra vez en el sanatorio, confiara ciegamente en el P. Fordon, bajo cuya dirección entregará el ya poderoso movimiento editorial y los racimos de florecientes vocaciones. Tanto apreciaba los consejos y los puntos de vista del P. Fordon, que conden-sará en frase lapidaria su pensamiento, viendo en el P. Fordon un mediador ante la Inmaculada:

Voluntad divina = Voluntad de la Inmaculada = Voluntad del P. Provincial = Consejos del P. Fordon”.

Como es evidente, la fórmula es una ecuación rectilínea, que nos obliga a reflexionar con hondura ya que si la explicación es fácil terrible ha de ser la apli-cación práctica.

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La voluntad de Dios llega al hombre a través de mediaciones (= padres, sacer-dotes, autoridades. . .). El ropaje en que esa voluntad divina se manifiesta, puede ser poco vistoso, inelegante o hasta totalmente ajado. Sin embargo, la validez y la fuerza del contenido, o sea la divina voluntad, no sufre con ello menoscabo, Es fácil en un convento, como en toda familia u organización, ser humana-mente prudente, y juzgar a los hombres según sus cualidades o defectos, y no como representantes de Dios, El P. Maximiliano en una carta a su hermano Al-fonso denuncia semejante actitud, a la que llama peste, y le previene: “He obser-vado que algunos religiosos se regulan más según la razón que según la fe, más con el cálculo natural que el sobrenatural, viendo en los superiores a hombres más o menos doctos en lugar de representantes de Dios. ¡Oh!, vigila mucho –y subraya fuertemente el verbo- para que esta peste destructora que quita todo el mérito a la santa obediencia no contagie a los hermanos” (5). También el P. Fordon, en esos años de calamidades patrias junto a tantas promisorias juventudes, muere tísico en 1927, gastado por los trabajos, las pre-ocupaciones y las enfermedades. Tampoco en ese caso el p. Maximiliano se descompone o lloriquea desconso-lado, sino que sólidamente anclado en el dogma de la Comunión de los Santos, o trasvasamiento de oraciones y méritos de unos a otros, del cielo a la tierra, de la tierra al cielo, de los santos a los hombres de los hombres a los santos, escribe que cuando “el P. Fordon esté en el cielo, se acuerde de la M. I., de los herma-nos, de las dificultades y también de él”. En la nota necrológica hay acentos de conmovida gratitud: “El P. Fordon, tam-bién desde el paraíso, no olvidara ´El Caballero´, ya que es suyo como delegado y como confesor. ¡Cuántas veces me ha exhortado y aconsejado en la obra de la Inmaculada! ¡Cuántas veces acudía a él en las angustias y en los abatimientos del espíritu!”. Y lleno de fe y de radiante certeza, dice que “el P. Fordon fue a integra las ciudad de la Inmaculada del cielo, junto a tantos caballeros y devotos” (6).

Fogonazo vocacional Bien pronto, el P. Maximiliano, como todos los auténticos genios del espíritu, se vio rebasado por su propia criatura y vio surgir otras. Los asociados de la M. I., enarbolando el estandarte mariano, crecían en forma rápida y ya se contaban de a decenas y decenas de miles en toda Polonia. La revista, que debía llevar aliento y alegría a los militantes y devotos, había asentado sólidas bases de prestigio, seriedad y admirable irradiación mariana. Sin embargo, toda obra necesita animadores y continuadores. La M. I. también necesitaba animadores y continuadores, pero no mercenarios, sino consagrados.

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Repugnaba al P. Maximiliano la idea de que “El Caballero” fuera servido por redactores, mecánicos, obreros. . ., a sueldo. El altísimo ideal mariano requería ser servido con todo el corazón y para toda la vida. La entrega y la generosidad de los servidores de la Inmaculada debían ser incondicionales y sin límites. El trabajo que realizarían, debía ser una liturgia, un acto de amor, una ofrenda. La obra de María no podía ser una simple empresa comercial, sino una consagración. El P. Maximiliano tuvo la feliz idea de fotografiar a los hermanos, en hábito franciscano, ocupados en las distintas fases de trabajo en el taller, y publicar las fotos. Fue una revolución. Los que antes se imaginaban ingenuamente que los frailes y monjas vivían encerrados en sus conventos entre salmos, Misas y rezos, se vieron sorprendidos. Entre la juventud cundió el entusiasmo. Muchos sintie-ron en su pecho el deseo de consagrar su vida a la Virgen en las nobles tareas del apostolado moderno. Se podía ser técnico y consagrado: he ahí la profunda innovación del P. Maximiliano. La técnica más depurada debía ir del brazo con las Bienaventuranzas evangélicas, con los votos religiosos, con el más exigente seguimiento del señor. Con esas fotos, el P. Kolbe hizo un llamado al heroísmo que anida en todo corazón juvenil. Y los primeros reclutas, frescos de años y de entusiasmo comenzaron a llamar, por carta o personalmente, a la puerta del convento. Todos querían servir a la Inmaculada junto al P. Maximiliano. “El P. Kolbe estaba descu-briendo una forma inédita de vida religiosa admirablemente ajustada a las ne-cesidades del apostolado en el mundo moderno: frailes obreros en un mundo obrero” (7). Naturalmente, la nueva situación produjo un no pequeño terremoto en las costumbres y mentalidades de los otros frailes los que se vieron de pronto des-bordados en sus esquemas. El vino nuevo estaba por destripar los odres viejos. Ya que la vida religiosa tiene su finalidad en sí misma, o sea en la consagración, y no en el sacerdocio, que es otro carisma, como Francisco de Asís, esos candi-datos deseaban ser hermanos y no sacerdotes, y deseaban ser obreros al servicio de la Inmaculada. Muy pronto esos hermanos, de altas cualidades profesionales, tomaron a su cargo delicadas tareas de dirección, redacción y administración, que antes se reservaban a los Padres. Ese desplazamiento, tan legítimo y tan propio de la dinámica en juego, no agrado a todos. Y el P. Maximiliano nuevamente acudió al P. Provincial, para que “le indicara la voluntad de la Inmaculada”. Por suerte para la M. I. y la propia Orden franciscana, el P. Provincial autorizo la nueva forma de vida religiosa y verdaderas cascadas vocacionales irrumpieron en la obra hasta alcanzar casi el millar de hermanos.

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El P. Maximiliano no defrauda las expectativas ni aplasta los sueños de he-roísmo de los jóvenes educando. Les propone sus mismos ideales religiosos y marianos: una obediencia total, una filial devoción a la Virgen, fervor de aposto-lado a través de la prensa y otros medios de progreso moderno, heroicos renun-ciamientos según el lema: “¡Nada para sí, todo para la Inmaculada!”. Al enfrentarlos con las altas exigencias de su vocación, el P. Maximiliano los honraba, y los arrastraba a las cumbres de la vida mística y de la santidad. Tam-bién con la misma honestidad hacía una selección severa e invitaba a volver a sus hogares a los que demostraban “señales verdaderas” de vocación. Porque ni la obra de María ni el convento pueden ser refugio para desubicados o fracasados, sino crisol de santos. ¡Como quería el P. Maximiliano a sus muchachos! Se arracimaban junto a él como pollitos a la clueca. En sus angustias acudían a él y día y noche encontra-ban la puerta siempre abierta. Y su sonrisa en medio de sus continuos malestares, y sus ejemplos eran un estímulo y una recompensa para todos. Para los enfermos y los escrupulosos, o torturados espiritualmente, tenía exquisitas delicadezas y ternuras maternales. Para un escrupuloso fue capaz de escribirle largas carillas casi a diario, por mucho tiempo. Y cuando iba a Varsovia, siempre traía a sus muchachos unos regalos… ¡y qué regalos! “A su llegada –cuenta Fray Gabriel- corríamos a su encuentro como niños, y con alegría y a porfía le arrebatábamos lo que traía: para Fray Alberto, unos Kilos de caracteres y una caja de pintura; para Fray Joaquín, hilo de coser; para la administración, resmas de papel”. Y todos eran pobres y felices, felices porque eran pobres, felices porque esta-ban al servicio de la Inmaculada: “Eran tan pobres que las botas (indispensable en Polonia por el frio intenso y la tierra barrosa) y las capas pasaban de uno a otro. Nadie tenía el ajuar completo, y a quien debía salir, debía mendigar las distintas piezas. Fray Alberto vestía el mameluco del P. Melchor, Fray Gabriel se servía del magro vestuario de Fray Pascual y llevaba la capa más él que su dueño. El P. Maximiliano calzaba las botas de Fray Zenón, y se las cedía cuando éste debía viajar. La única prenda que no pasaba de mano en mano era la capa del Padre, por la simple razón, que no teniendo otra, le servía de frazada por la noche” (8).

El año de la lluvia de rosas ¡Año Santo 1925! En “El Caballero” se lo quiere celebrar a lo grande. Una sugerencia tomo rápidamente cuerpo: la edición de un calendario ilus-trado, una especie de álbum con fotografías, consejos útiles para el hogar y el

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campo, enfoques religiosos... Y como siempre, ¡todo a la mayor gloria de la Inmaculada! La Publicación constaba de 60 páginas y se hizo una tirada de 12.000 ejem-plares. Hizo furor, aunque no faltaron deficiencias. La administración se excusó con la acostumbrada honestidad en una clara advertencia: “Queridos lectores, si ustedes piensan que este calendario pueda encender en los corazones una chispa, si bien pequeña, de amor a la inmaculada, ¡hagan propaganda!”. Sin embargo, la humildad del molde no afecto la llama del contenido. Y el pueblo se sintió halagado y entusiasmado. Y no sólo se agotó la edición, sino que entre parientes y vecinos se hicieron circular las pocas copias recibidas. El P. Kolbe, profundo conocedor del alma popular había captado sus instan-cias y deseos, y pudo poner al activo de “El Caballero” otro acierto más. Pero. . . en moneda de tiempo y esfuerzo, de estudios y preocupaciones, ¿cuánto habrá costado al P. Maximiliano y a sus colaboradores? ¿Cuántas horas y cuantos días, manipulando pedales y manivelas de la vieja “abuela” que aún era reina en el taller, pero que bien pronto seria jubilada? ¿Cuántas horas sacadas al sueño? ¿Cuántos recreos transformados en horas suplementarias de trabajo? Detrás de todo triunfo, siempre hay alguien que paga. La obra de María pagaba en carne propia, con sudor, lágrimas, oraciones, y. . . sangre. El pueblo humilde se sintió tocado en las fibras más sensibles de su ser, y brindó un apoyo fervoroso también en recursos económicos, que afluyeron des-de todos los rincones. Ese año fue fecundo -¡año clave!- en otros aspectos de mayor envergadura, ya que las vocaciones fueron más numerosas y la tirada de “El Caballero” rebasaba la cifra de los 25.000 ejemplares mensuales. El P. Maximiliano sabía a quién darle las gracias por esa lluvia de rosas. Durante ese año jubilar, Teresa del Niño Jesús fue proclamada santa. Seis años antes, el P. Maximiliano en el día de su primera Misa había renovado su pacto con Teresita: “Yo rezaré para que tú seas canonizada, y tú tomarás a tu cargo todas mis empresas futuras”. Ese desafío, hecho en autenticidad de fe y vivencias, y no en presunción atre-vida, halagó a la Santa de Lisieux, la cual derramo sobre la M. I. y “El Caballero” una abundante lluvia de rosas. La nueva etapa alcanzada permite al P. Kolbe hacer un somero balance de lo realizado, donde se vuelve a admirar su candor, su fe, sus sueños y sus alegrías, su entrañable devoción a la Inmaculada, su renovado juramento de fidelidad. “Ya pasaron tres años desde cuando, con la ayuda de la Inmaculada, comen-zamos la revista. La Inmaculada nos la dio, la guió a través de tiempos muy

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críticos, hizo posible su creciente desarrollo, enviando providencialmente la má-quina tipográfica y perfeccionando cada día más los medios de producción. . . Por primera vez nos llegará un vagón de papel. La tirada alcanzo la notable cuota de 25.000 ejemplares. Por todo ello, ¡sea gloria por los siglos a la Inmaculada! Eso no obstante, aún nos queda un enorme campo de trabajo. Nuestra finalidad es la conquistar al mundo entero” (9).

¡Una ametralladora en el convento! Grandes eran las necesidades de esos frailes obreros en ropa, calzados, man-tas, muebles… Sin embargo, nadie hubiera soñado aprovechar para usos perso-nales lo que la Virgen a través de los benefactores había enviado a la revista. Lo hubieran considerado un robo a la Virgen. Y las sumas recogidas por la pu-blicación del calendario fueron inmediatamente canalizadas hacia la compra de nuevas maquinarias. Pocas semanas después, llegaron a la estación de Grodno unos enormes, miste-riosos bultos. Nadie había visto nunca algo semejante. Hubo sorpresa en los pobla-dores y asombro en los propios frailes. Una vez realizado el montaje, todos rodea-ron las máquinas con una sonrisa beatífica en el rostro, y las contemplaron como juguetes relucientes, esperando su puesta en marcha. Alguien apretó un botón de arranque y después de los primeros escupitajos, los motores se pusieron en marcha orgullosos y desafiantes, atronando el convento con un estrépito infernal. Se vivie-ron momentos dramáticos. Un motor se había enloquecido y chisporroteaba como una ametralladora. Como aprendices de brujo, los frailes se sintieron estremecidos de temor y escaparon. Nadie sabía cómo frenar la marcha… En ese mismo momento alguien llama a la puerta, deseando hablar con el P. Maximiliano para pedirle la admisión entre esos frailes-caballeros. Se le dice que el Padre está en el taller, preocupado por el sesgo que tomaron las cosas. El joven sonríe y se hace conducir al taller, donde con mano experta aprieta unos tornillos y toca una palanca, y el motor suavemente se detiene como por arte de magia. Desde ese mismo momento, Fray Francisco de Sales fue aceptado en el escuadrón de la Virgen, como domador de los caballos-fuerzas y “bajo su direc-ción los motores más recalcitrantes se convirtieron en mansos corderos” (10). “La compra del motor diesel es todo un poema. Sin embargo, las consecuen-cias son más interesantes que la propia adquisición.” “El P. Maximiliano fue con Fray Zenón al negocio del Sr. Borowski, pro-pietario de la máquina, rezando el rosario en el trayecto, como de costumbre. Llegados al lugar, vieron sobre el motor una estatuita de la Virgen. “Este motor es para nosotros –susurró el P. Maximiliano a su compañero- ¡Mira!”.

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“Después de una larga conversión, la compra se concluyó con una fuerte rebaja del 35 por ciento. El propio Borowski se encargó de la instalación. Mientras estaba apretando tuercas y ajustando bielas, confía en gran secreto a uno de los frailes que no se confesaba desde 20 años atrás. El fraile confió el mismo asunto, también en gran secreto, a otro. Y en un abrir y cerrar de ojos la triste noticia hizo el giro de la comunidad. Pero lo peor era que el buen hombre ni quería oír hablar de confesión.-Recen, muchachos- dijo el P. Maximiliano-. La oración lo alcanza todo. Una tarde los frailes invitaron a la iglesia al impenitente empresario.-Pero… ¡si no voy nunca! –protestó sofocado.-Bah, ¡no importa! –replicó el fraile-. Antes o después, hay que comenzar. Y, además ¡nadie lo verá! ¡Estará con nosotros en el coro, detrás del altar! Estas ideas lo hicieron ceder. Por equivocación, el buen hombre se arrodilló en un reclinatorio con una rejilla (que sirve para las confesiones). Pasando por ahí, el P. Maximiliano vio el caso, saltó de gozo, tomó una estola, se sentó detrás de la rejilla, y preguntó: “¿Desde cuanto tiempo no se confiesa?”. “El Sr. Borowski cayó en la trampa, dicen las crónicas. Después de unos cuantos minutos, se levantó perdonado, liberado, en gracia de Dios, con los ojos humedecidos. Después de esa experiencia, ¡el tiempo pasado en la iglesia no le pareció jamás muy largo!” (11). Los muchos logros de “El Caballero” no habían desarmado totalmente al co-nocido grupo de opositores. Había aún recelo y desconfianza. Un día llegó el P. provincial de visita. Escuchó, observó, inscribió su nombre en la M. I. y autorizó a “El Caballero” a ocupar otra ala del convento. Pero, una vez partido él, las cosas se atascaron. La oposición parecía sabotear los planes del P. Provincial, cuando a uno de ellos se le ocurrió una idea genial y les dijo a todos: “El Provincial nos ha autorizado… Luego es una orden… Luego, ¡hay que ejecutarla!... “ Y una buena noche, los más animosos se armaron de palos y picos, derriba-ron paredes y tabiques molestos, abrieron puertas cegadas, sacaron al patio los escombros, y, a la mañana siguiente, cubiertos de polvo y hollín, pero con la cara más pícara del mundo, dan los buenos días a los Padres, mostrándoles los nuevos replanteos de las salas, más aireadas, más espaciosas y luminosas… La política de los hechos consumados previno todo posible sabotaje.

El talento de otro Kolbe El P. Maximiliano pagó todos los éxitos de ese Año Santo 1925… con su sangre. “No tengo tiempo de enfermarme, pero no pocas veces la fiebre me hace estallar la cabeza” –escribía el 21 de Junio de ese año.

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Poco antes de Navidad, violentos vómitos de sangre lo clavaron en la cama. La gravedad del mal lo obligo a retornar al sanatorio de Zacopane. Las ra-diografías de los pulmones habían evidenciado unos estratos calcificados de las precedentes lesiones y nuevos focos con prognosis poco favorable. El P. Provincial le ordenó absoluto reposo y total despreocupación de los asuntos de “El Caballero”. Sólo debía pensar en curarse. Por otra parte, no dejó desguarnecida la M. I., sino que dio órdenes al P. Alfonso Kolbe para que sustituyera en todo al P. Maximiliano. De esa manera, sobre sus hombros juveniles -¡tiene apenas 4 años de sacerdocio!- cayó todo el peso de la responsabilidad editorial. Bien podemos imaginarnos los apremios del P. Alfonso ante los muchos pro-blemas. Lógicamente acude a su hermano mayor, quien con heroicas dosis de coraje y desprendimiento, le dice que debe arreglárselas solo. “El P. Provincial me escribió que no debo hacer ningún viaje ni interesarme de nada. Por eso no te daré consejos ni tomaré decisiones, porque así lo quiere la Inmaculada. Si hiciera algo contra su voluntad, obraría incorrectamente. Arré-glate pues, según te inspire la Inmaculada”. Y en la carta siguiente: “Dado que el P. Provincial me escribió que no me ocu-para en cosa alguna, es señal de que la Inmaculada desea que así sea. Obrando de otra manera, echaría a perder sus designios… que Ella sola dirija todos tus pensamientos, palabras y acciones, para que seas un instrumento útil, muy útil, en sus manos. Para ti, para la revista, para los hermanos, rezo a menudo en la S. Misa”. El P. Alfonso toma el tren y va a Zacopane. Tampoco allí alcanza algo. El P. Maximiliano le contesta: “No me está permitido ocuparme. ¡Que la Inmaculada te ayude!” (12). Sin duda, pesadas tormentas sacuden “El Caballero”. Había más de un moti-vo para el desaliento. Se podía temer un grave retroceso. Sin embargo, pese a la enfermedad de uno y a la inexperiencia del otro, la revista no sufre interrupción en su ascensión vertical. El P. Maximiliano, aún ausente físicamente, está mucho más cerca espiritualmente, porque transforma el martirio de sus sufrimientos e impotencias en un manantial de gracias. En los dos años siguientes, pese a la ausencia del P. Maximiliano, la revista se duplica: de 25.000 copias mensuales del año 1925 pasará a las 60.000 copias de 1927. Además, al primogénito de la M. I., se añade otro retoño: “La llama seráfica”, para la Tercera Orden Franciscana. El Talento del P. Alfonso, si bien inferior al de su hermano mayor, es siempre el talento de un Kolbe. Tiene la misma audacia emprendedora. Esta guiado por la

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misma visión sobrenatural. Parece más organizador. Tiene trazas más positivas. Era lo que necesitaba “El Caballero” en ese momento de gran expansión.

Vivir de rentas, máxima desgracia Ante el dinero puede haber una doble actitud: o el heroísmo o la mediocri-dad. Puede haber la postura del renunciamiento en vista de la realización de los propios ideales, o la del disfrute burgués. La primera es de pocos, de muy pocos, lastimosamente. La segunda es lo común. Lo mismo en el mundo que en el con-vento. Las notables sumas de dinero que la caridad popular hizo afluir a “El Caba-llero” hallaron a los frailes en una doble actitud completamente antagónica. Los frailes-caballeros vieron en ese dinero un regalo de la Virgen, para com-prar más maquinaria y poder progresar en ese apostolado de la prensa, que tan buenos resultados estaba dando. Desviarlo para resolver sus apremiantes necesi-dades personales, lo hubieran considerado un robo. Es por cierto, el triunfo del heroísmo y de la audacia evangélica: “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”. Otros frailes, en cambio, con todas sus buenas intenciones, ante esa provi-dencial bendición, sintieron surgir la concupiscencia propia de la mentalidad burguesa, y vieron en ello un cómodo recurso para resolver muchas situaciones difíciles en que vivían los conventos y seminarios. El P. Maximiliano reacciona tempestivamente y pone las cosas bien en claro hasta usando un lenguaje fuerte, desusado en él. Lo que el P. Maximiliano sugie-re y subraya, es la coherencia y autenticidad que todo fraile ha de tener ante su compromiso con la Hermana Pobreza. Oigámoslo en una carta al P. Alfonso: “Querido hermano, yo mismo me asombro de que, a pesar de mi ignorancia, mis debilidades y miserias, y de muchas dificultades, “El Caballero” exista to-davía y se propague tanto… Muchas veces, parado ante las máquinas, me he preguntado: ‘¿De dónde y cuál el porqué de todo esto?’. La respuesta es siem-pre la misma: La Inmaculada. Ella demuestra que puede y quiere hacer. Cuanto mayor es la incapacidad, cuanto mayores son las contrariedades, tanto más se demuestra que Ella hace todo. En este franco reconocimiento está la razón de ser de nuestra actividad editorial. “Otra cosa muy importante es la finalidad de esas ediciones, que es ésta: atraer y conquistar para la Inmaculada el mundo entero, las almas presentes y futuras, hasta el fin del mundo, y nunca jamás esa maldita ganancia, como se imaginaba uno de los nuestros al decir: ‘No desarrollarse más… Las máquinas son más que suficientes… De hoy en adelante tendremos nuestra renta…’.

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“De esa manera el medio se hace fin y el fin medio. Evidentemente, razo-nando así se rechaza todo futuro desarrollo. No les importa que se pierdan las almas, que la prensa del diablo se desarrolle en modo tan espantoso y siembre la incredulidad y la suciedad moral. ‘¡Nosotros tendremos nuestra renta!’. He ahí el brotar de un pequeño latifundio, aunque de manera diversa. Es obvio que en este caso la maldición de San Francisco debería caer también sobre esta obra, que aseguraría un cómodo vivir a los frailes. En este caso, sería una bendición del cielo, si llegare la destrucción de la obra o la confiscación de los bienes, para que los ‘señores’ frailes vuelvan a ser pobres Frailes Menores y se pongan a trabajar por la salvación de las almas, y ojalá también con la pesadilla de la hambruna, sin siquiera un mendrugo, siempre en el caso en que claudicara en nosotros el ideal del amor de Dios y de la salvación eterna del mayor número posible de almas a través de la Inmaculada” (13). P. Alfonso, al relatarle las dificultades, le dice que contra la obra de la M. I. se siente “el coletazo del diablo”. El P. Maximiliano le responde elevándose hasta la grandiosa, bíblica visión de la lucha entre el Bien y el Mal, entre la Mujer y la serpiente, y con profundo acierto psicológico destaca con temor que el campo de batalla es el corazón humano, el propio corazón de cada uno. “No solo Satanás, sino el infierno entero se esforzó siempre, se esfuerza y se esforzará por dañar la causa de la Inmaculada, ya desde el exterior –y, lo que es más doloroso!- desde el interior de la redacción, peor aún, desde el interior de cada uno. Entreguémoselo todo a Ella y Ella sabrá hallar las soluciones mejores. Esto desagrada a nuestro yo, pero los méritos s e acumulan mayormente a través del sufrimiento” (14).

N O T A S(1) En Masiero, p. 102.(2 Winowska, p. 106.(3 En Masiero, P. 100.(4) Winowska, p. 99.(5) En Ricciardi, p. 117.(6) En Ricciardi, p. 111-112.(7) Winowska, p. 100.(8) En Winowska, p. 105.(9) En Masiero, p. 102.(10) Winowska, p. 108.(11) Winowska, p. 109.(12) En Ricciardi, p. 115-116.(13) En Ricciardi, p. 117. y en Masiero, p. 108.(14) En Ricciardi, p. 110.

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Colmenas y colmenas “Una noche –para la historia la del 13 de junio de 1927, fiesta de San Antonio de Padua-, al P. Maximiliano, paseando despaciosamente por los pasillos del convento, mientras desgranaba su rosario, a la vista de los hermanos que descan-saban en los mismos locales del taller, le vino espontánea la frase: “¡He ahí la colmena de la Inmaculada!”. “La feliz comparación entre el trabajo de las abejas obreras para su reina y la singular actividad de los frailes por la Inmaculada, broto con toda naturalidad al término de una jornada, que habrá que recordar como providencial en los Anales de la M. I.”. (1) Hay encuentros que parecen fortuitos, a causa de nuestra ignorancia, pero que son providenciales en los planes de Dios. Y Dios se sirvió de un apicultor, para establecer una red de relaciones, que llevaría a la M. I. a un inesperado, si bien deseado desarrollo. Ese día, alrededor de la mesa conventual, junto a los frailes, se sentó el P. Ci-borowski, muy conocido en la zona por su pasión por la cría de las abejas. Pero como también el P. Kolbe tenía su pasión, su dichosa idea fija, el diálogo entre los dos giró sobre sus amores. El sacerdote se hacía lenguas de sus colmenas, de las excelencias del plantel y de los resultados que esperaba sacar. También el P. Maximiliano habló del trabajo de “El Caballero”, de lo realizado de lo que se pensaba hacer para la gloria de la celestial Patrona. Y como las abejas forman enjambres, para fundar nuevas colmenas, ¿no debería también la M. I. formar enjambre y formar una nueva colmena? Gracias a la eficiente labor del P. Alfonso, y a pesar de la enfermedad, sería mucho mejor decir, gracias a la enfermedad del P. Maximiliano que protegía la obra mariana con una sombrilla de sacrificios y oraciones, “El Caballero” había alcanzado tiradas muy elevadas y las vocaciones habían desbordado la capacidad del convento. De pronto, el P. Maximiliano se vio enfrentado a una grave y dichosa crisis de crecimiento, que no se podía soslayar. Tres razones presionaban para una urgente solución. Ante todo, la inadecuación de los locales: todo estaba repleto e incómodo. Los mismos laboratorios, que de día trepidaban de alegres ritmos y ronroneos, de noche se volvían dormitorios. Había una razón de mayor peso. La M. I. no podía estar ausente de los grandes centros, porque allí bullía la vida, la cultura, la economía, la política, la industria. Y la M. I. había nacido para

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ser fermento espiritual de los hogares y de toda actividad. Pero quizás lo que todos lamentaban, era la desconexión de las grandes líneas ferroviarias y viales. Grodno carecía de todo ello. Con sus sensibles antenas abiertas al progreso, el Maximiliano sentía la necesidad de enlazarse con los centros propulsores de la actividad del país. Pero ¿adónde ir?, ¿adónde enjambrar, para seguir el hilo de las gratas conversaciones de ese día? Para el incremento de sus actividades apiarias, ese sacerdote debía conversar esa misma tarde con el administrador del príncipe Drucki-Lubecki, gran latifun-dista, con vastas posesiones en las propias afueras de la Capital, Varsovia. ¡En las afueras de Varsovia! . . . Al oírlo, el P. Maximiliano se sintió electriza-do. Ahí en Varsovia está el nervio motor de todo el movimiento del país. Desde allí a través de las redes férreas y viales se llega a todo lugar. Con destreza, el P. Maximiliano sugiere al sacerdote tenga a bien interesar al administrador acerca de las necesidades de “El Caballero”.-Con mucho gusto querido Padre, y ¡que la Inmaculada nos ayude! Conociendo al P. Kolbe y el clima de alta tensión espiritual en el que vivía y actuaba, con razón podemos decir que en el rezo del rosario nocturno, entre los laboratorios, se habían entrelazados también los nombres del sacerdote, del administrador y del príncipe. La oración es la palanca del apóstol, que quiere mover el cielo y la tierra.

“Me deje conquistar” El P. Ciborowski no olvidó la promesa. Pocos días después, el P. Maximiliano y el P. Alfonso fueron invitados a la granja del sacerdote. Y mientras las abejas zumbaban alegres y hacendosas, tuvo lugar el coloquio que marcara jalones de grandes perspectivas futuras. El propio administrador, señor Srzednicki, nos va a revelar las impresiones de ese encuentro. “Pasé con el P. Maximiliano unas horas de conversación confidencial. Me hizo una completa exposición de sus proyectos. El P. Kolbe hablaba con aplomo y recogimiento, sin afectación. Noté en seguida que él había meditado y pesa-do cuanto decía. Me dejé contagiar por su entusiasmo. Personalmente estaba impregnado de indiferentismo religioso, fundado en la plena ignorancia de la verdad sobrenatural. Era un laico típico, uno de esos intelectuales del siglo XIX, engreído e ignorante. El P. Maximiliano me explicó el sentido misionero de “El Caballero”. Comprendí bien que el motor de toda su actividad fuese una realidad invisible, y que todo su discurso fuese sobrenatural, de arriba abajo. Me dejé conquistar por él y comencé yo también a interesarme de la vida espiritual y a profundizar el conocimiento del mundo sobrenatural.

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Continuando la conversación, prometí al P. Maximiliano hablar con el prín-cipe acerca de la donación de unos lotes de tierra en Teresín, junto a la estación ferroviaria. Si hubieran surgido obstáculos estaba dispuesto a ofrecerle unos lo-tes de mi propiedad en Milosna, cerca de Varsovia . . . “Más tarde, de acuerdo con el príncipe, se escogió un lote de cinco hectáreas en Teresín. El P. Maximiliano no quería ni un acta de donación ni de compra, sino solo el usufructo. La entrega del terreno con donación verbal tuvo lugar inmediatamente, en agosto de 1927. Lo primero que hizo el P. Maximiliano fue la erección de una imagen de la Inmaculada en el campo” (2).

Un regalo. . . con problemas El P. Maximiliano, como llevado en alas del viento, corrió, pues, a Teresín, llevando amorosamente un pequeño bulto en los brazos. Bajó rápido del tren y se dirigió inmediatamente al campo raso y saco una pequeña imagen de la In-maculada. Junto unas piedras con argamasa y sobre ese humilde pedestal instaló con temblorosas manos a su celestial Patrona. El susurro de un Ave María rom-pió el silencio, mientras una mirada complaciente se extendía por los amplios contornos y la fantasía se cubría de sueños rosados. ¡Ya la Reina estaba instalada en su tierra! De esa manera simple y discreta se echaron los cimientos de una obra gran-diosa. Sin embargo, las tratativas no fueron fáciles. Había dos problemas de por medio y los dos eran básicos. El P. Maximiliano, como fraile franciscano, en su obrar dependía totalmente del P. Provincial o de los capítulos conventuales. Ne-cesitaba, pues, las debidas autorizaciones. Como el traslado de la M. I. implicaba la fundación de un nuevo conven-to, se requería el consentimiento del Consejo Provincial y del P. General. El P. Maximiliano planteó en pleno cabildo el asunto. Pero su exposición acerca de las necesidades de la M. I., la aceptación del nuevo terreno y la fundación del nuevo convento-taller-imprenta, no convencieron a todos. Sólo la decidida inter-vención del propio P. General resolvió las dudas, aplacó inquietudes y canalizó un voto positivo. De esta manera quedó zanjado el primer problema. El príncipe condicionaba la donación del terreno a la celebración de 24 misas anuales. Ese legado pareció muy oneroso al consejo provincial y por ende se rechazó la oferta del terreno. El P. Maximiliano, cabizbajo, con el llanto en el corazón, tuvo que tragarse toda la humillación de esa negativa ante sus Cohermanos. Pero lo peor era que debía informar al príncipe. Pero lo peor era que debía informar al príncipe. Y sentía que las llamas le abrasaban el rostro. ¡Tantos diálogos!. . . ¡Haber soñado tanto!. . .

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¡Haber molestado a tantos!. . . ¡Sentir que ya había llegado a la playa esperada e irse a pique, justo mientras se iba desembarcando!. . . ¡Todo en vano! Para evitar la vergüenza, hubiera podido enviar una comunicación escrita, pero el hacerlo le hubiera parecido una descortesía soberana. Por eso, con la muerte en el alma se puso en camino y en confusos balbuceos informo al prínci-pe de las decisiones de los superiores. El momento es dramático. El silencio, solemne. “Entonces el príncipe declaró que retiraba el ofrecimiento y que se quitara de ahí la imagen de la Inmaculada. El P. Kolbe contestó que la estatua debía quedar, siquiera para demostrar que al menos esa vez la Virgen había fallado en sus pro-mesas. El príncipe quedó impactado por estas palabras y le dijo: -Pues, bien, ¡guárdese todo sin cargo alguno! “Más adelante también, ampliándose la ciudad de la Inmaculada y habiendo menester de nuevos terrenos, cedió cuanto se solicitaba”. Días más tarde llego la autorización definitiva. El Padre abrió la carta en la sala de máquina y dijo a los frailes-obreros:-¡De rodillas, queridos muchachos! Demos gracias a la Virgen! Y en medio de los estremecimientos de los motores ofrecieron al cielo tres “Ave María” (3). El P. Maximiliano no quiso recibir los terrenos ni como donación ni como compra, sino, más franciscanamente como usufructo.

La epopeya de los primeros días Como urgido por resortes de un dinamismo arrollador, el P. Maximiliano, quien tres meses antes había salido del sanatorio, se lanza a la fundación de su ciudad mariana en los terrenos recientemente logrados. Esa ciudad ya tiene el nombre, acuñado más con el corazón, la plegaria, el ansia, que con la razón. Es Niepokalaów, o ciudad de la Inmaculada. O mejor, “casa, propiedad y reino de la Inmaculada”. Y sabemos bien que cuando el P. Maximiliano decía que él, y la M. I., y cada caballero, son cosa y propiedad de la Virgen, no está usando una frase hueca sino una realidad profunda, auténtica, vivencial, totalitaria. En Niepokalanów María lo es todo: es el corazón y la meta; es el ideal y la fuerza. Por Ella se trabaja, se vive, se sufre, como por Ella se muere. Los caballeros son los hijos felices y los servidores fieles de la Madre celestial. Con parsimoniosas palabras, pero impregnadas de sudor, trabajos, penurias, gozos, esperanzas y sueños, el testigo, P. Flaviano Slominski, describe la epope-ya de esos primeros días.

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“En los primeros días de octubre de 1927, cuando en Polonia la nieve suele hacer sus primeras apariciones, se comenzó, con la generosa colaboración de la población vecina, el acarreo de materiales. Llegaron unos hermanos de Grodno los cuales se pusieron resueltamente a trabajar. Antes se nivelaba el terreno, lue-go se echaban piedras para los cimientos y en seguida se construía el esqueleto del edificio, Las paredes se levantaban con bloques de escorias de carbón mez-cladas con cal. Por techo se ponía cartón empapado de asfalto. Y ya el edificio estaba listo. “Ante todo se construyó la capilla. Y como diecinueve siglos atrás, en Belén, también en esa pobre morada quiso hospedarse el buen Jesús. Más tarde se traje-ron las maquinarias y todos los elementos de la imprenta. “La vida en esos primeros días era verdaderamente singular. Servían de abri-go contra la nieve y el viento las paredes aun frescas, apenas forradas con papel para conservar un poco de calor. La comida nos la traía la buena gente, que hasta nos prestó los útiles de cocina. “No había mesas ni sillón, y cuando llegó la hora del almuerzo, se armaron unas tablas sobre las valijas y comimos sentados en el suelo, alimentándonos alegremente de los dones que la divina Providencia nos había enviado” (4).

Prueba de fuego Estos relatos parecen florecillas, escapadas de la historia de San Francisco y de sus Caballeros de la Tabla Redonda. Hay mucho de poesía y aventura. Pero esa alegría está en el corazón, mientras el cuerpo tirita apretado por la nieve, frio y hambre. Tenían tanta prisa en ir adelante con la construcción de los cobertizos, que descuidaban la comida. Por suerte, los vecinos y campesino no quedaron indiferentes ante esas penurias soportadas con tanta generosidad, y llevaban sus buenos pucheros, perfumados de “borschtsch” o coles, para aliviar el hambre, “Hasta los judíos nos ayudaban”, dicen con gratitud y asombro Fray Zeno y Fray Ginepro. Sin duda alguna, tamaño heroísmo atraía a los audaces que perseveraban; pero los comienzos eran tan difíciles que desalentaron y enfriaron a más de uno de incierta vocación. Todas las nuevas vocaciones debían superar una verdadera prueba de fuego. “Cuando llegué –cuenta uno de ellos-, quedé helado. Pregunto a un campesino, que conocía el “estilo” Kolbe:-¿Dónde está el convento?-¡Allá! –me contesta-¿Dónde allá?-¡Helo ahí! . . . ¡Esos cobertizos! . . .

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“Miro, y no veo más que unos cobertizos de madera, chatos, embadurnados de cal.-Pero, ¿es ése el convento? -pregunto con estupor.-Sí, ¡ese mismo! Es nuestro Niepokalanów. Y no desfallezca, hermano, porque ahí dentro están todos contentos. ¡Cantan siempre!-“Ven, hijo mío, estarás cansado y tendrás hambre” –con estas palabras me reci-bió el propio P. Maximiliano, el cual volvía del trabajo, y parecía muy cansado. Me clavó en la cara sus buenos ojos, me miró con ternura casi maternal y me hizo comer y beber. Luego, leyendo mi turbación, me dijo; “Si tú amas a la Inmacula-da, si fueres todo de Ella, aquí serás feliz, hijo mío, muy feliz”. Y sonreía hablan-do así y su rostro era radiante. Pensé dentro de mí: “Este hombre está viviendo las palabras que dice”. Y me sentí inundado de una extraña alegría que aún me está durando desde aquel día. Ha sido para mí como un padre y una madre. “Creo que ningún padre ni madre ha amado a sus hijos con la exquisita ternu-ra con que nos quería el P. Maximiliano” (5).

Divina obsesión Los precarios cobertizos, tantas veces sujetos a los incendios que obligaron a la formación de un escuadrón de frailes-bomberos, muy pronto se poblaron de maquinarias resplandecientes, de último modelo, orgullo de la técnica, lo más avanzado en el arte tipográfico. La pobreza del P. Maximiliano era sí una pobreza total pero una pobreza mo-derna. El lema que los guiaba –y que debería guiar toda actividad de apostolado, para ser auténtica y moderna- era todo un programa:-¡Nada para nosotros, todo por la Inmaculada! Para los friales, casas precarias, sayales gastados y remendados, celdas des-nudas, comida ordinaria, Para la Inmaculada, lo más nuevo, lo más rendidor en maquinarias e instalaciones electrónicas. Vivían todos un Ideal, al cual llamaba el P. Maximiliano una dulcísima idea fija. En una breve esquela, el P. Maximiliano sintetiza todo su pensamiento:

“En Niepokalanów vivimos de una voluntaria y amadísima idea fija: ¡LA INMACULADA!Por Ella vivimos y trabajamos, sufrimos y queremos morir.Deseamos con toda nuestra alma y con todos los recursos modernos que esta idea fija se arraigue en todos los corazones” (6).

¡Qué lirismo de poesía! ¡Qué latidos de gozo! ¡Qué generosidad de entrega! ¡Qué visión universalista! Pero también, ¡que auténtico y sereno heroísmo en tan pocas palabras!

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Una severa selección Guiados por la revista, arrastrados por la epopeya de pioneros, muchos jó-venes se sentían enfervorizados y solicitaban la admisión en el escuadrón de los frailes-caballeros. Hubiera sido fácil abrirles las puertas y aceptarlos, ya que enormes eran las necesidades de la singular ciudad. Padre Maximiliano no cedió a la tentación de lo fácil y de lo inmediato. Tenía horror a la chatura y a la medio-cridad. Por el respeto que merecían los jóvenes y por los fines de la propia M. I., la preparación de los candidatos debía ser severa, y la selección exigente. Hacer lo contrario hubiera sido burlar las ansias de los propios jóvenes y dañar irrepa-rablemente la causa de la Inmaculada. De esta manera, muchos jóvenes llamaron a las puertas de Niepekalanów, pero también muchos retornaron al seno de sus hogares. Al hablar de ellos, el P. Maximiliano dice que son “optimas personas, pero no viven nuestro ideal y no tienen entusiasmo”. Subraya que “para conseguir los fines de Niepekalanów, que no son sólo defensivos, sino atrevidamente ofensi-vos, nuestra comunidad ha de tener un tono de vida un tanto heroico, hay que olvidarse de sí mismo e ir a la conquista, por la Inmaculada, de alma tras alma, fortín tras fortín. . . Hay que izar los estandartes marianos en toda la prensa, como en todas las antenas de radio, en los teatros como en los cinematógrafos, en los parlamentos como en la literatura. Hay que vigilar para que nadie arrié o retire esas insignias. . .”. El P. Maximiliano nos quiere decir que para formar parte del escuadrón de la Virgen, hay que tener una vocación religiosa casi especial, o por lo menos sella-do por cierta incandescencia espiritual. Hay que estar al rojo vivo. Hay que tener una entrega de ilimitada generosidad. “Niepekalanów tiene sentido sólo si está alimentada por un grandioso ideal misionero. Diversamente no tendría sentido o se rebajaría a comunes complejos editoriales, de muy nobles intenciones, pero de poco fuego interior” (7).

Los tres pilares Napoleón, profundo conocedor de las debilidades humanas, decía que para ganar una guerra, se necesitan tres cosas: “¡Dinero, dinero y más dinero!”. El P. Maximiliano se coloca decididamente al lado de las bienaventuranzas evangélicas o propone los tres pilares que han de sostener a Niepokalanów, guiar sus actividades y alimentar su espiritualidad. Entre los dos, el lenguaje y los hechos son totalmente contradictorios. Pero mientras con su egolatría y desmedida ambición Napoleón llevó a la muerte a cientos de miles de soldados e hizo de Europa un cementerio, el ansia del P.

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Maximiliano era la de vivir plenamente su consagración y transformarla en la levadura para devolver a los hombres “la alegría de vivir”, Oigámoslo: “El ideal de Niepokalanów es la incondicionada consagración a la Inmacula-da, o sea la perfecta obediencia, que consiste en hacer la voluntad de la Inmacu-lada, ser perfectos instrumentos en sus manos, dejarse guiar totalmente por Ella. Los superiores nos manifiestan esa voluntad. “Quien no tiene este espíritu, no está hecho para Niepokalanów. Y como la consagración es incondicionada, Niepokalanów no excluye el Ideal misionero, aunque acerca de este punto la Regla deje plena libertad. “No deseamos consagrarnos sólo nosotros a la Inmaculada. Queremos que to-das las almas del mundo, presentes y futuras, se consagren a Ella. Nuestra misión es la de convertir y santificar todas las almas por medio de María. “Quien está totalmente consagrado a la Inmaculada, ya alcanzó la santidad. “Cada militante de Niepokalanów –para imitar a la Inmaculada, imitadora de Cristo, y para imitar a San Francisco, imitador de Cristo-, ha de limitar sus exigencias personales a lo extremadamente necesario, no buscando comodida-des o pasatiempos, sino que se ha de contentar únicamente de lo necesario, para extender lo más pronto el reinado de la Inmaculada, “Este espíritu de sacrificio y esta pobreza franciscana a la luz de la Inma-culada posibilitan multiplicar los ejemplares de “El Caballero”, que ha de ser difundido en todo el mundo. “Quien no ama a la Inmaculada hasta sacrificarlo todo por Ella -PO-BREZA-, hasta sacrificarse totalmente a sí mismo –OBEDIENCIA-, abandone el suelo de Niepokalanów. “Las tres características de Niepokalanów son: Obediencia sobrenatural, ri-gurosa pobreza, plena conformidad con la Inmaculada” (8). Estas palabras suenan austeras y duras para nuestra sensibilidad, pero su au-tenticidad, afirmada en el Evangelio y encarnada en la vida diaria de los frailes-caballeros, les hace irresistibles, El. P. Maximiliano quería que Niepokalanów fuera una escuela de santidad.

N O T A S(1) En Ricciardi, p. 125(2) En Ricciardi, p. 127(3) En Ricciardi, p. 131. Y Winowska, p. 118.(4) En Ricciardi, p. 132.(5) En Ricciardi, p. 111-112.(6) En Ricciardi, p. 154.(7) En Masiero, p. 121.(8) En Masiero, p. 156.

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EL PAÍS DE LOS CEREZOS EN FLOR

Diálogo e insomnio En una pieza desnuda, pero iluminada por una amplia ventana, a principio del otoño europeo de 1929, se desarrolló este dramático diálogo:-¿Conoce el idioma japonés?-No.-¿Tiene dinero?-No.-¿Tiene allí amistades, relaciones? . . .-No, pero la Inmaculada proveerá. Los dos protagonistas eran el P. Maximiliano y el P. Provincial, Czupryk. El P. Maximiliano pedía a su provincial el permiso para fundar una Misión en el legendario Japón. Cuando meses antes, el P. General de la Orden, P. Alfonso Orlini, había dirigi-do un llamamiento a las juventudes franciscanas, para que abrieran sus ojos a las Misiones, el P. Maximiliano se sintió electrizado. Era lo que esperaba y soñaba. Hombre de acción, tenía “el prurito en las manos”. Hombre de visión cósmica, contemplaba al mundo ya salvado a través de la Encarnación y de la Cruz, pero aun desconocedor de esa salvación. Se sentía en ascuas. “El amor de Cristo lo premiaba” (2 Cor. 5,14), como apremiaba a S. Pablo. Educado en la escuela del apóstol de las gentes, hizo suyo el lema: “Me entregaré y entregaré totalmente lo mío por nuestra salvación” (2 Cor. 12,15). Y Maximiliano apuntaba el dedo nervioso sobre el Asia inmensa, donde miles de millones de hombres no conocen a Cristo, ni aman a su santa Madre. Cuando estudiaba en Roma el P. Maximiliano amaba frecuentar los Institutos Misionales, donde se educaban jóvenes asiáticos, africanos y americanos. Por ellos llegaba a enterarse de las culturas, vidas, costumbres, problemas, situacio-nes políticas, religiosas, sociales de esos países, Pero quizás lo que más le impresionó, fue un casual encuentro con un grupo de estudiantes japoneses. Viajaban juntos en el mismo tren. No hubo conversa-ción ya que uno y otros debieron apelar a la ayuda de un tercer idioma más o menos chapurreado. Sólo hubo breves frases, unos cortos saludos, que termina-ron con un intercambio de regalos. El P. Maximiliano les ofreció unas medallitas -¡sus “cartuchos” sagrados!- y ellos le entregaron unos fetiches o amuletos porta-fortuna. Cada vez que sacaba esos fetiches o los contemplaba sobre el escritorio, sentía un peso, una carga, un interrogante sobre su conciencia (1).

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¿Qué hacen hoy los cristianos por sus hermanos no cristianos?. . . ¿El Cristo no ha muerto por todos? . . . ¿El bautismo no es el agua de salvación para todos los hombres?. . . ¿No formamos todos un solo cuerpo?. . . ¿No tenemos un solo Padre celestial?. . . ¿La Virgen María no es la madre universal?. . . ¿Dónde están los apasionados mensajeros de tan infinito amor de Dios?. . . ¿Por qué son tan pocos, cuando todos debieran serlo?. . . Y el alma de Maximiliano lloraba ante la frialdad, indiferencia y mediocridad de tantos. Se sentía consumir por el celo de la más noble de las causas: la del reino de Dios, cuyo advenimiento la Virgen debía acunar. Con tal que su Madrecita fuera conocida y amada, Maximiliano hubiera ido a cualquier parte, enfrentando mil sacrificios, dado la vida. Y, ¿qui-zás no sería pesa la corona roja, que le sonreía en su niñez? Y, ¿la M. I. no había nacido para conquistar para la Virgen al mundo entero? Después de desahogar su fuego interior en refrenados arranques, el P. Maxi-miliano concluye su petición de ir a las Misiones:-Pero, querido P. Provincial, no se haga nada según mi voluntad, ni según mis deseos, sino que en todo se cumpla la voluntad de la Inmaculada, que usted me manifestará. Y con una dulce sonrisa, se despidió de su superior para ir a dormir. Y durmió como un angelito. Pero quien no durmió esa noche fue el propio P. Provincial, cuyo espíritu se vio sitiado por tres montañas de problemas y situaciones en extremo enredados: 1), la salud del Padre; 2), los compromisos de suma respon-sabilidad de toda aventura misionera; 3), la situación de Niepokalanów. Repetidas veces, los médicos habían ordenado al P. Kolbe largos reposos, poca actividad buena alimentación, no crearse problemas, evitar toda fatiga psi-cológica y física. Y el P. Maximiliano no sólo estaba cargado de problemas y preocupaciones en la propia Niepokalanów, sino que quería añadir los aún más graves problemas de una fundación nueva. Los compromisos de una aventura misionera son mucho más serios, ya que se requiere una permanente dotación de personal y medios, que sólo una Provincia religiosa puede asumir. Sin embargo, al pensar en la situación de la propia Niepokalanów el P. Pro-vincial tembló. A los dos años de su fundación, era mucho de lo que se había realizado. La revista estaba superando las 100.000 copias mensuales. Otras re-vistas estaban surgiendo para los diversos sectores de la población. Pese a la criba rigurosa que anidaba en todos, era del más genuino franciscanismo. Pero todo estaba aún en pañales. ¿Había derecho de que el Padre y Fundador se apar-tara por largo tiempo? ¿Dónde se podría encontrar otro elemento aglutinante y animador? ¿Niepokalanów no sufriría un agudo colapso, del que difícilmente se podría reponer?

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Al final de tanto volverse en la cama, toda dificultad se resumía en un solo interrogante; “¿Quiere Dios la nueva misión japonesa? ¿Sí o no?”. Porque si no la quiere Dios, es inútil todo deseo y planteo. Pero si la quiere Dios, nadie puede oponerse y todo se resuelve solo. Y, al parecer, Dios lo quiere. . . Solo así pudo vencer el largo insomnio y dormir como un beato. Después del consentimiento del P. Provincial, corrió a Roma, donde encontró en el P. General y en los dirigentes de “Propaganda Fide” las más entusiastas adhesiones “por injertar los ideales marianos en el programa misionero” (2). Pero, dadas las características del apostolado mariano a través de la prensa, que exige ciertas condiciones esenciales de cultura y de vías de comunicación, no se podía fijar de antemano las metas del viaje. El P. Maximiliano estaba au-torizado a reeditar Niepokalanów en tierras paganas. Saldría, pues, con todos los permisos y bendiciones a la búsqueda de una localidad lo más apta posible para implantar un cobertizo, una imprenta y un estandarte de la Inmaculada, Pero, ¿Dónde y cómo? Nadie lo sabía pero sólo sería allí donde “la Inmaculada le sonriera”. ¿Con qué medios Maximiliano emprendió una aventura de semejante enver-gadura? La emprendió otra vez con su ya clásico “estilo Kolbe”: Pobreza y Ora-ción. Los benefactores de “El Caballero” pagaron los cinco boletos del viaje para el Extremo Oriente: el del P. Maximiliano y los de sus cuatro compañeros. Una ayudita para una eventual fundación la entregó Niepokalanów; una vieja valija contenía los indispensables efectos personales. ¡Eso era todo! Y con ello se pu-sieron en marcha hacia la gran conquista. Materialmente hablando, tenían bien poco; pero espiritualmente tenían en dosis abundante lo único verdaderamente indispensable para todo misionero: una FE enorme, capaz de mover las monta-ñas, y una ilimitada confianza en la Inmaculada.

Tumbas y santuarios La comunión de los Santos es la espiritual fraternidad con todos los santos y benditas ánimas del purgatorio, y la plena participación en sus méritos, con-quistas, glorias, ejemplos, sufrimientos. Esa dulce verdad es un formidable acue-ducto de gracias y milagros, que nos enlaza con los apóstoles, los mártires, los confesores, las vírgenes, los héroes de la fe y del diario sacrificio. Antes de emprender su gran misión mariana, el P. Maximiliano va a visitar las tumbas de sus queridos Cohermanos, militantes de la primera hora y que ya están en el cielo, trabajando “con las dos manos”. En Roma, se conmueve ante la tumba de F. Antonio Mansi, en Asís, la del P. Antonio Glowinski, y en Padua, la del P. Jerónimo Biasi. La misma filial devoción a la Virgen, que los unía en la

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tierra, los une de nuevo antes de zarpar hacia nuevos horizontes. Ellos son sus intercesores ante la “Madrecita” celestial. Después de haber rezado junto al P. Jerónimo, anotó en su cuaderno: “Estuve junto a su tumba, Espero respuesta”. ¡Qué maravilloso diálogo debe de haberse desarrollado entre esos caballeros de la Virgen”! ¡La muerte no lo había interrumpido, sino afinado y eternizado! En Turín visitó los santuarios de S. Juan Bosco y S. José Benito Cottolengo, el santo que en nombre de la Providencia abrió sus brazos a toda miseria y des-gracia. En seguida se dirigió a Lourdes, célebre por las apariciones de la Inmaculada a Santa Bernardita; a la Medalla Milagrosa de Paris y a Lisieux, para reafirmar el fraternal pacto-desafío con Santa Teresita. De su peregrinación a Lourdes, leemos en su cuaderno una minuciosa, si bien esquelética descripción, que es la característica del espíritu de observación de Kolbe y de su estilo rápido y escueto. “Lourdes. Con el tranvía 13 hasta la gruta, Santa Misa en un altar lateral de la cripta, Firma en el registro y luego a la gruta, donde una llovizna cae dulce y pe-netrante. Las muletas testifican las gracias recibidas, las velas significan la ora-ción. . . Una parte del rosario. Después tristeza, como a menudo. De nuevo bajo la lluvia. No hay dónde descansar un momento. Voy a la oficina médica (para que se me cure el dedo aplastado por el cierre de una puerta del tren), pero no hay médicos, sino ventanas para las Santas Misas y la suscripción al boletín. Me he suscripto. Pido informes de trenes. A las 17 uno, pero sin tercera clase. Procuro algún dinero. Chapurreo horriblemente al francés; me faltan las palabras; y las pocas conocidas no quieren juntarse. Son ya las 12 y cierran los negocios. To-davía en ayunas bajo la lluvia. En tranvía voy a la estación, para pedir informes acerca del tren rápido para Paris, que tiene tercera clase y me permite llegar a Paris por la mañana. Vuelvo a saludar a la Madrecita. Sufro nostalgias, También esto es necesario. ¿Por qué voy buscando alegrías? También el P. Jerónimo partió de Lourdes muy triste. El retorno, en cambio, fue consolador; tome el agua mi-lagrosa, sumergí el dedo en el agua, salude a la Madrecita, le encomendé todo y a todos. Besé la santa roca. ¡Adiós Madrecita! Compro unas postales. En la esta-ción puedo cambiar algún dinero y comer algo. Son francos 4,50. Luego en tren, desde el cual contemplo la gruta y la basílica. Hablo con la Madrecita. Le digo que soy eternamente suyo con el alma y el cuerpo. El río Gave, en cuyas aguas se mezclan las de la fuente milagrosa, me acompaña en larga despedida, ¡Que delicadeza la de la Inmaculada! Si no hubiera tomado el tren para Bordeaux, ¡no habría tenido estos consuelos! Mientras escribo, las montañas que abrigan en su seno estos santos lugares, me dan el último saludo. Otra vez el río Gave corre

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paralelo al tren, para luego perderse definitivamente. Mientras tanto el sol brilla con dulce tibieza. ¡Gloria a la Inmaculada! “No hubiera soñado tal adiós, cuando calado, atormentado por la fatiga, bajo la lluvia, me alejé de la gruta. Lo mejor es siempre lo que quiere la Inma-culada. Mientras me encaminaba tristemente hacia la estación, me decía: ¿Qué pretendes?. . . Ya celebraste la Misa en la basílica, ya estuviste en la gruta, volviste a rezar, si bien estuviste tan frío en el alma. Y después hacia Bordeaux, y de ahí a Paris a la rue du Bac, donde la Inmaculada ha mostrado la Medalla Milagrosa” (3).

Caracoleando sobre las olas Con los 4 hermanos elegidos por la fundación de la nueva “ciudad de la In-maculada” entre los paganos, el P. Maximiliano se embarcó en Marsella para el Extremo Oriente, Los nombres de estos frailes-caballeros, sin tacha ni miedo, son Zenón, Hilario, Severino y Segismundo. De estos cuatro, Fray Zenón, gra-cias a sus grandiosas obras sociales y asistenciales, en el Japón, entró de lleno en el libro grande de la historia y de la gratitud humana. No es viaje de turismo lo que está haciendo el Padre, sino de “negocios”, de los más finos e interesantes, los negocios de abrir las mentes y los corazones a los dulces rayos de la Inmaculada. La vida de esos frailes, a bordo es todo un ejemplo. Viajan con los pobres, comen con los pobres, sufren con los pobres, cantan con los pobres. Su alegría y su pobreza son su mejor apostolado que contagia a todos de simpatía. Una etapa en Suez les permite bajar a tierra, para saludar al Vicario Apostó-lico. Les sonríe la posibilidad de una ciudad mariana entre los musulmanes. Un joven egipcio, lleno de entusiasmo, se pone espontáneamente a disposición del Padre. Al atracar a puertos de la India, el P. Maximiliano se siente conmovido. Son 500 millones de habitantes, buenos, pobres, piadosos, pero no conocen a Cristo, única esperanza. Una espina se le clava en el corazón. Más tarde volverá para echar la semilla de alguna fundación. Saigón, la capital de Vietnam sobre su majestuoso río Mekong, le da una bienvenida tan cordial, que le parece estar como en su casa. El obispo y el cle-ro, unánimes, le invitan a quedarse, para establecer ahí la nueva ciudad de la Inmaculada. Shangai, la inmensa metrópoli china, pocos días después, le abre sus brazos gigantescos. Es puerto de mar, al que amarran todos los barcos del mundo y es centro de irradiación ferroviaria, vial y marítima cono todo el territorio chino.

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Sus universidades, sus centros misioneros y el alto nivel cultural de la gente ofrecen al misionero, sonador y moderno, fantasmagóricas visiones de conquista y progreso. Traba rápidas y firmes amistades, en particular con el rico industrial y generoso apóstol de la caridad José Lo-Pan-Hong, el cual está dispuesto a ofre-cer su propia casa para instalar la imprenta y a adelantar dinero para la compra de la maquinaria y el pago de los salarios. Los dirigentes paganos insisten para que se quede. Las únicas dificultades le vienen a los católicos y del propio Vicario Apostólico, los que sacan a relucir una extemporánea norma, según la cual toda misión ha de tener una jurisdicción territorial. ¡Qué lástima que no hayan com-prendido que al P. Maximiliano le hubiera bastado un pañuelito de tierra para montar una imprenta e incendiar media China con el fuego de su corazón y los colores de la Inmaculada! ¡Cuánta amargura se siente vibrar en el breve mensaje a los de la Niepokalanów polaca!: “Es una gran lástima abandonar Shangai, por-que es un punto central. El obispo no permite instalar la imprenta, porque toda China esta subdividida en territorios confiados a las distintas congregaciones. Se nos da el Shensi, pero es un lugar inaccesible, sin comunicaciones. . . Tenemos muchas dificultades, no de parte de los paganos, sino de los misioneros euro-peos. Sin embargo, en esto también se muestra la voluntad de la Inmaculada. Los chinos están preparados para traducir “El Caballero” en lengua china y pagar los gastos. El señor Lo-Pan-Hong puso a nuestra disposición toda su casa, pero las dificultades son innumerables. . .” (4). Finalmente, el 24 de abril de 1930, se despliega ante los ojos de los viajeros la anchurosa y bellísima bahía de Nagasaki. Mientras el barco bordea las cos-tas, donde el encanto de los cerezos en flor puntea de lilial blancura los verdes faldeos, el P. Maximiliano siente que el sueño por el cual había recorrido medio mundo y navegado por más de 20.000 Km., se está por realizar y ya está al al-cance de su mano. Con dulce sonrisa y con leve inclinación oriental, alguien de ojos almen-drados se le acerca y le susurra al oído: “Si Ud. Desembarca y visita esas cabañitas, en más de una de ellas, tendrá una agradable sorpresa. Cada una de ellas tiene su infaltable bazar de estatuitas representando las fuerzas de la naturaleza, a los antepasados y a los héroes del viejo shintoísmo y budismo. En algunos de esos increíbles muestrarios, encontrará también la imagen de la Virgen “Seibo”. La Virgen, ¿entiende? Hablo justamente de nuestra Vir-gen, aunque hoy es difícil distinguirla de los rasgos de la diosa Kwanom. Esas imágenes de la Virgen son los últimos vestigios de ese maravilloso cris-tianismo japonés que floreció hace tres siglos y después fue tronchado en un mar de sangre...

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“Y los ojos del P. Maximiliano horadan el horizonte, para distinguir la colina de los mártires, donde trescientos años atrás, miles y miles de mártires (su núme-ro es desconocido, porque iban al martirio como a una fiesta), fueron torturados y masacrados por Cristo. Entre los misioneros europeos que los habían abrasado en la fe y en el amor por Cristo y los habían acompañado hasta el mar tirio, se destaca el jesuita polaco San Adalberto Mecinski” (5). Sufre un vuelco el corazón del P. Maximiliano y le pregunta a su Madrecita:-¿Es aquí donde me espera la corona roja? No hay respuesta; pero lo invade la sensación de que la Virgen lo quiere ahí. Al entrar en el obispado, desde su pedestal da la bienvenida a los fatigados misioneros una cándida imagen de la Inmaculada. El rostro parece sonreírles. Las manos abiertas les ofrecen un puerto seguro. Ante semejante sorpresa, el P. Maximiliano, emocionado y en tono profético, confía a sus héroes compañeros: “Si la hemos encontrado a Ella, todo va bien”.

O loco o santo A esta alternativa de hierro llego Mons. Hayasaka, después de haber conver-sado largamente con el P. Maximiliano, quien acababa de llegar. Aún no estaba repuesto de los mareos, aún sentía los pies mecidos por las olas, nada había visto de la ciudad, ni conocía la lengua, ni las costumbres, ni la idiosincrasia del pueblo, y ya estaba hablando de una imprenta de una revista, del nombre que le daría, del apostolado mariano a través de la prensa, de tantos ejemplares por edición... ¿Para qué había ido al obispado? ¿Qué le pedía al obispo? ¿Acaso ayuda económica, o apoyos sociales o colaboraciones? ¡No, nada de eso! Únicamente solicitaba la autorización eclesiástica para editar en japonés la revista de sus amores. Y editarlo dentro de ese mismo mes de mayo, mes de las flores, mes de la devoción popular a la virgen. El obispo puso reparos, mostro evidentes titubeos en conceder el permiso. Él también se debía a su grey, a su clero, a la opinión pública, a las resonancias que su autorización podía producir. Más sorprendido aún quedó el obispo, cuando el padrecito polaco comenzó a exponerle sus proyectos de una ciudad mariana. Casi mareado por tantos proyectos, algo desmedidos a su parecer, el obispo supo a tiempo agarrar un sólido cabo y no soltarlo:-Conque, Padre, Ud. Estudió en Roma. Y allí se doctoró en Filosofía y teología, Últimamente me vino a faltar el profesor de filosofía en el seminario ¿Podría Ud. sustituirlo? -De mil amores, monseñor, pero con la condición de que me autorice la edición de la revista.

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Era una verdadera pulseada a fondo. Y el obispo no tuvo más remedio que ceder. ¡Siquiera por una experiencia de unos meses!. . . Luego en conversación con su clero, al hablar del P. Kolbe, no tardara en brindar su opinión, acerca de ese tipo tan chiflado y tan humilde: “O es un loco o un santo” (6).

Mágico telegrama El 25 de mayo de 1930 llega a la Niepokalanów polaca este telegrama:

“Hoy expedimos “El caballero en japonés.Tenemos imprenta.

Viva la Inmaculada.P. Maximiliano”.

Desde su llegada al país de las mil islas esmeraldas, apenas había pasado un mes. Y ya está en la calle el primer número de “El Caballero”, en japonés: “Sei-bo no Kishi”, con una tirada de 10.000 ejemplares. Parece una novela y es una maravillosa realidad, que en las manos del P. Maximiliano se vuelve un incom-parable ramo de flores, que él ofrece a la Dama de sus amores, y cuyo aroma se esparcirá por todo el Japón. Al leer el telegrama, no faltaron frailecitos que quedaron estupefactos y gri-taron al milagro, ya que, humanamente hablando, el hecho es inexplicable. Y a todas luces el milagro existe, pero no en el sentido ingenuo de tantos. . . El mi-lagro esta amasado de heroicidad y genialidad apostólica de oración y sacrificio, de trabajo agotador y grandes sufrimientos. “La fórmula de un éxito tan rápido es de una esencial simplicidad, y está he-cho de solamente dos componentes, pero en dosis generosas: abundante oración y extrema pobreza, A la oración había contestado el cielo, a la pobreza habían contestado los hombres” (7). La vivienda que ocupan es un cobertizo de madera, con el techo agujereado y con nolgadas hendiduras, que les permite disfrutar. . . de una blanca nevada. Escribe uno de ellos con bastante buen humor: “Anoche tuvimos una verdade-ra tempestad de nieve. Nevaba sobre nuestras cabezas. Tuvimos que cubrirnos para repararnos. A la mañana nuestro dormitorio estaba alfombrado de blancos copos” (8). “Cocinaban al aire libre, y a veces llovía dentro de la olla. Las recetas gas-tronómicas que para los japoneses eran delicias eran repugnantes al gusto de los europeos.

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“El P. Maximiliano está acosado por violentas hemicráneas. La fiebre lo devora. Una extraña infección, quizás causada por disturbios digestivos, lo cubre de abscesos tan dolorosos que con dificultad puede caminar. Una vez cae por la calle, vencido por el agotamiento, y queda ahí hasta que lo encuen-tre un fraile” (9). Además del trabajo de profesor en el seminario, debe multiplicarse en miles de otras actividades de relaciones, visitas y programación. Sobre todo está obse-sionado por el ansia de que lo más pronto –y, ¡justamente en mayo, el mes de las flores y de la Virgen!- salga su querida revista. ¿Qué pedían esos frailes en cambio de tan rica entrega de generosidad y he-roicidad? No los movía ningún interés, ni había ido al Japón para hacer proseli-tismo. Sólo habían ido para cantar su amor y su alegría, pero en clave moderna, como Francisco de Asís lo había hecho en clave medieval. Sólo buscaban que también los demás compartieran su alegría y su amor a la Virgen. Conquistador de corazones y voluntades, muy pronto el P. Maximiliano se vio rodeado por un grupo de colaboradores. El P. Maximiliano escribía los ar-tículos en latín o en inglés. Los seminaristas pagaban sus afanes de profesor, traduciéndolos en bellos caracteres japoneses. Más tarde, halló excelentes cola-boradores entre los protestantes, Uno de ellos, el Sr. Yamaki, pastor metodista, se volvió incondicional admirador del P. Kolbe: “Yo no soy todavía católico, pero me siento miembro de la familia franciscana”. Enamorado de su ideal mariano, Maximiliano arrastraba a otros en pos de sí. Con el dinero que le había sobrado del viaje, el P. Kolbe adquirió una maqui-na tipográfica y 145.000 caracteres japoneses. Se la debía manejar a mano. Pero esos cinco frailes no se arredraron. Expertos conocedores de manivelas y pedales en Polonia, arremetieron a maniobrar con entusiasmo las planchas japonesas, armadas con miles y miles de signos de ese embarullado alfabeto (10).

Canillitas “made in Japan” La montaña de flamantes revistas donde campea entre floridos dibujos la imagen de la Inmaculada, abarrota los laboratorios y las celdas de los cinco mi-sioneros, y sobre todo, llena de alegría sus corazones ya que les parece haber cumplido con el desafío propuesto: brindar a la Virgen un imponente homenaje de flores japonesas. Si la redacción, traducción e impresión han debido sortear tantos problemas, la faz distributiva de la revista no es menos interesante ni menos delicada. Es-tamos en Oriente. Y la extremada cortesía japonesa protege con vueltas y mira-mientos la intimidad hogareña y rechaza toda intrusión, aunque mínima, aunque

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fuere con el envío de una carta o postal por correo. En otras partes, el méto-do ordinario de buscar abonados, es hacer uso de guías telefónicas, catálogos o agencias. En Japón sólo se puede remitir algo con el permiso del dueño de casa, otorgado a través de la entrega de la tarjeta de visita. He ahí, pues, a nuestros misioneros (y ayudantes) en plena actividad. Cuando vislumbran a alguien, que pueda ser accesible, se le acercan con la más gentil de las sonrisas y con la más cortés de las reverencias le ofrecen gratuitamente la revista. Si el hombre acepta el ofrecimiento y con la misma gentileza entrega su tarjeta, lo más está hecho. Con ese método lento y largo se pudo hallar las nuevas direcciones. La Inmaculada, luego, ilustraría los espíritus y sabría mover los corazones, para el envío de una limosna de apoyo. Miles y miles de veces estas escenas con exquisiteces tan refinadas se repitie-ron por las calles y plazas, en los atrios de los templos o en las estaciones, a las entradas de los subterráneos o a la salida de las fábricas.-¿No temen Uds. que la policía los meta presos para perturbar el orden público? –preguntaba en broma la gente. Al comienzo se podía temer al arresto, ya que siendo polacos, se los podía tomar por espías rusos; pero luego la misma policía, conocida su bondad, les daba una mano, tanto que el P. Maximiliano pudo escribir: “Los de la policía son nuestros amigos y muchos de ellos trabajan por nosotros” (11). También esa revista, como su homónima polaca, no había nacido con preten-siones literarias o formalistas. El vestido, era simple; el lenguaje, popular; los temas tratados, al alcance de todos. Se buscaba conmover el sentimiento y orien-tarlo a la búsqueda de más altos valores. Las verdades cristianas eran presentadas en toda su diafanidad. El deseo del P. Maximiliano era tender un puente, abrir un dialogo con los lectores. La edición del primer número fue un globo de ensayo, una primera toma de contacto con la realidad. Y fue todo un acierto. La acogida fue simpática, ya que respondía a las inquietudes de un pueblo que estaba agotado espiritualmente. A la muerte de los dioses nacionales había sucedido un agudo y peligroso vacío, que ni la técnica ni el bienestar podían llenar. Como Pablo presentaba a los ate-nienses al Dios desconocido, así Maximiliano presentaba a los paganos ilustra-dos y supercivilizados del Siglo XX al Dios desconocido, “al Dios que se hizo hombre, para que el hombre se hiciese Dios” (San Agustín). La inmaculada es siempre un imán. Su fascinación es irresistible. Es el cami-no de salvación que Dios mismo ha escogido. Bajo tan augusta protectora la re-vista no podía fracasar. ¡Al contario! Fue un importante vehículo de apostolado. Lo que más impresionó a los japoneses, fue percibir a través de las páginas de la

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revista una autenticidad de vida y verla luego con sus propios ojos en los cinco misioneros, en la alegría de sus rostros y en la generosidad de su entrega. Las visitas al convento-cobertizo comenzaron a menudear. Grupos enteros llamaban a sus puertas. Había cristianos. La mayoría eran paganos. Quizás el momento más feliz de su estadía en Japón y uno de los más lindos de toda su vida fue cuando le visitó el superior de un monasterio budista de Kyoto. Quedó fuertemente impresionado y se interesó vivamente por la vida y actividades de los frailes. Luego invitó al P. Maximiliano a visitar su monasterio. El P. Maxi-miliano aceptó gustoso. La conversación con los bonzos giró preferentemente acerca de la Inmaculada. Al despedirlo, el superior enfatizó una promesa: “De ahora en adelante, no aceptaré más en mi boncería a postulantes que no amen a la Inmaculada, nuestra ‘Seibo no kishi’”. P. Maximiliano comenta ese entusiasmo de los paganos: “La pureza de María atrae las almas de los japoneses, como la pureza de los misioneros católicos ex-cita su admiración y los dispone a escucharlos” (12).

N O T A S

1934-1935: En “Mugenzai no sono” (“Ciudad de la Inmaculada” japonesa). En Nagasaki.

1935: En Nagasaki. En la “Mugenzai no sono” (“Ciudad de la Inmaculada” japonesa).

(1) En Winowska, p. 132.(2) En Ricciardi, p. 170.(3) En Ricciardi, p. 176.(4) En Ricciardi, p. 181.(5) Lorit, p. 120.(6) En Masiero, p. 134.

(7) Lorit, p. 122.(8) En Ricciardi, p. 461.(9) Winowska, p. 138.(10) En Ricciardi, P. 183(11) En Ricciardi, p. 194.(12) EnRicciardi,p.192.

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MUGENZAI NO SONO

Tendal de problemas La actividad misionera de los cinco franciscanos había planteado un tendal de problemas que no podían ser soslayados. El obispo había autorizado “ad experimentum”, provisoriamente, la obra del P. Maximiliano, sin posibilidad de prórroga. Urgía, pues, la definitiva autoriza-ción de la Santa Sede. También debían aclararse los compromisos de la Pro-vincia polaca. Muy pronto los cinco héroes se vieron sobrecargados de trabajo y necesitaban refuerzos de personal. Las precarias condiciones en que vivían y que les habían granjeado tantas simpatías populares, no podían continuar mucho más. La salud de los frailes y el progreso de la obra se resentían. Lo actuado has-ta ahora era mucho, pero los informes por carta eran más bien escasos, y, sobre todo, carecían del color y calor que da el lenguaje vivo. A mediados de Junio de 1930, llegó al P. Maximiliano la comunicación ofi-cial de que debía volver a Polonia, para asistir al Capítulo Provincial. Al saber la noticia, un silencio de pesadilla cayó sobre todos. Esa noche nadie durmió. Hacía apenas dos meses que habían llegado. Estaban en los comienzos. El momento era sumamente crítico. Nadie estaba en condiciones, no digamos de continuar, sino ni siquiera de mantener a flote una obra tan audazmente emprendida y ya tan promisoria. Es como si una madre debiera abandonar a su criatura, cuando ésta más la necesita: “Obediente como siempre, el P. Maximiliano partió con la muerte en el alma” (1). En el Capítulo Provincial estaba en juego el propio porvenir de la misión. La oposición parecía tener una sólida carta en las manos. La aventura japonesa tenía visos de locura. Se debía, pues, no empeñarse más. Cuando le tocó el turno de hablar, el P. Maximiliano, humilde como siempre, retaceó la admirable obra de entusiasmo, despertada entre los paganos. Sólo subrayó las posibilidades y las necesidades. Unas y otras son inmensas. No es sólo un campo más de tra-bajo apostólico, sino un mundo. Destacó la altísima posición rectora del Japón en lo cultural y económico sobre los demás pueblos aledaños. Por lo cual las actividades de la M.I. se verían altamente beneficiadas y se ampliaría mucho la irradiación de su influencia. Habló “ex abundantia cordis”, con el corazón en la mano. Su informe fue amplio, minucioso, positivo. Una vez pronunciado, el P. Maximiliano repitió su táctica habitual. Se recogió en sí mismo. Tanteó su bolsi-llo en busca del rosario y comenzó a desgranarlo.-Yo hice todo lo que pude. Ahora te toca a ti, Madrecita.

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Al final, la “operación Japón” se ganó el consentimiento de todos. En segui-da, cartas y telegramas se cruzaron entre Polonia, Nagasaki y Roma, solicitando todos los permisos necesarios. Mientras tanto, las noticias que le llegan de sus Cohermanos japoneses son tristes y desalentadoras. Urge, pues, su retorno. ¡Sin demora alguna!

En el corazón de Moscú Como catapultado por esas noticias, volvió a partir de improviso para el Oriente, en tren, a través de la Siberia, bien al “estilo Kolbe”: con rapidez de decisiones, dando primacía absoluta a los valores espirituales, marginando los impulsos de sus propios sentimientos. Partió, sin siquiera correr un momento a Cracovia, para abrazar a su anciana madre. Se excusará con una esquela: “Me disculpe la buena mamá, si antes del viaje no le hice una visita; pero al hacerlo, me hubiera retrasado, mientras las misiones son de primaria importancia” (2). Su hermano Alfonso, dinámico impulsor de Niepokalanów, ansiaba despedir-lo con un gran abrazo. El P. Maximiliano entra en su celda y lo ve tan profunda-mente dormido, luego de las fatigas del día que no se atreve a despertarlo. Con dulzura le besa la frente, como se acaricia un pétalo, mientras exclama con acentos conmovidos: “Descansa hermano mío. ¡Jamás hubo sueño tan me-recido, al servicio de la Inmaculada!... ¡Adiós!... ¡Quién sabe si nos volveremos a ver todavía en la tierra! …”. (3). Y en la tierra los dos hermanos no se encontrarían más ya que el P. Alfonso, afectado de bronco-neumonía, santamente falleció poco tiempo después, durante la novena a la Inmaculada. En ese interminable viaje a través de la URSS, el P. Kolbe se detiene, aunque por poco tiempo, en Moscú. Es ya la segunda vez que la visita. Rusia siempre lo había obsesionado. En las largas horas de reposo en el sanatorio estudiaba ruso. Seguía con pasión los acontecimientos y movimientos soviéticos. Estaba al día con la literatura atea. Soñaba con editar “El Caballero” en ruso. Realizó muchos sondeos y viajes para concretar tan trascendental propósito. Moscú es una ciudad imperial. No en vano se llama a sí misma la tercera Roma, luego de la Constantinopla. Imperial en su posición geográfica, en la grandiosidad de su planimetría, en sus monumentos y edificios públicos, sino siempre bellos, siempre imponentes. Imperial sobre todo en su política, en su cultura, y, más que nunca, en su ideología hegemónica, y en sus ambiciosos pla-nes de conquista planetaria. Moscú es la capital del ateísmo oficial, corazón del materialismo marxista, centro de la dictadura del proletariado (o, más bien, sobre el proletariado). Las

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altas y severas murallas del Kremlin son todo un símbolo de un movimiento ce-rrado en sus principios, violento en métodos, totalitario en sus apetencias. Podemos imaginar al P. Maximiliano paseando una noche por las anchas ave-nidas moscovitas. Después de la cena temprana, sale de su alojamiento, y se su-merge en seguida en la marejada humana, que día y noche se apretuja por las ace-ras y camina y camina ordenadamente y en silencio. Todos lucen los trajes más abrigados, que delatan la procedencia regional: ligeros en verano, doblemente forrados durante el crudo invierno. Mientras mira los rostros, ya regordetes de los rusos, ya angulosos de los siberianos, ya tupidos de turbulentos mostachos de los cosacos, deseando horadar su cauteloso hermetismo para captar un senti-miento, un deseo, sus dedos se deslizan por el bolsillo, buscando el rosario. Sus pasos se dirigen hacia la Plaza Roja, faro, altar y caja de resonancia del inmenso imperio. Levantando la vista, sus ojos sorprenden la incomparable joya arquitectónica de la basílica de San Basilio, que cierra un ángulo de la plaza. A su derecha se yerguen en su pujanza las almenas y los torreones del Kremlin, a cuyos pies, como león agazapado y listo al ataque, está el mausoleo de Lenin. En su corazón le pide a su “Mamusia” que se rompan los cerrojos, y se abran las fortalezas, para que entre el Señor, el rey de los corazones, la salvación de los pueblos. Baja luego las barrancas del rio Moscova, donde se balancean botes, yachts y barcas de poco calado, sobre cuyas aguas riela la claridad lunar. Se excita su fantasía y recuerda la visión apocalíptica: “Apareció una grandiosa señal en el cielo: una mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y con una corona de doce estrellas en la cabeza”. (12,1). En su periplo de meditación y oración, vuelve a rodear las murallas opulentas. Rebusca más a fondo entre sus bolsillos. Sus dedos aprisionan un puñadito de Medallas Milagrosas –sus “cartuchos” místicos- y con gesto confiado las arroja como una bendición contra el altivo paredón. Algunas son retenidas por las sa-lientes; otras caen al jardín circundante, brillando como perlas entre la hierba. Como en todo lugar de la tierra, El P. Kolbe quiere ser un sembrador generoso y entusiasta de ideas y símbolos, para que la Virgen hable a las mentes y al corazón de los hombres, y los acerque a Cristo. De esa manera, el Caballero de María quiere tomar posesión de esas tierras, para ofrendarlas a la Reina de sus amores, a la Madre Universal. Sabe que Rusia ha nacido santa -¡la Santa Rusia!- porque lavada en la Sangre del Cordero, porque civilizada con el Evangelio de Cristo, porque acunada por los maternales brazos de la Virgen, han florecido en sus inmensas estepas héroes de santidad, lumbreras de doctrina, monjes y vírgenes de refinados renuncia-

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mientos, monasterios que fueron focos de fe y cultura. Cada casa tenía -¡y mu-chas tienen aún!- el ícono de la Virgen, delante del cual ardía perenne la titilante llama de la vela, con los ojos embelesados, se prostraron adorando y amando. Y de entre los iconos más preciosos y radiantes, vuelve a asomarse a los ojos del P. Maximiliano el estupendo ícono de Rublev, ante el cual se extasiara por la mañana. Ese cuadro transforma la academia Tretiakov en un templo, ya que la gente, el pueblo humilde o culto, que va a visitar al museo, admira sí las hermo-sas obras ahí expuestas, pero se conmueve y reza largamente ante ese incompa-rable ícono. Sabe que esa imagen representa a la Madre de la unidad. Oriente y occidente, ortodoxos y católicos, se abrazan alrededor de ese cuadro, en el más auténtico ecumenismo, el ecumenismo de la madre de la que todos son hijos. Y vuelve al hotel con la sonrisa que le bailotea entre los labios y le humedece los ojos, ya que recuerda el mensaje profético de Fátima: “¡Rusia se converti-rá!”. No sabemos cuándo ni cómo sucederá, pero lo ha dicho la Virgen. Si se atrasa ese momento, es culpa de los hombres, es nuestra culpa por no vivir como cristianos, Pero, podemos adelantar ese momento a través de la sinceridad de nuestra conversión y el fervor de nuestras plegarias.

Los dos revolucionarios cara a cara A la mañana siguiente, el P. Maximiliano se pone en fila, junto a cientos y cientos de personas, para visitar la tumba de Lenin. En religioso silencio, la procesión se dirige hacia el marmóreo mausoleo. El P. Kolbe entra, baja unos peldaños, dobla a la derecha, camina unos pocos pasos y ya se encuentra cara a cara con Lenin, el discípulo de Marx, el fundador de la URSS. Su cuerpo embal-samado está vestido de negro; su rostro parece plastificado; un viejo amargo se escapa de su boca. ¿Qué le sugiere al P. Maximiliano esa figura? Jamás lo sabremos; pero al expresar con todo respeto nuestra opinión, nos parece interpretar el pensamiento de Maximiliano. Entre Lenin y Kolbe se destacan muchas semejanzas. Hay mucho de genio y audacia emprendedora en los dos. Los dos están devorados por una enorme ambición: la conquista del mundo. Los dos son revolucionarios: el uno por el violento bamboleo de estructuras, clases y situaciones; el otro, a través de la conversión del corazón y la renuncia al egoísmo. Ambos están arrebatados por una locura: locura mariana en uno; locura ideológica en otro. Ambos abiertos y sensibles como nadie a la problemática de la hora, optimistas en el progreso humano, devoradores de libros, linces agudos en poner la técnica y la ciencia, la prensa y la radio, al servicio de sus ideales, Los dos soñaban con el hombre

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nuevo; pero mientras Lenin lo encerraba en sí mismo, o, mejor encerraba a la sociedad en sí misma como a un capullo –y con ello precipitaba hacia un vacío angustioso y una desesperación total-, el P. Maximiliano abría al hombre, a todo hombre, a la paternidad divina, manantial de vida y de amor infinito. Sin embargo, las diferencias entre los dos son abismales. La humildad y la obediencia de Kolbe contrastan con la soberbia y el fanatismo de Lenin. El can-dor y la sinceridad de Maximiliano repelen las intrigas, hipocresías y dobleces de Lenin. En Kolbe, el respeto hacia el otro llega hasta la entrega de la propia vida para salvarlo; en Lenin, En Kolbe, el respeto hacia el otro llega hasta la entrega de la propia vida para salvarlo; en Lenin, el otro puede ser carne de cañón, o un número económico, o un eslabón fácilmente sacrificable a espúreos intereses ideológicos o de partido, Las famosas purgas rusas de todos los tiempos ahí tienen su raíz oscura y maligna. Para Maximiliano, la persona humana es un fin absoluto (para salvarla, el Hijo de Dios se hizo hombre y murió en la cruz). Para Lenin, la persona es un medio. ¡Qué dispares son los métodos de trabajo de los dos! Para Lenin, el fin justifi-ca los medios, aun los perversos, como la mentira, el robo, el asesinato. . . Para Maximiliano, medios y fines han de ser honestos, respetuosos de la libertad y de los derechos ajenos. Lenin destruye templos, abate sinagogas, arrasa mezquitas. Maximiliano trabaja para que cada hombre sea un templo, y cada corazón un al-tar. En síntesis, Lenin es pontífice del materialismo ateo; el P. Maximiliano es el sacerdote de Cristo crucificado y resucitado, a la vez abanderado de la Virgen. El P. Maximiliano rechaza lo superficial, tan frecuente en las mentalidades burguesas de todos los tiempos. Busca hondo en la historia y en la Biblia. Sabe que los movimientos históricos de tanta envergadura y de tanta fuerza expansiva, como el comunismo, no nacen de la nada; nacen y crecen en un caldo de cultivo. Y ese caldo de cultivo es una sociedad egoísta, un cristianismo inauténtico, una injusta dimensión de derechos y deberes. El comunismo, al que alguien llamara “el garrote de Dios”, nos obliga a un profundo examen de conciencia, a golpear-nos el pecho, a revivir las exigencias del amor, de la cruz, de la verdad, de la autenticidad, de la fraternidad. No en vano ha dicho Berdiaev: “El comunismo tiene ideas cristianas enloquecidas”. El P. Kolbe había captado ese substrato, raigambre o volcán, que daría origen a tantas convulsiones sociales. Con sus ideales marianos, sus ciudades, su apos-tolado moderno, buscaba la transformación de las conciencias, colaboraba en una renovada primavera para la Iglesia y a través de las Misiones deseaba que la luz de Cristo y las banderas de la Virgen cubrieran a toda la humanidad. El ansiaba devolver al mundo “la alegría de vivir”, o sea, la alegría de la Fe y del Amor.

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Y pese a hallarse ante la tumba fría de Lenin, Maximiliano, conocedor de la psicología de Dios, inspirado por el mensaje de Fátima, no desespera del mun-do, ni del destino de la humanidad. Rechaza la idea del dominio definitivo del materialismo ateo sobre Rusia o el mundo. Vislumbra días hermosos. Columbra una aurora sobrenatural. La Inmaculada, como siempre, es el camino, porque es la Madre. Pocos años después, en 1973, con acentos proféticos pronunciaba en Roma: “No creemos esté lejos, ni sea un puro sueño, la llegada del día grandioso, en que la imagen de la Inmaculada sea colocada por sus victoriosos devotos en el corazón de Moscú”. Y mientras todo su espíritu se estremece ante este abanderado de la Revolu-ción de octubre de 1917, el P. Maximiliano no olvida que es sacerdote, y no un turista curioso. Mientras sus labios rezan una oración por el eterno descanso de Lenin, su mano derecha se levanta para trazar una señal de la cruz. También los grandes hombres de la historia -¡y quizás mucho más que otros!- necesitan del perdón de Dios y de la oración de sus hermanos menores. Y si Lenin hubiese conocido al P. Kolbe, ¿qué hubiera dicho? Sin duda, no habría escapado de la fascinación de su personalidad y actividad, y hubiera dicho de él lo que al parecer dijo de San Francisco de Asís. Poco antes de su muerte, Lenin confió a un amigo sacerdote: “Me he engañado. Sin duda, era necesaria la liberación de los oprimidos. Sin embargo, nuestro método provoca nuevas opresiones. Lo que sería necesario, para salvar nuestra Rusia, ¡son diez Fran-cisco de Asís”! (Según Jean Mantaurier en M.S.A; février 1971).

La hermosura coreana Desde Moscú a Vladivostok son ocho días de tren. El P. Kolbe viajó en terce-ra clase con los pobres. “En cada estación, durante el interminable viaje, todos se amontonaban alrededor de los grifos de agua caliente, el famoso “kipiatok”, que permite hacer el té, única bebida posible y accesible” (4). Atravesó la Siberia, Manchuria, y Corea. De esta última quedó fascinado. Con estas palabras nos contagia su entusiasmo: “La Corea era para mí un país completamente desconocido. . . El paisaje es tan estupendo que uno no se cansaría jamás de contemplarlo. En Pusan, última parada coreana, tuvimos una sorpresa. Aprovechando de unas cuatro horas li-bres entre el tren y el barco, deseando celebrar la Misa, nadie supo indicarnos una iglesia católica. Solo más tarde un policía nos informó que en la ciudad hay seis templos protestantes, pero que los templos católicos en toda Corea son apenas tres.

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“¿Cuándo la Inmaculada reinará en este país tan hermoso y establecerá en él el reinado de su divino Hijo? . . .”. Su deseo misionero no tardó en realizarse, ya que el mismo P. Maximiliano admitió a aspirantes coreanos, que en los años posteriores serían el núcleo de una floreciente fundación.

Bajo los escombros de un amor Al llegar a Nagasaki, el P. Maximiliano se encontró con el desierto. Toda su obra, tan largamente acariciada y por la cual enfrentó sufrimientos físicos y morales indecibles, estaba por desplomarse. La revista había cesado de salir. Los traductores, pensando que todo no fuera más que fuego de paja, de mucho entusiasmo y de poca duración, con las más diversas disculpas y con una sonrisa en los labios, se habían alejado en puntas de pie. La maquinaria yacía anquilo-sada, Las colaboraciones en dinero se habían esfumado, las visitas de bonzos paganos, que tanta alegría y aliento habían infundido en los cinco misioneros, habían pavorosamente raleado. Los propios hermanos, que tan heroicos gestos de renunciamiento habían dado, durante la ausencia del Padre, vivían descora-zonados y divididos. Uno de ellos, devorado por la nostalgia, pidió la vuelta a la patria. Otro pidió el cambio de lugar. Desde luego, toda esa situación desastrosa es explicable. El “estilo Kolbe” es único, alimentado por una extraordinaria personalidad y por la ciencia de los santos. Su obra estaba aún en pañales. Sólo podía ser sostenida por su indoma-ble voluntad y por la especial gracia de Dios, que Maximiliano merecía con sus grandes cruces. Se le planteó en toda su crudeza la alternativa: o darse por vencido o comen-zar de nuevo. Era humano darse por vencido y hubiera sido la solución más fácil. Es la solución que tan a menudo tomamos nosotros que nos creemos guiados por el sentido común, que no es en el fondo más que cobardía. El P. Kolbe no lo puede hacer, porque están en juego la gloria y el servicio de la Inmaculada. “¡Hasta la muerte!” era su lema. Y vuelve a comenzar con más entusiasmo, con más decisión, con más prisa y con mayores sacrificios. Su propósito es fundar cuanto antes otra “ciudad de la Inmaculada”. Con los aportes polacos compra unos lotes, a buen precio, pero todos critican la mala elección del terreno. “Es un terreno, tanto para darle un nombre. Es, más bien, un gajo de colina, de encantador paisaje, pero tupido de matas y yuyos, y bastante alejado de la ciu-dad, Ahí yerguen su gastado tronco viejos naranjos y ciruelos. En la cumbre se extiende el cementerio pagano de las vacas y caballos. Sobre un corto peñón se

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levanta el simulacro de una divinidad benéfica. Abajo corre el camino, más allá del cual se levanta otra colina. En breve, el terreno es el dorso de un precipicio. “Un buen clavo”, se diría más llanamente. “Quince años después, cuando la segunda guerra mundial, ya al final, dise-mina los últimos cadáveres sobre la faz de la tierra, la técnica descubre la más refinada crueldad. La floreciente ciudad de Nagasaki es escogida para la prueba inhumana. Bajo el estallido de la bomba atómica, hallan la muerte en un solo ins-tante casi 100.000 personas. En cambio, bajo el cementerio de las vacas y caba-llos, todos los cobertizos del P. Maximiliano quedan intactos. Apenas salta algún otro vidrio, o se desjamba alguna puerta, o se parte alguna teja. ¡Nada más! Pese a la violencia del fuego, al choque de las ondas expansivas y a las radiaciones, ¡ni uno muere en los edificios del convento! Entonces, aun los que criticaron, comprendieron bien” (5). El trabajo de construcción abarca una casa de madera, una capilla, el pa-bellón, de la imprenta, una usina eléctrica, un amplio salón para conferencias catequéticas y proyecciones cinematográficas. El 16 de mayo de 1931, después de un año de la primera llegada, se hizo el traslado a la nueva sede, a la que el P. Kolbe eternamente obsesionado por su idea fija, llamó: “Mugenzai no Sono”, o Jardín de la Inmaculada”. Como en la Niepokalanów polaca, también en Mungezai debía reinar la po-breza franciscana, y aún más exigente si fuere posible. Un viejo sacerdote, amigo de la casa, le dice un día al P. Maximiliano: Uds. son verdaderos franciscanos, porque son pobrísimos. Antes no he conocido otros misioneros, como Uds.”. Un día, el hermano, yendo al zapatero para retirar sus zapatos remendados, tiene la alegría de verse restituido el importe, con estas hermosas palabras: “Uds. son pobres, viven de limosnas, su convento no tiene criados, y la fe de Uds. tiene que ser la verdadera”. También el farmacéutico, si bien pagano, ofrece gratis los remedios en canje de la revista. En un apunte de ese año se lee: “las hermanas de Urakani, llegando a conocer nuestra pobreza, nos enviaron unos víveres” (6). Pese a tantas penurias, o más bien, gracias a ellas, “El Caballero” japonés prosperaba. Hacia él se canalizaban todas las limosnas japonesas y los subsidios que llegaban de Polonia.

Nostalgias del alma japonesa La revista “Seibo no Kishi” fue un verdadero impacto en el alma japonesa. De un mes a otro se afirmaba y la tirada se remontaba hasta alcanzar en 1933, o

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sea a los tres años, las altas metas de 50.000 ejemplares. Era un verdadero pri-mado en toda la prensa católica. Para alegría de los lectores, extraemos de unas cartas unos conmovedores pasajes, en que el alma japonesa, ansiosa de luz y fe expresa sus nostalgias de Cristo y su filial cariño a la Inmaculada. “Gracias por haberme enviado “Seibo no Kishi” –escribe Inohaha Mamoe-. Lo leo con gozo. Estoy enfermo hace un tiempo. Sin embargo, desde cuando un amigo se abonó a su revista y me habla de la religión católica, yo olvido mis sufrimientos”. “Es una gran alegría –escribe N. Masako-, que Uds. de Mugenzai no Sono trabajan por la gloria de Dios y difunden el amor de la Inmaculada. Aún no estoy bautizado, porque mis padres no quieren. En Hokkaido he conocido a un ami-go y miembro de la Milicia de la Inmaculada, Kanatsu. ¡Qué alma noble y qué hermosa su preparación a la muerte! Admiré su fe en Dios y en la Inmaculada. Al sentirse enfermo no pudiendo en casa recibir el Viático ni la Unción de los enfermos, se arrastró hasta la iglesia, donde recibió los últimos sacramentos. No todos hubieran tenido semejante coraje. Kanatsu amaba mucho a la virgen, y a menudo la invocaba. Me exhortaba a amarla y no se cansaba en repetirme: “¡Invoca a la Inmaculada! ¡Invoca a la Inmaculada!”. Desde entonces, procuro seguir sus consejos y exhorto a otras personas a hacer lo mismo”. “Si Uds. no hubiesen venido a Japón –exclama otro_, yo, Amaki, todavía seria pagano”. He aquí la historia conmovedora de una conversión: “Un día casualmente cayó en mis manos un ejemplar de la revista, en que leí la historia de esa religiosa que trabajaba en un leprosorio de Madagascar. Un americano, que visitaba el hospital, le dijo: “Yo no trabajaría aquí ni por 100.000 dólares”. “Yo, tampoco por un millón -contestó la religiosa-, porque trabajo solamente por amor a Dios”. “Esta historia me impresionó y comencé a reflexionar. Desde aquel día reci-bo regularmente la revista. Leyéndola atentamente, comprendí que, cuando un hombre peca, si se arrepiente y pide perdón a Dios, a través de la Inmaculada, Dios entonces lo perdona. Una vez, pensaba que, para no ir al infierno, bastaba no matar. Leyendo “El Caballero”, comprendí que son necesarias otras cosas, como tener fe y orar. Poco a poco, la revista me ha instruido y en octubre pasado me bautice. Me llamo Teresa, Ahora tengo la dicha de ser hija de Dios” (7). Hashimoto Fumika, desde Chosen, escribe resueltamente: “¿Están Uds. todos bien en Mugenzai no Sono? Recibimos mensualmente la revista. Les agradez-co con todo el corazón. No tenía fe. No conocía la verdad. Después de haberlo

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leído, una fuerza milagrosa se apodero de mí. Diariamente he progresado en la fe, hasta conocerla. Ahora voy a la iglesia a rezar y siento que amo a Jesús y a María”. “Recibí la revista de este modo. Mi padre la recibió en el tren por un fraile desconocido, el cual la distribuía gratuitamente a todos. Desde entonces nos lle-ga puntualmente. Reflexionando reconozco que la Virgen me hizo muchas gra-cias y le quedo agradecido. Ahora espero ganarme cada día el cielo. Me esfuerzo por vivir bien. Rezo por el desarrollo de “El Caballero”, y pido trabajen mucho por los que conocen la fe. Les agradezco todo” (8). Realmente hermosas, vibrantes, simpatiquísimas, estas cartas de nuestros hermanos, de ojos almendrados, que después de conocer a la Virgen le expresan tanto amor y tantas ansias. “La revista, gracias a su lenguaje popular, cumplió las funciones de un curso de doctrina cristiana, ilustrada con ejemplos y cuentos. Su extraordinaria disfun-ción muestra que dio en el blanco. La Inmaculada es la llave de toda puerta, es el pasaporte de toda nación”. (9).

El Padre Kolbe en 1935. 1935: En Nagasaki. En la “Mugenzai no sono” (“Ciudad de la Inmaculada” japonesa).

N O T A S

(1) En Winowska, p. 132.(1) En Winowska, p. 141.(2) En Ricciardi, p. 186.(3) En Ricciardi, p. 163.(4) En Winowska, p. 142.

(5) En Masiero, p. 137.(6) En Ricciardi, p. 193.(7) En Winowska, p. 144.(8) En Ricciardi, p. 196.(9) En Winowska, p. 146.

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FARO DE LA INMACULADA

Pedagogía mariana Con exquisita sensibilidad, el P. Maximiliano captaba los matices y las ape-tencias del alma popular. Intuye que el pueblo desea que se le hable al corazón, que se le excite la fantasía a través de la imagen. He ahí el hondo sentido de la ilustración de las iglesias y basílicas, a través de los vitrales, mosaicos y es-culturas. La figura atrae y es una invitación a descubrir la verdad que se desea enseñar. El P. Maximiliano veía que todas las mañanas, grupos de paganos subían a lo alto de la colina, para contemplar y adorar el sol naciente. (No olvidemos que ¡el Japonés el imperio del sol naciente!). En su mente brilló la idea: “Jesús es el sol, y la Inmaculada es la aurora que preanuncia el sol”. Y reflexionó: “¡Qué lindo se-ría colocar en el punto más estratégico y elevado una imagen de la Inmaculada! Cuantos la ven, la saludarían o preguntarían que representa, para arder en deseos de conocerla, y a través de Ella conocer a Jesús”. Al poco tiempo apareció en la parte más alta de la Mugenzai no Sono una estatua de la Inmaculada, que quiso estuviese brillantemente iluminada, el cual llevó al buen puerto de la fe a miles de paganos. El P. Kolbe nos va a relatar como muchos se han sentido atraídos por los encantos de la Inmaculada. “Apenas terminada la construcción, en el punto más alto colocamos una esta-tua de la Inmaculada bien visible del barrio enteramente pagano de Hongonchi. “La Inmaculada ya atrajo a sí mucha almas. A menudo observamos a la gente que se detiene un momento en el intenso tráfico, para mirar a la Inmaculada. Los hermanos me refieren que los paganos se preguntan qué representa, y dicen haber oído a una mujer pagana, muy solícita en explicar el significado de la Mugenzai y el apostolado de los nuevos misioneros. Poco a una familia pagana vino a ver de cerca a la Inmaculada. Por razón de la clausura, sólo el padre pudo acercarse hasta los pies de la imagen, mientras madre e hijas se contentaron con visitar la capilla y recibir la Medalla Milagrosa. “Últimamente llegó una joven. Podía tener 20 años. Pidió hacerse católica. Supimos que es una pobre infeliz que conoció al padre, ha sido abandonada por la madre, y ahora, después de la muerte del tutor, es vagabunda, vendida y busca-da por los mercaderes de chicas. Desesperada, subió a la colina, para tirarse a un estanque. Vio la estatua y se sintió atraída. Llamó a nuestra puerta. Le ofrecimos el almuerzo que no quiso probar. Con mucha insistencia sólo aceptó una taza de té con pan. Después de haberla alentado y dada la Medalla Milagrosa, la acom-pañamos hasta la parroquia vecina, confiándola a los cuidados del párroco.

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“Nunca sabremos bastante acerca del misterioso llamado de la Inmaculada sobre las almas paganas, desde lo alto de la colina. Lo sabremos en el día del juicio. ¡A la Inmaculada sea toda gloria” (1).

“Caramelos” japoneses “Casi todos los días del mes de mayo tuvieron su caramelo. Luego en junio, especialmente durante la octava del Sagrado Corazón, sufrí como nunca. . . ya todo pasó y ahora la Inmaculada dirige todas las cosas en el mejor de los mo-dos. La táctica de la Inmaculada es que el calvario preceda a la resurrección. ¡A Ella todo honor y gloria siempre!” (2). Con buen humor, el P. Maximiliano llama “caramelos” a todo ese crisol de sufrimientos, amarguras, angustias, y dificultades, que diariamente se abatían sobre él. Las cartas de ese tiempo nos prospectan desgarradoras situaciones. La fiebre de hasta 40 grados frecuentemente torturaba y chupaba su cuerpo. Unos brotes de forunculosis, eczemas o infecciones casi lo llevaron al borde de la muerte. Como supo combinar sus deplorables condiciones de salud con los agotadores trajines de profesor, constructor, redactor y catequista, constituye el asombro de los médicos. El Dr. Pablo Nagai, el heroico radiólogo, víctima de las radiaciones atómicas, testifica con admiración: “Su vida fue un continuo heroísmo. En una visita mé-dica, constaté que tenía un pulmón muy enfermo. Le prescribí absoluto reposo. Me contestó que seguiría trabajando lo mismo, ya que desde hacía muchos años se hallaba en ese estado. Noté en él una voluntad de resistencia verdaderamente extraordinaria”. Otro médico, El Dr. Santiago Fukahori, es más explícito: “Como médico me convencí de que tenía absoluta necesidad de reposo. Cuando se lo prescribí, me contestó que ya los médicos europeos habían declarado incurable su enferme-dad, y por ende queriendo hacer algo sobre esta tierra, sólo lo hubiera podido ha-cer con gran sacrificio. A mí, su dinamismo me parecía absolutamente imposible con las solas fuerzas humanas, sin una especial ayuda divina, A menudo tenía 40 grados de fiebre. Pese a todo, su trabajo era de veras extraordinario”. Esos “caramelos” de la salud eran soportables. ¡Peores eran los sufrimientos morales! Lo que dilaceraba su corazón de apóstol y frenaba cada uno de sus avances, era la intriga envidiosa y chismosa, desde fuera, y la oposición sistemá-tica, desde dentro. Las actividades de Maximiliano fueron objeto de insinuaciones, sospechas y desconfianza. Se receló de sus triunfos editoriales, pagados –como lo sabemos bien- ¡con qué costo en sangre y sacrificios! Hasta se llegó a decir que su entrada

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al país era ilegal, como si careciera de los permisos de la santa sede. El propio P. Maximiliano, con esa inimitable discreción que tienen las almas nobles, relata el episodio a su Provincial. “El nuevo Delegado Apostólico ahora nos es muy favorable. Sólo al princi-pio, durante la octava del Sagrado Corazón, al llegar a Nagasaki, alguien supo siniestramente informarle de que nosotros estamos aquí sin permiso. También me reprochó severamente por haber traído a los estudiantes desde Polonia y me manifestó su decisión de no querer tolerar más este estado de cosas. Sólo después de haberle contestado que la Orden estaba en posesión de todos los permisos, y habérselos mostrado, Monseñor reconoció que no había razón alguna de consi-derarnos ilegales”. Esa malquerencia afectó tanto su sensibilidad, que llego al borde del colap-so psicológico: “Cuando fue severamente reprendido por el Delegado Apostó-lico, estuvo por ser presa del desaliento. Sin embargo, se postró a los pies de la Inmaculada y en la oración halló la fuerza de quedar tranquilo y sereno de corazón” (3). Mucho más delicada era la situación entre los Cohermanos franciscanos. Pese a llevar el sayal religioso y a la profesión de los votos, no se marchita la raigam-bre del hombre viejo, diría San Pablo, la que puede reverdecer en prejuicios, sospechas, malentendidos, contrastes, que siempre y en todo lugar hacen daño y lastiman los corazones, muchísimo más dañan y torturan cuando unos y otros viven bajo el mismo techo, comparten la misma mesa y hasta. . . rezan juntos. Se produce normalmente un rechazo psicológico y operativo. Entre los frailes de Mugenzai no Sono vivía el P.X. . ., profesor en el semi-nario, el cual no sólo no pudo adaptarse al ambiente, sino que se dejó envolver por el pesimismo y la neurastenia en una carrera de perjuicios. En las cartas que escribía al P. Provincial, “atacaba áspera y rudamente al P. Maximiliano, a quien causó muchos disgustos”. Y cuando el P. Provincial ya no le daba crédito, llevó el asunto ante las autoridades supremas de la Orden, ante las cuales el propio P. Provincial tuvo que defender la obra del P. Maximiliano. A todos nos gusta saber la reacción, la actitud del P. Maximiliano ante esos ataques, contrastes e incomprensiones. En el mundo, unos contestan contraata-cando; otros, humillando al adversario, o apartándolo del propio entorno. El P. Maximiliano dio la respuesta que únicamente saben dar los santos: “CALLAR – SUFRIR – ORAR”, trabajar más que nunca y amar a los perseguidores. El P. Provincial lo reconoce: “El P. Maximiliano no mencionaba lo sucedido. . . disculpó siempre a al P.X . . . y jamás le guardó rencor”(4).

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Vuelos místicos La autenticidad, la seriedad absoluta de los compromisos tomados, la decidi-da entrega son las características de la personalidad del P. Maximiliano. Ser lo que debe ser y actuar como su Misión y el momento histórico le dictan: he ahí la gloria humana y cristiana del P. Kolbe. Las Misiones son las pupilas de la Iglesia, ya que la Iglesia, por ser “sacra-mento universal de salvación”, es misionera por excelencia. Conocer a Cristo, amar a Cristo, servir a Cristo: he ahí el fin del hombre. Hacerlo conocer, amar y servir es el fin de la Iglesia. Ha nacido para ser mensajera de la Verdad y del Amor. Es la Madre y Maestra universal. Como Francisco de Asís, el P. Kolbe sentía que “el Amor no es amado. Es necesario que el Amor sea amado”. Sin embargo, para cumplir tan divinas tareas, las vocaciones no abundan. Pocos tienen esa disponibilidad total de abandonar patria, lengua, cultura, costumbres. . . “para hacerse todo para to-dos y llevar a todos a Cristo” (1 Cor. 9,22), como quería S. Pablo. Y los que van a las Misiones, no siempre tienen el corazón de fuego, para abrasar otros corazones. Por otra parte, la misma Orden franciscana, tan misionera en su Fundador y en sus mejores hijos, como San Antonio, no obliga a nadie ir a las Misiones, sino que lo deja a la inspiración de cada uno, bajo la verificación de los superiores. El P. Maximiliano se siente inspirado para más altos vuelos, para una dispo-nibilidad total. Desea consagrarse con un voto especial a la obra de las Misio-nes. Esa inspiración está en plena coherencia y es como el fruto maduro de esa ofrenda a la Inmaculada, que en Roma, junto a otros seis, hiciera de sí mismo en el fervor de sus veinte primaveras. Maximiliano sabe que la Milicia Mariana es considerarse y vivir como “cosa y propiedad de la Inmaculada”. Sabe que Dios se lo merece todo. La cruz es la cátedra del amor más grande. El caballero ha de seguir a su capitán. Sabe que por el bien de las almas hay que estar dispuesto a sacrificarlo todo, ¡aún la vida! Muy al “estilo Kolbiano”, añade otra razón: “Ninguna batalla puede ganarse, si el co-mandante ha de aguardar el consentimiento del soldado, antes de asignarle una posición. Pues bien, los que viven en Niepokalanów, ¿no han de estar dispuestos a todo por la Inmaculada?”. Todos los hermanos de la misión japonesa se sienten impulsados a enviar al P. Provincial una carta, en la que le suplican les sea permitido añadir a los votos religiosos un nuevo compromiso. El P. Provincial, santamente acorralado por deseos de tan altos vuelos místi-cos y subyugado por tanta generosidad, no puede negarse.

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“Y el sábado Santo, 25 de marzo de 1932 -escribe el P. Maximiliano-, en el día sagrado de nuestra Madre celestial, todos los profesos de Mugenzai no Sono, hemos profesado el cuarto voto: “¡el de estar dispuestos, por amor a la Inmacu-lada, a ir a las misiones más duras y a la misma muerte!”. Contagiados por tan sublime entusiasmo, los profesos de Niepokalanów tam-bién adherirán al mismo juramento. Ante tan heroica disponibilidad, nuestra mente se inclina reverente en gozosa admiración. La humanidad se ennoblece por estos héroes, dispuestos a tomar la Cruz, para seguir al Maestro hasta el Calvario.

Prurito en las manos Hombre de acción y de aventuras, Maximiliano quiere ser un sembrador evangélico, no un pacífico cosechador. Caballero de sus ideales, quiere hacerlos conocer a todo el mundo. Eternamente insatisfecho de lo realizado que es siem-pre poco, quiere abrirse a los vastos horizontes de la angustia universal. Maximi-liano escucha ese clamor que le viene de millones y millones, que no conocen a Cristo, pero a los que Cristo quiere darse a conocer. El mundo actual plantea al P. Maximiliano un problema particularmente ca-dente: el ateísmo a nivel individual, social u oficial. ¿Cómo responder a ese reto? Siente, reconoce su impotencia; pero no se queda con las manos tranquilas. La acción lo urge desde dentro. Los gritos de S. Pablo: “La caridad de Cristo nos apremia” (2 Cor. 5, 14) y “Ay de mi si no evangelizare” (1 Cor. 9, 16), lo exas-peran y lo embriagan. Por otra parte, gracias a su genio organizativo y más aún a su santidad, empa-pada de fe y templada en el sufrimiento diario, la Misión japonesa está tomando un rumbo seguro y sólido. Las nuevas estructuras edilicias han favorecido un amplio desarrollo. La tirada de la revista crecía mensualmente. Los contactos con los paganos se habían intensificado. Las conversiones florecían. En un ala del convento, un pequeño seminario bullía de vocaciones orientales. Comunica, pues, sus inquietudes al P. Provincial y a otros hermanos: “¿Qué he de hacer? ¿He de limitarme al Japón o interesarme de la causa de la M. I. en el mundo entero? Desde luego, de todo no podré ocuparme, pero ante la expansión del ateísmo siento el prurito en las manos... En Mugenzai no Sono, las cosas marchan con toda normalidad. Ahora hay que ir a otro lugar, descono-cido, incierto, donde encontrar nuevas cruces, y, agotados por las privaciones, entregar el alma a Dios. . . ¡Todo sea por la Inmaculada! Ella es la guía, y lo que Ella dispone, es siempre lo mejor. Les pido a ustedes, queridos hermanos, recen para que yo no entorpezca la obra de la Inmaculada” (5).

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Siguiendo las indicaciones del P. Provincial, toma el barco para Singapur, pero nada puede hacer por los conocidos obstáculos de la división jurisdiccional de las Misiones. Sigue hasta la India, donde su deseo de concretar otra ciudad mariana, halla las más halagüeñas esperanzas. Todo se lo debe a Santa Teresita. Entrado al obispado, mientras espera la audiencia, una rosa se desprende de un vaso colocado al pie de la imagen de la santa, y, rodando, va a parar a sus pies. Maximiliano no es fanático ni de sueños ni de azares; pero no es insensible a la poesía de las flores y sabe leer el mensaje de bienvenida que Teresita quiere diri-girle. Con ese presagio, el diálogo es tan fructífero, que el propio obispo lleva al Padre a visitar unos terrenos, para la implantación de la tercera ciudad mariana. Pero los acontecimientos internos de la India y la tragedia de la II Guerra Mun-dial lo malogran todo. El P. Maximiliano sueña con multiplicar sus ciudades marianas no solo en la India, sino también en China, Indonesia, Arabia, África, América. . . Sí, él es todo prurito en acción, pero alimentada por el fecundo manantial de la contem-plación y de la oración. ¿Quién de nosotros recogerá el guante, lanzado con tanta audacia por el P. Maximiliano?

Boicoteado y libre Francisco de Asís organizó la Orden de manera muy democrática. Todos los frai-les son electores, lo que, reunidos en cabildos, nombran a sus superiores. El cargo no es vitalicio, sino temporal. El cargo ha de ser un servicio de amor a los hermanos. “El superior ha de amar a sus súbditos, como una madre ama a sus hijos”, está escrito en la Regla. Terminando el mandato, el superior vuelve a ser un fraile más. Con esa forma de gobierno, Francisco daba dinamismo a las fraternidades, ya que los frailes han de alternarse en el mando con todas las ventajas de sus cualidades e idiosincra-sias, y favorecía la libertad y humildad, ya que todos saben que deben volver a las bases. Empapado de espíritu evangélico, con unos y otros Francisco subrayaba la palabra del Maestro: “El más grande entre vosotros es el que sirve”. En Julio de 1933 se celebró en Polonia el Capítulo Provincial, al que fue llama-do a asistir el P. Maximiliano. Se debían renovar todos los cargos. Todos pensaban que el P. Maximiliano sería confirmado como superior de Mugenzai no Sono. Pero el nuevo P. Provincial nombró a su predecesor, P. Cornelio Czupryk, como supe-rior de la misión japonesa, y al P. Maximiliano como colaborador más. Al parecer, el P. Maximiliano fue postergado. Era el fundador, la mente y el corazón, y volvía como el súbdito. No han faltado biógrafos que han juzgado la nueva situación como un boicoteo. Puede ser. Son cosas humanas, comprensi-bles, si no siempre justificables.

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Si de la “política” interna del convento pasamos a analizar la posición del P. Maximiliano en sus relaciones con los de afuera, la cosa es mucho más delicada. Todos los que antes lo habían tratado por asuntos organizativos, directivos, ad-ministrativos o catequéticos, debían dar un rodeo y tratar con otro. A todas luces y para todos, la del P. Maximiliano era una posición incómoda, difícil y hasta vidriosa, menos para él, que ¡se sintió más libre que nunca! No juzga las cosas, como muchos, según criterios de interés o prestigio. Él lo ve todo a la luz de la inmaculada: “Como quiere la Inmaculada”. “¡Cómo, cuándo y dónde Ella quiere!”. Con su actitud, P. Kolbe ganó la mayor libertad de espíritu posible. Se lo había anticipado un aforismo de la Imitación de Cristo: “El que obra por la sola gloria de Dios, y sometiéndose a todos, prefiere los lugares más humildes, sabe conservar la paz del espíritu en la humillación” (III, 23). En la nueva situación, el P. Kolbe salió ganancioso no sólo en lo espiritual, sino también en lo social y en lo operativo. Si antes como superior debía atender a miles de fastidiosos asuntos de gobierno que le obligaban a perder un montón de tiempo, ahora se dedicaría enteramente al apostolado de la prensa. Y su que-rida revista de nombre dulce y exótico, Seibo no Kishi, gracias a esos esfuerzos concentrados, alcanzaría las altas cifras de 65.000 ejemplares mensuales. Además, lejos de ver en el nuevo superior un rival y antagonista, el P. Kolbe sintió y vio en el P. Cornelio a un entrañable amigo del corazón, y unos brazos más frescos y pujantes al servicio de la Misión. Y la afinidad de ideales y trabajos entre los dos llega a tanto, que desde ahora para adelante, todas las cartas que parten del Japón y rumbean por el mundo, llevan la firma de los dos, porque los dos están abrasados en el mismo amor a la Inmaculada. Un mensaje del P. Cor-nelio a sus Cohermanos lo delata y pinta entero: “¡No sabía que fuera tan lindo servir a la Inmaculada! . . . ¿Por qué no lo supe antes? . . .” El contagio de la santidad es siempre irresistible. Los mismos boicoteos, y hasta los golpes bajos entran en el juego de la divina Providencia, y se vuelven cartas de triunfo para el humilde creyente que se some-te. Precisamente esos años, el P. Maximiliano tuvo una de las más embriagadoras y envidiables experiencias místicas. ¡Se le aseguró nada menos que la felicidad eterna! El mismo P. Kolbe nos lo revelará.

El cielo se abre y se asoma a la tierra Una dulce velada navideña -Joselka, de mucha fama en Polonia- está entrete-niendo a los cientos de frailecitos de Niepokalanów. Sólo un grupo de volunta-rios prefiere rodear al P. Kolbe en un encuentro confidencial. Es el domingo 10 de enero de 1937.

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-Queridos hijos –comenzó el P. Maximiliano como envuelto en un halo de dul-zura y de estremecida emoción- ahora estoy con Uds. Uds. me quieren y yo los quiero. Yo moriré y Uds. quedarán. Antes de abandonar este mundo, deseo dejarles un recuerdo.-Uds. me llaman Padre Guardián y hacen bien, porque lo soy. Me llaman P. Di-rector y está bien, porque dirijo las publicaciones. Pero, ¿qué más soy? Soy el Padre de Uds., Padre más verdadero que el que les ha dado la vida física. Por mi medio Uds. han recibido la vida espiritual, la vida divina, la misma vocación religiosa, ¿verdad?-¡Oh! Si, ¡es la verdad! Sin Ud., Padre, sin “El Caballero de la Inmaculada”, nosotros no estaríamos en el convento –expresó el primero.-Leyendo “El Caballero”, yo conocí el apostolado franciscano –añadió el segundo.-En mi “El caballero”, hizo brotar y afirmar la vocación religiosa –continuó el tercero. Y cada uno expresaba con sinceridad su propia experiencia personal. El P. Kolbe lo escuchaba sonriendo.-Pues bien, soy el Padre de Uds. No se dirijan a mí como P. Guardián o P. Direc-tor, sino sencillamente como Padre. Yo los tuteo, porque Uds. son mis hijos. Abarcándolos a todos en su mirada, el padre pareció preocupado y a la vez ansioso de comunicarnos algo grande y divinamente hermoso. Luchaba interior-mente por superar su timidez. Tenía los ojos bajos y la cabeza inclinada. En ese momento, el aire parecía impregnado de densos misterios.-Muchachos míos, ya soy anciano. No estaré siempre con Uds. Deseo dejarles un recuerdo ¿Puedo?-Sí, sí, dígalo, Padre –gritaron en coro, casi reteniendo el aliento y apretándose aún más a su alrededor.-¡Oh si supieran cuán feliz me siento esta tarde! ¡El corazón está inundado de gozo y paz!. . . Tengo muchas preocupaciones, es verdad; pero mi corazón está siempre dominado por la paz, por una alegría que no sabría cómo expresarles. Calló un instante, luego tomó aliento y siguió en voz baja:-Hijos míos, ¡amen a la Inmaculada! ¡Ámenla y los hará felices! Ámenla y con-fíen en Ella sin límites. No a todos es dada la gracia de comprender a la Inmacu-lada. Sólo la alcanza quien se la pide de rodillas, en la oración. La Inmaculada es la Madre de Dios. Sabemos lo que quiere decir madre. Pero, ¿Sabemos lo que quiere decir Madre de Dios? Sólo el Espíritu Santo puede dar la gracia de cono-cer a su esposa, la Virgen, a quien quiere y cuando y como lo quiere. Quisiera decirles algo más. Pero, ¿no es ya bastante lo dicho? Entonces nos miró con timidez, como temiendo decirnos algo. Nosotros comen-

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zamos a suplicarle e insistirle para que nos dijera todo y no nos ocultara nada.-Está bien. Se los diré. Les he dicho que soy muy feliz y que mi alma rebosa de dicha. ¿Saben por qué?. . . Porque con toda certeza se me ha dado la seguridad del cielo. . . Hijitos míos, amen a la Inmaculada. Ámenla cuanto más puedan y sepan. . . Hablaba con tanta emoción, que sus ojos se velaron de lágrimas. El silencio era total. Todos retenían el aliento. Luego prosiguió:-¿No les basta haber sabido todo esto?-Hable, Padre. . . Díganos más, mucho, más. Jamás, quizás, tendremos una oca-sión semejante. Es como la Última Cena.-Ya que tanto insisten, voy a añadir que cuanto les comuniqué, sucedió en Japón. . . Bien, ¡basta! No diré mas nada, ni pregunten más. . . En vano los frailes le suplicaron descubriera un poquito más sus secretos y que se explayara en más detalles. El callaba, como absorto en profundo recogi-miento. Cuando estuvimos tranquilizados, paternalmente siguió:-Les he revelado mi secreto, y lo hice para infundirles ánimo y energía espiritual en las pruebas que los esperan. Sobrevendrán tentaciones y sufrimientos. Quizás caerán presa de abatimiento. Entonces recuerden lo que les he dicho y aprendan a estar dispuestos a los más grandes sacrificios, a todo lo que la Inmaculada les pida.-Queridos hijos, no aspiren a cosas extraordinarias. Ansíen sólo cumplir la vo-luntad de la inmaculada. ¡Qué se cumpla su voluntad y no la nuestra! . . . les pido ¡no digan a nadie cuanto les he dicho! . . . ¡Prométanmelo!-Prometemos, dijeron con voz sumisa, pero firmemente, todos los presentes. “La extraordinaria velada estaba terminada. Nos alejamos con un gusto a cielo, mientras nuestros oídos se sentían acunados por esas palabras: “¡Amen a la Inmaculada, hijos queridos, amen a la Inmaculada!” (6). El P. Maximiliano ya estaba preparando a sus muchachos, a sus hijos, para la gran prueba: el cataclismo de la Segunda Guerra Mundial, que de Niepokalanów no dejaría piedra sobre piedra, dispersaría a sus habitantes a los cuatro vientos y llevaría al P. Maximiliano hasta las cámaras de incineración del campo de con-centración de Oswiecim.

N O T A S

(1) En Ricciardi, p. 206.(2) En Ricciardi, p. 206.(3) En Ricciardi, p. 210.(4) En Ricciardi, p. 211.(5) En Masiero, p. 139.(6) En Ricciardi, p. 281.

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PERIODO AUREO

El gran pintor y la escoba desgastada “En los años 1935 y 1936 por el clima cálido y húmedo del Japón, las con-diciones de salud del P. Maximiliano habían empeorado notablemente. Sufría frecuentes vómitos de sangre. Por la mañana y por la tarde estaba obligado a guardar cama”. Así leemos en los Procesos de Beatificación. El P. Maximiliano, lejos de sentirse inválido o anulado o de retirarse a vida más tranquila, salta sobre sus mismas dolencias y saca provecho de su misma inutilidad, para subrayar la acción de Dios, que por medio de él había hecho ma-ravillas en Polonia y Japón. Desde cuando Juan el Bautista dijera: “Es necesario que Cristo crezca y yo disminuya” (Jn. 3, 30), muchos santos, para destacar la omnipotencia divina en la debilidad humana, han amado usar comparaciones muy gráficas. Santa Teresi-ta se comparaba a un juguete en las manos de Jesús; San José de Cupertino, a un burrito; el P. Kolbe, a una escoba desgastada, pero en las manos de un excepcio-nal artista. “Cuando todos los medios humanos acerca de mi salud se agotaron, los supe-riores con toda razón me consideraron un inútil, incapaz de todo trabajo. Enton-ces la Inmaculada tomo entre sus manos este desperdicio, que merecía ser tirado a la basura, y se sirvió de él, para difundir la gloria de Dios y conquistar almas. Cuando un pintor pinta un cuadro con pinceles y colores esplendorosos provoca admiración y se hace celebre. Pero si pintara el mismo cuadro con una escoba desgastada, su fama seria insuperable. La Inmaculada es la pintora; la escoba soy yo” (1). A través de estas amenas y humildes expresiones, ¿Quién de nosotros no se siente alentado en las dificultades de la vida y en los problemas del apostolado? ¿Quién de nosotros no puede ser siquiera una escoba vieja, o una bolita astilada en las manos de Jesús, o un burrito, para llevarlo? Rechacemos toda cobardía. En el cristiano, aún en la mayor impotencia física o psíquica sólo cabe la audacia emprendedora de S. Pablo: “Todo lo puedo en el Señor, que me da su fortaleza” (Fil. 4, 13).

Precioso testimonio Ante el agravamiento de la salud del P. Maximiliano, con la esperanza de una mejora, y ante el unánime deseo de los frailes de Niepokalanów el nuevo capítu-lo Provincial de 1936 nombró al P. Maximiliano superior de esa primera ciudad

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mariana. La alegría y el entusiasmo de todos están recogidos en la pluma de Fray Tadeo: “¡Con cuánta alegría se guardó su retorno del Japón! Doquiera el pasaba, allí sembraba la paz, la concordia, el amor recíproco; disipaba dudas e infundía aliento” (2). Pese a los largos años de ausencia y a vivir en las antípodas, jamás el P. Maximiliano se había desvinculado de Niepokalanów, sino que vivía totalmente consubstanciado con sus iniciativas. Millares de cartas, esquelas y documentos partían del Japón, para asesorar, alentar, orientar, estimular. . . Esa imponente masa de ideas y sugerencias revelan un inmenso corazón de padre, un genial espíritu organizativo y un profundo conocedor de los problemas actuales. Más aún, el P. Maximiliano hizo de la correspondencia una escuela de alta dirección espiritual, para entusiasmar a esos jóvenes novicios y profesos en la generosidad del divino servicio. En estos años Niepokalanow había crecido mucho a lo largo y ancho, en personal y actividades, en maquinarias y edificios, en records editoriales e in-fluencias populares. Interesaba a todos, intrigaba a algunos, atraía y conquistaba, iluminaba las mentes y alentaba toda renovación, “devolvía a todos la alegría de vivir”. Llego a ser el “foco espiritual de Polonia”, según la bella frase de Ricciardi (3). Los mismos no cristianos, aún no pudiendo comprender el espíritu de fe y re-nunciamiento que alimentaba y vivificaba esa ciudad, no podían dejar de admirar la prodigiosa actividad. Un día unos judíos llegan a Niepokalanów por negocios. Después de haber visto y visitado todo, uno de ellos confiesa al P. Maximiliano:-Yo soy comunista; sin embargo, he de decirle que es la primera vez que veo nuestros ideales realizados. ¡Uds. son verdaderos comunistas! Era el más hermoso cumplido que pudo haber inventado. Unos jefes de empresa que van a ver por curiosidad -¡Niepokalanów comien-za a tener renombre de santidad y escándalo!- se sienten en breve aturdidos y desorientados. Uno de ellos dice, riendo: “Es cosa de locos. ¡Aquí lo imposible acontece! ¡La técnica y la mística se han dado del brazo! (4). Eminentes personalidades polacas y extranjeras, ministros, diplomáticos, obispos y cardenales, visitan Niepokalanów, para palpar de cerca tan grandiosa obra de apostolado moderno. Nos place, sobre todo, destacar la visita y el precioso testimonio del P. Beda Hess, sucesor de San Francisco en el cargo de Ministro General de la Orden. “Por dos veces visité Niepokalanów. En seguida me percaté de que es una obra bendecida por el Señor. Una ciudad sobre la que aletea la Inmaculada. Trá-

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tase de una docena de pabellones de madera con un solo edificio de ladrillos. Allí llevan una vida activa laboral y espiritual unos 700 religiosos, vestidos con el sayal franciscano. “Con mis propios ojos comprobé como allí resplandecen el espíritu francisca-no, una fervorosa devoción a la Inmaculada, gran celo apostólico, suma pobreza y sencillez. Entre los frailes es intenso el espíritu de caridad. Reina gran concor-dia y en sus rostros se destaca la serena alegría franciscana. “Se saludan recíprocamente con el nombre de María, tanto que me parecía hallar en este ambiente el verdadero espíritu de los primeros días de la Orden Seráfica. En Niepokalanów se realiza en su plenitud la máxima: ‘Ora et labora’ (= Oración y trabajo). El espíritu religioso de esos frailes es muy intenso, e ilimi-tada es la confianza en la Providencia y en la Inmaculada”. Y aquí la pluma del P. general se siente embarazada y casi amoscada. Viendo la fragilidad de los pabellones, fácil presa de los incendios, exhortó al P. Maxi-miliano a precaverse contra eventuales riesgos y a asegurar las instalaciones con una póliza. El P. Kolbe, sin titubeos y con toda sencillez, le contestó: “Nuestra póliza de seguro es la Inmaculada. Niepokalanów surgió con las limosnas envia-da por la Inmaculada y se agrandó con los aportes de la caja de la Providencia. Por lo tanto el mejor seguro es la protección de la celestial Reina” (5).

Desarrollo edilicio y organizativo Veamos más de cerca y en palabras de un fraile de Niepokalanów, P. Flaviano Slominski, el amplio incremento edilicio y organizativo que en 10 años, desde su fundación en 1927 hasta 1937, se realizó en esa mística ciudad mariana. En el centro se levanta un gran conjunto editorial en forma de H, que com-prende redacción, biblioteca, tipoteca, laboratorio de linotipistas, gabinetes foto-gráficos y de fotograbados, las imprentas planas y rotativas, usina de los motores centrales, sección de encuadernación y depósitos. En otras alas están las habitaciones de los religiosos, la capilla y el comedor, el postulantado, el noviciado, la enfermería, la sala de primeros auxilios, el con-sultorio odontológico. Esparcidos por toda la ciudad están la carpintería, la sastrería, los talleres de herrería y mecánica, los depósitos de albañilería, la estación ferroviaria em-palmada con la red nacional, la playa de automotores y el cuartel de bomberos. Doquiera, colosales troncos de arboles, depósitos de madera, caños en cemento y hierro, materiales edilicios… A este plan regulador general correspondía una organización no menos minu-ciosa de las siguientes secciones:

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1) Departamento de redacción y administración. La redacción abarca 18 secciones con 158 frailes obreros, para atender a casi una docena de revistas y a El Diario. La administración se divide en dos seccio-nes: uno para los asuntos internacionales, otra para los locales. Al surgir algún problema exclusivamente religioso, un sacerdote se encarga de resolver todas las dudas. 2) Departamento tipográfico. Comprende 17 secciones con 103 hermanos. Las principales secciones son: Impresión, tipoteca, grabado, composición de direcciones y expedición. 3) Departamento técnico. Comprende 6 secciones con 26 hermanos. Su cometido es reparar las maqui-narias y producir nuevas piezas de repuestos. Los mismos hermanos construye-ron el ferrocarril y la estación, y atienden la central eléctrica capaz de desarrollar unos 465 caballos de fuerza.

4) Departamento de economía doméstica. Se divide en 23 secciones con 115 hermanos: cocina, aves de corral, zapate-ría, sastrería, lavado, laboratorio de medias, jardinería, enfermería. De amplias proporciones es el comedor que puede brindar comidas a maás de mil personas sentadas. Se instalan altoparlantes para las lecturas. Encima del comedor, con las mismas proporciones está la capilla, el más lindo edificio de Niepokalanów.

5) Departamento de la edilicia. Comprende 8 secciones con 30 hermanos, a quienes incumbe la refacción de los edificios viejos y la construcción de los nuevos.

6) Departamento de bomberos. Invalorables servicios en Niepokalanów y pueblos aledaños ha prestado el cuerpo de frailes-bomberos. Dada la combustibilidad de los materiales, por cin-co veces Niepokalanów corrió el riesgo de ser devorada por las llamas; pero la inmediata intervención de los bomberos pudo minimizar los daños. Ese escua-drón prestó los mayores servicios a la población de los alrededores. La gente pobre construye sus habitaciones con maderas y las cubre con cañas y paja. Bas-ta, pues, una chispa, para producir un incendio. La acción de los bomberos de Niepokalanów se distingue maravillosamente. Después de apenas un minuto de alerta, ya todos están vestidos y armados, con los cascos calados en sus cabezas y con las máscaras antigás.

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“Cuando la población advertía la llegada de las autobombas de los frailes, gritaba con entusiasmo: “¡Paso!... ¡Llegan los caballeros de la Inmaculada, para traernos auxilio!...”. En pocos segundos se erguían las escaleras, sobre las que se precipitaban los frailes con las mangueras que lanzaban chorros de agua. Mien-tras unos cuantos entraban en las casas, ayudando a las personas y salvando en-seres y muebles, un fraile enfermero brindaba los primeros auxilios, y un Padre administraba los sacramentos, si había necesidad. Apagado el fuego, los frailes se ponían en orden, rezaban un Ave María, que remataban con el grito “¡María!”, y luego, tranquilos y serenos, volvían a sus propios cuarteles”.

7) Departamento de iniciativas. La confianza en la capacidad de los hermanos, la forma dinámica del trabajo y la colaboración recíproca crearon una pequeña, pero valiosísima sección: la caja de los nuevos inventos. Cada hermano pensando en el mejoramiento de su sección, tenía el derecho de proponer la forma mejor para disminuir esfuerzos o aumentar el rendimiento de cualquier actividad. Para todos, ese buzón fue una verdadera caja de sorpresas, ya que algunos hermanos se ganaron laureles de fama internacional. Un hermano fue el inventor de una impresora de direcciones, que ganó la patente del gobierno polaco y un premio en París. Para la construc-ción de nuevos repuestos, inventaron un martillo eléctrico y neumático de propia construcción. Para facilitar el enojoso lavado de platos -¡eran casi mil frailes!-, un hermano invento un lavaplatos especial” (6).

San Francisco tipógrafo Un canónigo polaco, visitando un día la imprenta de Niepokalanów, se detu-vo ante la imponente y reluciente rotativa y preguntó irónicamente:-Si viviera ahora, ¿Qué diría San Francisco, al ver estas costosísimas máquinas? P. Maximiliano le contestó con toda tranquilidad:-Se arremangaría la sotana, haría marchar a toda velocidad las máquinas, y tra-bajaría como estos buenos hermanos de manera tan moderna, para difundir la gloria de Dios y de la Inmaculada (7). El ronroneo de los motores y la pujanza creadora del trabajo eran cantos y ritmos de poesías, que Maximiliano canalizaba para el servicio de sus ideales religiosos. Como Francisco de Asís llamaba Hermanos y Hermanas a todos los seres y cosas: “Hermano Sol, Hermana Luna…”, así Maximiliano llamaba moderna-mente “Hermano Motor, Hermana Rotativa, Hermano Tren, Hermana Electri-cidad…”. Como Francisco de Asís acosaba al ocioso zángano, y estimulaba a

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los frailes al trabajo, siempre con la condición de que 2no extinga el espíritu de oración, al que todas las demás cosas han de someterse” (Regla, c. 5), así el P. Maximiliano hizo del trabajo una mística, un servicio de amor, un apostolado. Él y sus frailes hacen del duro trabajo diario un trampolín de santificación y de siembra evangélica. En su espíritu progresista amaba lo nuevo. Era un optimista que creía en la causa y en el triunfo del bién, y con alegría daba la bienvenida a todos los inventos.-Todas las primicias del género humano- decía habitualmente- han de ser movili-zadas y canalizadas, para el servicio y la gloria de Dios y de la Inmaculada. Según su programa, Niepokalanów debía florecer por la pobreza austera: “¡Nada para nosotros!”; pero también por la modernidad más flamante en ma-quinarias: “¡Todo por la Inmaculada!” Como nadie, el P. Maximiliano sintió y vivió la mística del trabajo, pero no al servicio de la vanidad, o del egoísmo, o de espurios intereses, sino al servicio del reino de Dios y de la fraternidad humana. Las revistas editadas en Niepokalanów hasta los comienzos de la Segunda Guerra Mundial eran siete, de las cuales “El Caballero de la Inmaculada” tenía la primacía absoluta en razón de su antigüedad y de su extraordinaria populari-dad, ya que su tiraje mensual era de 800.000 ejemplares, con picos de hasta el millón. Pero un análisis particular merece otra publicación: “El Pequeño Diario”, con 150.000 ejemplares diarios y 250.000 los días festivos. Sugerido por la jerarquía eclesiástica, reclamado de todas partes, había na-cido como respondiendo a una honda necesidad. Se hicieron todos los estudios previos de dirección, redacción, administración y divulgación con una intensi-dad tal que parecía una “operación de alta estrategia”. El P. Maximiliano intervino decididamente en la organización del diario con estas ideas: 1) formato pequeño; 2) costo el más bajo posible, para ser accesible a todos; 3) noticias fresquísimas, breves y abundantes. Naturalmente, subrayaba el fin: llevar el conocimiento de la Inmaculada entre las clases más humildes. “El Pequeño Diario” ganó rápidamente el favor popular, entrando en los ho-gares vestido con los alegres colores de la Inmaculada. Las altas cifras de los tirajes desconciertan rotundamente. Pero también encontró terribles oposiciones de parte de ideólogos, incrédulos, hombres de partido, laicistas, izquierdistas, y sobre todo, de los directores de la gran prensa. “El Pequeño Diario” conoció el espíritu de facción y el desprecio de los gran-des órganos de la información pública; el ostracismo de los canillitas que se negaron a venderlo; el boicoteo de las papeleras, que negaron los créditos. Fu-riosos por las ganancias perdidas, acusan de injusticia y chantaje a “El Pequeño

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Diario” por los bajos costos. Uno de ellos tomó casi de la solapa (o mejor, ¡de la capucha!) al P. Maximiliano: “¡Qué viveza la de Uds.! –Exclama con rabia-. ¡En el fondo la mano de obra no les cuesta nada!”. El P. Maximiliano, ni corto ni perezoso, replicó sonriendo: “Entonces, ¿por qué no hacen también Uds. como nosotros?. No faltaron tampoco otras formas de obstáculos, debido a envidias, calumnias y celos (8). A veces, ante ciertas malignas acusaciones que caían sobre Niepokalanów, el P. Maximiliano debía detener las manos y las plumas de sus muchachos, que querían salir lanza en ristre en defensa de sus legítimos intereses, y les repetía: “¡Calma, muchachos! ¡La verdad toma su tiempo! ¡Se ganan más moscas con una gota de miel que con barriles de vinagre!” (9). El bajo costo, la buena presentación, las noticias frescas, su carácter po-pular no agotan las razones de un éxito tan notable. Niepokalanów es el faro de la espiritualidad polaca. Todo lo que saliera de la mística ciudad, tenía un timbre de autenticidad, un sello de vivencia evangélica, hacia la cual se volcaba, espon-táneamente ansiosa, el alma popular. Pero quizás lo que provocara tantos raudales de divinas bendiciones sobre el diario, lo que escapa a los directores de los diarios y de todas las otras empresas, lo que difícilmente llegarían a entender, es el punto de partida del diario. ¡El diario había nacido de rodillas! “Nueve días antes de que apareciera el primer número, 327 frailes obreros se habían turnado, día y noche, ante el Santísimo Sacramento. Con ayunos, pe-nitencias y oraciones habían encomendado su proyecto a la Patrona de la em-presa. Solo después de haber puesto en movimiento estas palancas del espíritu, pusieron en marcha las palancas de las rotativas. Esos obreros de tan alta y rara competencia técnica y profesional observan escrupulosamente la jerarquía de valores, según la cual la oración ha de preceder siempre la acción (10). Para los periodistas, P. Maximiliano brinda 5 sugerencias (de las que todos podríamos hacer buen acopio en nuestros comentarios diarios).

“1) Escribir la verdad objetiva, aportando documentos.“2) Escribir no toda la verdad, sino sólo la que sirve al bien público.“3) No condenar a los que se equivocan.“4) No apresurarse en la afirmación de una voluntad mala.“5) Respetar siempre la autoridad espiritual y civil” (11)

Dando coces… Los lectores bien pronto comenzaron a bombardear a Niepokalanów con inquietudes y problemas religiosos y morales, o con planteos personales que

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reflejan tempestades del corazón o del hogar. Todos buscaban una orientación, una palabra de aliento, un sentido a la vida, una respuesta al drama del dolor. Anualmente más de medio millón de cartas afluía a los buzones de esa ciudad de María. Muchas eran de simple adhesión; otras motivaban el envío de una limosna; pero las había candentes como brasas, o filosas como espadas, aunque siempre ansiosas de luz y de oraciones. Padre Maximiliano comprendió ese clamor anímico y así resolvió el pro-blema: “La correspondencia con los lectores es algo muy importante, porque es contacto directo con las almas: es dirección espiritual. Los destinatarios, al recibir las cartas han de poder decir: “Esta es la respuesta de la Inmaculada, por-que en Niepokalanów todo está gobernado por la Inmaculada’. Con una carta se puede hacer más apostolado que con ‘El Caballero’, porque éste está dirigido a todos, las cartas en cambio son personales” (12). Ante los micrófonos de Radio Varsovia, el P. Maximiliano leyó una carta es-tremecedora, que es un brasero de ascuas, un manojo de nervios crispados, que dan coces contra el aguijón, como le sucediera a San Pablo (Hech. 26,14), y que impresionó muy hondamente a los radioescuchas. “Desde hace bastante tiempo –escribe un comunista- recibo ‘El Caballero de la Inmaculada’. El año pasado les escribí rogándoles suspendieran el envío. Decía abiertamente que era incrédulo y que hacía muchos años que no me con-fesaba. Hoy añado que soy miembro de una organización enemiga de la iglesia, porque soy comunista. “La revista de Uds. es verdaderamente una ‘lata’ –se me perdone la expre-sión-, porque no se desalienta, aunque no se renueve la suscripción. Uds. la en-vían todos los meses, tozudamente, sin pensar que no lleva ninguna ventaja. En otoño les escribí nuevamente pidiéndoles suspendieran el envío, porque partía para Rusia. Volví y encontré apilados todos los números atrasados, incluso el ca-lendario. Hoy de nuevo lo he recibido y vuelvo a escribirles, para que suspendan la expedición. Envíensela a otra familia católica que la pueda recibir con amor y no solo por vana curiosidad. “No piensen que desprecio la revista. ¡Al contrario! La Inmaculada también fue un día mi madre, pero desde hace mucho tiempo me he alejado de su pro-tección. ¡Para mí ya no hay misericordia!... No piensen que sea dichoso. ¡No! ¡Mil veces no! El pecador es sumamente desgraciado: tiene la vergüenza en el alma, llena de llagas, lejos de Dios y apartado de los hombres. No esperando la salvación, sufre terriblemente. “Leyendo, pues, ‘El Caballero’ que describe las gracias recibidas por los cre-yentes por la intercesión de la Inmaculada, se me vuelven a abrir las llagas,

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pierdo la serenidad. Nace el temor, el miedo. Ya sufrí bastante. Ahórrenme, les pido, nuevos sufrimientos. Si Dios en un futuro me concediere la gracia de la conversión, yo mismo solicitaré de nuevo la revista. Hoy Dios ya no me he es necesario, ni la Iglesia, menos todavía el sacerdote. “Quizás llegue el momento en que sentiré el deseo de tener nuevamente a Dios y al sacerdote. Quizás también no me sea otorgada tanta gracia, porque el proverbio dice: ‘Tal será la muerte, como fuere la vida’. Perdonen mi sinceridad. Pese a todo, les pido al menos una breve oración a la Inmaculada, según mi in-tención” (13).

N O T A S

(1) En Winowska, p. 114.(2) En Ricciardi, p. 276.(3) Ricciardi, p. 277.(4) En Winowska, p. 129.(5) En Ricciardi, p. 280.(6) En Ricciardi, p. 135.(7) En Ricciardi, p. 151.

(8) En Ricciardi, p. 144.(9) En Winowska, p. 122.(10) Winowska, p. 123.(11) En Massiero, p. 149.(12) En Ricciardi, p. 297.(13) En Ricciardi. P. 299.

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EL OJO EN EL CICLÓN

La primacía de lo espiritual Buscar lo esencial, sin dejarse desbordar ni atrapar por lo accesorio o lo exte-rior, es un arte dificilísimo, o más bien, es un don del Espíritu Santo. ¡Cuántos, con las mejores intenciones, y con las más halagüeñas perspectivas, en sus ac-tividades apostólicas, se han “quemado”, porque se han dejado absorber por lo secundario! ¿Qué era, pues, lo esencial y lo accesorio para el P. Maximiliano? Lo esencial es la santificación del alma: esa es la máxima gloria de Dios y la verdadera de-voción a la Virgen. Las otras cosas son siempre medios para llegar a ese fin. P. Maximiliano es hombre de formidable acción; pero sabe que la primacía la tiene la oración, la vida en gracia, la contemplación. Sin esos valores supremos, todo es paja, ruido, vanidad, pasatiempo, engaño. Con su incomparable metodología de preguntas y respuestas, para que la ver-dad brote de lo hondo de cada uno y brille más certera, el P. Maximiliano somete a sus hermanos al siguiente planteo, donde se hace juego entre la cantidad y la calidad:-Y ahora, luego de tan imponente actividad editorial, ¿Qué debemos hacer?Uno de los hermanos, enfervorizado, contesta:-Dupliquemos la producción. Otro:-¡Aumentamos la producción, si cada uno de nosotros se aumenta a sí mismo!-Acertaste. Así es, ¡exactamente! Si perfeccionamos nuestra calidad, la cantidad nos será dada por añadidura. Hemos de decir que nuestro trabajo es hermoso e importante, pero es algo exterior. Por encima de todo, hemos de cuidar nuestra vida interior: la vida de la gracia, de la cual ha de proceder toda actividad exterior (1). Otra vez los hermanos le preguntaron:-¿En qué consiste el progreso de Niepokalanów?- El desarrollo de Niepokalanów no consiste en ensanchar y agrandar sus pare-des. Las nuevas casas no son índice de progreso. Tampoco consiste en el logro de la más flamante maquinaria, ni de los servicios técnicos más eficientes. Aunque el tiraje de la revista se duplique o triplique, no es señal de verdadero progreso, porque son cosas exteriores y a veces engañosas.-Entonces, ¿en qué consiste el verdadero progreso?-Niepokalanów no es nuestra actividad exterior. El verdadero progreso de Niepokalanów es la santificación de nuestras almas. Todo lo demás, incluso la

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1936. En Niepokalanów: ante el agravamiento de su salud, con la esperanza de una mejora, y ante el unánime deseo de los frailes de Niepokalanow, el nuevo Capitulo Provincial de 1936 nombró al P. Maximiliano superior de esa primera ciudad mariana de Niepokalanów.

En Niepokalanów, con el Cardenal Aleksander Kakowski, en 1937.

En Zakopane, 1937

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ciencia, es secundario. El progreso o es espiritual o no lo es. Toda vez que nues-tras almas registren mayor conformidad con la voluntad de la Inmaculada, será un paso adelante en el progreso de Niepokalanów.-Pues bien, aunque sobreviniere un colapso de toda nuestra actividad, aunque todos nos abandonaren, aunque tuviéremos que ser barridos como las hojas oto-ñales, si el ideal de Niepokalanów se arraigare más y más en nuestras almas, entonces, muchachos, podríamos decir audazmente que es el momento del más pleno progreso de Niepokalanów. No es la primera vez que P. Maximiliano vislumbra los horrores de la próxi-ma conflagración. Para preparar a sus muchachos al gran desastre nacional y al de la propia Niepokalanów, y para que perseveren en la devoción a la Inmacula-da, aun dentro de las furias del ciclón, les habló mucho de una época de grandes sufrimientos.

Fórmula de santidad Reducirlo todo a lo más sencillo, a lo esencial, es obra de los genios, o de los santos, que son los genios del espíritu. En una charla, el P. Maximiliano decía a sus muchachos:-¡Quiero que sean santos y grandes santos!-Padre, ¿no le parece pedir demasiado?-¡No! La santidad no es un lujo, sino un deber y un compromiso de familia. Dios lo quiere: “¡Sed santos, porque yo soy santo!”. Todo hijo ha de imitar a su madre. Nuestra madre es la Inmaculada, la santa. Por eso debemos ser santos.-Pero ser santo ¿no es algo engorroso?-No, muchachos, es lo más sencillo y fácil. ¿Tienen una tiza? Pues bien, aquí sobre el pizarrón voy a escribir la fórmula de la santidad. ¡Cómo es de simple! Y como un mágico prestidigitador, ante los ojos asombrados de los jóvenes hermanos, escribe: v = V = S.-Es apenas una ecuación. La v minúscula es nuestra voluntad. La V mayúscula es la voluntad de Dios. Cuando estas voluntades chocan, es el dolor, el sufri-miento. Cuando estas dos voluntades se identifican, cuando nuestra voluntad se identifica con la de Dios, es la santidad, es la paz del corazón. ¡Qué sencillo es!, ¿verdad? (2). El tiempo, si para el comerciante es dinero, para el santo es oro de eternidad. El P. Kolbe se siente acuciado. Por eso es avaro del tiempo. Insistía: “La vida es breve. Hemos de emplear todo nuestro tiempo… Se vive una sola vez. Es necesa-rio ser santos, no a medias, sino totalmente, para gloria de la Inmaculada y la mayor gloria de Dios” (3).

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En Niepokalanów, 1938. En Niepokalanów, 1938.

En Niepokalanów (1939). Capítulo General, con el P. Beda Hess, General de la Orden.

1939. En Niepokalanów.

1939. Los soldados alemanes destruyen la edi-torial del “Caballero de la Inmaculada”.

La detención de los hermanos del padre Maxi-miliano el 19 de septiembre de 1939.

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Y hasta quiso retocar la frase clásica de San Ignacio, intensificándola: “No sólo ad maiorem Dei gloriam, sino ad maximan Dei gloriam”: no sólo para ma-yor gloria de Dios, sino para la máxima gloria de Dios”. En la misma conferencia añade: “Hemos de demostrar a través de un gran ejemplo, hasta qué punto somos capaces de sacrificarnos por la Inmaculada, sin límites. Esta vida es breve. De-bemos colocarla a subidos intereses”. ¿Cuál es el criterio de perfección? Hacerlo todo como Ella lo hubiera hecho en lugar nuestro. Sobre todo, amar a Dios como Ella lo ha amado. Amara a Dios con el corazón de Ella. Ciertamente estas cosas no se aprenden de los libros. El P. Maximiliano nos lo recuerda:-¡Todo esto se aprende de rodillas! (4). Coherente en todo momento y siempre guiado por estos principios sobrena-turales, cuando comenzaba una campaña de publicidad, repetía esta consigna a sus frailes-obreros:-No olviden, muchachos, no se trata de ganar suscriptores, sino de salvar almas. Sin embargo, animador entusiasta de ese apostolado de la prensa, no queda indiferente ante el pedido de nuevos envíos y ante el aumento de los tirajes. Comparte la alegría de todos, pero añade: “Es muy importante que se imprima “El Caballero” en millones de ejemplares; pero es más importante que con él se envíe una oración, porque cada número ha de ser preparado con la oración, con el postrarnos de rodillas” (5). Había sacramentalizado el trabajo. Cada ejemplar debía ser portador no sólo de las insignias de la Virgen, sino de sus bendiciones. Con estos antecedentes de oración y sacrificio, no es de asombrarse que cada ejemplar encontrara rápidamente el blanco de los corazones y del cariño popular. No sin razón un incrédulo concluía: “Estoy estupefacto por la manera como el P. Maximiliano ama su ideal y por el entusiasmo con que lo realiza. ¡A hom-bres de tal temple pertenece el mundo! (6).

Veladas marianas Presintiendo su fin y el acercarse del calvario para sus hijos, el P. Maximilia-no quiso que esos tres cortos años fueren un cursillo mayor de formación. Cada día se reunía con los hermanos de una sección. Aprovechaba toda ocasión para enseñarles una nueva verdad acerca de la Inmaculada y para prepararlos para todo evento. Particularmente preciosas eran las charlas confidenciales, después de la cena. De ese inagotable joyero extractemos algunas perlas.

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“Entre el paraíso y el infierno hay una sola diferencia: en el paraíso hay amor, en el infierno odio”. Aún teniendo un pie en el infierno, uno podrá ser gran santo, con tal de que inmediatamente se corrija, confíe en la Inmaculada y la ame con todo el corazón. El fruto de nuestro apostolado depende de la oración.No es santo quien siempre necesita empujones para hacer esto o aquello. El santo ha de ser fuerte, dinámico, lleno de iniciativas. Ha de ser como el auto. El auto es guiado por el chofer, pero camina solo. La perfección de un auto consiste en la velocidad y obediencia al conductor. Nosotros somos los automóviles, la In-maculada es la conductora. Cuanto más amor tengamos en el corazón, más sentiremos la necesidad de sufrir. Si las izquierdas llegan al poder y sucede como en España, será mejor para nosotros, porque habrá más sufrimientos y más ocasiones para demostrar nuestra fidelidad a Dios. Nos hallamos en una situación en la que no nos puede sobreve-nir ningún daño. Todo sufrimiento exterior o interior nos ayuda en el camino de la santidad. Por la Inmaculada estamos dispuestos a todo. Si quieren nuestra vida -¡Ojala!-, ¡será un boleto gratuito para el cielo! Debemos compensar este don, rogando a la Inmaculada para que se conviertan y tomen nuestros lugares en la tierra. En síntesis, ¡nuestra posición es inexpugnable! (7).

Nadie puede cambiar la verdad.Lo que podemos y debemos hacer,Es buscarla, hallarla y servirla (8).

La obediencia religiosa es como un misterio de fe. Como en la Hostia santa, vemos sólo el pan, pero ahí está Jesús en alma y cuerpo, así en la santa obedien-cia vemos sólo la persona humana del superior, pero creemos que por medio de él dispone las cosas Jesús, el cual nos ha dicho: “Quien os escucha, a mí me escucha”.

En vísperas de la catástrofe Pocos en Europa creen en la inminencia de la guerra. Se cree que los frenéti-cos encuentros y los tratados diplomáticos salven la paz antes de que el mundo se desplome en la catástrofe. Muchos siguen la política del avestruz, que, se dice, en presencia del peligro, esconde la cabeza. El P. Maximiliano, en cambio, por perspicacia política, o quizás por alguna iluminación superior, siente que la humanidad se está encaminando hacia el abismo. Quiere, pues, preparar a sus

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muchachos con exhortaciones cada día más apremiantes, haciendo suya la afir-mación de Pablo: “Cualquier cosa nos pase, todo será para nuestro bien” (Rom. 8,28). En Marzo de 1938, un hermano anota nerviosamente en su cuaderno estas palabras del P. Maximiliano: “Hijos míos, sepan que un atroz conflicto se aveci-na: No sabemos cuáles serán sus etapas. Pero, para nosotros en Polonia, hay que esperar lo peor. En los primeros tres siglos de historia, la Iglesia fue perseguida. La sangre de los mártires hacía germinar el cristianismo. Cuando, más tarde, la persecución terminó, un Padre de la Iglesia comenzó a deplorar la mediocridad de los fieles y no vio con malos ojos la vuelta de las persecuciones. Debemos alegrarnos de lo que va a suceder, porque en las pruebas nuestro celo se hará más ardiente. ¿Y qué? ¿No estamos acaso en las manos de la Virgen?... Nuestro ideal, ¿no es también dar la vida por Ella?... Se vive una sola vez. Se muere una sola vez. Vida y muerte, pero tal como gustan a Ella” (9). Prevé negros nubarrones sobre Niepolakalanów: “Llegará el día en que no estaré más con Uds. Podrán venir persecuciones y guerras… La guerra está más cerca de lo que se pueda prever, y las persecucio-nes en períodos bélicos son posibles… Uds., los profesos, que son los padres espirituales de Niepokalanów, deben estar preparados para tiempos peores. Esto ciertamente lo permite la Inmaculada para nuestro bien. Estallada la guerra, sucederá la dispersión de la comunidad. No nos contriste-mos, sino que debemos conformarnos con la voluntad de la Inmaculada. Que esa conformidad con la Inmaculada sea cada día más fuerte, sentida y viva. De esta manera, la persecución no nos hará daño, sino que acrecentará nuestra santidad” (10). El 28 de Agosto de 1939, tres días antes del pavoroso estallido del polvorín, las palabras claramente proféticas parecen descorrer el velo del futuro: “La vida espiritual se vertebra sobre tres etapas: - La preparación al trabajo; - El trabajo mismo; - El sufrimiento, “La tercera etapa probablemente es necesaria para mí… “Por quién, dónde y cómo, la Inmaculada sólo lo sabe… “Trabajar, sufrir y morir caballerescamente, y no como un burgués en la propia cama. He ahí: recibir una bala en la cabeza, para sellar el propio amor a la Inma-culada. Derramar valientemente la sangre hasta la última gota, para acelerar la conquista de todo el mundo a Ella. Esto les deseo a Uds. y me deseo a mí mismo.

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“Nada más sublime puedo augurarme y augurarles. “Jesús mismo lo dijo: ‘No hay amor más grande que dar la vida por el propio amigo” (11).

N O T A S

(1) En Ricciardi, p. 159.(2) En Winowska, p. 153.(3) En Ricciardi, p. 306.(4) En Winowska, p. 154.(5) En Ricciardi, p. 405.(6) En Ricciardi, p. 400.

(7) En Ricciardi, p. 302.(8) En Masiero, p. 165.(9) En Winowska, p. 60.(10) En Ricciardi, p. 307.(11) En Masiero, p. 154.

Ostrzeszów, 6 de diciembre de 1939: grupo de los hermanos arrestados. En la foto, el pa-dre Maximiliano con el comandante del campo Hans Mulzner.

El Padre Maximiliano Kolbe y el hermano Iwo Achtelik con un oficial alemán, en 1940.

El P. Maximiliano en 1940. Documentación del P. Maximiliano en 1940.

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HECATOMBE MUNDIAL

Todo se pierde con la guerra 1° de Septiembre de 1939: estallido de la segunda Guerra Mundial. Como montado sobre un dispositivo de relojería, prende fuego el polvorín de sangre, muerte, destrucción, crueldad, odio, bestialidad e infamia sin fin. Los nazis, en su megalomanía y furia homicida, invaden primero Polonia y luego se desparraman por toda Europa. En pocas semanas, el ejército y toda la nación polaca sufren la humillación de la derrota. Pisoteados y despedazados, están completamente a merced del invasor. Como corceles apocalípticos, las di-visiones acorazadas hacen saltar los límites nacionales e irrumpen como una horda rapaz por la campiña, arrasando, destruyendo y saqueando. Por los mares, los submarinos, ocultos en las profundidades al acecho de las presas, disparan sus certeros torpedos contra barcos enemigos, sin distinguir en-tre barcos mercantes o naves de pasajeros. Desde el cielo, con horribles sonidos, racimos de aviones Stukas se precipitan como aves de rapiña sobre campos y ciudades, casas y fábricas, templos y escuelas. Para millones de inocentes, únicamente culpables de ser hombres o de perte-necer al bando de enfrente, se abren los horrores de los campos de concentración, vergüenza suprema de la humanidad. Como en ondas expansivas, ese primer conflicto arrastrará a docenas y doce-nas de pueblos de Europa, África, Asia y América en una carnicería universal, donde no hay derechos para el vencido, ni para el labriego u obrero, ni para las amas de casa, ni para los ancianos, ni mucho menos para los niños. Tierras y mares se han transformado en un inmenso cementerio, para abrigar en la paz del sepulcro, según estadísticas, a más de 40 millones de hombres, víc-timas de esa hecatombe mundial. Pero, ¿quién puede calcular las heridas del corazón, las lágrimas, las infamias contra la dignidad humana, las violaciones y atrocidades en flores adolescentes? ¿Quién puede sumar la carga terrible de las destrucciones? Peor aún, ¿quién puede evaluar el odio que, como llama devoradora, ha destrozado millones de corazones? Si, “todo se gana con la paz, todo se pierde con la guerra”, gritaba en nombre de los pobres y de los afligidos la voz solemne e inescuchada de Pío XII. Y cuan-do en 1945 el cañón cesa de tronar, toda la humanidad sobreviviente, estupefacta de tantos desastres, se sentirá culpable y se golpeará el pecho. Sobre Niepokalanów, que se encuentra en la dirección de Varsovia, caen ra-cimos de bombas, que por suerte no dañan gravemente los edificios. El P. Kolbe

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ordena la rápida dispersión de la mayoría de los frailes, en casa de familia o en otros lugares. A cada hermano da un abrazo de despedida: “¡Adiós, querido hijo! ¡Yo a esta guerra no sobreviviré!”. Pocos días después, llega la Wermacht, o ejército de ocupación, que comete toda suerte de tropelías, saqueos y vandalismos en la ciudad mariana: destrozan imágenes, encienden fogatas con ornamentos sagrados, retiran y se llevan una buena parte de la maquinaria tipográfica. El P. Maximiliano, el fundador, mira y asiste impotente a esos destrozos sa-crílegos e inútiles. No se deja dominar por el odio, ni grita venganza. Solo reza, llora y consuela… Pese al clima de odio al enemigo que brota de todos los po-ros y fibras de una nación traicionada y aplastada bajo la bota del verdugo, él perdona como Cristo en la cruz; él ama a todos; él soporta como Job: “¡Animo, muchachos! La Inmaculada nos lo dio, la Inmaculada nos lo quitó. ¡Ella bien sabe cómo están las cosas!” Buen humor y piojos ¿Cómo vivía el P. Maximiliano los días terribles previos al conflicto, car-gados de tantas amenazas e incertidumbres? ¿Cómo se comportó, cuando ya el tornado desbastador incumbía con toda su violencia sobre la mística ciudad? Vivía evangélicamente el tiempo presente, buscando en todo la voluntad de la Inmaculada. Y no cesaba de planificar para el futuro. Soñaba con un campo de aviación, para una más solícita expedición de las revistas y ya había hecho estudiar pilotaje a un hermano. Soñaba con producir buenos films para las fa-milias y ya había comprometido a los mejores actores polacos. Soñaba con una enciclopedia mariana y ya estaba haciendo los estudios previos… Mientras tanto, ante los hechos abrumadores que sucedían ante sus ojos, ante las oleadas de aviones y la irrupción de los nazis, preparaba a sus muchachos para el desastre que sabía inminente: el vía crucis de la deportación y el calva-rio de la muerte. “En esos días –anota un hermano- durante la meditación de la mañana, P. Kolbe nos recordaba que ése podía ser el último día de nuestra vida y, con ello, nos preparaba santamente a la muerte. Insistía en una renovada purificación interior: ‘Niepokalanów no es este lugar, o estos edificios, o esta maquinaria. Niepokalanów es nuestra alma, es nuestro corazón” (1). El 19 de Septiembre se presentó en Niepokalanów un piquete de Wermatch con un solo y desaforado aullido: “¡Todos afuera!... ¡Todos en marcha!...”. Todos los frailes fueron acorralados en el patio, encolumnados y cargados en camiones rumbo al occidente. No se les permitió retirar ni un atado de ropa. Apenas dos quedaron para cuidar a los heridos, religiosos y civiles, del hospital conventual.

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La población vecina acude llorando para despedirlos. El P. Kolbe reprime sus sentimientos y dice a sus muchachos: “No hablen con ellos, ni contesten a sus saludos, ¡para que luego no sufran represalias!”. El buen humor y el aliento no le faltan nunca: “Muchachos, ¿no ven que estamos en misión? Quizás la Inmaculada quiera fundar por nuestro medio otra ciudad mariana en Alemania. ¡Qué lindo!... ¡Hasta tenemos boleto gratis!... Y ¡Hasta en un santiamén nos dieron toda la documentación necesaria! Nos dan también un galpón para abrigarnos. No nos falta algún que otro mendrugo… ¡Animo, muchachos! Aquí se prueba si somos verdaderos caballeros de la Vir-gen… Sólo tenemos que rezar y sufrir por la Inmaculada. Recemos también para que los ‘otros’ se conviertan…” (2). A sus mismos carceleros, el P. Kolbe distribuía medallas, y ellos las tomaban en sus manos y las hacían girar una y otra vez, llenos de curiosidad y no sin cierto recelo, no sabiendo si el Padre lo hacía seriamente o lo hacía para burlarse de ellos. Pasaron de un campo de concentración a otro: de Lamsdorf a Amtitz, de aquí a Ostrzeszow. Aún no se había llegado a las refinadas torturas de los campos de concentra-ción; sin embargo, no faltaban los sufrimientos. Había bastante horror para po-ner a prueba hasta a los más fuertes: repugnante suciedad, malos tratos, hambre, frío, prepotencia, promiscuidad. Día y noche los piojos devoraban sus cuerpos. Pese a todo, había algo de libertad que permitía a los frailes tener vida común, instalar una imagen en la repisa de un galpón, rezar y cantar juntos, hacer su retiro espiritual anual. Los propios guardianes escuchaban y miraban de reojo, y quedaban pasmados de tanta fe, que lucía en los rostros y cantos de esos frailes de sotana negra y cordón blanco. El 12 de Octubre se celebró el onomástico del P. Maximiliano. Jamás ese escuálido cobertizo vio un encuentro de tan conmovedora fraternidad.-¿Qué les puedo dar, hijos míos? –comienza el Padre-. ¡No tengo nada! Tomó entonces su ración de pan, la subdividió en cientos de pedacitos y los distribuyó a cada uno en mística comunión. Luego continuó: “La Virgen cambia en bien también estos sufrimientos. Nos hemos consagra-do a Ella. Le hemos prometido conquistarle almas. Hemos proclamado pertene-cerle por estar aquí… Niepokalanów es donde están sus caballeros…” (3). Y los guía a hacer un “pacto” de la más heroica donación: “Muchachos, ha-gamos un pacto con la Virgen. Digámosle: “Dulce Madre, es porque te amo que quedo en este campo. Madre ahorra a otros este sufrimiento. Hazlos volver a sus casas. Quedo yo aquí para sufrir.

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Madre, me entrego a ti, para tener la fuerza de morir en este jergón, en medio de tantos corazones insensibles y crueles” (4). ¡Escena sublime que recuerda la de la Última Cena de Jesús con sus após-toles! Y seguía realizando su apostolado de testimonio, empapado a veces de ternuras maternales. “Desde la cocina – cuenta Fray Jerónimo-, a escondidas se había hecho llegar una lata de queso, expresamente para P. Maximiliano. El Padre nos ordenó que la compartiéramos con todos y nos encomendó que divi-diéramos nuestras flacas raciones con otros, a quienes les llegasen a faltar. “Lo he visto con mis ojos –añade Fray Juraszek- pasar una parte de su ración a un hermano que sufría el hambre más que otros. Y la ración que nos daban era tan pequeña que sólo el corazón de una madre podía tener la fuerza de compar-tirla. “Por algún tiempo –sigue el mismo testigo- mi catre estuvo cerca al del padre. Una noche me desperté sobresaltado. Hacía un frío rabioso. Y he ahí que alguien me estaba calzando las mantas a los pies. Era el padre. Toda vez que me acuerdo de él, no puedo retener las lágrimas”. En Abril, un hermano de manos rápidas, Fray Dionisio, pudo adueñarse de un buen balde de sopa, que llevó como un trofeo a sus Cohermanos. Sin embargo, P. Maximiliano dijo que “no era lícito y habría perjudicado a los demás compa-ñeros de cárcel. Ordenó se distribuyera la sopa entre todos” (5).

Refugio de expulsados El 8 de Diciembre, fiesta de la Inmaculada, luego de tres meses de encierro, fueron inexplicablemente liberados. Todos pensaron en un exquisito regalo de la Virgen. Y con un poco de buena suerte regresaron a su ciudad. ¡Qué triste espectáculo les brindó Niepokalanów! ¡Todo estaba patas arri-ba! Primeramente, los bombardeos y los saqueos habían destrozado la mística ciudad. Ahora, todo se hallaba ocupado por los deportados y desbandados. Sin embargo, no hubo desmayo, sino que enseguida se organizó la vida religiosa con tandas continuadas de adoración ante el Santísimo. De inmediato, la numerosa comunidad tuvo que enfrentar no tanto los pro-blemas culturales de las revistas y ediciones, cuanto los más prosaicos y graves de la subsistencia: comida, ropa, remedios. Para resolverlos, como también para salir al encuentro de las necesidades del pueblo de los alrededores, se abrieron talleres de herrería, carpintería, mecánica, servicios automovilísticos y también una lechería. Ocasionalmente tuvieron que prestar servicios también a las autoridades de ocupación. Las devastaciones bélicas y las expulsiones de la Posnania habían desplazado a cientos de miles de pobladores, los que como

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aluvión buscaron refugio, si bien precario, bajo las alas de la fraternidad huma-na en otros lugares. Niepokalanów brindó su asistencia a varios miles de esos pobres deshereda-dos, entre los cuales había un millar de judíos, marcados por los nazis con una doble ignominia: la estrella amarilla sobre el pecho y un total desprecio en el corazón. Esos asilados, si enaltecieron la generosidad de los “Caballeros de la Inma-culada”, provocaron también un sinnúmero de dificultades “por la insuficien-cia de los locales, la escases de víveres, y la continua vigilancia de la Policía Secreta” (6). El P. Maximiliano había impartido a sus frailes estas pautas de conducta: la caridad ha de estar abierta a todos, sin discriminación; sus únicos límites han de ser los de las posibilidades, que, gracias a su gran espíritu de sacrificio, llegaban a los extremos de la misma generosidad. Miles de testimonio expresan la grati-tud ante tan noble obra asistencial. Destacamos entre ellos el de Eugenio Zolli, antiguo jefe de los rabinos de Roma. “Si yo supiera escribir un libro acerca del P. Kolbe –no soy digno de tanto, diversamente la providencia me hubiera dado la capacidad de poderlo hacer- le daría este título: P. Maximiliano Kolbe muerto por amor” (7) A través de una tupida red de información, el P. Maximiliano siguió enviando a los hermanos dispersos los mensajes más cálidos de espiritualidad e incitándo-los a la acción misionera: “Trabajemos en la acción misionera. Conquistemos para la Inmaculada otros corazones. Recemos mucho por la venida de su reino. Ofrezcámosle nuestros sufrimientos. Nuestra consigna sea ésta: Que la Inma-culada esté contenta de nosotros. Vivamos de amor. Comuniquemos a los otros fuego de amor” (8). Navidad de 1939 es Navidad de guerra: nuevos aprestos bélicos en el fren-te ruso, penuria de víveres, invierno cruel sin calefacción, hielo en los corazo-nes, persecuciones, arrestos… ¿Quién se acuerda de celebrar Navidad?... El P. Maximiliano organiza una fiestecita infantil para los muchos niños alojados en Niepokalanów: teatrillo, cantos, modestas golosinas, para devolver a los niños un poco de alegría y hacer brillar de nostalgia los ojos de las madres.

En la lista negra El P. Kolbe está en la lista negra de la policía secreta. Frecuentes anónimos llegan a Niepokalanów, denunciando su próximo arresto. Se le aconseja que se esconda y se salve. En el propio comando general, una interprete escucha ame-nazas que retransmite… Los nazis están tras él…

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¿Por qué está en la lista negra? P. Kolbe es el superior de Niepokalanów, cuyas actividades marianas tienen tanta influencia en toda Polonia. Los nazis quieren destruir esa influencia y a la vez quieren vengarse de que de esos ta-lleres salía “El Pequeño Diario” cuya prédica patriota y católica tanto los había enfurecido. Peor aún, el P. Kolbe por su cultura, posición y sacerdocio era un dirigente nato. En el programa de ocupación estaba previsto el exterminio de los intelectuales y dirigentes (9). Triunfaba la ley de la selva: el mejor enemigo es el enemigo muerto. Además en Niepokalanów se brindaba asilo a los judíos. A los ojos antisemitas de los nazis, eso era un delito que merecía el castigo de los campos de concentración. Particularmente repugnante en todo el asunto es la figura de Rataczak, espía y a la vez lobo rapaz en bienes, mujeres y honor. Los abusos que cometió contra Niepokalanów superan toda vergüenza (10). Así, a través de espionajes, interrogatorios, perfidias y fraudes se estaba fra-guando un acto de acusación. Por otra parte, los nazis nunca se atormentaron la conciencia para justificar sus fechorías. El P. Maximiliano presentía que uno u otro día vendría para apresarlo. Pese a todo, seguía firme en la brecha de sus diarios compromisos. Su espíritu estaba dominado por la serenidad que viene del saber que la Inmaculada vela sobre to-dos. Y como siempre, seguía trabajando por la difusión de sus ideales marianos. Deseaba reeditar “El Caballero de la Inmaculada”, para que, en la nación pos-trada, llevara a cientos de miles de hogares saludables ráfagas de aliento moral y espiritual. Finalmente, luego de infinitas tratativas con los ocupantes, que por-fiaron lo imposible, pudo editar un número, en el cual volcó con sencillez todas sus ansias marianas.

Veladas marianas Pese a los inminentes peligros, el P. Kolbe solía reunirse en dialogo con sus íntimos, después de la cena. Eran desahogos que retomaban los comunes ideales de consagración mariana, para reafirmarlos y sacar más profundas virtualidades. Para el P. Kolbe, tenían valor de testamento y despedida de sus hijos.El 2 de febrero de 1.941, fiesta de la Purificación: “Hoy es la fiesta del ofrecimiento de la Virgen. La ofrenda sin reserva es la condición para una vida llena de gracia. Para acrecentar cada vez más la vida interior, hay que sacrificar a Dios todo, sin reserva alguna. Las palomas pueden volar sólo hasta cierta altura. En cambio el alma consagrada a Dios, si no se pone límites, puede remontarse cada vez más alto, ya que el amor a Dios ofrece espa-cios siempre nuevos”.

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La tarde del 5 de Febrero: “Nuestro ideal es el amor filial a la Inmaculada… Nuestro fin es acrecentar el amor hacia Ella y abrasar de su amor a todo el mun-do. Para este fin trabajamos, sufrimos y queremos continuar trabajando hasta la muerte”. La tarde del 9 de Febrero: “Busquemos acercarnos a la Inmaculada con la oración y la penitencia. Si en nuestros corazones arde el amor por Ella, con el amor nos vendrán todos los bienes”. El 15 de Febrero: “La ciencia hincha. El demonio tiene una ciencia teológica mayor que la nuestra y, sin embargo, su ciencia no le sirve para nada. La ciencia tiene valor cuando procede del amor y está al servicio del amor”. El 16 de febrero, en vísperas del arresto: “Dios lo puede todo y se da gusto-samente al alma que se le consagra. Entre Dios y el alma se establece el flujo y reflujo del amor. ¡Qué inefable felicidad! ¡Qué gran gracia es la de poder sellar con la vida el propio ideal” (11).

El “Pawiak” de Varsovia Para todo polaco, el “Pawiak” es el nombre de la terrible cárcel de Varsovia, que “hace helar la sangre”. Ahí ingresó el 17 de Febrero de 1.941 el P. Kolbe. Por la mañana dos autos negros de la Gestapo se paran ante Niepokalanów. Los policías piden hablar con el P. Maximiliano, quien al saber su llegada con-testa con temblor al hermano portero: “¡Bien, bien, hijo mío! ¡María!”. Reúnen a todos los frailes en el patio, mientras tanto ellos inspeccionan como matones todo el convento. Hacia mediodía, el P. Maximiliano y otros cinco padres son obligados a introdu-cirse en los autos. Se parte para un viaje sin retorno. P. Maximiliano inicia su “vía crucis” o camino del calvario. Un testigo nos describe las sobrias reacciones del Padre, como si ya estuviera preparándose a ese último adiós: “Su comportamiento no delataba la mínima aprensión. Sereno y tranquilo, como siempre, dejó su queri-da Niepokalanów, su predilecta ciudad mariana, para no volver más” (12). Acongojado por el arresto de sus Padres, y presintiendo la triste suerte que les tocaría, un grupo de 20 hermanos, en nobilísimo gesto, se ofrece a sustituirlos en la cárcel, “hasta las últimas consecuencias”. El petitorio es rechazado.

Un “Credo” a puñetazos En esa cárcel se destaca una heroica profesión de fe, la del P. Maximiliano. Elocuentes es el testimonio del Sr. Dniadek: “A principios de Marzo de 1941 estaba en la celda 103 de la cárcel de Var-sovia. Estaba también un judío de nombre Singer. Pocos días después fue tras-

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ladado a nuestra celda el P. Maximiliano, el cual estaba vestido con el sayal franciscano y estaba afeitado, aunque antes de la guerra llevaba barba. “Me alegró mucho tenerlo de compañero, ya que la presencia del judío me fas-tidiaba, ya que soy antisemita. En cambio la presencia del P. Kolbe me calmaba. “Al quinto día, tuvimos la inspección del jefe de la sección: un nazi. Cuando vio al P. Kolbe con el hábito religioso, diríase que hubiera caído sobre él un rayo. El odio de ese hombre no solo estaba dirigido al hábito, sino sobre todo a la cruz y al rosario que cuelgan del cordón franciscano. Aferró la cruz del P. Kolbe y tironeándola de a golpecitos, gritaba: “¿Y tú crees en esto?”. A lo que el P. Maxi-miliano, con la máxima calma, contestó: ’Creo… ¡Y cómo!”El nazi se tornó de color morado por la rabia, y, sin parar, mientras hiría al P. Kolbe en el rostro. Repitió por tres veces la pregunta y por tres veces tuvo la misma respuesta y por tres veces lo abofeteó. Quería arrojarme contra él, pero en la certeza de empeorar las cosas, disimulé mi ira, ya que de otra manera el guardia habría enfurecido aún más contra el P. Kolbe, y luego se habría vengado de nosotros. “Pese a esa fechoría, el P. Kolbe quedó totalmente tranquilo. Únicamente un hematoma en el rostro delataba el hecho. “Al retirarse el jefe, el P. Kolbe comenzó a pasear por la celda rezando. Los dos compañeros estábamos más irritados que él. Fue el propio P. Kolbe que bus-có sosegarnos, diciendo: ‘No hay razón alguna para enojarse así. Uds. ya tienen muy graves motivos de preocupación. Esta es una bagatela. Le ofrezco a mi Madrecita’. “Más tarde, un guardia polaco trajo al padre un hábito de preso, para evitar que el sayal y la cruz ofuscaran nuevamente la cabeza del nazi” (13).

N O T A S

((1) En Ricciardi, p. 313 y 315(2) Y (3) En Ricciardi, p. 316(3) En Winowska, P. 167.(4) En Lubich, Número 16670, p. 202.(5) Ricciardi, p. 322.(6) En Ricciardi, p. 323.(7) En Ricciardi, p. 324.(8) Lubich, p. 226.(9) Lubich, p. 215.(10) En Ricciardi, p. 333.(11) En Ricciardi, p. 338.(12) En Ricciardi, p. 351.

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OSWIECIM, CAMPO DE MUERTE

¡Creciente escala de horrores! El campo de concentración de Oswiecim es llamado por los polacos: “campo de la muerte”, porque en sus campos, bloques y sótanos, han perecido miserable y trágicamente, más de cinco millones de personas, de casi todas las naciones. Levantado sobre los escombros de unos cuarteles y granjas, está situado en la Polonia meridional, en una zona pantanosa, insalubre, para que no hubiese testigos indiscretos de esa fábrica de muerte. Rodeado por altas alambradas electrizadas y de torres de control, donde vigi-laban los guardias con la metralleta engatillada, albergaba un lúgubre conjunto de galpones o bloques, donde se apretujaban rotativamente unos 250.000 presos. Allí toda crueldad e infamia, toda bestialidad y aberración, toda atrocidad y to-dos los horrores se habían dado cita para transformarlo en un verdadero infierno. Allí había una creciente escala de muertes. A todas las muertes por las mil enfermedades conocidas, hay que añadir la muerte por inanición, frío, fatigas agotadoras, escorbuto, disentería, traumas e infecciones. Al pelotón de fusila-miento, que acribillaba a docenas a la vez, contra un paredón forrado de caucho, para atenuar el ruido del disparo, hay que añadir el cadalso en la plaza de armas, en la presencia de todos. Un riel corría entre dos postes. Cinco personas subían a una banqueta. El verdugo les colocaba el lazo al cuello. Con una patada a la ban-queta, la muerte bajaba de improviso, mientras los ojos desorbitados se volvían vidriosos, en vano buscando una respuesta a tanto martirio. Oswiecim se había hecho famoso por la instalación de la primera cámara de gas, a la que llamaban grotescamente “baños y desinfección”. Y ¡que orgullosos estaban de ese matadero humano! Hasta se había organizado una comisión, ¡para hacerlo más eficiente y rendidor! Max Minsk, un fugado del campo, nos brinda una espeluznante descripción: “Todo se hacía con calma y eficiencia. A las mujeres se les cortaba el pelo. Así rapadas, y en enaguas, junto a los niños, avanzaban primeramente. Detrás de ellas, seguían los hombres, completamente desnudos. Todos están bajo una estric-ta vigilancia. A primera vista uno tiene la impresión de entrar en una gran sala de baños: grifos para el agua fría y caliente, y bañeras. Apenas todos entraron, las puertas se cierran ruidosamente. Una sustancia negra, pesada, brota en volutas de unos agujeros del cielorraso. De las gargantas salen aullidos que erizan los cabe-llos, pero duran poco, ya que se transforman en ahogos y asfixias, y en ataques de convulsión. Se dice que las madres cubrían a los hijos con su cuerpo.

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“Sólo el amor es creador…Ellos no podrán matar nues-tras almas. No podrán matar en nosotros la dignidad de ca-tólicos. No nos entregaremos. Y si morimos, moriremos en la alegría de cumplir la voluntad de Dios”

San Maximiliano en el campo de concentración de Oswiecim.

El P. Maximiliano en 1941. A la derecha, la celda donde murió.

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En un cuarto de hora todo está terminado. El pavimento se abre y los cuerpos se desploman dentro de unas vagonetas que esperan abajo, y que, apenas colma-das, parten velozmente…”. Lo que helaba la sangre de los presos, no eran las balas, ni las horcas, ni las cámaras de gas, sino los sótanos de la muerte, o bunker, de la lenta agonía, del martirio enloquecedor del hambre y de la sed. ¡Tortura monstruosa y refinada extravagancia, que hinchaba de orgullo a sus macabros inventores! Para que la humanidad no olvidara jamás tamaño dolor y para que se brindara a tantas víctimas inocentes siquiera el homenaje de la piedad, se quiso conser-var esas casamatas y bloques. Dentro de sus espaciosos salones se han alineado amplias vitrinas, iluminadas por una luz espectral, que guardan, como reliquias, unos recuerdos de los muertos. En una vitrina: canastas de anteojos, bolsos, cepillos… En otra: una enorme montaña de pelo: negro, rubio, castaño, canoso. A pocos metros alfombras y tapices, que los industriosos verdugos confeccionaban con esos cabellos… En la tercera: muletas, bastones para ancianos, aparatos ortopédicos… En la cuarta: zapatos y botas de todo tipo, color, gusto, moda o temporada. Todo despanzurrado y rajado por los S.S. en busca de oro. En la quinta: las casacas de los presos, de grotescas rayas, raídas, deshilacha-das y a veces manchadas de sangre… En la sexta: los anaqueles están atestados de los humildes utensilios de coci-na: cucharas maltrechas, platos abollados, tenedores con dientes raleados, tarros y tarritos, gavetas y cantimploras… Contra las paredes, en pequeños cofres: breviarios, autógrafos, rosarios, listas de presos, fotos de las más famosas victimas… Y así de bóveda en bóveda, de bloque en bloque, de horror en horror. El espectáculo se vuelve cada vez más lúgubre y escalofriante. El estómago su-fre mareos; el corazón tiene vuelcos de indecibles angustias; la imaginación se siente desbordada ante ese muestrario de atrocidades (1). Sin embargo, para los devotos del P. Kolbe, Oswiecim quedará siempre como un “insigne santuario, porque fue teatro de su heroísmo y martirio” (2).

¡Bienvenida a latigazos! A Oswiecim llega el P. Maximiliano la tarde del 28 de mayo de 1.941 con un transporte de otros 320 presos. Habían salido por la mañana, de Varsovia, carga-dos y apretujados en vagones-jaulas. “Apenas los guardias nos encerraron en los vagones, atrancando por fuera la puerta –testifica Fray Sweis- un silencio sepulcral nos envolvió. Pero apenas el

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tren se puso en marcha, alguien entonó cantos religiosos y patrios, que muchos coreamos. Busqué a la persona que había iniciado esos cantos, y supe que había sido el P. Kolbe, el fundador de Niepokalanów. También el padre se interesó por mí, habiendo sido yo el que enseguida le acompañó en el canto. El amontona-miento y la falta de aire en la jaula eran sofocantes y espantosos. La certeza de ser encaminados a un campo de concentración creaba una atmósfera deprimente. Sin embargo, gracias a los cantos y a las palabras del P. Kolbe, nos volvimos a animar, casi olvidando nuestra triste suerte” (3). Desde la estación de Oswiecim hasta el campo son dos kilómetros que hay que hacer de carrera, bajo la vigilancia de los guardias. Los débiles y rezagados eran estimulados con perros-policías o con certeros culatazos del fusil. A la entrada, un letrero macabro les daba la bienvenida: “Arbeit marcht frei” = el trabajo hace libres”. “En 1941, las condiciones del campo –escribe T. Stefanski- eran sencillamen-te espantosas. Amontonados en poco espacio, devorados día y noche por pulgas y piojos, cubiertos de basura y suciedad. Golpes por pan de cada día; los S.S. mataban como se matan moscas, y disparaban sobre los presos como se dispara sobre los pájaros. El que no moría de hambre, era rematado con inyecciones de fenol. El tifus y otras enfermedades contagiosas hacían estragos en esas inocen-tes victimas” (4). Apenas llegan, cansados a reventar, se pasa lista. Cada preso ha de pasar debajo de una doble fila de sayones, los que armados de látigos y bastones, se divierten sádicamente, golpeándolos o haciéndoles zancadillas, que obligan a los presos a saltos, manotazos, morisquetas y terribles crispaciones, que provocan en los verdugos procacidades y risas torpes. Luego de semejante bienvenida, nuestros 320 presos fueron encerrados en un galpón de 8 x 30 metros, entregados a su dolor, impotencia y naufragio psicoló-gico. La triste mañana del 29 de Mayo despertó a los 320 con este programa. Des-nudados fueron sometidos a una ducha colectiva de violentos chorros de agua fría. Después molestados, golpeados y escarnecidos obscenamente por sus des-nudeces, fueron revestidos de raídas casacas, muchas de ellas aun manchadas de sangre. Cada casaca lleva un número. Desde ahora para adelante, cada preso no será más que un número. Al P. Kolbe le tocó el número 16670. Más tarde, todo el grupo salió a la plaza de armas, para la asignación a las brigadas de trabajo o bloques. Allí se ordenó que salieran de las filas los judíos y los sacerdotes, privilegiados para refinados suplicios. Los judíos eran todos candidatos, sin excepción, a la muerte y fueron entregados a la brigada de cas-

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tigo. A las dos o tres semanas morían todos. Los sacerdotes en cambio, fueron destinados al bloque 17 de los trabajos forzados. El P. Kolbe en seguida fue ocupado como peón en el acarreo de carretilla rodada y arena, para la construcción de un muro alrededor del horno crematorio. Era un trabajo particularmente pesado a causa de la carga, de la carretilla maltre-cha, y porque había que hacerlo a la carrera. “Lo he visto un día –testifica Enrique Sienkiewicz- mientras empujaba la ca-rretilla de pedregullo. La carretilla era grande, pero la rueda pequeña. Por eso se acrecentaba muchísimo la fatiga del trabajo. Quise ayudarlo, porque ese esfuerzo era realmente superior a las fuerzas humanas. Me acerqué y le dije silenciosamen-te: ‘No se mueva Ud. Haré yo unos viajes por Ud.’ Lastimosamente el capataz se dio cuenta de que hablábamos –estaba prohibido hablar durante el trabajo- y nos propinó 10 bastonazos a cada uno. Para ridiculizarnos ante los demás, nos obligó por turno a sentarnos arriba de la carretilla cargada y correr luego hasta la obra. ‘Enriquito mío – me consolaba-, todo lo que sufrimos, es por la Inmaculada. ¡Qué esos bárbaros vean como somos los testigos de la Inmaculada’” (5).

Con el lobo carnicero Al tercer día llegó al bloque 17 el comandante del campo, Coronel Fritsch, el cual ordenó: “¡Afuera los curas! ¡Vengan conmigo!”, y los llevó al comando Bábice, donde los entregó al cabo Krott, criminal de la peor clase, y conocido como “lobo carnicero”, con esta consigna: “Te he traído estos parásitos y vagos. Enséñales cómo se debe trabajar”. Krott, con risa sarcástica, y lamiéndose los labios de cruel fruición le contestó: “No se preocupe. Déjemelos en mis manos”. Y se los llevó a Bábice, distante unos 4 Kilómetros. El trabajo consistía en cortar y llevar al hombro leñas y troncos, para un cer-co. Era un trabajo muy pesado y de muchas horas diarias, que acababa con los débiles. “Todos los días, a la tarde, volvíamos a nuestro bloque, arrastrando en camillas de ramas los cadáveres de los compañeros que no resistían al martirio”, declara L. Glowa (6). La saña de Krott se desahogaba más cruelmente contra el P. Kolbe. Cargaba sobre sus hombros dos o tres atados de leña, y lo obligaba a correr. Cuando se detenía un momento para descansar, lo golpeaba con el bastón o a culatazos del fusil. Los demás sacerdotes deseaban ayudarlo, pero él declinaba la generosidad con calma: “No se expongan a recibir Uds. también estos garrotazos. La Inma-culada me ayuda. Me esforzaré solo” (7). En medio de esa asfixia mortal, el 12 de Junio cayó la fiesta de “Corpus Christi”. Aprovechando el día de asueto de los guardias, un grupo de presos de

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los bloques vecinos se acercó al grupo de sacerdotes, buscando aliento. Entre ellos estaba el P. Kolbe. Relata M. Koscielniak: “Nos sentamos sobre unos ladrillos. P. Kolbe comenzó a hablar en voz baja de la fiesta de ‘Corpus Christi’ y del sufrimiento con el cual Dios nos prueba, para prepararnos a una vida mejor. Y nos exhortaba a la perseverancia y a no perder el ánimo. Existiendo la justicia divina, no debemos descorazonarnos. “‘¡No, no! –decía-, no matarán nuestras almas. Nosotros los presos somos algo distinto. Nuestros perseguidores no podrán matar en nosotros la dignidad del católico y del polaco. No nos doblaremos. Perseveraremos. Y si morimos, moriremos puros, serenos, resignados a la voluntad divina’ (8). “Volvimos a nuestros bloques espiritualmente consolados”. Los jefes del campo se divertían del terror que sus personas, gestos y aullidos causaban a los pobres presos. Pero lo que más los fastidiaba y enfurecía, era la mansa actitud del P. Kolbe. Cuenta Gajowniczek, aquel por el cual Kolbe daría la vida: “Estábamos sacando de una fosa el abono para llevarlo a los campos. Un compañero de trabajo, estando arriba, recibía el abono y lo tiraba afuera. De improviso apareció un guardia con un mastín atraillado y preguntó al preso por qué retiraba tan poco abono a la vez. Luego comenzó a golpearlo con el bastón y a azuzar contra él el perro, que lo agarró y mordió. El preso conservó una calma sorprendente. Cuando dijo claramente que era sacerdote, el guardia se ensaño más aún con él. Más tarde, después de la muerte de Kolbe, supe que aquel pobre preso era él, precisamente” (9). El Padre Szweda nos relata un episodio de monstruosa bestialidad. “Krott, el lobo carnicero, cargó personalmente sobre los hombros del P. Kol-be unos troncos, especialmente seleccionados, luego le ordenó correr. Cuando el P. Kolbe cayó a tierra, lo pateó en la cara y en el vientre, y lo golpeó con el bastón aullando: ‘¡Haragán, no quieres trabajar!... ¡Yo te enseñaré a trabajar!...’ Durante el descanso del mediodía, entre sarcasmos y blasfemias, le ordenó tenderse sobre un tronco y mandó que se le dieran 50 garrotazos. “P. Maximiliano no se movía más. Fue arrojado a una cuneta llena de lodo y cubierto con un atado de leña. Ahí habría muerto, si sus compañeros no lo hubieran arrastrado hasta el hospital del campo. Tenía la nariz rota y la cara san-grante”, declara el P. Kopezenski (10).

La batea macabra “Esa tarde –relata el Dr. José Stemler- nos obligaron con amenazas de basto-nazos a mí y a otro preso al acarreo de cadáveres al crematorio. Se utilizaba una batea de matadero de cerdos.

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“Me hallé ante el primer muerto. Era un joven, completamente desnudo, con el vientre rasgado, las piernas ensangrentadas, las manos torcidas atrás, el cuello hinchado, el rostro que mostraba claramente las señales de una violenta agonía. Me sentí clavado al suelo, incapaz de moverme. “El guardia lanzo un grito, al cual una voz queda, que parecía conocida, hizo eco: ‘Vamos, hermano’. Con repugnancia tomé el cadáver por las piernas, mien-tras mi compañero lo alzaba por los hombros y lo acostamos en la batea. Así mismo a otros también y nos dirigimos al crematorio. “Me sentía terriblemente turbado. Los brazos se aflojaban, los zuecos se za-faban de los pies. Pensaba que hubiera sido mejor estar yo en la macabra batea.“Otra vez a mis espaldas escuché la voz tranquila y conmovida de mi compañe-ro: ‘¡Santa María, ruega por nosotros!... Santa María, Madre de Dios, ¡ruega por nosotros!...’. Como atravesado por una descarga eléctrica, me sentí más fuerte. “Llegamos al horno incinerador, de construcción chata, de cuya chimenea brotaba el humo pestilencial, barrido por el viento. Allí dictamos a la guardia el número escrito sobre el pecho del muerto. Un error hubiera provocado fatales incidentes. Una familia habría recibido el anuncio de la muerte, mientras estaba aún en vida. Acostamos el cadáver sobre una parrilla móvil y asistimos a su inci-neración. “Me sentía mal, presa del delirio, y temblaba todo. Las piernas se me habían vuelto rígidas. Apenas salidos de este maldito umbral, la misma voz tranquila y sosegada pronunció:“Réquiem aetenam dona eis, Domine. Dales, Señor, el descanso etern”. “Más tarde volvió a susurrar: ‘El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros’. ¿Quién era? Era el franciscano de Niepokalanów, P. Maximiliano Kolbe”(11).

Buen pastor en el hospital Luego de la tremenda paliza, que le había dejado más muerto que vivo, el P. Kolbe fue internado en el hospital, atacado de neumonía, con fiebre altísima y con el rostro estriado de moretones. El P. Szweda lo recuerda con conmovedores acentos: “Con su conducta ante el sufrimiento, asombraba a médicos y enfermeros. Soportaba el dolor virilmente y con completa resignación a la voluntad de Dios, Solía repetir: ‘Por Jesús soy capaz de padecer aún más. La Inmaculada está conmigo y me ayuda’. “Sin embargo, pese a la crisis resolutiva de la neumonía, la fiebre no cesaba. Por eso se lo llevó a la sala de los infectados de tifus. Se le asignó la cama cer-cana a la puerta de ingreso. Cada muerto que retiraban, recibía de él la bendición

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y la absolución bajo condición. Entre los enfermos ejercitaba la misión de buen pastor. A menudo relataba episodios de su vida. Escuchaba las confesiones, re-zaban las oraciones en común, tenía charlas marianas y animaba a todos. Con el favor de las tinieblas los presos acudían a él, para confesarse o escuchar palabras de aliento. “Al terminar el trabajo diario, yo me acercaba a él y él me apretaba contra su pecho, como la madre con su niño, y me consolaba, y mostrándome a la Virgen por modelo, me decía: ‘Ella es la verdadera consoladora de los afligidos, ¡escu-cha a todos, ayuda a todos’. Me iba consolado y alentado. “Una vez le llevé una taza de té. Mucho me asombré, cuando no la quiso aceptar, diciendo: ‘Por qué he de ser privilegiado? ¡Los demás no la tienen!’. Se había hecho popular entre los enfermos y todos le llamaban ‘nuestro Padre-cito” (12). Pese a la enfermedad, el P. Kolbe era severo consigo mismo, mientras era generoso con los demás. “Cuando llevaban al bloque las ollas de sopa, cada uno pugnaba por servirse primero. El P. Kolbe esperaba, aún cuando por escasez de víveres, debía quedar sin ración. Otras veces, en cambio, cuando los enfermos veían en la superficie sólo agua, se retiraban esperando hubiese algo mejor en el fondo de la olla. En-tonces el P. Kolbe avanzaba tomando para sí el agua de la superficie, dejando la buena sopa a los compañeros. No admitía preferencias. Y cuánto de bueno recibía, por ejemplo, cáscaras de limón, lo compartía con todos. Y rogaba a los amigos visitantes que trajeran alimentos para sus hambrientos compañeros del hospital (13).

Sólo el amor es fuerza creadora El Dr. Stemler nos relata su último encuentro con el P. Maximiliano: “Los dos estábamos enfermos. Mi cama estaba enfrente de la de él. Como otros, de noche yo también me acerqué a su cama. El saludo fue conmovedor. Volvimos a intercambiar nuestras impresiones acerca del tremendo crematorio. Luego guardamos silencio. Y me puse a contemplar su rostro, macilento, sin barba, ojos abrasados como carbones, nariz regular, mejillas hundidas, labios juveniles, ligeramente abiertos a una sonrisa de perdón, los cabellos cortos, con leves signos de calvicie. Los brazos flacos. “No quería cansarle, pero le quería decir tantas cosas… El me alentó y acabé por confesarme. Mi corazón estaba en lucha desesperada. ¡Yo quería vivir!... Sus palabras eran profundas y simples. Exhortaba a tener confianza en la victoria del bien.

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“’El odio no es fuerza creadora. Sólo el amor es fuerza creadora –me susu-rraba apretando fuerte mi mano en la suya abrasada por la fiebre-. Estos sufri-mientos no nos doblegarán, sino que han de ayudarnos a ser más fuertes. Son necesarios, junto a los demás sacrificios, para que los que vengan después de nosotros, sean felices…’ “Me apretaba con más fuerza la mano y sus invitaciones a la misericordia de Dios me animaban. Sólo cuando exhortaba al perdón de los opresores y a restituir bien por el mal, sus palabras producían en mí una reacción de rebeldía” (14). Días más tarde, curados o no, el jefe del hospital, un herrero enano, de malas pulgas, echó a todos los intelectuales de la sala. El P. Kolbe fue asignado al blo-que de los inválidos, con la tarea de pelar papas junto con otros 200. El trabajo no era pesado, pero la ración, ya de por sí insuficiente, era la mitad de la normal. Aun pelando papas “en el P. Kolbe había algo magnético y sobrenatural, que atraía los corazones. Se le buscaba mucho para un consejo, una palabra de alien-to” (E. Sienkiewicz) (15). Más tarde, pasó al bloque 14, el de los trabajos agrícolas. Era el tiempo de la cosecha de trigo.

N O T A S(1) Faccenda, p. 60.(2) Ricciardi, p. 352.(3) En Ricciardi, p. 360.(4) En Faccenda, p. 76.(5) En Masiero, p. 179.(6) En Faccenda, p. 80.(7) En Ricciardi, p. 363.(8) En Ricciardi, p. 364.

(9) En Ricciardi, p. 367.(10) En Ricciardi, p. 367 y Faccenda, p. 83.(11) En Ricciardi, p. 370.(12) En Ricciardi, p. 370.(13) En Faccenda, p. 85.(14) En Ricciardi, p. 372.(15) En Faccenda, p. 88.

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TUMBA Y ALTAR

Fuga de un preso Todo el bloque 14 había salido para la cosecha de las pocas parcelas de trigo, que la ciénaga no se había tragado. Aprovechando alguna confusión en la labor o alguna distracción de los guardias, un preso fugó. Todos recordaban la terrible amenaza del jefe: “Por cada evadido, 10 de sus compañeros de trabajo, escogidos al azar, serían condenados a morir de hambre en el bunker o sótano de la muerte. (La amenaza se había vuelto trágica realidad en los dos casos precedentes, y lo sería en éste. Más tarde se abolió la práctica de diezmar a los prisioneros y en lugar del fugado se arrestaba a los familiares: esposa, padre, madre, hijos…). Por la tarde, al pasar la lista, resultó que un preso faltaba. Todo el campo se paralizó en una actitud de consternación y terror. Todos fueron obligados por tres largas horas a estar en una rígida posición de ¡firmes!. Si alguno se mareaba y caía, los aullidos de los guardias y los culatazos de los fusiles volvían rápidamen-te a animarlo. A las 21 horas se distribuyó el rancho a todos, menos a los del bloque 14. Las grandes ollas humeaban ante sus ojos y narices, pero nadie podía tocarlas. Cuan-do ya se les salía la baba de la boca, las ollas fueron vaciadas en el desagüe. Se rompen las filas y todos se retiran a sus camastros. Esa noche nadie pudo pegar los ojos. El hambre retorcía sus entrañas. El terror loco trastornaba sus mentes. Cada uno se decía: “¿Qué pasará Dios mío?... ¿A quién le tocará esta vez?... ¿A mí, quizás?...”. Y el odio y la desesperación estallaban en sus pechos contra el jefe, “cabeza de perro”, quién, como en los dos casos precedentes, per-sonalmente procedía a la elección de las víctimas, con una aparatosidad teatral que humillaba y aplastaba. Lo que helaba la sangre y hacía tiritar a los presos esa noche, no eran tanto las horcas, ni las balas, ni las cámaras de gas, sino los sótanos negros, húmedos, sin jergón, totalmente desnudo, a excepción de un cubo para las orinas, que casi siem-pre estaba seco, porque abrasados por la sed se las tomaban. Debían tirarse y morir sobre el pavimento, como cerdos. Lo que les aterrorizaba, era el lento, despacioso martirio del cuerpo, era la tortura del hambre, era la agonía de la sed.

Diezmación al voleo Al día siguiente, los otros bloques siguen sus faenas diarias. Los del bloque 14 han de quedar firmes en la explanada bajo el sol calcinante de verano, sin co-

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mer ni beber. Desde las torres, las metralletas estaban en permanente vigilancia, listas para escupir granizadas de proyectiles al primer asomo de revuelta. Las horas pasaban lentas como la eternidad. El sol quemaba las cabezas ra-padas. La sed resecaba las gargantas. Los rostros estaban tumefactos. Algunos desfallecían y se desplomaban al suelo. Corrían los policías a animarlos a pata-das o con el fusil. Cuando ya no daba señales de vida, lo arrastraban a un rincón, amontonando uno sobre otro, como bolsas de papas. El P. Maximiliano, el de los pulmones agujereados por la tisis, mil veces desahuciado por los médicos, el que acaba de salir del hospital, siempre débil y enfermizo, resiste de pie, no desmaya ni cae. ¿Quién le da tanta fortaleza de superar ese calvario de inauditos sufrimientos? El solía repetir: “En la Inmacu-lada todo lo puedo”. Y durante esas interminables horas estaba madurando su decisión definitiva, su entrega por la vida de un hermano desconocido. Para que pudiera resistir hasta la tarde, hasta la hora de la selección dramáti-ca, a las 15 horas, se hace una breve pausa, se les reparte el rancho, y luego de nuevo en posición de ¡firmes! hasta la vuelta de los demás del trabajo, los que en la total imposibilidad de hacer algo, sólo comparten las angustias de sus compa-ñeros. A las 18 horas, después de escuchar los partes diarios de sus subalternos, Fritsch, el comandante del campo, con la visera calada, sobre un hocico de bul-dog, se planta de brazos cruzados ante sus víctimas. Un silencio de tumba baja repentino sobre la inmensa explanada, atestada de presos sucios y macilentos, vestidos como payasos, pero con un corazón humano dentro del pecho. Después de ese golpe de escena, comienza a hablar –no se diría más bien, ¿ladrar?:-El fugitivo no ha sido hallado… Diez de Uds. serán condenados al bunker de la muerte… La próxima vez serán veinte. El comandante hace las cosas con gestos teatrales. Se acerca al primero, le mira en la cara y le grita:-¡Abre la boca!... ¡Saca la lengua!... ¡Muestra los dientes!... Son gestos de negociantes de caballos, que revelan sadismo y brutalidad de desalmado, a la vez que infunden pavor en todos.-¡Este!... ¡Aquel!.... ¡El otro!... ¡Este también!... –fila tras fila, hasta completar el número fatal. El ayudante Palitsch marca los números en su agenda. Blanco como un cadáver, cada condenado sale de las filas, gritando su postrer saludo a los compañeros, a la patria, a la familia. Son gritos de amor, fiereza y llanto.-¡Adiós, amigos! ¡Nos encontraremos ahí donde está la verdadera justicia!...

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-¡Viva la Polonia! ¡Es por ella que yo entrego mi vida!-¡Adiós, adiós, mi pobre esposa!... ¡Adiós, mis hijitos, hijitos huérfanos! –dice sollozando el sargento Francisco Gajownieczek. El aliento vuelve al pecho de todos los que quedaron. También esta vez, des-pués de haber raspado la muerte –y ¡qué muerte!-, se han salvado. Sin embargo, las últimas palabras del sargento no han vibrado en vano, sino que hieren profundamente la delicada sensibilidad del P. Kolbe, el cual se propo-ne, cueste lo que cueste, salvarlo.

La ofrenda de la vida Mientras los diez condenados, al grito: “¡Quítense los zapatos!” –porque de-ben ir descalzos al lugar del suplicio-, están arrojando los zuecos con ruido omi-noso sobre el pavimento, de improviso un raro movimiento y un quedo musitado quiebran esa pesadilla de muerte. Un hombre, mejor, un número, sale de las filas, se abre paso y se dirige hacia el comandante, atreviéndose a enfrentar, sin ser llamado, la terrible cólera del jefe. Bien pronto ese número se vuelve hombre, y por las bocas de todos corre un nombre: “¡El P. Kolbe! ¡El P. Kolbe!...”. Y aquí, hermano lector -¡hemos de confesarlo!-, todo autor se siente tentado a una reconstrucción histórica y psicológica del drama, que se va a desarrollar en ese marco de tragedia que es el campo de concentración. Sin embargo, la serie-dad de los testimonios y la elocuencia de los hechos son muchos más dramáticos, porque son verdaderos, porque son auténticos. “Después de la selección de los diez presos –atestigua el Dr. Niceto F. Wlo-darski-, el P. Maximiliano salió de las filas y quitándose la gorra, se puso en actitud de ¡firme! ante el comandante. Este, sorprendido, dirigiéndose al Padre, dijo: ‘¿Qué quiere este cerdo polaco?’. “El P. Maximiliano, apuntando la mano hacia F. Gajownieczek, ya seleccio-nado para la muerte, contestó: ‘Soy sacerdote católico polaco; soy anciano; quie-ro tomar su lugar, porque el tiene esposa e hijos…’. “El comandante, maravillado, pareció no hallar fuerza de hablar. Después de un momento, con un gesto de la mano, pronunciando la palabra ‘¡Raus! ¡Fue-ra!...’, ordenó a Gajowniczek que regresara a sus filas. De este modo, el P. Maxi-miliano tomó el lugar del condenado”. “Parece increíble que el comandante Fritsch haya borrado de la lista al sar-gento, y haya aceptado el ofrecimiento del P. Kolbe, y que más bien no haya condenado a los dos al bunker de la muerte. Con un monstruo como ése, todo era posible” (1).

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“Los diez pasaron ante nuestras filas –declara Fray Ladislao Swies, palotino-, y entonces observé que el P. Kolbe seguía por último, y sostenía a tientas a otro de los condenados, más débil que él, que no era capaz de caminar con sus propias fuerzas” (2). ¡Hermoso, divino ese gesto de sostener a un débil, incomparablemente car-gado de significado y misterio! Físicamente, el P. Maximiliano es el más débil, pero espiritualmente es el más fuerte de todos, porque está unido a su Madrecita celestial, hacia la cual dirige su plegaria: “Reina mía, Señora mía, has mantenido la palabra. ¡Es para esto que yo he nacido!” (3).

Asomándose a la eternidad La grandeza y la belleza del heroísmo de P. Maximiliano han de ser vistas en una doble vertiente: personal y sacerdotal. A todas luces, es admirable ofrecer la propia vida por otro, por un desconoci-do, para que viva días más venturosos, para que retorne al abrazo de la esposa y al cariño de los hijos. Jesús lo había dicho: “No hay amor más grande que dar la vida por un amigo”. Quizás lo que conmovía el corazón sacerdotal del P. Maximiliano, era la suerte de los otros nueve, los cuales de repente se asomaron a las puertas de la eternidad: “El P. Maximiliano los quiere salvos del peligro del odio y de la desesperación. Y se hace con ellos compañero voluntario de sus tormentos y agonía. Los enardece en una llamarada de amor y en la embriaguez del canto a la Virgen, que los ayuda a superar las mismas exigencias físicas y los hace casi insensibles a las morde-duras del hambre. Y después, uno a uno, luego de la absolución y de una muerte serena, los ofrece a Dios como precioso racimo, cayendo él por último” (4). “Supremo sacerdote del Cuerpo, de la Sangre y del Perdón de Cristo, el P. Kolbe asistió en su último combate a sus compañeros” (5). “El sacrificio del P. Kolbe, mientras provocó la consternación entre las auto-ridades del campo, provocó la admiración y el respeto de los presos” (Sobolews-ki). “En el campo casi no se notaban manifestaciones de amor al prójimo. Un preso rehusaba a otro un mendrugo de pan. En cambio, él había dado su vida por un desconocido” (Dr. Stemler) (6). El sol se estaba hundiendo en el horizonte, detrás de las tétricas alambradas. El cielo estaba tomando los colores rojos de los mártires. “Fue una magnifica puesta del sol, una puesta nunca vista”, relatan los pocos sobrevivientes de esa purpurea tarde de fines de julio de 1.941. Por primera vez, en el reino del odio, entre los horrores de un campo de con-centración, había estallado una llamarada de amor.

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El Padre Kolbe se ofrece a sustituir en el bunker de la muerte al padre de familia Fran-ciszek Gajowniczek

Barraca en el campo de concentración nazi en Oświęcim (Auschwitz).

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El P. Kolbe comenzaba su última Misa, la Misa de la agonía, la Misa del amor supremo.

De casamata a capilla Los diez condenados a la agonía del hambre y de la sed bajan al sótano de la muerte, del que sacan cadáveres, para pasarlos directamente al crematorio. Por suerte, un encargado del humilde menester de retirar cadáveres era un polaco, de ojo atento y mente despierta, Bruno Borgowiec, el cual nos ha dejado un testimonio tan vibrante e interesante, que lo referimos íntegramente. “Yo era secretario e intérprete en el bunker, y pensando en la sublime conducta delante de la muerte de este heroico hombre, que hasta asombraba a los guardias de la Gestapo, recuerdo todavía con toda precisión los últimos días de su vida. “El bloque estaba rodeado por un muro de una altura de seis metros. En los sótanos había unas celdas: algunas con ventanucos y camastros; otras sin nada y a oscuras. A una de estas celdas. A fines de Julio de 1941, fueron conducidos los diez condenados a muerte. “Después de haber ordenado a los pobres presos que se desnudaran completa-mente, los empujaron en una celda. En otras celdas vecinas ya se hallaban otros veinte de anteriores procesos. Cerrando la puerta, los guardias sarcásticamente decían: ‘¡Ahí se van a secar como cáscaras!’. Desde ese día los infelices no tu-vieron ni alimentos ni bebidas. “Diariamente, los guardias inspeccionaban y ordenaban retirar los cadáveres de las celdas. Durante estas visitas estuve siempre presente, porque debía es-cribir los nombres-números de los muertos, o traducir del polaco al alemán las conversaciones y los pedidos de los presos. “Desde las celdas donde estaban los infelices, se oían diariamente las oracio-nes recitadas en voz alta, el rosario y los cantos religiosos, a los que se asociaban los presos de las otras celdas. En los momentos de ausencia de los guardias yo bajaba al sótano para conversar y consolar a los compañeros. Las fervorosas oraciones y los cantos a la Virgen se difundían por todo el sótano. Me parecía estar en una iglesia. Comenzaba el P. Maximiliano y todos los otros respondían. A veces estaban tan sumergidos en las oraciones, que no se daban cuenta de la llegada de los guardias para la acostumbrada visita. Sólo a los gritos de éstos, las voces se apagaban. “Al abrir las celdas, los pobres infelices, llorando a lágrima vida, imploraban un trozo de pan y agua, pero les era negado. Si alguno de entre los más fuertes se acercaba a la puerta, en seguida recibía de los guardias patadas al vientre, tanto que cayendo atrás sobre el cemento, moría en el acto o era fusilado.

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“Del martirio que han debido padecer los pobres condenados a una muerte tan atroz, da testimonio el hecho de que los cubos estaban siempre vacíos y se-cos. De lo cual hay que deducir que los desgraciados, a causa de la sed, tomaban la propia orina. “El P. Maximiliano de santa memoria se comportaba heroicamente. Nada pedía y de nada se quejaba. Daba ánimo a los demás. Persuadía a los presos a esperar de que el fugitivo sería hallado y ellos serían liberados. “Por su debilidad, recitaba las oraciones en voz baja. Durante toda visita, cuando ya casi todos estaban echados sobre el pavimento, se veía al P. Maximi-liano de pie, o de rodillas en el centro, mirando con ojos serenos a los llegados. Los guardias conocían su sacrificio, sabían también que todos los que estaban con él morían inocentemente. Por esto, manifestando respeto por el P. Kolbe, de-cían entre sí: ‘Este sacerdote es todo un caballero. ¡Hasta ahora no hemos visto nada semejante!’.

La muerte Así pasaron dos semanas, mientras tanto los presos morían uno tras otro. Al término de la tercera semana, sólo quedaban cuatro, entre los cuales el P. Kolbe. A las autoridades pareció que las cosas se alargaban demasiado. La celda era necesaria para otras víctimas. “Por esto, un día, el 14 de Agosto, condujeron al director de la sala de enfer-mos, el criminal Boch, el cual propinó a cada uno una inyección endovenosa de ácido fénico. El P. Kolbe, con la plegaria en los labios, él mismo ofreció el brazo al verdugo. No pudiendo aguantar más lo que mis ojos veían, y farfullando un pretexto de que debía trabajar en la oficina, salí afuera. “Partidos los guardias con el verdugo, volví a la celda, donde encontré al P. Maximiliano Kolbe sentado, recostado en la pared, con los ojos abiertos y con-centrados en un punto y la cabeza reclinada hacia la izquierda (era su posición habitual). Su cuerpo era limpio y luminoso. Su rostro sereno y bello era radiante, mientras los demás muertos estaban tendidos sobre el pavimento, sucios y con los signos de la agonía en el rostro. “Junto al barbero, Sr. Chlebik, transporté el cadáver a la morgue. Aquí fue puesto en una caja. Así murió el sacerdote, el héroe del campo de Oswiecim, ofreciendo espon-táneamente su vida por un padre de familia, sereno y tranquilo, rezando hasta el último momento.

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“En el campo, por meses, se recordó el heroico acto del sacerdote. Durante cada ejecución se recordaba el nombre del P. Maximiliano Kolbe. “La impresión del hecho se me grabó eternamente en la memoria” (7).

Canto de amor Según el certificado de defunción del campo, P. Maximiliano Kolbe falleció a las 12:50 del 14 de Agosto de 1941. Tenía 47 años y siete meses. Era la víspera de la Asunción de su “Madrecita” al cielo. “La Inmaculada, que había sido todo el poema de su vida, la luz de su inteli-gencia y de su genio, el latido de su corazón, la llama de su apostolado, el éxtasis de su plegaria, su inspiradora y guía, su fortaleza y su sonrisa, la Reina de sus ‘ciudades’, y la Dama de sus caballeros, en breve la vida de su vida, Ella quiso arrebatárselo en luz de gloria entre los Ángeles que festejaban su supremo triun-fo” (8). El cadáver del P. Kolbe tuvo el honor de un féretro y de un funeral, a diferen-cia de los otros que eran llevados directamente al horno crematorio. “En el día de la Asunción (15 de Agosto) se hizo el funeral y luego fue llevado al horno y quemado” (9). ¡La Misa-Sacrificio del P. Maximiliano estaba consumada! Cinco meses antes, en la misma mañana del arresto, el P. Kolbe así escribía en su agenda personal (17-02-1941):

“Concédeme alabarte, Virgen Santa,Concédeme alabarte con mi sacrificio

Concédeme por ti, sólo por ti,Vivir, trabajar, sufrir, gastarme, morir…”

N O T A S

(1) En Ricciardi, P. 382.(2) En Masiero, p. 192.(3) En Winowska, p. 189.(4) En Ricciardi, p. 386.(5) En Winowska, p. 88.(6) En Ricciardi, u. 384.(7) En Ricciardi, p. 388.(8) En Ricciardi, p. 392.(9) En Ricciardi, p. 395.

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SEMBLANZA DEL BEATO KOLBEEN EL MENSAJE DE PAULO VI

El 17 de Octubre de 1.971, luego de los exhaustivos Procesos canónicos que culminaron con el estudio de los dos milagros obtenidos gracias a su intercesión, el Padre MAXIMILIANO KOLBE fue beatificado por el Papa Paulo VI. He aquí como el Papa en un deslumbrador mensaje ha trazado la semblanza del nue-vo Beato.

Simbiosis divino-humana MAXIMILIANO KOLBE, BEATO, ¿Qué significa? Significa que la Igle-sia reconoce en él una figura excepcional, un hombre en quien se dieron cita, la gracia de Dios y el alma de Kolbe para alumbrar una vida estupenda, en la cual, para quien observe bien, se descubre esa simbiosis de un doble principio operan-te, el divino y el humano; misterioso uno, experimental el otro; trascendente e interior uno, natural el otro pero complejo e ilimitado, hasta alcanzar ese singular perfil de grandeza moral y espiritual que llamamos santidad o, lo que es igual, perfección conseguida en el parámetro religioso, que, como sabemos, corre ha-cia las cumbres infinitas del Absoluto. Beato, pues, quiere decir digno de aquella veneración, de aquel culto autori-zado, local y relativo que implica la admiración hacia aquel que es su sujeto. Ese culto se debe a un cierto reflejo en él, insólito y magnífico, del Espíritu Santo. Beato quiere decir salvado y glorioso. Quiere decir ciudadano del cielo, con todos los signos peculiares del ciudadano de la tierra. Quiere decir hermano y amigo nuestro; mejor, nunca como ahora nuestro, porque está identificado como miembro activo de la Comunión de los Santos, la cual es el cuerpo místico de Cristo, la Iglesia viva en el tiempo y en la eternidad. Beato, quiere decir abogado, y, por tanto, protector en el reino de la caridad junto con Cristo “siempre vivo para poder interceder por nosotros” (Hech. 7,25). Finalmente, quiere decir campeón ejemplar, tipo de hombre, conforme al cual podemos uniformar nuestro arte de vivir, ya que se le reconoce al Beato el privilegio del Apóstol Pablo, de poder decir al pueblo cristiano: “Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo” (1 Cor. 4,16; 11,1; Fil. 3,17; 2 Tim. 3,7).

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Un campeón de la caridad Así podemos considerar, desde hoy, a Maximiliano Kolbe, el nuevo Beato. Pero, ¿quién es Maximiliano Kolbe? Ya lo sabéis. Vosotros lo conocéis ya. Por estar tan cercano a nuestra genera-ción. Tan sumergido en la experiencia vivida de nuestro tiempo, se sabe todo de él. Quizás haya pocos procesos de beatificación tan documentados como éste. Sólo en gracia a nuestra pasión por la verdad histórica, leemos casi como un ín-dice, el perfil biográfico del Padre Kolbe, que debemos a uno de sus más asiduos estudiosos. El padre Maximiliano Kolbe nació en Zdunskawola, cerca de Lodz, el 8 de Enero de 1.894. Entró en 1.907 en el seminario de los Franciscanos Conventua-les, y fue enviado en Roma para continuar los estudios eclesiásticos en la Ponti-fica Universidad Gregoriana y en el “Seraphicum” de su Orden. Siendo aún estudiante, ideó una institución, la Milicia de la Inmaculada. Orde-nado sacerdote el 28 de Abril de 1.918 y vuelto a Polonia, comenzó su apostolado mariano, sobre todo, con la publicación mensual “Rycerz Niepokalanej” = “El Caballero de la Inmaculada”, que alcanzó el millón de ejemplares en 1.938. En 1.927 fundó Niepokalanów (= ciudad de la Inmaculada), centro de vida religiosa y de diversas formas de apostolado. En 1.930 partió para el Japón, don-de fundó una institución parecida. Vuelto definitivamente a Polonia, se dedicó por entero a su obra mediante diversas publicaciones religiosas. La Segúnda Guerra Mundial lo sorprendió al frente del complejo editorial más importante de Polonia. El 19 de Septiembre de 1.939 fue arrestado por la Gestapo, que lo deportó, primero, a Lamsdorf (Alemania), y, luego al campo de concentración de Amlitz. Puesto en libertad el 8 de Diciembre de 1.939, volvió a Niepokalanòw, comen-zando de nuevo la actividad interrumpida. Arrestado de nuevo en la cárcel de Pawiak (Varsovia), fue deportado más tarde al campo de concentración de Oswiecim. Habiendo ofrecido su vida en sustitución de la de un desconocido, condenado a muerte como represalia por la fuga de un prisionero, fue metido en un “bunker” para que muriera allí de hambre. El 14 de Agosto de 1.941, víspera de la Asunción, rematado con una inyec-ción de veneno, entregaba su hermosa alma a Dios, después de haber asistido y consolado a los compañeros de desgracia. Su cuerpo fue entregado al fuego (P.E. Piacentini, ofmconv.). Pero, en una ceremonia como ésta, el dato biográfico desaparece en medio de la luz de las grandes líneas maestras de la figura sintética del nuevo Beato.

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Fijémonos, por un momento, en esos trazos que lo caracterizan y lo encomiendan a nuestra memoria.

Cristo, la Virgen y la Iglesia Maximiliano Kolbe ha sido un apóstol del culto a la Virgen, contemplada en su primer, originario y privilegiado esplendor, el de su propia definición en Lo-urdes: “LA INMACULADA CONCEPCIÓN”. Resulta imposible separar el nombre, la actividad, la misión del Beato Kolbe, del nombre de María Inmaculada. Fue él quien instituyó la Milicia de la Inma-culada, aquí, en Roma, antes de su ordenación sacerdotal, el 16 de Octubre de 1.917. Podemos celebrar hoy su aniversario. Es conocido como el humilde y bondadoso franciscano que llevó a cabo la iniciativa con increíble audacia y con un genio organizativo extraordinario. El hizo de la devoción a la Madre de Cris-to, contemplada con su veste solar (Ap. 12,1), el punto focal de su espiritualidad, de su apostolado, de su teología. Ningún titubeo estorbe nuestra admiración, nuestra adhesión a esa consigna que el Beato nos deja en herencia y de ejem-plo, como si también nosotros desconfiáramos de tal exaltación mariana en el momento en que dos corrientes teológicas y espirituales que dominan hoy en el pensamiento y en la vida religiosa –cristológica una, eclesiológica otra- hicieran la competencia a aquella otra mariológica. Nada de competencia. Cristo, en el pensamiento de Kolbe, conserva no sólo el primer puesto, sino el único, necesario y suficiente, absolutamente hablando, en la economía de la salvación. Tampoco el amor a la Iglesia y a su misión queda menguado en la concepción doctrinal y en la finalidad apostólica del nuevo Beato. Al contrario, precisamente de la complementariedad subordinada de la Virgen, respecto al de-signio cosmológico, antropológico, soteriológico de Cristo, obtiene ella todas sus prerrogativas y toda su grandeza. Lo sabemos bien. Kolbe, como toda la doctrina, la liturgia y la espiritualidad católica, ve a María como inserta en el designio divino, “como término fijo de eterno decreto” (Dante), como la llena de gracia, como la sede de la sabiduría, como la predestinada a la maternidad de Cristo, como la reina del reino mesiáni-co (Lc. 1,33) y, al mismo tiempo, la esclava del Señor, como la elegida para ofre-cer su insustituible cooperación a la Encarnación del Verbo, como la madre del Hombre-Dios, nuestro Salvador. “María es aquella, por cuyo medio llegan los hombres a Jesús; es aquella por cuyo medio llega Jesús a los hombres” (Bouyer, Le Troóne de la Sagesse). No se puede reprochar, por tanto, a nuestro Beato, ni a la Iglesia junto a él, el entusiasmo puesto en el culto a la Virgen, que jamás igualará el merito ni las

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ventajas de dicho culto, precisamente gracias al misterio de comunión que une a María con Cristo y que halla en el Nuevo Testamento una argumentación con-vincente. Jamás se convertirá en una “mariolatría”, del mismo modo que nunca será oscurecido el sol por la luna. Ni jamás se alterará la misión de salvación confiada propiamente a la Iglesia, si ésta sabe honrar a María a una Hija suya y a una Madre suya espiritual. El aspecto característico de la “hiperdulía” del Beato Kolbe a María es la im-portancia que él le atribuye en orden a las necesidades presentes de la Iglesia, a la eficacia de su profecía acerca de la gloria del Señor y de la reivindicación de los humildes, al poder de su intersección, al brillo de su ejemplaridad, a la presencia de su caridad maternal. El Concilio nos ha confirmado en estas certezas. Y el Padre Kolbe, desde el cielo, nos enseña a meditarlas y a vivirlas. Este perfil mariano del nuevo Beato lo califica y lo clasifica entre los grandes Santos y los espíritus videntes que han comprendido, venerado y cantado el mis-terio de María. Y luego llega el trágico y sublime epílogo de la vida inocente y apostólica de Maximiliano Kolbe. A esto se debe principalmente la glorificación, que celebra hoy la Iglesia, del humilde, bondadoso, activo religioso, discípulo ejemplar de San Francisco y caballero enamorado de María Inmaculada. Entrega total a Cristo para salvar a los hombres El cuadro final de su vida es tan horrendo y tan desgarrador que preferiríamos no hablar de él, no contemplarlo más, para no ver dónde puede llegar la deprava-ción humana del abuso del poder, que se construye el pedestal de grandeza y de gloria a base de la impasible crueldad con seres reducidos a esclavos indefensos y destinados al exterminio. Y fueron millones esos seres sacrificados en aras del orgullo de la fuerza y de la locura del racismo. Pero es necesario recordar ese cuadro macabro para poder descubrir, aquí y allí, alguna chispa de humanidad sobreviviente. La historia no podrá –que pena- olvidar esa página espantosa. Y entonces no podrá menos que fijar los ojos ate-rrorizados en los puntos luminosos que denuncian, pero que al mismo tiempo vencen, la inconcebible oscuridad. Uno de los puntos, y quizás el más radiante y el fulgurante, es la figura ex-tenuada y tranquila de Maximiliano Kolbe. Héroe pacífico y siempre piadoso, henchido de una confianza paradójica y, por otra parte, muy razonable. Su nom-bre quedará entre los grandes, y desvelará cuantas reservas de valores morales se escondían en aquellas masas desgraciadas, congeladas por el terror y la deses-peración. En aquel inmenso umbral de muerte, se asoma el alivio de una divina

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e imperecedera palabra de vida, la de Jesús que desvela el secreto del dolor inocente: SER EXPIACIÓN, SER VICTIMA, SER SACRIFICIO, y, finalmente, SER AMOR. “No hay amor más grande que dar la propia vida por los amigos” (Jn. 15,13). Jesús habla de sí mismo ante la inminencia de su inmolación para salvar a los hombres. Los hombres son todos amigos de Jesús, si por lo menos escuchan su palabra. Maximiliano Kolbe realizó en el funesto campo de Oswie-cim la vivencia del amor redentor. ¡Y a doble título! ¿Quién no recuerda el episodio incomparable?-Soy un sacerdote católico –dijo ofreciendo la propia vida a la muerte- ¡y qué muerte!-, para lograr que sobreviviera un desconocido, compañero de desventu-ra, designado ya para la ciega venganza. Fue un momento grande. El ofrecimiento fue aceptado. Nacía de un corazón entrenado en darse natural y espontáneamente, casi como una consecuencia ló-gica del propio sacerdocio. ¿No es el sacerdote “otro Cristo”? ¿No ha sido Cristo sacerdote la víctima redentora de la humanidad? ¡Qué gloria y que ejemplo para nosotros los sacerdotes reconocer en el nuevo Beato un intérprete de nuestra consagración y de nuestra misión! ¡Que advertencia para los llamados a seguir a Cristo, cuando llegan las ho-ras de la incertidumbre en que la naturaleza humana quisiera, a veces, hacer prevalecer sus derechos por encima de la vocación sobrenatural al don total al Señor! ¡Y qué consuelo para los fieles, queridísimas y nobilísimas filas de bue-nos sacerdotes y religiosos que, con legítimo y loable esfuerzo de rescatarla de la mediocridad personal y de la frustración social, así conciben su misión: “Soy sacerdote. ¡Por eso ofrezco mi vida para salvar la de los demás!”. Esta parece ser la consigna que nos dejó el Beato, sobre todo, a nosotros los ministros de la Iglesia de Dios, y, análogamente, a cuantos aceptan el espíritu de esa misión.

La vocación cristiana A este título sacerdotal se añade otro: el testimonio de que el sacrificio del Beato tenía su motivación en una amistad. Él era polaco. Como polaco había sido condenado a ese nefasto “Lager”, o campo de concentración, y, como po-laco, intercambiaba su suerte con aquella a que estaba destinado su compañero Francisco Gajownicek. Sufría la pena cruel y mortal en lugar del otro. ¡Cuántas cosas brotan en el corazón, al recordar este matiz humano, social y étnico de la muerte voluntaria de Maximiliano Kolbe, hijo también de la no-ble y católica Polonia! Nos parece que con este caso típico y heroico se prueba documentalmente el destino histórico de esta nación. Es la vocación secular del pueblo polaco a encontrar en el sufrimiento comunitario su conciencia de uni-

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dad, su misión caballeresca, para alcanzar la libertad en el arrojo del sacrificio espontáneo de sus hijos, y su prontitud para ofrecerse los unos por los otros para superar la propia vivacidad en una invicta concordia, su imborrable sello católi-co que lo marca como miembro vivo y paciente de la Iglesia universal, su firme convicción de que en la prodigiosa y sufriente protección de la Virgen está el secreto de su renaciente florecimiento. Son rayos luminosos que irradian desde el principiante mártir de Polonia, hacen resplandecer el auténtico trágico rostro de ese país, y nos hacen implorar del Beato Kolbe, su típico héroe, la firmeza en la fe, el celo en la caridad, la con-cordia, la prosperidad y la paz para todos los pueblos.

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SUPREMO TESTIMONIO DE AMOR

El 10 de Octubre de 1982, el Papa proclamó Santo aMaximiliano Kolbe. He aquí su discurso a la marejada de

Fieles que colmaban la plaza de San Pedro.

Exterminio del hombre inocente

“Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn. 5,13).

Desde hoy, la Iglesia quiere llamar “Santo” a un hombre a quien le fue con-cedido cumplir de manera rigurosamente literal estas palabras del Señor. Así fue. Hacia fines de Julio de 1941, después que los prisioneros, destinados a morir de hambre, habían sido puestos en fila por orden del jefe del campo, este hombre, MAXIMILIANO KOLBE, se presentó espontáneamente, declarándose dispuesto a ir a la muerte en sustitución de uno de ellos. Esta disponibilidad fue aceptada, y al Padre Maximiliano, después de dos semanas de tormentos a causa del hambre, le fue quitada la vida con una inyección mortal, el 14 de Agosto de 1941. Todo esto sucedía en el campo de concentración de Oswiecim, donde fue-ron asesinados durante la última guerra unos cuatro millones de personas. La desobediencia al mandamiento de Dios creador de la vida: “NO MATARAS”, causó en ese lugar la inmensa hecatombe de tantos inocentes. En nuestros días, pues, nuestra época ha quedado así horriblemente marcada por el exterminio del hombre inocente. El Padre Maximiliano Kolbe, prisionero del campo de concentración, reivin-dicó, en el lugar de la muerte, el derecho a la vida de un hombre inocente, uno de los cuatro millones. Este hombre –Francisco Gajowniczek- vive todavía y esta aquí presente entre nosotros. El Padre Kolbe reivindicó su derecho a la vida, declarando la disponibilidad de ir él mismo a la muerte en su lugar, ya que ese hombre era un padre de familia y su vida era necesaria para sus seres queridos. De este modo, el Padre Maximiliano María Kolbe reafirmó así el derecho ex-clusivo del Creador sobre la vida del hombre inocente y dio testimonio de Cristo y del amor. Así escribe el Apóstol Juan (1, 3,16): “En esto hemos conocido la caridad: En que Él dio su vida por nosotros; y nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos”.

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El Padre Maximiliano, al que la Iglesia venera ya como “Beato” desde el año 1971, al dar su vida por un hermano, se asemeja a Cristo de manera particular. Reunidos aquí hoy, Domingo 10 de Octubre, ante la basílica de San Pedro en Roma, nosotros queremos poner en relieve el valor especial que a los ojos de Dios tiene la muerte por martirio del padre Maximiliano Kolbe: “Preciosa es a los ojos del Señor la muerte de los justos” (Sal 115, 15). Así hemos repetido en el Salmo responsorial. ¡Verdaderamente es preciosa e inestimable! Mediante la muerte de Cristo en la Cruz se realizó la redención del mundo, ya que esta muerte tiene el valor del amor supremo. Mediante la muerte del Padre Maximiliano Kolbe, un límpido signo de tal amor se ha renovado en nuestro siglo, que en tan alto grado y de tantos modos está amenazado por el pecado y la muerte.

Las dos coronas Parece como si en esta liturgia solemne de la canonización se presentará entre nosotros aquel mártir del amor de Oswiecim (Como lo llamó Pablo VI), dicien-do: “Yo soy tu siervo, Señor, siervo tuyo, hijo de tu esclava: rompiste mis cade-nas” (Sal 115, 16) Y, como recogiendo en uno solo el sacrificio de toda su vida, él, sacerdote e hijo espiritual de San Francisco, parece decir: “¿Qué podré yo dar al Señor por todos los beneficios que me ha hecho? Alzaré el cáliz de salvación e invocaré tu nombre, Señor” (Sal 115, 12). Estas palabras son palabras de gratitud. La muerte sufrida por amor, en lugar del hermano, es un acto heroico del hombre, mediante el cual, junto al nuevo Santo, glorificamos a Dios, ya que de él proviene la gracia de semejante heroís-mo, la gracia de este martirio. Glorifiquemos, por tanto, hoy las grandes obras de Dios en el hombre. Ante todos nosotros, reunidos aquí, el Padre Maximiliano Kolbe levanta el “cáliz de la salvación”, en el que está recogido el sacrificio de toda su vida, sellada con la muerte de mártir “por un hermano”. Maximiliano se preparó a este sacrificio definitivo siguiendo a Cristo desde los primeros años de su vida en Polonia. De aquellos años data el sueño incomprensible de las dos coronas: una blanca y otra roja, entre las que nuestro Santo no elige, sino que acepta las dos. Desde los años de su juventud estaba invadido por un gran amor a Cristo y por el deseo del martirio. Este amor y este deseo lo acompañaron en el camino de su vocación fran-ciscana y sacerdotal, para la que se preparó en Polonia y en Roma. Este amor y este deseo lo siguieron a través de todos los lugares de su servicio sacerdotal y franciscano en Polonia y en su servicio misionero en Japón.

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Ideal mariano La inspiración de toda su vida fue la Inmaculada, a la que confiaba su amor por Cristo y su deseo del martirio. En el misterio de la Inmaculada Concepción se manifestaba a los ojos de su alma, aquel mundo maravilloso y sobrenatural de la gracia de Dios ofrecida al hombre. La fe y las obras de toda la vida del Padre Maximiliano indican que entendía su colaboración con la gracia como una milicia bajo el signo de la Inmaculada Concepción. La característica mariana es particularmente expresiva en la vida y la santidad del Padre Kolbe. Con esta señal quedó marcado todo su apostolado, tan-to en su patria como en las misiones. En Polonia y en Japón fueron centro de ese apostolado las especiales ciudades de la Inmaculada (“Niepokalanów”, polaco; “Mugenzai no Sono”, japonés). Frutos admirables ¿Qué sucedió en el búnker del hambre del campo de concentración de Oswie-cim, el 14 de Agosto de 1941? A esta pregunta responde la liturgia de hoy: “Dios probó” a Maximiliano María y “lo encontró digno de sí”. Lo probó “como oro en el crisol y le agradó como un holocausto”. “A los ojos de los hombres padecía un castigo”; sin embargo, “su esperanza estaba llena de inmortalidad”, ya que “las almas de los justos están en las ma-nos de Dios y no les tocará tormento alguno”. Y cuando, humanamente hablan-do, les llega el tormento de la muerte, cuando “a los ojos de los hombres parece que mueren…”, cuando “su partida de este mundo es considerada por nosotros como una desgracia…” “ellos están en paz”. Tienen su vida y su gloria “en las manos de Dios” (Sab 3…). Semejante vida es fruto de la muerte a la manera de la muerte de Cristo. La gloria es la participación en su resurrección. ¿Qué sucedió, pues, en el búnker del hambre, el día 14 de Agosto de 1941? Se cumplieron las palabras de Cristo a los Apóstoles, al “enviarlos a dar fruto y un fruto que permanezca” (Jn. 15,16). El fruto de la muerte heroica de Maximiliano Kolbe perdura de modo admi-rable en la Iglesia y en el mundo.

Testimonio transparente Los hombres miraban lo que sucedía en el campo de concentración de Oswie-cim y, aunque a sus ojos les parecía que “moría” un compañero de su tormento,

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aunque humanamente podían considerar su partida de este mundo como “una desgracia”, sin embargo, en su conciencia ésta no era simplemente “la muerte”. Maximiliano NO MURIO, DIO LA VIDA por el hermano. En esta muerte, terrible desde el punto de vista humano, estaba toda la defi-nitiva grandeza del acto y de la opción humana. Voluntariamente se ofreció a la muerte por amor. En esta su muerte humana había un testimonio transparente de Cristo: el tes-timonio dado en Cristo a la dignidad del hombre, a la santidad de su vida y a la fuerza salvadora de la muerte, en la que se manifiesta la fuerza del amor. Por esto, la muerte de Maximiliano Kolbe se convirtió en un signo de victoria. La victoria conseguida sobre todo el sistema de desprecio y odio hacia el hombre y hacia lo que de divino existe en el hombre; victoria semejante a la conseguida por nuestro Señor Jesucristo en el Calvario. “Seréis mis amigos si hacéis lo que yo os mando” (Jn 15,14). La Iglesia acepta este signo de victoria, conseguida mediante el poder de la redención de Cristo, con veneración y gratitud. Intenta leer su elocuencia con toda humildad y amor. Como sucede siempre que proclama la santidad de sus hijos e hijas, también en este caso intenta obrar con toda precisión y responsabilidad debidas, pene-trando en todos los aspectos de la vida y de la muerte del siervo de Dios. Sin embargo, la Iglesia, al mismo tiempo, ha de estar atenta, leyendo el signo de santidad dado por Dios en su Siervo aquí en la tierra, a no dejar pasar su ple-na elocuencia y su significado definitivo. Semejanza con Cristo Por eso, al juzgar la causa del Beato Maximiliano Kolbe –a partir de su bea-tificación- se tomaron en consideración las diferentes voces del pueblo de Dios y, sobre todo, de nuestros hermanos en el Episcopado tanto de Polonia como de Alemania, que pedían proclamar Santo a Maximiliano Kolbe como mártir. Ante la elocuencia de la vida y de la muerte del Beato Maximiliano, no puede dejar de reconocerse lo que parece constituye el contenido principal y esencial del signo dado por Dios a la Iglesia y al mundo con su muerte. ¿No constituye esta muerte, afrontada espontáneamente por amor al hombre, un cumplimiento especial de las palabras de Cristo? ¿No hace esta muerte a Maximiliano, de modo especial, semejante a Cristo, Mo-delo de todos los mártires, que ofreció su propia vida en la Cruz por los hermanos? ¿No tiene una muerte semejante una especial y penetrante elocuencia preci-samente para nuestra época?

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NO MURIÓ, DIO LA VIDA

San Maximiliano Kolbe ha sido proclamado por el Papa Juan Pablo II, el “SAN FRANCISCO DEL SIGLO XX”, porque es el santo del amor universal. Todo campo de concentración era el símbolo patente del odio y del desprecio, donde el hombre, cualquiera fuese su raza o su religión, era humillado, degrada-do, escarnecido. En medio de los horrores del campo de exterminio de Oswiecim, se levantó una llamarada de amor. Maximiliano Kolbe se ofreció a sustituir un compañero injustamente condenado a muerte. Aunque todos los prisioneros pensaran que había muerto un compañero en su tormento, Maximiliano Kolbe NO MURIÓ, sino que DIÓ LA VIDA por el hermano. Voluntariamente se ofreció a la muerte por amor. Maximiliano Kolbe es, en síntesis, el Caballero de la Inmaculada, el apóstol de los medios de comunicación social, el misionero audaz y el mártir de la caridad.

¿No constituye un testimonio de especial autenticidad de la Iglesia en el mun-do contemporáneo? Por todo esto, en virtud de mi autoridad apostólica, he decretado que Maxi-miliano María Kolbe, quien después de la beatificación era venerado como con-fesor, sea venerado en lo sucesivo también como mártir. “Preciosa es a los ojos del Señor la muerte de los justos”. ¡Amén!

Juan Pablo II en la celda del Padre Kolbe en el Campo de Concentración de Oswie-cim.

El Papa Juan Pablo II saluda a Francis-zek Gajowniczek él fue la persona que sal-vó Kolve y estaba en la canonización de Maximiliano .

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INDICE

Prólogo – Oración .........................................................................................

La jaula del terror .........................................................................................

Tramas y urdimbres.......................................................................................

Un farmacéutico providencial.......................................................................

En Roma eterna.............................................................................................

Madurez y planificación ................................................................................

Los grandes jalones.......................................................................................

La milicia de la Inmaculada..........................................................................

Mermelada en el crisol..................................................................................

El Caballero de la Inmaculada......................................................................

La maldición de San Francisco.....................................................................

Niepokalanow...............................................................................................

En el país de los cerezos en flor....................................................................

Mugenzai no sono........................................................................................

Faro de la Inmaculada..................................................................................

Período áureo...............................................................................................

El ojo del ciclón...........................................................................................

Hecatombe mundial.....................................................................................

Oswiecim, campo de muerte........................................................................

Tumba y altar................................................................................................

Mensaje de Paulo VI....................................................................................

Supremo testimonio de amor........................................................................

No murió, dio la vida....................................................................................

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FRAY CONTARDO MIGLIORANZA

El padre Miglioranza nació el 17 de junio de 1924 en Laghi di Cittadella (Italia). En 1936 ingresó a la Orden de Frailes Menores Conventuales, en Camposampiero. En 1941 ingresó en el noviciado en Padua y en 1949 fue ordenado sacerdote en la basílica de San Antonio de Padua. En 1950 llegó al Uruguay y en 1956 comenzó su tarea en Buenos Aires. Fue párroco y posteriormente vicario cooperador en Olavarría, luego se desempeñó como vicario episcopal misionero en Santiago del Estero. Desde 1981 estuvo instalado en Buenos Aires y fundó, con mucho esfuerzo, la edito-rial Misiones Franciscanas Conventuales. Durante su vida fue un firme defensor de la fe y escritor ilustre que redactó más de 120 vidas de santos y beatos. El 11 de octubre de 2005, la Pontificia Facultad Teoló-gica San Buenaventura de la Orden de los Frailes Menores Conventuales, en Roma, le otorgó el doctorado Honoris Causa. Como hagiógrafo y evangelizador, tuvo conciencia hasta el final de haber sido una respuesta a las inquietudes de tantos corazones ávidos de Dios y de costumbres dig-nas; de haber estado siempre poniendo en acto algún tramo de esa evangelización que le bullía como urgencia en el corazón y la mente.La opción por un lenguaje popular, simple, correcto, algo ingenuo aunque chispeante fue una estrategia comunicacional y catequética. Su formación humanística, su teo-logía sistemática y devota, su lectura actualizada fueron columnas en su estructura evangelizadora, orientada a la edificación de los laicos, especialmente a los jóvenes y a la gente simple.

FRAY CONTARDO MIGLIORANZAFranciscano Conventual

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KOLBE