martinez lozano, enrique el gozo de ser persona

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Tercera edición © NARCEA, S. A. DE EDICIONES, 2006 Avda. Dr. Federico Rubio y Galí, 9. 28039 Madrid, España www.narceaediciones.es Cubierta: Francisco Ramos y Mónica Ramos ISBN: 84-277-1406-8 Depósito legal: M. 395-2006 Impreso en España. Printed in Spain Impreso en Lavel, S. A. 28970 Humanes (Madrid) Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autori- zación de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos menciona- dos puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sgts. Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos. Índice Prólogo de Andrés Torres Queiruga 7 Introducción 13 1. La persona en pie 23 Relación con uno mismo, con los otros, con Dios. Crecer en lucidez. Crecer en solidez. El camino de la autonomía. La tarea de ser persona: la fidelidad a sí mismo. Conciencia, responsabilidad, culpabilidad. Vivirse desde dentro. Jesús, el hombre en pie. Para vivirnos en pie. 2. Con talante 65 El «talante» de la vida... De la vida... hasta su fondo último. Un talante lúcido. Actitudes constructivas. La fe da talante. El talante de Jesús. Para vivir el talante de Jesús. 3. Mirar con el corazón 87 La mirada. Ver y mirar. Mirada creyente de la realidad. Mirada contemplativa. Dificultad de mantener una mirada contemplativa. Cómo me miro. Para aprender a mirar. La mirada de Jesús. Dios mira con el corazón. Dejarnos mirar por Dios 4. Dejarse afectar 103 Ponerse en la piel del otro. Una persona sólida y amorosa. Trabajo sobre sí y sabiduría del evangelio. Acogerse a sí mismo, para poder acoger. ¿Qué es lo que podemos estimar

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Page 1: Martinez lozano, enrique   el gozo de ser persona

Tercera edición

© NARCEA, S. A. DE EDICIONES, 2006 Avda. Dr. Federico Rubio y Galí, 9. 28039 Madrid, España www.narceaediciones.es

Cubierta: Francisco Ramos y Mónica Ramos

ISBN: 84-277-1406-8 Depósito legal: M. 395-2006 Impreso en España. Printed in Spain Impreso en Lavel, S. A. 28970 Humanes (Madrid)

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sgts. Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Índice

Prólogo de Andrés Torres Queiruga 7

Introducción 13

1. La persona en pie 23 Relación con uno mismo, con los otros, con Dios. Crecer en lucidez. Crecer en solidez. El camino de la autonomía. La tarea de ser persona: la fidelidad a sí mismo. Conciencia, responsabilidad, culpabilidad. Vivirse desde dentro. Jesús, el hombre en pie. Para vivirnos en pie.

2. Con talante 65 El «talante» de la vida... De la vida... hasta su fondo último. Un talante lúcido. Actitudes constructivas. La fe da talante. El talante de Jesús. Para vivir el talante de Jesús.

3. Mirar con el corazón 87 La mirada. Ver y mirar. Mirada creyente de la realidad. Mirada contemplativa. Dificultad de mantener una mirada contemplativa. Cómo me miro. Para aprender a mirar. La mirada de Jesús. Dios mira con el corazón. Dejarnos mirar por Dios

4. Dejarse afectar 103 Ponerse en la piel del otro. Una persona sólida y amorosa. Trabajo sobre sí y sabiduría del evangelio. Acogerse a sí mismo, para poder acoger. ¿Qué es lo que podemos estimar

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en nosotros mismos?. El ser humano es un ser «habitado». Acoger a los otros. Sin amor no hay conocimiento de Dios. Jesús, el hombre que «se dejó afectar». Un Dios a quien afecta nuestra realidad.

5. La alegría de creer Creer, respuesta admirada y agradecida. Mirados por Dios. De una imagen ambigua de Dios al Dios Padre de Jesús. Este es el Dios que nos mira. Vivir humanamente es responder. La alegría de creer. Jesús, profeta de la alegría. La alegría de Dios. Cuando la religión se pervierte.

6. Hacer de la vida una bendición La dificultad de bendecir. Para salir de la trampa. Qué es bendecir. Para aprender a bendecir. Jesús, amor de bendición. Dios, el que bendice. Vivir bendiciendo es transparentar a Dios.

Conclusión

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Prólogo

El gozo de ser persona. No es mal título para un libro de teología. No lo es ya por lo de «persona», concepto, como se sabe, que afiló sus contornos en el seno de la reflexión teológica sobre los más altos misterios del cristianismo. Y no lo es —iba a decir, sobre todo— por el «gozo»: de aga-llíasis, como sonrisa gozosa o alegría sonriente, que extendía su brillo pascual sobre la superficie de la vida, hablaban las primeras comunidades cristianas.

Plenitud humana, transparencia de Dios. Ha sido, en la intención del autor, un título alternativo. Igualmente bueno, por equivalente en el fondo: la alegría de ser persona desde Dios y ante Dios, y, por lo mismo, con los hermanos y hermanas. Acoger con amor gozoso y agradecido la acción creadora: vivirse en cuanto «fundados transparentemente» en Dios, según hermosamente dijera Kierkegaard, contra la «enfermedad mortal» de la angustia, el sinsentido y la desesperación. He ahí una hermosa tarea para una teología que quiera hablar a la entraña de la vida y a la inquietud de la cultura.

Hacerlo, con estilo claro y entusiasmo abierto, «a propósito de la imagen de la Virgen del Molino», abriendo el libro con su retrato —ojos grandes, sonrisa insinuada, frente amplia y ceja levantada— y cerrándolo con una oración ante ella, tampoco está mal. Confiere al trabajo teológico un toque de ternura, que va iluminando como una vena caliente su discurrir, siempre un poco inevitablemente abstracto.

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Y todo, envuelto en una confesada —uno incluso diría que todavía exaltada por el descubrimiento vital y reciente— preocupación psicológica, como instrumento de asimilación humanizadora, como mediación teológica hacia una actualización de la herencia ancestral, siempre a la espera de ser apropiada en cada nuevo plexo del tiempo y en cada inédito recodo de la historia. El autor lo dice con palabras expresas: «Si no queremos perder un nuevo tren y, lo que es más grave, si queremos ser fieles al proyecto de Dios, hemos de perder los recelos —no la crítica— a todo lo que es psicológico, para, al contrario, subrayar la convergencia entre psicología y espiritualidad, y la necesidad urgente de colaboración entre ellas».

En efecto, a través del avatar personal y de la concreta escuela psicológica —PRH— en que se apoya, el autor señala un frente importante e imprescindible. Una vez descubierto, afrontado y hasta cierto punto asimilado por la teología actual el «nuevo continente» descubierto por Marx, queda todavía muy abierta la tarea de hacer lo mismo con el descubierto por Freud. Como toda exploración, encierra sus riesgos y conflictos: basta recordar a Jacques Pohier o a Eugen Drewermann. Pero reserva también fecundas sorpresas, que esperan exploradores que osen adentrarse por sus múltiples y diferentes senderos.

Este libro que, lectora o lector, tienes en tus manos no pretende empresa «científica», expedición organizada por un ministerio o un departamento. Parte más bien, a pie y con mochila, ligero de peso y fresco de espontaneidad. Si no fuese que el adjetivo no me gusta demasiado, hasta diría que lo hace con un aire postmoderno: atento al gesto, sensible al fragmento, cercano a las menudas preocupaciones de la vida. En sus palabras: «Esto es lo que yo he hecho ante la imagen de la Virgen del Molino, contemplando, largamente, su rostro. A lo largo de esa contemplación silenciosa, me iban surgiendo preguntas, que hacían de "guías" en mi búsqueda: ¿qué veo yo en ti?,

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¿qué tienes que decirme? Esto que os comparto es lo que yo veo en ese rostro».

Lo que no le impide, por cierto, la referencia culta, ni la cita oportuna, ni la cuidadosa estructuración —en claro progreso— del trabajo reflexivo: «He dividido el trabajo en seis capítulos, a partir de las seis sensaciones que me despertó la contemplación de la imagen». Pero ese proceso es ya mejor verlo, experimentarlo, en contacto directo con la exposición clara, directa y cordial que el autor nos regala en su libro.

Un libro que dedica su último capítulo a la «bendición» y que aspira a convertirse él mismo en bendición. Lo desea el autor, lo merece el libro y al prologuista sólo le queda esperar que así puedan vivirlo sus lectores y lectoras.

ANDRÉS TORRES QUEIRUGA

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Agradezco, tanto al autor, como a Román Alcalá, jefe del Servicio Social y Cultural de Ibercaja, la autorización para reproducir la fotografía de la Virgen del Molino.

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Lo que ofrezco aquí es el fruto de la contemplación y de la reflexión a partir de la imagen: los ecos primeros que su contemplación ha despertado en mí y la síntesis a l;i que la-llegado y que, lógicamente, desborda el punto de partida inicial. El presente trabajo puede considerarse como una reflexión creyente sobre el proceso de llegar a ser persona —remedando el título de la obra quizás más famosa de ( arl Rogers—, que contiene mucho de mi propia experiencia personal y de mi experiencia en la relación de ayuda psici > lógica y espiritual.

Sin embargo, quiero empezar por el principio, compar-tiendo lo que yo vi en aquel rostro. Lo primero que me detiene, luego de estar un tiempo en silencio ante ese rostro, son sus ojos. Percibo unos ojos «llorosos», pero no es tristeza lo que hay en ellos. Más bien sus ojos compasivos son «palomas a la vera del agua», como la amada del Cantar. Brillan en ellos lágrimas de ternura, de comprensión y amor compasivo, que atraen como un imán a su hierro. Son ojos que expresan amor, cercanía, sensibilidad, interés por la realidad. No son los ojos llorosos de quien está encerrado en sí o hundido en su dolor. Es la mirada de la persona cercana que se «pone en la piel» del otro, la mirada de la persona que se deja afectar. Es, por eso, una mirada blanda y atenta a la vez, propia de quien mira las personas, las cosas, la realidad..., dejando que la afecten (hasta el punto de que «a ti misma una espada te atravesará el corazón»). María es, en efecto, la mujer que está «junto a la cruz de Jesús» (Jn 19,25), donde estar «junto a la cruz» no es un dato meramente topográfico, ni siquiera sólo un signo de compasión con el crucificado, sino que significa estar disponible, como él, para la donación de la propia vida, por amor: hasta ahí llega el «dejarse afectar».

Detenido en su mirada, veo sus ojos grandes. «Hazte mirada», recomienda Rumi, el místico sufí del siglo xm, con su acostumbrada sencillez y rotundidad. María tiene

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los ojos grandes de la mujer contemplativa; ojos grandes y serenos, volcados hacia el misterio interior y exterior. Todo cabe bajo el amparo de esta fuente cálida. María es la mujer contemplativa, mujer abierta y atenta a Dios y a la realidad; o mejor, a Dios-en-la-realidad. Son ojos de una mujer mística y profeta: mística, es decir, capaz de ver a Dios en todo {«engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se estremece de gozo en Dios mi salvador»); y profeta, capaz de ver todo con los «ojos» de Dios (¿cuál es el Proyecto de Dios?, ¿cómo es Dios?: Dios es aquel que «mira con bondad mi pequenez, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los pobres colma de bienes y a los ricos despide vacíos»). María es la mujer de los ojos grandes, porque es la mujer que «pone sus ojos» en la realidad y en las personas. En la Biblia, «poner los ojos» es «poner el corazón». María pone su corazón en toda la realidad, en todos los hombres y mujeres, sus hijos e hijas; María, la contemplativa, es una mujer mística «de ojos abiertos», tocando tierra: así es la genuina fe cristiana, bien enraizada siempre en la realidad.

El rostro de esta mujer insinúa una sonrisa de alegría serena y confiada; es una sonrisa que ilumina el rostro entero y nos alcanza cuando la miramos. Se transparenta en ella un gozo profundo, nacido de las honduras de la persona; suena a música blanca esa sonrisa apenas dibujada y misteriosamente nos envuelve en su ternura y acogida. A mi modo de ver, expresa bien el talante de María, como mujer de alegría y de confianza. María ha recibido una invitación a la alegría: «Alégrate, María», que es también una invitación a la confianza: «No temas». La confianza de María brota de la fe: «Aquí está la esclava del Señor; que se haga en mí según tu palabra». Fe es «hacer pie» (confiar, enraizarse, estar anclado) en Dios, y «hacer pie» en Dios es ser feliz: «Dichosa tú que has creído». Creer («credere») es «cor-dare»: dar el corazón, entregarse, y encontrar ahí la felicidad profunda del

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ser humano: «Feliz el que escucha la Palabra de Dios y la vive». El mensaje que ha recibido, su propia experiencia de fe, es lo que hace exclamar a María: «Mi espíritu se estreme ce de gozo en Dios, mi salvador, porque ha mirado COfl bon dad mi pequenez». Ese es el motivo último de la confianza y de la alegría: que Dios nos mira, y nos mira con bondad.

La frente amplia, abierta, está llena de paz, pero tam bien de empuje; de vida interior, de libertad y entrega. Se transparenta en ella un pensamiento blando y apasionado, una energía que llena de seguridad todo el conjunto. Es la frente de una persona erguida, en pie, en toda su estatura de mujer. Así es como percibo yo a María del evangelio: una mujer llena de inteligencia, de lucidez reflexiva (en una cultura en la que la mujer no contaba y no podía en modo alguno «enfrentarse» al varón, se recoge en el texto de Lucas el cuestionamiento de María al «ángel»: «¿Cómo será eso?»), de libertad interior (incluso subversiva: «Dispersa del trono a los poderosos»), de entereza {«junto a la cruz de Jesús, de pie»), de capacidad de liderazgo («todos perseveraban en la oración, con María la madre de Jesús»); una mujer con personalidad, una mujer «en pie». Ciertamente, la María del evangelio nada tiene que ver con la imagen que a veces se ha dado de ella como mujer pasiva, silenciosa, asexual, una imagen que más que reflejar la personalidad de María de Nazaret, parecía ser un modelo estereotipado que se presentaba a los hombres como mujer ideal y a las mujeres para su imitación. (Como ningún modelo es «neutro», éste tampoco lo era: tenía una clara funcionalidad social en una cultura autoritaria, represiva y patriarcalista). Lo que nos ofrece el evangelio es bien diferente. En la Anunciación, María aparece tomando una decisión personal, en una cultura en la que la mujer únicamente debía asentir. En la Visitación, hallamos a una mujer de iniciativa y con «talante» («con prisa»), decidida y emprendedora. En el Magníficat, encontramos una mujer lúcida, compro-

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metida con la historia de su pueblo, crítica del orden establecido, en la línea de los profetas de Israel. En Cana, ella es la que impulsa a Jesús hacia su misión (adelantando incluso «su hora»). En la cruz, es una mujer entera, atravesada por el dolor, pero «de pie», profundamente humana, profundamente creyente. En el cenáculo, es la mujer «líder», congregando a los discípulos. En resumen, María se nos muestra como una mujer libre, reflexiva, espiritual, fuerte, presurosa, con talante y empuje, subversiva... la mujer que ama, la mujer santa, en comunión —unidad— con Dios y llena del Espíritu. Y —ésta es la revelación del evangelio—, en todo ello, nos está mostrando a Dios.

Entre la frente y la dulzura de los ojos, las cejas se abren como un signo de admiración y, al mismo tiempo, de disponibilidad y prontitud. Sí, María está dispuesta, pronta a emprender el camino; entera en su atención profunda y abierta hacia la acción. Cuando contemplo la imagen, veo en ese rostro a una mujer con talante: esa expresión muestra a una mujer atenta y emprendedora. Es la mujer que «se puso en camino y se fue de prisa a la montaña, a una ciudad de Judá»; es la mujer que percibe que «no tienen vino», y actúa sobre Jesús y sobre los discípulos: «Haced lo que Él os diga». Contra ciertas imágenes de María que han predominado en el imaginario cristiano, a partir del evangelio, a quien descubrimos es a una mujer «resuelta», decidida, segura de sí y, a la vez, «volcada» hacia los demás. Como la de la imagen, la suya debió ser una mirada atenta, incluso «escrutadora», para enterarse de lo que ocurría a su alrededor, no por curiosear, sino para «poner de su parte»; es una mirada a la realidad desde el movimiento interior a colaborar, a «responder» a ella (de ahí viene lo que llamamos «responsabilidad»: María es la mujer «res-ponsable», desde su autonomía y su servicio).

Del óvalo sereno de este rostro emana una dulzura sencilla y tranquila. Desde ahí nos bendice, sin ruido pero con

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eficacia, y todo parece florecer desde las raíces de nuestro interior. En este «libro» lleno de encanto aprendemos la sabiduría del bendecir. En efecto, el conjunto manifiesta una dulzura serena («María guardaba todas estas cosas en su corazón»): es una serenidad tierna y acogedora; y, a la vez, una serenidad con talante, con «chispa», decidida, emprendedora. Es un rostro que bendice: María es siempre una bendición para todo el que se acerca a ella. Probablemente, de ella aprendería Jesús aquel talante expresado en frases como «Bendecid a los que os maldicen» (Le 6,28); y que luego recogerá Pablo: «Bendecid a los que os persiguen; bendecid, sí, no maldigáis» (Rom 12,14). El de María es un rostro que ben-dice: «dice bien» de Dios («proclama mi alma la grandeza del Señor»), de los otros, de la realidad. María es la mujer que «sabe mirar» en profundidad, que se «deja admirar», se alegra en su corazón, agradece y se vive en disponibilidad: estos son los componentes de la bendición. De María aprendemos la sabiduría del bendecir siempre y a todos.

Así es como he visto a María, a partir del rostro de la Virgen del Molino: una mujer que se «deja afectar», de mirada contemplativa y estremecida de gozo en Dios, en pie y con talante, una mujer que bendice. Acogidas esas sensaciones y descifrado su contenido, había que poner un título a estas páginas. He barajado varios y si, al final, he optado por El gozo de ser persona, es porque siento que expresa bien, de un modo unificado y coincidente, la mayor aspiración del ser humano (¿qué mayor gozo puede sentir una persona que el gozo de ser ella misma?) y el «proyecto» de Dios para cada hombre y cada mujer (¿qué otra cosa puede querer Dios para cada persona sino que sea gozosamente ella misma?). Aspiración humana, proyecto de Dios: todo se unifica. Aspiración y proyecto que se ven poderosamente favorecidos por el trabajo psicológico sobre sí mismo, el cual nos permite pasar de la inconsciencia a la

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lucidez, de la dependencia a la autonomía, del miedo a la libertad, de la no-existencia a la vida, del vacío a la plenitud..., de la tristeza al gozo.

El subtítulo, Plenitud humana, transparencia de Dios, brotó espontáneo al contemplar a María: ella es la mujer plena y, por eso mismo, en su ser mujer, transparenta a Dios. Por otro lado, ese subtítulo aclara el contenido del gozo y refleja ajustadamente mi objetivo: expresar la unidad que la persona vive, cuando experimenta a Dios en lo profundo de sí y va dejándose vivir —dejándose hacer— desde Él. Se descubre entonces la admirable unidad humano-divina: todo lo auténticamente humano es ya divino y lo divino es entrañablemente humano. Ésta es la unidad que los cristianos reconocemos y celebramos en la encarnación de Jesús: «El Verbo se hizo carne». Dios es humanidad, carne, materia.

Transparencia de Dios y persona en plenitud son realidades idénticas, hasta el punto de ser intercambiables. Las dos tienen, en efecto, el mismo contenido. Ante una experiencia de «plenitud», se puede afirmar simultáneamente: «esto es plenamente humano» y «esto transparenta a Dios». Cuando los creyentes lo vivamos así, evitaremos una de las peores trampas que acechan —y que tanto han dañado históricamente— a la experiencia cristiana: la trampa del dualismo, donde lo «humano» —profano, natural, terreno— va por un lado y lo «divino» —sagrado, sobrenatural, celestial— por otro. El ateísmo —o indiferentismo religioso— no sería sino una consecuencia: si lo divino es algo añadido, se puede prescindir de ello.

Desde el ángulo expresamente cristiano, es necesario afirmar que lo que Dios quiere de su creación es que avance hacia la plenitud, «hasta que Dios sea todo en todos» (1 Cor 15,29). Dios no tiene otros fines para nosotros; es absolutamente peligroso y, si no se entiende bien, totalmente falso decir que Dios «nos crea para su gloria». Lo que Dios espera de una persona es que sea ella misma, la per-

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sona que Él ha creado, está creando. Para el creyente, pues, todo trabajo encaminado a que la persona pueda ser ella misma, saliendo de ataduras y bloqueos que la puedan tener ahogada, es un trabajo eminentemente «religioso», es un esfuerzo «espiritual», en el mejor sentido de la palabra. Es, sin exageración, cooperar con el Espíritu para hacer salir adelante la creación de Dios, ya que no puede haber transparencia de Dios, si no hay «calidad» humana.

Si no queremos perder un nuevo tren y, lo que es más importante, si queremos ser fieles al proyecto de Dios, hemos de aparcar los recelos —no la crítica— a todo lo que es psicológico, para, al contrario, subrayar la convergencia entre psicología y espiritualidad, así como la necesidad urgente de colaboración entre ellas. Conociéndose, comprendiéndose, liberando sus bloqueos, la persona podrá abrirse a la experiencia de Dios si se abre al propio misterio de su vida: la vida es nuestra realidad «primera» y es en ella —y a través de ella— donde nos abrimos y acogemos a Dios, que es, antes que nada, el Dios de la Vida. Soy testigo, en mí y en muchas personas a las que he acompañado, de que un trabajo psicológico serio y con ayuda competente consigue que la persona pueda liberar su vida, sentir el gozo de vivir y de ser ella misma, desplegándose en sus riquezas hacia los demás, y abrirse a la dimensión de Transcendencia que la habita. La psicología es, realmente, un gran regalo de Dios, con posibilidades aún inéditas.

Pero volvamos a la imagen. Acogidas y descifradas las sensaciones, noté cómo se hacía, en mí, un conjunto armonioso entre todas ellas. Lo que me decía esa imagen resultaba totalmente coherente. Desde esa misma coherencia, he dividido el trabajo en seis capítulos, a partir de aquellas seis sensaciones: María —todo ser humano que se esfuerza por ser él mismo— es una persona en pie (1), con talante (2), que mira con el corazón (3) y se deja afectar (4), desde la alegría de creer (5), para hacer de su vida una bendición

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(6). A partir de ahí, he tratado de ordenar lo que me parece importante tener en cuenta para vivir con ese «estilo», para ser una «persona en pie». Debido a este mismo criterio, el primer capítulo es mucho más amplio que los otros: lo «fundamental» —lo que tiene que ver con los fundamentos— está recogido en él. No podía ser de otro modo: una «persona en pie» es una persona con talante, capaz de mirar con el corazón y de dejarse afectar, capaz de experimentar la fe como gozo y de hacer de su vida una bendición. Os deseo de corazón —y mientras escribo estas líneas, bajo la mirada familiar de la imagen, se lo estoy diciendo a María— que podamos avanzar, con coraje y con alegría, por ese camino que nos lleva a ser nosotros mismos, los hombres y mujeres que Dios ha creado.

Para terminar, quiero reconocer mi deuda con la formación PRH2, por partida doble: por lo que me ha supuesto a nivel personal —la reconozco como uno de los mayores regalos de Dios en mi vida— y porque me ha equipado intelectualmente. La obra que acabo de citar ha sido mi «herramienta» de trabajo psicológico y está, por ello, en la base de estas reflexiones. Quiero dar las gracias también a las personas cuyos textos me han enriquecido y me han formado y que, aunque no los cite expresamente, aparecerán en las páginas que siguen.

2 La formación PRH (Personalidad y Relaciones Humanas) es una psicopedagogía del crecimiento que se sitúa como escuela dentro de la corriente humanista de la psicología. En un trabajo de investigación constante y con un alto grado de exigencia en la capacitación profesional de los formadores que la imparten, PRH ofrece cursos, acompañamiento personal (relación de ayuda) y acompañamiento de grupos, con el objetivo de favorecer el crecimiento personal (de las personas, las parejas y los grupos), desde una metodología activa. Por otro lado, PRH está constituido como un organismo de formación, a nivel internacional, cuya sede en España se encuentra en Madrid. Telef.: 91 473 95 05; www.prh-iberica.com. Recomiendo la lectura de la obra editada por PRH Internacional: La persona y su crecimiento. Fundamentos antropológicos y psicológicos de la formación PRH, Madrid, 1997.

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Consciente de que no están todos los que son, y pidiendo perdón a los que no voy a nombrar, quiero manifestar expresamente mi gratitud a mi familia, «luchadora» siempre y siempre cercana; a André Rocháis, Alfredo Calvo, Feli Alvarez, Florín Callerand, mediadores eficaces del Dios de la vida; a Carmen Romero, que ha leído y releído el manuscrito, corrigiendo el estilo, abriendo pistas, enriqueciendo el texto, y lo ha hecho con amor, paciencia y mucha fe en mí; a Luis Bravo y Henar Puertas {«quien tiene un amigo, tiene un tesoro»), mediadores también del cuidado y del cariño de Dios hacia mi vida; a Víctor Moría, caro fratello, hombre sabio y bueno, con corazón de niño, que me empezó a abrir, sin él saberlo, a la sabiduría del Evangelio; a Teodoro Degracia y Manolo Oliver, «buena gente» donde la haya y apoyos fieles en momentos difíciles; a tantos grupos y tantas personas con quienes he podido trabajar, a distintos niveles, este material, porque han sido para mí verdaderos «maestros»; a tantos y tantas..., que pueden añadir sus nombres, con razón, a esta lista. Gracias, no menores porque las nombre en último lugar, a las personas de Santa Eulalia, por todo lo que he recibido de ellas..., y por su devoción a la Virgen.

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1. La persona en pie

Alguien ha dicho que, para poder lograr un equilibrio psicológico bien fundamentado, la persona necesita vivir armoniosamente una triple relación: consigo misma, con los otros y con Dios.

Relación con uno mismo

La relación sana de la persona consigo misma está hecha básicamente de aceptación y valoración de sí. Sin embargo, esto no es fácil. No es tan frecuente encontrar personas que viven una aceptación —real e íntegra— de sí mismas. La aceptación de sí consiste en acoger positivamente la propia persona, en todas sus dimensiones: en su realidad física, psíquica, espiritual; en su historia y en su realidad presente. Obviamente, aceptación no significa resignación pasiva. Más bien al contrario, es justamente la aceptación de la realidad la que nos pone en movimiento para poder cambiarla, en lo que tiene de modificable.

Aceptar es «rendirse» a la verdad, acogerla positiva y cariñosamente: «esto es así». Ya se ve que la aceptación está totalmente unida a la humildad (psicológica).Añado lo de «psicológica» para indicar que la humildad no tiene nada de negación de la propia dignidad ni nada de sometimiento, a no ser que se nos hayan vendido falsificaciones de la humildad. La humildad, en expresión lograda de santa Teresa de Jesús, es «caminar en verdad».

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Así entendida y vivida, la humildad es la mayor fuente de descanso y de libertad interior. En la humildad podemos descansar plenamente, porque nos coloca en la verdad; en la humildad, por otro lado, nos experimentamos libres, con una libertad inaudita: no tenemos nada que esconder; aceptándonos en nuestra verdad, nos reconocemos el derecho a ser como somos y a mostrarnos así. A los clásicos les gustaba repetir que la humildad era la base de todas las demás virtudes. Desde la aportación de la psicología, esa afirmación cobra incluso más hondura y se revela totalmente sabia; la podemos entender mejor. La humildad es el cimiento de todo el crecimiento personal, porque sólo la verdad —y humildad es aceptación de la verdad— nos permite crecer.

La dificultad para la propia aceptación remite a una historia, en cuya raíz suele haber una vivencia personal de no haberse sentido aceptado. La aceptación de sí brota espontánea en aquella persona que ha tenido la vivencia auténtica de ser aceptada, acogida, en el comienzo de su vida; esa experiencia primigenia la ha hecho sentirse a sí misma como persona digna y valiosa. Por el contrario, si esa experiencia no se dio, el niño internaliza la imagen de «no aceptable».

Puesto que el niño tiende a culpabilizarse por todo lo que no funciona bien a su alrededor y por todo lo que le hace sufrir, en caso de no sentirse aceptado, llegará a creer que la culpa está en él (que hay «algo» en él que provoca rechazo). Más tarde, traducirá ese «algo» en algún aspecto determinado de su persona, pero la raíz era anterior. Cuando la no aceptación de sí está arraigada, la persona necesitará ayuda para modificar esa actitud. La ayuda le permitirá «tomar distancia» y, así, ser más lúcida de lo que le ocurre y le ha ocurrido, pero sobre todo le hará vivir la experiencia de sentirse aceptada con toda y en toda su verdad. A partir de ahí, la ayuda puede posibilitar incluso un proceso de curación de las heridas provocadas por aquella primera no aceptación.

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La no aceptación de sí lleva a consecuencias nefastas y a sufrimientos agudos, como pueden testimoniar las personas que la sufren. En efecto, no aceptarse equivale a tener que vivir permanentemente con una persona a la que se rechaza, a estar en guerra consigo mismo. Es imposible que la persona que no se acepta, que no está a gusto consigo misma, pueda ser feliz y relacionarse fluidamente con los demás. En esta primera relación se ventila el resto de las relaciones, así como la posibilidad de que la persona pueda desarrollar sus capacidades al servicio de los demás.

Relación con los otros

La relación positiva con los otros está hecha de respeto, valoración y amor. El respeto y el amor nacen de percibir la vida del otro como una realidad única y valiosa. Cuando me detengo a contemplar esa vida, dentro de mí, como algo único; cuando no quedo atrapado por las reacciones que no me gustan de esa persona o por mis propios malestares; cuando soy capaz de distinguir «lo que yo siento hacia esa persona» de «lo que esa persona es», puedo empezar a percibir la vida de cada persona como portadora de un valor incondicionado y puedo llegar a experimentar también un sentimiento hondo de comunión con ella.

Vivir en el amor requiere un aprendizaje, tal como escribiera bellamente E. Fromm, porque experimentamos dificultades. En realidad, todas las dificultades pueden concentrarse en el hecho de que arrastramos necesidades carenciales, que nos tiranizan porque exigen ser satisfechas y nos hacen vivir buscando compulsivamente (a veces, incluso, bajo apariencias altruistas) ser amados. Es cierto que no son únicamente ese tipo de necesidades las que llevan a la persona a situarse en su nivel sensible. Puede haber también un modo de funcionar, aprendido del ambiente o man-

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tenido por las «ventajas» sensibles que reporta, que mantiene a la persona habitualmente en ese nivel.

En todo caso, el hecho de estar situado en el nivel sensible impide vivir la capacidad de amar, en cuanto que la sensibilidad va a estar a merced de los «impulsos» que reciba. La capacidad de amar hay que buscarla en el nivel profundo de la persona, por lo que, para poder vivir el amor, es necesario que la persona esté situada a ese nivel y que aquella capacidad haya empezado a emerger. Es el niño quien habitualmente vive situado a nivel sensible, por lo que su amor es necesariamente narcisista. Y así es también el amor de la persona adulta pero psicológicamente infantil.

Cuando hablamos de amor, es bueno delimitar a qué nos referimos. El ser humano es un conjunto de capacidades y necesidades. A nivel afectivo, es capacidad de amar y necesidad de ser amado. Ambas dimensiones están relacionadas, hasta el punto de que sólo una respuesta ajustada a su necesidad hará posible la emergencia de su capacidad. El ser humano, en su fragilidad primera, necesita sentirse amado por sí mismo para poder vivir. Cuando eso no se da, se instalará en él una «herida narcisista» y pondrá en marcha toda una serie de mecanismos de defensa para poder sobrevivir, que terminarán por retorcer su propia vida, enredada en diversos y complejos disfuncionamientos.

En síntesis, amar significa desear, querer y buscar el bien de la persona, alegrándose por su existencia y dando gracias por ella. Esa admiración primera genera un movimiento de valoración y de servicio. Con ello, quedan expresados, de algún modo, los rasgos del amor gratuito: dejar vivir la admiración por el otro, dejar que crezcan simpatía y afecto, sentir el gusto profundo de que el otro llegue a ser él mismo en gratuidad (sin buscar un «retorno»), expresión ajustada de ese amor, respeto de su libertad.

Amar así requiere hacer un camino personal de «limpieza» y de «puesta en orden», en el que la persona haga posible la emergencia de su capacidad de amar y la cura-

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ción de las heridas que la tiranizan y la hacen vivir en un egocentrismo, lleno de miedos —conscientes o reprimidos, pero reales—, y que la llevan a la huida o a la agresividad. Para avanzar en la vivencia del amor, es necesario querer. sin voluntad inicial y sin el esfuerzo que implica, no se puede dar un paso. Pero la voluntad no es suficiente; a lo más que llegaría sería al voluntarismo del amor-deber. Es necesario que la persona se conozca en quien es de fondo, que alimente conscientemente ese rasgo profundo —su capacidad de amar— y que trabaje en la curación de la herida que lo bloquea.

El trabajo personal sobre uno mismo sigue, pues, una doble dirección: cuidar la capacidad positiva y curar la herida afectiva. Esta tarea paciente, con constancia y alegría, unifica a la persona, aumenta su seguridad; y sobre todo la hace crecer en libertad interior y en capacidad de amar, es decir, en autonomía: irá descubriendo que, al amar, está siendo ella misma, porque su realidad más profunda es amor; en vivirlo está su plenitud y su felicidad.

Relación con Dios

Como escribió Martin Buber, Dios es la palabra más gastada y pisoteada. Es una palabra —y un concepto— tan fácilmente manipulable, que, en su nombre, se han cometido las mayores barbaridades. Siempre nos acecha la tentación de reducirlo a nuestra imagen, para poder domesticarlo y, de ese modo, tranquilizarnos y justificarnos. Domesticamos a Dios cuando lo usamos para defender nuestros propios intereses —tentación típica de la institución y de la autoridad religiosa— o para sentirnos bien y escapar del vacío —tentación característica de nuestra cultura del bienestar—. En ambos casos, no nos dejamos interpelar por Él; lo estamos usando. Y ahí se produce el «escándalo religioso»: ¿Cómo puede ser que personas que nombran permanentemente a

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«Dios» vivan de un modo tan poco «humano» y tan lejos de lo que sería la madurez psicológica? El teólogo católico José M.a Castillo hacía una denuncia fuerte:

«En las llamadas religiones abrahámicas, la experiencia enseña que han deshumanizado a la gente, y la siguen deshumanizando...; la religión endurece el corazón...; en ella se encuentra muy ausente la sensibilidad, la ternura, el respeto, la bondad».

Esto nos habla de la urgencia de clarificar conceptos, para —también aquí— avanzar en lucidez. ¿Qué me parece importante tener en cuenta a la hora de hablar de la «relación con Dios»?

Hay, a mi entender, una cuestión decisiva, una urgencia inaplazable: pasar de las imágenes a la experiencia de Dios. ¡Con cuánta razón y sabiduría, la Biblia prohibía hacer imágenes de la divinidad! La de hacerse un dios a su propia imagen, es una tentación permanente del espíritu religioso. Y, sin embargo, toda imagen es una «objetivación» y, por tanto, un ídolo. Dios no puede ser imaginado; de Él sólo podemos hablar en parábolas, como hacía Jesús, o a través de metáforas. Al objetivarlo, al hablar de Él como de un «ser», caemos en la idolatría. ¡Y cuántos ídolos no hay en la enseñanza religiosa, en la predicación, la cate-quesis y la misma religiosidad familiar y popular!

ídolo es ese Ser «supremo», en el que se proyectan ideas surgidas de aspiraciones, deseos, miedos, resentimientos o carencias. ídolo es ese Ser «separado», habitante de un «cielo» lejano. Así se ha entendido y así ha funcionado en el imaginario cristiano la doctrina de la creación, con la imagen que ha quedado plasmada en el fresco de Miguel Ángel que puede admirarse en la Capilla Sixtina: el dedo de Dios crea, fuera de sí, al hombre. Según esta imagen, más que Creador, Dios es alguien que «fabrica» la creación, dejándola «fuera» de Él. En esa imagen está el germen de todo el dualismo religioso, de consecuencias tan nefastas.

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A partir de la supuesta existencia de «dos mundos», el cielo y la tierra, surgirán contraposiciones a todos los niveles: sagrado/profano, espiritual/material, sobrenatural/natural, religioso/laico, fe/vida... Como consecuencia, la fe emigra de la vida, se vive en espacios y en tiempos separados, y la persona aparecerá como un ser habitante de dos mundos, dividida, desgarrada incluso.

ídolo es ese dios «lejano», cuya lejanía hizo que el universo religioso se poblara de toda una constelación de ángeles, santos y, sobre todo, la Virgen, como seres mediadores e intermediarios, que lo hicieran accesible, ídolo es ese ser «soberano», Majestad Infinita, ante quien el ser humano no puede adoptar otra actitud que la del esclavo, en una proyección de las relaciones humanas que se dan entre el dominante y el dominado. Como consecuencia, la voluntad de Dios aparecía como totalmente arbitraria, cuando no caprichosa (baste pensar en el comienzo del libro de Job) y la virtud consistía en el sometimiento servil. Cuando el creyente decía «lo que Dios quiera», parecía expresar su disposición ante una voluntad que podía salir por donde se le antojara. Dios era visto como alguien que intervenía en la historia y en el mundo, al mismo nivel que el resto de las causas, pudien-do hacer una cosa o la contraria, premiar o castigar, hacer bien o permitir el mal.

ídolo es ese «supremo juez» del universo, que había de juzgar precisamente sobre el acatamiento o no a su voluntad. Si el resultado del juicio era negativo, el juez se convertía en castigador, con penas incluso que horrorizarían al más sádico de los verdugos. Esa misma imagen presentaba a Dios como un ser «religioso», en cuanto se suponía que su agrado máximo consistía en la «religiosidad» de las personas, que se consideraban por tanto sus elegidas..., en trance de fanatismo. ídolo, por fin, es ese dios masculino que, en una cultura extremadamente patriarcal —«kiriarca-lista» la denominan algunas teólogas—, era visto bajo la

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imagen del varón, hasta el punto de que la misma metáfora de «Padre» era leída estrictamente en clave de género.

Esta breve reseña de algunas de las imágenes falseadas de la divinidad que, a mi parecer, más daño han hecho, tiene un tanto de caricatura, pero —sin juzgar ninguna intención— creo que subraya la realidad vivida. ¿Qué decir a propósito de esas imágenes? Es crucial volver al evangelio, acercarnos a la experiencia que Jesús nos transmite; vivir, y ayudar a vivir, la experiencia de Dios.

Dios no ser un Ser entre otros seres, al que se pudiera percibir «fuera» de la realidad. Dios —usando una metáfora, y no imágenes— es la Fuente del ser, la Raíz de la vida, la Luz que nos hace ver, la Vida que nos hace vivir. Si Dios es el que «hace ser» a toda la realidad, eso significa que Dios es la «dimensión de profundidad» de la existencia. Accedemos a Dios acercándonos al misterio de nuestra propia vida. Ahí descubrimos que Dios no es alguien separado. Más aún, en cierto sentido, Dios nos incluye, como el mar incluye las olas. Filosóficamente, esto se expresa en la afirmación de que si lo infinito fuera lo contrario de lo finito, ya no sería infinito. La sabiduría oriental lo expresa gráficamente: «El océano y las olas, ¿son dos realidades o una sola realidad?; no es una cosa, no son dos cosas». O como dice la teología católica, hablando de la unión de la «naturaleza humana» y la «naturaleza divina» en Jesús: «Sin confusión, pero sin separación». Así podemos decir de nuestra unión con Dios: es una relación sin confusión, pero sin separación. Con esto no se está afirmando el panteísmo, sino, en todo caso, el pan-en-teísmo, totalmente coherente con la experiencia bíblica y con la mejor tradición cristiana. Ya Hilario de Poitiers decía que «todo está en el "interior" de la divinidad».

Creer en Dios, por tanto, no es algo separado del «vivir», sino más bien en el «vivir» es donde nos abrimos y acogemos a quien nos «hace vivir», Dios de vida. Por eso, nunca insistiremos lo suficiente en subrayar la unidad

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humano-divina, pues siempre nos veremos «tentados» a colocar lo divino «al lado de» la vida. Sin embargo, al abrirnos a la experiencia de Dios y en la relación personal con Él, van cayendo progresivamente todas las imágenes. Nos acercamos a Él como a la. fuente de la vida, el que nos está creando en cada instante por amor, del que nos estamos recibiendo en permanencia. Es el Amor que no busca sino nuestra vida, la vida de toda su creación, la vida en plenitud, de la que hablaba Jesús. Más allá de la diferencia de género, es Aquel/Aquella que nos llama desde dentro y desde dentro se nos revela; el que quiere entrar en relación con nosotros y nos llama a la aventura y al riesgo de ser nosotros mismos, los hombres y las mujeres que Él/Ella ha creado, está creando.

Lo que vengo diciendo nace de una lectura evangélica de la realidad. En efecto, según el evangelio, la experiencia de lo sagrado se coloca en un «lugar»: en el hombre en necesidad, el pobre y la víctima. Si entramos en la dinámica del evangelio, podremos evitar el peligro que reconocía, amargamente, aquella persona religiosa: «Siempre he hecho lo que la religión pide y descubro que no sé amar». Por eso tenemos que volver a ese mensaje de Jesús, para vencer la permanente tentación religiosa de sustituir al Dios encarnado por el culto, y hacer de éste el criterio del encuentro con Dios. La atención al evangelio —y mantener nuestro espíritu crítico— es también el mejor antídoto frente a la religión, que es peligrosa, tal como se ha puesto de manifiesto a lo largo de la historia y en las distintas religiones, porque es fácilmente manipulable.

Según Jesús, y en esto estriba su originalidad, a Dios lo encontramos en la vida, y es en nuestra actitud ante la vida donde se ventila nuestra relación con Dios. Así lo subrayan tajantemente las parábolas (del buen samaritano, del juicio final...), hasta un extremo que cuesta creer que eso se ha podido «olvidar» en la vivencia cristiana. En el mismo sentido, Jesús no es el fundador de una nueva religión,

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compitiendo entre otras, sino el revelador de Dios, de un Dios cuya gloria es «la vida del hombre» (san Ireneo). Más aún, Jesús no es precisamente un hombre «religioso», sino un hombre «humano». Llevándolo al extremo, podríamos afirmar que los cristianos, al reconocer a Jesús como el Hijo de Dios, estamos expresando que Dios es «plenamente humano».

Los creyentes en Jesús somos llamados a vivir una experiencia personal de Dios. No podemos creer «de memoria», basándonos exclusivamente en la autoridad de otros, ni siquiera en la autoridad de la Sagrada Escritura. Somos llamados a poder decir como aquellos samaritanos: «Ya no creemos por lo que tú nos has dicho, sino que nosotros mismos hemos experimentado» (Jn 4, 42). Frente a la «indiferencia» (y, en el sentido literal de la palabra, «in-transcen-dencia») de aquellos para quienes «Dios» se ha convertido en una «palabra fósil», es urgente hoy la presencia de testigos, hombres y mujeres que hayan hecho la experiencia de Dios en sus vidas. Todo agente de pastoral tendría que estar convencido de que

«lo prioritario en estos momentos no es transmitir doctrina, predicar moral o sostener una práctica religiosa, sino hacer posible la experiencia originaria de los primeros discípulos que acogieron al Hijo del Dios vivo encarnado en Jesucristo» (J. A. Pagóla).

Y, sin embargo, con frecuencia hemos cambiado la «experiencia de Dios» por una «doctrina» aprendida. Los cristianos hemos fracasado muchas veces en la tarea de hablar de la experiencia de Dios. También hoy, cuando hablan algunas personas de Iglesia, no suelen transmitir, generalmente, una experiencia de Dios, sino una «doctrina enlatada» y plagada de citas de los Papas o de los santos Padres. De ese modo, ¿cómo podremos «llegar» a los hombres y mujeres de nuestro tiempo? Desde luego, Jesús no hablaba de Dios como de un concepto. Sin experiencia de Dios,

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todo discurso sobre Él, suena necesariamente a vacío. Eso es lo que expresaba un periodista hace unos años:

«Hace poco tiempo, una monja carmelita descalza se asomó a la pequeña pantalla y habló de Dios. Para mí, aquello fue algo increíble, hablaba de Dios como si estuviera enamorada de él. He visto a muchos sacerdotes, algunos de gran rango eclesiástico, aparecer en televisión. Hablan de la LOAPA, de la LODE, del aborto, de la familia cristiana, de la diócesis, del Tercer Mundo..., pero no hablan de Dios. Es incomprensible, pero casi no hablan de Dios».

A mi modo de ver, esto es debido a la ausencia de una experiencia personal de Dios. Hemos oído muchas veces que «la experiencia de Dios es transformante». Pero, ¿cuántas personas tienen una experiencia de Dios, personal, enamorada, gozosa, vital? En el mundo religioso, abundan los conceptos, ideas, incluso «convicciones» sobre Dios; se tiene también rigidez en las normas y hasta gran exigencia personal; pero no se tiene experiencia de Dios o, peor aún, se desconfía de esa misma experiencia.

Es comprensible el hecho de que, cuando se ha nacido y crecido en un ambiente religioso, en el que «aprendíamos» lo que había que creer, se haya privilegiado el aspecto doctrinal-conceptual de la fe y se haya relegado, sin mala voluntad incluso, todo lo relativo a la experiencia personal, hasta el punto de que el mismo término «experiencia» llegara a resultar sospechoso. En el extremo, se ha podido incluso identificar la fe con las formulaciones en las que se ha recibido, formulaciones que se consideran «intocables» y son asumidas como «convicciones». Sin embargo, es claro que una convicción sólo puede nacer de la experiencia, que a su vez está hecha de sensaciones profundas. De otro modo, habría que hablar, no de convicciones (certezas y evidencias experimentadas), sino más bien de «imposiciones dogmatizadas», puramente cerebrales, que ni transforman ni contagian; llenan la cabeza, pero no transmiten vida. La religión se fosiliza y sólo cumple un papel de control social o

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de mantenimiento de un estatus para la autoridad religiosa. Así ocurría con la religión que Jesús conoció en su tiempo, y ya sabemos cómo reaccionó ante ella y cómo terminó.

La actitud de defender, a cualquier precio, las formulaciones, desconfiando de la experiencia, resulta reveladora del miedo y de la confusión que vive la autoridad religiosa en este campo. Confusión, por lo que se refiere a desconocimiento del modo como funciona el ser humano, de su estructura psicológica y de la relación entre psicología y espiritualidad; miedo a la adultez psicológica y espiritual que se traduce en afán de controlar, desde la actitud de un pretendido monopolio sobre la fe, que queda convertida así en «doctrina» esclerotizada.

Una postura de ese tipo desconoce lo mejor de la tradición cristiana en este campo, tal como se expresa, particularmente, en la vía mística y monástica, para la cual, en palabras de san Bernardo de Claraval, «la razón sólo comprende lo que antes se ha experimentado» o, según la expresión de Ruperto de Deutz (+ 1135), sólo vale el saber derivado de una íntima experiencia personal'. Con todo, lo que me parece más preocupante son las consecuencias que aquella actitud acarrea para la pastoral, a la hora de anunciar la Buena Noticia y de abrir caminos de una espiritualidad auténtica. ¿Se enseña y se ayuda a vivir una experiencia de Dios en los seminarios, los grupos cristianos, las parroquias..., o tendrán que seguir emigrando los cristianos a otros ámbitos en busca de respuesta a su anhelo del Dios vivo?

Estoy convencido de que, a través de la nueva sensibilidad cultural, el Espíritu nos está llevando a profundizar en la experiencia de Dios, en la línea de Jesús, dejando que sea esa experiencia la que purifique constantemente nuestras construcciones religiosas. En esa relación dialéctica, en fidelidad al men-

1 Las citas las tomo de K BERGER, ¿ Qué es la espiritualidad bíblica? Fuentes de la mística cristiana, Santander, Sal Terrae, 2001, p 11-12 Puede verse también J MARTIN VELASCO, Testigos de la experiencia de la fe, Madrid, Narcea, 2001

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saje de Jesús y aprendiendo también de lo que a él le ocurrió, tengo una doble certeza: cuando no hay experiencia de Dios, la religión se pervierte; cuando hay experiencia de Dios, la religión se asusta. Ambas afirmaciones se verificaron en la vida de Jesús: él, como otros muchos a lo largo de la historia, sufrió las consecuencias de una religión pervertida y asustada.

Cuando no hay experiencia de Dios, la religión se pervierte. El ser humano, aun habitado por aspiraciones profundas que van en la línea de su crecimiento personal y de la búsqueda del bien de las personas, conoce la tendencia a vivirse a nivel superficial, fundamentalmente desde sus necesidades, viviendo y valorando todo en función de las mismas. Esto vale también para la religión. Sin una genui-na experiencia de Dios, la religión puede vivirse fácilmente desde la necesidad, con lo que, en ese mismo momento, queda instrumentalizada y empieza a existir de un modo «autónomo», al margen de la experiencia que hay en su raíz. Para entonces, su funcionamiento es similar al de cualquier otra institución, siguiendo las mismas «leyes» y reaccionando en función de su propia autoconservación y expansión: inconscientemente y, a veces, de un modo no calculado por ella misma, como si de un efecto secundario se tratara, la institución religiosa se convierte en el centro, haciendo que todo gire, en la práctica, en torno a ella2. De

2 Desde hace unos años, vengo constatando que, en las reuniones de personas religiosas y especialmente entre las que tienen responsabilidades, se habla más de la Iglesia que de Jesús Incluso cuando se habla de Jesús, parece que se prefiere hablar de él como de «nuestro Señor Jesucristo» A mi modo de ver, todo eso no es casual ni tampoco «inocente» Lo que eso revela es una preocupación prioritaria por la institución y una referencia a un Cristo más «abstracto» que el Jesús histórico, con su talante y su urgencia profética De hecho, al hacer así, el propio mensaje pierde su fuerza cuesüonadora para la institución, afectando el cambio al mismo lenguaje 6en qué se parece el lenguaje vivo y expenencial de Jesús al lenguaje académico, cuando no fosilizado, de los documentos eclesiásticos''

La preocupación prioritaria por la institución condiciona la lectura del evangelio (¿cómo se puede leer, desde una institución que tiende a situarse en primer plano —aun-

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hecho, a mayor institucionalización —con la búsqueda de poder y la alianza con el poder que ese proceso suele conllevar—, mayor distancia de la doctrina con respecto al mensaje-intuición fundacional.

Cuando hay experiencia de Dios, la religión se asusta. La función de la religión, en cuanto sistema de creencias, normas y roles institucionalizados, consiste en dar sentido, ofrecer seguridad y canalizar la búsqueda (religiosa) del ser humano. Debido precisamente a esa función, la religión es siempre conservadora, rechaza lo nuevo y se opone, en general, a todo cambio. Cuando la religión se siente «fuerte», rechaza particularmente la experiencia personal, ya que ésta —por ser tal— puede poner en juego y cuestionar el mismo sistema en su raíz y desde dentro, con argumentos «internos». De hecho, los hombres y mujeres que han vivido una experiencia fuerte de Dios han suscitado recelos en la institución religiosa, ante la que, con frecuencia, han sido muy críticos: basta repasar las dolorosas historias de los místicos dentro de sus propias confesiones religiosas. La institución se ha sentido amenazada y ha reaccionado desde su propio miedo. La relación de Jesús con la religión de su tiempo es un caso paradigmático.

que verbalmente proclame lo contrario—, el mensaje de alguien que fue un crítico de toda institución religiosa9), en este sentido, puede hablarse de un Jesús «domesticado» por la Iglesia Se produce también un corrimiento sutil en el modo de plantear y llevar a la practica la misión Al situarse en el centro (inconscientemente), la misión automáticamente aparece como el fortalecimiento de la propia Iglesia, «olvidándose» —aunque se afirme lo contrario— de la umca misión para la que existe, la misión de Jesús Anunciar la Buena Noticia a los pobres La misión de la Iglesia no puede ser sino la misión de Jesús, que dijo de si mismo «he venido para que tengáis vida, y vida en abundancia» La misión de la Iglesia consiste en el cuidado y el servicio a la vida de las personas Cuando esto no se vive con claridad, ocurre que la Iglesia aparece volcada hacia dentro (metida en sus propios asuntos), más que hacia fuera (el servicio eficaz a la vida de las personas más necesitadas), y su discurso aparece más orientado a mantener (no alterar) el «depósito de la fe» que a comunicar una experiencia viva

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Cuando se asusta, la religión reacciona condenando, si goza de poder y tiene medios para ello, o replegándose, si la condena no es eficaz o plausible. En ambos casos, lo que se produce, en realidad, lo que se buscaba, de modo inconsciente, es un reforzamiento de las propias opciones y planteamientos de la institución, es decir, su autoconservación.

Lo que vengo diciendo no es una condena, sin más, de la institución religiosa: el proceso de institucionalización es inevitable en cualquier realidad humana que quiera perdurar. La crítica, desde la fidelidad a la persona y al mensaje de Jesús, se refiere al olvido (o marginación) de la experiencia personal de Dios en la práctica de la iglesia. Sólo esa experiencia nos permitirá entrar en sintonía con Jesús, vivirnos desde lo mejor de nosotros mismos y ser testigos, ofrecer lo que nuestros contemporáneos están necesitando.

¿Cómo poder abrirnos a la experiencia de Dios? He aquí la cuestión urgente en la teología, la espiritualidad y la pastoral. Esta es nuestra prioridad y lo que hombres y mujeres están anhelando: personas que puedan acompañarlas en su propio proceso de encuentro con Dios, haciendo una experiencia personal de Él. Christian Duquoc ha escrito algo que debería hacernos pensar a los agentes de pastoral y replantearnos nuestras prioridades: «Al no sentir a Dios más en lo hondo de nosotros que nosotros mismos, ha perdido su interés para el mundo de hoy».

El trabajo, sin embargo, no es simple. De entrada, se requiere que la persona pueda hacer experiencia... de sí misma. ¿Cómo voy a pretender experimentar a Dios en mí, si no puedo experimentarme a mí mismo? También desde este ángulo, se hace necesario constatar cómo la espiritualidad necesita la aportación de la psicología. Desde ese «primer» encuentro consigo mismo en profundidad, la persona puede disponerse a la experiencia de Dios, abriéndose a la experiencia de la vida con los cinco sentidos. Cuando nos dejamos alcanzar por la vida que nos rodea —en la natura-

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leza, en los otros—, podemos ir experimentando la vida en lo profundo de nosotros mismos, como la realidad que nos sostiene, la realidad que somos. Al sentir la vida en nosotros, estamos ya abiertos a la fuente de la vida, a la Vida que nos transciende. (Sólo cuando sintamos a Dios como vida, de un modo experiencial, no se nos ocurrirá «matar» a nadie).

Para situarnos en nuestra verdad y no engañarnos sobre lo que vivimos en este campo, podemos partir de unas preguntas simples: Si dejo de lado por un momento todo lo que he escuchado, leído, aprendido, en una palabra, recibido, ¿qué puedo decir por mí mismo sobre Dios? Otra pregunta igualmente sugerente: cuando oigo la palabra «Dios», cuando yo mismo la pronuncio, ¿qué sensaciones (corporales) y sentimientos se despiertan en mí? Eso nos dirá, sin engaño, cuál es nuestra verdad en la experiencia de Dios. Más todavía, sin responder personalmente a esas preguntas, no entiendo cómo se puede hablar del Dios vivo..., aunque se sepa mucha teología.

Se abre en este momento una ventana hacia un paisaje interior desconocido: el camino hacia la sensación. ¡Y qué sabiduría increíble encierra! Estamos acostumbrados a vivir en las ideas, en las normas, en lo recibido, es decir, en la cabeza. Pero la cabeza no es un buen lugar para vivir. Tenemos en ella una luz potente que puede «leer» la realidad, iluminar el camino y conducir nuestros pasos, pero el lugar de la vida no está ahí.

\Dejarnos sentiñ Es un camino de sabiduría humilde y segura, para conocernos a nosotros mismos y para verificar la realidad de lo que vivimos. La vida se transparenta con sencillez humilde en este saber experiencial, el único que convence; el único que de verdad nos transforma y que puede fecundar nuestro entorno de relaciones. Necesitamos aprender y vivir el silencio que nos pone en comunión con el «silencio» de la naturaleza y de la vida, silencio que permite el encuentro con nosotros mismos, favoreciendo la «vida interior» y haciendo posible el sentirnos habitados

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por Aquel que es la raíz de nuestro ser. Necesitamos mimar la oración, dándonos tiempo para dejarnos ser, dejarnos amar, dejarnos hacer...

Tener experiencia de Dios significa tener experiencia de ser amados, incondicional y gratuitamente, por El/Ella, hasta el punto de sentirlo «cómplice» en lo que vivimos. Una persona que ha hecho experiencia de Dios, ante una tragedia, no preguntará: «¿Dónde está ahora Dios?», sino que lo percibirá como Aquel que vive —y sufre— la tragedia con ella, como amor y fuerza para hacerla capaz de afrontar la situación y de vivirla humanamente, y como garantía de vida definitiva.

Esto hace que el creyente pueda dar gracias siempre, no por ingenuidad, tampoco por resignación ante lo malo, sino porque, en toda circunstancia, Dios lo acompaña amándolo. Personalmente siento una viva gratitud a los amigos que me han acompañado en momentos difíciles, porque han estado ahí. Con Dios, es la misma experiencia, a un nivel infinitamente más hondo. Un signo de la experiencia personal de Dios es vivir una gratitud sentida y gozosa hacia Él..., como se vive hacia la persona más querida, hacia la persona que nos quiere sin condiciones.

Esta experiencia personal es lo que hace a una persona creyente. Concretando aún más lo que quiero decir, ¿qué es lo que lleva a una persona a considerarse cristiana! En síntesis, y más allá del recorrido vital de cada una, es el hecho de que esa persona se reconoce en la experiencia y el mensaje de Jesús. El evangelio ha podido ser el «despertador», pero la persona se hace cristiana cuando percibe la coherencia entre esa palabra y lo que ella vive —o aspira a vivir— de fondo, y cuando asiente a la misma.

Creer, pqr tanto, «no es evadirse de la realidad que vivimos, sino profundizar en ella».

«Decir "creo" es abrir mi existencia al misterio que habita dentro de mí, decir sí al misterio de la vida..., para llegar a descubrir al

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que siendo otro ocupa el centro de mí mismo: Dios... Creer es encontrarse personalmente con Dios... Experimento que al descubrirlo y acogerlo a Él, estoy descubriendo el sentido de mi propia vida. Por eso despierta en mí un gran interés, veo que afecta a lo esencial de mi vida y me dispongo a abrirle mi existencia... Creer es reconocer a Dios como el único absoluto..., reconocerlo como eje y centro de mi vida..., consagrarle mi vida. Esto no constituye ninguna forma de alienación, pues mi vida centrada y apoyada en Él, la experimento más libre y, al mismo tiempo, más segura..., soy más dueño de mí mismo... Hacer de Dios el centro de nuestra vida nos exige —como queda absolutamente evidente en Jesús, añado yo— vivir abiertos a los demás»3.

Todo lo anterior significa que el ser humano, eterno buscador, encuentra en Dios, y sólo en Dios, su plenitud. Dios es la realización del hombre y de la mujer... «y nuestro corazón andará inquieto hasta que descanse en Él» (san Agustín). Estamos llamados a vivir más y más la unidad con Dios: ése es nuestro mayor anhelo, ése es el «sueño» de Dios, expresado como «alianza», en lo que constituye la «columna vertebral» de la revelación bíblica, y eso es lo que responde a la verdad: Dios y el ser humano (Dios y la creación) en unidad: a eso podemos llamarle ajustadamente «cielo». Efectivamente, para un cristiano, no existen «Dios» y «mundo», sino «Dios-creando-el-mundo» o «el-mundo-siendo-creado-por-Dios». Viviendo así la relación, entramos en el misterio fundamental, que nos permitirá afrontar nuestra vida desde un optimismo sorprendente.

Crecer en lucidez

Para que la persona pueda vivir esa triple relación — consigo misma, con los otros y con Dios—, para que pueda

3 Transmitir hoy la fe. Carta pastoral de los obispos vascos. Cuaresma-Pascua 2001. n. 20-28.

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llegar a ser una persona en pie, necesita ser lúcida de quién es, de lo que vive y de lo que ayuda —o dificulta— para crecer como persona. La lucidez sobre sí es fruto del conocimiento, pero conocerse no es fácil, bien porque no fuimos re-conocidos por las personas afectivamente importantes para nosotros, bien porque, debido al sufrimiento o a la cultura ambiental, nos alejamos en su momento de nuestra propia verdad. Pero, en todo caso, es posible conocerse; es posible rescatar nuestra verdad escondida en las brumas del inconsciente, sacarla a la luz y reconciliarnos con ella, experimentando el gozo de la luminosidad interior, de modo que podamos movernos sin sobresaltos por nuestro mundo interior, como quien habita una casa luminosa, en la que cada rincón le resulta familiar.

¿Cómo conocernos] El primer paso, como en casi todo, es querer. Pero, queriendo conocernos, es necesario que encaminemos bien nuestros pasos. La verdad de nosotros mismos habita en nuestro interior, y ahí es donde hemos de buscar. Nuestra verdad se nos da desde dentro en forma de sensaciones de contenido psicológico. Esto exige que vivamos una apertura a nuestro mundo interior y que aprendamos a descifrar las sensaciones. Si quiero responder a la pregunta «quién soy», no es bueno que vaya a mi cabeza en busca de una respuesta. Ahí podré encontrar respuestas «aprendidas», un cúmulo de ideas sobre mí, muchas de ellas fruto de mi educación, del ambiente o, en todo caso, de «elaboraciones» que mi mente haya hecho para tratar de explicarse lo que vivo: es decir, se tratará más de interpretaciones que de datos objetivos. Si quiero una respuesta correcta a la pregunta «quién soy», he de preguntarme en realidad «qué siento». Las primeras respuestas a esta pregunta es muy probable que sean superficiales. Necesito seguir ahondando en capas sucesivas, con la certeza de que cada respuesta me va a aportar un nivel más profundo de mi verdad. En nuestro interior encontramos toda nuestra verdad.

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De ese modo, vamos descubriendo nuestra verdad, en lo que tiene de identidad profunda (quién soy yo en lo profundo de mí, en mi originalidad), y en lo que tiene de límite, de defecto y de verdad dolorosa. ¿Por qué funciono como funciono, por qué tengo a veces reacciones tan desproporcionadas y detecto en mí tales desajustes que me hacen sufrir y que hacen daño a los otros? También aquí la respuesta me viene en forma de sensaciones: en efecto, mi sensibilidad ha registrado toda mi historia. Como una cinta magnetofónica, ha grabado toda mi historia y tiene memoria de todo lo que he vivido, aunque mi mente lo haya olvidado.

Descifrar las sensaciones requiere un aprendizaje, mayor cuanto mayor sea la distancia a la que nos encontramos de nuestros sentimientos. Es el aprendizaje del análisis de sensaciones. Gracias al análisis, podemos pasar progresivamente de lo conocido a lo desconocido, ganándole terreno al inconsciente y, por tanto, creciendo en libertad, porque tenemos más datos y más resortes sobre nosotros mismos. Gracias al análisis también, descubrimos que todo, absolutamente todo lo que nos ocurre, tiene un porqué. Esto no significa evidentemente que todo se justifique, pero libera a la persona de la oscuridad, y de la sensación de «rareza», de impotencia frente a ciertas reacciones o incluso de culpabilidad. Se empieza a hacer la luz y la persona encuentra más fácil el camino de su aceptación y de su puesta en pie. Gracias al análisis —y éste es el objetivo último de todo ese trabajo—, la persona va conociéndose para poder ser ella misma. Tanto cuando conoce quién es de fondo como cuando conoce mejor el porqué de sus disfuncionamientos y de sus reacciones desproporcionadas, la persona puede comprenderse mejor, ser más libre para ser más fiel a sí misma y así dar lo mejor de sí en beneficio de la humanidad.

Pero, además del método, se requiere una actitud de base: la humildad, entendida como aceptación de la propia

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verdad. Cuanto más pueda la persona apoyarse en la humildad, más podrá avanzar en el conocimiento de su propia verdad. La necesidad de la humildad muestra que este trabajo no tiene nada de narcisista, como a veces se le acusa, de parte de quienes eluden el conocimiento de sí mismos. Los maestros de la «vida interior» han planteado siempre que el camino de la santidad comenzaba por el conocimiento y aceptación de sí mismo. Y, en la misma línea, Kant escribía que «sólo el que ha bajado al infierno del autoconocimiento puede escapar a los peligros de la auto-divinización del yo»; peligros de los que es muy difícil que escape quien rehuye encontrarse con su propia verdad. Personalmente, no he encontrado personas más reacias a la ayuda psicológica que aquellas de un marcado perfil narcisista, del que, evidentemente, no eran conscientes.

La persona en pie está cercana y se vive presente a sí misma. Sólo esta cercanía permite habitarse y habitar lo que se hace, vivirse unificado, lograr la armonía: ésta es la mayor aspiración de la persona, el sueño (reconocido o no) de todo ser humano. Y esa aspiración es «sabia», ajustada, porque responde a la realidad: somos una unidad maravillosa, un puzzle donde todo encaja, no una suma de compartimentos estancos.

Siendo una unidad admirable, descubrimos, sin embargo, varios «niveles» en la estructura de la personalidad. PRH distingue lo que llama «cinco instancias» de la persona. Para ganar en simplicidad, y porque es suficiente a los efectos de este trabajo, podemos distinguir tres niveles, «localizables» también en el cuerpo: mental, sensible y profundo.

Cada uno podemos hacer experiencia en nosotros mismos de esos niveles. Una cosa es lo que pienso, razono, discurro...; otra distinta es lo que siento (a nivel más epidérmico, como gusto-disgusto, placer-malestar, serenidad-alteración...); y otra distinta lo que siento a nivel más profundo y que coincide con lo que soy de fondo: la vida, la fuerza de

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la vida, la bondad, la alegría profunda, la paz, el amor al otro... Esta diferenciación de niveles —localizada también en el cuerpo— constituye una clave de comprensión de la propia vivencia extremadamente valiosa y eficaz. Poco a poco, la persona puede ir distinguiendo lo que es de lo que hace, reconociendo el modo como suele funcionar su mente, identificándose con quien siente que es a nivel profundo.

En este nivel profundo, la persona puede descubrirse abierta a una realidad mayor que ella misma, a la que denominamos genéricamente transcendencia. Y silenciosamente centrada en esa sensación, sin palabras, sin prisas ni objetivos, sentirse habitada por una realidad que, siendo nuclear para su propia identidad, sin embargo no puede reducirse a ella. Es así como, abriéndose a su propio misterio, la persona se abre a la realidad de Dios que la habita. En efecto, Dios no es una idea ni tampoco se llega a Él a través de un raciocinio. Las convicciones son fruto de esas sensaciones profundas, que constituyen la experiencia personal. Ahí es donde la persona puede hablar de experiencia personal, y donde la fe se convierte en una fe adulta, en la que se puede dar razón por sí mismo.

Crecer en solidez

Precisamente quien se vive a ese nivel, es interiormente sólido. Recuerdo la expresión gozosa y agradecida de una persona a la que acompañaba y que, tras un tiempo de trabajo sobre sí misma, exclamaba: «Ahora siento algo dentro de mí en lo que puedo hacer pie y descansar». Para alguien que no había conocido en su vida lo que es el descanso interior, en seguridad y confianza, una experiencia así le había transformado la existencia y le hacía vivir en gratitud.

Ese algo, del que hablaba esta persona, es lo que permite sentirnos sólidos, es decir, hacer pie en nosotros mismos, vivirnos desde dentro hacia fuera, liberarnos de la aliena-

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ción a los otros —en realidad, de nuestros propios miedos y necesidades— e iniciar el camino gozoso de la autonomía y de la adultez humana hacia la plenitud. Porque la persona sólida es aquella que se conoce en su verdad (en lo que le gusta y lo que no le gusta de ella); se acepta en ella, aunque no se «resigne»; se identifica con su realidad profunda, en la que va descubriendo su identidad de fondo, y actúa en coherencia con ella. Es en esa realidad profunda donde puede «hacer pie». La persona, gracias a todo el trabajo sobre sí misma, toma conciencia de estar habitada por una realidad positiva y estable, más allá de todas las «turbulencias» que pueda experimentar a nivel de su sensibilidad. Hace experiencia de que hay siempre, dentro de ella, a ese nivel, un «lugar» de calma, al que puede volver siempre, y desde el que puede vivirse y acogerse. Es un lugar percibido también sólido, como «roca» firme, de donde brota confianza, seguridad y serenidad.

De cara a crecer en esa solidez característica de la persona en pie, hay dos medios privilegiados: actuar de acuerdo con quien se es de fondo e impregnarse de esa misma realidad. Me parece que nunca se insistirá demasiado en la importancia de vivir estos medios: optar voluntariamente, desde el comienzo de la jornada, por vivir en coherencia con lo que somos de fondo: la bondad, la alegría, la cercanía, la compasión, la solidaridad...; buscar tiempos de silencio, aunque sean muy breves, para dejarnos entrar en nosotros mismos y dejarnos sentir —y permanecer en— esa realidad que nos habita, a través de las sensaciones en las que se nos da: calma, paz, vida, fuerza, bondad, amor, alegría...

El camino de la autonomía

Aún recuerdo el impacto que produjo en mí el escuchar, de joven, que la medida de la persona la daba su autonomía; que una persona era adulta en la medida en que era autó-

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noma. Ahora puedo darme cuenta de que aquel impacto no era tanto consecuencia de esa afirmación en sí misma, cuanto constatación dolorosa de que yo me había vivido, me estaba viviendo muy dependiente y con muchos miedos a «fallar» a los demás, a Dios...; es decir, vivía aún en una prácticamente total heteronomía.

La heteronomía produce una sensación dolorosa de no ser dueño de la propia vida, de no vivir por sí mismo. Es cierto que la sumisión a otros conlleva «ventajas» y compensaciones. Pero no dura mucho y va produciendo en la persona una sensación de vacío cada vez más insoportable. Es comprensible que sea así, puesto que la heteronomía ahoga la mayor aspiración humana: ser uno mismo, ser autónomo. Y ser uno mismo —como dice el psicólogo jesuíta García Monge— «no es una moda postmoderna psi-cologizante, sino una exigencia madura de autoconoci-miento, garantía de libertad y responsabilidad».

La autonomía guarda íntima relación con la solidez. Sólo la persona interiormente sólida, en el sentido en el que hablábamos en el punto anterior, puede llegar a ser autónoma. Por eso mismo, un niño o adolescente no puede serlo todavía, aunque se le pueda ayudar a avanzar en esa dirección. Y esto es así porque, para ser autónoma, la persona necesita hacer pie en sí misma, mientras que, en el caso de la heteronomía, la persona vive con una referencia exterior a ella —como veremos en el parágrafo siguiente—, lo que la hace estar des-centrada.

En la heteronomía hay siempre un grado mayor o menor de sometimiento, consciente o inconsciente, voluntario o no, pero siempre real. Y el sometimiento puede tomar distinto signo, por lo que puede hablarse de un sometimiento psicológico, moral, religioso... Cuando se habla de sometimiento no hay que entender que la persona que lo sufre esté siempre rebelada contra él: unas veces no es consciente; otras, consiente a él (ya veremos por qué).

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El sometimiento psicológico podemos situarlo, prioritariamente, en el campo afectivo. Es tan grande la necesidad de sentirse amado y afectivamente seguro, que el individuo está dispuesto a renunciar a lo que sea —incluida su mayor aspiración: ser autónomo—, con tal de tener la sensación de conseguir algo de aquella seguridad afectiva de la que carece. Es lo que ocurre en los niños y en las personas que son víctimas fáciles de sectas de todo tipo. Queda claro que, en esa situación, la persona deja en manos de las otras un arma de manipulación y de chantaje extremadamente poderosa y peligrosa. Y queda igualmente claro que el mejor antídoto frente a aquellos riesgos es el crecimiento en autonomía: en lucidez y en solidez.

El sometimiento moral contiene también un componente afectivo, pero lo distingo aparte, para focalizar la cuestión en lo que se refiere al comportamiento. No creo que haya duda de que la enseñanza de la moral se ha utilizado a veces, incluso con buena intención, para «dirigir» las conciencias convirtiéndose en poderoso vehículo de manipulación. Podemos hablar de una persona moralmente sometida cuando no es capaz de decidir por sí misma cómo actuar, cuando no es capaz de discernir la bondad o no de las acciones ni de actuar libremente.

Todo lo anterior vale igualmente para el sometimiento religioso, pero aquí todo va a estar sobredimensionado, justamente por la referencia a «Dios», como la mayor autoridad imaginable y como supuesto detentador de los mayores premios o castigos, con toda la carga de angustia para personas que viven en un «universo religioso». No puede dudarse de que la religión, y más concretamente la autoridad religiosa, ha fomentado este tipo de sometimiento, en un afán de controlar las conciencias. Toda autoridad sufre esta tentación, ya desde los padres con respecto a sus hijos, pero en el caso de la autoridad religiosa, se cuenta con armas más poderosas, por lo que los efectos son más nefastos. En efecto, no hay instru-

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mentó más eficaz para dominar la conciencia de una persona que inocular en ella el sentimiento de culpabilidad. Si se hace sentir esa culpabilidad con respecto a Dios, con el añadido de un «castigo eterno», la angustia llega a ser insoportable y, por tanto, el sometimiento, extremo e incondicional.

La religión, la autoridad religiosa, ha tenido y tiene en sus manos elementos extremadamente peligrosos, cuando cae en la tentación de dominar las conciencias. Por un lado, el concepto mismo de pecado se ha presentado en esta clave y ha llegado a las mentes de las personas como equivalente a culpa. Por otro, el miedo a los castigos de Dios, fundamentalmente al infierno, no hacía sino reforzar el sentimiento de angustia. En determinadas épocas, ese modo de presentar la religión ha conducido, de hecho y en la práctica habitual de las personas religiosas, a que toda la vivencia se permeara de culpabilidad y de angustia. ¿Cómo no reconocer que, por ejemplo, el sacramento mismo de la confesión llegó a convertirse en instrumento generador de dichos sentimientos? ¿Cómo extrañarnos de que las personas religiosas hayan vivido un distanciamiento abismal de aquella práctica? Personalmente, no tengo ninguna duda de que tal distanciamiento es un signo de salud psicológica y de salvaguarda de la misma. Pienso que, en la Iglesia, hemos de encontrar un modo de celebrar el sacramento del perdón que sea realmente acorde con la «práctica» de Jesús4.

4 Los acentos en el lenguaje resultan reveladores: confesión (donde prima la «lista» de los pecados, el estilo «judicial» y las «condiciones» para confesarse bien); penitencia (el acento se pone más expresamente en la actitud del «penitente»: no es extraño ver que, en este marco, se lee la parábola llamada del «hijo pródigo», subrayando la decisión de volver, por parte del hijo menor); reconciliación (término con mayor hondura antropológica y neotestamentaria); perdón (en referencia más directa a la «práctica» de Jesús y a la gratuidad de su actitud).

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Ese modo de presentar la religión subleva a la persona creyente en su entraña más profunda, precisamente porque está en juego lo más nuclear de la misma experiencia cristiana. Por un lado, en la experiencia evangélica, la dignidad y libertad de la persona es un valor tan sagrado que Dios mismo se inclina ante él. ¡Y cuántas barbaridades contra la dignidad humana se han cometido en nombre de Dios! Por otro lado, es Dios mismo quien queda radicalmente falseado: el Dios de Jesús queda oscurecido, negado, y aparece en su lugar un «dios-superconciencia del universo» que «premia a los buenos y castiga a los malos», funcionalmente eficaz para ahogar la libertad y manipular las conciencias. (Esa misma frase, aprendida en el catecismo de nuestra infancia, revela hasta qué punto la «idea» que nos hacemos de Dios y de su comportamiento falsifica el rostro de Dios que se nos revela en Jesús: en el evangelio, no se dice que «Dios premia a los buenos y castiga a los malos», sino que «Dios ama a los ingratos y a los malvados»: Le 6,35).

Desde estos mismos parámetros, no resulta en absoluto difícil de comprender el conflicto de Jesús. Sublevado radicalmente contra la autoridad religiosa de su pueblo, por rescatar el rostro auténtico de Dios encerrado en el templo bajo capas de leyes, prescripciones, prejuicios e intereses, y por defender a la persona en su dignidad incondicional, machacada por quienes habían hecho también de la religión una justificación de su estatus de privilegio, Jesús es rápidamente eliminado, en un complot político-religioso.

Ahora bien, ¿hemos sido, somos, los seguidores de Jesús coherentes con aquel mensaje que reconoce a la persona como valor supremo, y que va apoyando sus pasos en el camino de su libertad? ¿Qué ha ocurrido en estos veinte siglos de cristianismo? ¿No hemos repetido muchas veces en la Iglesia lo que ocurría en el judaismo en tiempos de Jesús?

Me llama la atención el hecho de que, durante mucho tiempo, el mismo conflicto de Jesús se haya espiritualizado. Leída la cruz al margen de lo que fue su andadura his-

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tórica, se la vacía de contenido real, con lo que —y esto es más grave— queda oscurecida la causa real de la muerte de Jesús y, sobre todo, lo que constituyó la causa de su vida. La espiritualización de la cruz, al quedarse sólo en un suplicio supuestamente querido por Dios, llevó también a la valoración del dolorismo. Al afirmar, sin más, que Jesús fue a la cruz porque ésa era la voluntad del Padre, se está usando un lenguaje mixtificado, habitual en la Iglesia, en el que afirmando algo real —Jesús hace de toda su vida un acto de docilidad a la voluntad del Padre, y la cruz es también expresión de la misma docilidad—, en realidad se tergiversa el sentido, al desconectarlo de los hechos históricos de su vida: No es el Padre quien pone la cruz sobre los hombros de Jesús, aunque la injusticia de la cruz Jesús la viviera también en actitud de fidelidad como expresión de coherencia de una vida que ha amado hasta el extremo5.

Al separar la cruz de lo que fue la experiencia histórica de Jesús, su mensaje corre el riesgo grave de quedar ensombrecido, reduciéndose a una religión más, que gira en torno a sus dogmas, normas y ritos, pero que puede olvidar y ahogar lo que constituyó justamente la experiencia vital de Jesús y el núcleo de su mensaje revelador. Por volver al ya nombrado sacramento de la confesión, ¿qué pasó para que el «gozo del perdón», que es la experiencia original en el evangelio, se haya trasmutado en la «práctica de la confesión»? Del «don de Dios» se cambió el acento a la «confesión de los pecados»

1 Cuando se cae en el dolorismo, al sacar la cruz de su contexto histórico, se corre el riesgo de «cargar cruces» sobre los demás: la Iglesia sabe algo de esto. Por otro lado, la espiritualidad que se deriva de aquella doctrina de la «expiación» —la cruz como «sacrificio» para calmar a un Dios ofendido— corre el riesgo de conducir al masoquismo, al identificar sin más lo doloroso con lo bueno y lo placentero con lo malo. Recuerdo haber leído a una religiosa que ironizaba sobre esto, diciendo que un profesor le había enseñado que «bailar es malo, beber es malo, pero las hemorroides son buenas». Con todo, lo más grave de esa espiritualidad es que envenena literalmente la vida, la propia y la ajena, y falsea radicalmente a Dios. Todavía hoy, en el ambiente cristiano, cualquier sufrimiento es sinónimo de «cruz», cuando, según el evangelio, «cruz» es la consecuencia (dolorosa) de la fidelidad a una opción de amor y de servicio.

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(en listas minuciosas); del «gozo» a la «penitencia»; de la gra-tuidad divina a las «cinco condiciones» para confesarse bien —¿quién no perdona, con esas cinco condiciones?; ¿cómo pudo llegarse a hablar de Dios de un modo tan mezquino?— Esos «cambios de acentos» siempre obedecen a algo, aunque no sea consciente, y nunca son inocuos: siempre producen efectos, queridos o no. ¿Qué pasó para que esos «cambios de acento» llegaran a producirse en la Iglesia de Jesús?

Volvamos a nuestra reflexión sobre la autonomía: ¿En qué consiste exactamente? Digamos, para evitar malentendidos frecuentes, que autonomía no significa en absoluto autosuficiencia —nunca una persona realmente autónoma se creerá autosuficiente—, ni sólo «independencia», en el sentido habitual de esta palabra.

La autonomía psicológica es el fruto de la conjunción de dos actitudes: libertad interior y proximidad (o capacidad de proximidad). Si sólo se da la libertad, la persona podrá ser muy independiente, pero, al no vivir la cercanía-proximidad, está amputando una dimensión constitutiva de su ser y no puede llamarse realmente autónoma. Si sólo se diera la proximidad-cercanía a los otros, pero sin libertad interior, la persona podría sentirse muy unida a los demás, pero estaría alienada, sería dependiente, no autónoma.

La persona autónoma siente el gozo profundo de ser ella misma. Pero sabe bien —y vive— que ser ella misma no tiene nada de egoísta, porque ser «ella misma» es ser —y vivir— uno de sus rasgos constitutivos: el amor a los otros, que la lleva a sentirse próxima (prójima) a ellos, en pie de igualdad con todos. Y justamente porque se siente en igualdad puede, libremente y no por dependencias, miedos o necesidades afectivas, vivirse al servicio de los demás, sintiendo también en ese servicio —en el caso de Jesús, hasta la muerte— el gozo de ser ella misma (y, en lenguaje cristiano, el gozo de ser dócil a la voluntad de Dios, que no puede querer otra cosa para sus criaturas sino que sean ellas mismas, lo que Él las ha creado).

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La tarea de ser persona: la fidelidad a sí mismo

«Tu única obligación consiste en ser fiel a ti mismo», escuchaba Juan Salvador Gaviota. No podía expresarse mejor en menos palabras la tarea primordial del ser humano. Ahí está dicho todo. A poco que nos detengamos, comprobaremos que la fidelidad a sí mismo ha estado presente en toda persona digna de admiración.

Tampoco aquí hay «dos planos». La «sabiduría humana» contenida en esa expresión refleja la «sabiduría divina». Quiero decir que el creyente, al encontrarse con Dios, escucha también en lo profundo de su ser algo que puede «traducirse» así: «Tu única obligación es ser tú mismo». Ser uno mismo es ser aquello que somos por creación. La voluntad de Dios para un rosal es que sea rosal; la voluntad de Dios para una persona es que pueda ser cada vez más plenamente ella misma. De nuevo apreciamos la convergencia y la armonía de toda la realidad: todo es unidad.

La fidelidad a sí misma hace que la persona crezca en solidez, al identificarse progresivamente consigo misma, y produce una sensación de coherencia y de unificación personal, con efectos extraordinariamente positivos para la relación de la persona con ella misma. La unificación constituye una de las aspiraciones más hondas del ser humano, unificación que muchas veces ha quedado bloqueada por experiencias de fracturas interiores que han podido producir en la persona una sensación de división o de conflicto interior.

Si es tan fuerte esa aspiración a la unificación, ¿por qué suele ser tan difícil vivir la fidelidad a sí mismo? La causa puede ser compleja, ya que esa fidelidad requiere la confluencia de varios factores: por un lado, que la identidad de la persona haya empezado a emerger, de modo que se conozca en quien es y pueda apoyarse en esa realidad profunda para poder ser coherente con ella; por otro, que la persona sea lúcida para orientar su vida en la línea de esa fidelidad, en un ambiente que no favorece precisamente ese

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modo de vivirse; finalmente, que su sensibilidad esté lo suficientemente limpia de sufrimientos psíquicos, de miedos y necesidades, para que no se vea tiranizada por otras referencias que lleven su vida en otras direcciones.

Porque, aun hablando de fidelidad a sí misma, la persona puede ser fiel a distintas realidades de sí. ¿Qué queremos decir cuando hablamos de fidelidad a sí misma? No me refiero a fidelidad a las propias ideas o proyectos, o al propio pasado, o a los gustos y apetencias, o a la comodidad, o a lo que puede surgir de inmediato... Fidelidad a sí es fidelidad a lo mejor de sí. Ésta es la única que construye y plenifica, porque sólo en ella la persona deja vivir lo que es de fondo; por tanto, se deja vivir a sí misma y no niega ni va contra lo que la constituye en su ser. Se trata, pues, de la fidelidad a la propia conciencia.

Sin embargo, tampoco con esto queda todo claro. Pues, de nuevo, surge el interrogante: ¿Qué significa fidelidad a la propia conciencia? La persona en pie es una persona autónoma, que decide de acuerdo con su conciencia. Podemos distinguir tres tipos de conciencia: la conciencia socializada, la conciencia cerebral y la conciencia profunda6. Una palabra sobre cada una de ellas nos ayudará a clarificarnos, así como a clarificar un fenómeno que está en la raíz de mucho sufrimiento psíquico: la culpabilización.

Conciencia, responsabilidad, culpabilidad

La conciencia socializada actúa en referencia a los otros, tratando de hacer lo que les agrada y de evitar lo que les desagrada debido a que la persona se mueve por su necesidad de ser amada; situada en esta necesidad, su mayor objetivo es lograr el amor de los otros al precio que

6 La persona y su crecimiento , pp 116-129

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sea. Es la conciencia propia de los niños. Cuando se infringe, la persona siente culpabilidad: se siente culpable de perder el amor de los demás, por lo que se tortura —desde su sentimiento de soledad e inseguridad— hasta lograr la reparación, que le permita volver a la situación previa. La consecuencia de ese sentimiento de culpabilidad es el hundimiento. No hace falta decir que también en la relación con Dios, la persona puede «juzgarse» desde esta conciencia; muchos «exámenes de conciencia» previos a la confesión y la misma necesidad de «reparación», ¿no nacen del miedo a dejar de ser amados, incluso del miedo a ser castigados por Dios?

La conciencia cerebral supone un paso más: la referencia ya no son los otros, sino los propios principios, normas, ideas..., que uno mismo ha ido interiorizando o generando y que ha hecho suyos. La persona busca vivir de acuerdo con esos principios. Cuando se infringe esta conciencia, se experimenta también culpabilidad, pero con un matiz distinto: la persona siente decepción de sí, sensación de fracaso, de no ser capaz ni coherente. Pero, como en el caso anterior, esa culpabilidad conduce también al hundimiento personal.

La conciencia profunda —o conciencia verdaderamente autónoma— tiene como referencia a la propia persona, tomada en su globalidad y situada en un contexto determinado. Se diferencia de los otros tipos de conciencia por el hecho de que no es una ley «fabricada», sino una ley interna «recibida» y experimentada como buena para sí, para los otros y favorable para el crecimiento. Esta conciencia trata de tomar decisiones que sean coherentes con quien la persona es de fondo, con sus rasgos más profundos, sus capacidades, su identidad7. Esas decisiones siempre irán en línea

7 Me impresiona la sabiduría psicológica y evangélica del texto de san Juan de la Cruz, que aparece en uno de los dibujos sobre la Subida al Monte Carmelo: «Ya por aquí no hay camino que para el justo no hay ley. Él se es a sí mismo ley».

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con la construcción de la persona y siempre serán buenas para los otros, aunque puedan ser frustrantes, en casos concretos. Cuando esta conciencia se infringe, la persona no siente culpabilidad, sino responsabilidad: siente peso y dolor, por el daño que ha podido hacer a otros; por no haber sido coherente ni fiel a sí misma; por no haber sido dócil a Dios. Pero, a diferencia de los dos casos anteriores, la persona no se siente hundida, sino movilizada interiormente para cambiar lo que no es coherente con quien ella es.

Aparte de esas referencias, la persona puede decidir sencillamente desde sus necesidades, sus gustos, sus apetencias, etc. —las referencias serían, en este caso, sus «principios», por cuanto esa persona tendría «interiorizado» el principio de «actuaré según mis gustos»—, y no sentir asomo de culpabilidad. Esto nos dice sencillamente que, en determinados casos, la persona parece no sentir nada por las consecuencias de sus actos; en el extremo, la persona es víctima de un trastorno por el que podría ser incluso «no imputable»: es una persona, en el sentido literal, «irresponsable».

A mi modo de ver, los dos extremos de este continuum son la culpabilidad y la indiferencia, y los dos van en contra de lo que es constructivo para la persona y su relación con los otros y, por tanto, para su relación con Dios. Creo, incluso, que la culpabilidad no es, en rigor, un sentimiento genuino, sino más bien un «mensaje cerebral», introyectado desde muy temprano; es sumamente fácil inducir el sentimiento de culpabilidad en un niño: basta una mirada seria para que piense que algo ha hecho mal; basta que no se sienta querido, para que piense que es culpable de estar en esa casa. He subrayado a propósito la palabra «pensar», para hacer ver cómo el llamado sentimiento de culpabilidad es, en principio, una percepción, que le hace creer que es culpable.

Lo realmente humano ante un acto equivocado o ante un mal provocado a otros o a sí mismo me parece que es el sentimiento de responsabilidad. Cuando la persona autónoma es consciente de haber actuado mal, siente pesar por lo que

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ha hecho, puede acoger —y dejarse sentir— ese sentimiento y, en lugar de hundirse, se siente interiormente movilizada a cambiar lo que no va en coherencia con quien ella es de fondo. Esta actitud es realmente constructiva, al hacer que la persona se responsabilice conscientemente de todos sus actos, pero sin dejarse hundir o paralizar por ellos.

Según todo esto, habría que educar justamente en el sentimiento de responsabilidad. Más aún, estoy convencido de que aquí se centra una prioridad educativa, para padres y educadores: ayudar a los niños a que aprendan a decidir según su conciencia profunda, en un sano sentimiento de responsabilidad, para que puedan liberarse, por igual, de las trampas de la culpabilidad y de la irresponsabilidad.

En una perspectiva creyente, la tarea de desenmascarar la falsedad de la culpabilización es urgente. Por un lado, es cierto que la religión y, en concreto, la institución eclesiástica ha fomentado ese sentimiento, llevándolo a extremos que nos horrorizan, vistos desde el presente: piénsese en el modo como se ha hablado del «pecado», «castigo», «condenación», «infierno», etc. Pero además, por otro, al actuar así, se estaba oscureciendo el rostro de Dios revelado en Jesús: según el evangelio, Dios es Salvador, es decir, «des-culpabilizador»: a la vez que nos llama a la responsabilidad, nos acoge en nuestra realidad liberándonos de todo aquello que nos puede aplastar, culpabilidad incluida. Es el Dios que nos dice —como Jesús—: «Ve en paz y no peques más» (Jn 8,11), porque, «aunque nuestra conciencia nos condene, Dios es más grande que nuestra conciencia» (1 Jn 3,20): «¿Quién acusará entonces a los elegidos de Dios, si Dios es el que salva?» (Rom 8,33).

Vivirse desde dentro

Para avanzar en la fidelidad a sí, es muy importante encontrar nuestras propias motivaciones. Puede ser que las más importantes tengan que ver con la unificación interior

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que la fidelidad produce: el gusto de ser uno mismo, de la coherencia, de sentirse en pie, de poder dar lo mejor de sí..., pero será necesario que cada cual se formule las que sean más fuertes en él.

Una de esa motivaciones es la de vivirse «desde dentro». Es el modo ajustado de vivirse. Las plantas viven así, de dentro hacia fuera, desde la raíz. También en la persona, la vida está en su raíz, en lo que aparentemente no se ve. La persona fiel a sí misma es la persona que está enraizada en lo mejor de sí y, desde ahí, deja que la vida fluya —lo cual no significa que no sea necesario el esfuerzo para mantener aquella fidelidad— y que toda su persona quede transparentada por la fuerza y la vida que le vienen del fondo. En este sentido, vivirse desde dentro puede traducirse también por «vivirse en orden», desde lo nuclear y armonizando todo en torno a ello, como un conjunto armonioso, donde todas las piezas encajan y van ocupando su lugar. Para lograr este objetivo, en el que se experimenta también la felicidad más plena de la persona, se requiere un trabajo en tres direcciones: crecimiento, potenciando la vida profunda de la persona; reeducación, cambiando los «malos pliegues» que son obstáculos para que la persona pueda ser fiel a ella misma; y curación, para ir liberando la vida aplastada bajo los sufrimientos enquistados.

Como todo lo que es realmente humano, también esto puede leerse en clave cristiana: Si denominamos Dios a la raíz de nuestra vida, ser fiel a sí mismo significa vivirnos desde Él, que habita lo profundo de nuestro ser. Aquí se sitúa la experiencia creyente, como veremos más despacio al hablar luego de Jesús. Creer empieza a ser algo tan vital, y habitual, como respirar. Abrirse a Dios es abrirse a la dimensión de profundidad, a la propia raíz, y caer en la cuenta de que mi vida está siendo creada y me está siendo dada ahora. Esto permite vivir la unidad Dios-ser humano y acabar con todo dualismo y espacios separados. Ser creyente es ser persona en plenitud, alguien que no olvida ninguna de las

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dimensiones de la persona, y que se vive «desde dentro», desde la Fuente de la vida, desde Aquel/Aquella de quien surge. Es cierto que, como bellamente expresó el poeta Rainer M.a Rilke, «Dios espera donde están las raíces».

Curiosamente, el hecho de vivirse «desde dentro» es lo que permite y favorece que la persona pueda desplegarse en quien ella es, al servicio de los demás. De nuevo, nos sirve la imagen de la planta: viviéndose desde sus raíces, va dando todo lo que lleva dentro, hasta la última hoja, flor o fruto. La persona que puede desplegarse y dar más lo que lleva en sí no es la persona más «dispersa», o la que es presa del activismo, o la que se mueve a impulsos del último estímulo..., sino la que se vive armoniosamente, desde lo mejor de sí.

Vivir «desde dentro» es vivirse coherentemente, dando lo mejor de sí en gratuidad, evitando moralismos y voluntarismos. No se vive algo tanto «por deber», sino por coherencia con quien se es. Unos versos admirables de Ángelus Silesius, año 1567, lo expresan magistralmente:

«La rosa es sin porqué. Florece porque florece. No se cuida de sí misma. Ni le importa si la ven».

Este «desplegarse» equivale a dar lo mejor de sí, y ése es el modo de humanizar nuestro mundo. Quizás la expresión pueda echarnos hacia atrás, porque nos parezca fuera de nuestro alcance. Sin embargo, es fácil que todos tengamos experiencia de que, siempre, podemos hacer que el mundo a nuestro alrededor sea un poco más habitable, un mundo donde las personas puedan sentirse mejor y ser más personas. No conviene olvidar, en todo caso, que, como dice un proverbio árabe, «quien quiere hacer algo siempre encuentra medios para hacerlo; quien no quiere hacer nada siempre encuentra una excusa».

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Jesús, el hombre en pie

Los cristianos tenemos en Jesús y en el evangelio un tesoro, también, de sabiduría psicológica. Mirándolo desde el ángulo de este trabajo, ¿qué descubrimos en él? Me atrevo a decir que lo que cobra más relieve es el hecho de que aparece como un nombre totalmente fiel a Dios (al Padre) y, a la vez, un hombre totalmente realizado, logrado..., aunque su vida terminara en un aparente fracaso.

Totalmente dócil y totalmente realizado: con frecuencia, se han visto ambos términos como mutuamente excluyen-tes, hasta el punto de que afirmar uno de ellos equivalía a negar el otro; se llegó a pensar que la persona dócil a Dios renegaba de su propia autonomía y, a la inversa, que la afirmación de la propia autonomía no sólo alejaba de la docilidad a Dios, sino que constituía el mayor pecado, la «autosuficiencia», que se hacía coincidir incluso con el «pecado original», la rebelión de la criatura contra el Creador, tras la tentación del «seréis como dioses».

Si dirigimos nuestra mirada a Jesús, encontramos en él justamente la afirmación y coincidencia de ambos polos: Jesús es el hijo dócil en todo —hasta el punto de hacer de esta docilidad a la voluntad del Padre el eje de su vida— y, simultáneamente, es el hombre realizado, caracterizado por una autonomía personal admirable y una libertad contagiosa. Más aún, ambas realidades se dan en él, no sólo simultáneamente, sino causalmente: Jesús es el hombre libre, autónomo, logrado..., precisamente porque es dócil al Padre: se ha vivido tan unido al Padre, que eso mismo le ha capacitado para ser libre ante todo; tanto más unido al Padre, tanto más él mismo.

La referencia a Jesús nos abre a una experiencia más auténtica de Dios. Dios no es un ser exterior, que gobernara el mundo y la creación «desde fuera», según criterios arbitrarios, de modo que para «someterse» a ellos, la persona tuviera que renunciar a sí misma. Dios nos está creando permanentemente desde nuestro interior, como la fuente de la

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vida, y sólo tiene un interés, el nuestro: que lleguemos a ser cada vez más los hombres y mujeres que somos por creación. De ahí que, cuanto más unidos nos vivimos a Dios, más sentimos la vida en nosotros; cuanto más unidos a Dios, más nos sentimos ser nosotros mismos, más libres, más autónomos, más logrados..., como se dio en Jesús. Dicho con otras palabras, la docilidad a Dios no provoca alienación, sino libertad, precisamente porque Dios no es un soberano al estilo que tendemos a imaginar, ante el que sólo cabe el sometimiento, sino que es la libertad originaria. La unidad con Dios, cuando es auténtica, no sólo no disminuye ni recorta la realización personal, sino que nos «amplía» en nuestra dimensión humana. Todo esto hace verdad el dicho: cuanto la persona más está unida a Dios, más crece como persona; cuanto la persona más humana es, más autónoma, más unida está a Dios, aunque no lo sepa conceptualmente. Esto me trae a la memoria, de nuevo, la frase de L. Boff, aplicada a Jesús: «Alguien tan humano, sólo podía serlo el mismo Dios».

Me parece quedar claro que todo esto pertenece al corazón de la experiencia cristiana, y que no es sino consecuencia del misterio de la Encarnación: al Dios cristiano se le acoge en el vivir mismo; a Dios lo aceptamos o rechazamos cuando vamos aceptando o rechazando el misterio que somos cada uno de nosotros. Del mismo modo que decía que la persona realizada es la persona dócil a Dios, puede decirse que a Dios se le encuentra, acoge y responde en la vida. En efecto, el mensaje de Jesús no puede entenderse como una «religión». Jesús muestra una vía de acceso a Dios que no es la vía de lo sagrado, sino la vía de la relación con el prójimo. Según Jesús, el camino que lleva del hombre a Dios no pasa por el templo, sino por ponerse del lado de los necesitados. Los que asisten al hambriento, al desnudo, al enfermo, al encarcelado... (Mt 25, 31-46) no lo han hecho por «motivos religiosos», sino por compasión y solidaridad, incluso sin ser conscientes de la motivación «religiosa»: «Señor, ¿cuándo te vimos...?».

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No hay oposición, pues, entre apertura al misterio de la vida y apertura a Dios8. Al contrario, la persona puede hacer experiencia de Dios justamente al abrirse a su propia vida. Más aún, en nuestro medio sociocultural, sospecho que a Dios no se va a ir «desde la religión», sino desde la vida; de ahí, la importancia de la ayuda psicológica para que la persona se abra a la realidad de su propia vida, y a la dimensión transcendente, es decir, a la dimensión de profundidad.

La clave, por tanto, reside en volver a lo mejor de sí mismo, ahí donde Dios nos ha creado y sigue creándonos. Al situarse ahí, todo queda encajado: la persona experimenta que no sólo no hay incompatibilidad entre vivir y creer, entre realizarse y ser dócil a Dios, sino que es lo mismo.

Es cierto que este camino de docilidad a Dios, como el de la docilidad a lo mejor de sí mismo, no es una autopista; Jesús hablaba de «puerta estrecha». Es realmente exigente crecer en toda la «talla» que Él nos crea; es exigente ser una persona en pie. Esta es la comprensión cristiana de la cruz: la cruz de Jesús fue consecuencia de la fidelidad a su misión. Es un camino que uno mismo debe ir descubriendo en medio de las dificultades de la vida y de las distintas fuerzas que pueden tirarnos en otra dirección por las compensaciones que aportan..., pero es posible y plenifi-cante: es el camino de la unificación y del gozo que proviene de vivir nuestra realidad más profunda: ser hijos en el Hijo, vivirnos, como Jesús y con Jesús, como hijos amados y dóciles del Padre.

8 ¿Qué deformación se produjo en la vivencia cristiana para que Nietzsche llegara a escribir que «el cristianismo es enemigo de la vida» y que «toda fe es de por sí una expresión de alienación de sí mismo»'! Al creyente le duele constatar hasta qué punto esas frases no son expresión aislada de una mente hipercrítica, sino que reflejan toda una «sensibilidad» y un modo de pensar extendido y difuso, hasta el punto de haberse convertido en un pre-juicio, en el que ya no vale la pena ni detenerse para verificar si es verdadero o no. ¿Qué hemos hecho, y estamos haciendo,,los cristianos para que la fuerza gozosa y liberadora de la Buena Noticia de Jesús haya llegado a verse como un mensaje deshu-manizador? Realmente, no podía darse perversión mayor.

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Jesús es un «hombre en pie»: hombre fiel a sí mismo, fiel a su misión, que él recibía como voluntad del Padre. Es un hombre que ha vivido armoniosamente la relación consigo mismo, con el Padre y con las personas, en una unidad que lo ha hecho vivirse como una persona unificada: gozosamente Hijo de Dios, amorosamente des-vivido por los demás, contagiosamente libre. Y todo eso, no como compartimentos estancos, sino en unidad.

Para vivirnos en pie

Había empezado deteniéndome ante la imagen de la Virgen del Molino, en lo que esa imagen sugiere de María como «mujer en pie». En ella se muestra lo que estamos llamados a vivir nosotros, cuando podemos hacer nuestro su canto: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios mi salvador». María es transparencia de Dios, en la misma línea que Jesús, no por ser una persona «religiosa», sino por ser una «persona en pie», una mujer en toda su «talla» de mujer, que ha vivido toda su vida desde Dios y para los demás, infidelidad a lo mejor de sí misma.

Ahí encontramos las claves para avanzar en vivirnos como personas en pie. Con las claves, es necesario que encontremos las motivaciones y los medios concretos, que nos lleven a «aterrizar» nuestra aspiración. ¿Qué me puede ayudar, en concreto, para crecer como una persona unificada, siendo yo mismo y, por tanto, viviéndome desde Dios y para los demás?

En esta empresa, el creyente está animado por una certeza inamovible: Dios mismo, quien le «hace ser», es el que le impulsa con su Espíritu en ese camino. Dios se goza con su crecimiento. Parafraseando la repetida expresión de san Ireneo, podemos afirmar que «la gloria de Dios es el hombre, la mujer, en pie». Eso hace que el cre-

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yente pueda sentir, en lo más profundo de sí, el gozo inefable de ser persona —tan cercano al gozo de vivir, de vivirse «desde dentro»— y el gozo de saber que es el gozo de Dios. A su vez, esta misma experiencia le ratifica en la verdad de lo que vive.

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2. Con talante

El «talante» de la vida...

Creo que el «talante» es la expresión de la certeza interior de que la vida vence, de que antes o después termina abriéndose camino, y que vale la pena ponerse a su favor. La persona con talante es aquella que se sitúa siempre a favor de la vida, porque ella misma se siente habitada y animada por la fuerza de la vida. Desde esta fuerza, sentida en lo más profundo de sí misma, donde la persona hace pie, como el lugar donde se siente sólida, segura, consistente — el «lugar», a la vez, de su fuerza y de su descanso: el «lugar de la vida»—, se va viviendo «desde dentro hacia fuera» y se coloca decididamente a favor del despliegue de la vida, de la suya y de toda vida. Ese despliegue está caracterizado por dos rasgos: es armonioso, ajustado, coherente, «natural», no crispado, ni voluntarista ni compensatorio, fruto de necesidades no del todo confesadas, y eficaz, porque está apoyado en bases sólidas.

Es claro que un despliegue así sólo puede hacerse desde la fidelidad a sí mismo, que es garantía de coherencia y armonía, y a partir de la determinación de ser uno mismo, que coincide con vivirse desde la fuerza de vida sentida en lo profundo de sí. Esta determinación ha de ser constante, remitiendo al individuo a resituarse en función de ella.

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No hay felicidad comparable a la de ser uno mismo, sintiéndose vivo y amando la vida, toda vida. Al sentir la vida en lo profundo de sí, la persona se experimenta sostenida en ella, se va dejando desplegar sin tensiones desproporcionadas y permite que la vida «fluya» en toda su riqueza y armonía: se ha encontrado, dentro de sí, el «lugar» del descanso y de la fuerza. En efecto, la sensación de descanso interior va acompañada de un dinamismo ajustado e imparable.

Dentro de los medios que pueden favorecer la emergencia de la sensación de vida, hay que subrayar todo lo que sea el «contacto» con la vida, permitiendo que nos entre por los cinco sentidos hasta sentirla en lo profundo de nosotros, mientras dejamos que nos brote un sentimiento de gratitud. Otro medio para favorecer esa emergencia consiste en optar, consciente y voluntariamente, por la vida. Un modo concreto de vivir esta opción es hacerla cada mañana, al empezar la jornada; más allá de como esté nuestro estado de ánimo, podemos decir «sí» a la vida, apostando por vivir ese día en fidelidad a quienes somos.

Esa opción incluye evidentemente a toda vida y, desde una experiencia cristiana, especialmente a la vida débil y amenazada. En una cultura individualista, en la que se produce una «hiperinversión en las cosas del yo», como acertadamente ha escrito J. A. García, el cristiano habría de sentirse especialmente incómodo y crítico, al conectar con la persona y el mensaje de aquel que ha sido definido como «el hombre para los demás».

Si el proceso no se queda a mitad de camino, y el riesgo no es pequeño dado el entorno cultural en el que vivimos, al abrirnos a nuestra propia vida, en lo profundo de nosotros mismos, experimentaremos cómo nos abrimos a un sentimiento de comunión con toda vida, por el que nos sentimos unidos a todo lo que vive, particularmente a las personas. En este sentimiento, el individualismo va perdiendo relieve, al percibirnos «parte» de un conjunto.

Según algunos observadores de la interioridad humana, parece que ese sentimiento de comunión con todo lo que vive es justamente uno de los más profundos que el ser humano puede experimentar, unido al sentimiento de una dimensión transcendente. En ese «lugar» nace también el amor que va más allá de lo sensible, el amor que nos hace vivir para los demás.

De nuevo me llama la atención la admirable coherencia del ser humano. El amor no se vive a fuerza de voluntad, aunque en ningún caso podamos prescindir de ella, ni a fuerza de propósitos o culpabilidades. El amor brota de la vida que sostiene a la persona y que la hace vivir con talante. Esto nos hace ver la importancia de poner todos los medios para la emergencia de la vida en todo ser humano.

De la vida... hasta su fondo último

Al hacer una lectura creyente, la realidad no cambia — de lo contrario, caeríamos en la falsedad del dualismo—, pero el horizonte se amplía hasta el infinito. La fuerza de la vida, sentida en lo profundo de sí como la «realidad primera» de la persona, a la que todos podemos tener acceso, remite a Dios, fuente de vida. Más aún, me atrevería a decir que es justamente esa sensación de fuerza vital el punto de contacto —desde nuestra posibilidad de acceso al encuentro con Dios— entre Dios y el ser humano. Dicho con más claridad: al sentir la propia vida, la persona puede abrirse a sentir (experimentar) a Dios en lo profundo de sí.

Al hacerlo así, apreciaremos la admirable coherencia de la experiencia creyente, que me atrevería a destacar en los siguientes puntos:

— Acceso a una experiencia personal de Dios. Ya los Padres de la Iglesia hablaban de la fe como «sensación de Dios». ¿Por qué puedo decir que «soy creyente»? Si

ea

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no queremos quedarnos en la «fe del carbonero», si no queremos creer «de oídas», si nos tomamos en serio la realidad de la revelación y el mensaje cristiano, la respuesta sólo puede ser una: soy creyente porque he experimentado a Dios en mi vida, porque puedo sentirlo en lo profundo de mí, como la Presencia más íntima que me habita y, habitándome, me constituye.

— Fuente de unificación personal: La experiencia creyente supone que la persona se vive desde lo más profundo de sí misma, desde su raíz, reconociendo a Dios como la «raíz» última del ser humano. Desde ahí, la experiencia creyente se convierte en el más poderoso factor de unificación personal, en fuente de armonía y de coherencia. En ese sentido, cabe afirmar que «ser hombre» y «ser cristiano» no son dos experiencias que corrieran paralelas; al contrario, la experiencia cristiana es, en sí misma, la misma experiencia humana llevada hasta el fondo. De hecho, cuando no se vive así, lo religioso se convierte en una superestructura, algo sobreañadido que no hace sino distorsionar la experiencia humana.

— Unificación, también, de la fe y la vida. Una de las mayores trampas en la que suele caer la religión es la del dualismo. En ella, se da por supuesta una «doble esfera» de intereses, que responde a una «doble esfera» de realidad: Dios/hombre, cielo/tierra, sagrado/profano, divino/humano... Frente a esta trampa, la experiencia creyente permite reconocer y vivir la unidad de fondo, con todas las consecuencias que de aquí se derivan. Así como aquel dualismo puede llevar a oponer (contraponer) lo humano y lo divino, hasta el extremo de aplastar lo humano en nombre de lo divino —históricamente verificado en tantas situaciones: ¿qué ocurrió, si no, en la muerte de Jesús, asesinado en nombre de Dios?—, del mismo modo, la vivencia unificada de la experiencia creyente hace crecer siempre en humanidad.

— Apertura humilde al verdadero rostro de Dios. El espíritu religioso tiende a crear imágenes de Dios, lógicamente a partir de proyecciones de la realidad humana. Más aún, cada vez que «colocamos» a Dios «fuera», como una realidad más, aunque la mayor, lo estamos objetivando, es decir, estamos creando un ídolo. La experiencia creyente es consciente de que no puede vérselas con ninguna imagen de Dios: toda imagen es ídolo. Más aún, desde esa misma experiencia, la persona creyente tendrá que estar comprometida en el desenmascaramiento de cualquier imagen divina. ¿Qué hizo Jesús, para poder presentar a Dios desde su experiencia de Hijo amado? Esto significa ponernos en camino de la verdad.

Un talante lúcido

Una persona con talante es capaz de afrontar la vida, con sus luces y sus sombras, en la verdad: la verdad de la realidad y la verdad de sí mismo. Cuando la realidad es difícil o dolorosa, puede ser grande la tentación de huir o de intentar disfrazarla.

Los modos de no afrontar la realidad son muy variados, aunque todos coinciden en su falta de ajuste a lo real y en su carácter egocéntrico. Me refiero a los mecanismos de la dramatización —por el que damos vueltas a lo que nos hace sufrir, hasta la obsesión, en lugar de ceñirnos bien a lo que realmente nos ocurre—, del victimismo, de la auto-compasión.

El «talante» es lo que nos permite ser lúcidos y tener el coraje de mirar de frente la realidad y de afrontarla tal cual es. El talante hace posible que la persona se diga su propia verdad y permanezca en ella, aunque ello suponga sentir el dolor de la misma. Ésta es la única actitud psicológicamen

te»

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te sana, ya que la huida, en cualquiera de sus formas, siempre termina pasando factura.

Con frecuencia, como bien apunta la terapia cognitivo-racional, son nuestras «creencias irracionales» las que nos alejan de modo inconsciente de la realidad. Sólo desde una postura de talante lúcido seremos capaces de desenmascarar aquellas creencias, porque tendremos la audacia de aceptar la realidad. Por poner un ejemplo, cuando una persona dramatiza una situación dolorosa que le toca vivir, bien pudiera ser que se estuviera dejando llevar, inconscientemente, por una creencia del tipo: «Es horrible e insoportable que las cosas no sean como a mí me gustaría que fuesen». A esto se refiere Albert Ellis cuando escribe que «el hombre no se ve afectado por los acontecimientos, sino por la visión que tiene de ellos».

El talante es pues la actitud que nos hace crecer como personas, porque es la actitud que nos mantiene en la verdad, y sólo desde la verdad se puede crecer humanamente. Sin embargo, constatamos la dificultad para existir, sencilla y humildemente, en nuestra verdad. ¿Por qué nos cuesta tanto acercarnos a nuestra verdad y permanecer en ella?

Planteémoslo de otro modo: ¿Qué tiene que ocurrir para que el niño, que empieza a vivirse de un modo espontáneo y verdadero, pueda llegar a retraerse hasta el punto de disfrazar su propia verdad! En los casos más frecuentes, la respuesta hay que buscarla por el lado del dolor. Cuando un niño nota que la verdad le hace sufrir, por las consecuencias negativas que le acarrea, aun de un modo inconsciente, renunciará a ella, con el agravante de que le quedará grabado el mensaje de que manifestar la propia verdad es peligroso.

Ños podemos mantener alejados de la verdad también porque hemos aprendido a funcionar cerebralmente, lejos de nuestros propios sentimientos. Al actuar así, nos hemos construido un mundo, en el que hemos podido llegar a sentirnos cómodos y al que nos hemos habituado. Es comprensible que lo queramos defender a toda costa. Este

modo de funcionar da lugar, entre otras cosas, a un determinado tipo de lenguaje caracterizado por su alejamiento de la realidad sentida, que parece ser más frecuente en discursos de tipo político y religioso, por ser ámbitos en los que el ajuste con lo real es más difícil de verificar.

En ese tipo de lenguaje, se puede apreciar particularmente una gran distancia entre «lo que se dice» y «lo que se siente», hasta el extremo de que se puede decir algo sin sentirlo en absoluto. ¿Quién no ha escuchado preciosos discursos sobre la solidaridad en personas nada solidarias, o elocuentes defensas de la humildad en personas dominadas por el orgullo? Quiero traer aquí un chiste conocido, porque me parece que refleja plásticamente esa distancia de la que hablo. Cuentan que un sacerdote, en la celebración de la eucaristía, al llegar al momento indicado, rezaba por su obispo diciendo: «Acuérdate, Señor, de tu indigno obispo...». Llegado a oídos del propio obispo, lo mandó llamar. Pero, al recriminarle su falta de respeto, el sacerdote le contestó: «Monseñor, eso mismo lo dice usted cada vez que celebra la eucaristía».

Hasta aquí el chiste: ¿cómo podía ser que el obispo que diariamente decía: «Acuérdate de mí, indigno siervo tuyo», se sintiera ofendido cuando decía exactamente lo mismo otra persona? Si no dijéramos nada que no sintiéramos —en la liturgia, en la catequesis, en la predicación—, habríamos dado un paso importante en la verdad de lo que anunciamos y en el lenguaje que usamos.

La distancia entre lo que expresamos y lo que sentimos interfiere notablemente en la catequesis y en la predicación, en los contenidos y en el lenguaje. Si no existiera esa distancia, ¿cómo podríamos los creyentes, particularmente los sacerdotes, seguir repitiendo expresiones que hoy son absolutamente incomprensibles y que no tienen nada que ver con nuestra propia experiencia? Basta con hojear las páginas del Misal o de los distintos Rituales, para caer en la cuenta de esa fractura. Pero, mientras no nos ajustemos a

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nuestra verdad, conservaremos expresiones carentes de sentido y que sólo por rutina, una «rutina sagrada», no hemos ya desechado.

Nos cuesta acercarnos a la verdad y permanecer en ella porque nos compromete. En primer lugar, nos compromete a vivir y eso, cuando la persona ha tenido que «esconderse» para no sufrir, da mucho miedo. No es raro que prefiera «seguir tirando» antes que correr el riesgo de aventurarse a vivir en su verdad. Suele ser frecuente sacrificar la verdad y la libertad en aras de la seguridad (aunque sea sólo una «pseudo-seguridad»). Luego, ya nos encargaremos de «justificar» racionalmente esa «seguridad», en nombre de la «sana doctrina» o hasta de la voluntad divina.

Por otro lado, la verdad nos compromete en un camino de coherencia. Puede ser más cómodo vivirse en la superficie, respondiendo a las necesidades de la sensibilidad, sin cuestionarse nada más, sobre todo en una sociedad en la que no es difícil buscar compensaciones que literalmente «distraigan» del compromiso con la propia vida y con la propia verdad.

Sin embargo, sólo la existencia en la verdad de sí mismo permite que la persona viva en lucidez y en solidez, en trasparencia consigo misma y en descanso. «La verdad os hará libres», había dicho Jesús. La verdad, también, es la condición imprescindible para el crecimiento personal. Si nos observamos atentamente, descubriremos con facilidad que el ser humano está hecho para vivir en la verdad. Más allá de los diversos mecanismos en los que ha podido ir encerrándose para sobrevivir, en la persona sigue vivo el anhelo por vivirse en la verdad y, en condiciones favorables, podrá despertarse ese anhelo y producir el cambio. En la medida en que se va abriendo a la verdad, descubrirá que produce un gusto profundo, no equiparable en absoluto con lo que obtiene huyendo de ella.

T I

Actitudes constructivas

Desde ese «talante lúcido» del que vengo hablando, la persona puede vivir actitudes constructivas, cuyo rasgo común es precisamente su ajuste a lo real. Enumero sencillamente algunas que me parecen particularmente importantes: capacidad de llamar a las cosas por su nombre, sin enmascararlas ni distorsionarlas; lucidez para traducir todo malestar en dolor, como medio de evitar toda cavilación y dramatización sobre el mismo: la persona puede hacer frente a su dolor, dejárselo sentir, como única manera de liberarse de él; humildad para aceptarse sin justificarse y sin hundirse: justificación y hundimiento implican un falseamiento de la verdad, un alejamiento de la humildad; capacidad de entrega en servicio, en lugar de encerrarse en sí mismo.

Esas actitudes son «síntomas» del talante, pero también a la inversa: son esas actitudes las que van favoreciendo, la emergencia y el fortalecimiento de ese talante, entre cuyos rasgos apuntaría los siguientes: Una persona con talante es una persona que, frente a la rutina, apuesta por la vida; frente al «facilismo», mantiene activa la voluntad; frente a la complicación, vive una actitud de sencillez; frente a la superficialidad, se vive desde el fondo en una actitud de cercanía amorosa y de presencia consciente a sí misma; frente a la indiferencia, es dócil al «movimiento» interior que la empuja a ir construyendo un mundo más habitable.

Un talante así no se improvisa. Requiere un trabajo sobre sí mismo, que implica varias dimensiones y que resultará más fácil y más eficaz con el acompañamiento de una ayuda competente. Requiere conocerse en lo mejor de sí mismo, conocimiento imprescindible para que la persona pueda identificarse con ella misma y vivir en coherencia con quien es de fondo; sacar a la luz las actitudes que vive hacia sí —¿cómo me relaciono conmigo?, ¿cómo me trato?, ¿qué siento hacia mí?—, y cultivar actitudes constructivas como la comprensión, la valoración, el cariño...;

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conocer las dificultades y los bloqueos, para poder trabajar en su curación. Este trabajo irá haciendo posible la identificación y unificación, de modo que la persona pueda vivirse de un modo armonioso y abierta a la vida y a la realidad. Si la persona no se ama sanamente a sí misma, en quien ella es, esa misma necesidad de amarse aparecerá de un modo distorsionado, en reacciones y comportamientos desajustados con ella misma y en las relaciones con los demás. Es imposible una relación serena y positiva con los otros sin una relación serena y amorosa con uno mismo.

La fe da talante

Cuando se trata de una experiencia auténtica, la fe es un poderoso motor de crecimiento y de puesta en pie. Es totalmente coherente: en la experiencia creyente, la persona se siente en contacto con Aquel/Aquella que es la fuente de la vida y de la personalización, contacto que en el sujeto se percibe como luz y fuerza, por las que queda renovado.

Si se me permite, en mi experiencia personal, distingo con claridad dos etapas en el modo de vivir la relación con Dios, con los efectos que producían en mi vida. Durante mucho tiempo, predominó en mí la idea de un Dios exterior, al que creía tener acceso a través del «cumplimiento» de la ley que, me decían, nos había comunicado. Este modo de vivirme me provocaba una tensión voluntarista y una insatisfacción casi permanente. Evidentemente, algo no funcionaba; el voluntarismo no me facilitaba el encuentro con Dios. Por otro lado, siempre había sentido una intuición, una llamada interior a abrirme a la presencia de Dios en lo más profundo de mí.

Fue esa intuición, unida a la búsqueda de fidelidad al mensaje de Jesús y al trabajo psicológico sobre mí, lo que me permitió avanzar en el encuentro con Dios en lo profundo de mí mismo. Desde ahí, noto con gozo cómo se ha

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enriquecido mi relación personal con Jesús y mi comprensión de su mensaje, así como la unificación de la vivencia. Va desapareciendo el voluntarismo y, por supuesto, la insatisfacción, pero crece el compromiso evangélico y la apuesta interior por la fidelidad.

La misma expresión, absolutamente nuclear en la fe cristiana, «Dios es amor» reviste para mí un contenido nuevo, experiencial. Dios no es, en primer lugar, fuente de «exigencia», como se me había enseñado, sino donación: Dios es aquel que se me está dando en todo momento, por amor y, al dárseme, me da la vida, minuto a minuto. Me viene, espontánea, la imagen del manantial, del que, siempre activo, brota el agua en permanencia. El manantial es, para mí, una metáfora preciosa del Dios de la vida, de quien estamos «saliendo» en permanencia. Y la palabra de Jesús: «Si conocieras el don de Dios...» (Jn 4,10), me remite a lo más profundo de mí, viviéndome presente a mí mismo en aquel de quien me estoy recibiendo.

Nunca terminaré de agradecer lo que este encuentro con Dios ha supuesto y está suponiendo para mí, convirtiéndome en testigo del poder transformante de la fe, en todos los niveles de la persona. Sigo teniendo interrogantes y, de vez en cuando, dialogo con el «ateo» que aún da vueltas en mi interior. No me asusto cuando aparece, trato de comprender sus razones, pero, al remate, vuelvo siempre a la experiencia vivida y, en ella, reencuentro la verdad y la luz. Soy un convencido de que la fe se «verifica» a posteriori; como expresa el evangelio de Juan: es necesario «creer» para «ver». ¿Cuáles son los momentos en que he vivido más la plenitud en mi vida; cuándo me he sentido ser más yo mismo, identificándome con lo que estaba viviendo; cuándo ha salido lo mejor de mí hacia los demás? La respuesta a estas preguntas me remite invariablemente a los momentos en que he podido vivirme más conscientemente desde Dios como fuente de mi vida y de toda vida.

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Hoy mismo, ¿cómo experimento la presencia de Jesús resucitado en mi vida? Cuando, en medio de lo que puedo estar viviendo, me dejo entrar en «diálogo» con él, si de verdad conecto con su presencia, experimento el cambio que se opera en mí: su presencia me ha transformado en ese momento concreto. A posteriori, verifico que he creído, me he fiado de él, y eso es lo que me ha permitido «ver», me ha transformado.

Pero, insisto, se requiere una condición esencial: ha de tratarse de auténtica experiencia, lo cual no ocurre cuando la fe se vive a nivel cerebral. Y, si tenemos en cuenta que el encuentro con Dios requiere el de la persona con ella misma, de nuevo nos hallamos con la necesaria colaboración entre psicología y espiritualidad, no como realidades paralelas, sino en interacción conjuntada. Comprendo que este modo de verlas resulte más difícil de aceptar para aquellos que, de un modo consciente o no, viven aún cualquier resto de «dualismo», separador de lo humano y lo divino. No es raro encontrar en la Iglesia este dualismo, que lleva a hacer lecturas equívocas de la realidad, precisamente por moverse en esos «dos planos».

Cuando hablamos de talante y fe, los cristianos podemos volver la mirada a Jesús: en él encontramos a alguien que ha vivido una experiencia única de Dios y un talante admirable. Ambas cosas, en él, tampoco corren paralelas; su talante nace precisamente de su experiencia de Dios.

El talante de Jesús

A partir del Evangelio, me atrevo a subrayar cinco rasgos de la personalidad de Jesús, que configuran también el talante de su vida. En una imagen de círculos concéntricos, estos rasgos irían del exterior hacia el interior: en cada uno de ellos, ahondamos algo más en esa personalidad.

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1. Jesús aparece, en un primer nivel, como un hombre «extraño» y coherente. En una ocasión, pregunta a sus discípulos qué dice la gente sobre él. Ellos le contestan: «Algunos dicen que eres Juan Bautista; otros, Elias; otros, alguno de los profetas» (Me 8,27). Ahí tenemos varias respuestas, pero de Jesús se decían más cosas. Sus parientes decían que «estaba loco» (Me 3,21); sus enemigos —autoridades y líderes religiosos— decían que estaba endemoniado (Me 3,22) y le llamaban «comilón y borracho» (Le 7,34), «amigo de pecadores» (Mt 11,19), «blasfemo» (Me 2,7). Junto a esto, de él también se decía que «nunca hemos visto nada igual» (Me 2,12), «todo lo ha hecho bien» (Me 7,37), quedando la gente «admirada de su enseñanza, porque enseñaba con autoridad y no como los maestros de la ley» (Me 1,22).

Por las cosas que dice y hace, por su misma manera de vivir, Jesús aparece como un hombre «extraño». Los estudiosos están de acuerdo en calificarlo como un «marginal» (usando el término que da título a una obra fundamentada de J. P. Meier), un maestro-profeta itinerante y desinstalado. Pero, al mismo tiempo, es un hombre que llama la atención, porque es profundamente coherente: no hay distancia entre lo que dice y lo que hace, entre él mismo y su mensaje. Llama la atención porque es un hombre íntegro, reconocido como tal incluso por sus enemigos (Me 12,14): total y radicalmente honrado.

2. Jesús fue también un hombre pobre y al lado de los pobres. Este rasgo ha quedado señalado en el Evangelio, desde el nacimiento en un pesebre ajeno hasta la muerte en una cruz también ajena. A alguien que pretendía seguirlo, le contesta: «Los zorros tienen sus cuevas, las aves del cielo sus nidos, pero el hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza» (Me 10,21).

Se le ve habitualmente al lado de los pobres, previene contra la riqueza y amenaza a los ricos («Ay de vosotros los

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ricos...»: Le 6,24), une el anuncio del Reino de Dios con el hecho de que «lospobres reciben la Buena Noticia»: no hay Buena Noticia si no es para los pobres (Le 4,18; Mt 5,1-12; Mt 11,4-6; Le 7,22-23; Mt 25,31-46). Jesús se dirige a los pobres asegurándoles que Dios es el que toma partido por ellos, porque Dios es Aquel que está con el que sufre.

3. Ahondando un poco más en su personalidad, descubrimos a Jesús como un hombre libre, con una libertad sorprendente y contagiosa (reaparecerá en sus seguidores después de la experiencia de Pascua). Entregado a todos, no se aliena a ninguno. Es libre ante su familia (Me 3,21.31-35), ante sus amigos (Me 8,31-33), ante los especialistas de la ley (Mt 23), ante la presión social, ante el poder político, ante los dirigentes religiosos del Sanedrín, ante las pretensiones de la gente que pretende hacerlo rey (Jn 6,15). Es libre también ante las tradiciones, las normas y los ritos, cuando van en contra de la persona.

Libre ante el poder, ante el dinero, ante el prestigio (el relato de las tentaciones es paradigmático), Jesús sólo se siente «esclavo» de la voluntad del Padre. Cuando se ha entendido a Dios como un gran patrón, el sometimiento a su voluntad resultaba alienante. Sin embargo, en una experiencia auténtica de Dios, se descubre que siempre es fuente de libertad: cuanto más se vive la unidad con Dios, tanta más libertad se adquiere, porque Él nos libera de cualquier otra realidad a la que pudiéramos estar atados. Ésta es la experiencia de Jesús y, precisamente porque Dios es el todo para él, no es esclavo de nada y, no siendo esclavo de nada, es libre para amar, puede vivir para los demás.

4. Con esto, llegamos a un rasgo absolutamente central de la personalidad de Jesús: la fraternidad. Jesús es el hombre para los demás. Es alguien que sabe ver, en cada persona que se le acerca, a un hermano, a una hermana. Aparece como un hombre profundamente acogedor, parti-

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cularmente con quienes se sentían más discriminados por cuestiones sociales o religiosas (enfermos, pecadores, mujeres, niños; Zaqueo, María Magdalena, la mujer adúltera...). Sabe ver a la persona en su situación y es capaz de ponerse en su lugar: se compadece (literalmente, «se conmueve en sus entrañas») ante la necesidad y el sufrimiento (Mt 14,14; 15,32; 20,34; Me 1,41; 6,34; 8,2; 9,12; Le 7,13). Esto no significa que sea un iluso o que desconozca la inestabilidad del corazón humano: es consciente de que el ser humano necesita ser perdonado «setenta veces siete» (Mt 18,22). Pero, con todo eso, apuesta decididamente por una nueva relación con los hombres y mujeres, una relación caracterizada por el hecho de que nadie le es extraño, como queda plásticamente reflejado en la parábola llamada del «buen samaritano»: Le 10, 29-37.

Para él, el valor supremo es la persona. Por eso, la defiende siempre, por encima de cualquier otra pretensión, de cualquier norma (Ley, sábado, tradiciones...), y condena la religión cuando intenta situarse «por encima» del ser humano. De hecho, lo único que Jesús condena es la hipocresía y el orgullo, especialmente cuando se oprime de cualquier modo a personas necesitadas (Mt 12,1-8; 23). «No es el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre»: ésta máxima sintetiza bien el criterio ético de Jesús (que, en su Iglesia, hoy, debería traducirse por: «No es el hombre para la Iglesia, sino la Iglesia para el hombre; no es el hombre para los dogmas o normas o ritos, sino los dogmas, las normas y los ritos, para el hombre»).

Su mandamiento único es el amor. Así le responde al maestro de la ley, que probablemente estaba convencido de que el primer mandamiento era el cumplimiento del sábado, y así queda proclamado entre la «parábola en acción» del lavatorio de los pies y la muerte en la cruz: Jn 13,1-17. Es un amor que incluye el perdón (el amor al enemigo): un amor gratuito e incondicional.

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«Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian... Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a quienes los aman. Si hacéis el bien a quien os lo hace a vosotros, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores se prestan entre ellos para recibir lo equivalente. Vosotros amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio; así vuestra recompensa será grande y seréis hijos del Altísimo. Porque él es bueno para los ingratos y malos. Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Le 6,27-36).

Vive la fraternidad hasta tal extremo, se siente tan unido al ser humano, particularmente al que sufre, que afirma tajantemente que a él se le ama cuando se ama al ser humano en necesidad: «Tuve hambre y me distéis de comer»(Mt 25,31-46). Éste es, según Jesús, el criterio de la verdadera religiosidad. En esta parábola, se otorga el premio hacia los que han actuado con misericordia hacia Dios oculto en el necesitado. Como ha escrito Rafael Aguirre:

«La experiencia de Dios más específicamente jesuánica no es la introspección, ni la meditación transcendental ni la búsqueda de la paz interior, sino la apertura a las llamadas de Dios desde el hermano necesitado, desde las personas que sufren... El correlato de la fe cristiana, de la experiencia cristiana y de la misma oración cristiana no es Dios en sí mismo, sino el Reino de Dios, Dios en su proyecto de salvación para la humanidad».

Cuando insiste tanto en la radicalidad del amor como su único mandato, Jesús aporta su propia vivencia del amor, como bondad, acogida, cercanía, fraternidad, defensa de la persona, entrega y servicio. La razón de su ser y de su

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vivir son los otros: «No he venido para ser servido, sino para servir» (Me 10,45); «Con el mismo amor con que yo os he amado, amaos también los unos a los otros» (Jn 13,34). El suyo es un amor gratuito e incondicional, un amor que incluye el perdón (hasta en el momento de morir: «Padre, perdónalos...»), un amor que no se detiene ante nada (críticas, trampas, traiciones, negación, abandono, odio...). Es un amor tan verdadero y tan nuevo que sorprende, escandaliza, irrita a quienes de pronto se descubren espantosamente pobres de amor, y provoca en otros, igualmente pobres pero disponibles, un cambio radical de vida.

Vive ese amor, porque mira siempre a la persona desde la óptica del amor. Al encontrarse con una persona, ve prioritariamente en ella a alguien a quien amar, a un hermano con quien se siente unido, cuya suerte comparte, por lo que nada del otro le deja indiferente.

Es un modo de amar tan genuino que impactó profundamente a quienes estuvieron cerca de él. Muchos oyentes recibieron las palabras de Jesús como expresión de un amor inimaginable. En torno al año 100, cuando se escribe el cuarto evangelio, lo expresan de esta manera: «Jesús, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1), (donde «extremo» significa «límite máximo», «plenitud»). Y, cuando un amigo suyo tiene que hablar de él a quienes no lo habían conocido, resume así su vida: Jesús fue el hombre que «pasó haciendo el bien» (Hech 10,38). Un creyente de nuestro tiempo, muerto en un campo de concentración nazi, Dietrich Bonhoeffer, ha definido a Jesús, en una expresión totalmente ajustada, como «el hombre para los demás». Así aparece ciertamente Jesús, como un hombre tan libre, que pudo vivirse íntegramente para los demás. Nos resulta difícil imaginarlo y, más aún, abrirnos a la experiencia de un amor así, porque no conocemos a personas que se muevan únicamente por el amor. Pero, como ha escrito un teólogo en el siglo XX, «un amor así permanece grabado para siempre en la memoria de la humanidad» (Karl Adam).

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5. ¿Cuál es el «secreto» de este hombre? Con esta pregunta, tocamos el núcleo de su personalidad, el corazón de Jesús: su secreto es el Padre. Jesús aparece desde el principio como alguien que vive una experiencia única con Dios, al que se dirige como Abba (Padre), percibiéndose y viviéndose a sí mismo como hijo amado y dócil, de donde derivan dos actitudes que recorren toda su existencia: la confianza y la disponibilidad.

En Marcos, Jesús aparece identificado como «el Hijo» en tres momentos claves: en el bautismo, que marca el inicio de su misión (1,11); en la transfiguración, como momento central de su vida (9,7); y en la cruz, en labios de un pagano (15,39). De este modo, de principio a fin, queda enmarcada con claridad la identidad más profunda de Jesús. De hecho, el mismo Marcos tiene cuidado de afirmarlo solemnemente ya en la primera línea de su evangelio: «Comienzo de la buena noticia de Jesús, Mesías, el Hijo de Dios» (1,1).

Por su parte, en Lucas, encontramos algo similar. En su Evangelio, la primera y última palabra que pronuncia Jesús se refieren al Padre: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?» (2,49); y en la cruz: «Padre, a tus manos confío mi espíritu» (23,46).

Pero es, sobre todo, Juan quien va a profundizar en la persona de Jesús como el Hijo unigénito, en quien Dios acampa entre nosotros, porque «el que me ve a mí, está viendo al Padre» (14,9); «el Padre y yo somos uno» (10,30). En el evangelio de Juan, el Padre aparece como la referencia constante; el Jesús joánico se expresa en estos términos: vengo del Padre, voy al Padre, hablo lo que me dice el Padre, hago lo que veo hacer al Padre, he venido para hacer la voluntad del Padre y ése es mi alimento (Jn 4,34; 8,29; 13,1, etc.).

En su relación con el Padre, Jesús vive intimidad ( Me 1,35; Le 5,16; 6,12; Mt 11,27; Jn 10,30; 14,9), confianza

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(Mt 6,25-34; Le 23,46; Jn 10,17-18; Jn 16,32), docilidad (Le 2,49; Jn 4,34; Mt 6,9-14; 26,39; Jn 17), porque percibe a Dios como el Padre misericordioso que «es bueno con los ingratos y los malvados» (Le 6,35-36) y «hace salir el sol sobre malos y buenos» (Mt 5,45). Lo que define a Dios, según Jesús, no es su poder (como entre los paganos), ni su juicio (como el Bautista), sino su bondad, su amor misericordioso (Le 15), gratuito e incondicional. En Jesús, Dios ha dejado de ser ambiguo: es únicamente Amor.

El «secreto» de Jesús es el Padre, de cuya experiencia Jesús extrae dos certezas que marcan su existencia y que nos permiten comprender su talante: la primera es que «yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo» (Jn 16,32); la segunda es que «mi alimento es hacer la voluntad el Padre y llevar a cabo su obra» (Jn 4,34). Como decía antes, precisamente porque sólo busca hacer la voluntad del Padre, puede descansar en él en toda circunstancia. No hay fuente mayor de seguridad y de entusiasmo que la certeza de vivir como hijo amado y dócil.

Cuando decía que, en Jesús, Dios ha dejado de ser ambiguo, me refería también a su voluntad. Al hablar de este tema, se ha dado a veces la idea de un Dios «caprichoso» que hoy podía querer una cosa y mañana otra, como una divinidad arbitraria, ante la que no se sabía bien a qué atenerse. Incluso cuando, entre creyentes, se decía «lo que Dios quiera», parecía como si Dios pudiese querer cualquier cosa. En Jesús, el Hijo dócil, descubrimos que la «voluntad del Padre» no es algo caprichoso o arbitrario que nos llegaría desde «fuera»; la voluntad del Padre es el bien del ser humano y coincide —como en Jesús— con la plena realización de la persona.

Con estos rasgos me parece que queda patente el «talante» de Jesús. Pueden señalarse otros: Jesús es un hombre de paz en medio del conflicto. El conflicto marca toda su vida y, sin embargo, Jesús hace de toda su vida una buena noticia. Los evangelios recogen este rasgo, enmarcando la existencia entera de Jesús entre dos saludos de «paz»,

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desde el anuncio de Belén («paz a los hombres (que son) amados de Dios»: Le 2,14) hasta el saludo del Resucitado («la paz esté con vosotros»: Le 24,36).

Jesús es un hombre profundamente crítico de la institución religiosa. Es cierto que, en aquella cultura, la religión permeaba toda la vida social, en un régimen teocrático. Sin embargo, no por ello deja de ser significativo que el objeto central de la crítica de Jesús sea justamente la religión. Esto es algo que, a los creyentes (mucho más, a los creyentes en él), no tendría que pasarnos desapercibido: los hombres «construimos» una religión para alcanzar a Dios... y cuando Dios viene a nosotros desenmascara la religión, que lo terminará matando. Podemos edulcorar las críticas de Jesús, pero si las recibimos con limpieza, veremos qué queda de la religión, no sólo de la judía. Si no somos lúcidos, si no nos dejamos convertir realmente por el Evangelio —y seguimos espiritualizándolo—, podemos darle más razones al ateo y ultraconservador Maurras, que decía admirar a una institución como la Iglesia católica, porque era capaz de rezar cada día el Magníficat y, a la vez, neutralizar sus enseñanzas. Si leemos el Evangelio desde la institución, corremos el riesgo de neutralizar el mensaje de Jesús, convirtiéndolo de crítico de la religión en fundador de otra nueva.

Para vivir el talante de Jesús

Para poder vivir el talante de Jesús, necesitamos convertirnos a él. Necesitamos descubrirnos como hijos amados y dóciles, e ir trabajando todo lo que no nos deje vivirnos así. Como en Jesús, ésa es la realidad que nos define en nuestra identidad más profunda. Si cada uno de nosotros pudiera hacer una descripción de su personalidad en círculos concéntricos, de lo más exterior a lo más nuclear, de lo más periférico a lo más profundo, en el centro del último círculo,

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podríamos leer: soy un hijo amado de Dios y dócil a su voluntad.

Todo nuestro ser clama por vivirse así. Lo que ocurre es que, a menudo, nos vivimos lejos de nuestra realidad o nos conformamos con pequeñas compensaciones, que no llegan nunca a llenarnos por completo. Puede aplicársenos lo que el profeta pone en boca de Dios: «Me han abandonado a mí, fuente de agua viva, para excavarse aljibes, aljibes agrietados, que no retienen el agua» (Jer 2,13).

Necesitamos acercarnos limpiamente a Jesús, acogerlo y obedecer su palabra. Creer en él significa también «darle la razón», cuando estamos tentados de optar en una dirección opuesta, aunque nos queramos justificar. Hemos de estar particularmente atentos a que el interés por construir la Iglesia no deje nunca en segundo plano la referencia a Jesús. No basta decir que no hay oposición entre ambos. Puede haberla y, de hecho, históricamente, la ha habido hasta extremos incomprensibles. Convertirnos es también dejarnos criticar, como Iglesia, por la palabra de Jesús.

Me parece que esto hemos de aplicarlo también cuando, con demasiada facilidad, se habla de que la Iglesia es perseguida. A mí me cuestiona el hecho de que la Iglesia no es criticada por parecerse a Jesús; al contrario, muchos de los críticos —aun no siendo cristianos— lo que le piden es que se parezca más. Seamos honestos: los sacerdotes del templo de Jerusalén también se sentían perseguidos por Jesús. Nosotros no estamos a salvo porque pongamos por delante el nombre de «Jesús»; necesitamos vivir su mismo talante. No serán principalmente nuestras palabras las que evangelicen, sino nuestro talante. Nuestro talante será el que nos haga creíbles en el mundo, un talante de hombres y mujeres en pie, al servicio de los demás, sobre todo de los débiles. No basta con ser personas «religiosas»; es necesario ser «personas».

En María percibimos ese talante: me refiero a sus actitudes de mujer atenta y pronta, abierta a la realidad, lúcida

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y disponible. Se habla de ella como de la mujer que fue «de prisa» a visitar a Isabel. María es la mujer llena de la «prisa» de Dios. Evidentemente, esta prisa no tiene nada que ver con el agobio ni la ansiedad. Es la urgencia que caracteriza el mensaje de Jesús: «he traído fuego a la tierra y cómo desearía que estuviera ya ardiendo» (Le 12,49).

Al acercarnos así al Evangelio, caen por tierra nuestras imágenes de un Dios apático o desinteresado por el mundo y descubrimos a un Dios que «tiene prisa», porque ama apasionadamente y, porque ama, quiere que la humanidad, hombres y mujeres, sus hijos amados y sus hijas amadas, lleguen pronto a su realización. Es el Dios que dice: «En seguida, traed el mejor vestido y ponédselo» (Le 15, 22). Es el Dios que, en su amor ardiente (nupcial), apremia a la humanidad: «Todo está a punto: venid a la boda» (Mt 22,lss).

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3. Mirar con el corazón

La mirada

Recuerdo la tremenda incomodidad que sentía, siendo adolescente, porque no «podía» mirar directamente a los ojos a personas que sentía «superiores» a mí; una incomodidad que se agrandaba por el hecho de que desconocía absolutamente la causa, con lo cual terminé pensando que yo era un «bicho raro», diferente e inferior a los demás. Lo que un adolescente puede llegar a sufrir por este motivo, sólo él lo sabe.

La mirada —o mejor, lo que tiene que ver con la experiencia de ser, o no ser, mirado— ocupa un lugar muy relevante en la estructuración de la personalidad. El primer medio de acceso del bebé con el mundo exterior es su cuerpo. A través de él, experimenta sensaciones que le aportan seguridad o ansiedad, calor (afecto) o frío (abandono), etc. Pero inmediatamente entra en juego la mirada: el niño busca con sus ojos una respuesta «gratificante» a la vez que va haciendo la experiencia de sentirse mirado. En la calidad de la mirada que recibe, el niño, sumamente perceptivo en esa etapa, aprende a mirarse, es decir, empieza a formar su propio autoconcepto. Dicho de modo más simple: el niño aprende a mirarse tal como se siente mirado por las personas significativas para él.

El proceso es el siguiente: el niño es mirado (o no mirado) de un modo determinado; así es como aprende a mirarse a sí mismo, formando una imagen de sí y de su propio

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valor (o no valor); proyecta a los demás esa forma de ser mirado, llegando a creer que todo el mundo lo mira de esa determinada manera.

Esa proyección incluye el modo como la persona, si crece en un ambiente religioso, se siente mirada por Dios. Era Sartre quien decía que no podía soportar a un Dios que lo mirara incluso en el cuarto de baño. Y era popular, hace un tiempo, aquella letrilla que decía: «Mira que te mira Dios, mira que te está mirando...». Cuando alguien siente la mirada como una intrusión o una amenaza, es de suponer que ha habido en su infancia miradas de ese tipo. Si un niño se ha sentido amenazado por la mirada de su padre, tendrá muy difícil abrirse a una mirada positiva de parte de Dios. El propio Sartre, después de la expresión citada, tuvo la honestidad de referir las miradas familiares que habían amargado su infancia.

Las experiencias son tantas como las personas. Pero si un niño no se ha sentido mirado, no ha visto que sus padres «perdieran el tiempo» sencillamente para mirarlo, es probable que llegue a la conclusión de que él no tiene valor o no es digno de ser mirado, incluso de que hay algo «malo» dentro de él. Es probable también que él tampoco quiera «perder el tiempo» en mirarse (ni pueda hacerlo), y que «no se deje» mirar por los demás, porque no se siente digno o, también, porque sentirse bien mirado le despertaría un dolor demasiado grande, al despertar su necesidad pendiente.

Lo que parece cierto es que, detrás de una mirada huidiza o esquiva, hay mucho dolor, consciente o reprimido. Del mismo modo, detrás de una mirada «vanidosa», de quien aparece como autosuficiente, suele haber una compensación, por exceso, de una mirada no limpia sobre sí: sólo tiene necesidad de destacar el que se siente inferior, aunque sea inconscientemente. Volviendo a nuestro tema, puede afirmarse que lo vivido con la mirada marca fuertemente la evolución psicológica de la persona. De esto tiene evidencias cotidianas cualquiera que trabaje en relación de ayuda:

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qué pasa con la mirada de las personas y cómo evoluciona en la medida en que va arreglando sus conflictos, la dificultad de muchas personas para quedarse ante un espejo detenidamente, mirando su propio rostro... En cierto sentido, puede decirse que la salud psicológica de la persona puede medirse por la calidad de su mirada hacia ella misma. Incluso me atrevería a insinuar que el ejercicio de la mirada puede convertirse en un camino de autosanación, desde la acogida benevolente.

Ver y mirar

A su vez, la forma en que alguien se mira a sí mismo condiciona el modo de mirar a los demás y el modo de mirar la realidad. Es imposible que yo pueda mirar serena y positivamente a los demás si no puedo mirarme a mí mismo. Con lo cual, aquí encontramos otra clave: si quiero enterarme de cómo me miro, basta que vea cómo miro a los demás.

Si no me miro a mí mismo, lo único que podré hacer es verme. Y eso mismo me ocurrirá con el resto de la realidad. Una cosa es ver, para lo cual puedo estar incluso a distancia de mí, y lo que veo no me afecta en lo más mínimo, y otra muy distinta, mirar, donde percibo la realidad desde lo mejor de mí, tratando de alcanzarla en su profundidad, y dejándome afectar y cuestionar por ella.

Todos tenemos seguramente experiencia de esos distintos modos de aproximarnos a la realidad, incluso cuando vemos las noticias por televisión: puedo verlas simplemente desde la curiosidad, desde mi afán por estar enterado de todo..., o desde mi sentimiento de comunión y de compromiso con la humanidad. A este último modo de mirar es al que podemos llamar «mirar con el corazón», en el sentido bíblico, donde «poner la mirada» es «poner el corazón».

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Mirada creyente de la realidad

En alguna espiritualidad (o formación espiritual), ha podido dar la impresión de que la mirada creyente consistía justamente en «no mirar». No hace tantos años, parecía que el recogimiento cristiano consistía en dirigir la mirada al suelo. En otras, quizás más extendidas aún, parecía que el creyente tenía que tener «dos miradas»: una dirigida a Dios y otra dirigida al mundo. Con ello, la espiritualidad ha corrido el riesgo de desnaturalizar lo más medular de la experiencia cristiana: la unidad Dios-hombre. En efecto, la encarnación del Hijo de Dios significa que toda la realidad queda divinizada, y que Dios está definitivamente unido a ella, hasta el punto de que no podemos pensar a Dios al margen de ella, ni pensarla a ella al margen de Dios.

Este mensaje cristiano es coherente también con el razonamiento filosófico. Dios no puede estar «separado» de la realidad, por cuanto «lo infinito» y «lo finito» no son dos magnitudes separadas —en ese caso, lo infinito ya no sería tal—, sino que el primero «contiene» al segundo. Esto es lo que permite a algunos teólogos' hablar de «pan-en-teísmo» (Dios-en-todo).

El hecho de verlas como realidades «separadas» llevó a la espiritualidad a una de las mayores tergiversaciones y de sus mayores peligros: el dualismo, manifestado luego en la separación fe/vida, donde cada una parecía discurrir por senderos diferentes, y que llevaba a dividir la realidad en dos ámbitos enfrentados: lo celeste y lo terreno, lo sagrado y lo profano, lo religioso y lo secular..., Dios y el hombre,

1 Quiero destacar expresamente la labor que viene desarrollando entre nosotros ANDRÉS TORRES QUEIRUGA, a quien expreso especialmente mi reconocimiento y gratitud. De entre sus obras, merecen destacarse: Recuperar la salvación, Santander, Sal Terrae, 19952; Creo en Dios Padre, Santander, Sal Terrae, 1986; Recuperar la creación, Santander, Sal Terrae, 1997; El problema de Dios en la modernidad, Estella, Verbo Divino, 1997; Fin del cristianismo premoderno, Santander, Sal Terrae, 2000.

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con, aparentemente, intereses también enfrentados, donde lo que quería el hombre parecía contrario a lo que quería Dios, y a la inversa.

La encarnación nos hace caer en la cuenta de que la mirada creyente de la realidad es necesariamente una mirada global, «inclusiva»: es mirar la-realidad-en-Dios y a Dios-en-la-realidad. Esta es la mirada contemplativa, una mirada que, en realidad, arranca ya de la concepción bíblica de la creación: «Y vio Dios que todo era muy bueno» (Gen 1,31).

Mirada contemplativa

Decía más arriba que, en la imaginería popular, se ha entendido la creación como «fabricación»: Dios «crea», fuera de sí, el mundo, que queda ya desligado de Él, del mismo modo que un objeto producido por una persona queda separado de ella. Es comprensible que la imaginación juegue esta mala pasada, por cuanto no tenemos ninguna experiencia de lo que puede ser la creación. Sin embargo, el «acto creador» es otra cosa.

Dios crea «desde dentro» (¿desde dónde, si no?) y crea «en presente»: la creación no significa que el mundo fue puesto en marcha en un momento histórico determinado para seguir luego por su cuenta. La afirmación bíblica de creatio ex nihilo significa que no se trata de una «fabricación», sino que Dios crea «desde dentro», como donación de amor, hasta el punto de que podemos reconocerlo, se trata sólo de parábolas, como raíz, fuente, origen, vida... de quien está brotando (está siendo creada) toda vida. Por otro lado, la afirmación de santo Tomás de Aquino sobre la creatio continua hay que entenderla en su sentido más fuerte: la realidad está siendo creada en permanencia, y nosotros con ella: yo estoy siendo creado en este mismo instante, estoy siendo creado en permanencia... Con este simple

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apunte, quedan de manifiesto las hondas consecuencias de esta visión para la vida y la espiritualidad cristianas.

Una primera consecuencia se refiere a la mirada creyente como mirada contemplativa. Una mirada contemplativa es aquella que alcanza la profundidad de lo real. Sabe «ver» más allá de la superficie, del primer plano, percibiendo la vida, en su fuerza, su valor, su bondad y su belleza. Una mirada contemplativa percibe esa vida, incluso bajo apariencias de debilidad, maldad y fealdad. Esto significa, desde otro lado, que sólo desde esta mirada puede brotar el amor, por cuanto esa forma de mirar es la que despierta nuestra admiración ante las personas y ante la realidad. El amor nace siempre de la admiración ante la bondad y la belleza.

La mirada contemplativa nos abre también a la presencia de Dios, desde el momento en que Dios es la profundidad de lo real, la vida de la vida. En la medida en que podemos abrirnos a esa dimensión de profundidad, en la realidad que nos rodea y, sobre todo, en nosotros mismos, nos estamos abriendo a la «presencia ignorada» (V. Frankl), pero fundante y originante de toda la realidad, que llamamos «Dios». De ese modo, evitamos la trampa de pensar en un Dios separado o en un Dios exterior. La mirada contemplativa percibe a Diosen-la-realidad, como la fuente de toda ella. Así, la mirada contemplativa es siempre fuente de unificación personal.

Pero hay más. El cristiano no sólo percibe a Dios en toda la realidad, sino que trata de ajustarse para ver toda la realidad desde Dios (tal como Dios la ve). Esta es la mirada que podemos llamar «profética». Es la mirada que destacaba antes en María y que queda patente en el canto del Magníficat; es la mirada característica de Jesús.

Dificultad de mantener una mirada contemplativa

Las dificultades para mantener esa mirada son las mismas que encontramos para vivirnos desde quienes

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somos de fondo, desde lo mejor de nosotros mismos. Esto es así, porque esa mirada sólo puede nacer de ese «lugar» interior donde nos sentimos nosotros mismos: es el «lugar» de donde brota la vida, la bondad, el amor, la alegría..., es el lugar donde la persona se siente habitada por Dios.

La experiencia nos dice que es difícil mantenernos en ese lugar. En unos casos, ese lugar apenas ha emergido a la consciencia porque la persona se desconoce en quien es de fondo. En otros, puede verse tironeada desde otros lugares más superficiales: los miedos, las necesidades, las ambiciones... En uno y otro, el resultado es el mismo: la persona se vive lejos de sí. Y, desde esa lejanía, no es posible mantener una mirada contemplativa.

Es necesario un trabajo sobre sí que haga posible el acercamiento a uno mismo, para poder conocerse en quien se es, liberando ese «yo profundo» de las heridas y los malos funcionamientos que lo tienen ahogado. Este trabajo es imprescindible para todo aquel que quiera vivirse en profundidad; es imprescindible para todo aquel que quiera vivir su dimensión creyente, que no es, en línea con lo que decía más arriba, sino la dimensión profunda de lo real.

Cómo me miro

Decía antes que el modo de mirar a los otros y a la realidad está necesariamente condicionado por el modo como la persona se mira a sí misma. Y éste, a su vez, es deudor del modo como se sintió mirada. Con todo, es posible un trabajo sobre sí que permita ir liberando una mirada ajustada hacia sí mismo y, en consecuencia, hacia los otros y hacia toda la realidad.

El primer paso consiste en tomar conciencia del modo como me miro: ¿cómo es la mirada que me dirijo a mí mismo? Todos nos miramos necesariamente de algún

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modo. Pero puede ocurrir que no seamos habitualmente conscientes de él. Para hacerlo consciente, necesitamos detenernos con nosotros mismos, si es necesario, ante un espejo, y observar cómo me miro. ¿Qué veo en mí de positivo? ¿Qué veo en mí que no me gusta? ¿Puedo permanecer tranquilamente conmigo mismo, sereno ante mi propia mirada..., o más bien la rehuyo? Es obvio que esta mirada en permanencia se relaciona con la capacidad de soledad y silencio, de descanso interior y, por tanto, de oración.

Una vez que he tomado conciencia de la mirada que me dirijo, puedo preguntarme por los medios que me van a ayudar para favorecer una mirada serena hacia mí. Quizá no lo consiga yo solo. Necesitaré comprender por qué me miro de esa determinada manera: todo lo que nos ocurre tiene un porqué; necesitaré cuidar una actitud más constructiva hacia mí mismo; necesitaré quizás hacer la experiencia de la mirada de alguien que sepa verme en quien soy de fondo... Afortunadamente, cada vez disponemos de más medios de formación.

En cualquier caso, vale la pena dedicar unos minutos cada día para tomar conciencia del modo como me miro y como me trato, para sacar a la luz el diálogo interior que mantengo conmigo durante las veinticuatro horas del día, muchas veces sin enterarme. ¿Cuáles son los «mensajes» que me envío a mí mismo? Hacer consciente todo eso es el primer paso para que el cambio sea posible. Vale la pena y es un tiempo bien invertido, en todos los sentidos, porque, en la medida en que la persona puede mirarse de un modo sereno, ajustado, en lo mejor de ella misma, aprende a mirar también de ese modo toda la realidad: emerge su capacidad de ver a las personas en lo profundo de ellas mismas; de ver toda la realidad en la vida, buena y hermosa, que la sostiene. La persona está descubriendo su mirada contemplativa: está aprendiendo a mirar con el corazón.

Para aprender a mirar

Curiosamente, esta forma de mirar no es algo que la persona tenga que «fabricar» y conseguir, como si fuera algo ajeno a ella. Al contrario, la mirada contemplativa es la mirada original, la mirada propia del ser humano. El trabajo va dirigido a recuperarla, en el caso de que haya quedado oscurecida.

El niño nace con esa forma de mirar. Pero son sus primeras experiencias en ese campo las que harán que esa manera de mirar emerja cada vez más o, al contrario, que se vea obligado a ocultarla, adoptando otras miradas para poder defenderse de lo que percibe como amenaza del exterior.

Aprendemos a mirar según el modo como nos hemos sentido mirados y/o según como vemos que miran los adultos que nos son significativos. En realidad, en principio, imitamos, por la sencilla razón de que lo que hacen los adultos nos parece lo adecuado. Ahora bien, en esas miradas que le llegan, el niño puede sentirse amenazado. El miedo y el dolor harán que el niño se defienda, también con su forma de mirar, evitando la mirada, mostrando dureza, desconfianza..., o quedándose sólo en lo superficial. De este modo, el niño desconecta de su mirada original y empieza a desarrollar una mirada defensiva, según como hayan sido sus primeras experiencias.

Reencontrar entonces la mirada original, la mirada contemplativa, requerirá un trabajo psicológico que, como en cualquier otro aspecto, deberá desarrollarse en tres direcciones: abrirse a esa mirada original, aunque a la persona le resulte nueva; trabajar y curar el dolor que hay detrás de todo miedo, de toda mirada no limpia; recurrir a la voluntad para reeducar la forma de mirar, pasando de una mirada «aprendida» a la mirada original, de una mirada «superficial» a la mirada que brota de lo profundo de sí.

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Para todo este trabajo, es normal que se necesite ayuda competente. Si la mirada se «desvió» en el marco de una relación, será en el marco de otra —en este caso, acogedora y sabia— donde con más facilidad y eficacia pueda reencontrarse.

La mirada de Jesús

A través del Evangelio, podemos acercarnos a la mirada de Jesús. Por razones de claridad, podemos distinguir distintas situaciones, para apreciar, del modo más completo, cómo es esa mirada.

Para empezar, el Evangelio apunta intencionadamente que, cuando Jesús se encuentra con alguien, lo «ve» (Me 1,16), utilizando el mismo verbo que usa el Génesis para, en el relato de la creación, subrayar que «vio Dios que era bueno». Ante quien se le acerca, Jesús tiene una mirada de cariño, como aparece en el caso del «joven rico»: «Jesús lo miró fijamente y le mostró su amor...» (Me 10,21). Ante el sufrimiento, su mirada es de compasión. Y «compasión», en el Evangelio, no se refiere a una emoción pasajera, de pena o de piedad por quien sufre, sino que afecta a las entrañas de la persona que la experimenta y se convierte en eficacia liberadora hacia quien se encuentra en una situación de sufrimiento y debilidad.

De hecho, los sinópticos usan la expresión «se le conmovieron las entrañas». Para el mundo hebreo, las «entrañas» son el lugar donde tienen su sede los afectos, como la ternura, la compasión, la benevolencia, la pena. De Yahvé se dice que «se le conmovieron las entrañas», que es un «Dios misericordioso {entrañable), y clemente». Con respecto a Jesús, se usa ese mismo verbo (conmoverse las entrañas, compadecerse), en situaciones en que aparece la debilidad o el sufrimiento: ante la multitud hambrienta, «como ovejas sin pastor», ante el leproso, el ciego, el epi-

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léptico. Es el mismo verbo con el que Jesús caracteriza la actitud de los personajes de sus parábolas, cuando se enfrentan a una situación de necesidad humana: ante el hombre malherido (Le 10,33), ante el siervo aplastado por una gran deuda (Mt 18,27), ante el hijo que, hundido, vuelve a casa (Le 15,20). Ninguno de ellos tiene nada a cambio de lo que va a recibir.

A Jesús «se le conmueven las entrañas» cuando mira la necesidad humana, porque se deja afectar por ella, porque ve a la persona, cuya vida está siendo ahogada por esa necesidad. Desde esa mirada, Jesús actúa con eficacia liberadora. La suya es una mirada que le lleva a actuar y a comprometerse, igual que los personajes de las parábolas citadas.

Ante la vida o quizás, con más exactitud, al contemplar la acción de Dios-en-la-vida, la mirada de Jesús es de gozo, admiración, gratitud, alabanza. «En aquel momento, el Espíritu Santo llenó de alegría a Jesús que dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra» (Le 10,21). Jesús mira la realidad en su dimensión más profunda, y eso es lo que le permite descubrir al Padre, gozosa y agradecidamente, en el corazón de la misma.

Con todo, lo que más me llama la atención —porque se trata de un test definitivo de verificación— es el hecho de que Jesús mantenga esa misma mirada ante quienes lo niegan y asesinan. La mirada a Pedro, tras haber renegado de su Maestro (Le 22,61) es de ese mismo signo. La mirada a sus asesinos sigue siendo una mirada de bendición y de vida: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Le 23,34).

En resumen, Jesús es alguien que mira con el corazón, entendiendo por corazón, como es en el mundo semita, el centro de la persona, su realidad más profunda. Como decía antes, sólo desde ese «lugar» puede brotar una mirada contemplativa, la «mirada de Dios». En efecto, es en ese «lugar», donde podemos sentir la presencia de Dios en nosotros; y, desde ahí, podemos mirar a los otros con la mirada con que Dios mira a sus hijos y a sus hijas.

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Dios mira con el corazón

El monje argentino Mamerto Menapace, gran creador y contador de cuentos, narra uno que viene muy bien aquí.

«Muere un abogado y va al cielo. Al llegar, encuentra una gran alameda preciosa, no ve a nadie y entra. La alameda desemboca en un espacio paradisíaco, pero sigue sin ver a nadie; él entra. Estando allí, observa un trono resplandeciente vacío. Queriendo probar todo, se sienta en el trono. Al lado, ve unas gafas y, sin pensarlo dos veces, se las coloca: eran las gafas de Dios. Gracias a ellas, ve en el acto todo lo que está ocurriendo en la tierra. Y así comprueba que su socio, abogado como él, está engañando miserablemente a una pobre viuda. Preso de la rabia, agarra una banqueta que había junto al trono, lanzándola contra la cabeza de su colega. En ello estaba, cuando aparece Dios. Al ver a Dios, nuestro hombre se azora y empieza a dar explicaciones. Dios lo va tranquilizando con mucho cariño: «Has hecho bien en entrar, hijo. Todo lo mío, incluido el trono, es tuyo». «Pero —le sigue diciendo el abogado— ocurre que me he puesto tus gafas, he visto a mi socio actuando mal y le he lanzado una banqueta». Dios, con el mismo cariño, le responde: «¿Sabes? Para poder usar las gafas de Dios, es necesario tener el corazón de Dios».

También con su forma de mirar, Jesús nos revela a Dios. Es cierto que, en la Biblia, se superponen distintas imágenes de Dios, pero Jesús desmiente definitivamente la visión de un dios justiciero, afirmando que «Dios ama a los ingratos y malvados» (Le 6,35), y nos permite reconocer la tradición más limpia que recorre el Antiguo Testamento. Ya desde la primera página del Génesis, se insiste (por siete veces) en que la mirada de Dios es una mirada creadora, que ve la realidad en su bondad y su belleza («y vio Dios que era bueno»). El Creador mira la «tierra informe y desierta» y le parece «buena» (Gen 1,2.10), y su mirada la transforma.

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El creyente israelita sabía bien que «Dios no mira la apariencia, sino el corazón»{\ Sam 16,7). No es, por tanto, nuestra «apariencia» la que puede «detener» o «desviar» la mirada de Dios ni provocar su castigo. Dios mira «con el corazón» el «corazón» de toda la realidad, y ese «corazón» es la obra que ha salido, que está saliendo, de sus manos.

Eso no significa evidentemente que la mirada de Dios sea indiferente, como si todo diera igual. Es una mirada que quiere la vida «y vida en plenitud» (Jn 10,10) —en efecto, «Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo por medio de él»: Jn 3,17— y es una mirada que está del lado de los que sufren, de aquellos en quienes la vida está más aplastada. Así se nos revela en Jesús, en línea con toda la tradición profética. Así aparece también, sin dejar lugar a dudas, en el libro que recoge el inicio de la experiencia creyente del pueblo de Israel en un Dios liberador. En el comienzo del libro del Éxodo, con imágenes antropomórficas, vemos a un Dios que vibra ante el sufrimiento del pueblo y que se alinea decididamente con él para sacarlo de la esclavitud y conducirlo a la vida.

«El Señor siguió diciendo: He visto (ésa es la mirada de Dios) la aflicción de mi pueblo, en Egipto, he oído el clamor que le arrancan sus opresores y conozco (en el sentido bíblico, no es sólo «enterarse», sino que se trata de un conocimiento experiencial) sus angustias. Voy a bajar a liberarlo del poder de los egipcios. Lo sacaré de este país y lo llevaré a una tierra nueva y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel (alimento y dulzura). El clamor de los israelitas ha llegado hasta mí. He visto también la opresión a que los egipcios los someten» (Ex 3, 7-9).

En este texto precioso y denso, sobre el que volveremos más despacio en el próximo capítulo, queda claro que la mirada de Dios no es «neutral»; no es la mirada de un espectador que observa la realidad desde lejos. Se trata de una mirada que sale del corazón, de una mirada cargada de amor y de compromiso, de una mirada creadora y transfor-

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madora. Ser creyente es dejarse alcanzar por esta mirada de Dios, dejarse transformar por ella, hasta escuchar también, como Moisés: «Ve, pues; yo te envío al faraón para que saques de Egipto a mi pueblo... Yo estaré contigo» (3,10.12).

Dejarnos mirar por Dios

En la relación con Dios, el creyente sabe que la iniciativa parte de Él. Él es el origen de nuestra vida. Ser criatura es vivirse vuelto a Él, de quien nos estamos recibiendo en permanencia; a Él, que nos «amó primero» y está creándonos por amor.

Ser creyente es dejarse entrar en esta relación primera con la fuente de la vida, consentir a vivir en Él, dejarse amar y mirar por Él, de modo que esa relación nos vaya haciendo vivir lo que somos de fondo, lo que somos por creación: hijos amados y dóciles, tal como se vivió Jesús, el Hijo.

Sin embargo, dejarse mirar por Dios no es fácil. Cuando una persona encuentra dificultad en mirarse a sí misma serenamente, o cuando le cuesta dejarse mirar por otros, ¿cómo va a poder dejarse mirar por Dios? De nuevo, vemos la necesidad de un trabajo psicológico, que permita a la persona abrirse con limpieza a la mirada del Dios que nos «mira con bondad», tal como proclama el canto de María.

De todos modos, a partir del mensaje de Jesús, sabemos que la mirada de Dios siempre es una mirada de amor incondicional. Su mirada nos alcanza, en la medida en que podemos abrirnos a esa dimensión en nosotros, en lo más profundo, donde Él nos habita. No es la mirada de un dios justiciero del que debamos huir para estar a salvo; es la mirada de Aquel que, «poniendo sus ojos» en nosotros, está poniendo todo su «corazón».

Por eso, podemos cantar con María: «Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se estremece de gozo en Dios,

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mi Salvador, porque ha mirado con bondad mi pequenez». No es fácil expresar con menos palabras la verdad y la actitud espontánea de la criatura. Nuestra verdad de criaturas tiene esa doble cara: por un lado, somos pequeños y lo constatamos a cada paso en nuestra vida cotidiana; por otro, esa pequenez está siendo mirada con bondad por el Creador. Somos capaces de «cosas grandes», como también canta María, porque somos objeto de un amor sin condiciones por parte de Dios. Nuestra pequenez nunca es motivo de desesperanza o de hundimiento, porque está siendo acogida y sostenida, «hecha grande» por el amor de Dios: ésa es nuestra verdad completa; olvidar uno de esos aspectos es quedarnos sólo con una «media verdad».

Y de esa verdad es de donde arranca la actitud espontánea de toda criatura, de todo ser que se ha descubierto como alguien que está siendo creado en permanencia por amor: estremecerse de gozo en Dios. Es el gozo de la vida, que estalla en la experiencia de Aquel que nos hace vivir.

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4. Dejarse afectar

Ponerse en la piel del otro

«Dejarse afectar» significa comprender la vivencia del otro —en la Biblia, se diría «conocer»— y solidarizarse efectiva y eficazmente con él. Es, pues, algo que tiene que ver mucho con la mirada, de la que hablaba más arriba, y con el corazón.

En el Evangelio, encontramos unas páginas insuperables sobre lo que significa y cómo vivir el «dejarse afectar». En la parábola llamada del «buen samaritano» (Le 10,25-37), es este hombre el que, a diferencia de los hombres del templo —el sacerdote y el levita—, al ver al que está malherido «al borde del camino», se conmueve —se deja afectar— y actúa de un modo eficaz en su favor. Al contrario, en la parábola del siervo perdonado e incapaz de perdonar a su compañero (Mt 18,23-35), se retrata plásticamente la actitud del que no se deja afectar ni conmover, a pesar de lo que él mismo ha recibido, superabundante y gratuitamente.

Jesús insta a vivir ese comportamiento en la incomparable parábola del «juicio final», donde, aparte de subrayar su identificación con todo tipo de persona necesitada, ofrece un criterio incontestable para evaluar la conducta religiosa: la actitud vivida hacia el necesitado, en lo que san Juan de la Cruz expresaría bellamente: «A la tarde de la vida, nos examinarán en el amor». Sin embargo, es claro que esa actitud sólo puede vivirse cuando la capacidad de amar ha

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emergido en la persona. Es decir, no se trata sólo de querer, sino de poder.

Una persona sólida y amorosa

Precisamente porque no se trata sólo de «querer», para poder dejarse afectar por las distintas situaciones que viven las personas, es necesario que la persona sea suficientemente sólida y, a la vez, tenga la voluntad y la capacidad de amar de ese modo.

Sólo alguien suficientemente sólido puede acercarse al sufrimiento humano con entereza. De lo contrario, será inevitable que adopte posturas defensivas, para ponerse a salvo de situaciones que vería como amenazadoras para su mínima seguridad. Sólo alguien que quiera situarse en el amor y que, al mismo tiempo, sienta viva su capacidad de amor, podrá mirar a las personas amándolas en sus situaciones y, por la eficacia de ese mismo amor, comprometiéndose por ayudarlas a vivir.

Es precisamente la solidez personal y la capacidad de amar lo que hace que la persona, al «dejarse afectar», pueda asumir el sufrimiento, el malestar —la «cruz»—, que se deriva del compromiso a favor del otro. Así, nos vemos remitidos, de nuevo, a una cuestión básica: ¿Cómo avanzar en la solidez personal y cómo crecer en el amor?

La solidez personal implica la identificación de la persona consigo misma, lo cual supone que se conozca en quien es de fondo y que viva coherente con esos rasgos profundos que la constituyen. Esto significa que lucidez y solidez van muy unidas. La lucidez hace referencia al conocimiento de sí, hasta el punto de moverse con «familiaridad» por el propio mundo interior. La solidez se va construyendo en la medida en que la persona se compromete con ella misma, con quien es de fondo, en un ejercicio continuado de fidelidad a quien ella es en lo mejor de sí misma.

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Ese ejercicio es precisamente el que va haciendo que la persona avance en la identificación con ella misma, hasta el punto de que pueda llegar a experimentar su propia identidad, como un «lugar» interior, delimitado y firme, en el que poder hacer pie, con una sensación de seguridad, fuerza, confianza, calma..., en una palabra, una sensación de consistencia: en efecto, una persona sólida es una persona consistente, psicológicamente adulta y equilibrada.

Es la persona en pie la que podrá dejarse afectar. En todo ese trabajo para crecer en solidez, la persona crecerá también en su capacidad de amor, ya que experimentará, en un momento u otro, que uno de los rasgos más característicos de su identidad es precisamente su capacidad de amar, y que no podrá llegar a identificarse con ella misma hasta que no viva más y más ese amor al ser humano.

Trabajo sobre sí y sabiduría del Evangelio

El hilo de la reflexión me lleva a destacar dos puntos que cobran un relieve especial. El primero se refiere a la importancia del trabajo psicológico sobre sí mismo. Si no queremos quedarnos en «buenos propósitos» o, lo que es mucho peor, si no queremos vivir engañados sobre nosotros mismos —¿quién no conoce a personas «religiosas», totalmente incapaces de amar y que, sin embargo, predican con frecuencia sobre el amor?, ¿cómo se explica esa contradicción, de la que la persona suele incluso no ser consciente?, ¿cómo podría «dejarse afectar» una persona narcisista que tiene todas sus energías concentradas en sí misma?—, necesitamos un trabajo psicológico, en tres direcciones, que nos permita: conocernos en quienes somos, para poder ponernos en verdad (esto es la lucidez); poner los medios para favorecer la identificación con nosotros mismos (haciendo posible así la solidez y la consistencia); y curar las heridas psicológicas que,

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enquistadas, bloquean el despliegue de la vida y de las capacidades de la persona.

El otro punto es la admiración que experimento ante la asombrosa coherencia entre psicología y Evangelio, al caer en la cuenta de que todo encaja. Esto produce en mí una sensación gozosa de armonía interior. Aquí radica, a mi modo de ver, la sabiduría del Evangelio en su comprensión del ser humano, de quien es y de quien puede llegar a ser.

El ser humano logrado es el ser humano en pie, sólido y consistente. Y eso se viene a identificar con el ser humano que ama, hasta el punto de que puede convertirse en un criterio de verificación: no hay solidez humana sin amor —lo contrario, no pasará de ser pura «fachada»—, pero parece que tampoco se puede amar si no hay solidez.

Acogerse a sí mismo, para poder acoger

No se le puede pedir a alguien que acoja a los demás, si no es capaz de acogerse a sí mismo. No se puede pedir a alguien que sea paciente con los otros, si es sobreexigente consigo, etc. Y, en contra de lo que pudiera parecer, no es fácil que la persona viva una sana acogida de sí. Más frecuentemente, se cae en el narcisismo o en el auto-reproche.

La autoestima es, por distintos motivos, una palabra devaluada, pero la estima, el aprecio de sí mismo es una actitud básica que condiciona todo lo demás. Por autoestima entendemos la percepción evaluativa de sí mismo '.

1 J. V. BONET, Sé amigo de ti mismo. Manual de autoestima, Santander, Sal Terrae, 1997, p. 18. Se trata de un librito sencillo y sugerente. Por otro lado, son muy interesantes las advertencias críticas que sobre la autoestima, y desde un punto de vista psicoana-lítico, plantea C. DOMÍNGUEZ MORANO, LOS registros del deseo. Del afecto, el amor y otras pasiones, Bilbao, Desclée de Brouwer, 2001, pp. 181-208. En síntesis, viene a decir que la autoestima es sólo un medio, una etapa intermedia, para poder alcanzar lo que ha de ser el fin —el objetivo— de la formación: desplegar la capacidad de amar y de trabajar; de otro modo, en la práctica, será engullida por el narcisismo.

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lOUOS leñemos iiccesaiiaiiicinc una auiucvaiuaoiun, ^uno-tiente o no, de un determinado signo, positiva o negativa: todos nos vemos de un determinado modo, aunque nunca nos hayamos detenido a preguntarnos cuál es.

La importancia de hacerla consciente y de trabajarla radica en el hecho de que la autoestima influye decisivamente en el modo cómo nos vemos a nosotros mismos, cómo nos tratamos, cómo vemos la realidad y cómo tratamos a los demás. Creo que no es exagerado decir que, en la mayor parte de las dificultades relaciónales, afectivas, emocionales, que sufre una persona, si se repiten, suele esconderse un problema de autoestima. Por eso, ante cualquier dificultad de ese tipo, es bueno preguntarse: ¿Cómo vivo la relación conmigo mismo?

Voy a tratar de ejemplificar esta afirmación. Cuando una persona cree que no vale, se verá a sí misma sin valor, anodina, gris; verá la realidad como algo oscuro, triste; alimentará sentimientos de tristeza y de resentimiento hacia sí misma; verá a los demás como rivales, pensando que valen más que ella, a la vez que estará resentida por ello.

La persona que tiene miedo a los otros se verá encogida, tímida, no capaz, avergonzada; verá la realidad como algo hostil, amenazador; no se gustará a sí misma y, por el mismo miedo, no podrá experimentar la alegría de vivir, pudiendo llegar incluso a sentir odio hacia sí misma, al creerse culpable de su propio miedo; verá a los otros como potenciales «enemigos», por lo que estará habitualmente a la defensiva, haciendo muy difíciles y nada gratificantes sus relaciones.

La persona, por fin, que se siente a gusto consigo misma, se ve como una persona valiosa y limitada, reconociendo sus valores y capacidades, así como sus limitaciones y defectos; ve la realidad de un modo sereno y positivo, sintiéndose a gusto en ella; vive hacia sí actitudes de comprensión, aceptación y valoración; ve igualmente a los demás como personas valiosas, entrando en relación serena y positiva con ellos.

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Es importante tener en cuenta, sobre todo para las personas que suelen situarse a la defensiva ante todo lo que es la ayuda psicológica, que lo contrario de la autoestima no es la estima de los otros, sino la desestima propia y, en consecuencia, la desestima de los demás. Todo esto nos hace ver que el trabajo sobre la autoestima no es una afición para gente desocupada o narcisista; es la condición para que la persona pueda vivir como persona.

¿De dónde proviene la dificultad, tan frecuente, de amarse a sí mismo? Globalmente, sin entrar ahora en detalle, podemos afirmar que esta dificultad es consecuencia de la falta de respuesta a la necesidad de sentirse amado, particularmente en la infancia. Porque el amor es reactivo, emerge con facilidad en la experiencia de sentirse amado. Pero cuando ésta no se ha dado, es fácil que en el niño se instalen diversos mecanismos psicológicos que le hagan difícil el descubrimiento de sí mismo en positivo y que lleguen a bloquear el sentimiento de su propio valor.

La comprensión de lo vivido y el trabajo sobre ello, mejor con una ayuda capaz y competente, pueden hacer posible el «desbloqueo» y la vivencia progresiva de actitudes positivas hacia sí. En todo caso, será necesario abrirse a la experiencia de la realidad positiva que habita en el fondo de todo ser humano y que constituye el núcleo de su personalidad: ahí está lo estimable de la persona; y es evidente que, para tener una autoestima positiva, se necesita conocer y experimentar lo «estimable» de sí.

¿Qué es lo que podemos estimar de nosotros mismos?

Un trabajo de este tipo parte de la certeza de que el ser-humano está habitado por una realidad buena y valiosa. Un cuento hindú habla de que, al principio, todos los hombres eran dioses. Cuando el señor de los dioses decidió quitarles ese poder, se preguntó: «¿Dónde esconder su divini-

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dad para que no la descubran?; ¿debajo de la tierra?, ¿en lo profundo del océano? No, dentro, en lo profundo de él mismo: ahí nunca se les ocurrirá buscar».

Ese cuento expresa bien la resistencia del ser humano a buscar, dentro de sí, el verdadero tesoro. ¿Por qué la persona es tan reacia a entrar dentro de sí? La respuesta es compleja. Por un lado, puede ser que la persona se haya «acostumbrado» a vivirse a distancia de sí y ni siquiera se le ocurra la posibilidad de vivirse de otro modo o no sospeche de la existencia de lo que podemos llamar «mundo interior». Por otro, la persona puede sentir miedo a entrar en su interior, porque, debido a experiencias dolorosas ya olvidadas, ha hecho la asociación entre «interior» y soledad. ¿Por qué, si no, les cuesta tanto a las personas quedarse «a solas» con ellas mismas? Aunque nuestra mente lo haya olvidado, nuestra sensibilidad mantiene grabado el recuerdo de experiencias de soledad.

Sin embargo, «debajo» de los posibles sentimientos reprimidos de soledad, a un nivel más profundo, está nuestro tesoro. Es triste constatar cómo muchas personas se quedan con aquello que no les gusta de sí mismas o en una mirada completamente superficial de sí mismas o en un lamento continuado. Sin embargo, debajo de todo eso, debajo de lo que nos duele, debajo también de una imagen que a veces pretendemos dar para compensar un vacío o para defendernos de algo que queremos ocultar, debajo de todo eso, está nuestra verdad más honda, el «lugar» donde podríamos encontrar el gozo de vivir, la fuerza, la paz, la libertad personal.

Ese «tesoro» es nuestro valor y nuestra bondad; valor y bondad que nacen de la misma vida. La persona puede estimarse en su valor y en su bondad, es decir, en su vida. Para abrirnos a esas realidades, necesitamos apoyarnos en nuestra humildad, para aceptar sencillamente nuestra verdad. Desde ella, podremos aceptar que somos más que nuestras reacciones desproporcionadas, más que nuestra imagen

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negativa, más que lo que nos duele, más que nuestros errores y defectos, más que nuestras dificultades; podremos comprender que es distinto «cómo funciono» de «cómo soy» —aunque tengamos que avanzar hacia una identificación cada vez mayor— y que, funcione como funcione, sigo siendo una persona valiosa y buena. Esta realidad, en la medida en que la persona se rinde a ella, es la que puede transformar su vida.

El ser humano es un ser «habitado»

En la medida en que la persona se va adentrando en su mundo interior, se abre a la vida que la habita y la sostiene y, desde ahí, a la dimensión más profunda de la existencia, donde puede hacer la experiencia de una realidad que la transciende, a partir de dos sensaciones profundas cargadas de significado.

La primera es una sensación honda de confianza, que no nace de mi mente, ni que yo me «fabrico», sino que descubro en lo profundo de mí: es la sensación de que, a pesar de todo, puedo confiar; es la sensación «incuestionable», evidente, de que «todo tiene sentido»; de que el fondo de la vida es positivo, y puedo abandonarme a él en descanso. Escucho en lo profundo de mí, antes de que mi inteligencia intervenga, una «voz» que me dice: Puedes confiar.

La otra es la sensación de estar recibiendo mi vida en permanencia; constato que mi vida, lo mejor de mí —como dirían García Morente o Gabriel Marcel— no procede de mí. O, como escribía Teilhard de Chardin, «me recibo más de lo que me hago a mí mismo». O, en expresión de U.von Balthasar, «el hombre es un ser con un misterio en su corazón que es mayor que él mismo». En síntesis, yo no me doy la vida; constato sencillamente que me es dada, y que lo que a mí me toca es acogerla. Constatar que mi vida me es dada, me pone en presencia de Alguien que me «llama» a

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la existencia «desde dentro» y con quien puedo entrar en relación.

De este modo, el ser humano puede descubrirse como un ser habitado por la divinidad, habitado por un misterio que le desborda por los cuatro costados, y ante el cual se deja entrar en una actitud de asombro, contemplación y gratitud confiada.

Pero esto no lleva a ningún «quietismo». La persona que se descubre «recibida», en el mismo movimiento, se percibe también a sí misma «vuelta» a Dios, de modo que el sentido de su existencia se realiza en ese «estar vuelta» en docilidad a Aquel de quien se está recibiendo.

Esta experiencia, contrastada con la de hombres y mujeres creyentes de distintas épocas, me lleva a dos conclusiones destacadas. La primera es la convicción de que, como decían los Padres de la Iglesia, «la fe es la sensación de Dios». Esta expresión puede sonar fuerte a quien ha recibido una formación religiosa muy intelectualizada o muy centrada en los contenidos llamados «doctrinales», desconfiando, a la vez, del mundo de las sensaciones. Sin embargo, sólo si hay «sensación de Dios», puede decirse que la persona vive una fe adulta, de la que puede dar razón. La fe sólo es tal si es personal.

No se vive «de oídas». No basta creer lo que otros dicen, ni siquiera porque sea la Biblia quien lo diga. Buda lo expresó con claridad:

«No creáis por la fe que prestáis a unas tradiciones, aunque hayan estado en vigor durante muchas generaciones y en muchos lugares. No creáis una cosa porque muchos hablen de ella. No creáis por la fe que prestáis a los sabios del pasado. No creáis lo que os habéis imaginado pensando que os lo ha inspirado un Dios o un ángel. No creáis nada por la mera autoridad de vuestros maestros. No creáis nada porque yo os lo haya enseñado. Una vez examinado, creed lo que hayáis experimentado por vosotros mismos y hayáis reconocido que es beneficioso y útil para vuestro bien y el de los demás. Sed la antorcha de la verdad».

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No hacerlo así sería propugnar un infantilismo religioso vacío, porque no estaría sustentado en una experiencia personal, y peligroso, porque puede quedar a merced de otros. Dios nos llama a un encuentro personal. Cada uno ha de encontrar su camino hacia Dios. El encuentro verdadero con Dios sólo es efectivo si pasa por un encuentro consigo mismo en profundidad.

Por otro lado, la segunda «conclusión» tiene que ver con el «nombre» de Dios. Desde este acceso psicológico-fenomenológico del que vengo hablando, me queda claro que el «primer nombre» de Dios, tal como el ser humano lo experimenta, es atracción. Dios es «Aquel que atrae», con lo cual se nos revela desde el principio como totalmente atrayente y atractivo; otra cosa distinta es la imagen que los creyentes tenemos, efectiva y afectivamente, de Él.

¿Qué me hace decir eso? Al entrar en mí, experimento un «movimiento» de ser atraído, de ser suavemente «aspirado» hacia lo más profundo de mí, hacia mi propio «centro» vital. Lo que me atrae es una dimensión de profundidad, y una profundidad que siento habitada. Me atrae la aspiración a vivirme unido, conectado, a la raíz de mi vida: tiene un sabor de nostalgia, de añoranza; al mismo tiempo, es un anhelo de totalidad, de plenitud.

Oigo en mí una «voz» que me reclama desde dentro, una voz que no sólo no me es extraña, sino que me resulta familiar. Esa «voz» me remite a una realidad que resuena en lo más profundo de mí, inseparable de mí: como una realidad que se me comunica, cálida, amorosa, gozosa; como «mi todo», y experimento cómo me resitúa eficaz y suavemente, sintiéndome llamado a vivirme en referencia constante a ella. Es la realidad que da sentido a mi vida: una Realidad creadora —en presente—, origen de mi vida, y con la que me siento llamado a entrar en relación, una relación en la que me deje alcanzar por ella e impregnarme de ella. Ahí me brota un sentimiento de hijo, como aquel que está reci-

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biéndose y siendo llamado a la vida, y me aparece la persona y el mensaje de Jesús. Al acercarme a él, descubro que su experiencia ayuda a «leer» mi propia experiencia; más aún, que él «lee» ajustadamente lo que voy viendo dentro de mí. Es esto lo que me lleva a darle mi adhesión y a vivir así la fe en él de un modo «personal», a la vez que constato que Jesús de Nazaret no sólo revela a Dios, sino que revela también al ser humano, haciéndonos descubrir nuestra verdad más profunda.

Como Jesús, y a su luz, me siento también hijo amado, amado desde mi raíz, nacido —y naciendo— del amor. Nace un movimiento de abrirme a la vida, de decir «sí»a la vida, irguiéndome en quien soy. Es un movimiento a vivirme como hijo amado: reconciliado conmigo y con la vida, con los otros y con el entorno. Desde aquí, me descubro valioso y bueno para Dios. ¡Descubro que Dios es el primero en acogerme, en estimarme!

Acoger a los otros

La experiencia nos hace ver que la distancia que nos separa de los otros es la misma que la que nos separa de lo mejor de nosotros mismos. Esto explica por qué la acogida de sí mismo nos abre y nos hace disponibles para acoger a los demás. A nivel profundo, toda persona es apertura y donación: cuando alguien se acoge —y se vive— a ese nivel, es imposible que pueda experimentar sentimientos hostiles hacia otros. Todo ser humano puede hacer esta afirmación: mi yo profundo quiere el bien de las personas. Según lo que venimos diciendo, para que emerja la capacidad de amar, para «dejarnos afectar» por la situación de los otros, para poder amar efectivamente, se requiere, por un lado, que la persona pueda acogerse y amarse a sí misma y, por otro, que tenga la voluntad de vivir de acuerdo con lo que es de fondo.

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Las dos condiciones son igualmente importantes. He insistido antes en la primera de ellas: sólo una relación positiva consigo misma permite a la persona vivir positivamente la relación con los demás. Repito esta convicción que me conmueve y sé hasta qué punto cala hondo en los demás: la distancia que experimenta con respecto a los otros y con respecto a Dios es la misma que vive con respecto a lo mejor de sí. En este campo, no hay «trucos», atajos, ni voluntarismos eficaces.

Pero es igualmente importante subrayar la segunda condición. Todos tenemos sobrada experiencia de la fuerza que tienen nuestras necesidades sensibles, nuestra tendencia a la comodidad y a la «instalación», la fuerza del egocentrismo. Todo ello puede conducirnos, más fácilmente de lo que creemos, a vivirnos lejos de lo mejor de nosotros, lejos de nuestra capacidad de amar y, por tanto, lejos de los otros. Más todavía en un ambiente cultural impregnado de individualismo cómodo y satisfecho, quien quiera vivir el amor efectivo a los otros, quien quiera vivir «dejándose afectar» por las situaciones de los otros, necesita optar cada día, conscientemente, por vivirse así, y tener activa su voluntad para que esa opción se traduzca efectivamente en su vida.

Este talante de vida comporta necesariamente esfuerzo y renuncia. Cuando alguien se «deja afectar», indudablemente «queda afectado». Es lo que los cristianos reconocemos en la cruz de Jesús. Pero justamente la «cruz», quitado cualquier matiz dolorista con que a veces se ha presentado, valorando el sufrimiento por sí mismo, es garantía de una vida entregada y fecunda, como el «grano de trigo» que ha de pudrirse para dar fruto.

Sin amor no hay conocimiento de Dios

La corriente profética, en la Biblia, había unido conocimiento de Dios y práctica de la justicia. En esa corriente se

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sitúa también Jesús y en todo su mensaje podemos reconocer la advertencia de que el encuentro con Dios pasa necesariamente por el encuentro con los otros en el amor servicial.

No basta decir «Señor, Señor», sino cumplir la voluntad del Padre, y la voluntad del Padre es que el ser humano viva, y viva en plenitud. El criterio de un comportamiento «religioso» es que «tuve hambre y me disteis de comer». No cabe engaño: tratamos a Dios exactamente igual como tratamos a las personas, particularmente las que se encuentran en estado de necesidad. Así se denuncia cualquier forma de vivir la religión como «refugio» o compensación, que no serían sino comportamientos alienantes.

Pretender vivir el encuentro con Dios al margen del encuentro con los otros necesitados, es caer en la idolatría, que consiste en establecer una ruptura trágica entre la afirmación teórica de Dios y la negación práctica de la justicia. De ello se deriva que la cuestión de la justicia —del amor efectivo— es tan religiosa como la cuestión de Dios, al menos en el mensaje cristiano. En un mundo tan fracturado como el nuestro, con una flagrante injusticia estructural a nivel mundial, la iglesia y la conciencia cristiana tiene que replantearse en profundidad qué está diciendo cuando dice «Dios».

Necesitamos despertar del sueño cruel de la inhumanidad, escribe Julio Lois. Hacer la injusticia, o incluso abdicar ante la injusticia, supone negar radical y prácticamente al Dios cristiano. Hacer teología, decir «Dios», sin hacerse eco de ese clamor, es ocultar la realidad de Aquel que se reveló escuchando el clamor de su pueblo (Ex 3,7), y al que Jesús anunció ligando su venida al hecho de que «los pobres reciben la Buena Noticia», los ciegos ven, los cojos andan... (Le 4,18-19).

Jesús, el hombre que «se dejó afectar»

En el relato paradigmático de las «tentaciones», aparece Jesús venciéndolas al asumir una actitud de servicio, acti-

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tud que mantendrá a lo largo de toda su vida y que culminará en su ajusticiamiento. «No he venido a ser servido, sino a servir». Éste podría ser el lema de aquel que, vencidas las trampas expresadas en las tentaciones, se va a mezclar con su gente, por los caminos de Galilea, dejándose afectar por todo el sufrimiento y la miseria en que se encontraba la mayor parte de su pueblo.

Como hemos visto en el capítulo 2, Jesús es, antes que nada, un hombre fraternal. No voy a repetir lo dicho allí. Sólo quiero insistir en el hecho de que Jesús es alguien que sabe ver a la persona en su situación y es capaz de ponerse en su lugar: por eso, se compadece (literalmente, «se conmueve en sus entrañas») ante la necesidad y el sufrimiento (Mt 14,14; 15,32; 20,34; Me 1,41; 6,34; 8,2; 9,12; Le 7,13). Decir que Jesús, o Dios, en el AT, «se conmueve» o «se compadece», traducido por «tiene misericordia», hace alusión a un «movimiento» maternal de vida y de amor, como se pone de relieve en la raíz del término hebreo que se usa.

Un Dios a quien afecta nuestra realidad

El cristiano reconoce en Jesús el rostro humano de Dios. Eso hace que cualquier imagen de Dios que hayamos podido recibir o generar haya de ser contrastada con lo que vemos en la experiencia humana de Jesús. No es que sepamos quién es Dios y, desde ahí, nos acerquemos a Jesús, sino justamente lo contrario: al acercarnos a Jesús, en su recorrido histórico, en su persona, su actuación y su mensaje, vamos descubriendo quién es Dios y cómo se relaciona con nosotros.

Esto significa que no podemos hablar de Dios como el ser impasible, el «motor inmóvil», etc., cuando lo que se nos revela en Jesús es un Dios Padre (Abba), con entrañas de misericordia (Le 15,20), que se alegra cuando nos dejamos encontrar con Él (Le 15,6), porque su voluntad es que

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«no se pierda nadie» (Jn 6,39). En la mejor tradición del Antiguo Testamento, ya se había presentado a Dios como Aquel que ha implicado su suerte con la de la humanidad, sobre todo en la persona de los más necesitados {«el huérfano, la viuda y el extranjero») y de los oprimidos.

Un texto antológico es el que aparece en el capítulo 3 del libro del Éxodo. Dice así:

«El Señor siguió diciendo: He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, he oído el clamor que le arrancan sus opresores y conozco sus angustias. Voy a bajar para librarlo del poder de los egipcios. Lo sacaré de este país y lo llevaré a una tierra nueva y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel. El clamor de los israelitas ha llegado hasta mí. He visto también la opresión a que los egipcios los someten. Ve, pues: yo te envío al faraón para que saques de Egipto a mi pueblo... Yo estaré contigo, y ésta será la señal de que te he enviado: cuando hayas sacado al pueblo de Egipto, me daréis culto en este monte» (Ex 3, 7-12).

Usando un lenguaje antropomórfico para hablar de Dios, pero con una belleza y una hondura admirables, el autor inspirado nos «adentra» en el corazón de Dios. ¿Quién es Dios?

Dios es el que ve la aflicción del pueblo. Pero no es un ver cualquiera, no es la mirada de un espectador desapasionado, como sería la de un dios impasible que contempla la tierra desde su Olimpo; la de Dios es una mirada cargada de pasión por su pueblo. Por eso no es neutral; es una mirada que «toma partido» por los oprimidos. No termina en ella misma; es una mirada para liberar, para dar vida. En una palabra, es una mirada creadora, que le lleva, si podemos hablar así, a implicarse en la suerte del pueblo, pasando a la acción. Para un cristiano, esta «implicación» de Dios con la humanidad llegará a su culmen en la encarnación, en la que el Hijo de Dios compartirá en todo nuestra suerte. Por otro lado, al descubrir así a Dios, los creyentes somos auto-

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máticamente cuestionados: ¿Cómo es mi mirada hacia la realidad, hacia los otros, hacia las situaciones de injusticia...? Como decía en el capítulo anterior, ¿miramos con el corazón?

Dios es el que oye el clamor del oprimido. Ni uno solo de los clamores humanos cae en el vacío. Todo clamor es acogido por Dios y, probablemente, pasado el umbral de la muerte, cada persona sentirá en sí misma el dolor por todos los «clamores» que haya provocado. Por eso, más que oír, de Dios puede decirse que es el que escucha. ¿Quién no ha tenido experiencia de que, al hablar, era oído, pero no escuchado? La escucha en profundidad implica ponerse en la piel del otro, hasta poder «ver» su «paisaje interior», tal como él lo ve; sentir con él: ése es el significado exacto del término com-pasión, traducción literal del griego sim-patía; querer su bien. Una escucha así siempre moviliza a la acción; eso es justamente lo que percibimos en el relato bíblico.

Dios es el que actúa a favor del oprimido. Jesús dice que «mi Padre no cesa nunca de trabajar». La creación no es una obra que haya tenido lugar en el pasado, como si ahora siguiera por inercia. A veces, porque no tenemos otras referencias, hemos podido entender la creación como fabricación. Al fabricar algo, el autor queda al margen de su obra, la cual adquiere una independencia que la hace vivir por su cuenta. La creación, por el contrario, es un concepto teológico. En ella, no hay «distancia» entre Creador y criatura: la creación es siempre presente; el ser de la criatura consiste precisamente en «estar recibiéndose» en permanencia. Dios sigue hoy creando, sigue actuando, para llevar adelante su proyecto de alianza con una humanidad plenamente reconciliada, hasta que Él sea «todo en todos».

Dios es el que hace ser. Actuando siempre, sin embargo, Dios no lo hace a nivel de una causa mundana, con las

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que eventualmente podría entrar en conflicto. Dios no hace cosas; hace que las cosas sean. Dios no hace en lugar del ser humano; hace que el ser humano sea. Así aparece en el texto que estamos leyendo: «Voy a bajar..., lo sacaré..., lo llevaré... Ve, pues: yo te envío..., para que saques a mi pueblo». Es Dios mismo el que baja, el que lo saca, el que lo lleva..., pero en Moisés. Por no «invadir» nuestra autonomía, ése es el «modo de actuar» de Dios, como realidad, misterio transcendente: haciéndonos ser y haciéndonos hacer. Somos nosotros quienes, acogiendo la llamada que Dios nos dirige incesantemente con amor apasionado, hemos de sacar nuestro mundo adelante.

En esta clave, podemos leer la parábola del «buen sama-ritano». Dios ve al hombre malherido al borde del camino, oye su clamor, y quiere socorrerlo. Como a Moisés, también les dice al sacerdote y al levita, que pasan por ese camino, que se compadezcan y lo atiendan. Pero ellos no lo «oyen»; están en otra cosa. Sólo cuando el samaritano «escucha» en su corazón la llamada que Dios le hace, incluso aunque no la identifique como tal, Dios puede «ejercitar» su compasión y su ayuda. Ésta es nuestra responsabilidad.

Dios es el que nos quiere llevar a una tierra que mana leche y miel. Leche y miel significan alimento y ternura. Dios no es sólo quien nos quiere llevar ahí. Más aún, el creyente tiene experiencia de que Dios mismo es «leche y miel», Dios es nuestro alimento y nuestra ternura. Por eso, Dios es nuestra meta y nuestro destino, la liberación que andamos ansiando. En clave cristiana, creo que puede afirmarse con rigor que esas realidades, todas las realidades verdaderamente humanas, no sólo son «algo», sino «Alguien». Dios es la liberación, el cuidado; Él es también el amor, la verdad, la libertad, la alegría... Y a ese nivel ha de darse nuestro encuentro con Él.

Dios es el que está con nosotros en permanencia. «Yo estaré contigo»: el que está haciéndonos ser y haciéndonos hacer. Desde Él podemos llevar adelante su misma llamada

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en favor de sus hijos y sus hijas, en favor de los amenazados en su vida.

Dios es Aquel que se deja afectar hasta el extremo de que, tal como se desvelará en Jesús, su verdadero nombre es «Dios-con-nosotros» (Enmanuel): «Yo estaré-con-vos-otros todos los días hasta el fin del mundo», dice Jesús.

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5. La alegría de creer

Creer, respuesta admirada y agradecida

Si preguntáramos a personas que acuden a la Iglesia qué es la fe, probablemente nos responderían que es «creer lo que no se ve». Esta respuesta revela qué tipo de comprensión y de presentación de la fe ha sido habitual en nuestro entorno católico. Esa presentación hizo especial hincapié en el aspecto doctrinal e intelectual, hasta el punto de que llegaron a ser comunes expresiones del tipo: «depósito de la fe» o «doctores tiene la Iglesia», para referirse a lo que «había que creer». Ello se dio paralelamente a un «olvido» de otras dimensiones del ser humano, con un resultado de empobrecimiento para la comprensión de la propia vivencia creyente, y acentuó aún más la separación fe/vida.

Si volvemos a la Biblia, descubrimos que, ahí, la fe es, antes que nada, confianza, en la que la persona se fía vitalmente de Dios. El creyente se caracteriza precisamente por esa actitud, hasta poder decir con Pablo: «Sé de quién me he fiado». No es extraño que sea precisamente la llamada a la confianza una dimensión prioritaria en el mensaje de Jesús.

La fe es un regalo de Dios que la persona vive como una experiencia personal de encuentro con Él. Como ha quedado dicho más arriba, esa experiencia «ocurre» en lo más profundo del ser humano, en la medida en que éste se abre a su dimensión de profundidad. Esto no significa evidente-

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mente reducir a Dios a una dimensión del ser humano — Creador y criatura no se confunden—, sino tomar en serio tanto al ser humano como a la propia experiencia de fe, haciendo justicia, a la vez, a la revelación bíblica y a la estructura psicológica de la persona.

Planteada así, se descubre que la experiencia de Dios toma a la persona por completo, llegando a ser la experiencia cumbre, como la «clave de bóveda», en la que todo encuentra sentido y consistencia. El encuentro con Dios, experimentado en lo profundo de sí, es lo mejor que le puede ocurrir a una persona.

Como todo lo humano, tampoco esta experiencia está exenta de riesgos. La persona puede engañarse en la lectura de su propia experiencia y como la autoridad religiosa tiene una marcada tendencia a controlarla, es inevitable que haya ahí un factor de tensión permanente. En cualquier caso, habrá que mantener siempre un diálogo fecundo entre evangelio, psicología y realidad sociocultural.

Toda la tradición cristiana ha insistido siempre en el hecho de que la fe es un don de Dios. Esa afirmación podría «traducirse» diciendo que la fe es siempre respuesta, en cuanto que es Dios quien lleva la iniciativa. Pero está claro que por su parte no va a quedar, luego podemos poner todo nuestro corazón en la respuesta. La fe es la respuesta asombrada, admirada, agradecida y comprometida ante el hecho de sentirse amado por Aquel que nos ha llamado y nos sigue llamando a la existencia.

Mirados por Dios

En realidad, todo empieza con la certeza de sentirse mirado por Dios. Sabiéndose mirada y llamada por su propio nombre, la persona se «vuelve» hacia Dios en su interior y, al consentir en esa relación a la que es invitada, dejando «reposar» sobre sí la mirada divina, deja que toda

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su persona sea impregnada por ella, entrando en un proceso de escucha y docilidad.

Como ya hemos dicho, la mirada es un tema psicológico de primera magnitud. Después del cuerpo, es el primer vehículo por el que el niño recibe las sensaciones que le vienen del exterior y que producirán en él sentimientos y mensajes, que se grabarán con una fuerza especial.

A través de la mirada que reciba (o no reciba), del tiempo y de la calidad de la misma, el niño irá «aprendiendo» que él mismo es o no es digno de ser mirado. La mirada de sus padres le hará sentir que su existencia provoca gozo en ellos o, por el contrario, la ausencia de mirada le hará ir sintiendo como un «objeto» más en el que nadie repara.

La mirada amorosa y acogedora, serena y alegre, le irá produciendo una sensación honda de serenidad, gozo y dignidad, que le podrá garantizar un crecimiento psicológico armonioso. Por el contrario, una mirada esquiva o nerviosa le generará ansiedad, y una mirada que él perciba como inquisidora o amenazante le provocará miedo, y eventual-mente culpabilidad, que fácilmente proyectará a otras personas y al entorno mismo, quedándose «fijado» en él, hasta hacerse habitual.

Por todo ello, lo que nos ocurre con nuestra mirada es particularmente revelador de lo que ha ocurrido en nuestra historia y de lo que eso mismo ha producido en la estructura de nuestra personalidad. Personas que encuentran particular dificultad en dejarse mirar prolongadamente, o en mirar a los ojos al otro, o en contemplarse a sí mismas detenidamente ante un espejo mirándose a los ojos: en la relación de ayuda, he podido apreciar la carga de contenido psicológico que se encerraba detrás de cada una de esas reacciones, así como he sido testigo gozoso y agradecido del modo cómo, a medida que iba arreglando sus heridas, la persona «reencontraba» su capacidad de mirar, aquella capacidad que había quedado bloqueada por una experiencia dolorosa en una mirada que no supo «verla» en quien era.

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Si el niño «proyecta» automáticamente la mirada que recibe de sus padres al resto de los adultos, creyendo que todos lo miran como se siente mirado por aquellos, el mismo mecanismo se pone en marcha con respecto a «Dios». Toda referencia a Dios es necesariamente mediada y lo es, en primer lugar, por la figura de las personas significativas para el niño. Es absolutamente normal, y no podría ser de otro modo, que el niño se imagine a Dios como alguien «parecido» a sus padres, en lo que sus padres son para él, y no tanto en lo que le digan sobre Dios.

Cuando a un niño que ha vivido bajo una mirada habi-tualmente seria, fría, distante o amenazadora, se le habla sin más de la mirada de Dios, es probable que se despierten en él los mismos sentimientos temidos y que, si no se resigna resentidamente a ella, esté deseando escapar de esa mirada.

En mi propia infancia, recuerdo haber percibido la «mirada» de Dios como una mirada omnipresente y acusatoria, y más de una vez me sorprendía preguntándome si efectivamente no habría ningún lugar donde Dios no me viera. Esto se hizo todavía más acuciante en la adolescencia, donde «mirada de Dios» era equivalente a «falta» mía. ¿Cómo podría, en esta situación, acercarme a la mirada de Dios como descanso y gozo?

De una imagen ambigua de Dios al Dios Padre de Jesús

La misma formación religiosa ha transmitido una imagen contradictoria de Dios, imagen que aparece también en el Antiguo Testamento. Dios podía ser aquel que se alegraba con su creación, a la que veía «buena», y hasta «muy buena», pero podía ser también aquel que se arrepentía de haberla creado hasta el punto de querer exterminarla; era por igual el creador del Paraíso y el autor del diluvio. En la práctica, el judaismo fue olvidando la idea del hombre-ima-

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gen, que acercaba Dios al hombre y dignificaba a éste, hasta el punto de que, en tiempos de Jesús, en el judaismo predominaba una gran pesimismo sobre la naturaleza humana. El israelita vivía con un sentimiento continuo de culpa y de indignidad.

El Antiguo Testamento presentaba muchos ejemplos de un dios rencoroso y violento, en textos cuya lectura repugna a cualquier persona con un mínimo de sensibilidad humana. Se puede recordar la destrucción de la humanidad por el diluvio (Gen 6-7) o la de las ciudades malditas (Gen 19,24-29), el exterminio por orden divina de los que habían adorado el becerro de oro ((Ex 32, 27-29), la muerte de los hijos de Aarón (Lev 10,1-7), el castigo por haber deseado carne para comer (Num 11,31-35), el de María, hermana de Moisés (Num 12,5-10), la muerte en el desierto (Num 14,26-30), las tremendas maldiciones en caso de infidelidad del pueblo (Lev 16,14-41; Deut 28 15-68), el exterminio de los habitantes de Canaán a medida que avanzaba la conquista (Jos 6,17.21; 8,2.24-26; 10,28-43; 11,9-11.18-22), la pena de muerte para los violadores del sábado (Ex 31,15), los oráculos proféticos contra las naciones paganas o contra el mismo Israel (Is 9,7-21; 19,1-15; 25,9-12; 26,20-27,1; 30,27-22; 34; Jer 12,7-13; Ez 5,5-17; 6; Am 1,3-16; 8,9-14).

Todo esto llevó a la idea de un Dios lejano y exigente, que miraba con favor a los que observaban sus innumerables preceptos y que aborrecía y castigaba a los que no le obedecían con minuciosa fidelidad. Se aprecian aquí dos rasgos característicos de la imagen de Dios que sigue teniendo tanta vigencia entre personas religiosas: exterioridad y arbitrariedad: Dios sería el Gran Soberano del cielo que impone su voluntad arbitraria o caprichosa sobre sus criaturas.

Siendo justos, hay que decir que la imagen de un Dios ambiguo en sus relaciones con la humanidad no ha caído del cielo. La génesis de esa imagen tiene —no podía ser de

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otro modo— un componente psicológico. Basta observar con qué facilidad el niño llega a esa «conclusión» en la relación con su padre, hasta el punto de que esa relación está caracterizada por un sentimiento de amor-odio, ante la figura de alguien a quien, a la vez, se ama y se teme. ¿No ha estado marcada la experiencia de muchas personas religiosas por ese sentimiento ambivalente ante Dios! Esa ambivalencia se ve necesariamente reforzada ante una imagen ambigua de la divinidad.

La novedad del Evangelio consiste precisamente en que Jesús nos libera definitivamente de cualquier imagen ambigua de Dios. En Jesús aprendemos que Dios no tiene «dos caras», dependiendo de nuestro comportamiento. El Dios que Jesús anuncia no es un dios distante, sino Alguien que habita la intimidad de la persona (Mt 6,6); no es un Dios que castiga, sino que es misericordia (Mt 18,27; Le 6,35); no actúa como juez, sino que viene en ayuda (Mt 18,12); no domina, sino que promociona al hombre(Jn 13,12-25).

Esta diferencia y novedad fundamental se debe a que Jesús experimenta y concibe a Dios como puro amor. De este modo, Jesús nos libera definitivamente del miedo a Dios, que había esclavizado al hombre religioso y, paradójicamente, lo había «alejado» de Él, y nos deja disponibles para vivirnos como hijos de Dios, amados y convocados a la tarea de la construcción de una humanidad a la medida del ser humano, la humanidad que Dios sueña.

La realidad del Dios-amor desbanca las concepciones propuestas por las religiones. Esto es clave para un cristiano que, frente a tanta imagen de la divinidad, no debería olvidar nunca que el conocimiento de Dios nos es dado a través de la experiencia de Jesús (Jn 1,18; 14,9) y que, a partir de esa experiencia sabemos que Dios es amor, y sólo amor. Es cierto que en el Nuevo Testamento aparecen también ciertas formulaciones que parecen contradecir la

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novedad que aporta Jesús, concretamente en aquellos textos en que se habla de «castigo». En todos esos casos, nos encontramos con un lenguaje simbólico, que nos exige distinguir entre formulación usada y mensaje que quieren transmitir.

En concreto, atribuir a Dios el rechazo y el «castigo» del pecador, es una forma arcaica de hablar. Se está atribuyendo directamente a Dios lo que es consecuencia de la actividad humana, fundamentalmente por dos motivos: porque, en aquella mentalidad, todo lo que ocurre se atribuye directamente a Dios —aunque esté provocado por la propia persona: es el desconocimiento de lo que más tarde se designará como «causas segundas»— o para indicar lo inevitable de la lógica de las cosas.

Así, por ejemplo, en todos los textos que se refieren al juicio de Dios sobre las acciones humanas, se está atribuyendo a Dios (teológicamente) la propia responsabilidad del hombre y las consecuencias de sus acciones: es el ser humano el que opta y, así, decide su destino. En la misma línea, habría que entender textos más fuertes como los que hablan de la «cólera» (o ira) de Dios. Como lo ha expresado hermosa y profundamente Paul Ricoeur, «la cólera de Dios es la tristeza de su amor».

En todo caso, no podemos olvidar una «clave interpretativa» a la hora de leer el Nuevo Testamento: hay que leer todo a la luz de lo que constituye el núcleo del mensaje de Jesús, la Buena Noticia del Reino y el anuncio de Dios como Padre. Porque, más allá de formulaciones, lo cierto es que, con Jesús, se acaba cualquier sombra de ambigüedad con respecto a Dios. Y cuando Jesús asegura que Dios no es problema para el ser humano, que éste puede contar siempre con su amor incondicional y gratuito, está liberando al hombre para que pueda dedicar sus energías a amar a los demás. Por eso, el creyente puede cantar gozosamente, con Pablo: «Nadie podrá separarnos jamás del amor de Dios» (Rom 8,38-39).

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Este es el Dios que nos mira

Retomemos ahora el hilo de la reflexión sobre la mirada de Dios. Ante un Dios que podía premiar o castigar, amar o condenar, no es extraño que la persona religiosa quiera evitar su mirada, prefiriendo mantener una distancia de seguridad, aun a sabiendas de que con Dios no cabían «distancias», con lo que el problema se hacía mucho más complejo.

Cuando nos dejamos evangelizar por Jesús —más exactamente, cuando dejamos que nuestras ideas e imágenes de Dios sean evangelizadas por Jesús—, las cosas cambian radicalmente. Dios es descubierto —y vivido— como el compañero fiel, el amigo cómplice, cuya mirada nos recrea, en el doble sentido: nos crea de nuevo y nos llena de gozo, en cuanto nos abrimos a Él, en cuanto lo acogemos desde nuestra libertad. Recuerdo aquí que san Juan de la Cruz traduce de este modo las conocidas palabras de Jesús: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados que yo os recrearé».

Esa re-creación queda todavía más patente cuando caemos en la cuenta de que, en la Biblia, «mirar» se dice literalmente «poner los ojos» y que «poner los ojos» es una expresión para decir «poner el corazón». Incluso desde un punto de vista meramente psicológico, no se podía haber expresado mejor: Mirar a alguien es «poner el corazón» en él. Esto es lo que ansia el niño pequeño cuando está frente a sus padres: sentir que ellos están «poniendo su corazón» en su persona. En esto consiste la experiencia de sentirse amado. Así es como Dios nos ama.

María se llenaba de gozo al experimentar que «Dios ha mirado con bondad mi pequenez». Dios es Aquel que «pone su corazón» en nuestra pequenez. En esta expresión queda recogida la verdad del ser humano. Nuestra realidad es, efectivamente, «pequeña». Pero esa pequenez es mirada permanentemente por Dios con bondad, en una mirada que la sostiene, la embellece y la llama a crecer.

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Por ello, nuestra pequenez no nos abruma ni nos hunde. Aceptarla nos descansa, porque nos hace situarnos en nuestra verdad: en eso consiste la humildad, a partir de la cual podremos trabajar con garantía en nuestro crecimiento personal, el crecimiento hacia el que Dios nos llama a través de su mirada.

Vivir humanamente es responder

Ante la mirada y el amor creador de Dios, reconocido como Padre, la respuesta del ser humano es creer, en el sentido, aunque la etimología no sea rigurosa, de «cor-dare», de «dar el corazón» a Aquel que ha puesto su «corazón» en mí. Con otras palabras, es lo mismo que he expresado antes: ser hijo consiste en vivirse «vuelto» a Aquel de quien se está recibiendo en permanencia.

Vivirse «vuelto» a Dios es lo característico de Jesús. El cuarto evangelio se abrirá señalando que ése es el modo de vivirse el Hijo, desde toda la eternidad: «Al principio ya existía la Palabra. La Palabra estaba vuelta a Dios, y la Palabra era Dios» (Jn 1,1). Y ese modo de vivirse caracterizará la existencia histórica de Jesús, que vive «para hacer la voluntad del Padre», respondiendo al Padre, como Hijo amado y dócil y encontrando, en esa respuesta, su plenitud como persona.

De nuevo, todo aparece armonioso y coherente. En la respuesta a Dios, es donde la persona halla su realización completa, su plenitud. Porque responder a Dios no es seguir unos dictados externos y arbitrarios, que alienarían a la persona, sino desarrollarse en quien uno es, puesto que lo que Dios quiere no es otra cosa que seamos las personas que somos de fondo. Dios no nos llama a cosas «añadidas», sino a ser nosotros mismos. Todo es coherente y, por eso, más sencillo de lo que pudiera parecer.

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La alegría de creer

La alegría es una realidad profundamente emparentada con la vida. Del mismo modo que ésta, cuando no hay ningún obstáculo (bloqueo) sobrevenido, la alegría fluye espontánea. En cierto modo, puede decirse que la vida se expresa como alegría. La alegría es signo de armonía interior, de equilibrio y salud psicológica. La alegría es totalmente espontánea en el niño, cuando tiene atendidas sus necesidades básicas (alimento, calor, higiene, seguridad afectiva) y guarda parentesco con la plenitud. La alegría, escribió H. Bergson, «es señal inequívoca de que la vida triunfa». Esta afirmación nos indica también que la falta de alegría es señal de que la vida está bloqueada o se siente, en cualquier sentido, amenazada.

La experiencia nos hace ver que encontramos dificultades para vivir la alegría. Las más agudas son aquellas que experimentamos para ser nosotros mismos, para vivirnos en autonomía. La razón está en que no hay sufrimiento comparable al de no ser uno mismo, aunque este sufrimiento original luego se «desfigure» o se «localice» en cualquier otro síntoma. La mayor dificultad probablemente sea la depresión. Tal como se la entiende hoy, la depresión no es tristeza ya que éste es un sentimiento normal en cualquier ser humano en determinadas circunstancias, sino incapacidad de estar alegre. En la raíz de la depresión, puede haber causas diversas, aunque tienen un influjo especial determinadas experiencias vividas en la primera infancia. Con gran agudeza, escribía ya el poeta romano Virgilio: «Aquel a quien no han sonreído sus padres, se sentirá siempre indigno del banquete de los dioses y del lecho de las diosas». Lo que Virgilio no sabía era que eso podría llegar a arreglarse en gran medida, gracias a la psicología.

La alegría, escribe Fernando Savater, es un «sí» espontáneo a la vida que nos brota de dentro, un «sí» a lo que somos. Quien tiene alegría ya ha recibido el premio máximo y no

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echa de menos nada. El placer es deseable cuando sabemos ponerlo al servicio de la alegría, pero no cuando la enturbia o la compromete. La alegría es una experiencia que abarca placer y dolor, muerte y vida. Como decía Max Scheler, «la alegría profunda es compatible con el dolor». En efecto, mi sensibilidad puede estar dolorida por el motivo que sea pero, si puedo hacer pie en mi vida profunda y en la raíz que la sustenta, no sólo no me reduciré al dolor, sino que podré acogerlo desde la paz de fondo, desde la confianza en la vida.

Desde una comprensión creyente, para que la alegría — como aspiración profunda del ser humano— pueda brotar de la vida, se requiere que la persona haya descubierto que su vida tiene sentido. El creyente sigue afirmando que el sentido último de la vida sólo puede encontrarse en la realidad de Dios, como fundamento de toda realidad, como origen y meta, «en quien somos, nos movemos y existimos». Él es el fundamento de la alegría, como lo es de la vida.

Más aún, podemos afirmar que la fuente de la alegría no es algo, sino Alguien. Dios es alegría en plenitud, gozo y fuente de gozo (es el «tesoro escondido» de que hablará Jesús: Mt 13,44). Pero hay más: Dios nos mira con gozo, nos crea para la alegría, somos causa de su gozo. Jesús lo dirá en una parábola: es simplemente el encuentro con la oveja lo que produce en el pastor una gran alegría; o el encuentro de la moneda, en la mujer: Le 15,4-10. Provocamos alegría en Dios, en cuanto nos «dejamos encontrar» por Él. Por eso, la fe, si es experiencia de Dios, provoca gozo y se vive, aún en medio de las dificultades, con un talante gozoso. Creo que puede afirmarse que el gozo es un criterio «verificador» de la verdad de la experiencia de fe.

Jesús, profeta de la alegría

No sé por qué suele predominar en los ambientes cristianos la idea de un Jesús más bien «triste». Sin embargo,

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esa imagen no se ajusta a la realidad. De entrada, toda su vida aparece enmarcada en un mensaje de alegría: desde el nacimiento: «Ato temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será también para todo el pueblo»: (Le 2,10) hasta su despedida: «Os he dicho todo esto para que participéis en mi gozo, y vuestro gozo sea completo» (Jn 15,11).

En realidad, todo su mensaje es un mensaje de alegría. Es el profeta de la buena noticia: «El plazo se ha cumplido. El reino de Dios está llegando. Convertios y creed la buena noticia» (Me 1,15). El mensaje requiere una conversión a la buena noticia, a la alegría de Dios. Por eso, los sinópticos hablarán del mensaje de Jesús como de la buena noticia: No es una noticia buena comparable a otras; es la buena noticia por excelencia, la noticia del Dios que Jesús revela.

Marcos describe el comienzo de la actividad misionera de Jesús de esta manera: «Después que Juan fue arrestado, marchó Jesús a Galilea, proclamando la buena noticia de Dios» (Me 1,14). El mismo texto nos llama a leerlo, dándole la vuelta; Dios es la buena noticia, la mejor noticia para el ser humano; por eso, creer, vivir el encuentro con Dios, es lo mejor que nos puede pasar. Por su parte, Mateo presenta a Jesús «anunciando la buena noticia del Reino» (Mt 4,23) y en Lucas, cuando intentan retener a Jesús, éste afirma que ha de ir a otras ciudades, para «anunciar la buena noticia de Dios» (Le 4,43).

En su mensaje, Jesús nos muestra y nos confirma algo que nos resultaría «increíble». En primer lugar, anuncia que Dios es nuestra alegría (Mt 13,44); más aún, nos repite que nosotros somos la alegría de Dios (Le 15,6-7.9-10.20) y que Dios sólo quiere nuestra alegría (Le 15,23; Jn 2,1-12).

La alegría de Dios

Me parecen extremadamente importantes cada uno de esos tres puntos, para integrarlos en nuestra experiencia

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creyente, dejarnos impregnar de ellos, para que se vayan transparentando en nuestra vida y en nuestro anuncio. Es urgente que los creyentes hagamos experiencia y luego seamos testigos de que Dios es nuestra alegría, que la oración nos produce gozo, que nosotros, hombres y mujeres, somos la alegría de Dios y que, de acuerdo a esto, tratemos a los demás, y de que Dios sólo quiere nuestra alegría. Dios no busca echarnos fardos a las espaldas. Cuántas veces se ha visto la religión como una carga añadida, a veces frustrante y castradora, hasta el punto de que ha habido quienes han vivido su alejamiento de la religión como una experiencia de vida y de libertad.

El Dios revelado en Jesús es el Dios que dice: «Tenemos que alegrarnos y hacer fiesta, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida» (Le 15,32). Así es como Dios nos ve; ése es el «destino» que Él busca para la humanidad, para sus hijos y sus hijas. ¿Tenemos realmente experiencia personal de este Dios? ¿Sentimos a Dios como gozo y estamos deseando vivir el encuentro con Él en la oración? ¿Lo echamos de menos? ¿En qué Dios creemos?

Dios es como el pastor al encontrar la oveja perdida, como la mujer al encontrar la moneda perdida (Le 15, 3-10; creo que no es casual que Dios aparezca «narrado» en una imagen masculina y otra femenina): «se llena de alegría» y hace fiesta. Según esas parábolas, tenemos el poder de provocar alegría en Dios, y es muy importante, para nuestra experiencia de fe, que dejemos sentir en nosotros el gozo de Dios. Los místicos, de nuevo, son quienes nos orientan. «El progreso cristiano —escribe san Juan de la Cruz— significa la búsqueda de quien pone alegría en mi vida, que parece creer en mí, que me vivifica».

El autor del cuarto evangelio presenta a Jesús como aquel que nos aporta la alegría de Dios, y lo hace plásticamente en el relato de las «bodas de Cana», el primero de los signos que Juan refiere. Sin entrar a comentar detenidamente ese texto (Jn 2,1-12), quiero apuntar únicamente

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que, tras el símbolo, de lo que se habla ahí es de las «bodas» de Dios con la humanidad en Jesús. Jesús es, a la vez, el esposo y el que aporta el vino nuevo. El vino, que está en el centro del relato, es símbolo de la alegría de Dios, de entusiasmo, de vitalidad exuberante. Frente a las seis tinajas vacías, símbolo de una religiosidad sin contenido, Jesús nos introduce en una relación con Dios capaz de renovar nuestra vida y de llevarla hasta la plenitud.

Esa es la alegría del Evangelio, la alegría de quien ha encontrado la plenitud de la vida y, por ello, se ve libre, desenvuelto —ése es el significado bíblico del «vino»—. La alegría del Evangelio es el mismo Jesús crucificado-resucitado, donde Dios se nos muestra como Aquel que se nos comunica, nos ama a pesar de todo, nos vuelve una y otra vez a conducir a su intimidad.

Ésa es la gloria de Dios: la alegría del hombre. La «gloria» de Dios, tema central en el cuarto Evangelio, no es sino el desbordamiento de su amor, hecho visible en la historia y llevado a su extremo en la cruz. Eso hará que Juan vea la cruz, no tanto como instrumento de tortura, sino como «trono de gloria»: «Padre, glorifica tu nombre... Y yo una vez que haya sido elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,28.32). La gloria de Dios consiste en que el hombre viva. La gloria de Dios es la alegría del hombre, de la mujer. Por eso podemos intuir algo de la gloria de Dios contemplando a Jesús que muere en una cruz. El momento culminante de la manifestación de la gloria de Dios es cuando Jesús acepta voluntariamente la muerte por amor al hombre: la cruz se convierte así en el signo supremo de la ternura de Dios y, por tanto, de su gloria.

Cuando la religión se pervierte

La experiencia creyente está impregnada de alegría porque, en el hecho de creer, vivido como respuesta al amor de

El, la persona experimenta la luz y el sentido de su vida. El ser humano es, en lo hondo de su ser, buscador de Dios. La religión aparece como consecuencia de esa búsqueda humana, como conjunto de instituciones en las que cristaliza aquella búsqueda y, a su vez, como institución que tiende a favorecer y facilitar la búsqueda, con todas las consecuencias para la organización de los grupos humanos. Pero, como toda construcción humana ', la religión no está exenta de riesgos. AI contrario, precisamente porque tiene que ver con fibras especialmente sensibles en el ser humano y con realidades a las que, por definición, se les atribuye un valor absoluto, los riesgos son mucho más graves en este ámbito.

A mi modo de ver, hay dos factores particularmente relevantes en el origen de esos riesgos. El primero es la propia capacidad proyectiva del ser humano, que tiende a crearse dioses a su propia imagen. El segundo es la detentación de poder por parte de la institución religiosa: cuando un grupo religioso llega al poder es casi inevitable que instaure una concepción absolutista del mismo. Al sumar los dos factores, acecha constantemente el peligro de la imposición y de la manipulación de las personas, hasta extremos inhumanos. De este modo, la religión, nacida de una aspiración profundamente humana, se convierte en factor de deshumanización.

Esta atención crítica ante el hecho religioso tendría que ser un componente fundamental de la actitud cristiana, pues no es casual que el fundador del cristianismo haya dirigido sus mayores críticas al sistema religioso y que haya muer-

1 Hago referencia a la interesante obra de P. BERGER y Th. LUCKMANN, dentro del campo de la sociología del conocimiento, publicada originalmente en 1966: La construcción social de la realidad. Es evidente, si no se está en una postura fundamentalista, que la religión es también, en este sentido, como el resto de la realidad social, una construcción humana. La religión no es —como tampoco la inspiración bíblica— algo caído del cielo. Pero entrar aquí ahora nos llevaría fuera de los límites de esta obra.

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to a manos de las autoridades religiosas, acusado de blasfemia y creyendo sus asesinos que, con su muerte, daban gloria a Dios. La crítica de Jesús a la religión nace de dos motivaciones que, en Jesús, terminan siendo completamente convergentes: la afirmación invariable de que Dios es gratuidad, en contra de cualquier idea de «mérito» habi-tualmente esgrimida por toda religión, y la prioridad concedida al servicio de la vida de las personas. En efecto, en la religión, siempre late el peligro de sustituir a Dios por el culto y por los intereses de la institución religiosa, sobre los que vela la autoridad, por lo que se puede producir algo tan extraño como aquella confesión de una persona muy religiosa que he citado más arriba: «Siempre he hecho lo que la religión pide y, al acabar mi vida, descubro que no sé amar».

Los cristianos no deberíamos olvidar nunca la crítica de Jesús ni las motivaciones desde las que nace. Esa crítica a la religión forma parte también del mensaje del Evangelio, de la buena noticia: es preciso desenmascarar cualquier imagen de Dios, yendo más allá de las palabras, para que podamos anunciar al Dios vivo.

Si la religión no mantiene esta actitud autocrítica, no estará libre de caer en el fundamentalismo. Sabemos que el fundamentalismo religioso hace una lectura literalista del libro sagrado, erigiéndose en «juez» de la sociedad y atribuyéndose todo tipo de prerrogativas. En todo funda-mentalista se esconde un individuo que aspira a ser «dios», a imagen del dios que él mismo o el grupo religioso ha creado. Una vez instalado en esa actitud, es fácil invocar a Dios para eliminar, incluso físicamente, a los que discrepan, llegando a matar en nombre de Dios. Se ha matado en nombre de Yahvé —el propio Jesús fue una de las víctimas—, se ha matado en nombre de Alá —y en la actualidad estamos siendo testigos de un fundamentalismo islámico alucinante—, y se ha matado en nombre del Dios cristiano.

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¿Existe algún «antídoto» contra el fundamentalismo religioso? A mi modo de ver, hay un criterio clave: reconocer el valor de la persona humana por encima de cualquier libro sagrado. Este criterio, reconocido por todas las grandes religiones, aunque no siempre respetado en la práctica, tendría que ser incuestionable para los cristianos, ya que pertenece a la entraña misma del mensaje y del comportamiento de Jesús. Por mantenerlo, Jesús terminó siendo víctima de la institución religiosa2 , 2

2 Terminado ya este texto, he leído el libro de J. A. MARINA, Dictamen sobre Dios, Barcelona, Anagrama, 2001. Escrito desde un posicionamiento agnóstico, se trata, a mi modo de ver, de un trabajo bien planteado, inteligente y de lectura provechosa. El autor aboga con energía y lucidez por la necesidad de que la religión se someta al criterio superior de la ética.

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6. Hacer de la vida una bendición

La dificultad de bendecir

Me gustaría empezar desde mi propia experiencia, desde la experiencia de mis dificultades. Hasta no hace demasiado tiempo, me consideraba a mí mismo como una persona que vivía la bendición a los otros con facilidad, al poder conectar fácilmente con la capacidad de contemplación — entendida como mirada en profundidad— y la gratitud. Desarrollar la gratitud, viviéndose desde ese sentimiento, pone en camino de encarar la vida desde una actitud de bendición.

A lo largo de la vida, he pasado por circunstancias en las que he visto peligrar en mí las actitudes de gratitud y de bendición, pero podía superarlo con facilidad y no se convertía en un obstáculo serio. Sin embargo, en un tiempo reciente, he vivido una experiencia profundamente doloro-sa al sentirme juzgado y descalificado en cuestiones vitales para mí, por personas de las que nunca hubiera esperado esa actitud, personas con autoridad que invocan a Dios, con las que había tratado de vivirme en transparencia y honestidad. Me he sentido tan defraudado, que me parecía totalmente imposible seguir bendiciendo a esas personas.

De toda esta experiencia, he aprendido mucho, sobre mí mismo, sobre las personas y sobre trampas inhumanas que se cuelan en la cuestión religiosa. En lo que se refiere a lo que ahora nos interesa, he aprendido particularmente de

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dónde pueden venir las dificultades para bendecir y el daño que hace mantener el resentimiento, aunque aparezca «justificado» por mil razones y «disfrazado» tras diversos mecanismos, no siempre del todo conscientes.

En síntesis, la dificultad para bendecir nace del dolor provocado por una actitud y/o comportamiento que la persona percibe como injusto y humillante. Si ese dolor despierta experiencias similares padecidas con anterioridad, particularmente en la infancia, aparece un resentimiento — la persona se ve re-sentida, sentida de nuevo—, cargado de agresividad y deseo de venganza, por el que se busca consciente o inconscientemente descargar el dolor en aquel que lo ha provocado.

Ese dolor es particularmente agudo debido a una asociación que se establece tempranamente en el niño, ante experiencias dolorosas vividas en la relación con los otros, que le han marcado —funcionamos frecuentemente, sin ser conscientes de ello, a través de asociaciones—. Cuando el niño no se sintió valorado, asoció automáticamente a ese hecho la creencia de que él no tenía valor, y esto es lo que le duele, y le marcará negativamente. La asociación establecida es mucho más honda de lo que pudiera parecer a primera vista: al sentirse relegado, no visto, el niño entra en un «pozo» de soledad y vacío, llegando a tener una sensación de no-existir; cuando el niño siente que no existe para los otros, siente que no existe en absoluto; la asociación creada ahí le dice: «ser relegado, juzgado, descalificado, etc. es no existir». Como esto segundo es insoportable, lo primero tampoco «puede» tolerarse, por lo que el perdón, a este nivel, es imposible.

Mientras la persona adulta no haga consciente esa asociación y pueda separar sus dos partes, será imposible que pueda liberarse de sus consecuencias. El adulto, a diferencia del niño, puede reconocer que, aunque el otro no lo valore, él sigue siendo valioso por sí mismo; descubre que es falsa la creencia «irracional», dirían los representantes

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de la terapia racional-cognitiva, según la cual «necesito que todos me valoren para sentirme bien». Para el niño, no ser tenido en cuenta es sinónimo de no existir, y no puede tener acceso a otra salida; no puede siquiera tomar distancia. Pero el adulto, por el contrario, es capaz de resituarse de otra forma, disociando aquella asociación: aunque yo sea descalificado, no visto, juzgado, condenado, sigo existiendo: hoy puedo existir y apoyarme en esa sensación de existir para, desde ella, desdramatizar, y evitar así meterme en el abismo de soledad y de vacío, que viví en su momento. Sigue existiendo el dolor por el trato recibido, pero puedo sentirlo sin entrar en funcionamientos doloristas. Esto requiere que la persona haya podido curar lo más doloroso de aquella herida inicial.

Cuando aquella sensación, por el contrario, perdura, aparece otra trampa que consiste en pensar que el mal propio desaparecerá, se resarcirá, cuando la otra persona lo sufra, como si se tratara de restablecer la justicia; en realidad, la persona que se siente agredida siente también que se ha cometido una injusticia con ella. Si no se está particularmente atento y si no se hace pie en la propia autonomía y en la libertad interior, se puede prolongar indefinidamente el resentimiento y el deseo de venganza, justificándolo y enmascarándolo.

Al hacerlo así, la persona puede regodearse en ese sentimiento, pero en realidad se está haciendo esclava de él, hasta el punto de que desvía su atención de sí misma, de quien ella es en profundidad, distrayéndose en lo que el otro debería hacer. Esta actitud, que conozco en mí, me parece destructiva. Puede comprenderse el dolor de la persona y su primera reacción, pero dejarse entrar en una actitud victimista, en mayor o menor medida, termina destruyendo al propio sujeto. Digo «victimista», porque sólo desde un sentimiento de «víctima» puede mantenerse un deseo de venganza. Lo contrario del victimismo es justamente el coraje, el talante, que permite ponerse en pie, asu-

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mir las propias decisiones, mantener la propia autonomía frente a los otros y, ésta es la clave, vivir en fidelidad a sí mismo, que no es fidelidad al propio dolor ni a las reacciones sensibles que pueden nacer de él —resentimiento, agresividad, venganza, victimismo, hundimiento, etc.—, sino fidelidad a lo mejor de sí, para no permitir que sean los comportamientos de los otros quienes determinen mis reacciones y, en último termino, dirijan mi vida.

Para salir de la trampa

Para salir de esa trampa, peligrosa pero sensiblemente «atractiva», se necesita apoyarse en fuertes motivaciones y poner en práctica determinados medios.

La primera motivación puede ser el gusto profundo de ser fiel a sí mismo y vivir lo que se es de fondo. No hay nada comparable a la sensación de estar siendo uno mismo, fiel a sí. Si pudiésemos comprender y experimentar que el fondo de nuestro ser más auténtico es totalmente amor, aunque permanezca oculto a nuestros ojos, entonces estaríamos más capacitados para amar y bendecir en todo momento, como lo más natural y coherente con nuestro ser. Vivir lo que soy de fondo es, por tanto, vivir el amor incondicional, que se expresa bajo la forma de la bondad. El amor constituye la estructura última, la verdad más profunda de la realidad y del universo. En este sentido, cuando Jesús proclama el mandato del amor, como «primer mandamiento», lo que está haciendo es manifestar la verdad última de las cosas. Por tanto, el que ama va en línea con la verdad, con la vida.

Una segunda motivación, unida a ésta, sería el gozo y el descanso de ser uno mismo. Cuando no se deja llevar por sus reacciones sensibles, re-accionando simplemente a los estímulos externos, la persona tiene la sensación de vivirse «desde dentro», lo que le aporta una sensación de «ancla-

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je» en sí misma, manteniendo a la persona presente a sí misma y centrada en quien es. Aparte del gozo y del descanso que esto proporciona, le permite también liberarse de fardos del pasado y de sentimientos/pensamientos negativos, desenmascarando las exigencias del ego sensible, que es quien se siente dolido y quien desea vengarse. Ni qué decir tiene que el gozo y el descanso de la persona, su unificación y su disponibilidad no provienen de su ego, sino de su yo profundo. El ego es siempre débil, incapaz de la fortaleza necesaria para perdonar.

Otra motivación es el gusto por vivir la capacidad de autonomía y la libertad interior. Libertad significa no dejar que mi vida sea conducida a golpe de estímulos exteriores, sino desde mi propia autonomía. Desde ahí, se puede cortar el funcionamiento egocéntrico y los mecanismos de autocompasión, victimismo y revancha; desde ahí también, se puede cortar el juicio. Es psicológicamente sano que la persona deje caer determinadas relaciones que le han hecho (hacen) daño, pero no lo es mantener una actitud de juicio o de revancha. Desde la propia autonomía y libertad, la persona llega a experimentarse capaz de funcionar ajustadamente.

Los creyentes se apoyan también en otra motivación: vivir la fidelidad a Dios y al mensaje de Jesús. Creer en Jesús significa fiarse de su palabra y aceptar que cuando, en este caso, Jesús insiste en el perdón y en la oración por los perseguidores, su palabra está en la dirección correcta. Para el creyente, se trata de fiarse más de esta palabra que de sus propias reacciones.

En cuanto a los medios, me parece prioritario tener en cuenta el ejercicio por resituarse conscientemente. Esto significa recurrir a la voluntad para detener los funcionamientos engañosos y destructivos, «bajando» de los niveles sensible o cerebral, cortando con firmeza con la cavilación y la dramatización, para conectar con el gusto profundo de ser uno mismo. Se trata de sentirse a sí mismo, existiendo,

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en su valor y en su bondad. Es en lo profundo de sí donde se puede conectar con la propia vida y, al conectar con ella, la persona puede abrirse al amor a toda vida, más allá de las apariencias con las que se presente, porque puede desarrollar una mirada que sabe ver más allá de la superficie. Es precisamente en este ejercicio donde la persona puede experimentar su capacidad de autonomía, así como la alegría y el descanso que se deriva de ello.

Para poder resituarse con cierta garantía, es necesario que se pueda elaborar el dolor producido y, eventualmente, curar el que se arrastre de atrás, de experiencias pasadas y quizás olvidadas, pero que han quedado enquistadas, haciendo difícil la libertad interior necesaria para vivir la bendición. Por otro lado, se necesita también favorecer que crezca la capacidad de bendición y de gratitud, con los medios que ayuden a ese crecimiento. Entre ellos, me parece importante que la persona se procure tiempos de silencio y de soledad, para conectar e impregnarse de lo mejor de sí misma y que opte conscientemente por vivir aquella actitud, día a día.

Qué es bendecir

Bendecir es decir-bien de la realidad: personas, jornada, acontecimientos... Es pensar de esa persona: \qué bien que existas] Es alegrarse por ella: por el misterio de su vida y la belleza de sus capacidades. Es dar gracias por su existencia. Es desearle todo tipo de bien.

La bendición está íntimamente unida a la gratitud. No es posible vivir la una sin la otra. Y, como dice un cuento oriental, la gratitud es el mejor antídoto contra el desánimo. La bendición puede vivirse también en el sufrimiento, igual que la gratitud: no se agradece el mal; se agradece la vida que nos permite afrontar el mal. O, en términos creyentes, no se da gracias a Dios por el mal, sino porque, en medio del mal, Él está de nuestro lado, como nuestro mejor amigo y aliado.

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Según Jesús, la bendición ha de alcanzar también a los que nos han hecho daño: «Bendecid a los que os maldicen» (Le 6,28). Esto requiere vivirnos desde nuestro yo profundo, con los requisitos que señalaba un poco más arriba.

Para aprender a bendecir

¿Cómo aprender a bendecir? Desde el comienzo del día, puedo optar por situarme en lo mejor de mí, en un movimiento de ser fiel a Dios y dejar que se transparente en mí, al tiempo que me voy dejando «convertir»; convertirse es, aquí, pasar del despiste a la atención, de la indiferencia al respeto y valoración del otro. Ser yo significa no dejarme llevar por la actitud de rechazo que puede brotar de mi sensibilidad, sino resituarme, para poder bendecir.

Al comienzo, es una decisión activada por la voluntad, alimentada por una sincera intención espiritual. Conectar voluntariamente con la propia vida, con nuestras ganas de vivir, con nuestra capacidad de comprensión, permite «ver» a la persona en su vida, en su realidad de hijo amado de Dios..., hasta que la bendición vaya surgiendo del corazón.

Bendecir a los demás pasa por poder bendecirse a sí mismo. De otro modo, ¿cómo podría dar a otros lo que me niego, o soy incapaz de darme a mí mismo? Todo ser humano es digno de bendición. Más allá de dificultades, reacciones, limitaciones, defectos..., en todo ser humano hay un fondo de riqueza y de belleza, que lo hacen «admirable». Es bueno que la persona se «vuelva» a su fondo, en gratitud humilde y pueda verse con aprecio.

Jesús, amor de bendición

Según el relato evangélico, Jesús era una bendición para todo el que se encontraba con él desde una postura abierta.

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Es el hombre fraternal, que no condena absolutamente a nadie; condena únicamente la mentira y la hipocresía, sobre todo cuando se utiliza para oprimir a las personas.

La bendición, en el Evangelio, se anuncia como paz-sha-lom, paz integral, bienestar de toda y de todas las personas. Paz es el anuncio que recorre todo el Evangelio, desde Belén («paz a los hombres, amados de Dios») hasta la resurrección («la paz con vosotros»). Paz es el saludo habitual de Jesús («ve en paz») y el saludo que han de hacer los discípulos («saludad con la paz»); es el regalo para los suyos («os dejo la paz, os doy mi paz») e, incluso en el dolor y a punto de morir, sigue ofreciendo paz («Padre, perdónalos») y él mismo entrega su vida en paz («Padre, en tus manos encomiendo mi vida»).

La bendición de Jesús provenía del hecho de sentirse él mismo bendecido por el Padre. Su paz, la paz que vive, anuncia, desea y regala, nace de una doble fuente: de la conciencia clara de que el Padre está siempre con él («yo no estoy solo»: Jn 16,32) y de la conciencia de estar realizando la voluntad del Padre («mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre»: Jn 4,34).

Esta forma de vivir impresionó a sus discípulos, hasta el punto de que la carta a los efesios se refiere a Jesús con esta hermosa expresión, que sintetiza toda su vida (y misión): «Cristo es nuestra paz». Y sigue diciendo: «Él ha hecho de los dos pueblos uno solo... Él ha creado... una nueva humanidad, restableciendo la paz... Su venida ha traído la buena noticia de la paz..., porque gracias a él tenemos acceso al Padre» (Ef 2,14-18). Él es «el Señor de la paz» (2 Tes 3,16). También a Dios se le designa de este modo: «El Dios de la paz» (1 Tes 5,23; Rom 15,33; Fil 4,9).

Dios, el que bendice

Dios es el que bendice, el que «dice bien» de su creación: es el Creador, que llama a la vida y que, contemplan-

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do su creación, ve que es «buena», incluso «muy buena» (Gen 1,31). Hay una fórmula de bendición en el libro de los Números (6,22-27), que refleja bien la fe israelita en Dios:

«El Señor dijo a Moisés: Di a Moisés y a sus hijos: Así bendeciréis a los israelitas: "El Señor te bendiga y te guarde; el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor te muestre su rostro y te dé la paz". Así invocarán mi nombre sobre los israelitas y yo los bendeciré».

A partir de Jesús, el cristiano sabe que ha de traducir esas expresiones al indicativo, porque en Jesús se nos ha revelado Dios como aquel que es pura donación: nos ha dado todo ya en Cristo, como dirá Pablo. De nuestra parte, queda la acogida de su don. El subjuntivo se usa para expresar un deseo, del que no estamos seguros que ocurra. Pero con Dios sabemos cuál es su voluntad, por lo que aquella oración, desde la experiencia cristiana, hay que decirla así: «El Señor te bendice y te guarda; el Señor hace brillar su rostro sobre ti y te concede su favor; el Señor te muestra su rostro y te da la paz»

Ese es nuestro Dios, el amigo de la vida. ¿Cómo hemos podido los cristianos hacer que alguien pudiera ver al cristianismo como «enemigo de la vida»? Transcribo esta hermosa oración que aparece en el libro de la Sabiduría:

«Tú te compadeces de todo, porque todo lo puedes, cierras los ojos a los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado. Y ¿cómo subsistirían las cosas si Tú no lo hubieses querido? ¿Cómo conservarían su existencia si Tú no las hubieses llamado? Pero a todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida. Todos llevan tu soplo incorruptible» (Sab 11,23-12,la).

Ese es nuestro Dios, el que nos ha creado como «hijos amados». La palabra escuchada por Jesús, al comienzo de

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su misión, en el momento del bautismo, va dirigida también —en Él— a cada uno de nosotros: «Tú eres mi hijo amado» (Mt 3,17).

Ser cristiano empieza por esta experiencia honda y gozosa de sentirse hijo amado de Dios, bendecido por Él constantemente. Dios me ha creado, y me sigue creando, por amor; me mira con bondad y con gozo; dice bien de mí y se alegra con mi vida. El creyente acoge ese amor, esa mirada, esa bendición, dejándose llenar de ella, dejándose impregnar por ella, hasta ser transformado a imagen del Hijo, a quien estamos llamados a «reproducir» en nuestras actitudes y sentimientos.

Vivir bendiciendo es transparentar a Dios

Al «dejarnos hacer» por Dios, va creciendo nuestra identificación con Jesús y «aprendemos» a hacer de nuestra vida una bendición, como Él. Y así, sólo así, podemos ser testigos del Evangelio, testigos del Dios que bendice a la humanidad y a la creación. Sólo así podemos transparentar a Dios, dejando a Dios ser Dios, y no desfigurándolo con nuestras imágenes, imágenes que podemos usar para justificar nuestra mediocridad o nuestro afán de dominio sobre los otros.

Venimos así a terminar, reencontrando el criterio que nos aleja de todo fundamentalismo y que le puede quitar a la religiosidad su potencial peligroso, que aparece siempre que se la quiere usar para beneficio propio y, sobre todo, para enfrentarse a los otros. El criterio consiste en saber que la religión sólo es verdadera si hace vivir a los creyentes en la bendición hacia los otros. Con otras palabras, el criterio de verdad de una religión pasa por la afirmación y la vivencia del amor al ser humano, sobre todo, al desvalido y al extraño, como el primer valor.

Estos son los «benditos» del Padre, dice Jesús: no los fanáticos religiosos, no los cumplidores de las normas, no

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los legalistas ni los ritualistas, no los que ponen la «religión» como el valor principal, y hablan incluso de los «intereses de Dios», para defender en realidad sus propios intereses, olvidando que el «interés» de Dios es el ser humano, sino los que dan de comer al hambriento, dan de beber al sediento, visten al desnudo, cuidan al enfermo, visitan al preso... (Mt 25,31-46), los que pasan por la vida siendo samaritanos (Le 10,25-37), en una palabra, los que, como Jesús, pasan por la vida «haciendo el bien» (Hech 10,38): eso es, en realidad, bendecir.

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Conclusión

Estas reflexiones nacieron a partir de la contemplación de la imagen de la Virgen del Molino. En ella veía a una persona en pie, con talante, capaz de mirar con el corazón, dejándose afectar por la realidad, viviendo la alegría de creer y haciendo de su vida una bendición. Mujer lograda, María es transparencia de Dios. En ella vemos —Jesús nos lo hará comprender en toda su hondura— que «lo de Dios» no es prioritariamente un asunto de doctrina ni de moral, sino un asunto de «entrañas», de vida. Porque experimentó a Dios como fuente de vida, estalló en alabanza, mostrando que la fuente de la alegría sólo la encontramos en el Dios de la Vida: ése es su canto. Ella también, como Jesús, nos comunica algo extraordinario: lo verdaderamente humano es transparencia de Dios.

Ser humanos, llegar a ser nosotros mismos: ésa es nuestra tarea y nuestra meta, nuestro esfuerzo y nuestro gozo. En ese proyecto, en camino hacia la plenitud humana, se unifica y se despliega toda nuestra vida. El camino para llegar a ello es la docilidad a lo mejor de sí mismo. Ahora bien, teniendo clara la meta, la tarea y el camino, necesitamos medios, para avanzar en nuestro crecimiento personal y en nuestro compromiso social. Aquí es donde el trabajo psicológico puede brindarnos una ayuda inestimable.

Para el creyente, esa tarea es la voluntad de Dios, así como la docilidad a lo mejor de sí es docilidad a Él. En efecto, en su esfuerzo por construirse como persona, el cre-

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yente descubre a Dios como Aquel que impulsa su crecimiento, llamándolo a ser él mismo y acompañándolo permanentemente. No sólo no se trata de algo paralelo, sino que constituye su centro vital, como origen, meta y dinamismo interior.

Nos queda mucho por andar en la vivencia de la unidad, cortando las trampas de cualquier dualismo, experimentando la unificación y el gozo que nacen de percibir y de vivir a Dios en el centro de la realidad, hasta poder afirmar con aquella mística cristiana: «En una gota de agua, hay más de Dios que de agua». Ahora bien, no será posible avanzar ahí, sin una experiencia personal de Dios. Necesitamos testigos que nos ayuden a acercarnos al Dios de la vida y a experimentarlo dentro de nosotros y dentro de toda la realidad; necesitamos escuchar nuestro anhelo de felicidad y de plenitud, que es, en realidad, anhelo de Dios; necesitamos tiempos de silencio y de soledad, de contacto con la naturaleza y de oración, para dejarle hacer a Él en nosotros; necesitamos comunidades vivas en las que compartir nuestra fe y nuestra búsqueda.

Este es el gran servicio que la Iglesia ha de prestar a la humanidad, en su misión evangelizadora, que no es otra que la de Jesús: favorecer la vida, en el servicio a la persona. Para poder cumplir su misión, es necesario que la Iglesia sea la primera en ser evangelizada, es decir, en dejarse mover y guiar por los criterios de Jesús. Ésa sí que es una «nueva evangelización», indispensable para que la Iglesia sea transparencia de Dios. Hay todavía demasiada institucionalización, demasiado anclaje en formas culturales superadas (también en el lenguaje trasnochado), demasiados signos de poder, de ostentación —¿por qué nos cuesta tanto volver a la sencillez y a la austeridad?— y de búsqueda de reconocimiento social, demasiada falta de transparencia... Un signo ha de ser elocuente por sí mismo, pero ¿de qué es signo una Iglesia así?, ¿quién cree en ella? No queremos enterarnos de que la Iglesia «suena a viejo, a

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pasado», de que «dice cosas de interés» sólo para un 2,7 % de los jóvenes, y seguimos descalificando las críticas, con el pretexto del «humanismo inmanentista» que nos envuelve, en lugar de escucharlas y acogerlas como signo de los tiempos, a través del que también el Espíritu nos está hablando.

Evangelizar la Iglesia significa superar y cambiar formas concretas, que no han nacido del Evangelio, sino de determinadas coyunturas históricas, explicables pero no «canonizables». Lo que no podemos hacer es pedir a los hombres y mujeres del siglo xxi que comulguen con «formas» culturalmente superadas. Quizás, como ha escrito Juan Martín Velasco, un observador lúcido y preocupado por la Iglesia española, muchos que decimos estar consagrados a las tareas del Reino, parece que «estuviésemos en realidad dedicados a asegurar la supervivencia de las estructuras de la Iglesia». Da la impresión, en efecto, de que la Iglesia estuviera más preocupada por su número, sus vocaciones, su futuro, su estatus en la sociedad —las quejas, tan manidas en los documentos de la jerarquía, de que la Iglesia sea «relegada», sólo puede nacer de la añoranza de un tiempo en el que se sentía «protagonista»; ¿qué le pasó a su Maestro?—, su imagen en los medios de comunicación, la salvaguarda de sus principios morales..., que por la vida de las personas, y sobre todo la vida amenazada de miles de millones de personas en el tercer y cuarto mundo. Al contrario de lo que recomendaba Jesús (Mt 6,33), no se busca tanto el Reino cuanto la «añadidura».

Necesitamos urgentemente, desde el impulso del Espíritu de amor y de vida, recuperar el frescor y la novedad del Evangelio, con frecuencia apagado y ocultado bajo tanta tibieza pero, también, bajo tantas «formas» históricamente adquiridas y confortablemente adoptadas para mantener cotas de poder y de prestigio. Ello requiere, de entrada, la vivencia de una doble actitud: por una parte, la certeza gozosa de que el Evangelio es siempre Buena Noticia

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para el ser humano y así ha de ser anunciado: la denuncia nunca puede ocultar el anuncio; venimos de una tradición en la que la condena formaba parte habitual de la predicación y de la actuación de la autoridad eclesiástica. Sin embargo, Jesús únicamente condenó una cosa: la hipocresía y el orgullo de quienes, sobre todo en nombre de la religión, oprimían y marginaban a los «pequeños».

Por otro lado, y es la segunda actitud, estoy convencido de que el Espíritu nos está exigiendo un trabajo de incultu-ración del Evangelio. Este trabajo se empezó a hacer desde el principio —¿qué significa, si no, el hecho de que haya cuatro versiones del Evangelio?— y es necesario hacerlo siempre, con creatividad y coraje. Cuando no se hace, se confunde el contenido con las formas culturales que ha venido revistiendo hasta nosotros y se acaba en la infidelidad al mensaje y en la imposibilidad de diálogo con la nueva cultura. La fidelidad a las formas es la mayor forma de infidelidad.

Para vivir esa fidelidad auténtica al Evangelio, necesitamos ser, como María, místicos y profetas: capaces de ver a Dios en toda realidad y de ver toda la realidad con los ojos de Dios. Necesitamos, en definitiva, sentirnos entrañablemente amados y bendecidos, para poder hacer de nuestra vida una bendición, para nosotros mismos y para los demás. Necesitamos sentir lo que María experimentó: «Dios ha mirado con bondad mi pequenez», siendo bien conscientes de nuestra «pequenez», pero con la certeza mayor de que Dios nos mira («pone su corazón en nosotros»), siempre e incondicionalmente, con bondad, queriendo sólo nuestro bien, desde su único deseo para todos nosotros: ser personas en plenitud; sólo así seremos transparencia de El.

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