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    NDICE

    El espejismo amoroso 3

    La amortajada (fragmento) 16

    El rbol 34

    La ltima niebla 39

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    MARALUISABOMBALEL ESPEJISMO AMOROSO

    Seleccin y presentacinLILIAOSORIO

    UNIVERSIDADNACIONALAUTNOMADEMXICO

    COORDINACIN DEDIFUSIN CULTURALDIRECCIN DELITERATURA

    MXICO, 2007

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    EL ESPEJISMO AMOROSO

    Nos enfrentamos a Mara Luisa Bombal (Via delMar, Chile, 1910. Santiago de Chile, 1980) con in-

    tenciones crticas, pero hay que aclarar que la apro-ximacin a su obra tiene un antecedente, tomadode George Steiner: Literary criticism should arisefrom a debt of love. Sin embargo, el amor tienesiempre fisuras y profundidades peligrosas para elamante, quien busca saber, comprender lo que ex-

    presa el lenguaje del amado, empresa todava msdifcil cuando, sustituyendo los factores, es un lectorel que busca en la escritura ese elusivo componenteque podramos denominar talento, capacidad e in-cluso genio, o que quiere efectuar una de las mlti-ples lecturas posibles del discurso. El asedio debe

    comenzar antes de que el objeto, la obra literaria deMara Luisa Bombal, se desvanezca nicamente enel asombro y deje slo el deslumbramiento, sin per-mitir un intento de aproximacin con estrategias v-lidas, entre ellas la de una lectura apasionada.

    Mara Luisa Bombal no escribi mucho, dos no-

    velas cortas y algunos cuentos constituyen lo msconocido de su obra:La ltima niebla(1934), que al-canza varias ediciones y traducciones al ingls,checo, portugus, francs, sueco, japons y alemn;la novelaLa amortajada;los cuentosEl rbol, Las islasnuevas, Lo secretoyMara Griselda,sorprendentes

    descubrimientos para el lector, cansado ya del rea-lismo que ha sido una regla no escrita de la literaturahispanoamericana, porque constituyen una catego-ra diferente. La aparicin de esta escritura, en unmomento en que la revalorizacin del mundo ame-

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    ricano mgico y extico impidi apreciar otras for-mas de escritura, se convierte en un hecho excep-cional por la calidad literaria que posee y porapartarse de las corrientes imperantes durante esosaos en Latinoamrica.

    Mara Luisa Bombal se inici con un logro sin-gular: la novela corta caracterizada por una prosacuya intensidad se condensa en imgenes bellsimasy a veces alucinantes, que nos acercan a una calidadpotica o le dan una textura potica al relato. JorgeEdwards seala:En Mara Luisa Bombal hay una

    especie de apropiacin del lenguaje deResidencia enla tierrade Neruda, llevado a la prosa. Este lenguajeorganiza un mundo en donde la presencia de lamujer es dominante y aporta todo el misterio, laambigedad y la fuerza de la naturaleza, con la cualse identifica. En los relatos hay siempre una protago-

    nista, una mujer que suea y fundamentalmenteama, cuya vida transcurre dentro de mundos distin-tos, evanescentes, que slo tienen en comn con locotidiano los rboles, los pjaros, los frutos y endonde ella se mantiene a distancia, en cierta maneraaislada y con una oculta actitud crtica hacia los

    otros, los que viven fuera de esa especie de acuarioen el que se desliza el alma desfallecida, entregada alamor, nico asidero del mundo que se ha diluido enla enajenacin.

    El cuentoEl rbolnos sumerge desde sus prime-ras lneas en un ambiente definido que, por medio

    de ciertos elementos auditivos y visuales, se ir acer-cando a la irrealidad: las luces mortecinas y la at-msfera cerrada de una sala de conciertos conducenla mirada del lector para introducirlo, por un instantemgico, en la vida de una mujer que escucha la m-

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    sica y al mismo tiempo le permite observar el desarro-llo de los acontecimientos fundamentales de esavida, correspondiente a tres etapas, con una sineste-sa efectiva: primavera, verano y otoo, tiempos re-corridos en el recuerdo, huellas de la experiencia. El

    cuento ha sido incluido dentro de la corriente surrea-lista, en cuanto la realidad tiene aqu un carcterdual, interno y externo y la escritura trata de captarambos a la vez por las correspondencias efectuadasen el momento en que el personaje entra en un es-tado semihipntico debido a la msica que va sugi-

    riendo mediante distintos acordes y tres diferentescompositores, el paisaje onrico de la remembranza;el paisaje real se transforma en paisaje interno.

    Durante la primera parte Mozart proporcionauna msica suave, que provoca la evocacin de unro de agua cristalina, encauzado en un lecho de

    arena rosada y las imgenes sucesivas la escalerade mrmol azul bordeada por doble fila de lirios dehielo, la verja de barrotes con puntas doradas, loscolores tenues resumen el sueo infantil en el cualla protagonista se viste de hada para invertir mgi-camente los pensamientos en el tiempo y recobrar el

    rostro ingenuo, sutil y frivolo de la niez.En la segunda parte es Beethoven quien permitela aparicin de otros elementos que se incorporan ala imaginacin de la mujer que escucha y a la nues-tra. Ser entonces el mar, relacionado con el matri-monio, el que contenga las fantasas y las dote de

    una intensidad especfica, a la par con el rbol ungomero cuyos tonos dorados se transformarnpaulatinamente en oro slido, contrapuesto al pla-teado cabello del marido. La presencia de ste se asi-milar a la imagen paterna, as como la msica se ha

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    asimilado al sonido de las hojas que golpeaban laventana del cuarto de vestir, para acercarnos y su-mergirnos en una vida tranquila, regular, montona.Esa apariencia de reposo la desmiente el rbolmismo con sus ruidos y el eco de pisadas misterio-

    sas, mensajes sutiles del mundo que habita en l yque comparte con la mujer su calidad de naturalezavital, aprisionada en un medio hostil, al cual amboslogran negar y embellecer.

    Los colores del gomero terminan por fundirsecon la lluvia, a travs de la msica de Chopin, y en

    este tercer momento se rompen abruptamente losrecuerdos por tres circunstancias coincidentes: lamuerte del rbol, la toma de conciencia de la mujery el fin del concierto. La luz brutal que tamizaba elrbol invade la suave percepcin del mundo; el co-nocimiento, la aparicin de lo real, invalidan los es-

    pejos: el rbol, la mujer, son inactuales, ineficaces,absurdos en el concreto de la calle y en la concrecinde la vida; la nica conciencia que resta es la bs-queda del amor.

    La ltima nieblaes una novela breve, en la cual eldeseo y la imaginacin, en relacin inextricable, se

    integran y se fortalecen en una doble actividad: eldeseo crea a la imagen y la imagen alienta al deseo;de esta relacin surge una novela perfecta, cuya sin-taxis narrativa permite que el tiempo, transformadoen un continuo, sea el tiempo del amor, de la nostal-gia, degradado de golpe, abruptamente, por una rea-

    lidad formularia, destruido por los actos mnimos deuna vida que debe comprometerse con la realidady que habra podido ser, en el absoluto del amor,maravilloso e imposible.

    De nuevo es una mujer la que vive esta experien-cia extraordinaria, una mujer casada, cuyo marido la

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    considera un objeto conocido, porque la imagen quetiene de ella es prefabricada, corresponde a un este-reotipo de la Mujer, al cual se aferra para sentirse se-guro, pero que nunca le permitir penetrar en sussentimientos. La hostilidad inconsciente del hombre

    es un muro que la empuja a buscar en el bosque, enla niebla, algo desconocido, que no puede nombrartodava. El enfrentamiento con la muerte de unajoven extraa le permite a esta mujer recuperar elsentido vital, al mismo tiempo que su concua, Re-gina, le descubre impensadamente los secretos del

    amor-pasin. A partir de esos dos hechos fabricarsus propios sueos con elementos dispersos que vantomando consistencia en la fantasa, sin que ella sed cuenta de su origen: el amante ser la construc-cin de un ser sin voz y sin nombre, hecho de dosmiradas; ser Pan, encarnado en la inasible presen-

    cia de la niebla, en la lluvia, en el estanque, en laarena de terciopelo. Ser el ojo que descubra en ellalo que nadie ha visto nunca. En un estado de exal-tacin creciente, forjado por un solo encuentro, enuna noche de amor perfecto, se inicia la transmisinvibrante del deseo, de la necesidad, de la unin ab-

    soluta, que morir cuando la mujer que vive la rea-lidad, Regina, se suicide.El lenguaje de la novela es el contrapunto de la

    niebla haciendo resaltar la calidad oculta de los sen-timientos; es un instrumento lmpido, directo, de in-tensidad magntica, que expresa la continuidad y la

    constancia de esa otra vida interna y sensible. Lassucesivas apariciones de la niebla, puntales de losmovimientos anmicos y los extraos cambios delamor, se condensan al final cuando se cierra defini-tivamente el ciclo en la prdida, la idea del suicidio

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    la idea de Regina y su inutilidad, la decisin devivir, morir correctamente, impuesta por las cir-cunstancias.

    El paralelo entre la protagonista y Regina es unalnea que se mantiene a lo largo de la novela, que

    converge en ella como los dos lados de un mismo es-pejo: la realidad Regina es vivida fuera de nues-tra mirada, pero se recrea en la imaginacin laprotagonista de manera que ambas se comple-mentan en su intensidad amorosa y se interrelacio-nan en una forma ambigua y no percibida por ellas

    mismas. Las imgenes tienen un importante papelen el juego narrativo y estn precisamente gradua-das: desde el leve roce del ave de alas color de otoo,la sombra cabellera desatada, hasta la luz que pesacomo una sustancia fosforescente y la presencia delhombre, que huele a fruta, a vegetal, a avellana.Todo

    forma parte de esa sinestesia que da relieve al relato,de manera que hay un enlace profundo, sin mistifi-caciones, entre la naturaleza y el ser humano; la na-turaleza no se refleja en el ser, el ser no se retrata enella, son lo mismo y se imbrican a cada momento yen forma absoluta en el amor, vivido en la imagina-

    cin, cumplido en los actos mnimos que retroali-mentan a la memoria. Desde fuera y desde dentrola mujer se acomoda a la naturaleza, por eso tienetambin, como el hombre amado, una calidad p-nica: slo puede existir plenamente en el bosque,donde la vida adquiere un peso, una importanciafundamental, pero el encuentro mtico del amor, encontraste magistral, se consumar en la ciudad, den-tro de un parque, smbolo muy claro de aislamientoy de represin, que provoca la evasin de la realidad.

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    En contrapartida, el mundo de los hombres apa-recer como irreal, ellos estn fuera de cualquier pa-sin porque previamente han amado un idealconvencional, son dbiles, temerosos para asumir laviolencia del amor, reemplazndolo por la violencia

    de la cacera y de la muerte. Ellos estn ausentes dela verdadera vida, son plidas figuras sin relieve al-guno, sujetos solamente a reglas anacrnicas quepretenden imponer rgidamente sobre sus esposaso amantes, sin darse cuenta de que se han vedado as mismos una existencia plena.

    La obra se desliza en el espejismo amoroso de unnivel a otro. Conforme la mujer se abisma en la ima-gen del amado recorre una etapa y otra la sucede: laausencia, la espera, los celos, la desaparicin delmundo externo, el retorno y el desvanecimiento dela imagen que provoca la agona y la duda.

    El proceso se desarrolla dentro de la posibilidady el sueo; la existencia de un amante no se cues-tiona en s misma, es lo ajeno lo que irrumpe en lacreacin y plantea lo imaginario. La mujer no se pre-gunta si en verdad lo que vive existe, solamente lovive porque es as, incluso utiliza la mirada de los

    otros para persuadirse o para confirmar su ntimarazn, ni siquiera hay la posibilidad de un resque-brajamiento cuando se plantea la duda, sta se con-vierte en un apoyo ms al enfrentarse a la opinin:o el amante es una ilusin de lossentidos, un pro-ducto de la imaginacin, en cuyo caso las leyes del

    mundo permanecen, o bien l existe, es parte inte-grante de la realidad, pero entonces la realidad serige por leyes desconocidas. La eleccin es evidente-mente la segunda, aunque al final parezca impo-nerse la primera, destruyendo el sentido deluniverso.

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    La transmisin de estos estados anmicos se efec-ta en primera persona, por medio de un tiempoverbal, el presente, que se va cerrando sobre smismo, demoliendo el transcurrir. Aquella nicareunin de los amantes ha marcado el principio per-

    fecto, pero inadvertidamente deja de ser, de existiren la memoria misma como hecho y restar sloeste presente eterno, el de la continuidad de unavida que se ha vuelto intil al aceptar la realidad.

    En el relato Las islas nuevas se intensifica laidentificacin entre la mujer y la naturaleza; aqulla

    se transforma en un pjaro que apenas se posa entierra y adquiere a la vez la fascinacin del ofidio:se levanta, crece, se desenrosca como una preciosaculebra, igual que su nombre, plida, aguda, un pocosalvaje. Si en las otras historias la mujer es todava,por decirlo as, real, aqu se presenta como la encar-

    nacin de una fuerza anterior, primitiva e incons-ciente. Lo inverosmil se transforma por medio delarte y se hace inteligible a los sentidos. Ahora el ar-quetipo femenino se desliza, retoma esa cualidad deidentificacin con seres ancestrales que se pierdenen la historia pre-humana. En este cuento la presen-

    cia viva de los elementos refuerza la calidad fants-tica que va surgiendo en un clima de misterio queno se aclara nunca y que proviene de la ambigedad.A la manera de Henry James, hay algo oculto, inhe-rente a la naturaleza humana, que nos resulta oscuroe intolerable. De nuevo la niebla juega como un ele-

    mento esencial, es una presencia en cuyo influjonacen las islas nuevas, vestigios de alguna perturba-cin aterradora y subterrnea, transitorias, fugaces,destinadas a desaparecer como han surgido: inex-plicablemente, tan inexplicablemente comoYolanda,

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    la protagonista, suea en otros mundos y pertenecea otro lugar, a otro tiempo que no existe pero quepodra existir. La narradora, paulatinamente, vadando al lector esos elementos extraos que harndel personaje una incgnita: a partir de una apa-

    riencia determinada, visible, aceptada, ambas fuer-zas mujer e islas configurarn un todo extraoy turbio donde el paisaje es el agua que bulle es-condida bajo el limo de los vastos potreros.

    Las islas nuevas se disuelven en la nada, dentrode un cerco vivo de pjaros y espuma, dejando tan

    slo el agudo malestar que se manifiesta ante lo des-conocido y lo temible. La misma sensacin provocala enigmtica Yolanda, existe, pero es como la me-dusa, una vez fuera de su mundo natural, desapa-rece. Slo ah, en ese lugar especial, ahogado enhelchos gigantes, dentro de un silencio verde

    como el cloroformopermanecer unida a la niebla,que la descubre y la oculta como su propia cabelleraimpetuosa que tiene olor a madreselvas vivas.

    Lo misterioso reaparece en la novelaLa amorta-jada,planteado ahora por una mujer muerta ya paralos otros pero que conserva an una percepcin pe-

    culiar. El narrador alguien annimo, difcil deidentificar nos obliga a la observacin de un ex-trao fenmeno: la muerte que est viva y que deinmediato se transforma en la muerte que se miramorir (la extraa vida de la muerte) y que recoge, sinconciencia todava, la imagen halagadora, superfi-

    cial, de un sueo extendido hacia afuera, percepcinde una realidad que comienza a cobrar fuerza pormedio de signos afectivos e introductores al mismotiempo de los personajes que atravesarn el campovital de Ana Mara, la mujer que terminar de morir

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    ante nuestros ojos durante un solo da, lapso reite-rado por la frase el da quema horas, minutos, se-gundos. Aprisionados en su ltima memoriaexistirn los elementos circundantes: la lluvia, elbosque, el cielo, en una visin postrera y doble, ob-

    jetiva-subjetiva, que la mujer, ms que percibir, ace-cha escondida detrs de sus largas pestaas y quese dirige fundamentalmente al examen de los treshombres que le han significado tres formas diversasdel amor.

    Sin transicin, el relato toma la primera persona,

    que se ir alternando con el narrador y con uno solode los personajes Fernando e incluso en unamisma lnea se tensar la unidad: Es l, l. All estde pie y mirndola. Esta primera presencia de la in-fancia y de la adolescencia se concreta en un hom-bre, Ricardo, el primer amor descubierto entre el

    trigo y la ternura, al contacto de la piel y el azoro dela violencia. l es la naturaleza, con todo lo inexpli-cable de la pasin, de la torpeza y del orgullo; de lse desprende un olor a oscuro clavel silvestrey lamujer-nia intentar enlazarlo, guardarlo con esastrenzas deshechas que se enroscan en el cuello del

    hombre, con la misma voluntad de posesin quesu dueo ha prolongado en el lnguido recuerdomezclando colores, olores, sabores de mgica inten-sidad, incorporados en un sueo premonitorio quese quiebra en la sangre y en la prdida, reencontra-dos en la mirada ltima de la muerte. En el mo-

    mento de la confrontacin nada se aclara, aunque lamujer se pregunta Es preciso morir para saber?El relato pasa otra vez a esa voz oscura, que inter-vendr en forma paralela como conductor aparentedel fugaz recorrido,mientras el da quema horas,

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    minutos, segundosy nos deja ver los cortos lazosde la relacin familiar: padre, hermana, hijos, todossubordinados a la relacin amorosa, casi forzados eimpuestos sobre esta mujer, de vitalidad reprimida,atada a las convenciones y a la religin y que quiz

    es ella misma culpable de ello:el abandono de suamante responda... a una rebelda de su impetuosocarcter? Tal vez ella no tenga alma ni pueda suje-tarse a la cotidianidad, con la que siempre est enlucha pero que la apresa al mismo tiempo; es, comosiempre lo ha intuido, una criatura de la naturaleza,

    a la que retorna con un placer absolutamente fsico,como una raz que se integrara a la densidad de latierra.

    El segundo hombre, Fernando, es el nico que lehabla en forma directa.Yacente, ella lo mira desde sulecho de muerta y lo escucha imprecar, sin juzgarlo

    ya ms, en nombre de una vida sometida al amorhecho imposible, al rechazo constante de la mujer,porque esa clase de amor los ha unido en la desva-lorizacin y el miedo mutuos y es humillante a la vezque necesario. La inteligencia lo mantiene atado yle hace actuar como un jugador perfecto que midiera

    cada movimiento, sin participar del placer del juego;su habilidad le permite conocerla y manipular situa-ciones y actitudes, para ella negativas, pero con-gruentes en ciertos niveles y sostenidas por ambos.Ella puede ahora verse y verlo, desde el filo de lamuerte, como a dos seres al margen del amor, al

    margen de la vida. Tiene la repugnancia de su es-pejo, ese hombre callado, reprimido; entre ellos larelacin, reconocida y aceptada, se ha forjado a basede equvocos e interrupciones, reasumida en estedilogo-monlogo final que se cierra con una con-

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    clusin: Fernando se liberar de la obligacin deamar y volver a su propia y vaca vida, dejar departicipar en el juego cansado y repetitivo que lmismo se ha impuesto, como lo sabe, precisamenteporque est impedido, por egosmo, de ejercitar la

    libertad de amar.El tercer personaje es el amado, irreconocible

    bajo la mscara de la sntesis de los otros dos hom-bres y el smbolo ms terrible de la imposibilidad deamar, porque es el ms cercano. En l se resumen elaprendizaje del placer, el conocimiento y el desen-

    cuentro. Cuando Ana Mara adquiere conciencia desu significado, las relaciones se han destruido ya,porque su afn de hacer perdurable el primer senti-miento, la primera emocin, ha hecho que descarteal mundo y se aferr a una infantil memoria de la fe-licidad. El reconocimiento de lo que podra haber

    sido algo parecido a la perfeccin buscada tienelugar durante un largo proceso de sufrimiento, deansiedad, de culpa; la figura masculina es idealizada,luego se aleja y se disuelve en la crisis, provocandoel odio y la prdida. Muy entrada la tarde, llega, porfin, el hombre que ella esperaba. Es aqul a quien

    ha deseado toda la vida, llena de un sentimientoextraamente, desesperadamente dulce. Es Anto-nio, quien alguna vez se aferr a ella para detenerlay perdido en un momento de debilidad. Con l hadebido convivir equivocadamente hacia la destruc-cin y surge la inevitable pregunta: Por qu, por

    qu la naturaleza de la mujer ha de ser tal que tengaque ser siempre un hombre el eje de su vida? En l-tima instancia Ana Mara slo logra adaptar su pro-pio vehemente amor al amor mediocre y limitado delos otros. La adaptacin es falsa, incomprensible

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    para esos otros, resulta ser solamente odio, que in-cluso en el momento de la muerte es la pasin msintensa que esta mujer puede sentir, pero la muertemisma le arrebata el odio y lo sustituye por el hastoy el cansancio que la impulsarn a deslizarse y a re-

    correr con fatiga el camino hacia el trmino ltimo desu paso terrestre. Esta serala muerte de los vivos, lefalta todava recorrerla muerte de los muertossola,de regreso a la tierra, a la oscuridad.

    No tenemos ya acceso a la ulterior posibilidadplanteada por la escritora, importa slo la recreacin

    de una vida en el espacio de la escritura que enla bsqueda obsesiva del amor se ha desgastadoante nuestros ojos y que nos regresa automtica-mente al mundo de los vivos, donde nosotros esta-mos condenados tambin al amor.

    Lilia Osorio

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    LA AMORTAJADA(fragmento)

    Desde el principio de la noche, sin descanso, una

    mujer ha estado velando, atendiendo a la muerta.Por primera vez, sin embargo, la amortajada re-

    para en ella; tan acostumbrada est a verla as, gravey solcita, junto a lechos de enfermos.

    Alicia, mi pobre hermana, eres t! Rezas!Dnde creers que estoy? Rindiendo cuentas

    al Dios terrible a quien ofreces da a da la brutalidadde tu marido, el incendio de tus aserraderos, y hastala prdida de tu nico hijo, aquel nio desobedientey risueo que un rbol arroll al caer y cuyo cuerpose disloc entero cuando lo levantaron de entre elfango y la hojarasca?

    Alicia, no. Estoy aqu, disgregndome bien ape-gada a la tierra.Y me pregunto si ver algn da lacara de tu Dios.

    Ya en el convento en que nos educamos, cuandoSor Marta apagaba las luces del largo dormitorio ymientras, infatigable, t completabas las dos ltimas

    decenas del rosario con la frente hundida en la al-mohada, yo me escurra de puntillas hacia la ven-tana del cuarto de bao. Prefera acechar a los recincasados de la quinta vecina.

    En la planta baja, un balcn iluminado y dosmozos que tienden el mantel y encienden los cande-

    labros de plata sobre la mesa.En el primer piso otro balcn iluminado. Tras lacortina movediza de un sauce, ese era el balcn queatraa mis miradas ms vidas.

    El marido tendido en el divn. Ella sentada frenteal espejo, absorta en la contemplacin de su propia

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    imagen y llevndose cuidadosamente a ratos lamano a la mejilla, como para alisar una arruga ima-ginaria. Ella cepillando su espesa cabellera castaa,sacudindola como un bandera, perfumndola.

    Me costaba ir a extenderme en mi estrecha cama,

    bajo la lmpara de aceite cuya mariposa titubeantedeformaba y paseaba por las paredes la sombra delcrucifijo.

    Alicia, nunca me gust mirar un crucifijo, t losabes. Si en la sacrista empleaba todo mi dinero encomprar estampas era porque me regocijaban las

    alas blancas y espumosas de los ngeles y porque, amenudo, los ngeles se parecan a nuestras primasmayores, las que tenan novios, iban a bailes y se po-nan brillantes en el pelo.

    A todos afligi la indiferencia con que hice miprimera comunin.

    Jams me conturb un retiro, ni una prdica.Dios me pareca tan lejano, y tan severo!Hablo del Dios que me impona la religin, por-

    que bien pueda que exista otro: un Dios ms secretoy ms comprensivo, el Dios que a menudo me hi-ciera presentir Zoila.

    Porque ella, mi mam, dspota, enferma y cen-sora, nunca logr comunicarme su sentido prctico,pero s todas las supersticiones de su espritu tanfuerte como sencillo.

    Chiquilla, la luna nueva! Saldala tres veces ypide tres cosas que Dios te las dar en seguida...

    Una araa corriendo por el techo a estas horas! No-vedad tendremos. .. Jess, quebraste ese espejo!Tor-cida va a andar tu suerte mientras no rompas vidrioblanco.. .

    Y, Alicia, figrate, a medida que iba viviendo,aquellos signos pueriles que sin yo saberlo conside-

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    raba ya Advertencia de Dios! iban cambiando ysiendo reemplazados por otros signos ms sutiles.

    No s cmo explicarte. Ciertas coincidencias ex-traas, ciertas ansiedades sin objeto, ciertas palabraso gestos mos que mi inteligencia no hubiera podido

    encontrar por s sola; y tantas otras pequeas cosas,difciles de captar y an ms de contar, empezaron aantojrseme signos de algo, alguien, observndomeescondido y entretejiendo a ratos parte de su volun-tad dentro de la aventura de mi vida.

    Claro est, las manifestaciones de ese alguien

    eran oscuras, a menudo contradictorias. Sin em-bargo, qu de veces me obligaron a preguntarmemiedosamente si un Dios muy orgulloso pero tam-bin anhelante de que se lo presintiera, se lo buscara,se lo deseara... no alentaba quizs, invisible y cerca?

    Pero,Alicia, t bien sabes que este valle de lgri-

    mas como sueles decir, impertrrita a la sonrisaburlona de tu marido; este valle, sus lgrimas ygente, sus pequeeces y goces acapararon siemprelo mejor de mis das y sentir.

    Y es posible, ms que posible, Alicia, que yo notenga alma.

    Deben tener alma los que la sienten dentro de sbullir y reclamar. Tal vez sean los hombres como lasplantas; no todas estn llamadas a retoar y las hayen las arenas que viven sin sed de agua porque ca-recen de hambrientas races.

    Y puede, puede as, que las muertes no sean

    todas iguales. Puede que hasta despus de la muertetodos sigamos distintos caminos.Pero reza, Alicia, reza. Me gusta ver rezar, t lo

    sabes.Qu no dara, sin embargo, mi pobre Alicia, por-

    que te fuera concedida en tierra una partcula de fe-

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    licidad que te est reservada en tu cielo! Me dueletu palidez, tu tristeza. Hasta tus cabellos parecen ha-brtelos desteido las penas.

    Recuerdas tus dorados cabellos de nia? Y re-cuerdas la envidia ma y la de las primas? Porque

    eras rubia te admirbamos, te creamos la ms bo-nita. Recuerdas?

    Ahora slo queda, cerca de ella, el marido deMara Griselda.

    Cmo es posible que ella tambin llame a suhijo: el marido de Mara Griselda!

    Por qu? Porque cela a su hermosa mujer! Por-que la mantiene aislada en un lejano fundo del sur!La noche entera ella ha estado extraando la pre-

    sencia de su nuera y la ha molestado la actitud deAlberto; de este hijo que no ha hecho sino moverse,pasear miradas inquietas alrededor del cuarto.

    Ahora que, echado sobre una silla, descansa,duerme tal vez, qu nota en l de nuevo, de ex-trao... de terrible?

    Sus prpados. Son los prpados los que lo cam-bian, los que la espantan; unos prpados rugosos ysecos, como si, cerrados noche a noche sobre una

    pasin taciturna, se hubieran marchitado, quemadodesde adentro.Es curioso que lo note por primera vez. O sim-

    plemente es natural que se afine en los muertos lapercepcin de cuanto es signo de muerte?

    De pronto aquellos prpados bajos comienzan a

    mirarla fijamente, con la insondable fijeza con quemiran los ojos de un demente.Oh, abre los ojos, Alberto!Como si respondiera a la splica, los abre, en

    efecto... para echar una nueva mirada recelosa a su

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    alrededor. Ahora se acerca a ella, su madre amorta-jada, y la toca en la frente como para cerciorarse deque est bien muerta.

    Tranquilizado, se encamina resuelto hacia elfondo del cuarto.

    Ella lo oye moverse en la penumbra, tantear losmuebles, como si buscara algo.

    Ahora vuelve sobre sus pasos con un retratoentre las manos.

    Ahora pega a la llama de uno de los cirios la ima-gen de Mara Griselda y se dedica a quemarla con-

    cienzudamente, y sus rasgos se distienden apaciguadosy a medida que la bella imagen se esfuma, se parte encenizas.

    Salvo una muerta, nadie sabe ni sabr jamscunto lo han hecho sufrir esas numerosas efigies desu mujer, rayos por donde ella se evade, a pesar de su

    vigilancia.No entrega acaso un poco de su belleza en cadaretrato? No existe acaso en cada uno de ellos unaposibilidad de comunicacin?

    S, pero ya el fuego deshoj el ltimo.Ya no quedams que una sola Mara Griselda; la que mantiene

    secuestrada all en un lejano fundo del sur. Oh,Al-berto, mi pobre hijo!Alguien, algo, la toma de la mano.Vamos, vamos...Adonde?Vamos.

    Y va. Alguien, algo la arrastra, la gua a travs deuna ciudad abandonada y recubierta por una capade polvo de ceniza, tal como si sobre ella hubiera de-licadamente soplado una brisa macabra.

    Anda. Anochece. Anda.

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    Un prado. En el corazn mismo de aquella ciu-dad maldita, un prado recin regado y fosforescentede insectos.

    Da un paso.Y atraviesa el doble anillo de nieblaque lo circunda.Y entra en las lucirnagas, hasta los

    hombros, como en un flotante polvo de oro.Ay. Qu fuerza es sta que la envuelve y la

    arrebata?Hela aqu, nuevamente inmvil, tendida boca

    arriba en el amplio lecho.Liviana. Se siente liviana. Intenta moverse y no

    puede. Es como si la capa ms secreta, ms profundade su cuerpo se revolviera aprisionada dentro deotras capas ms pesadas que no pudiera alzar y quela retienen clavada, ah, entre el chisporroteo acei-toso de dos cirios.

    El da quema horas, minutos, segundos.

    Vamos.No.Fatigada, anhela, sin embargo, desprenderse de

    aquella partcula de conciencia que la mantieneatada a la vida, y dejarse llevar hacia atrs, hasta elprofundo y muelle abismo que siente all abajo.

    Pero una inquietud la mueve a no desasirse delltimo nudo.Mientras el da quema horas, minutos, segundos.Este hombre moreno y enjuto al que la fiebre

    hace temblar los labios como si le estuviera ha-blando. Que se vaya! No quiere orlo.

    Ana Mara, levntate!Levntate para vedarme una vez ms la entradade tu cuarto. Levntate para esquivarme o para he-rirme, para quitarme da a da la vida y la alegra.Pero levntate, levntate!

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    T, muerta!T incorporada, en un breve segundo, a esa raza

    implacable que nos mira agitarnos, desdeosa e in-mvil.

    T, minuto por minuto, cayendo un poco ms en

    el pasado. Y las subtancias vivas de que estabashecha, separndose, escurrindose por cauces dis-tintos, como ros que no lograrn jams volver sobresu curso. Jams!

    Ana Mara, si supieras cunto, cunto te hequerido!

    Este hombre! Por qu an amortajada le im-pone su amor!Es raro que un amor humilde, no consiga sino

    humillar.El amor de Fernando la humill siempre. La

    haca sentirse ms pobre. No era la enfermedad que

    le manchaba la piel y le agriaba el carcter lo que lemolestaba en l, ni como a todos, su desagradableinteligencia, altanera y positiva.

    Lo despreciaba porque no era feliz, porque notena suerte.

    De qu manera se impuso sin embargo en su

    vida hasta volvrsele un mal necesario? l bien losabe: hacindose su confidente.Ah, sus confidencias! Qu arrepentimiento la

    embargaba siempre, despus!Oscuramente presenta que Fernando se alimen-

    taba de su rabia o de su tristeza; que mientras ella

    hablaba, l analizaba, calculaba, gozaba sus desen-gaos, creyendo tal vez que la cercaran hasta arro-jarla inevitablemente en sus brazos. Presenta quecon sus cargos y sus quejas suministraba material ala secreta envidia que l abrigaba contra su marido.

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    Porque finga menospreciarlo y lo envidiaba: le en-vidiaba precisamente los defectos que le merecansu reprobacin.

    Fernando! Durante largos aos, qu de noches,ante el terror de una velada solitaria, ella lo llam a

    su lado, frente al fuego que empezaba a arder en losgruesos troncos de la chimenea. En vano se propo-na hablarle de cosas indiferentes. Junto con la horay la llama, el veneno creca, le trepaba por la gar-ganta hasta los labios, y comenzaba a hablar.

    Hablaba y l escuchaba. Jams tuvo una palabra

    de consuelo, ni propuso una solucin ni atemperuna duda, jams. Pero escuchaba, escuchaba aten-tamente lo que sus hijos solan calificar de celos, demanas.

    Despus de la primera confidencia, la segunda yla tercera afluyeron naturalmente y las siguientes

    tambin, pero ya casi contra su voluntad.En seguida, le fue imposible poner un dique a suincontinencia. Lo haba admitido en su intimidad yno era bastante fuerte para echarlo.

    Pero no supo que poda odiarlo hasta esa nocheen que l se confi a su vez.

    La frialdad con que le cont aquel despertarjunto al cuerpo ya inerte de su mujer, la frialdad conque le habl del famoso tubo de veronal encontradovaco sobre el velador!

    Durante varias horas haba dormido junto a unamuerta y su contacto no haba marcado su carne con

    el ms leve temblor.Pobre Ins! deca. An no logro expli-carme el porqu de su resolucin. No pareca tristeni deprimida. Ninguna rareza aparente tampoco. Devez en cuando, sin embargo, recuerdo haberla sor-

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    prendido mirndome fijamente como si me estu-viera viendo por primera vez. Me dej. Qu me im-porta que no fuera para seguir a un amante! Medej. El amor se me ha escurrido, se me escurrirsiempre, como se escurre el agua de entre dos

    manos cerradas.Oh, Ana Mara, ninguno de los dos hemos na-

    cido bajo estrella que lo preserve...! Dijo, y ella en-rojeci como si le hubiera descargado a traicin unabofetada en pleno rostro.

    Con qu derecho la consideraba su igual?

    En un brusco desdoblamiento lo haba visto y sehaba visto, l y ella, los dos juntos en la chimenea.Dos seres al margen del amor, al margen de la vida,tenindose las manos y suspirando, recordando, en-vidiando. Dos pobres.Y como los pobres se consue-lan entre ellos, tal vez algn da, ellos dos... Ah,

    no! Eso jams, jams!Desde aquella noche sola detestarlo. Pero nuncapudo huirlo.

    Ensay, s, muchas veces. Pero Fernando sonreaindulgente a sus acogidas de pronto glaciales; so-portaba, imperturbable, las vejaciones, adivinando

    quizs que luchaba en vano contra el extrao senti-miento que la empujaba hacia l, adivinando que re-caera sobre su pecho, ebria de nuevas confidencias.

    Sus confidencias! Cuntas veces quiso rehuirlasl tambin! Antonio, los hijos; los hijos y Antonio.Slo ellos ocupaban el pensamiento de esa mujer,

    tenan derecho a su ternura, a su dolor.Mucho, mucho debi quererla para escuchartantos aos sus insidiosas palabras, para permitirleque le desgarrase as, suave y laboriosamente, el co-razn.

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    Y sin embargo, no supo ser dbil y humilde hastalo ltimo.

    Ana Mara, tus mentiras, deb haber fingidotambin creerlas. Tu marido celoso de ti, de nuestraamistad!

    Por qu no haber aceptado esta inocente inven-cin tuya si halagaba tu amor propio? No. Preferasperder terreno en tu afecto antes que parecerte cn-dido.

    Ms que mi mala suerte fue, Ana Mara, mi tor-peza la que impidi que me quisieras.

    Te veo inclinada al borde de la chimenea, echarcenizas sobre las brasas mortecinas; te veo arrollar eltejido, cerrar el piano, doblar los peridicos tiradossobre los muebles.

    Te veo acercarte a m,despeinaday doliente: Bue-nas noches, Fernando. Siento haberle hablado an

    de todo esto. La verdad es que Antonio no me quisonunca. Entonces, a qu protestar, a qu luchar?Buenas noches.Y tu mano se aferraba a la ma enuna despedida interminable, y a pesar tuyo tus ojosme interrogaban, imploraban un desmentido a tusltimas palabras.

    Y yo, yo, envidioso, mezquino, egosta, me iba sindespegar los labios ms que para murmurar:Bue-nas noches.

    Sin embargo, mucho me ha de ser perdonado,porque mi amor te perdon mucho.

    Hasta que te encontr, cuando se me hera en mi

    orgullo dejaba automticamente de amar, y no per-donaba jams. Mi mujer habra podido decrtelo, ellaque no obtuvo de m ni un reproche, ni un recuerdo,ni una flor en su tumba.

    Por ti, slo por ti Ana Mara, he conocido el amorque se humilla, resiste a la ofensa y perdona la ofensa.

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    Por ti, slo por ti!Tal vez haba sonado para m la hora de la piedad,

    hora en que nos hacemos solidarios hasta del ene-migo llamado a sufrir nuestro propio msero destino.

    Tal vez amaba en ti ese pattico comienzo de

    destruccin. Nunca hermosura alguna me conmovitanto como esa tuya en decadencia.

    Am tu tez marchita que haca resaltar la frescurade tus labios y la esplendidez de tus anchas cejas pa-sadas de moda, de tus cejas lisas y brillantes como unafranja de terciopelo nuevo.Am tu cuerpo maduro en

    el cual la gracilidad del cuello y de los tobillos ganaban,por contraste, una doble y enternecedora seduccin.Pero no quiero quitarte mritos. Me seduca tambintu inteligencia porque era la voz de tu sensibilidad yde tu instinto.

    Qu de veces te obligu a precisar una exclama-

    cin, un comentario.T enmudecas, colrica, presumiendo que meburlaba.

    Y no, Ana Mara, siempre me creste ms fuertede lo que era. Te admiraba. Admiraba esa tranquilainteligencia tuya cuyas races estaban hundidas en

    lo oscuro de tu ser.Sabe lo que hace agradable e ntimo estecuarto? El reflejo y la sombra del rbol arrimado a laventana. Las casas no debieran ser nunca ms altasque los rboles, decas.

    O an:No se mueva. Ay, qu silencio! El aire

    parece de cristal. En tardes como sta me da miedohasta pestaear. Sabe uno acaso dnde terminanlos gestos? Tal vez si levanto la mano, provoque enotros mundos la trizadura de una estrella!.

    S, te admiraba y te comprenda.

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    Oh,Ana Mara, si hubieras querido, de tu desgra-cia y mi desdicha hubiramos podido construir unafecto, una vida; y muchos habran rondado envi-diosos alrededor de nuestra unin como se rondaalrededor de un verdadero amor, de la felicidad.

    Si hubieras querido! Pero ni siquiera tomaste encuenta mi paciencia. Nunca me agradeciste unagentileza. Nunca.

    Me guardabas rencor porque te apreciaba y cono-ca ms que nadie, yo, al hombre que t no amabas.

    Pobre Fernando, cmo tiembla! Casi no puede te-nerse en pie. Va a desmayarse!Un muchacho comparte el temor de la amorta-

    jada. Fred, que se acerca, pone la mano sobre elhombro del enfermo y le habla en voz baja. Pero Fer-nando sacude la cabeza, y se niega, tal vez, a salir del

    cuarto.Entonces ella observa cmo Fred lo empuja haciaun silln y se inclina solcito.Y el pasado tierno quela presencia del muchacho volc en su corazn des-borda por sobre esta imagen de Fernando entre losbrazos de Fred, el hijo preferido.

    Recuerdo que, de nio, Fred tenale miedo a losespejos y sola hablar en sueos un idioma desco-nocido.

    Recuerda el verano de la gran sequa y aquellatarde en que a eso de las tres, Fernando le habadicho: Si furamos hasta los terrenos que comprayer?

    Los nios treparon albreaksin titubear:Antonio aleg lo de siempre: que era desagrada-

    ble salir a esa hora.Pero ella, para no decepcionar a Fernando y cui-

    dar que los nios no expusieran sus cabezas al sol,haba aceptado la poco dichosa invitacin.

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    Estaremos de vuelta mucho antes de la comida,grit a su marido en tanto el coche se alejaba. PeroAntonio que fumaba, recostado en la mecedora, nise dign agitar la mano.

    Y as hubo de sobrellevar muda y ofendida los

    primeros diez minutos de llanura polvorienta.Los perros de Fred, esa jaura hecha de todos los

    perros vagos del fundo, siguieron un instante el ca-rruaje. Luego se quedaron bebiendo en el barro deuna acequia.

    Los nios se movan incesantemente, gritaban,

    cantaban, hacan preguntas. Ella, agobiada por elcalor, sonrea sin contestarles.Y el coche avanzabaas, entre una doble fila de lechuzas que, gravementeerguidas sobre los postes del alumbrado, los mira-ban pasar.

    To Fernando, quiero una lechuza. Toma, aqu

    tienes tu escopeta, mata una lechuza para m. Porqu no? Por qu, to Fernando? Yo quiero una le-chuza. sa. No, sa no. Esta otra...

    Y Fernando accedi como acceda siemprecuando Anita se le colgaba de una manga y lo mi-raba en los ojos. Por temor de caer en desgracia ante

    la nia, halagaba siempre sus malas pasiones. La lla-maba: Princesa, y apedreaba junto con ella las pe-queas lagartijas que se escurran horizontales porlas tapias del jardn.

    Fernando detuvo los caballos, apoy la escopetacontra el hombro y apunt a la lechuza que desde

    un poste los observaba, confiada, sin moverse.Una breve detonacin par de golpe el inmensopalpitar de las cigarras, y el pjaro cay fulminado alpie del poste. Anita corri a recogerlo. El canto delas cigarras se elev de nuevo como un grito.Y ellosreanudaron la marcha.

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    Sobre las rodillas de la nia, la lechuza mantenaabiertos los ojos, unos ojos redondos, amarillos ymojados, fijos como una amenaza. Pero, sin inmu-tarse, la nia sostena la mirada. No est bienmuerta. Me ve. Ahora cierra los ojos poquito a

    poco... Mam, mam, los prpados le salen deabajo!

    Pero ella no la escuchaba sino a medias, atenta ala masa violenta y sombra que, desde el fondo delhorizonte, avanzaba al encuentro del carruaje.

    Nios, a subir el toldo! Una tormenta se nos

    viene encima.Fue cosa de un instante. Fue slo un viento os-curo que barri contra ellos, ramas secas, pedregulloe insectos muertos.

    Cuando lograron transponerlo, la vieja armazndelbreaktemblaba entera, el cielo se extenda gris y

    el silencio era tan absoluto que daban deseos de re-moverlo como a un agua demasiado espesa.Bruscamente, haban descendido a otro clima, a

    otro tiempo, a otra regin.Los caballos corran despavoridos por una llanura

    que ninguno recordaba haber visto jams. Y as

    arrastraron el coche hasta una granja en ruinas.De pie, en el umbral sin puerta, un hombre pare-ca esperarlos.

    El camino a San Roberto, por favor?El pen era un pen?. Calzaba botas y tena

    una fusta en la mano, los mir extraadamente,

    tard un segundoy contest:Sigan derecho. Encontrarn un puente. Do-blen luego a la izquierda.

    Gracias.

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    Los caballos emprendieron de nuevo su inquie-tante carrera.Y entonces, Fred con cautela se arrima ella y la llam en voz muy baja:

    Mam, te fijaste en los ojos del hombre?Eran iguales a los de la...

    Aterrada ella se haba vuelto hacia su hija paragritarle:

    Tira esa lechuza; trala he dicho, que te man-cha el vestido.

    El puente? Cuntas horas erraron en su busca.No sabe.

    Slo recuerda que en un determinado momentoella haba ordenado: Volvamos.Fernando obedeci en silencio y emprendi

    aquel interminable regreso durante el cual la nochese les ech encima.

    La llanura, un monte, otra vez la llanura y otra

    vez un monte.Y la llanura an.Tengo hambre, murmuraba tmidamente

    Alberto.Anita dorma, recostada contra Fernando, y la fe-

    licidad de Fernando era tan evidente que ella pro-

    curaba no mirarlo, presa de un singular pudor.Bruscamente uno de los caballos resbal y sedesplom largo a largo.

    Dentro del coche se hizo un breve silencio.Luego, como si revivieran de golpe, los nios se pre-cipitaron coche abajo, prorrumpiendo en gritos y

    suspiros.Fernando habl por fin. Ana Mara, estoy per-dido desde hace horas, dijo.

    Los nios corran en la oscuridad del campo.Aqu debe haber llovido, chillaba Alberto hundidohasta la rodilla en un lodazal.

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    Apremiado por Fernando el caballo se erguatambaleante, caa y se volva a alzar relinchando sor-damente.

    Ana Mara, ms vale no seguir el viaje. Los ca-ballos estn extenuados. El coche no tiene faroles.

    Esperemos que amanezca.Antonio!, haba gemido ella, sintindose de

    pronto muy dbil.Instantneamente Fernando golpe las manos

    para reunir a los nios dispersos.Nos vamos! Nos vamos! Y Fred? Dnde

    est Fred? Fred!, Fred!Hu, hu! grit una voz, mientras, a lo lejos,un punto de luz se encenda y apagaba.

    Se ha llevado la linterna sorda y est jugandoa la lucirnaga explicaron los hermanos.

    Recuerda cmo ech pie a tierra y se intern ra-

    biosa entre las zarzas, mal segura sobre sus altos ta-cones.Fred, nos vamos. Qu haces ah?.Inmvil ante un arbusto cuyas ramas mantena

    alzadas, Fred, por toda respuesta le hizo una seamisteriosa.Y como si le comunicara un secreto, fij

    contra el fango el redondel de luz.Entonces ella vio, pegada a la tierra, una enormecineraria. Una cineraria de un azul oscuro, violentoy mojado, y que temblaba levemente.

    Durante el espacio de un segundo el nio y ellapermanecieron con la vista fija en la flor, que pareca

    respirar.Por qu persisti en ella la imagen azul y fra?Por qu sus carnes se apretaban temblorosas mien-tras volva hacia el coche apoyada en el hombro deFred? Por qu haba dicho suavemente a Fernando:

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    Tiene razn. Es peligroso seguir viaje. Esperemosque amanezca?

    Como si hubieran odo una orden, los nios es-tiraron las mantas.

    Distingue an como en sueos a su hijo Alberto

    que se acerca para taparla, que le pega un coscorrna Fred, para dormir, solo, contra ella y bajo el mismoabrigo.

    Nunca, no, nunca olvid el terror que los sobre-cogi al despertar.

    Un paso ms y aquella noche habran desapare-

    cido todos. El coche estaba detenido al borde de laescarpa.Y all, en lo hondo, debajo de una espesaneblina, y encajonado entre las dos pendientes, adi-vinaron, corriendo a negros borbotones, el ro.

    Desde aquel da memorable ella haba vigilado aFred, inquieta, sin saber por qu. Pero el nio no pa-

    reca tener conciencia de ese sexto sentido, que lovinculaba a la tierra y a lo secreto .Y an cuando fue un muchacho insolente y ro-

    busto lo sigui cuidando como a un ser delicado.Slo porque de repente, y en el momento ms ines-perado, sola mirarla con los ojos pueriles y graves

    del nio misterioso de ayer.No lo niegues, sola decirle Antonio, es tu pre-ferido, le perdonas todo. Ella sonrea. Era cierto quele perdonaba todo, hasta la rudeza con que se des-prenda de ella cuando se inclinaba para besarlo.

    Y cmo olvidar aquella pequea mano que du-

    rante tres das y tres noches, en el cuarto de una cl-nica, se aferr a la suya sin soltarla? Durante tresdas ella no haba comido y durante tres nocheshaba dormitado sentada al borde del lecho, tortu-rada por esa mano vida de Fred, que le transmita

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    el sufrimiento y la obligaba a hundirse, junto con l,en la pesadilla y el ahogo.

    Poco a poco, sin advertirlo, ella se haba acostum-brado a su fastidiosa presencia.

    Abominaba el deseo que brillaba en los ojos de

    Fernando, y sin embargo, la halagaba ese irreflexivohomenaje cotidiano.

    Ahora recuerda, como en una ltima confidencia,a Beatriz, la ntima amiga de su hija. Recuerda su pa-ttica voz de contralto. Apenas saba cantar, perocuando ella la acompaaba al piano, lograba sobre-

    poner su torpeza.Tena en la garganta cierta nota deterciopelo, grave y tierna a la vez, que su voluntadprolongaba, amplificaba, sofocaba dulcemente. Re-cuerda el otoo pasado y sus noches sin luna, estri-dentes y claras.

    Apenas levantados de la mesa, t, Fernando, te

    apresurabas a salir con el cigarrillo en los labios, espe-rando que te siguiera para apoyarme a tu lado contrala balaustrada de la terraza.Pero yo corra a instalarmefrente al piano.Y Beatriz empezaba a cantar.

    Uno,dos,tresliederme esperabas de pie, luego tesentabas en el escao de hierro, la espalda apoyada

    contra las enredaderas del muro.Hasta el saln culebreaba el humo de los cigarri-llos, que encendas uno en la colilla del otro, sincompasin por tu salud.

    Nada me importaba tu enervamiento, la hume-dad que las madreselvas alentaban sobre tus hom-

    bros. Maana estaras enfermo, por cierto, pero era,acaso, yo culpable de que te empeases, taciturno,en esperarme al fro, culpable de que la msica meapasionara cien veces ms que tu compaa?

    Muchas veces, inmediatamente despus delacorde final sub furtivamente a mi cuarto sin espe-

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    rar tu vuelta, negndote la limosna de las buenasnoches.

    Nunca se me ocurri pensar que fuera una cruel-dad intil; crea que tu presencia o tu ausencia medejaban indiferente.

    Una noche, sin embargo, entre una romanza yotra me asom a la terraza.

    No encontr a nadie sobre el escao de hierro.Por qu te habas marchado sin avisar? Y en

    qu momento? Ni a lo lejos resonaba el galope detus caballos.

    Recuerdo mi desconcierto. Di unos pasos, respirfuerte, levant los ojos.Haba en el cielo un hormigueo tal de estrellas,

    que deb bajarlos casi en seguida, presa de vrtigo.Vi entonces el jardn, los potreros crudamente gol-peados por una luz directa, uniforme, y tuve fro.

    Frente al piano, otra vez, me acometi un grandesaliento.Ya no me interesaba la msica ni el canto de Bea-

    triz. No encontraba ya razn de ser a mis gestos.Oh, Fernando, me habas envuelto en tus redes.

    Para sentirme vivir, necesit desde entonces a mi

    lado ese constante sufrimiento tuyo.Qu de veces durante mi enfermedad me incor-por en el lecho para escucharte con delicia rondarla puerta que te haba vedado.

    EL RBOL

    En todo caso, no creo que nos convenga separar-nos, Brgida. Hay que pensarlo mucho.

    En ella los impulsos se abatieron tan brusca-mente como se haban precipitado. A qu exaltarse

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    intilmente! Luis la quera con ternura y medida; sialguna vez llegaba a odiarla la odiara con justicia yprudencia.Y eso era la vida. Se acerc a la ventana,apoy la frente contra el vidrio glacial. All estaba elgomero recibiendo serenamente la lluvia que lo gol-

    peaba, tranquila y regular. El cuarto se inmovilizabaen la penumbra, ordenado y silencioso.Todo parecadetenerse, eterno y muy noble. Eso era la vida. Yhaba cierta grandeza en aceptarla as, mediocre,como algo definitivo, irremediable.Y del fondo delas cosas pareca brotar y subir una meloda de pa-

    labras graves y lentas que ella se qued escuchando:Siempre, Nunca...Y as pasan las horas, los dasy los aos. Siempre! Nunca! La vida, la vida!

    Al recobrarse cay en la cuenta de que su maridose haba escurrido del cuarto. Siempre! Nunca!...

    Y la lluvia, secreta e igual, aun continuaba susu-

    rrando en Chopin.

    El verano deshojaba su ardiente calendario. Caanpginas luminosas y enceguecedoras como espadasde oro, y pginas de una humedad malsana como elaliento de los pantanos; caan pginas de furiosa y

    breve tormenta, y pginas de viento caluroso, delviento que trae el clavel del aire y lo cuelga del in-menso gomero.

    Algunos nios solan jugar al escondite entre lasenormes races convulsas que levantaban las baldo-sas de la acera, y el rbol se llenaba de risas y de cu-

    chicheos. Entonces ella se asomaba a la ventana ygolpeaba las manos; los nios se dispersaban asus-tados, sin reparar en su sonrisa de nia qua a su vezdesea participar en el juego.

    Solitaria, permaneca largo rato acodada en laventana mirando el tiritar del follaje siempre co-

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    rra alguna brisa en aquella calle que se despeabadirectamente hasta el ro y era como hundir la mi-rada en una agua movediza o en el fuego inquietode una chimenea. Una poda pasarse as las horasmuertas, vaca de todo pensamiento, atontada de

    bienestar.Apenas el cuarto empezaba a llenarse del humo

    del crepsculo ella encenda la primera lmpara, yla primera lmpara resplandeca en los espejos, semultiplicaba como una lucirnaga deseosa de pre-cipitar la noche.

    Y noche a noche dormitaba junto a su marido,sufriendo por rachas. Pero cuando su dolor se con-densaba hasta herirla como un puntazo, cuando yaasediaba un deseo demasiado imperioso de desper-tar a Luis para pegarle o acariciarlo, se escurra depuntillas hacia el cuarto de vestir y abra la ventana.

    El cuarto se llenaba instantneamente de discretosruidos y discretas presencias, de pisadas misteriosas,de aleteos, de sutiles chasquidos vegetales, del dulcegemido de un grillo escondido bajo la corteza delgomero sumido en las estrellas de una calurosanoche estival.

    Su fiebre decaa a medida que sus pies desnudosse iban helando poco a poco sobre la estera. Nosaba por qu le era tan fcil sufrir en aquel cuarto.

    Melancola de Chopin engranando un estudio trasotro, engranando una melancola tras otra, imper-

    turbable.Y vino el otoo. Las hojas secas revoloteaban uninstante antes de rodar sobre el csped del estrechojardn, sobre la acera de la calle en pendiente. Lashojas se desprendan y caan... La cima del gomero

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    permaneca verde, pero por debajo el rbol enroje-ca, se ensombreca como el forro gastado de unasuntuosa capa de baile.Y el cuarto pareca ahora su-mido en una copa de oro triste.

    Echada sobre el divn, ella esperaba paciente-

    mente la hora de la cena, la llegada improbable deLuis. Haba vuelto a hablarle, haba vuelto a ser sumujer sin entusiasmo y sin ira.Ya no lo quera. Peroya no sufra. Por el contrario, se haba apoderado deella una inesperada sensacin de plenitud, de placi-dez. Ya nadie ni nada podra herirla. Puede que la

    verdadera felicidad est en la conviccin de que seha perdido irremediablemente la felicidad. Entoncesempezamos a movernos por la vida sin esperanza nimiedos, capaces de gozar por fin todos los pequeosgoces, que son los ms perdurables.

    Un estruendo feroz, luego una llamarada blanca

    que la echa hacia atrs toda temblorosa.Es el entreacto? No. Es el gomero, ella lo sabe.Lo haban abatido de un solo hachazo. Ella no

    pudo or los trabajos que empezaron muy de ma-ana. Las races levantaban las baldosas de la aceray entonces, naturalmente, la comisin de vecinos...

    Encandilada se ha llevado las manos a los ojos.Cuando recobra la vista se incorpora y mira a su al-rededor. Qu mira? La sala bruscamente ilumi-nada, la gente que se dispersa? No. Ha quedadoaprisionada en las redes de su pasado, no puede salirdel cuarto de vestir. De su cuarto de vestir invadido

    por una luz blanca, aterradora. Era como si hubieranarrancado el techo de cuajo; una luz cruda entrabapor todos lados, se le meta por los poros, la que-maba de fro.Y todo lo vea a la luz de esa fra luz;Luis, su cara arrugada, sus manos que surcan grue-

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    sas venas desteidas, y las cretonas de colores chillo-nes. Despavorida ha corrido hacia la ventana. Laventana abre ahora directamente sobre una calle es-trecha, tan estrecha que su cuarto se estrella casicontra la fachada de un rascacielos deslumbrante.

    En la planta baja, vidrieras y ms vidrieras llenas defrascos. En la esquina de la calle, una hilera deautomviles alineados frente a una estacin de ser-vicio pintada de rojo. Algunos muchachos, en man-gas de camisa, patean una pelota en medio de lacalzada.

    Y toda aquella fealdad haba entrado en sus espe-jos. Dentro de sus espejos haba ahora balcones denquel y trapos colgados y jaulas con canarios.

    Lehaban quitado suintimidad,susecreto; seencon-traba desnuda en medio de la calle, desnuda junto a unmarido viejoque levolva la espalda para dormir,que no

    le haba dado hijos. No comprende cmo hasta enton-ces no haba deseado tener hijos, cmo haba lle-gado a conformarse a la idea de que iba a vivir sinhijos toda su vida. No comprende cmo pudo so-portar durante un ao esa risa de Luis, esa risa de-masiado jovial, esa risa postiza de hombre que se ha

    adiestrado en la risa porque es necesario rer en de-terminadas ocasiones.Mentira! Eran mentiras su resignacin y su se-

    renidad; quera amor, s, amor, y viajes y locuras, yamor, amor...

    Pero Brgida por qu te vas? por qu te que-

    dabas? haba preguntado Luis.Ahora habra sabido contestarle:El rbol, Luis, el rbol! Han derribado el go-

    mero.

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    LA LTIMA NIEBLA

    No me saba tan blanca y tan hermosa. El aguaalarga mis formas, que toman proporciones irreales.

    Nunca me atrev antes a mirar mis senos; ahora losmiro. Pequeos y redondos, parecen diminutas co-rolas suspendidas sobre el agua.

    Me voy enterrando hasta la rodilla en una espesaarena de terciopelo.Tibias corrientes me acarician ypenetran. Como con brazos de seda, las plantas

    acuticas me enlazan el torso con sus largas races.Me besa la nuca y sube hasta mi frente el alientofresco del agua.

    A la madrugada, agitaciones en el piso bajo, paseosinslitos alrededor de mi lecho, provocan desgarro-

    nes en mi sueo. Me fatigo intilmente, ayudandoen pensamiento a Daniel. Junto con l, abro cajonesy busco mil objetos, sin poder nunca hallarlos. Ungran silencio me despierta, por fin.

    Advierto un tremendo desorden en el cuarto yveo una cartuchera olvidada sobre el velador.

    Recuerdo entonces que los hombres deban salirde caza, para no volver sino al anochecer.Regina se levanta contrariada. Durante el al-

    muerzo no cesa de protestar speramente contra loscaprichos intempestivos de nuestros maridos. No lecontesto, temiendo exasperarla con lo que ella llama

    mi candor.Ms tarde me recuesto sobre los peldaos de laescalinata y aguzo el odo. Hora tras hora espero envano la detonacin lejana que llegue a quebrar esteenervante silencio. Los cazadores parecen habersido secuestrados por la bruma...

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    Con qu rapidez la estacin va acortando losdas!Ya empieza a incendiarse el poniente. Tras losvidrios de cada ventana parece brillar una hoguera.Todo lo abrasa una roja llamarada cuyo fulgor noconsigue atenuar la niebla.

    Cay la noche. No croan las ranas y no percibotan siquiera el gemido tranquilo de algn grillo, per-dido en el csped. Detrs de m, la casa permanecetotalmente oscura.

    Angustiada, entro al saln, prendo una lmpara.Ahogo una exclamacin de sorpresa. Regina se ha

    quedado dormida sobre el divn. La miro. Sus ras-gos parecen alisarse hacia las sienes; el contorno desus pmulos se ha suavisado y su piel luce an mstersa. Me acerco. Ignoraba que los seres embellecie-ran cuando reposan extendidos. Regina no pareceahora una mujer, sino una nia, una nia muy dulce

    y muy indolente.Me la imagino dormida as, en tibios aposentosalfombrados donde toda una vida misteriosa se in-sina en un flotante perfume de cabelleras y cigarri-llos femeninos.

    De nuevo en m este dolor punzante como un

    grito.Vuelvo a salir para sentarme en la oscuridad,frente a la casa.Veo moverse luces entre los rboles.Bultos de hombres avanzan con infinitas precaucio-nes, trayendo grandes ramas encendidas en lasmanos a modo de antorchas. Oigo el jadeo precipi-

    tado de los perros.Buena suerte? interrogo con jbilo.Maldita niebla! rezonga Daniel, por toda

    respuesta.Hombres y animales vienen a desplomarse,

    exhaustos, a mis pies. Se alinea delante de m una

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    profusin de alas muertas, de pobres cuerpos muti-lados, embarrados.

    El amante de Regina deja caer sobre mis rodillasuna torcaza an caliente y que destila sangre.

    Pego un alarido y la rechazo, nerviosa. Mientras

    todos se alejan riendo, el cazador se obstina en man-tener, contra mi voluntad, aquel vergonzoso trofeoen mi regazo. Me debato como puedo y llorando caside indignacin. Cuando l afloja su forzado abrazo,levanto la cara.

    Me intimida su mirada escrutadora y bajo los

    ojos.Al levantarlos de: nuevo, noto que me sigue mi-rando. Lleva la camisa entreabierta y de su pecho sedesprende un olor a avellanas y a sudor de hombrelimpio y fuerte. Le sonro turbada. Entonces l le-vantndose de un salto, penetra en la casa sin volverla cabeza.

    La niebla se estrecha, cada da ms, contra la casa.Yahizo desaparecer las araucarias cuyas ramas golpe-aban la balaustrada de la terraza. Anoche so que,por entre las rendijas de las puertas y ventanas, seinfiltraba lentamente en la casa, en mi cuarto, y es-

    fumaba el color de las paredes, los contornos de losmuebles, y se entrelazaba a mis cabellos, y se me ad-hera al cuerpo y lo deshaca todo, todo... Slo, enmedio del desastre, quedaba intacto el rostro de Re-gina, con su mirada de fuego y sus labios llenos desecretos.

    Hace varias horas que hemos llegado a la ciudad.Detrs de la espesa cortina de niebla, suspendida in-mvil alrededor de nosotros, la siento pesar en la at-msfera.

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    La madre de Daniel ha hecho abrir el gran come-dor y encender todos los candelabros sobre la largamesa de familia donde, en una punta, nos amonto-namos, entumecidos. Pero el vino dorado, que nossirven en copas de pesado cristal, nos entibia las

    venas; su calor nos va trepando por la garganta hastalas sienes.

    Daniel, ligeramente achispado, promete restauraren nuestra casa el oratorio abandonado. Al final dela comida hemos convenido que mi suegra vendrcon nosotros al campo.

    Mi dolor de estos ltimos das, ese dolor lanci-nante como una quemadura, se ha convertido enuna dulce tristeza que me trae a los labios una son-risa cansada. Cuando me levanto, debo apoyarmeen mi marido. No s por qu me siento tan dbil yno s por qu no puedo dejar de, sonrer.

    Por primera vez desde que estamos casados, Da-niel me acomoda las almohadas. A medianoche medespierto, sofocada. Me agito largamente entre lassbanas, sin llegar a conciliar el sueo. Me ahogo.Respiro con la sensacin de que me falta siempre unpoco de aire para cada soplo. Salto del lecho, abro la

    ventana. Me inclino hacia fuera y es como si no cam-biara de atmsfera. La neblina, esfumando los n-gulos, tamizando los ruidos, ha comunicado a laciudad tibia intimidad de un cuarto cerrado.

    Una idea loca se apodera de m. Sacudo a Daniel,que entreabre los ojos.

    Me ahogo. Necesito caminar. Me dejas salir?Haz lo que quieras murmura y de nuevo re-cuesta pesadamente la cabeza en la almohada.

    Me visto.Tomo al pasar el sombrero de paja conque sal de la hacienda. El portn es menos pesadode lo que pensaba. Echo a andar calle arriba.

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    La tristeza reafluye a la superficie de mi ser contoda la violencia que acumulara durante el sueo.Ando, cruzo avenidas y pienso:

    Maana volveremos al campo. Pasado maanair a or misa al pueblo, con mi suegra. Luego, du-

    rante el almuerzo, Daniel nos hablar de los trabajosde la hacienda. En seguida visitar el invernculo, lapajarera, el huerto.

    Maana volveremos al campo. Pasado maanair a or misa al pueblo, con mi suegra. Luego, du-rante el almuerzo, Daniel nos hablar de los trabajos

    de la hacienda. En seguida visitar el invernculo, lapajarera, el huerto.Antes de cenar, dormitar junto ala chimenea o leer los peridicos locales. Despusde comer me divertir en provocar pequeas cats-trofes dentro del fuego, removiendo desatinada-mente las brasas. A mi alrededor, un silencio indicar

    muy pronto que se ha agotado todo tema de conver-sacin y Daniel ajustar ruidosamente las barrascontra las puertas. Luego nos iremos a dormir.Y pa-sado maana ser lo mismo, y dentro de un ao, ydentro de diez; y ser lo mismo hasta que la vejezme arrebate todo derecho a amar y a desear, y hasta

    que mi cuerpo se marchite y mi cara se aje y tengavergenza de mostrarme sin artificios a la luz del sol.Vago al azar, cruzo avenidas y sigo andando.No me siento capaz de huir. De huir, cmo,

    adonde? La muerte me parece una aventura ms acce-sible que la huida.De morir, s, me siento capaz. Es muy

    posible desear morir porque se ama demasiado la vida.Entre la oscuridad y la niebla vislumbro una pe-quea plaza. Como en pleno campo, me apoyo ex-tenuada contra un rbol. Mi mejilla busca lahumedad de su corteza. Muy cerca, oigo una fuentedesgranar una sarta de pesadas gotas.

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    La luz blanca de un farol, luz que la bruma trans-forma en vaho, baa y empalidece mis manos,alarga a mis pies una silueta confusa que es mi som-bra.Y he aqu que, de pronto, veo otra sombra juntoa la ma. Levanto la cabeza.

    Un hombre est frente a m, muy cerca de m. Esjoven; unos ojos muy claros en un rostro moreno yuna de sus cejas, levemente arqueada, presta a sucara un aspecto casi sobrenatural. De l se des-prende un vago, pero envolvente calor.

    Y es rpido, violento, definitivo. Comprendo que

    lo esperaba y que le voy a seguir como sea, dondesea. Le echo los brazos al cuello y l entonces mebesa, sin que por entre sus pestaas las pupilas lu-minosas cesen de mirarme.

    Ando, pero ahora un desconocido me gua. Megua hasta una calle estrecha y en pediente. Me

    obliga a detenerme.Tras una verja, distingo un jardnabandonado. El desconocido desata con dificultadlos nudos de una cadena enmohecida.

    Dentro de la casa la oscuridad es completa, perouna mano tibia busca la ma y me incita a avanzar.No tropezamos contra ningn mueble; nuestros

    pasos resuenan en cuartos vacos. Subo a tientas lalarga escalera, sin que necesite apoyarme en la ba-randa, porque el desconocido gua an cada uno demis pasos. Lo sigo, me siento en su dominio, entre-gada a su voluntad. Al extremo de un corredor, em-puja una puerta y suelta mi mano. Quedo parada en

    el umbral de una pieza que, de pronto, se ilumina.Doy un paso dentro de una habitacin cuyas cre-tonas descoloridas le comunican no s qu encantoanticuado, no s qu intimidad melanclica.Todo elcalor de la casa parece haberse concentrado aqu. Lanoche y la neblina pueden aletear en vano contra los

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    vidrios de la ventana; no conseguirn infiltrar eneste cuarto un solo tomo de muerte.

    Mi amigo corre las cortinas y ejerciendo con supecho una suave presin, me hace retroceder, lenta-mente, hacia el lecho. Me siento desfallecer en dulce

    espera y, sin embargo, un singular pudor me impulsaa fingir miedo. l entonces sonre, pero su sonrisa,aunque tierna, es irnica. Sospecho que ningn sen-timiento abriga secretos para l. Se aleja simulandoa su vez querer tranquilizarme. Quedo sola.

    Oigo pasos muy leves sobre la alfombra, pasos

    de pies descalzos. l est nuevamente frente a m,desnudo. Su piel es oscura, pero un vello castao, alcual se prende la luz de la lmpara, lo envuelve depies a cabeza en una aureola de claridad.Tiene pier-nas muy largas, hombros rectos y caderas estrechas.Su frente est serena y sus brazos cuelgan inmviles

    a lo largo del cuerpo. La grave sencillez de su actitudle confiere como una segunda desnudez.Casi sin tocarme, me desata los cabellos y em-

    pieza a quitarme los vestidos. Me someto a su deseocallada y con el corazn palpitante. Una secretaaprensin me estremece cuando mis ropas refrenan

    la impaciencia de sus dedos. Ardo en deseos de queme descubra cuanto antes su mirada. La belleza demi cuerpo ansia, por fin, su parte de homenaje.

    Una vez desnuda, permanezco sentada al bordede la cama. l se aparta y me contempla. Bajo suatenta mirada, echo la cabeza hacia atrs y este ade-

    mn me llena de ntimo bienestar. Anudo mis brazostras la nuca, trenzo y destrenzo las piernas y cadagesto me trae consigo un placer intenso y completo,como si, por fin, tuvieran una razn de ser mis bra-zos y mi cuello y mis piernas. Aunque este goce

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    fuera la nica finalidad del amor, me sentira ya bienrecompensada!

    Se acerca; mi cabeza queda a la altura de supecho, me lo tiende sonriente, oprimo a l mis labiosy apoyo en seguida la frente, la cara. Su carne huele

    a fruta, a vegetal. En un nuevo arranque echo misbrazos alrededor de su torso y atraigo, otra vez, supecho contra mi mejilla.

    Lo abrazo fuertemente y con todos mis sentidosescucho. Escucho nacer, volar y recaer su soplo; es-cucho el estallido que el corazn repite incansable

    en el centro del pecho y hace repercutir en las entra-as y extiende en ondas por todo el cuerpo, trans-formando cada clula en un eco sonoro. Lo estrecho,lo estrecho siempre con ms afn; siento correr lasangre dentro de sus venas y siento trepidar la fuerzaque se agazapa inactiva dentro de sus msculos;

    siento agitarse la burbuja de un suspiro. Entre misbrazos, toda una vida fsica, con su fragilidad y sumisterio, bulle y se precipita. Me pongo a temblar.

    Entonces l se inclina sobre m y rodamos enlaza-dos al hueco del lecho. Su cuerpo me cubre comouna grande ola hirviente, me acaricia, me quema, me

    penetra, me envuelve, me arrastra desfallecida. A migarganta sube algo as como un sollozo, y no s porqu empiezo a quejarme, y no s por qu me es dulcequejarme, y dulce a mi cuerpo el cansancio infligidopor la preciosa carga que pesa entre mis muslos.

    Cuando despierto, mi amante duerme extendido

    a mi lado. Es plcida la expresin de su rostro; sualiento es tan leve que debo inclinarme sobre sus la-bios para sentirlo.Advierto que prendida a una fin-sima, casi invisible cadena, una medallita anida entreel vello castao del pecho; una medallita trivial, deesas que los nios reciben el da de su primera co-

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    munin. Mi carne toda se enternece ante este puerildetalle.Aliso un mechn rebelde apegado a su sien,me incorporo sin despertarlo. Me visto con sigilo yme voy.

    Salgo como he venido, a tientas.

    Ya estoy fuera. Abro la verja. Los rboles estninmviles y todava no amanece. Subo corriendo lacallejuela, atravieso la plaza, remonto avenidas. Unperfume muy suave me acompaa; el perfume demi enigmtico amigo. Toda yo he quedado impreg-nada de su aroma.Y es como si l anduviera an a mi

    lado o me tuviera an apretada en su abrazo o hu-biera deshecho su vida en mi sangre, para siempre.Y he aqu que estoy extendida al lado de otro

    hombre dormido.Daniel, no te compadezco, no te odio, deseo

    solamente que no sepas nunca nada de cuanto me

    ha ocurrido esta noche...Por qu, en otoo, esa obstinacin de hacerconstantemente barrer las avenidas?

    Yo dejara las hojas amontonarse sobre el csped ylos senderos, cubrirlo todo con su alfombra rojiza ycrujiente que la humedad tornara luego silenciosa.

    Trato de convencer a Daniel para que abandone unpoco el jardn. Siento nostalgia de parques abandona-dos, donde la mala hierba borre todas las huellas ydonde arbustos descuidados estrechen los caminos.

    Pasan los aos. Me miro al espejo y me veo,definitivamente marcadas bajo los ojos, esas peque-

    as arrugas que slo me afluan, antes, al rer. Miseno est perdiendo su redondez y consistencia defruto verde. La carne se me pega a los huesos y ya noparezco delgada, sino angulosa. Pero, qu importa!Qu importa que mi cuerpo se marchite, si conoci

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    el amor Y qu importa que los aos pasen, todosiguales. Yo tuve una hermosa aventura, una vez...Tan slo con un recuerdo se puede soportar unalarga vida de tedio. Y hasta repetir, da a da, sincansancio, los mezquinos gestos cotidianos.

    Hay un ser que no puedo encontrar sin temblar.Lo puedo encontrar hoy, maana o dentro de diezaos. Lo puedo encontrar aqu, al final de una ala-meda o en la ciudad, al doblar una esquina. Tal veznunca lo encuentre.No importa; el mundo me parecelleno de posibilidades, en cada minuto hay para m

    una espera, cada minuto tiene para m su emocin.Noche a noche, Daniel se duerme a mi lado, in-diferente como un hermano. Lo abrigo con indul-gencia porque hace aos, toda una larga noche, hevivido del calor de otro hombre. Me levanto, en-ciendo a hurtadillas una lmpara y escribo :

    He conocido el perfume de tu hombro y desdeese da soy tuya.Te deseo. Me pasara la vida, tendida,esperando que vinieras a apretar contra mi cuerpo,tu cuerpo fuerte y conocedor del mo, como si fuerasu dueo desde siempre. Me separo de tu abrazo ytodo el da me persigue el recuerdo de cuando me

    suspendo a tu cuello y suspiro sobre tu boca.Escribo y rompo.

    Hay maanas en que me invade una absurda ale-gra. Tengo el presentimiento de que una felicidadmuy grande va a caer sobre m en veinticuatro horas.

    Me paso el da en una especie de exaltacin. Espero.Una carta, un acontecimiento imprevisto? No s, ala verdad.

    Ando, me interno monte adentro y, aunque estarde, acorto el paso a mi vuelta. Concedo al tiempo

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    un ltimo plazo para el advenimiento del milagro.Entro al saln con el corazn palpitante.

    Tumbado en un divn, Daniel bosteza, entre susperros. Mi suegra est devanando una nueva madejade lana gris. No ha venido nadie, no ha pasado nada.

    La amargura de la decepcin no me dura sino el es-pacio de un segundo. Mi amor por les tan grandeque est por encima del dolor de la ausencia. Mebasta saber que existe, que siente y recuerda enalgn rincn del mundo...

    La hora de comida me parece interminable.Mi nico anhelo es estar sola para poder soar,soar a mis anchas. Tengo siempre tanto en qupensar! Ayer tarde, por ejemplo, dej en suspensouna escena de celos entre mi amante y yo.

    Detesto que despus de cenar me soliciten para la

    tradicional partida de naipes. Me gusta sentarmejunto al fuego y recogerme para buscar entre las bra-sas los ojos claros de mi amante. Bruscamente, des-puntan como dos estrellas y yo permanezco entonceslargo rato sumida en esa luz. Nunca como en esosmomentos recuerdo con tanta nitidez la expresin

    de su mirada.Hay das en que me acomete un gran cansancioy vanamente remuevo las cenizas de mi memoriapara hacer saltar la chispa que crea la imagen. Pierdoa mi amante.

    Un gran viento me lo devolvi la ltima vez. Un

    viento que derrumb tres nogales e hizo persignarsea mi suegra lo indujo a llamar a la puerta de la casa.Traa los cabellos revueltos y el cuello del gabn muysubido. Pero yo lo reconoc y me desplom a suspies. Entonces l me carg en sus brazos y me llev

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    as desvanecida, en la tarde de viento... Desde aquelda no me ha vuelto a dejar.

    El plido otoo parece haber robado al esto esta ar-diente maana de sol. Busco mi sombrero de paja y

    no lo hallo. Lo busco primero con calma, luego, confiebre... porque tengo miedo de hallarlo. Una granesperanza ha nacido en m. Suspiro, aliviada, ante lainutilidad de mis esfuerzos.Ya no hay duda posible.Lo olvid una noche en casa de un desconocido.Una felicidad tan intensa me invade, que debo apo-

    yar, mis dos manos sobre el corazn para que no seme escape; liviano como un pjaro. Adems de unabrazo, como a todos los amantes, algo nos une parasiempre. Algo material, concreto, indestructible: misombrero de paja.

    Estoy ojerosa y, a menudo, la casa, el parque, los bos-ques, empiezan a girar vertiginosamente dentro demi cerebro y ante mis ojos.

    Trato de imponerme cierto reposo, pero es slocaminando que puedo imprimir un ritmo a mis sue-os, abrirlos, hacerlos describir una curva perfecta.

    Cuando estoy quieta, todos ellos se quiebran las alassin poderlas abrir.Llega el da de nuestro dcimo aniversario ma-

    trimonial. La familia se rene en nuestra hacienda,salvo Felipe y Regina, cuya actitud es agriamentecensurada.

    Como para compensar la indiferencia en mediode la cual se efectu hace aos nuestro enlace, hayahora un exceso de abrazos, de regalos y una grancomida con numerosos brindis.

    En la mesa, la mirada displicente de Daniel tro-pieza con la ma.

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    Hoy he visto a mi amante. No me canso de pen-sarlo, de repetirlo en voz alta. Necesito escribir: hoylo he visto, hoy lo he visto.

    Sucedi este atardecer, cuando yo me baaba enel estanque.

    De costumbre permanezco all largas horas, elcuerpo y el pensamiento a la deriva. A menudo noqueda de m, en la superficie, ms que un vago remo-lino; yo me he hundido en un mundo misterioso dondeel tiempo parece detenerse bruscamente, donde la luzpesa comouna sustancia fosforescente,donde cada uno

    de mis movimientos adquiere sabias y felinas lentitudesy yo exploro minuciosamente los repliegues de eseantro de silencio. Recojo extraas caracolas, cristalesque al traer a nuestro elemento se convierten en gui-jarros negruzcos e informes. Remuevo piedras bajolas cuales duermen o se revuelven miles de criaturas

    atolondradas y escurridizas.Emerga de aquellas luminosas profundidadescuando divis a lo lejos, entre la niebla, venir silen-cioso como una aparicin, un carruaje todo cerrado.Tambaleando penosamente, los caballos se abranpaso entre los rboles y la hojarasca sin provocar el

    menor ruido.Sobrecogida me agarr a las ramas de un sauce yno reparando en mi desnudez suspend mediocuerpo fuera del agua.

    El carruaje avanz lentamente hasta arrimarse ala orilla opuesta del estanque. Una vez all, los ca-

    ballos agacharon el cuello y bebieron, sin abrir unsolo crculo en la tersa superficie.Algo muy grande para m iba a suceder. Mi cora-

    zn y mis nervios lo presentan.Tras la ventanilla estrecha del carruaje vi, enton-

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    ces, asomarse e inclinarse, para mirarme, una cabezade hombre.

    Reconoc inmediatamente los ojos claros, el ros-tro moreno de mi amante.

    Quise llamarlo, pero mi impulso se quebr en

    una especie de grito ronco, indescriptible. El debiver la angustia pintada en mi semblante, pues, comopara tranquilizarme, esboz a mi intencin una son-risa, un leve ademn de la mano. Luego, reclinn-dose hacia atrs, desapareci de mi vista.

    El carruaje ech a andar nuevamente y sin darme

    tan siquiera tiempo para nadar hacia la orilla, se per-di de improviso en el bosque, como si se lo hubieratragado la niebla.

    Sent un leve golpe azotarme la cadera.Volv micara estupefacta. La balsa ligera en que el hijo menordel jardinero se desliza sobre el agua, estaba inmo-

    vilizada detrs de m.Apretando los brazos contra mi pecho desnudo,le grit, frentica:

    Lo viste, Andrs, lo viste?S, seora, lo vi asinti tranquilamente el

    muchacho.

    Me sonri, no es verdad Andrs, me sonri?S, seora. Qu plida est usted. Salga prontodel agua, no se vaya a desmayar dijo, e imprimivuelo a su embarcacin.

    Provisto de una red, continu barriendo las hojassecas que el otoo recostaba sobre el estanque...

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