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Luis Miguel Rivas Granada Colombia Mandarinas en el desierto

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Luis Miguel Rivas Granada

Colombia

Mandarinasen el desierto

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rana

daEscritor, libretista y realizador audiovi-sual. Ha publicado los libros de relatos “Los amigos míos se viven muriendo”, “Tareas no hechas” y “¿Nos vamos a ir como estamos pasando de bueno?”. Es considerado como una de las voces más potentes de la nueva narrativa colombi-ana. En 2011 fue reconocido por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara como uno de “Los 25 secretos mejor guardados de América Latina”.

(Cartago 1969)

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o vi con mis propios ojos un palo de mandarinas refulgiendo en pleno desierto de Atacama; frutas jugosas y frescas en medio de la zona más

árida y chicharroneante del mundo. Y no fue producto de la fatamorgana, esa ilusión óptica que acomete a los sedientos terminales que se pierden en la aridez marciana de la pampa atacameña. Era un árbol real, con frutos naturales, sembrados y cuidados, casi que en contra de la naturaleza, por las manos del hombre. Estaba en uno de los 140 invernaderos que han construido los integrantes de la Asociación Gremial de Agricultores Alto La Portada, en la ciudad de Antofagasta, en Chile, mil cuatrocientos kilómetros al Norte de Santiago, a donde el Grupo EPM llegó a mediados del año 2015 para hacerse cargo del manejo de un recurso vital que en esta zona tiene además el carácter de urgente, como lo es para cualquier sediento terminal que se pierde en el desierto.

A ese terreno de la Asociación de Agricultores ubicado dieciocho kilómetros al norte de la ciudad de Antofagasta llegué la mañana del 13 de noviembre del 2015, en el taxi de Norberto Olivares, un chileno gozón y dicharachero, amorenado por años de sol, y fanático de la tonada rítmica y el aire contento de los colombianos (que hoy representamos el 18% del total de inmigrantes extranjeros en la ciudad). Al salir de Antofagasta en dirección a Alto La Porta-da, Norberto, sosteniendo el volante con una mano y revoleando el aire con la otra, me habla de su historia personal y de cómo al igual que la mayoría de los pobladores de la región es también un inmigrante que vino del sur del país a trabajar en una oficina salitrera (como le llaman a los campamento o poblados formados alrededor de los yacimientos mineros) y que aquí se enamoró, hizo su familia y decidió quedarse. Señalándome las edificaciones que veo pasar por la ventanilla me dice muerto de la risa: “Esta es una ciudad muy linda para ser industrial y muy fea para ser turística”; y remata al pasar junto a un grupo de trabajadores que caminan por la acera: “Aquí hay trabajo para todos, no cuesta nada compartir con la gente que venga. De eso se ha hecho esta zona”.

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¶Raíces en el aguaCuando Norberto me deja en el inmenso lote desértico (cien hectáreas), habitado desde hace tres años por los agricultores de Alto La Portada, soy recibido por Dolores Jiménez, la presidenta de la asociación, una mujer bajita y sólida, pelo corto y cara redonda, amabilidad y potencia concentradas, que colonizó con su esposo y sus hijos este sector (cedido a la Agremiación por Bienes Naciona-les luego de arduas gestiones) y se trajo tras de sí a otras 140 familias que venían rodando como gitanos desde hacía 40 años en busca de un lugar donde sembrar hortalizas y que en los últimos tiempos han descubierto un método que a primera vista parecería descabellado para una zona carente de agua: agricultura hidropónica La historia de este proceso, así como la del agua en las ciudades que confor-man la Región de Antofagasta (consti-tuida por las provincias de Tocopilla, Calama y Antofagasta, limitando al occidente con el océano pacífico y al oriente con Bolivia y Argentina) es un rosario de esfuerzos y sacrificios que no se le pasaría por la cabeza a ese hombre de cualquier lugar del mundo que un domingo por la mañana abre el chorro de la manguera para lavar su carro.

¶La vida va por dentroAlto La Portada es un inmenso condominio desolado, con calles anchas y polvorientas por las que no cruza ni un ánima en pena; una gigantesca urbanización todavía inconclusa, con lotes cercados por mallas, dentro de los cuales destacan los techos de los invernaderos. Ni un sonido, ni un movimiento. Pero nada más distinto a una ciudad fantasma, porque detrás de las precarias puer-tas de madera o de los portones metálicos crece una vida silenciosa, múltiple, rica, fresca, organizada sobre hileras de mesas de madera sustentadas en agua: lechugas, acelgas, cebollas, tomates; produc-tos que esta comunidad viene produciendo cada vez a mayor escala y con mayor tecnificación gracias a la asesoría de entidades guberna-mentales, el apoyo de una empresa privada y hoy en día con la ayuda de Aguas de Antofagasta EPM.

Inclinados sobre las mesas de cultivo y recorriendo los pasillos que forman el armónico interior de los inverna-deros están los agricultores dedica-

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dos a podar, regar, abonar, hidratar y remover la tierra. Hoy esta Asociación es uno de los más importantes provee-dores de vegetales (alrededor de 14 mil unidades de lechuga mensuales por cada cinco agricultores) para una ciudad que por sus dificultades tiene los precios más altos del país. Además de ofrecer productos libres de quími-cos tienen precios más bajos porque evitan los intermediarios.

Todo esto ha sido ganado a pulso. Hace apenas un año lograron que un ducto llevara hasta su terreno el agua proveniente de la desaladora de Aguas Antofagasta; de esta manera reduje-ron los gastos del líquido casi a la mitad y pudieron seguir reafirmando su carácter de pioneros mundiales en agricultura con agua de mar. Hasta el momento habían comprado el líquido pagando el flete de un camión que tenía que cruzar toda la ciudad, lo que elevaba el precio de cada metro cúbico a 7 mil pesos chilenos, casi diez dólares. (Una familia en la ciudad se puede gastar 24 metros cúbicos men-suales de agua para suplir las necesi-dades domésticas; o sea que a ese precio un grupo familiar tendría que sacar 240 dólares al mes por consumo del líquido; teniendo en cuenta que el salario mínimo en Chile es de 241 mil pesos mensuales, cerca de 340 dólares, el pago del agua ocuparía el 70. 5% de un salario).

¶Dos horas paratantos añosCon la presencia de EPM, Dolores y sus compañeros han visto una esperanza real para fortalecer su empren-dimiento. En 2015, cuando el Grupo EPM llegó a la región, se aterroriza-ron con la idea de que una nueva administración pusiera trabas a un servicio tan arduamente conseguido: “Nosotros fuimos a conversar inmedia-tamente con ellos – me cuenta en el comedor de su casa- : A ver con qué nos vamos a encontrar ahora, a lo mejor nos van a cortar el agua; o sea, era un temor grande, pero nos lleva-mos una gran sorpresa porque nos recibieron como nunca nos habían recibido. El Gerente quiso conocer el proyecto, la gente que trabajaba en la empresa le había conversado, pero él creyó inmediatamente en nosotros y le encantó que hiciéramos un proyecto innovador con agua desalinizada, y nos ofreció su ayuda, subirnos la cuota… nosotros nunca pensamos que íbamos a tener en tan poco tiempo una respuesta tan rápida. Estoy muy contenta porque la verdad es que lo que hemos lucha-do tantos años lo conseguimos en un par de horas conversando con la nueva gerencia”.

Días antes yo había entrevistado al Gerente de Aguas Antofagasta EPM, Fredy Zuleta, un hombre serio y afable, curtido en emprendimientos y retos internacionales, quien me dio

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su versión de esa reunión mientras me hablaba del énfasis social que carac-teriza a la empresa y que se está aplicando también en Chile: “Desde la primera vez que el Gerente General vino acá y mencionaba nuestra volun-tad de vincularnos al desarrollo de las comunidades y al desarrollo sostenible, le agregaba un activo, él decía: “genuinamente”. Efectiva-mente EPM tiene ese diferencial con respecto a la gran mayoría de los conglomerados económicos, tenemos una voluntad genuina de vincularnos a la zona… uno lo ve acá; en estos pocos meses, cada que conversamos con una autoridad, con los diferentes grupos de interés de la empresa en la ciudad, la gente viene con una actitud de: vuelvo a intentar y hablar de un tema que he intentado mucho años a ver si con ustedes de pronto tengo eco; y cuando nosotros decimos: sí, venga que nosotros le vemos mucho sentido a vincularnos con los agricul-tores, a vincularnos con proyectos de desarrollo sostenible, ellos creen que

uno nuevamente va a dilatarles, a proponerles cosas que no va a cum-plir etc… y cuando se dan cuenta que nosotros efectivamente tenemos sensibilidad hacia esos asuntos de abastecer agua a gente que no tiene esa capacidad o esa posibilidad técni-ca, se sorprenden. Ahí es cuando esa palabra genuino tiene mucho senti-do”.

¶El gusto del aguaMedia hora antes de llegar donde Dolores, cuando el taxi de Norberto salía de la ciudad, tomamos una carretera recta e impecable a cuya izquierda el cielo azul, sin una sola nube, se cortaba en un mar que golpeaba espumeante contra los riscos de la costa; porque en Antofa-gasta no hay playas naturales. “Con decirle que yo no me he bañado nunca en el mar”, me dice Norberto refiriéndose a la costa inhóspita. Y luego de quedarse callado un momento, agrega mirando alternati-vamente al mar y a la carretera: “Aunque no servirá para bañarse (lo que no es del todo cierto porque hay playas artificiales), pero ha servido para que la ciudad no se muera de sed”; entonces le cuento que estoy aquí precisamente para hacer un trabajo sobre Aguas de Antofa-gasta-EPM. “Ah sí”, me dice, “ahora la administran colombianos, ¿ver-dad?”, y remata con una sonrisa abierta y refrescante: “Ahora el agua si va a tener sabooorrrrr tropical”

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dice con un hablar caribe que no le sale del todo bien pero que por eso mismo hace más auténtico y gracioso el gesto. “Ustedes son aniñaussss”, me dice; y en el diccionario personal chileno-colombiano que he construi-do luego del viaje esa palabra signifi-caría: “tienen perrenque, audacia, fuerza, no se arredran ante los retos”. Minutos más tarde aparece un letrero que marca la ruta por donde debemos girar: “Desvío a Juan López”; Norberto señala el letrero y dice: “Aniñaus, como fue ese”.

¶Historia del aguay de AntofagastaNorberto se refería a Juan el Chango López, fundador de Antofagasta, un hombre “aniñau”, un pionero, como Dolores, un aventurero solitario que en la segunda mitad del siglo XIX cruzó y recruzó el desierto hasta sabérselo de memoria en busca de riquezas que nunca pudo disfrutar. Un tipo misterioso del que la historia solo registra algunos datos y muchas suposiciones, que llegó a la caleta de La Chimba (donde, simbólicamente, hoy funciona la planta desaladora de Aguas Antofagasta EPM) en 1866 para erigir, sin darse cuenta, la ciudad de Antofagasta. Sólo un hombre extraño, casi inverosímil, podía ser el pionero de un territorio cuya historia fantástica y milenaria ha estado hecha por pueblos nómades que bebían sangre de lobo de mar, incas que cruzaban el desierto a pie o a lomo de llama, conquistadores

insolados que se traicionaban entre ellos, traficante franceses, piratas ingleses, empresarios alemanes, aventureros croatas, emprendedores británicos, visionarios bolivianos y chilenos, inmigrantes de todas partes, convocados por un suelo mezquino en humedad pero bajo el cual refulgen escondidos los esplen-dores prósperos del salitre y el cobre. El gran poder del solitario y poco próspero fundador Juan López (del cual han quedado una estatua en el barrio histórico y un plato típico y un balneario que llevan su nombre) radicaba en la virtud más importante que se podía poseer en estas tierras: sabía cómo conseguir agua, conocía las aguadas o fuentes, entre ellas la más famosa y fundacional: la aguada de Cerro Moreno, primer surtidor de líquido en la ciudad. Por eso el otro fundador de Antofagasta, el empre-sario chileno José Santos Ossa, se apoyó en los conocimientos de López para impulsar el primer cam-pamento salitrero de la zona, Salar del Carmen, donde empezó a funcio-nar el pueblo de Antofagasta propia-mente dicho. En 1868 el poblado contaba con 400 habitantes y en 1872 la cifra subió a tres mil, lo que obligó la búsqueda de soluciones tecnológicas a mayor escala para obtener agua. La historia de esa búsqueda es un

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extenso mosaico en el que aparecen precarias maquinas condensadoras, ingeniosos destiladores solares, rudimentarios artilugios desaladores, trenes a vapor que cruzan el desierto, ductos incrustados palmo a palmo en la montaña, aguateros que recorrían las calles con burros cargados de tone-les de agua, todo ello en el contexto de la aridez de la tierra, la accidentada geografía de la cordillera, la presencia de químicos nocivos y las inclemencias climáticas. Sin contar terremotos, maremotos y guerras. Sólo hace poco más de una década la ciudad pudo contar con servicio de agua las vein-ticuatro horas del día para cubrir a la mayoría de la población, incluyendo lugares más alejados como Alto La Portada, donde Dolores me ha estado narrando su historia.

¶Dolores y la desalaciónHace tres años, Dolores y otras trece mujeres de la Agremiación de Agricul-tores llegaron, como Juan López, a conquistar el terreno inhóspito por el que tanto habían luchado y que por fin les había sido adjudicado: un peladero inmenso en medio del peladero incon-

mensurable del desierto sin fin del Atacama. “No había nada, lomas de arena donde tuvimos que hacer trabajos de movimientos de tierra. Llegamos en dos camionetas, nos sentamos en medio del desierto y dijimos: ¿Por dónde empezamos? ¿Qué hacemos?” Y comenzaron por marcar el territorio. “Nos llevó siete días, ayudadas por un topógrafo que nos daba los puntos y nosotros íbamos poniendo palitos; a la semana siguiente compramos cal y con un tarrito vinimos a marcar, esos nos llevó otra semana. Y después de ese proceso hicimos una reunión y ya vinieron todos los socios para tomar posesión de cada uno de los terrenos”. Desde un principio Dolores involucró a su familia en el proyecto y aunque su esposo y sus dos hijos continuaban con sus activi-dades (David, el marido, trabajaba como eléctrico en una empresa minera; María José, la hija, cursaba cuarto de Derecho; y Jorge, el hijo, ejercía su profesión de ingeniero), la acompañaban periódicamente a trabajar en el terreno. Hasta que la madre les propuso meterse de lleno

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en la aventura como una empresa familiar. Dijeron que sí sin dudarlo. Entonces la familia Monterrey Jiménez decidió quemar las naves: vendieron la casa, el carro, todos los pertrechos, y después de haber vivido una vida cómoda de clase media en la ciudad se fueron a al lote a guarecerse dentro de un container, sin luz, sin internet, sin televisión y sin agua, mientras iban construyendo los invernaderos y una casa de material.

Esto me lo cuenta hoy Dolores en el comedor de la casa que armaron ladrillo a ladrillo. Habla mientras va a la cocina, sirve dos vasos rebosantes de agua y los trae hasta el comedor con movimientos precisos, labrados en muchos años de oficio en el arte de no dejar regar una sola gota. Sonríe y me dice que ésta es el agua que están recibiendo desde hace un año, después de que una empresa privada le donara a la Asociación la plata para construir el ducto conectado al tubo madre que lleva el agua desde Antofa-gasta al pueblo de Mejillones. Es agua desalada. Y su proceso para llegar a los dos vasos que nos tomamos es casi tan complejo como el que han tenido que vivir los agricultores de Alto La Portada para conseguir el servicio.

¶La desalinizaciónEsa agua de los vasos fue captada trescientos metros mar adentro, en la zona costera de la caleta La Chimba, un sector agreste de riscos imponen-

tes, donde Juan López llegó hace 150 años, y donde Aguas de Antofagasta EPM, tiene su planta de desalación o desalinización. “Se puede decir de las dos maneras, los que somos más puristas llamamos desalación para agua de mar y desalinización para el agua salobre”, me había explicado días antes el ingeniero Walter Cerda, encargado de la planta, mientras me acompañaba por el lugar y me mostraba el proceso. Al agua captada por una bocatoma se le agrega cloro para eliminar la materia orgánica y después se impulsa con potentes bombas centrífugas hacia unos inmen-sos filtros de arena que la liberan de otros sólidos; luego el líquido, sometido a una altísima presión, atraviesa un complejo de membranas filtradoras, en un proceso llamado ósmosis inversa, con el que se separan las sales. La salmuera o residuo es depositado de nuevo en el mar y el agua desalada continúa su purificación con el agregado de minerales y flúor, antes de pasar al estanque de acumu-lación, desde donde es conducida por un ducto de 66 kilómetros hacia la ciudad de Mejillones, en cuyo trayecto está la desviación que va hasta Alto La Portada, a dos estanques de 30 metros cúbicos, de donde pasa al camión aljibe alquilado por los agricultores y manejado por Jorge, el hijo de mi anfitriona, que recorre las calles polvorientas del condominio depositando las cantidades requeri-das en cada casa. Y del tanque

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doméstico ha bajado a la llave que abrió Dolores para servir los dos vasos que nos estamos tomando. El 60% del agua que se consume en Antofagasta es producto de la desalación: “Un proceso que exige gran cantidad de energía eléctrica para poner a funcio-nar las bombas centrífugas y el resto del sistema – me había explicado Walter Cerda- y eso lo hace suma-mente costoso”.

¶Hojas verdesen el aire calcinanteDolores me invita a hacer un recorrido por el terreno y a visitar algunos de sus vecinos. Montamos en la camione-ta de la familia, que allí no es un lujo sino una necesidad porque a este lugar no llega ningún transporte público. Sin

contar la caminada de una hora bajo el sol inhumano que implicaría ir a pedirle prestada una herramienta al vecino que viva al extremo opuesto del lote. Llegamos a la casa de Juan Calderón, el socio del lote 59, un hombre grueso, de unos sesenta años, manos grandes y rostro recogi-do en gesto duro que nada tiene que ver con su disposición amable de abuelo tímido. Juan también ha quemado las naves y vive allí con su esposa y sus hijos, dedicado por com-pleto al trabajo en su invernadero, en el que además de cosechar las hortalizas tradicionales experimenta nuevos méto-dos y productos.

Caminamos bordeando un largo cultivo de zapallos italianos y Juan se detiene a explicar el proceso de sus intentos con tanta pasión que siento unos intensos deseos de abandonar todo y quedarme a vivir en ese lugar. Es una práctica común en esta agre-miación que cada familia haga sus propias experimentaciones y emprendimientos. La familia de Dolores, por ejemplo, está construyen-do ahora un tercer invernadero en el que producirán papa gourmet negra y están implantando tomates cherry y rábanos amarillos. Y todo esto, por si se les había olvidado, en el desierto de Atacama.

Luego del recorrido nos despedimos y antes de llegar a la portada lo veo: saliendo de la tierra pelada, con sus

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ramas llenas de hojas verdes extendiéndose en el aire calcinante: un arbusto del que cuelgan cuatro, cinco, seis mandarinas indiferentes al sopor de la atmósfera y la sequedad de la tierra. Juan me ve con la boca abierta, arranca una mandarina y me la extiende: “Es un ensayo que estoy haciendo, pero no es un proyecto productivo, más como adorno”, me dice y nos acom-paña hasta la puerta. Dolores y yo montamos de nuevo en la camione-ta y volvemos a recorrer las anchas calles polvorientas en las que solo se ve a los lejos el camión aljibe que hace su recorrido diario. “Ahí va mi hijo”, dice Dolores. Y seguimos desplazándonos bajo la canícula.

¶El agua de la montañaMientras tanto Norberto, el taxista, ha vuelto a la ciudad y después de transportar a un cliente se detiene en una estación de gasolina para

tanquear y refrescar el vehículo. Echa el agua en el motor sin que se le pase por la cabeza que ese litro de líquido ha hecho un recorrido mucho más extenso y mil veces más tortuoso que el que ha trasegado su vehículo en los últimos dos días. Un periplo inverosímil que empezó a 350 kilómetro de distancia, en la cordille-ra de los Andes, a 3.500 metros de altura, donde el agua fue captada en quebradas y conducida por ductos a través de exabruptos geográficos hasta la ciudad de Calama, a nivel del mar; allí fue acopiada y enviada por otra línea de ductos a través de cien kilómetros que cruzan el desierto para llegar a la planta de filtros del Salar del Carmen, en Antofagasta, donde es sometida a un riguroso proceso de tratamiento para abatir el arsénico ( elemento cancerígeno que antes de la existencia de esta planta generó problemas de salud, ya contrarrestados en la actualidad, a

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mucho antofagastinos). Un recorrido así de directo cuando no hay problemas, cuando no es el tiempo del temible invierno altiplánico: “Un fenómeno de lluvias y precipitaciones desbordadas ( en una zona donde la tierra no está preparada para absorber agua) , que en tiempos pasados han generado aluviones y remociones en masa, y que en el menos peor de los casos produce aludes y escorrentías de barro que ponen las aguas muy turbias y afectan nuestras bocatomas”, me explicaba en una entrevista previa Mario Corvalán, Gerente de Opera-ciones de Aguas de Antofagasta-EPM. En la actualidad el 40% del agua que se consume en Antofagasta proviene de estas fuentes. Así que Norberto, sin pensar mucho en estos recorridos y odiseas, termina de tanquear su carro y lo enruta de nuevo hacia Alto La Portada, donde ha quedado de reco-germe.

¶A las manosde los consumidoresYo ahora estoy con Dolores en el mer-cado que los agricultores han instala-do a la entrada del terreno: La Feria. Es un pequeño centro comercial de doce puestos que funciona los sábados y los domingos y que poco a poco ha ido convocando a consumidores de Antofagasta y sus alrededores debido a la calidad de los productos, a su precio y a su carácter sano de produc-ción orgánica. Tanto que se ha convertido en una importante fuente

de ingresos para las familias, además de la venta de sus productos en La Vega central (la plaza de mercado principal de Antofagasta) y de la distribución a restaurantes y pequeños comerciantes de la ciudad. Y mientras esperamos mi transporte, Dolores me habla del futuro de este proyecto. “Ahora le apostamos a paneles solares para solucionar el problema de energía, ya que no tene-mos aún electricidad y eso nos impli-ca un gasto desmesurado en benzina o petróleo para poner a funcionar la planta. Y el año pasado nos constitui-mos como cooperativa, lo que nos permitirá funcionar como empresa y competir de una manera más cómoda en el mercado”. Mientras Dolores habla veo en el brillo de sus ojos un optimismo sólido que me contagia. “Esta es una tierra que convoca espíritus especiales, perso-nas y empresas audaces y visionari-os”, pienso mientras veo llegar el taxi y me despido de mi anfitriona.

¶La riqueza del intercambioNorberto me lleva a la sede de Agua de Antofagasta EPM, y en el camino vuelve al tema de los colombianos en la ciudad. Dice que aunque ha habido algunos pocos casos desafortunados, la mayoría de colombianos que llegan a la zona es gente trabajadora que ha venido a aportar su gran capacidad de trabajo y su carácter emprende-dor: “Con decirte que antes aquí el comercio abría a las once de la

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mañana y desde que llegaron comer-ciantes colombianos a abrir sus nego-cios desde las ocho y media de la madrugada eso ha obligado a los mismos comerciantes de aquí a ser más productivos… Los colombianos tienen negocios de venta de jugos deliciosos y manejan mucho el mundo de la venta y reparación de celulares… “. Norberto me deja en la sede de Aguas de Antofagasta EPM y nos despedimos con la promesa de contactarnos si algún día regreso a la ciudad. Parte con su sonrisa a flor de piel y su aire gozón.

¶El espectáculo de lo naturalEntro en las instalaciones de la empre-sa, bordeadas de vegetación variada. Las escalas que dan acceso al edificio están ocupadas por un grupo de unos treinta niños entre los ocho y los doce años: es una de las cotidianas visitas de colegios al Jardín Botánico, que hace parte de los programas de acer-camiento y formación a la comunidad. Frente a los chicos está Elías, el moni-tor educacional, un joven delgado de gestos calmos y desparpajados que les habla de lo que van a encontrar en el recorrido y les da algunas recomenda-ciones prácticas. Hago el recorrido con el grupo y veo cómo los niños huelen, miran y palpan las distintas especies mientras Elías los guía y les da indicaciones sobre las características, la utilidad y la importancia de cada especie. Luego el grupo pasa a las instalaciones del Jardín botánico, un

invernadero de varios niveles, dividi-do en nueve pequeños jardines temáticos con un microclima artifi-cial, en los que los niños están en contacto con 560 especies vege-tales. Una experiencia que excede todos los límites para muchos de ellos, provenientes de poblaciones desérticas en donde es impensable encontrarse con un árbol en persona y mucho menos tocar con la mano esos frutos que solo aparecen en la televisión. Me quedo viendo sus rostros deslumbrados. De repente, en uno de los senderos interiores, oigo una algazara de fin del mundo y corro a ver lo que ocurre: en medio de una vegetación tropical, entre palos de plátano chorreantes veo un grupo de niños brincando y saltando bajo la lluvia, como si los hubieran instalado sin avisarles en el más sorprendente parque de diversiones del mundo. Es una lluvia artificial que se produce como parte del recorrido pedagógico y que para muchos niños de esta zona constituye una experien-cia que no olvidan en toda su vida.

¶Nuestro NorteDejo a los chicos en medio de su emocionada gritería y más allá, en medio de las oficinas, veo a otro grupo de jóvenes con uniformes escolares; estos son adolescentes de entre 12 y 15 años que están visitan-do la sede de la institución como parte de Nuestro Norte, un programa que busca vincular a los

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jóvenes estudiantes de las distintas comunas de la región, dándoles herra-mientas para que planteen, desarrollen y ejecuten proyectos orientados a solucionar problemas en su colegio o en su entorno. Junto a ellos está Viviana Castillo, Coordinadora de proyectos sociales de Aguas de Antofagasta EPM, quien me dice que estos son chicos del municipio de Taltal y que están en un proyecto de rescate del patrimonio cultural en la comuna. Viviana me cuenta que aunque estos programas ya existían en la empresa, con la llegada de EPM han adquirido un nuevo énfasis, al igual que todo lo relacionado con el desarrollo social y la participación de la comunidad: “Para nosotros ha sido evidente el cambio que de a poquito nos han empezado a sugerir, en cuanto a todo lo que es responsabilidad social empresarial… Nosotros teníamos ese concepto, sin embargo EPM llega a transformar un poco esa visión, a decirnos que no es solamente eso sino hacer cambios sustanciales, trabajan-do con un esquema con conceptos mucho más definidos, mucho más orientados al rol que cumplimos como empresa dentro de la región”.

Lo que me dice Viviana es algo pareci-do a lo que me había expresado Mario Corvalán, el Gerente de Operaciones: “Con el Grupo EPM hay otras prácticas que van enriqueciendo, como el mayor foco en el desarrollo de las comunidades. Es un enriquecimiento

de nuestro hacer. Si bien la técnica, la ingeniería, la parte dura es la misma, pero se enriquece con otra mirada y con otra forma de ver la compañía”. Y también lo ratificaba Walter Cerda, el encargado de la plata desaladora: “Nosotros teníamos el concepto de pasar piola, que es un concepto muy chileno: no te notes mucho, no me hagas ruido, que la gente no hable mucho de ti y en ese afán de querer pasar piola muchos no nos acercába-mos a la comunidad… Hoy en día el concepto es completamente diferente, que hay que acercarse, tener trabajo junto con ellos, hacerlo más cercanos a la compañía, y eso va a traer muchos beneficios para todos”.

¶Desde el aireDías más tarde, desde el avión de regreso, vuelvo a ver el desierto y la ciudad que logró dominarlo. Allá abajo, cada vez más pequeña, la planta desaladora, ese motor bombeando vida, casi anónima-mente, las veinticuatro horas del día.

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Una construcción inmensamente mucho más grande que su tamaño físico. El Gerente Fredy Zuleta me había dicho: “Venimos a reconocer muchas cosas valiosas. Por ejemplo, en ningún sistema en el que EPM está hay agua salada (desalación). Ahí hay un conocimiento importante que venimos a aprender y posiblemente llevarlo en algún momento al Caribe, a Centroamérica, para aplicaciones importantes”. Un conocimiento fundamental no solo para la empresa y para el continente sino para la especie humana, como me lo recordó Walter Cerda mientras recorríamos la planta: “Nos enfrentamos a una realidad cierta con el tema del cambio climáti-co, esto hace que la desalación se vaya transformando en un tema clave, porque las fuente superficiales tienden a agotarse. Y hay una fuente que nunca se agota y está aquí al frente, en el mar”.

Desde la ventanilla del avión veo cada vez más mar y menos ciudad. Hago un recuento de lo que empieza a desaparecer del contacto con mis sentidos para entrar en el terreno de la memoria: Norberto y su alegría, Dolores y su fuerza visionaria, Juan y su pasión por los descubrimientos cotidianos, los chicos del Jardín y su alborozado contacto con la naturale-za, la gente de Aguas de Antofagasta EPM y su mística. Y me llega el eco de una expresión: “interés genuino”: un hecho verdadero, que no es produc-to de la fatamorgana, una realidad palpable, como esa mandarina en pleno desierto.

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