m rodríguez, nosotros los sin miedo

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1 «Nosotros los sin miedo», «nosotros los sin dios»: perspectivismo contra fanatismo a partir del libro V de La gaya ciencia (Mariano Rodríguez González) Poder contradecir.—Ahora todo el mundo sabe que poder soportar la contradicción es un signo elevado de cultura. Algunos incluso saben que el hombre superior desea y provoca que se le contradiga para obtener un indicio de una injusticia suya hasta entonces desconocida…” La gaya ciencia, Libro IV, 297. 1. CREENCIA Igual en alemán que en español, la palabra “creencia” se refiere tanto a opinión o doxa, en el sentido epistémico del término, como a fe religiosa. No la vamos a utilizar aquí como cuando decimos “creo que con este sacacorchos podremos abrir la botella de vino”, “creo que si la bola blanca choca con la bola roja ésta saldrá disparada”, “creo que el sol saldrá mañana”, porque, aunque este tipo de creencias que a lo mejor podríamos denominar “animales” tengan sin duda importancia para nuestra vida práctica, como guías para la acción cotidiana que son, carecen de interés para el tema que queremos desarrollar en estas páginas. Pero tampoco nos referiremos directamente y en concreto a la fe religiosa, sino, más en general, a la creencia como lo que nosotros entenderíamos “convicción”: un (man)tener por verdadero p o q (Fürwahrhalten), que sería fundamental para mi vida porque pareciera prenderla de un punto de amarre relativamente fijo o estable, haciendo con ello que pueda discurrir por un cauce más o menos ordenado. Al decir esto estamos presuponiendo en primer lugar que el medio natural inmediato de la existencia humana es el devenir, el caos, la deriva; pero también, en segundo término, que en este puro dionisismo no se podría vivir. Así que es necesario ese punto de amarre, la creencia en este sentido referido. Tenemos que (man)tener por verdadero algo de vez en cuando, para poder encontrar así una mínima estabilidad que nos permita esperar algo (como pre-visible) de los demás pero ante todo de nosotros mismos. Ahora bien, lo que tenemos que advertir en este punto es que las creencias instauran una regularidad que no hay, pero sin la cual la vida humana no sería posible (o sea, como haberla de suyo no la hay pero la tenemos que hacer porque tendría que haberla si hemos de llevar una vida humana). Son por tanto las creencias, en

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Page 1: M Rodríguez, Nosotros Los Sin Miedo

   

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«Nosotros los sin miedo», «nosotros los sin dios»: perspectivismo contra fanatismo a partir del libro V de La gaya ciencia

(Mariano Rodríguez González)

“Poder contradecir.—Ahora todo el mundo sabe que poder soportar la contradicción es un signo elevado de cultura. Algunos incluso saben que el hombre superior desea y provoca que se le contradiga para obtener un indicio de una injusticia suya hasta entonces desconocida…” La gaya ciencia, Libro IV, 297.

1. CREENCIA

Igual en alemán que en español, la palabra “creencia” se refiere tanto a opinión o doxa,

en el sentido epistémico del término, como a fe religiosa. No la vamos a utilizar aquí

como cuando decimos “creo que con este sacacorchos podremos abrir la botella de

vino”, “creo que si la bola blanca choca con la bola roja ésta saldrá disparada”, “creo

que el sol saldrá mañana”, porque, aunque este tipo de creencias que a lo mejor

podríamos denominar “animales” tengan sin duda importancia para nuestra vida

práctica, como guías para la acción cotidiana que son, carecen de interés para el tema

que queremos desarrollar en estas páginas. Pero tampoco nos referiremos directamente

y en concreto a la fe religiosa, sino, más en general, a la creencia como lo que nosotros

entenderíamos “convicción”: un (man)tener por verdadero p o q (Fürwahrhalten), que

sería fundamental para mi vida porque pareciera prenderla de un punto de amarre

relativamente fijo o estable, haciendo con ello que pueda discurrir por un cauce más o

menos ordenado. Al decir esto estamos presuponiendo en primer lugar que el medio

natural inmediato de la existencia humana es el devenir, el caos, la deriva; pero también,

en segundo término, que en este puro dionisismo no se podría vivir. Así que es

necesario ese punto de amarre, la creencia en este sentido referido. Tenemos que

(man)tener por verdadero algo de vez en cuando, para poder encontrar así una mínima

estabilidad que nos permita esperar algo (como pre-visible) de los demás pero ante todo

de nosotros mismos. Ahora bien, lo que tenemos que advertir en este punto es que las

creencias instauran una regularidad que no hay, pero sin la cual la vida humana no sería

posible (o sea, como haberla de suyo no la hay pero la tenemos que hacer porque

tendría que haberla si hemos de llevar una vida humana). Son por tanto las creencias, en

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todo caso, guías para la acción en general, pero habría que distinguir las diferentes

maneras que tienen de dar sentido a la acción humana (creer que este instrumento abre

la botella de vino no es el mismo sentido de “creer” que creer que hay vida después de

la muerte).

Daremos a continuación algún ejemplo de esta clase de adhesiones que nos importan

vitalmente, las que hemos llamado “convicciones” (son los mismos ejemplos que

Nietzsche pone en el aforismo 347). Creer en un dios, en un líder, en una clase o en un

grupo, creer en un médico, en un confesor, en un dogma, creer en una conciencia de

partido, (o sea, creer en lo que todos estos sujetos dicen). Antes que nada hay que

reparar en que los ejemplos que nos pone Nietzsche podemos decir que son sin

excepción perfectamente claros, y añadiremos que con toda la intención del mundo.

Pues ya de por sí apuntan al hasta ahora único modo de entender las creencias:

entenderlas en el sentido de creencias epistémicas (creer en la verdad-adecuación de su

contenido; esto es, el punto de amarre estaría en todo caso ya dado en lo que de verdad

hay, tan sólo habría que encontrarlo para engancharse a él).

Pero una cosa son las creencias, en el sentido tradicional, o creencias1, y otra diferente

las que podemos llamar “creencias en el sentido nietzscheano”, o creencias2. La

diferencia es la que separa el tener por verdadero p (creencias en el sentido tradicional:

obedecer) del hacer verdadero p (creencias en el sentido nietzscheano, que también

podemos llamar proyectos de acción, o voluntades: mandar). Si, para decirlo de otra

manera, lo esencial que aquí hay que dilucidar es la diferencia entre los juegos de

lenguaje del encontrar y del hacer, del descubrir y del construir, la diferencia que media

entre los actos de habla constatativos y los performativos, de entrada nos habría puesto

Nietzsche, con estos ejemplos del parágrafo 347, frente a una “clase” de creencias que,

por lo menos a primera vista, son esencialmente tradicionales o dogmáticas, no tanto en

el sentido de que se pretendan indiscutibles, sino en el de que sólo serían interpretables

desde el punto de vista del haber encontrado o descubierto, haber constatado que tal y

tal es el caso (es verdadero). Quien cree en lo que le dicta la conciencia de partido que

le posee, tiene y mantiene por verdadero el contenido de su creencia en un sentido

“metafísico”, es decir, está convencido de que su creencia refleja fielmente la estructura

de “lo real”. Lo mismo se aplica a quien cree en (lo que le sugiere o le dice

abiertamente) su confesor o en su líder, pero también en su médico: estaríamos, en este

último caso, ante ese «anhelo de certeza que hoy se descarga científico-positivamente

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sobre las masas». Es curioso que creer en lo que te dice tu confesor sea equiparable a

creer en lo que te dice tu médico (vas derecho al infierno y/o vas derecho al cáncer).

Con ello, da toda la impresión de que Nietzsche estaría aquí abogando, simplemente,

por la liberación respecto de toda creencia, en el sentido del tener por verdadero, puesto

que, en el sentido corriente de la palabra, toda creencia implica de suyo el mantener

como verdadero un contenido proposicional, y como sabemos todos Nietzsche

desmonta la validez de la idea de verdad como adecuación. Pero pensamos que no es

así, y que él mismo lo apunta aquí de pasada, en el aforismo 347, al rechazar la creencia

en la increencia (Glauben an den Unglauben) que sería característica de los nihilistas

“según el modelo de San Petersburgo”. Nietzsche no reivindica la increencia como

única creencia. Si la reivindicara, su pensamiento sería demasiado fácil, y sobre todo no

merecería que le dedicásemos tanto tiempo y esfuerzo, por contradictorio. Pero el

argumento anti-Protágoras (decir que «todo es relativo» es absoluto) no se le puede

aplicar a nuestro filósofo porque en rigor no es un relativista en el sentido tradicional

del término, igual que no sería un mero inversor de la tradición metafísica que, al

invertirla, la llevaría a su acabamiento.

De lo que nos quiere despedir Nietzsche es del entendimiento tradicional de las

creencias como obediencias. Y esto significa nuestro desplazamiento del juego de

lenguaje del encontrar al del hacer, de lo constatativo a lo performativo; o sea, una

trasmutación o transvaloración de la doctrina tradicional de la verdad. Pero para

comprenderlo bien no basta con acudir a posteriores categorías de la filosofía del

lenguaje, sino que hay que poner además en relación esta visión no tradicional de las

creencias, que estamos diciendo que Nietzsche nos propone, con la cuestión de la

voluntad (de poder). Porque es creyente el obediente; o sea, “creyente1”, en el sentido

“metafísico” o del viejo entendimiento de la verdad sería aquel que, como no es capaz

de llevar su voluntad a las cosas, se tiene que imaginar que ya habría una voluntad en

ellas. O sea, todo se vendría a resumir en la suprema cuestión del juego del mando y la

obediencia (Wotling), porque resulta que es creyente, o “buena” persona, el que ha

decidido que tiene que obedecer. La metafísica en el sentido de Nietzsche, o el juego de

lenguaje del encontrar, o la doctrina adecuacionista de la verdad, es toda la etapa

histórica que correspondería al ser humano como tal; es decir, la época del obediente

que necesita suponer que las cosas son de una manera y no de otra, y que en

consecuencia toda la cuestión del conocimiento estribaría en averiguar cuál es esta

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manera de ser de las cosas con el único fin de dejarse guiar por ella. (Por la voluntad de

Dios, en definitiva). Pero, dice Nietzsche, no se trata de que las cosas sean así y así,

sino de que nosotros queramos que lleguen a ser así y así: la distancia que separa a la

voluntad débil de la fuerte (al creyente1 del espíritu libre o creyente en el sentido

nietzscheano) es en cualquier caso el punto esencial.

«---Transformar la creencia de que ‘es así y así’ en la voluntad de que ‘debe volverse así

y así’» (FP IV, 62)

«La verdad no es algo que estaría allí y que habría que encontrar, que descubrir, --sino

algo hay que crear y que da el nombre a un proceso […]: introducir verdad como un processus

in infinitum, un determinar activo, no un volverse consciente de algo <que> fuera en sí fijo y

determinado. Es una palabra para la ‘voluntad de poder’» (FP IV, 260).

No se trata entonces de eliminar toda creencia, además eso sería inviable porque sin

ellas, como hemos señalado, no se puede vivir. Se trata de lograr llegar a entender el

“tener por verdadero”, característico de toda creencia, en el sentido correcto de un

“decidir que sea verdadera” una creencia determinada. “No volverse consciente de algo,

sino antes bien un determinar activo”. Se dirá, y no sin razón, que a primera vista

parece que está incluido en la naturaleza de la creencia entenderla en el sentido de la

idea tradicional de verdad, es decir, en el sentido pre-nihilista. Esa impresión tan

poderosa del lenguaje corriente es justo lo que vendría a desafiar el «espíritu libre». Y

es que creer en el Übermensch no significa sino decirnos: «¡ahora queremos que viva el

Übermensch!» (ya que que han muerto todos los dioses). Habría sin duda unos

“creyentes nietzscheanos”, una fe que podemos llamar nietzscheana, pero sólo

entendida, por supuesto, no metafísicamente; o sea, entendida en este sentido del hacer

y del decidir, no en el de descubrir, y a la que tendremos que llamar “fe dionisíaca”.

Por otra parte, es de rigor señalar que este nuevo entendimiento del creer no es nada que

nos proponga Nietzsche de manera más o menos arbitraria, a lo mejor porque tal sea su

ocurrencia o su prejuicio o su preferencia subjetiva, o quizá porque él mismo se halle

convencido de que resultará beneficioso para todos los que le seguimos leyendo

convencernos de ello. Acabar con el entendimiento tradicional de la creencia como

tener por verdadero X sería por el contrario una necesidad histórica, siendo este

acabamiento de la verdad-adecuación es «el acontecimiento nuevo o moderno más

grande» de todos, nada menos que “la muerte de Dios” en la que insiste el aforismo

343, algo que no podemos ni ignorar ni evitar (a lo peor, inmolándonos), como tampoco

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podremos nunca dar marcha atrás de ninguna de las maneras. Ya sabemos que el

espíritu libre ve en este acontecimiento una nueva luz difícil de describir, la luz de la

Aurora, que significa que el mar está abierto desde ahora para todo atrevimiento del

cognoscente («jedes Wagniss des Erkennenden ist wieder erlaubt»). Traducido

literalmente, que «vuelve a estar permitido todo atrevimiento del cognoscente»; y este

“volver” lo que nos recuerda es por supuesto que una vez, en el pasado, ya estuvo

permitido ese atrevimiento, sin duda antes de la imposición del monoteísmo que

acabaría con la fe dionisíaca. Es monoteísta, porque tiene forzosamente que serlo, el

creyente de toda fe “metafísica” (dicho a la manera de Wittgenstein este sería el que

entiende su convicción desde el modelo del descubrimiento científico: por ejemplo, “el

alma es inmortal” tendría el mismo sentido epistémico que “el agua es H2O”).

Para decirlo más académicamente, la muerte de Dios es el final de la doctrina platónica

de la verdad. Y ese final procede de la misma doctrina platónica de la verdad, en su

estricto desenvolvimiento lógico que sería la historia occidental (el Nihilismo), o bien

de la veracidad cristiana misma que se ha hecho mayúscula en nosotros como la única

virtud que nos queda, la honradez intelectual. Creyendo en la divinidad de la verdad; o

sea, a fuerza de creer que nada tiene más valor que la verdad; es decir, sacrificando

todas nuestras creencias una tras otra en el altar de esta super-creencia que sería la

creencia en la verdad; hemos llegado a concluir con nuestro suicidio como animales

metafísicos. Como no podía por menos de suceder, la creencia en la verdad ha sido al

final sacrificada en el altar de la creencia en la verdad. De manera que acabamos de

descubrir que la mentira es divina, que la que es divina es la mentira y no la verdad:

transvaloración de todos los valores, Dios se ha terminado por mostrar como nuestra

más larga mentira. Lo que queda de todo este pasado es la continuación de lo que ha

terminado por fin con él; es la ciencia, o sea, nuestra ejercitación en la honradez

intelectual, que por lo demás ha sido y es transfiguración de la crueldad, según la tesis

nietzscheana expuesta en MBM.

Ahora bien, llegar a entender las convicciones de este modo, no como verdades en el

sentido antiguo de detectar el sentido sino como interpretaciones o valoraciones que

introducen sentido (como lo que son), no significa en absoluto arrumbar como

insignificante el concepto de mentira con el argumento de que a partir de Nietzsche ya

no habría un fundamento desde el que poder distinguir la verdad de la mentira (a

Vattimo, dicho sea de paso, pienso yo que le viene muy bien pensar así, porque

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entonces nos podemos apuntar a lo que haga falta, según el uso postmoderno, como por

ejemplo al neocatolicismo, el comunismo, el activismo gay, el nietzscheanismo, en fin,

a todo lo que haya en el supermercado si nos apetece). Porque no podemos pasar por

alto que nadie es libre de interpretar las cosas como las interpreta, nadie es libre de ver

las cosas como las ve. Y cuando alguien dice y hace como si las viera y las quisiera de

modo diferente o incluso contrario a como de verdad las está viendo y deseando,

entonces miente como un bellaco, eso no tiene vuelta de hoja.

Por descontado que esto significa que ya no podremos equiparar en absoluto la

convicción filosófica a la teoría científica, ya aludimos antes a ello pero conviene

insistir porque se trata de un asunto de importancia trascendental. No hay hechos, lo que

hay son interpretaciones, ya se sabe; pero en el caso de la ciencia el juego de lenguaje

pertinente tal vez correspondería al realismo interno: sucede que la epistemología

nietzscheana viene directamente de Kant para ir a parar al perspectivismo. Lo que sí

hace cualquier filósofo es alimentar las convicciones, o criticarlas, a partir de hipótesis y

teorías científicas. Por ejemplo, en el aforismo 349 se trata del darwinismo y «su

incomprensiblemente unilateral doctrina de la struggle for life». Ya denunciará

Wittgenstein, andando el tiempo, cómo el darwinismo ascendió casi inmediatamente de

hipótesis científica a convicción filosófica o interpretación de la vida o cosmovisión (y

es que al decir del austríaco a casi todos les pareció que tenía que ser así, que “no podía

ser de otro modo”), mucho antes de que se hubiesen reunido pruebas de su corrección

científica. Vemos que Nietzsche enfrenta aquí su doctrina de la voluntad de poder al

darwinismo en el punto preciso de la struggle for life. Pero lo que con ello se está

jugando desde luego que no tiene nada que ver con hipótesis y teorías científicas sino

con creencias o teorías filosóficas. En el fondo, se trata de Nietzsche contra Spinoza, se

trata de elegir entre el acrecentamiento de poder y la autoconservación como claves de

la vida: la voluntad de vivir no sería voluntad de ser o de seguir viviendo sino voluntad

de ser más o más fuerte. Y tenemos que subrayar que, en este aforismo 349, lo que

Nietzsche nos está presentando como su núcleo filosófico más propio, al lanzarlo contra

el spinozismo darwinista, es propiamente lo que habría que llamar fe dionisíaca. Una

creencia básica, es decir, filosófica, que queda expuesta con toda claridad con estas

palabras: «en la naturaleza no domina el estado de necesidad sino la abundancia, el

derroche, hasta llegar al absurdo mismo. La lucha por la existencia es sólo una

excepción, una restricción temporal de la voluntad de vida. La grande y la pequeña

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lucha giran en todas partes en torno a la preponderancia, al crecimiento y la expansión,

al poder, en conformidad con la voluntad de poder, que es precisamente la voluntad de

vida».

Por otra parte, la victoria del darwinismo habría supuesto un triunfo más de la

mentalidad mecanicista, una filosofía que, para Nietzsche, tiene el inconveniente de

despojar al mundo de todo sentido (al decir de Dennett, si la voluntad de poder para los

darwinistas no vale es porque opera como una “grúa celeste”, o sea no explica nada,

decimos nosotros: introduce sentido por las buenas). Es el darwinismo una filosofía que

sólo ve el mundo desde un ángulo, es unilateral, en ella se trasluce su origen en la

escasez y en el trabajo científico al uso. Por eso deprime, porque es reduccionista. Que

no es por tanto una filosofía lo suficientemente científica se deja insinuado.

Lo dice Nietzsche de otra manera, que el darwinismo huele a pueblo, y esto quiere decir

únicamente que es lo contrario de una concepción de filósofo. Porque sucede que el

pueblo, desde siempre, guarda como modelo de sabiduría al párroco rural, por ejemplo

al padre de Nietzsche. (Pero lo que observa Nietzsche, por otra parte, es algo alarmante:

«¿quién no es hoy pueblo?», es decir, ¿a quién le interesa que haya filósofos?). El

pueblo siente al sabio, al párroco, como alguien firme, seguro, pero lo siente así sólo en

relación con su propia inseguridad. Y es que el párroco es el hombre de la convicción

firme, lo que se toma popularmente por sabiduría. El párroco exhibe sabiduría, esto es,

una «astuta tranquilidad», como la que aparentan las vacas que rumian en la pradera

viendo pasar la vida. Esa tranquilidad astuta da la idea de la estabilidad, fijeza,

seguridad, algo de lo que carece el pueblo y que entonces le impresiona al reconocerlo

en el párroco. Por eso va a confesarse la gente al párroco sabio, para dejar que desagüen

en él las letrinas del alma. En su firmeza, el párroco-sabio es un oído que sabe escuchar,

un oído firme que no tiembla ante nada, por horrible que sea, por mal que huela.

Pero el filósofo anunciado por el espíritu libre, si en el fondo desprecia al párroco, es

porque no cree en absoluto en el sabio ni en la sabiduría; y entonces, que alguien pase

por tal, no le parece sino una impostura. Fue la modestia del filósofo la que le habría

hecho inventar el término mismo de “filósofo”, habiéndose decidido a dejar lo de

“sabio” para los «comediantes del espíritu».

Por otra parte, como hemos dado a entender al comienzo, sucede con las creencias,

entendidas como convicciones, algo verdaderamente tremendo, y es que, al parecer,

sólo sobre su base los individuos humanos, y los grupos que forman, llegarán a

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aparentar una autoidentidad que, desde el punto de vista del filósofo nietzscheano, en el

fondo no tendrían. Nada menos que una identidad a través del tiempo (y en esto se

darían la mano las creencias religiosas y las filosóficas). Por eso los fanáticos son

capaces de pasar a cuchillo a todo aquel que les haga tambalearse en su fe, porque para

ellos, con su creencia, sería cuestión de vida o muerte, de ser o no ser alguien. Sin tener

que llegar al fanatismo, que es siempre tan ruidoso, el párroco rural les escucha a los

vecinos sus intimidades cuando no mira pasar la vida, todo ello a la manera de las vacas.

Y entonces, como hombre que es de firmes creencias, les va regalando a todos ellos la

apariencia de una identidad posibilitada por una fe. Cuando Nietzsche opone al pueblo

los filósofos del futuro, lo que nos quiere decir es que la identidad del filósofo partirá

por el contrario del hecho de su estar instalado no sobre la fe sino sobre los grandes

problemas, y su pasión y su amor por ellos. El conocedor vive para sus problemas y por

lo tanto es de necesidad que huya de las creencias metafísicamente entendidas (para un

creyente, en este sentido, casi por definición no puede haber problemas filosóficos).

Por lo mismo, es necesario que el filósofo del futuro desconfíe de los creyentes, incluso

es preciso que «tanto haya de filosofía cuanto de desconfianza» (So viel Misstrauen, so

viel Philosophie). El creyente confía, confía en el fondo de su corazón, y por eso el

pueblo confía en el creyente, porque sólo su convicción le da la sensación de seguridad.

Parece que para las cosas verdaderamente serias sólo podremos contar con el hombre de

firmes convicciones, mientras que cualquiera sabe a dónde le llevarán mañana al

filósofo sus problemas, por lo que ¡cualquiera se va a fiar hoy de él! («no soy un

hombre, soy dinamita», por cierto que una dinamita que es totalmente opuesta a la que

usa el fanático). Un teólogo católico contemporáneo escribía que sólo el amor es digno

de confianza, y eso es verdad si la entendemos como confianza absoluta: por eso tiene

que parecer que el párroco rural quiere a sus vecinos. Como el buen pastor, da la vida

por sus ovejas. Pero le corresponde al filósofo sospechar si acaso no será este amor una

última trampa que se le pone para que entregue a cambio su voluntad. Y es que se hace

cualquier cosa con tal de sentirse querido.

2. PERSPECTIVISMO

En su sentido de convicciones, las creencias les aportarían por tanto su identidad a los

individuos, ellas nos permiten ser unos frente a otros. El desarrollo de las teorías

científicas, en cambio, y en conformidad con la visión nietzscheana de la conciencia

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psicológica como red social del lenguaje, del número y la lógica (aforismo 354),

desplegaría, llana y simplemente, lo que sería la presunta identidad humana como

universal de la especie, de ahí sin duda el inmenso prestigio de la ciencia como

respuesta a la esperanza de la paz entre los pueblos, en un habermasiano consenso sin

coacciones (situándonos por encima de toda la guerra de las convicciones).

Dos tipos de perspectiva, entonces, la identidad humana universal y las identidades

culturales; dos miradas deseantes que emergen como diferentes amplitudes del alcance

de la visión. Pero a las dos les correspondería un mismo sentido básico del

conocimiento como reducción de lo desconocido a lo consabido, como entrega de lo

insólito al poder tranquilizador de la regulación. Sabiéndonos y confirmándonos como

animales racionales, y como cristianos, por ejemplo, podremos habitar un mundo del

que habría sido expulsado el miedo al acontecimiento en la mayor medida posible. Para

eso precisamente sirve la conciencia psicológica, o el devenir consciente del pensar, el

sentir y el querer, para habilitarnos un mundo humano de la comunicación, que es un

centro desde el que nuestra especie mira y desea los demás centros (pues el centro está

en todas partes). Se nos hacen conscientes los estados mentales inconscientes por lo

mismo por lo que somos animales parlantes, porque la palabra, junto con el número y la

lógica, son las vigas que sostienen la casa del hombre que es la de la conciencia; y los

individuos no podemos prosperar sin vivir entre las cuatro paredes de esa casa,

moriríamos de hambre, sed y frío. Por supuesto que Nietzsche se complace en afirmar,

jugando irónicamente contra la concepción clásica de la verdad como adecuación, que

esas dos perspectivas, la universal humana y la cultural, serían en la misma medida

falsificaciones, arreglos, simplificaciones groseras. Incluso, auténticas estupideces, o si

no locuras…

Forma parte de la teoría nietzscheana de la conciencia psicológica la tesis

epifenomenalista de que los eventos mentales serían, en tanto mentales, causalmente

inertes; es decir, que cobrar conciencia de la muerte de Dios, por ejemplo, en la medida

en que se trata de un devenir-consciente, no puede tener ninguna efectividad psicológica

sobre mi comportamiento ni sobre otros estados mentales. Para que una creencia pueda

ser efectiva y modifique mi forma de pensar, de sentir y de vivir, tendrá que hacerse

cuerpo, carne y sangre, incorporarse en la perfección de lo instintivo e inconsciente. Y

puesto que Nietzsche defenderá siempre esta idea, la de la incorporación que

justamente tiene lugar en un muy especial tipo de lectura y de escritura, insistirá al

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mismo tiempo en que tanto las creencias de la identidad cultural, o convicciones, como

las creencias científicas de la identidad humana, con ser las dos importantísimas para

nuestra supervivencia como individuos y como especie, serían fenómenos de superficie

o simplificaciones, justamente en la medida en que habitan nada más que en la

conciencia lingüística. Al superficial, por consciente, lenguaje del rebaño se le opondría,

por tanto, la filo-logía de una escritura y una lectura (“escribir con sangre”, leer lo que

está escrito con sangre), que son capaces de incorporarnos, en tanto verdades, las

creencias culturales y humanas en general. A ese escribir y leer mencionados

correspondería un tipo de conocimiento que sería el del filósofo que sale a la mar

haciendo de su vida un experimento. Ese leer y escribir constituye la ciencia alegre que

juega con todas las creencias. Se trata de otra clase de perspectiva, no es ya la

perspectiva del grupo ni tampoco la de la humanidad, sino la de lo único, lo

propiamente individual.

381: Sobre la cuestión de la comprensibilidad. Cuando se escribe se quiere no sólo ser

comprendido sino también, sin duda, no ser comprendido. En absoluto supone ninguna

objeción contra un libro el que uno cualquiera lo encuentre incomprensible: tal vez esto

formaba parte del propósito de su autor, tal vez él no quería ser comprendido por ‘uno

cualquiera’. Todo espíritu selecto, todo gusto selecto, cuando quiere comunicarse, elige

asimismo a sus oyentes, y mientras los elige traza al mismo tiempo sus límites contra ‘los

otros’. Todas las finas leyes de un estilo tienen aquí su origen…

La perspectiva del filósofo del futuro, y ya antes la del hombre superior o excepcional,

es la perspectiva del conocedor que expone su vida leyendo y escribiendo un tipo muy

especial de escritura (todo lo contrario de la del periodista que vomita su bilis todos los

días en el periódico de la mañana: «un siglo más de estos lectores y escritores y el

espíritu mismo apestará»). Así que tenemos: por una parte, el pueblo y el creyente

(metafísico), por otra parte el científico, y en tercer lugar el filósofo del futuro; cada uno

de ellos con sus perspectivas: respectivamente, la perspectiva del hombre como rebaño,

la del hombre como especie y finalmente la del humano de excepción que anuncia el

Übermensch. El hombre excepcional escribe con su sangre, y sólo por eso tendría un

estilo, porque al mismo tiempo busca amigos y evita las malas compañías. De entrada,

habría que decir que la única perspectiva que acierta a reconocer el hecho de la

multiplicidad de perspectivas, o sea, la única que se sabe como perspectiva, es la del

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hombre excepcional que lee y escribe con su sangre. Todas las demás (las otras dos)

ignoran su ser perspectivas, estando al contrario convencidas de que reflejan (o no

reflejan) la estructura única de lo real objetivo. Incluida por supuesto la perspectiva

científica que tenemos por habitual y lógica, esto es, la que se auto-interpreta al modo

metafísico. Una vez más, la crítica nietzscheana a la filosofía científica propia del

mecanicismo moderno (que aquí comprobamos del mejor modo en el aforismo 373)

incide en el extremo de que semejante filosofía le arrebataría a la existencia humana su

carácter enigmático o polisémico (vieldeutig). Y que ello, más que ser o no ser realista,

sería de todo punto indeseable. La de la ciencia mecanicista es una interpretación que

ignora el hecho de su ser interpretación, y por eso se trataría, con ella, de una

interpretación “falsa”, pero falsa sobre todo en el sentido de “tonta” o deprimente, o sea,

en el sentido de que vacía el mundo de sentido de tal forma que rebaja nuestro

sentimiento de poder. Con lo que aquí estaría operando ya el criterio nietzscheano de

verdad, que es precisamente el del “empoderamiento”.

Frente a esta filosofía mecanicista de la ciencia, la ciencia alegre nietzscheana celebra la

recuperación de “nuestro nuevo «infinito»” (aforismo 374), es decir, celebra su propio

descubrimiento (¿habría que fundamentarlo?) de que toda existencia es existencia

interpretante, y por tanto el mundo encierra en sí infinitas interpretaciones. En un primer

sentido de “perspectivismo” iríamos directamente a la perspectiva de la especie humana,

que es la de la conciencia lingüística y de la ciencia (del número y de la lógica). Así que

el nuevo entendimiento ya no metafísico de la ciencia no sería sino la conciencia de este

su carácter de humanización de lo real. Estamos encerrados en los límites de nuestras

percepciones (mirar, esto es, ver y capturar en el sentido de apoderase). Otras especies

significan otros ojos, otras “manos” metafóricas. Pero en un segundo sentido de

“perspectivismo” se revelan las infinitas perspectivas de las culturas, de las épocas, de

las mentalidades y las creencias, también de las idiosincrasias individuales (para todos y

para ninguno). Y en esta segunda esfera no habría cárcel (al contrario de lo que decía

Aurora 117) porque por esos centros de mirar, es decir, de ver y capturar, podrán

siempre viajar los espíritus libres, «viviéndose en otras almas». La primera condición de

este viaje del conocimiento, este hacerse a la mar abierta, no es otra que el poder

desasirse de las propias creencias, en principio “constitutivas”. Un “desasimiento”, una

Loslösung ésta que habría de entenderse en calidad de algo así como prescindir de toda

patria (el aforismo 377 lleva por título, justamente “Wir die Heimatlosen”, “nosotros los

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apátridas”). Por ejemplo, si el “caminante” del aforismo 380 puede andar libremente por

todas partes es sólo porque se hallaría completamente libre “de toda Europa”. «Libre de

toda Europa», es decir, desasido de esa «suma de juicios de valor coactivos

[kommandirenden] que se han hecho carne y sangre en nosotros». Lo que llamamos

Europa constituye nuestro mismo cuerpo, pero ocurre que el espíritu libre se ha podido

soltar de su cuerpo, de su carne y de su sangre. ¿Qué significa esto? Una vez más, no

significa que se nos esté proponiendo abrazar la última creencia europea, la creencia

nihilista de la increencia (377). Porque sí habría una creencia o un ideal muy concreto

que es justamente el que nos lleva a este vagabundeo, a hacernos a la mar, en definitiva,

a la pasión del viaje por otras almas (viviéndonos a nosotros mismos en ellas, sintiendo

«desde nuestra experiencia más propia» lo que vivieron los sabios, santos,

conquistadores de todas las épocas). Una creencia en realidad muy antigua, justamente

la que hemos llamado “fe dionisíaca”.

Pero lo más importante ahora es tener en cuenta la segunda condición que se requiere

para viajarse uno mismo por las otras almas, aunque en realidad no sería sino otra

manera de dar expresión a lo significado por ese desasimiento recién mencionado, que

haría al espíritu libre. Porque ya sabemos que éste es ante todo un convaleciente, un

convaleciente de «la enfermedad de las cadenas» que sería al fin y al cabo la

enfermedad de la metafísica. (Una dolencia que nos ha tenido encerrados en un solo

cuerpo, en una sola mentalidad). Es así que, para satisfacer la sed del alma que anhela

vivirse en la totalidad de los valores que ha habido hasta el presente, nos dice Nietzsche

en el aforismo 382 que se necesitará disponer de la gran salud, habrá que estar

peligrosamente sanos. Esa gran salud, en efecto, es para empezar peligrosa para los

creyentes de todas las creencias, y en segundo lugar para los que la disfrutan, porque el

suyo es «el ideal de un bienestar y de una benevolencia» inéditos,

humanos/sobrehumanos pero que parecen inhumanos, el ideal propio de un espíritu que

juega, y que juega, precisamente, con todo lo que hasta ahora se ha llamado «santo,

bueno, intangible, divino». La gran salud se ríe de toda la seriedad que ha habido «hasta

ahora», esa ridícula seriedad propia de toda convicción humana, la correspondiente a

todos los ideales humanos acontecidos hasta el momento. Pero, no sólo peligrosa, la

gran salud sería también muy benefactora porque, con su risa que destroza seriedades

demasiado humanas, podrá por fin surgir «la gran seriedad», ese momento de la

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culminación de la parodia en que «comienza la tragedia», al poderse atisbar después de

milenios el nuevo ideal incomparable, la fe nueva y tan antigua, Dionisos.

3. TEATRO

Este nuevo ideal nietzscheano, el que nos trae la fe dionisíaca, parece disponerse junto a

todas las creencias habidas hasta el presente en la historia humana, pero también como

parodia de las mismas. El imitador, el mimo, es sobre todo bufón, cruel pero inocente

hacedor de parodias. Porque, desde la sagrada identidad que nos proporcionan nuestras

convicciones, nada habría más cruel que su imitación paródica por la que una a una se

vuelven ridículas.

Será precisamente esta potencia de la «mimicry», ya en el origen puramente animal, la

fuente del teatro. Pero hay que tener presente que para Nietzsche el teatro, a su vez, va a

ser la fuente misma de todo el fenómeno “artista”. Y, al igual que habíamos dicho de la

gran salud, el concepto de artista sería peligroso, por cuanto significa la mentira con

buena conciencia, todo el juego del disimulo y de la máscara. Naturalmente, partiendo

de este peligro que siempre tiene lo lúdico, atisbamos enseguida la crucial

connaturalidad del fenómeno del actor-artista y el perspectivismo nietzscheano. Vivirse

a sí mismo en otras almas, en principio, no sería sino interpretar diferentes papeles,

personajes diferentes, todo lo distantes que se quiera de nosotros. Si los psicólogos nos

dicen que el primer tipo de aprendizaje desde el punto de vista de la cronología

evolutiva es el de la imitación, entonces nosotros nos sentiremos autorizados para

afirmar que la raíz del conocimiento entendido en el marco del perspectivismo es el

teatro: ponerse en el lugar del otro, interpretar al otro pero desde mi experiencia más

propia. Esta matización tomada de Nietzsche: interpretar al otro, pero desde mi

experiencia más propia, nos resultará clave para poder deshacer la ambigüedad

nietzscheana del teatro. Es decir, para distinguir entre un actor verdadero y otro falso y,

en este sentido despreciable de la falsedad, wagneriano.

Wagner sería para Nietzsche el actor esencial, pero actor en el mal sentido propio del

mundo moderno. Es decir, el actor falso, el hipócrita y el santurrón que no es que finja

lo que no es sino que finge pretendiendo ser algo aparte, autoidéntico, cuando en

realidad no es nada. En el mundo del capitalismo salvaje ya no habría profesiones ni

vocación, el mercado nos lleva a interpretar cualquier papel. Por eso ya no hay papeles

propiamente dichos, como aquellos en los que uno antes se ejercitaba continuamente, y

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que a lo mejor heredaba de sus padres y sus abuelos, sino personajes que van y vienen a

toda velocidad y continuamente, a los que lo único que les importaría es salvar el pellejo

con el servilismo característicamente mojigato del que vende alguna cosa. Y es que

humildes son los vendedores, y todos somos en el fondo vendedores, porque el gusano

que ha sido pisado alguna vez acostumbra a enroscarse para que no le pisen de nuevo.

Por eso subraya Nietzsche en estas páginas el asombroso talento dramático de judíos y

mujeres, como sectores de la población tradicionalmente sufridos.

Claro que el mal actor que tiene que oficiar de santurrón carecería de lo fundamental

para interpretar correctamente, en el sentido fijado por la nietzscheana teoría

perspectivista del conocimiento. Y es que tenemos que recordar en este punto que no se

trata simplemente de vivir en otras almas, sino de vivirse en otras almas; o sea, se trata

de experimentar todas las valoraciones habidas y por haber, pero desde la más propia

experiencia. De manera que si uno no tiene una experiencia absolutamente propia no

puede ser un buen actor, un actor auténtico. Y entonces tendrá que ser un actor

«moderno», wagneriano, romántico, un mal actor. Ignorando lo que sienten las almas

ajenas, al carecer de un sentimiento propio distintivo. Hay que tener personalidad,

carácter, para poder introducir la propia voluntad en las cosas. Y sin ese enérgico

ejercicio de la voluntad no cabe ningún “ponerse en el lugar del otro” que sea efectivo

para sentir como él. Sin él no cabe ningún perspectivismo. A la voluntad ajena sólo

puedo viajar en el vehículo de mi propia voluntad (por eso Nietzsche nos dice que su

voluntad es una voluntad leonina, no cualquier cosa). Lo esencial es la acción como

explosión, como descarga, sin duda preparada y acumulada durante generaciones. En

cambio, a qué se aplique la acción, de qué manera se despliegue en finalidades

concretas (a qué profesiones o papeles nos vayamos a dedicar), eso es y tiene que ser lo

de menos. Sólo hay una voluntad, en tanto toda voluntad es voluntad de poder.

Como dios de las máscaras, Dionisos es el dios del teatro, tanto trágico como cómico.

Es el símbolo del perspectivismo como modelo divino. Y en algún lugar de Crepúsculo

de los ídolos Nietzsche entiende el fenómeno dionisíaco, del que pretende ser

descubridor en su auténtico sentido, como el fenómeno del histrionismo, o del

histerismo. Una excitabilidad emocional tan extremada que se responde inmediatamente

a cualquier indicación, como ocurre con las de los hipnotizadores. La vida, dice

Nietzsche una vez más, es una mujer, vita femina (y toda mujer es actriz).

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Así que cuando leemos que, al contrario de los wagnerianos, él, Nietzsche, es de una

naturaleza esencialmente antiteatral, habremos de entender que se está refiriendo al mal

teatro, al teatro de la santurronería o de la hipocresía, al teatro moral del que se finge

virtuoso (el de los “éxtasis morales”). Es decir, a toda la falsedad moderna del ideal

represor. En este mal sentido de la palabra, lo teatral es lo que se opondría a la

honestidad intelectual, como suele ocurrir en el uso corriente despectivo del término

“teatral” o “teatrero”, o “teatrería”. Por eso podemos entender declaraciones como que

en el teatro uno deja de ser sí mismo para convertirse en pueblo o en vecino.

4. CONCLUSIÓN SOBRE ARTE Y CONOCIMIENTO (Aforismo 370)

A estas alturas de 1886, reconoce Nietzsche que en toda su etapa juvenil (1869-1874) se

equivocó de medio a medio al tomar el miserable romanticismo de Schopenhauer y

Wagner por algo opuesto a lo que en realidad venía a ser. Entonces había entendido,

respectivamente, el pesimismo filosófico del conocimiento trágico como «el síntoma de

la más intensa fuerza del pensamiento»; y la música alemana como la emergencia de

una fuerza primordial, largo tiempo contenida, que iba a renovar toda una cultura ya

caduca. Cuando la verdad es que el pensamiento de Schopenhauer y la ópera

wagneriana serían ambos justamente lo contrario, síntomas de empobrecimiento vital y

de degeneración cultural.

Pues bien, al hilo de este reconocimiento nietzscheano, en realidad de esta confesión, se

pasará a exponer a renglón seguido lo que podríamos considerar es el sentido más

propio tanto del arte como de la filosofía: ser medios auxiliares, o más gráficamente,

medios de curación del sufrimiento de los hombres, es decir, instrumentos puestos al

servicio de la vida humana y de su lucha por crecer.

Ahora bien, el sufriente y su sufrimiento son figuras ambiguas, zweideutig, como

ambiguo sería todo fenómeno, por otra parte. Porque una de dos, o se sufre por

sobreabundancia de vida o se sufre por carencia de vida, se es sufriente por riqueza o

por pobreza. Los sufrientes del primer tipo quieren un arte dionisíaco y además una

visión, una filosofía trágica de la vida. Mientras que los sufrientes por pobreza vital

querrán conseguir, mediante el arte y el conocimiento, «un estado de paz, de silencio, de

mar en calma, de liberación de sí mismos»; o bien «la embriaguez, la anestesia, la

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locura». A este segundo tipo de sufrientes, los del empobrecimiento de la vida,

correspondería según Nieztsche el Romanticismo, en todas sus formas en el arte y el

conocimiento.

De modo que nos vamos a interesar ahora, para concluir, y tomando pie en este

aforismo, en el ensayo de acceder al significado de la mencionada fe dionisíaca, puesto

que no por casualidad, en sus páginas, Nietzsche pone en la misma línea de

consideración arte y conocimiento, música y filosofía. Por eso nos encontramos aquí en

un lugar privilegiado para comprender el pensamiento del filósofo en su núcleo más

íntimo.

Como sabemos, el método genealógico nietzscheano consiste en tratar todos los

fenómenos, también o sobre todo el arte y el conocimiento (o el artista y el conocedor),

como síntomas de una voluntad (de un cuerpo) que quiere algo: pretende retrotraerse de

la obra a la fuerza de la que la obra brotaría. Pero, para no confundirse respecto de la

naturaleza de este “brotar”, de algún modo resultaría necesaria una caracterización

previa de la fe dionisíaca como la fe en la voluntad (de poder), y también por supuesto

una caracterización del “tener X por verdadero”, que sería esencial a toda creencia,

como un “querer que X sea verdadero”.

Ahora bien, para decirlo en general, sólo se puede querer de dos maneras, sólo se

pueden querer dos cosas. Podemos querer «eternizar, hacer-fijo»: «voluntad de ser». O

bien podemos querer la «destrucción» y el «cambio»: «voluntad de devenir».

Voluntad de ser y voluntad de devenir: que entre ambas se halle tensado el arco de la

vida, que «es una mujer», ese y no otro sería el contenido distintivo de la fe dionisíaca.

Pero hay que precisar más, porque a su vez esas dos formas de querer, cada una de ellas

por su lado, de nuevo serían zweideutig.

Y es que la voluntad de ser puede proceder del amor (y del agradecimiento), y en ese

caso tendríamos el arte de la apoteosis y el ditirambo. Pero también puede ser, por el

contrario, la voluntad tiránica del personaje torturado por el sufrimiento que entonces lo

que anhela no es sino imprimir su venganza en todas las cosas como obligatoria y

vinculante; y entonces tendríamos, precisamente, el pesimismo romántico de Wagner y

Schopenhauer.

Por su parte, la voluntad de devenir (y «de futuro») podría ser expresión de la fuerza

sobreabundante, y entonces tenemos lo propiamente dionisíaco. Pero también, al revés,

el puro odio del malogrado y del carente, que tienen que destruir todo lo que es porque a

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ellos el mero ser les ofende, y Nietzsche nos llevaría a pensar entonces, a título de

ejemplo, en «nuestros anarquistas».

Ensalzando a Goethe frente a Kant, en CI, “Incursiones de un intempestivo” 49,

Nietzsche terminará escribiendo que el hombre de Goethe es “ese espíritu que ha

llegado a ser libre”, “el hombre de la tolerancia”, quien

Con un fatalismo alegre y confiado (…) está inmerso en el todo, y abriga la

creencia de que sólo lo individual es reprobable, de que en el conjunto todo se

redime y se afirma.

Pues bien, ese espíritu no niega ya más,

Pero tal creencia es la más alta de todas las creencias posibles: yo la he

bautizado con el nombre de Dioniso.