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Autor

Raimundo Cuesta Fernández es doctor en historia con premio extraordinario por la Universidad de Salamanca. Ca-tedrático de Geografía e Historia en el Instituto de Educación Secundaria «Fray Luis de León» de Salamanca, fue direc-tor del Centro de Profesores de esa ciu-dad. Profesor colaborador de la Universi-dad salmantina en didáctica de su espe-cialidad y en los programas de doctorado sobre Historia del currículo y políticas de educación. Pertenece al grupo Cronos, con el que obtuvo en 1984 el primer pre-mio nacional Francisco Giner de los Ríos a la innovación educativa. Dedicado a la docencia, a la formación del profesorado y a la investigación educativa, es miem-bro fundador de Fedicaria y colaborador habitual de su revista ConCiencia Social. Sus más recientes publicaciones tratan de explorar, desde una perspectiva ge-nealógica, las relaciones entre historia social de la educación y didáctica crítica.

Raimundo Cuesta

Los deberes de la memoriaen la educación

editorial octaedro

colección educación, historia y crítica

Colección dirigida por Juan Mainer

Título: Los deberes de la memoria en la educación

Primera edición en papel: noviembre de 2007En coedición

Secretaría General Técnica del MEC y Ediciones Octaedro, S.L.

Autor: Raimundo Cuesta Fernández

Primera edición: noviembre de 2009

© Raimundo Cuesta Fernández

© De esta edición:Ediciones OCTAEDRO, S.L.

Bailén, 5 - 08010 Barcelona - EspañaTel.: 93 246 40 02 - Fax: 93 231 18 68

[email protected]://www.octaedro.com

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción

prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-9921-040-7Depósito legal: B. 43.983-2009

DIGITALIZACIÓN: EDITORIAL OCTAEDRO

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índice

Introducción: Excusatio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

Capítulo 1. La larga sombra del código disciplinar. Crítica del conocimiento escolar y didáctica crítica . . . . . . . . . . . . . . . . 171.1. La historia escolar ayer y hoy: el remake nacionalista . . . . . . . 171.2. El conocimiento escolar como distancia, signo de distinción y dispositivo de control social . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 231.3. Sociogénesis del código disciplinar de la historia . . . . . . . . . . 331.4. La irregular e intermitente presencia de la historia soñada de ayer y de hoy . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 391.5. Didáctica crítica: frente al conocimiento escolar y más allá de la tradición idealista, tecnicista y academicista . . . . . . . . . 45

Capítulo 2. Los deberes de la memoria como programa y problema educativo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 492.1. Memoria intempestiva y didáctica crítica . . . . . . . . . . . . . . . . . 492.2. Tareas, postulados y estrategias por una didáctica crítica . . . 572.3. Los deberes de la memoria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 652.3.1. La memoria como imperativo moral y educativo . . . . . . . . . 652.3.2. De Cronos a Fedicaria: la progresiva desasignaturización del conocimiento histórico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 682.3.3. Los deberes de la memoria como programa educativo de centro. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71 – Lecciones contra la guerra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 72 – Memorias y olvidos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73 – Todos somos extranjeros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79

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Capítulo 3. Usos públicos de la historia en los escenarios escolares . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 853.1. Debate historiográfico y usos públicos de la historia . . . . . . . 853.2. La gestión política del pasado reciente en España . . . . . . . . . . 863.3. Tiempos, espacios y escenarios de los deberes de la memoria 923.3.1. Comprender y desactivar los tiempos y espacios del código disciplinar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 923.3.2. Una programación didáctica paralela y desaularizada . . . . 993.3.2.1. Los usos del tiempo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 993.3.2.2. Los usos del espacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105 – El gabinete de Geohistoria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 106 – La biblioteca . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 112 – El patio interior . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115 – El salón de actos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117 – Otros espacios: la calle e Internet . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119

Capítulo 4. Documentos críticos: si quieres la paz, para la guerra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1234.1. La relevancia de la guerra civil española: historia y memoria. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1234.2. Fragmentos y ecos de las memorias sociales: el «recuerdo» de la guerra en la memoria del alumnado . . . . . . . . . . . . . . . . . 1324.3. Experiencias para no olvidar: Si quieres la paz, para la guerra 140 – Presentación del proyecto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 140 – Proceso de trabajo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 142 • Construcción del problema de conocimiento . . . . . . . . . . 142 • Realización material del proyecto de trabajo . . . . . . . . . . . 146 • Comunicación pública de resultados . . . . . . . . . . . . . . . . . . 149

Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 153

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Dedico este libro a María José Cortines.Los que la conocimos sabemos que sobran las razones.

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introducción

Excusatio

Nadie queda obligado a pedir excusas por escribir un libro, pero sí cabe dentro de lo razonable que el autor explique sus intenciones, más aún si éste despliega una estrategia discursiva que, en compara-ción con sus obras anteriores, pueda llegar a ocasionar sorpresas en los potenciales receptores. De ahí que opte por incorporar esta ex-cusatio como sucinta aclaración de las preocupaciones que han go-bernado mi mente y conducido mi mano en esta ocasión. Lo cierto es que este texto supone una continuación y ampliación expresiva, a modo de plasmación sintomática, de lo que se sugiere en el epílogo de Felices y escolarizados (Octaedro, 2005), y que algunos de sus lectores han reclamado insistentemente. No pocos me decían: está muy bien la crítica rotunda que nos propones de la institución es-colar, pero ¿qué hacer aquí y ahora? La respuesta a esta sempiterna urgencia hacia la práctica no resulta, sin embargo, sencilla.

Es fama que la virtud no es un fruto espontáneo que crezca sin tasa en los espacios escolares de nuestro tiempo. Incluso resulta frecuente y ya cansino el ritornello mediático sobre el bullying, el mobbing y todo tipo de patologías de nueva acuñación y alto valor de cambio en el mercado de lo escandaloso. Pero, fuera de ello, es bien cierto que, de alguna manera, desde Platón venimos pregun-tándonos, una y otra vez, si la virtud fuera enseñable y, por consi-guiente, susceptible de ser aprendida. Pero el hecho de aprender no tiene medida, «es literalmente interminable […], no tiene fin como no tiene comienzo, es infinitamente divisible como la distancia que separa a Aquiles de la tortuga» (Pardo, 2004, 52).

Carece, en efecto, de fin (temporal) pero no de finalidad (desi-derativa). La educación genuina, se puede convenir, es la que movi-liza el deseo de conocer. Desgraciadamente la institución escolar,

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desde sus ya lejanos orígenes, ha prometido una felicidad ilusoria (al principio, salvación de almas; después, redención social de los ciudadanos más desfavorecidos). Es más, a poco que nos fijemos en las fuentes históricas que dan cuenta del devenir de la escuela de la modernidad, nos toparemos con la constatación de que esta institu-ción, ya vetusta, ha venido reiteradamente negando lo que promete y sometiendo el saber disponible a una cotidiana noria de rutinas que ocultan, bajo la tenue lumbre y las apariencias farragosas y ca-ricaturescas de conocimiento, la esplendorosa luz del saber.

Aceptado, como condición insoslayable y gravoso arancel, el poder esterilizante de la escuela de ayer y de hoy, no podemos que-darnos cruzados de brazos esperando el santo advenimiento del su-jeto portador de la redención social. Es más, constituye una tarea docente irrenunciable nadar contra la corriente, recuperar y avivar esa llama refulgente, de saber y virtud, que se esconde tras la ajada vestimenta de las asignaturas escolares. Ahí es, en ese espacio de contradicciones y de agónico batallar entre la necesidad y el deseo, donde se sitúan las reflexiones y experiencias de una educación crítica, que se recogen en el libro que ahora el lector tiene en sus manos.

Es así como pretendo plasmar, en un texto breve y ágil, con algunos apoyos gráficos y documentales, el abanico de ideas y ex-periencias didácticas, de inspiración crítica, que han guiado mi vida profesional docente en los últimos cinco años. A través del mismo, se demostraría que pensar alto no es incompatible con actuar bajo, que dejar volar el pensamiento hacia la crítica histórica y genealógi-ca de la escuela no impide (ni garantiza, claro) emplearse a fondo en ella, a ras de práctica docente.

Bien podrá inferirse del estilo y fondo de mi obra anterior (ba-sada en la crítica del conocimiento escolar y de la escuela capitalista como tal) que, en modo alguno, mi discurso se deslizará hacia las banales recetas psicopedagógicas al uso. Por el contrario, Los debe-res de la memoria busca exponer cómo es factible (no en vano se habla de de sucesos ocurridos) generar dentro de una institución extraña y reluctante, por principio, a la crítica, un conjunto de expe-riencias escolares no convencionales capaces de movilizar el deseo (educar el deseo críticamente) hacia otro tipo de escuela y otro tipo de conocimiento. Para ello las situaciones relatadas no consistirán ni un trivial anecdotario ni un relato heroico; más bien la narra-ción se comprende como un ejercicio de reflexividad y autoanálisis a propósito de los límites de la didáctica crítica.

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introducción. excusatio

Ésta, como siempre digo, es una actividad teórico-práctica que se ubica en el imperceptible e inestable lugar donde juegan la nece-sidad y el deseo. Ahí se sitúan precisamente un elenco de experien-cias de educación histórica del deseo con las que he querido que-brar, si bien en forma parcial, a modo de cortocircuitos, la lógica del aprendizaje escolar.

El libro se compone de cuatro partes bien diferenciadas. El primer capítulo La larga sombra del código disciplinar explora, si-guiendo la traza anterior de mis investigaciones sobre la historia de las disciplinas escolares y la genealogía de la escuela, la estrecha re-lación existente entre la mirada sociohistórica de raíz genealógica y la radical impugnación intelectual del conocimiento albergado en las instituciones educativas, y la pertinencia de considerar tal re-lación a la hora de fundamentar una didáctica crítica. En verdad, el pensar históricamente, utilizando el método genealógico, resulta elemento imprescindible para repensar los saberes, las prácticas de los sujetos y los discursos didácticos y de otra naturaleza que se han generado en mutua interacción. Así se verá cómo la sociogénesis del código disciplinar de las materias de enseñanza contiene, en cierto modo, el secreto de su persistente resistencia al cambio educativo.

En el segundo capítulo abordo el problema de los usos y abu-sos de la educación histórica, que en su día fuera motivo de brillan-tes intuiciones nietzscheanas. Su título, Los deberes de la memoria como programa y problema educativo nos aproxima a la economía de la memoria y el olvido que debe practicarse dentro de la pers-pectiva de una didáctica crítica. Ésta, por definición, opone a la memoria oficial una contramemoria crítica, que se concreta, desde el Departamento de Historia de mi centro, en programas anuales de actividades (Lecciones contra la guerra; Memorias y olvidos de la transición y la democracia; Todos somos extranjeros; y Si quie-res la paz, para la guerra), que buscan, en cierto modo, invertir las formas de conmemoración ordinarias con fórmulas alternativas de evocación del pasado, que, siguiendo los postulados fedicarianos, tratan siempre el recuerdo desde los problemas del presente. Ahí cobran significación plena la imbricación de dos de esos postulados: problematizar el presente y pensar históricamente.

En la tercera parte, Usos públicos de la historia en los escena-rios escolares, quiero insistir, tomando como base lo que he trabaja-do durante estos cuatro últimos cursos en mi centro, en la dimen-sión de las variables de tiempo y espacio (muy a menudo olvidadas en las didácticas declarativas) a la hora de proponer formas distin-

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tas de enseñar. En cierto modo vengo a proponer, a través de va-rios programas de actividades formativas, dentro de los deberes de la memoria, una cierta «desaularización» y deslocalización de los aprendizajes, que, sacados de su contexto espacial y temporal habi-tual, irrumpen en el conjunto del centro como una serie de activi-dades abiertas a lo público, a la exposición y libre deliberación. De lo que se sigue que el uso público de la historia nada tiene que ver con simples recetas o mera cosmética de espacios y tiempos, y sí, en cambio, equivale a imaginar y pugnar por el uso público de la es-cuela. Ello conlleva también un cierto estilo de innovación escolar, que designo como postburocrático.

El último capítulo, Documentos críticos: Si quieres la paz, para la guerra, me sirve para describir y evaluar más en profundidad la última de las cuatro experiencias que se desarrollaron en estos años bajo el programa general Los deberes de la memoria. Esta narración no es sólo una descripción, es también una reflexión en voz alta (la actitud crítica no puede ser otra cosa que autocrítica). En esta parte se pueden encontrar fuentes materiales de muy diverso tipo y estilo, que permiten al lector familiarizado con los asuntos escolares ha-cerse una idea más clara y un juicio más cabal de los procesos alu-didos en el relato, lo que faculta para diseccionar y ver la cara más prosaica de lo que se habla.

Por último, a modo de colofón, insistiré en que este ensayo, es decir, este libro que huye de las formas expresivas y de los rituales formalistas de lo académico, es aconsejable y preferible leerlo por el orden de aparición de los capítulos, pero que ello no implica, ni mu-cho menos, que exista una secuencia lógica y necesaria entre lo que se dice al principio y se termina proponiendo al final. Nuestra con-cepción de la didáctica crítica, como actividad teórico-práctica, nos aparta de cualquier consideración deductivista o idealista, conforme a la cual lo que se hace es el mero resultado de lo que se dice o piensa. Las teorías que manejamos no constituyen ninguna garantía cuali-tativa de lo que hacemos; ni nuestras prácticas pedagógicas son una confirmación empírica de nada, ni una colección de acontecimientos que nos permitan inducir y construir una teoría didáctica. Los boce-tos teóricos y prácticos que aquí se describen carecen de cualquier valor ejemplar, no poseen pretensión normativa de ninguna clase, son criaturas de una acción social que se mueve en perpetua rota-ción, dentro de mi vida profesional, entre la necesidad y el deseo. Y en ese delicado campo de nuestras vidas sobran las recetas y está fuera de lugar anunciar las virtudes de embeleco pedagógico alguno.

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introducción. excusatio

Por último, es cortés y correcto hacer balance de agradeci-mientos y autoinculpación de posibles errores. Levanto acta de lo segundo y reitero votos de agradecido a mis amigos fedicarianos del Proyecto Nebraska (Juan Mainer, Julio Mateos, Javier Merchán y Marisa Vicente), quienes, como Antonio Molpeceres, gozan del dudoso placer de leerme críticamente antes que las musas bajen al teatro. El director de centro, Antonio Carrascal, que siempre apoyó mis iniciativas. Mis colegas del centro y compañeros de fatigas Juan M. Alfageme, Nacho Gómez o Guillermo Castán también empuja-ron. Pero aquí corresponde al alumnado (a «mis» alumnos, suele de-cirse) el primer lugar de toda deuda de gratitud, pues de educación en un contexto concreto se habla, o sea, del escenario de pulsiones, sentimientos, conocimientos, rutinas, entusiasmos, decepciones que orlan el diario profesional de los docentes. Mis alumnos y yo nos extrañamos en el transcurso de lo que se narra en Deberes de la memoria, dejamos de ser de una manera y nos hicimos de otra. En ese flujo y reflujo de encuentros y desencuentros, de conocernos y desconocernos, se fueron tejiendo unos lazos sutiles, lejanos, a ve-ces inextinguibles como los de la amistad. En fin, qué te voy a decir a ti lector (o lectora) que ya no sepas: «el agua es el agua y es bella por eso» (Pessoa).

Salamanca, abril de 2007

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capítulo 1

La larga sombra del código disciplinar. Crítica del conocimiento escolar y didáctica crítica

1.1. La historia escolar ayer y hoy:el remake nacionalista

El secreto de la enseñanza escolarizada se aloja en la impenetrable caja negra que constituyen las disciplinas. Ese conocimiento en el que nos hicimos como alumnos y ahora nos hacemos como pro-fesores contiene, como encriptadas en él, muchas de las claves de la producción y distribución de la cultura de ayer y de hoy. Imagi-nar una sociedad distinta nos lleva a pensar en otro conocimiento escolar muy diferente. De ahí que la crítica de nuestra sociedad y de la institución escolar que en ella se alberga conduzca, como sin sentirlo, a la consideración sociohistórica de esas criaturas cultura-les cuya existencia y ocurrencia, por duradera e inconmovible, nos parece un fenómeno tan natural y trascendente como la sucesión de las estaciones, o el flujo imparable del tiempo. La captación so-ciogenética de las mismas, la reconstrucción evolutiva de su forja social, permite, que no garantiza, edificar una didáctica crítica, esto es, una enseñanza que se origina a partir de la desactivación y elu-cidación de las reglas que rigen la producción y transmisión de tales saberes en las instituciones educativas de la era del capitalismo.Estos inocentes y originales artefactos culturales que damos en lla-mar asignaturas, como la escuela misma en su larga historia, no son lo que parecen ni proporcionan lo que prometen. Mal que bien, to-dos hemos gozado de sus favores y sufrido de sus rigores (valga re-currir la etimología de la palabra «disciplina» donde se plasma pa-radigmáticamente una larga memoria de la infamia). Quizás alguno de nosotros, como hiciera Unamuno en sus recuerdos de mocedad,

los deberes de la memoria en la educación

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llegara adivinar, a vislumbrar, el sol vivificante del conocimiento que se oculta tras la «lumbre pálida y fría» que se ofrecía en el de-cimonónico instituto de Bilbao. En fin, además de latín y mentiras (en eso cifraba H. Hesse el resultado de su educación escolar), el filósofo creyó ver algo más allá de lo que denominaba «despojos de ciencia». Así recordaba su clase de historia en el Bilbao de los años setenta en plena guerra carlista:

El aula en que teníamos la clase de historia era espaciosísima y lle-na de mapas. Entreteníame durante la lección en fabricar títeres de cera, por lo que una vez me tuvo Carreño dos días de rodillas.

De las explicaciones de historia apenas recuerdo palabra, pero sí del aspecto del libro de texto, de sus letras, de su impresión, etc. Si hoy lo viera a tres metros diría: ¡ése es! Me mareaba aquel ir y venir de pueblos con nombres raros, aquel desfilar de reyes y de guerras, aquel intrincamiento de parentescos, matrimonios y repartos de he-rencias. Venían reyes y los mataban tan pronto que no había lugar a acongojarse de su muerte, pues no había uno tenido tiempo de cono-cerlos, y era tal el trajín, que se deseaba hubieran acabado de una vez con todos matándolos en una sola batalla.

No llegamos, ni con mucho a la Revolución francesa, distraídos en curiosear vanamente lo que hicieron los chinos, persas y caldeos. He comprendido más tarde lo ventajoso que sería si se pudiera estu-diar la historia hacia atrás, empezando por ahora.

La historia de España, más concentrada que la universal, me dejó alguna más impresión, sobre todo aquello de que «en Calata-ñazor partió Almanzor su tambor» y la aparición de Santiago en la batalla de Clavijo (Unamuno, 1958, 89).

Testimonio demoledor, sin duda, del carácter desvitalizado, desactualizado y libresco de la enseñanza de la historia en un cen-tro de bachillerato del último cuarto de siglo xix, donde todavía, dentro del modo de educación tradicional elitista, los institutos se erigían como emblemáticos templos del saber. Fuente pertinente (que confirma otras de diversa procedencia) para ver hasta dónde alcanzaba el contenido de la historia y los métodos de su enseñanza en esas nuevas fortalezas del conocimiento levantadas merced a la creación por el liberalismo hispano del sistema nacional de educa-ción. Una más que dudosa batalla, la de Clavijo, unida al tributo de las cien doncellas y la derrota de Almanzor, el «victorioso por Dios», en las hoy siberianas tierras sorianas de Calatañazor (Calat-al-Na-sur, o sea, Castillo del águila), constituyen el eco de memoria una-

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1. la larga sombra del código disciplinar

muniana de la ruidosa fanfarria nacionalista española, que, alojada en el marco escolar, se alimentaba de la invención de una legendaria Edad Media, surtidor inagotable de loas a la monarquía y a la Iglesia católica. Frente a ello el memorialista parece sugerir como alterna-tiva (y no fue el único desde la Ilustración que lo hiciera) una suer-te de historia regresiva, una enseñanza de la historia «hacia atrás, empezando por ahora». Que tal sugerencia nunca fuera atendida, que las notas características del código disciplinar de la historia (ar-caísmo, nacionalismo, elitismo y memorismo) permanecieran largo tiempo inalterables, pese a las notables intuiciones de Rafael Alta-mira y otros egregios historiadores y pedagogos del siglo pasado, nos lleva a sospechar acerca de las razones de la sinrazón, acerca de la granítica y monstruosa consistencia de las tradiciones culturales recogidas en las materias de enseñanza.

Si de las remembranzas de mocedad unamunianas nos trasla-damos a los exámenes de historia de Marcelino Menéndez y Pelayo, que en 1871, a la edad de quince años y siete meses, habían mere-cido el premio extraordinario de la sección de Letras del Bachille-rato, podremos sin esfuerzo hacernos una idea complementaria de los que se consideraba entonces el canon de conocimiento valioso. Valga como simple muestra este fragmento de un larguísimo texto manuscrito respondiendo al tema que rezaba: Pedro I de Castilla.-Pedro I de Portugal.-Pedro IV de Aragón. Paralelo entre estos tres reyes y juicio que han merecido de los historiadores. Y dice así:

Era a principios del siglo xiv, España, invadida en el siglo v por un enjambre de bárbaros, venidos de las nebulosas regiones del Septen-trión, reducida [al fin] a una sola y poderosa monarquía, bajo el cetro de Leovigildo, último rey arriano de la raza visigótica, establecida la religión católica, si bien no por completo, por el segundo Reca-redo, precipitada, al fin, la monarquía goda en el abismo a la que le arrastraban inevitablemente los defectos esenciales de su constitu-ción política y los crímenes y vicios de los reyes que sustituyeron a Wamba, el imperio fundado por Ataulfo tuvo necesariamente que desaparecer, y se hundió con su último rey Rodrigo en las aguas del Guadalete. Un nuevo pueblo que procedía de los desiertos de Arabia, sacado de su apatía e indolencia habitual por un hombre de carác-ter fogoso y enérgico que se requería necesariamente para arrastrar en pos de sí una muchedumbre fanatizada, después de someter a su dominio los pueblos del Asia y del África, después de hacer temblar en su trono a los débiles emperadores de Oriente, fijó su asiento en una tierra que era, delicada y fértil como el Yemen, templada y dulce

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como Catay. Pero en las montañas de Asturias se elevaba una nueva monarquía, fundada sobre las ruinas de la antigua, y en Covadonga era alzado como rey sobre el pavés un descendiente de la casa real de los godos, Don Pelayo… (Facsímiles de trabajos escolares de Menén-dez Pelayo, 1959).

Como puede verse, el examen escolar del aplicado alumno ya rezumaba la invención discursiva del otro oriental, el campo se-mántico del mito constitutivo de la orientalidad (que tan brillan-temente narra E. Said en Orientalismo), y claro, frente a él, de una españolidad renacida a partir de Covadonga. La cosa venía de atrás, como puede comprobarse a poco que tomemos nota del contenido del dictado (performativo donde los haya) que el tribunal dispuso para el examen de ingreso en el instituto de segunda enseñanza de Santander, y que el niño hizo correctamente a sus nueve años de edad: «La tosca cruz de roble que se cobijó en la gruta de Covadon-ga, es la brillante cruz de plata que se vio resplandecer en el torreón morisco de la Alambra» (Madariaga, 1971, 133).

Posiblemente Aznar, nuestro ínclito y trasatlántico ex presi-dente, de amargo recuerdo, se mostró devoto y aventajado seguidor de las ideas del polígrafo montañés, cuando apeló en 2004, en fa-mosa alocución pública, en la Universidad de Georgetown (célebre por el descarado uso de la lengua inglesa y de la historiografía más conservadora), a la pertinaz lucha de España en singular guerra de civilizaciones contra el terrorismo de Bin Laden y sus secuaces, pug-na que remontaba al paso del estrecho por Tarik y Muza. O sea, los mismos argumentos, pero al revés, del tenebroso líder de Al Qaeda. La protesta de la Comunidad de Musulmanes Españoles mucho nos tememos que nada conmovió el alma de tan tenaz defensor de la civilización Occidental. En fin, este ir y venir de «enjambres de bár-baros» y «multitudes fanatizadas» (y de hordas marxistas en tiem-pos más recientes) no alcanzó a doblegar el ser de la nación españo-la, que salió incólume de tantas y tan peligrosas pruebas.

En verdad, hoy el conocimiento escolar de historia que exhibe el currículo ha tendido a rebajar las tonalidades nacionalistas espa-ñolas más hiperbólicas y el ideal de saber legítimo es otro. En plena educación de masas, si un alumno (de quince años y siete meses) ejecutara un examen como el que Menéndez Pelayo escribió sobre los tres Pedros sería remitido, o, como se dice ahora, «derivado», sin contemplaciones de ningún género, al Departamento de Orienta-ción para su examen y correspondiente diagnóstico. Si el tal sujeto

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1. la larga sombra del código disciplinar

de aprendizaje glosara la grandeza de Alejandro Magno con sono-ras exclamaciones («¡Ah mundos que no os puedo conquistar!» o apesadumbradas quejas contra su progenitor («¡No me dejará nada que conquistar!»), la cosa pasaría a mayores y pudiera ser objeto de jurisdicción extraescolar, como la Ley Penal del Menor o algún ga-binete psiquiátrico capaz de dictar la reclusión hospitalaria. En fin, el tal alumno podría llegar a ser etiquetado de anormal, o sea, entre delincuente y loco.

Más allá de la chanza, los contenidos y el ideal de saber de lo histórico han cambiado, pero no tanto como uno imaginaría a pri-mera vista. Cualquiera puede recordar lo que en su día califiqué de disciplinazo, es decir, el regreso a las formas disciplinares tra-dicionales que, tras los intentos de ensayar un formato curricular más integrado, que comenzaron con la reforma de 1970 y se pro-fundizaron con la LOGSE en 1990. En efecto, la implantación del modo de educación tecnocrático de masas (que en España tiene su consagración legal en 1970) supone la experimentación de modali-dades de conocimiento más integradas (en nuestro caso bajo el ru-bro de Ciencias Sociales) y pedagogizadas. Cuantos más estudiantes se reclutan y menor es su nivel educativo, más progresa la integra-ción disciplinar. Sólo al final de la enseñanza previa a la Univer-sidad, aparece el reino de las antiguas disciplinas. Pues bien, esta tendencia y todo lo que ello implicaba de nuevas formas de enseñar y aprender (tendencia que, por cierto, nunca llegó a imponerse en la practica profesional de la enseñanza secundaria) fue puesta en cuestión abiertamente en los años noventa. El disciplinazo (la vuel-ta al saber de las asignaturas y la revalorización de los métodos tra-dicionales de enseñanza) se impone legalmente con la revisión legal del currículo obligatorio al terminar el año 2000. Y tras la famosa querella pública sobre la enseñanza de las humanidades, iniciada formalmente con el discurso de Esperanza Aguirre, en octubre de 1996, ante el acto de apertura del año de las reales academias, la aguja curricular queda imantada hacia la posición fija de un ima-ginario retrohumanismo. En otro sitio (Editorial, 2001) explicamos cómo fue posible, gracias a las alianzas entre grupos académicos, mediáticos y políticos, crear el estado de necesidad para dar un giro curricular que hoy ha quedado afianzado por encima de la alter-nancia de los partidos turnantes.

De entonces a aquí, en efecto, llovió mucho y casi siempre de la misma manera y en parecida dirección. A escala estatal, se afianzó legalmente la renacionalización del currículo en sentido españolis-

los deberes de la memoria en la educación

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ta. Mientras que a escala regionacional surgían respuestas, a veces a la contra, de parecida enjundia territorial y semejante carga his-toricista. El triunfo de un currículo colección o mosaico, donde la historia reaparecía como suma disciplina de la identidad nacional (española o de las otras), también traía aparejada, en un desespera-do esfuerzo por otorgar distinción a algo que la había ido perdiendo con la educación de masas, una cierta revalorización de las asigna-turas como saber legítimo digno de ser apropiado por las clases de la cultura y los «verdaderos estudiantes».

En suma, la reciente reafirmación de la historia-disciplina-identidad nacional (nunca dejó de serlo) obedece a una crisis desa- tada por muchas de las contradicciones propias del modo de educa-ción tecnocrático de masas en el estadio actual. El evidente fracaso de un mismo conocimiento para todos dentro de una misma escue-la, conforme al ideal de educación unitaria e integrada (comprensi-va), abre el camino hacia una reestructuración de las vías de esco-larización de acuerdo con una selección social más explícita y una mercantilización cada vez más marcada de los procesos formativos. La progresiva pérdida de valor de cambio del conocimiento, la de-preciación de los títulos y la llamada sobrecualificación del capital humano ha originado una coalición de intereses dentro de la que está emergiendo un nuevo (y muy viejo) discurso disciplinar, que cobra cada vez más intensidad desde la modernización conservado-ra iniciada en los veinte últimos años del siglo xx.

La tal coalición de la que forman parte una buena porción del profesorado y del gremio de historiadores se ha apuntado a la apo-logía de la historia como forma de conocimiento sui generis y como legado cultural innegociable y no intercambiable con otras ciencias sociales (el famoso magma de la ciencias sociales denunciado en Es-paña reiteradamente por J. Valdeón y otros académicos). Los ecos del ya vetusto debate (historia o ciencias sociales) y la recurren-te disyuntiva (contenidos o procedimientos) se han ido apagando merced a la fuerza invasiva de un universo argumentativo que no ofrece dudas: se ha entronizado el regreso a lo básico y el valor de la añosa tradición de las artes liberales (la educación basada en las artes de los hombres libres). En este contexto la historia escolar ha regresado a las seguridades de un dorado pasado cuando nadie po-nía en cuestión su existencia curricular autónoma. Esta suerte de revisionismo curricular se explica dentro de factores muy variados y complejos. Por un lado, significa una redefinición del valor educa-tivo por parte de las nuevas clases medias, que, ante el empuje de la

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inmigración y la escolarización masiva, buscan resguardar y asegu-rar su capital cultural en términos más tradicionales (ésas mismas clase que, como dijera B. Bernstein, fueron tiempo atrás el soporte social y vanguardia de las pedagogías blandas y del currículo inte-grado). Por otro, la revisión curricular conservadora coincide con la doble faz, autonomía y control, de las políticas neoliberales: li-bertad de los centros para alentar una suerte de simulacro de com-petencia en una situación de cuasi mercado, y, al mismo tiempo, control rígido del currículo (bien directa y centralizadamente, bien a través de evaluaciones estandarizadas, bien de las dos maneras). Pero, además, todo ello viene atravesado por un repliegue identita-rio promovido por la globalización y la masiva internacionalización de los flujos económicos, que, no obstante, promueve respuestas culturales de afirmación de las entidades territoriales imaginadas como comunidades nacionales. De modo que el revisionismo curri-cular constituye una respuesta renacionalizadora, que devuelve a la historia al hogar decimonónico que la vio nacer como asignatura. Como se sabe, a menudo, los remakes o las reposiciones de convier-ten en caricaturas del original que tratan de imitar.

1.2. El conocimiento escolar como distancia, signo de distinción y dispositivo de control social

La memoria crítica de la historia escolar nos faculta para estar, a un tiempo, dentro y fuera del presente. Dentro de una consideración dialéctica y crítica del conocimiento escolar, tal como he repetido en más de una ocasión, recordando la imagen goyesca, las materias de enseñanza se presentan como notorios sueños de la razón que producen monstruos. Es como si en ellas se comprimiera y sinte-tizara la fallida promesa de emancipación y desencantamiento del mundo inherente a la razón moderna. Aquella promesa de libera-ción mediante la luz del conocimiento se agosta y oscurece bajo las rutinas, carencias y penalidades que contiene la cultura escolar. Ya F. Nietzsche, uno de los grandes maestros de la sospecha, en su magnífico opúsculo De la utilidad y de los inconvenientes de los es-tudios históricos para la vida (1874), supo denunciar el canon uni-forme, el ideal del hombre culto de su época en virtud del cual «el hombre comenzará su educación aprendiendo lo que es la cultura, no aprenderá lo que es la vida» (Nietzsche, 1999). En otra de sus in-

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tempestivas (Schopenhauer como educador), resumía el homo aca-demicus, destilado último de la educación formal, como una hibri-dación de erudito, funcionario, propietario y cultifilisteo. Tanto la ciencia social como la literatura del yo han insistido en esa dimen-sión artificiosa y desprovista de vida del conocimiento escolar. El propio P. Bourdieu (1999, 32-33), inteligente y perspicaz debelador de las reglas del campo intelectual (de lo que designa como «campo escolástico»), señala como inherente al aprendizaje escolar «la dis-posición permanente para llevar a cabo la distanciación de lo real». Nada extraño tiene, pues, que los recuerdos personales de nuestras vidas tomen la figura nítida de un antes y un después del ingreso en la escuela, donde saberes y placeres se bifurcaron haciéndose an-tagónicos. La evocación de esa brecha entre «culturas», entre los mandamientos de la escuela y los del deseo, queda perfectamente descrita en las remembranzas de uno de los actuales pedagogos crí-ticos.

Crecer en un barrio obrero de Providence, Rhode Island, me orientó de un modo particular hacia la relación entre cultura popular y es-colarización. La cultura popular estaba donde estaba la acción: defi-nía un territorio donde placer, conocimiento y deseo circulaban en íntimo contacto con la vida de las calles.

[…] Mis amigos y yo coleccionábamos libros de cómic y comer-ciábamos con ellos, aprendíamos sobre el deseo a través del rock and roll de Little Richard y Bill Haley y los Comets y brindábamos por los blues de Fats Domino […]. Más que saberlos, sentíamos lo que era un conocimiento realmente útil. Y hablábamos, bailábamos y nos perdíamos en una cultura callejera que nunca deja de moverse. Y entonces empezamos a ir a la escuela… (Giroux, 1996, 11-12).

Y allí, prosigue el autor, fue entrar en una suerte de «planeta extraño», a años luz del lenguaje gestual, la percepción, los modos de decir, de usar el cuerpo, etc. de los chicos de barrio. En su lugar, se ofrecía «una imitación barata del conocimiento de la cultura su-perior» (latín, civilización occidental, matemáticas, ortografía, so-ciales y religión) para uso de niños con fatídico pronóstico de pro-gresión escolar.

Esta radical desvitalización y extrañamiento social clasista del conocimiento escolar, una característica indeleble e inherente al mismo, que muestra el relato de Giroux contiene también un ex-presivo ejemplo de su carácter complejo. En efecto, se diría que la escuela promueve una encrucijada de culturas en la medida que en

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ella habitan representaciones simbólicas y usos procedentes de muy distintas instancias de la vida social. Allí conviven, en armonía más o menos forzada, retazos del conocimiento científico disponible, programas y cuestionarios oficiales, valores morales, reglas organi-zativas de la propia institución, ideas y experiencias de maestros y de la subcultura de los alumnos. A este mosaico algunos pedagogos prefieren llamarlo «cruce de culturas» (Pérez Gómez, 1998) y otros, desde diferentes enfoques e intereses intelectuales, simplemente prefieren hablar sin más de «cultura de la escuela» (por ejemplo, A. Escolano, o A. Viñao, etc.). Sea cual fuere la palabra que mejor cuadra para apresar la cosa que representa, lo cierto es que el co-nocimiento que circula dentro de los centros educativos expresa una multiplicidad, un cóctel de elementos que actúan dentro de un campo de fuerzas. Es decir, la historia escolar que se produce en las aulas no es la de los programas, ni la de los historiadores, ni la que tienen en la cabeza los profesores, ni la que traen espontáneamente los alumnos, ni sólo la que promocionan los valores sociales domi-nantes, etc. Es todo eso y algo distinto. A buen seguro, ni Giroux ni sus colegas de barrio obrero salieron de su escuela como entraron, pero tampoco sus ideas y disposiciones al terminar la escolarización tendrían demasiado que ver con los pronunciamientos declarativos y normativos del conocimiento oficial petrificado en programas y reglas. Esa mezcla, ese mestizaje de culturas alude y advierte del ca-rácter de negociación entre agentes sociales que invade la sustancia del conocimiento real y resultante de las instituciones educativas.

Además, el conocimiento histórico, o de otra clase, que se in-corpora al currículo dista mucho de ser uniforme y estático. Frente a la esencialización de las disciplinas escolares como entes naturales y atemporales, algunos historiadores sociales y los sociólogos de la educación tienden a poner el acento en lo que de «artefacto social» y «creación social» (Goodson, 1995, 74 y 95), tienen las asignaturas. Es frecuente, en verdad, encontrar pronunciamientos públicos, más habituales en nuestra era de redisciplinamiento curricular, acerca de lo que es el verdadero conocimiento. Por ejemplo, al socaire del célebre debate de las humanidades en España, la entonces ministra del ramo, Pilar del Castillo, al ser acusada de volver a los temarios de la LGE, afirmaba en una entrevista concedida al El País (12-11-2000), con total seguridad e ingenua honestidad que «las historia está hecha y los temas de la historia están ahí. La historia de España data de hace mucho y los hechos y los periodos están previamente definidos». Claro que, siendo la cosa tan evidente, uno no alcanza a

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comprender por qué el empecinado debate sobre la historia escolar al que aludían las declaraciones de la ministra entonces duró entre 1996 (primer discurso de provocación de la ministra Aguirre so-bre el calamitoso estado de la enseñanza de la historia) y finales de 2000 (aprobación de nuevos programas de enseñanzas mínimas). Precisamente en el curso de esa disputa pública, como en otras an-teriores y posteriores, se puso de manifiesto con claridad meridia-na que el currículo escolar no es algo natural, dado o neutral. El curriculum se inscribe, por el contrario, dentro de las políticas de la cultura y de las luchas sociales por la hegemonía. Y en ese terre-no comparecen diversos grupos de interés (políticos, profesionales, religiosos, académicos, mediáticos, etc.), que pugnan por imponer sus razones, y que yo suelo resumir en tres macrogrupos de pre-sión y opinión (los humanistas partidarios del regreso a la tradición de las artes liberales; los eficientistas defensores de la acomodación de los estudios a las demandas del mercado capitalista; y los igua-litaristas defensores de formas de integración curricular al servicio de la reforma social). A menudo las concreciones legislativas, como paradigmáticamente ocurrió en el mencionado debate de las huma-nidades, obedecen a consensos provisionales, equilibrios dinámicos e instables, entre los distintos lobbies y grupos de interés. De modo, que el conocimiento escolar está atravesado por una dinámica que, por definición, siempre es histórica y social.

En consecuencia, las disciplinas escolares son construcciones sociohistóricas y, por ende, contingentes y susceptibles, por tanto, de ser modificadas por la acción humana. En esa tarea crítica de «deseternizar lo dado» se inserta la didáctica que propongo. Ahora bien, tales construcciones no son cualquier cosa, poseen dos cuali-dades insoslayables a la hora de imaginar una enseñanza distinta: son originales y duraderas. Lo que lleva, por una parte, a recordar la conveniencia de dejar en el armario la imagen de una escuela recep-táculo de los subproductos culturales de la sociedad (Chervel, 1991, 69), y, por otra, a renunciar a cualquier simplificación, tan frecuen-te entre pedagogos de buenos sentimientos, sobre las posibilidades efectivas de cambiar lo que realmente ocurre en la escuela. Siguien-do estas pautas, A. Chervel (1991 y 1998) concibe las asignaturas como creaciones culturales originales cuya meta se sitúa en el hori-zonte de perpetuación de la sociedad, y constituyen además, según su opinión, el precio que la sociedad ha de pagar a la cultura por su transmisión en el marco escolar. La cosa está, como habrá adivina-do el lector, en si el precio que hay que pagar para la perpetuación

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de la sociedad merece la pena. El pensamiento crítico cree que no; el pensamiento afirmativo, al estilo de Durkheim, en el que bebe Chervel, sugiere lo contrario. Pero en todo caso, la consideración de las disciplinas como originales productos culturales sui generis y como específicos artefactos de reproducción sociocultural, convie-ne tanto a un planteamiento funcionalista como a su opuesto críti-co. La diferencia estriba en que éste indagará la forma de cambiar la lógica del artefacto y aquél actuará con vistas a su conservación.

Cuando estudiamos la historia de la enseñanza de la historia en España se aprecia, en efecto, la originalidad de la historia escolar, que queda lejos de ser un mero subproducto de una historia acadé-mica preexistente. De ahí la insuficiencia de los esquemas explica-tivos que convencionalmente ponen el acento en la elucidación de las adecuaciones, desfases o correspondencias entre la historia que se investiga y la que se enseña en las aulas. Tal problemática resulta, en buena parte, estéril porque la historia de los historiadores y la historia de los profesores se realizan en dos escenarios sociocultu-rales distintos. Valga decir que la historia escolar en España pre-cede y es anterior a la formación de una historiografía académica y profesional. Ahora bien, tal circunstancia no es sólo atributo de la historia como materia de enseñanza. Porque, como gusta decir T. S. Popkewitz (1994, 127) «la formación de las disciplinas esco-lares puede concebirse como una alquimia. Tal alquimia consiste en el tránsito desde los espacios de las disciplinas (las ciencias o la física) al espacio social de la escuela […]. Lo que se lleva a la escuela no es lo que hacen los científicos, los matemáticos, los escritores o los artistas [...]; la escuela reformula el conocimiento disciplinar para adaptarse a las exigencias del horario, a las concepciones de la infancia, y a las convenciones y rutinas de enseñanza que imponen tal conocimiento en el currículo escolar». En fin, parafraseando a B. Bernstein, que una cosa es la carpintería (saber y materia real) y otra cosa son los «trabajos en madera» (materia imaginaria víctima de la alquimia escolar). Por consiguiente, la distancia (que también es jerarquía) entre esos dos espacios sociales implica que el saber es-colar es consecuencia de una trasmutación, de una operación alqui-mística que transforma el saber académico en algo distinto. Esto es lo que los partidarios de la transposición didáctica, como Y. Cheva-llard (1997) entienden como la mutación del savoir savant en objeto de enseñanza. Naturalmente, la didáctica crítica, como se razonará más adelante, va mucho más allá del transposicionismo; el cambio que propone supera la cosmética del cualquier tecnicismo didáctico

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y trata de impugnar con radicalidad la naturaleza sociohistórica del conocimiento escolar y de la misma escuela.

En cualquier caso, bueno es recordar las distancias y distin-ciones entre conocimientos de procedencia diferente. Y no menos importante es percibir cómo esa distancia implica procesos de re-contextualización, de pedagogización, o sea, de reconversión de un conocimiento en otro. El conocimiento escolar es siempre resultado de un complejo proceso de recontextualización en el que se esta-blecen puentes entre el conocimiento socialmente disponible y su transformación en escolar. Existen, siguiendo a Bernstein (1998), agentes recontextualizantes que actúan como mediadores entre los lugares de producción del conocimiento y las escuelas. Entre ellos cabe destacar el Estado (que fija la norma curricular obligatoria) y un conjunto de expertos pedagógicos, autores de libros de texto y las editoriales. Si bien nos fijamos, conforme se desarrollan los sis-temas nacionales de educación, cobran singular relieve dos agen-tes omnipresentes: el Estado y el mercado. El Estado consagra el conocimiento oficial como un destilado más o menos afortunado del conocimiento científico. Las editoriales privadas, por su parte, imponen, en un singular juego de mercados cautivos, la mercancía libro de texto como emblema visible, siempre y cada vez más pre-sente, del conocimiento escolar. Ambos vectores operan, aunque a veces la cosa se venda bajo la engañosa especie de libertad de mer-cado y no interferencia del Estado, a favor de una creciente homo-geneización, estandarización y control de la vida en las aulas. En efecto, los textos escolares representan más de la quinta parte (en 2002 el 23,3%) de toda la facturación del sector del libro en España. Los manuales no universitarios vendidos ascendieron a más de 40 millones de ejemplares (53 según el informe 2003 de la Federación del Gremio de Editores de España) y su valor en el curso 2003-2004 se elevó a la nada despreciable suma de 615 millones de euros (algo más de cien mil millones de las antiguas pesetas). En los Departa-mentos de Ciencias Sociales el uso del libro de texto ha ido crecien-do hasta arrinconar otras alternativas. Antes, durante y después de la LOGSE, con y sin LOCE o LOE, el sector ha multiplicado su volumen de facturación y presencia, a pesar de la baja de la natali-dad y de lo denostado que está el género entre la opinión pública, la publicada y los sufridos (y obligados, cosa insólita) consumidores. Y a todo ello hay que añadir la homogeneidad de esta mercancía cultural perfectamente integrada en el consumo de masas y el ca-rácter oligopolista de la oferta, que genera unos productos pedagó-

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gicos clónicos. El género libro de texto ha ocasionado un sistema de producción cultural en cadena y estandarizado, cuyo ejemplo puede verificarse en las versiones autonómicas de las grandes editoriales. No es extraño que en los últimos 25 años hayan desaparecido la mitad de las empresas y no es ninguna broma que los grupos Anaya y Santillana controlen (Martínez Bonafé y Adell, 2004, 163) casi el 50% del mercado, o que entre las cinco principales editoriales de Ciencias Sociales controlaban cerca del 75% de la cuota de mercado (Valls, s.f., 22). En fin, asistimos a un reinado casi absoluto de este valetudinario instrumento escolar, cuyas primeras generaciones nacieron, bajo la bendición del Estado en forma de listas de textos autorizados, en los años cuarenta del siglo xix.

Pero lo que dice el conocimiento oficial del Estado y lo que pone en los libros de texto es sólo una parte, la más directamente observable, la punta del iceberg, los textos visibles, del conocimien-to escolar. El conocimiento escolar se acaba fraguando dentro de las aulas, y son las condiciones espaciotemporales (esa suerte de in-fluyente «pedagogía silenciosa») y la procedencia social de los des-tinatarios (esa marca de origen de la que tan poco se habla), lo que termina por moldear esa criatura cultural original.

Hace años resumía yo la impregnación social del conocimiento histórico en las aulas con esta expresión: a tal clase, tal historia. El contenido y la forma de enseñar y aprender una disciplina remiten al origen y destino social del alumnado. Las funciones declarativas del conocimiento escolar hay que ponerlas en relación con las di-versas modalidades, históricamente condicionadas, de segmenta-ción social y distribución del saber. En el modo de educación tra-dicional-elitista (que es el tipo imperante entre mediados del xix y mediados del xx) la historia constituye una parte del capital cul-tural que ornamenta la distinción de las clases altas. En los centros de bachillerato se unía un contenido distanciado de la realidad con un ethos de distinción social, que, por ejemplo, manifiestan el con-tenido y la retórica impresa en el examen que vimos de Menéndez Pelayo. Se trataba de un conocimiento «desinteresado», sin valor de cambio inmediato, ornamental, pero funcional con el ideal de hombre educado de la época (el ideal de caballero). Ello, además, comportaba, implícita y explícitamente, un tipo de tansmisión je-rárquica y memorista, que incitaba a la repetición mimética y literal de la forma de decir de los clásicos, cuyo aura se magnificaba, como las antigüedades en el arte, con el valor añadido de la pátina del tiempo y la lejanía de un saber enterrado en un mausoleo aromati-

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zado por los efluvios de distinción de la lengua latina. Al lado, pero muy lejos, en las infraescuelas decimonónicas, existía, cuando exis-tía, otra historia sin valor social, «con pedagogía», mero sucedáneo de la historia sagrada y de las formas más brutales de inculcación ideológica. En nuestro tiempo los estudios que se han ocupado de la relación entre contenidos y prácticas de enseñar respecto a las clases y jerarquías sociales demuestran que la dimensión jerárquica del conocimiento escolar se ha podido verificar tanto en la selec-ción de lo que realmente se enseña (teóricamente, en la educación de masas, los programas son iguales para todos) como en la forma de ser enseñado. Es cierto que «cuanto más baja es la categoría so-cioeconómica de la comunidad, más probable es que las relaciones jerárquicas sean explícitas, visibles y autoritarias (Sadovnik, 1992). Cuanto más elevada es la condición social de los destinatarios más alejada queda la educación disciplinar de las necesidades inmedia-tas del mercado laboral.

Y es que el formato del currículo y su contenido constituyen una pieza insustituible en las formas de reproducción cultural que sirven, a su vez, para la reproducción de la estructura clasista y de dominación de la totalidad social. Nadie mejor que B. Bernstein ha tratado de sistematizar la teoría de la reproducción de clases en re-lación a las formas que adoptan los currículos. Ciertamente, el for-mato del currículo y la práctica pedagógica plasma las relaciones de desigualdad social (de clase, género y, en su caso, de etnia); ese conocimiento es siempre jerárquico y clasista. Ello no significa que sólo «refleje» relaciones de dominación, se diría que las ocasiona y mantiene. En palabras de Mechán (2005) se diría que las prác-ticas pedagógicas son un campo de producción del conocimiento escolar, que no sólo se reproduce, sino que se «produce». A todo ello contribuye el «dispositivo pedagógico», una especie de regulador simbólico de la conciencia que valida el saber legítimo a través de reglas distributivas (las diferentes formas de conocimiento que co-rresponden a cada grupo social), recontextualizadoras (las transfor-maciones del conocimiento disponible en conocimiento escolar) y evaluadoras (la gramática inspiradora de la práctica examinatoria). El dispositivo (término que también emplea M. Foucault en sentido más performativo y lato en el tiempo), es un instrumento concep-tual que nos ayuda a comprender cómo la distancia y la distinción social que emanan del conocimiento escolar comparecen siempre unidos al control social. Ahora bien, ese regulador simbólico no es una propiedad inmóvil y eterna: «hay una pugna permanente en-

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tre los grupos sociales por hacerse con la propiedad del dispositivo. Quien lo posee, poseerá el modo de perpetuar su poder por medios discursivos y de establecer o tratar de establecer sus propias repre-sentaciones ideológicas» (Bernstein, 1998, 144). A nadie se le ocul-ta las concomitancias de estas ideas con el concepto de «violencia simbólica» de Bourdieu o la «sociedad de control» (fase superior de las sociedades disciplinarias de nuestro tiempo) de Deleuze, coinci-dentes todas ellas en percibir los tipos de dominación de hoy como formas de creciente coacción simbólica, en las que el conocimien-to escolar desempeña un papel muy descollante. Las fuerzas que ahorman la subjetividad de los agentes sociales son cada vez más refinadas, adoptan técnicas del yo que crean en el sujeto la ilusión autodeterminista, y que emboscan el sometimiento real a diversos poderes como auténticos actos de libertad individual.

Las experiencias individuales de la escolarización son siempre vividas desde la biografía social de cada cual. Hay sujetos sociales, como vimos en los recuerdos de Unamuno, que ingresan en el siste-ma escolar y lo contemplan críticamente, pero como suyo y perte-neciente a su orden de valores. Otros, en cambio, como advertimos en el texto de Giroux, lo evocaban como un «planeta extraño» para los chicos del barrio obrero del que procedía. Por poner un ejemplo, el ideal de conocimiento inscrito en la actual historia de España de segundo de bachillerato implica un proyecto de saber y una forma de llegar a él distanciado de las clases subalternas, se presenta, como todas las asignaturas de ese mismo curso, como una frontera para estar fuera o dentro de la competición por las acreditaciones esco-lares que difieren la entrada en el mercado de trabajo. La interiori-zación subjetiva, más o menos consciente, de esta realidad funciona como instrumento de adaptación e incluso de movilidad social.

Pero además cabe sugerir que las asignaturas escolares com-pendian y contienen marcas sociales de desigualdad y distinción (son jerárquicas entre ellas mismas y a lo largo del cursus honorum que asciende de la escuela a la universidad), pero también constitu-yen instrumentos de control social y de disciplinamiento. Es bien cierto que no pocos pedagogos, siguiendo la opinión de Durkheim (Educación y sociología) que era enemigo acérrimo de lo que llama «concepto epicúreo» de educación y partidario entusiasta de la au-toridad como «influjo hipnotizador», consideran las relaciones de enseñanza escolar como un sano proceso de pulimento, desbroce y desprendimiento progresivo de la salvaje naturaleza humana. Todo el pensamiento de la modernidad se cobijó bajo la dualidad antité-

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tica naturaleza/cultura para entender el proceso de racionalización como una ascesis negadora, una y otra vez, de la dimensión dioni-síaca y deseante del ser humano. La cultura (y la escuela como ins-titución cultural por antonomasia) comparece como la fuerza que domeña y civiliza, con la razón disciplinaria, los bajos instintos de una naturaleza salvaje siempre dispuesta a aflorar y amenazar el or-den social trabajosamente construido. Desde Kant y la Ilustración, al menos, hasta acá se ha ido forjando la idea de la cultura (y, por tanto, del conocimiento) como distancia inefable, como acto des-interesado, como depósito imperecedero de bienes espirituales que han de ser transmitidos por las instituciones educativas. Pero des-de tiempo inmemorial se abrió paso la idea de que el conocimiento es poder. Y en un sentido más amplio, las relaciones sociales (y la escuela nada tiene de excepción) se expresan en términos de saber-poder. De ahí que el conocimiento escolar se integre en dichas re-laciones y contenga, como condición de su existencia, el control. En realidad, en los procesos de instrucción predomina el discurso regu-lador que crea y recrea las reglas del orden social (Bernstein, 1998; Merchán, 2005). En todo proceso de enseñanza y aprendizaje de la historia o cualquier otra materia se traslucen imperativos y cons-tricciones de uso del espacio, del tiempo, de la palabra, en suma, de comportamiento y aceptación de normas jerárquicas dentro de espacios y tiempos previamente asignados y pautados sin consenti-miento de los protagonistas del aprendizaje escolar. Consideración ésta que no convendría olvidar, tal como hacen los herederos del idealismo pedagógico (los que piensan que sólo con buenas ideas se cambian nuestros actos) a la hora de proponer nuevas formas de enseñar y aprender.

En fin, las disciplinas escolares comparecen como conjuntos culturales originales que pugnan por ocupar, con diversos apoyos y estrategias sociales, nichos curriculares en donde asentarse y per-petuarse como tradiciones discursivas y prácticas. Son, en efecto, construcciones sociohistóricas, esto es, tradiciones sociales inven-tadas históricamente, que forman parte esencial del conocimiento escolar y que, por sus rasgos peculiares, propenden a durar en for-ma de esquemas de pensamiento y de acción. Por estas razones, la historia o cualquier otra disciplina que se imparte en los estableci-mientos de enseñanza obedece a una lógica sui generis que se en-cuentra profundamente unida al carácter y función social que des-empeña la escuela dentro de la evolución del capitalismo en sus di-versas fases. De esta manera, las disciplinas escolares, en tanto que

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tradiciones sociales instauradas históricamente, verdaderas «tradi-ciones vivientes» (Williams, 1997), implican una selección cultural cuyo significado último sólo puede vislumbrarse examinando las claves sociales de su existencia histórica. Expresan, como ninguna otra concreción cultural, la distancia, la distinción y el control.

1.3. Sociogénesis del código disciplinarde la historia

Para tratar de descifrar la enorme complejidad que entraña la ex-ploración de la génesis y evolución de las materias de enseñanza, y principalmente de la historia, me he valido de una herramienta heurística que denomino código disciplinar. Se puede definir como el conjunto de ideas, valores, suposiciones, reglamentaciones y ru-tinas prácticas (de carácter expreso o tácito). En suma, el elenco de ideas, discursos y prácticas dominantes en la enseñanza de las asignaturas dentro del marco escolar. El código disciplinar alber-ga, pues, las especulaciones y retóricas discursivas sobre su valor educativo, los contenidos de enseñanza y los arquetipos de práctica docente, que se suceden en el tiempo y que se consideran, dentro de la cultura, valiosos y legítimos. En cierto sentido, el código discipli-nar encierra normas y convenciones socioculturales que designan la legitimidad/ilegitimidad del saber escolar.

Así pues, el código disciplinar, en tanto que tradición social inventada, integra discursos, contenidos y prácticas que interaccio-nan y se transforman impelidos por los usos sociales característicos de las instituciones escolares en sus diversas fases. Al respecto, he distinguido, siguiendo y revisando sustancialmente la obra Lere-na (1976), dos grandes momentos modélicos de desarrollo históri-co-educativo en la España contemporánea: el modo de educación tradicional-elitista y el modo de educación tecnocrático de masas. Cada una de ellas obedecería a una etapa diferente del desarrollo capitalista y poseería una determinada forma de dominación (tra-dicional versus tecnocrática) y una lógica social (elitista/de masas) de producción y distribución del conocimiento, por encima de las periodizaciones políticas al uso. En ese marco, el código disciplinar de la Historia aparece como una larga y duradera tradición social, aunque no invariable, que se adapta, con ciertos desfases, al trans-

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curso de los modos de educación, y que de ninguna manera sigue linealmente la cadencia y el pulso impuesto por los distintos acon-tecimientos políticos.

La verdad es que «el único modo de conocer cualquier cosa es recuperar su historia, que incluye la historia de su recuerdo» (Ta-falla, 2003, 203). Así ocurre también con la enseñanza de la histo-ria. Su verdad sólo es distinguible desde su propia sociogénesis. Por lo que hace a la enseñanza de la historia en España, su invención como materia escolar y el consiguiente proceso constituyente se re-montan a mediados del siglo xix, proceso que estudié con detalle (Cuesta, 1997 y 1998) y del que se hace abreviado eco el cuadro que sigue.

Cuadro 1Sociogénesis de la Historia escolar en España

sedimentación de usos de educación

histórica

Tradición clásica y judeo-cristiana (Paleohistoria del código disciplinar).

Aportación jesuítica y usos educativos del Antiguo Ré-gimen (Protohistoria del código disciplinar).

Del Mundo Antiguo al Antiguo Régimen

invención del código disciplinar

Fase constituyente: fijación de una tradición discursiva reguladora y práctica de la Historia escolar

Mediados del siglo xixÉpoca isabelina

consolidación del código disciplinar

Pervivencia de la tradición: el código disciplinar du-rante el modo de educa-ción tradicional elitista

Restauración hasta años sesenta del siglo xx

reformulación discursiva del código

disciplinar y redisciplinamiento

Cambios y continuidades de la Historia escolar en el modo de educación tec-nocrático de masas

1970 -2006

Como se aprecia, la evolución de la historia escolar puede ras-trearse cuando, en la fase de sedimentación, la historia era una dis-cipline introuvable, reducida a un conjunto de usos de educación histórica para el adiestramiento de las clases dominantes. La au-

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téntica fase constituyente, cuando se inventa como tal disciplina, se verifica entre la Ley Pidal de 1845 y la Ley Moyano de 1857, entre ambas se crean, principalmente en la segunda enseñanza, los pro-gramas, los libros de texto, los cuerpos docentes, los reglamentos, los espacios y tiempos donde se forja, desde el Estado, el ser de una tradición social dispuesta a proyectarse largamente en el tiempo. En efecto, los rasgos constitutivos del código disciplinar (arcaísmo, nacionalismo, elitismo y memorismo) acaban por fijarse en un vasta etapa de consolidación (tercera fase del cuadro), no sin variaciones, a lo largo del modo de educación tradicional-elitista. Finalmente, en pleno modo de educación tecnocrático de masas, entre 1970 y 2006, en un tiempo de sucesión de reformas educativas incesantes, se operan algunas relevantes modificaciones que sirven para refor-mular principalmente las formas retóricas de legitimación, o sea, la parte más declarativa y discursiva del viejo código. En cambio, en las aulas las rutinas permanecen junto a un proceso final y muy reciente de redisciplinamiento y vuelta a algunos de los signos de identidad antiguos (remake nacionalista, afirmación de su presencia como materia autónoma y separada, etc.). En ese giro conservador y redisciplinante, que coincide con una cierta crisis de la escolariza-ción de masas, estamos.

En el espacio escolar decimonónico se crea, pues, la identidad más duradera del código disciplinar. Allí la recreación del pasado se acomoda a las pautas cronoespaciales y las regulaciones disci-plinarias. De esta forma la escuela, convertida en lugar pedagógico de la memoria colectiva oficial, asignaturiza el pasado, y la histo-ria, una vez conquistado un confortable cobijo curricular, consagra un duradero sobrentendido científico y pedagógico. Las viejas con-notaciones placenteras (el «gran deleite», que al decir de Cicerón proporcionaba su cultivo) son reemplazadas por la repetición me-morística de un canon de conocimiento histórico, al servicio de las clases dominantes, fundado en el arbitrario cultural occidentalista y nacionalista de dos asignaturas omnipresentes: Historia Universal y de España.

Esta pedagogización y escolarización del pasado se plasma en la elaboración de un canon de conocimiento escolar erigido sobre esas dos materias de enseñanza, a modo de colosos e indestructi-bles testigos curriculares. En efecto, bajo diversa nomenclatura, agrupaciones horarias y cursos, tal pareja (especialmente visible y duradera en la enseñanza secundaria) perdura y queda fosilizada en la primera manualística escolar que, desde finales del siglo xvii, es-

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culpe el perfil disciplinar, al principio impreciso, que más tarde se consolida en el transcurso del siglo xix. Y a la postre será tal su fir-me posición que, olvidado su antiguo y precario origen, su presencia en el currículo se naturaliza como si derivara de la misma esencia de las cosas. Lejos de ser natural, el fortalecimiento de ambas ma-terias es resultado de una construcción sociohistórica, que obedece a un arbitrario cultural fabricado desde los intereses sociopolíticos del Estado burgués decimonónico. Esta doble asignaturización de Clío representa, pues, una parte de la tradición inventada del código disciplinar y significa, en lo más profundo, una elaboración ideoló-gica bifronte: el devenir histórico como continuidad y progreso, y la nación como sujeto.

A menudo, la historia escolar decimonónica se viste de apología del trono y del altar bajo el tenue manto protector de un liberalismo ecléctico y se acompaña de una nacionalización legendaria que corre paralela a la verificada por la incipiente historiografía de la época, que tiene en Modesto Lafuente a su más preclaro representante.

Señores, en uno de estos grandes movimientos y oscilaciones con que de tiempo en tiempo se ve marchar la masa de la humanidad impulsada por la mano de Dios, el Oriente y el Mediodía habían sido arrojados sobre el Occidente. Los hombres de Asia y los hombres de África se habían lanzado sobre la vanguardia de Europa, y la habían arrollado y ahogado como un torrente. Un quejido de dolor resonó desde la confluencia de los dos mares hasta la cadena de los Pirineos. Era el lamento de la España moribunda; porque las naciones sienten la muerte y se quejan como los individuos. Todos creían que la Es-paña había muerto, incluso los que se jactaban de haberla ahogado entre sus brazos vencedores. Pero la España vivía, vivía sin saberlo ella misma, porque quedó aletargada. Era el principio del siglo viii.

Comenzó a volver en sí, y el primer síntoma de su vitalidad se sintió en el fondo de unos riscos y en la concavidad de una gruta; de una gruta, el último asilo de la religión perseguida; de unos ris-cos, el postrer atrincheramiento de la independencia de los pueblos. Religión y patria era lo que los hombres extraños habían venido a arrebatar á los españoles: fe y libertad eran los dos principios vitales de España. El primer arranque de vida fue imponente y terrible. Su-cedió el portento de Covadonga, y de la profundidad de un oscuro valle de la antigua Iberia salió una voz avisando al mundo que las soberbias huestes del Profeta de la Meca, que los orgullosos domina-dores de Asia y África habían dejado de ser invencibles en un rincón de España (Lafuente, 1858, 158-159).

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La obra de Modesto Lafuente acoge y da pábulo al molde histo-riográfico nacionalista en el que se educaron sucesivas generaciones de las clases dirigentes en la segunda mitad del siglo xix y más allá de esta época. Su celebérrima Historia general de España desde los tiempos remotos (cuya aparición data de1850) permaneció en las to-das las bibliotecas de las gentes cultas. Sus estereotipos sobre el ser de los españoles («el valor, primera virtud de los españoles, la ten-dencia al asilamiento, el instinto conservador y el apego al pasado, la confianza en Dios y el amor a su religión […] hacen de España un pueblo singular que no puede ser juzgado por analogía…») se resu-men a la perfección en la magnífica y muy sintomática introducción a esa obra. Estos lugares comunes se encarnan en todos los textos de la educación histórica, como en el ya referido examen de Menén-dez Pelayo donde comparecen ya algunos de los mitos fundaciona-les y donde se expresaba de manera ejemplar el conocimiento esco-lar deseable y legítimo. Era todo ello un cóctel de religión, patria y monarquía para uso de las clases destinadas a tomar las riendas de los asuntos públicos.

Ciertamente, en los libros de texto y otras fuentes pueden en-contrarse versiones más o menos infames de retronacionalismo ét-nico-religioso, pero la tónica dominante no se alejaba demasiado de la que manifiestan los citados textos de Lafuente o Menéndez Pelayo (éste, como historiador, más tarde recaerá en un retronacionalismo católico más exagerado que el del prudente liberal Lafuente). Des-de luego, la tesis tan querida últimamente por algunos historiadores sobre la supuesta debilidad del nacionalismo español, no se puede apoyar en los discursos y contenidos explícitos de la historia escolar, plagados de una exaltación patriotera a prueba de balas durante toda la larga duración del modo de educación tradicional-elitista, y que llega a la hipérbole más caricaturesca con el franquismo y renace recientemente en un chusco revisionismo historiográfico. Tampoco parece del todo convincente acudir, como se hace en el muy intere-sante libro de Boyd (1997), a la falta de una interpretación común del pasado nacional por parte de las distintas fuerzas políticas (entre el nacionalismo integrista y el liberal progresista) para explicar la des-vertebración nacional u otras cuestiones por el estilo. La invención de la nación española y su sostenimiento como leyenda colectiva posee, en el nivel discursivo, tanto en el historiográfico como en el escolar, más de una semejanza entre autores de diversas ideologías. Y, desde luego, la fragilidad del nacionalismo español no se debe, en absoluto, a los contenidos de los libros de texto de Historia, porque

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el código disciplinar se alimenta de un reiterada apelación a un pa-sado legendario, que se expresa rotundamente desde el mismo acto del nacimiento y posterior consolidación de una historia nacional (la muy duradera pareja Historia Universal/Historia de España) dentro del abanico de asignaturas propias del Estado burgués.

En fin, una vez inventado, a mediados de siglo xix, el código disciplinar exhibe una extraordinaria capacidad de supervivencia. Sólo cuando se va imponiendo la nueva racionalidad del modo de educación tecnocrático de masas, fenómeno que en España, tras una larga transición entre modos de educación, se hace ya patente desde los años setenta del siglo xx, emergen, en el contexto de las refor-mas educativas de los últimos treinta y siete años, algunos intentos de impugnación de los usos de Clío en las aulas. Sin duda, con el fin de la dictadura de Franco, que va en paralelo a la erección del modo de educación tecnocrático de masas, se verificó una rápida transfor-mación en los contenidos de los libros de texto que se actualizaron, desfascistizaron y mercantilizaron. Lo que llamo la historia regula-da (la de los cuestionarios y programas) también sufrió un proceso claro de aggiornamiento curricular. El molde oficial de la historia, nacido de la LGE, en las orientaciones para Ciencias Sociales en la EGB y los programas de Historia y Geografía de 1975 y 1976 para la secundaria, ha tenido una larga vigencia oficial (y más aún real). Por aquel entonces, como se dirá más adelante, proliferaron los intentos de renovación pedagógica dentro de un magma de saber-poder que denomino la historia soñada. En ella más que en ninguna otra par-te sonaron con más fuerza los cantos de denuncia de la enseñanza tradicional de la historia. El arcaísmo de la historia escolar también se redujo (aunque nunca desapareciera la consustancial distancia entre historia escolar y científica). Más repercusión efectiva tuvo la confrontación de la historia escolar de siempre con la nueva edu-cación de masas. El cambio en los receptores potenciales y reales del conocimiento histórico erosionó su peculiar elitismo y ocasionó aquí (antes en otros países) una crisis de identidad de la disciplina y los primeros debates, principalmente en los años ochenta, acerca de su sentido educativo. Cosa inédita y sin precedentes, pues, una vez inventada, la historia escolar no tuvo que soportar coaliciones de intereses contrarios. Ocupó cómodamente su nicho curricular y no necesitó estrategias defensivas hasta que, en los años sesenta, cuan-do en algunos países se empieza a poner en cuestión su significado y autonomía disciplinar. No obstante, por lo que sabemos al mirar dentro de las aulas (Cuesta, 1998; Merchán, 2005), la crítica del ve-

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tusto código disciplinar ha resultado más verbal que real, de modo que la enseñanza de la historia sigue discurriendo, en la mayor par-te de los casos, entre ilusiones y rutinas. Y además hoy nos encon-tramos, tras los debates de los años ochenta y noventa (tan distintos en sus contenidos como en sus protagonistas) bajo el signo de una importante involución curricular de la historia oficial, que, a escala estatal y regionacional, busca el culto a la memoria de un pasado inerte y renacionalizado desde diversas ópticas territoriales. Redis-ciplinamiento, renacionalización y reasignaturización representan el remake que proyecta la larga sombra del código disciplinar de la historia escolar.

De lo que se infiere la necesidad muy actual de repensar y rom-per los consensos implícitos y explícitos con esa tradición heredada (la del código disciplinar) y la memoria histórica que en ella habita.

1.4. La irregular e intermitente presencia de la historia soñada de ayer y de hoy

No todo fue dejarse llevar por la tradición heredada. La larga som-bra del código disciplinar también tuvo su réplica en la génesis de unas voces que imaginaron, de manera desigual e intermitente, di-versas alternativas de educación histórica. En efecto, algunos dieron en soñar otra enseñanza de la historia ocasionando a un conjunto de iniciativas que intentaron, habitualmente desde los supuestos del idealismo pedagógico, cuestionar parcialmente el código disci-plinar de la historia, romper si quiera de forma enunciativa con los discursos justificativos de una larga tradición social. Los protago-nistas de esta contradictoria saga pertenecen por derecho propio a lo que Bernstein designa con el nombre de agentes de recontextua-lización pedagógica, es decir, los encargados de trasmutar la his-toria científica en historia escolar. El campo de agentes recontex-tualizantes o mediadores suele configurarse y funcionar dentro de una cierta diversidad y competencia, y no es homogéneo, al menos hasta que un cuerpo especializado alcanza notoriedad académica suficiente para imponer su hegemonía. En el caso español, eso sólo empieza a estar sucediendo muy recientemente cuando se atisba la formación y oficialización universitaria de una todavía escuálida pero muy piramidal estructura de saber-poder dentro del área de

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conocimiento gestionada por los expertos en didáctica de las cien-cias sociales.

Este campo de mediadores y expertos, de alquimistas a la bús-queda de la piedra filosofal y el elixir de la felicidad, crea y pone alas a una imagen «imaginaria» de lo que «debiera» ser la enseñanza de la historia. Constituyen, a base de importar, intercambiar y difun-dir ideas, una comunidad de discurso que cada vez se hace más re-conocible y repetitiva. Tal comunidad discursiva, que llamaré histo-ria soñada para diferenciarla de la realmente enseñada en las aulas, se caracteriza por una trama argumentativa mágica y performativa, merced a la cual se pretende cambiar las prácticas pedagógicas me-diante palabras y buenas ideas. La ignorancia o no consideración de las reglas de producción del conocimiento escolar, llevan a una reiterada recaída en el idealismo pedagógico, o sea, al prejuicio de sostener, implícita o explícitamente, que las ideas y los valores son los resortes principales de la acción humana en el contexto escolar. Ello supone no advertir que las ideas de los expertos influyen más sobre las ideologías profesionales con las que se justifica la propia disciplina (el valor de la historia para conocer críticamente el pre-sente y fabricar benéficos ciudadanos) que sobre la práctica real (a menudo rutinaria y banal), la cual configura, como ha investigado Merchán (2005), todo un campo de producción del curriculum. En última instancia, el idealismo escolar (las buenas y verdaderas doc-trinas nos hacen buenos o pecadores), atrincherado en la historia soñada, está adherido al viejo mensaje de salvación dentro del que nace la institución escolar. Sin duda el déficit de una teoría de la acción materialista y crítica lastra pesadamente toda la historia del voluntarismo pedagógico de ayer y de hoy.

Este recalcitrante idealismo se mezcla en dosis más o menos fuertes con el tecnicismo metodologista en virtud del cual la didác-tica se reduce al dominio (y aplicación) de un conjunto de técnicas pscipoedagógicas de transmisión de un conocimiento ya dado. Estos dos componentes estructurales de la historia soñada de ayer y hoy se acompañan finalmente de un tercero, cuando ese saber recibe una legitimación y se integra en los departamentos universitarios: el academicismo. Así pues, idealismo, tecnicismo y academicismo figuran como la santísima trinidad de ese saber que llevará al final, tras una larga marcha hacia la academia, el nombre de didáctica de las ciencias sociales.

Sin embargo, durante mucho tiempo el campo de didáctica de las ciencias sociales, y por tanto, la correspondiente historia soñada,

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fue un no lugar institucional, ocupado por iniciativas de sujetos de muy variada procedencia e identidad. Se podría decir que la didáctica careció durante mucho tiempo de fronteras, era un campo abierto. El paso de éste (open field) al bocage (campo cerrado) es muy recien-te y ha sido estudiado sistemática y excelentemente por Juan Mainer (2007). Su sociogénesis del campo nos da, a buen seguro, mucho que pensar. Tenemos ya un adelanto del mismo y una reflexión lúcida so-bre el papel de las pedagogías soñadas en un largo artículo que resume parte de dos importantes investigaciones (Mainer y Mateos, 2006).

La primera tradición discursiva impugnadora de la enseñanza tradicional de la historia se remonta a la edad de plata (de oro en la pedagogía) de la cultura española, entre finales del siglo xix y la gue-rra civil, que coincide en parte con la transición larga entre el modo de educación tradicional-elitista y el modo de educación tecnocrá-tico de masas. En efecto, algunos coetáneos, lúcidos observadores de la enseñanza de la historia realmente existente, proclamaron la necesidad de renovar los contenidos y métodos de la educación en todos los niveles del sistema educativo. La filiación intelectual e institucional de esta primera tradición renovadora es variada y po-limorfa: catedráticos de universidad, catedráticos de instituto, nor-malistas, maestros, inspectores… El contexto envolvente configura una proteica mixtura de regeneracionismo y krausopositivismo de fin de siglo, Institución Libre de Enseñanza, recepción de la Escuela Nueva, paidología, psicología científica, etc.

Dentro de la eclosión de esta historia soñada, entre fin de siglo xix y la guerra civil, valoro la aportación de R. Altamira como el máximo exponente de esta prolífica y un tanto anárquica compa-recencia de discursos didácticos sobre la historia. Fue él, en efecto, quien postula desde muy pronto (su libro sobre La enseñanza de la historia data de 1895 –hay reedición de 1998– y es obra que todavía no tiene parangón con otras escritas en castellano), una «metodolo-gía racional» de la historia aplicable en todos los escalones de la en-señanza. Altamira condensa en su obra el abanico de argumentos, después reiterados hasta la saciedad entre los didactas, en defensa del valor educativo de la historia: como forma elevada de conoci-miento por su potencial crítico y por su valor en el desarrollo cog-nitivo, como patrimonio cultural de la nación, como instrumento para educación para la paz y como plasmación del método racional y activo de uso de las fuentes.

Ese universo empapado de renovación historiográfica y dedi-cación a la reflexión pedagógica, hija de la ILE, sólo fue desarro-

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llado desde la universidad con intensidad pareja por su discípulo, José Deleito y Piñuela, quien defiende, en 1918, el uso del «méto-do intuitivo», en sus clases de la Universidad de Valencia (Deleito, 1918). El activismo pedagógico, basado en la intuición, la actividad y la experiencia del sujeto de aprendizaje, fue impulsado también por la recepción y difusión en España del movimiento de la Escuela Nueva (su principal plataforma será la Revista de Pedagogía), que va a encontrar sus nichos principalmente fuera de la universidad y de los centros de bachillerato (excepto en el Instituto-Escuela creado en 1918 y poco más), donde tenía preeminencia lo que he llamado una historia sin pedagogía.

Pero la pedagogización del conocimiento histórico (los discur-sos de historia con pedagogía) se asentó y alcanzó abundante volu-men y amplio eco sobre todo en las prácticas intelectuales de algu-nos maestros, inspectores y profesores de Escuelas Normales, muy próximos a las corrientes de la Escuela Nueva y, más o menos com-prometidos con las ideas e iniciativas de la ILE (aunque sin duda también existió «otra» pedagogía, que en parte era la misma, en los textos de Manjón, Ruiz Amado, E. Herrera Oria y otros clérigos, apologistas de la causa de Dios).

La atmósfera innovadora dio voz a algunos maestros, espe-cialmente de las nuevas escuela graduadas, como F. Martí Alpera (1933), quien urde unos programas escolares, siguiendo los pasos de R. Cousinet, una historia basada en el estudio de cosas y no en el de hechos heroicos. Los congresos internacionales no dejarán, tras el desastre de 1914 y desde los años veinte, de reflexionar sobre una historia pacifista e internacionalista, de cuyo contenido se harán eco Altamira y otros renovadores de la educación histórica.

Esta primera fase de invención de una tradición discursi-va de la historia soñada culmina y termina abruptamente en los años treinta. En la primera mitad de esa década se editaron varias obras para la enseñanza de la historia en las escuelas. Entre las más citadas ayer y valoradas hoy se cuentan las de Daniel Gon-zález Linacero, profesor de Historia de la Escuela Normal de Pa-lencia, quien en todas ellas hizo defensa apasionada de la función educativa de la historia como forjadora de valores cívicos y cuya reflexión metodológica supera en parte los tópicos del idealismo y el tecnicismo didácticos. Muchos de estos impulsos renovadores se pusieron a prueba efímeramente durante la II República y la guerra civil. En parte, las ideas de Linacero (1934) se vieron in-corporadas a la legislación que disponía, en 1937, la integración

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de la historia dentro de un grupo de conocimientos denominados «valores humanos».

D. González Linacero fue fusilado en Arévalo, como reza el acta de defunción, a «consecuencia del Movimiento Nacional exis-tente», y en el asalto a su casa desapareció el manuscrito inédito de un libro sobre enseñanza de la historia (García Colmenares, 1986, 24). Otros agentes de recontextualización, algo menos infortuna-dos, tomaron el rumbo del exilio o sufrieron depuración; alguno so-brevivió en las cavernas pedagógicas del franquismo suministrando munición de recambio. Pese a todo, cabría no mitificar este impulso renovador, que por no haber tenido tiempo de haber afectado efi-cazmente a la práctica real de la enseñanza murió con la palma del martirio. Es hoy el momento, siguiendo siempre valiosa recomen-dación machadiana, de pararse a distinguir la voces de los ecos.

En realidad, los ecos de esta tradición, como demuestran en sus tesis doctorales Mainer (2007) y Mateos (2007), no desaparecieron del todo en las trincheras pedagógicas del primer franquismo, un auténtico erial a pastos donde subsistían rastrojos prefranquistas y nacionalcatólicos, pero sí quedaron casi totalmente desplazados de la vida profesional de los docentes. Habrá que esperar a finales de los años sesenta y sobre todo a la eclosión de novedades de todo tipo de los setenta para que emerja ya un segundo movimiento de ideas y otra generación de expertos y agentes de recontextualiza-ción a favor del cambio de la enseñanza de la historia. Nace así en los setenta y se desarrolla en los ochenta una nueva historia soñada, que a menudo ignora sus precedentes del primer tercio del siglo xx. En verdad, muchos temas y problemas de la nueva historia soñada representan una mera reedición de un repetitivo pensamiento ante-rior. Su reincidencia idealista y tecnicista resulta clamorosa.

En esta suerte de renacimiento de discursos renovadores hay que subrayar, a diferencia de los ocurrido en el primer tercio del siglo xx, un origen a menudo muy desvinculado de la tramas de poder universitario, de la inspección o de las normales. En una pri-mera fase espontaneísta (1970-1983), destaca la afloración desde abajo de colectivos de profesores, que encuentran en la renovación pedagógica una forma más de lucha antifranquista y por una de-mocracia más o menos radical. Los paradigmas dominantes en esta fase de la nueva historia soñada fueron los grupos Rosa Sensat en primaria y Germanía en secundaria, que dentro de una rudimenta-ria e ingenua asimilación de teorías historiográficas (el marxismo, sobre todo en versión vilariana) y psicopedagógicas (desde la peda-

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gogía por objetivos hasta las «aplicaciones» de Piaget, pasando por la pedagogía del entorno), matizadas con un loable afán político de pugna por la democracia, fueron referentes ejemplares de toda una época.

Poco a poco, sin embargo, se observa una deriva de los discur-sos renovadores hacia el tecnicismo, no en vano se iba imponiendo la racionalidad del modo de educación tecnocrático de masas. Y así la Historia soñada (y una buena parte de sus más conspicuos repre-sentantes de la época anterior), en una segunda fase (1983-1995), se oficializa y cae en los brazos de un aparato tecnoburocrático al servicio de la reforma educativa emprendida de forma experimental en los años ochenta por los gobiernos socialistas de entonces.

Los representantes de la historia soñada impugnaron reitera-damente, tanto en la fase espontaneísta como en la más oficializada e institucionalizada, la enseñanza tradicional, propia del viejo códi-go disciplinar inventado en el siglo xix. Ello contribuyó, sin duda, a una crisis de legitimación de la historia escolar, pero la razón crítica de la historia soñada se erigió sobre fundamentos poco consisten-tes. Se ignoró la propia dimensión sociohistórica del conocimien-to escolar y, en cambio, se reclamó, como antaño hiciera Altamira, el valor en sí mismo de la historia como forma de conocimiento y a ello se sumó un cúmulo de elucubraciones sobre el aprendizaje constructivista, que devino en sucedáneo de las viejas apelaciones al aprendizaje activo. Un nuevo/viejo régimen de verdad se instala y conquista las estancias de unas flamantes plataformas de saber-poder.

En paralelo a todo ello, Administración educativa, departa-mentos universitarios, instituciones de formación de docentes pug-naban por regenerar el viejo e incansable idealismo pedagógico con las nuevas galas de la ciencia y la técnica. Se van imponiendo los nuevos tipos de legitimación (y dominación) de marchamo tecno-crático. En este trayecto, ya desde la década de los ochenta, la nueva historia soñada encuentra cobijo como área de conocimiento uni-versitario bajo el rubro de didáctica de las ciencias sociales. El cam-po empieza a levantar una cerca de saber-poder al tiempo que se asiste al «disciplinazo» curricular desde arriba y al retroceso de las políticas de reforma e innovación educativas. El sonsonete de la ca-lidad se hace imperativo insoslayable en la última década y simultá-neamente el emergente campo de la didáctica de la ciencias sociales confirma parte de sus aspiraciones normalizadoras e institucionales (creación de cátedras, control del acceso y funcionarización, tesis

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dentro de patrones convencionales homologados, presión para do-minar la formación del profesorado, asociacionismo, revistas, etc.) y discursivas (por ejemplo, teorías de la transposición didáctica como dogma consensuado por la comunidad). En una palabra, el mismo idealismo pedagógico de siempre, más tecnicismo metodologista que nunca y un nuevo e invasivo academicismo, que quedan muy, muy lejos de los resortes emancipatorios que movieron la historia soñada en los años setenta. Los nuevos alquimistas de hoy emulan a los de ayer pero se separan más del mundo educativo del que hablan (y del que viven), rodeándose de una barrera de distinción acadé-mica y erigiéndose en los guardianes de la tradición de la historia y ciencias sociales como formas de conocimiento. Ahí se asienta y proyecta paradójicamente la larga sombra del código disciplinar. Encuentra así una nueva fortaleza inexpugnable donde instalarse y sobrevivir como de incógnito.

En fin, la didáctica crítica nada tiene que ver con esa deriva academicista del campo, que, en cambio, posee ciertas concomitan-cias, pese a mantener discursos formalmente «progresistas», con el giro neoconservador y tecnocrático que manda en el mundo educa-tivo de los países centrales del capitalismo actual.

Frente a estas ideas, y sin ignorar que mi quehacer se inscribe en los juegos de saber-poder que critico (no en vano la crítica es autocrítica, y en consecuencia también he de reconocer copartici-pación de la práctica de la alquimia en mi itinerario de Cronos a Fe-dicaria), desde mi trabajo docente, y dentro del Proyecto Nebraska de Fedicaria, abogo por una didáctica de las ciencias sociales atenta a un crítica radical de las disciplinas escolares y orientada hacia el estudio de los problemas sociales relevantes de nuestro mundo.

1.5. Didáctica crítica: frente al conocimiento escolar y más allá de la tradición idealista,

tecnicista y academicista

La sociogénesis de la historia escolar proporciona una visión pa-norámica que nos permite ver los árboles y también el bosque. La racionalidad del código disciplinar debe ser bien comprendida y hábilmente desactivada: así la crítica de la didáctica es requisito de la didáctica crítica. Concibo a esta última no como un campo

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académico donde los expertos tratan de regular la práctica docente de los demás, ni como una acción individual desregulada, ni como un movimiento de renovación pedagógica al uso; por el contrario, entiendo y defiendo la didáctica crítica como una actividad teórico-práctica de carácter colectivo que se efectúa en la intersección de los campo de fuerza que resultan de las políticas de la cultura. O sea, sitúo la didáctica crítica en el gramsciano terreno de la hege-monía y dentro de la actividad propia de los intelectuales específi-cos que actúan en el campo docente. El elenco de iniciativas, inves-tigaciones, enseñanzas, experiencias pedagógicas, etc. se integran en la construcción desde el espacio escolar (pero no sólo) de una cultura civil y pública común en las antípodas de la actualmente existente. El horizonte de otro conocimiento y otra cultura (y otra distribución) es consustancial a la didáctica crítica. Por eso la im-pugnación del saber disciplinar y del discurso pedagógico (reglado en la academia o el que habita en el idealismo pedagógico más es-pontaneísta) adquiere la categoría de precondición. Para ir más allá del más acá y trascender y superar la tradición de historia soñada que nos precede.

La didáctica crítica en tanto que construcción teórico-prácti-ca en la acción social colectiva y en la medida que se enmarca en una perspectiva dialéctica negativa, carece de happy end. Sitúa, no obstante, como horizonte desiderativo, como sugería C. W. Mills (1993), «los grandes problemas humanos y las grandes cuestiones de nuestro tiempo» en el centro de toda reflexión social y de toda práctica pedagógica. En este marco, la educación histórica ocupa un lugar importante, pero no bajo la forma academicista, idealista y tecnicista, sino como instrumento que nos capacite para pensar, desear y actuar de otra manera.

Algunos en Fedicaria nos dotamos, además, de cinco grandes enunciados orientadores de la crítica: 1º) Problematizar el presente, 2º) pensar históricamente, 3º) educar el deseo, 4º) aprender dialo-gando, y 5º) impugnar los códigos pedagógicos y profesionales. Se notará, de inmediato, que tales postulados no poseen la misma na-turaleza y latitud. Los dos primeros aluden a la misma entraña his-tórica de todo conocimiento crítico, mientras que el resto invitan a desear de otra manera movilizando esas necesidades insatisfechas de los seres humanos; a aprender el estilo de pensamiento crítico mediante la duda, la interpelación y la producción dialogada del conocimiento; y, finalmente, a poner en cuestión los usos cronoes-paciales, los hábitos profesionales y los ritos institucionales que co-

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difican y convierten en rutinas indeseables la vida cotidiana de los agentes educativos.

Este género de educación histórica ha de afectar a los impul-sos y necesidades más hondos de los individuos, requiere una nue-va educación del deseo, una renovada forma de acceder al conoci-miento a través del diálogo y unas nuevas maneras de interpretar y ejercitar la profesión docente. Aprender de los problemas sociales nos sitúa ante un concepto de saber diferente, que deja de ser un conjunto de certezas preestablecidas para confirmar lo existente y refrendarlo a través de la prueba examinatoria.

Hoy subsiste y subyace en el currículo, como prolongación de la larga sombra del código disciplinar, la idea del pasado como legado cultural y nacional disponible, como depósito donde se encadenan sucesos responsables de nuestro presente. De esta forma la escuela sería la redoma donde se escancia, metamorfosea y desemboca, a través de los correspondientes agentes recontextualizantes (Estado, historiadores, etc.) una memoria aproblemática compuesta por re-tazos burocráticos, políticos, historiográficos y sociales. Esta alqui-mia a la que se somete al pasado petrifica en la institución escolar una memoria complaciente, paralizante, oficial y acrítica. Frente a ella es posible abrir brechas para hacer aflorar una contramemo-ria crítica y una forma distinta de recordar. ¿Qué es digno de ser recordado? ¿Cómo construir la memoria del pasado en la escuela de aquí y de ahora? Estas incitantes preguntas nos invitan a practi-car y emprender una suerte de nuevos deberes de la memoria. Los deberes de la memoria es el nombre del programa didáctico bajo el que se dan cita cuatro años de mi propia experiencia docente ¿Qué entendemos por tales «deberes»? A eso intentaré dar contestación en los siguientes capítulos.

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