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1 LOS DARCY: UN AMOR A PRUEBA Por Teresa O´Hagan En Los Darcy: un amor a prueba, la tercer novela que continúa la saga de Elizabeth Darcy en Pemberley y Los herederos del Sr. Darcy, la clásica historia de amor vuelve a sorprendernos con una trama inesperada, más atrevida y compleja. Mientras en casa de los Darcy los herederos crecen y la vida cotidiana va complicándose, nuevos personajes aparecen para desafiar la aparente paz del matrimonio. Pero no solo los Darcy se enfrentarán a estos conflictos, momentos de peligro, celos y desencuentros que envuelven esta nueva historia, donde los personajes llegarán a extremos insospechados en una lucha por mantener su amor o quizá abandonar cualquier esperanza. Se dice que en la guerra y en el amor todo se vale, pero ¿podrán nuestros queridos personajes sobrevivir a esta guerra de tentaciones enmascaradas? Número de Registro: 03-2012-120413182500-01 Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción o transmisión total o parcial del contenido de la presente obra en cualesquiera formas, sean electrónicas o mecánicas, sin el consentimiento previo y por escrito del autor. México 2012. Agradezco la extraordinaria colaboración de una de mis lectoras, Nicole Letelier, desde la Universidad de Chile. SINOPSIS En esta novela, que continúa la saga de las obras anteriores, Elizabeth Darcy en Pemberley y Los herederos del Sr. Darcy, se muestra el matrimonio más maduro y estable de los Darcy, esperando la llegada de su tercer heredero: Stephany Darcy. Pero aunque han superado todos los obstáculos, logrando adaptarse y empatar la vida marital con la crianza de los hijos, nuevas pruebas ponen en entredicho la confianza y la tenacidad de los personajes. Una vez más, este libro no es únicamente la continuación de la saga, sino que puede leerse de manera independiente, ya que cuenta con una trama muy diferente a la de los textos anteriores, haciendo hincapié en la complejidad de las relaciones establecidas y presentando nuevos personajes. Uno de los temas más importantes que complejiza la narración es la vida íntima, tanto de Lizzie y Darcy como de Georgiana y Donohue, pero además de constituir un retrato del tema en una época tan distante para los lectores actuales, su importancia radica en los valores que intenta transmitir. Después de que el parto de Lizzie se complica y el Dr. Donohue tiene que realizar una cesárea, se entiende que un futuro embarazo pondría en peligro su vida y la del bebé, por lo que Darcy comprende la importancia de mantener abstinencia. Con un suceso que en un principio podría parecer poco importante, se desata toda una serie de complicaciones en el matrimonio y en la propia personalidad de los personajes, que serán llevados hasta límites inexplorados cuando, con el paso del tiempo, van limitando todo contacto posible. De esta manera el tema de la sexualidad se analiza desde todos los ángulos posibles, el humano, el médico, el religioso y el familiar, por lo que su importancia y sus implicaciones en todos los niveles dan un gran valor a la obra.

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LOS DARCY: UN AMOR A PRUEBA

Por Teresa O´Hagan

En Los Darcy: un amor a prueba, la tercer novela que continúa la saga de Elizabeth Darcy en Pemberley y

Los herederos del Sr. Darcy, la clásica historia de amor vuelve a sorprendernos con una trama inesperada,

más atrevida y compleja. Mientras en casa de los Darcy los herederos crecen y la vida cotidiana va

complicándose, nuevos personajes aparecen para desafiar la aparente paz del matrimonio.

Pero no solo los Darcy se enfrentarán a estos conflictos, momentos de peligro, celos y desencuentros que

envuelven esta nueva historia, donde los personajes llegarán a extremos insospechados en una lucha por

mantener su amor o quizá abandonar cualquier esperanza. Se dice que en la guerra y en el amor todo se vale,

pero ¿podrán nuestros queridos personajes sobrevivir a esta guerra de tentaciones enmascaradas?

Número de Registro: 03-2012-120413182500-01

Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción o transmisión total o parcial del contenido de la presente obra en cualesquiera formas, sean electrónicas o mecánicas, sin el consentimiento previo y por escrito del autor. México 2012.

Agradezco la extraordinaria colaboración de una de mis lectoras, Nicole Letelier, desde la Universidad de

Chile.

SINOPSIS

En esta novela, que continúa la saga de las obras anteriores, Elizabeth Darcy en Pemberley y Los herederos

del Sr. Darcy, se muestra el matrimonio más maduro y estable de los Darcy, esperando la llegada de su

tercer heredero: Stephany Darcy. Pero aunque han superado todos los obstáculos, logrando adaptarse y

empatar la vida marital con la crianza de los hijos, nuevas pruebas ponen en entredicho la confianza y la

tenacidad de los personajes.

Una vez más, este libro no es únicamente la continuación de la saga, sino que puede leerse de manera

independiente, ya que cuenta con una trama muy diferente a la de los textos anteriores, haciendo hincapié en

la complejidad de las relaciones establecidas y presentando nuevos personajes.

Uno de los temas más importantes que complejiza la narración es la vida íntima, tanto de Lizzie y Darcy

como de Georgiana y Donohue, pero además de constituir un retrato del tema en una época tan distante para

los lectores actuales, su importancia radica en los valores que intenta transmitir. Después de que el parto de

Lizzie se complica y el Dr. Donohue tiene que realizar una cesárea, se entiende que un futuro embarazo

pondría en peligro su vida y la del bebé, por lo que Darcy comprende la importancia de mantener

abstinencia. Con un suceso que en un principio podría parecer poco importante, se desata toda una serie de

complicaciones en el matrimonio y en la propia personalidad de los personajes, que serán llevados hasta

límites inexplorados cuando, con el paso del tiempo, van limitando todo contacto posible. De esta manera el

tema de la sexualidad se analiza desde todos los ángulos posibles, el humano, el médico, el religioso y el

familiar, por lo que su importancia y sus implicaciones en todos los niveles dan un gran valor a la obra.

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Por otro lado, la aparición de nuevos personajes antagónicos como Sir Bruce, primo de la familia Darcy y

hermano del coronel Fitzwilliam, y el desarrollo de otros ya existentes como la Sra. Willis, que queda viuda

y en completa libertad para sabotear la frágil estabilidad del matrimonio Darcy, o el Sr. Posset, antiguo

prometido de Mary que revela sus verdaderas intenciones, van permeando en la historia de tal manera que

los personajes principales sufren grandes transformaciones y se ven obligados a explorar sus propios límites,

personalidades y prioridades.

Además, la muerte de Anne, hija de Lady Catherine y esposa del coronel Fitzwilliam constituye una pérdida

más entre todas las que ha sufrido la familia y complica la relación entre Darcy y su primo, trayendo

recuerdos del pasado y poniendo a prueba su lealtad.

Finalmente, el cierre de la novela es uno de los mayores momentos de tensión y complejidad narrativa, lo

que transmite muy bien el tono y el argumento de la obra en un baile de disfraces que queda inconcluso y da

pie a un próximo libro. Es este intento por desenmascarar a los personajes, este juego lúdico del disfraz

donde se muestra una cara y se supone un lado oculto, el que puede resumir esta nueva novela, donde los

personajes tendrán que descubrirse unos a otros e incluso a sí mismos en una trama llena de desafíos y

engaños, encuentros y desencuentros, muy semejante a la vida misma.

CAPÍTULO I

Londres, 1805.

–¿Cómo se encuentra hoy la Sra. Darcy? –inquirió su marido al entrar a su habitación, después de haber ido

a cabalgar a Richmond al amanecer.

Lizzie se puso de pie para recibirlo y él se acercó para tomarla de las manos.

–Mejor, gracias.

–Sigues estando muy fría –notó besando sus manos–. ¿Quieres tu chal?

Lizzie asintió mientras él la abrigaba.

–Espero que hoy pueda estar durante toda la fiesta –comentó ella.

–Es mejor que no te agites demasiado. Debimos haber hecho la fiesta otro día.

–Darcy, es su primer cumpleaños y no quiero que esta fecha pase desapercibida por nadie. Además, tendré

ayuda de sobra para que todo salga bien.

Lizzie tenía cuatro meses de embarazo y continuaba con las molestias propias de su estado, había

permanecido en reposo durante el último mes y aún no había recuperado el peso que perdió desde el inicio

de la gestación, a pesar de que su vientre había crecido ligeramente. Sus gemelos, Christopher y Matthew,

quienes se acercaron gateando hacia su padre, eran los festejados de ese día y Lizzie había preparado, con

ayuda de Georgiana y de Jane –madrinas de los niños–, todo lo necesario para un hermoso festejo en

compañía de la familia.

Darcy recibió a Matthew en sus brazos y lo levantó entre carcajadas del pequeño mientras Lizzie cargaba a

Christopher, quien se había quedado a la mitad del camino debido al ataque de tos que persistía.

Era una mañana agradable, el día anterior el Dr. Donohue había autorizado a la Sra. Darcy asistir a la fiesta,

también revisó a su ahijado para verificar que, pese a la tos, su estado de salud era bueno.

Enseguida, Darcy se acercó a su esposa para tomar a Christopher en sus brazos y llevarse a sus hijos al piso

inferior, donde la Sra. Reynolds y su hija, la Srita. Madison, recibieron a los niños para darles su desayuno

mientras los Sres. Darcy atendían a sus invitadas, las Bennet, quienes habían llegado a la capital la noche

anterior y se presentaron unos minutos después en el salón principal.

–No puedo creer que haya pasado un año desde que Lizzie por fin dio a luz a sus hijos –comentó la Sra.

Bennet mientras descendía por las escaleras con tanto entusiasmo que se escuchaba hasta el salón principal–.

En menos de seis meses nacerá su tercer bebé. ¡Y, por si fuera poco, en octubre tendremos una hermosa

boda! ¡La Sra. Mary Posset!

–Ya lo sabemos mamá, ya tendrás pronto a tu octavo nieto y tal vez el próximo año tengas al noveno –

contestó Kitty cansada de escuchar la misma conversación de su madre.

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–Tengo demasiados nietos varones y solo una niña, ojalá este sea mujer. ¿Quién iba a decir que yo pudiera

desear una nieta después de todas las hijas que tuve? –reflexionó riendo–. Me alegro de que mis hijas

casadas, incluyendo a Lydia, no tendrán de qué preocuparse como yo de ser despojadas de su herencia por

falta de legatarios.

–No creo que Wickham tenga mucho para heredarle a tu querida Lydia, solo deudas y problemas –se burló

Kitty–. Y Mary tendrá que apurarse en tener a su primer hijo en cuanto se case.

Mary se ruborizó y deseó que se olvidaran del tema de su boda, sobre todo en presencia de su prometido,

que sería presentado a la familia durante la fiesta de sus sobrinos.

Los Sres. Darcy se pusieron de pie para recibirlas. La Sra. Bennet se adelantó a sus hijas para saludar a

Lizzie con un abrazo.

–Hoy te ves menos pálida que ayer, pero ¿estás segura de que podrás estar en la fiesta de los niños?

–El Dr. Donohue ya me lo autorizó mamá. Además, así he estado en los dos embarazos anteriores.

–¿Y el Dr. Donohue sigue tan guapo como antes? –inquirió Kitty, granjeándose la mirada de censura de su

hermana.

–Recuerdo que en el embarazo de Frederic te habías sentido todavía más decaída que en estos últimos –

recalcó Darcy.

–¿Frederic?, ¿así nombraste a tu pequeño, como tu padre? –preguntó la Sra. Bennet, recordando al primer

bebé que los Darcy lograron concebir después de una larga espera de más de cuatro años y que habían

perdido a los seis meses de gestación.

–Sí, Frederic, el pequeño que me acompaña y cuida de mi familia –indicó Lizzie sonriendo.

Darcy resonó en su memoria los terribles momentos de angustia que vivieron cuando su esposa estuvo en

peligro de muerte, tras haber perdido a su primogénito, y los difíciles días que le siguieron hasta recuperar

nuevamente la paz, con el profundo sentido de resignación que pudieron lograr como resultado del gran

amor que ambos se propalaban. Ahora le daba una enorme serenidad observar el sosiego de su mujer, a

pesar de todas las dificultades que vivieron.

El Sr. Churchill anunció que el desayuno ya estaba servido y Lizzie invitó a todos a pasar al comedor.

–Lady Lucas te manda muchos saludos y sus parabienes Lizzie –comentó la Sra. Bennet–. Me dijo que la

Sra. Collins se encuentra todavía en Londres y que no han conseguido todavía una nueva abadía.

–¿Qué habrá sucedido con la actual dueña de Rosings para que los haya corrido de su parroquia desde la

muerte de Lady Catherine? –preguntó Kitty con indiscreción.

–Yo creo que la Sra. Anne se cansó de las falsas loas que el Sr. Collins siempre le propinaba –contestó

Lizzie riendo–. Aunque debo actualizar tu información mamá: los Sres. Collins ya tienen un nuevo destino.

–No puede ser. Lady Lucas me lo dijo ayer, cuando la encontramos en Meryton al salir rumbo a esta casa –

aseveró la Sra. Bennet.

Lizzie guardó silencio, mostrando indiferencia al comentario de su madre.

–¿Pero no me lo vas a decir?, ¿cuál será su nuevo destino?

–Tal vez será mejor que esperes a que te lo comente Lady Lucas. A ver qué gana: tu impaciencia o tu

incredulidad –respondió con una sonrisa retadora.

Kitty se echó a reír mientras Mary las observaba circunspecta.

–¡Lizzie! –exclamó la Sra. Bennet–. Disculpe Sr. Darcy –indicó al sentir la implacable mirada de su

anfitrión–, pero usted estará de acuerdo conmigo en que mi hija quiere ocasionarme un ataque de nervios

que ya a mi edad es muy difícil controlar.

–¡Según recuerdo siempre ha sido difícil! –testificó Kitty.

–Ahora que lo dices, hace poco leí que es difícil modificar el temperamento de las personas, ya que es una

parte de la herencia que nos proporcionan nuestros padres –dilucidó Mary.

–¿Entonces Lizzie está predestinada a acabar como mi madre dentro de algunos años? ¡Cuidado Sr. Darcy!

–Muchos piensan que la persona es inmutable, pero de ninguna manera es así. Porque el carácter de una

persona es lo que nos distingue de todos los demás y está fuertemente influenciado por todo el aprendizaje

que adquirimos en la vida, por el dominio de la voluntad, promoviendo hábitos y virtudes, y por el ejercicio

de la libertad, condicionada por la responsabilidad, el deber y el respeto a las normas sociales y morales,

dando origen a comportamientos y decisiones únicos en cada individuo.

–Entonces mi madre no tiene remedio.

–¡Kitty! –exclamó la Sra. Bennet ansiosa–. ¡Deja ya de decir tonterías que la Sra. Darcy no ha podido

terminar lo que ha querido decir! Prosiga, por favor.

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Lizzie rió y continuó:

–La familia Collins fue consignada hace pocos días a la abadía de Kimpton, gracias a la aquiescencia del Sr.

Darcy –esclareció con un orgullo que inflamó a su marido.

–¿Estará establecida tan cerca de Pemberley?

–¿Quién lo iba a decir? El Sr. Collins que había escrito a mi padre, en apoyo a Lady Catherine, para que

impidiera el compromiso de mi hermana con el Sr. Darcy, ahora recibirá sus beneficios. Y sin olvidar que tú

fuiste la primera elegida del Sr. Collins –se burló Kitty.

–Charlotte es mi amiga, a pesar de su marido. Y te pido Kitty, que te abstengas de hacer ese tipo de

comentarios durante la fiesta, ya que los Collins estarán invitados.

–Debo aclarar que la primera elegida del Sr. Collins fue Jane, aunque en su momento yo le indiqué que mi

hija mayor estaba próxima a contraer compromiso con el Sr. Bingley –resonó la Sra. Bennet.

–¿Jane? ¡Ya apareció su admirador secreto! Lizzie, y el tuyo ¿lo has visto últimamente? –aludió Kitty

burlándose, haciendo referencia al Sr. Philip Windsor, quien estaba enamorado de Lizzie desde que la

conoció–. ¿Y has sabido algo del caballero que recibió tu segundo rechazo?

La señora de la casa guardó silencio, pero reprobó por completo ese comentario con su mirada, sabiendo que

a su marido no era grato tocar el tema.

–¿Y también estarán invitados los Sres. Fitzwilliam? –indagó la Sra. Bennet.

–No, la Sra. Anne ha estado enferma y le han pedido reposo –señaló Lizzie.

–¿Acaso estará embarazada?

–No, por lo menos hasta la última carta que recibió mi marido del coronel, hace unos días. Además, llevan

muy poco tiempo de casados.

–Lo mismo que tú llevas de embarazo, ¿acaso fue en Kent donde se logró la concepción? –investigó Kitty en

medio de estruendosas carcajadas–. ¡Tus gemelos fueron en Lyme, en tu viaje de pasión, y ahora en Kent!

¿Qué pensaría Lady Catherine de esto si aún viviera? Y… ¿en dónde habrá sido el lugar de Frederic?

Lizzie se ruborizó pensando que ni ella misma sabía la respuesta.

–He sabido que el libro del Sr. Bennet se ha vendido exitosamente en Londres –intervino Darcy cambiando

de tema, irritado por la temeridad de su cuñada–. ¿Lo mismo ha sucedido en Hertfordshire, Sra. Bennet?

–Todavía recuerdo, Lizzie, la forma en que el Sr. Darcy te besaba cuando los sorprendimos en Londres. ¿Así

te besa siempre? –suspiró Kitty.

–¡Oh, sí Sr. Darcy! –aseveró la Sra. Bennet–. Le agradecemos una vez más que pudiera apoyarnos con la

publicación de la investigación que por tantos años realizó mi marido. Precisamente en estos días

aprovecharé para ir a la editorial e informarme de los avances de las ventas.

–¡Y de recoger el dinero de las regalías! No olvides que prometiste darnos una parte de ese ingreso a tus

hijas solteras. Cuando se case Mary, ¿me darás la parte que le corresponde?

–¡Yo me encargaré de que no lo recibas y si el dinero que te envío no es suficiente para que guardes silencio

en esta casa, tendrás que prescindir de él por un tiempo! –aseguró Lizzie, enfadada por la actitud de su

hermana, seguida de un absoluto sigilo.

Los presentes la observaron sorprendidos porque no era común que diera ese tipo de respuestas, aunque le

dieron la razón. El desayuno concluyó después de ese incómodo mutismo.

La Sra. Bennet le avisó a Lizzie que saldrían a la ciudad para comprar unos accesorios que necesitaban antes

de que diera inicio la fiesta y, cuando estuvieron listas, se retiraron en su carruaje. Darcy escoltó a Lizzie a

su habitación para que descansara, mientras los niños eran vigilados por la Srita. Madison en el salón de

juegos y posteriormente los acostó para que tomaran su siesta antes del evento.

Darcy abrió la puerta de su alcoba y cedió el paso a su mujer.

–Me alegro de que tu apetito haya mejorado.

–Yo me alegro de que mi estómago retenga los alimentos por más tiempo –contestó Lizzie seriamente.

Darcy asintió, se acercó a ella y continuó, mientras acariciaba su rostro:

–Aunque no pareces muy contenta. Seguramente Kitty, con semejante amenaza, dejará de hacer esos

molestos comentarios.

–¿Solo molestos comentarios? ¡Me disgusta de sobremanera que hable de nuestra vida sexual de esa forma!

¡Y de todas las formas!

Darcy rió.

–¿Te burlas de mí? –inquirió Lizzie enfadada.

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–No, sabes que no me atrevería –dijo abrazándola de la cintura–. Pero con tu sensibilidad solo demuestras lo

importante que es ese tema para ti y, sobre todo, que yo he hecho bien las cosas.

–Sabes que te amo y que te necesito –indicó, mientras sus manos ascendían por el torso de su marido–. Solo

a tu lado puedo ser feliz.

Lizzie acercó sus labios a los de su esposo mientras él la abrazaba y la besaba amorosamente por varios

minutos, hasta que Lizzie soltó un suspiro y luego una risita al sentir un leve movimiento en su vientre, en

tanto Darcy sonreía.

–¿Cómo quieres que se llame este nuevo miembro de la familia? –preguntó él.

–Sr. Darcy, ¿ha venido a acompañarme, a seducirme o a discutir el nombre de su hijo?

–Lo que usted quiera, Sra. Darcy.

Lizzie lo besó.

Cuando el primer carruaje se aproximaba a la casa, los Sres. Darcy, quienes platicaban en su balcón, se

introdujeron nuevamente a su habitación para encaminarse al salón principal. Los Sres. Donohue fueron

anunciados y recibidos por los anfitriones. Georgiana se acercó y abrazó a su hermana, trayendo en brazos a

su pequeña Rose ataviada con un hermoso vestido de muselina que su madrina le regaló. Lizzie besó a su

ahijada en la frente mientras Darcy saludaba cortésmente al Dr. Donohue.

–¿Dónde están los festejados? –indagó Georgiana.

–En un momento bajan, se acaban de despertar de su siesta –comentó Darcy.

–Y la Sra. Darcy, ¿cómo está?

–Preciosa, como siempre, y feliz.

–Feliz al sentirme profundamente amada –afirmó Lizzie con una sonrisa radiante.

Darcy sonrió.

–Me llena de satisfacción verlos igual de enamorados que hace más de siete años –aseguró Georgiana

tomando la mano de Lizzie con afecto.

–Y yo estoy complacido de verla igualmente fausta, Sra. Donohue –declaró Darcy, observando a su

hermana y a su marido, quien la miraba con profundo cariño.

Georgiana sonrió.

El Sr. Churchill tocó a la puerta y anunció la llegada de las Bennet y de los Sres. Gardiner.

–Por fin hemos llegado. No pensé que en esta época del año hubiera tanta gente en Londres –comentó la Sra.

Bennet mientras se abanicaba con entusiasmo–. ¿Acaso tienes frío, Lizzie? –indagó viendo que su hija

llevaba manga larga y un chal muy abrigador.

–Querida Lizzie, me comentaba la Sra. Bennet que has estado en reposo –indicó la Sra. Gardiner.

–Sí tía, pero ya estoy mejor, gracias.

–En todos sus embarazos ha guardado reposo porque se debilita mucho los primeros meses, pero su apetito

ha mejorado, según pude ver en la cena de ayer y en el desayuno de hoy –informó la Sra. Bennet–. Y ¿dónde

están mis nietos? No los he visto desde que llegué a esta casa.

–La Srita. Madison ya no debe tardar en bajarlos –dijo Lizzie, girando su vista hacia la puerta por donde se

escuchaba el ruido de sus pequeños–. Parece que ya vienen.

El aya traía a los pequeños en brazos y se introdujo en la habitación, mientras la Sra. Bennet se acercaba

para saludar a sus nietos y cargar a uno de ellos.

–¡Vaya!, los herederos del Sr. Darcy son guapísimos, lástima que soy su tía –lamentó Kitty.

–Y veinte años más vieja –aclaró Lizzie con severidad.

–¿Ya caminan, Lizzie? –preguntó la Sra. Gardiner.

–No, pero en unos cuantos días seguramente nos darán la sorpresa.

–¿Y cómo le haces para que no destruyan la casa? –inquirió Kitty–. Recuerdo a Nigel cuando fui a visitar a

Lydia a Newcastle que no paraba de hacer tiradero todo el día, por toda la casa. Yo creo que su hermano

Morris salió igual.

–Es cuestión de estar con ellos y enseñarles qué deben coger y qué no, además de darles un espacio donde

puedan jugar libremente. No todo en la vida son restricciones.

Lizzie los invitó a pasar al jardín, donde habían colocado una mesa elegantemente dispuesta para los adultos

y una zona de juego para los niños, supervisados por la Srita. Madison y la Sra. Reynolds, que habían

preparado varias recreaciones para entretener a los festejados y a los invitados de diversas edades.

6

En el camino, vieron a lo lejos los carruajes de los Bingley y de los Collins. Cuando los primeros arribaron

se reunieron con los congregados, saludando a los presentes y felicitando a los padres y a los festejados.

Diana Bingley, la ahijada de los Sres. Darcy, de seis años, y sus hermanos Henry, de cuatro años, y Marcus,

de tres, se acercaron a sus tíos y los saludaron con propiedad pidiendo que les dieran su bendición, causando

que sus padres se sintieran orgullosos. Pocos minutos después los Sres. Collins anclaron velas, felicitando y

agradeciendo a sus anfitriones su generosa hospitalidad, con algunas loas exageradas que el Sr. Collins

propinó sobre los atributos de sus actuales bienhechores.

–Respetabilísima Sra. Darcy, le agradecemos de todo corazón que nos haya honrado con esta invitación tan

excelsa de la que somos indignos y, he de reconocer que su atavío es muy hermoso y se ve espléndida en su

estado.

–Si gustan podemos tomar asiento, para que la Sra. Darcy no se agite –solicitó Darcy de modo engreído,

irritado por los comentarios del Sr. Collins.

–Sr. Darcy, me es muy grato informarle que ya tenemos todo listo para salir el día de mañana hacia la

rectoría de Kimpton y ocuparme del servicio del siguiente domingo, como ha sido su voluntad.

–Sí Lizzie, muchas gracias por todo –dijo Charlotte con deferencia.

–Su casa es una verdadera belleza, el jardín está en excelente estado de conservación y sus hijos son

encantadores, según me ha platicado la Sra. Collins. Espero tener el gusto de conocerlos hoy para darles mi

bendición y le aseguro, Sra. Darcy, que incluiré al niño Christopher en las oraciones de la parroquia para

que su salud mejore, como todos lo deseamos.

–¿Cómo ha seguido su hija Cecile? Me ha comentado mi madre que estuvo delicada hace algún tiempo –

indicó Lizzie, conteniendo con toda su voluntad la carcajada que quería lanzar por todas las alabanzas de su

convenenciero invitado.

–Mi hija Cecile continúa con ciertos cuidados, ya que se enferma con mucha facilidad. No puedo entender la

razón de su estado, a pesar de que los médicos, incluyendo el honorable Dr. Donohue, nos han tratado de

explicar su condición, dicen que en parte se debe a sus progenitores. Claro que yo siempre he gozado de

excelente estado de salud, al igual que nuestro hijo John, y tampoco puedo culpar a mi esposa por esta

situación. Sin embargo, aunado a esto, debo reconocer que la virtud de la Sra. Collins de economizar en los

gastos de la casa lo mejor posible tal vez haya sido exagerada en algunos ámbitos.

–Debe usted agradecer esa virtud de su esposa o esforzarse más en llevar lo necesario a su hogar.

Bingley y Kitty se rieron.

–Debo reconocer que cuando la Sra. Collins esperaba a nuestro segundo hijo la economía se vio restringida

en muchos aspectos, aun con el apoyo de nuestra antigua protectora, situación que espero no se vuelva a

repetir en el futuro.

–Y más teniendo a un nuevo protector tan generoso como el Sr. Darcy –comentó Kitty.

–El futuro de su familia y su bienestar no debe confiarlo solo a la generosidad de alguna persona, aun

cuando usted sea hombre de iglesia –espetó Darcy.

Después de semejante declaración proveniente de un exitoso empresario, todos guardaron silencio, muy

incómodo para el afectado. La Sra. Bennet, mostrándose sumamente oronda, prosiguió:

–Sra. Collins, seguramente ya estará enterada de que mi hija, la Sra. Darcy, ha puesto un exitoso negocio en

Derbyshire, una florería magníficamente bien montada donde diseñan unos arreglos florales muy bonitos y

que ha tenido mucha aceptación en el condado.

–Tan exitoso que la Sra. Bennet ya empezó a verse beneficiada –testificó Kitty.

–¿Cómo le haces, Lizzie, para estar al tanto de la florería estando en Londres? –preguntó la Sra. Gardiner.

–El Sr. Mackenna me informa por carta una vez por semana de todos los movimientos y ya se ha sabido

coordinar muy bien con la Srita. Reynolds, el Sr. Weston y el Sr. Bush –la vendedora, el jardinero que

manejaba el invernadero de Pemberley y el proveedor de la fábrica de porcelana del Sr. Darcy,

respectivamente–. Es una persona excepcionalmente eficiente y de toda nuestra confianza, de otra manera

habría sido muy difícil continuar con el proyecto estando yo postrada en Londres.

–Seguramente Darcy habría encontrado alguna buena alternativa para que pudieras proseguir con el negocio,

Lizzie –comentó Georgiana.

–Sí, como todo un buen empresario. Tal vez, Charlotte, ya que te instales en Kimpton, estuvieras interesada

en ayudarme a promover la florería.

–¿La Sra. Collins? –indagó el Sr. Collins–. ¡Eso sería inapropiado!

–¿Inapropiado? –inquirió Lizzie–. ¿Eso dice en Los sermones, de Fordyce?

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Kitty echó la carcajada.

–No, pero… –dijo desconcertado con tal propuesta.

–Pero…

–Las buenas costumbres y las tradiciones de nuestra legendaria cultura reprueban esa posibilidad. La mujer

debe estar…

–Confinada en su hogar, al servicio exclusivo del marido y de los hijos –interrumpió Lizzie.

–Así es. Además, la Sra. Collins no tiene habilidades de promotora, como usted dice que necesita.

–La Sra. Collins tiene más virtudes y habilidades de las que usted tiene conocimiento, Sr. Collins.

Charlotte lanzó una mirada suplicante a su amiga para que guardara silencio mientras el Sr. Churchill

interrumpió para anunciar la llegada del invitado faltante: el Sr. Posset.

Mary se ruborizó al escuchar el nombre de su prometido y sentir las miradas de los presentes sobre ella, al

tiempo que todos se pusieron de pie para saludar.

Lizzie recordó la descripción que había hecho Kitty del Sr. Posset y cuando lo vio comprendió por qué le

había agradado tanto a sus hermanas: era casi tan alto como Darcy aunque más corpulento, seguramente por

el trabajo que realizaba en su hacienda, de cabello negro, tez apiñonada por el sol y ojos verdes que

observaban de manera misteriosa a los convidados. Después de una venia se acercó a Mary tomando su

mano y besándola con cortesía; lo mismo hizo con la anfitriona.

–Usted debe ser la Sra. Darcy. La Srita. Mary me ha hablado mucho de usted y de su familia, le guarda

copiosa admiración –comentó mientras trataba de sostener la mano de la dama por más tiempo del

permitido–. Sr. Darcy, mis parabienes, tiene usted una esposa muy bella.

Darcy frunció el entrecejo mientras resguardaba la mano de su mujer debajo de su brazo. La Sra. Bennet

procedió a hacer las presentaciones con el caballero y enseguida tomaron asiento.

–El Sr. Posset tiene unas haciendas maravillosas en las Highlands, Escocia.

–¿Maravillosas? –musitó Kitty.

–Las visitamos el pasado abril y conocimos a su hermana, la Srita. Alissa, una muchacha encantadora.

–En abril hacía un frío espantoso, no quiero ni imaginarme cómo será en invierno, y tardamos muchos días

en llegar.

–La boda se celebrará en cuatro meses, pronto enviaremos las invitaciones y el Sr. Posset ha alquilado un

castillo cerca de su propiedad para que toda la familia se hospede. Lástima que mi hija, mi querida Sra.

Darcy, no pueda asistir, pero espero contar con la asistencia del resto de la familia.

–Sí, por supuesto –respondió la Sra. Gardiner.

–Hasta hoy me ha comentado la Sra. Darcy de su nuevo destino, Sra. Collins, pero su invitación llegará a la

“Quinta Lucas”, si no tiene inconveniente. Esperemos que las nuevas ocupaciones del Sr. Collins les

permitan acompañarnos.

–¿En su hacienda se dedican a la agricultura? –inquirió el Sr. Gardiner al Sr. Posset.

–A la agricultura, cultivando maíz y papa, y a la ganadería, principalmente de ovejas para lograr la venta de

cordero y su carne, así como la lana a la industria textil de Lancashire y Yorkshire, obteniendo grandes

rendimientos, además de recibir ingresos por parte de los inquilinos.

–He oído que la migración de los habitantes de las Highlands continúa.

–Sí, sin duda las malas cosechas y las enfermedades azotan a los más pobres provocando que busquen

mejores oportunidades de vida en otros lados, la población se ha visto incrementada en los últimos años y la

producción de alimento es precaria, pero hay varios proyectos de parte de algunos propietarios ingleses de

mejorar los caminos, abrir escuelas, traer nuevos cultivos y métodos agrícolas más eficientes. Aunque ahora

los dueños estamos en un dilema: la mayoría de las tierras aptas para el pastoreo están ocupadas por los

inquilinos y se requieren menos empleados para esta actividad. Algunos terratenientes han optado por

desalojar sus tierras, provocando que aumente la migración, u obligan a sus colonos a trabajar en

condiciones infrahumanas. Sr. Darcy, usted como gran empresario, ¿qué me recomendaría hacer para

resolver esta disyuntiva?

–Si únicamente nos guiamos por los números a corto plazo, sin duda el camino fácil es el que están llevando

a cabo muchos de sus vecinos. Pero considero que cometen un error garrafal, además de una gran injusticia,

que se verá reflejado en el futuro: al desalojar a sus inquilinos provocarán descontento entre la población,

mayor miseria y posiblemente delincuencia, si no es que levantamientos en contra de los propietarios.

Asimismo, están desperdiciando a la mejor materia prima que existe, las personas, si solo las vemos como

fuente de riqueza, situación en la que yo siempre he estado en contra, que con un adecuado entrenamiento

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pueden ser de gran utilidad. Si el único negocio verdaderamente rentable es el de las ovejas, yo negociaría

con los inquilinos para que permitieran pastar a mi ganado en las tierras que ellos cultivan a cambio de un

pago o la disminución de su renta, además de apoyarlos a mejorar sus condiciones de vida. Ojalá que los

proyectos de los ingleses de optimizar los caminos, técnicas agrícolas y abrir escuelas prospere, ya que eso

ayudaría mucho a aumentar la calidad de vida de la comunidad, sin duda yo apoyaría esas iniciativas.

–¿Y usted sabe tocar la gaita? –preguntó la Sra. Gardiner.

–La gaita, el clàrsach y el acordeón –interrumpió Kitty–. Y canta muy bien el poema de Robert Burns, Auld

Lang Syne, ojalá haya oportunidad de escucharlo otra vez. ¿Es cierto que bajo el kilt no deben vestir ropa

interior?

–¡Kitty! –exclamó Mary ruborizada.

–Faigh a–mach seo ge be cuin –masculló el Sr. Posset en gaélico escocés acompañado de una sonrisa que le

erizó la piel.

–Sr. Posset, le puedo ofrecer cerveza o whisky –intervino Lizzie para desviar la atención, pidiendo al Sr.

Churchill con una seña que trajeran los bocadillos y aperitivos que habían preparado para la ocasión.

Los mayordomos trajeron varias charolas de plata con bocadillos presentados con la mayor delicadeza que

sirvieron sobre los finos platos de porcelana dispuestos previamente, según los deseos de los comensales,

mientras los niños jugaban animadamente en el jardín. Enseguida distribuyeron las bebidas, en tanto los

señores continuaron la conversación.

–Últimamente he escuchado excelentes comentarios sobre sus productos de porcelana, de boca de algunas

de nuestras amistades, Sr. Darcy –indicó el Sr. Gardiner–, al igual que de las telas.

–Afortunadamente hemos crecido en mercado estos últimos meses aquí en Londres, tanto en el negocio de la

porcelana como en el de telas y nuestra producción ha aumentado prácticamente al cien por ciento.

–¡Vaya! ¿Quién diría que su negocio crecería tanto a pesar del progresivo poderío de Napoléon?, más ahora

que ha sido proclamado rey de Italia. No se conformó con aliarse con España.

–Y ahora menos, ya que el Reino Unido está consiguiendo buenas alianzas con Austria, Prusia y Rusia –

confirmó Donohue.

–Y las minas de carbón ahora están en su apogeo –declaró Bingley–. Aunque los otros dos negocios no

salieran a flote por la guerra, con los ingresos generados por las minas podríamos sostener a los otros

negocios sin problemas durante algunos años.

–Y ¿continuará su sociedad con el Sr. Willis en el negocio de la porcelana? –preguntó Donohue.

–Sí, ha resultado una buena asociación que me permitió sacar adelante la fábrica de telas, a pesar del

incendio que sufrimos hace dos años.

–¡Recuerdo que yo pensé que el incendio era en Lyme y por otra razón! ¿Así de irresistible y arrebatador es

el amor? –indagó Kitty.

Lizzie se sonrojó escondiendo su brillante mirada.

–Me alegro mucho de que todos sus proyectos estén saliendo adelante Sr. Darcy –comentó el Sr. Collins–.

Eso sin duda beneficia a su hermosa familia y a muchas otras personas. Lo incluiré en las oraciones de la

rectoría para que así continúe.

Darcy asintió con petulancia.

–Ya que está destinando sujetos para su oración, Sr. Collins, acuérdese también de nosotras y de mi otra

hija, la Sra. Lydia, y su familia. Su marido ya partió para la guerra y ahora ella está a cargo de sus pequeños

–declaró la Sra. Bennet sin obtener respuesta de su interlocutor, quien saboreaba un bocadillo de salmón y

recordaba la carta que le había escrito al Sr. Bennet indicándole cuál debería ser su comportamiento ante una

hija que cayó en desgracia.

–Todo está delicioso, Lizzie –indicó Kitty–. Si viviera más tiempo contigo, estoy segura de que acabaría con

sobrepeso.

–Hoy la Sra. Darcy nos ha recibido con suculentos platillos exhibidos elegantemente, como siempre que nos

honra con su hospitalidad. Nunca hemos sido objeto de tantas atenciones –afirmó el Sr. Collins–.

Ciertamente, además de ser una bella mujer, tiene los mejores atributos de una esposa, madre y ama de casa.

Sin duda posee la gracia superior de una dama refinada, como si hubiera nacido para ser duquesa.

Darcy endureció su expresión.

–Tal vez sea mejor que modere sus halagos hacia la Sra. Darcy, si no quiere perder el beneficio de su nuevo

protector –espetó Kitty riendo.

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–Le agradezco sus delicadas adulaciones, pero no se sienta obligado a hacerme ese tipo de cumplidos Sr.

Collins –replicó Lizzie con una mirada burlona–. Espero que no se haya entretenido mucho tiempo pensando

en ellos, quitándole tiempo a su familia, aun cuando tengan un aire muy natural.

Kitty y Bingley se rieron.

–Si supiera lo celoso que es el Sr. Darcy, querría desaparecer en este momento –masculló Kitty a Charlotte,

quien estaba sentada a su lado.

Lizzie observó a sus hijos, sentados sobre el patio y rodeados de todos sus primos, quienes jugaban con ellos

a hacer torres con cubos de madera. Diana coordinaba la actividad, ayudada por Henry. Por un lado, los

niños mayores armaban una ciudad con varias casas, castillos, carruajes y tiendas, mientras Marcus traía

ramas y hojas cercanas para simular el parque donde los niños jugaban, representados por muñecos de

madera. Por otro lado, los festejados y la pequeña Rose armaban y desarmaban pequeñas e inclinadas torres

que se derribaban con gran facilidad, ocasionando encantadoras risas al ver esparcir todas las piezas.

Lizzie sonrió gozosa al ver la felicidad de sus hijos. Soñaron tanto con ese momento y habían pasado tantas

complicaciones en el camino que ese día sentía recibir la recompensa de su lucha, percibiendo también los

pequeños movimientos de su bebé en el vientre.

Christopher, a pesar de la esporádica tos, se veía alborozado al lado de su hermano, y más cuando descubrió

la ciudad construida por sus primos, gateando hacia esa dirección y destruyendo todo lo que había a su paso.

Lizzie rió y se levantó para encontrarse con él y darle el beso que tantas ganas tenía de regalarle, a pesar de

su travesura. Lo cargó, se sentó en una banca con Matthew y rodeada del resto de los niños les leyó un

cuento, representando la historia con unos simpáticos títeres que había preparado días antes con ayuda de

Georgiana. Los niños escuchaban y observaban atentamente las figuras de tela y las ilustraciones que

decoraban el libro gigante que sirvió de escenario, transportándose a otro mundo donde el oso se hacía

amigo del conejo y del caballo para lograr ayudar al pato que estaba en aprietos. Las risas y las

exclamaciones de los niños llegaron hasta la mesa de los adultos, quienes, sin poder evitarlo, suspendieron

su conversación y se giraron para presenciar la obra de teatro que se había montado y que tenía tan

entretenidos a todos los niños. Gustó tanto el cuento que los infantes continuaron su juego, ahora recreando

con los cubos el bosque donde se había llevado a cabo la historia con los personajes que habían tenido

diversas aventuras, mientras Lizzie los observaba.

Después de un rato de reír y disfrutar de la alegría de los niños, Lizzie se levantó para disponer lo necesario

para la torta de cumpleaños. Esta fue colocada en una mesa destinada para los pequeños, quienes al instante

la rodearon para descubrir lo que había en su interior y saborearla. Los adultos se acercaron y Kitty indagó:

–¿Qué habrá en la torta de cumpleaños de mis sobrinos? ¿Acaso una moneda para que multipliquen las

riquezas de los Darcy?

Lizzie partió los dos pedazos de sus hijos y se los entregó, mientras el Sr. Churchill llevaba los platos para

los adultos y la Sra. Reynolds repartía a los chiquillos. Christopher y Matthew, tras observar su rebanada,

probaron el pastel con las manos y encontraron en su interior una figura de madera de un corcel negro, como

el de su padre que tanto les gustaba. En cuanto se acabaron su rebanada se chuparon los dedos y la Srita.

Madison les aseó las manos y la boca, así como las nuevas figuras, con las que estuvieron jugando el resto

de la tarde.

–Muchas gracias Georgiana por ayudarme a ilustrar el libro que usamos para el cuento y a hacer los títeres.

Les encantó a los niños.

–¡Fue una magnífica idea Lizzie!

–Y a ti Jane, te agradezco que hayas podido conseguir las figuras para la torta. Desde que mis hijos ven a su

padre llegar en su caballo por las mañanas quieren hacer lo mismo. Los caballos son sus animales favoritos.

–Fue un placer ayudarte. Además, con ver la alegría de tus pequeños todo el esfuerzo ha quedado

recompensado.

La convivencia se extendió unos minutos más hasta que los invitados emprendieron el vuelo, al tiempo que

el clima empezaba a enfriar. Por tal motivo, la Srita. Madison se retiró con los festejados a su alcoba,

mientras los anfitriones despedían a los concurrentes. Afortunadamente para Lizzie, los Sres. Gardiner

invitaron a las Bennet a cenar fuera de casa, lo que facilitó que ella pudiera retirarse también a su habitación

para descansar y cenar en compañía de su marido, después de pasar a despedir a sus hijos en la pieza

adyacente.

–Me alegro de que hayas disfrutado de la fiesta –declaró Darcy al entrar a su alcoba.

–Y yo me alegro de que, a pesar de los comentarios del Sr. Collins, te hayas mostrado ecuánime.

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–En una sola tarde has recibido tantos halagos de ese señor que estuve a punto de retirar mi oferta de la

rectoría.

Lizzie se acercó a su marido y lo abrazó del cuello, mientras él la rodeaba de la cintura.

–Tú sabes que para mí esos halagos no tienen ningún valor. Solo aprecio los que me hace mi Sr. Darcy.

Además, seguramente pasó varias horas practicando sus cumplidos ante el espejo para darles un aire lo más

natural posible, su arte de lisonjear es una farsa. Ojalá que así halagara a su esposa en lugar de

menospreciarla cada vez que tiene la oportunidad. Darcy, quiero pedirte algo –indicó pensativa.

–Todo lo que usted desee, madame.

–¿Puedes hablar con el Sr. Posset? Me preocupa mucho Mary, se va a ir tan lejos y lo conocemos tan poco.

Darcy la besó en la frente comprendiendo su turbación, colocó la mano bajo sus rodillas para alzarla en

brazos y, mientras ella se reía, dijo al dirigirse hacia la cama:

–Por supuesto, pero ahora la Sra. Darcy debe descansar. Ha sido un día muy largo y mañana otro tanto.

–¿Mañana? ¿Por qué?

–Porque quiero llevarte al teatro, estrenarán Promesas de enamorados.

–¿De Elizabeth Inchbald? La crítica dice que es escandalosa.

–¿Por el infortunio de hablar de los hijos naturales? Es algo que sucede con frecuencia, pero la historia tiene

un final feliz. Hoy los festejados fueron los niños, mañana quiero festejar a mi esposa para agradecerle los

maravillosos hijos que me ha dado.

Darcy la besó con cariño.

CAPÍTULO II

Lizzie despertó después de haber disfrutado de un magnífico descanso cuando sintió la presencia de su

marido a su lado. Darcy estaba sentado a la orilla de la cama con el plato obligado de la señora de la casa:

una corteza de pan y té de jengibre para disminuir sus náuseas matutinas. Lizzie sonrió pensando en lo bien

que había funcionado la recomendación de la Sra. Churchill que habían puesto en práctica hacía unas

semanas, si lo hubiera sabido antes tal vez habrían sido más llevaderos sus embarazos anteriores. Sin

levantarse comió un pedazo mientras observaba lo apuesto que se veía Darcy esa mañana.

–¿No vas a comer tu ración? –preguntó ella dedicándole una mirada libidinosa.

–Creí que anoche te había dejado exhausta y satisfecha –dijo riendo, recordando como ella, la primera vez

que le ofreció la corteza de pan y la fogosa manera en que Lizzie agradeció, razón por la cual Darcy tomó la

decisión de acompañarla todas las mañanas para mitigar los efectos de sus besos–. Aunque ya con tus cuatro

meses me siento a salvo de las náuseas.

–Me alegra escucharlo Sr. Darcy, así el sentimiento de culpa desaparecerá por completo, aunque no los

deseos de besarlo.

–Esa es una confesión maravillosa que no puedo desaprovechar –murmuró acercándose a su mujer mientras

contemplaba sus hermosos labios hasta unirse con ellos, el único lugar donde se sentía completo aunque su

corazón se le saliera del cuerpo y lo dejara sin aliento.

Lizzie lo tomó del rostro mientras saboreaba esos labios que la devoraban con avidez sintiendo un calor que

la abrasaba por dentro, así como las caricias de su lengua que la enloquecían robándole algunos gemidos y

todos sus pensamientos, dejándole únicamente el deseo creciente de sentirlo más cerca.

–Pensé que había quedado satisfecho, Sr. Darcy –espetó Lizzie cuando él se separó lo suficiente para tomar

un respiro.

Darcy la volvió a besar.

Después del desayuno, los Sres. Darcy se reunieron en compañía de sus hijos con las Bennet en el salón

principal, donde se habían quedado los regalos que habían recibido los niños el día anterior. Ellos se

acercaron a las cajas envueltas con papeles de colores y se divirtieron un rato arrancándolos mientras su

madre les aplaudía y los animaba a abrirlos: unos cuentos, pelotas, un caballo para montar, juegos para

armar, un barco de madera con sus piratas. Terminada esta faena, las Bennet se despidieron porque irían de

compras para la boda con la Sra. Gardiner a la ciudad.

Cuando se retiraron, Darcy invitó a su esposa a dirigirse al jardín, ya que quería mostrarle algo. Cargó a sus

hijos, ella lo tomó del brazo y se encaminaron, disfrutando de los rayos de sol que reconfortaron a Lizzie,

quien todavía se sentía friolenta por el embarazo. Los niños admiraron unos pájaros que se habían posado

sobre el pasto buscando alimento y salieron volando en cuanto sus visitantes se acercaron. Christopher

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extendió sus brazos para alcanzarlos mientras que Matthew imitaba el movimiento de las alas, como si

quisiera emprender igualmente el vuelo. Gracias a los brazos fuertes de su padre no cayeron al piso después

de semejante intento, como si se hubieran puesto de acuerdo queriendo desbalancearlo mientras él,

desprevenido, conversaba con su madre sobre la reunión del día anterior.

La familia Darcy continuó su excursión. Lizzie disfrutó mucho de ese paseo, ya que había quedado

confinada a su recámara por varias semanas, además de que con sus hijos no había podido frecuentar el

jardín como a ella le gustaba, como medida preventiva a las crisis respiratorias que anteriormente había

presentado Christopher, pero que afortunadamente habían disminuido desde que llegaron.

Al llegar a su destino, Lizzie emitió una exclamación de sorpresa al ver el regalo que Darcy había preparado

para sus hijos: habían instalado tres columpios colgados de la rama de un robusto árbol cerca del quiosco,

donde a Lizzie le gustaba sentarse a admirar su jardín y platicar.

–Ya que Christopher ha estado mejor podrás salir al jardín más seguido.

Darcy acomodó a Matthew en el columpio mientras Lizzie le abrochaba el cinturón, en tanto él sentaba y

aseguraba a Christopher para que pudieran estrenar su regalo. Los columpiaron un rato, disfrutando de la

alegría de sus hijos.

–Pero este es solo el regalo de los niños. Tengo otro para ti.

–¿Para mí?

Darcy la tomó de la mano y la introdujo en el quiosco, donde habían colocado una hermosa mecedora de

metal, ataviada con unos cojines que la hacían verdaderamente confortable para la señora de la casa. Lizzie,

alborozada, lo abrazó para agradecerle y luego tomó asiento y se meció por varios minutos, descansando la

espalda y las piernas mientras observaba el regocijo de los pequeños, que pedían a su padre que los

balanceara otra vez.

Lizzie cerró los ojos, aspirando el aire que entraba a sus pulmones y que le recorría todo el cuerpo,

escuchando el júbilo de sus hijos y las risas de Darcy, sintiendo el sol calentar sus piernas, olfateando el

exquisito aroma de las rosas que estaban a unos metros de distancia, percibiendo el hermoso canto de los

pájaros, y dio gracias a Dios por todas las bendiciones que había recibido en la vida: por haber nacido en una

familia donde el apoyo más importante lo encontró en su amado padre y en Jane, la valiosa amistad de

Charlotte, el gran amor de su vida que la seguía llenando de felicidad, su primer hijo y ángel que la

custodiaba desde el cielo, sus gemelos juguetones, el pequeño bebé que yacía en su vientre y que deseaba

intensamente que se encontrara bien, a pesar de los temores que a veces resurgían en su corazón.

Al ver la pasividad de su esposa, Darcy sonrió y continuó columpiando a sus hijos, cada vez más despacio,

logrando que por fin se quedaran dormidos. Caminó despacio hacia el quiosco, se sentó junto a su mujer que

hacía lo mismo y sacó su libro del bolsillo para proseguir con su interesante lectura.

Al percatarse del insondable sigilo que reinaba en el jardín, Lizzie despertó sobresaltada. Darcy la tomó de

la mano con cariño y le dijo que todo estaba bien, pero ella insistió jadeando:

–¿Los niños están bien? ¿Dónde están?

–Disfrutando de un profundo sueño en los columpios.

Lizzie respiró hondamente y se volvió a recargar en la silla, postrando su cabeza en señal de alivio. Luego

colocó la mano sobre su vientre y preguntó con cierta inseguridad:

–Darcy, ¿crees que este bebé se encuentre bien?

–Sí, por supuesto que sí. El Dr. Donohue te revisó hace dos días y nos dijo que está creciendo

satisfactoriamente. Además, ayer se entusiasmó, casi como tú, cuando te llenaba de mi amor.

Lizzie sonrió recordando esos extraordinarios momentos.

–Creo que va a ser una persona muy expresiva.

–Como su madre.

–¿Qué se siente que alguien tan cercano se parezca tanto a ti? –indagó Lizzie, refiriéndose a sus gemelos,

quienes eran copia fiel de su marido, tanto físicamente como en su personalidad.

–Maravilloso. De cualquier manera es maravilloso.

–¿Cómo te gustaría que se llamara si fuera niño?

–¿Ahora sí quieres discutir el tema?

–¿Tenías pensado besarme?

Darcy sonrió y se aproximó a ella, acariciando su rostro.

–Tenía pensado disfrutar de tu compañía, de cualquier manera que me permitas hacerlo.

Darcy la besó con afecto. Luego se separó lentamente, saboreando en la mente sus delicados labios.

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–David –murmuró, viendo a su mujer a los ojos–. Me gustaría que se llamara David.

–¿Y si son dos?

–¿Otra vez gemelos? ¡Sería grandioso! Tal vez podría ser Anthony.

–Me agradan.

–Y si son nuestras princesas, ¿ya pensaste qué nombres te gustarían?

–Scarlett, Stephany, Sophia. Todavía no me he decidido. Supongo que lo sabré al observar sus ojos.

–Seguramente serán preciosos.

Christopher tosió y se despertó, ahuyentando el sueño de su hermano. Darcy besó la mano de su esposa, se

puso de pie y la ayudó a levantarse. Sacaron a los pequeños de los columpios y se dirigieron hacia la casa.

Al llegar, el Sr. Churchill los recibió y le comunicó al Sr. Darcy que el Sr. Boston lo esperaba en el

despacho.

–¿El Sr. Boston? –indagó sorprendido–. En un momento me encontraré con él.

Darcy, pensativo, acompañó a su esposa llevando a sus hijos al salón de juegos y luego se encaminó a su

estudio, preguntándose el motivo por el cual el Sr. Boston lo habría ido a buscar, repasando en su mente los

pendientes de trabajo que tenía con él sin recordar algún asunto que ameritara su visita.

El salón de juegos estaba ubicado en el segundo piso de la residencia. Un salón amplio, iluminado y con

buena ventilación, que habían acondicionado especialmente para que los niños pudieran jugar con libertad y

sin ningún peligro con los juguetes que más les gustaban y los que habían recibido el día anterior. Lizzie se

sentó en el sillón con ellos y les mostró un libro de sus preferidos, leyendo la historia una y otra vez,

escuchando los balbuceos y las risas de los pequeños. Luego iniciaron nuevamente la exploración del lugar,

buscando algún juguete con qué entretenerse, supervisados por la Srita. Madison, quien vigilaba que no se

cayeran a pesar de querer trepar por los pocos muebles que habían dejado en el lugar: un sillón de tres

lugares con una pequeña mesa desprovista de adornos y un taburete para que Lizzie pudiera descansar, una

cómoda con algo de ropa para los pequeños en caso de necesitar cambiarlos, una mesa redonda con sus dos

sillas, un librero y los estantes donde se exhibían los juguetes. Dicho salón sin duda había perdido toda la

elegancia de los años anteriores, pero había ganado en felicidad al ser testigo de las risas de los nuevos

habitantes de la casa. Matthew fue ayudado a cabalgar en su nuevo caballo, seguido por Christopher,

mientras su madre los observaba cariñosamente.

Lizzie, aunque sumamente entretenida con el juego de sus hijos, extrañaba la compañía de su marido, se

había hecho a la idea de pasar todo el día juntos, él mismo le había comunicado la noche anterior que se

tomaría un día de descanso. Sin embargo, sabía que tenía muchas responsabilidades que a veces le hacían

imposible desentenderse del todo, a pesar de tener a su cargo personas muy competentes.

Pasado un rato, Darcy tocó a la puerta, abrió y encontró a sus hijos entrenando sus habilidades de

caminadores. Lizzie se puso de pie y, tras observar cómo los niños se dirigían a saludar a su padre, se acercó

para recibirlo.

–¿Todo bien con el Sr. Boston?

–Sí –titubeó Darcy–. Tal vez sería conveniente que nos fuéramos yendo al teatro, si ya estás lista, para llegar

a tiempo y con tranquilidad.

–Solo le daré la medicina a Christopher y voy por mi abrigo.

–Ya bajé tu abrigo.

–Gracias.

Lizzie se acercó a la cómoda y sacó el frasco de la medicina para Christopher. Enseguida, la Srita. Madison

se lo acercó en brazos para que le administrara las gotas necesarias para prevenir cualquier espasmo y

mejorar la tos. Besó a su pequeño en la frente y se despidió de Matthew que estaba en los brazos de su

padre, él lo dejó nuevamente en el suelo para que continuara con su juego antes de proseguir con la dinámica

de todos los días: su cena, su baño y su descanso.

Los Sres. Darcy se encaminaron al carruaje que ya los esperaba. En silencio, Darcy ayudó a Lizzie a izar y

luego él ascendió, tomó su mano y miró por la ventana el paisaje mientras su mujer lo observaba, esperando

que algo revelara el motivo de su abstracción. Luego de un prolongado sigilo, Lizzie bromeó:

–¿Acaso estás pensando en otro nombre para el bebé?

–No –dijo girando la cabeza para encontrarse con la mirada de su esposa y sonrió–. Discúlpame, solo quiero

disfrutar esta tarde contigo y lo que tu sueño nos permita de la noche –completó acariciando su mano entre

las suyas.

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–Y ¿qué tan lejos estaban tus pensamientos de aquí? ¿En Pemberley?

–Ahora están aquí y eso es lo importante.

Al comprobar el hermetismo de su esposo lo abrazó, mientras él la besaba en la frente.

Lizzie disfrutó de la función y de la salida en general, hacía mucho tiempo que no habían gozado de un

paseo a solas. Darcy trató de portarse lo más ameno posible, conversando de algún tema y olvidándose del

diálogo que había sostenido con el Sr. Boston y sus desagradables noticias: ya tendría tiempo para pensar en

ellas.

Después Darcy invitó a Lizzie a cenar al Piazza, donde siete años atrás le había regalado un presente muy

especial: un hermoso prendedor en forma de gaviota con una rama de olivo que simbolizaba la fertilidad,

con el cual manifestaba sus mejores deseos para que pudieran cumplir sus sueños, que ahora gozaban

pródigamente con sus primogénitos y el bebé que venía en camino.

Se sentaron en la misma mesa, recordando los tiempos de antaño, y platicaron animadamente yendo de un

recuerdo a otro: de lo felices que habían sido, a pesar de su larga espera, dentro de los años que habían

compartido y disfrutado de su soledad y todos los cambios que se habían producido con la llegada de sus

hijos. La alegría que manifestaba Lizzie se podía respirar en todo el lugar: los caballeros que se complacían

con sus platillos y otra compañía frecuentemente viraban su mirada hacia esa dirección, contemplando la

belleza de la señora y su regocijo; las damas observaban con curiosidad a semejante damisela y el gallardo

caballero que la acompañaba, quien expresaba en su mirada y en su delicado trato toda la devoción que le

guardaba.

Cuando los Darcy se disponían a retirarse, la Srita. Bingley les cortó súbitamente el paso, y también la

sonrisa, saludándolos con falso entusiasmo.

–Sra. Elizabeth, tanto gusto de verla. ¡Sr. Darcy! –se dirigió al susodicho sin poder evitar derretirse con la

mirada.

–Srita. Bingley –correspondió Darcy mientras Lizzie la veía irritada y tomaba del brazo a su marido.

–Debo felicitarlos por el reciente cumpleaños de sus hijos y por el próximo nacimiento, mi hermano me lo

dijo. ¿Ya se siente mejor, Sra. Elizabeth? –se burló.

–Me siento muy bien, gracias.

–¡Qué alegría escucharlo! Me imagino, Sr. Darcy, que así se irá más tranquilo a Derbyshire, sabiendo que su

esposa y sus hijos se encuentran bien.

–¿A Derbyshire? –preguntó Lizzie azorada, viendo a su marido y soltando su brazo sin darse cuenta.

–Sí, a Derbyshire. Pero, ¿acaso no lo sabía, Sra. Elizabeth? –se rió.

Lizzie, sin recuperarse de la sorpresa, regresó su mirada a la Srita. Bingley, quien continuó:

–Hoy en la tarde Charles recibió una carta y la leyó en mi presencia, enseguida le comunicó a la Sra.

Bingley su obligado viaje a Derbyshire a primera hora de la mañana.

–Eso no quiere decir que la carta fuera del Sr. Darcy o que él vaya a realizar el viaje.

–La perfección de la letra del Sr. Darcy es inconfundible.

–Y por lo visto inolvidable –murmuró con notable enfado.

–Siento mucho ser la portadora de una noticia a todas luces desagradable para usted. ¿También lo es para

usted, Sr. Darcy? –indagó con su adiestrada coquetería–. Si gusta, Sra. Elizabeth, puedo hacerle compañía

en el día.

–Con su permiso, Srita. Bingley –dijo Darcy con altanería, sumamente molesto, tomando a su esposa de la

espalda para que avanzara.

Lizzie caminó tan rápido que Darcy tuvo que soltarla, en tanto la Srita. Bingley los veía alejarse,

conteniendo la risa que amenazaba con escapar.

En la salida, el Sr. Peterson se asombró de ver a la Sra. Darcy dirigirse hacia el carruaje, a pesar de que la

lluvia empezaba a caer, sin aguardar con su esposo como siempre acostumbraba, como si quisiera escapar.

Enseguida vislumbró al Sr. Darcy y se apeó del vehículo para colocarse el impermeable de hule. Darcy se

apresuró para ayudar a Lizzie a subir y se introdujo en él, consciente del enfado de su mujer y sintiéndose

culpable por no haberlo evitado aun cuando pudo hacerlo, aunque eso hubiera requerido un comportamiento

grosero con la Srita. Bingley si se hubieran retirado sin permitir ningún tipo de conversación. Sabía que

había tomado la decisión equivocada al haberle dado espacio a la Srita. Bingley para hacer sus maliciosos

comentarios en lugar de evitarlos y darle prioridad a lo que realmente tenía importancia para él, –su esposa–,

sin mencionar que, si hubiera hablado previamente con ella, no los habría tomado por sorpresa de ninguna

manera.

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El carruaje inició su marcha.

–Lizzie, discúlpame. Te lo iba a decir, surgió…

–¿Me lo ibas a decir? –preguntó alzando la voz.

–Por supuesto –contestó guardando la calma.

–Seguramente sí, además de provocar que hiciera el ridículo enfrente de la Srita. Bingley al parecer hay

cosas, Sr. Darcy, que usted decide reservarse.

–¿Reservármelas?

–Sí, por ejemplo la vez que te caíste de un árbol buscando una orquídea…

–Para mi esposa. Sabes que no quería preocuparte.

–¿Y ahora? ¡También me entero por otra persona de tus planes de realizar un viaje!

–Necesito ir a Pemberley a…

–Darcy, ¡yo sé que tarde o temprano tendrías que ir a Pemberley! Hemos estado fuera cinco meses desde

que tuvimos que irnos para ayudar a Christopher con su estado de salud, pero me molesta haberme enterado

de esa forma. ¡Soy tu esposa y tengo derecho a saberlo!, aunque no me agrade que te vayas.

–Sabes que a mí tampoco me gusta ir y dejarte sola. Pensaba decírtelo a nuestro regreso. Quería disfrutar de

tu compañía el tiempo que me quedara en Londres, no sé cuánto tiempo voy a tardar en regresar.

Lizzie suspiró resonando las últimas palabras que había escuchado y que le dolieron profundamente: “no sé

cuánto tiempo voy a tardar en regresar”, pensando en que esta noche sería la última que pasaría con él hasta

su retorno. ¿Su orgullo se impondría al amor que sentía por él, provocando un estéril y absurdo

distanciamiento? O sería capaz de vencerlo y disfrutar de las últimas horas en su compañía…

–Supongo que la Srita. Bingley por fin cumplió su objetivo de hacerme enfadar –indicó con la voz

entrecortada y sintiendo las lágrimas caer sobre sus mejillas.

–Solo si tú la dejas –musitó tomando su mano para ofrecerle su cariño sin ofender su excitada sensibilidad

motivada por el embarazo, pensando que esas lágrimas eran justo lo que quería evitar.

–¿Tardarás muchos días?

–Solamente lo indispensable. Haré lo posible por regresar antes de tu cumpleaños.

–Faltan todavía unas semanas –se lamentó, abrazando a su marido con afecto.

–Gracias por esta velada tan especial –dijo besándola en la frente.

–Todavía no me lo agradezca, Sr. Darcy. Apenas viene la mejor parte –replicó y lo besó devotamente.

CAPÍTULO III

Al salir el alba, Lizzie se encontraba en su habitación viendo hacia la ventana, era una mañana nublada y

fría, había dejado de llover hacía poco, a pesar de los hermosos días que le habían precedido: parecía que

solo era el reflejo de lo que Lizzie sentía en su corazón con la próxima partida de su esposo.

Darcy salió de su vestidor, caminó hacia su mujer, la abrazó cariñosamente por la espalda y puso la mano

sobre su vientre, donde percibió algunas patadas de su pequeño, mientras Lizzie suspiraba confortada,

recostándose en el hombro de su marido.

–Voy a echar mucho de menos sentir sus brincos –susurró Darcy.

–Yo voy a extrañar el cariño que me demuestras con todos tus detalles, la seguridad que me infundes al estar

cerca de mí, sentir tu calor y tus besos sobre mi piel, tu aliento cuando me susurras al oído, tus hermosas

palabras cuando me hablas de amor.

–Te escribiré todas las noches para decirte que te amo.

–Y yo estaré ansiosa de recibir noticias tuyas.

–Prométeme que vas a cuidarte y cuidarás de este pequeño y sus hermanos –instó con preocupación en el

tono de voz, recordando el viaje que tuvo que hacer cuando esperaban a Frederic.

–Y tú prométeme que siempre estaré en tus pensamientos –dijo mientras se giraba para ver a su esposo.

–Desde que te conocí, has permanecido en ellos.

Darcy la besó sin querer separarse de su lado, deseando que el tiempo de su ausencia pasara tan rápido como

aquel beso que quería hacer perdurar hasta su regreso, y luego se marchó.

Lizzie sintió un escalofrío cuando se cerró la puerta y suplicó a Dios que lo protegiera y lo regresara con

bien. Se asomó nuevamente a la ventana y observó cómo su esposo se subía al carruaje y se alejaba,

internándose en la neblina mientras caían nuevas gotas de lluvia, como las lágrimas que sentía derramar en

su corazón. Caminó hacia el retrato de su marido que años atrás le había regalado, buscando un poco de

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consuelo en esa mirada que antes la había reanimado, pero ahora solo aumentaba su dolor. Él se dirigía a su

casa, donde había crecido y sus hijos habían nacido, donde ella había descubierto cualidades que él había

mantenido ocultas cuando se vieron por primera vez, donde se habían casado y empezado a conocerse, el

hogar donde se había sentido acogida y amada y donde había vivido innumerables alegrías, al que añoraba

regresar, pero al que había renunciado temporalmente por la salud de su hijo.

Lizzie percibió el estómago revuelto y se dirigió al baño para desalojarlo, a pesar de la corteza de pan.

Seguramente si Darcy hubiera estado con ella, la habría acompañado para ayudarle a sostener con cariño su

cabello mientras le decía algunas palabras de aliento para que se sintiera mejor, limpiando su rostro con un

paño húmedo y tibio; la habría llevado en brazos a la cama y cobijado por unos minutos hasta que ella

estuviera bien, mientras acariciaba su rostro y le daba un dulce beso en la frente. Pero esa mañana él ya no

estaba y tenía que levantarse sola y así enfrentar la vida hasta su retorno. Tomó un paño y lo mojó con un

poco de agua, lo exprimió y se limpió el rostro sintiéndolo frío y áspero, como la soledad que había

inundado su corazón tras haber transcurrido tan solo unos pocos minutos de su partida. Con desgana prendió

la chimenea para calentar el agua de su baño, en tanto se imaginaba en lo que él estaría pensando en esos

momentos, tal vez en las risas que habían disfrutado durante la cena o en los rostros llenos de júbilo de sus

pequeños mientras eran columpiados por su padre, quizá en ese último beso que parecía no querer terminar y

en todos los recuerdos que despertó de la noche anterior.

Lizzie se recargó en la pared, cerró los ojos y respiró profundamente llenando sus pulmones del vapor que

empezaba a salir, pensando en que afuera la neblina hacía más fría la mañana, deseando que el abrigo que

llevaba su esposo fuera suficiente para protegerlo del frío. Luego recordó las manos calientes que la

acariciaban esa mañana al despertar y que ahora estarían frías, aun cuando estuvieran cubiertas por unos

guantes. Se incorporó y dejó caer su bata mientras caminaba hacia la bañera, vertió el agua caliente y se

llevó la mano al vientre al sentir ligeros movimientos de su pequeño.

Volteó hacia el espejo y vio su silueta, ligeramente abultada a la altura de sus entrañas y recordó la dulce

mirada con que la observaba su marido, el murmullo que la estremecía al decirle lo hermosa que era cuando

la estrujaba y la llenaba de su amor. Se sostuvo fuertemente de la orilla de la bañera y se introdujo, sintiendo

el calor en todo el cuerpo, en tanto lo acariciaba y percibía todavía los rastros de los besos sobre su piel que

empezaban a desvanecerse; no pudo evitar reírse al preguntarse si él también lo había notado mientras se

bañaba.

Pasarían tal vez varias semanas para que él regresara de Pemberley, para que pudiera escuchar su voz y su

risa, abrazarlo y percibir su calor, sentir sus caricias y sus besos, la maravillosa explosión que provocaba

cuando se unía a ella; aunque unos cuantos días, quizá mañana, para recibir sus noticias, sus palabras de

amor, sus deseos expresados en unas cuantas líneas. Recordó las semanas de angustia que vivió cuando él

tuvo que viajar a Oxford, mientras ella permanecía en Pemberley, sin recibir noticias, rogando para que esa

situación no se volviera presentar en su vida. Podía tolerar la distancia, pero no la incertidumbre y la zozobra

derivadas de la incomunicación de esos días.

Sintió una lágrima deslizarse en su mejilla y una presión en el corazón que quiso diluir al sumergir su cabeza

en el agua, olvidar esos tormentosos momentos lavando su cabeza y su cuerpo, pensando en que al menos

esta vez estaría acompañada de sus pequeños, quienes con sus juegos y ocurrencias le ayudarían a olvidar su

intensa soledad y harían más pasadera esa ausencia.

Se levantó y se enjuagó para luego cubrirse con una tibia toalla, se acercó al fuego para despejar el frío que

sentía, se secó y se colocó su bata para cepillarse el cabello como todas las mañanas. Solo que esa mañana

no regresaría Darcy de cabalgar, sus hijos lo extrañarían y ella los abrazaría para darles la tranquilidad que

en su corazón ya no percibía. ¿Qué sería de ella si él… ya no regresara? Al contemplar esa remota

posibilidad sintió como si cayera en un abismo tan real que ya la había vivido anteriormente en tres

ocasiones: cuando casi cayó del caballo, cuando viajó a Oxford y cuando se enfrentó en duelo en defensa de

la honra de su mujer, apenas hacía pocos meses.

Recordó que seguramente Darcy vería asuntos de la fábrica de porcelana, con el Sr. Willis, y que tal vez la

Sra. Willis –quien, a pesar de ser una mujer casada, gustaba de coquetear con los hombres, especialmente el

Sr. Darcy–, propiciara un encuentro casual con su marido, aprovechando la ausencia de la Sra. Darcy. Sintió

gran enojo al pensar en esa posibilidad, pero su única alternativa era confiar en el amor de su esposo y

despejar esos malos pensamientos que solo aumentaban su desazón. Recordó aquella carta que él mandó

desde Oxford y que recibió hasta el regreso de su marido, en donde le confirmaba la fortaleza de su amor al

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haber rechazado tajantemente la instigación de una mujer, la Srita. Margaret Campbell, quien había sido la

responsable de que las cartas del Sr. Darcy no llegaran a su destino.

Se acercó más al espejo y observó un moretón que asomaba de su cuello, otro rastro de la pasión de su

marido que tendría que cubrir con un vestido de cuello alto para evitar cotilleos de la servidumbre o

preguntas indiscretas de sus invitadas. Se dirigió al vestidor y se atavió con un atuendo sencillo pero

abrigador; salió a su recámara y escuchó la llegada de un carruaje, por lo que, extrañada, se asomó a la

ventana sin poder divisar de quién se trataba. Se sentó en su tocador, donde se dispuso a recogerse el cabello

haciéndose una trenza y luego un chongo bajo mientras pensaba en que tal vez su marido ya la habría ido a

buscar a su alcoba de no haberse tenido que ir de viaje. Quizá en ese momento ya estaría desayunando en la

primera parada que tenía que hacer para que los caballos descansaran.

Alguien tocó a la puerta, los pensamientos y los deseos de Lizzie se precipitaron a dar conclusiones que solo

aumentaban su ansiedad. Permaneció esperando con el alma en un hilo, tal vez él había regresado por alguna

razón, pero la puerta se abrió y toda su ilusión se vino abajo. En ese momento entraba Georgiana, quien se

acercó para ceñir a su hermana que se había puesto de pie.

–Tu madre y tus hermanas llevan rato esperándote. ¿Te sientes bien?

–Sí, estoy bien –dijo Lizzie con resignación.

–Pues es muy extraño que te hayas retrasado tanto. Tu madre ya estaba tan hambrienta que les pedí en tu

nombre que pasaran a desayunar mientras venía a ver si estabas bien.

–Gracias, pero tú ¿qué haces aquí?

–Cumpliendo el encargo que me dejó mi hermano. Ayer recibí una carta en la que me pedía de una manera

en que es imposible negarme, que viniera a acompañarte durante su ausencia, ¡claro que me encanta

visitarte! Por la forma en que me lo dijo parecía preocupado.

Lizzie sonrió conmovida.

–Y me preocupé más al llegar y no encontrarte abajo, a pesar de que ya es tarde.

–Se me fue el tiempo. ¿Mis hijos ya desayunaron?

–Sí. Me dijo la Sra. Reynolds que estuvieron tocando a tu puerta sin obtener respuesta y dejaron de insistir

para dejarte descansar. ¿Qué tal les fue en el teatro?

–Bien, y la cena fue muy agradable. Georgiana –indicó mientras le tomaba las manos con cariño–, te

agradezco que hayas venido, apenas hoy se fue y ya lo extraño.

–A mí me pasaría lo mismo si Patrick tuviera que ausentarse. De hecho me sucede cuando se queda

cuidando a algún enfermo por la noche.

–¿Ya desayunaste?

–En mi casa, pero te acompaño.

–Ya empiezo a sentir hambre, es buena señal. Tal vez las náuseas desaparezcan por completo.

–¡Qué buena noticia!

Georgiana y Lizzie abandonaron la alcoba y se dirigieron al comedor, donde estaban reunidas las Bennet, a

la mitad de su desayuno. Lizzie saludó, se disculpó por la demora y se sentó en su lugar mientras el Sr.

Churchill la auxiliaba con la silla y le acercaba la charola de frutas. Lizzie se sirvió mientras la Sra. Bennet

comentó:

–Sra. Darcy, ya nos tenía preocupadas.

–¡No sabíamos nada de ustedes! –se burló Kitty.

–Hasta que el Sr. Churchill nos informó de la partida del Sr. Darcy hoy al amanecer.

–¿Esta vez no quiso que lo acompañaras?

–Una mujer embarazada no debe realizar viajes tan largos –respondió Lizzie con seriedad–. Además, la

condición de Christopher todavía no nos permite regresar a casa.

–Si no fuera por eso seguramente te habrías ido con él, abandonando a tus hermanas.

–Estando en Londres, con el hospedaje asegurado y la mesa servida, creo que no les hubiera importado.

–Sí, tienes razón –dijo con un suspiro y se dirigió a Georgiana–. El Dr. Donohue ¿también vendrá a revisar a

la Sra. Darcy o alguno de los pequeños?

–No, hasta donde yo sé no tenía programado venir.

–¡Qué lástima! Nos quedan tan pocos días en Londres y me gustaría verlo otra vez.

–¿Verlo otra vez? –inquirió, sin saber la razón de su insistencia.

–Tal vez pudiera revisar a la Sra. Bennet. El Dr. Jones ya está muy viejo y se le olvidan las cosas.

–Yo me siento muy bien y no necesito de doctores –aseguró la Sra. Bennet.

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–Entonces, tal vez pudiéramos invitarlos a cenar Lizzie.

–¡Es un hombre casado! ¡Compórtate! –reprendió Lizzie mientras Georgiana la miraba con desconcierto.

–Y ¿cuánto tiempo estará fuera el Sr. Darcy? ¡Es una lástima que se haya ido! –murmuró entre risas.

–Mamá, ¿tienen algún plan para salir hoy?

–Sí, por supuesto. Tenemos mucho que ver de la boda, ya sabes que solo una tormenta nos impediría salir de

la casa estando en Londres.

–O una infección intestinal –se burló Kitty recordando cuando la Sra. Bennet había caído enferma años

atrás.

–También iremos a visitar al Sr. Aslop para ver los avances en las ventas del libro del Sr. Bennet.

–¡Y a cobrar las regalías!

–Mientras mi madre va a la editorial yo visitaré la Biblioteca Británica. Estoy buscando información sobre

Leonardo Da Vinci –comentó Mary.

–¡Estás a punto de casarte y piensas en los libros! ¿Ahora te interesa La Mona Lisa?

–En realidad el cuadro se llama La Gioconda. Leonardo Da Vinci, además de pintor y escultor también fue

filósofo, escritor, poeta y científico, aunque por desgracia la mayoría de su obra se ha perdido con los años.

Muchos libros de notas están escritos de forma especular.

–¿Cómo que especular?

–Sí, escribía de derecha a izquierda, como en espejo.

–Y así, ¿quién le entendía?

–Solo quien tuviera un espejo en la mano –ironizó Lizzie.

Kitty se echó a reír.

–Posiblemente ese era el objetivo, que nadie más leyera sus escritos –afirmó Mary.

–Además era zurdo y es más fácil y rápido escribir de esa forma, ya que así no manchas el papel con la tinta.

–¿Eres zurda o tú también te has vuelto aficionada a ese personaje? –indagó Kitty.

–Soy diestra y sí, mi marido me ha contagiado algunas de sus aficiones. La vida no se limita a ver pasar a los

caballeros apuestos en el parque.

Tras un incómodo silencio, las Bennet partieron hacia la ciudad, dejando a Lizzie en compañía de

Georgiana. Ellas fueron al salón de juegos donde estaban Christopher, Matthew y Rose, supervisados por la

Sra. Reynolds y la Srita. Madison, allí permanecieron toda la mañana, ya que el clima no había mejorado.

Georgiana y Lizzie estuvieron comentando y gozando de buenos recuerdos, de cuando se habían conocido

en Pemberley y la agradable convivencia que disfrutaron mientras la Srita. Darcy vivió con ellos hasta que

se casó.

Antes de caer el crepúsculo, Georgiana y Rose se retiraron con la promesa de regresar al día siguiente.

Lizzie se dirigió hacia la habitación de sus hijos, donde la Srita. Madison les preparaba su baño. Antes de

acostarlos, Lizzie les leyó un cuento como todas las noches y los acompañó unos minutos antes de retirarse

al salón principal, donde las Bennet ya la esperaban para la cena.

La Sra. Bennet se había mandado hacer unos vestidos para la boda con el dinero que había recibido esa

mañana y se mostró orgullosa, recordando a su amado Sr. Bennet que le había dedicado unas hermosas

palabras en su libro. Kitty adquirió un sombrero que había usado hasta que llegó, junto con una bolsa que le

hacía juego. Mary había permanecido toda la mañana en la biblioteca.

–Después de ir a la editorial y esperar largo rato a que el Sr. Aslop nos recibiera y nos entregara el dinero,

pudimos ir a varias tiendas –comentó Kitty.

–Parece que el dinero te quema las manos –indicó Lizzie.

–Lástima que la tela que me gustó para mi vestido no estaba en el color que necesitaba –dijo la Sra. Bennet.

–Pero igual se compró dos, uno para la boda y otro de cambio, ¡como si fuéramos ricas! –exclamó Kitty.

–No tienes por qué quejarte. Desde que Lizzie se casó con el Sr. Darcy no te ha faltado nada.

–Y ¿les falta mucho que comprar para la boda? –inquirió Lizzie.

–Ya pedimos el ajuar de la novia y el vestido, aunque es muy difícil hacer compras con Mary, ¡no le

entusiasma nada!

–Solo los libros, yo no sé qué va a hacer metida en medio de las montañas y una hacienda llena de ovejas –

declaró Kitty–. Estuvo en la biblioteca en compañía de un caballero, ¿qué pensará tu prometido cuando sepa

con quién pasaste la mañana?

–El Sr. Lauper solo me ayudó a buscar la información que necesitaba –aclaró Mary.

–Te dedicaba miradas que denotaban mucho interés.

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–¿Quién es el Sr. Lauper? –preguntó Lizzie con curiosidad.

–Es el encargado de la biblioteca, al parecer es un puesto importante dentro del Museo Británico –comentó

la Sra. Bennet.

–¡Es el mismo caballero con quien extrañamente platicó Mary en la presentación del libro del Sr. Bennet! –

exclamó Kitty–. Ni siquiera con el Sr. Posset la he visto platicar tanto.

–Mary, aunque seas reservada en tus cosas soy tu madre y debo estar enterada de tus amistades. ¿El Sr.

Lauper sabe de tu compromiso?

–Por supuesto mamá.

Lizzie recordó que aquella tarde su hermana había conversado largamente con un caballero con quien se

desenvolvía libremente, logrando captar el interés de su interlocutor.

–Y me pregunto si el Sr. Posset sabe en qué inviertes tu tiempo cuando no estás en su compañía –insistió

Kitty.

–Él sabe de mi interés hacia los libros y se ha interesado en conocer los avances de nuestra investigación,

que continuaremos mañana –declaró Mary.

–¿Nuestra investigación?

–El Sr. Lauper también es aficionado a Leonardo Da Vinci, además de que ese es su trabajo: dar asesoría a

los estudiantes y usuarios de la biblioteca. Solo está cumpliendo con su deber.

–Ahora tendré que cambiar mis planes para acompañarte, no puedes ir sola –indicó la Sra. Bennet.

–Mamá, nunca se te ha dado desempeñar la función de carabina, considera que es un lugar público, la

conversación se enfoca en nuestra investigación y me imagino que tú entre tanto libro podrías asfixiarte.

Kitty se rió.

–Hay demasiado polvo en esos lugares –se disculpó.

–¿Cuándo quedó de venir el Sr. Posset a visitarte? –preguntó Lizzie a Mary.

–Dijo que regresaría a Londres un día antes de nuestra partida a Longbourn.

Cuando regresó a su recámara, Lizzie se asomó a la alcoba de sus pequeños, donde estaba la Sra. Reynolds,

quien se despidió y se marchó. Lizzie se acercó a besar a sus hijos, apagó las velas y se retiró a su

habitación, dejando la puerta de comunicación abierta para escucharlos con facilidad y sentir su compañía,

algo que mitigara un poco la soledad que la había invadido desde que subía por las escaleras. Se introdujo en

el vestidor para cambiarse de ropa, pensando en que tal vez su esposo ya estaría en Pemberley, posiblemente

en su habitación escribiendo algunas líneas que recibiría en los próximos días, lo que el correo tardara en

llevarla. Ella le escribiría por la mañana, tal vez sobre el día tan ameno que había pasado en compañía de

Georgiana o la enorme soledad que sentía al ponerse el sol y al retirarse a su habitación.

Después de asearse, colocó más leña en la chimenea y observó cómo abrasaba mientras se llevaba la mano a

su vientre, esperando sentir algún movimiento que le alegrara el alma, pero todo era quietud, silencio,

sosiego; sin embargo ella añoraba oír las risas de sus pequeños, sentir los movimientos de su bebé, apreciar

la proximidad de su marido y la alegría que despertaba con su presencia, escuchar su voz comentando algún

asunto aunque careciera de importancia. ¡Y solo Dios sabía cuándo regresaría!

Resignada, se dirigió a su cama, sacó los carbones del brasero que calentaban las sábanas y que solo usaba

en ausencia de su marido, aún así tardó en entrar en calor, a pesar de que se había colocado el camisón más

abrigador. Apagó la vela de su buró y trató de conciliar el sueño sin lograrlo, los pensamientos no dejaban

de circular por su mente, giraba de un lado a otro tratando de acomodarse y buscaba algo que hiciera

desaparecer esa tristeza que percibía en su interior, hasta que abrazó la almohada de su marido y apreció su

aroma, recordando las cariñosas palabras que le había dicho la noche anterior y sus arrumacos.

Darcy había pasado todo el día de viaje y había llegado a Pemberley poco antes del anochecer, con la lluvia

que continuaba cayendo y que hacía el trayecto más arduo. Hacía tantos años que no viajaba solo, desde

unos días antes de que se casara. A su llegada lo había recibido el Sr. Smith, quien le deseó que hubiera

tenido un viaje placentero y preguntó con sincero interés por la salud de la Sra. Darcy y sus hijos. Asimismo,

le ofreció una taza de té caliente y le entregó en una charola de plata la correspondencia que había llegado a

Pemberley y que ya no había sido remitida a Londres por la anunciada visita de su amo. Al retirarse el Sr.

Smith del salón principal, Darcy sintió un insondable aislamiento al escuchar únicamente el tronar de la

madera en la chimenea y, en busca de consuelo, giró su mirada hacia el hermoso retrato de su esposa que

habían pintado después de su luna de miel, deseando tener su compañía. Ella estaba sentada a la sombra de

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un árbol en su jardín, luciendo un sencillo pero elegante vestido de paseo, con las flores que él le había

regalado en las manos, mostrando una sonrisa angelical y una mirada que expresaba toda la alegría de

saberse profundamente amada por quien la observaba a unos cuantos pasos, mientras era esplendorosamente

pintada por el maestro.

Apenas ese día por la mañana la había tenido en sus brazos, había sentido la suavidad y candidez de sus

labios y le parecía que habían pasado años. Resonó en su memoria el sonido de sus risas, el delicado tono de

su voz, la sensación de satisfacción que le provocaba cuando ella lo miraba y le sonreía, la sutileza y gracia

que empleaba al hablar…

El Sr. Smith interrumpió su contemplación, tras llamarlo dos veces por su nombre, disculpándose y

anunciando que la cena ya estaba servida. Darcy agradeció y se dirigió al comedor. La enorme mesa estaba

elegantemente dispuesta, con un mantel de seda adornado en el centro con unas hermosas flores

provenientes del invernadero de la Sra. Darcy; en la cabecera del señor de la casa estaba colocado un juego

de platos de porcelana con sus cubiertos de plata y sus copas de cristal, un solo lugar. Darcy tomó asiento,

recordando las innumerables ocasiones en que su esposa se había sentado a su lado, cuando tomaban sus

alimentos ellos solos o acompañados por Georgiana, o cuando la mesa estaba agasajada con invitados y

podía observar a su mujer en la otra cabecera. El Sr. Smith le ofreció sus alimentos, habían preparado los

platillos favoritos de su amo, pero él no se percató de ese detalle. Recordó la única vez que se había sentado

a esa mesa solo desde que se casó, cuando encontró a su esposa dormida mientras acompañaba a su hermana

en su alcoba. Tiempo después se enteraría de que Lizzie le brindaba todo el apoyo a Georgiana el día en que

había confesado su pasado al Dr. Donohue y que él la había despreciado. Aun ese día, sabía que su mujer lo

esperaba en su alcoba, en su cama, pero en esta ocasión llegaría a ese lugar donde había sido tan feliz con

ella sin encontrarla.

A su espalda sintió la presencia del Sr. Smith, pendiente de sus necesidades, ofreciendo todo su apoyo;

¿cuántas veces le habían pedido que se retirara para que pudieran conversar libremente?, ahora agradecía su

silenciosa compañía. El Sr. Smith le retiró el plato y le ofreció oporto, pero él lo rechazó, poniéndose de pie

y despidiéndose, deseando buenas noches a su colaborador de tantos años, anhelando él también tener

agradables vísperas. Cogió un candelabro para alumbrar su camino: la noche estaba demasiado oscura, la

luna yacía escondida tras una gruesa capa de nubes que se precipitaba en forma de lluvia y de granizo, se

escuchaba en los ventanales la caída de la tormenta, mientras él caminaba y ascendía por las escaleras hasta

el tercer piso.

Recorrió el pasillo hasta su puerta, la abrió encontrando a su alcoba en idénticas condiciones que como la

habían dejado hacía unos meses, la sala que antecedía la recámara estaba ataviada con unas flores, detalle

que nunca olvidaban en esa casa, y la chimenea estaba encendida calentando la pieza agradablemente. Sin

embargo, en su corazón percibía un intenso frío que se acentuaba conforme pasaban las horas, desde su

salida de Londres. Entró en su habitación, observando la cama que lo esperaba, estaba muy cansado pero

sabía que no podría conciliar el sueño hasta haber escrito unas cuantas líneas a su esposa. ¡Qué difícil era

estar solo en esas paredes donde había compartido tantos momentos felices sin su compañía! Estaba en su

casa, en la casa donde nació y que lo vio crecer, casarse, ser feliz en su matrimonio y tener a sus hijos. No

obstante, estaba lejos de sentir que era su hogar.

Encendió algunas velas y se sentó en la silla al lado de la mesa, donde escribió la carta que enviaría al día

siguiente antes de ir a cabalgar, si el clima se lo permitía, para avisarle a su esposa que había llegado con

bien, con el único consuelo de saber que pronto él recibiría también noticias de su familia.

CAPÍTULO IV

Pasaron los días, Lizzie escribía por las mañanas al recibir novedades de su marido; Darcy respondía por las

noches, tras leer la carta de su esposa, el único momento del día agradable para él después de trabajar toda la

jornada fuera de casa visitando las minas, la fábrica de telas, la de porcelana, la florería y el invernadero de

la Sra. Darcy. El Sr. Boston y Bingley lo acompañaron y lo apoyaron en todas las marchas, en diversas

ocasiones se entrevistó con el Sr. Willis en su despacho y visitaron la fábrica de porcelana juntos para

evaluar una posible ampliación, dada la creciente demanda del producto en distintas ciudades.

En Londres, Georgiana acompañaba a Lizzie durante el día mientras los primos jugaban en el salón de

juegos o en el jardín, en los columpios que hacía poco habían colocado, cuando el clima era agradable. Las

Bennet llevaban más de una semana de visita, en tanto terminaban las compras pendientes, Mary se

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escapaba a la Biblioteca Británica para seguir con la investigación mientras Kitty y su madre visitaban su

parque favorito, el Hyde Park, ya que por su extensión y excelente mantenimiento era muy visitado por los

londinenses.

Dos días antes de la partida de las visitas, en el desayuno, el Sr. Churchill se acercó a su ama con una

charola de plata y una tarjeta. Ella la tomó, la leyó y le indicó:

–Por favor entregue la tarjeta a la Srita. Mary.

–¿Para Mary? ¿Será del Sr. Posset o del Sr. Lauper? –inquirió Kitty con imprudencia.

Mary se sonrojó mientras cogía la papeleta y la leyó, descubriendo que su novio solicitaba una audiencia con

ella a medio día.

–¡Vamos! ¿De quién es? –preguntó la Sra. Bennet con impaciencia.

–Por supuesto que del Sr. Posset –aclaró Mary.

–Entonces el Sr. Lauper no podrá gozar hoy de tu compañía –se burló Kitty–. ¿Quieres que te disculpemos

con él y le expliquemos los motivos de tu ausencia?

Mary lanzó una mirada que exigía el silencio de su hermana.

–Pensé que iba a venir hasta mañana –indicó la Sra. Bennet.

–Eso demuestra el gran interés que tiene hacia su futura esposa –declaró Kitty.

–Ya quedamos con la Sra. Gardiner de visitar… Pero Lizzie puede hacer las funciones de carabina. Lizzie,

tal vez podamos invitar al Sr. Posset a cenar y aprovechar para ultimar los detalles de la boda, yo creo que

no lo veremos sino hasta muy cercana la fecha y quiero pedirle el dinero del vestido de Mary que ya

recogeremos mañana, aunque si nos lo permites lo podremos dejar aquí para recogerlo cuando viajemos a

Escocia para el evento.

–Pero ¿acaso vendremos a Londres antes de viajar a Escocia? –indagó Kitty.

–Solo son veinticuatro millas y así Mary podrá despedirse de Lizzie. Después de la boda será difícil que

Mary nos visite.

La Sra. Bennet continuó con su perorata y no le permitió a Lizzie ni siquiera protestar por la función que le

había encomendado, por lo que se resignó a cumplirla con el deseo de aprovechar la oportunidad para

conocer mejor al futuro marido de su hermana.

Al concluir el desayuno, la Sra. Bennet y Kitty partieron y Mary permaneció en el salón de juegos,

esperando el arribo de su prometido, en compañía de Lizzie, Georgiana y sus sobrinos.

Mary se mantuvo ajena a la conversación que sostenían animadamente Lizzie y Georgiana, mientras jugaban

con sus hijos sentadas en el suelo. Christopher y Matthew gateaban por todo el salón en busca de cosas

interesantes, tratando de ponerse de pie asiéndose fuertemente de los muebles para no caer en el intento,

pero se desplomaban al suelo cuando algo había llamado su atención y estaba fuera de su alcance para tratar

de alcanzarlo y saciar su curiosidad al cogerlo, sentirlo, observarlo entre sus dedos y probarlo con la boca.

Rose permanecía sentada junto a su madre, quien estaba vigilante a que no cayera, ya que estaba en el

proceso de dominar esa destreza, entreteniéndose con alguna muñeca o una pelota que sus primos lanzaban.

Pero no todo fue felicidad y la paz fue interrumpida por el llanto de Matthew, quien se pegó en la frente con

la orilla de la mesa haciéndose una herida. Lizzie se asustó al ver la sangre salir del rostro de su pequeño y

se levantó como pudo para cargarlo y consolarlo, al tiempo que trataba de detener la hemorragia con un

paño que le prestó Georgiana y se escuchaba el lamento de Christopher, aparentemente sin ninguna razón.

En ese momento alguien tocó a la puerta y entró la Sra. Churchill para anunciar la llegada del Sr. Posset.

Lizzie, indecisa entre cumplir con sus funciones de anfitriona y de carabina o consolar a su hijo, le pidió que

llamara a la Sra. Reynolds para que le ayudara a curarlo mientras Mary recibía al Sr. Posset en el salón

principal.

A los pocos minutos la Sra. Reynolds se presentó y ayudó a su ama a curar al pequeño con unos vendajes

que solo manos expertas podían realizar y que ayudarían a detener el sangrado que había manchado la ropa

del niño y de Lizzie. Cuando terminaron y el pequeño se tranquilizó en brazos de su madre, el hermano

retomó nuevamente el juego y Rose inició sus chillidos, debido a que era la hora de su siesta. Georgiana le

dijo a su cuñada:

–Si quieres yo me quedo con tus hijos y la Sra. Reynolds para que puedas cambiarte de vestido y recibir al

invitado de tu hermana. Cuidaremos de que Matthew no se duerma.

Lizzie agradeció, entregó su hijo a la Sra. Reynolds para que le colocara ropa limpia y se retiró a su

habitación.

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Mientras bajaba las escaleras recordó la confianza que sentía cuando el Dr. Donohue visitaba a Georgiana en

esa misma casa años atrás, aun cuando su marido desconocía la naturaleza de su relación, y la diferencia que

ahora percibía: había algo en el Sr. Posset que no había logrado descifrar, pero le sembraba cierta suspicacia,

solo esperaba estar equivocada. Llegó a la puerta del salón principal y advirtió el silencio que reinaba a su

alrededor: la pieza estaba vacía.

Unos pasos la sacaron de sus pensamientos, giró la vista y encontró a la Sra. Churchill cargando una charola

con el té y algunos bocadillos.

–¿La Srita. Mary le indicó dónde estarían? –inquirió Lizzie, pensando en que tal vez Mary había decidido

recibirlo en otro sitio.

–No Sra. Darcy. Pensé que permanecerían aquí. Si gusta, puedo revisar en los demás salones.

Lizzie agradeció y se dirigió a la biblioteca, sabía que ese era el lugar preferido de su hermana cuando tenía

la oportunidad de visitarla, pero tampoco estaban. Regresó para encontrarse con la Sra. Churchill, quien

seguía desconociendo el paradero de Mary. Continuaron buscándolos, el ama de llaves fue a las caballerizas

para ver si el carruaje del Sr. Posset continuaba en la residencia a la vez que su señora se encaminó al jardín,

rezando para descartar la posibilidad de que estuvieran en la habitación de Mary. “Si Darcy estuviera aquí”,

pensó angustiada, sintiendo toda la responsabilidad sobre sus hombros.

Lo que halló no fue más alentador: los encontró tratando de ocultarse atrás de los arbustos en medio de un

beso sumamente apasionado, él la estrujaba con sus fuertes brazos mientras ella se sostenía desfallecida de

su cuello, podría apostar que si se soltaban ella caería al suelo sin remedio.

Bajó su mirada y recordó que ya estaban comprometidos, que la fecha de la boda ya estaba cerca, pero en

esas condiciones cuatro meses era una eternidad y ella lo sabía. Recordó el deseo que tuvo durante su

noviazgo de que su prometido la besara y la abrazara y, cuando estuvo cerca de hacerlo, Darcy desistió

sabiendo que una vez que empezara tal vez no habría podido detenerse, como efectivamente sucedió en su

noche de bodas. Pero en el caso de Georgiana había sido distinto: Lizzie había presenciado su primer beso

un día antes de la boda, pero había sido un beso tan tierno y lleno de amor, muy diferente a lo que estaba

ocurriendo a unos metros de ella.

Lizzie los miró y percibió los latidos de su corazón golpeando su pecho con solo recordar lo que ella sentía

cuando su marido la besaba y la constreñía de esa manera, observando cómo la mano de él ya había

descendido, al igual que su boca que luchaba por apartar el vestido, un poco más y lograría descubrirla, un

paso previo a…

Si ellos no se detenían, algo tenía que hacer, pero sin confrontar a su hermana porque entonces se cerrarían

las puertas de su confianza. Se agachó y cogió una rama de un árbol y la rompió repetidas veces, logrando

que los novios jadeantes se separaran. Mary, con el rostro encendido, se tuvo que sentar en la banca,

cubriendo su rostro con una mano y con la otra regresó la tela del corpiño a su lugar y el Sr. Posset caminó

alejándose de donde provenía el ruido y de su novia, respirando profundamente, como si estuviera

estudiando las plantas que adornaban el hermoso jardín.

–Esta debe ser madreselva –comentó el Sr. Posset.

–Así es –respondió Lizzie que aparecía de atrás del arbusto.

El Sr. Posset se giró para hacerle una venia y corresponder a su saludo mientras Mary la observaba con

vergüenza.

–He visto también que tienen escaramujo –indicó, como si nada hubiera pasado.

–Sí, es de gran utilidad cuando me da jaqueca o mareo, sobre todo durante los embarazos. Ya está listo el té,

¿gustan pasar?, el día está muy caluroso.

El Sr. Posset se acercó a Mary para ofrecerle su brazo, quien apenas podía caminar. Lizzie simuló no darse

cuenta de la situación mientras escuchaba al caballero hablar de las plantas que había visto en el jardín y que

tenían propiedades curativas.

Cuando llegaron al salón, Lizzie sirvió el té y acompañó a su hermana y a su prometido, lamentando tener

que separarse tanto tiempo de sus hijos y desentenderse de Georgiana, pero era importante vigilarlos, por lo

menos hasta que llegara su madre del paseo. Se debatía interiormente de lo que tendría que decirle a su

hermana una vez que estuvieran solas para instarla a que tuviera cuidado, advertirle que estaba jugando con

fuego.

Lizzie tomó asiento, dio un sorbo a su bebida y con la mayor ecuanimidad que pudo reunir y desempeñando

el papel de perfecta anfitriona comentó:

–Me alegro de que tengamos la oportunidad de conocernos mejor, Sr. Posset, máxime si vamos a ser familia.

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–Estoy de acuerdo con usted Sra. Darcy.

–Me parece que escuché que sus padres lamentablemente habían fallecido.

–Solo quedamos mi hermana y yo viviendo en Escocia. Afortunadamente mi padre todavía pudo adiestrarme

en todo lo referente al manejo de las tierras de la familia después de haber acabado mis estudios, y mi madre

falleció hace poco.

–Lo siento… ¿Y cuáles son los estudios que realizó?

–Como usted sabe, en Escocia la educación se maneja de modo diferente que el resto del Reino Unido. En

los primeros años la educación es pública y obligatoria para todos los niños desde 1496 con el Acta de

Educación y a partir de 1561 se imparten en las escuelas parroquiales. Mi hermana y yo asistimos hasta que

yo tuve la oportunidad de ingresar a la Escuela de Robert Gordon, inaugurada en 1750 en el Hospital que

lleva el mismo nombre, en Aberdeen. Es poco probable que haya escuchado de esa escuela, no es tan famosa

ni prestigiada como la Universidad de Saint Andrews que se ubica en el condado Fife, o las Universidades

de Glasgow o de Edimburgo que compiten con las Universidades de Cambridge o de Oxford, aunque sí pude

continuar mis estudios en la Universidad Aberdeen fundada por el Obispo William Elphistone en el siglo

XV que tiene mayor prestigio. Aunque, me imagino que tomando en cuenta la educación hogareña que usted

y sus hermanas tuvieron, mis estudios universitarios son una buena carta de presentación, que espero

satisfaga sus expectativas.

–Por supuesto –afirmó Lizzie pasando por alto la velada injuria de la cual las Bennet fueron objeto–. Y su

hermana, ¿se encuentra en edad casadera?

–Sí –vaciló por unos segundos–, pronto sus intereses se verán dirigidos hacia ese objetivo. Mientras tanto,

ella me ayuda llevando la casa.

–¿Ya fue presentada en sociedad?

–No, todavía no. Tal vez podamos discrepar en este asunto, dado que sus hermanas fueron presentadas en

sociedad siendo muy jóvenes, pero yo pienso que una hija de familia debe ser protegida por su tutor hasta

alcanzar cierta madurez en la cual las frivolidades del mundo no las deslumbren y las desvíen.

–Entonces, todavía no asiste a bailes.

–Formalmente no, asiste a las fiestas tradicionales bajo mi protección. La vida en las Highlands es diferente

que la de Londres en muchos aspectos. No solo hablemos de que Escocia posee leyes propias, un sistema

educativo y religioso diferenciado que forma parte de nuestra cultura, a pesar de que en 1707 se firmó el

Acta de Unión con Inglaterra y Gales para crear el Reino de Gran Bretaña, aboliendo el Reino de Escocia

como entidad independiente. Espero que no hayamos traicionado los ideales de William Wallace, pero

debemos reconocer que gracias a dicha acta cambió por completo el lugar que tenía Escocia en el mundo:

los escoceses fuimos desplazados políticamente, dando origen al nacionalismo escocés, y fuimos

vehementemente forzados a abandonar nuestras actitudes de aislamiento que surgían por nuestra continua

oposición al reino de Inglaterra, lo que ha ocasionado un renacimiento en el pensamiento filosófico y dando

como resultado el florecimiento de muchos intelectuales escoceses que ha sido acompañado por la

expansión del nuevo Imperio Británico –explicó para impresionar, mientras Mary lo miraba boquiabierta.

–Efectivamente, es admirable que regiones tan necesitadas de Escocia a principios del siglo pasado que se

habían empobrecido tras sostener los enfrentamientos con Inglaterra por tantos años queriendo expulsar a la

Casa Estuardo del trono inglés, supieron aprovechar el impulso del libre comercio con los territorios

británicos para recuperarse económicamente, aunado a la promoción del primer sistema público de

enseñanza en Europa gracias a la Iglesia Escocesa desde hace más de dos siglos, que usted ya mencionó.

–Dando como resultado el surgimiento de destacados pensadores hasta ser referencia de otros intelectuales

como Voltaire que afirmó: “Miramos a Escocia para encontrar todas nuestras ideas sobre la civilización” –

dijo, sorprendido por la respuesta de su anfitriona.

–Y Edimburgo pasaría a ser considerada como la “Atenas del Norte”. Por lo tanto, aunque la educación de

Escocia sea pública, considero que es de mucha calidad aun cuando formalmente no alcancen el prestigio de

las universidades inglesas. Dígame, ¿qué autores de la Ilustración escocesa llama más su atención?

–Los filósofos Francis Hutcheson y David Hume, ¿los conoce?

–Por supuesto, me parece interesante las tesis que proponen, aunque no siempre esté de acuerdo con ellas.

No creo que sea posible que un individuo sea capaz de contribuir y mejorar la sociedad únicamente usando

su entendimiento. Me agrada más la tesis de Adam Smith.

–La riqueza de las naciones.

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–Ese es un libro que veo con mucha frecuencia en el escritorio de mi marido –rió Lizzie–. También lo he

revisado, pero me refiero a Teoría de los sentimientos morales.

–Veo que también es una dama que disfruta del estudio, como Mary.

Lizzie comprendió por qué su hermana estaba tan encandilada con ese hombre, no solo era un atractivo

terrateniente, sino uno muy culto. No debería sorprenderla tanto si daba crédito a lo que había escuchado de

su padre al decir que en Escocia había tan solo una tasa del 25% de analfabetismo durante la segunda mitad

del siglo XVIII.

–Y dígame, además del estudio ¿qué pasatiempos disfrutan realizar en las Highlands?

–Disfrutamos del deporte rudo como futbol o el futbol de carnaval, los juegos de montaña. Nos gusta

mantenernos activos, posiblemente por las inclemencias del tiempo –eso explicaba su estructura fornida–.

Cuando el clima lo permite, también jugamos golf. He jugado un par de veces en el campo Old Course de St

Andrews con dieciocho hoyos, en el condado de Fife.

–¿Y las mujeres?

–Las mujeres también realizan estudios, se dedican a las actividades hogareñas y las relacionadas al cuidado

de los hijos, aunque yo estoy de acuerdo que debemos fomentar el estudio y la lectura en las esposas. Es

estimulante poder platicar con alguien que entienda de qué estamos hablando.

–Creí haber escuchado que el Sr. Morris, de Hertfordshire, es su tío.

–De hecho, es la única familia que me queda además de mi hermana, aunque en realidad nuestro parentesco

no es tan cercano. Mi padre era primo segundo del Sr. Morris por parte de sus madres, pero por las

distancias no hemos podido fomentar la relación sino hasta que yo estuve unas semanas en el condado para

ver unos asuntos del testamento de mi padre, cuando tuve la fortuna de conocer a la Srita. Mary.

Lizzie suspiró cansada, aunque la conversación era interesante, se sentía como posiblemente se sintió Darcy

al hablar con Donohue cuando este pidió la mano de su hermana, o peor aún, como Lady Catherine

investigando los pormenores del que ya era esposo de su ahijada para saber si era posible que le diera el

nivel de vida al que siempre estuvo acostumbrada, la tranquilidad que una esposa y una madre necesita y

darse cuenta que entre ellos había respeto, admiración y cariño, aunque para Lady Catherine el cariño era lo

menos importante.

Sin embargo, sabía que había cuestiones que como dama no podía abordar y que solo otro hombre se daría

cuenta. ¡Cómo deseaba que el hombre de la casa estuviera a su lado para comentarle lo que vio y que él

hablara con el Sr. Posset, para poder descargar esa responsabilidad y dejar de sentirse abrumada por la

situación! ¡Cómo deseaba que su marido estuviera en casa para poder disfrutar de su compañía y conversar

de sus inquietudes y preocupaciones, para que la pudiera abrazar y sentir su afecto y su apoyo, para no

sentirse tan sola y con un enorme compromiso! Su hijo se había lastimado, gracias a Dios no de gravedad,

pero ¿y si sucedía algo de mayor importancia con sus hijos, su madre o alguna de sus hermanas, o con ella

misma? Aun cuando los Sres. Donohue y los Sres. Gardiner estuvieran cerca ya no podía sentirse segura…

Nunca había sentido el peso de la responsabilidad de tanta gente y de toda la casa como en ese momento y

deseó poder desentenderse de todo, pero no podía hacerlo, no cuando ese vacío le correspondía ocuparlo en

ausencia del Sr. Darcy.

Por otro lado, sabía que la felicidad de Mary estaba en juego, tal vez ella era una pieza clave pero había tan

pocas oportunidades para aprovecharlas antes de que su hermana se fuera definitivamente a Escocia, donde

podría encontrar su felicidad o su desdicha. ¡Cómo ayudarla estando tan lejos!

Suspiró de alivio cuando el Sr. Churchill anunció la llegada de la Sra. Bennet y Kitty. Al menos ya podría

retirarse a ver a sus hijos, disculparse con Georgiana y descansar un rato, estaba agotada.

Se pusieron de pie para recibir a las recién llegadas.

–Sr. Posset, nos da una enorme alegría volver a verlo, sobre todo a mi querida Mary que se acongoja por su

ausencia –reveló la Sra. Bennet–. Me alegro de que luzca un mejor semblante.

Mary se ruborizó mientras sentía las miradas de los presentes.

–Sra. Darcy, espero que ya lo haya invitado a cenar esta noche con nosotros, tenemos mucho de qué hablar

sobre la boda –continuó–. ¡Ya falta poco y tantas cosas que pagar! Habría querido venir antes pero nos fue

imposible cancelar el compromiso que teníamos al enterarnos de su visita.

–Mamá, si me disculpan, voy a ver a mis hijos –indicó Lizzie.

–Por supuesto, hija.

Lizzie se retiró y se dirigió al salón de juegos, donde encontró a Georgiana guardando sus cosas y a la Sra.

Reynolds recogiendo para disponerse a preparar la cena y el baño de los niños.

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–Georgiana, discúlpame pero era ineludible mi presencia en el salón principal. Hasta ahora regresó mi

madre y pude escaparme.

–No te preocupes, tus hijos están bien y nos disponíamos a darles de cenar. Te ves exhausta.

–Sí, lo estoy.

–Entonces vete a tu alcoba y yo me encargo de los niños con la Sra. Reynolds. Si mi hermano se entera de

que tienes este aspecto y no te ayudé, no quiero ni imaginarme la mirada que me dedicará.

Lizzie rió y abrazó a su cuñada con cariño, agradeciendo su auxilio. Acto seguido se retiró a descansar a su

recámara, de donde no salió sino hasta el día siguiente.

CAPÍTULO V

Apenas encargó a sus hijos, Lizzie se dirigió a buscar a Mary a su habitación. Tocó a la puerta, entró y le

pidió unos minutos de su atención.

–Mary, quería disculparme contigo por no acompañarlos anoche durante la cena, pero me fui a recostar un

rato y desperté hasta hoy. Habría deseado platicar más con tu prometido, ojalá hubiera otra oportunidad.

–No te preocupes Lizzie. Me dijo que nos escoltará a recoger las compras que hoy nos entregan y cubrirá

todos los gastos, inclusive los de mi madre y de Kitty, y me dijo que mañana nos custodiará hasta

Longbourn, ya que quiere llevar la invitación al Sr. Morris en persona y asegurarse de que arribemos con

bien.

–Y ¿piensa quedarse mucho tiempo en Hertfordshire?

–Algunas semanas.

Al ver el peligro que corría su hermana en compañía del Sr. Posset y la poca vigilancia que la Sra. Bennet

les dedicaba, Lizzie decidió ser franca y directa con ella, y le habló con mucho cariño:

–Mary, tú sabes que te quiero mucho y que deseo lo mejor para ti, te digo esto pensando solo en tu felicidad,

estoy muy preocupada. Decidas lo que decidas yo te apoyaré y sabes que siempre podrás contar conmigo,

pero considero que el Sr. Posset no se está conduciendo contigo de la forma en que se espera de un caballero

y si eso es hoy, ¿qué podemos esperar cuando seas su esposa?

–¿De qué hablas?

–Los vi ayer en el jardín.

Mary se cubrió el rostro con las manos en señal de pesadumbre.

–No voy a juzgarte, eres mi hermana y seguirás siéndolo siempre, pero lo que han hecho no es correcto, no

está bien.

–¿Por qué dices que no está bien cuando me he sentido como nunca en sus brazos, como seguramente tú te

has sentido en los brazos del Sr. Darcy? –inquirió descubriendo su rostro y su confusión.

–El deseo que sientes no es malo, es maravilloso y es un sentimiento que va a dirigirte para entregarte al

hombre a quien amas. Piensa que el deseo es tan grande que si no fuera así no existiría la humanidad, pero

según el momento de tu vida en el que estés ese acto tan maravilloso te puede dar la felicidad o te puede

hacer desdichada. Es como si quisieras nadar en medio de una fuerte nevada de invierno, aun cuando nadar

sea un excelente deporte, el momento y el lugar no son adecuados. No te digo esto por los

convencionalismos sociales, te estás jugando tu felicidad, a pesar de que falte poco tiempo para la boda. En

ese acto no solo entregas tu cuerpo o tu virtud, sino tu amor, tu corazón, tu voluntad, tus pensamientos, todo

tu ser para siempre, para encontrar una felicidad inimaginable o una enorme desdicha si no eres

correspondida, además de que estarás abriendo la puerta a la posibilidad de concebir un hijo, un hijo que

necesita ser recibido con el amor que solo en familia, padre y madre, puede encontrar. Esa entrega exclusiva,

solo con él y para siempre, únicamente puede darse dentro del matrimonio, en el cual tu marido, al igual que

tú, prometerán fidelidad para toda la vida, guardándose un amor incondicional, un amor que es exigente:

como tú amas a la otra persona quieres lo mejor para él y le exiges que se supere para ti, para tus hijos, para

los demás; un amor que te exige estar presente en los momentos de alegría y de conflicto permaneciendo

fiel. Dadas estas condiciones, con el acto conyugal se generará un vínculo tan especial entre ustedes, que

puede ser alimentado con los detalles y el afecto de todos los días, las actividades que gustan compartir, las

conversaciones y la convivencia que aumentarán su regocijo, pero si se rompe por alguna razón, será fuente

de una gran infelicidad, causando heridas muy profundas y difíciles de superar.

–No me imagino a mi madre hablándome de estos temas.

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–Por supuesto que no, mi madre te hablará igual que a mí de una obligación que como esposa debes cumplir,

te va a decir que dolerá pero que tendrás que soportarlo en silencio aunque tu marido no tenga el cuidado

que necesitas, nunca te hablará del respeto y del cuidado que debes exigirle hoy y siempre. Solo piensa que

si él no se puede controlar ahora y quiere saciar su apetito, está lejos de querer hacerte el amor y hacerte

feliz. Además, por lo visto el Sr. Posset ya tiene experiencia en este terreno.

–¿Por qué lo dices? –inquirió azorada.

–Lo vi como si nada hubiera sucedido después de que te había besado de esa manera, hablando de las

plantas de mi jardín. Ese autocontrol lo logra un hombre que sabe qué esperar en el siguiente paso y cómo

controlarlo y las repercusiones que sus acciones traen a las mujeres. Pero ese autocontrol puede llegar a su

límite en cualquier momento y tú no lo sabes, tampoco sabes hasta qué punto tu autocontrol se puede ver

sobrepasado y deseé más, olvidándote de todos los principios de los que hoy estás convencida. Están

jugando con fuego y puede ser muy peligroso.

–¿Entonces me culpas a mí de lo sucedido?

–No, yo creo que el Sr. Posset se ha aprovechado del amor que sientes por él y de tu inocencia, porque estoy

segura de que él sabe lo que hace. Dime, ¿por qué fueron al jardín cuando la Sra. Churchill les iba a traer el

té en el salón principal?

–Él quiso dar un paseo y conocer tu jardín, aprovechando la tarde tan agradable.

–Y ¿el paseo fue más largo que su beso?

Mary bajó la mirada pensativa.

–Lizzie, siento que me derrito en sus brazos. Nunca pensé que esto me podría pasar a mí.

–Mary, piensa en el futuro. Como su esposa, es normal que a veces estés indispuesta por alguna enfermedad,

por cansancio o que simplemente no tengas deseos de estar con él y tendrá que ser capaz de renunciar a su

apetito respetando tus sentimientos, buscando tu felicidad no su placer, y comprenderte. Si hoy no lo hace

para conservar tu virtud, mañana puede sucederte lo que le pasó a Lydia o quizá tengas que soportar su

infidelidad porque no tendrá la fortaleza para renunciar a su deseo cuando se le ofrezca otra mujer o aunque

no se le ofrezca. Es sumamente importante que evalúes si tiene la fortaleza necesaria para dominarse a sí

mismo, así como la generosidad y la capacidad de donarse a los demás. Con la elección de tu marido, te

estás jugando la felicidad, es la decisión más importante de tu vida.

–¿Qué señales de fortaleza viste en el Sr. Darcy antes de que se casaran?

–Cuando estaba en Lambton y recibí la carta de Jane en donde me comunicó que Lydia se había fugado yo

estaba deshecha, pensando en la magnitud de la desgracia para nuestra familia y lo que podría significar para

mi futuro, además de la vergüenza que sentía de que el Sr. Darcy estuviera presente y supiera lo sucedido. Él

escuchó lo que yo le pude explicar, a pesar de mi turbación, y permaneció aparentemente sereno, aunque

más tarde me confesó que había sentido toda la culpa sobre sus hombros y un intenso deseo de consolar a la

mujer que amaba, de abrazarla y de tranquilizarla, pero se tuvo que controlar al saberse rechazado y al

respetar mi decisión, que lo había alejado de mi vida. Salió de la posada con el firme propósito de

encontrarlos en donde fuera que estuvieran con el objeto de hablar con ellos y apoyarlos en caso necesario

para resolver el problema y que el escándalo no hiciera más merma en nuestra familia, pasando varios días

de incomodidad, mucho trabajo y significativos sacrificios que no le importaron con tal de recuperar la paz y

la tranquilidad de su amada, aun cuando no fuera correspondido en su amor.

–Pero eso lo supiste ya casada.

–No, fue antes de mi compromiso, mi tía me escribió narrándome todo lo que el Sr. Darcy tuvo que pasar

para conseguir que Wickham finalmente aceptara casarse con Lydia. Recuerdo también unos días antes de

mi boda, cuando fuimos de paseo a los bosques de Pemberley, yo no podía evitar preguntarme cuándo sería

el día en que me besaría y me abrazaría deseando que fuera pronto; soñaba con besarlo cada vez que

percibía su aroma, escuchaba su voz o sentía su dulce mirada. Cuando estuvimos solos y él se acercó a mí

en medio de un diálogo lleno de amor en el cual habría jurado que me besaría, se contuvo diciendo: “Anhelo

el momento en que seas mi esposa y pueda entregarte mi ser con todo el amor que he reservado

exclusivamente para ti”.

–¡Qué historia tan bonita! –exclamó pensando en que la suya había sido muy diferente.

–Pero puedes ver estas virtudes en cosas sencillas de la vida. ¿Te has fijado cómo trata a su hermana?, ¿se

preocupa por ella y ve por su bienestar no solo de palabra? ¿Cómo es con sus amigos y sus empleados?,

¿respeta a las personas que están a su alrededor o ve sus intereses por encima de los otros? ¿Puede controlar

su enojo o la frustración que siente ante lo que no puede cambiar? ¿Puede renunciar a sus comodidades o a

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algún gusto por ti o por alguna otra persona, o siempre quiere hacer su voluntad, aun cuando no sea

beneficioso para los demás? Y es importante que te fijes si es capaz de darte muestras de afecto sin buscar

satisfacer su deseo. Si siempre que te toma la mano y te acaricia, se acerca a ti para hablarte de su amor y

continúa con un beso inocente que acaba por subir de intensidad y terminar en un beso y un abrazo muy

apasionado, quiere decir que no puede dar su cariño sin buscar a cambio saciar sus apetitos y esa no es

buena señal, porque lo único que quiere es su placer sin buscar el tuyo y no serás feliz en ningún aspecto, te

sentirás usada y sola.

–Y ahora ¿qué hago?

–Yo te invito a que seas cautelosa y lo observes con la razón, fríamente. Cuando estamos enamoradas

tendemos a enaltecer las cualidades de nuestro enamorado y disminuir sus defectos, a veces vemos solo lo

que queremos ver. Sé objetiva en tu análisis y evalúa sus actitudes, las pequeñas reacciones o comentarios

que pueden revelar muchas cosas. Y si sigues teniendo dudas es mejor posponer la boda o cancelarla a pasar

una vida de desdicha al lado del hombre equivocado.

–¿Y mi madre?

–Mi madre no se va a casar con él, por lo que su opinión no tiene ninguna validez en este tema. Solo la tuya

es la que cuenta, ya que es por tu felicidad –indicó, sabiendo cuál sería el veredicto de su madre.

Lizzie la miró pensando en que, aunque cayera en la tentación con ese hombre, siempre seguiría siendo su

hermana y la apreciaría, contrario al repudio que la sociedad le daría en dicha circunstancia.

Alguien tocó a la puerta y entró la Sra. Churchill para avisar que el Sr. Posset ya había llegado y que la Sra.

Bennet las esperaba para el desayuno. Asimismo, le entregó a su ama la carta que recién había llegado desde

Pemberley.

–Mi madre lo invitó a almorzar –explicó Mary–. Agradezco tus palabras Lizzie.

–En un momento las alcanzo.

Mary salió y se dirigió al piso inferior mientras Lizzie se retiró a su habitación para leer la misiva y

contestarla. Las Bennet, Georgiana y el Sr. Posset ya la esperaban en el salón principal, cuando alguien llegó

en un carruaje. Kitty se asomó a la ventana para curiosear y soltó la carcajada cuando vio de quién se

trataba. El Sr. Churchill abrió la puerta y recibió al visitante en tanto la señora de la casa descendía por las

últimas escaleras, viendo en la puerta al caballero que la esperaba. El Sr. Churchill se acercó a su ama,

seguido por el Sr. Philip Windsor, mientras Lizzie agradecía al mayordomo, quien se retiraba a sus

ocupaciones.

El Sr. Windsor se inclinó para saludar y luego inició, notablemente alborozado:

–Disculpe que la moleste, pero supe en casa de la Sra. Georgiana Donohue que ustedes estaban en Londres.

Mi hermano me ha solicitado que entregara la invitación para su boda, se celebrará próximamente.

–Le agradezco mucho –dijo recibiéndola–. Su madre me había informado hace tiempo del evento y nos da

satisfacción saber que pronto se llevará a cabo.

–Mi madre le guarda un cariño muy especial y seguramente estará feliz con la noticia de su actual embarazo,

mis felicitaciones –indicó mirándola con gran devoción.

–La Sra. Windsor es una persona encantadora, tiene usted suerte de tenerla.

–Me imagino que el Sr. Darcy debe estar feliz por su estado, agradeceré que le dé mis parabienes.

Lizzie bajó la cabeza con cierta tristeza en su mirada.

–Disculpe, pero ¿hay algún problema con el Sr. Darcy? –indagó Windsor con preocupación.

–No, solo que está en Pemberley. Lleva doce días fuera y no sé cuándo regrese.

–¿Ha tenido noticias de él?

–Sí, he recibido sus cartas con puntualidad.

–¿Sus hijos se encuentran bien de salud?

–Sí. Christopher ha mejorado su condición con el tratamiento médico que le hemos aplicado,

afortunadamente no se ha enfermado de gravedad desde que estamos en Londres.

–Me alegra escucharlo. Sin embargo, quiero informarle que estaré una temporada en Londres, si en algún

momento puedo serle de utilidad me complacerá servirle.

–Le agradezco todas sus atenciones.

–Con su permiso, Sra. Darcy.

El Sr. Windsor se despidió y se marchó. Al cerrar la puerta, se escucharon en el salón principal las

estruendosas risas de Kitty, mientras Lizzie caminaba lentamente hacia ellas. Al entrar, la Sra. Bennet, Kitty

y Georgiana estaban cerca de la puerta que había permanecido entreabierta durante su conversación con el

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caballero, con los oídos de las presentes agudizados, mientras Mary estaba sentada con el Sr. Posset, pero

prestando atención a lo sucedido.

–¡Vaya! ¡Nunca había visto nada igual! –exclamó Kitty–. ¿Vieron cómo la miraba? Y su interrogatorio,

como si quisiera saber todos los detalles de su vida. ¡Si lo supiera el Sr. Darcy!

Georgiana la miraba con desconcierto, sin querer entender lo que sucedía.

–Yo me encargaré de poner al tanto al Sr. Darcy de lo sucedido –declaró Lizzie.

–¿Según tu versión?

–Según la verdad. Que el Sr. Windsor vino a entregar la invitación a la boda de su hermano y lo manda

felicitar por el futuro nacimiento de su hijo…

–Que el Sr. Windsor se mostró sumamente preocupado al notar tristeza en la mirada de la Sra. Darcy y le

ofreció su ayuda y su consuelo –se burló.

–¡El Sr. Darcy está informado de que su esposa lo extraña y que añora su retorno, como también lo sabe el

Sr. Windsor!

–¿Y su madre es encantadora? ¡Lástima que no pudimos cazarlos! Al menos te quedará la esperanza de que

tienes asegurado el consuelo del gallardo Sr. Windsor en caso de que enviudaras.

–¡Kitty! ¡Si no tienes algo positivo para decir, mejor aprende a guardar silencio! –increpó furiosa.

–Discúlpame –dijo con indiferencia.

Lizzie tomó asiento y respiró profundamente, sintiendo flaquear sus fuerzas por la falta de alimento y el

disgusto. Georgiana se acercó a ella y se sentó a su lado, tomando sus manos para ayudarle a sosegarse.

–No es bueno que te mortifiques Lizzie –comentó la Sra. Bennet–. Tal vez sea conveniente pasar a

desayunar, con todo esto estoy más hambrienta y se está haciendo tarde para ir a la ciudad.

El Sr. Churchill tocó a la puerta y anunció que el almuerzo ya estaba servido, los presentes pasaron al

comedor, se sentaron y comieron comentando de algunos temas en que participó el Sr. Posset.

Lizzie hizo escasas observaciones por el enojo que todavía sentía, pero retornó su mirada a Mary y trató de

olvidar su disgusto en atención a su hermana, quien también estaba sumamente pensativa, invitándola a

participar más en la conversación. Sabía que siempre había sido una muchacha tímida e insegura, nunca

pudo sobresalir a los ojos de sus padres o amistades a pesar del gran esfuerzo que dedicaba a los estudios o a

sus tareas y la falta de sentido común había provocado que cometiera algunas imprudencias en su conducta,

ganándose el rechazo de los demás. Sin embargo, era una mujer generosa, compasiva, muy sensible y con

una gran capacidad de amar, en cuanto tuviera la suficiente confianza en sí misma de entregar su corazón.

Pero, ¿el Sr. Posset era la persona adecuada?

Mary participó poco, a pesar de las constantes invitaciones que Lizzie le hizo para que aportara algo

interesante a la plática, dando la impresión de que estaba indispuesta, pero Lizzie conocía la razón de su

ensimismamiento y rezó para que tomara la mejor decisión.

Terminando el desayuno, las Bennet y el caballero se despidieron y se marcharon en su carruaje. Cuando

este se alejaba, Georgiana preguntó:

–¿Acaso es cierto lo que estoy pensando?

–¿Qué estás pensando?

–Que el Sr. Windsor está interesado en ti.

Lizzie asintió circunspecta.

–¿Mi hermano lo sabe?

–Sí.

–¿Desde cuándo?

–Desde que el Sr. Windsor me conoció en el primer viaje que hicimos a Oxford, o tal vez antes, y Darcy está

enterado desde entonces.

–Y por lo visto, todos lo sabían menos yo.

–Tal vez Kitty haya tenido razón en decir que estabas tan enamorada que no te diste cuenta.

–¿También lo sabe mi marido? –reflexionó atando cabos del pasado.

–Seguramente sí.

–¿Y qué dice Darcy?

–¡Qué no ha dicho! Pero yo le he demostrado que nuestro amor es más fuerte que cualquier otra cosa. De

hecho, valoro más el amor de mi marido porque sé que es con el único con quien realmente podría ser feliz.

–¡Qué tranquilidad sería vivir con esa certeza!

–¿Acaso tú no la tienes?

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–Sí, claro –respondió con indecisión.

–Georgiana, sabes que puedes decirme cualquier cosa y que siempre tendrás nuestro apoyo.

–Sí, lo sé –suspiró, girando para retornar a la casa–. ¿Qué te ha dicho Darcy en sus cartas?

–Que ha tenido mucho trabajo, visitando las minas y las fábricas, teniendo varias entrevistas con los

encargados y resolviendo problemas laborales. Que la casa se siente muy sola y…

–Que te extraña mucho y que anhela regresar a tu lado.

–¿Es tan obvio?

–Sí, también me escribió una carta, para agradecerme que te acompañe en estos días. Le dije que para mí es

un placer y que lo hago con todo cariño.

–Gracias Georgiana.

Las damas se dirigieron al salón de juegos, donde encontraron a los niños entretenidos con el juego que la

Srita. Madison les ofreció. A media tarde, Rose se mostró inquieta, presentaba un poco de fiebre y

congestión nasal, por lo que Georgiana decidió retirarse más temprano de lo habitual. Lizzie las despidió y

se retiró con sus hijos el resto de la tarde.

Durante la cena con las Bennet, la madre comentó:

–Hoy fue un día agotador. No pudimos sentarnos en horas ya que fuimos y venimos a diferentes tiendas

haciendo todos los encargos.

–Y como el Sr. Posset nos acompañó a todos lados no pudiste quejarte de tu cansancio y tuviste que sonreír

con toda amabilidad –se burló Kitty–. Además, rechazaste su oferta de comprarme esos guantes de seda tan

bonitos.

–Por supuesto, el señor es un caballero y nosotras unas damas. Ya sabes que tanto los guantes como los

zapatos se consideran prendas íntimas que solo un marido puede comprar a su esposa, o un prometido a

vísperas de la boda, como fue este caso.

–Si fuera un verdadero caballero habría comprendido que su prometida y sus acompañantes estábamos

exhaustas y nos habría invitado algún refresco. Y podría haber insistido en complacer a la hermana de su

novia obsequiándole el regalo que ella quería.

–El Sr. Posset sí es un caballero Kitty, de lo contrario no habría consentido comprarte las baratijas que

escogiste. ¡Se gastó veinte libras en tus chucherías! –reprendió Mary molesta.

–¡Vaya, vaya! ¡Mary defendiendo a su enamorado! ¿Acaso ya te urge casarte? Me imagino que sí, después

de descubrirte estudiando cierta literatura.

–No sé a qué te refieres.

–¡Por supuesto que sí! Mamá, Mary estaba leyendo a Leonardo Da Vinci.

–¡Eso no es novedad! –exclamó la Sra. Bennet quitándole importancia al comentario de su hija.

–Que preste atención a ese autor no, ¡pero el tema de su estudio es escandalizador!

–Ya te dije que Leonardo Da Vinci también era científico y anatomista –declaró Mary enfadada.

–Nombres elegantes para describir ese tipo de trabajo.

–Bueno, bueno –interrumpió la Sra. Bennet–. Kitty, deja que tu hermana explique de qué se trata todo este

asunto.

–Leonardo Da Vinci, como anatomista, hizo varias investigaciones sobre el cuerpo humano –aclaró Mary.

–No creo que su repentino interés sea porque le gusta la Medicina. No es capaz de curar una simple cortada

–se burló Kitty riendo.

–Deja que tu hermana termine de explicarse –solicitó la Sra. Bennet con muy poca paciencia en el tono de

voz.

–Encontré un libro en la Biblioteca que me interesó sobre las aportaciones que hizo Leonardo Da Vinci a la

Medicina, es parte de nuestra investigación –Mary se sonrojó al recordar la vergüenza que sintió cuando el

Sr. Lauper la encontró examinando esa página, justificando su indiscreción diciendo que su hermana

esperaba un bebé.

–¿Ves mamá? ¡Ella sola se ha puesto en evidencia! Si pudieras ver ese material, me comprenderías –señaló

Kitty.

–¿Y cuáles son los temas de estudio que aborda en ese libro que te da tanto bochorno admitir? –indagó la

Sra. Bennet.

–La reproducción humana –susurró Mary apenada.

–Ah.

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–Mamá, eso no es todo. ¡La caché viendo un dibujo de una pareja en pleno acto!, sumamente interesada –

recalcó Kitty.

–Todo lo explica desde el punto de vista de la Biología… –afirmó Mary temerosa–. También habla sobre el

desarrollo del bebé en el vientre materno.

–A esa hoja no le prestaste casi nada de atención.

–Bueno, supongo entonces que ya me has ahorrado una plática contigo previa a tu boda –dijo la Sra. Bennet

tratando de tranquilizar los ánimos–. Aunque seguramente el Sr. Posset no querrá que sepas mucho del tema

hasta que seas su esposa. Lizzie, te voy a pedir de favor que conserves ese libro y cuando tengas oportunidad

lo devuelvas a la Biblioteca, no creo que sea conveniente que esté en manos de una señorita a punto de

casarse.

–¿Eso es todo lo que dirás? –reclamó Kitty–. Si hubiera sido yo la que cometió la indiscreción, me habrías

castigado severamente.

–Tú no estás prometida, ni siquiera tienes posibilidades de tener un pretendiente.

–¡Porque todas mis hermanas me los han robado! –gritó furiosa y abandonó el comedor.

–Al menos agradezco que todo esto haya sucedido sin algún caballero presente –suspiró la Sra. Bennet

aliviada–. A veces me pregunto por qué tengo que cargar con los fracasos de mis hijas.

–¿Acaso solo querrías disfrutar de sus éxitos? –murmuró Mary indignada.

–Pero tú ya no tienes de qué preocuparte hija. Pronto estarás felizmente casada y yo estaré dichosa con tu

nueva situación, como lo estoy de tus otras hermanas.

–¿Y si esa nueva situación fuera la causa de la infelicidad de tu hija? –indagó Lizzie–. ¿Qué harías?

–¿Te refieres a que fuera infeliz en su matrimonio?

–Sí.

–Eso no es posible, claro que en todos los matrimonios hay problemas. ¿Quién no los tiene? Lo más

importante es conseguir a un buen partido, y el Sr. Posset lo es. Además, a todas luces Mary está enamorada,

si es eso lo que te preocupa Lizzie –afirmó la Sra. Bennet causando que Mary se ruborizara–. Ojalá

apareciera un duque o un conde, aunque sea viudo, para Kitty. ¿Supiste que lord Russell se casó? Sentí

mucha pena con la noticia, habría sido un excelente partido para una de mis hijas.

Cuando la cena concluyó, Lizzie se despidió de su madre y de Mary, ya que saldrían al alba, como era el

deseo del Sr. Posset, y ya no las vería sino hasta antes de viajar a Escocia para la ceremonia.

Subió las escaleras y, a pesar de su enorme cansancio, tocó en la puerta de Kitty y entró. La encontró

acostada en la cama, con el vestido arrugado y llorando. Al sentir su presencia, Kitty se incorporó y le dijo

más calmada:

–Mi sueño era casarme con un apuesto, joven y rico duque, tener muchos hijos, viajar y tener un montón de

vestidos bonitos y joyas preciosas, asistir de su brazo a numerosas fiestas en Londres, reír toda la noche y

bailar hasta el cansancio.

–Lo más importante para la felicidad no es el dinero, ni la posición.

–¿Tú me hablas de eso?

–Si el Sr. Darcy hubiera sido una persona sencilla, tal vez un pequeño terrateniente en un lugar apartado de

la ciudad y me hubiera enamorado como hoy lo estoy de mi marido, igual lo habría aceptado y habría

querido tener muchos hijos con él. Habría sido igual de feliz que hoy.

–Bajo esas circunstancias tal vez habría estado forzado a enlistarse, como muchos otros. Pero nadie ha

esperado que el Sr. Fitzwilliam Darcy de Pemberley asista a la guerra, su primera obligación con el reino es

engendrar herederos y multiplicar sus riquezas, más teniendo en sus manos las minas de carbón que son tan

importantes.

–En eso tienes razón. No puedo imaginarme el sufrimiento y la zozobra que viven muchas mujeres en espera

de sus maridos que combaten contra Napoleón.

–Ya sé que eso es imposible, pero si el Sr. Darcy se quedara en la calle, por alguna razón, ¿lo seguirías

amando?

–Por supuesto que sí.

–¿Y tú crees que todos los hombres son buenos amantes?

–¡Vaya!, ¿a qué viene esa pregunta? –inquirió sorprendida.

–Quiero saber si una mujer casada puede esperar que su esposo sea un buen amante. Yo sé que el Sr. Darcy,

el Dr. Donohue y Wickham lo son, solo hace falta observar ese brillo tan especial en la mirada de sus

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mujeres –explicó al ver el recelo de Lizzie–, aunque no lo he visto en todas las esposas. Jane, por ejemplo, o

Charlotte.

–Te responderé lo que pienso, esperando que si quieres ahondar en el tema, lo hagas conmigo. Yo pienso

que el amor es lo más importante en el matrimonio, la sexualidad debemos verla como un medio para dar

amor y vida, no como un fin. Si tú amas y eres correspondido, todo lo demás es más sencillo: la convivencia

diaria, la ayuda y el consuelo mutuo, la educación de los hijos, los desacuerdos que existen, aún los

problemas. El acto conyugal se vuelve una manifestación de ese amor hacia el consorte al entregarse por

completo para lograr una unidad de cuerpo y de espíritu, dando como resultado la felicidad al donarse y

saberse amado por la otra persona. Sin embargo, por desgracia no es suficiente que el marido ame a la

esposa para complacerla sexualmente, se puede complacer a una mujer sin necesidad de amarla aunque

estarán lejos de la verdadera felicidad. Ciertamente hay matrimonios que se aman y que son felices a pesar

de que la mujer no haya experimentado el placer sexual.

–Entonces, ¿qué hace que un hombre sea un buen amante?

–Para mí, lo más importante es el amor, porque si amas a la otra persona tratarás de hacer que se sienta bien,

de sentirse amada, buscarás hacer lo mejor posible para agradarle, te arreglarás para él y él procurará ser de

tu agrado, te acordarás de tu marido y tendrás pequeños detalles que alimentarán su amor durante el día para

que en la noche se lo demuestres enteramente y viceversa. Necesitas conocerlo, a través de la convivencia y

de la comunicación verbal y corporal, y que él te conozca bien en todos los sentidos, que ambos sepan

cuáles son las necesidades afectivas de cada uno y tratar de satisfacerlas para que el otro sea feliz, dentro y

fuera de la alcoba. Sin duda, el hombre debe ser muy generoso, necesita tener un fuerte dominio sobre sus

pasiones para saber esperar a que su mujer esté lista y llevarla al clímax, sin buscar primero su satisfacción,

y ser cariñoso y atento después; debe poder renunciar a ella cuando así lo ameritan las circunstancias. La

esposa, por su parte, debe comprender que el marido tiene una necesidad sexual muy importante que solo

ella puede cubrir y no negarse por cualquier razón, con riesgo a mermar su relación, por lo que el hombre

debe procurar que la mujer se sienta bien con él y evitar que ella lo vea como una obligación o le sea

desagradable. Para eso, yo creo que el marido requiere saber lo que puede satisfacer a una mujer,

comprender que la sexualidad femenina es distinta a la suya y que las necesidades de uno y otro son muy

diferentes, para actuar en consecuencia.

–¿Te refieres a tener alguna experiencia previa al matrimonio? Entonces ¿el Sr. Darcy tuvo amantes o

visitaba a los burdeles?

Esa pregunta silenció a Lizzie por unos momentos porque, aunque era frecuente y aceptado que los hombres

tuvieran cierta experiencia antes del matrimonio, Darcy siempre le había dicho que había reservado todo su

amor para su esposa y que con ella había aprendido todo lo que sabía al respecto. Aún así, la pregunta

resonó en su interior como nunca creyó posible, sus declaraciones no afirmaban ni negaban que hubiera

compartido la cama con otra mujer. Sintió un enorme vacío en el corazón, percibiéndose como si estuviera

perdida entre la niebla. Recordó la primera noche a su lado, fríamente, y podía afirmar que Darcy había

sabido lo que tenía que hacer para satisfacerla, igualmente supo qué hacer ante su primer periodo de

casada…

Lizzie se despertó con ese molesto cólico que la importunaba cada mes, ahora se le había adelantado. Se

llevó la mano al vientre esperando que no hubiera rastro de su estado en el camisón o en la sábana y retiró

lentamente el brazo de Darcy que la aprisionaba para levantarse. Se colocó la bata, amparada todavía por

la oscuridad de la habitación, y se escabulló al cuarto de baño, debatiéndose interiormente sobre la forma

en que se lo comunicaría a su marido –no quería ocasionarle un desencanto, ya que la nueva situación

provocaría algunos cambios en los próximos días–, sintiendo mucha vergüenza al tener que hablar de esos

temas con un hombre, ¡nunca lo había hecho!

Al terminar de alistarse se dirigió a la alcoba, abrió la puerta encontrando a su marido muy agitado

caminando hacia ella, desprovisto de ropa, provocándole cierto embarazo, pero a él parecía no importarle,

como si estuviera acostumbrado a pasearse en esas condiciones, aunque debía reconocer que era

magnífico. No soslayó en pensar cuándo se atrevería a tocarlo.

Ahora se preguntaba si esa naturalidad se debía a que estuviera habituado a mostrar su desnudez ante alguna

mujer.

Sin percatarse de su observación, Darcy indagó, tomándola de los brazos:

–Lizzie, ¿te encuentras bien?

–Sí… salvo un dolor…

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–¡Dios! ¡Te he hecho daño! ¡Lo siento tanto! –exclamó verdaderamente apenado.

–Tus efusivas muestras de afecto no son las responsables de mi malestar –aclaró bajando la mirada,

agradeciendo la poca luz que ocultaba sus mejillas sonrojadas.

–¿No? –inquirió con alivio en la voz–. Entonces… ¿se trata de tu ciclo?

Lizzie asintió y él la abrazó con ternura, como si se quitara un enorme peso de sus hombros y deseara

protegerla de toda contrariedad.

Tras unos momentos en que Lizzie percibió su consuelo, Darcy la cargó y la llevó a la cama, acomodó las

almohadas y la tapó. Luego se retiró al baño de donde trajo un paño húmedo, se sentó a su lado, descubrió

su vientre y se lo colocó.

–¿Quieres un té? ¿Te funciona bien el de manzanilla, canela o el de tomillo de salvia?

O tal vez prefieras de hierbabuena o de anís.

–Tal vez el de manzanilla, pero más tarde.

–El Sr. Churchill lo puede traer ahora.

–Me agradaría mucho con el desayuno.

–Ya sé que el dolor es normal pero ¿te ha revisado un médico? Puedo mandar llamar al Dr. Robinson, es de

toda mi confianza.

–No es necesario, pronto pasará.

–Entonces, trata de dormir –dijo acariciando su rostro y notándolo húmedo–. ¿Y esas lágrimas?

–No quiero ser una decepción para ti –indicó conmovida por las atenciones de su marido.

–¿Lo dices por no concebir en las primeras semanas de casada? Creo que tenemos mucho por delante para

poder cumplir tu sueño.

–No lo decía por eso… No podremos…

–… ¿hacer el amor en algunos días?

Lizzie asintió.

–Hay otras formas de hacerte el amor –aclaró Darcy mostrando toda su compasión–, como esta –indicó

besando la frente de su mujer repetidas veces, luego enjugó sus lágrimas con besos–. Esperaré hasta que te

encuentres dispuesta.

Lizzie reconoció que con el tiempo fueron pasando por alto aquella situación, llevados por la necesidad de

amarse.

Ella aprisionó sus mejillas con las manos y lo besó dulcemente en los labios para agradecer su

comprensión –era la primera vez que tomaba la iniciativa fuera del acto conyugal– y se sintió muy

orgullosa al ver que Darcy mantuvo firme la decisión, a pesar de que su cuerpo manifestara total

desacuerdo.

Esa mañana fue la primera vez que no compartieron el baño de burbujas. Lizzie se negó rotundamente ya

que no podía sumergirse en agua y no quiso que Darcy le ayudara a verter el agua para enjuagarse,

todavía no se sentía lista para presentarse desabrigada ante sus ojos y no quería que viera la evidencia de

su condición, pero lo extrañó. Se prometió que pronto estrenaría esa ropa tan bonita y tan seductora que su

marido le había regalado, felicitándose porque había progresado en la confianza al dormir sin ropa

interior y reviviendo la exaltación que su esposo mostró al percatarse de que ya no tenía que lidiar con ese

obstáculo, permitiendo que sus manos vagaran por más tiempo sobre su cuerpo: había sido exquisito.

Después le preguntó cómo había sabido qué podía hacer para remediar su malestar y él se limitó a

responder:

–Un esposo y amante devoto debe saber cómo atender a su amada.

–No, me ha dicho que no –declaró aún con la duda en el corazón, ya que sabía que si expresaba su

incertidumbre, Kitty se serviría de ella para alimentar los cotilleos y burlarse de ellos, aunque interiormente

se prometió averiguar la verdad de una u otra forma.

–Entonces ¿era virgen? ¡Quién lo hubiera dicho!

–Kitty, el matrimonio es una fuente de felicidad para el ser humano, pero no es la única –reveló, cambiando

de tema.

–Entonces, ¿me sugieres que entre a un convento?

–Podría ser, si tuvieras vocación –dijo dejando la puerta abierta aunque sabía que esa no era opción para su

hermana–. Tú puedes ser feliz en tu soltería si encuentras un propósito en la vida, alguna actividad

productiva que te guste y que ayude a los demás. Piensa también que de esta manera podrías ser más

interesante para los hombres, como Mary que le apasiona el estudio y la música y ha encontrado a alguien

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que la admire por ello. Aunque no todos están llamados al matrimonio y es mejor permanecer soltera si no

encuentras a la persona adecuada para casarte.

–Pero ¿acaso no entiendes cuál es mi posición? Tarde o temprano todos esperan que una mujer se case, y si

no… ¡estás fuera! Ya no soy una jovencita debutante, pero todos los del condado me miran y murmuran a

mis espaldas… y te aseguro que no son halagos. Y ya no se diga el rechazo que continuamente recibo de mi

madre que tiene que cargar conmigo a todos lados, además de que dependo por completo de su caridad. ¡Soy

soltera, la única de las Bennet que queda!, y entre más pase el tiempo…

–Kitty, tal vez sea hora de que veas otros caminos que puedes tomar y también asumir otra actitud ante la

vida. No todo puede ser diversión, pero puedes encontrar mucha satisfacción en alguna labor que te guste.

–Como tú con las flores.

–Sí, aunque por el momento he tenido que dejarlo de lado, pero te aseguro que en un futuro retomaré la

actividad porque me agrada. Tú sabes que también me encanta leer y estudiar, quiero aprender francés, de

hecho estoy aprendiendo. Si no fuera una cosa, podría dedicarme a la otra, o a varias, si es que el tiempo y

mi familia me lo permiten. Tú, ¿qué opciones tienes?

–No lo sé.

Lizzie comprendió la importancia que tienen los padres al ofrecer y motivar a sus hijos a que conozcan y

realicen diferentes actividades, además del estudio, para que puedan escoger las que les guste realizar y en

donde puedan desarrollarse como personas. En su caso fue algo tan natural que su padre le mostrara un

amplio abanico de posibilidades y que ella se entusiasmara tanto que ahora una elección, en caso de que

tuviera que hacerla, sería muy sencilla. No así con Kitty, que la habían dejado libre y ella había escogido

pasar su mayor tiempo con Lydia en pos de la diversión. Ahora, no sabía qué hacer porque no conocía las

alternativas.

Lizzie no pudo reprimir un fuerte bostezo, pero añadió:

–Discúlpame… Por el momento tienes que pensar mucho en qué puedes hacer con tu vida, en lugar de

lamentarte por algo que tal vez no te toque. Piénsalo y continuaremos nuestra plática en otra ocasión –

concluyó poniéndose de pie.

–Lizzie, antes de que te vayas… ¿por qué se consideran prendas íntimas a los zapatos y a los guantes?

–Porque son prendas que deben ajustar… a la perfección con el cuerpo de la mujer, como sucede en el

matrimonio.

–¿Es tan perfecto?

Lizzie rió pensando que en su caso lo era, a pesar de los problemas, pero que por desgracia no era una

realidad generalizada.

–Bueno, ya puedes irte, supongo que si la Sra. Darcy no se reporta pronto en su dormitorio, empezarán a

buscarla por toda la casa…

–Así es…

–Si eso sucede cuando el Sr. Darcy no se encuentra, ya me imagino lo que pasará cuando sí esté.

Lizzie sonrió con añoranza y se despidió de su hermana, sin poder apartar de su mente esa pregunta que

tarde o temprano tendría que hacerle a su marido.

CAPÍTULO VI

Al día siguiente, Lizzie se levantó y atendió a Matthew, quien pedía que lo sacaran de su cuna. Enseguida le

sirvió su botella de leche y le alcanzó los cubos de madera para que se entretuviera en tanto escogía la ropa

que sus hijos usarían ese día. Sacó los conjuntos que Darcy había adquirido hacía unas semanas y escuchó

los primeros sonidos de Christopher, en señal de que estaba despertando. Giró y se llevó una gran sorpresa al

percatarse de que Matthew estaba parado en medio de la habitación, dando sus primeros pasos hacia ella.

Emocionada y tratando de guardar silencio para no interrumpir la delicada tarea de su pequeño, se hincó

para recibirlo con cariño en sus brazos y festejar con él su gran logro; lo abrazó, lo meció y lo llenó de

besos, luego lo vio a los ojos, azules como los de su padre, y no pudo evitar sentir una profunda nostalgia

por la ausencia de su marido.

–Si tu padre estuviera aquí, si pudiera verte dando tus primeros pasos, se sentiría muy orgulloso de ti.

Nuevamente lo abrazó, para que no se percatara de las lágrimas que se escapaban de sus ojos. Christopher,

parado en su cuna, pidió algún juguete que había llamado su atención. Lizzie se levantó y lo cargó,

colocándolo en el suelo junto a su hermano. Jugó con ellos un rato, armando una torre que rápidamente era

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derribada por los niños, les enseñó a colocar un cubo sobre otro, pero solo lograban armar torres de dos o

tres piezas, ya que ellos mismos las derrumbaban enseguida.

Luego de algunas risas de los pequeños que le regresaron la tranquilidad, los cambió de ropa y los alistó. La

Srita. Madison tocó a la puerta y entregó a su señora la correspondencia que había llegado minutos antes.

Lizzie la recibió y la abrió de prisa, sentándose en el sillón, mientras el aya terminaba de atender a los

pequeños para llevarlos a desayunar en tanto su madre se alistaba.

“Mi amada Lizzie: Hoy fue un día largo, inició antes del alba con un deseo creciente de ver tus ojos, sentir

tus labios como todas las mañanas, con una agonía en el alma al desconocer cuándo podía regresar. Recordé

las innumerables veces que disfrutamos contemplar el amanecer a través de nuestra ventana y al observar tu

retrato quise llenar mi espíritu de tu alegría, sin conseguirlo. Inicié las jornadas de trabajo con el desánimo y

la obligación pesando sobre mis hombros, percibiendo una enorme responsabilidad muy difícil de llevar

sintiendo tu lejanía, pero recordando las palabras de comprensión y de apoyo que me diriges en tus cartas,

solo así puedo continuar cumpliendo con mis deberes. A pesar de lo dificultoso de las diferentes entrevistas,

ahora siento una enorme tranquilidad al poder comunicarte la grata noticia de que estamos llegando a

acuerdos satisfactorios que me permitirán regresar a la brevedad a tu lado. Con solo saber que pronto

volveré a verte, ha regresado a mí la esperanza y la alegría. Te extraño como todos estos días, pero hoy por

fin siento el gozo que irradia mi corazón al saber que en poco tiempo estaré con ustedes. Con todo mi amor,

Darcy”.

Lizzie suspiró, llena de esperanza de que pronto regresaría su marido. La Srita. Madison ya se había retirado

con los niños, ni siquiera la escuchó. Se levantó y se dirigió a su habitación, donde se sentó en la silla para

responderle a su marido, sin saber si contarle la nueva hazaña de Matthew o mejor esperar a su retorno y que

lo viera con sus propios ojos.

“Mi bien amado Darcy: Me has dado una alegría enorme al participarme de los satisfactorios avances que se

han logrado, pero sobre todo, que pronto estarás con nosotros. Rezo todos los días y todas las noches antes

de acostarme para que tus asuntos se resuelvan como mejor convenga. Me hace tanta falta tu amor y tu

cariño, el apoyo y la seguridad que me brindan tus brazos, el calor que solo a tu lado puedo sentir. Me he

dado cuenta de que eres el único con quien puedo ser feliz. Pasan las horas tan lentamente a lo largo del día,

a pesar del juego de los niños, a pesar de la grata compañía de Georgiana; me gustaría que estuvieras aquí

para poder visitarte en tu despacho mientras trabajas, platicar contigo de múltiples temas, del juego de los

niños y de sus avances, que pudieras observar la sonrisa que hoy vi en el rostro de Matthew… te extrañan,

aunque no como yo, y sé que nadie puede llenar mi corazón como lo haces tú. Te amo, Lizzie”.

Esparció arena en la superficie del papel, dobló la carta, derramó un poco de cera y colocó el sello familiar

para lacrarla y mandarla por el correo esa misma mañana. Deseaba que esta misiva no fuera leída por su

esposo, al menos próximamente, esperando que tal vez él retornara antes de que esta llegara a Pemberley.

Guardó todo, se levantó de la silla y se retiró a alistarse.

Cuando estuvo lista, bajó a desayunar al comedor, deseando que las horas pasaran más deprisa. El Sr.

Churchill interrumpió sus alimentos para entregarle una correspondencia de la Sra. Donohue:

“Querida Lizzie: Lamento que hoy no pueda ir a visitarlos ya que Rose ha continuado con fiebre y Patrick

me indicó que es necesario que se quede en casa. En cuanto pueda salir, reanudaremos nuestras amenas

visitas; discúlpame con Darcy por no poder acompañarte estos días. Con cariño, Georgiana”.

Al terminar el almuerzo, se reunió con sus hijos, pasando con ellos el resto de la jornada.

Pasaron dos días y Georgiana no se presentó, tampoco llegó carta de Darcy; Lizzie le escribió, como todas

las mañanas, pero alimentaba la esperanza de que tal vez ese día llegara. Lizzie permaneció despierta hasta

entrada la noche sin recibir sus noticias: tal vez solo se habían retrasado las cartas en el correo.

Por la mañana, al terminar el desayuno, el Sr. Churchill anunció la visita del Dr. Donohue a su ama. Lizzie

se puso de pie, extrañada de escuchar ese nombre, ya que no lo esperaba. Después de los saludos, ella

preguntó:

–¿Cómo sigue Rose de su resfriado?

–¿Resfriado? No, no fue un resfriado. Sra. Darcy, me gustaría revisar a sus hijos.

–Sí, claro, pero ¿sucede algo?

–Sra. Darcy, estoy obligado, por los síntomas que presenta Rose, a revisar a sus hijos a la brevedad. No

sabemos si se han contagiado.

–Pero ¿de qué está hablando?

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–Rose presenta los síntomas de una enfermedad común en los niños, un tipo de sarampión…

–¿Sarampión? ¿Cree usted que alguno de mis hijos se haya contagiado?

–Es muy posible.

Lizzie se mostró muy preocupada, recordando que había oído hablar de esa terrible enfermedad en los niños

que se podía complicar y ser letal en algunos casos. Lo vio a los ojos, tratando de encontrar respuestas a

todas sus dudas que aumentaban la incertidumbre. Donohue se veía preocupado, pero explicó:

–Sra. Darcy, esta variedad de sarampión o Rötheln, como los alemanes la han llamado, no es tan grave en

los niños. Por los síntomas que presenta Rose, a semejanza de algunos otros niños que han ido al

consultorio, es una enfermedad que dura una semana y no presenta mayores complicaciones en los infantes

que son atendidos adecuadamente. En realidad, la que me preocupa es usted.

–¿Yo?

–Sí, es una enfermedad sobre la cual todavía existen muchas dudas, pero se ha visto y lo he confirmado con

el Dr. Robinson que de enfermarse usted, puede traer serias consecuencias a su bebé.

–¿Qué consecuencias?

–Puede ocasionar aborto y, en caso de que el embarazo continúe, el bebé puede nacer con problemas de

ceguera, sordera, retardo mental, alteraciones cardíacas, según los casos que el Dr. Robinson y otros

médicos han dado seguimiento a lo largo de los años. No sabemos hasta dónde pueda resultar dañado, pero

consideramos prudente disminuir el riesgo de contagio que pudiera tener usted, a menos de que tenga la

certeza de haber estado enferma de niña.

–No sabría decirle. ¿Y mis hijos?

–Me gustaría revisarlos, pero estamos frente a una epidemia que se presenta cada determinado tiempo. Rose

no es el primer caso, y lo más probable es que sus hijos ya estén contagiados. Debido a esto, el Dr. Robinson

y yo recomendamos que, aun cuando sus hijos no presenten todavía los síntomas, será mejor que los lleve a

mi casa el tiempo necesario para que pase el peligro de contagio, y usted permanezca aquí recluida por algún

tiempo, dada la alta posibilidad de que se contagie en las calles.

–¿Por cuánto tiempo se los llevaría?

–Poco más de una semana. Desde que aparecen las erupciones en la piel, el peligro de contagio continúa

aproximadamente siete días. Rose hoy empezó con ellas.

–¿Y si no aparecen las erupciones?

–Esperaríamos unos días más para asegurar de que no fueron contagiados, pero dadas las circunstancias

dudo mucho que esto suceda.

Lizzie bajó la mirada, preocupada por la situación, sus hijos estarían enfermos y ella no podría estar con

ellos.

–Y Georgiana, ¿no corre peligro?

–Gracias a Dios tengo la certeza de que ella no está embarazada. Y no lo estará, por lo menos en los

próximos meses.

–Habla con tanta seguridad…

–Simplemente no lo haré posible.

–¿Y Georgiana está de acuerdo?

–Hasta ahora, no ha manifestado ningún inconveniente a esta situación –respondió irritado–. ¿Me permite ir

a revisarlos?

–Claro, lo acompaño.

–No Sra. Darcy. Es mejor que usted esté alejada de ellos, lo siento. Iré a revisarlos y me los llevaré, si gusta

después mandaré a alguien para que recoja su ropa.

–Le pediré a la Sra. Reynolds que lo acompañe, para que ayude en su cuidado.

–Yo vendré a revisarla todos los días y podré informarle de sus pequeños.

–Muchas gracias doctor –dijo, aunque no sabía si realmente estaba agradecida.

Lizzie esperó en el salón principal mientras hablaba con la Sra. Reynolds de la situación, quien se retiró para

preparar algunas cosas y alcanzó al Dr. Donohue en la habitación de los niños. A los pocos minutos se

escuchó el ruido de los pequeños y los pasos bajando por las escaleras; se quiso asomar a la puerta, como si

fuera una espía. Tenía que verlos, aunque no podía despedirse de ellos, no los vería en los próximos días,

ella los extrañaría y sabía que ellos también: Matthew había dado sus primeros pasos con ella y ya no podría

disfrutar de su progreso ni practicar con él, tal vez Christopher caminaría en los próximos días y ella no

estaría con él para festejarlo. Cuando el portón se cerró, se acercó rápidamente a la ventana para verlos

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partir, ellos lloraban, aun cuando Donohue los trataba con delicadeza. La Sra. Reynolds abordó el carruaje y

recibió a uno de los niños, luego Donohue se introdujo en él con el otro niño en brazos.

Lizzie sintió un dolor muy profundo por esa separación, a pesar de saber que era lo mejor en esas

circunstancias. No pudo evitar sentir una gran preocupación por la salud de sus niños, aun cuando el doctor

le había asegurado que no corrían peligro, ¿y si se enfermaban y su vida se ponía en riesgo?, ¿y si esta vez

era la última que los veía? Ni siquiera se había despedido de ellos y sentía como si los hubiera abandonado

para siempre. Respiró profundamente antes de darle rienda suelta a su cabeza sosteniéndose sobre el

alféizar, tenía que confiar en el criterio del médico y sobre todo en la voluntad de Dios, aunque le ocasionara

un inmenso dolor. Nunca se había separado de sus hijos por más de unas cuantas horas y ahora sentía que la

vida se le iba con ellos. No tenía en quién apoyarse ante esta situación, su marido continuaba en Pemberley

y desde el día anterior no recibía noticias suyas.

Cuando el carruaje desapareció de su vista se sentó en el sillón, sintiendo esa gélida soledad que le helaba el

corazón. Todo había sido tan repentino, ahora estaba sola en esa mansión, sin ánimos de levantarse, como

hacía mucho no le sucedía. Se llevó la mano al vientre, pensando en que este sacrificio lo tenía que cumplir

por ese ser que llevaba en las entrañas, esperando, rezando y deseando que su marido no dilatara en regresar,

como lo había manifestado en su última carta, y orando para que sus hijos estuvieran bien.

Pasado un largo rato, la Sra. Churchill la interrumpió en sus cavilaciones entregándole la epístola de su amo

que recientemente había recibido del correo. Lizzie sintió el corazón acelerado, se puso de pie para tomar el

documento y lo abrió con rapidez mientras le agradecía y tomaba asiento. La Sra. Churchill se retiró y ella

inició su lectura:

“Mi Perla adorada: ¡Cómo me gustaría que estuvieras a mi lado en estos momentos para decirte lo mucho

que te extraño! Hoy he tenido un momento de respiro después de las arduas jornadas de la semana y al

término del servicio dominical di una larga caminata por los alrededores deseando disfrutar de tu compañía,

evitando enfrentarme con la enorme soledad que me asedia al llegar a la casa donde me siento rodeado de tu

perfume y de tantas cosas que me recuerdan a ti, pero sabiendo que no podré encontrarte, que no podré

contemplar el brillo de tus ojos cuando sonríes al verme llegar, sintiendo, por otro lado, el corazón lleno de

pena… Por desgracia, algunos asuntos se han complicado y exigen mi atención por más tiempo del

estimado, por lo que mi retorno tendrá que posponerse hasta nuevo aviso”.

Lizzie sintió un intenso escozor en los ojos, la vista se le nubló impidiéndole continuar con la lectura, hasta

que parpadeó y despejó las lágrimas que se habían agolpado. Resolló, tratando de aliviar el dolor en el pecho

y sostuvo su cabeza con la mano recargada en el brazo del sillón por unos momentos, luego prosiguió:

“Rezo para que pronto pueda estrecharte nuevamente entre mis brazos sabiendo que tu ausencia es por tu

bienestar y el de nuestros hijos, pido a Dios que los bendiga abundantemente. Siempre tuyo, Darcy”.

Miró hacia la ventana, tratando de encontrar consuelo al ver el cielo azul, pero sintió mayor la lejanía de sus

seres queridos, encontrándose en un desierto rodeada de innumerables cosas que le recordaban a su amada

familia. Sacó del bolso de su vestido el pañuelo con el que enjugó las nuevas lágrimas que brotaban con

generosidad, dobló la carta, se puso de pie y se dirigió a la mesa donde buscó unos pliegos de papel. La tinta

ya se estaba terminando por lo que se encaminó al despacho de su marido.

Al entrar inspiró hondamente, reconociendo la fragancia de su amado al instante, como si él estuviera

esperándola. En su mente vislumbró cómo se levantaba para saludarla y se acercaba a ella para tomarla de

las manos, recordó el cariño con que la veía, la ternura con que la besaba, la pasión con que la estrechaba.

Cerró la puerta tras de sí resonando el tono de su voz cuando en ese mismo lugar la había consolado en sus

tristezas, acarició la fina madera de la mesa donde lo había visto trabajar en diversas ocasiones, donde la

había poseído amorosamente, deseando perderse en la profundidad de sus ojos azules mientras la

contemplaba con devoción, escuchar su sonora risa que la envolvía de felicidad. Se sentó en el sillón, sacó

una hoja de papel y el tintero pensando en que pronto sería su cumpleaños, augurando que lo pasaría en la

máxima soledad, ni siquiera podría pasarlo con sus hijos. Recordó su primer celebración de casada, que

festejó en Londres con la única compañía de su esposo, la había invitado a pasear y a cenar, nunca olvidaba

obsequiarle un ramo de flores al iniciar el día y diversas demostraciones de cariño que la llenaban de alegría

y satisfacción, los arrumacos que recibía todos los días y que ahora extrañaba tanto. Mojó la pluma con la

tinta y empezó a escribir:

“Mi amado Darcy: Con gran expectativa he recibido tu carta del domingo, después de algunos días de

retraso, y he sentido una enorme congoja justo cuando mi corazón te extraña de sobremanera, con el único

consuelo de saber que estoy en tus pensamientos y en tus oraciones, sintiendo un insondable aislamiento.

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Georgiana no ha venido y continúa al cuidado de su pequeña y ahora de sus sobrinos: hace unos momentos

el Dr. Donohue se llevó a Christopher y a Matthew a su casa por el sarampión que teme les aqueje en los

próximos días y que representa un grave peligro para mi embarazo, dice que es una medida de precaución

que debemos tomar ya que ignoramos si lo he padecido con anterioridad. Donohue vendrá todos los días a

revisarme e informarme del estado de nuestros hijos, dice que debo quedarme en casa ya que hay epidemia

en las calles. Disculpa que con esto aumente tu preocupación, ahora tienes un motivo más para rezar por

nuestro bienestar: Dios quiera que no me haya contagiado de esa enfermedad y ocasione daños irreversibles

a nuestro hijo. No pude despedirme de ellos, solo los vi por la ventana mientras su tío los cargaba en

compañía de la Sra. Reynolds, por lo pronto estarán a su cuidado por una semana o un poco más, según la

evolución que tengan.

Solo con verlos partir ya siento que los extraño, pero mi corazón lucha por sobrellevar un dolor todavía

mayor: tu ausencia. Elevo mis oraciones a Dios para que pronto regreses a mi lado. Con todo mi amor,

Lizzie”.

Puso suficiente arena para secar la tinta y alguna lágrima que amenazaba con manchar el escrito. Mientras

preparaba el documento para enviarlo, alguien tocó a la puerta y entró el Sr. Churchill, emitiendo un resuello

de alivio.

–¿Sucede algo? –preguntó Lizzie extrañada.

–Disculpe Sra. Darcy, no la localizábamos y no pensé que estuviera aquí. ¿Se encuentra bien?

–Sí gracias. Por favor envíe este documento a Pemberley y coloque más tinta en el salón principal.

–Sí señora. Hay una persona que ha preguntado por usted y la espera desde hace rato.

–Gracias –dijo poniéndose de pie y, seguida de su mayordomo, salió de la pieza.

Cuando entró al salón principal se quedó paralizada al ver quién la esperaba.

–¡Sra. Darcy! Por fin aparece, ¿le gusta frecuentar el despacho de su esposo cuando él se ausenta? –inquirió

la Sra. Willis aproximándose a ella.

Lizzie dio unos cuantos pasos tratando de recuperarse de la impresión, enseguida le ofreció tomar asiento

mientras le servía una taza de té, que ya estaba dispuesto en una mesa. Se acercó para entregarle su bebida y

se sentó en una silla.

–He venido brevemente a Londres a hacerme una revisión médica, justo vengo del consultorio del Dr.

Donohue donde me enteré de la noticia de la enfermedad de sus gemelos y he querido ofrecerle un rato de

mi compañía antes de regresarme a Derby. Por lo visto el sarampión vuelve a atacar a la población más

débil, pero qué calamidad que hayan enfermado durante su embarazo y por ese motivo se los hayan tenido

que llevar a otro lado, precisamente cuando su esposo se encuentra fuera. ¡Qué lástima que usted no ha

podido viajar para acompañarlo!, ahora se ha quedado sola en esta enorme mansión. ¿Extraña mucho al Sr.

Darcy? –preguntó curvando sus labios con una mirada mordaz–. Si yo tuviera un marido tan galante como

el suyo, no me separaría de su lado, no lo dejaría salir de la cama.

–¿No lo dejaría salir de la cama por miedo a que alguien se lo quite? Entonces considera que su único

atractivo es físico y no tiene la seguridad de que los une una fuerza mucho mayor que la seducción, creo que

sería el camino más corto hacia el hastío y la infidelidad, sin mencionar que de esa manera no podría

mantener el nivel de vida del que ahora goza usted, junto con sus cachorros.

–Mis cachorros ya no están tan pequeños, ¡cómo ha pasado el tiempo!, pero son adorables. Aunque con toda

la riqueza que tiene el Sr. Darcy no necesita trabajar para mantener su nivel de vida, seguramente se aburre

de estar encerrado como les pasa a muchos hombres que deciden divertirse con sus negocios. Hay que

saberlos entretener muy bien.

–Entonces no sé qué hace usted aquí dejando solo a su marido, o ya logró su fastidio por no darle espacio

para que respire.

–¡Vaya, mi marido!

–¿Cree que un hombre solo encuentra satisfacción estando en la cama o aumentando sus riquezas con el

único objeto de verlas crecer sin pensar en otra cosa?

–Yo solo me remito a los hechos: cuando un hombre no encuentra en su casa lo que necesita lo busca por

otro lado, y en su estado actual… –la miró haciendo alusión a su embarazo– creo que no le apetecería,

además de que es cortés de su parte dejarla en paz. Por cierto, el Sr. Darcy se encuentra bien de salud, y

debo reconocer que es un excelente anfitrión, me dejó impresionada con tanta amabilidad el lunes que

cenamos en Pemberley.

–¿Cenaron en Pemberley? –musitó asombrada–. ¿El lunes?

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–¡Cómo cambia su actitud cuando no está su señora! ¡Le hace muy bien tener un respiro de vez en cuando!

Sin duda lo hace más atractivo, ¡claro!, además de Pemberley –se burló–. Y fue muy gentil al aceptar la

invitación a cenar que le hice para mañana, para corresponder a sus atenciones, ¡habrá camarones! ¿Gusta

mandarle sus saludos?

La Sra. Willis se puso de pie, hizo una venia mientras Lizzie se levantaba atónita, y se marchó

despreocupadamente. La señora de la casa la miró partir, tratando de ordenar las ideas que se aglomeraban

en su cabeza.

Se odió a sí misma por el enojo que esa mujer había despertado en su persona, la desconfianza que había

querido sembrar en su corazón, y se trató de tranquilizar recordando las hermosas palabras que había leído

de su esposo en sus cartas –previas a la dichosa cena–, sintiendo su vientre endurecerse por el disgusto.

Respiró profundamente y se sentó, tratando de olvidar ese desagradable encuentro, conociendo las

verdaderas intenciones de su visita, pero despreciando el momento en que su marido había aceptado la

sociedad con el Sr. Willis.

Tras varios minutos de reposar en el salón principal, se retiró a su habitación para recostarse, sintiendo pasar

el tiempo con impresionante lentitud, luchando ferozmente para ahuyentar los malos pensamientos

referentes a la Sra. Willis y a la posible enfermedad de sus hijos.

Los siguientes días recibió carta de su marido: preguntó por la salud de sus hijos y por el embarazo, comentó

algunos asuntos triviales que se habían presentado en la hacienda, se disculpó por no haber escrito antes y

por la dilación de su regreso, sin hacer mención de las cenas con los Sres. Willis.

Ella contestó las epístolas en el mismo tono; movida por su orgullo omitió mencionarle la desagradable

visita de la Sra. Willis y le informó del progreso de sus hijos que el Dr. Donohue le comunicaba cada

mañana, reservándose la verdadera preocupación que le había aquejado desde que se habían ido, aun cuando

el médico le había asegurado que los niños estaban bien y no habían aparecido las erupciones. Decidió

excluir el profundo sentimiento de soledad que la oprimía, sin conformarse con saber que su marido estaba

bien, al igual que sus hijos, con la única compañía de una criatura que crecía en su interior y de la cual

alguna vez había dudado quién era su verdadero padre.

La noche previa a su cumpleaños trató de apaciguar la tortura de sus cavilaciones recordando todos los

detalles que su esposo le procuraba, la felicidad que habían compartido durante los años de matrimonio, la

forma en que la había acompañado en los momentos más difíciles de su vida, incluso cómo había aceptado a

ese bebé que yacía en su seno aun cuando prevalecían las dudas sobre su paternidad… Se trató de convencer

de la apatía que su marido siempre había mostrado hacia la Sra. Willis y el mal concepto que tenía de su

persona, reconociendo que le había dolido enormemente la indiferencia con que habían sido escritas las

últimas cartas de su esposo.

Alguien llamó a la puerta y Lizzie autorizó a que entrara. La Sra. Churchill pasó, le entregó una misiva,

enviada desde Curzon, y se retiró al tiempo que su ama abría la carta apresuradamente.

“Querida hermana: Tus hijos están bien –Lizzie respiró hondamente, sintiéndose aliviada de su angustia–,

aunque hoy empezaron las erupciones que habíamos temido iban a aparecer en los días pasados. Patrick te

visitará mañana, como todos los días, para informarte más detalles sobre su evolución. Con cariño,

Georgiana”.

Lizzie se acostó en la cama, sintiendo la misma tristeza que percibiera desde hacía varios días, la misma

soledad que inundaba su espíritu incansablemente, intentando convencerse de que sus hijos estarían bien

cuidados y que su marido le sería fiel hasta el último suspiro de su vida.

CAPÍTULO VII

Lizzie despertó nuevamente sola en su habitación. Recordó que sus hijos sí habían enfermado y que por lo

menos estarían fuera de casa una semana más y su marido… no sabía cuándo regresaría de Pemberley. Se

pasó la mano por la cabeza, sintiendo su suave cabellera, tratando de sacar de su corazón ese sentimiento de

soledad que la estaba desgarrando.

La luz del sol ya se filtraba por las cortinas, señal de que se había despertado tarde, aunque no tuvo un sueño

tranquilo, eso solo lo lograba cuando tenía una mano grande a la cual asirse durante la noche.

Se levantó con enorme desgano, abrió las cortinas y miró a través de la ventana su fabuloso jardín. Sin duda

extrañaba el jardín de Pemberley, al igual que su invernadero, pero sabía que no podía disfrutar en este

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momento de su casa de campo, aunque el jardín que contemplaba estaba muy bien cuidado. No obstante, la

nostalgia nos hace apreciar más las cosas a las que tenemos que renunciar.

Giró para dirigirse a su vestidor y se quedó suspendida contemplando la mesa redonda que tenía a unos

pasos. En ella había un hermoso arreglo floral de rosas rojas, acompañado por una nota, con letra de su

marido, corrió inmediatamente hasta la campanilla, rogando para que esa fuera una señal de que su marido

ya había vuelto. La tocó y cuando se estaba cepillando alguien tocó a la puerta.

La Sra. Churchill entró y Lizzie preguntó inmediatamente, ansiosa de conocer la respuesta, sintiendo que el

corazón se le salía del pecho:

–¿El Sr. Darcy ha regresado?

–No, señora. Pero ha enviado una carta que le dejé en la mesa, con órdenes de colocarla junto con esas

flores.

Lizzie sintió que los ojos se le inundaban de lágrimas y bajó la mirada, pero la Sra. Churchill, sabiendo los

sentimientos que su ama guardaba para su señor, le dijo acercándose para poner la mano sobre su hombro y

ofrecerle consuelo:

–El Sr. Darcy siempre recuerda el cumpleaños de su amada esposa y le envía sus flores. Hoy no quiso que

fuera la excepción.

–Gracias, Sra. Churchill –murmuró sin poder ocultar su voz afectada por la tristeza.

El ama de llaves se retiró y Lizzie se acercó lentamente a la mesa, acarició las flores y cogió la carta que las

acompañaba.

“Mi amada Lizzie: Ha llegado por fin el día más bonito de todo el año, aunque me apena enormemente estar

tan lejos de ti, al igual que saber que nuestros hijos no están a tu lado para festejarte. Habría querido

deslindarme de todas mis obligaciones para poder acompañarte, pero ha sido imposible. Te extraño a cada

minuto, en cualquier lugar en donde me encuentre, todo me recuerda a ti y el dolor de tu ausencia se

incrementa con el paso de los días. Sueño con el momento en que vuelva a estrecharte entre mis brazos y

escuchar tu risa, sentir la suavidad de tu piel y de tu cariño, porque eres lo más importante para mí, eres la

razón de mi existir.

En este día tan especial rezo al cielo para que Dios te llene de sus bendiciones, te anegue de alegría y te

conserve con salud muchos años más, a mi lado, del que nunca quiero que te alejes. Siempre tuyo, Darcy”.

Lizzie, conmovida, sintió derramar abundantes lágrimas para dejar escapar el dolor que le oprimía el pecho.

Después de un largo rato en el cual aprovechó para contestar cariñosamente la carta recibida, aun cuando las

huellas de su llanto eran visibles, salió de su habitación para dirigirse al comedor. En el camino la interceptó

el Sr. Churchill para anunciar que el Dr. Donohue la esperaba en el salón principal.

En cuanto la señora de la casa hizo su aparición, un tanto avergonzada por su aspecto, Donohue se puso de

pie y se inclinó, luego la observó y preguntó preocupado:

–Sra. Darcy, ¿se encuentra bien?

–Ahora me siento mejor –dijo resignada.

–Si puedo serle de utilidad, solo dígame.

“Tal vez si pudiera hacerme compañía un rato para no sentirme tan sola y desgraciada, pero seguramente

Georgiana o alguno de sus pacientes lo estará esperando”, pensó.

–¿Cómo están mis hijos? –inquirió al fin.

–Como le comunicó Georgiana, ayer empezaron con las erupciones. Pese a todo, se encuentran de buen

ánimo, con excelente apetito, descanso adecuado y dispuestos a continuar con su juego. Y… he venido a

cumplir un encargo de mi esposa.

El Dr. Donohue hizo una pausa, temiendo la reacción que Lizzie tendría, ella esperó a que continuara.

–El Sr. Darcy le solicitó que le trajéramos para el día de hoy las flores que él hubiera querido entregarle

personalmente, así como su felicitación –explicó señalando el arreglo floral que se encontraba encima de

una de las mesas.

–¡Vaya! Parece que el Sr. Darcy quiso asegurarse de que yo las recibiera –dijo, sintiendo un nuevo nudo en

la garganta, mientras se acercaba para tocarlas–. Gracias. ¿Gusta quedarse a desayunar?

–Le agradezco mucho pero Georgiana me pidió que regresara pronto. Tal vez, Sra. Darcy, le pueda distraer

un poco tomar una caminata por su jardín; hoy es un día hermoso, aunque lamento que no podamos

acompañarla –sugirió, percibiendo su desconsuelo.

–Es una buena idea –afirmó, tratando de sonreír, esperando que no le hubiera leído el pensamiento.

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El Dr. Donohue se despidió y se marchó, dejando a su hermana nuevamente con la única compañía de sus

pensamientos, que no eran nada alentadores. ¡Cómo deseaba ir al parque a caminar, ver gente, platicar con

alguien de nimiedades!, pero no podía salir. Sentía que las paredes la oprimían y la asfixiaban, si tan solo

pudiera recibir una visita, pero ni siquiera la Sra. Gardiner acudiría, ya que su esposo estaba enfermo, según

la carta que había recibido hacía pocos días. ¿Quién más estaba en Londres? ¿La Srita. Bingley? Advirtió lo

patético de su situación al haberla considerado y al darse cuenta de que Windsor estaba en la ciudad, que le

había dicho que si necesitaba cualquier cosa podía contactarlo, ya sabía cuál era su domicilio y con enviarle

una pequeña nota él podría presentarse para saludarla. Se sobresaltó al percatarse de que por un momento

había consentido la idea y, aunque no había nada de malo en eso, la desechó de su mente con

contundencia… Sin embargo, si su madre estuviera en Londres, tal vez podría hacerle una invitación para

tomar el té, pero reconsideró y lo descartó, ya que de no estar, su hijo podría presentarse en su nombre,

como ya había sucedido con anterioridad cuando le llevara el médico para atender a Christopher. Se levantó

de su asiento para dirigirse al comedor y resignarse a su soledad el resto del día.

Lizzie se sorprendió conteniendo las lágrimas cuando entró y todos los empleados de la casa la esperaban

para darle sus parabienes con su platillo favorito, el único lujo que se pudo dar. Después se dirigió a su

jardín sintiendo muy reconfortante la brisa que acariciaba su rostro. Vio a lo lejos una pareja de ardillas que

retozaban sobre las ramas de los árboles, unos pájaros que se acercaban temerosos a la fuente para tomar un

poco de agua, unos colibríes que bailaban alrededor de las flores, y se vio transportada al pasado, cuando de

niña jugaba y reía en el jardín de su casa al lado de su padre. Su padre… ¡cuánto lo extrañaba! Recordó

cómo la estrechaba entre sus brazos cuando llegaba de hacer algún encargo en el pueblo, la complicidad que

siempre sintió con él, las horas enteras que pasaban al lado del lago leyendo juntos alguna interesante

historia lejos del alboroto que siempre reinaba en casa. Había añorado esos momentos durante los últimos

años, pero esta vez le provocaron una enorme melancolía.

Su padre era el único, además de Jane, que tenía presente su cumpleaños. Su madre la felicitaba cuando su

padre le dirigía una mirada de censura y ella recordaba que tenía algo importante que decirle, aunque a veces

no sabía qué. La atención de su madre siempre había sido para Jane y para Lydia, principalmente, quienes

siempre recibían entusiastas felicitaciones de parte de su madre y de todos los del pueblo, gracias a que la

Sra. Bennet los advertía con anticipación.

No le extrañaba que ese año fuera igual, si es que su madre recordaba mandarle alguna misiva.

Llegó al quiosco, se sentó en la mecedora y colocó la mano sobre el vientre. Ahora que ella tenía hijos, no

entendía cómo era posible que una madre pudiera ser tan indiferente con una de sus hijas, a pesar de que el

tiempo se había encargado de que conociera y comprendiera mejor a la Sra. Bennet. El recelo que había

provocado su alejamiento no había desaparecido, era algo con lo que tenía que vivir aunque todavía le

doliera.

Cerró los ojos y llegó a su mente la imagen de la casa de Longbourn, ahora legalmente su propiedad, con los

árboles meciéndose al ritmo del viento, el agua que bordeaba el edificio se movía al sentir la caricia de la

brisa, vio las ondas que provocó una roca que alguien había lanzado. Lizzie siguió caminando acercándose

cada vez más y observó a su padre que jugaba con una hermosa niña de cinco años y le enseñaba a lanzar las

piedras para que rebotaran en el agua. Cuando la niña de cabellos y ojos negros logró semejante proeza, el

hombre rió entusiasmado.

–¡Lo has logrado, mi Lizzie! –exclamó abrazando con cariño a su pequeña mientras ella disfrutaba del aire

que golpeaba sus mejillas al ser alzada por su padre y al girar sobre su eje–. ¡Podrás lograr todo lo que te

propongas en la vida! ¡Estoy seguro de ello!

Lizzie sonrió entre sueños mientras una lágrima descendía por su mejilla, ladeó la cabeza, detuvo el

movimiento de la mecedora y durmió profundamente en medio de sus recuerdos.

Tras haber leído la carta que le enviara su mamá de cumpleaños, con algunos días de retraso, Lizzie se

cambió de ropa para prepararse a cenar en su alcoba. El Sr. Churchill le trajo sus alimentos y comió en

silencio, interrumpido solo por el ruido de los cubiertos y la estridulación de un grillo en el jardín llamando a

la hembra al apareamiento. Suspiró sintiendo una enorme melancolía dentro de su soledad y continuó

leyendo una de las misivas que había mandado su marido. Estaba tan inmersa en sus pensamientos que no

escuchó que alguien tocaba a la puerta y entraba. Lizzie giró la vista al advertir su presencia, sintiendo los

latidos de su corazón acelerarse con gran ímpetu.

–¡Darcy!

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Él sonrió mientras se aproximaba a ella, quien se puso de pie para rodear su cuello en tanto él la abrazaba

amorosamente, le acariciaba y besaba su cabeza tratando de tranquilizar con dulces palabras los sollozos que

prorrumpía su amada. Al cabo de un rato en el cual se hubo calmado, Lizzie se soltó y lo vio a los ojos llena

de conmoción, mientras él enjugaba su rostro con la mano fría y recién lavada.

–Te extrañé mucho –confesó Lizzie.

–Soñé todas las noches con hacerte llorar, pero por otro motivo.

–Te aseguro que hoy lo lograrás con asombrosa facilidad.

Darcy la besó, expresando todos los sentimientos que él había querido comunicar a través de sus cartas, sin

poder siquiera sentir la suavidad de su piel. La tomó en sus brazos, sin separar sus labios, y la condujo a la

cama, donde Lizzie se sintió transportada a otro mundo, vertiendo en su corazón el amor de su esposo y

ofreciéndole todo su cariño mientras desaparecía poco a poco esa soledad que la había desamparado por

varias semanas. La pasión de Darcy se desbordó en torno a su amada, entregando todo su amor y su ternura,

desechando el desierto en el que se había encontrado y la congoja que había oscurecido su corazón,

sustituyéndola por una llama que lo enardecía y una felicidad que compartió generosamente con su mujer.

Lizzie lo colmó de un gozo indescriptible mientras ella era conducida al maravilloso oasis del deleite y lo

estrechaba vigorosamente, deseando con toda su alma nunca más separarse de él y permanecer unidos en un

mismo ser, olvidándose de todas sus penas y preocupaciones, sintiéndose completamente vulnerable ante el

mundo pero protegida en los brazos de su amado, en medio de una paz y una dicha inusitada.

Darcy, jadeante y agotado, la besó con devoción en tanto su mujer salía de su exquisito trance y regresaba el

sosiego; prosiguió cariñosamente con las mejillas de su dama bañadas por las lágrimas, quien escuchaba los

murmullos de amor que le decían cuánto la había extrañado y la falta que le había hecho mientras ella emitía

suspiros profundos que llegaban hasta el fondo de su corazón y lo llenaban de paz, aunque paulatinamente

regresó el doloroso recuerdo de la ausencia de sus hijos.

Al ver el cambio de expresión en los ojos de Lizzie, Darcy preguntó con cariño:

–¿Cómo están los niños?

–Bien, según me dijo Donohue esta mañana.

–Pero no puedes evitar extrañarlos. Yo también los extraño, aunque nuevamente he comprobado que sin ti

no puedo vivir. Mañana iré a verlos.

–¡No Darcy!, ¿qué tal si Donohue te pone también en cuarentena?

Darcy rió a carcajadas, la estrechó con firmeza y giró con ella para no lastimarla, mientras su mujer se

acurrucaba y metía la cabeza en el agradable hueco bajo su mentón en tanto él alzaba las mantas hasta su

hombro. Luego su mano vagó libremente sobre su espalda y más abajo, sintiendo que sus corazones latían al

unísono. –No tienes de qué preocuparte, tengo la seguridad de que ya lo padecí, de lo contrario tus sobrinos y tu

hermana me habrían contagiado hace días.

–¿Jane y los niños enfermaron también? –preguntó acariciando su torso.

–Sí, justo los vi en su casa un día antes de declararse la enfermedad y ayer me hice revisar por el Dr.

Thatcher para descartar que corrieras riesgo por mi causa.

–Entonces me gustaría que fueras, pero no me dejes sola mucho tiempo.

–No, por supuesto que no –aseguró estrechándola fuertemente–. Sería como suicidarme. ¿Estás cómoda? –

indagó poniendo su mano en el costado de su esposa, después de haber sentido una patada del bebé en su

estómago.

–Sí, sabes que me gusta que permanezcas unido a mí –respondió mientras lo besaba en el cuello.

–Mañana quiero celebrar, aunque sea tarde, el cumpleaños de mi esposa. Y si la Sra. Darcy está dispuesta,

podríamos festejarla desde hoy.

–Seguramente vienes hambriento, ¿quieres cenar primero?

–Me sugieres dos cosas diferentes con tus actos y tus palabras, aunque debo reconocer que el hambre por la

que estaba sucumbiendo solo tú la puedes saciar. ¿Hay algo en el menú que pueda saborear junto con la tersa

y hermosa piel de mi amada?

–¿Quieres jugar?

–Te necesito tanto que todavía me dueles –aseguró girándose hacia su costado y asaltando su boca

avasalladoramente, dejándola sin resuello y sin sentido mientras emergía de nuevo todo el ardor que había

reprimido las últimas semanas.

41

Al alba, Darcy despertó sintiéndose vigoroso y por fin descansado, consciente de que había dormido poco

tiempo pero tan profundamente que agradeció al cielo encontrarse nuevamente en casa, junto a su mujer;

solo en su compañía se podía respirar esa paz que había anhelado tanto durante su ausencia. Lizzie dormía

sobre su pecho, cubriéndolo con su hermosa cabellera: la mejor cobija que podía existir sobre la tierra, la

mejor compañía que le podía haber regalado el cielo. ¡Cuán cerca estuvo de haberle sido negada! Sintió un

vacío insondable en el corazón solo de pensar que esa posibilidad sería su realidad si las cosas no hubieran

cambiado después de aquella tarde lluviosa, y lo cerca que había estado de perderla cuando su esposa estuvo

en peligro de muerte. La estrechó con cariño y la besó en la cabeza agradeciendo a Dios que lo hubiera

bendecido tanto, recordando también a sus hijos gracias a las patadas que empezó a sentir en su costado

como respuesta a su abrazo. Lizzie balbuceó algo pero Darcy la tranquilizó para que durmiera más, sabía

que ella tenía que dormir mejor que nunca y que ya le había robado varias horas de descanso. Esperó un rato

a que la respiración de su mujer le indicara que había retomado el sueño para girarse con extremo cuidado y

recostarla sobre la almohada, pudiendo observar sus hermosas facciones con la poca luz que se filtraba por

las cortinas. Lentamente se acercó para sentir sus labios sobre los suyos, una delicia que también agradecía

al cielo.

Muy a su pesar se levantó, cobijó a su esposa y se fue a alistar. Tras unos cuantos minutos salió de su

vestidor y observó a su mujer todavía profundamente dormida. Sin hacer ruido se retiró y bajó las escaleras

hasta encontrarse con el mayordomo que estaba recibiendo el correo en la puerta de la mansión.

–Buen día, Sr. Churchill.

–Sr. Darcy –respondió con una inclinación, asombrado por el entusiasmo que el amo mostraba.

–¿Hay alguna noticia importante?

–No señor –indicó el mayordomo entregando las cartas a su amo–, además de informarle que el Dr.

Donohue ha venido todos los días para comunicar a la señora el estado de salud de sus hijos. La

correspondencia que se recibió la he mandado a Pemberley, fue una agradable sorpresa haberlo recibido ayer

en esta casa.

–Seguramente llegará hoy a Pemberley y el Sr. Smith la remitirá enseguida.

–La Sra. Darcy recibió una invitación recién usted se había ido y me pidió guardarla en el cajón del

escritorio de su despacho, señor, donde usted la encontrará.

–Gracias Sr. Churchill, más tarde la revisaré. Le agradezco las flores que preparó para mi esposa en su

cumpleaños, ¿le anexó la carta que envié?

–Sí, como usted me lo indicó, rosas rojas junto con su misiva. A la Sra. Darcy le agradó mucho.

–Le pido que me prepare una charola con fruta para la señora, se la llevaré en un momento.

–¿Y el desayuno?

–Se lo pediré más tarde, en la habitación. Iré a Curzon a ver a mis hijos y estaré de regreso pronto.

–¿Gusta que le coloque flores en la charola?

–Gracias, Sr. Churchill, de eso me encargo yo. Deje las cartas en mi despacho, hoy no quiero interrupciones

–concluyó entregando los documentos.

–Como usted diga, señor.

Darcy se retiró y se dirigió hacia el jardín, sintiendo la humedad que había en el pasto por la lluvia que había

caído anoche. En su camino escogió las flores más bonitas que encontró recordando cómo eran los arreglos

florales que preparaban en la florería de su esposa, diseñados por ella, tratando de igualar los colores y las

flores que contenían para que fuera más de su agrado, aunque sin duda le faltaba un toque especial. Un tanto

desilusionado por el resultado pero convencido de que había hecho su mejor esfuerzo, regresó a la casa y

encontró la charola lista, colocó las flores sobre esta y la cargó, encaminándose a su habitación. Sin hacer

ruido verificó que su esposa continuara dormida y ubicó la charola sobre la mesa, junto con las flores dentro

del florero lo mejor que pudo y una pequeña nota:

“Mi Lizzie: Iré a Curzon a cumplir tu encargo, aprovechando que sigues en tu obligado descanso. Regresaré

pronto, anhelando disfrutar de tu compañía el resto del día. Espérame para el desayuno. Siempre tuyo… D”.

Se acercó a ella y la cobijó nuevamente antes de marcharse en completo sigilo. Tras cerrar la puerta, se

encaminó a buscar su corcel, que ya estaba listo en la puerta de la mansión. Saludó al caballerango, subió a

su caballo, tomó las riendas y le dio un golpe en el costado para incitarlo al galope. El formidable animal

respondió instantáneamente y en unos cuantos segundos abandonaron la enorme propiedad.

42

Darcy esperó la aparición de su hermana en el salón, observando el retrato que recientemente habían pintado

de ella, con su bebé en brazos. Al escuchar unos pasos se giró y vio a Georgiana que se dirigía a él y lo

estrechó con cariño, luego se separó.

–¡Qué gusto que hayas regresado!

Darcy la tomó de los brazos y, percibiendo cierta melancolía en la mirada de su hermana, le preguntó:

–¿Cómo has estado? ¿Todo está bien?

–Sí, tal vez solo estoy un poco cansada.

–¿Acaso estás enferma?

–No –dijo bajando la mirada, sin darle importancia a su malestar–. ¿Cómo está Lizzie?

–Bien, aunque extraña a los niños, pero hoy haré que se sienta mejor. ¿Cómo se encuentran Christopher y

Matthew?

–Mejor, los está terminando de revisar Patrick antes de irse al consultorio. Ven, les dará mucha alegría verte.

–¿Se han portado bien?

–Quiero que lo veas por ti mismo.

Georgiana lo encaminó, subieron las escaleras y se detuvo en una puerta donde entró y le dio paso a su

hermano, quien se quedó inmóvil, paralizado en la puerta por varios segundos, sin apartar la mirada de sus

hijos que jugaban con una pelota de un lado al otro, caminando. En cuanto los niños se dieron cuenta de la

llegada de una persona nueva se giraron, dejaron la pelota y se dirigieron hacia su padre: Matthew con paso

seguro y Christopher tambaleante, por lo que Darcy se hincó para recibirlos en sus brazos con entusiasmo.

–¡Vaya, qué sorpresa tan agradable!

–Por lo que puedes ver, han estado muy entretenidos practicando su nueva habilidad –comentó Georgiana

con una ligera sonrisa en los labios.

Donohue dejó a Rose bajo la protección de la Sra. Reynolds y se encaminó a saludar a su cuñado y a

informarle que los niños se encontraban bien. Darcy se incorporó, dejando a sus hijos en el suelo y preguntó

por su salud y la de su esposa.

–Solo falta que desaparezcan las erupciones para que pase el peligro de contagio y puedan regresar con

ustedes –explicó Donohue–. La Sra. Darcy también ha estado bien, aunque preferiría que se quedara en casa

un tiempo más, ya que persiste la epidemia en las calles.

Georgiana los invitó a sentarse mientras la Sra. Reynolds traía más té para su amo y Donohue conversó con

su invitado en tanto observaban el divertido juego de los niños, quienes también hacían participar a su padre

lanzando la pelota mientras ellos la recogían y cruzaban la habitación, pasando por un lado de Rose que

estaba sentada en el piso y rodeada de juguetes.

Darcy observó que Georgiana estaba circunspecta, preocupada; sirvió el té de forma automática, sin cruzar

la mirada con los presentes, y tuvo que insistir varias veces en la pregunta para que su hermana saliera de

sus cavilaciones y lo escuchara.

–¿Mis hijos llevan mucho tiempo caminando?

–Cuando Patrick los trajo, Matthew ya caminaba y Christopher se soltó apenas hace unos cuantos días.

Hemos pasado el tiempo en esta habitación y en la de al lado, por lo que han podido practicar hasta el

cansancio.

–Por lo visto tuviste que quitar todos tus adornos prematuramente.

–Así podrán venir a visitarnos cuando quieran o los podré cuidar cuando Lizzie tenga su parto. Además, en

unos cuantos meses Rose estará como sus primos –comentó con nostalgia en la mirada.

Darcy la observó, la tomó de la mano y le dijo:

–Te agradezco que te hayas tomado la molestia de cuidarlos.

–No es ninguna molestia, ha sido muy agradable y la Sra. Reynolds me ha ayudado mucho, incluso con

Rose.

El mayordomo tocó a la puerta y entró para anunciar que el desayuno estaba servido. Georgiana le indicó:

–Por favor coloque otro lugar en la mesa para el Sr. Darcy.

–Disculpa Georgiana, pero Lizzie me espera para almorzar. Vendré mañana a saludar e informarme de la

evolución de los niños –indicó poniéndose de pie para retirarse.

Se acercó otra vez a sus hijos y se despidió de ellos con un caluroso abrazo, mostrándose muy complacido

por la nueva hazaña que habían realizado. Se incorporó y se dirigió a Donohue que ya estaba de pie:

–¿Lo esperamos hoy para la revisión de la Sra. Darcy?

–No, no es necesario, a menos que ella sienta algún malestar.

43

–Se lo haremos saber de inmediato.

Se despidieron y Darcy se retiró, escoltado por el mayordomo.

Lizzie entró al baño pero se detuvo un momento al sentir una buena patada de su hijo en el vientre, se llevó

la mano al costado izquierdo donde todavía sentía que se había apoyado hasta que la resistencia cesó. A

pesar de todo se sentía maravillosamente bien y lucía una sonrisa en el rostro que únicamente su marido era

capaz de provocar. Hoy se advertía más enamorada que el primer día que reconoció sus sentimientos hacía

él, aquella tarde que conoció al Sr. Darcy cariñoso y atento cuando entró por primera vez en Pemberley.

Tenía que reconocer que mucho se lo debía a la Sra. Reynolds y al modo en que habló de su amo durante el

recorrido a la casa. El trato amable que recibió de ella y encontrarse entre las paredes que lo habían visto

crecer hizo que se sintiera acogida a pesar del gran nerviosismo que sintió cuando atravesó el umbral de la

puerta. Recordó la excitación que la embargó cuando lo vio llegar y saludar a su hermana afectuosamente, y

la alteración que casi la desbordó cuando él se percató de su presencia. Gracias a Dios, ese día había salido

bien, muy bien, dados los resultados, pensó mientras la leña de la chimenea chisporroteaba tras haber

encendido un trozo de madera para calentar el agua de su baño.

Suspiró deseando que su marido regresara pronto y se sentó en la silla observando la luminosidad del fuego.

Le encantaba que en el tiempo en que estaba en su compañía siempre estaba atento a sus necesidades, sabía

leer lo que requería en cada momento y era generoso en sus demostraciones de cariño. Y el ardor que la

había sorprendido desde la primera vez que la besó en el balcón que provocó que literalmente se derritiera

en sus brazos, la fuerza y habilidad que demostró cuando la cargó para llevarla a la cama –recorrido que

duró mucho tiempo porque no quería separarse de sus labios, demostrando su falta de experiencia en esa

labor–, la ternura con que le bajó uno de los tirantes del camisón para besarla en el hombro después de

haber recorrido su rostro y su cuello, la comprensión que mostró cuando Lizzie sintió que la prenda ya no le

cubría lo suficiente y se quiso tapar involuntariamente con el brazo.

–Te amo –dijo besándola en los labios otra vez al ver la repentina reacción de timidez que hizo que

esbozara una sonrisa y que decidiera que podía continuar besando el otro hombro hasta que ella se sintiera

cómoda ante él.

–¿Podríamos apagar las velas? –preguntó, sin ocultar el temor en la voz.

–¿Por qué Sra. Darcy?, si tiene la piel más suave y luminosa que he visto en mi vida.

–Nadie me ha visto, desde que era niña –se sinceró sonrojándose.

–Me alegro –indicó deseando contemplarla en su totalidad, pero apagó las velas del buró y la besó con

ardor mientras sus manos iniciaban el recorrido de su cuerpo con tiernas caricias.

Sintiéndose protegida por la relativa oscuridad, maravillada ante las nuevas y extraordinarias sensaciones

que su marido despertaba en ella, Lizzie se entregó a su abrazo y correspondió al beso fervientemente. No

puso objeción alguna cuando Darcy le bajó el otro tirante, fascinándolo con la belleza que podía apreciar

con la escasa luz que ofrecía el fuego de la chimenea y complaciéndolo con su exquisita respuesta.

Notándose sumamente excitado y todavía nervioso, Darcy respiró profundo y se recordó que tenía que ir

más lento para que ella disfrutara de su primera vez, disminuyendo lo más posible el inevitable dolor que le

ocasionaría.

Ella se tensó cuando sintió su tacto en donde ni siquiera ella se había atrevido a llegar. Él la besó

apasionadamente para lograr su relajación –su marido aprendía rápido–, robándole algunos gemidos que

le llenaron el alma y le indicaron que era de su agrado.

Lizzie suspiró con una sonrisa en los labios, se levantó de su asiento y colocó la mano dentro del agua para

revisar la temperatura, todavía estaba tibia. Caminó despacio dirigiéndose a la ventana y corrió la delicada

cortina para permitir el paso del sol, observando su hermoso jardín. Recordó cómo se había librado

mentalmente del recato y cómo se sorprendió de sí misma al ver el deseo creciente que la invadía por dentro

y que la movía a hacer cosas que habría considerado como descaradas en otro momento.

Gimiendo con una necesidad que no comprendía pero que la desbordaba y sintiendo la tensión en el cuerpo,

buscó su boca que yacía sobre el seno para devorarlo con sus besos, pidiendo sin palabras que llenara ese

vacío que había creado y que la torturaba, complaciéndose al ver que él estaba más que dispuesto a

satisfacerla… hasta que algo surgió en su interior, una sensación intensa y abrasadora que la recorrió de

pies a cabeza y que la hizo estremecerse como nunca había imaginado, escuchando unos clamores que

después reconoció como propios.

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Cuando fue consciente de lo que había sucedido, abrió los ojos percibiendo todavía los fuertes latidos de su

corazón y tratando de respirar profundamente para disfrutar de esa paz y felicidad que la dominaban, y se

encontró con esos ojos azules maravillosos que la observaban con total devoción. Luego, sintió la seguridad

y la tranquilidad de saberse amada cuando la besó y la abrazó como nunca lo había hecho, sintiendo todo

el peso de su cuerpo y entregándose nuevamente a las sensaciones que empezaba a conocer.

Apoyándose sobre sus antebrazos, Darcy continuó besándola sin poder contener el nerviosismo que

persistía a pesar de que sabía que su mujer estaba preparada, consciente también de que él estaba más que

listo. Por más cuidadoso que fue, no pudo evitar que su esposa se sobresaltara al sentir el dolor

desgarrador que le provocó, y él se detuvo al instante.

–Lizzie, ¿te encuentras bien? –inquirió asustado, con la voz afectada por la excitación–. Te he lastimado,

perdóname –dijo preocupado al no recibir respuesta de ella y ver que sus ojos estaban apretados.

–Estoy bien –murmuró mientras acariciaba su cabeza y lo buscaba para besarlo, ella también aprendía

rápido.

Darcy se dio tiempo de besarla para que ella se acostumbrara a él y se relajara, haciendo un esfuerzo

enorme por contenerse, aun cuando la tensión era casi irrefrenable. Le hizo el amor con los labios, con la

lengua, deleitándose con su respuesta antes de iniciar la danza que los llevó a una liberación que nunca

habían creído posible. Lizzie sintió que todo el mundo estallaba en mil pedazos, una emoción tan sublime y

gloriosa que no pudo resistir los sollozos que prorrumpió y que sacaron a su marido del estado de alivio y

relajación que siguió después del éxtasis.

–Perdóname Lizzie, no debí ser tan brusco contigo.

–¡Fue perfecto! –susurró–. Te amo Darcy, te amo.

–Yo también te amo –afirmó besándola en los labios, en los ojos, en las mejillas, percibiendo la infinita

dicha de prodigarle todo su amor y poder brindarle esa satisfacción.

Cuando Darcy llegó a su casa, se dirigió inmediatamente a la habitación donde no encontró a su esposa. Las

cortinas estaban abiertas y la charola con fruta ya había sido saqueada. La nota que había dejado sobre la

mesa estaba abierta, sonrió al imaginarse a su mujer leyéndola y saboreando las uvas. Abrió el libro que

estaba encima, no conocía esa publicación a pesar de coleccionar libros de Da Vinci, lo hojeó y ubicó la

página que tenía un delicado separador aunque la imagen que encontró impresa lo sobresaltó.

–¡Vaya!, ¡qué interesante! –murmuró endureciendo la mandíbula tras coger el ejemplar, lo observó con

detenimiento y leyó la explicación.

Dejó el libro en su lugar, sorprendido del interés de su esposa de estudiar ese tema, se dirigió al vestidor y

luego al baño, golpeó suavemente a la puerta y al no recibir respuesta entró y localizó a Lizzie asomada en

la ventana, absorta en sus pensamientos, cubierta por una elegante bata de satén, con los brazos cruzados y

viendo al horizonte, mientras esperaba que el agua de su baño se calentara en la chimenea. Contempló su

hermoso perfil por un rato hasta que ella percibió que estaba siendo dulcemente observada, volteó la vista y

su sonrisa apareció al instante, acercándose para tomar sus manos y saludarlo.

–¿Cómo te fue en tu cabalgata?

–Bien. Visité a los Donohue y vi a los niños.

–¿Y cómo están?

–Vi a Georgiana decaída.

–¿Se habrá enfermado?

–No, dice que está bien pero… tal vez sea solo agotamiento. No es lo mismo cuidar a un bebé que a tres.

–¿Y los niños?

–Tus hijos se encuentran maravillosamente bien, solo falta que desaparezcan las erupciones para que

regresen con nosotros en unos días, pero pareciera que no están enfermos. Y pude ver la nueva proeza de

Matthew –confesó con una sonrisa mientras observaba la impaciencia de su mujer por saber de qué se

trataba–. Me recibió caminando con una asombrosa seguridad.

Lizzie sonrió al ver el orgullo que mostraba su esposo.

–Me dijo Georgiana que aquí había empezado su entrenamiento con mucho éxito –completó Darcy.

–Fue tan emocionante verlo caminar por primera vez que decidí reservarte la sorpresa. ¿Y Christopher?

–Bien… dice Donohue que ha estado mejor de los bronquios y la enfermedad la han sobrellevado sin mayor

complicación.

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Lizzie bajó la mirada sonriendo, añorando poder ver a sus hijos pronto. Luego volvió la vista a su marido

cariñosamente.

–Gracias por las flores que me dejaste en la mesa, es un ramo precioso.

–Estabas profundamente dormida cuando las traje y no quise despertarte.

–Ayer terminé exhausta.

–Espero que hayas podido recuperarte. Acabo de ver el libro que estás estudiando, el de Da Vinci. ¿Ha

despertado tu interés?

–Sí, es muy interesante. Es sorprendente lo que podemos aprender de los científicos y sus estudios. Es de la

Biblioteca Británica, Mary lo pidió prestado.

–Pensé que yo… que ya te había enseñado todo lo que querías saber del tema.

–Sí, me has enseñado muy bien cómo llegar a ese estado, pero siempre es bonito saber lo que sucede dentro

del cuerpo mientras crece el bebé.

–¿El bebé?

–Sí, cuando la mujer está encinta.

–Entonces… –dijo confundido–, la página que tiene el separador…

–¡Ah!, te refieres a esa página –indicó riendo–, ¡no!, esa página no me ha despertado interés, después de

saber lo que es vivir esa experiencia con la persona que amas. Estoy revisando el capítulo siguiente, que

habla del crecimiento del embrión en el vientre materno.

–Menos mal –masculló aliviado.

–¿Por qué Sr. Darcy?

–Pensé que tal vez, debido a mi larga ausencia…

–¡No Darcy! Mis pensamientos estuvieron siempre contigo. Además, si quisiera recurrir a ese tipo de

lecturas, tengo una caja llena de cartas tuyas bien guardada con las que puedo revivir maravillosos

recuerdos.

Darcy sonrió sintiéndose sosegado.

–¿Y cómo se encuentra mi Lizzie? Estabas muy reflexiva cuando llegué, no quise interrumpir.

–Recordaba la primera vez que te dije que te amo…

–Una ocasión maravillosa.

–Ayer me hiciste sentir como esa noche, solo que sin miedo.

–Y sin dolor –indicó recordando aquel breve pero intenso chillido que desgarró su corazón–. Me alegro de

que todavía respondas como esa esplendorosa noche, aunque debo reconocer que cada vez es increíblemente

mejor.

–Estoy de acuerdo contigo… Debes sentirte muy orgulloso por conseguir que tu mujer todavía llore de

placer.

–Debo reconocer que es la única razón por la cual disfruto de tus lágrimas, aunque no esa primera noche.

–¿Sentiste miedo en aquella ocasión?

–Sí, mucho. Miedo a causarte daño, a no saber cómo hacerte feliz…

–Según recuerdo, te condujiste como todo un experto en la materia… –indicó Lizzie preparándose para

formular esa pregunta.

Darcy sonrió mientras alzaba su rostro con la mano para deleitarse con su belleza.

–Eres maravillosa, increíblemente hermosa; podría contemplarte toda mi vida y no cansarme jamás –indicó

mientras la tomaba de los hombros y dejaba que la bata cayera al suelo.

Darcy la admiró y lentamente inclinó su cabeza para aproximarse a esos labios carnosos que ansiaba

devorar, pero se deleitó avivando el deseo de su amada dibujando con la lengua la forma de su boca mientras

ella cerraba los ojos, suspiraba y se olvidaba de todo lo que tenía en la mente: “tal vez después”, pensó,

entregándose a la delicia de ser su mujer. Él acarició su sedosa espalda antes de estrecharla en sus brazos e

invadir por completo su boca, acercándola más hacia él mientras ella rodeaba su cuello con los brazos,

sintiendo sus rodillas flaquear y a su bebé moverse con entusiasmo. Darcy la sostuvo de la cintura mientras

su otra mano se adentraba en la bella melena y sostenía su cabeza. Luego se separó, recibiendo una queja de

Lizzie, y dijo sonriendo:

–Su baño está listo, mi lady.

Darcy vio con entera satisfacción a su mujer, quien mantenía los ojos cerrados, anhelando seguir saboreando

esos labios y saciar el deseo que había despertado en su interior. La tomó en sus brazos y la sentó en la silla

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donde se encontraba la toalla doblada. Lizzie abrió los ojos y sintió la delicada caricia que su esposo le dio

en el interior del muslo donde había sido marcada por el roce de su barba.

–Me disculpo por haber sido tan desconsiderado en mis atenciones ayer.

–Valió la pena cada segundo.

Darcy acercó sus labios y continuó rozándola con sus besos. Lizzie soltó un suspiro anticipando lo que

seguía y lo ciñó confiándose a su amor.

–Tenemos todo el día –musitó riendo, decidiendo subir por su abultado vientre donde se deleitó llenándolo

de húmedos besos mientras la tomaba de la cintura y prosiguió ascendiendo hasta llegar a su cuello.

–Te falta mucho por recorrer –reclamó con dulzura.

–Sra. Darcy, al final recibiré sus quejas, si las hay –ironizó separándose y se levantó.

Lizzie observó a su marido quitándose la levita, el moño y el chaleco, se arremangó y se desabrochó

algunos botones de su reluciente camisa, luego verificó que la temperatura del agua fuera la adecuada y la

vertió en la bañera. Sus miradas se encontraron y Lizzie sintió abrasarse al observar sus encantadores ojos

azules llenos de ardor, sus viriles facciones acompañadas de su seductora sonrisa que lo hacían verse

sumamente atractivo.

Al terminar de vaciarse el contenedor, lo retiró de la chimenea y colocó otro lleno de agua para que se

calentara. Lizzie lo admiró en todos sus movimientos, observando cómo los músculos del antebrazo

cubiertos por un masculino vello se tensaban al levantar los objetos sin realizar mayor esfuerzo, como

cuando él la llevaba en sus brazos. Suspiró al observar que se retiraba la camisa dejando al descubierto su

atlético torso, sintiendo la urgencia de acariciar el vello oscuro que descendía hasta el abdomen y

desaparecía bajo las calzas, deseando que la acompañara y que apaciguara el dolor que emergía de su

interior.

Darcy se acercó y la tomó en sus brazos, ella lo rodeó por el cuello y asaltó su boca apasionadamente para

invitarlo a quedarse a su lado. Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para separarse y colocarla en la bañera, se

hincó al lado de la tina, cogió la mano de su mujer, apreciando la exigencia que los rodeaba, y susurró:

–Paciencia, mi lady.

Lizzie echó para atrás la cabeza y cerró los ojos emitiendo un gemido cuando sintió que su marido dibujaba

círculos en la palma de su mano con la lengua y su pulgar rozaba la parte interior de la muñeca,

preparándose para una lenta y exquisita tortura, y se entregó al hechizo de sus caricias.

Darcy anhelaba poseerla lentamente, con inconmensurable cuidado, para tocar su alma; deseaba escuchar la

voz tambaleante de su esposa articulando su nombre mientras él le proporcionaba placer. Fue ascendiendo

con asombrosa calma por la parte interna del brazo hasta llegar al codo, donde se detuvo un rato para darle

la atención que esa maravillosa zona se merecía, mientras Lizzie sentía escalofríos, sin saber si echarse a

llorar o gritar por la sensación de locura que estaba despertando en ella: sin duda su marido sabía lo que

hacía.

–¡Oh… oh, Darcy!

Continuó su asalto, dándole un respiro a su amada, dejando un rastro de besos hasta el cuello, recorriendo

minuciosamente la clavícula. Dejó una huella con la lengua hasta su garganta, trazando nuevos círculos

sobre su barbilla y subió un poco más hasta encontrarse con la oreja, retiró un poco de pelo mojado con sus

dedos y ese contacto provocó un cosquilleo en todo su cuerpo que se repitió al sentir su aliento que le quemó

la piel, luego dibujó el laberinto de la oreja y consintió por un rato el lóbulo, provocando que su mujer

temblara y siseara del deleite, mientras él trataba de inhalar profundamente para controlarse y aminorar su

respiración entrecortada.

Lizzie estaba al borde del abismo, dispuesta a suplicar que la besara y cuando giró su cabeza ya estaba su

marido preparado para satisfacer su necesidad, como si le hubiera leído el pensamiento. Enterró una mano

en su cabello sosteniéndole la cabeza, saqueó su boca hasta casi perder la razón. Luego la dejó suavemente

apoyada sobre la orilla de la bañera y se alejó.

Lizzie se obligó a abrir los ojos para verlo acercarse del otro lado, coger su mano y darle el mismo

tratamiento, haciendo que todo su cuerpo se erizara sin descanso, tomándose todo el tiempo del mundo para

no desatender un centímetro de su exquisita piel, hasta que llegó a juguetear con la oreja y, sin dejar esa

proximidad, se sumergió en el agua y la estrechó entre sus brazos, mientras ella suspiraba y lo ceñía con

fuerza, preguntándose en qué momento se habría quitado la ropa, embelesándose al sentir su cuerpo junto al

suyo, sus manos sobre sus costillas, sus caderas…

–Tú ya te bañaste –murmuró Lizzie sonriendo, feliz de que su esposo al fin se hubiera metido.

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–Solo –gruñó, mientras recorría el mentón con su boca–. Me alegro haber llegado a tiempo para

acompañarte.

–Me alegro haberme despertado tarde… Tu apetito es insaciable.

–Después del largo ayuno al que fui sometido, no descansaré hasta dejarte desfallecida.

–Pude descansar lo suficiente, a pesar de que la noche fue corta.

Darcy se incorporó para verla a los ojos, una mirada brillante que estaba acompañada por una reluciente

sonrisa, saturada de frenesí.

–Entonces, ¿mi apetito es insaciable?

–Ya no te detengas –susurró viendo su boca y se aferró a la misma, sintiendo que cuanto más la besaba, más

se moriría si se alejaba otra vez.

CAPÍTULO VIII

Durante el resto de la semana Darcy salió a cabalgar muy temprano y aprovechó para visitar a sus hijos en

Curzon, quienes iban recuperándose de la infección convenientemente. Después regresaba a su casa y

pasaba el resto del día acompañando a su esposa. Una vez que se introducía a la habitación para el desayuno

sentía el aroma de su mujer, escuchaba su voz y la risa que lo cautivaba, contemplaba su dulce mirada y su

sonrisa que lo incitaba a probar y saborear su piel, su exquisita boca, sus labios, su lengua, una vez que

empezaba no podía detenerse, aunque cada vez que salían las mucamas se rieran a sus espaldas. Hacía

mucho tiempo que no disfrutaba de su compañía exclusivamente y no sabía cuándo se presentaría otra

oportunidad como esa, por lo que quiso aprovecharla al máximo.

Lizzie, cada mañana que se despertaba, sintiendo sus músculos completamente lánguidos y una felicidad que

la llenaba de satisfacción, se estiraba perezosamente y disfrutaba del calor de los rayos del sol que entraban

hasta su cama, acurrucándose sobre la almohada de su esposo. Luego de asearse se complacía con la vista en

su balcón comiendo alguna fruta y veía la llegada de su marido con la ilusión de saber de sus hijos, lo recibía

cariñosamente, se reía y se deleitaba cuando Darcy iniciaba el asalto llenándola de besos hasta que el

estómago de él los obligaba a iniciar el desayuno.

Darcy le comentó sobre su visita y las novedades de sus hijos, sobre el viaje a Pemberley y las noticias de la

comarca, todos los detalles que observó del negocio de la florería y las excelentes glosas que recibió de

algunos de los clientes en sus inspecciones. Visitaron juntos la biblioteca donde estudiaron el libro de Da

Vinci maravillados al imaginarse a su bebé en esas etapas de desarrollo, pasearon por los jardines y

disfrutaron del encierro ineludible que debía guardar Lizzie en los diferentes salones de la residencia donde,

de vez en cuando y lejos de la vista de la gente, Darcy le robaba algún beso a su amada, sobre todo cuando

la veía alejarse en sus pensamientos por la tristeza de la ausencia de sus hijos, pero sin saber que había otro

motivo que causaba la aflicción de su mujer.

Lizzie tenía una pregunta que hacerle –en realidad eran dos–, que no se atrevía a decir, y a pesar de que se

había propuesto quitarle importancia, el recuerdo de la visita de la Sra. Willis y la conversación con Kitty

regresaban constantemente a su memoria. Sin embargo, dudaba y hasta se olvidaba de dar ese paso al ver el

cariño y la atención con que la trataba su marido. Durante la cena previa al día en que Darcy recogería a sus

hijos en Curzon para regresarlos a su casa, ya restablecidos, siendo alumbrados por las velas que tenían en el

centro de la mesa de su habitación, acompañadas por unas rosas, Lizzie le preguntó, simulando tranquilidad,

aun cuando su corazón empezó a latir con fuerza:

–Y ¿qué hacías cuando te sentabas solo en el comedor?

–Lo que hacía de soltero, leía el diario, costumbre que he dejado a un lado cuando estoy en tu compañía.

–Eso solo lo hacías en el desayuno, ¿pero en la cena?

–Varias noches cené con los Bingley en Starkholmes, hasta que Jane y los niños enfermaron.

–¿Y después…?

–Estuve confinado a la soledad del comedor y la exclusiva compañía del Sr. Smith a mis espaldas –dijo

sonriendo.

–Excepto un lunes y un jueves, por lo menos –aseveró seriamente con una mirada inclemente.

Darcy sintió que le recorría un escalofrío todo el cuerpo y se quedó gélido durante unos segundos al sentir el

peso de su mirada que lo culpaba irremediablemente y lo ponía en la peor de las evidencias. Tras unos

segundos de mutismo, Lizzie se puso de pie y se dirigió hacia la puerta.

–¿A dónde vas? –preguntó Darcy siguiéndola.

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–¡A dormir a otra habitación! –exclamó con la voz entrecortada mientras su marido le cerraba la puerta

apoyando la mano sobre la misma.

–Tú no saldrás de esta habitación hasta que hayamos hablado.

Lizzie recargó su cabeza en la puerta y soltó la manija, respirando profundamente para recuperar la calma y

evitar que las lágrimas se desbordaran.

–Y ¿de qué quiere hablar, Sr. Darcy? ¿No es evidente que me ha mentido? –giró y apoyó su espalda en la

puerta, sintiendo la amenazante proximidad de su esposo que continuó con el brazo alzado–. ¡¿Sus besos

también han sido una mentira?! –gritó con el alma desgarrada.

–¡No! ¡Tú sabes que no! –bramó en su defensa, tratando de guardar el sosiego y de pensar con la cabeza, ya

que verla llorar le era terriblemente doloroso–. Para mí, esas cenas carecieron de importancia. Reconozco

que me sentía muy solo…

–¿Solo? ¿Y tú crees que yo no me sentí peor, sin salir de casa ni recibir a nadie por unas semanas? –inquirió

enojada–. ¡No por eso busqué la compañía de alguien, como la del Sr. Windsor!

–¿Cómo? ¿Acaso vino?

–¡Solo sugerí el nombre!… ¿Qué habrías pensado si lo hubiera hecho? ¿Me habrías disculpado como te

disculpas tú? Y si de verdad carecían de importancia, ¿por qué no me lo habías dicho? ¡Sigues reservándote

las cosas!

–¿Acaso tú me comentas todo lo que sucede en tu vida? Es como si yo me enojara porque no me dijeras las

cartas que recibiste de tu cumpleaños de parte de Jane o de la Sra. Collins.

–¡Porque no las recibí!

–¿Y la de tu madre? –indagó bajando su brazo, entendiendo su desconsuelo.

–La recibí con unos días de retraso, el día que llegaste; parece que se olvidó de escribirla o de mandarla a

tiempo. Por lo visto a pocas personas les importó que fuera mi cumpleaños y que estuviera sola en mi casa,

inclusive a mi marido.

–Te mandé la carta y las flores –se disculpó desarmado.

–Cuando vi la carta y las flores sobre la mesa sentí una emoción y una excitación tal pensando en que habías

vuelto, que se derrumbó terriblemente cuando supe que seguías ausente. ¿No podías haberte escapado un día

de tus obligaciones para acompañarme? ¡Fue el cumpleaños más triste de mi vida! ¿Acaso tuviste otra cita

importante con la Sra. Willis?

–No vine en tu cumpleaños porque el Dr. Thatcher sugirió esperarme unos días para descartar que me

hubiera enfermado.

–¿Y por qué no me lo dijiste en tus cartas? –inquirió dolida.

–No quería preocuparte por mi salud, no quería que estuvieras turbada por algo que para mí no tuvo ninguna

importancia, como fueron las cenas con los Sres. Willis.

–Desde que conocí a esa mujer te dije que no me gustaba su compañía, que quería que estuvieras alejado de

ella. ¡Es una mujerzuela que se te ofrece cada vez que está cerca de ti! ¿No te das cuenta que al ceder ante

sus deseos y disminuir las distancias, aunque haya sido por compromiso con tu socio, le dará entrada para

que haya más invitaciones, más cercanía, más familiaridad, más flirteos? No estoy dispuesta a tolerarlo. ¿Y

esperas que no me moleste porque aceptas su compañía?

–Es justo lo que quería evitar.

–¡Vaya manera de evitarlo: omitiendo información! Si realmente querías evitarlo solo tenías que negarte a

su invitación. Me dijo que habías sido muy amable, ¡un excelente anfitrión!

–¿Ella te dijo? –inquirió sorprendido y disgustado al enterarse del atrevimiento de esa mujer.

–Sí. ¡Al aceptar su invitación, le diste las armas para venir a molestarme, en mi propia casa, a pesar de mi

estado y aprovechándose de mi soledad! ¡No te imaginas cuántas noches de insomnio pasé pensando qué

comentario te haría para lograr tu atención o cómo te coquetearía a pesar de la presencia de su marido! ¡La

muy descarada lo hace a la vista de todos! Pero todo esto lo has provocado tú. Además, por si fuera poco, las

escuetas cartas que me enviaste esos días no ayudaban a contrarrestar mi recelo.

–Pero, ¿qué te dijo? –indagó, sintiendo la responsabilidad de lo sucedido sobre sus hombros.

–Vino un día a pavonearse de que había recibido afables atenciones de parte del Sr. Darcy y que había

aceptado su invitación a cenar. ¿Te hicieron efecto los camarones?

Darcy la miró implacable al sentir un atisbo de burla en sus palabras que se diluyó cuando Lizzie se llevó la

mano a la boca e intentó sofocar los nuevos sollozos que emergían con dolor.

–¿Cuál fue el tema de conversación? ¿Las conquistas del Sr. Darcy?

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–¡Lizzie! ¡Por supuesto que no! Fueron cenas de negocios, estaba su marido.

–La presencia del marido no impide que la Sra. Willis…

–Aunque su marido no esté presente, si la Sra. Willis se comporta inadecuadamente yo puedo impedir que

siga con sus indecorosas intenciones. Sea la Sra. Willis o cualquier otra mujer.

–Como la Srita. Margaret –murmuró recordando ese nombre.

–¡Cualquier mujer que no seas tú!

–¡Yo no tengo indecorosas intenciones! Mis intenciones son legítimas y puedo hacer uso de ellas.

–Perdóname, no quise decir que… tú… solo quise decir…

–Yo sé que muchas mujeres toleran el engaño de sus maridos, pero yo no lo podría resistir –declaró con la

mirada llena de desazón.

Lizzie se giró para tomar la manija y Darcy la detuvo cogiéndola del brazo con suavidad.

–¿A dónde vas?

–Ya acabamos de hablar, quiero estar sola.

–Pero no tienes por qué abandonar tu habitación –dijo él abrazándola por la espalda.

Lizzie se llevó la mano al rostro y lo enjugó de las nuevas lágrimas que caían sobre él.

–Si quieres estar sola, entonces me voy yo, pero primero déjame llevarte a la cama.

–¿Con qué intención?

–Solo acostarte y arroparte, darte un casto beso en la frente de buenas noches. Aunque también mis

intenciones son legítimas, ¿puedo hacer uso de ellas?

–Solo acuéstame –indicó mientras Darcy la tomaba en sus brazos, la llevó a la cama y la cobijó.

–No puedes negarte a que me despida de ti como es apropiado –declaró acercando la boca a su frente donde

la besó dulcemente y se incorporó–. Tal vez necesites a alguien que te ayude a limpiar esas lágrimas –

sugirió sacando el pañuelo y enjugando su rostro con sutileza.

Lizzie suspiró profundamente cerrando sus ojos.

–Es probable que quieras que te traiga un poco de agua.

Ella negó con la cabeza.

–Entonces esa torta de frutas que se ve tan apetitosa. La Sra. Churchill me dijo que se la pediste por cierto

antojo irresistible que apareció en la mañana.

–No gracias –masculló fríamente.

Darcy se puso de pie y se alejó provocando que Lizzie abriera los ojos, seguía enojada pero ya no quería que

se fuera, aunque su orgullo le impedía revelar sus sentimientos. Él se paró enfrente del hogar y atizó el fuego

con nuevos leños, transcurridos unos minutos regresó al lado de su mujer para hacer un último intento por

conseguir su clemencia, aun cuando ya se veía durmiendo en otra alcoba. Darcy tomó asiento y ella cerró los

ojos.

–Solo quería avisarte que estaré en la habitación de al lado, por si me necesitas. Saldré mañana a cabalgar y

después del desayuno iré con el carruaje a Curzon para recoger a los niños y… Sabes que no debes enojarte

tanto por tu estado aunque tengas razón, perdóname, no debí precipitarme al aceptar la invitación –señaló

acariciando su larga cabellera–. Te puedes sentir mal y me obligarás a darte otra vez ese desagradable aceite

de pescado.

–Ya puedes ir trayéndolo.

–¿Cómo?, ¿tienes contracciones? –preguntó angustiado, poniendo la mano sobre el laxo vientre de su mujer.

Lizzie soltó una risita traviesa, tapándose la cara con las manos se giró para ver a su esposo que había caído

como cordero en su trampa.

–¿Ya no estás enojada? –indagó con el semblante pálido y el corazón latiéndole aceleradamente por el susto.

–Un poco, pero quiero que te quedes conmigo.

Darcy la abrazó.

CAPÍTULO IX

Los planes del Sr. Darcy se vieron afectados por los deseos de su mujer, quien no lo dejó salir de su cama

tan temprano. En consecuencia, Lizzie quedó sin aliento y sin fuerzas para moverse y su marido le ayudó a

desenredarse retirando sus extremidades. Se colocó de costado apoyado sobre su brazo y acarició el rostro

de su mujer, se deleitó contemplando sus mejillas ruborizadas por la pasión, el destacado brillo de sus ojos,

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esos tersos labios que gritaban para ser besados. Se aproximó para rozarlos y permaneció unos minutos

gozando de la respuesta de su esposa, a pesar de su visible agotamiento.

–Darcy –gimió cuando él se separó, solicitando que continuara, ya que no podía mover la mano para

incitarlo a profundizar más en el beso.

Él se rió y regresó a consentirla hasta que sintió que ella quedaba complacida.

–Disfruto que quedes exhausta de placer.

–Ha hecho un excelente trabajo, Sr. Darcy –musitó–. ¿Por qué eres tan perfecto? –preguntó alzando la mano

temblorosa para acariciar su rostro, sintiendo su barba incipiente.

–No hay nada más falso que esa afirmación, mi lady –contestó sonriendo–. ¿Me baño mientras tú te

restableces?

–¡No! Mis deseos todavía no están satisfechos.

–¿No? –preguntó sorprendido viendo a su mujer en medio de su risa.

–No hablaba de ese tipo de deseo.

Darcy llevó su mano al vientre de su esposa al escuchar crujir su estómago, sintiendo también una patada del

bebé.

–Parece que hay más de dos hambrientos en esta habitación –dijo destapándola y besando tiernamente su

barriga mientras ella acariciaba sus cabellos.

–Sabes, si es niña, le estás enseñando muy bien cómo puede sentirse cuando se case.

–Prefiero no hablar de eso –indicó viéndola seriamente y regresó a su labor.

–Serás un padre celoso. Pero no tendrás que sentir celos si le enseñas a escoger al hombre adecuado que la

haga feliz.

–Tendré que entrenar muy bien a sus hermanos para que espanten a los pretendientes incómodos.

–Si heredan tu altura, con verlos será suficiente. Solo el que la ame de verdad se atreverá a enfrentarlos.

–Tendrá que hacer mucho más para convencerme de que es digno de mi hija.

–Solo no la hagas sufrir como a Georgiana.

–Tú estarás allí para impedirlo. ¿Quieres el desayuno en la cama? –preguntó incorporándose.

–Pero antes, ¿puedes traer mi tarta de frutas?

–Será un placer, mi lady.

Darcy se levantó y ayudó a Lizzie a incorporarse sobre las almohadas, se acercó a la mesa, cogió el plato

con la tarta y regresó con su mujer, sentándose a su lado. Tomó la tarta con los dedos y se la acercó para que

comiera, disfrutando de su gozo al satisfacer el antojo que había reservado desde el día anterior, sin duda la

espera lo había hecho más apetitoso. Lizzie cogió la muñeca de su esposo mientras masticaba y le ofreció, él

mordió un pedazo y continuó alimentando a su mujer.

–Así sabe delicioso –indicó mirándolo lascivamente.

Darcy se manchó los dedos con un poco de jalea de zarzamora, pero cuando Lizzie terminó cogió su mano y

acercó los dedos a su boca, lamiendo y mordisqueando cada uno de ellos provocando intencionadamente que

él se estremeciera y que su deseo resurgiera. Cuando terminó, era ella la que había quedado manchada de la

boca, pero él se acercó y culminó lo que había estado anhelando, chupando también las migajas que habían

caído sobre su mujer.

Cuando Darcy arribó a Curzon, más tarde de lo programado, Georgiana lo recibió en el salón principal.

–Darcy, Patrick tuvo que salir pero me pidió que te dijera que tus hijos se encuentran en perfectas

condiciones. ¿Estás bien? –preguntó extrañada, acercando la mano a sus labios inflamados y enrojecidos.

Él recordó la risita de su esposa al despedirse y la mirada intrigante de los mozos.

–Lizzie… –masculló–, fue un descuido de mi parte. Lizzie te manda sus saludos.

–¿Cómo está?

–Feliz y emocionada por tener de regreso a los niños.

–Tu sola presencia hace que ella esté mejor –comentó con un dejo de tristeza en la mirada, que no logró

ocultar por completo.

–¿Sucede algo? –inquirió tomando su barbilla para levantarle el rostro.

–Buenos días, Sr. Darcy –saludó la Sra. Reynolds, quien traía de la mano a los dos pequeños.

Georgiana agradeció la distracción en su interior, girándose hacia la puerta para que su hermano no viera sus

ojos brillantes por las lágrimas. Los niños caminaron lo más aprisa que sus cortas y regordetas piernas les

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permitieron para acercarse a su padre, que se arrodilló para estrecharlos alegremente. Darcy soltó a sus hijos

y se incorporó tomando las manos de su hermana.

–¿Quieres que hablemos un momento?

–No hay nada de qué hablar. Todo está bien –contestó con la seguridad y ecuanimidad que pudo reunir, pero

no la suficiente para dejar tranquilo a su hermano.

Darcy la abrazó con cariño.

–Lizzie me pidió que los invitara a desayunar mañana, ¿crees que se pueda?

–Sí, yo creo que sí, le comentaré a Patrick.

Darcy se despidió y se retiró con sus hijos y la Sra. Reynolds.

Lizzie los esperó en el jardín dando un paseo. Cuando vislumbró el carruaje se acercó sintiendo una enorme

emoción que la llevó a correr los últimos metros cuando vio a uno de sus hijos acercarse a ella caminando:

era Christopher. Lo supo porque atrás lo seguía su hermano con un paso más seguro y veloz. Ella los abrazó

a los dos en medio de lágrimas mientras Darcy la contemplaba feliz, luego le ayudó a levantarse y

observaron a sus hijos correr libremente tras un pájaro que se había posado sobre el césped.

–¿Cómo se encuentra mi niña? –preguntó rodeándola de los hombros mientras Lizzie enjugaba su rostro con

el pañuelo.

–¿Tienes una premonición o lo soñaste otra vez?

–Ambas, pero no me refiero a la que podré cargar en unos cuantos meses, sino a la que puedo besar en este

momento –aclaró acercándose para robarle un beso–. La única capaz de dejarme en estas condiciones –

indicó señalando las marcas de sus labios.

–Bien –dijo sonriendo–, sin embargo debo reconocer que el Sr. Darcy no está libre de culpa, aunque en esta

ocasión las mías estén cubiertas por el vestido.

–Entonces debo disculparme y prometerle un trato excepcional por la noche.

Lizzie acentuó su sonrisa y Darcy la besó tiernamente en la frente estrechándola más contra sí.

–No me habías dicho que Christopher ya caminaba. ¡Es maravilloso verlos crecer!

–Quería reservarte la sorpresa, la misma que me tocó a mí.

–¿Qué dijo el Dr. Donohue?

–No estaba cuando llegué, pero me comentó mi hermana que los niños están muy saludables. Los invité en

tu nombre a desayunar mañana, vi a Georgiana acongojada. Me gustaría que hablaras con ella.

Darcy subió a sus hijos a los columpios y los meció mientras Lizzie reposaba en su mecedora. Al cabo de un

rato, el Sr. Churchill llegó y le entregó una carta al Sr. Darcy y otras más a su ama, ambos las leyeron y él se

acercó y se sentó junto a ella tomando su mano.

–El coronel me comenta excelentes noticias: la Sra. Fitzwilliam está encinta.

–¿La Sra. Anne? ¡Qué alegría! Seguramente tu primo estará feliz –indicó viendo a sus hijos dormir.

–Dice que ha estado en reposo, pero que va mejorando. Y tú, ¿de quién recibiste carta?

–De Jane y de Charlotte, con motivo de mi cumpleaños; por lo visto la epidemia de Londres se expandió a

Derbyshire, también enfermaron los Collins.

–Estoy convencido de que por eso la Sra. Darcy no recibió sus cartas a tiempo.

Lizzie sonrió.

Los Sres. Darcy permanecieron disfrutando de su compañía en el jardín hasta que sus hijos despertaron de su

siesta y regresaron a la casa, donde pasaron el resto del día con ellos.

Al día siguiente, los Darcy esperaban la llegada de los Donohue en el salón principal y recibieron a

Georgiana y a Rose con manifiestas muestras de cariño y a su marido con toda cortesía. Ambas parejas se

sorprendieron cuando el mozo anunció la llegada de un visitante, por muchos años desaparecido:

–Sir Bruce Fitzwilliam, Lord de Matlock.

–¿Bruce? –preguntaron al unísono los hermanos Darcy, mientras el señor de la casa se ponía de pie y se

acercaba para recibirlo con un fuerte abrazo.

–Pero ¡qué sorpresa! –exclamó Darcy sin salir de su asombro–. Tantos años viajando por el mundo.

–Bon –expresó en francés–, algún día la aventura tenía que llegar a su fin, al menos por el momento –indicó

el recién arribado.

–¡Vaya!, casi no puedo creerlo. ¿Has regresado para quedarte?

–Mon ami, conociéndome, sería muy arriesgado asegurar algo así.

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–Pasa primo, tengo que presentarte a…

–¿Ma petite Georgie? –inquirió pasmado, se acercó con una enorme sonrisa y tomó sus dos manos mientras

ella asentía dichosa de verlo nuevamente.

Él la abrazó y ella correspondió con cariño mientras Lizzie los observaba complacida y Donohue endurecía

su expresión.

–Pero si estás preciosa, la última vez que te vi eras una niña.

–Te fuiste cuando tenía doce años –recriminó Georgiana sonriendo.

–Mi hermano me escribió varias cartas hablándome de tus progresos y… supe que te casaste.

–Sí, te presento a mi esposo, el Dr. Patrick Donohue.

–Un hombre muy afortunado y muy famoso. Llevo pocos días en Londres y ya he oído hablar de él –indicó

y se giró hacia Lizzie.

–Te presento a mi esposa –dijo Darcy acercándose a ella, quien le correspondió con una venia.

–Enchanté, madame… Disculpe, a sus pies Sra. Darcy, y mis parabienes a los dos por el nuevo sobrino.

–Muchas gracias. ¿Se quedará a desayunar, Sr. Fitzwilliam? –indagó Lizzie.

–Non, no quiero causar molestias.

–¡No es ninguna molestia! Sabes que en esta casa siempre eres bienvenido –aseguró Darcy.

El Sr. Churchill anunció que todo estaba listo y los presentes pasaron al comedor.

–Debo preguntar, ¿cuándo llegaste y de dónde? –indagó el anfitrión mientras aparecían ante ellos los platos

con fruta.

–Toqué suelo inglés hace una semana, viajé desde las colonias con… –se interrumpió al pensar que no era

necesario revelar la espléndida compañía de una francesita.

–¿Las antiguas colonias? ¿Estuviste en América? –preguntó Georgiana interesada.

–En realidad, en esta ocasión salí de la India.

–Dicen que son cuatro meses de trayecto –indicó Darcy.

–Cuando los vientos y la marea te favorecen y no se adelantan los monzones que hacen cancelar cualquier

navío por meses, al menos de junio a octubre.

–¿Qué fue lo que más te gustó de la India? –inquirió Georgiana con curiosidad.

–Una pregunta difícil. Te puedo hablar del chana masala, un platillo exótico que se come en el norte hecho

a base de garbanzos y especias, aunque también las vistas de la cordillera del Himalaya son impresionantes.

–El techo del mundo.

–Casi, el Everest es la cúspide pero está en China.Y es increíble el contraste que hay con el Desierto de

Thar, de esa diferencia de temperaturas surgen los monzones. Justo he traído unos presentes para ustedes –

dijo haciendo una seña al mozo, quien se retiró unos segundos para aparecer con dos paquetes, uno para los

anfitriones y otro para Georgiana.

Los primos abrieron sus respectivos regalos: para Darcy un libro que hablaba de la India con dibujos en

donde figuraban algunas de las construcciones más importantes de la entidad como el Taj Mahal, en Agra,

paisajes que mostraban animales igualmente exóticos como el pavo real indio y el tigre de bengala y otros

que llamaron la atención de Lizzie al contemplar la hermosa flor de loto o la colorida indumentaria que

usaban las nativas.

–¡Bruce, es precioso! –exclamó Georgiana al contemplar su presente y tocar suavemente las cuerdas: una

chitra vina, instrumento de la música clásica carnática que se tocaba en el sur.

–Y por supuesto, he traído una suculenta variedad de tés y de especias, así como varias botellas de fenny que

espero sean de su agrado.

–Por supuesto, muchas gracias –dijo Darcy viendo entusiasmado el libro.

–Quise escribirte pero tomé la decisión de venir de un día para otro, tal vez habría llegado primero que la

carta si te hubiera encontrado en Pemberley.

–Sí, estuve hace poco.

–Pero como en Matlock todo estaba en orden, gracias al Sr. Rumsfeld, cabalgué hasta Londres.

–Y ¿qué has hecho todos estos años, si las damas pueden oír?

–Tú sabes que mi viaje inició por Europa.

–Radicaste más de un lustro en Francia y supe que después visitaste África, y por lo visto acabaste en Asia,

era muy difícil seguirte la pista.

–Claro, la correspondencia tarda demasiado en llegar, cuando mi hermano recibía mis cartas ya tenía tiempo

de haber cambiado de ubicación. ¡Seguramente me enteré de tu boda cuando tus gemelos ya habían nacido!,

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sin ofender a las damas. Georgiana, me dijo el Sr. Smith que eres madre de una encantadora niña. Supongo

que es la pequeña que saludé en el jardín hace unos momentos.

–Sí, Rose cumplirá un año dentro de poco –contestó ella.

–Me recordó tanto a mi tía Anne… y tus hijos Darcy, ¡volviste a nacer!

Darcy se rió con orgullo ante el asombro de su primo.

–Como estás recién llegado, tal vez no sepas la última noticia –señaló el señor de la casa–. Tu hermano y

Anne esperan un bebé.

–¿Mon frère? ¿Anne?

–¿Tampoco supiste sobre la boda?

–¿El coronel por fin sentó cabeza?

–¡Se casaron en febrero!

–¿Con quién se casó?

–Con Anne, Anne de Bourgh.

–¡Nunca lo hubiera imaginado! Anne y Ray… Ahora comprendo por qué no me escribió –dijo con una

mirada pícara que dejaba entrever sus pensamientos–. ¿Y lo permitió mi tía?

–Al principio no, pero en su lecho de muerte les dio su bendición.

–Sacre Dieu! Me he perdido de mucho –dijo circunspecto.

–¿Tampoco supiste del fallecimiento de Lady Catherine? Recuerdo que yo te escribí, no sé a dónde.

–Es muy frecuente que las cartas se pierdan, pero me alegro de haber vuelto, tal vez debí regresar hace

mucho –reflexionó viendo a su prima–. Parece que fue ayer cuando te leía cuentos y te traía caramelos

Georgie.

–Sí, yo también lo recuerdo Bruce. Me leías una y otra vez la misma historia cuando nos visitabas. Te he

extrañado mucho. Todavía conservo la caja de música que me enviaste.

–Desde Francia… Recuerdo que era tu melodía favorita, la tocabas en el piano cada vez que tenías

oportunidad.

–Dinos, ¿tienes esposa?, ¿familia?

–No, esposa no. Tal vez me presente en la próxima temporada, ya debo pensar en mis obligaciones y tener

un heredero –“legítimo”, aclaró para sí.

–¡Si tú te has sorprendido por el matrimonio de Ray y Anne, yo estoy estupefacto de oír esa declaración! –

exclamó Darcy.

–Yo también me sorprendí mucho cuando supe del matrimonio del Sr. Darcy, pero ahora entiendo la razón,

no podías dejar pasar la oportunidad y te felicito por ello –explicó viendo a la señora de la casa–. Además de

ser una belleza, en la mirada se ve su inteligencia y su dicha.

Lizzie sonrió y agradeció.

–Yo pensé que pasar el resto de mi vida con una misma persona era demasiado tiempo. Desde que conocí a

Elizabeth, me parece que no alcanzarán los días para amarla como se merece –comentó observándola con

cariño y tomando su mano, ya que se había sentado a su lado, y su gesto fue correspondido por una

encantadora sonrisa.

–Por lo visto, te has convertido en un auténtico romántico.

–Sí… me ha traído asombrosos beneficios –indicó con una sonrisa que fascinó a su mujer.

–Me alegro de que sean felices –dijo riendo y viendo con satisfacción a los Darcy.

Viró su vista hacia los Donohue, que se encontraban enfrente, y se inquietó al notar el contraste. Georgiana,

aunque sonreía, reflejaba inseguridad, tristeza, desamparo, no como la Sra. Darcy que desbordaba de gozo al

sentirse profundamente amada y protegida. Se preguntó si esa diferencia radicaba en el estado de buena

esperanza de su anfitriona, las observó mientras la plática continuaba y detectó la ligera diferencia que

conocía muy bien gracias a su experiencia con las mujeres: la satisfacción. Suspiró profundamente al darse

cuenta de que había estado demasiado tiempo lejos de su familia, que no tenía derecho a ser bienvenido en

sus corazones, pero quería que fueran felices y Georgiana no lo era. Se recordó que ya no era su pequeña

prima que tenía esa encantadora sonrisa antes de que fallecieran sus padres, desde entonces había cambiado

y él había salido de su vida. A pesar de que no estuvo presente, su hermano le había escrito lo feliz que

Georgiana había sido en su boda, asegurándole que era un matrimonio por amor. ¿Por qué no estaba

satisfecha con su vida?

Se reprendió al pensar que no debería importarle, antes no le había importado y en cuanto tuvo la

oportunidad inició una excursión por el mundo que recién había terminado, después de quince años,

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buscando algo que no había llegado a encontrar. Observó sus manos delgadas y bronceadas que tenían

algunas manchas de sol, su rostro antes blanco también presentaba esa coloración que hacía resaltar más sus

ojos verdes y su cabello rizado y rubio, esas características y su altura le habían dado ciertos problemas en

sus excursiones, al ser tan diferente de los habitantes de las diversas regiones visitadas, aunque no para

conquistar a las damas. Frunció el ceño pensando en que nunca nadie lo había necesitado: en cuanto sus

padres fallecieron en aquel terrible accidente, el Sr. Rumsfeld se hizo cargo de todo mientras él y su

hermano, un año menor, acababan sus estudios. Ray se enlistó en el ejército y se perfiló para ayudar al viejo

Darcy con su administración mientras él se dedicó a una vida disipada al tener asegurados sus ingresos como

nuevo lord de Matlock. Luego continuó su peregrinaje y ahora, como el hijo pródigo, regresaba vacío y sin

un propósito en la vida, pero no tenía a quién pedirle perdón ni a quién abrazar y sentía una enorme

necesidad de ser importante para alguien, de ayudar y ser útil por primera vez en su vida.

–¡Bruce! –repitió Darcy para sacarlo de su ensimismamiento–. Creo que estás agotado de tanto viajar.

–Un poco –reconoció–. ¿Decías?

–¿Cuánto tiempo permanecerás en Londres?

–No lo he decidido todavía, pero tal vez una larga temporada ya que todo camina tan bien en Matlock. Están

acostumbrados a prescindir de mí. Me gustaría visitar a mi hermano y a Anne, aunque no quiero ser

inoportuno con los recién casados. ¿Se encuentran en Rosings?

Darcy asintió.

–Me alegro de que Ray haya tenido la fortuna de hacer un buen matrimonio, además de que así todo queda

en familia.

A pesar de la alegría que sentía por el regreso de su primo y la amena conversación, Darcy se percató de la

soledad que lo inundaba, deseando ayudarlo de alguna forma, también observó a su hermana y detectó un

aire de desconsuelo y una cierta indiferencia de parte de Donohue hacia ella que nunca había visto.

Concluido el almuerzo, los caballeros se retiraron al despacho a probar el fenny –licor de coco de un aroma

penetrante y con alto grado de alcohol– y continuar con su conversación y Lizzie invitó a Georgiana a

caminar por el jardín con los niños escoltadas por la Sra. Reynolds, quien los estuvo columpiando mientras

las señoras platicaban. Lizzie tenía ligeras sospechas del problema que los Sres. Donohue podrían tener

debido a la conversación que sostuvo con el Dr. Donohue cuando se llevó a sus hijos, pero sabiendo que ese

tema era muy delicado trató de sacarlo con extrema sutileza.

–¡Es maravilloso tenerlos otra vez a mi lado! –exclamó Lizzie al ver a sus hijos jugar y reír con entusiasmo–

. Los extrañé mucho.

–Tus hijos son encantadores y se portaron muy bien. Rose disfrutó mucho de su compañía y no dejaba de

jugar con ellos y observarlos.

–Ha sido una experiencia muy bonita que Christopher y Matthew tengan una buena relación de hermanos:

ambos son serios pero sin duda Christopher será el más inquieto de los dos, si su salud se lo permite.

–De eso estoy segura.

–Yo agradezco tanto al cielo que mis hijos se lleven poco tiempo de edad, aunque sí es cansado como

mamá, los hermanos fomentan una mejor relación si conviven por más tiempo. Recuerdo que así pasó con

Jane y conmigo, no fue lo mismo con mis otras hermanas, claro que reconozco que también la personalidad

de cada una influyó de forma determinante.

–Fue muy distinto en mi caso, aunque tú conoces el gran cariño y respeto que le tengo a mi hermano.

–Sí, y te quiere mucho, es el hermano perfecto, el que todos desearíamos tener. Sin embargo, reconozco que

me tocó la mejor parte: tenerlo como marido. Y debo agradecértelo.

–¿A mí?, ¿por qué?

–Estoy consciente de que es difícil que un hombre sea tan comprensivo y cariñoso, a pesar de que ame a su

esposa, pero supongo que aprendió mucho cuando tuvo que hacerse responsable de ti. Buscó maneras para

acercarse y guiarte, se interesó por tus cosas y, aunque tuvo errores, supo reconocerlos y remediarlos de la

mejor manera.

Lizzie observó a Georgiana, quien esbozó una ligera sonrisa de satisfacción.

–Rose empezará a gatear en cualquier momento, se ve que es una niña muy cariñosa –continuó Lizzie–.

¿Pronto le buscarán un hermano?

Georgiana bajó la mirada para ocultar su tristeza.

–Tal vez sea la única hija que tengamos –dijo, sin poder evitar contestar con la voz quebrada.

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–¿Cómo?, ¿te ha dicho algo el Dr. Robinson? ¿Quedaste mal después de tu parto o necesitas continuar con

algún tratamiento?

–No, no se trata de eso.

–¿Entonces? –preguntó inocentemente.

–¡Ay, Lizzie! ¡Ya no le intereso! –exclamó entre sollozos–. He escuchado que eso es normal después de que

nace un heredero pero, además de que no tengo hijo varón, no puedo conformarme con eso. Yo lo amo.

–Por supuesto que no debes conformarte. ¿Has hablado con él?

Georgiana negó con la cabeza, presa de la incertidumbre.

–Pues eso es lo primero que debes hacer para saber la razón de su comportamiento.

–¿Y si… tiene alguna amante?

–No Georgiana, yo sé que él te ama.

–Pero está distinto conmigo, tiene tantas pacientes hermosas y dispuestas… Tengo mucho miedo de perderlo

definitivamente.

–¿Tus sospechas tienen algún fundamento? ¿Hay algo más que te preocupa?

–Sí… cuando Rose presentó las primeras erupciones, me sentí tan asustada que la llevé al consultorio de mi

marido para que la viera. Cuando llegué tuve que esperar a que saliera su paciente y… ¡estaba atendiendo a

la Srita. Ford! Al salir, ambos se estaban riendo y al verme, Patrick dejó de reír, se despidió de su paciente y

su actitud circunspecta lo dominó nuevamente, revisó a Rose como si yo hubiera sido la culpable de su

estado.

–¿Te dijo algo?

–¡No! Habría preferido que me dijera algo, como mi hermano que no se calla las cosas.

–Prométeme que hablarás con él lo antes posible.

Ella asintió con la cabeza mientras enjugaba su rostro. Lizzie la abrazó para darle su apoyo y la seguridad

que la había abandonado, pensando si sería conveniente revelarle toda la verdad a su marido, ya que temía

por su reacción hacia Donohue. “¡Sigues reservándote las cosas!”, resonó en su cabeza el reclamo que ella le

hiciera hacía dos noches. Se imaginó hablando del problema con él y el enojo que sentiría al conocer los

detalles, la sensación de impotencia al tener las manos amarradas y no poder ayudar a su hermana, ya que

era un conflicto que únicamente los cónyuges tenían que solventar. Georgiana tenía que enfrentar sola a su

marido y sin la intervención de nadie.

–Te pido discreción con mi hermano, me moriría de vergüenza si se llega a enterar.

–Por supuesto –aseguró mientras unos ojos verdes las observaban desde la casa preguntándose qué estaba

sucediendo.

Cuando los caballeros salieron del despacho, Lizzie los recibió en el salón principal mientras sus hijos

tomaban la siesta en la alcoba. Darcy se extrañó de no encontrar a su hermana y Lizzie la disculpó por

haberse sentido indispuesta, por lo que Donohue y Fitzwilliam se retiraron de la reunión.

Darcy se acercó a su mujer y le preguntó inquieto:

–¿Pudiste hablar con Georgiana?, ¿qué te dijo?

–Que tal vez ya no tenga más hijos.

–¿Por qué?

–No lo sabe, el Dr. Robinson la sigue revisando –aclaró, sin mentir, para cumplir con la petición que su

hermana le había hecho.

–No dudo de la capacidad del Dr. Robinson o de su marido, pero tal vez sea mejor que vaya a ver al Dr.

Thatcher –indicó comprendiendo su desconsuelo al recordar su propia experiencia–. Y su marido, ¿qué dice?

–No lo sé, le dije que tenía que hablar con él para conocer sus impresiones.

–Seguramente eso también la tiene afligida, aunque es muy pronto todavía para decir que no podrá

embarazarse. Hace poco dejó la lactancia.

–Es posible que sea cuestión de tiempo.

–Y de que ella esté tranquila. ¡Qué terrible situación cuando no se puede hacer nada para evitar el

sufrimiento de las personas que amas!

–Solo nos queda darle nuestro apoyo… Darcy, acabo de recibir carta de mi madre –comentó preocupada.

–¿Sucede algo?

–Me confirma que vendrán un par de días dentro de una semana.

–¿Y eso te preocupa?

–¿Te burlas de mí? –inquirió ofendida.

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–Discúlpame –pidió, dándole un dulce beso en los labios, deseando que su sensibilidad no se sintiera

agraviada–, debí preguntar ¿por qué te preocupa?

–Mary vendrá a despedirse, para luego contraer nupcias y quedarse en Escocia.

–¿Vendrá el Sr. Posset? ¿Quieres que hable con él?

–No sé, creo que ya no tendrá sentido, si Mary no abrió los ojos con lo que le dije.

–¿Hablaste con ella?

–Sí, después de haberlos encontrado en el jardín en una situación muy comprometedora.

–¿Como yo me encontré a Georgiana y a Donohue?

–¡No! –increpó–. ¡La felicidad de mi hermana está en juego y tú, solo quieres divertirte con tus comentarios!

–Lizzie, mi pregunta estaba libre de ironía –afirmó, tratando de enmendar su error–. ¿Cómo los encontraste?

–Yo solo quería confiarte mi turbación, como siempre lo he hecho –dijo con lágrimas corriendo por sus

mejillas–, pedir tu consejo y recibir tu consuelo, pero…

–Pero…

–¡Solo te preocupas por tu hermana! –espetó con ira, aun cuando sabía que su afirmación era falsa.

Darcy la ciñó, a pesar de que ella no le correspondió, la besó repetidas veces en la frente tratando de

regresarle el sosiego que había perdido con su embarazo, ¡y faltaban todavía tres meses, más dos meses de

adaptación! Cerró los ojos, sintiendo en el estómago la respiración agitada de su amada.

–Sabes que mi mundo gira alrededor del tuyo y estoy a tu disposición para lo que quieras hacer. Tú y los

niños son lo más importante que tengo.

–También tu hermana.

–Sí, pero ella no es tan importante como tú en mi vida, ni siquiera nuestros hijos.

–Darcy, ¿cómo me soportas cuando soy tan odiosa?

–Será por el dulce fuego que me espera después de esto.

Lizzie le soltó un golpe debajo de la espalda y luego lo abrazó sintiendo que él la estrujaba con cariño.

–Entonces, ¿me vas a decir lo que te preocupa? –inquirió Darcy buscando encontrarse con su mirada, sin

soltar sus brazos.

–El Sr. Posset no es un caballero, y se lo dije a mi hermana, pero al parecer los planes de la boda continúan.

–Y me imagino que la Sra. Bennet desea que se case a pesar de todo.

–Mi madre no sabe lo que vi, pero estoy persuadida de que eso es lo que menos le importaría. Además, si yo

se lo revelo, voy a perder por completo la confianza que Mary ha depositado en mí.

Darcy se tornó pensativo, sabía perfectamente las consecuencias de un matrimonio en esas condiciones, lo

había visto en Wickham y en muchas de sus amistades, y le parecía extraño que Mary se hubiera interesado

en alguien tan diferente a ella, por lo poco que habían conversado él se había dado cuenta de que no tenían

mucho en común: Posset, aunque letrado, solo se interesaba por los asuntos de su hacienda y Mary por los

libros y por la música, pero el amor hacía que las personas hicieran locuras, él lo sabía muy bien. Por otro

lado, las Highlands estaban tan lejos que sería muy difícil conseguir más información sobre el Sr. Posset y

con tan poco tiempo, considerando el viaje de ida y vuelta, por lo que desechó la posibilidad de contratar a

un investigador privado de Londres.

–Creo que nuestra última carta está precisamente en esa visita que recibirás, podrás hablar con Mary y, si

quieres, trataremos el tema con la Sra. Bennet. Si el Sr. Posset viene, te ofrezco dialogar largamente con él,

y si de algo sirve conversaré con Mary, pero la última palabra la tendrá tu hermana, aun cuando sepamos

que su decisión es inadecuada.

–Y tú, como “hermano” de Mary, ¿podrías ejercer una influencia mayor en su decisión?

–Podría, por supuesto, pero no sé si sea lo más adecuado y pienso que saldría contraproducente ya que

alentaría su rebeldía encaminándola a que se casara solo por llevarnos la contra, máxime si tu madre no nos

apoya y, aunque los Bingley estuvieran de nuestro lado, no tengo la autoridad moral que yo siempre ejecuté

sobre Georgiana, si bien técnicamente yo sea quien las mantenga. Recuerda que eso no lo sabe nadie fuera

de la Sra. Bennet.

–Entonces solo nos queda rezar –dijo mientras sentía una nueva lágrima mojar su rostro.

–Tal vez puedas escribirle a Jane sobre tus inquietudes, si ella lo sabe puede hablar con tu hermana y

sumarse a nuestro esfuerzo. Pero no quiero que estés angustiada, sabes que no le hace bien a nuestro bebé.

–Ella no se merece tener una vida malhadada –suspiró profundamente para tratar de aliviar la fuerte opresión

en el pecho mientras su marido enjugaba su rostro y la ceñía entre sus brazos.

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CAPÍTULO X

Pasaron dos días y después del alba, Darcy salió a cabalgar a pesar de que amenazaba lluvia. Tenía la

intención de ir a Curzon desde el día anterior, pero su mujer lo convenció de permanecer en casa, tenía

métodos muy persuasivos. Ahora solo esperaba una hora más conveniente para hacer una visita, aunque

estaba impaciente por entrevistarse con su hermana, ya que había quedado receloso desde la última vez que

la vio. Pensó en Lizzie y en cómo le había insistido en quedarse: “me encanta que uses tus labios de esa

manera”, incitándolo a aprovechar sus facultades al máximo. Ese día había tenido que salir antes de que su

mujer despertara porque sabía que con mover un dedo lo convencería de quedarse, ya que faltaban pocos

días para que tuvieran que ejercitar nuevamente la templanza, por indicaciones médicas, y luego el tiempo

de recuperación…

Quería entrevistarse pronto con Georgiana para poder regresar a su casa al lado de su esposa. Se rió al

recordar lo que ella había dicho después: “lástima que mi panza esté tan grande, no me puedo levantar para

besarte”, provocando que él se incorporara y capturara su boca apasionadamente para saciar su ansiedad.

Vio a lo lejos un carruaje que le resultaba familiar, el Dr. Donohue había salido de casa, por lo que ya podría

dirigirse a buscar a su hermana, aunque no estaba seguro porque de soltera se levantaba más tarde, pero con

Rose lo creía imposible, al menos podría ir a preguntar por ella sin encontrarse con su cuñado. Recordó lo

siguiente que había dicho Lizzie entre suspiros en medio del silencio de su marido: “No puedo verte, pero

eres maravilloso, ¡sigue!”, como si él quisiera separarse estando tan cerca de alcanzar la felicidad de su

amada, a pesar de que tenía que hacer uso de su fuerza de voluntad para esperar un poco más. Sabía que

posiblemente era la última vez en mucho tiempo en que podría hacer sentir de esa manera a su mujer, al

menos con esa intensidad.

Llegó a Curzon y, al ser visto por el lacayo, descendió del caballo sintiendo algunas gotas de lluvia y se

refugió oportunamente dentro de la mansión, entregó su abrigo y su sombrero tras recibir el saludo del mozo

y esperó a ser anunciado a la señora de la casa.

Se acercó a la ventana para observar el jardín, agradeciendo enormemente a sus padres por haberlo educado

en la voluntad y en la fortaleza, y que la vida lo hubiera obligado a pensar en las necesidades de los demás,

sobre todo en las de su esposa, ya que esa espera fue increíblemente recompensada por su respuesta mientras

su mano ascendía por el voluminoso vientre y se encontraba con la de ella que, de pronto, la asió

fuertemente en medio de una intensa explosión, llevándola a perder el sentido por unos segundos en tanto él

se dominaba para postergar su complacencia.

Escuchó unos pasos y se giró para encontrarse con el Sr. Clapton, quien traía el té mientras arribaba la

señora. Darcy agradeció al tiempo que el mayordomo se retiraba y se acercó para servirse una taza hirviente,

desprovista de cualquier otro sabor que no fuera el de la hierba. Contempló el humo y evocó el rostro de su

esposa observándolo a través del vapor de la bañera, cuya mirada agradecía la felicidad que le había

regalado, el cuidado que le había procurado, el esfuerzo que había sido necesario para alcanzar la

satisfacción de su amada, una mirada que contenía su amor y su admiración, una mirada muy diferente a la

que observó minutos antes, cuando finalmente se unió a su gozo en medio de una entrega total, pero tan

maravillosa como la que lo hechizó durante el resto del día, definitivamente quedarse había sido su mejor

decisión.

Dio un pequeño sorbo y sintió el calor del líquido pasar por su boca, su garganta, su estómago,

transmitiéndose a todo su cuerpo, como la emoción que sentía cada vez que escuchaba la voz de su mujer,

sus risas, sus burlas, cada vez que veía su sonrisa o sus pensamientos se dirigían a ella, deseando regresar

pronto a su lado.

–¡Darcy! –exclamó Georgiana al tiempo que él alzaba la vista, dejaba la taza sobre la mesa y correspondía a

su saludo.

–Espero no haber sido inoportuno.

–No, sabes que tu visita siempre es agradable. ¿Quieres tomar asiento?

Él agradeció y ambos se sentaron.

–¿Cómo están Lizzie y los niños?

–Bien, gracias. Vi a tu marido salir en el carruaje.

–Hace rato recibió un mensaje para que se presentara a atender una emergencia en la casa de la Srita. Ford.

Me dijo que un paciente puede escoger a su médico, pero los médicos no pueden darse el lujo de elegir a sus

pacientes –espetó con una mirada melancólica.

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Darcy asintió, recordando que esa mujer había flirteado con el Dr. Donohue antes de su boda.

–¿Querías ver algún asunto con él? –continuó Georgiana.

–No, en realidad quería verte a ti y saber cómo estás –indicó reflejando su preocupación–. ¿Ya hablaste con

tu marido?

–¿De qué? –indagó asustada.

–De lo que te tiene tan deprimida.

–¡No!, ¿te lo dijo Lizzie?

–Sí, por supuesto.

–¡Qué vergüenza! –exclamó rompiendo en un llanto desconsolado, abochornada por lo que pensaría su

hermano de ella.

–¡Georgiana, no estés triste! –indicó, colocando las manos sobre sus hombros–. Tienes que hablar con él, es

necesario que hablen del problema para plantear las soluciones.

–Pero no sé qué decirle, me da miedo cómo lo vaya a tomar.

–Verás que todo se va a arreglar. A veces las cosas se solucionan con el paso del tiempo.

–Ya pasó mucho tiempo y nada.

–Tal vez podrías sugerirle irse a Pemberley todo el tiempo que quieran, tú necesitas tranquilidad y

seguramente a él le caerán bien unos días de descanso.

–¡Como si fuera tan fácil! –declaró poniéndose de pie y limpiando su rostro con el pañuelo.

–Yo sé que no es fácil, pero les puede ayudar –sugirió tras ella.

–Si es que no es demasiado tarde.

–¿Tarde? –indagó girándola–. No pierdas la esperanza. Nosotros tardamos cinco años en concebir a Frederic

y luego fue más sencillo.

–¿De qué hablas?

–De tu dificultad para concebir, claro está.

–¿Eso te dijo Lizzie?

–Entonces… ¿hay algo que mi adorada esposa osó reservarse? Porque por lo visto a ella sí se lo dijiste.

–Darcy, no te enojes con Lizzie. Le pedí que guardara discreción y pensé que…

–Que me lo había dicho todo –completó frunciendo el ceño–. ¡Claro!, debí haberlo imaginado desde el

principio. Bueno, si ese no es el problema, entonces ¿cuál es?

–Es algo muy íntimo, perdona que no te lo diga –evadió bajando la mirada.

–Si no me lo dices no te puedo ayudar.

–Nadie me puede ayudar.

–Hay problemas con tu marido. ¡Si sé que ese hombre te hace daño…! –increpó furioso.

–¡No Darcy, él no se ha atrevido a tocarme! –dijo casi fuera de control, sin pensar que esas palabras

revelaban todo su problema.

–¡Debo advertirle que si acaso lo intentara, olvidaría que es mi hermano!

–¡No! ¡No puedes hablar con él!

–Si es necesario, ¡claro que hablaré con él! –concluyó retirándose y dejándola sumida en una profunda

angustia.

Darcy abandonó la residencia, como había abandonado los sentimientos hacia su esposa que albergó desde

que se levantó. Ahora se dirigía a su casa hecho una fiera, sabiendo que tenía que controlar muy bien su

enojo si quería averiguar lo que pasaba con su hermana.

Georgiana trató de sosegarse sin conseguirlo, se acercó a la ventana para recibir el aire fresco en su rostro,

cerró los ojos mientras aspiraba profundamente recargada en el alféizar cuando escuchó que alguien tocaba a

la puerta y el mozo entraba:

–Sir Bruce Fitzwilliam –indicó para anunciar la visita sin percatarse de que su ama no estaba en condiciones

de recibir a nadie.

Georgiana no se giró, sabiendo que era el peor momento para recibir a su primo, sacó nuevamente el

pañuelo que guardaba en el bolso de su vestido para secar su rostro aunque sabía que él descubriría su

angustia, era inevitable.

Unos pasos se escucharon a su espalda y el sonido de la puerta indicó que ya estaban solos.

–¿Georgie? –indagó Bruce al ver que no se giraba.

Georgiana se volvió hacia él y no pudo evitar que más lágrimas se derramaran sobre su rostro al verlo con

un ramo de flores precioso, hacía tanto que su marido no tenía ese detalle con ella.

59

–Chéri… ¿Estás bien? –inquirió acercándose, dejando las flores sobre la mesa para poder cogerla de sus

brazos–. Vi a Darcy que salía alterado, pero no pude detenerlo. ¿Ha sucedido algo?

Georgiana, terriblemente confundida y mortificada, sin saber qué decir, sollozó mientras su primo la ceñía

cariñosamente para consolarla, como lo había hecho cuando era tan solo una niña, dándose cuenta de que

tenía en sus brazos a una mujer al notar sus suaves curvas sobre su duro pecho, reprendiéndose por el curso

de sus pensamientos: era su prima, una mujer casada… hermosa, madre de familia –se corrigió–, que

despertaba en él una profunda necesidad de protegerla y devolverle el sosiego, constreñirla. Maldijo sus

pensamientos percatándose de que su cuerpo no consideraba todos esos importantes aspectos, hacía

demasiado tiempo que no estaba con una mujer y había despertado sensaciones dormidas con su tacto, con

su aroma. No, ya no era una niña, tampoco era una dama inocente que pasara por alto su reacción, solo

esperaba que dentro de su turbación ella no lo notara. Pensó que ya era tiempo de buscar compañía

femenina, de regresar a las casas donde lo habían acogido con entusiasmo antes de emprender su travesía.

–Perdóname por recibirte en este estado –dijo Georgiana soltándose al fin, aunque reflejaba una terrible

preocupación en el rostro todavía fruncido por la tristeza, mientras se limpiaba con el pañuelo.

–Mon petit ange, ¿ha ocurrido alguna desgracia? –inquirió concentrándose en el problema y no en lo que

sentía.

–No lo sé –indicó con un hilo en la voz–. Darcy… se fue furioso, tal vez empeorará las cosas… y mi

marido… –se interrumpió y guardó silencio.

–Georgie, no entiendo lo que sucede pero sabes que puedes confiar en mí, siempre lo hiciste.

–¡Pero te fuiste tanto tiempo!

–Oui… lamento que fuera así, pero he regresado porque te extrañaba, los he extrañado a todos –se reprendió

tratando de ocultar sus sentimientos más profundos.

–No estuviste a mi lado cuando más necesité de tu consejo –le riñó recordando su terrible experiencia con

Wickham–, solo estuvo mi hermano y luego Lizzie para apoyarme y ayudarme.

–Lo siento mucho, sé que no tengo derecho a pedirte que te desahogues conmigo pero te quiero ayudar,

deseo que seas feliz como mi hermano me había dicho en sus cartas. Lamento que sigas temiendo de Darcy

y espero que eso no te suceda con tu marido.

–¿Mi marido? –indagó rompiendo a llorar otra vez.

–Vamos chéri –dijo tomándola de los hombros para conducirla al asiento y la tomó de las manos–. ¿Has

tenido alguna discusión con el Dr. Donohue?

–No pero…

–Pero…

–He querido hablar con él… de un asunto que me tiene perturbada…

–Y tienes miedo.

–¡Tengo terror a su enfado!, ¡tengo terror a su respuesta!, ¡tengo terror a su indiferencia y a su rechazo!

–¿Acaso se ha atrevido a golpearte o a abusar de ti?

–¡No!, él me amaba y… ahora, no lo sé… Se ha distanciado tanto que, tal vez haya…

–¿Otra mujer?

Georgiana asintió reflejando toda su congoja.

–¿Te puedo pedir un favor? –preguntó ella.

–Por supuesto.

–Abrázame –suplicó con la mirada de una manera en que él no se pudo negar, y ella se sintió protegida en

esos brazos fuertes y reconfortantes que la estrecharon por varios minutos, como habría deseado que su

marido lo hiciera.

Bruce se reprochó a sí mismo por no haber estado a su lado cuando había decidido contraer matrimonio, no

conocía a Donohue y ni siquiera había podido desmentir la sospecha que su prima había revelado, aunque

fuera solo para tranquilizarla. ¿Cómo era posible que alguien con un poco de sentido común engañara a esa

dulce y bella mujer que ahora estaba en sus brazos?

Lizzie se encontraba en la alcoba de sus hijos, acompañada de la Sra. Reynolds que le ayudaba con ellos.

Aun cuando era la mejor época de su embarazo, el cuidado de sus críos la agotaba y empezaba a padecer

esos dolores en la espalda que le obligaban a bajar el ritmo en sus actividades, a pesar de que los pequeños

seguían exigiendo atención. Cuando la Sra. Reynolds terminó de alistar a los infantes, Christopher se acercó

a su madre que se encontraba sentada en el sillón, trepándose en ella para recibir un poco de su afecto a

60

través del abrazo que le regaló. Viendo lo sucedido, Matthew dejó su caballo de juguete y corrió a los brazos

de su madre que lo recibió con cariño, deleitándose con la sonrisa que sus hijos esbozaban cuando se bajaron

de su regazo.

Acto seguido, se dispusieron a dirigirse a la planta baja para que los niños desayunaran y esperaran el arribo

del padre, quien no debía de tardar. En el último tramo de escaleras, el Sr. Churchill apareció y esperó a su

ama para entregarle una correspondencia urgente de Starkholmes. Lizzie la abrió tomando asiento mientras

la Sra. Reynolds se adelantaba con los niños.

“Querida Lizzie: Me apena tanto el contenido de tu carta que no pude evitar tomar un pliego de papel para

decirte que le escribiré a Mary y a mi madre para convencerlas de que pasen por Starkholmes antes de

proseguir por su camino a Escocia, para tener la oportunidad de hablar con ellas en caso de que se empeñen

en la celebración de esas nupcias. Tal vez hace algunos años no habría tenido el valor de aconsejar a una

hermana que no se casara en estas condiciones, pero he aprendido que el matrimonio es difícil, aun con la

persona que amas. Me horrorizo al pensar en lo que sería la vida con una persona que no puede amarte y

respetarte como es debido, aunque rezo para que su visita a Derby no sea necesaria y que tú logres

convencerlas de que regresen a casa. Con cariño, Jane”.

Lizzie suspiró y dobló nuevamente la carta, rezando para que Mary tomara la mejor decisión. De pronto, se

abrió el portón y Lizzie giró su vista para encontrarse con una figura oscura, alta, delgada y ancha de

hombros, rodeada de una luminosidad que no permitía distinguir sus facciones hasta que se cerró la puerta.

–¡Darcy! –exclamó poniéndose de pie.

–¿Me permites unos minutos? –dijo circunspecto, tomándola del brazo para encaminarla a su despacho y

alejarse de los criados.

Darcy abrió la puerta y dejó que su mujer se introdujera, la siguió y cerró mientras ella tomaba asiento.

Colocó su sombrero sobre el perchero, se retiró la levita que brillaba por las gotas de agua y caminó unos

pasos encontrándose con la mirada de su esposa, quien lo observaba con atención y curiosidad, hasta que él

inició:

–Fui a ver a Georgiana para saber cómo estaba.

–¿Cómo está?

–Muy deprimida. Pero me encontré con algo que no esperaba, aunque pensándolo bien no debo

sorprenderme –indicó mirándola implacablemente.

–¿Qué sucedió?

–¡Qué cosas de la vida! No sé si enojarme o sentarme a reír. Lo mismo que tú me has reclamado, te lo puedo

reclamar yo. ¡En realidad, odio que traiciones la confianza que he depositado en ti! –vociferó casi perdiendo

el control–. ¡Lo has hecho otra vez!

–¿De qué hablas, Darcy?

–¡De las mentiras que me dijiste de mi hermana!

–¡Yo no te mentí! ¡Solo dije parte de la verdad! –increpó.

–¡Claro! y te reservaste la información necesaria para comprender la profundidad del problema. Olvidaba

que mi mujer tiene una inteligencia muy fina que sabe decir la verdad sin sincerarse por completo. Tendré

que ser más inteligente para descubrirlo, lástima que no pude hablar con Donohue, habría sido sumamente

incómodo ir a la casa de la Srita. Ford a pedir explicaciones mientras atiende a su paciente.

–¡No puedes hablar con Donohue!

–¿Por qué no?

–Porque eso es una cuestión que solo se puede tratar entre marido y mujer. ¿No lo entiendes? Si Georgiana

no te lo quiso decir y pidió mi discreción, no puedes meterte más de lo que ella te permita, además no

deberías, ¡en lugar de ayudarles agravarás la situación!

–¡Es mi hermana!

–Y este es un problema entre marido y mujer.

–¡Él ha dejado de cumplir con sus obligaciones maritales!, ¿no es así? –preguntó iracundo, confirmando sus

sospechas.

Lizzie se quedó paralizada, con el rostro pálido y sin pestañear.

–Regreso más tarde, pero tú y yo no hemos terminado –dijo Darcy girándose para retirarse.

–¿A dónde vas? –indagó levantándose para seguirlo.

–Tendré que continuar con mis pesquisas –concluyó deteniéndose para coger su levita y su sombrero–.

Lástima que el coronel Fitzwilliam ya no me puede ayudar, era un excelente investigador.

61

Abrió la puerta y desapareció de su vista.

Lizzie se cubrió la cara en señal de pesadumbre, percibiendo la sangre que corría por sus venas a una

velocidad increíble, esperando que su vientre no se viera resentido por lo sucedido. ¿Eso era algo que Darcy

odiaba de ella?, se preguntó angustiada, ¿qué podía haber hecho sino acceder a la petición de su cuñada?

Sentía en el pecho los fuertes latidos de su corazón y se imaginó a Georgiana enfrentando a su hermano

cuando le suplicó que le guardara el secreto. Tenía que ir con ella para explicarle que su secreto había estado

a salvo, pero que esta vez las circunstancias y la aguda inteligencia de Darcy no las había ayudado, luego

arreglaría las cosas con él, seguramente su hermana estaría muy afectada por lo sucedido. Se dirigió al

desayunador de sus hijos y le dijo a la Sra. Reynolds cuando entró:

–Sra. Reynolds, tendré que ir a Curzon. La Sra. Georgiana me necesita. Le encargo a mis hijos, por favor.

–Pero Sra. Darcy, ni siquiera ha desayunado.

Lizzie cogió una manzana del frutero y le dio una mordida mientras se dirigía otra vez a la puerta a solicitar

el carruaje.

A los pocos minutos se encontraba viendo los árboles pasar por la ventana. Le pidió al Sr. Peterson que la

llevara rápidamente a Curzon, pero esa indicación no había sido suficiente para que contradijera la orden

que tenía del Sr. Darcy: “cuando la Sra. Darcy vaya a bordo del carruaje, quiero que vaya lento”. Aun con la

zozobra que sentía por Georgiana y por las palabras de su marido que seguían resonando en su cabeza, el

paseo fue agradable, hacía tanto que no salía ni siquiera a la iglesia.

Al llegar a Curzon, la recibió Georgiana en su sala privada, terriblemente acongojada y sorprendida de su

visita.

–¡Lizzie! ¡No deberías estar fuera de tu casa! –exclamó acercándose.

–Georgiana, yo no le dije nada a tu hermano.

Ella suspiró, sintiendo sus ojos humedecerse nuevamente por las lágrimas.

–Si antes no lo sabía, seguramente sospechará con lo que le dije.

–Ya lo descubrió.

–Y ahora pensará que su hermana es una cualquiera –declaró sollozando.

–¡No! Sinceramente quiere ayudar. Si eso llegara a pensar de ti, no quiero ni imaginarme lo que pensaría de

mí, y tendría que enfrentarse conmigo, yo no me quedaría conforme.

–Y ¿cómo pretende ayudarme?, ¿hablando con mi marido? Entonces si él no piensa mal de mí, provocará

que mi marido sí lo piense y lo aleje para siempre de mi vida.

–¡Ay, Georgiana! –exclamó abrazándola, tratando de darle el consuelo que suplicaba de su marido pero que

él no le procuraba, tratando de darle la confianza que había perdido en sí misma por dicho alejamiento.

Al cabo de un rato, tomaron asiento.

–Unas flores muy bonitas –indicó Lizzie–. ¿Son de tu jardín?

–No, las ha traído Bruce Fitzwilliam. Me dijo que saldrá a Rosings para pasar unos días con su hermano –

aclaró recordando la inquietud que él mostró antes de despedirse por dejarla en ese estado, pero ella le pidió

que no se preocupara.

–¿El Dr. Donohue está en la casa de la Srita. Ford? –indagó Lizzie.

–Sí, desde la mañana –respondió Georgiana limpiando su rostro.

–Darcy me dijo que no iría a hablar con él mientras estuviera cuidando de su paciente. Sin embargo, no se

quedará con los brazos cruzados.

–Si fuera así, tú no estarías aquí.

–Si él decidió ayudarte, yo también puedo tomar la misma decisión, y por eso estoy aquí.

–Gracias Lizzie, de verdad cada día me siento más triste.

–Supongo que no has hablado con tu marido –dijo viendo la negativa que su hermana le expresó con la

mirada–. ¿Por qué has dejado pasar tantos días desde que hablamos la última vez?

–Porque tengo miedo de mostrarme vulnerable ante él, miedo de expresarle mis necesidades de afecto y de

su cercanía, confesar que deseo su proximidad no solo para engendrar a nuestros hijos sino para sentirme

amada y feliz en sus brazos y que deseo que él sienta lo mismo por mí. Miedo a que él desprecie esas

necesidades, de que hablar de esto nos aleje más en lugar de acercarnos. Miedo de descubrir que tal vez sus

pensamientos estén ocupados por otra mujer más atractiva, de que él descubra que se casó con alguien que

en realidad no quería en su vida –expresó con tal sentimiento que conmovió a Lizzie, quien tomó sus manos

para brindarle apoyo.

62

–Georgiana, ese miedo y ese distanciamiento se incrementarán conforme pase más tiempo, así como el vacío

que sientes si no lo hablas con tu marido. Seguramente ya dejaste pasar mucho tiempo, no pierdas una nueva

oportunidad de solucionarlo, piensa que también él tendrá algo que decirte.

–Patrick sabe que puede decirme lo que quiera.

–Tal vez eso mismo piense él, pero es un hecho que tampoco está conforme con la situación.

–¿Cómo lo sabes?

–Con observarlos durante el desayuno me pude dar cuenta de muchas cosas, pero estoy persuadida de que te

ama.

–Lizzie, no soy tan valiente como tú, siento más miedo del que he sentido al hablar con mi hermano.

–Es válido sentir miedo, yo lo he sentido muchas veces, lo importante es vencerlo y enfrentar el problema.

Georgiana, piensa en tu hija, no solo en tu situación. Piensa que ella se merece tener unos padres felices y

por ella y por ti vale la pena vencer tu miedo y hablar con tu marido. En este momento Rose está muy

pequeña, pero este conflicto se puede hacer cada vez mayor si no lo atendemos ahora, afectando a toda tu

familia tal vez de manera irreversible.

Lizzie abrazó a su hermana, quien continuó llorando y tratando de tomar valor, pensando en que no sabría

cómo empezar a hablar cuando su esposo volviera.

Georgiana agradeció profundamente su visita y cuando Lizzie se puso de pie, se llevó la mano a la frente y

se sentó debido a un mareo.

–Lizzie, ¿estás bien? –preguntó preocupada.

–Sí, aunque por lo visto una manzana no fue suficiente desayuno.

–¡Por supuesto que no! Ahora mismo te pediré algo de comer.

Lizzie permaneció sentada hasta que Georgiana llegó con una charola que contenía varios platillos, de los

cuales se sirvió un poco de salmón, algunas verduras cocidas y, por insistencia de su hermana, un trozo de

pan, además del jugo de naranja que la revitalizó. Terminando de comer, agradeció y se retiró, antes de que

el doctor volviera y fuera inoportuna su presencia.

El Sr. Peterson ya la esperaba y se acercó para ayudarle a abordar el carruaje. El vehículo inició su

movimiento lentamente y así permaneció, mientras Lizzie contemplaba las calles de Londres por donde

caminaban gran cantidad de personas, hasta aproximarse al Hyde Park donde se detuvieron estrepitosamente

tras haber sentido un duro golpe contra el suelo. Lizzie se asustó y escuchó que el chofer preguntaba si se

encontraba bien. Luego él bajó de su sitio, revisó la descompostura y se acercó a la ventana para informarle:

–Sra. Darcy, la rueda se averió, tendré que arreglarla, aunque me tardaré un poco, si no tiene inconveniente.

Por su seguridad le solicitaré que baje del vehículo.

–Sí, claro.

El Sr. Peterson le ayudó a descender tras haber sacado las escalerillas y Lizzie caminó hacia la entrada del

parque para sentarse en una banca que tuviera sombra, debido a que hacía mucho calor, y observar el

hermoso lago mientras esperaba, deseando que el tiempo pasara más deprisa para regresar al lado de sus

hijos.

Cuando el Sr. Peterson fue por ella había pasado más de una hora, pero el resto del trayecto ya no hubieron

contratiempos.

Al apearse del auto, el Sr. Churchill abrió el portón de la residencia y le dijo a su ama:

–El Sr. Darcy la espera en el despacho.

–Gracias –dijo, agitando su abanico con entusiasmo.

–¿Gusta que le traiga agua? –indagó, viendo a la Sra. Darcy muy acalorada, quien agradeció su atención.

Lizzie se dirigió al estudio, tocó la puerta y escuchó la voz de su marido que autorizaba el paso. Se introdujo

y cerró tras de sí, mientras Darcy dejaba la carta a un lado y decía:

–¡Por fin llegaste! Y se puede saber ¿dónde estuviste? –inquirió reflejando su malestar.

–En casa de Georgiana. Le pedí a la Sra. Reynolds que te avisara en caso de que llegaras antes.

–Sí, me lo dijo, y veo que te asoleaste. ¿Estuvieron en el jardín?

–No, estuve en el Hyde Park.

–¿En el Hyde Park? –increpó poniéndose de pie–. Tengo entendido, Sra. Elizabeth, que el médico aún no le

ha autorizado salir de su casa. El sarampión pulula en las calles y ¿usted se detiene en el Hyde Park a

pasear?

–¡No me detuve a pasear! ¡Se averió la rueda y el Sr. Peterson necesitaba que me bajara para arreglarla!

–¡Si usted no hubiera salido de casa, no habría puesto la vida de mi hijo en riesgo!

63

–Su hijo –murmuró resonando en su memoria cuando Darcy había dicho esas mismas palabras recordando el

dolor que sintió, aunque esta vez su orgullo le permitió dominarse. Se giró para retirarse y Darcy le dijo:

–¿A dónde vas?

–A atender a sus hijos, quienes son los únicos que a usted le interesan.

Abrió la puerta y salió chocando con el Sr. Churchill que traía el agua que ahora se había derramado sobre

ella, tirando el vaso de cristal que se hizo pedazos, como ella se sentía en su interior.

–Disculpe Sra. Darcy.

Lizzie continuó su camino pensando en lo injusta que era la vida, sintiendo un fuerte escozor en el rostro que

pronto se convirtió en lágrimas: ella había salido a consolar a la hermana de su marido después de que él

había aumentado su aflicción y ahora Darcy le reclamaba su proceder sin tomar en cuenta que solo había

intentado remediar el daño que él había provocado. Ella había hecho lo correcto, como lo había hecho

guardando el silencio que Georgiana le pidió, aunque a él no le pareciera. Si seguía enojado por la discusión

de la mañana, había otras maneras de decirlo sin lastimarla.

Se dirigió a su habitación, donde se recostó para desahogarse tras haber asegurado la puerta con llave.

Quería estar sola y sacar el coraje y la desilusión que sentía sin darle importancia al vestido mojado,

esperando que en algún momento Darcy tocara a la puerta con la intención de pedirle una disculpa, pero eso

no sucedió: ella odiaba su juicio implacable.

La falta de interés se hizo patente conforme pasaron los minutos y las horas, seguramente continuaba

molesto y su orgullo lo tenía dominado, pero ella tenía que sobreponerse para regresar al lado de sus hijos:

los había extrañado mucho y el día estaba llegando a su fin. Se levantó y miró el vestido finalmente seco

pero arrugado, se lavó la cara y se soltó el cabello para hacerse un peinado más sencillo, su intención no era

impresionar a alguien, solo no asustar a sus hijos por su aspecto.

Se dirigió a la puerta y suspiró antes de girar la llave para abrir, tenía que retomar fuerzas para cuando se

encontrara otra vez con su marido y no dejarle ver su turbación, aun cuando su apariencia revelara todo.

Recordó las palabras de Georgiana cuando expresaba el miedo que sentía, lo suyo no era miedo, era orgullo,

que tal vez era peor.

Con pesadez cruzó unos cuantos metros del pasillo y se encaminó a la alcoba de sus hijos, sintiendo su

corazón latir imperiosamente con la sola posibilidad de encontrarse otra vez con aquella figura alta y oscura.

Entró a la habitación y la Sra. Reynolds se puso de pie.

–Sus hijos se durmieron hace poco, pero… ¿se encuentra bien Sra. Darcy?

Lizzie asintió circunspecta.

–El Sr. Darcy vino a preguntar por usted, me indicó que estaría en el despacho, ¿quiere que lo vaya a

buscar?

–No, gracias –dijo con los ojos desbordados de lágrimas.

–Sra. Darcy, mi amo se preocupó mucho por usted cuando le dije que había salido.

–Sí, seguramente sí.

–¿Quiere que le traiga un poco de té para que se tranquilice o le sirvo un vaso con agua?

Lizzie negó con la cabeza.

–¿Gusta que le avise al Sr. Churchill para que traiga la cena a su habitación?

–No gracias, no tengo apetito, puede retirarse.

–Con su permiso.

La Sra. Reynolds se marchó mientras que Lizzie se acercó a las cunas de sus hijos para ver su apacible

sueño, les obsequió una delicada caricia que habría deseado darles estando despiertos, pero fue imposible,

había sido un día muy difícil. Se acercó a la puerta que comunicaba con la otra habitación pensando en que

Darcy había ido a preguntar por ella, seguramente sabía que estaba en su alcoba y, sin embargo, no tuvo el

interés de buscarla. Tal vez había ido solo para asegurarse de que sí estaba cuidando de sus hijos y al

comprobar que no era así se retiró a su despacho, quizá más enojado. Giró la manija y abrió la puerta,

comprobando que si él hubiera querido, habría podido entrar para reconciliarse con ella. Se secó el rostro y

cerró la puerta sin llave.

Se acercó a la cama y se recostó, pensando en que en esa habitación se respiraba una paz que no había

podido encontrar en su alcoba, el olor a Darcy le traía tantos recuerdos que aumentaban su aflicción, allí

podría descansar para que el dolor de cabeza que la atormentaba disminuyera. De pronto, escuchó unos

ruidos en la habitación adyacente, se sentó al percibir nuevamente silencio y, por último, el sonido de la

llave que era colocada por su marido. Se llevó la mano a la boca para contener el gemido lleno de dolor al

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comprender lo que eso significaba: la confirmación de todo lo que había pensado a lo largo de la tarde, solo

le interesaban sus hijos. Se volvió a acostar y ocultó su llanto con la almohada para que por lo menos no la

escuchara.

CAPÍTULO XI

Todavía estaba oscuro cuando Lizzie escuchó el sonido de la llave que era retirada de la puerta, se dio

cuenta de que seguía vestida, sobre la cama del cuarto de sus hijos, escuchó el movimiento de uno de los

pequeños que se acomodaba en su cuna y el tronido de la puerta al abrirse lentamente, como si no quisiera

ser percibido. Se sentó mientras veía una figura oscura, alta, delgada y ancha de hombros, rodeada de una

luminosidad provocada por la luz que se introducía de su alcoba, la misma que ella había decidido

abandonar durante la noche. Pudo reconocer las facciones de su marido, pero la expresión de su cara la

desconcertó: una mirada implacable que reflejaba un odio que la atemorizó.

–¡En este momento quiero que salgas de mi casa y dejes a mis hijos bajo mi protección!

–¡Darcy!, pero, pero…

–¡No toleraré más traiciones!

–Yo sé que estás enojado, pero podemos arreglarlo.

–¿Sigues sin entender que solo me importan mis hijos?

–Tus hijos –repitió sintiendo un dolor insoportable que provocó abundantes lágrimas en sus ojos–. Llevo a

un hijo tuyo, el más pequeño e indefenso de tus hijos, en mi vientre.

–¡Ese bebé no es mío! ¡Allí está la confesión de ese hombre! –vociferó rabioso, aventando un trozo de papel

completamente arrugado que Lizzie tomó con todo el temor de conocer el contenido del mismo, pero era

inútil, no pudo leerlo por la cantidad de lágrimas que salían de sus ojos y por el llanto que escuchaba de sus

críos–. ¡Largo de mi casa! ¡No quiero tener como esposa a una cualquiera!

–¡Darcy! –gritó desesperada, sentándose en la cama como pudo para darse cuenta que su rostro estaba

cubierto de lágrimas, su corazón latía intensamente y su respiración era jadeante, los niños estaban llorando

asustados pero no había nadie más en la habitación.

De pronto la llave fue retirada y la puerta se abrió dando paso a una figura alta, esbelta, de anchos hombros,

con su camisa de dormir y una lámpara de aceite en la mano izquierda, que se acercó velozmente y se

detuvo de repente, endureciendo su expresión de un modo amenazante, mientras observaba la angustia que

los ojos de su esposa reflejaban y el desastroso resultado de sus acciones del día anterior. Dejó la lámpara

sobre la mesa, se dio la media vuelta sin articular palabra mientras Lizzie dijo, provocando que se detuviera:

–¿Otra vez me dejarás sola? ¿Tu orgullo puede más que tu amor? ¿No te importa la angustia que he vivido

estos últimos minutos por tu alejamiento y tu desprecio?

–Sra. Elizabeth –aclaró girándose furioso–, voy a pedir que traigan a un médico. Espero que su paseo de

ayer no traiga consecuencias que lamentaremos toda nuestra vida.

–¿Consecuencias?

Lizzie se asustó al ver sus brazos llenos de erupciones, se levantó las faldas y vio lo mismo en sus piernas,

se tocó la cara adivinando que estaría igual.

–No me extrañaría que también tuviera fiebre y que su pesadilla haya sido por esa causa.

–¡Mi pesadilla fue al darme cuenta que solo te interesas por tus hijos, y por lo visto no ha terminado! –

exclamó sollozando.

–Elizabeth, yo confié en ti y hace años me ocultaste lo que le sucedía a mi hermana, y ahora lo mismo –dijo

acercándose, en actitud amenazante–. ¿Cómo puedo volver a confiar en ti si me has ocultado información

tan importante?

–Porque ella me lo pidió, no puedo traicionar su confianza. Es mejor que tú busques cómo ganarte su

confidencia, aunque tendrás que estar abierto a que ella decida libremente si explayarse contigo o no, pero

no por eso enojarte con ella o conmigo.

–¡Y es peor la imprudencia de haber salido ayer, aquí están los resultados!

–Solo fui a hablar con tu hermana para animarla a dialogar con su marido y consolarla de la aflicción que tú

le provocaste.

–Ahora resulta que te lo tengo que agradecer. Espero que tu hijo en un futuro no te recrimine tu imprudencia

por haberle provocado algún daño.

65

–Mi hijo nunca me recriminará porque lo amaré profundamente aunque nazca con algún problema –

respondió sumamente dolida–. ¿Tú podrás decir lo mismo o es demasiado para tu orgullo?

Darcy se retiró y cerró la puerta con vigor mientras Lizzie, acongojada, se levantaba para acercarse a sus

hijos y consolarlos, así como recibir el alivio que necesitaba a través de su afecto. Jane tenía razón: aun

cuando amas intensamente a una persona el matrimonio es difícil.

Los niños se volvieron a dormir, pero la paz no regresó al corazón de Lizzie. Con la escasa luz que le

proporcionaba la lámpara, que se fue incrementando conforme amanecía, observó sus brazos rezando para

que no fuera esa enfermedad tan peligrosa para su hijo, pero allí estaba la prueba. Quería convencerse,

efectivamente, de que su hijo no se lo echaría en cara, pero no podía decir lo mismo de su marido. Los

temores que sintió cuando había considerado la adopción como una alternativa a su imposibilidad para

concebir resurgieron: si ese hijo nacía con algún problema tal vez recibiría el rechazo de su padre por no

cumplir con sus expectativas, provocando posiblemente una desunión familiar y un terrible dolor para ella,

el alejamiento de su esposo sería un veneno para su espíritu, que actuaría lenta pero certeramente.

Alguien tocó a la puerta y Lizzie giró su vista, esperando ver a su marido, deseando verlo feliz y cariñoso

con ella, pero era la Sra. Reynolds, quien la saludó y entró con una charola con el desayuno para su señora.

–El Sr. Darcy me pidió venir a quedarme con los niños para que usted se pueda arreglar. Pero ¿qué le pasó?

–preguntó al verla más de cerca y con la ropa del día anterior–. Ya han ido a buscar al doctor, pero no creo

que sea conveniente que se dé un baño hasta saber la opinión del médico. ¿Quiere que le lleve la charola a su

recámara?

Lizzie asintió.

–¿El Sr. Darcy salió a cabalgar?

–No, me dijo que esperaría el arribo del médico en su despacho.

Lizzie bajó la mirada, confirmando que el alejamiento de su marido había iniciado, prefería mandar

mensajeros que decirle las cosas personalmente.

–Iré a cambiarme de ropa.

–Sí, Sra. Darcy.

La Sra. Reynolds siguió a su ama a la alcoba colindante para llevarle la charola y se retiró. Lizzie,

nuevamente en esa pieza donde su marido había dormido, se sintió profundamente sola, se cambió con

enorme desgana, se lavó el rostro que se había cubierto otra vez de lágrimas y se estaba cepillando el cabello

cuando alguien tocó a la puerta y ella permitió la entrada.

–Sra. Darcy –saludó el Dr. Donohue, quien entró solo y cerró.

Lizzie se puso de pie mientras él la observaba sin hacer ningún comentario, pero expresando su

preocupación en el rostro. Le ardían los ojos, seguramente se notarían hinchados, pero eso era lo que menos

le interesaba, le turbaba el diagnóstico que a continuación recibiría.

–¿Quiere tomar asiento? –inquirió Donohue, poniendo más nerviosa a su paciente–. El Sr. Darcy me explicó

que usted estuvo ayer en el Hyde Park.

–Sí, doctor –respondió tratando de ocultar su tristeza al ver que su marido no estaría en la consulta, otra

señal de su desinterés–. Fui a ver a Georgiana a Curzon y de regreso se averió la rueda, por lo que tuve que

bajar del auto para que lo pudieran arreglar, a las puertas del parque.

Donohue le tomó la mano para revisarle el pulso, observó las erupciones más de cerca preguntando si sentía

comezón, a lo que recibió una respuesta afirmativa, le revisó los ojos y el cuello y le tocó en la frente para

revisarle la temperatura.

–¿Ha tenido fiebre?

Lizzie negó con la cabeza.

–Por lo visto no ha tomado su desayuno.

–No tengo apetito.

–¿A qué hora fue su último alimento?

–Ayer desayuné una manzana, a media mañana Georgiana me ofreció un poco de salmón, pan y verduras.

–¿Eso es todo?

–Sí. No he tenido deseos de comer desde entonces.

–¿Por algún trastorno digestivo?

–He tenido náuseas, diarrea y mareos –explicó, aunque era su estado de ánimo el que le había robado el

apetito.

66

–Sra. Darcy, le voy a pedir que coma y tome mucha agua, usted está deshidratada porque supongo que

tampoco ha tomado líquidos, debe recordar que necesita reponer el agua que pierde a causa de su malestar,

del calor… y del llanto.

Lizzie bajó su mirada.

–¿Y las erupciones, doctor? –indagó con cierto temor.

–Las erupciones son consecuencia de algún alimento que no estaba en óptimas condiciones para su

consumo, supongo que ha sido el salmón, debido a que esto mismo ha presentado Georgiana hoy por la

mañana.

–¿Georgiana también…? ¿Entonces no es sarampión?

–Esta vez no. Pero para descartar el contagio debemos esperar al menos una semana, si usted salió ayer la

enfermedad se puede manifestar en los siguientes días, por lo que todavía no puedo descartar esa

posibilidad, aunque considero que es poco probable, los casos de sarampión han disminuido en las últimas

dos semanas.

Lizzie suspiró un poco más tranquila.

–Las erupciones que ahora tiene desaparecerán en uno o dos días, le recomendaré que no coma pescado por

el momento, se puede bañar como habitualmente lo hace, procure no rascarse y puede aplicarse fécula de

maíz para disminuir la picazón, también le dejaré una medicina para acelerar la desintoxicación. Aunque lo

que más me preocupa es su estado de ánimo. Usted sabe que no suelo inmiscuirme en los problemas de mis

pacientes, pero ahora no puedo ser indiferente ya que por su valiosa intervención, que ha permitido un

acercamiento con mi mujer, usted está sufriendo las consecuencias del enojo del Sr. Darcy.

–¿Georgiana ya habló con usted?

–Sí Sra. Darcy, y por eso le estoy muy agradecido, al igual que mi esposa.

–Ojalá esto lo supiera mi marido –dijo mientras sentía que nuevas lágrimas se agolpaban en sus ojos.

–Tenga la certeza de que hablaré con él. No quiso subir a la consulta pero le aseguro que está contando los

minutos y los segundos que estamos tardando.

Lizzie se llevó la mano a la boca para contener el gemido que exigía escapar sin lograrlo, deseando que las

palabras de su hermano fueran reales, pero sabiendo que no correspondían al hombre que había visto desde

el día anterior.

–Sra. Darcy, debe tener confianza en que todo se solucionará.

–Pero ni siquiera quiere verme, me manda los recados con la Sra. Reynolds. Ayer que estaba en la alcoba de

mis hijos simplemente cerró la puerta con llave para que no lo molestara y en la mañana… solo se presentó

para continuar la discusión y herirme más con sus palabras. Tampoco quiso desayunar conmigo.

–El Sr. Darcy está preocupado por la posibilidad de que se haya contagiado de sarampión.

–Sí, por su hijo, la que menos le interesa soy yo –espetó en medio de su llanto–. Solo le preocupa que haya

puesto la vida de su hijo en peligro por haber ido a ayudar a su hermana. En realidad, su orgullo es tan fuerte

que no puede aceptar que su esposa haya sido más inteligente que él y le haya podido ocultar nuevamente la

verdad de lo que le sucedía a Georgiana, pero ella me pidió discreción con mi marido, ¿qué podía haber

hecho yo? La próxima vez le diré que ella no quiere que se lo diga, si es que hay próxima vez, si es que no

me pide que me retire de esta casa después del nacimiento de su hijo.

–Usted sabe que eso no va a suceder.

–Sería cumplir mi peor pesadilla, esa no podría soportarla –dijo recordando la angustia de sus sueños,

reflejando toda su desolación.

Donohue permaneció un rato con ella, le ofreció un vaso con agua y le insistió en que lo bebiera para que su

dolor de cabeza disminuyera, trató de tranquilizarla sin conseguirlo y se retiró después de que Lizzie terminó

de comer por lo menos la fruta que le habían traído, completamente desmoralizada.

Cuando salió de la habitación se dirigió a buscar a su cuñado para resolver todas sus dudas y hablar con él

seriamente. Tocó la puerta de su despacho y Darcy le abrió casi de inmediato, seguramente la tardanza había

aumentado su nerviosismo.

–Entonces ¿es sarampión? –indagó en cuanto lo vio.

–No Sr. Darcy, por el momento no.

–¿Cómo que por el momento no? Entonces ¿qué es lo que tiene?

–Las erupciones de hoy fueron provocadas por algún alimento que no estaba en buen estado, suele suceder

con el pescado, pero desaparecerán en unos días. Sin embargo, eso no descarta la posibilidad de una

infección.

67

–No entiendo.

–Si la Sra. Darcy fue contagiada ayer, la enfermedad se puede manifestar en los siguientes días, como

sucedió con sus hijos, las erupciones aparecieron después de una semana.

–Entonces, ¿todavía podría estar en riesgo?

–¿Quién?

–El bebé, por supuesto.

–Sr. Darcy, en este momento quien menos me preocupa es el bebé –dijo, tras un profundo suspiro al

comprobar que su paciente tenía razón.

–Pero, ¿acaso la Sra. Darcy sí correría algún riesgo con dicha enfermedad?

–En realidad creo que ni siquiera debemos preocuparnos tanto por el sarampión, la epidemia ha disminuido

de forma importante en las últimas semanas y considero poco probable que lo llegue a padecer, al menos

ahora. En este momento, si la madre se encuentra bien, el bebé va a estar bien: la que me preocupa es la Sra.

Darcy. Quiero exhortarlo a que olvide las desavenencias que ha tenido con ella y busque una reconciliación,

su esposa está muy afectada por su enojo…

–¡Usted no es nadie para venir a hablarme de reconciliación si en su casa…!

–Disculpe Sr. Darcy, pero aquí debo hacer una aclaración. Gracias a la intervención de la Sra. Darcy del día

de ayer, mi esposa habló conmigo y hemos podido resolver nuestras diferencias, por lo que le estamos

infinitamente agradecidos. Por lo mismo, sabiendo la razón de su molestia, siento la obligación de interceder

por ella, ya que por nuestra causa está padeciendo los efectos de su disgusto.

–Ya que usted ha tocado el tema, quiero detenerme un momento para preguntarle sobre esas diferencias con

mi hermana de las que habla.

–Yo no tengo ningún inconveniente en revelarle el tema de conversación que mi esposa sostuvo conmigo el

día de ayer si ella se lo quiere comentar, pero debo respetar su decisión si prefiere dejarlo en nuestra

intimidad o compartirlo con usted, por lo que deberá preguntárselo a Georgiana. Lo único que le puedo decir

es que se ha quedado tranquila.

–¡Dr. Donohue! –dijo con agresividad–, yo no sé qué argumentos le manejó para que se haya quedado

tranquila tan fácilmente, pero le advierto que con su respuesta yo no estoy conforme y si sé que usted ha

tenido un comportamiento indecoroso…

–Sr. Darcy, le aseguro que sus sospechas son infundadas, pero por desgracia las de la Sra. Darcy no, y usted

las ha ratificado. Ella me dijo hace unos minutos que usted solo se preocupa por sus hijos y tiene el temor de

que le pida que se retire de esta casa en cuanto nazca su hijo.

–¿Cómo? –indagó azorado–. ¿De dónde ha sacado esa conclusión?

–No lo sé, pero así me lo expresó.

–¿Qué más le dijo?

–Que eso sería cumplir con su peor pesadilla. La Sra. Darcy ¿sigue teniendo pesadillas?

–No… hasta hoy.

Darcy tomó asiento y se cubrió el rostro con las manos, atando los cabos sueltos que había tenido enfrente

pero que había pasado por alto movido por el orgullo. Recordó la angustia que reflejaba la mirada de su

esposa en la madrugada tras el grito que había escuchado, razón por la cual él se levantó después de haber

pasado la noche en vela y acudió rápidamente en su auxilio pensando en que lo necesitaba, pero se enfureció

al ver las erupciones sin tomar en cuenta la súplica de su mujer de que no la dejara sola, mientras descargaba

el coraje menospreciando su zozobra y atribuyendo la pesadilla a la fiebre. Sí, tenía que reconocer que

todavía seguía enojado por lo sucedido con Georgiana y por sus reproches, sabía que esa pericia de ocultar

las cosas era un defecto que lo sacaba de quicio al sentirse traicionado. La irritación por haber salido el día

anterior ya no tenía razón de ser, pero aún sentía disgusto por la enorme preocupación que le provocó hasta

hacía unos instantes. A pesar de todo, no era razón suficiente como para causarle esa incertidumbre a su

mujer, y menos en su estado.

En cuanto el Dr. Donohue abandonó la habitación, Lizzie suspiró y se enjugó el rostro con el pañuelo. La

cabeza le retumbaba y los ojos le dolían, pero le dolía más el corazón por la zozobra en que vivía, no podía

esperar a que el Dr. Donohue convenciera a su marido de su error, ya no le importaba en realidad cuáles

habían sido los motivos de su enojo sino lo que habían reflejado: su juicio implacable traducido en la falta

de interés hacia ella y el subsecuente alejamiento.

68

Con un enorme dolor se sentó, tomó una hoja de papel y la pluma y, sabiendo que su futuro estaría definido

en esas líneas, inició, sin poder evitar que la caligrafía se viera afectada por el nerviosismo:

“Darcy: Rezo para que leas esta carta a pesar de tu enojo y me perdones por mi comportamiento, temo que

tu disgusto continúe y no quieras recibirme personalmente. Reconozco que por mi orgullo no te busqué ayer

para resolver el problema y sentí una enorme tristeza al ver que tampoco querías lograr una reconciliación,

pero tu alejamiento tortura todo mi ser, tus palabras siguen retumbando en mi mente, seguramente te sucede

lo mismo y te pido perdón por mis reproches. Sabes que te amo y que deseo fervientemente permanecer a tu

lado el resto de mi vida, pero tu indiferencia y tu desprecio no los puedo soportar. No quiero que tengas que

seguir a mi lado si es en contra de tu voluntad…”

Lizzie se detuvo, las lágrimas que resurgían no le permitieron escribir pensando en lo que sucedería con su

matrimonio, ¿acaso Darcy había dejado de amarla?, ¿ahora solo le importaban sus hijos, sus herederos?, ¿ya

no podría perdonarle su “traición”? Si no era capaz de perdonarla por lo sucedido, anteponiendo su orgullo y

su juicio implacable al amor que decía profesarle, y continuaba con su alejamiento y su actitud beligerante

para con ella, si después de que él recibiera esa carta no era capaz de vencerse a sí mismo, entonces todo

habría acabado y ya no habría nada que hacer.

Evocó las palabras que le había enunciado a Mary sobre el amor incondicional en el matrimonio, estar

presente y acompañarse, serle fiel en los momentos de prosperidad y de adversidad, palabras que había

recitado ante el altar comprometiéndose para toda la vida, en las alegrías y en las dificultades, estas

dificultades. ¿Acaso su amor era tan débil para salir corriendo y darse por vencida, aun cuando el amor de su

esposo hubiera desaparecido?, ¿no tendría que luchar por recuperarlo? Pero si él ya no quería continuar…

Pensó en sus hijos, si ellos eran los únicos que le importaban a su marido ¿los volvería a ver?, ese hombre

que ahora le inspiraba temor ¿se compadecería de ella y permitiría que los visitara si se fuera de esa casa?,

¿acaso no estaba siendo cobarde al salir huyendo en lugar de enfrentarlo cara a cara? Pero ella no quería otro

enfrentamiento, solo quería su perdón y su reconciliación. Cogió la carta y la arrugó fuertemente,

arrojándola lo más lejos posible, pero si él ya no la quería, si él ya no la amaba…

Se imaginó a Darcy en esas cuatro paredes, compartiendo esa misma habitación con otra mujer, riendo y

disfrutando de sus encantos, y sintió un dolor abismal, una mujer que haría las funciones de esposa y de

madre, ocupando el lugar que estaba dejando vacante, mientras ella se consumiría de tristeza. Cogió un

nuevo pliego de papel y reinició:

“Darcy: perdóname por mi comportamiento y mis reproches, te amo y te necesito. Me dolieron

profundamente tus palabras, aún me torturan, pero no puedo soportar tu alejamiento, tu indolencia, me

pregunto una y otra vez si todavía me amas y siento morirme de tristeza con solo pensar en la posibilidad de

que tu amor se haya acabado…”

Y si ya no la amaba…

Los sollozos de Lizzie aumentaron, una vez más cogió la hoja y la arrugó, rezando para que su mayor temor

no fuera una realidad.

La puerta de la habitación de sus hijos sonó y Lizzie se incorporó, tratando de sosegarse y limpiarse

nuevamente el rostro. Era inútil, su aspecto era terrible, pero no le importaba que la Sra. Reynolds la

encontrara en ese estado, así que le permitió la entrada.

–Adelante –dijo con la poca voz que pudo reunir–. ¡Darcy! –exclamó sintiendo sus mejillas mojarse

nuevamente, conmovida de lo que veía.

Con un hermoso ramo de flores en sus manos, Darcy se acercó mientras ella se puso de pie y se ciñeron, él

le susurró palabras de perdón y de amor al oído y ella desechó todos los temores a través de sus lágrimas.

–Perdóname por haberme dejado dominar por mi orgullo y haberte dicho cosas que no son reales, aun

cuando sabía que podía herirte –declaró Darcy tomándola de las mejillas–. Sí, me preocupo por nuestro

bebé, pero sabes que la que más me preocupa eres tú, sabes que eres lo más importante que tengo, y te lo

dije hace unos días.

–Pensé que lo habías olvidado, que me habías dejado de amar.

–Lizzie, eso no sucederá. Habrá veces en que pueda enojarme pero nunca, nunca dejaré de amarte, y por

supuesto, jamás te pediré que me abandones. ¿De dónde sacaste esa idea?

–Lo soñé, soñé que me pedías que me fuera y que te dejara a tus hijos –dijo con la voz afectada por toda su

tristeza.

–¿Y el que llevas en tu seno?

69

–Decías que te había traicionado, que tenías pruebas de que no era tuyo y que no querías que tu esposa fuera

una cualquiera.

Darcy la abrazó nuevamente, comprendiendo la razón de su enorme turbación, revivió los días difíciles que

pasaron al inicio de ese embarazo y se sintió culpable por haber dejado que la incertidumbre aumentara solo

con su ausencia, todo a causa de un enojo.

Cuando Lizzie se sintió más sosegada, tomó asiento en el sillón mientras su esposo traía un paño húmedo

para que pudiera limpiarse el rostro y sentirse reconfortada. Se cubrió el semblante con el tibio lienzo y

percibió una sensación de frescura y de alivio en sus párpados y en sus mejillas, mientras daba gracias a

Dios por esta reconciliación que le devolvía la paz a su espíritu.

Darcy se acercó a la mesa donde había colocado las flores para situarlas en un florero y observó debajo de

estas un trozo de papel comprimido. Lo cogió y contempló su nombre escrito con la letra de su mujer, lo

estiró y lo leyó, aun cuando había algunas manchas en el papel por la tinta que no se había secado. Cuando

terminó, completamente conmovido con su lectura, levantó la vista para ubicarla sobre la chimenea, donde

yacía otro pedazo de papel en el mismo estado que se habría calcinado si hubiera estado encendido el fuego.

Se acercó y lo recogió para revisarlo y comprender que habría sido terriblemente doloroso para él haber

recibido esa carta, pero que le demostraba el gran amor que su esposa le tenía al haber vencido su orgullo

para pedirle perdón por un error que él injustamente estaba cometiendo, aumentando sus remordimientos. Se

giró hacia su mujer que continuaba con el rostro cubierto y se acercó para destaparla y capturar sus labios

con apasionamiento, vertiendo en ese beso todo el amor de su corazón, renovado con generosidad con cada

sonrisa, con cada detalle, con cada mirada que ella le dedicaba, con su asombrosa respuesta que lo llevaba a

la locura, conduciéndola al cielo donde olvidaban por un momento todas sus tristezas y se centraban en el

otro, en un acto en el que el hombre y la mujer se asemejan más a Dios, en un encuentro en el que

transmiten el don de la vida y del amor y por el que reciben a los hijos como un maravilloso regalo.

Su mente trataba de comprender lo que sus ojos leían por enésima vez, pero estaba saturada de cavilaciones,

por lo que desistió de los vanos intentos por concentrarse, cerró el libro y lo dejó sobre la mesa lateral. Su

vista se dirigió hacia la ventana, el calor había aumentado y el cielo estaba totalmente despejado, por lo que

no había esperanzas de que descendiera la temperatura, al menos hasta la noche. Suspiró profundamente al

sentir en su rostro húmedo la fresca brisa que dejaba correr para tratar de refrescar la habitación. Ya se había

despejado de algo de ropa que yacía sobre una de las pocas sillas que había en el salón, pero se desabrochó

otro botón esperando sentir en el pecho esa sensación de alivio mientras recordaba las palabras que Donohue

le había dicho esa mañana. Apretó la mandíbula al darse cuenta de que sus pesquisas del día anterior no le

habían conducido a nada que le revelase una traición, aun así no estaba convencido de su inocencia. Su

hermana frecuentemente mostraba tal candidez que podía ser persuadida con facilidad y si de algo estaba

seguro de su cuñado, además de ser un excelente profesionista, era de su inteligencia y de su excesiva

amabilidad hacia las damas: recordó que esto último casi había provocado la ruptura de su noviazgo.

Una dulce carcajada lo sacó de su ensimismamiento y sintió un vuelco en el corazón. Giró la vista hacia el

lugar de donde procedía: su mujer sonreía mientras terminaba de cambiar a su primogénito, tras haber

pasado una divertida mañana en el salón de juegos. Matthew se acercó con paso más seguro hasta llegar a

los pies de su padre, cargando el caballo de madera que había recibido en su cumpleaños y que se había

convertido en su compañero inseparable. Darcy levantó a su pequeño para contemplar esos ojos azules,

idénticos a los de él, que había heredado de su abuela y que ahora lo veían como lo había hecho su madre

cuando era niño, sintiéndose agradecido por esa bendición, un recuerdo de su infancia que atesoraba y que

podía revivir.

Lizzie se acercó observándolos y robándole la atención del padre, por lo que el pequeño se bajó para

alcanzar a su hermano y continuar con el juego. Se sentó a su lado y, tomando sus manos, le dijo:

–¿Por qué estás tan pensativo?

–Pensaba en Georgiana y en su marido.

–Me alegro tanto de que se hayan arreglado –afirmó con una sonrisa–, aunque tú no te ves tan satisfecho.

–Como ninguno de ustedes tres me quiere decir lo que realmente ha pasado, mis pensamientos continúan a

la deriva y me llevan a conclusiones desagradables.

–Si tus conclusiones incluyen felonía, debo decirte que son totalmente erróneas, Donohue sería incapaz de

algo así, además de que ama a Georgiana.

70

Darcy asintió, nada convencido, pero no quería entrar en una nueva discusión con su mujer, sabiendo que de

todas maneras ella no le revelaría el verdadero motivo del conflicto, por lo que sirvió un vaso con agua y se

lo entregó.

–Otro poco de agua, Sra. Darcy.

–Cualquiera pensaría que no quieres que permanezca mucho tiempo aquí –dijo riendo y tomó un sorbo.

–Cualquiera que desconociera las indicaciones del médico. Hoy hace más calor que ayer y… además de tu

salud lo hago por otra razón. Si logras recuperar el agua que has perdido, nuestro encuentro por la noche

será más satisfactorio para ti –indicó robándole una sonrisa.

–Por lo tanto, también para ti.

–No puedo negar que mi gozo aumenta con tu entusiasmo, eso se da por añadidura.

–Eso suena como “busca el Reino de Dios y su justicia y todo lo demás se dará por añadidura”.

–Efectivamente, te amo y busco tu felicidad, en todos los sentidos, así procuro que el Reino de Dios esté en

nuestra familia –afirmó contemplándola por unos momentos–, al menos la mayoría del tiempo –añadió,

reconociendo sus errores–. Dime, ¿cuál es tu mayor ilusión, la que querrías ver cumplida en la vejez?

–Esa pregunta ya me la hiciste –dijo con una hermosa sonrisa.

–Sí, pero ahora que eres madre de dos chiquillos traviesos y otro que viene en camino, dime ¿cómo te

vislumbras en veinte o treinta años?, ¿cómo te gustaría verte en la recta final de tu vida?

–Me veo a tu lado, satisfecha y feliz de haber pasado maravillosos momentos juntos y de haber salido

adelante a pesar de las dificultades que venceremos unidos, gozosa de ver a nuestros hijos como personas

formadas que luchen por sus sueños y que sean generosos con los demás, disfrutando de la delicia de una

familia unida y en paz, con la que puedes contar en cualquier momento y ser recibida con los brazos

abiertos. ¿Por qué Sr. Darcy?

–Mi padre me decía que siempre tenemos que recordar cuál es la meta que queremos alcanzar, pensar en ella

con frecuencia para que se realice, a pesar de los tropiezos de la vida. Yo quiero que tu meta se cumpla a

cabalidad.

–¿Esa es tu aspiración, la que sabes que te hará el hombre más feliz del mundo?

–Así es, entre otras –dijo riendo y recordando como ella la respuesta que le diera en su momento: “Poder ser

yo quien te ayude a realizar tu deseo”–. ¿Qué me dices de la florería?

–La imagino más exitosa que nunca, con arreglos innovadores y muchas solicitudes, más sucursales que den

servicio a otras regiones.

–¿Qué te parecería en París?

–¿En París?, ¿la florería “Lizzie”?

–¡Sí!, creo que tienes un sentido de la estética muy especial, como alguna vez dijo Georgiana, tienes un

talento innato que transforma un puñado de flores y hojas en obras de arte. Tal vez sería bueno que fueras

guardando catálogos de tus diseños, Georgiana te podría ayudar a dibujarlos. Estoy convencido de que cada

vez tendrás más y mejores ideas y que sabrás aprovecharlas para nuevos arreglos. Luego podrás ampliar tu

negocio abriendo filiales en diferentes comarcas o fuera del país. En Roma, Lisboa, París o Madrid podrían

estar diseñando tus bocetos basándose en los catálogos.

–Cuando acabe la guerra.

–Algún día acabará y, para entonces, tú podrás expandirte si lo vislumbras desde hoy.

–¡Vaya! –dijo con una sonrisa que enorgulleció a Darcy–. Creo que es una idea maravillosa. Tendré que

comentarlo con Georgiana, pero creo que le gustará.

–Me siento muy satisfecho de la mujer que tengo.

Lizzie bajó la mirada, expresando inseguridad en sus gestos.

–Eso lo piensas ahora, estoy persuadida de que no lo pensabas por la mañana.

–Se equivoca mi lady. ¡Quién me manda enamorarme cada día más de una mujer amenazantemente

inteligente!

–Darcy, perdóname por haberte ocultado la verdad, ¿odias tanto que lo haga?

–Lizzie, todos tenemos defectos, seguramente hay algo de mí que tampoco te gusta y que también podría

mejorar.

–Tu juicio implacable –masculló.

–Sí, recuerdo que desde Netherfield lo habías señalado y trato de mejorar todos lo días, aunque a veces fallo.

–Quiero que vuelvas a confiar en mí. La próxima vez que Georgiana me pida su discreción te diré la verdad.

–¿La verdad? Entonces ¿traicionarías su confianza por complacerme?

71

–No hablaba de esa verdad, simplemente te diré que ella no quiere que te lo diga.

–¿Así de simple?

–Así tendrás que hablar con ella. Tu hermana es una mujer adulta y ya no la tengo que proteger.

–Y ¿qué harás cuando sí tengas que proteger a alguien, por ejemplo, a nuestra hija?

–¿Sigues pensando en que será niña?

–Si este bebé no es niña, posiblemente el siguiente sí, lo intentaremos hasta que llegue tu princesa.

–Entonces Dios quiera que sea una niña, de lo contrario no me dejarás en paz –dijo riendo.

–¿Acaso quieres que te deje en paz? –inquirió con un atisbo de burla en sus ojos, acercándose para besarla

lenta y tiernamente.

–Regresando al tema importante –contestó entre besos, para escabullirse de dar una respuesta.

–No, no, no. Este es un tema realmente importante, tu respuesta puede cambiar el curso de las cosas –

declaró aprisionando su boca para besarla con pasión.

–¡Tendré que ausentarme por unos minutos! –espetó jadeando.

–Excelente salida, pero ahora no funcionará –indicó continuando con el beso.

–Me retracto de mis palabras. De hecho, tengo que reconocer que quiero que toda la vida seas el hombre

cariñoso y apasionado que me robó el corazón, hasta el final de nuestros días –afirmó suspirando y

robándole una sonrisa llena de satisfacción a su amado, provocando que lo besara nuevamente.

–Entonces ¿me ocultarías la verdad para proteger a nuestra hija? –indagó, regresándola a la realidad.

Lizzie se quedó pensativa por unos momentos con los ojos cerrados.

–Espero que no haya necesidad, pero supongo que no. Tu amor y tu confianza es lo más importante para mí

–dijo mostrando un hermoso brillo en su mirada–. Aunque confiaré en que para entonces el Sr. Darcy haya

aprendido a ser más delicado y comprensivo con su hija.

–Y con mi esposa ¿no soy delicado y comprensivo?

–¿Bajo qué circunstancias?

–Supongo que también puedo mejorar en eso. Lizzie, ¿te habrías ido de esta casa si hubiera continuado

enojado?

–¿Leíste la carta? –preguntó asustada.

–Tú rezaste para que la leyera. Recuerda que tus rezos son muy eficientes.

–Tenía mucho miedo de perder tu amor, recé para que no fuera así, pero recordé el amor incondicional que

te prometí para toda mi vida y que debía guardar permaneciendo fiel en los momentos de tribulación.

Aunque te pido, te suplico que no te alejes otra vez de mí –dijo acariciando su rostro y recargando su frente

en la de él, sintiendo su dulce cercanía.

–¡No!, ¡no!, ¡nooo! –gritó Darcy en medio de su sueño.

–¡Darcy, despierta! –exclamó Lizzie con más fuerza zarandeándolo para sacarlo de esa pesadilla.

Él se incorporó, empapado en sudor y respirando agitadamente, sintiendo que todo el cuerpo le temblaba, y

vio que sus manos estaban limpias. Se las llevó al rostro para restregarlo y quitar de su mente esas imágenes

que lo perseguían mientras respiraba profundamente para recuperar el sosiego, preguntándose si algún día

recibiría la absolución que tanto había suplicado por su error, si alguna vez podría perdonarse.

–¿Estás bien Darcy?

–Perdóname Lizzie, no quise despertarte.

–No me has respondido.

–Solo fue un mal sueño –dijo acostándose y acercándola a él.

–Dime ¿qué soñaste?

–No lo recuerdo –mintió dándole un beso en la frente, sabiendo que, por el bien de ambos, era algo que

nunca podría compartir con ella.

Trató de dormir pero no alcanzó el sosiego necesario a pesar de sentirse exhausto, continuó por un rato

acariciando la espalda de su esposa aun cuando ella retomó pronto su descanso. Hacía mucho que no se

había presentado esa pesadilla pero había sido muy mala suerte que ella se despertara, esperaba que a la

mañana siguiente no lo atosigara con preguntas que no podría responder. Ni siquiera él sabía a ciencia cierta

lo que había sucedido aquella noche, ni siquiera sabía si…

“¡Oh Dios!, espero que toda esa locura no haya pasado a mayores”, pensó para reconfortarse, pero no pudo

evitar debatir consigo mismo en silencio:

“Pero tú sabes lo que hiciste, eres un a…”

72

“¡No!, ¡calla! ¡Fue un error, un terrible error! No puedo ser juzgado tan duramente solo por eso sin tomar en

cuenta el resto de mi vida”.

“¿Está hablando el niño perfecto?, ¿el que sacaba las mejores notas y todos los diplomas año con año, al

igual que las medallas en las competencias deportivas?, ¿el que se sentía por encima de los demás?”

“Ese niño perfecto hace mucho que desapareció”.

“Entonces, ¿por qué lo sigues ocultando?, ¿por qué no se lo confiesas a Lizzie?, ¿temes que deje de amarte?,

¿temes que se dé cuenta de que tu vida es una mentira? ¡Eres un incongruente y un egoísta!: dices amarla

pero con tu comportamiento provocaste que resurgieran sus pesadillas, te consideras una persona justa y

cometes la peor injusticia con la mujer que te ama: ¡le reclamas que te oculte información por el bien de

Georgiana y tú has ocultado un…!

“¡Dios sabe que no quise hacerlo!”

“¡Pero lo hiciste!”

“¡Sé que fui muy injusto y duro con ella, me cegó el orgullo y el juicio implacable: el mismo que ahora me

juzga a mí. Lizzie tenía razón, este juicio implacable es una tortura” –pensó separando a su esposa para

poder levantarse.

–¿Darcy?, ¿estás bien? –preguntó con la voz adormilada, sacándolo de su ensimismamiento.

–Sí, mi niña. Solo es un dolor de cabeza, tomaré un poco de láudano. Duérmete, necesitas descansar –

explicó y se levantó sintiendo una carga muy pesada sobre sus hombros.

CAPÍTULO XII

Un llanto lastimoso despertó a Lizzie, se incorporó a pesar de la oscuridad, escuchando a lo lejos la lluvia

que todavía caía y se giró viendo el tranquilo bulto de su marido. El sollozo seguía, por lo que se levantó

rápidamente para dirigirse a la habitación de sus pequeños. Prendió una lámpara con el nerviosismo

reflejado en el temblor de sus manos y se acercó a la cuna de Christopher que se encontraba de pie, llorando,

con la mano sobre el oído. Lo cargó, revisando que no tuviera ese sonido en el pecho que indicaba el inicio

de una crisis, descartando esa posibilidad.

–No debes cargarlo Lizzie –dijo su marido que aparecía por detrás.

–Solo un momento. Parece que no tiene fiebre –indicó dirigiéndose hacia la cama para sentarse y revisar que

su ropa estuviera seca–. Tampoco ha tenido tos y respira con libertad. ¿Te sientes mejor?

–Sí, gracias –contestó secamente, deseando que fuera la única pregunta que le hiciera.

Lizzie lo cambió y revisó que todo estuviera bien pero el llanto de su pequeño se había agudizado,

despertando a Matthew, por lo que Darcy lo sacó de la cuna para tranquilizarlo.

–¿Se habrá enfriado? Ha estado lloviendo toda la noche –declaró con preocupación, sabiendo que los

cambios de temperatura lo podían afectar.

–Es mejor que llamemos al médico.

La espera fue eterna, Christopher lloraba sin encontrar consuelo en los brazos de su madre ni de su padre, se

mostraba inquieto, cada vez estaba más incómodo y Matthew parecía acompañarlo en su malestar. La

preocupación de sus padres creció conforme avanzó el reloj y, cuando ya estaba amaneciendo, la puerta sonó

y el Dr. Donohue entró.

El médico saludó brevemente y se enfocó a realizar su tarea, revisando con detenimiento a Christopher y un

poco más rápido a Matthew.

–¿Qué tienen doctor? –preguntó Darcy.

–Christopher presenta congestión en las vías respiratorias, pero el llanto se debe al dolor de oído que le

aqueja, es muy molesto. Le daré medicina para que fluya la congestión y desinflame el oído, aunque estará

muy incómodo hasta que baje el malestar.

–¿Sus bronquios están bien? –indagó Lizzie alzando un poco la voz para ser escuchada a pesar de que su

hijo lloraba en sus brazos.

–Sí, por el momento sí. Cuidaremos de que no avance, necesito que supervisen que no haya fiebre y traten

de que se encuentre cómodo, a pesar de su molestia. Después puede presentar tos, esto nos ayudará a que

saque las flemas.

–¿Y Matthew?

–Tiene la garganta un poco irritada, pero nada de cuidado. Le daré medicina también, pronto podrá retomar

el sueño. Veo que se encuentra mejor de su piel, Sra. Darcy.

73

Lizzie asintió agradecida mientras el médico suministraba las medicinas.

–Si hay algún cambio me avisan, de todas maneras vendré mañana a revisarlos.

–Gracias doctor –dijo Darcy acompañándolo a la puerta de la alcoba cargando a Matthew.

Cuando Matthew se durmió en brazos de su padre, gracias al largo paseo que le dio, Darcy lo acostó en la

cama de la habitación principal y regresó para encargarse de Christopher y que su mujer pudiera descansar,

pero ella se negó al ver que la criatura lloraba menos estando en sus brazos. Lizzie lo volvió a cargar y se

sentó en la mecedora para arrullarlo y poder relajarse aunque fuera un poco mientras él iba a alistarse.

Después de un largo rato en el que Lizzie estuvo muy preocupada y apenada por no poder hacer nada más

para calmar a su pequeño, Christopher sucumbió al agotamiento y Lizzie, sabiendo que sería un largo día, lo

colocó lentamente en su cuna para descansar un poco.

Cuando iba de camino hacia su habitación, la puerta de comunicación se abrió y entró Darcy, quien se

acercó para ceñirla cariñosamente, pero el llanto de Christopher los interrumpió.

–Es él otra vez –trató de disculparse, deshaciéndose de su abrazo.

Caminó para ver a su hijo y se detuvo abruptamente escuchando un grito en su interior: “nunca des por

hecho su amor”. Se giró y se dirigió rápidamente a los brazos de su marido.

–Perdóname, es solo que estoy preocupada –explicó sintiendo un enorme consuelo por su afecto.

–Sí, lo sé, pero gracias por regresar –dijo besándola en la frente y gozando de su cercanía.

Darcy ayudó en su cuidado para que Lizzie descansara. Logró dormir a Christopher, quien reposó durante

unas horas y se despertó de mejor humor, por fin había desaparecido ese molesto dolor. No presentó fiebre

pero inició la tos, por lo que los siguientes días permanecieron en el interior de la casa.

Había pasado una semana y las erupciones de Lizzie habían desaparecido. Las visitas del Dr. Donohue se

repitieron para ver la evolución de Lizzie y revisar la tos que Christopher presentó, afortunadamente libre de

crisis respiratoria. Ahora los Sres. Darcy se encontraban en el salón principal esperando a los Sres. Donohue

que habían sido invitados a cenar, ya que Darcy quería asegurarse de que la tranquilidad de su hermana

había regresado y que las discrepancias con su marido se habían despejado. Lizzie estaba tocando en el

piano una melodía que su padre le había enseñado y que había perfeccionado gracias a las enseñanzas de

Georgiana, cuando el Sr. Churchill la interrumpió para anunciar la inesperada visita de los Sres. Willis.

Estos entraron y saludaron a sus anfitriones, pero Lizzie tuvo una sensación sumamente desagradable en

cuanto vio entrar a la Sra. Willis, quien portaba un vestido escarlata entallado hasta el tobillo con los

hombros desnudos y un escandaloso escote que dejaba muy poco a la imaginación, mostrando casi todo lo

que solo su esposo debería conocer, además de una ranura en la pierna para que pudiera caminar y que

parecía incrementarse en cuanto se sentó, dejando ver parte de los muslos apenas cubiertos por unas medias

transparentes, pavoneándose de una manera desvergonzada y dedicando todas sus artimañas de coquetería al

señor de la casa.

Cuando Darcy correspondió a los saludos y ofreció asiento, la Sra. Willis se sentó, provocando que el

vestido se bajara aún más y que dejara a la vista un poco más de las curvas que amenazaban con desbordarse

o romper el botón que con trabajos seguía en su lugar. Lizzie endureció su expresión al ver que de esta

manera robaba una mirada del Sr. Darcy, quien se había quedado de pie, como cuando por alguna razón se

sentía incómodo con la asamblea. Lizzie observó la mirada que la Sra. Willis le dedicó a Darcy al darse

cuenta de su reacción y sintió un enorme enfado, más sabiendo que en su estado era imposible atraer de esa

manera la atención de su marido. Tuvo que reconocer con pesar, que esas protuberancias no podía

alcanzarlas ni siquiera con la lactancia de sus gemelos.

–Darcy, ¿podrías alcanzarme el vaso con agua, por favor? –pidió para hacerse presente.

–Sra. Darcy, no sabía que usted tocara tan bien el piano, nunca había tenido la oportunidad de escucharla

hasta hoy –indicó la Sra. Willis, haciendo un enorme esfuerzo por ser amable con su anfitriona, mientras

regresaba por unos segundos la mirada al Sr. Darcy, quien se sentó al lado de su mujer, tras entregarle su

bebida.

–Pocas personas, que somos muy afortunadas, conocemos esa cualidad de mi esposa –contestó Darcy

tomando la mano de Lizzie.

–Pues me alegro de pertenecer a ese selecto grupo –dijo incluyéndose, aun en contra de los deseos de sus

anfitriones.

74

–Sr. Darcy –intervino el Sr. Willis–, el motivo de nuestra visita es informarle que he conocido a un caballero

que está interesado en abrir una tienda de nuestros productos de porcelana en Cambridge y estaría encantado

de entrevistarse con usted, si es posible durante la próxima semana.

–Estará en Londres para la boda del Sr. Murray Windsor. Seguramente asistirán a tan importante evento.

–Nuestra asistencia dependerá de la salud de mi esposa –aclaró Darcy–. Así se lo he informado al Sr.

Windsor.

–¡Claro! ¿Para cuándo se espera el advenimiento de su hijo?

–Nacerá en noviembre –contestó Lizzie para que la Sra. Willis retirara la vista de Darcy.

–¡Oh!, es un mes maravilloso, también vine al mundo en noviembre. ¿Usted en qué mes nació, Sr. Darcy?

–Jennifer, no hemos venido a hacer una visita social. Sr. Darcy, ya nos retiramos –indicó el Sr. Willis

poniéndose de pie–, solo quería informarle la noticia y ratificar el día de la entrevista.

–Puede ser el martes por la mañana –declaró Darcy levantándose para despedir a los visitantes.

–Entonces vendremos ese día.

–Estaremos aquí sin falta –afirmó la Sra. Willis.

–Solamente vendré yo, Jennifer. Son asuntos de negocios.

–Por lo visto, nos encontraremos en la boda del Sr. Windsor –concluyó, dedicándole una mirada libidinosa

al Sr. Darcy.

Los Sres. Willis se retiraron, acompañados por el Sr. Churchill, mientras Darcy regresaba a su lugar al lado

de su esposa.

–¿Viste cómo estaba vestida? –indagó Lizzie sin recapacitar en sus palabras–. ¡Por supuesto que la viste! –

exclamó enfadada observando a su marido.

–Así solo descubre su pasión insatisfecha –indicó con apatía.

–¡Darcy! ¡Me desconciertan tus palabras!

–Lo lamento, no fue mi intención.

–Y ¿no fue tu intención verla? Porque yo vi cómo la mirabas.

–Discúlpame, fue solo un momento.

–Y ¿me vas a decir que no te excitó?

–Lizzie, soy hombre, te mentiría si lo negara, pero eso no significa nada para mí. No hay razón para que te

molestes, con ninguna mujer he sentido lo que siento cuando estoy a tu lado, eso sí significa mucho para mí.

Sin embargo, agradezco infinitamente que mi esposa sea una mujer recatada en el vestir y

extraordinariamente apasionada en la intimidad.

Darcy la besó, pero Lizzie no respondió a su beso. Él se incorporó y ella le dijo molesta:

–Parece que tendré que ponerme más a la moda, para que la atención de mi esposo se centre exclusivamente

en mí y no sufra distracciones desagradables.

–Si eso llegara a suceder, me sentiría obligado a llevarte a la cama y hacerte el amor por las siguientes horas,

los próximos días, hasta que te convenzas de que tú eres la única a la que puedo y quiero admirar, sin

importar lo que hagan otras mujeres.

–Darcy, tuve que pedirte el agua para que te salieras de su hechizo, si esto sucede cuando yo estoy contigo

no quiero ni pensar qué pasará cuando no esté.

–Lizzie, tú sabes que he estado en peores circunstancias que esta y he permanecido fiel en pensamiento y en

obra. ¿Recuerdas la carta que te escribí estando en Oxford?

–¿Y me vas a decir que en aquella ocasión no te sentiste provocado?

–No, pero decidí libremente permanecerte fiel y rechazar esa tentación como a mi peor enemigo.

–¿Y esta tentación no es también tu peor enemigo?

–Sí, acepto que tienes razón y suplico tu perdón –indicó tomando sus manos con cariño–. Te prometo cuidar

con esmero mi vista y enfocarla solamente a ti. ¿Qué más puedo hacer para reparar mi comportamiento?

–Quisiera que esa mujer desapareciera de nuestras vidas.

–Sabes que eso no está en mis manos, pero te prometo evitar su compañía lo más posible.

–Supongo que con eso tendré que conformarme.

–Lizzie, tú sabes que mis pensamientos siempre están dirigidos hacia ti y nuestros hijos, ¿acaso

menosprecias mi cariño hacia ustedes?

–No –objetó circunspecta, todavía irritada por lo sucedido, recordando esa duda que Kitty había sembrado

en su corazón y que no había resuelto.

75

Darcy la besó delicadamente sin ser correspondido, por lo que comprendió que tendría que esperar a que su

mujer se tranquilizara, sintiéndose en el fondo halagado por sus celos.

El Sr. Churchill carraspeó y su amo se incorporó para recibir a los recién llegados. Georgiana se introdujo al

salón seguida de su marido y abrazó a su hermano para saludarlo, luego saludó a su cuñada y, notándola

turbada, le preguntó:

–¿Te sientes bien?

–Sí… –contestó titubeando y volteó para ver a su esposo–. ¡En realidad, no! –exclamó con la voz

entrecortada y se giró para retirarse lo más rápido que pudo.

Georgiana, preocupada, vio por unos segundos a su hermano y siguió a Lizzie para alcanzarla. Darcy suspiró

y dijo:

–Disculpe a mi mujer, en este embarazo ha estado sumamente sensible.

–Sí, lo comprendo –respondió el Dr. Donohue–. Y encima está confinada a estas cuatro paredes, ha

soportado demasiado tiempo. Yo creo que ya va siendo hora de permitir que salga a la calle, mañana

aproveche y llévela al teatro, le hará bien.

–Ha sido la mejor noticia que me ha dado.

Georgiana llegó a las puertas de la alcoba de su hermano donde Lizzie recién había entrado. Se sintió

culpable al pensar en que tal vez entre ellos no se habían reconciliado desde que Lizzie había ido a verla a

Curzon, estaba enterada porque era la primera vez que Donohue la ponía al tanto de lo sucedido. Dudó si

llamar a la puerta o retirarse, tal vez quería estar sola, pero recordó todas las veces en que Lizzie le ayudó y

la escuchó, y decidió apoyarla. Tocó discretamente y, al no recibir respuesta, abrió lentamente, caminó hasta

la siguiente puerta que estaba abierta y encontró a su hermana tumbada en la cama llorando. Se acercó y se

sentó a su lado, dándole palmadas en su espalda y palabras tranquilizadoras que intentaron sosegarla:

–Lizzie, tú sabes que mi hermano te ama y si sigue enojado contigo por mi culpa yo hablaré con él para que

reconozca su error. Te estoy sumamente agradecida por animarme a hablar con mi marido, me di cuenta de

que todo había sido una confusión, seguramente les pasa lo mismo, tú piensas una cosa y él piensa otra y tú

piensas que él piensa algo que no es cierto y viceversa.

–Georgiana, no es por eso –explicó incorporándose–. Acaba de irse la Sra. Willis y durante su odiosa visita

le estuvo coqueteando descaradamente a mi marido.

–Según me has dicho, no es la primera vez que sucede.

–Pero sí la primera vez que se presenta con un vestido obsceno, con el que yo no me atrevería a salir de esta

habitación, y Darcy cayó en su hechizo a pesar de que yo estaba a su lado.

–¿Darcy?

–Y todavía tiene el descaro de aceptar que sí se sintió provocado. Me pregunto, ¿cuántas veces más se ha

sentido incitado por otra mujer?

–Lizzie, esa es una acusación muy grave.

–Sí, lo sé. Perdóname por decirte esto de tu hermano, yo sé la admiración que siempre le has guardado, pero

siento que todo se me derrumba.

–¿Quieres que le diga que venga para que hablen?

–Ya hablamos y trató de lograr una reconciliación pero no quise ni que me besara: estoy tan enojada. No

quiero verlo ahora, estoy muy herida. Disculpa que no los acompañe en la cena pero necesito estar sola.

–¿Quieres que te traigan la cena aquí?

–No gracias, seguramente me va a caer mal.

Georgiana se retiró de la habitación y cuando se presentó ante los señores no pudo evitar mirar a su hermano

con cierto resentimiento, además de que la sorprendieron con un nuevo integrante en la mesa: Bruce

Fitzwilliam, quien la observaba con mucha atención.

–Lizzie se disculpa con ustedes pero se encuentra indispuesta.

–¿Necesita que la revise un médico? –preguntó Darcy preocupado, para descartar esa posibilidad, aunque

sabía perfectamente los motivos de su malestar.

Georgiana negó con la cabeza, circunspecta.

Darcy deseó no haber invitado a su hermana y que su primo no se hubiera presentado de improviso otra vez

para poder ir con su esposa, pero tenía que cumplir con los deberes de anfitrión, por lo que solicitó que

sirvieran la cena. Los cuatro pasaron al comedor y cenaron con relativa tranquilidad, aunque se percibía la

tensión en el ambiente:

76

–Bruce, nos dijo Georgiana que habías ido a Rosings, ¿cómo están tu hermano y Anne? –preguntó el señor

de la casa, sin saber que con su inocente comentario había ocasionado que Donohue se molestara al

cuestionarse cómo lo había sabido su esposa y que no se lo hubiera comentado.

–Bien, aunque Anne sigue en reposo. Aun así, el matrimonio le ha beneficiado mucho, se le ve más alegre y

con ese brillo en los ojos que inconfundiblemente se debe a… –se interrumpió al acordarse de que había una

dama presente–, pardon Georgie, creo que sabes a qué me refiero. ¡Y Ray está irreconocible!, nunca pensé

que mi hermano fuera presa del enamoramiento de esa manera, y menos que acabara con ella, habiendo

conocido a tantas mujeres en el pasado.

–Bueno, bueno, tu legendaria fama no te pone a salvo.

–Sí, sin duda es una característica de familia, aunque algunos fueron más discretos que otros.

–Al menos espero que esa cualidad la hayas podido desarrollar con el tiempo.

–J'ai aussi –declaró viendo a su prima y luego se encontró con la fría mirada de Donohue–. Me cansé de

ocasionar tantos escándalos en mi juventud, por lo que no tienen de qué preocuparse, aunque no por ello he

de seguir tu ejemplo, Darcy. Creo, Dr. Donohue, que usted y yo tenemos algo en común.

–Me sorprende que conociéndonos tan poco ya haya encontrado similitudes entre nosotros –respondió

lacónico.

–He tenido la oportunidad de escuchar muchos comentarios acerca de usted de varios de sus pacientes y

otros conocidos que me han dado excelentes referencias y, sin duda, somos muy diferentes en muchos

aspectos: usted es un profesionista responsable y ético que se ha labrado la posición de la que hoy goza con

su familia. Es obvio que ninguna de esas características encaja con mi personalidad, pero ambos disfrutamos

procurando que la dama que nos acompaña se encuentre bien atendida.

–Si se refiere con ello a tratar a las damas con toda la cortesía que se merecen, estoy totalmente de acuerdo

con usted, aunque difiero de su punto de vista, ya que considero que mis razones son abismalmente

diferentes a las que usted tiene, dados los resultados.

–Y dígame, Dr. Donohue –intervino Darcy uniéndose al cuestionamiento de su primo y provocando que la

incomodidad de su cuñado se incrementara–, esa amabilidad que muestra a las damas, procurando darles

toda la cortesía que se merecen, ¿es bien entendida por la otra parte? o, por el contrario, le acarrea algún tipo

de problema.

–Pienso que la prudencia nos indica cuándo poner un límite y con quiénes y he aprendido a ser un hombre

prudente. Usted, Sr. Fitzwilliam, además de ser discreto, ¿también es prudente?

–Touché, creo que nuestras similitudes no son tantas, aunque sí hay otra que podemos poner sobre la mesa y

compartir con nuestro anfitrión: la felicidad de Georgiana.

–Me sorprende que ahora muestre tanto interés por mi esposa cuando durante quince años estuvo alejado de

ella e indiferente a sus problemas, prefirió dedicarse a conocer el mundo y disfrutar de sus placeres. Eso me

confirma que la razón de nuestros actos es totalmente distinta. Pero si quiere salir de dudas, le puede

preguntar.

–Georgie, ¿eres feliz? –inquirió, sabiendo que había perdido la discusión.

–Por supuesto –respondió sonrojándose, sorprendida de que le cuestionaran eso y sin poder ocultar su

nerviosismo por el rumbo que había tomado la tertulia.

–Quiero decir, en tu matrimonio.

–Sí Bruce. Me halaga tu interés y te lo agradezco –dijo sin mencionar la conversación que ellos sostuvieron

antes de aclarar la situación con Donohue, ya que este no sabía de ese encuentro y no quería que se enfadara

ni sacar a la luz ese tema enfrente de su hermano y de su primo–. Igualmente a ti, Darcy.

–Pues me alegro de escuchar esa respuesta –dijo, nada convencido.

Dicha declaración agotó el tema pero no dejó tranquilo a Fitzwilliam, quien en lo sucesivo permaneció

receloso observando a Georgiana y a su marido, reconociendo el enojo creciente que percibía hacia el

médico por su infidelidad y el sentimiento de protección y de simpatía hacia su querida prima, quien, a todas

luces, continuaba turbada por las circunstancias. Durante los días que estuvo en Rosings no había dejado de

pensar en ella, en cómo podía ayudarla y defenderla de la traición de la que estaba siendo víctima. Había

hablado con Ray sobre el tema, sin mencionarle los recelos que ella le había confesado, pero le había

asegurado que Donohue era una persona honorable. Sin embargo, él mejor que nadie sabía que los hombres

podían cambiar después de haber obtenido lo que querían. Sabía que él no era una blanca paloma y que

había iniciado y terminado muchas relaciones con mujeres viudas o de dudosa reputación, pero nunca había

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recurrido al engaño. Que su prima fuera atormentada con la hipocresía y la felonía era algo que no iba a

permitir.

Donohue endurecía su expresión cada vez que sorprendía al Sr. Fitzwilliam observando a su mujer, la

miraba con tanto interés que le costaba mucho trabajo seguir la conversación trivial que se sostenía, tras

tocar temas tan delicados, por la ola de celos que lo abrumaba, haciendo uso de toda su prudencia en

atención a su esposa y a su anfitrión, recordado esas flores que su mujer había recibido el día en que ellos

hablaron, así como la caja de música que había aparecido en su buró y que Georgiana hacía sonar todas las

noches desde que regresara de la India, sin mencionar que ahora le gustaba practicar la chitra vina en sus

tiempos libres.

Georgiana estaba inquieta por lo que había conversado con Lizzie, pero también se sentía sumamente

nerviosa de que su primo sacara a relucir el tema de la supuesta traición de su esposo durante la cena, en

casa de su hermano y enfrente de su inocente marido. ¿Qué pensaría Darcy si supiera sobre la conversación

que había sostenido con Bruce y que le había negado a él? ¿Cómo reaccionaría Patrick si supiera que ella le

había confiado a su primo sus sospechas acusándolo de adúltero? Por otro lado, se sentía apenada con Bruce

por haberle revelado unas dudas que ese mismo día Donohue había desmentido, ¿qué pensaría de ella

cuando se enterara de que todo había sido una confusión, a causa de su inseguridad? Tendría que hablar con

él en privado, en otra oportunidad, para aclarar su situación y limpiar la mala imagen que ella misma había

creado de su esposo.

Darcy estaba preocupado por su esposa aunque trataba de sostener una conversación con Donohue y su

primo, pero también se sentía desconfiado por el problema de Georgiana, máxime al verla tan pensativa, por

lo que quiso ahondar en el tema cuando vio la oportunidad, aun cuando sabía que hablar el tema de esa

manera delante de su hermana era estéril: siendo una persona inteligente aunque insegura y tímida, su

respuesta no habría podido ser otra. Por lo tanto, el objetivo de la cena no se cumplió, aunque ya no estaba

seguro de que los motivos por los que su hermana estaba circunspecta fueran a causa de su marido.

–Dinos Bruce, ¿qué has pensado para contribuir a tu felicidad? –inquirió Darcy para darle un giro a la

conversación.

–Bon ami, ¿te interesas por mi felicidad?

–Por supuesto.

–Participaré en la próxima temporada y probaré mi suerte, a ver si se iguala a la tuya o a la de mi hermano y

encuentro a alguien por la que valga la pena renunciar a mis antiguos hábitos. Dr. Donohue, ¿tiene hermanas

solteras en edad casadera? Sería interesante tener otro aspecto en común.

–Mi hermana es totalmente diferente al perfil que usted ha descrito de su persona, por lo que no considero

que hagan buena pareja –declaró frunciendo el ceño, tratando de sonar amable sin lograrlo, “además de que

le doblas la edad, cerdo libidinoso”, pensó al guardar silencio.

–Los opuestos se atraen, no lo olvide. Georgie, hace tanto que no escucho tu música. Ojalá al terminar de

cenar puedas tocar algo, Ray me contó sobre tus avances en esta materia.

–Claro. He estado practicando la chitra vina, es un instrumento precioso –dijo Georgiana sin saber que el

enojo de su esposo aumentaba con su actitud.

–Me encantaría escucharte algún día. Darcy, platícame de tus negocios, escuché que compraste una fábrica

de porcelana prácticamente en quiebra y que ahora te ha dado maravillosos rendimientos…

Cuando los invitados se retiraron, Darcy se dirigió a su habitación encontrando a su mujer en medio de la

oscuridad pero despierta, sentada en la cama. Se sentó a su lado y colocó la vela sobre la mesa.

–¿Sigues molesta conmigo?

–Darcy, todavía me duele pensar que te hayas sentido provocado por unas mujeres que dices que son

desagradables para ti. ¿Qué será entonces con las demás?, ¿con cuántas te has excitado?

–Lizzie, yo siempre he tratado de hablarte con franqueza porque tú me lo has pedido y esta vez no ha sido la

excepción, pero antes de juzgarme y de poner a mi hermana en mi contra debes saber qué sucede.

–¿Qué más necesito saber?

–Si tú supieras con qué facilidad un hombre se puede excitar ante cualquier mujer…

–¡Yo he sentido excitación solamente contigo!

–Sí, lo sé, y me siento muy agradecido por ello, más considerando lo que necesitas para lograrlo, pero

sinceramente yo no puedo decir lo mismo porque soy hombre, y quiero aclararte que no por eso estoy

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justificando mi conducta. Sé que cometí un error que debo evitar en el futuro, pero no puedo ignorar los

hechos.

–Y ¿en dónde radica la diferencia, si los dos somos seres humanos?

–Precisamente en el ser hombre o ser mujer. Los hombres podemos sentirnos provocados solo con la vista,

con el pensamiento, con el aroma, a veces inconscientemente pero sucede todos los días, inclusive sin la

menor provocación, es un hecho que se presenta, y como hombre puedo decidir si rechazar ese deseo o

consentirlo: yo he decidido rechazarlo. Comprende que esta sensación carece de importancia cuando te he

entregado mi amor por completo, no por eso he dejado de amarte. Por el contrario, cada día confirmo mi

decisión de serte fiel hasta la muerte, no solo cuando se presentan situaciones incómodas como la de hoy.

Lizzie, mi amor te pertenece desde que te lo entregué libremente, eso es lo que debería importarte.

Reconozco que hoy no cuidé mi vista y te pido perdón por mi negligencia.

–¿Por qué Dios nos habrá hecho tan diferentes?

–Porque estamos hechos para amar, es la única manera en que encontramos la felicidad, y para eso debemos

pensar en la otra persona y olvidarnos de nosotros mismos. Al ser tan diferentes nos obligamos a pensar en

las necesidades del ser amado, a conocerlo y buscar su dicha.

–Por lo que amar es la aventura de la vida.

Darcy asintió.

–Para mí es muy especial cuando estoy contigo, ¿lo es también para ti? –indagó Lizzie.

–Por supuesto, es algo que no cambiaría por nada y lo sabes. Te repito lo que antes ya te dije: con ninguna

mujer he sentido lo que siento cuando estoy contigo, despiertas mi deseo cuando sonríes, cuando hablas,

cuando percibo tu aroma, cuando observo tu caminar, con solo imaginarte en mis brazos o aproximarme

para sentir tus labios.

–¿Aun en mi estado?

–Embarazada eres maravillosamente especial. ¿Acaso no te das cuenta de que tú eres mi gran debilidad?, te

podría conceder cualquier capricho después de poseerte.

–¿Cualquier capricho? –inquirió tentada a pedirle lo que realmente quería, pero sabía que eso sería destruir

el sueño de su vida–. Pero si es una sensación tan fuerte y frecuente, ¿cómo haces para contrarrestarla?

–Con fuerza de voluntad y con tu valiosa ayuda.

–¿Mi ayuda?, ¿cómo?

–Satisfaciendo mi necesidad más importante, algo que solo tú puedes hacer. Algo que únicamente en tu

compañía quiero lograr.

–Sabía que ese aspecto era muy importante para ti, pero no me imaginaba hasta qué punto.

–Lizzie, quiero aclararte que no estoy hablando solo de genitalidad, sino de toda la sexualidad que implica la

relación, la forma en que me permites amarte, la forma en que me amas dentro de un lenguaje corporal,

emocional y espiritual. La fusión de nuestras almas es algo maravilloso que me hace feliz, no por unos

segundos sino de forma permanente. Soy infinitamente dichoso al saberte feliz en mi compañía y por nada

del mundo lo echaría a perder.

Ella se acercó para acariciar sus labios con los suyos, aunque en unos segundos el beso subió de intensidad.

–Lizzie, no estoy seguro de que todavía podamos.

–Que esta sea la última vez –murmuró.

Darcy la besó abrasivamente.

CAPÍTULO XIII

Lizzie se encontraba en el jardín columpiando a sus hijos cuando vio a lo lejos que se acercaba el Sr. Bennet,

sintió una emoción enorme en su corazón con todo el deseo de correr y recibirlo con un abrazo, pero su

abultado vientre se lo impidió, por lo que se resignó a avanzar con la lentitud de su paso, pero reconfortada

por el cariño que alcanzaba ver en la mirada de su padre. Recordó la alegría que sintió cuando su papá la

había sorprendido con sus visitas a Pemberley, hasta que dejó de hacerlo… al recordar la razón por la que ya

no volvió, lo perdió de vista sintiendo una enorme tristeza en su interior que la sumió en un profundo dolor.

–¡Lizzie! ¡Lizzie, despierta! –exclamó Darcy, preocupado al escuchar que su esposa lloraba lastimosamente

en su sueño.

–Mi papá murió –explicó entre gemidos, reviviendo el sufrimiento que sintió con su pérdida.

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–Sí Lizzie, pero yo me quedaré contigo –afirmó abrazándola, comprendiendo que ese sería un dolor que

estaría presente aun cuando ya habían transcurrido seis años del suceso.

–Lo extraño mucho.

–Sí, mi niña. Sí, corazón –indicó besándola en la cabeza para reconfortarla y acompañarla, sabiendo lo

importante que había sido en su vida su progenitor.

Cuando Lizzie volvió a despertar, su marido se encontraba a su lado contemplándola y sintiendo en la mano

los movimientos del bebé. Ella sonrió al ver que él había preferido quedarse con ella.

–Pensé que hoy cabalgarías.

Darcy la besó con devoción.

–¿Y perderme esta maravillosa sonrisa? –indagó observando a su mujer–. ¿Cómo has amanecido preciosa?

–Con tu compañía, muy reconfortada.

Darcy acercó su boca para continuar con el beso, expresando todo su amor a través de las caricias de sus

labios.

–Recuerdo todos y cada uno de tus besos –comentó Lizzie después de un largo suspiro.

–Eso no puede ser, te he besado noches enteras –declaró sonriendo.

–Gracias por hacerme profundamente feliz.

–Ojalá mi amor fuera suficiente para desaparecer el dolor que albergas en tu corazón –expuso acariciando su

mejilla.

–Si no sintiéramos dolor, ¿cómo podríamos reconocer la felicidad?

Darcy la besó en la frente.

–Tu madre y tus hermanas ¿llegarán para la cena?

–No, tienen programado salir temprano de Longbourn para estar aquí a medio día, pasar la noche y recoger

el vestido de novia. Mañana saldrán para Derbyshire. Espero poder hablar con Mary y hacerla recapacitar en

su decisión.

–Entonces mis planes tendrán que esperar.

–¿Qué planes? ¿Acaso no recibirás hoy al Sr. Willis y su amigo?

–Sí, pero tenía la esperanza de que tu madre llegara a la hora acostumbrada y sacarte a pasear antes de su

arribo.

–Y mañana es la boda del Sr. Windsor, pero el jueves ¿ya tienes saturada la agenda?

–No para mi esposa. Desde hoy cancelaré mis pendientes.

Ambos giraron la vista al vientre de Lizzie que se había modificado por el movimiento de su ocupante,

haciendo desaparecer por unos segundos la perfecta curvatura.

–Parece que este pequeño está muy cómodo –dijo Darcy besando su seno–, como su padre. Podría quedarme

todo el tiempo admirando a mi preciosa esposa, pero ya no es posible, a menos que organicemos a toda la

casa para que cuiden de los niños.

–¿Toda la casa? ¡No son tan tremendos! –exclamó riendo.

–No todavía, pero ya pronto crecerán y serán tres, luego cuatro…

–Por lo visto no pararás hasta tener la casa llena de niños.

–Solo realizo la ilusión que mi esposa desea ver cumplida en la vejez.

–¡Vaya! ¡Qué sacrificado! Y de paso tú cumples tu mayor aspiración, siendo el hombre más feliz del mundo

–se burló.

–¡Tú lo sabías desde antes de que nos casáramos, ahora no puedes quejarte! –declaró con una sonrisa que

cautivó a su mujer.

–¿Y tus expectativas se han cumplido?

–Yo diría que han sido maravillosamente superadas –espetó besándola con devoción.

Los Sres. Darcy desayunaron en la alcoba en compañía de sus hijos, luego él se retiró a su despacho y Lizzie

permaneció al cuidado de los niños, con la ayuda de la Sra. Reynolds, hasta que fue anunciada la llegada de

Georgiana con su hija, quienes fueron recibidas con gran cariño de parte de la señora de la casa. Las damas y

los niños pasearon en el jardín hasta llegar a los columpios.

–¿Christopher sigue mejor de la tos? –indagó Georgiana.

–Sí, nos ha dicho tu marido que ha mejorado, aunque es normal que tenga algunas recaídas. Su salud será

más estable conforme crezca.

–Entonces paciencia.

80

–Reconozco que me asusté cuando empezó el dolor de oído y luego la tos. Me alegra que hayas venido, iba a

escribirte una nota para que vinieras. Tengo una propuesta para ti.

–Soy toda oídos –dijo sonriendo entusiasmada.

–Quiero hacer un catálogo de mis arreglos y necesito que me ayudes a dibujarlos. Claro que te pagaría por tu

trabajo.

–¡Me encantaría!, aunque no tienes que pagarme.

–Insisto.

–¿Cuándo empezaríamos?

–Mañana es la boda del Sr. Windsor y el jueves lo tengo ocupado porque Darcy me sacará a pasear, pero el

viernes después del almuerzo podríamos hacerlo. Le pediré al Sr. Churchill que me consiga las flores y

haríamos un arreglo por día, por lo menos hasta que sea mi parto, luego ya veremos.

–¿Podría enviarte mañana el material que necesito?

–Por supuesto, le pediré a la Sra. Churchill que nos prepare una de las salas que dan al este para que

tengamos mejor luz, podamos trabajar sin molestias y guardar todo.

–Es una idea estupenda. Me encanta tu nueva mecedora –comentó mientras tomaban asiento.

–Sí, fue un gran detalle de tu hermano. Georgiana, lamento mucho haberte hablado mal de Darcy la última

vez que nos vimos, no debí…

–No te preocupes, creo que la impresión que me llevé no se compara con la que tuve después, al hablar del

tema con mi marido.

–¿Por qué?

–Porque me dijo que eso era lo normal y que a él también le sucedía.

Lizzie suspiró.

–Siento que hayas tenido una discusión con tu marido por mi causa, en realidad es la segunda que provoco.

–Lizzie, a ti te debo que esté felizmente casada con Patrick, así que tengo más que agradecer que disculpar.

Ahora dime, ¿Darcy te llevó al teatro?

–Sí, me llevó al Lyceum Theatre para ver la exposición de Madame Marie Tussaud, fue fantástica.

–¿La francesa que hace figuras de cera?

–Sí, vimos varias de sus obras, parecen tan reales. Fue una tarde muy agradable, y el jueves le pediré que

visitemos a mis tíos.

–¿Los Sres. Gardiner irán a la boda de Mary?

–Sí, tengo entendido que saldrán en unos días.

–Pensé que los invitarían hoy que estarán tu madre y tus hermanas.

–No… Tengo la firme intención de hablar con Mary y persuadirla de su decisión. Jane y yo estamos muy

preocupadas por ella y no estamos de acuerdo con su compromiso.

–¿Por qué?

–Porque el Sr. Posset no es un caballero.

–¿Ella te lo dijo?

–¡La besó en este jardín, atrás de los matorrales!

–Bueno, si ya estaban comprometidos…

–El beso que se dieron no tiene nada que ver con el que Donohue te dio antes de tu boda, se parecería más al

que indudablemente te dio después de casarse.

–¿Cómo lo sabes?

–Porque los vi.

–¿Nos viste?

–Sí, también los vi a ustedes, la primera vez que te besó.

–¡Qué vergüenza! –exclamó tapándose el rostro con las manos–. ¿Se lo dijiste a mi hermano? –indagó

viéndola con timidez.

–No, por supuesto que no.

–Ahora, ¿qué fue lo que me ocultaste? –cuestionó Darcy a sus espaldas, por lo que Lizzie, sintiendo los

rápidos latidos de su corazón, se giró para encontrarse con su marido, viendo que estaba serio pero con la

mirada pícara.

–¡Darcy! –exclamó levantándose para saludarlo y cambiar de tema–. ¿Terminaste con tu reunión?

–Sí, ya terminamos, pero no me has respondido.

81

–Es algo que tu hermana me ha pedido discreción, pregúntaselo a ella. ¿Quieren un momento de privacidad?

–inquirió retirándose.

–Supongo que ya no tengo cómplice –afirmó Georgiana viendo a su cuñada de lejos.

–Supongo que ya no la necesitas –espetó Darcy pasando el brazo sobre sus hombros y emprendiendo el

paso–. Georgiana, sé que en el pasado fui muy duro al querer corregir tus errores y te pido una disculpa,

pero recuerda que siempre ha sido porque te quiero y deseo lo mejor para ti, deseo que seas feliz.

–Sí, lo sé, aunque también debes comprender que ya soy una mujer casada, responsable de mis decisiones.

–Y que ahora el responsable de tu felicidad es otro. ¿Te has podido arreglar convenientemente con tu

marido?

–Sí, todo va mejor entre nosotros.

Darcy guardó silencio esperando que su hermana ampliara más su explicación, pero no lo hizo, por lo que él

continuó:

–Supongo que también es sano que ustedes se reserven los asuntos de su intimidad, pero hay algo que sí te

quiero pedir –dijo deteniendo su paso para girarse y ver de frente a su hermana, quien lo observaba con

atención–. Cualquier cosa que necesites, cuando lo necesites, pídemelo, confía en mí. Tú sabes que mi

familia y tú son lo más importante que tengo en la vida y puedes contar conmigo para lo que precises.

–Gracias Darcy, así lo haré.

Se encaminaron en silencio a donde se encontraba Lizzie con la Sra. Reynolds y los niños.

–Estos pequeños ya necesitan un cambio, por lo tanto el paseo ha terminado –declaró Lizzie tomando las

manos de sus hijos y encaminándose a la casa.

–¡Sra. Elizabeth!, necesito un momento de su atención –indicó Darcy circunspecto, provocando que su

esposa se girara y lo mirara con recelo.

Lizzie soltó a los pequeños al tiempo que la Sra. Reynolds los tomaba y Georgiana cargaba a Rose, mirando

a su hermano con aprensión. Luego las señoras se retiraron dejando al matrimonio a solas.

Darcy se acercó lentamente sin apartar la vista de su mujer, quien se quiso anticipar al inminente

enfrentamiento.

–¿Te dijo algo tu hermana?, ¿te comentó lo que te oculté?

–No.

–Darcy, no te enojes conmigo, en realidad me lo reservé desde hace varios años pero ya no tiene

importancia, en realidad nunca la tuvo –afirmó con turbación en la mirada mientras él tomaba sus brazos–.

Para tu tranquilidad, si quieres te lo digo…

–Sra. Elizabeth, he querido pedirle unos minutos de su tiempo para cumplir con el propósito de venir a

buscarla…

–Y… ¿cuál es ese propósito? –musitó temerosa, rompiendo el sigilo que se había perpetuado entre ellos, sin

comprender a lo que se refería.

Darcy se acercó más para capturar sus labios y besarlos cariñosamente, dejando a su mujer más confundida

con lo que pasaba. Él la invitó a confiar profundizando en el beso a la vez que la ceñía con devoción,

diciéndole a través de sus caricias el amor que sentía por ella.

–Me gusta su propósito, Sr. Darcy –logró decir ella cuando se separó.

–Ese era el más importante. Desde que me tienes a dieta, solo pienso en ti y en la forma en que pueda

besarte.

–¿Entonces son dos?

–El segundo ya no es tan agradable –indicó retomando el paso mientras la llevaba de su brazo.

–¿Estás enojado conmigo?

–No, aunque nada se puede comparar con tu cercanía. Se trata de una noticia: pronto se abrirán las puertas

de la tienda de productos de porcelana y de productos textiles en Cambrigde.

–¿En Cambridge? ¡Darcy, es una maravillosa noticia! –exclamó abrazándolo.

–Acabamos de firmar el contrato, aunque me están invitando a la inauguración.

–¿Tendrás que irte pronto? –indagó reflejando su preocupación.

–¿Y dejarte a unas semanas del parto? ¡No! Le dije que yo estaré disponible para viajar una vez que haya

nacido mi hijo y que mi mujer se haya recuperado. La estamos programando para enero.

Lizzie sonrió al comprobar que sí había pensado en ella y lo besó, sintiendo su cariño en su abrazo.

–Aunque tú has ofrecido algo que no has cumplido –señaló Darcy ufano–. Ni siquiera con tus besos lo

olvidaría.

82

–¿A qué se refiere, Sr. Darcy?

–Algo que en realidad ya no tiene importancia pero que Georgiana ha querido reservarse y que tú has

renunciado a seguir escondiendo.

–Te lo revelaré si prometes hacer lo mismo.

–¿Antes lo ofreciste y ahora me condicionas?

–¿Te quejas sin conocer el secreto? –se burló–. ¿Tan poco confías en mí?

–Entonces te daré mi voto de confianza.

–Los vi la primera vez que Donohue la besó un día antes de su boda.

–¿Y quieres que yo los vea besarse? –contestó frunciendo el ceño, sorprendiendo a Lizzie por mostrarse

molesto.

–¡No! Me gustaría que me besaras como lo hiciste la primera vez, ¡pero si no quieres no lo hagas! –dijo

resentida, caminando para alejarse.

–¿Y quién ha dicho que no quiero? –inquirió cogiéndola del brazo para detenerla.

–Por favor Darcy, conozco la expresión de tu rostro cuando algo te molesta.

–Tu petición no me ha molestado, en absoluto. Discúlpame por mi reacción, solo que estoy preocupado por

Georgiana.

–¿Por qué?, ¿te dijo algo?

–No, solo que va mejor con su marido.

–¿Y eso te preocupa?

–Sí, cuando no he podido descartar una infidelidad.

–¿Lo has estado investigando?

–Sí.

–Pero tampoco la han confirmado.

–No.

Lizzie suspiró, comprendiendo cómo se sentía.

–Y si yo te dijera la razón de su alejamiento, ¿te quedarías un poco más tranquilo?

Darcy asintió circunspecto, rogándole con la mirada que accediera.

–Bueno, supongo que te lo puedo decir a grandes rasgos. Creo que todo fue a causa del acoplamiento natural

que tiene un matrimonio y su relación de pareja a raíz del nacimiento de su primer hijo.

–Ah… –expresó, recordando cómo había sido en su caso–, entonces tú no crees que…

–No, en absoluto.

–Pero tú aceptaste estar conmigo a los dos o tres meses de que nacieron nuestros hijos. Ellos… supongo que

toda la lactancia…

–Sí, fuiste muy afortunado de que yo me diera cuenta pronto de mis nuevas condiciones y las supiera

manejar. Seguramente con Georgiana fue diferente y su marido, como médico, quiso darle tiempo y ella lo

entendió como un alejamiento o desinterés que no aclaró a tiempo, complicándolo todo.

–Y ¿desde cuándo lo sabes?

–Desde que los niños estaban enfermos en casa de Georgiana, por algún comentario que hizo Donohue en

una de sus visitas.

–¡Vaya! Debo hacerte caso cuando estás tan tranquila… ¿Y tú crees que ese acomplamiento natural se repita

en el nacimiento de un… tercer hijo? –inquirió, refiriéndose a su situación, reflejando su sosiego.

–No, si ya sabes cómo manejarlo –declaró con una sonrisa que lo invitaba a devorarla, por lo que la besó con

pasión.

Al cabo de un rato, se separó jadeando y le dijo:

–Perdón Sra. Darcy, su petición incluía un beso similar al primero que recibió, ¿cierto?

–Cierto –indicó sonriendo.

–¿Puedo saltarme los preámbulos? –concluyó acercándose para cumplir su solicitud.

Cuando los Sres. Darcy regresaban a la casa escucharon el ruido de un carruaje y a los pocos minutos los

encontró el Sr. Churchill para anunciar la llegada de las Bennet, por lo que se encaminaron al salón principal

para recibirlas. Darcy las saludó y se retiró a su despacho mientras Lizzie las conducía a sus habitaciones,

quedándose en la alcoba de Mary para descansar un rato y platicar con ella, aunque su hermana no conocía

sus verdaderas intenciones.

83

–¿Puedo sentarme un momento? La espalda me está matando –indicó Lizzie llevándose la mano donde

simuló sentir el dolor.

–¿Quieres que llame a tu marido?

–No gracias, solo necesito un poco de descanso, he estado en el jardín largo rato.

–¿Te sirvo un vaso con agua?

Lizzie agradeció mientras observaba los movimientos de su hermana.

–Siempre he admirado que tengas todo listo en perfectas condiciones, ojalá yo llegue a ser tan buena ama de

casa –comentó Mary.

–Mi secreto radica en tener personas competentes a mi servicio.

–Pero seguramente has de supervisar que todo esté en orden.

–Sí, en alguna época de mi vida como la Sra. Darcy. Por el momento debo confesar que mi supervisión se

limita a mi marido, a mis hijos y a mi embarazo, la casa se la he confiado a los Sres. Churchill.

Mary le entregó la bebida y tomó asiento a su lado.

–Mary, ¿has pensado en lo que hablamos del Sr. Posset?

–Sí, en realidad… –Mary bajó su mirada para ocultar el brillo de sus ojos que no pasó inadvertido para

Lizzie–. Hablé con él y se disculpó conmigo, me dijo que tenía toda la razón y que se comportaría con el

decoro que se espera de él para demostrarme el amor que me tiene, y ha cumplido su palabra.

–¿Hablaste con él? –preguntó azorada, deseando no escuchar lo que su hermana le confiaba–. ¿Y qué le

dijiste?

–Le dije que no me parecía correcto su comportamiento y le pedí que tuviera más respeto a mi persona.

–Hasta el día de la boda –masculló.

–¿Cómo?

–Quiero decir…

Lizzie apoyó el codo en el brazo del sillón para recargar su cabeza y cubrir su rostro por unos momentos

para no reflejar su turbación, pensando en que Mary le había puesto a su prometido las condiciones para que

su compromiso continuase, pero no para asegurar un matrimonio venturoso: ella estaría a expensas de ese

hombre una vez que estuvieran casados. Se lamentó que su hermana fuera tan inocente.

–Lizzie, ¿te sientes bien?

–Sí, solo es un pequeño mareo. Hace demasiado calor.

Mary se levantó para abrir más la ventana y que el aire entrara con libertad.

–¿Y pudiste observar su comportamiento con los demás? –continuó Lizzie cuando pudo hablar con cierta

tranquilidad.

–Cuando viajamos a Escocia y conocimos a su hermana, él la trataba con cortesía aunque ella era muy

indiferente hacia él, como si le guardara rencor; pero él me confesó que había sido porque se negó a darle su

consentimiento para casarse con algún empleado de la hacienda, un matrimonio completamente inadecuado.

Recuerdo que sus trabajadores lo trataban con respeto…

–Supongo que como a cualquier amo. ¿Hablaste con alguno de ellos?

–No, no tuve oportunidad, pero le he pedido que, en cuanto lleguemos a la hacienda, quiero hablar con los

más allegados de la familia. Tengo que empezar a conocerlos si he de dirigirlos en unas pocas semanas.

–¿Y qué te dijo?

–Que no debo preocuparme por pequeñeces, que tendré mucho tiempo para hacerlo después.

–¿Pudieron conocer alguna amistad de él, además del Sr. Morris?

–No, solo las que pudimos saludar afuera de la iglesia los domingos que asistimos, y el Sr. Morris lo ha

llenado de recomendaciones.

–Sí, me imagino. Y ¿qué vas a hacer con tus libros, con tu investigación?

–El Sr. Posset aprueba que yo continúe disfrutando de los libros y realizando mi investigación mientras

llegue un heredero. De hecho autorizó que me llevara mis libros para ampliar la biblioteca de la finca y

prometió ir alimentándola todavía más con el tiempo.

–Todo suena muy conveniente…

Lizzie fue interrumpida por alguien que tocaba a la puerta, suspiró profundamente deseando que pudiera

terminar esta conversación cuando Mary permitió el acceso a la Sra. Churchill.

–El Sr. Posset espera en el salón principal.

–¿Ya llegó? –indagó Mary tratando de ocultar la enorme emoción que sentía sin lograrlo, se puso de pie para

mirarse en el espejo y acomodarse el peinado.

84

Lizzie se levantó para seguir a su hermana que tenía prisa de llegar, obligándola a acelerar el paso para

arribar con ella, en caso de que la Sra. Bennet no hubiera bajado todavía. Efectivamente, el Sr. Posset estaba

solo y saludó con cortesía a las damas, una muy emocionada y la otra con la respiración agitada aunque

ambas guardando la perfecta compostura. Los tres tomaron asiento, hablaron del clima e hicieron los

comentarios que exigía la etiqueta mientras esperaban el arribo de la suegra y el té que el Sr. Churchill trajo

minutos después. En cuanto la Sra. Bennet hizo acto de presencia, la señora de la casa se disculpó para

encontrarse con su marido y librarse por unos minutos de la farsa que tenía que representar por el bien de su

hermana: hasta que no pudiera acabar esa conversación no podía expresar sus recelos hacia ese hombre.

Lizzie tocó a la puerta del despacho y entró en silencio. Al verla, Darcy dejó su pluma y se puso de pie,

preocupado al ver el semblante de su mujer.

–¿Qué sucede?

–Darcy, tienes que hablar con el Sr. Posset –pidió con angustia.

–¿Ha pasado algo? ¿Te ha faltado al respeto? –indagó acercándose.

–No, al menos a mí no. Mary piensa que es un hombre respetable pero yo sé que no lo es, de nada sirvió

todo lo que le dije hace unos meses y ahora está más enganchada que antes. Dice que habló con él para

pedirle que la respetara, algo que debió hacer siempre si fuera un caballero, seguramente se comportará con

decoro hasta casarse con ella y luego saldrá el verdadero Sr. Posset, que hará infeliz a mi hermana, cuando la

situación ya no tenga remedio.

–Entonces hablaré con él –indicó para tranquilizarla–, invítalo a cenar y aprovecharé cuando me quede con

él en el comedor. Aunque, necesito saber algo –dijo con cautela, observando la mirada de su mujer, quien se

ponía en sus manos con toda su confianza–, ¿qué tanto ha comprometido la virtud de tu hermana?

–Hasta donde yo sé, no. ¡Espero que no!

Lizzie se cubrió el rostro con las manos deseando que su hermana no hubiera caído en la trampa de ese

hombre.

–Darcy, ¿recuerdas el libro de Leonardo Da Vinci, el que regresaste a la biblioteca? –inquirió descubriendo

el semblante lleno de turbación.

–Sí –respondió, sin saber por qué venía a colación.

–Mary lo pidió prestado, ¡estaba interesada en esa página! Cuando mi madre lo supo, me pidió que guardara

el libro, pero no sé si…

Darcy la abrazó para darle consuelo y trató de sosegarla con palabras, pero percibió su nerviosismo en la

mano cuando se la tomó para conducirla al salón principal, donde se escuchaban las alharacas de la Sra.

Bennet y de Kitty. El silencio se hizo presente cuando ellos se presentaron, mientras los convidados los

recibían de pie. Ambos se inclinaron y todos tomaron asiento al tiempo que el Sr. Churchill ofrecía el té a

sus amos.

–El Sr. Posset nos comentaba todo lo que tuvo que hacer para que finalmente le entregaran el anillo de bodas

que usarán, era de su madre y necesitaba alguna reparación –indicó la Sra. Bennet–. Recuerdo que yo usé el

de mi suegra hasta que ya no me entraba y nunca lo mandamos agrandar. Eso nunca sucederá contigo,

querida Lizzie.

–¿Lo dices por el dinero o porque nunca engordará? –se burló Kitty.

–¿La costurera te confirmó la hora en la que vendría, Lizzie?

–Sí, me dijo que a las cuatro.

–Yo también quiero probarme mi vestido.

–¿Por si ha subido tu talla? –ironizó Kitty.

–Normalmente adelgazo cuando una de mis hijas se casa, como si yo fuera la prometida, ¡me pongo tan

nerviosa! Y quedó de entregar el ajuar de la novia.

Mary se sonrojó al sentir que todos la observaron.

–Esperemos que sea de su agrado, Sr. Posset –comentó Kitty, sabiendo que su hermana había escogido unos

modelos muy recatados para su gusto–. ¿Cómo habrá sido el ajuar de la Sra. Darcy? –masculló, ganándose

un vistazo reprobatorio de Lizzie, quien no se percató de la mirada lasciva que le dedicó el Sr. Posset.

–¡Sr. Posset! –exclamó el Sr. Darcy para llamar su atención en un tono más fuerte del que la cortesía

permitía–, espero que nos acompañe esta noche a cenar –dijo rechinando los dientes, solo para cumplir la

promesa hecha a su mujer, deseando que se fuera de su casa lo más pronto posible.

–Lo siento –comentó el Sr. Posset–, ya tengo un compromiso…

85

–Pero, Sr. Posset, seguramente no habrá problema en que usted nos acompañe si iniciamos la cena más

temprano –intervino la Sra. Bennet–, mañana saldremos hacia el norte y no habrá otra oportunidad, ¿verdad

Lizzie? Mary quedará muy complacida de que usted nos acompañe.

El Sr. Posset endureció el rostro notablemente, pero guardó silencio, otorgándole la razón a su suegra.

–Entonces, creo que es hora de irnos a recoger lo que falta –comentó la Sra. Bennet–. Ojalá que todos

tuvieran el servicio de la Sra. Stanier.

–Si así fuera, tendrías que buscar otro pretexto para salir –indicó Kitty.

Todos se pusieron de pie y el Sr. Posset escoltó a las Bennet al carruaje para hacer los últimos encargos

mientras los señores de la casa los veían alejarse.

–Lizzie, me gustaría que cenaras en la habitación –sugirió Darcy pasando su brazo sobre sus hombros.

–¿Por qué?

–No me agrada ese hombre, no quiero que estés cerca de él.

–¿Y mi madre y mis hermanas?

–Yo me encargo de ellas, hablaré con el Sr. Posset y si es necesario también con la Sra. Bennet.

–Si hablas con mi madre, yo quiero estar presente.

Darcy asintió mirando al horizonte.

Cuando las Bennet regresaron, un poco más tarde de las cuatro, se introdujeron a una de las habitaciones

para hacer la prueba de los vestidos mientras Darcy y el Sr. Posset fueron a cabalgar por los alrededores.

La cena se programó para servirse a las cinco, en atención al Sr. Posset, pero fue imposible que la costurera

terminara a tiempo por lo que las Bennet se presentaron una hora después y disculparon a la Sra. Darcy que

se había ido a recostar. Darcy invitó a los presentes a dirigirse al comedor, cumpliendo con todas sus

obligaciones como buen anfitrión y llevando una conversación de temas de interés general con el Sr. Posset

aun cuando Kitty insistía en abordar el tema del recién aparecido Bruce Fitzwilliam sin disimular el deseo

que tenía de conocerlo. Darcy esperó que Posset se delatara en algo cuando pudieran llevar un diálogo en

privado y guiar la plática a temas más propios de caballeros.

Lizzie comió un poco del postre que le habían llevado con la cena, deteniendo la lectura y acariciando su

vientre. El dulce estaba delicioso, habían preparado especialmente para ella el que ofrecieron el día de su

boda, su favorito, pero la preocupación por su hermana no cesó. Apartó el plato y tomó un sorbo de agua

pensando en lo que estaría aconteciendo en su comedor. Suspiró deseando saber cómo su marido abordaría

el tema con el Sr. Posset y el resultado de su entrevista, sabiendo que se estaba jugando el futuro de Mary.

Recordó la angustia que sintió cuando leyó las cartas de Jane, donde relataba lo que había sucedido con

Lydia y la manera en que había echado a perder su vida. Hoy podía agradecer la intervención desinteresada

del Sr. Darcy que ayudó a solucionar el problema y evitó que el escándalo deshonrara a toda la familia,

rezaba para que esta vez Darcy también pudiera hacer algo para impedir este matrimonio, que pudieran

convencer a Mary de lo inadecuado que era su prometido a pesar de que su madre no apoyara su réplica.

Pensó en Jane y en el apoyo que recibió de ella en esos días y en todos los momentos difíciles de su vida,

anhelando poder contar con su cercanía, su optimismo y su bondad, pero estaba tan lejos y hacía tanto

tiempo que no la veía. Se dio cuenta de cuánto la extrañaba y la falta que le hacía, deseó poder subirse al

carruaje y viajar hasta verla, pero sabía que eso no era posible: su embarazo no lo permitía y tampoco la

salud de Christopher. Necesitaba platicar con ella, reír con ella, llorar con ella, recordar con ella, como por

tantos años lo habían hecho juntas, pero por el momento no podía ser… Y pedirle que la visitara tal vez

fuera difícil, además de que su madre y Mary viajarían a Starkholmes en caso de que… “Ojalá no sea

necesario ese viaje, pero si lo es…” pensó angustiada, sabiendo que Mary necesitaría más el consejo de Jane

que ella su compañía.

Su vientre recibió una fuerte patada recordándole que su alumbramiento estaba cada vez más cerca, sintió

mucho miedo de enfrentarse nuevamente a esa situación inevitable. ¡Cómo desearía que su hermana pudiera

acompañarla para darle su fuerza y su confianza!, pero sabía que tendría que prescindir de ella para salir

adelante, agradeciendo, por otro lado, el marido que el cielo le tenía reservado y con quien podía contar en

todo momento.

Se levantó y caminó hasta la cómoda de donde sacó lo necesario para escribirle a Jane mientras regresaba su

esposo con noticias.

86

“Querida Jane: En estos momentos Darcy está hablando con el Sr. Posset, tengo la esperanza de que pueda

descubrir algo que nos ayude a convencer a Mary de que desista de su compromiso. Estoy muy preocupada:

hablé con ella a su llegada y está más enamorada que antes, me confesó que habló con él para pedirle que se

comportara con mayor respeto. No podía creerlo cuando la escuché, en pocas semanas ese hombre tendrá

derecho absoluto sobre su esposa y ninguna ley la amparará, no sabemos si es digno de confianza y estarán

tan lejos de nosotros que no podremos ayudarla.

Mañana hablaremos con mi madre y Mary, rezo para que podamos presentarle argumentos más sólidos y

hacerla recapacitar en su decisión, de lo contrario, continuarán el viaje hacia Starkholmes y tú… Deseo tanto

evitarte la pena de enfrentarla, pero tendrás que hacerlo, por su felicidad y la tranquilidad de toda la familia.

Te extraño tanto, ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos y ahora desearía contar con tu

compañía, pero sé que es importante que ayudes a Mary en caso de que… no quiero ni pensarlo.

No deseo preocuparte más, salvo esa gran inquietud todos estamos bien, esperando el momento en que nazca

nuestro bebé, me gustaría tanto que estuvieras conmigo… Dale un enorme abrazo y un cariñoso beso a tus

hijos de mi parte.

Lizzie”.

La hora del oporto llegó y las damas se retiraron al salón.

–Espero que me conceda unos minutos, si todavía se lo permite su siguiente compromiso –solicitó Darcy

pidiendo privacidad al mozo y al notar que su invitado observaba su reloj de bolsillo.

–Por supuesto –contestó frunciendo el ceño–, aunque imaginé que querría ver a su esposa.

–La Sra. Darcy está debidamente acompañada, en caso de necesitarme ya me habrían mandado llamar. Sin

embargo, es reconfortante tener a alguien con quien conversar de otros temas que no sea la boda inminente o

mi desaparecido primo, sobre todo usando esos tonos de voz que a veces sacan de quicio.

El Sr. Posset se rió.

–En eso estoy de acuerdo con usted. Pensar que tendré que soportar sus alharacas todo el camino hacia el

norte y otros días más hasta mi boda. Agradezco que la Srita. Mary no haya heredado esa cualidad de su

madre.

–Igualmente lo digo por mi mujer.

–¿Cómo es que ha soportado esa situación, por siete años?

–Casi ocho. A veces yo me hago la misma pregunta –dijo banalmente–. Supongo que teniendo ciertos

escapes como los de este momento. Afortunadamente en Londres hay muchas opciones, lo contrario de

Pemberley.

Darcy lo observó con atención, para ver si picaba el anzuelo.

–Suponía que Pemberley tenía un sinfín de atractivos. He escuchado maravillas de su hacienda y de toda la

comarca, demasiados comentarios de la Sra. Bennet.

–Sí, en realidad tiene casi todo lo que un hombre pudiera desear.

–¿Casi todo? Yo he vivido en el campo prácticamente toda mi vida y he disfrutado de él en todos los

sentidos, aun cuando no vivo entre los lujos a los que usted está acostumbrado. Supongo que tal vez extraña

asistir al teatro, practicar la esgrima en su club. Mary me ha platicado que gustan de asistir a los museos y a

las bibliotecas.

–Sí, entre otras cosas, pero supongo que usted sí me entenderá que hablo de lugares que un hombre

acostumbra visitar solo, o con algún amigo, a buscar buena compañía.

–Bueno, entenderá que yo no tengo conocidos en Londres, aunque he sabido de algunos lugares en los que

asisten los caballeros. No recuerdo su nombre…

Darcy sonrió al ver que tal vez ya lo tenía.

–El White´s o el Brooks´s –dijo al fin el Sr. Posset, conservando a propósito su inocencia.

–Hace mucho que no voy a esos lugares, supongo que ahora mis necesidades son otras.

–Y dígame, ¿qué lugares son los que acostumbra visitar, si no son los que ya hemos mencionado?

–Hay varios, muchos de donde escoger, así como la compañía. Tal vez usted esté interesado en visitar

alguno esta noche y pueda decidir entre la amplia variedad de “damas”.

–¿Damas?, ¿acaso usted está sugiriendo un…? –indagó mostrándose escandalizado–. Pensé que… pensé que

con la hermosa mujer que tiene, no estaría interesado en…

Darcy endureció su expresión al escuchar el comentario dirigido hacia su esposa, frustrado por no haber

conseguido sacarle información valiosa, aunque todavía le quedaba una carta por jugar.

87

–Soy hombre, como usted y todos los del reino –indicó, aun cuando las palabras le pegaron en su

conciencia–. Y usted, ¿en qué invierte su tiempo libre?

–En el futbol y juegos de montaña, además de la cacería y la esgrima.

–Tal vez algún día podamos enfrentarnos a un combate. Supe que su madre murió hace relativamente poco.

–Sí, a fin de año, de tuberculosis.

–¿Y su hermana? –indagó observando que el Sr. Posset giraba su cabeza para mirarlo con asombro–. ¿Se ha

recuperado de la pena?

–Sí, supongo que sí –respondió relajando su expresión–, aunque hemos tenido varios altercados, ha querido

casarse con un hombre que es inapropiado para ella –explicó, recordando la versión que le había dicho a su

prometida–. Pero la he hecho entrar en razón.

–Dice que siempre ha vivido en el campo, ¿ha recibido algún tipo de instrucción además de la que requiere

para administrar sus tierras?

–Sí, mi padre nos proveyó a mi hermana y a mí de instructores calificados, además de asistir a las escuelas

públicas y a la Universidad de Aberdeen.

La puerta sonó y el Sr. Churchill entró.

–Sr. Darcy, la Sra. Bennet insiste en que les informe que el té ya está servido en el salón.

–Ahora vamos –dijo mientras observaba que el Sr. Posset emitía un profundo suspiro, no supo si por librarse

del interrogatorio o por la idea de estar con la Sra. Bennet.

–¿Otra copa de oporto?

–No gracias, tal vez sea conveniente que acompañemos a las señoras, aunque sea un momento.

Los caballeros se dirigieron al salón principal y el Sr. Posset los acompañó cinco minutos, apenas dio un

sorbo a su taza, envió saludos a su anfitriona y se retiró mientras el Sr. Darcy hacía una pequeña señal a su

mayordomo para que cumpliera con sus instrucciones. Al cabo de dos minutos, Darcy se disculpó y se retiró

a su habitación.

Lizzie estaba despierta, esperando a su marido mientras observaba por la ventana el carruaje que se alejaba

de la casa. La puerta se abrió y se giró para encontrarse con Darcy.

–¿Pudiste hablar con el Sr. Posset?

–Sí, aunque no pude sacarle nada en concreto, sin duda es un hombre inteligente, porque no tiene nada de

inocente –indicó al recordar la mirada que le dedicó a su mujer, imaginando todo lo que pudo pasar por su

cabeza con el insensato comentario de su cuñada, viendo en su mente las imágenes que él tenía cuando su

esposa le permitió contemplarla usando esas delicadas prendas.

–¿Entonces?, ¡ya se fue! ¿Qué vamos a hacer?

–Esperar, esperar un poco.

–¿Cómo?

–Le pedí al Sr. Peterson que lo siguiera junto con dos lacayos en un coche de alquiler. Si es lo que pensamos

que es, no desaprovechará una noche en Londres y podremos hablar con tu madre.

–Darcy, mañana se van.

–Lo más probable es que no necesitemos mucho tiempo, tal vez una hora o dos, si es que tiene un

compromiso antes con otra persona.

–¿Y si no asiste a esos lugares?

–Tengo otra opción, que espero no tener que utilizarla.

Los Sres. Darcy esperaron por un par de horas a que sonara su puerta, pero Lizzie cayó vencida por el sueño

y la puerta sonó hasta casi la media noche. Darcy salió al pasillo y se encontró con el Sr. Churchill.

–El lacayo lo espera abajo, señor.

–¿El Sr. Peterson viene con él?

–No señor.

Darcy agradeció y se encaminó a entrevistarse con el muchacho para recibir el recado que el Sr. Peterson le

mandaba. Ambos entraron en el despacho y el amo preguntó:

–¿Ha mandado algo el Sr. Peterson?

–Sí señor –contestó entregándole una hoja lacrada que Darcy abrió y leyó:

“El Sr. P. recorrió algunas calles de la ciudad y se introdujo en el bar ubicado en la calle X y esperó por una

hora, aparentemente impaciente y molesto ya que sus modales fueron olvidados al tomarse la primera copa.

Después se retiró nuevamente en su carruaje y lo seguimos hasta el hotel donde se hospeda, de donde no ha

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salido hasta esta hora en la que le escribo. Permaneceremos aquí, como usted nos indicó, para vigilar sus

movimientos”.

–¿Le puedo ayudar en algo más, señor? –indagó en cuanto su patrón terminó la lectura.

–No, gracias, puede retirarse a descansar.

Darcy se asomó a la ventana observando la oscuridad de la noche y percibiendo el olor a humedad que

amenazaba la lluvia que caería pronto: así menos iba a salir ese hombre de su refugio, por lo que fracasaría

con el segundo plan que había tenido en mente. Las oportunidades de cancelar esa boda eran cada vez más

escasas, pero estaba obligado a hacerlo. Ojalá el Sr. Peterson pudiera hacer indagaciones entre la

servidumbre del hotel y encontrar alguna pista, por lo pronto no podría hacer nada más, solo irse a

descansar, por lo que cerró bien la ventana, tomó una vela y subió a su alcoba.

CAPÍTULO XIV

El Sr. Darcy se encontraba en su despacho escuchando de boca del Sr. Peterson todos los acontecimientos de

la noche anterior, pensando en las últimas alternativas que tenían. Lizzie se había despertado e interrogado a

su marido exhaustivamente cuando solo tenía la carta del cochero en las manos. En cuanto el Sr. Churchill

anunció la llegada del Sr. Peterson, Lizzie se puso de pie para bajar aunque él la detuvo, pidiéndole que

esperara en la alcoba, pero la mirada suplicante de su mujer lo derritió consintiendo que aguardara en el

salón principal argumentando que el Sr. Peterson tal vez no lograra sincerarse por completo si su ama lo

escuchaba. Darcy sabía que ella no podía estar presente y fue la única razón que encontró convincente para

que desistiera de su idea.

–Aun así, Sr. Darcy, no encontramos nada. Estuve acuartelado afuera de la habitación del Sr. Posset,

despierto todo el tiempo, aunque simulé estar esperando a alguien con un periódico cubriendo mi rostro,

pero no escuché ningún ruido que lo delatara haciendo lo que sospechábamos, a menos que la dama lo

estuviera esperando cuando llegó y se haya salido cuando él fue a la fonda a desayunar y fueran sumamente

discretos.

–O es un pésimo amante. ¿El Sr. Posset lo vio a usted?

–No señor, además de que no me conoce tuve la precaución de estar en el bar con una chaqueta gris y en el

hotel con un abrigo negro mientras el muchacho me ayudaba a investigar con el personal del hotel. Le pedí

que permaneciera vigilando hasta que el Sr. Posset se presente a recoger a las señoras. Tal vez nos traiga

mejores noticias.

–Por favor que me mande sus descubrimientos por escrito en cuanto llegue, no quiero que lo vean.

El Sr. Peterson le entregó una bolsa con el dinero que había sobrado, destinado a sobornar a cualquiera que

pudiera dar alguna información. Ambos salieron del despacho y Darcy se dirigió al salón principal para

informar a su esposa de los hallazgos. Ella dejó su libro sobre la mesa y lo observó acercarse y sentarse a su

lado.

–¿Qué noticias te dio el Sr. Peterson?

–No muchas. El Sr. Posset estuvo solo en un bar y durmió en el hotel. Posiblemente haya descubierto que lo

estaban siguiendo o verdaderamente es inocente de la culpa que le hemos imputado, al menos por esta

noche.

–Eso no nos ayuda –murmuró preocupada.

–No, pero aún así hablaré con tu hermana y con tu madre en cuanto bajen.

La puerta sonó y la Sra. Reynolds apareció en el umbral pidiendo permiso para entrar.

–Adelante –indicó Lizzie, sin molestarse en ocultar su turbación.

–Sra. Darcy, señor, disculpen que los moleste pero es el niño Christopher…

–¿Qué le sucede? –indagó con ansiedad poniéndose de pie.

–Parece que tiene fiebre y ha regresado esa tos.

–¿Tiene crisis? –preguntó sintiendo que los latidos del corazón se incrementaban.

–Todavía no señora, pero no me gusta su estado. Ya le pedí al Sr. Churchill que envíe por el médico y la

Srita. Madison ya tiene a la mano el medicamento, en caso de que se necesite. Solo quería avisarle de la

situación.

–Gracias, iré a verlo –dijo dando unos pasos para ir a su encuentro.

–Lizzie, tu madre y tu hermana bajarán pronto… –le recordó su marido provocando que se detuviera y se

girara, mostrando la angustia en su rostro.

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–Mary, ¡oh Dios!

–Si quieres yo hablaré con ellas.

–No, Mary me necesita, pero Christopher…

Lizzie se sentía terriblemente mal ante la nueva situación, su hijo había enfermado y corría el riesgo de

sufrir una crisis respiratoria, tal vez poniendo en juego su vida, y Mary también estaba en peligro al tomar

una decisión que la haría desdichada por toda la vida, tal vez era la última oportunidad que tenía para

evitarlo. Odiaba tener que decidir ante una situación semejante.

–Por favor Sra. Reynolds, si se agrava su estado me avisa de inmediato –pidió advirtiendo un profundo dolor

en el corazón, sabiendo que si le pasaba algo a su hijo viviría llena de remordimientos, pero intentando

convencerse de que la Sra. Reynolds lo cuidaría bien.

–Sí señora –dijo y se retiró.

–¡Oh, Lizzie! –exclamó la Sra. Bennet entrando al salón con sus hijas solteras–. Te ves cansada hija, ¿ya te

sientes mejor?

–Sí, gracias mamá –respondió, aunque hubiera querido decir que no.

–Han sido unos días muy agitados, en tu estado debes descansar más, dígaselo Sr. Darcy, no es bueno que te

agotes cuidando de tus hijos. Me preocupa que…

–Sra. Bennet –solicitó Darcy para acabar con todo esto de una vez–, quisiéramos hablar con usted y con

Mary de un asunto que no admite demora, si son tan amables de pasar al despacho.

–¿Al despacho? –inquirieron al unísono la madre y la cuarta de sus hijas, la primera decepcionada por tener

que cumplir con la solicitud y, por lo tanto, aplazar por más tiempo su anhelado desayuno, y la segunda,

llena de curiosidad por saber qué se traían entre manos, deseando poder estar en su casa para escuchar detrás

de la puerta.

–¡Entonces es realmente importante! –concluyó Kitty poniendo más nerviosa a Mary.

Darcy cedió el paso a las damas y, al cerrar la puerta, inició:

–Sra. Bennet, le agradezco estos minutos de su atención para tratar un tema que nos preocupa a mi esposa y

a mí de sobremanera y que afectará el bienestar de toda nuestra familia. Tenemos razones de peso para

considerar que el Sr. Posset no es adecuado para ser el marido de la Srita. Mary.

–¿Cómo? ¿Y cuáles son esos motivos?, si puede ser más específico.

–Han sido varias actitudes las que hemos podido observar en el poco tiempo que lo conocemos y considero

que muy fácilmente caerá en la infidelidad una vez que se hayan casado.

–Usted lo ha dicho, en el poco tiempo que lo conocen. ¿Es suficiente para que usted lo considere

imposibilitado para mantenerse fiel a la promesa matrimonial? ¿Cuántas veces lo ha visto? ¿Tres? Y ya se

siente competente para emitir un juicio –espetó con un atisbo de ironía que encendió al señor de la casa.

–¡No me baso únicamente en lo que he podido observar en esas tres entrevistas, también la Sra. Darcy y…!

–¿Acaso también lo han investigado, como al Sr. Hayes? –preguntó alzando la voz con furia.

–¡Como hombre, le puedo asegurar que su futuro yerno que se muestra tan inocente en el diálogo, no lo es

en sus acciones! –increpó–. Es inteligente y sabe manipular la situación para beneficio propio, estoy

persuadido de que no es un caballero.

–¿Qué acciones son las que usted le ha observado que lo discriminan de esa manera?

–¡La forma libidinosa en la que ayer observó a mi mujer a consecuencia del estólido comentario de su hija

Kitty!

El silencio se hizo presente por unos instantes mientras las señoras salían de su asombro, cayendo en la

cuenta de que su juicio se había visto influenciado por los celos. Lizzie, recuperándose de la impresión,

tomó la palabra:

–Mamá, el Sr. Darcy tiene razón, el Sr. Posset no es un caballero, y no solo por lo que mi marido dice. ¡Ni

siquiera ha guardado el respeto que Mary se merece y yo soy testigo de eso! –exclamó, haciendo caso omiso

de los gestos de su hermana que le pedían que no revelara ese suceso.

–¿Acaso ha comprometido tu virtud? –indagó la madre viendo a Mary–. Si es así, razón de más para casarse.

–Debo confesarle que ayer mandé a que siguieran al Sr. Posset para investigarlo y tener pruebas de que

gusta disfrutar de la compañía de otras mujeres –afirmó Darcy.

–¿Y tiene las pruebas?

–Por el momento no, pero si nos dan unos días más, sin comentarle a él nuestras intenciones, podremos

descubrirlo y estar seguros de su inocencia o de su culpabilidad. Puedo contratar a un investigador privado,

si aplaza un poco la fecha de la boda…

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–¿Y arriesgarnos a que el Sr. Posset ya no acepte a mi hija? No estoy de acuerdo.

–Usted misma se ofendió cuando yo inocentemente comenté alguna vez que había cambiado de cama y se

escandalizó ante mi sugerencia que el Sr. Bennet había hecho lo mismo durante sus viajes a Pemberley.

–Claro que me iba a escandalizar.

–Y ahora no te escandalizas cuando te estamos planteando que es posible que el Sr. Posset esté siendo infiel

antes de la boda, ¿qué será después? –intervino Lizzie.

–Como dama debo señalar mi reprobación absoluta, aunque sé que eso es más común de lo que quisiéramos.

–Y por el hecho de que sea algo común, ¿va a tener tu aprobación? ¿Pondrás en juego la felicidad de una de

tus hijas?

–Mary será feliz con ese hombre, como cualquier mujer casada.

–¿Como Lydia? ¿Acaso estás orillando a tu hija a que se case solo para quitarte la responsabilidad de

mantenerla, cuando en realidad no te cuesta su manutención? Si es por eso, yo puedo recibir a Mary en esta

casa todo el tiempo que quiera y tú podrás olvidarte de ella.

–O tal vez prefiera prescindir de la pensión que usted recibe –prosiguió Darcy, lamentándose por tener que

proponer una medida tan extrema, máxime teniendo al lado a su esposa, causando que las señoras lo

observaran azoradas–, ya que dio su aquiescencia para que se celebre este matrimonio sin tomar en cuenta al

hombre y cabeza de esta familia y ahora no quiere escuchar ninguna de nuestras lícitas objeciones.

La Sra. Bennet guardó un silencio que se perpetró por varios segundos que parecieron una eternidad,

sintiendo que todo se le iba de las manos, viendo resurgir los temores que durante años la habían sometido

por la posibilidad de quedarse viuda y desamparada.

Lizzie tomó asiento, pálida y mareada, sin poder mantenerse de pie ante la amenaza de que su madre y Kitty

se quedaran en la calle, pero reflexionó y comprendió el objetivo que su marido quería alcanzar y se mordió

la lengua antes de decir algo que lo hiciera retractarse. Volvió la vista a él, quien miraba aviesamente a su

suegra, rezando para que surtiera efecto y ella rescindiera.

Aunque Darcy no vio a su mujer cuando se sentó, percibió su desmayo deseando que entendiera lo

apremiante y esencial de la situación y que no podía flaquear llegado a este punto.

Mary, sintiéndose encrespada por la manipulación de la que había sido objeto y sabiendo que con su

sumisión perdería todo lo que había anhelado, sacó fuerzas de la nada como si fuera la última oportunidad

de alcanzar la felicidad y, sin pensarlo, reprendió:

–Y ¿se puede saber en qué momento escucharán mi punto de vista? Yo lo amo y sí, hablé con él con la

esperanza de que cambiara su conducta, y lo ha hecho, me ha respetado como yo se lo pedí. No puedo creer

que hayan maquinado este plan para seguirlo sin escuchar mi opinión, sin tener en cuenta mis sentimientos.

Además, la falta de pruebas demuestra que él es inocente, quieren ver culpa donde no la hay. ¡Estoy cansada

de que se metan en mi vida!

–Perdónanos Mary, lo hicimos… –continuó Lizzie.

–Sí, me imagino que por mi bien, pero ya no soy una niña y pronto seré una solterona si no me caso.

Entiende que yo también tengo sueños y que no me he permitido alcanzarlos por el miedo al sufrimiento y al

rechazo. Ahora tengo la oportunidad de cumplirlos con una persona que me acepta, tardaría otra vida en

enamorarme y en enamorar a alguien que sí cumpla con tus expectativas, comprende que el amor se presenta

una sola vez en la vida.

–Mary… tal vez el Sr. Darcy tenga razón –reflexionó la Sra. Bennet, temerosa de que su procurador le

retirara los generosos fondos que recibía con puntualidad.

–¡No lo puedo creer madre! ¿Ahora cambias de opinión por dinero? –inquirió pensando en que la

decepcionaba nuevamente con su actitud, contrariada también con la posición del Sr. Darcy, quien pensaba

que con su riqueza iba a solucionar todo, confirmando sus sospechas de que la pensión que recibía su madre

saliera de las arcas de Pemberley.

–No es solo eso, hija…

Alguien tocó a la puerta y Darcy abrió, el Sr. Churchill anunció la llegada del Sr. Posset y entregó una

misiva a su amo, quien la leyó sin encontrar más noticias que le ayudaran.

–¿Ha llegado el médico? –preguntó Lizzie al mozo.

–No señora.

–¿Me ha buscado la Sra. Reynolds?

El mayordomo negó con la cabeza.

–Madre, creo que es hora de que partamos –indicó Mary.

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–Pero no hemos desayunado.

–Yo no tengo apetito, voy a recibir a mi prometido. Con su permiso.

–Mary, ¡no puedes ir sola! Déjame desayunar, te prometo no tardarme más de quince minutos –dijo mientras

abandonaba la pieza siguiendo a su hija, aprovechando la única oportunidad que tenía para alejarse de su

iracundo yerno.

Entretanto, afuera de la mansión arribaba un carruaje que era seguido por un jinete que se bajó en cuanto el

vehículo se detuvo en la puerta. Sir Bruce Fitzwilliam descendió del caballo y se acercó para ayudar a bajar

a su querida prima.

–¡Bruce! ¡Qué sorpresa!

–Bonjour mon petit ange, fui a buscarte a Curzon y te vi en la calle. Decidí seguirte para saludarte y

preguntar cómo estás. He estado muy preocupado por ti desde que hablamos y luego durante la cena…

–¡Oh, Bruce! –exclamó Georgiana abrazándolo para corresponderle su interés–. No sabes cómo agradezco

tu preocupación y tu apoyo. Me gustaría que fueras a cenar a la casa y que podamos platicar un poco más,

así podrás contarme más detalles de tus viajes.

–Bien sûr chéri, ¿te parece bien hoy?

–Hoy no será posible porque Patrick y yo asistiremos a una boda, se casa Murray Windsor, te acordarás de

él.

–Claro. Manifiéstale por favor mis parabienes.

–Tal vez podría ser mañana pero te mandaré una nota de confirmación.

–Estaré esperándola –dijo, al tiempo que le hacía una venia y otro jinete arribaba a toda velocidad: el Dr.

Donohue que descendió del caballo.

–¡Patrick! –exclamó Georgiana.

–Vengo por una emergencia –explicó cortante caminando rápidamente hacia la puerta.

–¿Lizzie? –indagó preocupada y emocionada, pensando en el parto de su hermana, y lo siguió.

El Sr. Fitzwilliam se subió a su caballo y se alejó mientras la risita traviesa de Kitty se escuchaba en el salón

principal, asomada en la ventana.

–¡Vaya, vaya! Otro admirador secreto de la Sra. Donohue. Por cierto que bastante atractivo, ¡y su marido los

vio!

–¿Decías algo? –preguntó Mary que arribaba con el Sr. Posset.

–Buen día Sr. Posset.

En cuanto abandonaron la pieza, Lizzie resolló sintiéndose completamente frustrada, angustiada por su hijo,

pero con la confianza de que la Sra. Reynolds le avisaría en caso necesario.

–¿Acaso cumplirás tu amenaza de dejar en la calle a mi madre y a Kitty?

–Por supuesto que no, pero sé que es una medida que funciona con la Sra. Bennet. Sin embargo, no esperaba

esto de Mary.

La puerta sonó y entró el mayordomo para avisar que el médico ya había arribado y que se encontraba

revisando al niño, por lo que Lizzie se tranquilizó en ese sentido sabiendo que su hijo estaría bien, pero

continuaba angustiada por el futuro de su hermana. Sabía que tenía que resistir y abrir la puerta del corazón

de Mary que había cerrado abruptamente. Tenía que cumplir la promesa de apoyarla en su decisión y

despedirse de ella, aunque le doliera mucho que Mary emprendiera el camino hacia su desdicha. Al ver la

reacción que ella había tenido comprendió que era inútil imponer su voluntad y prohibirle contraer

matrimonio con ese hombre, sabía que si lo hacía provocaría que cometiera una locura peor y tal vez, que

nunca regresara…

Darcy se sentó a su lado y tomó su mano con cariño.

–¿Te sientes bien?

–Darcy, tengo que despedirme de mi hermana, no la volveré a ver en mucho tiempo, tal vez nunca –dijo con

la voz entrecortada.

–Por supuesto –indicó besándola en la frente.

Lizzie lo estrechó del cuello y suspiró, tratando de controlar las lágrimas que amenazaban con desbordarse y

tomando de su marido un poco de su entereza para demostrarle a Mary su sincero afecto y no desmoronarse

en ese momento.

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–¿Quieres que vaya a buscarla para que hables con ella? –indagó sintiendo en su abrazo la agitación de su

mujer.

–No, es posible que no quiera venir –respondió aflojando sus brazos para limpiar su rostro–. Darcy, ¡no pude

cumplir con la última voluntad de mi padre! –espetó prorrumpiendo en sollozos.

–Sí, sí lo has hecho –indicó ciñéndola nuevamente–, aunque Mary haya tomado su decisión, seguirás viendo

por ella, estoy seguro.

–Es mejor que vayamos antes de que partan.

Darcy la besó en la mejilla, se levantó ofreciendo sus manos para ayudarla y la escoltó hasta el salón

principal donde se encontraron con los novios en compañía de Kitty. Lizzie se acercó a Mary y la abrazó

llorando. Darcy, percatándose de que el Sr. Posset las observaba, gentilmente lo invitó al balcón para dejar

que las señoras disfrutaran de su privacidad y quitarle a su mujer la incomodidad de la presencia de ese

hombre.

Lizzie se incorporó, todavía afectada por el llanto y le dijo:

–Perdóname Mary. Te prometí que te apoyaría en tu decisión y eso quiero hacer, deseo que seas feliz y que

me escribas con mucha frecuencia.

–Gracias Lizzie, yo también te quiero y agradezco tu preocupación. Escríbeme cuando nazca mi nuevo

sobrino y mándame un pequeño retrato de tus hijos cuando puedas.

–Te voy a extrañar –expresó mientras sacaba del bolsillo del vestido una pequeña alforja de cuero con

doscientas guineas y la colocaba en sus manos–. Quiero que lo guardes para ti y lo uses cuando más lo

necesites.

–Gracias, yo también te echaré de menos.

La Sra. Bennet hizo su aparición limpiándose las manos con la servilleta que traía de la cocina.

–Espero no haberme dilatado. ¡Oh!, me alegro de que ya se hayan arreglado. Mary, me dijo el Sr. Churchill

que ya está todo listo en el carruaje del equipaje, ¡cuántos libros! Al menos iremos más cómodas en el coche

del Sr. Posset –indicó la Sra. Bennet mientras Lizzie se despedía con un abrazo de Kitty y los señores se

introducían al salón.

Los Sres. Darcy los escoltaron hasta los carruajes, la Sra. Bennet se despidió de su hija con un abrazo y

Lizzie observó con emoción cómo abordaban el coche entre las conocidas glosas de su madre. El Sr. Posset

se acercó, le dedicó una venia a la Sra. Darcy y se despidió de su próximo cuñado.

–Por favor, me felicita al Sr. Windsor en su boda, por lo visto él y su hermano son muy admirados por esta

familia –pidió mirando a la Sra. Darcy–. Tal vez por eso cambiaron sus intereses Sr. Darcy, ahora que lo

pienso.

El Sr. Posset pudo ver que Darcy endurecía su expresión y la Sra. Darcy lo observaba con recelo, por lo que

no pudo contener una sonrisa de satisfacción que trató de disimular hasta que se giró para abordar el

vehículo, mascullando en lengua celta y luego en latín:

–Veredicto no probado… Nemo me impune lacessit –“Nadie me ofende impunemente”, el lema de su país.

Mientras los carruajes se alejaban, Darcy preguntó molesto:

–¿Cómo sabe el Sr. Posset de Philip Windsor?

–No lo sé, tal vez algún comentario de mi madre o de Kitty. ¿Y, a qué se refería con el cambio de intereses

del Sr. Darcy?

–Nada de importancia, solo demuestra que le gusta sembrar cizaña sin verse afectado. Muy astuto de su

parte.

–Darcy, creo que no iremos a la boda del Sr. Windsor, no me siento con ánimos, además de que quiero estar

con Christopher, discúlpame. ¿Vamos a ver cómo está?

–Por supuesto –suspiró aliviado, así no tendría que soportar la presencia de Philip Windsor y de la Sra.

Willis.

Colocó el brazo sobre los hombros de su mujer y la condujo hasta la habitación de sus hijos.

–Pásame por favor la medicina que dejó la Sra. Reynolds sobre la cómoda –pidió Donohue a su esposa

mientras revisaba al pequeño.

–¿Ya pasó la crisis?

–No, pero con esto estará bien en unos minutos –aclaró colocando unas gotas en la boca de su paciente. Y

dime, ¿tu primo se despidió de ti para irse a altamar? –indagó tratando de controlar su enojo.

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Haber visto que su esposa lo abrazaba otra vez casi lo sacó de sus casillas, si no fuera por la emergencia que

tenía que atender habría golpeado al susodicho. Recordó el malestar que mostró Georgiana en Cardiff,

cuando la Sra. Janet lo había ceñido fraternalmente antes de su boda. Se reprendió al pensar que Bruce

Fitzwilliam era su primo, pero estaba convencido de que, por parte de él, ese abrazo era todo menos fraternal

y su inocente esposa no se había dado cuenta. Su inocencia, entre otras cosas, había provocado que se

enamorara de ella, de hecho lo seguía cautivando aunque ahora le molestara.

–No, que yo sepa estará un tiempo en Londres.

Donohue endureció su expresión deseando que, como había aparecido en sus vidas, se esfumase para

siempre.

La puerta sonó y enseguida entraron los señores de la casa.

–¿Georgiana? –inquirió Darcy al verla–. ¡Qué sorpresa!

–¡La sorpresa que me llevé yo! Vine para traer el material que necesitaremos para los bocetos de los arreglos

florales y me encuentro a mi marido en la puerta para atender una emergencia. Lizzie, pensé que ya estabas

en trabajo de parto.

–No, todavía no. ¿Cómo está Christopher? –preguntó Lizzie reflejando su zozobra y viendo que su pequeño

dormía.

–Ya está mejor, la crisis apenas iniciaba y se pudo atender sin mayor complicación –explicó el médico.

–Gracias a Dios –masculló.

–Necesitará dormir y continuar con esta medicina como le dejaré prescrito. Ya sabe los cuidados que deberá

observar –explicó poniéndose de pie para dirigirse a la mesa y dejar sus indicaciones sobre papel mientras

Lizzie se sentó junto al pequeño para acariciarle la cabeza, sintiéndose mejor estando a su lado.

–¿Ya se fueron tu madre y tus hermanas? –inquirió Georgiana.

–Sí, ahora se dirigen a Derbyshire, pasarán unos días con Jane. Espero que ella tenga mejor suerte que yo.

–Entonces, ¿habrá boda?

–Parece que sí.

–Lo lamento Lizzie.

–Yo también.

–¿Irán a la boda del Sr. Windsor?

–No creo que sea lo más conveniente… por Christopher.

–Él estará bien –indicó el médico acercándose al grupo para despedirse.

–De todas maneras, con todo lo de Mary no tengo deseos de asistir –dijo mientras su estómago gruñía de

hambre.

–Entonces el Dr. Donohue le prescribirá a la afortunada Sra. Darcy un delicioso desayuno en la alcoba,

mucho descanso y que su marido la consienta –propuso Georgiana con alegría viendo a sus hermanos con

afecto.

–Sí, suena fantástico –afirmó sonriendo mientras Darcy pasaba el brazo sobre sus hombros para ceñirla

cariñosamente.

–En ese caso, nos retiramos –indicó el médico–. Estaremos en la boda en caso de que necesiten localizarme.

–Gracias doctor.

CAPÍTULO XV

Darcy despertó deseando con toda el alma que continuara la lluvia para descansar un poco más y pasar

tiempo con su familia, pero se percató del silencio de la mañana interrumpido por el eventual canto de los

pájaros que volaban en las copas de los árboles de su hermoso jardín. Había quedado formalmente de

cabalgar en Richmond con el Sr. Willis y el nuevo socio de Cambridge, el Sr. Lewis, por lo que se desperezó

sin alterar el descanso de su esposa que yacía a su lado. Antes de levantarse la miró y la besó en la mejilla,

resignado a cumplir con su deber y alistarse lo más pronto posible.

Al acercarse a la puerta que conducía al baño, se asomó a la habitación de sus hijos y los observó desde

lejos, maravillado por la velocidad en que aprendían: el día anterior ya habían pronunciado “papá” con toda

claridad, sabiendo a quién querían llamar. Darcy sonrió al imaginarse jugando con ellos a las espadas,

montando su caballo envueltos en su brazo o enseñándoles a jugar al críquet, aunque él no era muy

aficionado a dicho deporte. Y ¿qué sería el bebé que a veces sentía en sus manos, en su estómago, en su

costado o en su espalda, según la mejor posición que su mujer encontrara para descansar? Recordó el aroma

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que percibía cuando la abrazaba y escondía la cara entre sus cabellos y deseó poder disfrutar de ese

momento.

Continuó su camino hasta introducirse en el baño, encendió el fogón para calentar el agua mientras se

rasuraba; esas actividades las había realizado él desde su matrimonio, indicándole nuevas reglas a su ayuda

de cámara con un horario específico y permitiendo el acceso a sus aposentos únicamente cuando los señores

se encontraban fuera de su habitación, todo con el objeto de que su esposa se sintiera en plena libertad de

tener su espacio disponible cuando quisiera y ellos pudieran disfrutar de su intimidad. El Sr. Webster había

sido sumamente discreto, dejando siempre todo listo según las instrucciones que recibía de su amo, al que

veía únicamente cuando lo mandaba llamar. Cogió la cuchilla que siempre tenía el filo adecuado y la deslizó

sobre su rostro después de haber aplicado la crema de afeitar con la brocha de cerdas de jabalí, recordando

que antes se recostaba con la toalla mojada y caliente cubriendo su rostro y se tenía que paralizar para que la

navaja y la precisión del Sr. Webster no fallaran y le provocaran un corte. Ahora él era experto en ese arte y

disfrutaba hacerlo mientras observaba desaparecer en el espejo los vestigios de barba y surgía la lisura de su

rostro, con el que podía disfrutar la delicadeza de la tez de su esposa y de sus hijos. Darcy sonrió al

reflexionar en lo que pensaría su ayuda de cámara si supiera que los pasos de su elaborada y cuidadosa

rutina habían sido modificados por él en atención a su mujer, para que ella pudiera disfrutar de su compañía

en la bañera perfectamente afeitado.

Darcy cubrió su rostro con el paño húmedo y tibio para limpiarse la crema y la barba recién cortada y

escuchó los pasos de su mujer a su espalda.

–¿Puedes revisar si el agua ya está caliente? –inquirió Darcy–. En un momento la… –se paralizó al

destaparse y mirar a través del espejo la maravillosa figura de su mujer… completamente desnuda…

sintiendo latir fuertemente su corazón y un calor abrasador que lo invadió de pies a cabeza, pensando si

estaba soñando… parecía una diosa.

Lentamente se volvió para comprobar que sus ojos no le estuvieran engañando, pero no, allí estaba más

bella que nunca, y escuchó a lo lejos una risita traviesa, pero no podía alzar la mirada, a pesar de que ella

se cubrió la boca y le tapó parcialmente la visión, solo parcialmente… por unos segundos.

Lizzie se aproximó despacio, dejándolo disfrutar o gozando de su perplejidad hasta que llegó a su lado,

cogió el cinto de la bata de seda que lo cubría para desabrocharlo, acarició su estómago, su pecho y sus

hombros seductoramente para despojarlo y liberarlo de cualquier obstáculo.

–Por lo visto te gusta –dijo a unos centímetros de su boca, tocándolo con una inocencia que lo cautivó, así

como su evidente sonrojo.

–¡Dios!

–¡Dios! –exclamó haciendo una mueca de dolor cuando sintió el filo de la navaja sobre la mandíbula

haciéndole un corte, esas evocaciones eran fascinantes pero muy peligrosas, máxime con la abstinencia que

debía llevar. Sin embargo, sonrió al recordar cómo la había besado, por qué habían olvidado su baño, la

adoración con la que había recorrido su cuerpo con los labios, la curiosidad y fascinación cuando ella lo

acarició… Y cuando se acordaron del agua estaba demasiado caliente, por lo que la espera para que se

enfriara había sido muy gratificante.

Se acercó al fogón para mojar una toalla limpia con agua caliente y retirarse la crema que sobraba. Recogió

los utensilios tras enjuagar y secar la navaja y vació el agua en la tina para introducirse en ella. Sintió muy

reconfortante el relajarse completamente cuando sumergió el cuerpo y la cabeza pensando en que estaban a

unas pocas semanas de conocer a su hijo, aunque sentía gran preocupación por el inminente parto, a pesar de

que Donohue le había informado que Lizzie y la criatura estaban bien. Aguantó lo más que pudo la

respiración para desconectarse de esa tensión que lo abrumaba cada vez más, la única manera que tenía para

hacerlo según sus circunstancias.

Al emerger y soltar el aire contenido escuchó la voz de su mujer gritando su nombre y, sintiendo gran

nerviosismo, salió de la tina a gran velocidad cogiendo una toalla para medio secarse en el camino y ver qué

sucedía, tal vez se había adelantado el nacimiento o… Abrió la puerta sintiendo que se le salía el corazón y

vio a su mujer angustiada, sentada en la cama. Se acomodó la toalla en la cintura notando que las sábanas

estaban secas y limpias y se acercó mientras observaba que ella se relajaba.

–Lizzie, ¿estás bien?

–Pensé que ya te habías ido –explicó turbada–. ¡Por favor, no te vayas!

–¿Ya va a nacer? –indagó tomando asiento a su lado y colocando la mano sobre su vientre, que fue

aprisionada por su mujer para detenerlo.

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–No, pero quiero que te quedes conmigo.

–Me había comprometido con el Sr. Willis para ir a cabalgar...

–¡Hoy no Darcy, te lo suplico!

–Pero, ¿te encuentras bien?

–Estaré bien si hoy me acompañas –declaró mientras lo abrazaba con ímpetu sintiendo en el ligero camisón

de seda la humedad de su piel.

–No quiero mojarte.

–Pensé que te perdía –musitó besándolo en la mejilla y haciendo caso omiso de su observación.

Él correspondió a su abrazo y agradeció al cielo que ella estuviera bien, disfrutando de la suavidad de su piel

y de su aroma.

–Siento haberte asustado –dijo Lizzie cuando se incorporó más tranquila, acariciando su cabello mojado.

–Mira lo que he ocasionado –indicó hipnóticamente contemplando el camisón empapado y adherido a su

figura que dejaba entrever lo que tanto le gustaba.

–Ahora tendrás que ayudarme a cambiar –señaló sonriendo, sintiéndose satisfecha por su reacción.

–Ojalá pudiera –murmuró haciendo un gran esfuerzo para mirarla a los ojos–. ¿Tardarás mucho en

levantarme la dieta? –indagó recordando que la vez anterior su mujer había aplazado varias veces su

reencuentro.

–No, te prometo que no.

Lizzie lo besó mientras él se sentía enardecido.

Darcy estaba prestando oídos a la conversación de su mujer durante el desayuno en el comedor mientras

agradecía en silencio la oportuna interrupción que sus hijos habían hecho, de no haber sido por eso…

–¡Darcy! ¿Me estás escuchando?

–Sí preciosa –dijo besando su mano con cariño–. Solo me distraje un momento.

–Y ¿se puede saber la razón de tu distracción?

–Tú… solo tú y siempre tú.

Lizzie sonrió mientras él rozaba su mejilla y la besaba cariñosamente.

–Gracias por haberte quedado conmigo –musitó Lizzie a unos centímetros de él.

–¿Vendrá Georgiana o permitirás que disfrute de tu compañía todo el día?

–Deseo concedido.

–Ejem… Sr. Darcy –interrumpió el Sr. Churchill–, acaba de llegar esta misiva urgente.

Darcy la tomó de la bandeja de plata y rompió el sello.

–¿De quién es? –indagó Lizzie.

–Del Sr. Lewis.

Inició la lectura en silencio y su rostro reflejó una enorme turbación, se puso de pie y se acercó a la ventana

para ocultar su impresión, que no pasó desapercibida por su mujer.

–¿Qué sucede?

Él suspiró apoyándose en el alféizar con la cabeza baja, agradeciendo al cielo que su esposa lo hubiera

retenido, y respondió:

–El Sr. Willis tuvo un accidente.

–¿Cómo?

–Hubo una balacera cerca del Richmond.

–¿Cómo? –indagó con más énfasis poniéndose de pie, comprendiendo la impresión de su marido.

–Unos asaltantes… El Sr. Willis cayó del caballo al tratar de huir y lo alcanzó una bala… murió.

Lizzie resolló sosteniéndose de la mesa, recordando la angustia que vivió entre sueños.

–Pudiste haber sido tú.

–Si no hubiera sido por mi dulce distracción, es posible –indicó girándose para verla.

Ella se aproximó para ceñirlo con fuerza y reconocer a Dios su amparo.

–Tendré que ir al servicio en un par de horas –dijo él más recuperado.

–Yo voy contigo.

–Lizzie, no creo que sea prudente.

–¿Y dejarte solo a merced de la recién viuda? ¡No! Si tú vas, te acompañaré. Además, Christopher está en

perfectas condiciones –espetó con tal determinación que él no se pudo negar, aun cuando su preocupación

no estaba dirigida a su hijo.

96

El carruaje de los Sres. Darcy arribó a la residencia del difunto Sr. Willis en Londres, entre la gente que

llegaba para dar el pésame y acompañar a la familia en su pena. Darcy se apeó del vehículo y ayudó a su

mujer, coincidiendo con la llegada del Dr. Donohue y del Sr. Lewis, quienes se acercaron para saludar.

Darcy hizo la debida presentación a su mujer.

–Le agradezco mucho que me haya avisado de la tragedia –indicó Darcy al Sr. Lewis, quien traía

inmovilizado el brazo a consecuencia de una herida provocada por una bala perdida–. ¿Se encuentra bien?

–Sí gracias. El Dr. Donohue me ha hecho una magnífica curación. Desafortunadamente llegué tarde para

ayudar al Sr. Willis, no sé si falleció por la caída o por el balazo que recibió, lo encontré sin vida cuando

regresé a buscarlo. Los malhechores ya fueron apresados, pero la muerte es algo que no tiene remedio, era

una magnífica persona. Lo siento también por su esposa, pereció sin dejar descendencia, ¿qué hará esa pobre

mujer?

Darcy ofreció el brazo a Lizzie para que se apoyara en él y pudiera caminar en el terreno rocoso que tenían

que atravesar hasta llegar a la casa mientras continuaban la conversación con los señores sobre el tiempo que

llevaban de conocer al difunto y a su familia.

La puerta estaba abierta y había mucho movimiento dentro de la casa, algunos mozos llevaban té y café a los

presentes y otros acomodaban sillas para los que se encontraban de pie. Algunas amistades del Sr. Darcy se

acercaron a saludar y a felicitarlos por el próximo alumbramiento mientras Lizzie observaba a lo lejos a la

recién viuda, aparentemente muy afectada por su pérdida, ataviada con un vestido negro escotado y su rostro

cubierto por un fino velo del mismo color que no ayudaba a cubrir lo indispensable, ni siquiera el día del

fallecimiento de su esposo. Estaba acompañada por varios caballeros, entre ellos el Sr. Philip Windsor.

Cuando este giró su vista en dirección a la puerta, suspendió abruptamente su conversación quedándose

paralizado al encontrarse con la mirada de la Sra. Darcy, provocando que sus acompañantes siguieran su

movimiento, inclusive la Sra. Willis que volteó y la observó con un odio que nunca antes había sentido.

Lizzie percibió los latidos de su corazón acelerarse con gran ímpetu mientras sostenía esa mirada que su

anfitriona le dedicaba al acercarse a ellos.

–¿Te encuentras bien? –preguntó su esposo al advertir que ella se apoyaba con más fuerza sobre su brazo,

colocando su mano grande sobre las suyas.

Lizzie lo vio y asintió, apreciándose protegida por su cariño.

–¡Sr. Darcy! –exclamó la Sra. Willis llorando, recuperando el papel de viuda desamparada en medio de la

desgracia y aproximándose a él para robarle un abrazo, causando el asombro de los presentes.

Darcy no supo qué hacer para no parecer grosero pero se deshizo lo más rápido que pudo de su apretón,

retirando discretamente los brazos que lo habían rodeado sin su consentimiento mientras advertía el peso de

la mirada de su mujer.

–Sentimos mucho su pérdida, Sra. Willis –dijo al fin libre de su acoso.

–Le agradezco tanto que haya podido venir, mi difunto esposo le tenía un enorme aprecio, lo consideraba

como su hermano –enfatizó la Sra. Willis–. Espero que mañana nos acompañe y nos haga el honor de cargar

el féretro junto con sus hermanos.

–No sé si podremos, el parto de mi esposa está cerca…

–Sra. Elizabeth –saludó sin lograr disimular su desprecio–, su vientre todavía está muy arriba, este bebé

tardará en nacer. Usted, ¿qué opina Dr. Donohue?, ¿daría su autorización para que el Sr. Darcy cumpla la

última voluntad de mi esposo?

–Si la Sra. Darcy se siente bien, puede ir al sepelio –puntualizó el médico.

–O puede quedarse en casa, todos comprendemos que por su estado necesita descanso y valoramos su buena

intención de acompañarnos en nuestra pena.

–Gracias por su comprensión Sra. Willis, pero me encuentro bien –respondió Lizzie con determinación.

–Buen día Sr. Darcy, Sra. Darcy, Sr. Lewis, querido primo –saludó el Sr. Windsor–. Supe en la boda de mi

hermano por la Sra. Donohue que se había sentido indispuesta Sra. Darcy, ¿ya se siente mejor?

–Sí, gracias –contestó Lizzie.

–El Sr. Darcy no lo expresó así en la carta que mi marido recibió apenas esta mañana, razón por la cual no

asistió a la cita con el Sr. Willis –dijo la recién viuda emitiendo un profundo suspiro, tomando a Windsor del

brazo y olvidándose de coquetear con Darcy, guardando todo el rencor en su corazón–. Tal vez si el Sr.

Darcy hubiera ido con él, David estaría todavía con nosotros –lamentó con la voz afectada y limpiando con

el pañuelo las nuevas lágrimas que salían de sus ojos, mostrándose exageradamente afligida.

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–Siento mucho no haber podido ayudar a su marido, Sra. Willis, pero si hay algo más que pueda hacer por

usted hágamelo saber sin dilación –comentó el Sr. Lewis sintiéndose responsable de lo sucedido.

–Le agradezco mucho, lo tomaré en cuenta. Philip, querido, le decía al Sr. Darcy que me gustaría que nos

hiciera el honor de cargar el féretro junto con los hermanos de David, yo creo que le hubiera gustado a mi

difunto esposo, ¿no te parece?

–Por supuesto –dijo sin darle importancia al comentario y dirigiéndose otra vez a la Sra. Darcy, ocasionando

irritación a su acompañante–. Espero que también su hijo se encuentre recuperado.

Darcy endureció su expresión al ver el evidente interés que mostraba, pero su mujer se afianzó con más

firmeza a su brazo.

–Ya está bien, afortunadamente –respondió Lizzie.

–Sin duda, se debe a sus cuidados.

–Philip, el Sr. Lewis me ha ofrecido su ayuda desinteresada, ¡qué amable!, ¿no crees? –comentó sin saber

qué decir para captar su atención sin lograrlo.

El hermano menor del difunto se acercó a Darcy para agradecer su asistencia y lo abrazó, evidenciando la

sinceridad de su dolor. Este correspondió para ofrecerle el apoyo que buscaba, sabiendo que el joven le

guardaba admiración desde la universidad.

–Sr. Darcy, le agradecemos que haya venido.

–El Sr. Darcy aceptó colaborar para llevar a David durante el sepelio –indicó la Sra. Willis.

–¡Oh! ¡Es un gran honor para nosotros!, y estoy persuadido de que mi hermano reconocería la distinción. Si

desean puedo escoltarlos al frente para que ocupen los lugares reservados para la familia, así la Sra. Darcy se

sentirá más cómoda, el servicio iniciará en unos minutos.

Los Sres. Darcy agradecieron mientras eran conducidos entre la gente por el joven Willis, en donde se

encontraron con el hermano mayor de los Willis y su esposa, así como la hermana y su marido. Darcy los

saludó dándoles el pésame y presentó a su mujer.

La ceremonia fue larga, acompañada por el discreto lamento de la hermana del difunto. La Sra. Willis se

había sentado lo más cerca posible de su esposo, junto a los hermanos. Lizzie, también en primera fila al

lado de su marido, sintió a un costado la mirada constante de ese caballero que había sido su guardián y

protector cuando se había sentido indefensa, recordando lo molesto que había sido para ella hacía unos años;

ahora era diferente, podía sentir su sincero e incondicional afecto, esperando que su marido no se molestara

por esa situación. Por este motivo, se sostuvo todo el tiempo de su brazo y le hablaba al oído con cariño,

hasta que le pidió que se retiraran del salón ya que necesitaba respirar aire fresco.

Salieron al jardín que ya se había pintado del color ocre del otoño y se sentaron en una banca.

–¿Te encuentras mejor? –preguntó Darcy.

–Sí gracias, un poco cansada pero no me arrepiento de haber venido.

–Tal vez mañana no sea prudente…

–Si tú asistes mañana, yo también me presentaré. Ya lo autorizó el Dr. Donohue.

–Pero yo no podré estar contigo.

–Le pediré a la Sra. Churchill que me acompañe si es necesario, pero no quiero que vayas solo.

–Lizzie, puedes confiar en mí.

–Sabes que en ti sí confío, en quien no confío es en la Sra. Willis. ¡Hoy te abrazó en medio de toda la gente!

¡Delante de mí!

–Y mañana te prometo no acercarme a ella. Por fin saldrá de nuestras vidas –afirmó besándola con cariño,

sintiéndose orgulloso por los celos de su mujer.

Lizzie correspondió a su beso con devoción, sabiendo lo sedienta que estaba de él y lo mucho que lo

necesitaba. Añoraba sentirse amada en sus brazos, percibir cómo su marido se derretía con sus encantos

mientras resurgía la pasión que habían estado conteniendo por dos meses.

No muy lejos de allí se encontraba la señora de la casa observando. Los había visto retirarse seguidos por su

amado Philip, el que había dejado de cortejarla al enamorarse perdidamente de una mujer casada. Ahora

conocía el nombre de su peor enemiga: Elizabeth Darcy.

–Creo que es hora de que pidas el carruaje –indicó Lizzie al separarse unos centímetros para recuperar el

aliento sin soltar su abrazo.

–No creo que sea conveniente.

–Yo creo que es lo más conveniente, aquí no podemos…

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–No Lizzie, ni aquí ni en ninguna otra parte, y sabes perfectamente la razón. No quiero arriesgarte a ti ni al

bebé, aunque lo que más deseo es hacerte el amor –concluyó con cariño, colocando su frente sobre la de ella.

Suspiró profundamente tratando de relajarse mirando el paisaje desde la ventana del coche en movimiento

para tratar de desviar sus pensamientos, pero el dulce aroma de su consorte y el calor que le compartía

hicieron que fuera presa de sus recuerdos, viajando ocho años atrás cuando vivieron maravillosos momentos

en ese mismo lugar después de su visita al museo y tras varios días de abstinencia –los que Fitzwilliam le

había señalado como obligados, por consideración a su mujer– mientras construían los cimientos de la

confianza de la que hoy gozaban. Había manifestado su cariño constantemente desde que había visto la

cama manchada, otra vez, pero por razones diferentes; había sido generoso en sus besos y abrazos, poniendo

a prueba su fuerza de voluntad al mantenerse bajo control –la misma que ahora luchaba por conservar–,

sugiriendo salir de paseo cuando ella se había sentido mejor para ocupar la mente en otros asuntos. Habían

sido unos días muy agradables en su compañía, conversando y riendo como jamás lo habían hecho, le había

mostrado lugares de la ciudad en donde ella nunca había estado y gozó disfrutando de su alegría y de su

asombro, pero no habían vuelto a tocar el tema desde aquella mañana… y pronto regresarían a Pemberley

para pasar las fiestas con la familia. Afortunadamente tenían programado continuar su viaje de bodas, pero

deseaba no esperar tanto para estar con su esposa.

Darcy escoltó a su mujer a la salida del museo, la ayudó a subirse al carruaje y sintió esa corriente

recorrer todo su cuerpo, estremeciéndolo por el simple e inocente contacto de su mano.

“¡Dios!, ¿cuántos días más?”, pensó, “pero tengo que ser paciente, de lo contrario la voy a asustar”.

Se subió una vez que ella estuvo instalada y se sentó a su lado. El carruaje inició el recorrido y agradeció la

distracción:

–Muchas gracias por este paseo, fue muy agradable y divertido –dijo Lizzie mientras tomaba su mano y le

acariciaba la palma, sintiéndose muy reconfortada al percibir su calor, sin saber si era prudente acercarse

más, aun cuando lo deseaba intensamente.

Darcy sonrió y pasó el brazo sobre sus hombros al notar que estaba fría. Contempló el brillo de su mirada,

esos ojos oscuros que le mostraban las profundidades de su alma y la sinceridad de su amor, recordando la

locura que despertaba en él cuando se entregaba por completo. Recorrió lentamente su rostro con la vista

admirándola, pero no pudo continuar la travesía al detenerse y observar sus labios entreabiertos que

clamaban por ser devorados. Pudo advertir el momento en que ella cerró los ojos y sentir su aliento

acelerado mientras se acercaba, sin poder creer que ya era suya y que podía besarla todo lo que quisiera.

Exultante, se entregó a la delicia de rozar sus labios con la lengua y luego profundizó en el beso tomándola

de la nuca y estrechándola con firmeza, maravillado por la ardiente respuesta de su mujer, quien se

encontraba derretida en sus brazos, llena de deseo, gimiendo por el placer de sus caricias.

Él se separó unos centímetros con la firme intención de detenerse, consciente de que estaba “indispuesta”,

pero ella volvió a capturar su boca con pasión.

–Mi Lizzie preciosa –logró decir cuando se separó para respirar–, sabes que quiero amarte, pero es

momento de detenernos porque estás acabando con mi autodominio.

–No quiero que te detengas –murmuró besándolo brevemente, reprendiéndose en su interior por su descaro,

pero era lo que deseaba y tendría que acostumbrarse a manejar su pudor y decir las cosas directamente–,

mejor dile al Sr. Peterson que se apresure a llegar a la casa.

–Pero… tu indisposición…

–Mi indisposición acabó hace dos días.

–¿Y por qué no habías dicho nada? –inquirió tomándola de las mejillas con cariño.

–No sabía cómo decirte –explicó con temor en la voz–, o si querías...

–¡Por supuesto que quiero! ¡Nunca dudes de mi disposición! Y tampoco sientas recelos al decirme las

cosas, sabes que puedes confiar en mí y que te amo como nunca pensé amar a nadie.

Darcy la besó con ardor y ella gozó de su cercanía. Luego, cogió el bastón para golpear el techo y le indicó

al cochero:

–¡No se detenga hasta nuevo aviso!

–Pero… –se interrumpió Lizzie antes de lanzar su queja, sabiendo que sería absolutamente indecoroso

expresar lo que pensaba.

Darcy cerró las cortinas, la asió de la cintura y la colocó a horcajadas sobre su regazo, besándola y

acariciándola por debajo del vestido, despojándola de lo indispensable con una facilidad que lo sorprendió,

99

agradeciendo en silencio a la Sra. Stanier por su recomendación cuando compró la ropa para su futura

esposa.

–¿Qué haces? –inquirió sorprendida y divertida.

–Cumpliendo sus deseos, Sra. Darcy.

–¿Aquí?, pero ¿cómo…? ¡Oh! –exclamó abrazándolo del cuello mientras la besaba en la oreja y la rozaba

íntimamente.

–Yo te guiaré… Si te preocupa el ruido, yo te silenciaré con mis besos. Si prefieres permanecer vestida –

hizo una mueca de disgusto–, puedo esperar a quitártelo en la alcoba.

–Solo el vestido y el corsé.

–¿Podré quitarte la camisola si apago las velas?

–Mmm… Darcy, ¿por qué tu corazón late tan deprisa y has reaccionado de esa manera? –inquirió Lizzie

incorporándose con el ceño fruncido, después de haber estado con la cabeza apoyada sobre su pecho,

aparentemente dormida, sospechando que tal vez se debía a ese abrazo tan incómodo que le dio esa mujer.

Él bajó su vista y supo a qué se refería.

–Desde siempre y para siempre es por ti, mi Lizzie preciosa –respondió sin lograr convencerla–. Mis

pensamientos estaban dirigidos a ti cuando te hice el amor en este asiento.

–¿En Lyme? –inquirió con una sonrisa.

–No, la primera vez, estábamos en Londres.

–Cuando me tomaste completamente vestida.

–Casi…

Lizzie lo tomó de las mejillas y lo besó.

–Darcy, ya cumplí las treinta y ocho semanas, puede nacer en cualquier momento sin peligro.

Él la abrazó y la besó febrilmente por varios minutos, permitiéndose acariciar sus generosas curvas con la

mano y luego con sus labios sin aflojar el vestido, hasta que el coche se detuvo enfrente de la casa y la

puerta fue abierta por el lacayo. Darcy se separó, respiró profundo y recargó su cabeza sobre el respaldo por

unos momentos mientras el mozo aguardaba sin mirar. Luego giró su vista hacia su esposa, la besó de

nuevo, le acomodó su capa y salió del vehículo para ayudarla a descender sintiendo muy reconfortante el

frío que le devolvió la razón. “Solo faltan dos meses”, reflexionó, advirtiendo que le dolía solo de pensarlo.

CAPÍTULO XVI

La Sra. Willis regresó a su casa cuando los Sres. Darcy se retiraron sin despedirse, después de su largo y

ansioso beso, seguramente a continuar lo que habían empezado, pensó, deseando que el Sr. Windsor los

hubiera visto también, para que terminara con esa fidelidad absurda que le guardaba, una mujer casada que

nunca le iba a corresponder.

Tras una larga noche en que estuvo fraguando un plan para vengarse de Elizabeth Darcy, una mujer que

ciertamente nunca había sido de su agrado, pero que había tenido que tolerar para conservar las buenas

relaciones que su marido tenía a causa de sus negocios; una mujer que había considerado de clase inferior a

la suya que había tenido un gran golpe de suerte al enamorar al Sr. Darcy y que creía por demás altanera y

presuntuosa. La Sra. Willis se encontraba rodeada de gente pero sola, caminando hacia el lugar donde

enterrarían a su difunto marido, observando a la comitiva que llevaba en hombros al féretro: los hermanos

Willis, el cuñado y el Sr. Darcy, este último tan apuesto como siempre…

Ella ni siquiera era acompañada por las mujeres Willis, nunca había sido considerada como parte de su

familia, de hecho los Willis habían prescindido de asistir a su boda, mostrando así su reprobación a la

decisión de David: otra razón más para odiar a Elizabeth Darcy, ya que ella sí había logrado el aprecio de los

seres queridos de su marido. Sin embargo, ahora no se podía quejar, sabía por fin el nombre de la culpable

del alejamiento de su amado, la que le había provocado una enorme infelicidad, encaminándola, por interés

y por despecho, a aceptar el matrimonio que le había ofrecido el Sr. Willis. De hecho, lo había sabido

siempre, “Elisa”, como lo había gritado Philip en sus brazos, en medio del bosque, después de haberla hecho

tan feliz como nunca había vuelto a serlo. La primera y última vez que estuvo con él y que le entregó su

corazón y su virginidad, era el único hombre que había amado de verdad. Después de que él se dio cuenta de

su error, se levantó y se fue apenas recogió toda su ropa, dejándola destrozada y desamparada. Luego, por

venganza, se entregó a todo hombre que se interesó por ella, antes y después de casarse. A pesar de todas sus

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aventuras, nunca más había sentido un beso como el que Philip le dio y por el cual la había seducido, aunque

hubiera sido una mentira, ya que él tenía en mente a otra mujer.

Sonrió al recordar las alternativas que tenía para destruirla, como si la vida le hubiera preparado todo, pensó

en lo fácil que sería lograr su objetivo al vislumbrar en su mente la expresión del Sr. Darcy observando sus

encantos la última vez que estuvieron en su casa. Después de todo no era inmune, él era hombre con las

mismas necesidades que los demás y ella sabía muy bien cómo servirse de estas para su provecho, además

de que era algo que deseaba hacer desde hacía tiempo, una conquista sumamente placentera.

Todo parecía haber caído del cielo, la muerte de su marido había sido tan afortunada, él era el único que

había impedido que el Sr. Darcy se metiera en su cama y ahora que estaba ansioso por satisfacer su

necesidad, caería redondo a sus pies con solo presentarle inocentemente una oportunidad. “Tal vez hasta

logre que coma de mi mano”, pensó, en caso de que lo llegara a enamorar. Suspiró al imaginarlo besándola

lentamente pero con pasión, como había visto que besaba a esa mujer, sintiendo la mayor satisfacción de su

vida al tenerlo cubriendo su cuerpo y susurrándole palabras de amor, noche tras noche, amanecer tras

amanecer.

Observó a unos metros delante de ella: la Sra. Darcy acompañada por su cuñada, la Sra. Donohue, quien le

ayudaba a sortear las piedras del camino para que no tropezara, pero con ese brazo que parecía tan débil y el

sobrepeso que sin duda presentaba la embarazada, aun cuando vistiera de negro para encubrirlo, tal vez…

“Esa mujer no será un obstáculo, se cree muy inteligente e interesante pero lo es solo en apariencia, el

orgullo le nubla todo razonamiento y eso me ayudará a destruirla con mayor rapidez. Además, podré utilizar

todos sus prejuicios antes de actuar directamente para minar la confianza que le guarda a su marido y los

problemas que surjan entre ellos provocarán que él se acerque como por arte de magia, mientras yo lo espero

con los brazos abiertos para ofrecerle el consuelo que necesita. Solo tengo que encontrar un pretexto para

verlo con la frecuencia que a mí me plazca… y creo que será de lo más sencillo”, pensó.

Recordó la ira que sintió cuando la vio del brazo de su marido entrando a su casa, dándose cuenta con la

actitud del Sr. Windsor que había quedado deslumbrado al verla, olvidándose que el resto del mundo existía:

ella era la mujer que lo había cautivado años atrás. Y para colmo, el odio hacia ella se incrementó cuando

Philip se acercó a saludar, el interés que mostró hacia esa mujer y el trato tan descortés que tuvo para con

ella casi la sacó de quicio, pero sabía que tenía que comportarse como si nada de eso hubiera sucedido, su

plan era muy fácil de llevar a cabo y la meta muy factible de alcanzar, si actuaba con la cabeza.

Endureció su expresión al recordar cuando vio entre las ropas de su difunto marido una nota del Sr. Darcy,

avisándole que no podría acompañarlos en la cabalgata debido a que su mujer se había sentido indispuesta,

sin embargo había ido a burlarse de su situación, pero así supo quién era ella en realidad. Estaba segura de

que los Sres. Darcy estaban enterados de los sentimientos del Sr. Windsor, lo que se debieron haber reído

después de aquella cena en Lyme, como se habían mofado de ella en Oxford con aquel comentario que no

había olvidado… ¿Cómo no se había dado cuenta antes, en su boda a la cual ambos asistieron? Pero en esa

ocasión estaba tan resentida que quería demostrarle a Windsor de lo que se había perdido al haberla

abandonado, sin perder la esperanza de que su interés en ella regresara con su nuevo estado.

Deseó en su interior que Elizabeth sufriera en su parto, pero sabía que la mejor venganza era la que ella le

podía ocasionar, tenía que preparar el terreno para lograr sus objetivos. “¿Y si después de seducir al Sr.

Darcy, él grita Lizzie?” pensó, “podría matarla… aunque tal vez no tenga que utilizar las manos, si ella se

entera de su infidelidad”.

De pronto, observó con mucha satisfacción que Elizabeth había caído sin lograr sostenerse de Georgiana,

sonrió al ver el ridículo que estaban haciendo sin poder levantarse cuando sintió la brisa gélida que la

congeló al tiempo que Philip Windsor aparecía y le ayudaba a ponerse de pie, mostrándose muy preocupado

por su estado y por la dificultad que tenía para caminar debido a su herida, por eso continuó escoltándola

hasta que pudo retomar el paso nuevamente con mucha vacilación, por lo que el caballero ofreció su brazo

de allí en adelante.

Si tenía alguna duda de que Elizabeth Darcy fuera la mujer que le había quitado el amor de su vida, con esto

era despejada en su totalidad. Tenía que hablar urgentemente con su abogado para ver de qué manera podría

proceder…

–¡Lizzie! –exclamó Georgiana cuando era jalada por su cuñada al no poderla sostener de un tropezón.

Lizzie cayó en seco sobre sus rodillas y manos y a su lado su hermana que la había acompañado desde que

su marido hacía los honores de llevar al difunto, gentileza a la que habría querido renunciar si no se hubiera

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sentido obligado con la familia de su amigo. Se sentó en el suelo, manchando su vestido con la tierra pero

agotada de caminar, queriendo recuperar el aliento se colocó la mano en el vientre mientras observaba a la

poca gente que había a su alrededor, ya que habían quedado rezagadas. Georgiana se puso de pie y le ofreció

la mano para ayudarla a levantarse sin lograrlo al tiempo que una pareja de ancianos se acercaba.

–¿Se encuentran bien? –preguntó la señora mientras su esposo veía si alguien podía socorrerlos–. Yo le

sugiero que mejor esperemos, no vayamos a provocar que la señora se lesione más.

–¡Sra. Elizabeth! –exclamó Philip Windsor–. ¿Se lastimó?

–Solo algunos rasguños –dijo Lizzie, deseando que su vestido cubriera la sangre que sentía salir de sus

rodillas, como si fuera una niña.

Windsor se acuclilló para sostenerla de los brazos y ayudarla a incorporarse. Cuando la tuvo en pie, frente a

él, con el corazón acelerado y deseando con toda el alma ceñirla cariñosamente… tocar sus labios, haciendo

memoria de que él era un caballero, hizo que caminara algunos pasos soportándola de los codos para medir

la seguridad de su andar.

–Parece que han sido más que rasguños. ¿Su bebé se encuentra bien?

Lizzie asintió agradecida.

–¿Quiere que busque un asiento y localice al Dr. Donohue?

–No, creo que puedo caminar.

–El Dr. Donohue no ha venido al sepelio y mi hermano está al frente de la procesión, esto no le va a gustar –

contestó Georgiana preocupada.

El Sr. Windsor le ofreció el brazo para que se apoyara en él durante los siguientes metros hasta que Lizzie se

soltó para continuar su camino aunque todavía sentía mucho dolor, por lo que su paso era muy inseguro.

–Sra. Darcy, puede sostenerse de mí todo lo que necesite, no queremos que se lastime más.

–Le agradezco Sr. Windsor, pero puedo caminar –declaró para evitar que su marido la viera del brazo de ese

hombre.

–Insisto.

Lizzie observó al frente todavía un largo camino por andar, sería una imprudencia querer hacerlo sola en sus

condiciones, por lo que se sujetó de su brazo y retomó el paso con lentitud.

Darcy escuchaba las palabras del pastor frente a su difunto amigo, la procesión había acabado hacía media

hora y la ceremonia ya estaba avanzada, pero Lizzie no aparecía. Sabía que había sido una imprudencia

haber dejado que ella asistiera, aun con Georgiana. La Sra. Willis ni siquiera estaba presente, estaba

persuadido de que nunca le importó que sucediera la desgracia, aunque sus dotes de actuación podían

engañar a cualquier otra persona. Suspiró ansioso, tenía que permanecer quieto por respeto a su amigo, pero

sus pensamientos lo atemorizaban, imaginando las posibles causas por las cuales su mujer no había llegado:

solo confiaba en el buen criterio de su hermana que le avisara en caso de una emergencia… ¿lo haría?

Sin poder soportar un momento más de esa angustia, pensando lo peor, se retiró del servicio provocando

algunos murmullos entre los presentes y avanzó rápidamente por el camino que había recorrido minutos

antes.

Sintió llenarse de furia por los celos al ver a su mujer del brazo de Windsor que la llevaba cuesta arriba con

el vestido negro lleno de tierra y algo despeinada, y no precisamente por el viento, pero ¿dónde estaba

Georgiana? ¡Sabía que algo estaba pasando!

Aceleró el paso al ver que Windsor la encaminaba a tomar asiento en una banca y que ella sostenía su

vientre con las dos manos, cerrando los ojos y con una expresión de agotamiento mientras él le comentaba

algo. Suspiró al pensar que tal vez se había precipitado en sus conclusiones, debía haber una explicación

razonable para todo esto, pero no por eso regresó su tranquilidad.

–¡Elizabeth! –bramó estando más cerca, provocando que su mujer y Windsor dirigieran su vista a donde se

encontraba.

Windsor se acercó con el rostro lleno de turbación, si quería tranquilizarlo así no lo iba a lograr.

–Parece que ya tiene contracciones.

–¿Cómo?

–Yo no sé de estos asuntos Sr. Darcy, y ella me ha dicho que está bien pero…

Darcy se adelantó con paso veloz hasta donde se encontraba Lizzie y se hincó poniendo su mano sobre su

vientre sintiéndolo duro.

–¿Cuánto tiempo llevas así?

102

–Solo unos minutos.

–¿Cada cuánto se repiten?

–No lo sé, pero tengo miedo de que nazca aquí.

Darcy se puso de pie y se dirigió a donde estaba esperando Windsor.

–Necesito su ayuda –le dijo con urgencia.

–En lo que pueda servirle.

–Traiga inmediatamente al Sr. Peterson con el carruaje, necesitamos llevarla a casa.

Windsor salió corriendo y desapareció a los pocos segundos de su vista, cómo iba a lograr disuadir a los

vigilantes para que le permitieran la entrada con un carruaje no lo sabía, pero estaba convencido de que lo

lograría.

Segundos después, estaba al lado de Lizzie, tratando de disimular los temores que compartía con ella.

–¿Te encontró Georgiana? –preguntó su mujer al cabo de un rato.

–¿Georgiana? No, ¿dónde está?

–Se adelantó para buscarte. Debes ir a reportarte con ella.

–¿Y dejarte sola? Por supuesto que no.

–Darcy, no le dije de las contracciones para no preocuparla pero si regresa y no nos encuentra se inquietará

todavía más.

–Tal vez regrese al no hallarme. No, no me separaré de ti. ¿Otra contracción? –indagó al ver el cambio de

expresión en su rostro, colocando la mano sobre su seno–. La última fue hace siete minutos –certificó viendo

su reloj de bolsillo–. Tal vez sea prudente que te recuestes.

–¿Aquí?

–Vamos Lizzie, toda la gente sigue en la colina y tú estás en trabajo de parto, si quieres aplazar el

nacimiento es mejor que lo hagas, solo serán unos minutos, ya viene el carruaje a recogernos –indicó

mientras se quitaba la levita para colocársela como almohada y la ayudó a reclinarse, deseando que Windsor

llegara pronto–. Pero ¿estás sangrando? –inquirió al ver su vestido manchado, aumentando

considerablemente su preocupación.

–Me lastimé las rodillas –explicó para tranquilizarlo.

–¿Cómo?

–Me caí sobre el terreno pedregoso, no pude sostenerme de tu hermana –aclaró mientras sentía frío en las

piernas al ser destapada por su marido, quien siseó al observarla: ni siquiera tenía a la mano un poco de agua

para limpiarla.

–Y esta caída ¿no ha sido la causa de las contracciones?

Ella negó con la cabeza.

–Estás enojado conmigo –murmuró Lizzie.

–No lo voy a negar, pero tampoco es momento de hablar del asunto. Lo importante es llevarte a casa y

avisarle al médico.

Esperaron un poco más sin que se presentara otra contracción, habían pasado ya diez minutos desde la

última cuando el carruaje de los Darcy se acercó con el Sr. Windsor acompañando al Sr. Peterson. El

primero se bajó mientras Darcy tomaba en brazos a su mujer y la colocaba acostada dentro del carruaje,

justo cuando iniciaba un nuevo espasmo, razón por la cual Darcy permaneció a su lado tomando su mano

con firmeza. Al terminar salió y le indicó al Sr. Peterson que tuviera cuidado en el trayecto pero que

apresurara el paso, sin saber que con el movimiento del coche aumentaría el dolor. Asimismo, le pidió al Sr.

Windsor que avisara al Dr. Donohue o al Dr. Robinson del estado de la Sra. Darcy. Ambos subieron al

carruaje, Darcy con su mujer y Windsor en la parte de adelante con el chofer para cumplir su encomienda lo

más rápido que pudiera. Al llegar a la entrada del cementerio, el carruaje paró unos segundos para que se

apeara Windsor y el vehículo se dirigiera en dirección contraria a este último, quien azuzó a su caballo para

ir al consultorio de los médicos más reconocidos de la ciudad.

Cuando los Darcy llegaron a la mansión, este bajó a su mujer y la cargó hasta la recámara, pidiendo en el

camino que llevaran lo necesario para la curación de las rodillas y el parto, acumulando una enorme tensión

en su interior, rezando para que el médico llegara lo más pronto posible. La recostó en la cama y le ayudó a

quitarse el vestido y colocarse la bata. En cuanto llegó el agua le limpió las heridas y esperó en completo

silencio.

103

Al arribo del médico, Darcy se puso de pie y explicó a su hermano que las contracciones se habían

presentado con dolor, de forma esporádica e irregular. Lizzie amplió la información de lo sucedido y el

doctor la revisó, corroborando que la curación en las rodillas fuera la adecuada.

–Este bebé no nacerá hoy.

–¿Cómo? ¿Le dará aceite de pescado para quitar las contracciones? –indagó Darcy.

–No, no será necesario, han ido disminuyendo, supongo que al haber bajado la actividad, pero aunque ya nos

acercamos al tiempo mínimo de gestación este bebé se encuentra muy arriba, ni siquiera está volteado. Le

pediré que guarde reposo unos días, yo regresaré para recomendarle algunos ejercicios para que su bebé se

ponga en posición de cabeza o lo moveremos para que se acomode para el parto. Le recomiendo mucha

tranquilidad, evite los disgustos y descanse todo lo que pueda. El bebé se encuentra muy bien y la madre

también, salvo por sus rodillas, le recomiendo cuidarlas porque por lo visto se las ha lastimado

reiteradamente.

Lizzie agradeció y Darcy lo acompañó hasta la puerta, donde se encontró con su hermana y con el Sr.

Windsor que esperaban noticias. Darcy se molestó por ver a ese hombre nuevamente pero se controló ya que

había sido de gran ayuda. El Dr. Donohue les informó que la madre y el bebé estaban bien y que las

contracciones habían cesado. El rostro del Sr. Windsor se llenó de tranquilidad y se retiró con su primo.

Darcy se acercó a su hermana, pasó el brazo por sus hombros viendo el carruaje de Donohue alejarse, y le

dijo:

–Disculpa que no te hayamos avisado.

–No tienes de qué disculparte. Lo importante es que Lizzie y el bebé estén bien, aunque ya quería ser tía

nuevamente. ¿Podré ver a Lizzie?

–Sí, yo creo que sigue despierta.

Los hermanos se dirigieron a la alcoba y al abrir la puerta se encontraron con Lizzie y sus hijos jugando en

el piso.

–¿Este es el reposo que el Dr. Donohue recomendó? –indagó Darcy molesto–. Nada de discusiones ni de

pleitos –se acordó resignado, marchándose a su estudio.

–¡Vaya susto que nos diste Lizzie! –exclamó Georgiana sentándose a su lado y lanzando una pelota a

Christopher, quien caminó hacia ella con paso seguro–. ¿Cómo te sientes?

–Bien, un poco asustada.

–No es para menos. Yo en tu lugar, no habría sido capaz de conservar la calma y tal vez con eso sí se

hubiera desencadenado el parto.

–Sí, también, aunque no me refiero a eso.

–Entonces, ¿a qué te refieres?

–Tu marido nos dijo que todavía no se acomoda de cabeza, ¿qué habría pasado si las contracciones no se

hubieran detenido?, ¿qué pasará si no llega a acomodarse como es debido?

–Tengo entendido que esto sucede con cierta frecuencia, pero si Patrick ya lo sabe, él sabrá cómo enfrentar

el problema llegado el momento. Créeme que no tienes de qué preocuparte, solo sigue sus instrucciones al

pie de la letra.

–Sí, me dijo que me mandaría unos ejercicios…

La puerta de la habitación sonó y Lizzie permitió la entrada. El Sr. Churchill entró para anunciar a una

visita, sin sorprenderse de que su ama estuviera en el suelo, pero acercándose discretamente en caso de que

necesitara ayuda para levantarse.

–La Sra. Bingley.

–¿La Sra. Bingley? –preguntó asombrada de oír ese nombre y viendo con mucha alegría que su hermana

entraba a la pieza–. ¡Jane! –exclamó haciendo el esfuerzo de levantarse, por lo que recibió la oportuna

asistencia del Sr. Churchill, y la abrazó cariñosamente, sin poder salir de su sorpresa–. ¿Recibiste mi carta?

–indagó con los ojos llenos de lágrimas cuando la soltó.

–Por supuesto que sí y, en cuanto mi madre y mis hermanas partieron hacia el norte, le dije a Charles que

necesitaba viajar a Londres para verte, nos retrasamos unos días, más de lo que hubiera querido, pero era

necesario para preparar el viaje y dejar en Derby todos los asuntos en orden.

–¡Oh, Jane! No sabes el gusto que me da que vinieran –dijo mientras tomaban asiento y ella le apretaba las

manos–, aunque Mary haya seguido adelante con los planes de la boda. ¿Se quedarán en Grosvenor o me

concederás el honor de hospedarte en esta casa?

104

–Sabes que no quiero ocasionar problemas y afortunadamente la Srita. Bingley no se encuentra en Londres,

por lo que tampoco causaremos molestias a nadie.

–¡Ni ustedes serán molestados! –exclamó Lizzie refiriéndose a la Srita. Bingley–. Pero si tu querida hermana

regresa mientras ustedes están en Londres, no dudes en alojar a tu familia aquí.

–¡Ni hablar! –declaró Jane negando con la cabeza y continuó, interrumpiendo la réplica de su hermana–. ¡Y

menos antes de tu parto! ¡No me gustaría estar cerca del Sr. Darcy en esos momentos!, no otra vez, a menos

que tú me necesites –aclaró viendo irresolución en su mirada–. ¿Cuándo nacerá?

–En dos semanas, aunque hoy tuve contracciones –dijo bajando la vista para ocultar su miedo.

–Entonces hoy hubiera podido nacer.

–Sí… Jane, ¿es normal que tenga temor, a pesar de que ya he pasado por esta experiencia?

–Por supuesto, con cada hijo me ponía más nerviosa antes del parto, sabiendo a lo que me iba a enfrentar, a

pesar de que el nacimiento puede ser más rápido y, por lo tanto, menos tiempo de contracciones. También es

normal que el marido esté más perturbado e irritable, ahora que saben de qué se trata un nacimiento y todo

lo que implica. Además, siempre existe el riesgo de que algo se complique –murmuró, recordando su caso–,

pero he rezado para que todo salga bien.

–Por eso debes avisar al médico a la primera hora de contracciones regulares –indicó Georgiana, recordando

los comentarios que le hacía su marido cuando atendía un parto–, aunque en tu caso, mejor avisa a la

primera señal de dolor.

–¿En tu caso? –indagó Jane preocupada–. ¿Tu embarazo va bien?

–Sí, aunque el bebé no se ha volteado. Por lo pronto, tengo que guardar reposo –dijo, viendo la expresión de

turbación de su hermana.

–Pero recuerda que Patrick tiene mucha experiencia –insistió Georgiana para tranquilizar a su cuñada.

–Sé que estoy en buenas manos. Jane, ¿hablaste con Mary?

–Sí, pero estaba reacia a escuchar razones y mi madre también. Me pareció prudente dejar de insistir, tal vez

el Sr. Posset no sea tan malo, yo vi que la trataba bien.

–Jane, siempre quieres ver lo mejor de la otra persona, pero ahora estoy segura de que ese hombre no es de

fiar.

–De todas maneras, Mary no quería tocar el tema, pero le dije que era muy importante estar segura del paso

que iba a dar o, de lo contrario, era mejor no comprometerse más. También le reiteré que siempre podría

contar con nosotras, bajo cualquier circunstancia.

–Espero que siempre lo recuerde. De cualquier forma, ya no se puede hacer nada, la ceremonia se celebró

ayer. Solo espero que no se haya arrepentido después, en su noche de bodas.

–Es muy pronto para arrepentirse.

–Se han dado casos.

–Pero si tienen toda la vida por delante.

–Sí, pero la noche de bodas habla mucho de la vida que llevarán de casados. Estarás de acuerdo conmigo en

que si el marido no tiene control y la lastima sin preocuparse por su bienestar, acaba en cuanto se satisface y

se viste o se duerme sin acordarse de ella, estará separándolos en lugar de unirlos y será el inicio de un sinfín

de problemas entre ellos.

Jane asintió, desviando la mirada hacia los niños, recordando que así había sido su caso, todo excepto la

preocupación que su marido mostró en su momento, repitiendo reiteradamente sus disculpas al ver que le

había hecho daño, pero después se quedó dormido dándole la espalda tras haberse vestido, dejándola

desvestida y alborotada. Su falta de control la había atribuído a que estaba muy enamorado y su necesidad

de unirse a ella era inaplazable. Pensó que con el tiempo aprendería a regularse pero eso no sucedió, por el

contrario, fue disminuyendo la pasión de ambos y luego nacieron los hijos y… ahora era una situación

inexistente. Tal vez si se hubiera atrevido a tocar el tema con él… pero ya no había remedio.

Georgiana también guardó silencio, recordando cuando estuvo con Wickham, –por eso se había arrepentido

de la planeada fuga–, situación muy diferente a la que vivió con su marido, algo de lo que todavía podía

disfrutar gracias a los consejos de Lizzie.

–Espero que no sea su caso –indicó Jane cuando regresó de sus recuerdos–. ¿Es cierto el rumor que escuché

del Sr. Willis? Dicen que murió en un accidente.

–No fue un accidente –aclaró Lizzie, y le contó los detalles que ella sabía, lo que había sucedido en casa de

la viuda y en el camposanto.

105

Cuando se dieron cuenta del tiempo ya estaba oscuro, por lo que las damas se despidieron y dejaron a Lizzie

con la asistencia de la Sra. Reynolds, quien se encargó de los niños mientras su ama se recostaba.

Después de que Jane se retiró, Georgiana fue a despedirse de su hermano al despacho y este preguntó:

–¿Cómo está Lizzie?

–Bien, se ha sentido mejor. La dejé con la Sra. Reynolds en el cuarto de los niños, tus hijos ya se irán a

dormir. Creo que la visita de la Sra. Bingley le benefició.

–¿Estuvo aquí la Sra. Bingley?

–Sí.

–Espero que la haya hecho entrar en razón. ¿Le avisaron al Sr. Peterson para que te lleve?

–Sí, el carruaje está listo, gracias.

–Entonces me retiraré para supervisar que mi señora cumpla con las indicaciones médicas.

–Darcy, ella está triste por tu enojo.

–¿Te dijo algo?

–No, pero se le nota en la mirada. Yo sé del Sr. Windsor, pero te aseguro que sus intenciones fueron buenas,

solo quería ayudar.

–¿Cómo lo sabes?

–Porque yo estuve todo el tiempo con ellos hasta que Lizzie me pidió ir a buscarte para que no te

preocuparas, a unos metros de llegar a la banca donde los encontraste.

–¡No!, ¿cómo sabes lo de Windsor?

–Porque Lizzie me lo dijo cuando le entregó la invitación a la boda de Murray.

–¿Windsor le entregó la invitación? –indagó alzando la voz.

–Sí, cuando tú estabas de viaje, justo el día en que las Bennet regresaron a Longbourn, ¿no te lo dijo?

–No.

“Sigues reservándote las cosas”, pensó recordando el reclamo que su esposa le hiciera hacía unos meses, eso

mismo podría decírselo él.

–En fin, te agradezco mucho que hayas venido.

–¡No te enojes con Lizzie! Seguramente no te lo dijo para no molestarte.

–Con certeza así fue –dijo controlando su ira, deseando que ya se fuera.

Darcy la acompañó hasta el carruaje y la vio partir hasta desaparecer de su propiedad. Recordó el enojo que

percibió cuando vio a su mujer a lo lejos y a solas con ese hombre, despeinada y con el vestido sucio,

pensando más de la cuenta. Sabía que había sido estúpido imaginar el engaño de su esposa, estaba seguro de

que ella no era capaz de una traición, pero al enterarse de que Windsor le había entregado la invitación y que

ella no se lo había comentado sintió revivir su enfado y su desconfianza.

“Pero ¿acaso tu desconfianza no nace de tu inseguridad, al saber que tú sí la has traicionado?”, preguntó una

voz interior.

“¡Yo no la he traicionado!”, respondió otra.

“¿Estás seguro?, entonces ¿por qué no le has confesado lo que sucedió aquella noche? ¡Odias que te oculte

información y tú lo haces todo el tiempo!”

“¡Cállate!”

“¡Claro, sabes que tengo razón, sabes que la perderías si supiera la verdad!

Darcy siguió su camino tratando de despejar su mente de esos pensamientos, deseando poder salir a

cabalgar, pero tenía que regresar con su esposa. No se percató de que los mozos lo observaban evitando

molestarlo, sabían que estaba furioso y que no era el mejor momento para contrariarlo.

Al llegar a su habitación, cerró la puerta con más fuerza de la necesaria, dándose cuenta de que en esas

condiciones no podía presentarse ante Lizzie, sobre todo en su estado, y tenía que cumplir las indicaciones

del médico. “Nada de discusiones”, se recordó frotándose el rostro para encontrar sosiego, respiró

profundamente y caminó con lentitud hacia la otra puerta.

Lizzie ya lo esperaba en la cama, con la mesa servida para la cena y alguna labor de aguja en las manos.

–¡Darcy! Ya te extrañaba –dijo girando para ponerse de pie.

–¡No te levantes! Yo serviré tu cena. ¿La Sra. Reynolds ya se fue?

–No, te estábamos esperando. Si quieres tocarle la puerta para que sepa que ya estás aquí y pueda retirarse.

Darcy hizo lo propio y regresó a la mesa donde ya estaba dispuesta la cena para servirle a su mujer. Cenaron

en completo silencio y cuando recogió el plato de Lizzie, ella le dijo:

–¿Sigues enojado conmigo?

106

Él no contestó.

–¿Ya es momento de hablar del asunto?

–No.

–Pero si ya estoy en casa y me atendió el médico, eso era lo importante.

–El médico dijo que no discutieras y ya estás empezando a hacerlo.

–Darcy, perdóname. Sé que estás molesto por lo de Windsor pero él quiso ayudar, fue el único que me

auxilió después de la caída y me escoltó hasta encontrarte.

–Debí haberte prohibido asistir al funeral, no tenía sentido y solo te pusiste en riesgo.

–Tienes razón, yo también lo pensé al considerar lo que tenía que caminar después de la caída.

–Aunque contigo no caben las prohibiciones. Tengo una pregunta que hacer, ¿desde cuándo no veías al Sr.

Windsor?

–No lo sé, hace mucho en realidad.

–¿Desde Rosings?

–Sí, supongo que sí.

Darcy la miró implacable, pero se dio la media vuelta para dirigirse al vestidor.

–¿Qué sucede?, ¿por qué sigues enojado? –inquirió Lizzie siguiéndolo.

–Prometí no ocasionar problemas entre nosotros.

–Por lo visto el problema ya existe, solo tienes que decírmelo para resolverlo.

Darcy giró para encontrarse con su mirada, circunspecto.

–Entonces dime, ¿quién te entregó la invitación para la boda de Murray Windsor?

Lizzie se quedó sin habla y bajó la mirada para no enfrentar a su marido, quien continuó su camino.

–Darcy, si no te lo dije fue para no provocar problemas –indicó retomando el paso–, solo vino a traer la

invitación y se retiró. Igualmente hoy, solo quiso ayudarme, no tienes por qué enojarte cada vez que se cruza

en mi camino.

–Puedo entender que se cruce en tu camino “por casualidad”, lo que más me molesta es la desconfianza que

siembras al no decirme las cosas o mentirme, dándome pauta para que yo piense más de la cuenta cuando los

descubro.

–¡Si eres capaz de pensar más de la cuenta es porque no te sientes seguro de mi amor, aunque yo te lo he

dado sin reservas! ¡Me ofendes profundamente con tus sospechas! ¿Acaso crees que te casaste con una…?

Lizzie se detuvo esperando una réplica de su marido, que no llegó al sentirse lacerado en su orgullo. Ella

giró y se retiró a la alcoba de sus hijos, donde se encerró llorando hasta que el sueño la venció.

CAPÍTULO XVII

Lizzie despertó al salir la aurora, pero no se quiso mover de la cama ya que había pasado muy mala noche.

Colocó la mano en el vientre al sentir las patadas de su hijo extrañando a su padre, sintiéndose muy

lastimada por la discusión de la noche anterior. Sabía que había cometido el error de ocultar aquella breve

visita, pero había sido para evitarle un disgusto estéril, recordando que su marido había dicho que odiaba

que le ocultara las cosas, pero eso no justificaba que él la considerara una cualquiera.

Se sentía tan desanimada que era capaz de quedarse todo el día encerrada, y lo haría so pretexto de cumplir

las indicaciones de su médico, no tenía que dar explicaciones a nadie ni alimentaría con su actitud los

cotilleos de los sirvientes. Solo que tal vez tendría que dar indicaciones para que sus hijos se mudaran de

habitación, que ella pudiera tomar posesión de la alcoba de la señora de la casa y que reubicaran la cuna para

su bebé, que ya estaba colocada en la alcoba principal: no quería volver a compartir la cama con su esposo si

él pensaba de ella lo que tanto le había dolido, suspiró profundamente para aliviar el intenso dolor que

resurgió en el pecho, sintiendo sus ojos llenarse de lágrimas. Afortunadamente Georgiana ya había sido

avisada de su necesidad de guardar reposo y no se presentaría para continuar con los bocetos, a menos que

fuera a visitarla, pero deseaba que no. “Y Jane… ojalá que llegue pronto”, pensó.

Tuvo que sobreponerse a la pena cuando sus hijos despertaron, ella los sacó de la cuna tratando de no

soportar su peso demasiado tiempo, ya no podía cargarlos como ella deseaba pero los abrazó, apenas se

pudo sentar cuando se escuchó que alguien tocaba a la puerta. Lizzie permitió la entrada sintiendo latir

fuertemente su corazón, pero era la Sra. Reynolds que le traía el desayuno y venía a atender a los niños para

que su madre pudiera descansar, claro que el servicio incluía vigilancia constante a la paciente, por orden del

médico y del Sr. Darcy. Suspiró al percatarse de que con eso se acabaría la intimidad que tanto había

107

anhelado tener ese día, el encierro físico sí lo conseguiría pero difícilmente encontraría la soledad que tanto

ansiaba su alma.

Preguntó por su marido y la Sra. Reynolds le informó que había salido a cabalgar, dejando precisas

instrucciones de que la acompañara todo el día y que los niños fueran atendidos en otro lugar por la Srita.

Madison para que la Sra. Darcy pudiera descansar.

Después del desayuno, le dijo a la Sra. Reynolds que quería tomar un baño, tal vez esa sería la única manera,

aunque temporal, de que la dejaran tranquila. Prolongó su aseo lo más que pudo y se vistió con un camisón

limpio y su bata: no tenía intenciones de salir de la alcoba. Trató de dormir para dejar de atormentarse con

las ideas que circulaban en su mente, sintiendo mucho miedo por los días venideros, el próximo parto, el

problema con su marido. Estuvo un rato con sus hijos antes de que ellos tomaran su siesta, a pesar de recibir

reprobación de parte de la Sra. Reynolds por no cumplir las indicaciones de su amo, cuando el Sr. Churchill

anunció la llegada de la Srita. Bennet que insistía en hablar con su ama.

–¿La Srita. Bennet? ¿Kitty? –preguntó Lizzie sorprendida al oír el nombre.

–No Sra. Darcy, la Srita. Mary Bennet.

–¿Mary? Pero… ¡hágala pasar, por favor! –exclamó poniéndose de pie para recibirla.

Mary entró a la alcoba y abrazó a Lizzie con mucha conmoción, desconcertando a su hermana, quien sintió

en su pecho y en sus brazos el llanto que se desencadenó. Cuando Mary se incorporó, Lizzie le preguntó:

–¿Estás bien?

–Ahora sí, pero… –se interrumpió viendo a la Sra. Reynolds.

–Ven, vamos a tu habitación para que puedas descansar y me cuentes lo que ha sucedido.

–¡Sra. Darcy! –llamó la Sra. Reynolds señalando su censura, aun cuando sabía que sería inútil.

–Solo serán unos momentos. Ven, vamos –dijo rodeando sus hombros con el brazo para encaminarla.

Recorrieron el pasillo y bajaron al segundo piso para dirigirse a la pieza, entraron y Lizzie cerró con llave,

alegrándose de poder escaparse unos momentos de su vigilante, esperando que no fuera con su marido a

rendir el informe y las interrumpieran en un mal momento, preocupada por su hermana y desconcertada de

que usara su nombre de soltera.

–¿Viniste sola? –indagó Lizzie al ver que ella no iniciaba la conversación.

–Sí, desde Escocia.

–¿Por qué?, ¿qué pasó? –cuestionó preocupada–. ¿Mi madre y Kitty están bien?

–Sí, supongo que sí. Seguramente están por llegar a Longbourn y no querrán saber de mí en su vida.

–Pero, ¿qué sucedió? ¿Y la boda?

–No hubo boda… –respondió Mary con los ojos inundados de lágrimas, dejando a su hermana en suspenso–.

¡Lizzie, tenías razón! Me di cuenta del canalla que habita en el Sr. Posset, gracias a Dios a unos días de la

ceremonia… Me quiso seducir antes de la boda, me llevó al bosque con engaños y yo, al ver sus intenciones

le grité que se detuviera, pero me dijo que ya no aguantaba y continuó forzándome; me tumbó sobre el pasto

y se restregó contra mí hasta quedar saciado, luego se justificó diciendo que mi virtud seguía intacta, que no

me podía quejar. Yo le dije que no me parecía correcto lo que había ocurrido y me dijo que siendo su esposa

me enseñaría lo que él quisiera del asunto, con una mirada que me llenó de terror, aunque me pareciera

incorrecto o recurriría a su antigua amante, la que sí sabía cómo satisfacerlo. ¡Me dijo que su amante es la

supuesta hermana, Alissa!

–¡Cómo! Pero si el Sr. Morris había recomendado a su familia.

–La hermana murió después que su madre, pero no avisó a los familiares de su defunción, por lo que pudo

presentar a su amante como su hermana para justificar que viviera en su casa. Solo quería que yo le diera un

heredero.

–¡Ay, Mary! No sabes cuánto lo siento –indicó apenada escuchando sus sollozos.

–¡Le grité que era un canalla! Me dijo que todos los hombres son iguales, pero le objeté que había hombres

que respetaban y amaban a sus esposas por sobre todas las cosas, como el Sr. Darcy o el Sr. Bingley y se rió

de mí diciendo que estaba muy equivocada.

–¿Equivocada? ¿Acaso sabe algo del Sr. Bingley?

–¡Ay, Lizzie!, no sé si deba seguir, no he podido dormir desde entonces pensando en lo que me confesó,

creo que me moriré si sigo callando…

–¿Qué te dijo ese hombre?

Mary se cubrió el rostro mojado con las manos, tratando de evitar pronunciar las palabras que la

atormentaban, pero Lizzie la persuadió con insistencia.

108

–Me dijo que el Sr. Darcy yace con prostitutas –logró decir con un hilo en la voz, reflejando una tristeza

enorme en su mirada llena de decepción.

–¡¿Cómo?! No puede ser… –murmuró, sintiendo un fuerte golpe en el corazón, percibiendo que todo su

mundo se derrumbaba y perdía sentido. Por un momento no supo si estaba viva o muerta, escuchaba la voz

de su hermana tan lejana que apenas pudo procesar lo que decía.

–Yo tampoco lo podía creer, pero aseguró que el Sr. Darcy le ofreció decirle los lugares a donde él acude

regularmente a buscar buena compañía, y dijo que él era hombre, como todos los del reino, y que tenía

necesidades que satisfacer.

Lizzie se acordó de respirar y sintió la adrenalina recorrer cada parte de su cuerpo como un incendio que la

quemaba intensamente; sin poder moverse, sin poder hablar, repitiéndose las palabras de su hermana como

cañonazos que retumbaban dentro de su ser. Las lágrimas acudieron copiosamente a sus ojos, pero el dolor

era tan intenso que no sintió alivio a pesar de las palabras de consuelo que Mary le dedicó y que ella no

escuchó, como si el resto del mundo hubiera desaparecido y ella fuera sumergida en las profundidades del

océano donde todo era dolor, confusión, desencanto, agonía. Aún así, se resistía a creer en esas palabras,

pero se acordó de la noche anterior y de la actitud de su esposo, la lejanía en que había permanecido desde

entonces mostrando tan poco interés en su persona, que se sintió caer en un abismo sin fin.

Mary siguió comentándole que ella siempre había sentido una gran admiración por el Sr. Darcy y la

dedicación que por años había mostrado a su esposa y a su familia, que había sido una impresión muy fuerte

haber escuchado esas palabras, las únicas que rebosaban sinceridad en ese hombre que la había engañado.

Pero Lizzie solo escuchaba las últimas palabras que Mary había enunciado y que le habían arrebatado el

sentido de su vida, esbozando en su mente el rostro de su esposo observándola con desprecio.

Un dolor físico la regresó lentamente a la realidad, como si quisiera jalarla para volver a la vida que parecía

aún más dolorosa que el abismo en el que continuaba cayendo, sin percatarse de lo que sucedía a su

alrededor, solo sentía esa mano pequeña de Mary que trataba de acompañarla y que desde hacía rato

permanecía silenciosa al ver que sus palabras no encontraban escucha.

Volvió a sentir ese intenso dolor durante unos segundos que parecieron una eternidad, teniendo que sostener

su vientre con las dos manos, cuando vio la cara de preocupación de su hermana que por fin pudo procesar

en su mente. Sintió una inundación de temor al darse cuenta de lo que venía, al volver a sentir esa

contracción que le recorría toda la espalda y que la invitaba a gritar todo el dolor que sentía en su alma y que

ahora se reflejaba en el cuerpo, se sentía sola y abandonada, así tendría que enfrentar su porvenir.

–Iré a avisar al Sr. Darcy –dijo al fin Mary llena de temor.

–¡No! –bramó Lizzie cuando el espasmo iniciaba nuevamente, cogiendo con fuerza la mano de su hermana

para detenerla y canalizar el intenso dolor que se avecinaba–. ¡No quiero verlo! –exclamó al terminar la

contracción.

–Pero, pero tu hijo ya va a nacer y yo, ¡yo no lo puedo recibir!

–¡No quiero verlo!

–Entonces ¿qué hago?

–La Sra. Reynolds tampoco se puede enterar, ¡nadie puede saber! Ven, ayúdame a levantarme para ir al

baño.

Mary la auxilió realizando un gran esfuerzo y la llevó del brazo hasta el aguamanil, donde Lizzie se remojó

la cara para sentir frescor pero el dolor en el corazón se hacía más intenso, la decepción que había

despertado la confesión de Mary era tan profunda que ni con lo que estaba por venir podría olvidarla.

Resurgieron nuevas lágrimas, no quería creer que eso fuera verdad, quería convencerse de que todo era una

pesadilla y que en cualquier momento despertaría en su cama, al lado de su esposo que la amaba, pero sabía

que eso ya no iba a suceder. Se dobló al sentir la siguiente contracción mientras Mary la sostenía, tendría

que tomar la decisión si quería que su hijo naciera lejos de allí.

–Mary, préstame tu abrigo y ayúdame a ponérmelo.

–¿Cómo?

–¡Haz lo que te digo!

Mary corrió hasta la cama donde había dejado el abrigo, la única pertenencia que había regresado con ella, y

se lo colocó a su hermana, provocando que las monedas que le habían sobrado sonaran. Lizzie agradeció al

cielo que le hubiera dado ese dinero, tal vez había sido la única forma de recuperar a su hermana después del

problema con su prometido y que ahora la pudiera acompañar, tal vez le servirían para el futuro.

–Ayúdame a caminar.

109

–¿A dónde vamos?

–Vamos a salir de aquí, todavía tenemos tiempo.

–Pero deberíamos mandar llamar al Dr. Donohue.

–¡Así toda la casa se enteraría!

–Pero ¿has enloquecido? ¡Estás en trabajo de parto y quieres bajar las escaleras y subirte al carruaje para ir a

sabrá Dios dónde, poniendo tu vida y la vida de tu bebé en peligro? ¿Acaso quieres dejar huérfanos a tus

hijos? Comprendo que no quieras ver a tu marido pero…

–¡Nada de eso sucederá! Iremos con Jane a Grosvenor, no está lejos.

–¿Jane está en Londres?

–Sí, además, estoy pariendo, ¡no soy una inválida! Puedo bajar las escaleras y caminar. Es normal que

pongan a caminar a las parturientas –dijo, sin agregar que eso adelantaba el nacimiento–. ¡No corro peligro

al hacer eso! –alzó la voz al sentir el inicio de otra contracción, no quería reconocer que eran más fuertes

que las del parto anterior y tenía que seguir aun cuando sus piernas no le respondieran.

Se sostuvo de la pared como pudo, manteniéndose de pie, sabía que de tocar el piso sería imposible

levantarse otra vez, no podía desfallecer ahora, tratando de contener el grito de dolor que amenazaba con

salir, sabiendo que si gritaba su sensibilidad aumentaría, para bien o para mal. Tenía que controlarse para

que nadie las escuchara en el trayecto, una tarea muy difícil de realizar pero que creía posible, si lo había

logrado con el nacimiento de Christopher para que su marido no se preocupara, tendría que volver a hacerlo

con este para que él no se enterara.

Se sintió mareada y con intensas náuseas, por lo que apresuró el paso para abrir la puerta y sentir el aire que

le faltaba, tratando de reunir las fuerzas para continuar su camino del brazo de su nerviosa hermana. Aspiró

profundamente, no sabía si Mary estaba más blanca que ella y anheló más que nunca la entereza de su

esposo. Caminaron a lo largo del pasillo y casi al llegar a las escaleras Lizzie se paralizó, sosteniéndose de

su débil escolta y de una mesa, al sentir un dolor que le recorrió todas y cada una de las partes de su cuerpo,

queriendo gritar se mordió la lengua con todas sus fuerzas hasta dejarla sangrando y, sin poder soportar,

cayó al suelo tirando las flores que adornaban. Sabiendo que ya no podría continuar y que se aproximaba el

nacimiento, le dijo a su hermana que la arrastrara hacia la alcoba más próxima, que había quedado a un

metro de distancia y, dejándola en el suelo, cerró la puerta y corrió a buscar al Sr. Peterson para que fuera

por el médico sin que nadie más lo supiera.

Lizzie reposaba en el piso rezando para que todo saliera bien, trató de levantarse sin lograrlo, se arrastró con

enorme esfuerzo hasta la orilla de la cama, pero no tuvo fuerzas para ponerse de pie, solo para soportar en

silencio la siguiente contracción que habría podido dejar sin escucha a cualquier sordo y sintió otra vez esa

enorme soledad que la invadió por completo, provocando que se derrumbara y sollozara ante su tragedia.

A los pocos minutos se repitió el dolor, más intenso que el anterior, ocasionando esta vez un grito de

desesperación se le escapara de la boca, tratando de sofocarlo con la cobija que mordía para aminorar el

ruido, cuando cesó rompió fuente al tiempo que Mary regresaba jadeando.

–¡Lizzie! ¡Ay, Dios! ¿Qué vamos a hacer? ¡Esto no está bien! ¡Tengo que avisarle al Sr. Darcy!

–¡No! ¿Hallaste al Sr. Peterson?

–Sí, ya fue por el médico pero no le gustó que le pidiera que tuviera discreción. Ojalá nadie me haya visto.

–Por favor, coloca la llave a la puerta.

–¿Por qué?

–Solo dejarás entrar al médico, ¿entendiste?

–Pero Lizzie…

–Mary, eres la única que puede ayudarme, por favor, haz lo que te digo –suplicó, tomando aire para

descansar unos momentos, sintiéndose nuevamente con vértigo–. Abre la ventana –logró decir percibiendo

la oscuridad que la envolvía.

–¡Lizzie! ¡Lizzie! ¡Por Dios, no te mueras! –vociferó Mary al ver que su hermana estaba inconsciente.

Corrió a abrir la ventana y a traer un poco de agua del aguamanil para mojarle el rostro y ayudarle a que

reaccionara. Lizzie volvió en sí, deseando haberse quedado en ese estado, solo para sentir que otra

contracción le sacudía todo el cuerpo sin poder sofocar el grito que retumbó en toda la habitación.

–Por favor Lizzie, aguanta un poco más, ya viene el doctor –dijo Mary soportando el dolor que tenía en la

mano que había sido apretada intensamente, pero continuó sujetando la de su hermana, sabía que tenía que

apoyarla.

110

Lizzie empezó a temblar de frío, su ropa estaba empapada y Mary trató de quitarle el abrigo para cubrirla

con alguna cobija seca, pero Lizzie estaba tan agotada que ya no podía moverse, estaba tan desanimada que

solo imploraba clemencia y rezaba para que todo acabara. El dolor físico que sentía era insoportable y sabía

que apenas iniciaba, sin tomar en cuenta el dolor emocional que había invadido su ser y que le había

arrebatado toda esperanza. Mary batalló copiosamente con esa tarea hasta que lo logró, cubriéndola con la

cobija que había en la cama, sin poder tapar su espalda adecuadamente.

Apenas había terminado de cubrirla y un nuevo espasmo invadió su cuerpo, haciendo que se retorciera y que

vociferara pidiendo alivio, perdiendo el control por completo, sabiendo que pronto empezaría a pujar. De

pronto, se escuchó que golpeaban a la puerta y la voz de su marido retumbó en sus oídos, tratando de abrirla

sin lograrlo.

–¡Lizzie!, ¡Lizzie! ¡Abre la puerta!

–No lo hagas Mary –susurró agotada, con la mirada suplicante.

–¡Sra. Reynolds, está cerrada, consiga la llave de inmediato! –gritó con desesperación la voz detrás de la

puerta.

–Dile que no quiero verlo.

–¿Cómo voy a hacerlo? –indagó Mary temerosa de enfrentar al Sr. Darcy.

–¡Usa las mismas palabras!

Mary se acercó a la puerta y gritó:

–¡Sr. Darcy, dice mi hermana que no quiere verlo!

–Aquí están las llaves de las alcobas de este pasillo Sr. Darcy, pero no sé cuál será la correcta –se escuchó

decir a la Sra. Reynolds mientras se oía que probaban una y otra llave sin lograr dar con la adecuada.

Lizzie sintió que venía otro dolor y se cogió de las patas de la mesa que tenía atrás de ella para sostenerse y

empezar a pujar, ya no aguantaba más, gimió con todas sus fuerzas para encontrar liberación aumentando así

su tortura. La puerta se abrió de golpe, Darcy había llegado a su límite de tolerancia y la había empujado en

un momento de desesperación cuando vio a su mujer en el suelo.

–¡No quiero verte! ¡Quiero que te vayas de aquí! –logró increpar Lizzie, sacando fuerzas de lo último que le

quedaba.

–Lizzie –dijo acercándose mientras ella, con mucho trabajo, se giraba para darle la espalda–. Perdóname por

mi actitud de ayer –espetó hincándose.

–Tu actitud de ayer me lastimó mucho, pero lo que me ha destrozado es tu infidelidad. ¡Vete!

–¿Cómo?

–Eres hombre, como todos los del reino, y tienes necesidades que satisfacer –bramó girándose para verlo,

dándose cuenta por la sorpresa que expresaba y la palidez de su rostro que sí había dicho esas mismas

palabras y que sabía a qué se estaba refiriendo, antes de volver a cerrar los ojos para pujar y gritar en medio

de un nuevo dolor–. ¡Vete de aquí!

–Sr. Darcy, salga por favor –ordenó el Dr. Donohue que recién llegaba.

–Pero eso…

–Sr. Darcy, ¡necesito que salga de la habitación para atender a la señora! –insistió el médico que se hincaba

a los pies de la paciente para acomodarla.

–¡Mary, quédate conmigo! –suplicó Lizzie jadeante cuando pudo respirar, antes de que la Sra. Reynolds

cerrara la puerta llevándose a su amo–. Doctor, prométame que no lo dejará entrar.

Donohue asintió y revisó a la paciente y, terriblemente preocupado, salió un momento con la Sra. Reynolds

a pedirle lo que necesitaba y explicarle al Sr. Darcy el estado de su esposa, mientras Lizzie se quedaba con

Mary:

–Doctor, ¿cómo está mi esposa? ¡Está sufriendo mucho!

–Sr. Darcy, hay ciertas complicaciones para el parto.

–¿De qué habla?

–El bebé no se acomodó de cabeza, viene sentado y… hay algo más. Al romper fuente, los pies de la criatura

han quedado por fuera, por lo que es imposible alcanzar la dilatación necesaria para sacarlo vía vaginal,

tendré que abrir para tratar de salvar la vida de ambos, si es que la madre sobrevive.

–Eso conlleva demasiados riesgos, la mortalidad es muy alta –espetó angustiado, sintiendo que caía dentro

de un abismo sin fin.

–Lo sé, pero si no lo hago, con certeza morirán los dos, además de someter a su mujer a una situación

sumamente dolorosa. No hay alternativa, pido su autorización.

111

Darcy asintió mientras se escuchaba otro bramido que le pareció durar una eternidad en el interior de la

alcoba, rezando para que el sufrimiento de su esposa acabara.

–Quiero verla antes –dijo suplicante.

–Es imposible, no hay tiempo y, por lo visto, ella no quiere.

–Mi esposa está en el piso, al menos déjeme llevarla a la cama…

–Yo me encargaré.

El médico se introdujo y permitió el paso a la Sra. Reynolds, cerrando la puerta tras de sí. Otro grito

desesperado atravesó todo su cuerpo, Darcy se llevó las manos a la cabeza para poder soportar, suplicando al

cielo que esa agonía no recayera más sobre su esposa. Deseó con toda el alma correr a su lado para

infundirle valor, transmitirle su confianza, aunque en ese momento careciera de ellos. El Sr. Churchill se

acercó a su amo para acompañarlo en su tribulación, pero no tuvo palabras para darle consuelo.

La puerta de la habitación se abrió y salió Mary, sacando a Darcy de sus pensamientos y fulminándola con la

mirada. Mary se estremeció a pesar de que no había visto a su cuñado, no fue capaz de levantar sus ojos

hacia esa dirección.

–¿Cómo está mi señora? –preguntó la Sra. Churchill con preocupación.

–El Dr. Donohue la ha dormido con cloroformo –contestó Mary sin poder ocultar el temblor en su voz.

Darcy respiró con cierto alivio e inició el paseo de un lado al otro del pasillo, esperando, suplicando a Dios

que todo saliera bien, hasta que se oyó el llanto de un bebé. Los presentes se acercaron a la puerta

aguardando noticias del médico, pero este no salió.

En medio de su angustia, Darcy observó a Mary, tratando de entender las últimas palabras que había

escuchado de boca de su esposa antes de que lo sacaran de la habitación, pero fue pasando el tiempo y la

importancia del tema. Ahora temía que la vida de su mujer estuviera en riesgo, sabía que la cesárea era un

procedimiento infrecuente y muy peligroso por las hemorragias que provocaba, sabía que pocos médicos

habían tenido éxito con esta intervención y desconocía si Donohue lo había logrado, rezando para que así

fuera.

La tensión que había en ellos se incrementó por un segundo, hasta que Darcy la rompió reanudando su

paseo, intensificando su oración en silencio y tratando de controlar la angustia que crecía con cada paso,

luchando para no derrumbarse ante la posibilidad de perder definitivamente a su esposa, con el sentimiento

de culpa apoderándose de su alma al recordar la angustia y la tristeza que vio en su mirada al pronunciar

esas palabras que él había dicho y no había tenido tiempo de explicar.

Lleno de remordimiento pensó que ni siquiera había podido hablar con ella, se había dejado llevar por su

orgullo, había guardado silencio cuando había necesidad de hablar y habló cuando era indispensable callar,

lastimando a su mujer. Sabía que ella le había ocultado información y hasta la había negado, detestaba que

hiciera eso, pero ¿acaso no lo había hecho él también, para evitarse problemas con ella o defenderla de algún

sufrimiento? Lizzie había cometido errores, al igual que él, pero eso no justificaba la herida que le provocó

la noche anterior al dejarla ir con esa ridícula idea en la cabeza, sintiéndose lacerado en su orgullo por la

inseguridad que sentía en su persona.

“¡Dios, perdóname!, pero no me la quites”, suplicó, “me has dado un ángel por esposa, a pesar de sus

defectos yo la amo y la acepto como es, soy víctima de mi irresolución no de su astucia”. Se tapó el rostro

con las manos deteniendo su paso, implorando que no se cobrara con la vida de su amada el pecado que

seguía arrastrando sobre su espalda.

Después de aquello, no la había ido a buscar para evitar tener otro enfrentamiento que los llevara a una

nueva discusión y se había encontrado con una acusación que había desgarrado el corazón de su esposa.

Rezó para que sobreviviera y pudieran aclarar su situación, explicándole las razones que lo habían orillado a

hablar de esa manera. Continuó su camino a mayor velocidad, tratando de controlar la zozobra que se

incrementaba hasta dejarlo a las puertas de la desolación. Se quedó paralizado por unos segundos cuando el

llanto de un bebé se escuchó, especulando las razones por las cuales no estaba siendo atendido: tal vez la

Sra. Reynolds estaba ayudando al médico en alguna tarea relacionada con Lizzie, tal vez Lizzie estuviera en

verdadero peligro, tal vez Lizzie…

–Todo va a salir bien –escuchó decir al Sr. Churchill mientras este colocaba la mano sobre su hombro,

adivinando el curso de sus pensamientos, al tiempo que el silencio volvía a reinar en el pasillo, aunque no en

su interior, conteniéndose para no caer de rodillas y echarse a llorar.

112

Minutos antes, Donohue limpió el rostro de la criatura, la revisó rápidamente y se la entregó a la Sra.

Reynolds, que la recibió con una sábana blanca para asearla. Luego se lavó las manos con agua y jabón y las

remojó en el aguamanil lleno de alcohol para dedicarse a la labor de limpieza de su paciente. Al término,

volvió a asearse de la misma forma.

–Por favor aplique más cloroformo –pidió sintiendo la atenta mirada de su ayudante que no quería perder

detalle.

Donohue se levantó, tomó un cuchillo que acercó al fuego por unos minutos y regresó.

–Recuerde que la paciente está anestesiada –dijo acercando la punta del cuchillo al rojo vivo a la herida

abierta, controversial método que causó gran asombro en su asistente como en muchos de sus colegas y que

le había ganado una excelente reputación al lograr disminuir las complicaciones de la cesárea en sus

pacientes.

La Sra. Reynolds no pudo evitar asustarse y se tapó la boca para controlarse mientras se escuchaba la piel

que era cauterizada cuidadosamente. La criatura sintió su sobresalto y despertó llorando, por lo que se

levantó para tranquilizarla y dejar que el médico trabajara.

–Créame que es mucho mejor esto que dejar la herida abierta a expensas de cualquier infección.

Afortunadamente estamos en el siglo XIX y podemos ayudar a la cicatrización, contrario al pensamiento que

muchos médicos tienen que establece que la única forma de favorecer la curación es con un buen vendaje.

–Cuando despierte mi ama, ¿le dolerá?

–Sí, por supuesto. Será menos doloroso que las contracciones, pero así evitaremos que su vida peligre por

hemorragias o infecciones innecesarias.

Cuando la herida dejó de sangrar, limpió perfectamente con alcohol y vendó el vientre con la ayuda de su

asistente usando un lienzo de algodón, para luego dedicarse a examinar al recién nacido con calma.

La puerta se abrió y el doctor salió:

–¿Cómo está mi esposa? –indagó Darcy acercándose al borde de la desesperación.

–Está delicada, quedó muy lastimada pero se salvará. Y, su bebé es una niña sana, felicidades.

–¿Puedo verlas? –preguntó más tranquilo.

–Solo a la bebé, en un momento la traerá la Sra. Reynolds. La Sra. Darcy tiene que descansar, quedó

exhausta y sigue bajo los efectos de la anestesia. Sr. Darcy –prosiguió, apartándose un poco de los

presentes–, yo no sé qué haya pasado entre ustedes pero la Sra. Darcy me hizo prometerle que no lo dejaría

entrar, yo sé que usted quiere verla y estar allí cuando despierte pero no creo que sea lo más conveniente,

ella debe estar muy tranquila, no puede exaltarse, es peligroso en su estado. Le sugiero esperar a que

despierte y preguntarle si desea recibirlo.

Darcy asintió resignado.

–No debe moverse ni hacer esfuerzo alguno, dejemos que la herida cicatrice lo mejor posible para evitar

infecciones. Ya le indiqué a la Sra. Reynolds los cuidados locales, le pediré que guarde reposo absoluto por

un mes, aunque diariamente vendré a revisarla.

Darcy agradeció, se despidió viéndolo retirarse y giró su vista hacia la puerta cuando esta fue abierta por la

Sra. Reynolds, quien traía un pequeño bulto blanco en las manos y se acercó a su amo.

–Es una niña hermosa, gracias a Dios las dos se han salvado –indicó conmovida, conociendo el gran riesgo

en que ambas habían estado.

Darcy tomó a la pequeña en brazos y se quedó impactado al percatarse del parecido que tenía a su esposa,

con la misma forma de la cara, los labios, los ojos, la nariz y sintió una emoción sin precedentes. De pronto,

la bebé abrió los ojos observando la luz que la rodeaba y se encontró con los de su padre, quien reconoció al

instante la mirada vivaz de Lizzie en esa criatura que parecía hablarle a través de sus pupilas. El padre

retomó el aliento, agradeciendo al cielo esta bendición y pidiendo que todo se solucionara con su esposa, al

tiempo que Mary se acercó para conocer a su nueva sobrina.

–Felicidades, Sr. Darcy –dijo Mary con seriedad, regresándolo de su ensoñación.

–Gracias Srita. Mary, tengo entendido que así seguiré llamándola.

Ella asintió.

–Quisiera hablar un momento con usted en mi despacho. Por favor Sra. Reynolds, cuando la Sra. Darcy

despierte, me avisa de inmediato –ordenó entregando a su pequeña y cediéndole el paso a su cuñada.

Mary sintió que el estómago se le volvía de plomo, su paso era lento y gravado, sabía que el Sr. Darcy

estaba enojado al sospechar sobre su conversación con Lizzie por el comentario que le hiciera,

113

reprochándole su infidelidad. Ya había sentido esa mirada implacable que le había erizado la piel mientras

esperaban que el médico atendiera a Lizzie y a la criatura. Rezó para que el cielo le diera un poco de la

fortaleza que su hermana tenía para enfrentarlo, tratando de aplazar lo más posible dicha entrevista que la

tenía amedrentada.

Darcy entró tras ella y cerró la puerta, suspiró profundamente para encontrar la calma necesaria para hablar

con su cuñada y llegar a un acuerdo que le ayudara a lograr su intercesión: si ella le había dicho algo a su

mujer en su contra clausurándole su corazón, ella tendría que abrírselo nuevamente.

–Srita. Bennet, ¿de qué habló con mi esposa?

Mary lo miró en silencio, reflejando todo su terror, hasta que respondió con aprensión, temiendo a la

reprimenda.

–De las razones por las cuales tomé la decisión de anular mi compromiso con el Sr. Posset.

–En realidad, no me refería a eso. Quiero saber ¿qué fue lo que le dijo que ha enojado tanto a Lizzie? Tanto

que ni siquiera dejó que me quedara unos momentos con ella en su parto.

–Usted mismo la escuchó.

–Sí, me acusa de infidelidad, aunque no hay ninguna razón para hacerlo. Esa imputación es falsa y usted

puso en peligro la vida de mi esposa y de mi hija al decírselo sin pruebas, provocando que el parto se

adelantara y surgieran complicaciones, de las cuales mi mujer cargará con las consecuencias tal vez el resto

de su vida. ¡No existen pruebas de una mentira!

–¿Una mentira? Pero el Sr. Posset me lo dijo –murmuró para sí.

–Yo le aseguro que no es cierto, y así mismo se lo aclararé a mi mujer en cuanto pueda hablar con ella.

Darcy guardó silencio y la observó, provocando que Mary bajara su vista arrepentida por la imprudencia

cometida, sabiendo que estaba siendo injusto, ya que la estaba culpando por un error que él había cometido

y que pudo haber evitado aclarando la situación previamente sin dejar espacio para las dudas.

–Quise ser sincera con ella y así corresponderle su favor –replicó en un susurro, queriendo explicar que no

podía reprocharle por hablar con la verdad, pero no se atrevió a decir más.

–¡Vaya manera de hacerlo! No se puede cambiar el pasado, ahora el problema es que ella no quiere verme –

continuó Darcy–, y el Dr. Donohue ha recomendado extrema tranquilidad para la adecuada recuperación de

Lizzie. Por eso, quiero pedirle que hable con ella para que consienta recibirme y que yo pueda aclarar la

situación.

–Pero ella…

–Ella ha sufrido un trabajo de parto muy complicado, del cual nunca fui avisado –afirmó alzando la voz y

acercándose amenazadoramente–, ha tenido una cesárea y su vida puede estar en riesgo si no manejamos

este conflicto de forma adecuada. ¡Si le sucede algo, la única culpable será usted, y nunca podré

perdonárselo! –exclamó mirándola implacablemente.

–Hablaré con Lizzie en cuanto despierte –titubeó con nerviosismo, casi al borde de desfallecer.

–Y yo estaré en la puerta, esperando que me deje entrar.

CAPÍTULO XVIII

Lizzie oyó a lo lejos unas voces, acompañadas del hermoso llanto de alguna criatura, sintiendo un fuerte

dolor en el cuerpo, especialmente en la cabeza y el vientre, lo tocó y se dio cuenta de que estaba vacío y

vendado. Trató de abrir los ojos que parecían estar pegados, las voces se escuchaban cada vez más cerca

pero ninguna era la de su marido. Aspiró profundamente y no reconoció el olor del lugar donde se

encontraba, pero registró la voz de Mary que la tranquilizó por un momento, hasta que volvió esa sensación

de turbación que la obligó a salir de su sueño al recordar lo que había pasado, lo que su hermana le había

confesado y el dolor emocional y físico que le siguió. Abrió los ojos angustiada, jadeando, queriendo salir de

esa terrible realidad como si fuera una pesadilla cuando se encontró con una delicada mano que trataba de

sosegarla y evitar que se moviera por el sobresalto.

–Lizzie, debes estar tranquila –dijo Jane que había permanecido sentada a su lado desde su llegada.

–¿Qué ha pasado?

–Ya nació tu bebé, ha sido una hermosa niña. ¿Quieres verla?

Lizzie asintió. Mary se acercó lentamente llevando en brazos a la pequeña, quien le estaba dando una

preparación que había dejado el Dr. Donohue para alimentarla con ayuda de la Sra. Reynolds mientras la

madre despertaba. Mary la colocó sobre su pecho y Lizzie sonrió olvidándose por un momento del resto del

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mundo, agradeciendo la salud de su hija, y se destapó para amamantarla, sintiendo fuerte la succión de su

bebé.

–El Dr. Donohue dice que el inicio de la lactancia será más molesto de lo normal, por la cesárea, pero tu hija

está preciosa y sana, nunca había visto a una bebé tan bonita –explicó Mary.

Lizzie luchaba por ver a su hija pero las lágrimas se lo impedían, además de que la pequeña tenía los ojos

cerrados.

–Sra. Darcy, muchas felicidades –indicó la Sra. Reynolds–, se porta como un ángel. Iré a avisarle a mi amo.

–Mary, no quiero que…

–Lizzie, tenemos que hablar –interrumpió Mary mientras se cerraba la puerta–. Quiero suplicarte que me

perdones, he cometido un error terrible al inculpar al Sr. Darcy sin pruebas, él dice que es inocente y quiere

hablar contigo.

–Todo fue una confusión Lizzie –argumentó Jane, quien conocía los detalles gracias a Mary.

–¿Te dijo eso? –indagó deseando que las palabras fueran verdad, pero sabiendo que no podía confiar

ciegamente.

–Sí, está muy preocupado por ti desde que supo que estabas en trabajo de parto –explicó Mary–. Está

esperando para entrevistarse contigo, lleva horas detrás de la puerta.

Lizzie cerró los ojos y trajo a su mente el recuerdo de los últimos momentos en que vio a su esposo y su

mirada, que le reveló que sí había pronunciado dichas palabras.

–No quiero verlo.

–Pero Lizzie, él me dijo que todo fue una mentira.

–Sí, me mintió al decirme que me amaba.

–Lizzie, ¿alguna vez tu marido te había mentido en algo?

–No, esta ha sido la primera vez –reconoció al recordar que solo se había reservado información, pero nunca

le había engañado.

–Entonces escúchalo, por ti y por tus adorados hijos, por esta criatura que tienes en tus brazos.

Lizzie abrió los ojos y observó a su pequeña que la miraba asombrada, quedándose absorta al contemplar el

parecido que tenían.

–Escúchalo por mí, que cargaré con la culpa toda mi vida si no se arreglan y esto resulta ser un

malentendido.

–No sé si pueda soportar leer en sus ojos una nueva mentira, acabaría por destruirme –dijo llorando,

sintiendo un profundo dolor.

–He visto la sinceridad de sus palabras, te aseguro que no sucederá.

–Se ve que está verdaderamente angustiado –ratificó Jane.

–Que pase –musitó con recelo rompiendo el silencio que se había creado.

Jane le dio un beso en la frente, se puso de pie y se encaminó hacia la puerta con Mary mientras Lizzie cuidó

de taparse con la bata y de acostar a su bebé contra su pecho para sacarle el aire. Alzó la mirada y se

encontró con la de su esposo que se acercaba despacio, solo quien lo conociera muy bien podía descubrir lo

nervioso que se encontraba. Él se sentó y dijo:

–Lizzie, perdóname.

–¿Me vas a negar que has pronunciado esas palabras que me han provocado un daño incalculable?

–Lizzie…

–¡Contéstame!

–No, no lo voy a negar –declaró, viendo nuevas lágrimas en los ojos de su esposa, quien por unos segundos

sintió aquel dolor que le destrozó el alma–, pero no por eso voy a aceptar que soy culpable. Sí, dije esas

palabras en presencia del Sr. Posset, mentí para que él aceptara la naturaleza de su vicio y así tener

argumentos para que tu hermana no se casara. Te aseguro que yo he permanecido fiel al amor que te profeso

todos los días –afirmó, mientras se atrevía a enjugar su rostro con cariño–. Y te pido perdón por haber

callado en lugar de decirte lo mucho que te amo cuando pensaste que yo tenía un mal concepto de ti, eso

nunca sucederá. Perdóname por no haberte buscado por la mañana para aclarar la situación, temía volver a

caer en una nueva discusión –concluyó dando gracias de que ya se hubieran acabado las horas de

incertidumbre que pasó al esperar que su mujer despertara con bien, sintiéndose culpable por no haber

estado a su lado durante el trabajo de parto.

Tomó su mano con cariño y la besó en repetidas ocasiones como si fuera el mayor tesoro, cerró los ojos y se

recargó en ella suspirando profundamente, resonando en su memoria la terrible angustia que lo invadió

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cuando escuchó ese grito desgarrador que lo sacó repentinamente de sus ocupaciones y por el cual salió

corriendo a buscar a su mujer, presintiendo que algo estaba sucediendo.

–¿Me has perdonado? –indagó Darcy regresando sus pensamientos al presente, suplicando clemencia en su

mirada, agotado de tanta preocupación.

–Aunque fui yo quien te presionó para que dijeras esa mentira al Sr. Posset, debiste haberme dicho antes los

recursos que usaste para persuadirlo –replicó aspirando hondamente para librarse de las lágrimas que aún

salían–. Lamento haberme enterado de esta manera.

–Siento mucho no habértelo explicado en su momento.

–¿Te das cuenta de que la causa de nuestros problemas siempre es la misma, pero que las consecuencias son

cada vez más peligrosas, para nosotros y para nuestros hijos, y que involucramos a más personas?

–Creo haber escuchado que Mary le decía a Jane que estuviste a punto de buscar ayuda en Grosvenor. Me

siento muy mal por haber provocado que desearas salir de esta casa poniendo en riesgo tu vida y la de

nuestra hija. Sé que fui el culpable de todo este enredo y tal vez lo lamente toda la vida… pero espero que

nunca más te pongas en peligro. También estoy consciente de que debo dominar mi carácter y fomentar más

la comunicación.

–El orgullo y los prejuicios de cada uno hacen que saquemos lo peor de nosotros mismos y obstaculizan una

pronta reconciliación, pero supongo que yo tampoco debo alentar los tuyos al ocultar las cosas.

–Te amo por todo lo que eres, Lizzie. Mi inseguridad es la responsable de mi recelo, no tu sagacidad –dijo,

acercándose para besar su frente, sus húmedos ojos, sus mojadas mejillas, sus labios, tratando de aliviar el

dolor que él había provocado–, aunque siempre agradeceré tu sinceridad –indicó besándola con ternura.

Un dulce lloriqueo los interrumpió, Darcy se incorporó acariciando la cabeza de su pequeña y ayudó a

acomodarla para que su madre la alimentara.

–Es una preciosidad, nunca imaginé tener una hija tan hermosa, hasta que te conocí –comentó él–. ¿Has

decidido cómo la llamaremos?

–Stephany.

–Stephany Darcy: me gusta. ¿Te sientes bien? –inquirió al observar algún gesto de sufrimiento en su esposa.

–Son las molestias de la lactancia, además de que me duele todo el cuerpo.

–Me dijo Donohue que es normal, que tendremos que extremar los cuidados para que la herida sane

adecuadamente. Georgiana llegó desde hace una hora a visitarte, pero tal vez sea más conveniente que

regrese mañana para que descanses.

–Quiero ver a los niños.

–No creo que sea prudente.

–Solo un momento, antes de que se vayan a dormir. Pídele a tu hermana que los traiga.

–De acuerdo, pero recuerda que no puedes moverte. ¿Quieres que te ayude a incorporarte un poco?

Lizzie asintió y Darcy la cargó con cuidado para reacomodarla sobre la almohada y dándole un tierno beso

en la frente, le dijo:

–Gracias por haberme traído este regalo del cielo.

Besó a la pequeña que continuaba succionando y se retiró.

Georgiana se puso de pie al ver que su hermano había salido de la habitación, con el semblante

completamente transformado a como lo tenía en el momento en que ingresó a la pieza para ver a su mujer.

–¡Veo que Lizzie está mejor! ¿Podré saludarla?

–Sí, solo unos momentos. Recuerda lo que dijo tu marido, tiene que descansar y no hacer esfuerzos. Está

sumamente adolorida, pero quiere ver a los niños.

–Yo me encargo de traerlos, ve con tu amada y consiéntela para que no se enoje otra vez –dijo, aludiendo a

la breve explicación que Darcy le dio por no encontrarse con su esposa cuando ella arribó.

La Sra. Reynolds llegó con la comida para su ama en una charola y Darcy se acercó.

–Yo se la llevaré, gracias. ¿Debe tomar alguna medicina?

–Sí señor. Están sobre la mesa, junto con las indicaciones del médico.

–Pídale por favor al Sr. Churchill que traiga la cuna que está en mi habitación y mi ropa de dormir… y

discúlpeme con la Srita. Mary y con la Sra. Bingley, cenaré con mi esposa.

–La Sra. Bingley ya se retiró señor, dijo que vendría mañana –indicó sintiendo tranquilidad al ver que los

señores se habían arreglado.

–Gracias. Si la necesito la llamaré.

116

La Sra. Reynolds hizo una venia y se retiró, Darcy se introdujo a la alcoba destinada para invitados

encontrando a su mujer dormida con la criatura en brazos, caminó sigilosamente para colocar la charola

sobre la mesa, tomó las indicaciones del médico y se sentó en el sillón.

–Ven, siéntate a mi lado y no te olvides de tus obligaciones como marido –espetó Lizzie, aún con los ojos

cerrados.

–Y ¿cuáles son esas obligaciones que parece que estoy olvidando? –indagó acercándose y tomando asiento

junto a ella, alegrándose de que su mujer mostrara un mejor estado de ánimo.

–Decirme lo mucho que me amas.

–Te amo con toda mi alma –indicó besándola en la mejilla.

–Besarme… –murmuró deseosa, recibiendo a cambio tiernas caricias en los labios seguidas de un beso

apasionado–. Pensé que nunca más me besarías –comentó con cierta tristeza en la voz.

–Alégrate como yo de que estabas equivocada. Vamos –indicó acariciando su rostro–, no quiero que

Georgiana y los niños te vean afligida. Finalmente todo acabó bien –afirmó besándola, deseando que sus

palabras fueran certeras y que el escollo que tanto temía no se hiciera realidad–. Otra obligación que no debo

olvidar, aún con tus besos, es darte la medicina y la comida –murmuró a unos centímetros de ella,

contemplando su dulce mirada.

Darcy se levantó para alcanzar los medicamentos y un vaso de agua y se los dio cuando alguien llamó a la

puerta. Georgiana entró con los niños y con la pequeña Rose, tras recibir la indicación de su hermano, quien

pudo alcanzar a sus hijos que entraron corriendo antes de que se lanzaran sobre su madre, les dio una vuelta

y, tras sonoras risas que robaron una sonrisa a su madre, los colocó lentamente sobre la cama para que la

saludaran y conocieran a su nueva hermana.

Los niños admiraron por unos momentos a la criatura, escuchando el nombre de labios de su padre con las

debidas recomendaciones de que la trataran con delicadeza. Lizzie le tomó la mano a Christopher para que

acariciara la cabeza de su hermana, Darcy hizo lo mismo con Matthew y permitieron que la besaran en la

frente. Georgiana, conmovida por la ternura que expresaban los niños, recibió a Stephany y la paseó por la

habitación mientras Lizzie abrazaba a cada uno de sus hijos y les decía cuánto los amaba y el padre cuidaba

de que su esposa no realizara algún esfuerzo que pudiera perjudicarla. Después de unos momentos Darcy se

llevó a los niños, dejando a las señoras disfrutar de su privacidad mientras la convaleciente se alimentaba.

–Lizzie, tu hija es una preciosidad y será el dolor de cabeza de mi hermano.

Ella esbozó una pequeña sonrisa imaginando lo que les depararía el futuro.

–Rose y Stephany jugarán juntas y luego serán amigas –dijo, recordando los hermosos momentos en los que

se recreó con Jane y con Charlotte.

–Lizzie, quería pedirte una disculpa.

–¿Una disculpa?

–Creo que fui la causante de que tú y mi hermano tuvieran una nueva discusión. Darcy me dijo que estabas

disgustada con él.

–¿Qué fue lo que te dijo?

–Me pareció extraño encontrarlo afuera de la habitación y me dijo que estabas molesta por un malentendido.

No se extendió en la explicación, pero supongo que fue porque le dije que yo sabía sobre los sentimientos

del Sr. Windsor hacia ti y que él te había dado la invitación para la boda de su hermano.

–No te sientas culpable, debí decírselo hace mucho tiempo, se podría haber enterado por ti o por mi familia.

Tras un breve silencio, Georgiana le preguntó sobre Mary y su compromiso y Lizzie le platicó lo que sabía,

omitiendo los detalles en los cuales su esposo había sido mencionado en la confesión de su hermana.

Cuando Darcy regresó, acompañado por el Sr. Churchill que traía la cuna y la cena, Georgiana se despidió y

se retiró. Darcy cerró la puerta y se giró, contemplando por unos momentos a su esposa con la niña en

brazos, sintiendo una paz en su interior que hacía varias semanas no percibía, y sonrió. Lizzie amamantaba a

su pequeña y la miraba llena de ternura rozando su delicado rostro, emitiendo una dulce canción como un

murmullo que acariciaba sus oídos.

Lizzie guardó silencio y dirigió su vista encontrándose con la de su marido, quien emprendió el paso para

sentarse a su lado, se acercó para besarla en la frente, en las mejillas, en la barbilla, al tiempo que decía que

la amaba mientras ella cerraba los ojos y disfrutaba del momento, dándose cuenta una vez más la gran

necesidad que tenía de él.

Darcy se separó y contempló a su mujer, quien le dijo después de unos momentos:

–¿Por qué te has detenido?

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–No quiero que te canses de mí, porque yo podría pasar mi vida besándote.

Lizzie sonrió.

–Entonces te concedo unos minutos más, tampoco quiero que se enfríe tu cena.

–Teniéndote a ti, eso carece de importancia –afirmó besándola tiernamente en los labios y continuó con la

importante labor en sus mejillas, en sus ojos, hasta que sintió su respiración acompasada.

Retiró a la pequeña de sus brazos, la colocó en la cuna y cargó a su mujer acostándola debidamente para que

pudiera descansar. Sabía que esa noche sería la primera de muchas desveladas para ambos, por lo que cenó y

se preparó para dormir.

Cuando Georgiana regresó a su casa, el Sr. Clapton indicó a su ama que tenía una visita en el salón

principal: el Sr. Fitzwilliam. Ella agradeció y le entregó su capa.

–¿Bruce? ¡Oh! Debo disculparme contigo –indicó al tiempo que él se acercaba para tomar sus manos y

escucharla–. Falleció el Sr. Willis, amigo de mi hermano y luego hoy, ¡nació la nueva sobrina!

–Sacre Dieu! Entonces ¿fue niña?

–Sí, es preciosa. Pero con todo esto ni siquiera te pude mandar una nota para avisarte. Supe que viniste ayer.

–Vine porque estaba preocupado por ti y por tu situación, mon coeur –dijo sin soltar sus manos.

–¿Georgiana? –indagó Donohue–. ¿Bruce Fitzwilliam? –cuestionó sin ocultar el enfado en la voz.

–¡Patrick! –exclamó soltándose rápidamente, nerviosa de que los hubiera sorprendido–. Le decía a Bruce

que la hija de Darcy ya nació. ¿Te quedarás a cenar? –indagó viendo a su primo.

–Non! Solo venía de pasada para ver cómo estaban –indicó lamentándose por la llegada del señor de la casa–

. Tengo otro compromiso –aseguró mintiendo, para evitarle problemas con su marido, esperando que otro

día hubiera oportunidad de hablar con ella a solas.

–¡Oh!, es una pena –lamentó de forma notable, pensando que si veía que tenían una relación afable como

pareja, sabría que se habían reconciliado.

Georgiana se acercó a Donohue y lo tomó del brazo cariñosamente.

–Entonces tal vez pueda ser mañana, ¿te parece bien Patrick? –inquirió con una sonrisa mientras el doctor

asentía endureciendo la expresión.

–No quiero ser una molestia –dijo, viendo irresolución en el señor de la casa.

–Por supuesto que no, ¿contamos contigo?

–Merci –indicó haciendo una venia para despedirse y se marchó.

Georgiana se colocó enfrente de su marido y rodeó su cuello con los brazos invitándolo a abrazarla.

–¿Cómo estuvo tu día?

–Agotador.

–Entonces cenaremos en la alcoba. ¿Estás molesto por la invitación de mi primo?

Donohue frunció el ceño.

–Sabes que puedes invitar a quien tú quieras.

–Me gustaría que se conocieran más, que pudieran labrar una amistad. Es mi primo y le tengo cariño, es

buena persona aunque sea un aventurero.

–¿Y desde cuándo te llama “mon coeur”?

–¡Oh!, desde pequeña, él es así. ¿Acaso estás celoso?

Donohue respiró profundamente, reconociendo que no le gustaba la forma en que ese hombre la observaba y

que lo carcomían los celos cada vez que lo veía con su mujer.

Georgiana acercó sus labios y lo besó tiernamente.

–Te extrañé mucho.

Donohue sucumbió a sus encantos y se apoderó de su boca, estrechándola más contra sí, sintiendo una

enorme necesidad de su cercanía. ¡Cuánto la había echado de menos! La alzó en brazos, la llevó a la alcoba

entre besos y risas, la depositó en la cama y cerró la puerta con llave.

–Pensé que habías dicho que estabas agotado –dijo Georgiana con una sonrisa seductora mientras observaba

a su marido despojarse de su levita, del chaleco, del moño, de la camisa, robándole un suspiro por la vista

que podía apreciar.

Él colocó las rodillas sobre la cama y se acercó a ella gateando, como acechando a su presa, mientras ella se

reía sintiendo el corazón desbocado. Al llegar a su altura la besó profundamente, con un sentido de posesión

y una avidez que la dejó sorprendida y feliz al ver la forma en que la amaba. Haber hablado con él aquella

118

tarde había sido la decisión más difícil de su vida, pero también la mejor, después de haber aceptado ser su

esposa.

–Eres el bálsamo de mi existencia –murmuró Donohue apenas separando los labios.

–Nunca más vuelvas a alejarte de mí.

Donohue la besó desenfrenadamente.

Los intentos de Georgiana por hacer la cena agradable fueron satisfactorios para ella. Donohue se

encontraba en casa cuando Fitzwilliam arribó, por lo que ella estuvo todo el tiempo al lado de su marido,

demostrándole afecto con una mirada, una sonrisa, un comentario afable, un roce de sus manos.

Continuamente mostró alegría y tranquilidad en su trato y llevó una conversación agradable con su marido y

con su invitado, tratando de que ellos estrecharan lazos.

Sin embargo, Fitzwilliam estuvo receloso de su comportamiento y la observó con atención, sabiendo que

Georgiana era fácilmente presa del engaño de las personas y, por lo que sabía de su marido, tenía fama de

ser muy admirado por las londinenses debido a su trato excepcionalmente cortés y atento, además de ser

muy apuesto y excelente médico. Quería evitar a toda costa que su querida prima fuera presa del engaño y su

instinto protector se incrementó pensando en que tenía que escarbar en el asunto hasta sus últimas

consecuencias: si Donohue estaba siendo infiel, él lo descubriría. Desechó por completo la idea que le había

cruzado por la cabeza de emprender nuevamente el viaje sabiendo que no podía escapar toda la vida, tenía

que permanecer en Londres para estar al lado de su amada prima, que le había robado toda su admiración y

su tranquilidad. Había descubierto por fin lo que buscó durante toda la vida, lo había tenido siempre al

alcance de la mano… hasta ahora que los separaba un compromiso. En cuanto desenmascarara al embustero,

él tendría la oportunidad de ganarse su confianza y su afecto.

Por otro lado, Donohue usó toda su fuerza de voluntad para permanecer en la cena y portarse con cortesía

ante el invitado de su mujer. Georgiana no dejó de tomarlo en cuenta como su marido, eso no podía

reprochárselo, pero la atención que acaparaba de Fitzwilliam era notable, aun cuando él trataba de sacarle

conversación para cumplir con el deseo de su esposa y para desviar su vigilancia. Además, sabía que era

importante para Georgiana, desde que se habían casado el primo desaparecido había ocupado un lugar en la

conversación, lo evocaba en sus recuerdos con tal añoranza que llegó a incomodarlo y agradecer su

ausencia. Ahora había regresado y maldecía la hora en que había tomado esa decisión. Tal vez era cuestión

de tiempo que la admiración que Georgiana le guardaba desde niña se convirtiera en desilusión al ratificar

que era un vividor, incluso así, le enfurecía que se mostraran tan cercanos.

Aun con su molestia, Donohue correspondió a las muestras de cariño que su esposa le propinaba y trató de

olvidar su enojo en cuanto ella quiso agradecerle su cooperación seduciéndolo en la alcoba, deseando que

pronto pudieran encargar a Rose en casa de los Darcy para escaparse del mundo. Aquella plática había dado

paso a una mujer que ahora adoraba, más segura de sí misma, aunque con una inocencia que lo seguía

cautivando. Esa inocencia que la estaba poniendo en peligro.

CAPÍTULO XIX

Darcy estuvo pegado a su mujer día y noche durante las siguientes tres semanas, no dejaba que moviera un

dedo sin su supervisión para evitar que se lastimara o dificultara la curación de la herida. La Sra. Reynolds y

su hija se encargaban del aseo de su ama cuando el médico lo autorizaba sin moverla de su lecho, usando

una manta de cuero para cubrir la ropa de cama, una esponja con jabón y agua, procurando no mojar los

vendajes, los cuales eran retirados por el médico todos los días para revisar la lesión y desinfectarla con

alcohol antes de ser cubierta por un paño limpio. Darcy intervenía únicamente cuando había que cargarla,

después de ser debidamente tapada, para que retiraran los accesorios del baño.

Donohue explicó que su convalecencia podría durar dos meses y pidió a su paciente absoluto reposo,

alimentación balanceada, oportuna medicación y descanso adecuado a pesar de las desveladas que eran

necesarias para alimentar a su bebé, por lo que aprovechaba las siestas de su pequeña para dormir, siempre

acompañada de Darcy, quien dedicaba esos momentos a escribir las cartas pendientes. Afortunadamente

Bingley había regresado a atender los asuntos en Derbyshire y el Sr. Boston estaba en Londres. Los únicos

momentos en que Darcy aceptó retirarse a su despacho fue cuando la Sra. Gardiner fue a felicitar a su

sobrina y la breve visita que le hizo Jane un día después de la cesárea.

119

Lizzie, contra todo pronóstico, no se quejaba de tanta atención ya que se sentía muy adolorida por el

nacimiento de su hija y por la lactancia, además de los días de depresión que atravesó y que le parecieron

eternos, aun cuando sabía que era normal y pasajero cualquier pretexto era bueno para llorar, recibiendo el

generoso consuelo de su marido. Por tal motivo, Lizzie se retrasó varios días para escribirle a su madre

comunicándole la noticia, sin embargo, no tardó en recibir carta de Jane a su regreso a Derbyshire, de los

Sres. Fitzwilliam, de los Sres. Donohue, de Charlotte y de los Sres. Windsor, así como felicitación de Bruce

Fitzwilliam por boca de Darcy y un ramo de flores precioso, ya que él y Georgiana habían propalado la

noticia a sus amistades.

Los niños fueron atendidos por la Srita. Madison, Mary y Georgiana –cuando iba de visita–, todos los días

acompañaban a su madre y su hermana por un rato, hasta que su padre consideraba prudente,

desgraciadamente sin recibir queja de su esposa, causándole mayor preocupación.

El Dr. Donohue lo tranquilizaba diciéndole que la herida iba sanando adecuadamente, que las molestias eran

normales teniendo en cuenta el difícil nacimiento y que habían evitado con éxito alguna infección o

hemorragia que pudieran complicar peligrosamente su salud, aunque en otro aspecto no podía darle sosiego,

solo el tiempo podría decidir lo que les esperaba y, por supuesto, era fundamental una buena recuperación.

Aunque intentaba visitar a Lizzie en cada oportunidad, uno de esos días Georgiana se quedó en casa debido

a la lluvia que caía. Había bajado la temperatura notablemente desde el día anterior y prefirió resguardarse

para evitar que su hija enfermara con la salida, aunque se sentía muy preocupada por Lizzie y su lenta

mejoría. Tras haber desayunado con su marido y despedirlo en la puerta, se dirigió con su hija a la pieza que

había dispuesto para que gateara y jugara libremente, y en donde ella practicaba su nuevo instrumento.

A los pocos minutos, la puerta sonó y entró el ama de llaves para anunciar una visita, Sir Bruce Fitzwilliam,

por lo que Georgiana le encargó a su hija y se dirigió al salón para recibirlo.

–¡Bruce! ¡Qué gusto que hayas venido!

–Pensé que no te encontraría.

–He recibido todos los días tu tarjeta y me apena tanto que no me hayas encontrado.

–Me dijeron que habías ido con los Darcy –dijo mientras la anfitriona tomaba asiento y le ofrecía el té.

–Sí, he salido para visitar a Lizzie y a Stephany. Mi hermano está muy preocupado por su recuperación y yo

también, estuvo muy delicada. Deberías ir a verlo para ofrecerle tu apoyo.

–Fui una vez para felicitarlo y llevar unas flores a su señora, pero me pareció que prefería estar con su

mujer, estaba muy ausente y solo me concedió unos minutos.

–No es para menos, mi marido dice que Lizzie sufrió mucho durante el nacimiento, se ha sentido muy

adolorida y su convalecencia será más larga de lo normal.

–Si el Dr. Donohue la está atendiendo, entonces pronto se pondrá bien. Escuché que ha sacado adelante a

muchas de sus pacientes, aun cuando su especialidad es la cardiología. Tengo entendido que sus pacientes

son, en su mayoría, mujeres.

–Él me ha dicho que recibe a cualquier persona que necesite de su ayuda, sea hombre o mujer, infante o

adulto, rico o pobre, y que les proporciona la misma atención. Sé por experiencia que a sus pacientes del

sexo femenino las atiende con todo respeto.

–¿Acaso fuiste su paciente antes de ser su esposa? –indagó sorprendido.

–Sí, cuando caí de la escalera hace varios años.

–Sacre Dieu! ¿Te caíste de la escalera? –preguntó azorado.

–Me caí, me pegué en la cabeza, estuve inconsciente y en peligro de muerte. Cuando recobré la consciencia

no recordaba y todo el tiempo me atendió hasta lograr mi recuperación.

–¿Por qué nadie me lo había dicho? –reclamó molesto–. ¡Si lo hubiera sabido, habría regresado de

inmediato!

–Tal vez la carta de Darcy o de Ray no te llegó, como otras tantas.

–Georgie, siento tanto lo que me dices… Sin embargo, no puedo imaginarme a Darcy permitiendo que te

atendiera estando a solas, te aseguro que siempre estuviste acompañada por alguna doncella.

–Ciertamente, estuvieron Lizzie o mi hermano.

–Está claro que la atención que ofrece a las mujeres le ha redituado enormes beneficios –espetó aliviado

observando la hermosa estancia–. Me han dicho que el segundo sector que más prefiere de sus servicios son

los infantes, evidentemente llevados por sus madres. ¿Te has preguntado la razón? Por eso, más de la mitad

120

del tiempo que pasa en el consultorio lo invierte en atender a las damas, de una o de otra manera y, por lo

que sé, las atiende sin carabina, a diferencia de tu caso.

–Si son damas, entonces no tenemos de qué escandalizarnos, además de que siempre hay alguien en el

consultorio, por lo menos los otros médicos o el velador.

–Ojalá todas fueran damas, también atiende a mujeres de dudosa reputación en el consultorio o a domicilio,

ya que él es de los únicos médicos de la alta sociedad que accede gustoso a visitar cualquier barrio de

Londres. Dices que nunca se queda solo en la clínica, pero no sabes si en las casas en donde lo reciben para

atender a alguna paciente está debidamente escoltado, me atrevería a decir que eso no les importa.

–Bruce, yo sé que en este mismo lugar te expresé algunas dudas…

–Que comparto totalmente contigo y, por lo mismo, estoy muy preocupado por tu situación…

–¡Bruce!, discúlpame que te haya puesto en estas circunstancias sin necesidad, yo… yo estaba muy

confundida aquel día… pero he hablado con mi marido y nos hemos arreglado.

–¿La infidelidad tiene arreglo?

–¡Patrick no ha sido infiel, todo fue una confusión!, tal vez por falta de comunicación o… –titubeó

mostrando cierta inseguridad en su argumentación, ya que se avergonzaba de los recelos que había sentido.

–Entonces te convenció de su inocencia. Georgie, chéri, es muy fácil decirle a una mujer lo que quiere

escuchar, palabras de amor y de fidelidad que se las lleva el viento, bellos discursos que no nacen del

corazón.

–Y supongo que hoy tengo que agradecerte que hayas roto tus hábitos y me hayas dicho lo que, según tú, es

la cruda realidad.

–Es la verdad Georgie, y lo digo porque te quiero y me importas demasiado para permitir que seas presa de

un engaño. Quiero protegerte porque deseo tu felicidad, pretendo que te sientas amada y apoyada como te

mereces.

–¿Acaso has visto a mi marido con su amante? –indagó con los ojos llenos de lágrimas, sintiendo un

profundo dolor por la incertidumbre.

–No, pero hay muchas casualidades que alimentan mis sospechas. Mi necesidad de ayudarte sí nace del

corazón.

–¿Cuáles casualidades?, ¿cómo lo sabes?, ¿acaso lo has seguido?

–En algunas ocasiones. He preferido contratar el servicio de un investigador para evitar que me sorprenda.

Georgiana guardó silencio, debatiéndose si confiar en su primo o no, ya que en el pasado había sido muy

lastimada por el engaño de Wickham y solo gracias a su hermano pudo darse cuenta de las verdaderas

intenciones de ese hombre, percatándose de que ella no había tenido la capacidad de desvelarlo, “¿qué

pasaría si ahora está sucediendo lo mismo con Patrick?”, pensó angustiada.

–Pero, ¿cómo has podido? –murmuró al fin.

–Georgie, lo hago por tu bien. Además, no deberías molestarte, más si sabes que Darcy ha hecho lo mismo.

Ambos estamos preocupados por la misma situación, no soy yo el único receloso –explicó enjugando su

rostro.

–¿Se han puesto de acuerdo?

–De ninguna manera –declaró tomando sus manos con delicadeza–. Mi investigador, como resultado de su

trabajo, me informó que Darcy contrató a su competencia para el mismo objetivo. Lo están siguiendo de

forma independiente, por lo que podremos saber la verdad por un lado u otro.

–Y cuando sepas la verdad ¿qué vas a hacer?

–Por supuesto que hablar contigo y apoyarte en todo lo que necesites.

–Pero… si él… me he sentido profundamente amada desde que hablamos –confesó en medio de su sollozo–,

no puedo creer que todo sea mentira, no concibo la idea de que pueda tener otra mujer.

–Georgie, recuerda que un hombre puede ser un gran amante sin necesidad de mezclar los sentimientos, lo

físico se puede quedar en lo físico y lo emocional en lo emocional, perdona mi franqueza pero puede hacerte

el amor con pasión y estar enojado contigo. En cambio, las mujeres siempre mezclan todo y piensan que los

hombres también lo hacen.

–Supongo que por eso somos presa del engaño –dijo, avergonzada por el rumbo que había tomado la

conversación.

–Sin mencionar a los hombres que dicen estar locamente enamorados de sus esposas y que las engañan por

necesidad, tú sabes... Lo siento mucho Georgie –indicó con emoción, sabiendo lo duro que eran sus

palabras–. Quiero decirte que he decidido quedarme a tu lado hasta que tu situación se restablezca.

121

–¿Cómo se restablecerá? –indagó con zozobra, sin saber lo que le depararía el futuro.

–Como tú decidas hacerlo, en cuanto sepamos lo que realmente está ocurriendo. Sabes que tienes el apoyo

incondicional de tu hermano y el mío y me quedaré en Londres el tiempo que me necesites.

–¿Esta vez no me abandonarás?

–Non, por supuesto que no.

–Supongo que hoy que regrese Patrick hablaré con él.

–¡No!, si hablas con él lo pondrás sobreaviso, seguramente te envolverá con hermosas palabras y no

podremos averiguar nada después de eso. Debes portarte como si esta conversación no hubiera tenido lugar.

–Me pides un imposible, entiende que yo lo amo y todo esto me lastima insondablemente.

–Te comprendo mejor de lo que te imaginas.

–Bruce, has estado con tantas mujeres, no sabes lo que es el verdadero amor.

–Creo que por fin lo he descubierto, solo espero que no sea demasiado tarde.

–Entonces tienes dos razones para permanecer en Londres, empiezo a creerte cuando dices que te quedarás

una larga temporada.

–Prefiero regresar a Matlock, llevarme a la mujer que amo y a su… enfant… y protegerla por el resto de mis

días, pero todo a su tiempo.

–¿Su enfant?, es muy loable de tu parte.

Georgiana se sintió desolada desde que su primo se marchó, estuvo con su pequeña tratando de ocultar sus

lágrimas y se retiró a descansar temprano, sin cenar, aun cuando acostumbraba esperar la llegada de su

marido cuando este se retrasaba, so pretexto de un dolor de cabeza.

Cuando Donohue regresó entrada la noche, la encontró descansando y, sin perturbar su sueño, la besó

tiernamente en la frente mientras ella se debatía en su interior si abrazarlo y echarse a llorar o reprimir sus

emociones y simular una tranquilidad que no sentía.

Antes del amanecer, la “despertó” y le hizo el amor con adoración provocando que ella sollozara, pero no

por el placer recibido –como en otras ocasiones– sino por la tristeza que inundaba su corazón, por aquel

amor que ahora pensaba perdido y que la había hecho tan feliz. Ella lo recibió y lo abrazó sin reservas, le

entregó su corazón y todo su ser con la esperanza de borrar esas palabras que tanto le habían hecho daño y

que rogaba para que fueran falsas. Él enjugó sus lágrimas con besos y le susurró palabras de amor que en

otro momento la habrían emocionado, pero ahora la empujaban a un abismo recordando que no podía

revelarle la razón de su congoja.

Agradeció cuando él se quedó dormido sin percatarse de su inseguridad y, al despertarse, él ya se había ido,

dejándole una cariñosa nota que le habría robado una sonrisa en otras circunstancias:

“Mi amada Georgie: Perdona mi apasionamiento, pero te extrañaba. Regresaré hasta la noche. Siempre tuyo,

Patrick”.

Después de desayunar con su hija, recibió otra visita de su primo, quien estaba muy preocupado por el

estado de ánimo en el que se encontraba y le preguntó sin rodeos cuando estuvieron a solas:

–¿Cómo te fue con tu marido?

–Ayer me retiré temprano y él llegó tarde, luego… –guardó silencio debatiéndose interiormente si debía

continuar o reservarse lo que había pensado desde que se despertó.

–Georgie, tú sabes que puedes confiar en mí, puedes decirme lo que te atormenta.

–Luego… me buscó para tener intimidad y… fue maravilloso, pero no dejé de llorar –se interrumpió

apenada por lo que se había atrevido a decir, sin percatarse de que su primo endureció la expresión.

–He escuchado que algunas veces pasa –espetó con la voz más grave de lo normal, sintiéndose hervir por los

celos al saber que había sido suya otra vez, aun cuando estaba en todo su derecho.

–¿Has escuchado? –indagó sin entender.

–Ninguna mujer ha llorado por el placer que les proporciono.

–Cuando ames y te amen profundamente, tal vez cambien las cosas, pero en esta ocasión la razón de mi

llanto era diferente.

–¿Y preguntó por la causa de tu tristeza?

–No, eso… me sucede con cierta frecuencia, pero no sé si podré simular tranquilidad a la luz del día. ¿Cómo

podré reír o mostrarme ecuánime si sé que su amor puede ser una mentira? ¿Cómo podré sentirme en paz

después de resucitar mis sospechas y leer la nota que me dejó en mi buró? –inquirió con la voz entrecortada,

lamentándose por llegar otra vez a las lágrimas.

–¿Qué nota?

122

Georgiana la sacó del bolso de su vestido y se la mostró para que la leyera.

–Sé que es una situación difícil pero debes procurar simular bienestar, él no debe enterarse de que está

siendo investigado, cambiaría su conducta para no ser descubierto, él no quiere perderte…

–¡Yo tampoco lo quiero perder!

–Entonces, ¿podrías tolerar su infidelidad para conservar su afecto?

–¡No, claro que no! Pero, ¿y si tus sospechas son falsas? Ya lo acusé de adulterio una vez y me aseguró que

era inocente, si sabe que sigo desconfiando de él tal vez ahora sí lo pierda.

–También por eso debes reservarte tus recelos y portarte con la mayor naturalidad posible.

La puerta sonó y Georgiana permitió el paso tras enjugarse el rostro con el pañuelo, esperando que su

turbación no se reflejara. El mozo se disculpó y entró el Sr. Clapton con un arreglo floral precioso que

contenía una nota dedicada para la Sra. Donohue.

–Me han solicitado que se entregue a la brevedad señora –dijo, colocándolo sobre la mesa mientras su ama,

sorprendida, se acercaba para revisar el escrito:

“Gracias por tu confianza. Te amo, Patrick”.

–Son preciosas, ¿quién te las manda? –indagó Bruce cuando el mayordomo se retiró, tratando de sonar lo

más natural que pudo controlando la ira que sentía.

–Patrick –murmuró guardando la nota en la bolsa de su vestido y pasando el pañuelo por los ojos.

Bruce, al ver que ella no quería compartir el contenido de la nota con él, se despidió y se retiró,

prometiéndole que repetiría pronto su visita.

Donohue fue a ver a la Sra. Darcy a medio día esperando que estuviera su mujer, pero no la encontró a pesar

de que el clima había mejorado. Se había quedado preocupado desde que se percató de cierta melancolía en

los sollozos de su esposa mientras la amaba y cuando –entre sueños– la escuchó llorar, situación que

confirmó al despertarse y notar su pecho y el rostro de Georgiana mojados. Luego, el Sr. Clapton le informó

que había recibido una visita de su primo y que se había mostrado indispuesta desde entonces.

Observó que la herida externa de su hermana ya había cicatrizado, por lo que consintió, a petición especial

de su paciente, que tomara su primer baño en tina desde la intervención, aunque tomando en cuenta varios

cuidados para evitar que se lastimara. Había mandado las flores a su esposa deseando provocar una sonrisa

en su rostro, pero no había podido regresar a Curzon para saber si se encontraba mejor. Dilató lo más posible

su presencia en la casa Darcy con la intención de esperar el arribo de Georgiana, quería descubrir la razón de

su angustia y consolarla, si era necesario, llevándola a la alcoba donde la había atendido cuando tuvo su

accidente, donde le confesó su amor por primera vez y donde habían platicado como nunca se imaginó poder

hacerlo con una mujer mientras ella se recuperaba. Quería besarla hasta borrar la tristeza de su corazón,

hasta ver la chispa de alegría en sus ojos, amarla hasta llevarla al cielo para darle la seguridad de su amor.

Sin embargo ella no llegó y antes de retirarse el Sr. Darcy recibió una nota en donde su hermana se

disculpaba por su ausencia debido a que se sentía indispuesta.

Decidió entonces hacer una escala en Curzon para ver cómo se encontraba, pero al llegar a la mansión lo

esperaba un muchacho que lo había ido a buscar para atender una emergencia. Era feliz con su profesión,

pero a veces era una monserga.

Cuando Darcy ya tenía el baño listo para su señora, se acercó a ella, que estaba sentada en una silla, le quitó

la bata y la venda que cubría la herida y la cargó despacio para colocarla en la bañera mientras ella se

recargaba en su hombro destapado. El vapor saturado de lavanda la relajó inmediatamente y cerró los ojos

para aspirar al tiempo que sentía caer agua en sus cabellos y la mano de Darcy que iniciaba su delicioso

masaje en la sien.

–Lástima que todavía no me puedas acompañar en el baño, pero esto es delicioso –suspiró Lizzie,

advirtiendo que su marido prolongaba su tarea por más tiempo.

Tras haber generado abundante espuma, Darcy llenó nuevamente el aguamanil y lo derramó con cuidado

sobre su cabeza para enjuagarla, respirando hondamente para lograr también su relajación. Sabía que verla

desnuda iba a ser sumamente difícil para él, pero temía que los frágiles brazos de la Sra. Reynolds o de Mary

no pudieran sostenerla y se lesionara. Cogió la esponja para llenarla de jabón cuando sintió la atenta mirada

de su esposa.

–¿Usarás la esponja? Sabes que prefiero tus manos.

123

Definitivamente esto era una tortura, aunque tenía que reconocer que podía usar cualquier pretexto ante los

demás, sabía a la perfección la razón por la cual la estaba ayudando, él lo disfrutaba igual o más que ella y

tal vez…

–Está muy sonrojado Sr. Darcy, ¿ya se acaloró? –indagó Lizzie mientras él la aseaba circunspecto.

–Sabes que el agua no es la causante de mi estado –indicó regresando la mirada a sus ojos.

Lizzie se incorporó un poco para sentarse, cogiendo la orilla de la tina con sus manos, y acercarse a su

esposo.

–¿Qué haces? –preguntó Darcy preocupado.

–Quiero besar a mi esposo, ya que lleva días sin besarme, ¿puedo? –dijo rozando sus labios contra los de él,

dándole pequeños besos para luego sentir que la pasión lo dominaba y la abrazaba, al tiempo que

profundizaban en sus besos y el contacto de su piel lo enloquecía.

Ella se dejó llevar disfrutando como hacía mucho no se lo habían permitido.

–No puedo más –declaró él cuando se separó jadeando para recuperar el aliento, al tiempo que su mujer lo

volvía a besar.

Darcy, haciendo uso de toda su fuerza de voluntad, sintiéndose arder por dentro con toda la necesidad de

continuar, dejó su abrazo y la separó con sus manos.

–Perdóname Lizzie, pero no se puede.

Él se puso de pie y caminó hacia la ventana, donde permaneció en silencio por unos minutos, luchando

contra sus deseos y recordando lo que era mejor para su esposa y su familia.

Luego volvió y la tomó en sus brazos para colocarla sobre la silla, cubrirla con el albornoz y llevarla hasta la

cama, donde le dijo con la voz todavía afectada por la excitación:

–Espero que comprendas que ya no podré acompañarte en tus baños, le pediré a la Sra. Reynolds que te

ayude.

Dicho esto, se retiró, dejando a su esposa sin habla.

Darcy apenas pudo continuar su paso hacia el vestidor, tras haber soportado un intenso dolor, donde se mojó

la cara, se secó y se puso la camisa y el chaleco. Se sentó en el sillón y pasó las manos entre su cabellera

lamentándose lo que había ocurrido, él se había puesto en esa situación y había caído en la trampa, esperaba

que su mujer lo comprendiera y no se sintiera ofendida. ¿Y si esto se volvía permanente? Se puso de pie

tratando de alejar esos pensamientos de su cabeza, lo único que lograban era aumentar su angustia. Tocó la

cadena de la campana para llamar al servicio y se puso el moño y la levita. Cuando la Sra. Reynolds tocó a

la puerta, él fue a abrir bajo la atenta mirada de su mujer y le dio instrucciones de atender a la señora en lo

que necesitara hasta su regreso.

Bajó rápidamente las escaleras para dirigirse a los establos, tal vez una visita al club de esgrima lo ayudara a

relajarse. Llegando a las caballerizas, tomó su caballo y subió.

–Sr. Darcy, permítame que le coloque su silla.

–No Sr. Peterson, así me lo llevo –dijo, pensando en que no quería recibir más estimulación por ese día.

Lizzie fue auxiliada por la Sra. Reynolds y pasó la jornada recibiendo la acostumbrada visita de sus hijos y

Mary, quien se extrañó al no encontrar a su cuñado en la casa. Lizzie lo disculpó diciendo que había tenido

que salir por asuntos de negocios, deseando que pronto regresara para aclarar las cosas: ella no había querido

que se sintiera de esa manera, sabía que todavía no estaba recuperada pero lo extrañaba mucho, a pesar de

que había gozado de su compañía esos días.

Después de bañar a Stephany y amamantarla, el Sr. Churchill tocó a la puerta para traer el té a la señora.

Lizzie se cubrió adecuadamente mientras la Sra. Reynolds atendía.

–Gracias Sr. Churchill –indicó Lizzie cuando el servicio estuvo colocado–. ¿El Sr. Darcy ya ha regresado?

–Sí, señora. El Sr. Boston lo estaba esperando y se introdujo en el despacho.

–Entonces, ¿de quién es ese carruaje? –indagó señalando a través de la ventana, sabiendo que el Sr. Boston

siempre llegaba en su caballo.

–De las personas que lo acompañaban.

–¿Qué personas?

–El Sr. Coven, abogado del Sr. Willis, y la señora.

–¿La Sra. Coven?

El mozo carraspeó nervioso y respondió:

–Me parece que era la Sra. Willis.

124

–¿La Sra. Willis?, ¿la Sra. Willis está en la casa? –inquirió azorada–. ¿Cuánto tiempo llevan en el despacho?

–Tres horas –respondió con inseguridad.

–Sra. Darcy, creo que las visitas ya se retiran –interrumpió la Sra. Reynolds al ver la reacción de su ama,

preocupada por su agitación y divisando el carruaje que iniciaba el paso.

–Sr. Churchill, por favor dígale a mi marido que me gustaría tomar el té en su compañía.

–Enseguida, Sra. Darcy –respondió haciendo una venia y se retiró.

Lizzie cargó a su pequeña para que repitiera y se despertara para continuar dándole de comer en cuanto su

marido se presentara.

Minutos más tarde, alguien tocó a la puerta y entró Darcy. La Sra. Reynolds se retiró, tras haber terminado

de servir las tazas mientras su amo entraba y saludaba a su mujer. Darcy la besó en la frente y acarició

delicadamente la mejilla de su hija que estaba comiendo, emitió un profundo suspiro y se sentó a su lado.

–¿Cómo estuvo tu día? –indagó Lizzie mostrando una alegría que en realidad no sentía.

–Bien, ¿regresó el Dr. Donohue?

–No, parece que se presentó una emergencia por lo que vendrá hasta mañana, pero la Sra. Reynolds me

ayudó a colocarme la venda.

–¿Y cómo se ha portado esta pequeña?

–Bien, extrañando al padre, aunque no como yo extraño a mi marido.

–Lizzie, perdóname por mi partida.

–Tengo que reconocer que no esperaba esa reacción de tu parte, tal vez sea bueno que me ponga los

ungüentos que me recomendó la Sra. Churchill para que desaparezca la cicatriz.

–Tu cicatriz no me importa.

–Es posible que quieras que baje más de peso.

–No, no, sabes que no es eso. Recuerda que necesitas alimentarte bien para lograr tu completa recuperación,

eso es lo más importante.

–Para mí también es importante saber que me sigues amando y recibir tu cariño todos los días.

–Sabes que te amo y que me gusta ser cariñoso contigo.

–También entiendo que ya has pasado mucho tiempo conmigo y que tienes que atender tus negocios, no

quiero que te aburras.

–Lizzie, sabes que tampoco es eso. Te pido que comprendas que para mí está siendo muy difícil este tiempo

de espera.

–Darcy, ya pronto estaré bien, pero extraño que me beses como lo hacías antes. Claro que yo también te

puedo besar, pero me gusta más cuando tú lo haces.

Darcy se acercó y la besó tiernamente, tratando de mantener el control a pesar de que quería, necesitaba

verter toda su pasión en su amada, complaciéndose al robarle algún suspiro a Lizzie.

Cuando él se separó, ella tenía los ojos cerrados y una sonrisa mágica, lo miró y acariciando su rostro le

susurró:

–Nunca dejes de besarme.

Él tomó su mano y la besó con cariño, deseando permanecer a su lado.

–Ahora platícame de tu día. ¿Te fue bien en tu cabalgata?

–Sí, también visité el club de esgrima.

–¿Será por eso que hoy te ves más fuerte y apuesto? –indagó sonriendo al ver que su marido se sentía

orgulloso–. ¿Alguna vez me invitarás a ver tus habilidades?

–Cuando el médico te autorice salir, con todo gusto.

–Estuviste mucho tiempo en el despacho, ¿encontraste todo bien?

–Sí… bueno. El Sr. Boston tenía pendiente revisar conmigo algunos contratos y tendré que verme con el Sr.

Robinson para resolver unas dudas.

–¿Qué clase de dudas?

–Unas dudas que surgieron de los contratos que revisamos y que el Sr. Coven le entregó.

–¿Dudas referentes a la fábrica de textiles?

–No… están relacionadas con la fábrica de porcelana.

–¿Quién es el Sr. Coven?

–Es abogado.

–Nunca lo habías mencionado, ¿hace mucho que te presta sus servicios?

–No, en realidad lo he visto pocas veces.

125

–Y… ¿cómo lo conociste?

–Hace ya varios años en alguna reunión de negocios, pero lo dejé de ver hasta hoy.

–¡Qué extraño que hayas recibido su visita! ¿O acaso hubo algún motivo importante?

–Vino para mostrarme unos papeles.

–Los contratos de los que hablabas al principio. ¿Y de qué se tratan?

–¿Desde cuándo mi mujer se interesa tanto en los negocios? Mejor platícame cómo están los niños.

Lizzie bajó la mirada circunspecta, pero tenía que llegar al fondo del asunto.

–En vista de que no quieres profundizar en el tema, te diré lo que quiero saber –espetó, levantando su mirada

penetrante–. ¿Qué hacía la Sra. Willis en la casa, en tu despacho, en una visita que duró tres horas?

Darcy resolló turbado, comprendiendo a qué quería llegar.

–Vino con su abogado, el de su marido, el Sr. Coven, a reclamar sus derechos sobre la sociedad que tenía

con el Sr. Willis.

–¿Sus derechos? ¿Acaso ella tiene derechos sobre esa sociedad?

–Al parecer sí. Por no haber dejado descendencia algunas posesiones del Sr. Willis pasarán a manos de su

legítimo heredero, si bien en su testamento ha dejado a la viuda la propiedad de Lambton y los derechos de

la sociedad de la fábrica de porcelana ya que invirtió el dinero de su dote en el negocio, por acuerdo

matrimonial.

–¡Vaya! Pero supongo que ella estará interesada en que le compres la sociedad y desaparezca de nuestras

vidas.

–Se lo propuse pero no está interesada. Por eso quiero ver al Sr. Robinson lo antes posible. Quiero que

revise esos documentos para demostrar su autenticidad y ver de qué manera podemos proceder: ella quiere

seguir ejerciendo las funciones de su difunto marido y dice su abogado que está en todo su derecho.

–¡Cómo! Entonces al morir su marido, ¿ella será tu socia? –indagó ofuscada.

–Así parece.

–¡Pero habrá alguna manera de sortear esta situación y…!

–Eso lo tengo que ver con mi abogado Lizzie.

–¿Cuándo lo verás?

–Mañana mismo, ya lo mandé llamar con el Sr. Boston.

–¡Cielos! –exclamó cubriendo su rostro con la mano.

–Lizzie, tienes que confiar en mí, suceda lo que suceda con la sociedad, si la veo será por motivos

profesionales.

–Darcy, ¡todo esto es una trampa! ¡Ella no quiere el negocio, te quiere a ti! –increpó.

Stephany despertó sobresaltada por la agitación de su madre. Darcy la tomó en brazos y la paseó por la

habitación mientras Lizzie se cubría llena de zozobra, sabía el peligro que corría su marido y tenía que

mostrárselo claramente.

–¡Darcy, sabes que es una mujer temeraria que no se va a detener ante nada para cumplir sus objetivos, ella

me odia y tú le gustas, me atrevería a decir que le fascinas!

–¿Tú crees que a mí me agrada la idea de que ella sea mi socia? –inquirió viéndola molesto–. Pero tengo que

hablar con el Sr. Robinson, hacer lo necesario de cara a la ley, de lo contrario podría usar cualquier

irregularidad en mi contra en el futuro.

–Entonces te pido que lo resuelvas pronto, no estaré tranquila hasta saber que esa mujer ha salido de

nuestras vidas.

–Por eso mañana lo veré con el Sr. Robinson.

–Y si necesitas ver a esa mujer, aunque sea por motivos de negocios, te pido que estés acompañado de

alguien, no te quedes solo con ella.

Los Sres. Darcy permanecieron en su habitación, recibieron la visita de sus hijos antes de que se acostaran y

cenaron en silencio.

En Curzon Georgiana también cenaba en silencio, sola en su habitación, después de recibir una nota de su

marido avisándole que permanecería cuidando de su paciente, en la casa de la Srita. Ford, ya que su padre

había tenido otro infarto. Aun cuando había deseado no interactuar con él esa noche para evitar que

descubriera su desconsuelo, la alternativa que se le presentaba era inquietante y no durmió sino hasta la

madrugada, resonando las palabras de su primo y las de su marido: “gracias por tu confianza”.

126

CAPÍTULO XX

Darcy se levantó cinco veces para cargar a su hija y llevársela a su madre para que la alimentara, como hacía

desde el nacimiento, pero no pudo conciliar el sueño en toda la víspera. Además del problema con la

sociedad de la fábrica de porcelana, le inquietaba su esposa que no se había logrado acomodar en toda la

noche. Por eso no había querido comentarle nada de esa entrevista, pero había sido inevitable.

Lizzie estuvo dándole vueltas al asunto, incrementando por segundos el intenso dolor de cabeza que había

aparecido poco antes de la cena, deseando que ya amaneciera y que su marido pudiera hablar con su

abogado para encontrar la mejor manera de resolver la situación.

Antes del alba, ambos estaban ya levantados, Darcy se fue a arreglar para salir a cabalgar y Lizzie

alimentaba a la pequeña en su cama. Cuando salió del vestidor se acercó a su esposa para despedirse y la

besó, ella lo sintió ausente, pero sabía lo que saturaba sus pensamientos.

–Darcy, ¿a qué hora verás al Sr. Robinson?

–Temprano, después del desayuno.

–¿Desayunarás conmigo?

–Por supuesto.

–Cuando termines tu entrevista, ¿vendrás a verme?

Él asintió y se retiró cuando la Sra. Reynolds respondió a su llamado para que acompañara a su mujer.

Lizzie cerró los ojos tratando de tolerar el dolor y la preocupación que la invadía.

Darcy almorzó con su mujer mientras Stephany dormía en su cuna. Todo era silencio, excepto el irregular

sonido de los cubiertos. Darcy tenía la mirada baja y Lizzie lo observaba, estaba tan metido en sus

pensamientos que no se había dado cuenta de que se había ataviado con un hermoso vestido, a pesar de que

sabía que debía permanecer en su habitación, quería que su marido se llevara en la mente la imagen de la

belleza que lo había cautivado y animarlo a pensar en que pronto se recuperaría y volvería todo a la

normalidad.

Cuando Darcy se despidió con un beso en la frente, ella lo tomó de la cabeza para guiar sus labios a los

suyos, besándolo amorosamente para compensar lo que tendría que enfrentar en los siguientes minutos, para

que recordara lo que le esperaba a su lado en cuanto terminara su entrevista.

Al separarse ella le susurró:

–Te amo.

Lizzie lo vio marcharse pensando en que probablemente, una vez que se recuperara, tendría que aplicar el

consejo que en alguna ocasión le dio la Sra. Willis para evitar que su marido saliera mucho de casa, pero

desechó esa posibilidad confiando en que todo se resolvería en las próximas horas.

Georgiana llegó a medio día para visitar a su cuñada con la esperanza de poder hablar con ella –si se

encontraba en condiciones– y distraer su mente con el paseo. Quedarse en casa, aun cuidando de su hija,

solo la orillaba a llenarse de pensamientos negativos que la estaban destruyendo, a pesar de que estos

tuvieran una base real: su marido había pasado la noche en casa de la Srita. Ford, sabrá Dios si con la

carabina apropiada, ya que sabía que el padre era viudo y ella era su única hija.

Lizzie estaba acompañada de sus hijos y Mary en la sala que antecedía a su habitación. El pequeño

Christopher la recibió con un abrazo mientras llevaba a Rose de la mano, hasta que se soltó y cayó al suelo

para gatear y llegar más deprisa a su destino: su nueva prima. Georgiana reflejaba una tristeza y un

cansancio que llamó la atención de Lizzie, pero la atribuyó a que posiblemente todavía se sintiera

indispuesta como se los había comunicado los días anteriores. Mary ayudó a subir a Rose en el sillón para

que se sentara y pudiera cargar a Stephany, en cuanto la tuvo en sus brazos le dio un beso en la frente que

conmovió a las señoras.

Lizzie sonrió al ver la escena mientras Georgiana tomaba asiento y le decía:

–Disculpa que no haya venido los días anteriores, ¿cómo has estado?

–Hoy dí mis primeros pasos con el permiso de tu marido.

–¿Patrick vino hoy?

–Sí, hace rato, se veía cansado.

–Pasó la noche fuera de casa atendiendo un paciente.

–Preguntó si hoy habías venido y al saber mi negativa me comentó que iría a verte a Curzon para saber si

estabas mejor antes de regresar a casa del Sr. Ford. Tú también te ves cansada.

127

–Dormí mal anoche… Me alegro de que te haya permitido caminar un poco.

–Me dijo que solo unos cuantos pasos, aunque con ayuda.

–Parece que en esta casa hay un evento. Hay muchos carruajes como para ser las que estamos aquí.

–Darcy ha tenido una reunión de negocios.

–Al parecer vino el Sr. Bingley.

–¿Bingley está aquí? ¿Jane regresó a Londres? –indagó emocionada de poder ver a su hermana nuevamente.

–No lo sé. También está el Sr. Robinson, vi sus carruajes afuera, al igual que el del Sr. Willis ¿no es

extraño?

–¿El carruaje del Sr. Willis? –indagó frunciendo el ceño–. Entonces sí vino esa mujer.

–¿Qué mujer?

–La viuda, que ahora se siente con todo el derecho de venir a ver a mi marido… por asuntos de negocios –

murmuró con el rostro oscurecido.

–¿La Sra. Willis será socia de mi hermano?

–Espero que no por mucho tiempo.

La puerta sonó y Lizzie permitió el acceso, era el Sr. Churchill con alguna correspondencia que llevaba en

una charola de plata para su ama.

–¿Los señores siguen en el despacho? –preguntó Lizzie.

–Sí Sra. Darcy, aunque el Sr. Boston se retiró hace unos minutos. El Sr. Bingley acaba de arribar y me

entregó esto para usted.

–¿La Sra. Willis todavía se encuentra en la reunión?

–Sí señora, con su abogado. También los acompaña el Sr. Robinson.

–Gracias Sr. Churchill, le pido que traiga el té para la Sra. Georgiana y me avise cuando alguien más

abandone el despacho del Sr. Darcy.

El Sr. Churchill se retiró y Lizzie permaneció pensativa por unos momentos viendo a la ventana, con la carta

que recibió en las manos, sin acordarse de ella hasta que Georgiana le preguntó quién le había escrito.

Lizzie, reflejando su desgana, advirtió que era de Jane y la abrió para leerla en silencio, habiendo perdido el

interés por el asunto al saber que la Sra. Willis se encontraba en la casa con su marido, mientras Georgiana y

Mary observaban el juego de los niños.

“Querida Lizzie: Mi marido acaba de recibir una carta del Sr. Darcy para solicitarle que se presente en

Londres lo antes posible, espero que todo sea por asuntos de negocios y que ustedes estén bien. Habría

querido acompañar a Charles para saludarte y cargar otra vez a mi nueva sobrina, pero tuvo que salir con

mucha premura y Henry ha estado con un resfriado desde que arribamos que temo empeore por las próximas

nevadas. Aún así, espero tener noticias tuyas y de Mary, agradeciendo al cielo que hayas arreglado las cosas

con tu marido y que finalmente el compromiso con el Sr. Posset se cancelara aunque haya provocado el

enfado de nuestra madre. Con cariño, Jane”.

Lizzie suspiró y cerró los ojos, llevándose la mano a la cabeza que iniciaba con un nuevo dolor.

–¿Te sientes bien? –preguntó Georgiana.

–Sí, ayer no dormí bien.

–Entonces déjame escoltarte a tu cama para que puedas descansar. Aprovecha que tu bebé está tranquila y

que nosotras estamos con los niños.

–Pero si tú también estás cansada.

–No te preocupes, me ayudará para distraerme y relajarme. Me siento mejor estando aquí.

Lizzie se recostó pidiéndole que le informara de cualquier noticia del Sr. Churchill o de Darcy mientras ella

cerraba las cortinas para que pudiera dormir pero, a pesar de que estaba agotada, no pudo conciliar el sueño.

Darcy por fin veía el último carruaje abandonar su residencia, el de Bingley, cuando la luna ya se encontraba

arriba y las antorchas alumbraban la casa. Había sido un día agotador, frustrante y decepcionante… lo peor

es que no habían resuelto nada. La Sra. Willis y su abogado tenían todo cubierto y se negaba a cualquier

negociación para disolver la sociedad, a menos que el Sr. Darcy decidiera venderla a un precio irrisorio que

equivaldría a cederla y perder lo que había sembrado durante años.

La Sra. Willis, quien había permanecido desde la mañana hasta hacía media hora, además de defender su

posición de socia por todos los frentes con la ayuda de su abogado, explicó lo que esperaba de esa sociedad

y el papel que ella quería ejercer en todo este juego que a Darcy le parecía ridículo. Quería conocer todos los

movimientos que se habían tenido en las finanzas de la empresa desde el inicio del negocio, escarbando

128

todos los detalles –trabajo que requería semanas–, deseaba participar en todas las reuniones que se tuvieran

por asuntos de la fábrica de porcelana, así como estar presente en los viajes que el negocio pudiera requerir,

por lo pronto el próximo viaje a Cambridge que se tenía programado en enero para la inauguración de la

tienda en esa localidad. Darcy había rescindido de asistir por el estado de salud de su esposa, pero el Sr.

Lewis había acordado en posponer un mes la inauguración para que los pudiera acompañar. La Sra. Willis

prácticamente había manifestado su interés de conocer las cartas que desde ese día en adelante se emitieran

o se recibieran, algo que a veces ni siquiera Darcy hacía, ya que confiaba en sus colaboradores. Se

avecinaban días enteros en su compañía, aunque tenía que reconocer que se había comportado con decencia,

al menos hasta el momento, ya sea por la presencia de su abogado o por otra razón.

–Sr. Darcy –interrumpió el Sr. Churchill–. Me pide la Sra. Darcy decirle que lo espera para cenar en su

alcoba.

Darcy agradeció, suspiró profundamente y giró para iniciar el paso. Un paso lento y sigiloso que gritaba para

no continuar, para no subir las escaleras. Sabía lo que se avecinaba, solo esperaba que el Sr. Robinson, tras

revisar detalladamente los documentos, pudiera descubrir alguna salida. Por lo pronto, él tenía que enfrentar

a su esposa.

Entró y observó a su mujer sentada en el sillón, amamantando a su hija. Si supiera la tortura que implicaba

encontrarla de ese modo procuraría cubrirse, aunque tenía que reconocer que parecía una diosa: deseaba

tanto ser él quien estuviera en sus brazos.

–¡Darcy! ¡Por fin han terminado! Debes venir agotado. Le pedí al Sr. Churchill que te sirviera una copa para

que te relajaras.

Él agradeció y tomó de un sorbo el contenido para lograr más que su relajación, se quitó el moño y la levita

y se sentó a su lado.

–¿Cómo les fue? ¿Pudieron resolver el asunto?

Darcy guardó silencio, sintiendo la pesada mirada de su esposa, se recargó en el sillón y cerró los ojos.

–Todavía no y tal vez todo quede como está.

–No entiendo.

–La Sra. Willis es mi legítima socia y quiere darle un seguimiento muy cercano al negocio, desde mañana, a

menos que el Sr. Robinson realice un prodigio.

–¿Cómo? ¡No es posible! –musitó aturdida.

–Yo digo lo mismo, pero no puedo hacer nada.

–¿Qué vas a hacer?

–Continuar con el negocio mientras el Sr. Robinson busca la manera de zafarnos de esta, aunque no sé si la

haya… Por lo menos hay una excelente noticia: ya puedes caminar.

Darcy se recostó en su regazo, sintiendo el pequeño bulto en brazos de su mujer y la mano de ella

acariciando su cabellera, y a los pocos minutos se quedó dormido.

Lizzie escuchó la respiración profunda que le indicaba que su marido ya estaba descansando, luego la de su

hija idéntica a la de su padre y continuó acariciándolo a pesar de que se sentía enojada por la situación, pero

sabía que no podía culparlo, además de que eso no le serviría de nada, si acaso para generar problemas y

alejarlo de su lado: “estoy persuadida de que es la intención de esa mujer, para luego atraparlo entre sus

garras”, pensó. Sabía que ahora más que nunca tendría que ser fuerte y defender la paz y la unidad de su

familia y de su matrimonio. Se imaginó la recta final de su vida, a ella junto a su marido, siempre amoroso y

atento a sus necesidades, al lado de sus hijos formando una familia feliz. “Nadie podrá quitarme eso”.

CAPÍTULO XXI

Georgiana regresó a Curzon retrasando lo más que pudo su salida, esperando no encontrarse con su marido

ya que no sabía qué decirle cuando estaba obligada a darle las gracias por la nota que encontró en su buró y

por las flores que había recibido, aunque prefería enfrentarlo a pasar otra noche en vela pensando en que tal

vez estaba con otra mujer. Se había sentido más tranquila en compañía de sus sobrinos y de Rose, había

disfrutado de su juego y de sus risas olvidando por un rato sus problemas, pero ahora cuando el carruaje

arribaba a la mansión, ya oscuro, sentía mucho nerviosismo por lo que le deparaba.

El vehículo se detuvo, al poco tiempo la puerta se abrió y el lacayo ofreció su mano para ayudarla a

descender. Georgiana cargó a su pequeña dormida y bajó para encontrarse con su marido que la ceñía por

unos momentos murmurando:

129

–¡Por fin!, gracias a Dios están bien.

La tomó del rostro para besarla brevemente.

–Estaba muy preocupado, sabes que me angustio cuando llegas de noche y vienes sola.

–Lizzie no se sentía bien, le ayudé con los niños y se me fue el tiempo. Pensé que no te encontraría. ¿El Sr.

Ford sigue mejor? –indagó mientras él la encaminaba a la casa, abrazándola.

–No, pero el Dr. Robinson hará la guardia esta noche, mañana me tocará otra vez.

–Ah… y su hija ¿está en Londres?

–Sí, estaba muy angustiada, ella lo encontró inconsciente en su despacho. Si no hubiera sido por eso, tal vez

habría fallecido –explicó mientras entraban a la casa–. Te ves cansada, ¿te sientes mejor? –preguntó cuando

hubo más luz.

–¿Y estas flores? –indagó cuando las vio sobre la mesa.

–Parece que tu primo tuvo la misma idea que yo –indicó sin alterarse, aparentemente, aunque no le parecía

nada bien la situación, máxime al saber que la visita se había repetido el día anterior y que él había traído las

flores con la intención de entrevistarse otra vez con Georgiana.

–Por cierto, gracias por las flores.

–Fue un placer… pero no me has respondido –insistió, deteniendo su caminar y tomándola de los brazos

para verla a los ojos–, ¿te sientes mejor?

–Sí –respondió con vacilación, bajando la mirada para evitar que leyera su tristeza.

–Ven, vamos a acostar a Rose y a cenar en la alcoba. Después te daré un delicioso masaje para que duermas

bien –sugirió, sabiendo que algo la tenía perturbada y que se negaba a hablar de ello.

–Pero tú también debes estar cansado.

–Dios sabe que sí pero estoy acostumbrado, a diferencia de mi mujer que duerme como la bella durmiente –

concluyó estrechándola contra sí y dándole un beso en la frente.

En la residencia de los Darcy todo volvía aparentemente a la normalidad, los siguientes días Darcy recibió a

la Sra. Willis y al Sr. Coven, en compañía de Bingley o del Sr. Boston e iniciaron la ardua tarea que deseaba

la señora, quien preguntaba detalles sin importancia de todos los movimientos que se habían tenido años

atrás, cuestionando todas las decisiones y medidas que se tomaron, revisando documentos de los clientes y

contratos, parecía disfrutar de la pérdida de tiempo, retrasando sin duda algunas cosas verdaderamente

importantes como el asunto de la inauguración inminente o el proyecto de ampliación de la fábrica, sin

mencionar que los asuntos de los demás negocios estaban siendo desatendidos. Darcy estuvo tentado a

dejarla en compañía de Bingley o del Sr. Boston para resolver sus dudas y él dedicarse a otros asuntos, pero

se dio cuenta de que el Sr. Boston no podría ser de utilidad porque tenía poco tiempo en el puesto y Bingley

no era capaz de responder a todas las dudas que surgían, por lo que decidió tener paciencia y rezar para que

el Sr. Robinson encontrara una solución.

Afortunadamente, al menos a los ojos de Darcy, Lizzie lo había tomado con resignación, al igual que él,

confiando en que su marido siempre permaneciera acompañado, aunque en realidad la situación le parecía

repugnante y se sentía sumamente nerviosa cuando sabía que estaba en su despacho con esa mujer, trataba

de no preocupar a su esposo y permanecer vigilante, deseando que su recuperación fuera más veloz y

pudiera hacer presencia en el piso inferior de la casa o, mejor aún, en el despacho. Pero su convalecencia

había sido más larga de lo normal, el Dr. Donohue le había insistido en ser paciente y mantener el reposo

relativo dentro de sus aposentos, y Darcy había estado de acuerdo.

Hacía poco tiempo que Darcy se había retirado al despacho cuando sonó la puerta de la alcoba y Lizzie

permitió el paso. El mozo anunció la visita de la Sra. Donohue. Lizzie se puso de pie y la recibió con un

abrazo.

–¡Georgiana! Ya no habías venido, temí que hubieras enfermado otra vez.

–Estoy bien, gracias. ¿Tus hijos vendrán pronto a visitarte?

–Tardarán un rato porque se fueron con la Srita. Madison a jugar al salón, estaban muy inquietos.

–Y Darcy está ocupado en el despacho, según me explicó el Sr. Churchill. Me dijo mi marido que vendrá

por la tarde a revisarte.

–Espero que ya me autorice salir de esta alcoba.

–Lizzie… me gustaría hablar contigo de algo importante.

–¡Claro! Sra. Reynolds, puede retirarse. Si la necesito la llamaré.

130

–Por supuesto señora –dijo mientras hacía una venia y se marchaba.

Georgiana, sin saber por dónde empezar y sintiendo una dolorosa opresión en el pecho, respiró

profundamente e inició, sin poder evitar la voz entrecortada:

–Estoy muy confundida.

–¿Por qué?, ¿qué ha pasado? –indagó tomando su mano para invitarla a la confidencia.

Georgiana se limpió las lágrimas con su pañuelo, detestando su debilidad y su inseguridad.

–El día que hablé con mi marido sobre nuestro alejamiento, cuando fuiste a Curzon después de que Darcy

me visitó, recibí a Bruce… Me sentía desolada por la conversación que había tenido con mi hermano y le

confié mis sospechas sobre la infidelidad de Patrick… Él me apoyó y me consoló como cuando yo era

pequeña y… luego llegaste tú y… Patrick y yo nos sinceramos –dijo reviviendo esos momentos con una

sonrisa en medio de sus lágrimas, pensando en cómo la había escuchado en medio de su desconsuelo, cómo

la había estrechado contra sí, la forma en que la había besado y amado, llenándola de felicidad–. Después de

eso, volví a ser la mujer más feliz sobre la tierra, desde entonces mi marido ha sido muy cariñoso y atento,

inclusive hoy –explicó recordando la ternura con que la había poseído esa mañana y la sincera preocupación

que reflejó todavía en sus brazos cuando le preguntó la razón de la tristeza que la había invadido desde hacía

días y, a pesar de que ella no se lo confesó, él lo había aceptado con resignación: le pidió que le tuviera

confianza y ella no pudo hacerlo–. Pero hace unos días recibí nuevamente la visita de Bruce, en la cual me

dijo que estaba muy preocupado por mi situación y que compartía conmigo las sospechas de su infidelidad, a

pesar de que le aseveré que nos habíamos arreglado. Me dijo que un hombre puede engañar a una mujer

usando palabras de amor que no siente, siendo atento en los detalles, dando caricias o haciendo el amor con

pasión sin mezclar los sentimientos. Me aseguró que todo me lo decía buscando mi felicidad y para evitar

que sea presa de un engaño ha contratado a un investigador, al igual que Darcy, para corroborar todos los

argumentos que me sugirió y tener pruebas de su traición. Me pidió que no le dijera nada a Patrick ya que

echaría por tierra la investigación corrigiendo su mal comportamiento, dijo que tenía que portarme como si

nada estuviera sucediendo y esto me está matando. ¡No quiero perderlo! Si Bruce tiene razón no podría

tolerar vivir en medio de una mentira, pero si Patrick es inocente lo perderé al traicionar su confianza. ¡De

cualquier manera lo perderé! Bruce dice que debo ser fuerte y tener paciencia hasta que hayamos

comprobado su culpabilidad o su inocencia.

–¿Bruce sigue haciéndote visitas?

–Sí, cuando estoy en casa.

–Georgiana, tienes que hablar con tu marido.

–Pero ¿cómo?, ¿y la investigación?

–La investigación podría durar toda la vida. ¿Cuánto tiempo necesitas para comprobar que un hombre es

inocente si su comportamiento es decoroso? Si hubiera caído en la infidelidad ya lo sabríamos, pero como

no te ha traicionado, ¿cuánto tiempo lo tienen que seguir para que Bruce testifique que tu marido es

inocente? Te aseguro que los argumentos que Bruce te ha manejado son válidos, existen hombres así y de

ellos hay que cuidarnos, como Wickham y también tu propio primo, pero tu marido no pertenece a ese

grupo.

–Sí, yo sé que Bruce es un vividor pero yo soy su prima, ¿qué intenciones podría tener?, además me confesó

que está enamorado y que permanecerá en Londres hasta que todo esto se arregle y se case para radicar en

Matlock.

–¿Y te ha dicho el nombre de esa mujer?

–No, pero me comentó que acogería a su hijo como suyo.

–¿Entonces tiene un hijo?, o es una hija.

–Me dijo enfant.

–Muy conveniente. ¿Te dijo que esa mujer es viuda o que lo será pronto?

–¿Cómo?, ¿de qué hablas?

–Georgiana, tal vez estoy pensando de más pero todo esto es muy sospechoso. Darcy investigó a tu marido

unos meses hasta que el investigador le dijo que no había encontrado nada. Bruce insiste en pagar por un

servicio que no ha reportado resultados de culpabilidad, si así fuera ya tendría las pruebas en la mano. La

investigación podría seguir por años o, para adelantar todo, podrían sacar pruebas falsas para tener un

pretexto y quitarlo del camino.

–¿Quitarlo del camino?

131

–Un primo preocupado por la situación de su querida prima de la alta sociedad, del escándalo y de su futuro,

que reta a duelo al traidor para limpiar la honra de la familia y luego, con el tiempo, contrae matrimonio con

la susodicha.

–¿Cómo dices? Bruce no sería capaz…

–Como te dije, tal vez estoy hablando de más, conozco muy poco a tu primo, más por lo que dicen de él,

pero no me da confianza, y tú estás confiando demasiado en él. Por otro lado, sí conozco a tu marido de

varios años y sé que en él sí puedes confiar, además de que a su lado está tu felicidad. Él te ama, ahora

entiendo por qué ha estado circunspecto los últimos días, está preocupado por ti. Me extraña que no te haya

preguntado nada.

–Sí me preguntó, pero le di evasivas.

–Él ha mostrado interés por tu estado de ánimo, si tuviera una amante no se habría molestado en preguntar,

quizá ni siquiera se habría dado cuenta de tu tristeza.

–Pero Bruce me dijo que no hablara con él y me da miedo confesarle mi falta de confianza si es que es

inocente.

–Creo que confesarle tu falta de confianza es el menor de tus problemas. Te pregunto: ¿en quién confías

más?, ¿en Bruce o en mí?

–En ti por supuesto. Por eso he venido a buscar tu consejo.

–Entonces hoy mismo hablarás con tu marido, no dejes pasar un día más y, por favor, ya no te entrevistes

con tu primo a solas. Por más buenas intenciones que pueda tener, ha sembrado una duda en tu corazón que

ya habías despejado y que te está haciendo mucho daño. Cree que todos los hombres son como él y no es

así.

Georgiana suspiró profundamente sintiendo el mismo temor que había percibido meses atrás antes de hablar

con su marido, pero tenía que vencerlo si quería que regresara su tranquilidad y su felicidad, cualquiera que

fuera el resultado de la entrevista; de lo contrario, siempre la perseguiría. Pasado un rato, se retiró pensando

en lo que le diría a su marido una vez que regresara a casa.

Lizzie se encontraba alimentando a Stephany, acompañada por la Sra. Reynolds, mientras sus hijos

disfrutaban de sus juegos en el salón con Mary y la Srita. Madison, cuando una de las mucamas llamó a la

puerta para entregar una correspondencia.

–El Sr. Darcy ¿sigue en el despacho? –preguntó Lizzie.

–Me parece que sí, aunque vi que el Sr. Coven se retiró hace rato. Pidió prestado un caballo del Sr. Darcy.

–¿Y el Sr. Bingley lo acompaña?

–No, el Sr. Bingley no ha venido hoy ni tampoco el Sr. Robinson, solo el Sr. Boston pero él se marchó hace

varias horas y no ha regresado.

–Me imagino entonces que la Sra. Willis ya se retiró.

–Yo no la he visto salir, señora. ¿Se le ofrece algo más?

–¿Dónde está el Sr. Churchill?

–No ha regresado de hacer el encargo del señor.

–Gracias, te puedes retirar.

Lizzie esperó a que la mucama saliera para pedirle a la Sra. Reynolds que bañara a la bebé en la habitación

de junto para que ella pudiera descansar, sintiendo que el corazón se le salía del cuerpo y la cabeza le

explotaba por todo lo que se imaginaba que estaba sucediendo. Tenía que hacer algo inmediatamente.

Los minutos que tardó la Sra. Reynolds en recoger lo necesario para el baño le parecieron eternos, sentía que

su respiración estaba agitada pero tenía que controlarse y no despertar sospechas, hasta que estuviera sola.

Cuando así fue, acudió rápidamente a su vestidor para buscar sus zapatos y, sin hacer ruido, salió de su

recámara y recorrió el pasillo, bajó las escaleras y se dirigió al despacho de su marido. No podía aguantar el

dolor que sentía en el pecho, la agitación de la caminata se había hecho presente, además de la angustia que

la tenía dominada al no saber qué encontraría en el interior de esa pieza. Estando al frente de la puerta

decidió no llamar, se detuvo antes de hacer algún ruido y bajó su mano a la manija, la cual giró con absoluto

sigilo, encontrándose que no podía abrir. No pudo evitar resollar de la sorpresa: su esposo estaba encerrado

con esa mujer.

Sintiendo su angustia crecer exponencialmente, así como su enojo y su decepción, respiró profundamente

para evitar que las lágrimas que sentía se desbordaran al darse cuenta de la posibilidad de que su marido le

estuviera mintiendo y golpeó a la puerta varias veces llamándolo por su nombre.

132

–¿Lizzie? –se escuchó la voz de su marido en el interior de la habitación–. Pasa.

–¡La puerta está cerrada! –vociferó tocándola fuertemente.

Tras unos segundos que parecieron siglos, se escuchó que el cerrojo se abría y la manija se movía con

libertad para ver a su marido con una expresión de extrañeza al saberla presente y, atrás, la Sra. Willis en

una situación escandalosa: estaba sentada en el escritorio de su esposo con las piernas flácidas y

descubiertas, el corpiño desgarrado, mostrando todo lo que tendría que estar tapado, con rubor en sus

mejillas, el labio lastimado y una mirada lasciva, expresando una satisfacción que solo un hombre puede dar

a una mujer.

–¿Cómo pudiste engañarme de esta manera? –reprendió Lizzie sumamente dolida, con el rostro bañado en

lágrimas, viendo a su marido y a su acompañante.

–¿Cómo? –indagó Darcy confundido.

Giró su vista hacia el interior del estudio y, al darse cuenta de todo, volvió hacia su mujer que corría a través

del pasillo, la alcanzó con paso veloz deteniéndola del brazo.

–Lizzie, sabes que no puedes correr todavía.

–¡Vaya momento de recordar tu interés hacia mí!

–Lo que viste no es lo que piensas.

–Entonces ¿qué fue? ¡La Sra. Willis solo te mostraba todos sus encantos o ya habían estado a tu disposición!

–gritó tratando de zafarse mientras Darcy la abrazaba por la espalda para inmovilizarla–. ¡Suéltame! ¡No

quiero verte! ¡No quiero que me vuelvas a tocar en tu vida! –bramó con energía agitándose entre sus brazos

para escapar.

–No te soltaré, te puedes lastimar y no lo permitiré –dijo mientras la sujetaba con más firmeza para que lo

escuchara–. Soy inocente.

–¡Mientes! ¡Tu cuerpo me está diciendo todo lo contrario! –increpó desesperada.

–La reacción que sientes la has provocado tú, por lo que te suplico que dejes de moverte y me permitas

llevarte a la alcoba.

Lizzie se detuvo mientras Darcy emitió un suspiro, sintiendo la respiración agitada de su mujer en el torso.

–Voy a llevarte en brazos hasta la cama.

–¡Yo puedo caminar!

–No puedes subir escaleras, tampoco bajarlas y ya te has agitado demasiado.

–¿Por eso pensabas que estarías fuera de mi vigilancia?

–Voy a tener que llamar al médico si no te tranquilizas, esto no nos ayuda en tu recuperación.

–¡Llévame a la cama y déjame tranquila!

Darcy la tomó en sus brazos y se la llevó mientras la Sra. Willis los observaba desde la puerta de la pieza,

cubierta por su capa y mostrando una sonrisa triunfante, pensando en que uno de sus mejores vestidos había

sido destrozado, pero había valido la pena. Al perder de vista al matrimonio abandonó la mansión, pero no

su cometido.

En cuanto Lizzie fue depositada en la cama, increpó:

–¡Ahora vete y déjame tranquila!

–No puedo irme porque no estás tranquila, además de que no me has escuchado: estábamos trabajando. Te

puedo decir exactamente qué estaba leyendo cuando tú llamaste a la puerta.

–¿Cuando yo llamé a la puerta o cuando te insinuó sus verdaderas intenciones de venir a trabajar? ¡Por Dios

Darcy, su vestido estaba desgarrado!

–¡Tú sabes que yo no hago esas cosas!

–¡Tenía la marca de tus besos en los labios! ¿Tampoco haces ese tipo de cosas?

–Yo no la besé.

–¿Me vas a decir que no haces el amor en tu despacho?

–Lizzie, te puedo mostrar la carta, te aseguro que la tinta está fresca.

–Que la tinta esté fresca no prueba tu inocencia. La puerta estaba asegurada y estaban solos. ¿Por qué lo

hiciste?

–Yo no cerré la puerta. De hecho no sabía que estaba cerrada hasta que tú llamaste y no pudiste entrar. Y

estuvimos solos unos minutos, estábamos acabando.

–Y luego tardaste en abrirme. ¡Qué conveniente explicación! ¿Acaso los interrumpí en algo importante?

–Te puedo asegurar que nunca he besado a otra mujer, nunca he tocado a otra…

133

Lizzie apartó la mirada al recordar que ella sí había sido besada y manoseada por otro, sin percatarse de que

ese comentario la habría tranquilizado en otro momento, resolviendo parcialmente la duda que continuaba

en la mente de Lizzie desde la plática con Kitty, pero su cabeza estaba llena de las imágenes de esa mujer

semidesnuda en el despacho de su marido.

–Perdóname Lizzie, no quise… no me refería a…

–¡Ya hablaste, ahora déjame! –gritó colocando sus manos sobre el vientre para soportar el dolor que

aumentaba de intensidad, girando y haciéndose ovillo.

–¿Te sientes mal? –indagó al ver su rostro endurecido.

Darcy se dirigió al baño donde jaló la campana para llamar al servicio, en cuanto se reportaron pidió buscar

urgentemente al doctor y regresó al lado de su mujer, a pesar de que ella no quería su compañía.

Lizzie cogió una almohada y se la colocó sobre la cabeza para sofocar el llanto causado por el dolor físico y

emocional, para no sentir la mirada y la presencia de su marido. Darcy quería tranquilizarla pero solo le

acarició el brazo, aterrado por lo que pudiera encontrar el médico después de ese incidente, aumentando al

máximo su desesperación cuando vio la ropa manchada y a su mujer inconsciente con el rostro cenizo.

Cuando llegó Donohue revisó a la paciente y atendió la hemorragia que presentaba con la ayuda de la Sra.

Reynolds mientras el padre trataba de tranquilizar a la bebé en la habitación de al lado, rezando para que

todo saliera bien.

Donohue se presentó, se acercó a su hermano con el rostro turbado y le comentó:

–Sr. Darcy, la última vez que revisé a la Sra. Darcy iba muy bien en su recuperación. Hoy la encontré

sumamente lastimada, realizó un esfuerzo muy superior a lo que tenía permitido, tuve que hacer de nuevo

una incisión para suturar el útero.

–¿La abrió otra vez? –indagó exasperado.

–Le pido que se tranquilice. Era necesario, el útero estaba rasgado y la única manera de detener la

hemorragia fue suturando.

–¿Suturó a mi esposa?

–Sé que es un procedimiento extraño, pero he visto que funciona muy bien usando un hilo de seda.

–¿También la volvió a cauterizar? –preguntó angustiado, mirándolo con un odio al recordar el dolor que ella

presentaba hasta que cicatrizó.

–Sr. Darcy, necesito hacer una transfusión.

–¿Sigue en peligro de muerte?

–No, ya no, pero perdió sangre y se puede debilitar si no lo hacemos. Además, de esta manera puede

continuar con la lactancia. Solo es para que se fortalezca y nos ayude en su recuperación. El Dr. Thatcher

alguna vez me dijo que su sangre era compatible con la de su esposa.

–Sí, por supuesto –dijo mientras se dirigía a la puerta que comunicaba las dos habitaciones y entró en la

suya, viendo a su mujer en la cama, dormida por los efectos de la anestesia, junto a la Sra. Reynolds que

terminaba de limpiar.

Darcy le entregó a la bebé que dormía en sus brazos, se retiró la levita y se arremangó la camisa para ofrecer

lo necesario para ayudar a su esposa, sentándose en la silla que se encontraba a su lado.

Mientras Donohue sacaba y preparaba sus instrumentos, Darcy recordó cuando habían tenido que hacer este

mismo procedimiento hacía unos años cuando su esposa se debatía entre la vida y la muerte, remembró la

desesperación que sintió en ese momento, agradeciendo que en esta ocasión la vida de su amada ya no

corriera peligro, pero recordando la razón por la que estaban en dicha situación, odiando con toda su alma a

la causante del estado de su mujer. Ahora todo se había complicado, desconociendo el verdadero alcance de

su daño.

Cuando terminó el procedimiento, Donohue le dijo:

–Tengo que hacer incapié en la necesidad de que vigile que la Sra. Darcy guarde absoluto reposo por las

siguientes tres semanas, es primordial para que la herida sane convenientemente. Yo vendré a revisarla

diariamente otra vez para evitar que se presente alguna infección, asegurar que la hemorragia no continúe y

vigilar su progreso.

Darcy agradeció e intensamente preocupado lo acompañó hasta la puerta. A su regreso, la Sra. Reynolds

atendía a Stephany dándole de comer con cuchara la preparación que había dejado el médico para ese fin.

Cuando la bebé alcanzó el sueño, la Sra. Reynolds la colocó en la cuna y se marchó.

Darcy se dio cuenta de que serían tres semanas muy largas si no lograba convencer a su mujer de su

inocencia, además de que tenía que evitar por completo las discusiones. Tendría que esforzarse al máximo

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para demostrarle su cariño, aun cuando fuera un suplicio para él dada su sensibilidad de ese momento y solo

Dios sabía por cuánto tiempo. Se sentó en la silla para escribirle a Bingley y al Sr. Boston: tenía que delegar

sus funciones para que ellos atendieran a la nueva socia el tiempo necesario para que el Sr. Robinson

encontrara una solución, él tenía asuntos de suma importancia que atender.

CAPÍTULO XXII

La puerta de la entrada se abrió y dejó pasar una corriente de aire que heló su corazón: su marido había

arribado. Al cerrarse, aunque cesó el frío viento, no pudo entrar en calor y los latidos de su corazón se

intensificaron. Se puso de pie y dejó sobre la mesa la labor de aguja que no había adelantado por el

nerviosismo: había llegado el momento. Los pasos firmes del señor de la casa se acercaron y lo vio con un

semblante sombrío y exhausto, sus miradas se encontraron y él se aproximó para estrecharla entre sus brazos

en busca de alivio. “Tal vez será mejor aplazar la conversación”, pensó, “pero Lizzie me dijo que no dejara

pasar más tiempo”.

–¿Cómo estuvo tu día? –indagó ella cuando se separó sin soltarla.

–Como los que no quiero que se repitan.

–¿Por qué? ¿El Sr. Ford enfermó otra vez?

–No… la Sra. Darcy…

–¿Lizzie? –inquirió angustiada–, ¿qué pasó?

–No lo sé, pero se abrió la herida interna y tuve que intervenirla otra vez… Ahora está fuera de peligro –la

interrumpió sabiendo cuál era su siguiente pregunta.

–Pero… yo la visité y estaba muy bien… ¿Cómo está mi hermano?

–Ya te puedes imaginar, pero lo dejé más tranquilo, si es que eso es posible. Tardará otro tanto igual o más

para recuperarse y… –se detuvo, pensando en que no quería ser indiscreto.

–¿Y?

–Tendremos que ser más estrictos para que todo salga bien –explicó sin mentir, pero sin ahondar en las

consecuencias de la recaída–. Y tú, ¿cómo estás?

–… Bien –respondió con temor de enfrentar el tema que apremiaba–. Debes estar exhausto, vamos a la

habitación para que te cambies y comamos con más tranquilidad.

La cena transcurrió en completo silencio, solo se escuchaba el ruido de los cubiertos que repicaban contra

los platos de porcelana. Georgiana estaba preocupada por su hermana, pero se sintió culpable al percatarse

de que sus pensamientos se desviaban a la conversación que habían sostenido y a su recomendación, sin

darse cuenta de que su marido la observaba atento.

–Estás muy pensativa y esa mirada triste indica que no solo estás preocupada por la Sra. Darcy.

–Tienes razón… –murmuró bajando la vista y tomando su mano para frotarla con nerviosismo–, tenemos

que hablar.

–Me encantan tus manos, no quiero que las lastimes. Sabes que puedes confiar en mí y decirme lo que te

preocupa.

“Ese es el problema, no sé si pueda confiar en ti”, pensó angustiada, pero sabía que no debía abordar el tema

de esa manera.

–¿Acaso esto se debe a ciertas visitas de… tu primo? O… a cierto caballero que me sigue todo el tiempo –

indagó Donohue con sosiego, percatándose de la zozobra de su mujer–. Bueno, en realidad han sido dos.

–¿Lo sabías? –inquirió sorprendida.

–Sí –indicó cruzándose de brazos–, lo que desconozco es el motivo de las frecuentes visitas que recibes de

Sir Bruce, aunque dada su trayectoria…

–¿Estás insinuando que yo…?

–¡No!, definitivamente no. Discúlpame que haya dado a entender una idea equivocada, yo sé que tú eres una

mujer íntegra y que… tengo el favor de tu corazón –dijo tomando su mano y besándola–, aunque no meto

las manos al fuego por las intenciones de ese hombre. Seré franco contigo, me preocupan esas visitas y la

inseguridad que he vuelto a ver en tu persona. Como señora de esta casa puedes recibir a quien desees, lo

sabes… –indicó tratando de controlar la ira que sentía siempre que los veía juntos, ya que sabía que podría

herirla profundamente.

135

–Justo de eso quiero hablarte… –interrumpió con nerviosismo, sintiéndose culpable por haber confiado más

en su primo que en su marido, por haberse dejado manipular tan fácilmente–. Bruce… supo de mis

sospechas hacia ti y… contrató a un investigador.

–Fueron dos.

–El otro lo contrató Darcy.

–¡Vaya!

–Cuando le dije que había sido una confusión argumentó que mis anteriores recelos eran totalmente válidos

dada tu profesión y que… un hombre podía engañar a una mujer, hablarle de amor y hacerla sentir amada,

sin involucrar los sentimientos.

–Para hombres como él es cosa de todos los días. Desde su tierna juventud se dedicó a divertirse y a

disfrutar los placeres de la vida sin ninguna responsabilidad, a pesar de ser un par del reino. Abandonó todas

sus obligaciones, a su familia, a ti después de la muerte de tus padres, y ahora reaparece como si nada

hubiera sucedido, sintiéndose bienvenido en tu corazón con todo el derecho de arrebatarte la felicidad de las

manos.

–Sé que es un vividor…

–Dejemos a un lado a Sir Bruce ya que estamos de acuerdo en la clase de canalla que puede llegar a ser –

dijo con más coraje del que había pretendido, pensando en las intenciones de su acercamiento.

–También me dijo que un hombre puede caer en la tentación a pesar de que ame a su esposa.

–Yo no puedo concebir que un verdadero amor vaya de la mano con la infidelidad, aun cuando, por acuerdo

mutuo, vivan en abstinencia por alguna razón de peso.

–¿Y si no hay acuerdo mutuo o una causa justificable?

–Sin duda nacerá el resentimiento que debilitará el amor con el tiempo, pero no por eso está condenado a

caer en una traición, aunque al consorte se le pone en una situación muy difícil. Ahora quiero saber ¿cuál es

la imagen que tienes de mí?

–Patrick… yo… –suspendió avergonzada por haber pensado mal.

–Georgie, necesito saberlo. Te puedo asegurar que me conoces mejor que a tu primo, aun cuando hayas

convivido con él desde niña–, “podría asegurarte que no lo conoces en absoluto”, pensó.

–Yo sé que… eres un hombre responsable, que se preocupa por el bienestar de los demás, generoso y atento,

en ocasiones demasiado cortés con las damas aunque esa caballerosidad fue la que me cautivó al conocerte.

Has sido un hijo que se ha ganado el orgullo de sus padres, un hermano cercano y preocupado por las

necesidades de su familia, un amigo leal, un excelente médico cuidadoso de sus pacientes, un padre

dedicado, divertido y cariñoso…

–¿Y como marido? –indagó enjugando su rostro con la mano.

–Como marido… he sido la mujer más feliz a tu lado y la más desdichada cuando la duda ha corroído mi

corazón, máxime cuando yo, por mi recelo, me he reservado las cosas posponiendo un posible arreglo. Has

sido generoso al darme cariño y llenarme de detalles, preocupado por mis necesidades y dispuesto a

escuchar, a mejorar y a ofrecerme tu apoyo y tu consuelo. Aunque cuando te enojas puedes ser muy duro

y… esa caballerosidad hacia las damas… especialmente cuando atiendes a tantas mujeres todos los días.

–Dime, la descripción que acabas de hacer de tu marido, ¿coincide en algo al perfil que tu primo te ha dado

de los hombres?

–No, lo único que genera mis dudas es lo último.

–¿Y qué podríamos hacer para que no te genere zozobra?

–Tal vez que contrates a una enfermera para que te acompañe mientras atiendes a tus pacientes.

–Me parece una buena sugerencia, aunque ¿no crees que con el tiempo, la continua convivencia con esa

enfermera te puede generar suspicacia?

–Si es vieja, gorda y fea, no –dijo con una sonrisa, aun cuando las lágrimas cubrían su rostro.

–No siempre se consiguen así, aunque yo creo que es importante seguir fomentando la confianza en ti

misma. Habíamos logrado extraordinarios avances hasta que… Georgie, eres libre de tomar esta decisión,

pero no creo que tu primo sea buena influencia.

–Lizzie me dijo lo mismo.

–Entonces, ¿debo agradecer esta plática a la Sra. Darcy?

–Sí, otra vez, aunque apenas hoy hablé con ella… ¿Se pondrá bien?

–Sí, tu hermano se encargará de que cumpla con todos los cuidados.

136

–Patrick, perdóname –pidió con nuevas lágrimas en los ojos–, tú me agradecías la confianza que te guardaba

y yo…

–Vamos corazón –dijo tomándola de la mano para que se sentara sobre su regazo y la abrazó como si fuera

su pequeña niña besando repetidas veces su frente–. Sabes que te amo y yo me casé sabiendo la razón de tu

suspicacia.

–Yo también me casé contigo conociendo y habiendo experimentado tu natural amabilidad hacia las damas.

–Sabíamos que no siempre iba a ser fácil, pero es mejor hablarlo pronto a dejar que la semilla de la duda

germine y nos separe.

Georgiana suspiró, sintiendo el consuelo que necesitaba en los brazos de su marido.

En casa de los Darcy, casi al amanecer, cuando Stephany se despertó nuevamente con hambre, Darcy

prendió una vela y se levantó para cargarla. Se sentó al lado de su esposa que parecía despertar, le acarició la

mejilla con delicadeza al tiempo que la besaba en la sien y le habló dulcemente al oído. Lizzie, al escuchar

su voz sonrió, pero esa sonrisa desapareció cuando los recuerdos del día anterior se hicieron presentes en su

memoria. Darcy sabía que ya estaba despierta pero ella no se movió ni abrió los ojos, vio brillar una lágrima

en su mejilla y la secó con sus besos, recorriendo con ellos el camino que había trazado hasta desaparecer.

Stephany empezó a llorar con más intensidad y Lizzie ya no pudo seguir ignorándola. Abrió los ojos

expresando una enorme tristeza, su marido le ayudó a incorporarse y colocó un cojín sobre su regazo para

que no hiciera esfuerzo al cargar a su pequeña mientras la alimentaba.

–El Dr. Donohue me pidió extremar todos los cuidados para lograr que sanes por completo. Dijo que nada

de discusiones –comentó Darcy mientras Lizzie se cubría, tras ofrecerle pecho a su pequeña–. Y sin

provocar alguna, quiero asegurarte que mi fidelidad hacia ti ha permanecido intacta.

–¡Darcy, todo te inculpa! –exclamó sollozando.

–Sí, lo sé –respondió sintiéndose responsable por haber sido tan inocente y confiar en el “decoro” que esa

mujer había manifestado anteriormente por unos minutos–. Aunque dime la verdad, ¿acaso percibiste algún

aroma en mis ropas que pudieras atribuirle a esa mujer?, ¿mi arreglo se había visto afectado de alguna forma

cuando te abrí la puerta?

–Todo sucedió tan rápido.

–Lizzie, ¿crees que sería tan ruin de permanecer frente a mi esposa, como lo estoy ahora, dispuesto a

demostrarte mi cariño y a protegerte de cualquier daño, si hubiera mancillado mi amor por ti? ¿Me conoces

tan poco como para ignorar en mis ojos la sinceridad de mis palabras? Sé que bajé la guardia al ver que esa

mujer se estaba comportando con decoro y no le di importancia al permitir que el Sr. Coven se retirara para

dirigirse a Lambton por un documento del Sr. Willis, faltaba terminar unas líneas para que ella leyera la

carta y se retirara. La Sra. Churchill recogió el servicio de té minutos antes de que te presentaras, le puedes

preguntar.

–¡Fue tan doloroso encontrarla en ese estado!

–Seguramente eso era lo que buscaba, que la vieras y pensaras lo peor de mí, algo que solo puede conseguir

de esa manera porque sabe que yo no me acercaría a ella.

Lizzie suspiró profundamente reflexionado que se había precipitado por sus recelos y la astucia de esa mujer

la había superado. Antes de bajar la escalera ya tenía en mente la posibilidad de un engaño que solo quería

corroborar y cuando confirmó que la puerta estaba cerrada, sus pensamientos se aceleraron mientras le daba

una oportunidad a esa mujer de presentarse como quisiera ante sus ojos.

–Y ¿qué vas a hacer ahora? Ya viste que sus intenciones no son decorosas y no se va a dar por vencida,

suceda lo que suceda entre nosotros.

–Le insistiré al Sr. Robinson en que quiero disolver la sociedad, que encuentre la forma de hacerlo, mientras

tanto ya le escribí a Bingley y a Boston para que ellos la atiendan. Por lo pronto yo estaré dedicado

exclusivamente al cuidado de mi esposa y si pasada tu recuperación no se ha solucionado el problema con la

sociedad, en ningún momento permitiré que la Sra. Willis se quede sola conmigo, echaré mano de alguna

persona del servicio si es necesario para que sea mi carabina. ¡Suena ridículo!, se supone que las carabinas

son para proteger a las doncellas inocentes de las intenciones deshonestas de los hombres, no al revés.

–Y ¿si no me recupero?

Darcy suspiró ante esa posibilidad, que había constituido su mayor preocupación y que había sido

incrementada considerablemente la noche anterior.

137

–Te seguiré amando como hasta hoy –certificó acariciando su mejilla para enjugar sus lágrimas, y la besó

delicadamente.

CAPÍTULO XXIII

Lizzie tomó la carta que había dejado encima de su buró hacía unos días, su madre le había escrito y no

había tenido ocasión de leerla. Todavía sentía dolor en el vientre, el Dr. Donohue les había dicho que

persistiría hasta que la herida hubiera sanado. La Sra. Reynolds se acercó a ella con un vaso lleno de agua

para que lo tomara junto con el suero que le había indicado el médico para fortalecerla, a pesar del sangrado

que aún presentaba, gracias a él no había tenido infección. Ella lo bebió mientras escuchó lo que la Sra.

Reynolds le decía.

–El Sr. Darcy me dijo que en caso de que despertara antes de su llegada, le informara que había ido a

cabalgar aquí cerca.

Lizzie sonrió, pensando en la razón por la que él había salido ya que no se había separado de ella desde que

le habían suturado, cumpliendo los cuidados especiales de la lista que hizo cuando Frederic falleció.

Seguramente había ido a buscar flores para halagarla en su aniversario de bodas como todos los años.

“Querida Lizzie –leyó–: He deseado felicitarte por el nacimiento de Stephany desde hacía días pero he

estado en cama desde que regresamos de Escocia. Jane confirmó mis sospechas y me informó que Mary se

ha refugiado en tu casa: ¡ha provocado un escándalo por su comportamiento como nunca me imaginé que

fuera a suceder! El Sr. Morris no deja de criticar su decisión y no se diga Lady Lucas, que le faltó poco para

terminar con una hija solterona –Charlotte–, como tal vez yo sí termine. Ay, ¡qué desgracias para nuestra

familia!

Jane también me comentó que tuviste un parto difícil, solo las que hemos pasado por lo mismo podemos

comprender ese dolor. ¡Cuídate hija!, que la naturaleza no tiene compasión y te pasa factura tarde o

temprano. Tengo muchos deseos de conocer a mi nieta, ojalá pronto nos inviten, aunque entenderás si dejo

de dirigirle la palabra a tu hermana. Sinceramente, tu madre”.

–Veo que ya te sientes un poco mejor –dijo Darcy sorprendiendo a su esposa y robándole una sonrisa al ver

el precioso ramo de flores que traía en la mano–. Por lo menos con ánimos de leer la carta de la Sra. Bennet.

Él se acercó y la besó, colocó las flores en un florero que la Sra. Reynolds le proporcionó y las dejó sobre la

mesa para que perfumaran la habitación.

–Espero no haberme dilatado mucho, pero el invierno ya se hizo presente y no fue fácil encontrar flores

bonitas –explicó mientras tomaba asiento junto a su mujer y la Sra. Reynolds se retiraba–. La segunda

sucursal de la florería “Lizzie” tendrá que ser en Londres.

–¿Para tu beneficio? –ironizó mientras se cerraba la puerta–. ¡Feliz aniversario! –exclamó Lizzie con júbilo,

rodeándolo del cuello cariñosamente, luego lo besó–. Me temo que esto es lo único que te puedo dar de

aniversario.

Darcy guardó silencio, pensativo.

–Eso y tu sonrisa… y tu recuperación, es lo único que necesito. Me has dado mucho en estos años y te lo

agradezco de corazón.

–Ya pronto estaré bien y podremos festejar como te gusta. Tal vez sea estimulante desaparecer para el

mundo unos días.

–Por lo pronto necesitamos que te den de alta.

–Faltan tres semanas para cumplir mi convalecencia, podemos ir planeando. Había pensado encargar a los

niños con tu hermana y apoyarnos en la Sra. Reynolds para que cuide de Stephany en la casa para continuar

la lactancia.

–Lizzie, tal vez tu restablecimiento tendrá que prolongarse, no lo sabemos.

–Pero, entonces… cuando lo permita el médico, ¿lo haremos?

–Sí mi niña, ya sabes que lo único que me detiene es tu salud –aclaró sonriendo y la besó devotamente, antes

de que su otra niña los interrumpiera.

Georgiana los fue a visitar para darles los parabienes de su aniversario, el único año que recordara que los

hubiera felicitado personalmente. Darcy se sorprendió al verla entrar en su alcoba, tras haber sido anunciada

por la Sra. Churchill, él se puso de pie y la abrazó con cariño.

138

–Antes de venir le pregunté a Patrick si era prudente mi visita –indicó Georgiana mientras Lizzie, recostada

en la cama, se sonrojó por la alusión–, pero veo que están rodeados de sus hijos, pensé que Mary se

encargaría hoy de ellos.

–Mary salió a la ciudad, irá a la biblioteca. Le he recomendado que vaya retomando su vida poco a poco y

creo que por fin me ha hecho caso –explicó Lizzie.

–Entonces tal vez quieran que les ayude a entretener a los niños para que tengan unos momentos de paz.

–Eso será después –dijo Darcy acercándole una silla para que se sentara–. Por lo pronto, ven y dinos cómo

han estado.

Darcy se sentó y tomó la mano libre de su esposa, quien, con la otra sostenía a su pequeña que se había

quedado dormida después de haber sido alimentada. Christopher y Matthew jugaban con sus juguetes en el

piso y Georgiana pasó su mano por la cabeza de cada uno para saludarlos.

–Nosotros muy bien, y veo que Stephany ha crecido desde la última vez que vine, pero Patrick me dijo que

habías tenido una recaída. Quise venir antes pero me sugirió esperar un poco para que mejoraras.

–Sí, me mandó tus saludos –respondió Lizzie–. Ya me siento mejor, gracias. Darcy, ¿te puedes llevar a

Stephany por favor?

Darcy se puso de pie, pero su hermana preguntó con cierta impaciencia:

–¿Puedo cargarla?

Darcy sonrió y la colocó en sus brazos, viendo orgulloso que su hija estaba más bonita cada día, si acaso eso

era posible, además de ser muy bien portada, hasta el momento.

Georgiana acarició dulcemente su mejilla y le pareció que sonreía, dándole una alegría que solo había

experimentado con su hija en brazos. La pequeña abrió lentamente los ojos y la sonrisa de la tía se

intensificó.

–Es impresionante, la mirada de Stephany es como la de Lizzie.

–Alguna vez el Sr. Darcy dijo que eso era muy difícil, aun en nuestra descendencia –recordó la madre.

–Solo con un milagro, que veo que se ha cumplido maravillosamente –declaró el padre observando la

hermosa sonrisa de su mujer.

–¿Qué habrá sido de la Srita. Bingley? –preguntó Georgiana–, hace mucho que no la veo.

–Según me comentó Bingley la última vez, está siendo cortejada por algún barón, aunque no puse atención

cuando mencionó el nombre, solo que ya está entrado en años.

–Yo nunca le he deseado mal a nadie, pero creo que es lo que ha logrado después de cosechar lo que sembró

por años –indicó Lizzie.

–Y ¿qué haremos para Navidad? –inquirió Georgiana.

–¿Para Navidad? –indagó Darcy, sin caer en la cuenta de que la fecha estaba cercana–. Primero quiero que

Lizzie esté recuperada, luego pensaremos en el festejo.

–Y no olvides que le pediremos a tu hermana que nos ayude con los niños unos días –señaló Lizzie.

–Sí, también.

–Será un placer –respondió Georgiana con alegría–. Luego, ustedes podrán ocuparse de Rose unos días.

–Me alegro de que las cosas con tu marido estén mejor –espetó Lizzie–. Darcy, ¿nos permites unos

momentos?

–¿Cómo? –indagó sorprendido.

–Quisiera platicar un momento a solas con tu hermana.

–¡Vaya! Nunca pensé que pudiera ser corrido de mi propia habitación –refunfuñó en broma dándole un beso

en la mejilla, y se retiró.

–Ahora cuéntame los detalles, ¿hablaste con tu marido?

–Sí, esa noche después de enterarme de tu recaída, ¿qué te pasó? –indagó Georgiana.

–Fue un descuido de mi parte, pero vayamos a tu asunto.

–Patrick ya sabía que lo estaban investigando y estaba enterado de las visitas de Bruce. Debo admitir que

eso me dio confianza al saber que hablando con él no estropearía la investigación, le expliqué lo que Bruce

me había dicho y me sugirió que ya no lo recibiera.

–¿Ha seguido buscándote?

–Sí, pero no lo he recibido. No sé qué le diré cuando estemos frente a frente, no lo puedo evitar toda la vida.

–Simplemente pórtate con naturalidad y si llega a sacar el tema puedes pedirle que ya no interfiera en ese

asunto, aunque si procuras verlo en compañía de alguien no tendrás que preocuparte por darle ninguna

explicación.

139

–Patrick ha contratado a una enfermera que lo acompaña durante las consultas con la descripción que le

solicité, pero sé que la solución a mis recelos está en mí. El pasado me ha enseñado a no confiar solamente

en lo que yo creo de las personas, me dejé engañar por Wickham con enorme facilidad porque nunca me

imaginé que tuviera intenciones negativas y creí en sus palabras de amor, por esa experiencia dudé

enormemente para no salir lastimada cuando Patrick me confesó su amor aun cuando era algo que deseaba

desde hacía mucho, ahora desconfié de mi marido cuando no debí tener recelos hacia él por influencia de

nadie. Sé que Bruce lo hizo para protegerme, no puede ser de otra manera, es parte de mi familia y me ha

protegido siempre. He confiado en el que no debí de haber confiado y he dejado de confiar en los que son

dignos de confianza, soy demasiado inocente y pienso que los demás se dan cuenta de lo que yo no soy

capaz de ver.

–Para la siguiente vez que tengas dudas de en quién confiar, puedes venir conmigo y con todo gusto lo

platicamos.

–Gracias Lizzie, pero sé que tengo que aprender a discernir por mí misma.

–Y lo harás, con el tiempo podrás conocer mejor a las personas y ya no necesitarás recurrir a otros para

corroborar tu punto de vista, pero por lo pronto no pasa nada por confiar en la persona adecuada. Siempre

hay que confiar en alguien. Recuerda que eres una mujer inteligente y la seguridad en ti misma vendrá

cuando te des cuenta de todo lo que vales y que eres capaz de crecer como persona. Por eso creo que es muy

importante que la mujer continúe estudiando o realizando alguna actividad que le guste, además de dedicarse

a su casa y a su familia. Cuando me haya recuperado podremos retomar el diseño de los arreglos y verás

que, con el tiempo, te sentirás satisfecha contigo misma.

–Suena como un sueño hermoso –suspiró.

–Atrévete a soñar todos los días y a desear una vida feliz con tu marido y con tu hija. Imágínate cómo sería

esa Georgiana segura de sí misma, a quien el Dr. Donohue admire y de quien esté perdidamente enamorado

y orgulloso.

–Suena mejor todavía –indicó con una sonrisa–, pero ¿cómo lograrlo?

–El cómo déjaselo a Dios y confía en que te ayudará, porque Él también quiere tu felicidad.

Al atardecer, se escuchó que alguien tocaba a la puerta y Darcy fue a abrir.

–Sr. Darcy –saludó Mary haciendo una venia, sin poder evitar sentirse apenada por haber interrumpido la

privacidad de los señores y trayendo a su memoria cuando hacía unos años había hecho lo mismo, bajo

circunstancias vergonzosas–. Mis parabienes por su aniversario… –dijo con irresolución–. ¿Lizzie está

dormida?

–No, ¿quiere verla?

Mary asintió y Darcy la condujo hasta la alcoba para indicarle a su mujer que estaría en la habitación

adyacente con sus hijos. Lizzie sonrió, dejó el libro que tenía en las manos sobre la mesa e invitó a su

hermana a sentarse.

–¿Fuiste a la biblioteca?, ¿encontraste más información sobre Leonardo Da Vinci?

–Lizzie, ¿crees que he quedado mancillada después de lo sucedido?

–¡No, por supuesto que no! Mary, ese hombre se aprovechó de tu inocencia, te engañó y tú fuiste capaz de

salir de su trampa, eso requiere mucha valentía de tu parte. Me siento muy orgullosa de ti, máxime al saber

que sentías amor por él.

–¿Tú crees que soy bonita?

–Sí, yo pienso que todas las mujeres son bonitas, aunque algunas esconden su belleza con la falta de arreglo,

otras al ocultar su sonrisa y permanecer circunspectas. Mary, tu sonrisa es preciosa pero la luces tan pocas

veces. Deberías sonreír más seguido, permítete disfrutar de la vida y no actuar siempre reprimiendo tus

sentimientos o tus deseos para no salir lastimada. Sé valiente al permitir que florezca en ti la alegría,

olvidándote de lo que piensen los demás y, aunque sufras, nadie te quitará los momentos vividos con

felicidad, son el mayor tesoro que siempre podremos conservar.

–Hace tiempo me dijiste que controlara mis sentimientos y ahora me dices que no los reprima…

–Es tan malo darles rienda suelta como reprimirlos en su totalidad, debemos encontrar un equilibrio porque

somos personas pensantes que tenemos sentimientos. Veo desde hace días que te mueres de ganas por cargar

a mi hija. ¡Vamos!, si tienes el deseo de cargarla, hazlo y disfrútala como yo la disfruto que pronto crecerá y

habrás dejado pasar la oportunidad.

–Pero está dormida.

140

–Cargarla dormida es exquisita, hazlo por mí, hazlo por ti.

–¿Qué dirá el Sr. Darcy si me ve?

–Es tu sobrina, ¿qué va a decir? ¡Que por fin la cargas!

Mary se acercó a la cuna y con vacilación la tomó en sus brazos, sintiendo la mirada de su hermana, quien

sonreía.

–Te agradezco mucho que hayas cuidado de mis hijos en estos días. Ya saben decir tu nombre y hoy me

preguntaron por ti.

–Tus hijos son encantadores.

–Son una bendición –musitó mientras observaba que Mary se paseaba por la pieza arrullando a la pequeña

para que retomara el sueño, reflejando en su mirada esa timidez que siempre la había caracterizado, pero

Lizzie sabía que era una coraza que se había colocado para proteger a su sensible corazón de los ataques de

los demás.

La mirada que ella recordaba y que su hermana reflejara a raíz de su compromiso –llena de esperanza en una

vida mejor– había desaparecido por completo, tal vez para siempre. Esa reflexión le llenó de tristeza el

corazón, tal vez su hermana no volvería a enamorarse, pero estaba segura de que con ese hombre habría sido

sumamente infeliz.

–Mary, debes tomar las riendas de tu vida, luchar por tu felicidad –continuó Lizzie–. Es importante que

pienses qué quieres hacer y que tomes las decisiones que requieres para lograrlo. No dejes que la corriente o

que la decisión de otros te siga llevando a donde tal vez no quieres ir. Lucha por los sueños que has

cultivado a través de los años. Me quedé impresionada, y debo decirte que también el Sr. Darcy, la primera

vez que tomaste las riendas de tu vida y decidiste contra todos que sí te casarías.

–Ha sido la única vez en mi vida que me he portado de esa manera y mira cómo acabó todo.

–Hubo una segunda vez que fuiste dueña de tu vida, cuando te enfrentaste al Sr. Posset. Lástima que no

estuve presente, pero me siento muy satisfecha de la hermana que tengo. Ahora te sientes dolida, es natural,

con el tiempo esa tristeza irá desapareciendo. Aun así, veo muy complacida que has crecido como persona,

has madurado como mujer, y eso me llena de alegría. Espero estar a tu lado cuando lo vuelvas a hacer –

afirmó con mucho orgullo.

A los pocos minutos, Mary colocó a la pequeña en su cuna.

–¿Quieres que llame al Sr. Darcy?

–No, dejemos que disfrute de sus hijos y los niños gocen de su padre. Solo alcánzame la campana para

llamarlo cuando lo necesite. ¿Mañana irás a la biblioteca?

–Sí, a menos que precises que me quede.

–No, ve a disfrutar de los libros un rato.

Mary se acercó y la abrazó con devoción, agradeciéndole todo lo que había hecho por ella. Lizzie la observó

con ternura mientras se retiraba.

CAPÍTULO XXIV

Cuando la cuarentena se había cumplido, el Dr. Donohue hizo una visita a su paciente, levantándole por fin

el reposo absoluto, permitiendo que caminara en su habitación pero sin bajar escaleras ni realizar esfuerzos

que pudieran complicar nuevamente su recuperación.

Por tal motivo, Darcy decidió que las navidades las festejarían en Londres y, por insistencia de su esposa,

acompañados por la familia cercana, aunque Lizzie únicamente podía estar un rato durante la reunión. Por lo

menos eso le daba tranquilidad a Darcy viendo que su mujer ya se sentía más recuperada y de mejor ánimo

que los días anteriores, aunque le enfatizó la importancia de observar los cuidados dictados por el médico.

La Sra. Willis, después de su descarada conducta había regresado a la casa, pero fue atendida por Bingley y

por Boston los días que siguieron, hasta que se cansó del tema y al ver que el Sr. Darcy se había desafanado

del asunto, pareció dar vacaciones a los señores y prefirió disfrutar de las delicias de la ciudad en plena

temporada.

Jane pudo viajar a Londres con sus niños para alcanzar a su marido y festejar las fiestas con la familia. Kitty

y la Sra. Bennet se hospedaron en Grosvenor aprovechando la ausencia de la Srita. Bingley, quien había sido

invitada a conocer a los hijos del barón en su localidad.

Después de que Darcy ayudó a su mujer a arreglarse, la tomó en brazos para llevarla al salón principal. Sin

duda no había recuperado todavía el peso de antes, pero estaba preciosa, él deseaba que se quedara así

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aunque fuera mayor la tentación. Decidió reservarse el piropo y lo expresó únicamente con un apasionado

beso al colocarla sobre el sillón.

A los pocos minutos los Sres. Donohue arribaron, teniendo que quitarse la nieve de los abrigos y los

sombreros. Cuando se introdujeron al salón principal, Donohue bajó a Rose, quien salió “corriendo” –según

sus capacidades– y, tras levantarse dos veces del suelo sin quejarse, llegó hasta Lizzie, quien estaba feliz de

ver sus avances, mientras la madre la observaba con orgullo. Darcy la cargó para colocarla en su regazo y

que pudiera recibir el abrazo de su tía.

Cuando los Sres. Gardiner se presentaron, la Sra. Gardiner abrazó con mucho cariño a Lizzie, deseando que

pronto se completase su convalecencia, al tiempo que Mary bajó y saludó. El Sr. Gardiner no perdió

oportunidad para hablar de las últimas noticias del momento con el Sr. Darcy, que siempre tenía algo que

aportar:

–Sr. Darcy, tengo que felicitarlo, además de su nueva hija, por haber predicho que Napoleón no podría

combatirnos en el mar. ¡Vaya derrota que hemos logrado con Nelson al frente de nuestras tropas navales en

Trafalgar! Los franceses y los españoles los superaban en número y capacidad de fuego y aún así

destruyeron sus flotas.

–Sin duda el almirante Nelson demostró ser un revolucionario de la guerra en el mar. Su muerte fue una

lamentable pérdida para nuestro ejército, aun cuando ya habían alcanzado la victoria.

–Ahora que ya no está Nelson, ¿qué sucederá con la marina inglesa?

–Yo estoy seguro de que hay mucha gente igualmente capacitada en nuestras filas y que Napoleón lo

pensará dos veces antes de intentar un confrontamiento en el mar. Nuestra hegemonía marítima está

garantizada.

–¿Y qué cree usted que sucederá con la Tercera Coalición después de que Napoleón triunfara en la Batalla

de Austerlitz sobre el ejército ruso–austríaco el pasado 2 de diciembre?

–Posiblemente desaparezca…

El Sr. Churchill interrumpió para anunciar la llegada de las Bennet y la familia Bingley. La Sra. Bennet se

adelantó a su comitiva para acercarse prontamente a su hija y abrazarla cariñosamente.

–Mi querida Lizzie, me alegro de que tengas buen semblante. ¿Mi hija ya está mejor, Dr. Donohue?

–Ya está mejor, sin embargo no puede extralimitarse.

–Pero si ya debió cumplir la cuarentena. ¿Hubo otras complicaciones?

–Que se han atendido convenientemente, Sra. Bennet –intervino el Sr. Darcy, por lo que dejó de insistir en el

tema.

–Me gustaría ver a mi nieta, y mis otros niños.

–Sí mamá, en un momento los mandaré llamar para que conozcas a Stephany y puedas saludar a sus

hermanos –indicó Lizzie, haciendo señas al mozo para que llamaran a la Sra. Reynolds que estaba con la

bebé y a la Srita. Madison que cuidaba a los niños.

–A mí me gustaría conocer al primo desaparecido, ¿asistirá a la cena? –indagó Kitty con indiscreción.

–Sir Bruce Fitzwilliam declinó la invitación, ya que pasará las fiestas en Rosings –aclaró Lizzie.

–¡Qué lástima! Dicen que es muy apuesto.

–Mi primo heredó las facciones de la familia de mi madre, en ocasiones nos han confundido pensando que

somos hermanos –comentó Georgiana con inocencia, ocasionando, sin saberlo, que su marido endureciera la

expresión al recordar la insistencia de sus visitas.

–Esperemos que no haya heredado nada de Lady Catherine –indicó Kitty ganándose una mirada

reprobatoria de la señora de la casa, quien agradeció que el susodicho estuviera ausente.

Cuando la Sra. Bennet lo permitió, Jane se aproximó a su hermana y la abrazó con afecto. Con ella se acercó

Diana con un presente para su prima que la madre recibió agradecida. Henry y Marcus permanecieron al

lado de su padre hasta que vieron aparecer a sus primos, quienes se acercaron a saludar a todos, como les

había aleccionado hacía unos momentos la Srita. Madison, y luego se retiraron felices con sus primos y Rose

para continuar un rato más en el salón de juegos, ya que era un día de fiesta.

La Sra. Reynolds se acercó con ese bulto blanco que parecía dormir todo el tiempo, la Sra. Bennet se levantó

para aproximarse y cargar a su nieta.

–¡Ay, el Sr. Bennet estaría fascinado con esta criatura! ¡Mi hija ha vuelto a nacer!, aunque Diana siempre

será divina.

Lizzie sonrió, al reconocer que esa actitud de su madre siempre estaba presente, con ella dejaría este mundo.

142

Jane también se acercó y se emocionó de ver el parecido que tenía con su hermana, como si hubiera

retrocedido en el tiempo y la volviera a conocer. La cargó, cuando se lo permitió la Sra. Bennet y Diana

igualmente tuvo el gusto por unos minutos, mientras Lizzie recibía hermosos comentarios de todas las

presentes.

–Stephany está preciosa y ha crecido desde la última vez que la vi –recordó Jane.

–Ha cambiado mucho pero su mirada sigue siendo la misma –indicó Lizzie.

–Es una criatura encantadora, sus ojos parecen brillar cuando escucha la voz de sus padres –indicó

Georgiana.

–Seguramente será el dolor de cabeza del Sr. Darcy cuando crezca –comentó Kitty–, como Diana para el Sr.

Bingley.

–¡Pero qué descortés de tu parte presagiar algo así! Además, estará rodeada de su familia, quienes la

queremos, y tiene una herencia magnífica por ambas partes –dijo la Sra. Bennet.

–Si te refieres al patrimonio que recibirá cualquier hijo de los Darcy, es estupendo, y si te refieres a la

herencia de la familia, no te olvides de incluir a Lydia.

–¡Ay mi pobre Lydia! Está muy sola, ha tenido que sacar a sus hijos adelante y tan lejos. Tal vez sea bueno

proponerle que regrese a la casa mientras su marido continúe en la guerra.

–Yo pienso que lejos de ayudarla, así la vas a perjudicar más –reflexionó Lizzie–. El problema económico,

aun cuando reciba recursos limitados, lo tiene resuelto con la paga que recibe del ejército.

–Lizzie tiene razón –espetó Jane.

–¿Y mis nietos?

–Ella debe hacerse responsable de la educación de sus hijos, si regresa a Longbourn lo único que vas a

lograr es que se desentienda por completo de ellos y tú tengas que asumir esa responsabilidad. Por lo menos

estando lejos los cuida y alimenta todos los días, porque no hay quien lo haga, pero en el momento en que le

ayudes tus nietos tendrán que prescindir de su madre.

–Es posible que estés en lo correcto, pero es muy doloroso para una madre saber que una de sus hijas es

infeliz con la vida que lleva.

–Una vida que ella se buscó, de la cual yo me salvé, aun cuando haya ocasionado tu disgusto –masculló

Mary, sin que la Sra. Bennet se molestara en poner atención.

–Ahora debes agradecer que solo tienes la preocupación de Lydia, madre, y que Mary se encuentra entre

nosotras –aclaró Jane, buscando la reconciliación entre las partes.

–Sra. Darcy, me comentaba la Sra. Gardiner que su parto estuvo complicado –comentó la Sra. Bennet para

cambiar el tema de conversación, por lo que Lizzie narró su experiencia, sin mencionar las razones por las

que se adelantó el trabajo de parto ni los detalles que eran incómodos en presencia de los señores.

Al término de su relato, la Sra. Bennet comentó:

–¡Ay, mi pobre Lizzie!, ya entiendo por qué el Dr. Donohue te ha pedido extremar los cuidados. Ese tipo de

nacimiento es muy peligroso para la madre y de tu recuperación depende que se logren nuevos embarazos.

Aunque con tus herederos ya no tienes de qué preocuparte.

La Sra. Bennet dirigió su mirada al Sr. Darcy como advertencia de que dejara en paz a su hija.

–¡Mamá!, eso lo decidiremos nosotros –aclaró Lizzie.

–Pero seguramente el Sr. Darcy será tan razonable como lo ha sido el Sr. Bingley con Jane.

Lizzie aspiró azorada, mirando a Darcy y luego al Dr. Donohue, quienes permanecieron circunspectos.

–Por cierto, a nuestra llegada vimos a la Sra. Willis, ¿es cierto que es la nueva socia del Sr. Darcy? –

comentó Kitty sin reflexionar.

–¡Kitty! –masculló Jane para silenciar a su hermana.

Darcy frunció el ceño molesto por el recordatorio, observando que Lizzie bajaba la mirada para evitar

responder.

–Me parece que es hora de cenar, la Sra. Darcy tiene que retirarse pronto a descansar –comentó Darcy

haciendo alguna señal para que el lacayo hiciera lo propio.

Instantes después, el mayordomo apareció e indicó que todo estaba listo para la cena y, mientras pasaron al

comedor, la Sra. Reynolds se llevó a Stephany. Darcy trasladó a Lizzie del brazo con paso lento y la sentó

junto a su lugar para atender todas sus necesidades.

–¡Qué maravilloso sería tener un marido tan considerado! –exclamó Kitty viendo a los Sres. Darcy.

–Ojalá tomes en cuenta tu comentario si algún caballero te pide matrimonio –replicó Lizzie tomando asiento

con la ayuda de su esposo.

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–El ejemplo que yo he visto en esta casa me dio la fortaleza para tomar la decisión más importante de mi

vida y derogar mi compromiso –explicó Mary viendo a su madre, quien hizo oídos sordos a su acotación,

aun así continuó–: He comprendido que siempre has querido lo mejor para mí, pero me he dado cuenta de

que es tiempo de que reflexione qué es lo que quiero hacer de mi vida y cómo lograrlo, debo tomar mis

propias decisiones madre. Por lo menos estoy tranquila porque no he ocasionado más sufrimiento a tu

corazón, como lo ha hecho Lydia, aunque sí tu desaprobación.

–Muchas gracias Mary –dijo sonriendo–, estoy persuadida de que algún día pasará y entenderá tu decisión.

–Se necesita mucho valor para hacer lo que tú hiciste –declaró la Sra. Gardiner, oronda de su sobrina.

–¡Vaya Mary! ¡Has cambiado desde que estuvimos en Escocia! –exclamó Kitty.

–Veo que tú no, querida hermana.

–¿Qué noticias hay de los Sres. Fitzwilliam? –indagó la Sra. Bennet, ignorando las anteriores glosas.

–La Sra. Anne continúa en reposo por su embarazo, según me escribió en su última epístola, pero ya pronto

nacerá su bebé –indicó Georgiana–. Cuando Lizzie esté dada de alta y mi marido tenga disponibilidad en su

trabajo, iremos con ellos para ayudarla en el parto.

–¿Cuándo será el bautismo de mi sobrina? –inquirió Kitty.

–En cuanto mi esposa esté recuperada –contestó Darcy con seriedad.

–Y ¿la dará de alta pronto, Dr. Donohue? –investigó la Sra. Bennet.

–En dos semanas volveré a revisarla para ver cómo sigue, aunque tal vez requiera más tiempo.

–¡Entonces conviene que nos quedemos todo enero, mamá! –afirmó Kitty–, a menos que quieras arriesgarte

a regresar a Londres tan pronto lleguemos a Longbourn, y viajar con nieve es muy molesto.

–Kitty, no depende de nosotros –aclaró la Sra. Bennet–, es posible que Jane regrese a Derbyshire pasadas las

fiestas…

–A menos que le pidas asilo a la Sra. Darcy.

–No, no quiero causar molestias a la Sra. Darcy ahora que está convaleciente.

–¿Esa es la verdadera razón? –cuestionó, sabiendo que a Mary era a quien quería evitar.

–Tía Meg –interrumpió Lizzie al ver tensión en el ambiente–, queremos aprovechar esta oportunidad para

solicitarles que ustedes sean los padrinos de Stephany.

–¡Oh!, ¡será un gran honor, Lizzie! –exclamó la Sra. Gardiner encantada.

–¡Qué distinción! Muchas gracias, estaremos muy complacidos, será un placer Sr. Darcy –aseguró el Sr.

Gardiner emocionado.

Darcy asintió con la cabeza mientras el Sr. Churchill se acercaba a sus amos anunciando que la Sra.

Reynolds solicitaba la presencia de la Sra. Darcy en la habitación para alimentar a la bebé.

–Gracias Sr. Churchill, lleve el postre y el té de la señora a la alcoba –solicitó Darcy para luego dirigirse a su

esposa tomando su mano con cariño–. Termina de comer.

Lizzie comió los tres trozos de pavo que le faltaban, bebió un poco de vino y le indicó que ya podían

marcharse.

–Si nos permiten, la Sra. Darcy ya se retira. Los dejo en manos de la Sra. Donohue –indicó Darcy

poniéndose de pie.

–Lizzie, espero que podamos hacerte una visita en los próximos días antes de partir de Londres –dijo la Sra.

Bennet.

–Por supuesto mamá –respondió la señora de la casa mientras su marido le ayudaba a levantarse.

Los Sres. Darcy se marcharon y, al pie de la escalera, Darcy la tomó en sus brazos para llevarla a sus

aposentos.

–Me siento muy extraña al dejar a todos los invitados a medio comer.

–Lo importante es que tú hayas comido bien, y ahora, después de alimentar a Stephany, quiero que

descanses.

–¿Me acompañarás con el postre y el té?

–Será un placer.

Llegaron a la habitación agitada por el llanto de la bebé y, tras dejar a su esposa en el sillón, Darcy colocó a

su pequeña en el regazo de su mujer para que la amamantara. Al escucharse un silencio tranquilizador,

interrumpido solo por el eventual ruido de la succión, la Sra. Reynolds cerró la puerta.

–Darcy, ven y siéntate a mi lado.

Él dejó la ventana y fue a cumplir el deseo de su mujer.

–¿Quieres que te lea el libro?

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–No, no tenía eso en mente. Me gustaría que cumplas el penúltimo encargo de la lista.

–Creí que ya lo había cumplido antes de la llegada de los invitados.

–Quiero que quieras besarme, quiero volver a sentir la pasión en tus labios, como lo hiciste hace un rato.

–Quiero besarte, todo el tiempo y sin detenerme –declaró deseando que su necesidad de ella no fuera tan

fuerte.

–A veces siento que tratas de evitarme, como ahora, ya no quiero que tengas reservas.

–Cómo no tener reservas si temo que al iniciar no pueda contenerme, me enloqueces.

Lizzie acercó su boca a la suya para tentarlo, él la besó con ternura, alejando con toda la voluntad que pudo

reunir la pasión que amenazaba con desbordarse a raudales, deleitándose por los segundos que pudo

saborearla, deteniendo sus manos que parecían escapar de su control. Darcy sabía que su mayor peligro era

quedarse a solas con ella, por eso se había sentido con mayor libertad en el salón principal, porque sabía que

estando allí tenía que detenerse, pero ahora…

Se separó jadeando, con el corazón saliéndose del pecho, anhelando continuar toda la noche como tantas

veces lo habían hecho, pero sabía que eso no era posible.

–¿Qué te ha dicho el Dr. Donohue de mi recuperación? –espetó Lizzie.

–¿Qué me ha dicho? –titubeó, sin saber cómo contestar–. Que todavía necesitas los cuidados que tú conoces.

–¿Podré tener más hijos? –indagó con los ojos llenos de lágrimas.

–Lizzie, tenemos una hermosa familia, mucho más de lo que algún día creímos recibir.

–¡No lo digo por eso! ¿Acaso tus reservas se deben a esa posibilidad?

–Siempre ha existido esa posibilidad, desde Frederick.

–Pero ahora…

–Ahora tienes que recuperarte y luego ya veremos.

–No quiero perderte –musitó rompiendo en llanto.

–Eso no sucederá –declaró abrazándola, deseando que no se angustiara, ya que tenía suficiente con su

preocupación.

CAPÍTULO XXV

Pasadas las fiestas, Darcy retomó sus ocupaciones en los negocios, se reunió nuevamente con sus

colaboradores y el Sr. Robinson para discutir varios asuntos, entre ellos el de la sociedad de la fábrica de

porcelana. No pudo evitar las reuniones subsecuentes con la Sra. Willis, a quien veía más seguido que a su

difunto marido, pero se las arregló para que el hijo del Sr. Churchill fuera su guardián en todo momento.

La Sra. Willis, acompañada por su abogado el primer día del año que se presentó ante el Sr. Darcy, tuvo el

cinismo de preguntar por la salud de la Sra. Darcy, sin soslayar la chispa de odio que sus ojos reflejaron

junto con una sonrisa atrevida y sugerente que solo ella y Darcy comprendieron, invitándolo a disfrutar de

sus encantos. Sin embargo, esa actitud fue disminuyendo al ver que el joven Churchill no se separaba de su

amo mientras ella permanecía en la casa, como si fuera su sombra.

Darcy solicitó al Sr. Churchill que informara a su esposa la hora en que la Sra. Willis arribaba y si venía

acompañada, y la hora en que se retiraba, pensando en que podría darle mayor confianza si era transparente.

No obstante, los primeros días fueron difíciles para ella por su natural prejuicio hacia la susodicha, recelo

que se fue reduciendo al comprobar por otras personas que el joven Churchill cumplía a cabalidad su

cometido, situación que ella evidenció en cuanto Donohue autorizó que bajara las escaleras una vez al día.

Darcy, por otro lado, la mantenía al tanto de la reunión escribiéndole pequeñas notas que mandaba con el Sr.

Churchill sobre los temas que trataban, a veces burlándose de su socia, imaginando la maravillosa risa de su

esposa mientras las plasmaba en el papel, recordándole siempre el amor que sentía por ella y por sus hijos,

las razones más importantes para continuar con su labor, y preguntando por la salud de Christopher que se

había visto afectada por el clima los días anteriores. Ella respondía con pequeñas frases diciéndole cómo se

encontraban sus pequeños y cuánto lo extrañaba, deseando que el día pasara más deprisa para volver a verlo

y darle su cariño, anhelando sentir su abrazo mientras se dormía olvidándose de la zozobra vivida durante el

día.

Lizzie trataba de no cruzarse en el camino con la Sra. Willis: bajaba a la planta inferior cuando le

anunciaban que ya estaban dentro del despacho, después de darle de comer a Stephany y de dejar a sus hijos

encargados se colocaba su abrigo, botas, guantes, gorro y bufanda para salir al jardín y cubrirse del frío, dar

una pequeña caminata alrededor de la casa y asomarse al despacho, sin ser vista, para comprobar que todo

145

estaba en orden, que el joven Churchill estuviera de pie junto a la ventana, y su marido trabajando en el

escritorio. Luego regresaba a sus habitaciones para disfrutar de sus criaturas y esperar alguna nota de Darcy

o al Sr. Churchill informándole de la partida de la señora.

Sin embargo, no siempre fue así: Lizzie volvía del jardín y se estaba quitando el abrigo cuando escuchó una

voz que había llegado a odiar en sus sueños, sintiendo la adrenalina quemar cada parte de su cuerpo y su

respiración acelerarse vertiginosamente.

–Así que usted es la que espía al Sr. Darcy –indicó la Sra. Willis con un destello de burla en sus palabras,

acercándose con paso lento–, me da mucho gusto que se esté recuperando. Supe que la tuvieron que

cauterizar, dos veces, ¡cuánto lo siento! Me alegro de no ser la paciente del Dr. Donohue en esta ocasión,

dicen que es muy doloroso y debió quedarle una terrible cicatriz.

Lizzie permaneció en silencio, sin girarse, mientras guardaba el abrigo en el closet destinado para tal efecto,

tratando de recuperar la calma y controlando todo su enojo, no iba a caer tan bajo como para entrar en su

juego, sintiendo su presencia cerca de la espalda.

–Debo informarle que su marido se ha portado muy bien, como todo un caballero, sus atenciones me han

halagado… Y el Sr. Churchill es un maravilloso guardaespaldas, lástima que es tan joven y no se percata de

las miradas que el Sr. Darcy me dedica, buscando contemplar mis encantos. ¿Acaso usted lo deja

insatisfecho? –se burló–. Entonces, yo soy la que necesitará carabina en el viaje que realizaremos.

–¿De qué viaje habla? –preguntó girándose sin pensar.

–¿Cómo?, ¿no se lo ha dicho? ¡Disculpe mi irreflexión! Tal vez el Sr. Darcy no tenía pensado comentarle

que voy a ir. Pero no se preocupe, yo se lo cuidaré muy bien para que no caiga en la cama de alguna

mujerzuela.

Lizzie frunció el ceño, cerró la puerta del closet e inició su camino hacia las escaleras.

–¡Le deseo una pronta recuperación, Sra. Darcy! –exclamó viéndola partir con una deliciosa sensación de

satisfacción.

Lizzie quería subir corriendo las escaleras para dejar de sentir la mirada que caía sobre ella, pero se controló

y ascendió dignamente hasta que dio la vuelta y se pudo recargar en la pared jadeando, fuera de la vigilancia

de esa mujer, la mujerzuela que acechaba a su marido, de quien tenía que cuidarlo, sintiéndose impotente y

frustrada. Habría tenido deseos de entrar en el despacho de Darcy o mandarlo buscar para pedirle

explicaciones, pero eso era lo que ella buscaba con sus comentarios: ver la reacción de su víctima para reírse

a sus anchas. Sin embargo, la duda estaba sembrada en su corazón, esa mirada que hacía unos meses Darcy

le había dedicado en su presencia podría repetirse en cualquier momento y, evidentemente, su marido estaba

insatisfecho, aunque no por la razón que la Sra. Willis había aludido. Y ese viaje… ¿desde cuándo Darcy

sabría de él sin comentárselo? ¡Y en compañía de esa concubina!

–Lizzie, ¿te sientes bien? –indagó Mary, regresándola de sus cavilaciones, al verla con mucha agitación–.

¿Quieres que llame al Sr. Darcy?

–No, no, estoy bien. Un pequeño mareo, tal vez me apresuré al subir las escaleras.

–Madre ya llegó para visitarte, se encuentra en la habitación de los niños con Kitty, tus hijos y el aya. Me

dirigía a la biblioteca, pero te escolto.

Lizzie asintió mientras se apoyaba en el brazo que su hermana le ofreció.

Las damas llegaron a su destino y Mary se despidió cuando la señora de la casa entró en la pieza donde

aguardaban las visitas y sus hijos. Permaneció allí el resto de la mañana casi en silencio, oyendo las

alharacas de la Sra. Bennet y de Kitty, sin recibir nota de Darcy, sintiendo la enorme necesidad de hacer algo

para evitar el asedio de esa mujer sobre su marido pero advirtiendo que tenía las manos amarradas. Solo le

quedaba esperar y confiar en el amor que su esposo decía tenerle.

Cuando las Bennet se despidieron –avisando previamente que regresarían a Longbourn a la mañana

siguiente–, Lizzie preparó a sus hijos para la cena y el baño, con la ayuda de la Sra. Reynolds y la Srita.

Madison, les leyó un cuento que los pequeños disfrutaron mientras ella buscaba sentir sosiego en la sonrisa

que ellos mostraban como respuesta al cariño de su madre. Luego amamantó a Stephany y se retiró a su

habitación para esperar a su marido, quien cenaría con ella al concluir la jornada de trabajo.

Se arregló para recibirlo luciendo un hermoso camisón de seda con encajes a juego con su bata, recordando

cómo le robaba miradas cuando se quitaba la bata para meterse a la cama, rezando para que esos vistazos

fueran únicamente para ella. Darcy se presentó un poco después de la hora de cenar y su mujer mostró

entusiasmo al verlo.

–¡Darcy! –exclamó Lizzie poniéndose de pie y, dejando el libro en la mesa, se acercó.

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–Se me hizo tarde, una disculpa –explicó besándola en la frente.

–Te ves cansado, pero tengo una buena noticia: a partir de mañana ya podré bajar las escaleras dos veces al

día.

–Me alegro mucho.

–Y quiero preguntarle al médico si ya puedo viajar.

–¿Viajar?, ¿para qué?

–En febrero será la inauguración de la tienda de porcelana en Cambridge y quiero acompañarte.

–Y Christopher, ¿ya está mejor de la tos?

–Está mejor, aunque podría encargárselo a tu hermana de ser necesario.

–Tal vez tengamos que adelantar el viaje una semana y no creo que sea prudente que viajes si Donohue no lo

autoriza.

–Pero si solo son cincuenta millas a Cambridge, podríamos hacer el viaje en dos días, cuatro horas de

camino cada día haciendo pequeños intervalos para descansar.

–Eso si el clima lo permite. Además, tengo que ir a Oxford antes de presentarme en Cambridge y pensaba

viajar a caballo.

–¿A caballo? –indagó al darse cuenta de que no iría en el carruaje en compañía de la Sra. Willis–. Hace

mucho que no haces un viaje tan largo a caballo. ¿Irás solo?

–Me acompañará el joven Churchill, así haremos menos tiempo y regresaré antes.

–¿El joven Churchill? ¿Y quién más viajará?

–El Sr. Boston y el Sr. Webster nos estarán esperando en el hotel –respondió con desasosiego.

–Y ¿desde cuándo sabes que vas a viajar? –Lizzie dio la vuelta al tema para conocer su reacción–. Todo

parece estar arreglado.

–Desde hace una semana, aunque las fechas no estaban definidas y no quise molestarte con los preparativos

–dijo con el semblante más tranquilo, lo que aumentó la angustia en Lizzie.

–¿Y la Sra. Willis estuvo de acuerdo en las fechas? –preguntó simulando tranquilidad, aunque sentía que el

corazón se le salía del cuerpo.

–¿La Sra. Willis? –indagó nervioso.

–Sí, ¿le pareció conveniente viajar en esos días?

–Lo sabías.

–Sí, lo sabía, lo que ignoro es la razón por la cual mi marido no me ha hablado del tema.

–Lizzie…

–¡Pensé que tu intento de ser transparente era sincero! –increpó.

–¡Es sincero! Por eso quiero irme a caballo y me acompañará el Sr. Churchill.

–Y supongo que la Sra. Willis se quedará en casa de algún familiar mientras tú duermes en el hotel.

–No lo sé y no me interesa lo que haga.

–A mí sí me interesa. ¡Seguramente querrá quedarse en el mismo hotel, si es posible en la habitación de al

lado para buscar introducirse en la tuya!

–Lizzie, ni siquiera es seguro que vaya esa mujer. El Sr. Robinson está negociando nuestro caso con el juez

y es posible que dictamine a nuestro favor para que yo compre su parte a un precio razonable. Por eso no te

quería decir que ella iba a ir al viaje, tal vez todo se resuelva en los próximos días.

–¡Qué conveniente explicación! ¿También tienes una para justificar las miradas con las que la halagas?

¿Acaso quieres disfrutar de sus encantos?

–¿De qué miradas hablas?

–De las que le dedicas mientras están trabajando.

–Pero si el Sr. Churchill me acompaña todo el tiempo.

–Darcy, yo estuve presente cuando la acompañó su marido y tú la viste con deseo, y en esa época no estabas

insatisfecho. ¿Qué será hoy que ella es viuda, atractiva, te desea y tú…?

–Te la encontraste al regreso de tu caminata –dijo recordando la satisfacción que esa mujer reflejaba cuando

se introdujo en el despacho–. ¿Qué mentiras te dijo?

–Esa mujer es una mentirosa, manipuladora, vulgar y oportunista. Pero me dijo lo que tú no querías decirme:

que van a realizar un viaje. ¿Cómo sé que el resto es mentira si yo vi cómo la mirabas aquella tarde? ¿Cómo

quieres que confíe en ti si…?

–Lizzie, te aseguro que yo he cumplido la promesa que te hice esa noche, he cuidado mi vista

escrupulosamente. Solo tengo ojos para ti.

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–¡Me siento tan impotente! –exclamó tomando su cabeza con las manos–. Esa mujerzuela te quiere en su

cama y no descansará hasta lograrlo, no sé cómo evitarlo si tengo que estar encerrada para recuperarme y

tampoco podemos…

–No tienes de qué preocuparte, yo no lo consentiré –dijo tomando sus brazos para darle sosiego, entendiendo

su frustración–. Y lo único que tienes que hacer es creer en mí y seguir amándome como yo te amo.

Reconozco que cometí un terrible error aquella tarde, pero te aseguro que no se ha repetido y que no volverá

a suceder, bajo ninguna circunstancia.

–Prométeme que solo la verás por motivos profesionales y siempre acompañado por el Sr. Churchill.

–Así será.

Darcy la ciñó y ella buscó su boca para besarlo con avidez. Necesitaba sentir su pasión en sus labios, en sus

manos, en su abrazo, y él se la dio generosamente hasta que se separó sin aliento. Lizzie aprovechó este

respiro para retirarse la bata dejando a la vista el delicado camisón que marcaba bellamente su silueta, su

estrecha cintura y sus caderas redondeadas; él la contempló por unos segundos quedándose hechizado.

Lizzie soltó el listón que aprisionaba sus senos.

–¡No sigas! –exclamó Darcy con la voz casi irreconocible–, por favor –suplicó regresando la vista a sus

ojos.

–¿Quieres hacerlo tú? –indagó a unos centímetros de su boca, esperando con los ojos cerrados la respuesta

de su marido que no se hizo esperar, quien la besó ardientemente abrazándola con firmeza para no separarse

de ella y sentir en el cuerpo su maravillosa figura.

–Sabes que sí quiero hacerlo, pero no podemos –se separó jadeando sin soltar su abrazo.

–Darcy, ha pasado tanto tiempo, quiero entregarme a ti. ¡Te necesito!, por favor.

–¡Yo también te necesito, no sabes cuánto!, pero no quiero lastimarte.

–Faltan pocos días.

–Entonces esperemos… Dos semanas, por lo menos –resopló pensando en que era una eternidad, recargando

la cabeza en su frente.

–¿Acaso haces el viaje para estar lejos de mí?

–No, sabes que no –negó con la cabeza, aunque tenía que reconocer que lo había adelantado por esa razón–.

Pero te prometo que a mi regreso hablaré con Donohue para ver si ya te puede dar de alta –aseguró viéndola

a los ojos.

–Le pediré que venga a revisarme antes de tu llegada para aprovechar nuestra primera noche juntos después

de tu viaje.

–Lizzie, quiero hablar con él.

–¿Por qué?, ¿no confías en mí?

–En eso, me temo que no preciosa –indicó regalándole un dulce beso en los labios, antes de entregarse en un

cariñoso abrazo. Después, le colocó la bata.

–Me sorprende, mi Lizzie apasionada, que tu deseo sea tan intenso cuando no lo era así después del

nacimiento de los gemelos, era algo que no esperaba.

–¿Te molesta?

–No, en absoluto, pero me gustaría entenderte.

–Con el tiempo he comprendido que la intimidad es muy importante para ti, y también para mí, y que el

deseo se despierta en la mente de la mujer, a diferencia del hombre.

–Entonces será más fácil controlarlo para ti si te leo algo interesante –indicó besando su frente con cariño,

aunque luego sucumbió a la tentación de besarla delicadamente.

CAPÍTULO XXVI

Una noche antes de la partida de Darcy, Lizzie se encontraba en el vestidor de su marido acomodando los

últimos artículos de viaje en el baúl que sería llevado por el Sr. Webster hasta Oxford. Sacó de un cajón los

pañuelos de seda que hacían falta, pasó un dedo por encima de las iniciales bordadas en hilo de oro y aspiró

su aroma sintiendo desde ese momento que lo iba a extrañar hondamente, deseando que esos días pasaran

con rapidez. Metió la mano en el bolsillo del vestido para sacar un pañuelo que había llevado durante todo el

día, que había permanecido impecable para cumplir con su objetivo: que su marido la recordara cuando

cogiera sus pañuelos y que tal vez prefiriera llevar el suyo, que tenía impregnado su olor. Lo colocó encima

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de los de su marido en el compartimiento de los pañuelos junto con una nota que había escrito hacía unos

momentos, diciéndole que lo amaba y lo extrañaba, que anhelaba su pronto regreso.

Cerró el cajón y recordó que tal vez prefiriera usar la camisa de dormir de lana, ya que las nevadas habían

continuado y no disfrutaría de su compañía para mitigar el frío de la madrugada, por lo que abrió las puertas

del closet donde se encontraban esas prendas y buscó la que tenía en mente. La ubicó en el baúl y al girarse

para cerrar las puertas observó una caja que estaba en la parte superior con un decorado femenino que

chocaba con los artículos de ese armario, medio cubierta por una manta negra. Movida por su curiosidad, fue

a su vestidor para traer un banco y ver de qué se trataba. Cuando la bajó, observó que era una caja envuelta

para regalo, mediana y liviana, adornada con un moño de seda rosa, el color que su marido escogía para

halagar a su esposa, sonrió al pensar en lo que contendría y trató de recordar si había una fecha especial que

ella hubiera pasado por alto. Acarició el listón por unos segundos preguntándose por qué lo habría guardado

en lugar de habérselo dado –cualquiera que hubiera sido el motivo para celebrar–, ya que su marido sabía

que le encantaban las sorpresas. Sintió la enorme tentación de jalar el listón y saber su contenido, solo para

verlo y regresarlo a su lugar: no tenía derecho a quitarle el placer de dárselo personalmente. “Solo un

momento”, pensó, al tiempo que jalaba el listón con la emoción que una pequeña niña siente cuando le han

traído un regalo, dejó el listón en la repisa y puso la caja sobre el banco para retirar la tapa y…

–¡Lizzie! –exclamó Darcy afuera del vestidor–. ¡Lizzie!

–¡Un momento!

Cogió la caja con nerviosismo, se subió al banco a toda prisa para dejarlo en la repisa superior, tomó el

listón, lo metió hecho bola junto a la caja y la tapó con la manta al tiempo que su marido abría la puerta.

–¿Qué haces aquí? –preguntó molesto–. Pensé que el Sr. Webster tendría todo listo –indicó con más

amabilidad viendo el baúl abierto.

–Buscaba tu camisa de dormir de lana, no quiero que tengas frío por las noches si no te puedo calentar –

explicó, tratando de sonar serena, mientras se bajaba tomando la mano que su marido le ofreció,

percatándose de que él miraba hacia la repisa superior–. ¿Hay alguna novedad? –indagó besándolo, dándole

oportunidad para hablar de su regalo.

–Demasiadas novedades para un solo día –declaró cogiendo el banco para regresarlo a su lugar, ya que en su

vestidor no lo necesitaba.

–¡Cuéntame las buenas noticias! –exclamó quedándose en su lugar, esperando que tal vez se animara y le

revelara el secreto de su armario.

Darcy la tomó de la mano para encaminarla a la habitación.

–Siento decepcionarla mi lady, pero hoy no hay buenas noticias –indicó con pesadumbre, recordando la

entrevista con Donohue.

–¿Por qué? ¿Estás molesto por algo? –por lo visto no era el momento de hablar de esa caja misteriosa.

–Lizzie… –dijo, sin saber por dónde empezar, con la mirada baja pero reflejando una desazón que no pudo

ocultar y que inquietó a su mujer, mientras sacaba el guante de su bolsillo y jugaba nerviosamente.

–¿Qué sucede?

Darcy se encontró con su mirada, la estrechó con cariño, desconociendo si tendría el valor de hablarle del

asunto, mientras crecía la angustia de su esposa.

–¿Qué ocurre Darcy? –cuestionó con zozobra escuchando los rápidos latidos de su corazón.

–Todo va a estar bien –murmuró más para sí que para ella.

–¿De qué hablas?

Finalmente, Darcy se separó y la vio a los ojos, titubeante, con el guante en continuo movimiento. Suspiró

profundamente e inició por el tema que menos le preocupaba, guardando la prenda en el bolsillo de la levita:

–Mañana saldré de viaje con el Sr. Churchill…

–Sí…

–Me hospedaré en el hotel de la ciudad, donde el Sr. Boston y el Sr. Webster nos estarán esperando.

–Sí…

–También estará alojada la Sra. Willis en el hotel.

–¿Cómo? ¡Pero si el juez iba a dar el dictamen!

–Sí lo dio, a favor de la Sra. Willis. El Sr. Robinson no puede hacer nada para obligar a la Sra. Willis a

vender si ella no quiere, a pesar de que le ofrecí una buena cantidad de dinero.

–Entonces… ¡estará en el mismo hotel! ¡No puedes pasar la noche allí! Tal vez los Sres. Windsor te puedan

recibir en su casa.

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–No Lizzie, ¿qué explicación le daría a los Sres. Windsor para justificar una petición así?, nunca les he

pedido posada y no quiero encontrarme con su hijo.

–Entonces, ¿prefieres ponerte en riesgo que doblegar tu orgullo y pedir asilo por unos días?

–Lizzie, ¿qué le diría al Sr. Windsor?, ¿que mi socia me asedia? Y luego en Cambridge, ¿en dónde me

quedaría?, ¿con el Sr. Lewis usando la misma justificación? Además, para eso llevo al Sr. Webster, a él sí le

puedo explicar las razones de mis recelos con esa mujer y tendrá el cuidado necesario para evitar cualquier

incidente. Está dispuesto a compartir la habitación conmigo si es preciso, se conforma con dormir en el sofá

o en el suelo si es para servir a su señor.

–Entonces, ya lo tenías previsto… sabías que esa mujer sí viajaría.

–Lizzie, estoy siendo sincero contigo y te estoy diciendo las cosas como son para lograr tu confianza y evitar

malos entendidos: no me interesa tener una aventura con ninguna mujer y menos con ella.

–Pero si estuvieras en casa de los Windsor estarías más seguro y yo podría dormir con tranquilidad.

–Esa opción está descartada. Lizzie, sabes que te amo y que tú eres la única persona con la que deseo estar

toda mi vida, eso no va a cambiar. Solo te pido tu confianza.

–Pero ella quiere que caigas en sus brazos, es muy perseverante.

–Lo único que ha logrado conseguir es mi odio y mi desprecio, y sabes que mi opinión al respecto no

cambia –declaró, aludiendo a su juicio implacable.

–Entonces, te doy la razón, son muy malas noticias –espetó con desánimo.

–Lizzie… –dijo cuando el llanto de su hija se hizo presente y su esposa se dirigió a alimentar a su pequeña.

Darcy vio cómo se alejaba desalentada, cargaba a su niña y la alimentaba arropándose apropiadamente:

estaba enojada con él. Definitivamente no era posible mencionar el otro tema que sí le preocupaba y del cual

no había dejado de pensar. Se acercó para besarla en la frente y acariciar la cabeza de su pequeña, aunque

fuera a través de la sábana que la cubría, y se retiró a su vestidor. Cenaron en silencio y se acostaron sin

cruzar más palabras que las necesarias.

Lizzie tardó en conciliar el sueño pensando en la actitud que su marido mostró al sugerirle la posibilidad de

solicitar cobijo en la casa de los Windsor, no había sido capaz de vencer su orgullo para lograr la

tranquilidad de su mujer.

Darcy también tardó en dormirse, pero por otras razones que no tenían nada que ver con el viaje o el

momentáneo enfado de su esposa, aun cuando sabía que necesitaba descansar toda la noche para su viaje.

Cuando sintió que su mujer se había dormido, encendió la vela y se levantó para dirigirse a su vestidor y

luego a su estudio, antes de que Stephany despertara a su madre e hiciera imposible su cometido.

Al día siguiente, Darcy se levantó más tarde de lo normal, esperaba desayunar con su mujer y jugar un rato

con sus hijos antes de salir hacia Oxford alrededor de las diez, tiempo estimado para que la nieve bajara de

nivel.

Cuando Lizzie se despertó, atendió a Stephany y dejó que su marido descansara más tiempo, por lo que se

introdujo en la habitación de sus hijos donde permaneció hasta que Darcy fue a buscarla.

Desayunaron en la alcoba en compañía de sus hijos. Darcy veía a su mujer y el gran cariño con que trataba a

los pequeños, pero el trato hacia él había sido frío desde la noche anterior. Tal vez eso era lo mejor en su

caso, por lo que él también guardó su distancia y se comportó con amabilidad, pero reservando el afecto para

sus hijos.

Lizzie lo veía reír con los niños, sintiendo envidia de no participar de su gozo: su enojo estaba presente

todavía por el viaje que su esposo iba a realizar y por no poder acompañarlo, por saber que estaría en

compañía de esa mujer aunque fuera por “poco tiempo” y teniendo la escolta permanente del Sr. Churchill;

porque el orgullo de su marido había sido mayor al menospreciar su sugerencia sin reconocer el enorme

peligro que corría al dormir bajo el mismo techo que esa mujer y confiarse al cuidado del Sr. Webster –dicha

situación estaba lejos de regresarle su tranquilidad–, por la actitud que ahora tomaba al comportarse como si

no pasara nada y olvidarse del tema, además de que no había hecho ningún esfuerzo para limar las asperezas

con ella.

Acercándose la hora de su partida, Darcy se aproximó a cada uno de sus hijos y los ciñó cariñosamente, a los

niños les pidió que se portaran bien y que cuidaran de su madre y de su hermana y prometió traerles regalos.

Cargó un momento a Stephany deleitándose por compartir esa mirada que le recordaba tanto a su madre,

deseando que Lizzie confiara en él y le regalara una sonrisa que lo custodiaría durante todo el viaje hasta su

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retorno, viendo con tristeza su molestia. Dejó a la bebé en la cuna y se acercó a su mujer, deseando con toda

el alma tomar sus manos y sentir su cercanía, darle un abrazo y percibir su afecto.

–Ya es hora de irme.

–Que tengas buen viaje.

Darcy inclinó su cabeza, comprendiendo que entrar en una discusión no era lo más conveniente, pero su

desazón hizo que se quedara más tiempo frente a ella esperando alguna señal de acercamiento que no llegó.

Contuvo los deseos de besarla y abrazarla, respetando su decisión de mostrar enojo, lamentándose la

ineludible partida. Se volteó y caminó hacia la puerta lentamente.

Lizzie estaba descorazonada, ni siquiera le había dado un beso de despedida y no lo vería en varios días.

Tenía que reconocer que se había portado muy distante cuando Darcy únicamente había pedido que le

tuviera confianza… pero estaba en un verdadero peligro, ¡podría perderlo en los siguientes días!

Darcy tomó la manija y la giró al tiempo que Lizzie resolló resintiendo su ausencia, él se giró y al verla

llorando regresó con premura para abrazarla y consolarla, dándole la seguridad de su amor sin importar lo

que les deparaba el futuro. Después tomó su rostro con las manos y la besó larga y pausadamente.

–Te prometo que tendré mucho cuidado, mis pensamientos estarán llenos de ti y te escribiré todos los días –

indicó Darcy al separarse unos centímetros mientras ella asentía–. Te pido que sigas observando las

recomendaciones del médico.

–Recuerda que hablarás con él a tu regreso.

Darcy asintió y la besó nuevamente antes de partir.

Al cerrarse la puerta, Lizzie se asomó a la ventana para verlo en su caballo mientras emprendía el viaje con

su larga capa negra que contrastaba con el paisaje pintado de blanco, rezando para que tuviera un pronto y

seguro retorno, en todos los sentidos.

La puerta sonó y Lizzie permitió la entrada limpiándose el rostro con su pañuelo.

–¡Georgiana, no te esperaba!

–Seguramente Darcy olvidó decirte que me pidió acompañarte estos días. Ayer estuvo en Curzon y habló

largamente con mi marido.

–¿Habló con el Dr. Donohue? ¿Largamente?

–Sí, ¿no te lo mencionó?

–No –indicó preguntándose si habrían hablado de ella y de su recuperación, reflexionando que tal vez no se

lo comentó al ver que se había enojado por el asunto del viaje, o quizá hubieran quedado en revisarla a su

regreso como él había sugerido.

–¿Te encuentras bien? –indagó abrazándola, inquieta por su estado y por verla tan afligida.

–Sí, gracias –dijo percibiendo que se sentía mejor.

–Por eso mi hermano estaba tan serio hace un momento que lo vi. Se fue preocupado, desde ayer lo vi

turbado, pero Patrick no quiso explicarme el motivo. Al menos me reconfortó al decirme que pronto te dará

de alta.

–Una buena noticia entre tantas malas –afirmó mientras saludaba a su ahijada que llegaba a sus pies con

paso menos tembloroso.

–¿Malas noticias?

Lizzie le explicó el asunto de la Sra. Willis como socia de su esposo sin sincerarse en sus recelos para con

ella, aunque resultaba obvio que fuera considerada una compañía non grata para cualquier persona decente.

Las damas se retiraron al salón de juegos con los niños donde pasaron el resto del día, recibiendo la corta

visita de Mary, quien avisó que saldría a la Biblioteca Británica. Georgiana la auxilió a bañar a los niños y a

acostarlos, se quedó para la cena porque sabía que su marido llegaría tarde, después de atender a un

paciente.

Cuando Lizzie entró en su alcoba, tras haber despedido a la Sra. Reynolds de la habitación lindante, aspiró

profundamente para percibir el aroma de su esposo. Se acercó a la cuna de su pequeña, quien dormía

apaciblemente y la cobijó: la noche se sentía más fría de lo habitual o al menos así la percibía. Caminó hasta

el fuego y lo avivó por varios minutos, recordando lo apuesto que su marido se veía al realizar esa misma

operación, con camisa o sin ella. Se dirigió a su vestidor donde se retiró la ropa y se colocó el camisón y la

bata, se aseó y se dispuso a acostarse, retirando el ladrillo caliente de las sábanas pero sintiendo una enorme

soledad, lo único que la consolaba era saber que pronto recibiría carta de su esposo. Pensó que él habría

llegado a medio día a su destino, evitó lo más posible dejar que apareciera el rostro de la Sra. Willis en su

mente al imaginarse a su marido apearse del caballo, cansado y sediento, tal vez con frío, para dirigirse a la

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reunión que lo esperaba en la posada del hotel. Al término de la misma, compartiría la mesa con los clientes,

con el Sr. Boston y el Sr. Churchill a su espalda, y finalmente se retiraría a su habitación, solo o con el Sr.

Webster, para darse un baño caliente y pensar en ella –en su esposa– como Lizzie lo había hecho durante

todo el día.

Su relato no sonaba nada mal, pero la sombra de esa mujer aparecía constantemente en su cabeza y le

quitaba la tranquilidad, la posibilidad de conciliar el sueño, cuando sintió la cama gélida. Se levantó, prendió

una vela y se dirigió al vestidor de su marido para sacar una de sus camisas de dormir de lana. Abrió el

armario y se quitó el camisón, sintiendo el frío en su cuerpo desnudo, deseando sentir a su lado ese cuerpo

que cada noche la calentaba y le daba la tranquilidad de sentirse protegida y amada. Se colocó la camisa que

Darcy había usado la noche anterior y recordó lo que había sucedido en ese mismo lugar, cuando fue

sorprendida por su marido. Tal vez podría distraerla y animarla ver el regalo que su marido había guardado y

que no había podido descubrir. Cogió la vela y el camisón y se dirigió a su vestidor por el banco. Regresó y

al subirse observó que la caja, el listón y la manta habían desaparecido…

Se sobresaltó al darse cuenta de que ya había creado toda una historia que explicaba por qué su marido había

decidido cambiarla de lugar, escondiéndola de ella, o regalándosela a otra… “¡No!, no, ¡calma!”, él había

pedido que confiara en su amor y recordó la manera en que se regresó para abrazarla y besarla, estaba segura

que le pesaba enormemente tener que separarse de ella; sentía débiles las piernas y el corazón sumamente

agitado al pensar en las posibilidades. Pero… ¿qué había sido de esa caja?: si estaba escondida, ella

necesitaba saber la razón. Tenía varias noches y varios días para encontrarla y conocer su contenido.

Empezó en ese mismo momento, trajo unas cuantas velas más para alumbrar mejor el vestidor e iniciar con

sus pesquisas en ese lugar, seguiría con la habitación, su vestidor y el despacho. Tendría que conseguir las

llaves de los armarios que se encontraran cerrados, pero seguramente la Sra. Churchill tendría copia de toda

la casa, excepto de la alcoba principal y la de los niños, que únicamente Darcy poseía y guardaba en un

cajón del despacho, del cual solo él tenía llave…

–Pero esa caja no cabe en el cajón –musitó tratando de guardar la esperanza de encontrarla en alguna otra

parte: ya fuera aquella caja o algún artículo que ella no reconociera y que pudiera servir para halagar a una

mujer.

CAPÍTULO XXVII

Solo faltaba un día para el regreso del Sr. Darcy a Londres y Lizzie recibió la visita inesperada del Dr.

Donohue. Estaba en una de las habitaciones cuando el Sr. Churchill lo anunció, por lo que dejó la ocupación

que había tomado desde hacía días y encargó a sus hijos, dirigiéndose al salón principal para recibir a su

hermano. Después de los saludos, el médico le dijo:

–¿Cómo ha seguido Christopher de la tos?

–Bien, ya ha disminuido notablemente y lo hemos cuidado de los cambios de temperatura, procuramos

permanecer durante el día en el piso superior para proteger a los niños del frío.

–Me alegra que esté mejor.

–¿Gusta revisarlo?

–No, en realidad he venido a revisarla a usted. El Sr. Darcy me pidió venir cuando se cumpliera el plazo

estimado de su cuarentena.

–¿Mi marido se lo pidió? –indagó sorprendida y emocionada, ya que sabía lo que eso significaba, sintiendo

revolotear su estómago, reconociendo la enorme necesidad que tenía de él.

–Sí, un día antes de que viajara.

–Bueno, entonces vamos –dijo con alegría, sin cuestionarse los motivos.

Cuando Donohue terminó de revisarla en la alcoba, en compañía de la Sra. Reynolds, guardó sus

instrumentos y le indicó:

–Por lo visto, las últimas noches no ha dormido lo suficiente. Le recomiendo que duerma en el día, si es que

Stephany no la deja descansar por la noche.

–Y de lo demás, ¿cómo me encuentra?

–Bien, la cicatriz está completamente curada, aunque le pediría que evitara cargar cosas pesadas.

–A mis hijos ¿puedo cargarlos?

–Sí, aunque procure que no sea por mucho tiempo o, mejor aún, estando sentada. ¿El Sr. Darcy habló con

usted antes de viajar?

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–Sí… –respondió dubitativa mientras el llanto de Stephany se hacía presente y se acercaba para tomarla en

brazos.

–Entonces, por lo demás ya puede realizar sus actividades cotidianas, aunque le recomiendo hacerse revisar

médicamente cada seis meses hasta nueva indicación.

–Supongo que por la cesárea.

–Así es.

Lizzie agradeció su visita y mandó cariñosos saludos a Georgiana que ese día no la había acompañado.

Cuando Donohue y la Sra. Reynolds salieron de la alcoba, Lizzie fue al vestidor a colocarse su vestido,

decidiendo que esa noche dejaría de buscar la caja para dormir bien y recibir a su marido como él se

merecía: no quería que su primera noche después de varios meses se echara a perder por despertar

preocupación en su esposo al verla cansada o desmejorada.

Había pasado varios días buscando ese misterioso regalo y no había encontrado nada. Había inspeccionado,

usando los ratos que tenía disponibles durante el día y la noche para revisar todas las habitaciones de la casa

donde pudiera esconder un artículo de esa clase y se había encontrado con varios obstáculos: tuvo que pedir

algunas llaves a la Sra. Churchill so pretexto de seleccionar cosas que pudieran servir para las personas que

habían sido afectadas por las fuertes nevadas de ese invierno, aunque como era natural ella se ofreció a

ayudarla y puso a su disposición a tres mucamas más para evitar que su ama cargara cosas pesadas y se

cansara en esta labor, cuando todavía no estaba dada de alta por el médico. Ella no reveló la descripción de

la caja para no levantar sospechas y generar cotilleos entre la servidumbre, pero estuvo muy al pendiente de

lo que fueron encontrando porque pidió que se le mostrara todo, aun cuando pareciera inservible, ya que se

podría arreglar para que alguien lo aprovechara.

Por otro lado, cuando revisó el despacho de su marido, por la noche, se encontró con el cajón del cual solo

Darcy tenía llave, una llave que también abría un armario en donde guardaba todos los documentos

importantes, según le explicó el Sr. Churchill a la mañana siguiente, quien manifestó con prudencia su

preocupación por la Sra. Darcy, ya que se le veía cansada después de hacer esta labor por varios días y

dormir poco por las noches.

Las horas que tenía disponibles durante la tarde las utilizaría para terminar de acomodar lo que saldría para

Pemberley a la mañana siguiente, con instrucciones de repartir los objetos a las familias pobres que

necesitaran de la ayuda de la familia Darcy. Luego, disfrutaría de sus hijos con la esperanza de que su

marido regresaría al día siguiente y lo tendría nuevamente entre sus brazos, tal vez allí él le revelara el

regalo secreto y sus motivos para esconderlo. Reflexionó que tal vez podría haber pensado en esa alternativa

desde el inicio de su búsqueda, aunque agradecía haber realizado esta actividad para mantener controlados

sus pensamientos y ser de utilidad a las personas que necesitaban ayuda.

Lizzie había esperado durante todo el día la llegada de su marido y había dado instrucciones de que le

indicaran que lo esperaba en la recámara, aunque pensaba que no eran necesarias, que él entraría a la casa

corriendo a buscarla. Sabía que llegaría cansado y hambriento, por eso tenía todo preparado: sus hijos ya

estaban dormidos y debidamente alimentados, ella estaba acicalada con un camisón traslúcido que llegaba a

la mitad del muslo, ni siquiera cubría lo indispensable pero que resaltaba su bello cuerpo

esplendorosamente, abrigada con una discreta bata que hacía juego y que permitía el acceso del mayordomo

o cualquier otra persona sin levantar sospechas de las intenciones de su dueña. Ya habían traído la cena con

los platillos favoritos del amo y la tina estaba preparada para un delicioso baño compartido, solo faltaba que

Darcy llegara y a cada segundo crecía la expectativa de la noche, se sentía como una recién casada con todas

las sensaciones que despierta la espera pero sabiendo el maravilloso resultado que llegaría: lo que sentiría

con su primer beso, la sensación de ser despojada de sus ropas lentamente –o apasionadamente– bajo la

tierna y dulce mirada de su esposo, la sensación de no recibir oxígeno suficiente aun cuando se esforzara en

respirar sintiendo latir con vehemencia su corazón y mariposear cada parte de su cuerpo al advertir el

contacto de su piel contra la suya, las caricias que la enloquecerían, la pasión de su marido devorándola…

Había pasado tanto tiempo desde la última vez que todo parecía tan lejano en su mente, como si solo hubiera

sido un maravilloso sueño, pero esa noche, en pocos minutos, lo podría compartir con su amado, lo podrían

compartir una y otra vez, alcanzando una felicidad que se comparaba con el cielo en la tierra.

Oyó el ruido de unos caballos y se acercó a la ventana para comprobar sus sospechas: ya había llegado.

Sintiendo una intensa excitación en todo el cuerpo, respiró profundamente mientras se aseguraba de que la

cortina estuviera cerrada, aunque ese detalle era irrelevante cuando estaba con él, se acercó al hogar y lo

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avivó para que él se sintiera confortado con una temperatura agradable, revisó rápidamente que en el baño

estuviera encendido el fuego para calentar el agua que usarían en la tina, si bien no sabía qué querría hacer

primero, ¡pero ya estaba en casa!

Escuchó que la puerta de la alcoba se cerraba y se asomó a la recámara, sonrió al ver que su marido

avanzaba con velocidad hacia donde se encontraba y se sintió muy reconfortada al recibir su cariñoso abrazo

mientras ella lo ceñía con entusiasmo.

–Te extrañé tanto –murmuró Darcy buscando su frente para besarla con devoción.

–No más que yo.

–Eso no puede ser verdad, ya me informó el Sr. Churchill la revolución que armaste en esta casa para ayudar

a la gente de Pemberley.

–¿Acaso te detuviste a preguntar qué había hecho en tu ausencia?

–Sí, esperaba una respuesta breve pero eso no fue posible.

–Tenía que hacer algo productivo para alejar mi mente de pensamientos tormentosos.

–Y ¿lo lograste?

–Sí, hasta que vino el Dr. Donohue a darme de alta.

–Me alegro.

–¿Te alegras de que mis pensamientos fueran positivos, de que el médico me dio de alta o de que no he

dejado de pensar en ti desde entonces?

–De todo –dijo sin el entusiasmo que su esposa habría esperado después de tan larga abstinencia.

–¿Vienes muy cansado? Ya está lista la tina o la cena, ¿qué prefieres?

–Me daré un baño rápido, si me lo permites, y luego bajaré al despacho para tratar unos asuntos con el Sr.

Boston.

–Pero acabas de regresar de un viaje de negocios, necesitas cenar y descansar…

–Le pediré al Sr. Churchill que me lleve algo de comer al despacho, disculpa que no te acompañe a cenar

pero…

–Volverás pronto ¿cierto?

–Haré lo posible.

Lizzie capturó sus labios con ternura para invitarlo a más intimidad, tal vez así se animaría a sugerirle que lo

acompañara en la bañera. Lo tomó de la cabeza tratando de profundizar en el beso con la intención de sacar

la pasión de su marido pero él la separó, la besó castamente en la frente y se retiró a su vestidor.

Lizzie lo vio ofuscada, sintió que él se contenía a su invitación, pero ya no había razón para contenerse, la

habían dado de alta, ya no existía el argumento que le había manejado en todo este tiempo para mantener las

distancias. Recordó que cuando su marido regresaba de algún viaje, él era quien la buscaba

apasionadamente, ella habría esperado que la abrazara y le preguntara algunas cosas entre besos hasta

hacerla callar con un beso que la llevaría hasta la locura, gimiendo mientras la desvestía y devorándola

mientras le hacía el amor… aun cuando llegara cansado.

Posiblemente se sintiera enfermo y no había querido decirle para no preocuparla, pero entonces no tendría

prisa de irse al despacho a trabajar, cualquiera que fuera la urgencia del asunto todos comprenderían su

situación y nadie se atrevería a molestarlo hasta que mejorara. Entonces, ¿por qué ese distanciamiento?, le

había dicho que la había extrañado y la había abrazado con especial devoción hacía unos momentos… Tenía

que aclarar el asunto, no podía permanecer en esa incertidumbre, por lo que se acercó a la puerta del baño

para abrirla y hablar con él, pero al girar la manija se dio cuenta de que su marido le había puesto llave: no

quería que ella entrara.

–Darcy, ¿puedo pasar? –preguntó alzando la voz, sintiendo crecer su angustia.

–¿Podrías utilizar el baño de la otra habitación? –indicó mientras se escuchaba cómo vertía el agua en la

bañera.

–Pero… ¿podemos hablar? –insistió, extrañada por su sugerencia.

–Claro, en cuanto salga.

–¿Cuando salgas? –murmuró contrariada, recordando que siempre estaba dispuesto a disfrutar de su

compañía, sin necesidad de pedirle permiso para introducirse en sus aposentos.

Se giró y dio unos cuantos pasos más para encontrarse con la puerta del vestidor de su marido y trató de

abrir pero el cerrojo estaba puesto. Igualmente, el acceso que había del vestidor de Lizzie al baño estaba

obstruido. Recargó la cabeza sobre la pared para encontrar sosiego, algo le pasaba a su marido y, por lo

visto, no quería enfrentarlo. Sintió sus ojos llenarse de lágrimas al pensar que todo esto se podía deber al

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viaje con esa mujer. Respiró profundamente en medio de su sollozo, recordando que él le había pedido

confianza, que la había abrazado con cariño pero que había evitado poner su corazón en el beso que ella le

dio, ¿acaso había dejado de amarla?

Se limpió los ojos con el dorso de su mano, en cuanto saliera trataría de investigar lo que estaba pasando,

pero tendría que valerse de la diplomacia para evitar enfrentamientos aunque se mordiera la lengua. No

habría reclamos, quería lograr un acercamiento y los reclamos solo lo alejarían más.

Se sentó en el sillón a esperarlo, se desabrochó la bata para consentir que su esposo entreviera lo que había

dentro dejando descubierta la pierna cruzada en una posición muy sensual, se soltó el cabello y cogió el libro

en francés aunque no pudo leer, no tenía la mente para pensar en ese idioma aunque el texto fuera muy

básico.

Esperó unos cuantos minutos más, tratando de poner su mente en blanco para evitar molestarse por su

distanciamiento, lo quería en su cama, no en la de otra habitación de la casa.

Cuando Darcy salió, vestido con un traje azul marino que parecía pintado, recién rasurado y con el rostro

fresco y renovado, Lizzie levantó la vista y observó todos sus movimientos: se acercó a la cuna y se inclinó

para besar a su bebé en la frente, luego caminó hasta su librero, sacó un libro, lo hojeó y lo regresó a su

lugar; así hizo con dos libros más hasta que el último lo separó y lo colocó en el cajón de su buró.

Lizzie, esperando que él se acercara a hablarle o al menos la viera, le preguntó:

–Darcy, ¿te sientes bien?

–Sí, claro –respondió dirigiendo su vista hacia ella y, encontrándose con su maravillosa imagen, se quedó

paralizado por su belleza unos momentos que parecieron eternos.

–Entonces ¿qué sucede?, ¿estás molesto por algo? –indagó preocupada, poniéndose de pie y acercándose

lentamente.

–No… –indicó, tras un incómodo silencio–. Me alegro de que estés leyendo en francés –continuó con

notable nerviosismo viendo el libro que traía en la mano, asombrado de haber tenido capacidad de cambiar

el tema y de desviar la mirada.

–Me gusta más escuchar tu voz cuando me lees, lo entiendo mejor.

–Es preciso ejercitarse en la lectura, así avanzarás más rápido en tu aprendizaje –dijo simulando

indiferencia, girándose para dirigirse a la puerta, sintiéndose mal por haber rechazado tan tajantemente su

invitación.

–¡Darcy! –exclamó, provocando que él se detuviera inconscientemente y se volviera, contemplándola

mientras se acercaba con premura, con la bata abierta, y capturaba sus labios con ardor.

Él no pudo resistirse más, respondió a su beso como había deseado responder al primero y se permitió

acariciarla con la boca y la lengua, mordisqueando su labio inferior y asiendo su rostro con cariño para

tomar el mando de la situación. No se permitió bajar las manos para estrujar su cuerpo aunque lo anhelaba

con ansias, sabía que eso sería su perdición, por lo que se concentró en manifestarle su amor con el beso.

Lizzie sentía que sus rodillas se desmayaban y se sostuvo de las muñecas de su marido esperando que la

cargara hacia la cama y la llenara.

Cuando él se separó para respirar, Lizzie suplicó:

–Ya no puedo más, Darcy, por favor.

Él la tomó de los brazos para conducirla a la silla más próxima, la sentó, le dio un beso tierno en los labios y

le dijo, acariciando su rostro:

–Te amo Lizzie.

Se incorporó y rápidamente abandonó la habitación…

“¿Qué está sucediendo?”, se preguntó Lizzie cuando se dio cuenta de la realidad, sintiendo la enorme

frustración de los deseos insatisfechos.

Al recuperarse del beso y de la impresión de su abandono, se puso de pie y caminó por toda la alcoba. Su

esposo la amaba pero continuaba manteniendo el distanciamiento, aunque por unos minutos había sido

aquel Darcy apasionado que tanto adoraba. Vio la mesa con la cena y, sintiéndose inapetente y deprimida,

tocó la campana para que recogieran el servicio. Cuando alguien tocó a la puerta, se cerró bien la bata y

permitió el paso.

–¿El Sr. Darcy continúa en el despacho con el Sr. Boston?

–El señor se encuentra en la oficina pero el Sr. Boston se retiró hace media hora, únicamente recogió unos

documentos.

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–Entonces, ¿mi marido está solo?

–Sí, Sra. Darcy. ¿Alguna otra cosa que se le ofrezca?

–No Sr. Churchill, puede retirarse. Buenas noches.

En cuanto el mozo se retiró, Lizzie se dirigió a su vestidor, se quitó la bata y se colocó el abrigo, así podría

salir de su habitación sin la vergüenza de ser vista con su atuendo, decidida a buscar a su marido para hablar

con él y seducirlo. Se acercó a ver a su bebé, revisó que estuviera bien y que tuviera la almohada en la

espalda para mantenerla de costado, le dio su bendición y rezó para que no pasara nada en su ausencia, pero

era indispensable buscar a su marido.

Cuando llegó a la puerta abrió lentamente, sintiendo los nervios de punta. Se introdujo y vio a Darcy de pie

enfrente de la chimenea, con la vista perdida en el fuego. El escritorio estaba recogido, salvo por la charola

que contenía la cena que no había probado. Cerró el picaporte pero el sonido no fue lo suficientemente

fuerte para sacarlo de sus pensamientos. Se acercó al escritorio recordando el primer encuentro que habían

tenido en ese mismo lugar después del nacimiento de sus gemelos y deseó que la historia se repitiera,

sintiéndose invadida por la exaltación de su memoria.

Darcy respiró profundo pero sin percatarse de su compañía. Lizzie se quitó el abrigo y lo dejó sobre la silla,

advirtiendo en todo el cuerpo el cambio de temperatura pero evitando taparse los brazos con las manos, así

su marido podría admirarla. Se acercó a él y lo llamó dos veces por su nombre, hasta que él se giró

atendiendo a su llamado, quedándose perplejo.

–¿Te gusta? –indagó Lizzie sonriendo al advertir que su contemplación estaba llena de deseo–. Me lo

regalaste en tu último cumpleaños.

Darcy no podía olvidar aquella ocasión y otras más junto con todos los detalles, pero no se movió, no se

acercó; por el contrario, se volvió hacia el fuego dándole la espalda y le dijo, con la voz más grave de lo

normal.

–Espero que no hayas salido de la alcoba en esas condiciones, aunque todos se hayan ido a descansar.

–Por supuesto que no.

–Entonces abrígate. Hace mucho frío.

–Pero Darcy…

–Tenemos que hablar Lizzie.

Ella cogió su abrigo y se lo puso, sintiendo un desconsuelo enorme. Cuando estuvo lista y solo se escuchaba

el crepitar de la leña, él se volvió con el rostro lleno de dolor e inició:

–Lizzie, ya no podremos tener más hijos.

–¿Cómo? –indagó sintiendo un duro golpe en el corazón al darse cuenta de lo que aludía, mientras sus ojos

se llenaban de lágrimas.

–Ya no debemos tener más hijos. Donohue me lo confirmó antes del viaje y no quiero arriesgarte, sería muy

peligroso otro embarazo.

–Pero si me dijo que ya había cicatrizado la herida –explicó sin poder contener sus sollozos–, que ya podía

continuar con mi vida normal, eso te incluye a ti y a nuestra relación. ¡Yo te amo y quiero estar contigo!, ¡te

extraño mucho!, ¡te necesito tanto que me duele!

–¡A mí me pasa lo mismo! Te pido que comprendas que para mí también es muy difícil, pero por el amor

que te tengo ya he tomado mi decisión.

–¡Una decisión que ni siquiera se me preguntó!

–Lizzie, es lo que debemos hacer. Entiende que no quiero ponerte en riesgo, no soportaría perderte ni que

mis hijos crecieran sin su madre. No lo voy a permitir.

–¿Acaso ya no me amas? –cuestionó mostrando todo su dolor en la mirada.

–Por supuesto que te amo –aseguró acercándose, tomando sus brazos–, yo estoy viviendo la misma agonía

que tú y más cuando te presentas en esas condiciones, sabes que pierdo la cabeza cuando te veo así. Por eso

te suplico que ya no insistas.

–Entonces, ¿ya decidiste que cambiaré de habitación?

–¡No, no tienes que irte!

–¿Te cambiarás tú?

–¡No!, solo evitaremos el acto conyugal. Lo demás puede seguir igual.

–¿Crees que lo demás seguirá igual?

–Sí, si ambos estamos de acuerdo en las reglas.

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–¿Y qué reglas vas a poner?, ¿evitar cualquier beso que no sea en la mejilla o en la frente?, ¿solo podremos

tomarnos de la mano?, ¿los abrazos estarán prohibidos?

–No, no tendremos que ser tan estrictos si respetamos los límites de cada uno. Tú conoces los míos y yo

conozco los tuyos, simplemente no hagamos invitaciones que vayan más allá de una demostración de cariño.

–¿Y tú?, ¿quedarás conforme con la situación o tendrás permiso de buscar tu satisfacción en otro lado?

–Lizzie, sabes que yo no haría eso. Si te estoy pidiendo abstinencia para conservar tu vida, yo te prometo

que mantendré mis votos de fidelidad y viviré castamente.

–¿Por cuánto tiempo?

–El tiempo necesario, estoy dispuesto a esperarte para cuando ya no tengas posibilidad de concebir.

–¿A los cuarenta y cinco años, quizá? ¡Darcy, tengo veintinueve!

–Lo sé… ¿estás de acuerdo conmigo?

–¡Por supuesto que no!

Lizzie abandonó el estudio desolada y Darcy sintió una culpa sin precedentes, sabía que hablar con ella sería

difícil, pero no imaginó la magnitud de su dolor al verla sufrir de esa manera por su decisión, aun cuando

trataba de convencerse de que eso era lo mejor para su mujer y para su familia, no había otro camino. Quería

correr tras ella para consolarla, convencerla de que lo hacía porque la amaba con toda el alma, que renunciar

a esa parte de su vida era terriblemente doloroso para él pero que estaba dispuesto a hacerlo si con ello su

esposa continuaba con vida. Decidió esperar en el despacho a que Lizzie se tranquilizara, estaba persuadido

de que por lo pronto no quería su compañía –a menos que cambiara su resolución–, ahora su frustración se

había traducido en enojo hacia él.

Lizzie llegó a su habitación, se quitó el abrigo furiosa y se echó sobre la cama llorando, sabía que su marido

difícilmente cambiaría de decisión si con ello implicaba ponerla en peligro y sintió una tristeza insondable al

imaginarse su vida marital privada de esa parte tan importante para ellos, de esa fuente de inmensa dicha

compartida, aunque no fuera la única. ¡Ellos eran jóvenes y se amaban profundamente, tenían derecho a

disfrutar de su amor! Recordó la tristeza que Jane reflejaba el día que le dijo que Bingley no quería correr

riesgos con su salud y el conformismo que ella manifestó, como si se sintiera amarrada de pies y manos,

pero Elizabeth Darcy no era una mujer que se conformara con la primera opinión, no se quedaría con los

brazos cruzados como lo había hecho su hermana sumisa a la decisión de su esposo. Su felicidad y la de su

marido estaban en juego, pediría la opinión del Dr. Robinson y del Dr. Thatcher y, si persistían en el mismo

diagnóstico, lucharía por convencer a Darcy de todas las formas posibles, no quería renunciar a su sueño de

tener un matrimonio con amor, aunque lo hubiera disfrutado por ocho años de su vida.

Darcy arribó a su alcoba dos horas después de la discusión, antes de que su bebé lactara en la madrugada y

esperando que su esposa estuviera adormecida, pero nunca se imaginó lo que iba a encontrar: Lizzie estaba

acostada en medio de la cama y encima de las cobijas, descansando profundamente, cubriéndola únicamente

ese delicado camisón que le recordaba todas las fantasías que tenía y que ya no podría cumplir. Si su mujer

supiera el impacto que tenía sobre su voluntad… estaría perdido. Respiró hondamente, tenía que moverla si

quería reposar en la cama, y taparla, aun cuando el fuego mantenía agradable la habitación. La tomó en sus

brazos y se deleitó con la vista mientras la conducía a su lado, la colocó debajo de las cobijas y la contempló

por un momento antes de cubrirla, le dio un dulce beso en la frente sintiendo que no era suficiente y bajó sus

labios para encontrarse con los de su esposa para besarla y acariciarla hasta que sintió que ella se movía.

Observó su dulce dormir pensando en todo lo que la había extrañado durante su ausencia, y lo mucho que la

extrañaría de ahora en adelante. ¿Cuánto tiempo podría resistir viviendo a su lado y en abstinencia total?

Mañana y todos los días tendría que cabalgar por más tiempo y agotarse empuñando la espada.

Al asomarse la aurora, Lizzie salió de su sueño sintiendo que los brazos de su marido la rodeaban y la

estrechaban contra él. Ella sonrió al percibir su amor y que la estrujaba para que no se alejara cuando intentó

voltearse para buscar sus labios y besarlo. Se percató de que estaba “vestida”, nunca había dormido con ese

camisón, ni con ningún otro destinado a seducir, pensó, y advirtió que su marido la abrazaba por debajo del

mismo, en tanto los recuerdos de la noche anterior regresaban a su memoria, sintiendo una enorme tristeza.

Darcy, todavía dormido, la ciñó más hacia sí para disfrutar de su cercanía evidenciando que estaba

preparado. Su pecho latía fuertemente contra la espalda de su mujer, quien, recordando la resolución que

había tomado la noche anterior, despejó su tristeza, se giró para besarlo apasionadamente y palparlo para que

no se pudiera resistir. Él correspondió a sus besos con una avidez que la sorprendió y la tumbó para liberar

la ingente y progresiva tensión que casi lo hacía explotar, sin poder soportar un momento más. Lizzie lo

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sintió deliciosamente cerca, rozándola para unirse a ella, alegrándose de sentirse amada y con gran apremio

de saciar su necesidad de él, cuando Darcy dejó de besarla resoplando y se separó, sentándose sobre la cama.

–Pero ¿qué estoy haciendo? –indagó pasando las manos por su cabellera.

–Lo que tu corazón quiere hacer: amarme. Ven Darcy, regresa y deja que te ame –imploró abrazándolo por

la espalda y tratando de tocarlo, pero él se soltó y se puso de pie.

–No Lizzie, no puedo dejarme llevar por mis sentimientos y poner tu vida en juego –dijo sin voltearse.

–Entonces ¿tampoco tomarás en cuenta mis sentimientos? ¿Sólo te importa mi vida?, ¿ya no te interesa mi

felicidad, nuestra felicidad? –increpó llorando.

Darcy no contestó y se dirigió a su vestidor como pudo, soportando la agonía que ese dolor físico y

emocional le provocaba por la decisión que había tomado.

Cuando salió del vestidor, tras haberse dado una ducha helada, encontró a su mujer en la cama recostada

junto a su pequeña y suspirando por el llanto; solo podía ver su espalda con su sedosa piel que se divisaba a

través del hermoso camisón, su larga cabellera que se expandía sobre la almohada y el brazo que movía para

acariciar a su bebé y limpiar su rostro.

–No podré venir a almorzar –dijo pensando en todo lo que tenía que hacer para sacar la tensión que

continuaba presente–. Lo siento, lo siento mucho –concluyó con gran dolor y se retiró.

Después de desayunar en la habitación en compañía de sus hijos, Lizzie recibió al Dr. Robinson para

someterse a una nueva revisión mientras la Sra. Reynolds la acompañaba. El médico le explicó que el

método que había utilizado el Dr. Donohue para ayudarla a su cicatrización lo habían usado recientemente

en escasas pacientes sometidas a cesáreas y no tenían conocimiento de su evolución después de algunos años

y menos en el caso de un nuevo embarazo, corriendo el gran riesgo de que la herida se abriera durante la

gestación, causando una hemorragia que pondría en peligro la vida del bebé y la de la madre o que durante

el parto la matriz se reventara, trayendo consecuencias lamentables. Aunado a esto, el útero también había

sufrido daños debido al difícil nacimiento y al incidente por el que había requerido nuevamente atención

médica. Por eso fue puntual en recomendarle lo que Donohue había indicado a Darcy.

Lizzie sintió una profunda tristeza y un gran desánimo, hizo un enorme esfuerzo por controlar sus lágrimas y

agradeció su consejo, hasta que este se retiró escoltado por la Sra. Reynolds. Fue entonces cuando dejó

aflorar los sentimientos reprimidos, perdiendo la esperanza de encontrar una opinión diferente en el Dr.

Thatcher en Derbyshire y con eso la esperanza de volver a encontrarse con su marido, de volver a sentir el

gozo que le proporcionaba y toda la intimidad que le seguía incluso fuera del lecho, en los detalles de cariño

de todos los días, en su comunicación y compañerismo, en la confianza que ambos se tenían, en las miradas

que él le dirigía cuando pensaba que nadie lo veía, en el beso que Darcy le daba todas las mañanas al

despertar aunque ella siguiera dormida, en el abrazo que su marido le procuraba por las noches para darle

seguridad y calor: ya nada sería igual.

Darcy arribó a la casa en su caballo, estaba agotado por el viaje del día anterior, la desvelada y el extenuante

ejercicio realizado en el club de esgrima. Había derrotado a todos los contrincantes y lo habían invitado al

siguiente torneo –el más importante del año– que se realizaría antes del término de la temporada, por lo que

aceptó el desafío. Entregó el caballo a un lacayo y el mayordomo ya estaba en la puerta para recibirlo.

–Buen día Sr. Darcy. ¿Desea que lleve el té a su despacho? –indagó el Sr. Churchill mientras cogía el

sombrero y le ayudaba con el abrigo.

–Sí, gracias. ¿Hay alguna novedad?

–La correspondencia del día de hoy ya se encuentra en su escritorio, el Sr. Boston dejó unos documentos

para su revisión y su firma. Asimismo, el Sr. Coven vino a recordarle la próxima entrevista con la Sra.

Willis el siguiente lunes…

–¿La Sra. Darcy desayunó en su habitación?

–Sí señor y vino el Dr. Robinson a revisarla.

–¿El Dr. Robinson estuvo aquí? –indagó preocupado.

–Sí señor –indicó mientras veía a su amo caminar rápidamente hacia las escaleras.

Darcy subió dando enormes zancadas, preocupado porque su esposa estuviera bien, recorrió el pasillo hasta

su alcoba pensando en las razones de esa visita, sintiendo que su corazón se le salía del pecho, temiendo que

Lizzie hubiera tenido una hemorragia. Apenas tocó la puerta y abrió sin esperar contestación, la antesala

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estaba vacía por lo que continuó su camino para cruzar la siguiente puerta, abrió y encontró a su esposa

sentada en el sillón llorando.

–Lizzie, ¿estás bien? –indagó angustiado acercándose, se hincó a sus pies y tomó sus manos mientras ella

asentía tímidamente–. ¿Los niños están bien?, ¿Stephany?

–Ellos están bien… –respondió interrumpiéndose para poder respirar–. Le pedí al Dr. Robinson que me

revisara y… corroboró lo que dijo Donohue.

Darcy comprendía que para Lizzie no fuera fácil asimilarlo, por lo que se sentó más tranquilo y la abrazó

cariñosamente. Al menos él había tenido tres meses para aceptar la situación o convencerse de que era lo

mejor, tendría que darle tiempo y demostrarle que lo demás no tenía que cambiar.

–Darcy, quiero ir a Pemberley –dijo Lizzie cuando ya se sentía más sosegada.

–¿A Pemberley?

–Quiero pedirle su opinión al Dr. Thatcher.

Él la besó en la frente, sosteniéndola firmemente contra su pecho, comprendía su petición y decidió que su

lugar estaba al lado de ella y de su familia, donde su mujer quisiera estar, por lo que descartó participar en el

torneo de esgrima de esa temporada.

Darcy pasó el día con Lizzie y sus hijos, pidió al Sr. Churchill que prepararan el viaje a Pemberley y mandó

una nota cancelando su participación en la competencia, por asuntos de fuerza mayor. También avisó a su

hermana de su próxima partida, por lo que Georgiana los visitó por la tarde con Rose.

Durante la audiencia Lizzie permaneció circunspecta, respondió a los cuestionamientos que su hermana o su

marido le hicieron pero su mirada careció de ese brillo de alegría que siempre la había caracterizado y su

sonrisa estuvo ausente. Darcy la observó mientras ella acariciaba el rostro de Stephany, Georgiana

comentaba sobre el tema de conversación y los niños jugaban a su alrededor.

Cuando el señor de la casa escoltó a su hermana al carruaje, esta le dijo:

–Darcy, me preocupa Lizzie, ¿se encuentra bien?

–Ella… –se interrumpió sin saber cómo justificarla, para no hablar del tema con su hermana menor aunque

fuera una mujer casada–. Ella ha estado recluida por tres meses, le hará bien el viaje.

–Me imaginé que la sacarías al teatro o al parque, pero no pensé que se regresarían tan pronto a Pemberley,

máxime por la salud de Christopher.

–Lizzie me lo pidió… y Christopher, esperemos que se adapte fácilmente, aunque si presenta alguna crisis

regresaremos a Londres.

–¿Y cuándo me dejarán a tus hijos para que ustedes puedan huir de la civilización?

–Por lo pronto no será posible.

–¡Qué lástima!, Rose disfruta mucho de sus primos. Me imagino que no podrán por razones de trabajo.

–Hay tantos pendientes en Pemberley para ponerse al corriente y otros asuntos que se han atrasado por

atender a la Sra. Willis –explicó sintiendo una enorme tranquilidad por librarse de ella unas semanas–.

Además, pronto bautizaremos a Stephany y Lizzie estará ocupada en los preparativos.

–Recuerda que me los pueden dejar cuando ustedes quieran tomar un respiro, tal vez eso es lo que le falta a

Lizzie.

–Gracias Georgiana, igualmente con Rose. También te agradezco la visita –dijo dando un beso en la frente a

su hermana y a su ahijada, y le ofreció la mano para que abordara el carruaje.

Al día siguiente después del desayuno, la familia Darcy salía hacia Pemberley, acompañada por la Sra.

Reynolds y su hija. Mary le había comunicado a su hermana sus deseos de quedarse en Londres con los

Sres. Gardiner, para poder continuar con su investigación y visitar la biblioteca, por lo que antes de partir

Lizzie pudo despedirse de sus tíos que habían ido a recoger a Mary.

Tras un viaje más largo de lo normal por las paradas que tuvieron que realizar, llegaron a su destino cuando

ya había oscurecido. Lizzie tenía la ilusión de poder contemplar el bosque y los jardines a su llegada, había

extrañado tanto esas vistas, pero ahora estaba obligada a esperar más tiempo, como tendría que aguardar

para la revisión con su antiguo médico.

La casa se veía alumbrada por antorchas, todo el servicio estaba esperando a sus amos ya que habían sido

avisados de su próximo arribo, pero el aroma del bosque que pudo percibir Lizzie al descender del vehículo

la cautivó, haciendo que recordara momentos de tanta alegría que había vivido en esa casa, rodeada de esos

jardines, resguardada por ese bosque, por los brazos de su marido amándola, que sintió sus ojos llenarse de

lágrimas, inundada de melancolía.

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Darcy, quien la sostenía para ayudarla a bajar, apretó ligeramente su mano y su brazo para decirle que no

estaba sola. Lizzie se encontró con su tierna mirada que veía a través de sus ojos acuosos hasta que se

despejaron, al tiempo que él enjugaba su rostro con sus besos. Lizzie advirtió un deseo irresistible de

rodearlo por el cuello, de sentir el calor de sus brazos, el consuelo de su afecto, pero se contuvo aumentando

el dolor de su corazón.

–Sr. y Sra. Darcy –interrumpió el Sr. Smith sin percatarse de lo sucedido–. ¿Han tenido buen viaje?

–Sí, gracias –contestó Darcy.

–Si me permiten, me gustaría felicitarlos por el nacimiento de la Srita. Stephany, nos ha alegrado mucho

saber que todo salió bien.

Darcy agradeció y condujo a su esposa hasta la casa, quien traía a la bebé en brazos inquieta de hambre,

seguidos por la Sra. Reynolds y su hija que cargaban a los niños dormidos. El séquito continuó hasta las

puertas de las respectivas alcobas en el tercer piso de la residencia, las ayas se introdujeron en la pieza de los

niños y los amos con la pequeña en la suya, donde los esperaba el calor del fuego, la cena servida y agua

caliente.

Lizzie se sentó en el sillón, Darcy le desabrochó los botones de su vestido para que se aflojara el corpiño y

pudiera amamantar a su bebé, proporcionándole una sábana para que se pudiera cubrir. Lizzie observó a su

marido mientras la tapaba y cuando se alejó advirtió el tirón de la succión sin dolor, su cuerpo ya se había

acostumbrado a amamantar nuevamente, pero le dolió la lejanía que mostraba su esposo, quien había dado

unos cuantos pasos para asomarse a la ventana y contemplar las estrellas. Si sus circunstancias fueran otras,

Darcy no habría procurado cubrirla, se habría sentado a su lado después de servirle un vaso con agua para

platicar de algún tema de interés común, se habría acercado a su pequeña para besarla en la mejilla y tal vez

habría besado la suave piel de su abultado seno: “ya que estoy por aquí”, recordó la traviesa justificación

que le daba, y se habría reído con ella de algún asunto sin importancia.

Darcy sentía un enorme nerviosismo, por lo que respiró profundamente tratando de distraerse con el

hermoso cielo que cubría Pemberley, pero ni siquiera con ese paisaje le fue posible controlar los

pensamientos que habían invadido su mente. Tenerla tan cerca, poder disfrutar de su voz y de su aroma todo

el camino sin poder besarla, gozar de la suavidad de su mano cuando la ayudó a descender, percibir la

delicada piel de su rostro cuando lo enjugó, la hermosura de su espalda que lo invitaba a despojarla del

vestido y recorrerla con los labios y con expertas caricias, advertir las vibraciones de éxtasis de su mujer

cuando la amaba…

–Darcy, estás muy pensativo. Ven y siéntate a mi lado.

Él se acercó contemplándola sigiloso, sabía que no podía alejarse, no quería alejarse de su lado. Aun cuando

su mente exigiera a gritos mantener las distancias, su corazón le imploraba brindarle su cariño, tenía que

demostrarle que su amor seguía presente y que no se alteraría a pesar de las nuevas circunstancias, tenía que

darle la seguridad de su afecto aunque la tentación fuera mayor, aunque significara un martirio para él.

–¿Quieres que te sirva el té? –preguntó él en un intento por permanecer de pie durante más tiempo para

sosegarse.

–Primero quiero que me beses.

Darcy se inclinó, apoyando la mano sobre el respaldo del sillón, y rozó por unos segundos sus labios tan

delicadamente como habría sido el suspiro de un ángel. Se separó unas pulgadas y contempló cómo su mujer

se pasaba la lengua sobre su labio en un intento de saborearlo y prolongar más su cercanía, quedando más

hambrienta de su cariño, como una irrisoria gota de agua en medio del desierto. Ante tal invitación, tuvo que

contener el deseo, la necesidad de besarla con ardor, como había soñado durante todo el día, y se incorporó

para servir la taza.

Lizzie abrió los ojos y lo contempló en todos sus movimientos sintiendo una profunda tristeza, estaba en

compañía de su marido pero lo sentía tan alejado de ella, resistiéndose con toda el alma a aceptar que así

sería su vida de ahora en adelante, no podría vivir así, no después de saber lo que significaba ser la mujer de

Fitzwilliam Darcy.

Cuando su marido regresó, Lizzie tomó la taza que le ofrecía y bebió un sorbo de té, sintiendo el calor fluir y

expandirse por todo su cuerpo, él colocó la taza sobre la mesa lateral, se sentó y le tomó la mano.

–Tu mano está fría –musitó Darcy envolviéndola para darle calor, volando con sus recuerdos a Longbourn, a

una mañana fría donde ella había pronunciado esas mismas palabras que habían cambiado la historia de sus

vidas.

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Ambos se quedaron contemplándose, presas de sus recuerdos, habían compartido tantos momentos

hermosos desde entonces. No hubo sonrisas, pero el amor en sus miradas era tal que parecía un sueño del

que ninguno de los dos quería despertar. Lizzie admiró esos ojos azules que adoraba, sintió que podía tocar

su alma, leyendo en ellos la tristeza que compartía con ella, el profundo dolor de no poder dar lo que su

amada necesitaba de él.

Darcy quería decirle cuánto la amaba y estaba dispuesto a demostrarlo de cualquier forma con tal de que ella

estuviera bien, percibió una tristeza sin paragón al advertir que la chispa que tanto adoraba de ella estaba

ausente y sabía perfectamente la razón, no pudo evitar cuestionarse si había tomado la decisión correcta.

Acarició el rostro que lo cautivaba, aun cuando reflejara congoja, sintiendo en sus dedos la sedosa piel

mientras observaba cómo su mujer cerraba los ojos y disfrutaba el momento, otra gota de agua en el

desierto. Sabía que Lizzie necesitaba mucho de su cariño y él quería dárselo, era lo que más anhelaba, pero

tenía que respetar los límites y le era sumamente difícil controlar la pasión que ella despertaba en su

persona. Se acercó y tocó sus labios, sintiendo la sangre volar por sus venas, pero lo conmovió el suspiro

que su esposa emitió con tan ligero contacto que lo repitió una y otra vez con una ternura que lo dejó

sorprendido, máxime cuando sintió en su mano la lágrima que había mojado el rostro de su amada. Continuó

con el beso para tratar de llenar ese vacío que adolecía a su mujer, controlando con toda la voluntad su

creciente excitación.

Lizzie adoraba esos labios y las caricias que le daban, el sabor y el calor que la invadían, pero estaba

consciente de que solo sería un beso, tal vez el único beso de la noche, porque sabía lo difícil que resultaba

para su marido este contacto íntimo sin llegar más allá. Se sintió inundada del amor de su esposo con la

ternura con que la acariciaba, necesitaba tanto de su afecto que decidió disfrutar lo más posible lo que él

pudiera darle.

Darcy se separó lentamente reconociendo que cada vez era más difícil controlarse, pero se sintió

reconfortado al observar en los labios de su amada una sonrisa de satisfacción que hacía tiempo no veía.

Cuando Lizzie abrió los ojos musitó, recargada en el respaldo del sillón:

–Gracias.

Él sonrió ligeramente pero se sintió en paz. Se puso de pie, se colocó a espaldas del sillón y cogió con las

manos las horquillas que sostenían su peinado, con lentitud las fue retirando una a una hasta que pudo soltar

el hermoso cabello de su amada. Masajeó su cabeza por unos minutos, logrando que se relajara y disfrutara

de sus atenciones. Luego se alejó y se introdujo al baño.

Lizzie abrió los ojos, tal vez él habría pensado que ya estaba dormida, y casi lo había logrado. Se retiró la

sábana que la cubría observando el rostro de su pequeña que descansaba plácidamente en su brazo, había

sido un momento extraordinario que la había reconfortado enormemente, se acomodó el vestido al tiempo

que la puerta del baño se abrió y su esposo salió.

–Ya está listo su baño, madame.

Lizzie lo observó con recelo, ¿acaso querría seguir? Recordó la decisión que había tomado hacía unos

minutos: esa noche disfrutaría lo que él quisiera darle.

Darcy se acercó y cargó a su pequeña, la besó en la frente y la acostó en su cuna. Se volvió hacia su mujer

que continuaba sentada en el sillón, se aproximó tomándola en brazos y la condujo sin mayor esfuerzo hasta

el baño, donde la bajó poniéndola de pie junto a la bañera, terminó de desabrocharle el vestido, el cual cayó

al suelo dejándola únicamente con la transparente enagua. Darcy contuvo la mirada con enorme esfuerzo

pero no pudo resistir acercarse para besar delicadamente su cuello y su hombro, cubierto solo por el delgado

tirante de encaje. Luego se incorporó y la miró a los ojos.

–Hasta aquí te puedo acompañar –indicó resignado, queriendo con todo su ser permanecer a su lado.

Lizzie lo besó con devoción, agradeciendo todo lo que había hecho, mientras él la tomaba de la cintura, y lo

vio partir rumbo a la salida sin volver atrás.

Darcy cerró la puerta y siguió su camino hasta el balcón, sintiendo el frío de la noche en todo el cuerpo, eso

era lo que necesitaba. Había pasado momentos sumamente hermosos y seductores con su esposa, los había

gozado infinitamente, pero también eran un fuerte deterioro a su voluntad. Ojalá pudiera resistir más, en

realidad ya no sabía qué hacer.

CAPÍTULO XXVIII

161

Lizzie se encontraba con sus hijos en el salón de juegos contemplando las maravillosas vistas por la ventana.

Se sentía tranquila, en paz, su marido la había acompañado a cenar la noche anterior, habían platicado de

trivialidades, reído y disfrutado el momento tratándose de olvidar la difícil situación que estaban viviendo, él

la amaba y se lo había demostrado. En la cama la había estrechado para darle calor, la había besado en la

frente mientras ella se acurrucaba contra su pecho. Al despertar no encontró a su marido a su lado pero sí

una pequeña nota sobre el buró:

“Lizzie: Fui a cabalgar, si me tardo en regresar no te preocupes que aprovecharé para visitar a unos

arrendatarios. Almorzaré contigo. Te amo, Darcy”.

Lizzie no sabía que la visita a los arrendatarios era un pretexto para que él cabalgara por más tiempo,

necesitaba hacer más ejercicio si quería mantenerse controlado, pero la certeza que le daba su amor hizo que

ella sonriera.

Cuando llegó a buscarla a su habitación, se mostró tranquilo y contento, le regaló un beso al saludarla que

ella atesoró y le comentó las novedades que había escuchado a su llegada durante el desayuno. Había

permanecido con ella y con sus hijos un rato antes de retirarse al estudio a trabajar, cuando Lizzie y la Sra.

Reynolds habían traído a los pequeños al salón para jugar, mientras Stephany descansaba en una pequeña

cuna instalada en el cuarto contiguo para no interrumpir su descanso.

Lizzie suspiró llenando sus pulmones del aroma de esa casa, había extrañado tanto esas paredes, sintiéndose

confortada con el calor que le regalaba el sol. Advirtió a sus pies la presencia de una pelota que Matthew

había aventado, por lo que se giró para regresársela y participar en el juego con sus hijos. En ese momento

llamaron a la puerta y el Sr. Smith entró para anunciar a un visitante: la Sra. Collins.

–¿Charlotte? –indagó acercándose a ella, quien dejaba a su niña en el suelo para abrazar a su amiga.

–¡Lizzie! No sabes el gusto que sentí cuando supe que regresarían a Pemberley.

–Extrañaba mucho este lugar, hace tanto que quería regresar, más sabiendo que mi gran amiga estaba aquí.

¿Cómo han estado?

–Nosotros estamos bien, pero creo que tú tienes muchas cosas que contarme. Tu bebé, ¿dónde está?, ¿fue

niña?

–Sí, Stephany, duerme en la habitación contigua –explicó mientras le ofrecía tomar asiento y le servía una

taza de té–. Es una niña encantadora…

Lizzie platicó de su bebé, de sus otros hijos y cómo les había ido con la nueva hermana, comentó algunas

cosas de su nacimiento, excluyendo los detalles que explicaban la ausencia del padre y ahondando en las

razones por las cuales Mary la acompañó después de haber cancelado su compromiso con el Sr. Posset.

Obviamente, la plática se dirigió a explicar las consecuencias de esta revocación y los efectos que habían

tenido sobre la Sra. Bennet y toda la comunidad de Hertfordshire, glosas que fueron retroalimentadas por

Charlotte, quien ilustró lo que Lady Lucas le había escrito al respecto.

Charlotte se sorprendió al conocer los detalles por los cuales Mary había decidido cancelar su boda, ya que

tenía la impresión de que lo había rechazado por falta de amor –algo que para ella no era imprescindible en

un matrimonio–, o por miedo a las responsabilidades que una mujer casada debe asumir al estar al mando de

una casa, pero se escandalizó al saber que el novio había tratado de forzarla antes de la boda.

Lizzie se preguntó si su amiga habría mostrado la misma perturbación ante una mujer que es forzada por el

marido… No pudo evitar cuestionarse cómo sería la vida íntima de los Sres. Collins cuando sabía que el

amor no estaba presente en su relación, ¿acaso Charlotte había sufrido ese tipo de abuso? Sintió un

escalofrío recorrer su cuerpo al pensar encontrarse en una situación así y dirigió sus pensamientos a Darcy,

agradeciendo al cielo haber tenido un matrimonio lleno de amor que la había hecho inmensamente feliz,

aunque advirtió una profunda tristeza al desconocer lo que el futuro les depararía.

–¿Te sientes bien Lizzie? –indagó Charlotte por segunda vez, después de observar a su amiga ensimismada

por unos minutos.

–Sí, solo estoy cansada por el viaje, ayer llegamos tarde…

La puerta sonó, por lo que Lizzie indicó que podían pasar. Era el Sr. Smith, quien anunció que el Dr.

Thatcher había llegado para revisarla.

–¿Quieres esperarme aquí?

–No Lizzie, ya me retiro, pero ¿te encuentras bien? –inquirió preocupada al saber que habían llamado al

médico para atenderla.

–Sí Charlotte, solo es una revisión de rutina.

162

Lizzie la abrazó, agradeciendo con cariño su visita, deseando que pronto se pudiera repetir. Dejó a sus hijos

con las ayas, acompañó a su amiga hasta el final del pasillo donde Darcy y el médico las interceptaron, los

caballeros saludaron a las señoras y Darcy escoltó a su mujer hasta el tercer piso con el doctor mientras la

Sra. Collins se retiraba con su hija, acompañada del Sr. Smith.

La consulta fue larga, el médico revisó a Lizzie y ella explicó los detalles del nacimiento de su hija y lo

relativo a su recuperación. El Dr. Thatcher se mostró muy sorprendido del nuevo método que el Dr.

Donohue había implementado para este caso:

–Cosió el útero y luego cauterizó. En mi último viaje a Londres escuché de boca del Dr. Robinson las

maravillas que su hermano estaba haciendo, tendré que entrevistarme pronto con el Dr. Donohue para que

me explique los detalles.

–¿Usted nunca lo ha hecho? –indagó Lizzie azorada de que su médico desconociera ese procedimiento.

–Eso no, pero en cuanto me entreviste con él consideraré si es conveniente aplicarlo.

Lizzie bajó la cabeza decepcionada, descartando que el médico le ofreciera alguna esperanza de volver a su

vida normal.

–No se sorprenda Sra. Darcy, así es como la Medicina avanza. Cuando yo le realicé la primera transfusión

de sangre, casi nadie lo había hecho en este país; ahora algunos de mis colegas han perdido el miedo pero

por desgracia muchos médicos prefieren los métodos del siglo pasado y continúan realizando sangrías, entre

otras cosas.

Darcy tomó la palabra y continuó la explicación hasta el punto por el cual habían decidido consultar su

opinión profesional.

–Sin duda, su hermano lo ha puesto en una situación sumamente difícil –indicó el Dr. Thatcher a Darcy–.

Como médico estoy de acuerdo con su opinión, la Sra. Darcy sufrió un trabajo de parto muy complicado

además de la cesárea, el útero se observa todavía lastimado independientemente de la cicatriz, la cual la veo

en buenas condiciones, mucho mejor que la cicatriz que tienen las pacientes a las que he practicado cesárea,

quienes han tardado más tiempo en sanar por completo. Ciertamente, un nuevo embarazo es un riesgo,

aunque en mi experiencia de treinta años puedo decirles que todo puede suceder.

–¿Cómo?, ¿a qué se refiere?

–He tenido pacientes con cesárea previa y han tenido más hijos, aunque sus embarazos y sus partos no han

sido fáciles.

–Pero muchas mujeres mueren a consecuencia de un parto.

–Sí, por falta de cuidado durante el embarazo, partos difíciles o mal atendidos, por falta de higiene…

–¿Y las hemorragias e infecciones?

–También se pueden presentar, pero hay solución.

–Seguramente si el médico es competente y si llega a tiempo.

–Eso es importante. Sin embargo, recuerde Sr. Darcy que también los milagros existen, su esposa y sus hijos

están vivos porque Dios así lo permitió, independientemente de la adecuada atención médica que han

recibido. Por eso considero que esa decisión deben tomarla ustedes, sopesando los riesgos que esto conlleva.

–Pero los riesgos son altos –intervino Darcy.

–En mi experiencia, he visto más milagros que muertes, aunque he visto ambos.

–Perdón que me entrometa –interrumpió Lizzie captando la atención de los caballeros–. Tengo entendido de

que los Sres. Bingley, tras escuchar su recomendación, ya no han buscado tener más hijos.

–Así es, yo le planteé la situación al Sr. Bingley como lo estoy haciendo en este momento y ellos tomaron su

decisión.

Darcy se quedó pensativo y Lizzie lo observó con mucha atención mientras el médico guardaba sus cosas.

Este se despidió de su paciente y fue conducido hasta el carruaje por el señor de la casa.

Lizzie vio a su marido cerrar la puerta tras de sí, preguntándose lo que estaría pensando después de haber

sostenido la conversación con el médico, ¿habría cambiado de opinión? Tenía que averiguarlo pronto, por lo

que se puso de pie para dirigirse a su vestidor, pero se detuvo al escuchar el llanto de su hambrienta pequeña

en la puerta y alguien que le llamaba. Permitió el paso, entró la Sra. Reynolds con la bebé en brazos y se la

entregó para que la alimentara: tendría que esperar una vez más para dialogar con su marido. Cuando

Stephany se tranquilizó, Lizzie aprovechó para vestirse, cogió a su pequeña para llevarla con el aya y

encaminarse al despacho de su marido, pero cuando llegó no lo encontró.

–El Sr. Darcy salió después de despedir al Dr. Thatcher –le informó el mozo a su espalda.

–¿Dijo si se tardaría en regresar?

163

–No señora.

–Cuando regrese, por favor avíseme.

El Sr. Smith contestó afirmativamente mientras observaba a su ama que se alejaba por las escaleras.

Lizzie lo esperó y pasó el resto del día en compañía de sus hijos sin recibir noticias de su marido, por lo que

empezó a sospechar que su opinión seguía inalterable, pero ahora tenía más argumentos para lograr que

cambiara de parecer.

Solicitó que prepararan uno de los platillos favoritos de su marido para la cena, se atavió con un hermoso

vestido y, después de acostar a sus hijos, bajó al salón principal donde esperó su arribo.

Darcy llegó cuando ya había oscurecido y Lizzie lo recibió con alegría, se acercó, lo tomó de las manos y lo

besó en la mejilla.

–Hace mucho frío afuera. Ven y acércate al fuego –indicó Lizzie mientras lo conducía al sillón y tomaban

asiento–. Te ves cansado, ¿tuviste mucho trabajo hoy?

–Sí, aproveché para visitar el terreno de las minas y hablar con unas personas.

–Pensé que las visitarías mañana, hoy estuvo nublado desde el medio día, me sorprende que no haya

llovido.

–Seguramente tu día estuvo más entretenido, platícame lo que hiciste –pidió Darcy queriéndose relajar con

el sonido de la voz de su esposa.

–Tuve la visita de Charlotte, antes de la consulta con el Dr. Thatcher…

Lizzie le glosó lo referente a su conversación con Charlotte, sin volver a mencionar al Dr. Thatcher o sus

comentarios. Darcy se sintió más descansado, a pesar de haber cabalgado por varias horas no había podido

despejar su mente de las dudas que lo atosigaban, había salido huyendo de casa para buscar respuestas donde

no las halló y ahora se encontraba sentado junto a su esposa, cautivado por su alegría y por su sencillez, sus

risas y sus bromas que le robaban una que otra carcajada.

Cenaron en el comedor en un ambiente de alegría y confianza, aparentemente como cualquier otro día feliz

en sus vidas, pero había una cierta tensión que nunca habían vivido por el impedimento de acercarse el uno

al otro. Lizzie continuó su conversación sobre lo que había hecho con los niños, la travesura que Christopher

había realizado a Matthew, la sonrisa que había observado en Stephany, las nuevas palabras que los niños ya

podían pronunciar. También glosaron de las novedades que Darcy supo de la región gracias a su visita y

Lizzie disertó lo que la Sra. Badcock, la nueva ama de llaves, le había informado que había ocurrido en su

ausencia, dando como resultado una velada sumamente agradable, muy distinta a lo que Darcy había temido

y por lo cual había dilatado su retorno, alejando el sentimiento de culpa que lo había invadido.

Luego se retiraron a su alcoba, Lizzie se sentía satisfecha por lograr que su marido estuviera más relajado,

aunque percibía un gran nerviosismo, por lo que le esperaba tras esas puertas a las que se estaban acercando,

caminando y hablando con la mayor naturalidad que podía reunir bajo esas circunstancias.

Al entrar, Darcy besó en la frente a su bebé que dormía plácidamente en la cuna y se introdujo a su vestidor

mientras Lizzie entraba a la habitación contigua para despedir a la Sra. Reynolds y darles la bendición a sus

hijos. Ella regresó a la pieza principal y se dirigió a su vestidor para prepararse a lo que tarde o temprano

tenía que enfrentarse, sintiendo su corazón latir fuertemente y decidiendo si lo haría esa noche o esperaría al

día siguiente. No podía creer que tuviera tantas dudas.

Darcy estaba acostado leyendo su libro cuando Lizzie salió de su vestidor con un camisón de muselina

escarlata que le llegaba a la mitad del muslo, resaltando sus hermosas curvas al llevarlo un poco ceñido al

cuerpo. Darcy emitió un profundo suspiro, tuvo que reconocer que se veía divina, mucho mejor de como la

recordaba, no podía apartar la vista de ella y la recorrió con lentitud: la elegancia de sus movimientos, la

seguridad con que caminaba, la finura de sus curvas que lo enloquecían… Su deseo se incrementó al

encontrarse con sus ojos y observar la mirada decidida a lograr su objetivo, poniéndolo en una situación

sumamente difícil. Su corazón latía con impresionante rapidez, más aún sabiendo cómo terminaría todo eso,

cómo debía terminar, por el gran amor que le tenía.

Lizzie se acercó y se colocó a horcajadas, aprisionando su boca con un beso apasionado que lo enmudeció

cuando él iba a decir que se detuviera, le alzó la camisa de dormir destapándolo hasta el torso y ambos se

estremecieron al sentirse tan cerca. Ella anhelaba prolongar sus caricias, pero él la detuvo, aun cuando ya

estaba desarmado.

–Lizzie, sabes que no debemos, ya habíamos hablado de esto –logró decir en un momento en que se separó

para respirar.

164

Ella no le hizo caso e insistió en silencio, continuando con el beso que él se resistía a corresponder, y decidió

recurrir a sus caricias que lo hacían perder el control, pero él aprisionó sus manos antes de llegar a su

destino, sabiendo lo que se proponía.

–Lizzie, por favor, esto es muy difícil para mí y no me estás ayudando.

–Darcy, por favor –musitó sobre sus labios de una forma que hacía que él no se pudiera negar, besándolo

nuevamente y colocando las manos de su marido sobre sus caderas desnudas.

Darcy, reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban de su firme determinación y alentado por el amor que le

tenía, subió sus manos hasta la cintura para asirla, levantarla y apartarla finalmente de él, acostándola en la

cama.

–Lizzie, sabes que esto no lo hago porque quiero –dijo sosteniéndola con firmeza, lo suficientemente alejado

para que no lo volviera a tentar con sus besos pero ayudado con su cuerpo para inmovilizarla sin lastimarla–,

te amo y no puedo permitirme caer ni una sola vez, ya que eso te pondría en riesgo. Te pido, te suplico que

me ayudes.

–Pero ya escuchaste al Dr. Thatcher.

–El riesgo es muy alto.

–Darcy, ¿te has dado cuenta de lo que me estás pidiendo? Eso provocaría que te perdiera y no estoy

dispuesta a tolerarlo, no podría soportar que tuvieras otra mujer, sería otra manera de matarme.

–Lizzie, no me vas a perder, te prometí fidelidad para toda mi vida y hoy renuevo esos votos, en lo próspero

y en lo adverso.

–Pero esta separación va a provocar un distanciamiento…

–No voy a permitir que suceda, nos unen muchas cosas y podemos suplir el acto conyugal con otro tipo de

convivencia…

–Yo te amo y quiero entregarme a ti, quiero que tú seas feliz conmigo y yo ser feliz contigo, déjame amarte

–imploró llorando–. Prefiero vivir poco pero vivir feliz, vivir plenamente, a tener una vida larga y vacía de

ti.

–No puedo ponerte en riesgo, no soportaría perderte, no podría vivir con ese cargo de consciencia, haber

puesto en peligro a la mujer que amo solo por mi concupiscencia, dejando a mis hijos sin el cariño de su

madre, una mujer extraordinaria que por mi egoísmo le haya provocado la muerte –indicó sentándose y

pasando las manos por la cabellera, sintiendo la agonía de sus sentimientos–. Perdóname pero no puedo –

indicó levantándose.

–Darcy, ¡no te vayas! –exclamó impetrando–. Por lo menos abrázame.

Él se giró y la miró conmovido, se acercó y la abrazó con toda su devoción, sabiendo que ese sería el único

contacto que tendrían de ahora en adelante, eso no se lo podía negar a su amada, no se lo podía negar a sí

mismo.

CAPÍTULO XXIX

Los Sres. Darcy se encontraban desayunando en silencio en el comedor. Lizzie llevaba varios días

deprimida, desde aquella desafortunada noche no había vuelto a sonreír, su mirada estaba nublada por la

decepción y la impotencia, su ánimo se había venido abajo, únicamente se dedicaba a cuidar de sus hijos y

acompañar a su marido durante las comidas. El Sr. Mackenna había ido para entregar las cuentas

correspondientes y ponerla al tanto de la florería, pero Lizzie pidió que la disculparan so pretexto de sentirse

indispuesta, aun cuando tenía varios bocetos hechos por Georgiana con nuevos modelos para

implementarlos.

Darcy estaba muy preocupado por ella, sabía perfectamente el motivo por el cual se encontraba en ese

estado, la veía como hacía varios años cuando se angustiaba por su infertilidad, pero ahora no sabía qué

hacer para ayudarla, solo darle tiempo para que asimilara las nuevas circunstancias de su vida y las aceptara

con resignación. Había tratado de mantenerse cerca de ella cuando estaba en su compañía y ser cariñoso,

pero cada vez le era más difícil respetar los límites y había tenido que procurar guardar distancia, sintiendo

un dolor muy profundo al verla tan deprimida. Había empezado a ver las consecuencias de su decisión que

no había considerado y que no eran agradables.

El sigilo fue roto por el Sr. Smith, que entró para anunciar la llegada de un visitante: la Sra. Willis.

–Pero… –murmuró Darcy extrañado.

165

–¡Pero eso no es posible! –replicó Lizzie con más energía, sin pensar en mantener la compostura ante el

mayordomo, quien la observó sorprendido.

–Por favor, hágala pasar al despacho…

–Darcy… –insistió con lágrimas en los ojos, impotente ante su problemática y ante esta nueva amenaza.

–Y mande llamar a… al Sr. Webster de inmediato. Necesito que me ayude.

–Sí señor –dijo el mozo retirándose para cumplir las órdenes.

–Darcy, no pensarás recibirla.

–No puedo creer que haya venido desde Londres solo para ver algunos detalles de las tiendas. Pensé que se

olvidaría del asunto por algunas semanas. Claro, hoy es lunes y ella había confirmado su asistencia para

vernos en la capital.

–Entonces no la recibirás.

–Solo será un par de horas.

–Pero el Sr. Churchill no te escoltará, entonces te acompañaré yo.

–No Lizzie –indicó mientras la tomaba de la mano con cariño para sosegarla–, no quiero que te encuentres

con esa mujer, ya nos ha hecho bastante daño.

–¿Y el daño que nos quiere hacer con sus visitas?

–Si tú estás a salvo, yo me puedo quedar tranquilo.

–Pero yo no podré estar tranquila sabiendo que estás a solas con ella.

–Te prometí que no estaría solo en su presencia, por eso he llamado al Sr. Webster, le pediré que me escolte

todo el tiempo.

–¿Es muy urgente su asunto?

–Si no la atiendo ahora, no se va a retirar de la casa.

–Pensé que hoy estarías más tiempo con nosotros.

–Prometo despacharla lo más pronto posible –dijo y le dio un beso en la mano.

Alguien tocó a la puerta y entró el Sr. Webster, dirigiéndose hacia su amo.

–¿Me mandó llamar, señor?

–Sí, necesito que me escolte en mi oficina.

–¿Cómo? Sí señor –asintió, sin entender del todo a lo que se refería.

–La Sra. Willis se encuentra en el despacho.

–Comprendo señor.

Darcy se inclinó ante su esposa y se retiró con el mozo.

Lizzie se tapó la cara con las manos, tratando de controlar la ira que sentía, así como la frustración que la

invadía. ¿Cómo era posible que ahora se tuvieran que enfrentar a ella, además del creciente alejamiento que

Lizzie sentía de parte de su marido, aun cuando ambos estuvieran en la misma pieza?

–¿Se siente bien, Sra. Darcy? –indagó el Sr. Smith que traía la bandeja de plata con una carta para su ama.

–Sí, gracias –respondió disimulando su malestar y tomando la misiva.

Lizzie la abrió, extrañada de ver el nombre de la persona que se la enviaba: el Sr. Collins.

“Mi muy estimada Sra. Darcy: Me he atrevido a molestar a Su Señoría ya que he esperado respuesta de mi

muy generoso bienhechor, el Sr. Darcy, para solicitarle una audiencia, debido a que quiero expresar mi más

calurosa bienvenida a su familia, así como los cuantiosos agradecimientos de que soy testigo después de

haber repartido los maravillosos regalos que usted ha mandado a la gente que ha necesitado ayuda por las

fuertes nevadas de este invierno. Mi amada esposa me ha participado su anterior visita y deseo expresarle a

usted y a su esposo nuestro más sincero afecto y gratitud por toda la bondad que siempre los ha

caracterizado, esperando que me puedan recibir a lo largo de este día…”

–Sr. Smith, por favor mande un recado al Sr. Collins y discúlpeme con él. Hoy no lo podremos recibir.

El mozo asintió y recorrió la silla de su ama para ayudarle a ponerse en pie. Lizzie pasó junto a la chimenea

y envió la carta al fuego, eso era lo último que le faltaba soportar.

Darcy se había despertado en la madrugada y no había podido conciliar el sueño desde entonces, su mente

giraba y giraba sin detenerse y sin encontrar salida a su situación: no sabía qué hacer. ¿Qué le habría

aconsejado su padre ante esta problemática? Sintió una profunda tristeza al advertir su ausencia, como nunca

la había percibido, pero ahora se encontraba solo, a pesar de que su mujer durmiera en el mismo lecho. La

decisión la tenía que tomar él, aun cuando ya había dictaminado parecía que debía volver a tomarla cada día,

166

cada minuto que se encontraba al lado de su mujer, renovarla constantemente y esto estaba acabando con su

autodominio.

Aspiró profundamente y se dio cuenta de que había sido un error enorme: el aire olía a ella. Se cuestionó si

sería conveniente trasladarse a otra habitación para acabar con esa tortura, le había prometido que nada más

cambiaría entre ellos pero la realidad se imponía, estaba enloqueciendo, y no solo al lado de ella, su

irascibilidad estaba presente todo el tiempo y se había visto reflejada hacia otras personas.

La luz que se filtraba en las orillas de la cortina estaba aumentando, la bebé no se había despertado desde

hacía cuatro horas, ya dormía más tiempo. Él había seguido los movimientos de su esposa cuando se había

levantado a amamantar y la había observado con la irrisoria luz de una vela, aun en la penumbra se

vislumbraba la insondable tristeza que sentía. El recuerdo de verla alimentando a su pequeña, el olor que se

percibía en toda la habitación inundado de ella, la respiración profunda que se escuchaba tan cerca hizo que

su cuerpo se tensara, se girara y se incorporara un poco para contemplar su belleza, ella estaba de espaldas a

él. Dormía plácidamente, bendito sueño que hacía que se viera en paz, parecía que sonreía o al menos eso

era lo que deseaba. Ya no había visto esa sonrisa, desde aquella noche que realizó el esfuerzo más grande de

su vida.

Su brazo estaba descubierto, el delicado camisón de seda tenía unos tirantes muy delgados, la cobija la

cubría hasta la cintura y sintió una enorme necesidad de acariciar esa piel que lo invitaba a recorrerla con sus

besos, tal vez estaría un poco fría. Se acercó a ella sin tocarla para irradiarle un poco de su calor, él sentía

que se abrasaba recordando todas la veces que la había despertado para hacerle el amor. Definitivamente no

quería despertarla, pero estaba tan cerca, deseaba romper la barrera de sus dudas y aproximarse un poco

más, tal vez subirle el camisón solo unas pulgadas para rozarla, –una caricia que estuvo a punto de hacerle

perder la cabeza hacía unas noches–, sabía que debajo del camisón solo encontraría su hermosa piel, aunque

no había sido así siempre.

Suspiró profundamente para tratar de controlar su enorme deseo, pero no pudo evitar que sus recuerdos se

fueran al pasado, a las primeras veces que estuvo con ella y el pudor que la había invadido, lo “difícil” que

había sido para él descubrir su cuerpo y que ella durmiera desnuda entre sus brazos.

–¿Aceptarías mi invitación a disfrutar de un baño caliente en mi compañía? –inquirió Darcy mientras la

abrazaba y acariciaba su larga cabellera tumbado sobre la cama, deseando rozar su espalda, la curva de

su cadera, su trasero… pero era demasiado pronto.

–¿Un baño?, ¿acaso sería apropiado?

–Después de lo que hemos compartido anoche y hace unos momentos, sería muy apropiado. Máxime, si

quiero seguir disfrutando de tu sedosa piel –aclaró acariciando su incipiente barba con la mano libre.

–Además de que tendremos que ir a Londres.

–Tal vez esa parte del plan decida posponerla.

–¡Sr. Darcy! ¿Y qué haría todo el día en lugar de viajar?

–Disfrutar de nuestra luna de miel.

–Ya veo –dijo riendo, sosteniéndose sobre su codo y cuidando de taparse bien con la sábada de seda–. En

ese caso, pondré mis condiciones.

–¿Tus condiciones?

–Sí, quiero que el baño sea de burbujas… después de desayunar porque muero de hambre, y te taparás los

ojos cuando me meta en la tina.

–¿Y cuando salgas también?

–¡Por supuesto!

Tras reflexionarlo unos momentos, Darcy asintió.

Lizzie se sentó sosteniendo firmemente la sábana y se giró para bajar los pies. Darcy sonrió al ver su

hermosa espalda, su estrecha cintura, sus caderas redondeadas y parte de su trasero desnudo mientras ella

se cuidaba de taparse por enfrente y cubrirse con la bata. Contempló la elegancia de sus movimientos al

levantarse, aunque percibió la vacilación de sus primeros pasos, esperaba que ya no estuviera tan dolorida.

Se deleitó admirando el contoneo de sus caderas al caminar, hasta que sintió que una bata azul se

estrellaba contra su rostro en tanto su mujer se reía y desaparecía tras cerrar la puerta del baño.

Darcy sonrió al recordar el segundo día de matrimonio, que marcó el inicio de una felicidad que nunca creyó

posible compartir con otra persona. No pudo evitar zambullirse en su memoria, aun cuando eso no ayudaba

a bajar su excitación…

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–Veo que mi deseo se hizo realidad –indicó Lizzie sonriendo al ver a su marido dentro de la bañera cubierta

por abundantes burbujas.

Aun así, cogió la caja del jabón y vertió un poco más en el agua, sintiendo la atenta mirada de su esposo.

Había sentido muchas veces que los “caballeros” la desnudaban con la mirada, se dio cuenta de que en

esta ocasión no le molestó, pero eso no significaba que estuviera lista para despojarse de la delgada bata.

–Darcy…

–Perdóname Lizzie, ¿decías? –indagó su marido percatándose de su indiscreción, no quería asustar a su

esposa con su comportamiento, alegrándose de que estuviera cubierto por burbujas y no se diera cuenta de

su pronta reacción.

–Que se ve delicioso.

–No te imaginas cuánto.

–… el baño.

–Sí, por supuesto. ¡Oh! Olvidé algo –dijo queriéndose incorporar pero su esposa se tapó los ojos

rápidamente–. ¿Qué pasa?

–¡Estás desnudo!

Darcy sonrió y se volvió a sentar.

–Si prefieres puedes pasarme la botella que está al lado del jabón.

–¿Esta? –cuestionó tomándola.

–Sí.

–¿Qué es? –preguntó mientras se la entregaba.

–Aceite –indicó mientras vertía un poco en el agua–. Consejo de un buen amigo.

–¿Para qué es?

–Ya lo verás. ¿Vienes?

–Primero tápate los ojos.

–¡Oh! Claro.

Lizzie, desconfiando de su marido, se acercó a él y le cubrió el rostro con una toalla.

–Así está mejor.

–Está muy resbaloso Lizzie, ten cuidado –advirtió mientras extendía su mano para que se sostuviera de ella.

Lizzie se quitó la bata, la dejó sobre la silla y lo asió fuertemente, sintiendo en su pie el resultado del aceite.

Se sentó con cuidado y se recargó en el regazo de su esposo, sorprendida de lo que sentía en la espalda.

–¡Sr. Darcy!

–Creo que debes sentirte orgullosa de lo que provocas en mí –dijo mientras la abrazaba y la besaba en el

cuello, en la oreja…

Darcy suspiró profundamente sintiendo una enorme añoranza. Con el tiempo había aumentado la confianza,

una confianza que por todos estos años había atesorado y ahora era una amenaza para él.

“Solo unas pulgadas”, pensó recordando que sus cuerpos embonaban a la perfección, “solo un momento” se

acercó un poco pero se detuvo al notar que su esposa se movía. Lizzie se destapó, al parecer sí le había

llegado su calor.

“¡Vaya sorpresa!, ese detalle lo había olvidado”, pensó Darcy al ver que el camisón le cubría hasta la

cintura, sintiendo su acelerado corazón latir desbocadamente. La curva de su hermosa cadera hizo que

deseara acercarse para besarla, sentir esa piel en los labios como había anhelado disfrutarla cuando Lizzie

había guiado sus manos sobre ella, se separó un poco para poder contemplarla en su totalidad quedándose

perpejo… era perfecta, parecía una diosa…

Tras unos minutos de permanecer hechizado, la situación se volvió más difícil cuando Lizzie se giró

quedando boca arriba. Darcy suspiró sin poder apartar la mirada, parecía que el mismo Dios estaba de

acuerdo en que fuera tentado de esa manera: el camisón le rozaba el ombligo, el mismo que había saboreado

infinidad de veces; bajó la vista lentamente para observar con detalle el vientre plano, ahora estaba vacío

pero en cualquier momento, si no se contenía, podría ser ocupado nuevamente. Evitó pensar en eso y admiró

la firme y tersa piel que lo cubría, instigándolo a tocarla, a besarla, y luego… su mente se quedó en blanco,

sin moverse, sin querer despertar de ese sueño y volver a su realidad que se estaba convirtiendo en un

infierno.

–¿Está muy fea mi cicatriz? –indagó una dulce voz que denotaba tristeza, sacándolo abruptamente de su

contemplación.

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Darcy se encontró con sus hermosos y expresivos ojos, “si no fueran tan expresivos no me dolería tanto”,

pensó al ver que reflejaban una insondable congoja. Volvió su vista a su perdición y se acercó para besar

lentamente y con gran ternura la cicatriz que había causado tanto daño, que seguía ocasionando gran

sufrimiento para ambos y la recorrió desde el extremo superior hasta sentir el roce de sus rizos en los labios.

Deseando con toda el alma continuar, se incorporó y vio a su mujer.

–He de confesarte que ni siquiera me había fijado en ella.

–Entonces, ¿por qué te detienes?

–Porque te amo.

Lizzie sintió sus ojos llenarse de lágrimas, viendo a través de ellos a su turbado marido. Se giró para

incorporarse y ponerse de pie, se secó el rostro con el dorso de la mano caminando rápidamente rumbo a su

vestidor antes de soltar los sollozos que contenía con toda su voluntad.

Darcy se lamentó profundamente que su “acertada” decisión estuviera ocasionando tantos estragos en ellos,

algo que no había imaginado que podría pasar, y le dolió mucho la resignación a la que su mujer había

sucumbido, además de su depresión, siendo que siempre había sido una luchadora en pro de sus objetivos. Él

estaba provocando que la llama de vida y de alegría de su esposa se estuviera consumiendo, pero ¿qué podía

hacer para evitarlo?

En el comedor continuaba el silencio, Darcy había ido a buscar a su mujer a su habitación después de

cabalgar, le había llevado unas flores que juntó del invernadero, pero al entrar a su alcoba la había visto con

los ojos llorosos aun cuando ella trataba de disimular su estado, recibió las flores con una sonrisa forzada,

descorazonando a su marido por completo.

Darcy la observó por unos minutos, ella comía su fruta con la cabeza baja, contemplando el diseño del plato

sin ponerle verdadera atención. Él tomó su mano y le dijo:

–Me preguntaba si estarías de acuerdo en que realicemos el bautismo de Stephany en dos semanas. Por

supuesto tu madre, tus hermanas y tus tíos pueden quedarse en Pemberley el tiempo que tú decidas.

Lizzie encontró su mirada y asintió.

Él percibió un gran desconsuelo, tenía la esperanza de que su mujer mostrara entusiasmo con la propuesta,

tal vez organizar los preparativos y la ilusión de invitar a su familia la ayudaría a distraerse y animarse.

El Sr. Smith se acercó para entregarle una misiva al Sr. Darcy, quien al verla le participó:

–Es de Bingley.

Darcy la abrió y leyó en silencio, sonriendo ante la perspectiva de causarle una alegría a su amada.

–Dice que nos invitan a cenar hoy.

–Perdóname Darcy, pero no me siento bien –indicó Lizzie dejando su servilleta sobre la mesa y

levantándose de la silla–. Por favor discúlpame con mi hermana.

Darcy la siguió con la mirada hasta verla desaparecer detrás de la puerta.

–¿Desea que mande llamar al Dr. Thatcher, señor? –indagó el Sr. Smith.

–No, no, hasta que la señora o yo se lo pidamos, pero mande una disculpa al Sr. Bingley, no podremos

acompañarlos.

–Sí señor.

Darcy terminó sus alimentos con enorme desgana, agradeció al mozo que estaba a su espalda y se retiró a su

habitación para buscar a su mujer, pero no la encontró. La buscó en la pieza de al lado hasta encontrarla en

el salón de juegos con sus hijos. Los niños se acercaron a él cuando lo vieron y después de dedicarles unos

minutos se acercó a Lizzie que se encontraba en el sillón con la pequeña en brazos, debidamente cubierta.

–¿Te sientes mejor?

–Sí gracias –dijo para contestar con cortesía.

–¿Quieres que mandemos llamar al médico?

–No es necesario, gracias.

Darcy tomó asiento a su lado, cogió el libro en francés que su esposa leía en esos días y leyó en voz alta,

como se lo había pedido a su regreso de Oxford. Sentía enormes deseos de complacerla de todas las formas

posibles para recuperar su alegría, aunque no podía incluir las que rebasaban los límites autoimpuestos.

CAPÍTULO XXX

169

Pasaron los días y Lizzie se sentía cada vez más deprimida y confundida. Hizo algunos arreglos para el

bautismo de su hija y encargó a la Sra. Badcock y al Sr. Smith realizar los pendientes, ya que ella se sentía

indispuesta. Su mente se había saturado de pensamientos contradictorios al considerar la opinión de su

marido con más seriedad: ¿qué sería de sus hijos si ella falleciera prematuramente?, ¿qué haría su marido?,

¿se volvería a casar? Solo de pensar en que otra mujer podría ocupar su lugar como esposa y madre de su

familia le provocaba un profundo dolor, aunque fuera una buena mujer: perderse los siguientes años de

felicidad al lado de su esposo, viendo crecer a sus hijos, aprender cosas nuevas y divertirse, acompañarlos y

aconsejarlos en sus tristezas. Quizá no estaba considerando el sufrimiento que les provocaría con su

ausencia. ¿Acaso no estaba siendo egoísta en su empeño de que su marido cambiara de opinión?

Había permanecido en casa dentro de las habitaciones superiores, recibió una carta de Jane en donde le

expresaba su preocupación debido a que no habían podido asistir a la cena y ella contestó con inusitado

laconismo. Por eso, no era de extrañar que al poco tiempo Jane se presentara en Pemberley para preguntar si

la Sra. Darcy estaba en condiciones de recibirla.

Al escuchar que la Sra. Bingley había ido a visitarla, Lizzie esperó que su tristeza no fuera tan evidente para

su hermana y la recibió simulando una tranquilidad que en realidad estaba lejos de sentir, pero Jane no tardó

en darse cuenta de que algo le preocupaba.

–¿Christopher ha estado bien de salud? –indagó tratando de averiguar la razón que la tenía turbada.

–Sí, debo estar muy pendiente de su estado ya que pronto iniciará la primavera, pero hasta el momento goza

de buena salud.

–¿Y el Sr. Darcy?

Lizzie bajó la mirada inconscientemente y su sonrisa se desvaneció, revelando que había dado en el clavo.

–¿Hay algo de lo que quieras platicar?

–Jane… –respondió confusa, sin saber qué decir o por dónde empezar–, el Sr. Bingley y tú… –se detuvo y

suspiró–, tu marido y tú… Me dijiste hace tiempo que ya no tenían intimidad por la posibilidad de que

tuvieras un embarazo de alto riesgo.

–Sí, así es. Una decisión que tuve que aceptar aun cuando no estuve de acuerdo y por lo cual estoy

arrepentida.

–¿Por qué aceptaste?

–El Dr. Thatcher habló con nosotros y Charles decidió que no quería correr riesgos… y yo estaba tan

deprimida por la muerte de mi hija que no tuve el valor de enfrentarlo. Con el tiempo me he arrepentido de

no haber tenido la fortaleza para expresar y defender mi opinión, porque ha sido la causa de que nos

hayamos alejado otra vez, provocando una enorme soledad en nuestras vidas, como si estuviéramos

conviviendo dos extraños. Desde hace mucho dormimos en habitaciones separadas y la conversación se ha

limitado al tema de los hijos o de la situación en general, sin profundizar en lo que cada uno piensa o siente.

Lizzie, si tu estado es similar… no permitas que te arrebaten la estabilidad conyugal por eso. El Dr. Thatcher

nos dijo que era nuestra decisión, pero que había ciertos riesgos de los cuales él estaba obligado a comentar,

sin embargo, no hay nada escrito, la naturaleza es muy sabia y a veces la curación llega con el tiempo. El

problema es que el tiempo es tu peor enemigo cuando ya ha iniciado el alejamiento. Hay un punto de no

retorno que, supongo, lo pasé hace mucho.

–Entonces, ¿qué vas a hacer?

–No lo sé, seguir la vida como viene y resignarme a lo que sembré. Ahora no puedo quejarme de lo que

estoy cosechando si todo esto lo he provocado yo.

–¿Te conformas con eso?

–No, pero las veces que he tocado el tema… no ha servido de nada, parece como si no me escuchara.

–Jane, me apena tanto escuchar eso. Yo quería preguntarte cómo hacían para vivir así y veo que… No puedo

darme por vencida pero ya no sé qué hacer. ¿Y si Darcy tiene razón y dejo desamparada a mi familia?

–Eso podría suceder en cualquier momento y no solo por esa razón. Sin embargo, sigues con vida y a su

lado.

–A veces siento que no me escucha, que está amarrado tan fuertemente al deber ser que…

–Sucede lo mismo con Charles, con la diferencia de que en mi caso ya ha pasado mucho tiempo y que

existen heridas viejas, rencores y malas impresiones que no han sanado. Siento mucho no poder decir más,

solo que no te des por vencida, no te conformes con la decisión que él ha tomado y trata de convencerlo de

lo contrario.

–Pero ¿cómo?

170

–Si supiera la respuesta, mi situación sería muy diferente.

Cuando Jane se retiró, Lizzie sintió una amargura sin paragón. Resonó algunas de las conversaciones que

había sostenido con Jane sobre temas íntimos y recordó que su hermana había recurrido al consejo del Sr.

Elton en alguna ocasión, el vicario que había visto hacía pocos días y que bautizaría a su hija.

Terminó de alimentar a Stephany y se dirigió a la habitación de sus hijos, donde estaban disfrutando de su

siesta, para avisarle a la Sra. Reynolds que saldría para ultimar algunos detalles del bautismo con el Sr.

Elton, por lo que le pidió que se hiciera cargo de los niños durante su ausencia.

Cuando el carruaje arribó a Kimpton, Lizzie observó que un hombrecillo vestido de negro se acercaba

corriendo a recibirla: el Sr. Collins. El lacayo abrió la puerta y el susodicho se asomó impresionado:

–¡Sra. Darcy! ¡Qué gran honor hemos recibido con su visita! La esperábamos hasta el siguiente domingo

con su familia –dijo, ofreciendo su mano para ayudarla a descender, por lo cual Lizzie estuvo obligada a

aceptarla–, pero es un verdadero y gran placer que…

–¿Se encuentra el Sr. Elton?

–Sí, por supuesto, también está mi esposa, la Sra. Collins…

–Quisiera hablar un momento con el Sr. Elton, si fuera tan amable en participarle mi visita.

–Supongo que para ultimar los detalles del bautismo de su hermosa hija –comentó mientras la acompañaba a

la abadía–, claro que a mí me hubiera encantado presidir la ceremonia por nuestro parentesco. Finalmente es

mi sobrina por parte de su amado padre y usted sabe el gran cariño que siempre le hemos guardado a su

familia…

Lizzie suspiró y distrajo su atención para no seguir escuchando la retahíla de sandeces que el pobre hombre

decía y que no podía interrumpir sin verse grosera mientras la conducía hasta la oficina del vicario.

–Sr. Elton –llamó el Sr. Collins a la puerta y por fin abrió–, la Sra. Darcy ha venido a buscarlo.

–Gracias –dijo poniéndose de pie con cierta dificultad para recibirla–, Sra. Darcy.

Lizzie hizo una reverencia y esperó a que le ofrecieran asiento, seguido de un incómodo silencio.

–Sr. Collins, gracias. Ya puede retirarse.

–Estaba pensando que tal vez mi presencia sea de utilidad, yo podría ayudar…

–Si lo necesitamos lo llamaré… y cierre bien la puerta… Disculpe el atolondramiento del Sr. Collins, es un

buen hombre y nos permite ejercitar con más constancia la virtud de la paciencia. Me imagino que quiere

verificar que todo esté listo para la ceremonia de mañana…

–En realidad, el motivo que me trae es diferente… Quisiera platicar con usted para pedirle su consejo y

confesarme.

–Por supuesto. ¿En qué puedo servirle?

–Mi marido y yo estamos pasando por un momento difícil. Tras el último parto yo quedé lastimada y, aun

cuando el Dr. Donohue ya me dio de alta, ha recomendado que no tengamos otro embarazo y…

–Entiendo.

–El Dr. Thatcher nos puntualizó que sí existe un riesgo, pero que también hay posibilidades de una completa

recuperación. Nos ha sugerido que esa decisión la tomemos nosotros, mi marido ha dispuesto que vivamos

en abstinencia y yo no estoy de acuerdo.

–¿Usted quisiera otro embarazo?

–Sr. Elton, usted es testigo de lo difícil que fue para nosotros concebir nuestro primer hijo, yo le doy gracias

a Dios por los hijos que nos ha concedido y con gusto recibiría a otro si es que me lo manda, aunque no es

mi objetivo. Yo amo a mi marido y no quiero perderlo, no puedo seguir viviendo con él como si fuera un

hermano o un amigo, y sé que él también quiere una esposa en el amplio sentido de la palabra, pero tiene

tanto miedo de que yo quede encinta y muera a consecuencia de su concupiscencia, está convencido de que

su deber es protegerme inclusive de él mismo y ambos estamos sufriendo y alejándonos… De igual forma,

me duele profundamente pensar en que tal vez tenga razón y yo deje abandonada a mi familia, ¿estoy siendo

egoísta?

–Supongo que ha hablado con él de su inconformidad.

–Varias veces, pero pareciera que no me escucha y ya no sé qué hacer. ¿Cómo se puede vivir así?

–Hay matrimonios que viven felices de esa manera, pero ambos deben estar de acuerdo. Si hay uno en

desacuerdo genera una infelicidad que afecta a los dos y a la larga también a los hijos. Usted no está siendo

egoísta al pensar en su felicidad. En el fondo sabe que este alejamiento no solo será en el aspecto íntimo, se

verá reflejado en todos los ámbitos de su vida matrimonial y familiar, ocasionando infelicidad en ambos

171

cónyuges que afectará también a los hijos. Si usted es desdichada, reflejará su frustración a sus hijos y su

educación, ellos también serán infelices y recibirán un testimonio equivocado de lo que es una verdadera

relación de pareja, formando matrimonios desventurados en el futuro. No hay nadie mejor que los padres

que se aman para enseñarles a sus hijos las cosas del corazón, que son las que nos dan la felicidad. ¿Pensar

en una muerte prematura le genera angustia? A cualquier persona le sucede eso, pero solo el Creador tiene el

control sobre la vida y la muerte, recurramos a Él para que le conceda una vida larga y feliz. Recuerde que

Dios nos habla a través de su doctrina y también de nuestros sentimientos, si ambos están sufriendo por esta

decisión está claro que no es el camino, Dios es nuestro Padre y también nos ama y quiere que seamos

dichosos. Asimismo, tomemos en cuenta que, así como es recomendable recibir el sacramento de la

penitencia o de la comunión con frecuencia, el sacramento del matrimonio se actualiza en cada relación

íntima y se reciben los dones para salir adelante en este difícil camino, esas gracias que también serán

derramadas a los hijos. En el matrimonio estamos convocados a esa entrega del cuerpo constantemente. El

ser humano es más persona y más feliz conforme aumenta su capacidad de amar, asemejándose a Dios, esto

sucede también en el amor conyugal. En caso de los consortes que por razones de peso han decidido vivir en

abstinencia, también están llamados a esa entrega íntima a través del cariño de todos los días, del contacto

físico y la demostración de afecto, fuimos creados para no estar solos y es terriblemente triste cuando nos

sentimos solos aun cuando nuestro cónyuge se encuentre a un lado. Entiendo perfectamente la difícil

situación que está pasando el Sr. Darcy porque yo viví una realidad similar, también la comprendo a usted

porque tuve una maravillosa esposa que luchó contra mi tozudez, aunque no sobreviviera a su último

parto…

–¡Oh, lo siento tanto!

–Las cosas suceden por voluntad de Dios, para mí fue muy difícil, al igual que para mi amigo el Dr.

Thatcher que no pudo hacer nada para salvarla, pero debemos aceptar sus designios. También comprendo

que el Sr. Darcy ya ha sufrido muchas pérdidas importantes en su vida y es lógico que quiera evitarse ese

sufrimiento y también a sus hijos. Asimismo, está tan amarrado a su deber de brindar protección que no le

permite ver la infelicidad que podrían vivir a lo largo de los años y el daño que provocarán a su familia.

Afortundamente usted sí lo ha visto y está luchando para arreglar la situación.

–Pero ya no sé cómo –indicó con lágrimas en los ojos.

–Le diré lo que hizo mi esposa, algo que me confesó pocos días antes de su deceso –explicó bajando la

mirada, recordando la felicidad de ese día y el profundo dolor que sintió con su pérdida–. Debo reconocer

que ella vivió dichosa y tuvimos un matrimonio fausto, únicamente lamentó haberme dejado solo con

nuestros hijos, pero murió en paz y con una sonrisa en los labios. Desde que era joven ella soñó con un

matrimonio con amor, una familia unida y feliz, con un esposo –del cual no conocía rostro– que la amara, la

comprendiera, la consolara, la apoyara y la respetara y al que ella pudiera corresponder de la misma manera.

Todo iba bien, con sus altas y bajas, hasta que pasamos por esa crisis, me dijo que intensificó su oración

pidiendo por mí y que todos los días por las mañanas y por las noches, como lo había hecho durante años, se

imaginaba su sueño cumplido: nos veía a nosotros y a nuestros hijos felices, con nuestros rostros y

nombres… En su visión agregó imágenes de cuando la besaba y la acariciaba como a ella le gustaba, como

si de verdad estuviera sucediendo… y sucedió.

–¡Vaya! Y si esos besos y esas caricias subieran de tono, ¿se considerarían como malos pensamientos?

–Si es con su marido por supuesto que no, solo que los deseos que se despierten quedarán insatisfechos y

provocarán mayor frustración. Recuerde que Dios creó la sexualidad para lograr la unión total entre marido

y mujer, en cuerpo y alma, y como resultado de esa entrega completa y demostración de su amor, la semilla

de su esposo debe ser depositada en su interior, en el canal de la vida, y ser receptivos a la concepción: no

puede consumir nada que atente contra una nueva vida o que la evite. No sé cuánto tiempo necesite su

marido para reconocer su error pero no desista de su lucha, no piense en qué tiene que hacer para lograr su

objetivo, eso déjeselo a Dios, pero tenga muy claro su sueño constantemente en la mente, llene su cabeza de

pensamientos positivos y eso provocará cambios en él. Finalmente, al estar casados forman un solo ser, lo

que afecta a uno le afecta al otro, para bien o para mal. Con esto no quiero decir que no sentirá frustración,

impotencia, dolor o soledad si es que el cambio es paulatino, pero no permita que el rencor germine en su

corazón y comprenda que el Sr. Darcy tomó esa decisión porque la ama y piensa que es lo mejor para usted.

Lizzie agradeció y tras recibir el sacramento de la penitencia se retiró sin encontrarse nuevamente con el Sr.

Collins. En el camino de regreso a su casa se percató de su escepticismo al consejo del Sr. Elton, pero en

realidad no tenía nada que perder, por lo que decidió que lo pondría en práctica.

172

CAPÍTULO XXXI

Lizzie acostó a su pequeña que se había quedado dormida en sus brazos tras haberla alimentado. Se sentó

nuevamente en la mecedora y agradeció que sus gemelos no hubieran regresado del salón de juegos, así

podría tratar de relajarse. Cerró los ojos y aspiró profundamente tratando de encontrar un poco de alivio a la

pena que invadía su corazón. Llevaba varias noches de insomnio, se sentía sin esperanza –aun con la plática

del Sr. Elton– y al día siguiente tendría que poner la mejor de sus sonrisas por el evento familiar que se

avecinaba: el bautismo de Stephany Darcy. De hecho, los invitados llegarían solo unas horas más tarde y…

Alguien tocó a la puerta, Lizzie abrió los ojos y reclinó la cabeza sobre la mano lamentándose.

–Adelante –dijo resignada al ver que insistían.

–¿Lizzie? –indagó una tímida voz–. ¡Oh, perdón!, estabas descansando.

–¿Georgiana?, pasa –indicó poniéndose de pie–. Los esperábamos más tarde.

–Patrick prefirió venirse temprano para… descansar –justificó sonrojándose y curvando los labios–, ha

tenido mucho trabajo los últimos días. Me dijeron que mi hermano había salido y que tú estabas alimentando

a Stephany, pero si quieres regreso más tarde –sugirió preocupada–. Te ves cansada.

–No, estoy bien. Solo desvelada.

–La otra noche Patrick me hizo una infusión de raíz de valeriana con flores de azahar y dormí

maravillosamente. Le diré a la Sra. Badcock que te prepare para que mañana te sientas mejor y disfrutes del

gran día.

–Gracias –indicó ofreciéndole tomar asiento–. Me alegro de que hayas venido y que podamos platicar un

momento a solas.

–¿Sucede algo?

–No, solo quería comentarte que Darcy invitó a Bruce Fitzwilliam y ha confirmado su asistencia.

–Sí, me lo dijo ayer.

–¿Lo has visto?

–Ha ido a la casa casi todos los días y me he negado a recibirlo muchas veces, pero las últimas ocasiones me

he entrevistado con él en compañía de la Sra. Clapton.

–¿Ha preguntado sobre tus negativas a recibirlo o algo sobre tu marido?

–No, gracias a Dios. Como bien dijiste, con carabina ni siquiera ha habido oportunidad –respondió

recordando que habían hablado del clima y otros temas inofensivos con toda propiedad–. Y Patrick… –

suspiró profundamente con una sonrisa en los labios–, ha sido extraordinario, ya sabes. Pero tú, debes estar

muy excitada por todos los preparativos del bautismo.

–Sí –dijo con desánimo bajando la mirada para que no se percatara de su desconsuelo–, pero la Sra. Badcock

es muy eficiente, al igual que el Sr. Smith.

–A mi llegada escuché un rumor, ¿que la Sra. Badcock pronto se convertirá en la Sra. Smith?

–¿Cómo? –indagó extrañada.

–¿No lo sabías? Escuché que unas mucamas cotilleaban que una de ellas los había sorprendido ayer en la

noche besándose acaloradamente y que el Sr. Smith le dijo que iba a pedir autorización a Darcy para

celebrar sus nupcias lo antes posible. Me alegro de que el Sr. Smith se haya vuelto a enamorar, hace mucho

que falleció su primera esposa y la Sra. Badcock todavía está joven, tal vez puedan tener hijos.

–Me alegro mucho por ellos –declaró bajando la vista, sintiendo envidia de sus empleados.

–Bueno, solo venía a saludarte y avisar de nuestra llegada.

–¿Te vas?

–Le prometí a Patrick que regresaría pronto –reveló con rubor en las mejillas, recordando los deseos de su

marido y con amplias expectativas de lo que la esperaba–. Pero si quieres te acompaño otro rato.

–No, ve y no lo hagas esperar –espetó entendiendo y deseando estar en la misma situación–, aprovecharé

para acostarme.

–¿Crees que Darcy se molestaría si mi marido y yo cenamos en nuestra alcoba? –indagó sin soslayar la

emoción en la voz.

–No, en absoluto. Yo le avisaré de tu llegada y sus deseos de “descansar” –contestó con una leve sonrisa

antes de que su hermana se retirara.

173

Darcy estaba observando por la ventana a su bello jardín, afuera se percibía una profunda tranquilidad,

aunque no podía decirse lo mismo adentro de la casa, donde se escuchaba el movimiento de un sinfín de

personas haciendo lo necesario para el gran evento que se aproximaba. La familia ya estaba en Pemberley

desde el día anterior: las Bennet, los Gardiner y los Donohue se hospedaban en la casa. Los Bingley y Mary,

quienes se encontraban todavía en Starkholmes, también los acompañarían. Los Fitzwilliam habían sido

convocados, pero obviamente recibieron su negativa por el próximo nacimiento de su primogénito.

Habría esperado que su mujer, con los preparativos y la próxima fiesta, se sintiera más animada, pero no

había habido prácticamente ningún cambio en su actitud. Después de que hablaran del tema hacía dos

semanas durante el desayuno, Lizzie había escrito a su familia unas cartas para invitarlos, había planeado la

fiesta junto con la Sra. Badcock, quien en lo sucesivo vio todos los detalles del evento. Lizzie únicamente

habló con el Sr. Elton, quien presidiría la ceremonia.

Aunque él no había estado acompañándola durante este tiempo, sabía cómo se encontraba: seguía deprimida,

sus ojos reflejaban lo que su corazón sentía y aunque no la viera llorar, sabía que lo hacía en su ausencia.

Lizzie trataba de mostrarse menos decaída ante su marido, pero la tristeza la traicionaba.

En una ocasión Bingley habló con él, ya que Jane se había quedado turbada de ver a su hermana en ese

estado aunque no le confiara los motivos. Georgiana también le expresó su preocupación cuando la vio antes

de que se retirara a descansar, aun cuando se veía muy animada. Tenía que reconocer que sintió una punzada

de envidia hacia ella y su marido, sabiendo a qué tipo de descanso se refería.

Darcy, cada vez más preocupado por esta situación, se llevó la mano a la cabeza buscando encontrar alguna

otra manera de animarla. Si bien, ella ya no había insistido en seducirlo, lo cual agradecía enormemente por

la tentación que implicaba y el infinito dolor que él sentía por la necesidad de rechazarla, comprendía

perfectamente sus sentimientos. Él también había vivido una situación similar cuando sus gemelos habían

nacido, hasta que ella lo aceptó nuevamente. El gran problema ahora no consistía en aceptar, sino en que

simplemente ya no podrían tener ese tipo de encuentros, al menos en mucho tiempo, y ya la percibía alejada

de él, le dolía profundamente su sufrimiento, y él se atribuía toda la responsabilidad. Recordó cómo se sentía

él antes de iniciar el bautismo de sus hijos y lo que su esposa sentiría en esos momentos con la situación.

El Sr. Smith lo sacó de sus cavilaciones anunciándole que todos estaban listos para la ceremonia y que él era

el único que faltaba.

–Sr. Darcy, si me permite hacerle una petición especial.

–Dígame Sr. Smith.

–Quería ver la posibilidad de entrevistarme con usted cuando el evento haya concluido, si no tiene

inconveniente.

–Por supuesto.

Darcy guardó los papeles irresueltos que tenía sobre el escritorio y el libro de contabilidad en el armario,

lamentándose de no haber podido avanzar nada. Salió y se dirigió al salón principal, desde el pasillo ya se

escuchaba la perorata de su suegra. Respiró profundamente para guardar la calma, encima del problema que

estaban sobrellevando tendría que tolerar a la Sra. Bennet, serían unos días muy largos aunque si con esto

Lizzie lograba animarse un poco, le estaría eternamente agradecido.

El aroma floral que percibió mientras caminaba por el pasillo le dio un antecedente de lo que su mujer y sus

empleados habían preparado con tanto esmero. La mitad del salón había sido desprovisto de sus muebles

para dar lugar a las sillas tapizadas en rojo que rodeaban en forma circular el altar formando varias filas para

los asistentes, ubicado enfrente de unos ventanales y favorecido con la luz que entraba generosamente. La

pieza estaba acicalada espléndidamente con flores blancas de diversos tipos y listones de seda rosa en varios

floreros colocados sobre las diferentes mesas de la estancia. El altar no había sido excluido de esta

decoración, ensalzándolo con flores magníficas a los lados en grandes jarrones dorados colocados sobre el

suelo de mármol y separados por una alfombra roja que realzaba la importancia del lugar.

Sin embargo, al cruzar el umbral de la puerta Darcy se quedó paralizado sin percatarse de todos estos

cambios, salvo uno: su esposa estaba preciosa, ataviada con un vestido esmeralda y un chongo alto que lo

invitaba a saborear el cuello y la espalda que dejaba al descubierto, y el sencillo escote... llevaba a su

imaginación a otros tiempos que ya no debía recordar. Ella presidía la reunión y volvió su vista para

encontrarse con la de su marido, reflejando la añoranza que sentía y que ya no podía decir con palabras.

Todos los presentes se pusieron de pie para recibirlo, pero el magnetismo que sentía con su esposa no le

permitió avanzar sino hasta que Bingley se acercó con naturalidad y lo tomó del brazo para atraer su

174

atención. Se sintió como un adolescente recién salido de la universidad para encontrarse ante la mujer más

hermosa sobre la tierra.

Notó entre los presentes a los Sres. Collins, le sorprendió su asistencia ya que Lizzie había querido que

quien presidiera la ceremonia fuera el Sr. Elton, vicario de Kimpton desde antaño, el cura que los había

casado hacía más de ocho años. Ante una reverencia absolutamente exagerada del Sr. Collins, Darcy se

inclinó de nuevo al pasar junto a él. Se acercó más a su esposa y quedó a su lado, frente al vicario,

acompañados por los Sres. Gardiner, padrinos de Stephany, quien llevaba un hermoso ropón blanco

adornado con encaje y listones del mismo color y su cabeza cubierta por un delicado gorro a juego.

El Sr. Elton inició la ceremonia tras escuchar la introducción de Georgiana con música de Vivaldi en el arpa,

aunque Darcy no atendió los primeros minutos ya que su corazón latía con mucha intensidad y lo escuchaba

con toda claridad, como si estuviera cerca de sus oídos. El aroma de Lizzie también lo afectó de

sobremanera, pero lo que lo sacó de sus vanos intentos de concentrarse fue sentir la proximidad de la mano

de su amada cuando esta le rozó por unos segundos. ¡Cielos!, se sentía como un novio frente al altar a punto

de iniciar una vida llena de felicidad… una felicidad que ya no podría ser igual, se aclaró, sintiendo su

acelerado corazón lleno de melancolía. No debía extrañarle que su esposa se sintiera así.

El vicario se acercó a la pila bautismal y la Sra. Gardiner, quien llevaba en brazos a Stephany, hizo lo mismo

mientras contestaban al unísono los compromisos que tomaban como padres y como padrinos al educar a esa

criatura en la fe en Cristo, el pastor derramó el agua vivificante en la cabeza de la niña causando que

rompiera en llanto. Lizzie se estremeció al escuchar a su hija llorar y sus manos se rozaron por unos

instantes, él no se apartó y sintió que ella sí se alejaba, pero ¡qué clase de marido se había convertido que no

era capaz de tomar la mano de su esposa cuando ella se sintiera afectada aunque fuera solo un poco! Se

debatió unos segundos si era prudente estrechar su mano ante esa circunstancia, pero antes no necesitaba ni

siquiera cuestionarse, reconociendo que al principio de su matrimonio lo había llegado a deliberar cuando

era una demostración pública de su cariño; ahora eso era lo que menos le importaba, le temía más a su

propia reacción. Recordó que no había sentido su mano desde hacía dos semanas, y tomó el valor necesario

para acercarla nuevamente y asir con cariño la de su amada.

En cuanto Lizzie sintió esa cercanía, la sangre de sus venas corrió más deprisa desde los dedos hasta el

corazón y el calor de su marido la envolvió agradablemente, invadiéndola de una sensación maravillosa que

anhelaba con ansias, giró la vista hacia él tratando de ocultar lo sedienta que estaba de su cariño, pero Darcy

supo leer en los ojos de su amada esa profunda necesidad, sintiéndose igualmente desdichado.

El pastor ungió con el óleo llamado crisma, recordando el compromiso que el cristiano comparte con Cristo

de ser profeta, sacerdote y rey, dándole, asimismo, carácter de luchador que triunfa sobre las acechanzas del

demonio, impulsándole valor en la disputa y seguridad en el triunfo. Posteriormente, el Sr. Elton le colocó

unos granos de sal en la lengua para darle la bienvenida como miembro de su iglesia y el gusto por las cosas

de Dios. Enseguida prendió la vela con el cirio pascual recordando que Cristo iluminará la vida del

bautizado y su misión de ser luz del mundo.

Los padres permanecieron tomados de la mano el resto de la ceremonia escuchando las palabras del pastor

con mayor sosiego y las notas de Bach que Georgiana interpretaba en el piano con su melodía Jesús alegría

de los hombres, luego rezaron junto con la comunidad el Padre Nuestro deseando prolongar ese contacto

durante toda la vida, como cuando estaban frente al altar pronunciando sus votos, pero ahora sabían que

tenía un fin y ese fin había llegado.

La ceremonia concluyó con hermosa música. Georgiana le recordó tanto a su madre mientras ejecutaba en el

piano, cada día se parecía más a ella, sintió como si su madre le estuviera tocando esa alegre melodía

tratando de comunicarse con él, percibiendo un oasis en el desierto. ¿Estaría de acuerdo con la decisión que

había tomado o, por el contrario, trataba de decirle que se complacía de verlos unidos animándolo a terminar

con esa agonía?

Los invitados se acercaron para felicitar a los padres y padrinos y poder admirar el precioso rostro de la

festejada en brazos de su madrina. Darcy observó a su pequeña que lo miraba con esos enormes ojos oscuros

rodeados de hermosas pestañas, las mejillas lozanas y la sonrisa angelical, se veía igual que hacía unos

minutos pero sabía por fe que había experimentado un cambio fundamental en la vida de la gracia: ahora era

hija de Dios, miembro de la iglesia, gozaba de total pureza en el alma y acababa de recibir las virtudes

teologales que él, como padre, tenía la enorme responsabilidad de cultivar en ella a través de la educación y

de su testimonio. La cargó y la besó en la frente percibiendo la extraordinaria suavidad de su piel. No pudo

resistir la tentación de acariciar su mejilla contra la suya y aspirar el maravilloso aroma que la envolvía: olía

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a Lizzie. Se sintió culpable por haber sido incapaz de acompañarla en ese momento tan maravilloso de su

vida con mayor devoción.

La señora de la casa, mostrando una tranquilidad que no sentía en su corazón, indicó a todos que podían

pasar al comedor para continuar con el festejo. Darcy entregó a su bebé al aya y observó a su mujer en todos

sus movimientos mientras Bingley lo felicitaba dándole unos golpes en la espalda, habría preferido que le

diera los golpes en el rostro para hacerlo reaccionar del hechizo en que se encontraba sumido. Su hermana

también se acercó y lo estrechó por unos segundos, luego lo felicitó su cuñado y los vio alejarse tomados de

la mano comentando de algún asunto y reflejando la alegría que sentían por estar uno con el otro, esa alegría

que había sentido solo en compañía de su esposa y que anhelaba volver a vivir. Frunció el ceño para reprimir

la envidia que advertía por la feliz pareja que se había adelantado.

–Parece que estás en un funeral Darcy, vamos a festejar. No siempre se tiene una hija tan hermosa –dijo

Bingley–, aunque la suegra no pare de alabar a la nieta que más se le asemeja.

Darcy asintió, sin comentar que ni siquiera había escuchado las alharacas de la Sra. Bennet.

–…¡Oh Sra. Darcy!, la ceremonia ha estado magnífica y la música, Sra. Donohue, quiero felicitarla por su

excelente actuación –declaró la Sra. Bennet ufana de ser la abuela de la festejada–. Y mi nieta está divina, se

portó de maravilla, como Diana cuando fue bautizada. Claro que Diana parecía un ángel el día en que la

bautizaron, todavía conserva ese cabello dorado que heredó de mí.

–Ya sabemos que Diana es tu nieta favorita –murmuró Kitty cansada de escucharla–. ¡Vaya! No solo te

luciste con las flores Lizzie, ¡se ve delicioso! –exclamó al entrar al comedor y ver los suculentos platillos

que estaban servidos en la mesa.

–Mis hijas, incluyendo la Sra. Darcy, aprendieron de mí a ser excelentes anfitrionas. Es un placer al fin

conocerlo lord Fitzwilliam, hemos oído hablar mucho de usted –continuó la Sra. Bennet mientras todos

tomaban asiento.

–Debe ser emocionante escuchar las aventuras que ha vivido en sus viajes milord –indicó Kitty con sumo

interés.

–Mi primo ha viajado por todo el mundo. Ha estado en los cinco continentes –aclaró Georgiana con

admiración.

–Cher cousin, decir que he viajado por todo el mundo creo que es exagerado, aunque sí conozco lo principal

de cada continente –explicó Fitzwilliam–. He estado quince años de mi vida dedicado a conocer el mundo.

–¿Sus rentas serán muy altas? –murmuró Kitty con imprudencia.

–¡Kitty! –exclamó Jane para que se comportara.

–Kitty es mi hija soltera, como Mary –indicó la Sra. Bennet–. Todas mis hijas fueron educadas en casa. Por

supuesto ya conoce a la Sra. Darcy y a la Sra. Bingley, me siento muy orgullosa de ellas. Sería maravilloso

que pudiera conversar con Mary, le encantan los libros y la música. A Kitty le entusiasman los bailes y sería

feliz si pudiera viajar más.

–No estoy seguro de que una dama refinada pueda aguantar los largos recorridos por barco –señaló

Fitzwilliam.

–Supongo que son agotadores.

–Me refería al mal de mar, sobre todo al cruzar La Manche… El Canal de la Mancha…

–Canal Inglés –murmuró Darcy para sí.

–… o al acercarse a Asia –continuó–, sin mencionar las cuarenta horas de viaje en carruaje desde la costa de

Plymouth hasta la capital. En uno de mis viajes había una joven viuda, muy bonita por cierto, que no paró de

vomitar en un mes y no podía levantarse de la hamaca, casi se muere deshidratada. Habría sido una

lamentable pérdida –dijo recordando que la había pasado muy bien con ella una vez recuperada.

–¡Qué terrible! Me imagino que querrá estar una larga temporada en Inglaterra, tal vez con la idea de

establecerse. Finalmente es un lord y tiene cierta responsabilidad hacia la corona. La Sra. Darcy ya le ha

dado a su marido dos herederos, igualmente la Sra. Bingley y mi hija menor, la Sra. Wickham.

–¡Mamá! –exclamó Jane para que dejara de acomodar a alguna de sus hijas con el susodicho–. Seguramente

Sir Bruce tendrá sus planes…

–¿La Sra. Wickham? ¿Una de sus hijas se casó con George Wickham? –indagó Fitzwilliam asombrado,

pensando en lo que había hecho la muchacha para lograr cazarlo al saber que era un mujeriego, vio a las dos

hermanas solteras con ojos libidinosos y luego a las casadas, imaginando un similar comportamiento–. Ya

entiendo, oui, cher mesdames –murmuró sonriendo, comprendiendo las razones por las que su primo había

176

realizado un matrimonio tan desigual, observando a su anfitriona con otros ojos, mientras los señores de la

casa tenían puestos sus pensamientos en un tema diferente.

–Escuché que se presentó en el baile que ofreció la duquesa de Devonshire la semana pasada –comentó la

Sra. Gardiner.

–Sí, así es, fue una noche espectacular, como siempre.

–¡La duquesa de Devonshire! Es una mujer admirable, yo conservo una réplica de “el sombrero del retrato”

–comentó la Sra. Bennet–. La conocimos en Londres hace unos años, en casa de la Sra. Darcy.

–Bruce, ¿asistirás al baile que dará lady Spencer a fines de mes? –indagó Georgiana con curiosidad.

–Recibí una invitación de Grosvenor Square, aunque no la pude revisar. Me imagino que será en Spencer

House, cerca de la casa Darcy. Si mi querida prima acepta la invitación, con gusto los acompañaré.

–Merci –respondió sonriendo, mostrando una camaradería con su primo que enfureció a su marido, quien no

tuvo otra opción que contenerse.

–Entonces sí tiene intenciones de buscar esposa –afirmó la Sra. Bennet–. Mary, mi tercera hija, es muy

estudiosa, le encanta la música, toca precioso el piano y tiene cualidades para llevar adecuadamente una

casa, también habla muy bien el francés. Kitty… Kitty… –se interrumpió sin saber qué decir–, le gustan los

bailes y es muy alegre.

–Mamá, no tienes que encontrarme cualidades adecuadas para el caballero. A todas luces su interés está

enfocado en otra dama –declaró Kitty mirando a Georgiana–, y, aunque me sorprenda, tal vez sí sea

correspondido. ¿El amor se puede disipar con tanta facilidad? –inquirió observando a Donohue, quien

frunció el ceño y le dedicó una fiera mirada que nunca le había visto–. Es evidente… –se justificó–, los vi

abrazados en Londres.

–Siempre he dicho que el matrimonio es el estado perfecto del hombre y de la mujer –prosiguió la Sra.

Bennet sin percatarse de lo ocurrido–, tarde o temprano nos damos cuenta de que ha llegado el momento en

nuestras vidas, el hombre no fue creado para estar solo…

–Disculpen… –interrumpió Donohue dejando su servilleta sobre la mesa y levantándose para retirarse de la

mesa mientras todos lo observaban.

–¿Se habrá sentido indispuesto?

–Tal vez se cansó de tu perorata –contestó Kitty con indiferencia.

–Seguramente tendrá algún paciente que atender –dijo Lizzie sin reflexionar en los acontecimientos.

–¿Te sientes bien Lizzie? –inquirió Kitty al ver que su hermana no le hacía ningún reproche.

–Si me permiten, iré con Stephany –indicó respondiendo a la seña del aya que estaba en la puerta para que

fuera a atender a su hija.

Georgiana llamó al mozo y le preguntó con voz baja:

–¿El Dr. Donohue se retiró a su habitación?

–Me parece que ha salido Sra. Donohue. ¿Quiere que pregunte si se llevó el carruaje?

–No gracias. Por favor avíseme en cuanto regrese –indicó preocupada, aunque sin entender por qué se había

marchado.

–Bueno, si ya ha puesto interés en alguna dama en particular, seguramente tendrá amistades que podamos

conocer –sugirió la Sra. Bennet.

–¿Para usted o para sus hijas?, chéri.

–¡Qué cosas dice milord! –exclamó casi ruborizada–. Estoy pensando en mis hijas, por supuesto, aunque

ciertamente recuerdo que un caballero halagó mis atributos diciéndome que parecía más joven, casi como la

hermana mayor de mis hijas –comentó recordando al Sr. Hayes.

La cena transcurrió con tranquilidad, al menos eso le pareció a Darcy, que no estaba de ánimo para seguir la

vana conversación que se sostenía. Solo estuvo pendiente de Lizzie, quien fue requerida por su hija en dos

ocasiones para alimentarla, y estuvo tentado a acompañarla pero reprimió ese deseo, aunque se dio cuenta de

que más bien era una necesidad que tuvo que ignorar, una necesidad que estaba creando un vacío insondable

en su corazón.

Georgiana se quedó circunspecta desde que su marido abandonó la mesa, sintiendo la fija mirada de su

primo y de Kitty, atendiendo a cualquier aviso del mayordomo que le indicara que Donohue había retornado.

Dicha advertencia la recibió estando en el salón principal mientras tomaba el té con las damas, por lo que se

disculpó y se retiró para saber qué estaba sucediendo.

Subió al último piso con el corazón latiéndole aceleradamente a pesar de que su paso era lento, sentía el

nerviosismo que la invadía cada vez que se enfrentaba a una situación difícil. Sabía que su marido estaba

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molesto por algo, ya que acostumbraba alejarse de todo para bajar la tensión y pensar las cosas

detenidamente, para no lastimarla, aunque a veces no lo lograba. Recordó cuando le confesó su pasado y la

dejó abandonada a merced de la incertidumbre, pensando en que nunca más lo volvería a ver, tal vez él se

había ido con esa intención. Sin embargo, regresó al día siguiente después de reflexionar la situación

pidiéndole perdón, aunque no había sido así cuando Wickham le mandó esa carta y esa prenda íntima,

prueba de su pecado, después de haber celebrado sus nupcias. Ahora esperaba que el enojo se hubiera

disipado y que pudieran conversar calmadamente de lo que le irritaba, advirtiendo que solo era un deseo

pero que tenía que mostrar mayor seguridad en sí misma sabiendo que él la amaba. Aún así, el nerviosismo

persistió.

Tocó a la puerta reprendiéndose que no tenía por qué hacerlo, había sido su habitación desde que era niña,

por lo que no esperó a recibir autorización. Entró y encontró a su marido sentado frente al fuego con una

copa en la mano, agitándola con lentitud y observando el movimiento del licor. Cerró la puerta y se acercó.

–¿Sucede algo Patrick?

Él se puso de pie y caminó hacia la ventana sin mirarla. Sabía que no podía reclamarle nada, ya que era

víctima de su inocencia, esa inocencia que lo cautivaba; pero tampoco podía quedarse cruzado de brazos

viendo cómo ese hombre ganaba terreno en el corazón de su esposa mientras se acercaba como lobo

acechando a su presa. Recordó cómo le sonreía en tanto Fitzwilliam abría sus fauces para devorarla con

avidez, cubierto por el velo de su parentesco, reviviendo la furia que sintió al confirmar que no era el único

que se había dado cuenta de la situación. Tomó de un solo trago el contenido de su vaso y carraspeó para

recuperar la respiración y la compostura antes de manifestar su desacuerdo con impudicia.

–Georgiana, tengo entendido que Sir Bruce Fitzwilliam ha seguido visitándote en Londres.

–Sí, pero lo he recibido con carabina. La Sra. Clapton nos ha acompañado todo el tiempo, creo que sería

muy desconsiderado de mi parte negarme a todas sus visitas cuando lo único que quiere saber es que estoy

bien. El tema de conversación ha sido de lo más trivial y lo puedes confirmar…

–No necesito confirmar el tema de conversación –espetó enojado–, lo que me preocupa es lo que vi en la

mesa y la forma en que tú, con tu inocente comportamiento, le das entrada a que se tome más confianzas de

las que son decorosas, ¡quiere asecharte y confundirte! Y no soy el único que lo ha visto.

Georgiana no pudo evitar una sonrisa que ganó una mirada llena de ira de su marido.

–Creo que el Dr. Donohue está celoso y eso me gusta –declaró con ojos sugerentes.

–¡Sí, estoy muriéndome de celos porque te amo! –afirmó acercándose y tomándola de los brazos, tratando de

contener la necesidad de asirla con fuerza y ceñirla contra sí–. ¡Dios!, si no te quisiera tanto, créeme que no

me importaría.

–Si no te amara tanto, tu comportamiento me parecería exagerado y hasta salvaje, pero es muy tierno –dijo

tomando su rostro con cariño para besarlo lenta y pausadamente, provocando que él se derritiera y la

abrazara–. Dime qué sugieres para que pueda cumplir mi deber de anfitriona sin darle entrada ni verme

grosera y yo lo hago.

–¡Dios!, creo que he desatado a una musa –indicó abrasándose y continuando con el beso, sorprendido de la

seguridad que irradiaba–. Pídele consejo a la Sra. Darcy… otro día –respondió antes de tomarla en sus

brazos y dirigirse a la cama.

Cuando el último invitado se retiró a descansar, Darcy lo escoltó hasta la escalera disculpándose ya que tenía

que atender un asunto. El Sr. Gardiner lo volvió a felicitar animadamente y se marchó.

El Sr. Smith salió, le dio los parabienes a su amo y se dirigieron al despacho donde Darcy sirvió dos copas

de oporto.

–Permítame hacerlo señor –indicó el Sr. Smith con prontitud.

–No. Tome asiento –le pidió entregándole una de las copas y el mozo obedeció cuando su amo se reclinó en

el respaldo.

–Gracias señor… –carraspeó y tomó un sorbo a su bebida–. Dispense que lo moleste pero… quería hablar

con usted para pedirle su aquiescencia para contraer matrimonio con la Sra. Badcock. Desde hace tiempo…

bueno… nosotros nos… amamos –explicó con nerviosismo y el rostro sonrojado, respiró profundamente y

continuó–: ella ha aceptado mi proposición, pero no hemos dado por hecho el compromiso hasta darle a

usted la noticia.

–Me alegra mucho que ya se haya decidido por regresar a la Sra. Badcock al camino de la honorabilidad.

–Señor… disculpe señor… yo… nosotros… –trató de decir sintiendo arder en su interior.

178

–No, no tiene que darme explicaciones –interrumpió haciendo ademán con la mano para restarle importancia

a su error–. Mañana mismo puede presentar las amonestaciones en la iglesia y celebrar las nupcias a la

brevedad.

–Nos gustaría que usted y la Sra. Darcy fueran nuestros padrinos.

–Será un honor para nosotros.

–Muchas gracias Sr. Darcy. Mañana a primera hora iré a Kimpton para fijar la fecha y avisarle, si usted está

de acuerdo.

–Vaya y dé la enhorabuena a su prometida de mi parte… mañana –recalcó con amabilidad.

El Sr. Smith agradeció y se retiró prontamente mientras su patrón lo observaba en sus torpes movimientos:

jamás lo había visto tan nervioso. Agitó el contenido ámbar de su copa mientras escuchaba el sonido de la

puerta al cerrarse, pensando que el “error” de ese hombre le había quitado temporalmente la honorabilidad a

su amada, restituída a través del sacramento. Su “error” podría quitarle la vida a su esposa y madre de sus

hijos.

Tomó el contenido del cristal de un solo sorbo para olvidar el dolor que lo invadía y se levantó para retirarse

a descansar. Subió las escaleras con lentitud, recorrió el pasillo y pasó enfrente de la alcoba de su hermana,

reviviendo la enorme envidia que ellos le habían despertado al escuchar unos sonidos que eran producto de

la pasión y que se intensificaban conforme se alejaba. Parecía que lo estaban persiguiendo hasta que entró

silenciosamente a su habitación. Cruzó la sala y se introdujo en la alcoba, encontrando a su mujer

amamantando a su hija en el sillón. Se detuvo ante la imagen y se lamentó cuando Lizzie lo vio y se cubrió

con la sábana, ¿acaso ya no se sentía cómoda al mostrar su desnudez en su presencia? Evitó el pensamiento

y quiso evitar también su compañía al dirigirse rápidamente a su vestidor, pero Lizzie lo detuvo con una

petición.

–¿Podemos hablar un momento? –indagó con cierta timidez.

Él se volvió y se acercó lentamente para sentarse a su lado, aunque guardando cierta distancia. Dejó la vela

que todavía sostenía en su mano y que lo había acompañado desde el piso inferior sobre la mesa lateral.

Lizzie alzó su mirada y tomando valor de lo más profundo de su ser, comenzó:

–Hace mucho que no me besas con verdadero amor, extraño mucho tus besos.

–Lizzie, ya hemos hablado de esto –“si supiera lo mucho que también extraño sus besos, no me lo

plantearía”, pensó Darcy.

–¿Y besarme me pondría en riesgo?

–No, pero una cosa lleva a la otra.

–Darcy, ¿cuántas veces me has besado sin acabar en la cama?

–Lizzie, no sé si podría detenerme a tiempo.

–Entonces, hoy me retiras tus besos y tus abrazos. Siguiendo esa lógica prescindirás con el tiempo de tener

algún contacto físico conmigo, terminarás durmiendo en otra habitación, quitándome también el afecto que

para mí sí es indispensable en mi vida y en la de nuestros hijos, menguando en la comunicación y en la

confianza que nos hemos tenido, promoviendo el alejamiento y acabando por destruir nuestro matrimonio,

sin tomar en cuenta las múltiples tentaciones de las que eres objeto continuamente. ¿Has pensando que este

alejamiento también afectará negativamente a nuestros hijos? Nuestra frustración se la transmitiremos a

ellos, en lugar de enseñarles cómo ser felices les mostraremos el camino más corto a la infelicidad…

¿Quieres que Stephany tenga un marido alejado e indiferente hacia ella que solo la haga sentirse vacía o le

enseñarás con tu testimonio cómo puede amar y ser profundamente amada?

–¡Perdóname Lizzie, pero hay cosas que no puedo cambiar! –dijo sintiéndose impotente, se levantó y se

retiró de la habitación rápidamente.

Él salió y cerró la puerta, se recargó un momento en ella al cuestionarse si estaba haciendo lo correcto antes

de toparse con la mesa, sacar los cerillos del cajón para prender la vela que estaba encima, seguir su camino

y encontrarse en el pasillo escuchando que los sonidos de su hermana continuaban, la lógica le dijo que los

sonidos habían comenzado otra vez.

Se dirigió a su estudio con enormes zancadas, casi en absoluta oscuridad, ya que la vela casi se apagó por el

rápido movimiento.

Trató de adelantar los pendientes que tenía sin conseguirlo, hasta que se dio por vencido y decidió retirarse a

descansar, esperando que su esposa ya durmiera tranquilamente aunque deseaba encontrarla despierta, ya no

podía resistir la tentación de besarla apasionadamente.

179

Darcy se despertó con el dolor que lo acompañaba desde hacía muchas noches, ya había perdido la cuenta de

cuántas, pero su angustia se incrementó al escuchar los gemidos de su esposa que yacía a su lado, inquieta,

como pudo percibir por sus movimientos.

–Lizzie, ¡Lizzie! –exclamó mientras prendía una vela sobre el buró y se volvía para sacarla de esa pesadilla–

. ¡Lizzie! –insistió al ver que el volumen se incrementaba, sacudiéndola para que volviera en sí.

Lizzie cesó de gemir y abrió los ojos, Darcy se turbó más al verla con lágrimas en los ojos, su mejilla

humedecida y escucharla con una profunda tristeza en el tono de voz:

–¿Por qué me despiertas?

–Tranquila… Todo era una pesadilla.

–La pesadilla acaba de iniciar –musitó con la voz entrecortada y suspiró para encontrar una paz que no

alcanzaría si no era con el amor de su esposo–. Soñaba que me hacías el amor.

Darcy se quedó paralizado, pero pudo reaccionar al ver que ella se incorporaba para dejar el lecho, la

alcanzó y la atrajo para que regresara, la acostó nuevamente y la besó como había querido besarla cientos de

veces. Lizzie le correspondió con una pasión que lo dejó anonadado, demostrando lo terriblemente

necesitada que estaba de él.

Darcy continuó con todo el proceso de seducción haciéndola estremecer varias veces, pero en esta ocasión

no se unió a ella, a pesar de que Lizzie lo provocó con insistencia, simplemente retiraba su mano y

continuaba con su labor dirigida por completo a satisfacer las necesidades de su amada.

Cuando finalmente él se separó y se levantó, Lizzie abrió los ojos volviendo a su realidad y le dijo:

–¿A dónde vas?

–Necesito un baño helado.

–¿Un baño? Pero… estamos empezando, todavía no…

–No Lizzie, hasta aquí puedo resistir.

–Entonces, ¿por qué lo hiciste?

–Porque tú lo necesitas.

–Tú también lo necesitas Darcy.

–Sí, pero te necesito más a ti, tus hijos también te necesitan.

–¿Acaso no te das cuenta de que esta forma de lograr mi satisfacción acabará por destruirnos?

–Pero tampoco puedo tolerar que sufras por esta decisión.

–Esta decisión que tú tomaste, con la cual nunca estuve de acuerdo.

–Lizzie, tengo que protegerte, mi obligación es cuidarte.

–¿Cuidarme de ser feliz?

–¡Tengo que proteger tu vida!, ¡tengo que ver por tu bienestar!

–Darcy, nadie te puede garantizar que mi vida continúe después de esta discusión, tal vez me caiga en el

baño como ya sucedió una vez o en las escaleras como le ocurrió a tu hermana, o mientras vayamos al

templo puede suceder un accidente y muramos en él y no por eso habrás dejado de cumplir con tu misión. El

riesgo ha estado presente desde siempre y no por eso hemos dejado de viajar, de salir de casa o de esta

habitación.

–Sí, pero el riesgo es menor, es muy improbable…

–Darcy, tú cabalgas casi todos los días, una vez estuviste a punto de morir, hace poco tu amigo falleció

practicando ese deporte y no por eso te pido que lo dejes.

–Si tú me lo pides dejaré de practicarlo.

–¿Y quitarte una de tus actividades favoritas? No Darcy, prefiero verte feliz y rezar para que estés bien que

privarte de esa satisfacción. Además, con la lactancia es muy difícil que me pueda embarazar.

–Pero no imposible, ya has oído al Dr. Donohue.

–Darcy, durante la lactancia pasada no sucedió, después de dejarla pasaron unos meses para lograr

embarazarme otra vez. Puedo darle pecho un año, dos…

–¿Y luego?

–Ya veremos, tal vez para entonces ya esté recuperada. Vamos Darcy, confiemos en que todo saldrá bien, tú

y yo hemos estado en mayores riesgos de morir y Dios nos ha permitido continuar nuestras vidas juntos.

–Admiro esa confianza que tienes en Dios.

–Si hacemos las cosas como Dios manda, Él nos va a ayudar, Él nos va a proteger.

–Perdóname Lizzie, pero no puedo pensar con claridad en este momento y menos si estás ante mí en ese

estado.

180

Lizzie reprimió los deseos de cubrirse y se mantuvo firme, como firme estaba en permanecer en desacuerdo

con la decisión de su marido, a pesar de que sintió frío en todo el cuerpo cuando él se volvió y se retiró a su

vestidor.

Cuando se incorporó Lizzie sentía que el brazo temblaba, la cabeza le daba vueltas y escuchaba ese zumbido

tan peculiar, su corazón latía aceleradamente no solo por la discusión, su marido la había dejado agotada y

dulcemente satisfecha, aun cuando no hubieran consumado su amor. Se recostó en la cama y se tapó con las

sábanas de seda mientras el camisón caía al suelo e inició nuevamente su oración, pidiéndole al Señor de los

cielos que iluminara a su esposo, y luego dejó volar su imaginación para ver su sueño cumplido. Sentía una

profunda tristeza por su ausencia y al ver su sufrimiento, sabía que también la estaba pasando mal, no en

balde su amor era muy profundo, la atracción que sentían uno por el otro era muy poderosa, y sabía que no

debía darse por vencida en esta lucha que no había abandonado, la estaba llevando a cabo en la oración y en

respetar las distancias que su marido interponía entre ellos para que valorara su cariño, aunque a veces

fueran tan dolorosas para ella y se cuestionara si estaba caminando por el sendero correcto. No debía

desfallecer ahora y darse por vencida: si se hubiera dado por vencida ante su infertilidad, sus tres hijos y un

ángel que se encontraba en el cielo no existirían.

Lizzie logró dormir profundamente, como hacía mucho tiempo no había podido, fue un respiro en el

desierto. Para Darcy fue otra batalla ganada, sin embargo se sentía cada vez más perdido, más cuando salió

del vestidor y la contempló por varios minutos en su belleza deseando ver otra vez ese brillo en sus ojos y

esa sonrisa que le había robado en los momentos de pasión que le dio generosamente pero que él tuvo que

contener, sabiendo por su hermosa silueta y por el camisón en el suelo cómo se encontraba su amada bajo

las sábanas. Lamentándose por el deber que tenía que cumplir, se retiró a cabalgar varias millas.

CAPÍTULO XXXII

Georgiana llamó a la puerta de su cuñada, sabiendo que su hermano no había regresado de su ejercicio

matutino. Definitivamente no quería interrumpirlos aun cuando quisiera hablar con Lizzie con cierta

urgencia. Los celos de su marido le habían dado la seguridad de su amor como nunca creyó posible, pero no

quería que él se sintiera mal por un comportamiento inapropiado de su parte, aunque fuera completamente

bienintencionado. Volvió a tocar esperando que su hermana pudiera recibirla hasta que escuchó su voz

autorizando la entrada.

–¿Georgiana? ¡Qué sorpresa! –exclamó poniéndose de pie para recibirla, dejando el cepillo sobre la

cómoda–. ¿Tu marido dejó que me visitaras?

–En realidad me lo pidió, no es porque tenga que dejarme… creo que me entiendes.

–Sí, comprendo.

–Me solicitó que lo disculparas, anoche que se retiró no se sentía bien.

–No tiene que disculparse, ¿ya se encuentra mejor?

–Sí –respondió con rubor–, ayer se sintió incómodo por la forma en que se llevó a cabo la conversación

entre mi primo y yo.

–¿Por qué?

–Dice que, a pesar de que no es mi intención, le doy entrada a que se tome más confianza de lo que es

apropiado, dadas nuestras circunstancias.

–A mí no me lo pareció –contestó sin percatarse de que sus pensamientos le robaron toda la atención que

pudiera haber puesto a la conversación de sus convidados.

–Bueno… yo pienso que vio más cosas de las que sucedieron en realidad y se puso celoso. En fin, quería

preguntarte cómo te comportas cuando estás con el Sr. Windsor, para entablar una conversación con él sin

dar pie a otra situación pero sin parecer descortés.

–Creo que tú conoces muy bien la respuesta. ¿Cómo te comportarías si tuvieras que conversar con el Sr.

Murray Windsor? –indagó deteniéndose al ver la expresión de sorpresa en el rostro de su cuñada–. El

problema es que tú ves a tu primo como lo veías cuando eras niña, con esa confianza, cariño y admiración

que le guardabas, sin darte cuenta de que tanto él como tú han cambiado y han tomado caminos muy

distintos. Bruce Fitzwilliam ya no es el mismo que te contaba historias para entretenerte y no lo puedes ver

con esa misma familiaridad y candidez. Él ha aprendido a manipular a las mujeres para satisfacer sus

placeres, con esto no quiero decir que lo esté haciendo contigo, pero tampoco está libre de sospecha. Si tú

vieras a tu primo como lo que es, prácticamente un extraño para ti, los recelos de tu marido serían menores.

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Piensa que el Bruce que se fue, se ha ido para siempre y no volverá. Puedes hablar con él, por supuesto, pero

tal vez sea más sano tratar de no fomentar la plática ni demostrar demasiado entusiasmo en lo que dice, solo

mantente al margen.

–Pero es mi primo, la única familia que me queda además de mi hermano, Anne y Ray, ¡lleva mi sangre! He

perdido a muchos seres queridos y no quiero perder otro, ¡máxime si lo acabo de recuperar después de tantos

años!

–Yo sé que le tienes un especial aprecio porque te recuerda los años dichosos de tu infancia, cuando tus

padres vivían felices con ustedes, pero él ha cambiado.

–Él… yo sé que le gusta tener aventuras con las mujeres, aunque ahora que dice estar enamorado tal vez

cambie su conducta… pero eso no tiene nada que ver conmigo. Definitivamente nunca podría verlo como a

Murray Windsor, Bruce sabe cómo sacarme una sonrisa cuando estoy triste o hacerme reír cuando estoy

enojada. Patrick tiene que entender que no hay segundas intenciones de ninguna de las dos partes. Yo no he

manifestado mi descontento por el cariño que él siente hacia Sandra Windsor porque sé que es sincero y

fraternal. La cuestión es que no sé cómo convencerlo para que se sienta tranquilo, aunque me encantó la

reacción que tuvo ayer –dijo sonriendo, recordando cómo la había atesorado después.

–Entonces tal vez tengas que continuar esta conversación con tu marido, porque supongo que no le has dicho

todo esto.

–Pero ¿qué le digo para persuadirlo?

–Lo que acabas de decirme. Tal vez él y yo hayamos exagerado las cosas y entonces tu marido tendrá que

aceptarlo.

–¿Y si no lo acepta?

–Él te ama, no me cabe duda, lo hará. Solo te pido que seas cautelosa.

–Lizzie, desde mi llegada te he visto triste y no es solo por cansancio, no eres la misma de siempre y me

preocupas, ¿te puedo ayudar en algo?

Lizzie bajó la vista y negó con la cabeza.

–Solo reza por mí –indicó con melancolía.

–Tú has hecho tanto para ayudarme, eres la hermana que nunca tuve y me gustaría corresponderte de la

misma manera.

–Ya lo has hecho con tu confianza y siendo feliz –dijo tomando sus manos con cariño–. Ahora ve y disfruta

de la compañía de tu marido antes de que alguien lo requiera por una emergencia.

–¡Espero que no!, al menos por unos días –expuso, sintiéndose turbada por su hermana–, aunque si quieres

platicar, él lo entenderá.

–Gracias.

Georgiana se retiró y Lizzie suspiró para liberar la opresión que sentía en el pecho.

Los Sres. Darcy estaban desayunando en el comedor con los invitados. Ambos se encontraban circunspectos

y oían, sin prestar demasiada atención, la conversación que sostenían las Bennet con los Gardiner y alguna

que otra aportación de los Sres. Donohue.

Darcy reconoció que Georgiana se veía hermosa esa mañana, lo había notado desde que la saludó y

envidiaba las miradas llenas de amor que marido y mujer se dirigían después de haber compartido una

noche maravillosa. No había tenido oportunidad de hablar con su mujer de lo sucedido, después de su larga

cabalgata había encontrado a todos reunidos esperando al anfitrión para dirigirse al comedor. Únicamente

había estado unos momentos a su lado mientras la escoltaba y le ayudaba con la silla de la cabecera opuesta

a la suya. Desde su lugar la observó buscando el mismo brillo que irradiaba su hermana, fruto de la

satisfacción, pero no lo encontró, su mirada seguía reflejando cierta tristeza.

El Sr. Smith se acercó a su amo con la charola de plata para entregarle una misiva urgente. Darcy,

extrañado, la tomó y vio que era del coronel Fitzwilliam, desde Kent, pero no era su letra. La abrió y leyó:

“Sr. Darcy: Lamento profundamente comunicarle la desgracia que se ha avecinado en Rosings. La Sra. Anne

Fizwilliam, a quien he servido desde sus primeros pasos, tuvo un parto muy complicado y no ha

sobrevivido…”

–¡No puede ser! –exclamó Darcy, olvidándose por completo de que estaba rodeado de sus invitados,

ocasionando que todos guardaran silencio y dirigieran sus miradas hacia él.

Se puso de pie, sin darse cuenta del impacto que había provocado su reacción, y se acercó a la ventana para

continuar con la lectura.

182

“… Por desgracia, su hijo también falleció. El coronel Fitzwilliam ha caído en una profunda depresión, por

lo que me he tomado la libertad de darle la noticia, rogando al cielo que usted pueda presentarse en esta casa

a la brevedad. Su servidor, Sr. Harvey”.

–Darcy, ¿qué sucede? –indagó Lizzie turbada mientras sigilosamente se acercaba a él, sacándolo de su

impresión.

Él giró hacia la asamblea, todos los rostros estaban sobre él. Se encontró con la tierna mirada de su esposa y

se dio cuenta de que no sabría qué hacer si la perdía. Ante semejante dolor no pudo resistir y abandonó

rápidamente el comedor.

Lizzie lo siguió casi corriendo para alcanzarlo y se detuvo al ver que un papel se le caía antes de

introducirse al despacho y cerrar la puerta. Levantó la misiva y leyó, sintiendo un profundo dolor al

percatarse de la desgracia, otra pérdida lamentable en la familia, y más para el coronel que había sido tan

cercano a ella en el pasado. Recordó lo feliz y enamorado que se veía en su boda y el difícil momento de

profunda soledad y sufrimiento que estaría viviendo ahora, después de haber luchado tanto para alcanzar la

dicha al lado de su amada. Retornó sus pensamientos a Darcy y a Georgiana, resonando las palabras de su

hermana recién referidas esa mañana, sabiendo el impacto que traería este suceso en sus seres más queridos,

advirtiendo que si su marido estaba por cambiar de opinión sobre el estado de su relación, ahora ya no lo

haría. Comprendió la consternación que recién había visto en su mirada y entró en el estudio sin llamar.

–Darcy, lo siento mucho.

Él se volvió hacia ella y se acercó para ceñirla entre sus brazos llorando.

–¡Qué desgracia! ¡Tanto que luchó para ser feliz y ahora se ha quedado solo! No quiero perderte, no lo

podría soportar, pero igual siento que te estoy perdiendo –dijo sin soltarla–. Te amo más que a mi vida, pero

amarte puede provocar tu muerte o hacerte inmensamente desdichada. No quiero ninguna de las dos

alternativas, ya no sé qué hacer… Si no te amara tanto, la decisión sería muy fácil.

Lizzie lo estrujó con más fuerza y en silencio rezó por él hasta que su marido encontró sus labios para

besarla devotamente y ella perdió el hilo de sus pensamientos.

Suspiró profundamente cuando él se separó deseando rodearle por el cuello para besarlo por más tiempo,

pero respetó su decisión y abrió los ojos para encontrarse con esos ojos azules que la miraban llenos de

amor, reflejando el alivio que sentían por su cercanía.

–Un beso tuyo es la mejor medicina –musitó él rozando su rostro.

Darcy posó sus labios sobre los suyos y la acarició con la máxima delicadeza, teniendo que sostenerla con su

brazo para evitar que se cayera.

–¡Oh! Perdón… no quería… –sonó una voz que los obligó a separarse, aunque él no la soltó de su abrazo–,

pero me alegra ver que el desánimo de Lizzie no se debe a algún problema con su marido –completó

sonriendo–. Solo quería preguntar si todo está bien Darcy.

–Georgiana, toma asiento por favor –indicó solemnemente colocando la mano en el hombro de su mujer–.

Recibí carta de Rosings.

–¿Hay alguna noticia de Anne?, ¿ya nació su hijo?

–Ambos… perecieron.

–¿Cómo? –inquirió sintiendo el agudo dolor de la pérdida de un ser querido, ese dolor que ella había

conocido desde muy pequeña, prorrumpiendo en llanto.

Darcy, muy afectado por el sufrimiento de su hermana, se sentó a su lado y la abrazó por largo rato mientras

Lizzie salió para indicar al Sr. Smith que prepararan todo para su viaje a Rosings. Luego se reunió con los

invitados en el comedor y les dio la noticia.

Donohue se aproximó a ella rápidamente.

–¿Georgiana ya lo sabe?

–Sí, está con Darcy en su despacho. Saldremos hacia Rosings en cuanto todo esté listo, ¿gustan

acompañarnos?

–Por supuesto –dijo agradecido y se retiró.

–Por supuesto que te acompañamos Lizzie –vociferó la Sra. Bennet.

–¿Nosotros? –indagó Kitty en tono de reclamo.

–Sí Kitty, debemos darle el pésame al coronel, ahora es un hombre libre y recuerdo que ambos

simpatizaban. No debemos perder esta oportunidad. Además, regresar a Rosings, ¡si tu relación cuaja

podrías convertirte en la nueva señora de Rosings! Ahora mismo le escribiré a Jane para que le diga a Mary

183

que es muy importante que vaya también, tal vez se redima conmigo si conoce a algún caballero noble y se

casa con él.

–Si ya te dignaras a hablar con tu hija no tendrías que triangular tus órdenes.

–¿Necesitas que te ayude en algo Lizzie? –preguntó la Sra. Gardiner.

–Gracias tía, si me ayuda con Stephany podremos agilizar todo –dijo retirándose con ella para dedicarse a

los preparativos.

Dos horas más tarde, tres carruajes salían de Pemberley hacia Rosings con todos los pasajeros vestidos de

negro, excepto los pequeños que los acompañaban. El que encabezaba la procesión llevaba el escudo de la

familia Darcy, el señor iba viendo el paisaje por la ventana asiendo la mano de su esposa con cariño, quien

amamantaba a su hambrienta pequeña abrigándose con una ligera cobija, los herederos del Sr. Darcy eran

llevados en brazos de las ayas en el asiento de enfrente, quienes trataban de entretenerlos con algún juguete

mientras se quedaban dormidos por el movimiento del vehículo.

El siguiente carruaje era el de la familia Donohue, en el cual viajaba únicamente el matrimonio. Georgiana

se había sentido muy afectada por la pérdida de su prima y de su sobrino, por lo que la Sra. Gardiner, quien

viajaba en el tercer coche, se ofreció a cuidar a Rose para que su madre pudiera descansar durante el

trayecto. Por eso mismo, Georgiana se refugió en los brazos de su esposo, quien la consoló con absoluta

devoción.

El tercer vehículo era, sin duda, el más ruidoso de todos. La Sra. Bennet trataba de aconsejar a Kitty para

que se acercara al coronel y se comportara como toda una dama, dispuesta a apoyarlo y a acompañarlo en la

pena que estaba sobrellevando. La Sra. Gardiner, mientras llevaba a Rose en su regazo y la entretenía,

aportaba comentarios mucho más atinados que su cuñada. El Sr. Gardiner se preguntaba en silencio cómo el

Sr. Bennet había podido soportar por tantos años la compañía de su locuaz hermana y de su sobrina,

tomando en cuenta que la más pequeña e imprudente de ellas, Lydia, no se encontraba con ellos.

Después de varias horas y las paradas indispensables llegaron a Rosings de noche. Los recibió el Sr. Harvey

en la puerta, aunque se impresionó por la comparsa del Sr. Darcy no dio muestras de ello y se ofreció

rápidamente para solicitar habitaciones para todos sus acompañantes, agua caliente y la cena en las

diferentes alcobas. Enseguida, Darcy preguntó por su primo y el Sr. Harvey, quien agradeció su pronta

respuesta, le indicó que se encontraba en el despacho. Darcy se disculpó con su esposa y se dirigió a su

encuentro.

Entró sigilosamente, la pieza estaba escasamente alumbrada por una vela sobre el escritorio, junto a una

botella de brandy vacía. El coronel estaba sentado en el sillón, contemplando un pequeño retrato que

sostenía en su mano derecha, en la izquierda tenía un vaso del que bebió su último sorbo. Por lo visto el Sr.

Harvey se había preocupado de que comiera algo porque había una bandeja de comida sobre una mesa, pero

no había sido tocada. Sintió un profundo dolor al ver a su primo en ese estado, era casi un hermano y su

mejor amigo, el único que lo había acompañado en la muerte de su padre y luego en la de su madre, al que

había confiado la desgracia de su hermana y quien le había dado su apoyo incondicional. Si había alguien en

quien confiaba, además de su mujer, era él. Sabía el dolor que estaba viviendo y sintió mucha compasión,

estaba consciente de que había perdido al amor de su vida y todo su proyecto, los planes y las ilusiones para

el futuro, su felicidad: su existencia había cambiado abruptamente. Percibió el vacío y la soledad que

imperaba, deseando transmitirle consuelo, apoyo, fortaleza, aun cuando él se sintiera débil y confundido.

–¿Alguna vez habías visto a una mujer tan hermosa? –indagó el coronel con la voz afectada por la bebida,

refiriéndose al retrato que observaba–, además de tu esposa y de tu hermana, claro.

Fitzwilliam le dio el retrato y Darcy lo tomó y observó, era su prima Anne, sin duda, pero se veía tan

distinta. Recordó el retrato de su esposa que mandó hacer recién casada y notó que tenían la misma

expresión de felicidad en los ojos y en la sonrisa. ¡No lo podía creer, su prima estaba sonriendo!

–Anne me obsequió este pequeño retrato cuando supo que estaba embarazada, los pocos meses que la vi

sonreír desde nuestra luna de miel fueron el mejor regalo de toda mi vida. Luego el embarazo fue haciendo

mella, tengo que reconocer que nunca gozó de buena salud, no puedo sorprenderme por el resultado, todo

esto es mi culpa. ¡La extraño tanto! –exclamó sollozando.

–Ella fue feliz a tu lado y seguramente te lo agradece profundamente desde el cielo –trató de consolarlo,

aunque las palabras le taladraban la cabeza.

184

–Estaba feliz con la posibilidad de tener a nuestro hijo, dichosa de verme emocionado al sentir a mi hijo

moverse en su seno. Debí pasar más tiempo con ella, pensamos que siempre estarán con nosotros, pero se

van como la hoja del árbol que se cae cuando sopla el viento de otoño –dijo recordando la última mirada de

amor que ella le dedicó mientras él asía su delicada mano, desde entonces no había dejado de llorar.

Sacó del cajón del escritorio otra botella y se la dio a su primo.

–¿Podrías hacerme los honores?

Darcy la abrió, comprendiendo cómo se sentía, aun cuando acabara ahogado en alcohol, la resaca no podría

ser peor de lo que ya había soportado estando sobrio. Le sirvió y lo acompañó con otro vaso hasta que se

quedó dormido. Luego lo llevó cargando hasta su habitación, deseando no encontrarse con alguna de las

damas de la casa en el camino. Lo dejó sobre la gran cama apoyado de costado, le quitó las botas y lo tapó

con una manta, esperando que el resto lo hiciera su ayuda de cámara.

Un par de horas antes, después de haber acostado a sus hijos con ayuda de la Sra. Reynolds, Lizzie se

encontraba exhausta. Había sido un viaje agotador física y emocionalmente. El abatimiento que Darcy

mostró durante todo el camino no le ayudó a vencer sus temores de encontrarse nuevamente en esa casa, en

esa habitación, de la que había salido huyendo un año atrás. Despidió al aya y se dirigió a la alcoba para

cambiarse y esperar a su marido, se introdujo y se encontró sola, sintiendo un repentino temor de estar en

ese lugar. Su corazón empezó a latir fuertemente al reconocer el aroma que persistía a pesar de que las velas

de los candelabros estaban encendidas. Las cortinas estaban cerradas, la leña de la chimenea crispaba con

viveza y sentía que algo oprimía fuertemente su pecho. Observó el dosel que cubría la cama, el mismo que

había visto corrido cuando había despertado después de… “¡No!, ¡no puedo dejarme dominar por mis

recuerdos!”… “En este lugar concebimos a Stephany, debo recordarlo con la alegría que vivimos esos

momentos”.

Caminó lentamente hacia el buró que había usado en aquella visita, abrió el cajón y encontró El idilio del

bosque, recordando su lectura de aquellos días, el frasco de láudano que utilizó para mitigar el dolor que

Darcy había tenido y un lazo de seda verde, el mismo que su marido había retirado de su vestido para

poseerla y que creyó que se había extraviado. Los hechos aparecieron en su memoria, aquel día había

gozado de la compañía de su esposo en ese mismo lugar por dos ocasiones y luego había disfrutado del

baile, de sus palabras de amor y del beso que le dio en medio de todos los convidados. Evocó que había

olvidado la medicina de Christopher, se vio subiendo las escaleras y percibió que alguien la vigilaba,

descubriendo otra vez ese temor que le estrujaba el alma. Giró para verlo y escuchó las amenazas que le

decía.

Resolló y se tapó el rostro con las manos reviviendo cómo ese hombre la había constreñido y manoseado, la

había abofeteado cuando no le correspondió al besarla. Si tan solo pudiera rememorar qué más había

sucedido… Sabía por el testimonio de ese canalla que no había abusado sexualmente de ella, pero ¿y si

había mentido para salvar el pellejo? Cayó al suelo temblando, advirtiendo el dolor en la cabeza, la espalda y

el cuello, acordándose que había sentido frío mientras unas manos recorrían sus piernas yacida en el piso y

luego, aterrada, sintió el peso de su cuerpo sobre el suyo… por unos momentos… y después vio a su padre

con Frederic que le decía que estaba a salvo, recordando que ese hombre se había ido.

Tomó consciencia de su jadeo, del grito que había salido de su garganta y, sintiendo una enorme liberación,

dejó de temblar. Se limpió el rostro de las lágrimas que había derramado y percibió la voz de la Sra.

Reynolds y su mano que había acudido en su auxilio.

–¿Se encuentra bien Sra. Darcy? ¡No se levante hasta que se haya restablecido! Le traeré un poco de agua y

alcohol.

Lizzie respiró profundamente saliendo de la oscuridad de sus recuerdos, libre de los temores que había

conservado desde aquel día. Se sintió aliviada y se relajó hasta que notó el aroma del alcohol cerca del

rostro.

–¿Se siente mejor Sra. Darcy? ¿Gusta tomar un poco de agua? –indagó ofreciéndole un vaso que ella

aceptó–. Por lo menos el color ya regresó a sus mejillas. Le ayudaré a acostarse en la cama y mandaré llamar

al Dr. Donohue y al Sr. Darcy.

–No, estoy bien… No es necesario que preocupe al señor, está ocupado con el coronel, ya pasó. Solo

ayúdeme a recostarme y… no se vaya.

La Sra. Reynolds hizo lo propio y la cobijó. Tocó la campana del servicio para solicitar la cena de su señora

y se la llevó. Lizzie agradeció y comió.

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–Quiero ver a mis hijos –dijo cuando acabó sus alimentos.

–Los niños ya duermen y usted necesita descanso. Si gusta, puedo ayudarla a cambiarse para que se acueste.

–Gracias.

La Sra. Reynolds la auxilió con su ropa y le ofreció su brazo al ver que insistía en ver a sus hijos. Lizzie se

acercó a cada uno y los acarició dulcemente en la cabeza, se sentó al lado de Stephany y tomó su mano,

luego cerró los ojos y pudo descansar.

Al salir de la alcoba principal, Darcy oyó ruidos en la habitación que había pertenecido a su tía, sin duda

había sido de su prima: había un moño negro en la puerta. Abrió y se introdujo, pasando la sala que

antecedía a la alcoba, para encontrarse con Anne sobre la cama cubierta por un delicado dosel blanco,

ataviada con su vestido de novia. Percibió el dolor de la pérdida pero muy distinto al que sintió cuando

fallecieron sus padres, incluso Lady Catherine o sus tíos Fitzwilliam, reconociendo que el apego con su

prima nunca fue tan cercano, a pesar de que en la mente de la Sra. de Bourgh, y en algún momento de la

anterior Sra. Darcy, existía el deseo de emparentarlos en matrimonio. Siempre vio a Anne muy distante a él,

con una diferencia de diez años y bajo la sombra de su madre que no se separaba de ella para nada, siempre

estuvo recluida y alejada de los juegos de los demás niños para que no se enfermara, exceptuando a

Georgiana que jugaba con ella en su habitación. Sentía más el dolor que había causado a sus seres queridos:

el coronel y Georgiana, quienes habían sido más allegados a ella. Aun así, era su prima, compartían la

misma sangre y se apenaba por su deceso, aunque reconoció que al menos había sido feliz en el último año

de vida, lejos de la presión que su madre ejercía sobre ella y con la libertad de amar a quien su corazón había

elegido desde hacía mucho tiempo.

La acompañaban Georgiana y Donohue y se acercó unos momentos para hacer oración, para pedir por su

difunta prima y por el coronel, por Lizzie y por sus hijos, por su hermana y su familia. También oró por la

difícil situación que él estaba viviendo, suplicando alguna luz que iluminara la oscuridad que percibía a su

alrededor.

Luego se retiró a su habitación para encontrarse que no estaba su mujer. Se asomó a la habitación que

comunicaba viendo a sus tres hijos dormidos en sus respectivas cunas, y a Lizzie y a la Sra. Reynolds

dormidas, la primera junto a Stephany y la segunda en el sillón. La Sra. Reynolds se percató de su presencia

y se incorporó.

–La señora me pidió que la acompañara hasta que usted llegara –se justificó, mientras su amo asentía–.

¿Desea que le caliente la cena al señor?

–No se moleste, gracias. Vaya a descansar.

–Quisiera informarle que la Sra. Darcy sufrió un desmayo.

–¿Cómo?, ¿por qué no me avisaron? –indagó alarmado.

–Ella me dijo que no lo molestara, que ya se encontraba bien y tampoco juzgó necesario que el médico la

revisara, aun cuando se lo sugerí.

La Sra. Reynolds se retiró y Darcy tomó en brazos a su mujer para llevarla a la cama, afortunadamente ya

estaba en camisón por lo que únicamente le quitó la bata y la tapó con las cobijas, preguntándose si esa era

la luz que podría esperar del cielo. ¿Pero en qué clase de hombre se había convertido que solo pensaba en

eso cuando ella se había desmayado?

Lizzie balbuceó unas palabras, luego dijo:

–¡Qué bueno que ya estás aquí!

–¿Te sientes mejor? Me dijo la Sra. Reynolds que te habías desmayado.

–Tenía mucho miedo… recordé a Hayes.

Darcy comprendió la razón de sus temores –encontrarse nuevamente entre esas paredes después del ataque

que había sufrido hacía poco más de un año–, lamentándose de no haberlo pensado antes, la besó en la

mejilla y acarició su cabello.

–¿Quieres hablar de eso?

–Él… no mintió cuando hizo su declaración –explicó cerrando los ojos, presa todavía del agotamiento.

–Me alegro mucho –dijo acostándose a su lado para abrazarla y acariciar su espalda mientras Lizzie le relató

lo sucedido.

Darcy endureció la mandíbula cuando su mujer describió el ataque que había sufrido, estrechándola contra

sí, reviviendo la terrible experiencia y sintiendo la ira de aquellos días, lo cerca que había estado de perderla

en manos de otro hombre. Eran recuerdos que había querido dejar en el pasado, pero sabía la importancia de

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que Lizzie terminara de sacar el dolor y el miedo que todavía sentía, dispuesto a darle todo su apoyo y

consuelo, hasta que ella recobró el sosiego y se quedó profundamente dormida en sus brazos. No la soltó

sino hasta que se aseguró de que no se despertaría si la movía. Se levantó para cambiarse y regresó a su lado

estrechándola toda la noche.

CAPÍTULO XXXIII

Darcy se despertó exaltado al desconocer el lugar donde dormía, pero se tranquilizó cuando sintió a Lizzie a

su lado, recordando lo que había vivido el día anterior. Se giró para quedar de costado viendo a su esposa

que descansaba profundamente, observando por un rato la belleza que lo cautivaba cada día y cada noche,

las facciones que ya se sabía de memoria, deseando cubrir ese rostro con sus besos y aliviar el dolor que los

recuerdos habían resurgido. Dio gracias a Dios por amanecer en su compañía, que ella estuviera bien,

cuando Lizzie abrió los ojos y le sonrió.

–Buen día, preciosa. ¿Cómo has amanecido?

–Bien.

–¿Te sientes mejor?

–Sí… gracias por escucharme.

Darcy acarició su rostro, besó su frente y la estrechó contra sí.

–¿Pudiste descansar? –indagó Lizzie complacida del cariño de su esposo–. Ayer llegaste muy tarde.

–Estuve largo rato con el coronel, luego unos momentos con Anne. Siento no haberte acompañado a nuestra

llegada, como era mi deber.

–También era tu deber acompañar a tu primo, aunque debo reconocer que te extrañé mucho.

–Yo también. Si hubiera sabido lo que sucedió…

–No quería preocuparte. Además, el coronel te necesitaba más que yo –dijo reconociendo que si el ataque se

hubiera perpetrado en su totalidad, no habría hecho la anterior declaración y lo habría mandado buscar.

–Temo que hoy tendré que ocuparme de todos los asuntos. Fitzwilliam no está para encargarse de nada, me

sorprendería que hoy se pudiera levantar de la cama.

Lizzie se incorporó y acarició su rostro con cariño, sintiendo la barba crecida.

–Darcy, si alguna vez me pasa algo…

–Ssshhh –la interrumpió poniéndole un dedo sobre la boca, ella lo besó y continuó:

–Si alguna vez me pasa algo, no quiero que te derrumbes. Quiero que recuerdes lo felices que hemos sido y

que salgas adelante por nuestros hijos.

Darcy retiró el dedo, se giró y acercó su boca, viendo el deseo y la aceptación de ella, para besarla lenta y

delicadamente, queriéndose perder en sus brazos, recordando las palabras que le había dicho su primo sobre

disfrutar más la compañía de su esposa, del gozo mutuo de sus besos. Lizzie se sintió fascinada al advertir

todo su peso sobre el cuerpo, aunque fuera por unos momentos, disfrutando de las caricias que le daban sus

labios y la sensación de respirar con dificultad a causa de la excitación.

–Perdóname –dijo él colocándose de costado, pensando en los recuerdos de su esposa.

–Sabes que me gusta.

Darcy apoyó la cabeza sobre el pecho de su mujer mientras ella lo estrechaba, necesitaba recuperar su

autodominio y tenía que aprender a controlarse sin salir corriendo. Lizzie acarició su cabeza y él se

tranquilizó escuchando la melodía de los rápidos latidos de su corazón que fueron disminuyendo de

velocidad en tanto él dormitaba hasta que un dulce llanto los sacó de su deleite.

–Yo voy por ella –ofreció Darcy, besándola en la mejilla y levantándose de la cama para ir por su bebé, su

otra niña.

A su regreso trajo compañía: los niños habían despertado y estaban ansiosos por saludar a su mamá.

Corrieron hasta su encuentro y la abrazaron tras haber sido subidos por el padre con un empujón.

Después del alboroto los niños continuaron el juego junto a su madre, por lo que Darcy le entregó a

Stephany para ser alimentada. Lizzie la tomó en brazos y se tapó para iniciar con su labor.

–No es necesario que te cubras, quiero que mis hijos aprendan desde ahora que no solo son para el deleite de

un marido.

–Entonces tendrás que darles ejemplo y acompañarme unos momentos mientras yo la alimento y ellos

juegan… Con la mayor naturalidad Sr. Darcy –enfatizó al percatarse de que su mirada se desviaba por unos

segundos.

187

–Si la situación exige naturalidad, entonces creo que aprovecharé para imitarlos, jugaré con ellos.

Darcy se acercó y con sus grandes manos los volteó boca arriba y los llenó de cosquillas hasta que los niños

quedaron agotados. Los dejó respirar por un rato y se acostó en la orilla de la cama para leer, aunque le era

muy difícil concentrarse. Los niños se recuperaron y se subieron a su estómago para montarlo, como veían

que su padre montaba a su corcel. Darcy se divirtió con ellos observándolos, reconociendo lo entretenido

que era tener un compañero de juegos del mismo tamaño y se imaginó a sus hijos más grandes y a su

pequeña princesa, ¿podría integrarse a los juegos bruscos a los que sus hermanos estaban acostumbrados?,

tendría que enseñarles a jugar con delicadeza con Stephany, pero se lamentó ante la imposibilidad de darle

una compañera, una hermana, recordando la soledad que a veces había acompañado a Georgiana en su niñez

y parte de su juventud. Por lo menos tendría a Rose, aunque no siempre podrían estar en la misma ciudad.

–¿Por qué frunce el ceño, Sr. Darcy? Ya terminé con Stephany, ya puedes levantarte y entablar una

conversación conmigo.

–Solo pensaba que Christopher y Matthew siempre serán compañeros de juegos, no me gustaría que

Stephany sintiera la misma soledad que sintió mi hermana –dijo mientras con el brazo ayudaba a sus hijos a

bajar de la cama.

–Eso se puede resolver.

–Sabes que no Lizzie, no a un precio tan alto.

–Darcy, ¿sabes cómo supe cuál era el problema que había entre Georgiana y su marido? Cuando Donohue

me explicó el peligro que corría Stephany por el sarampeón de los niños, él me aseguró que Georgiana no

corría ningún riesgo y que él se iba a encargar de que no se embarazara. Me impactó darme cuenta que un

hombre puede tomar una decisión así y negarle a Dios la oportunidad de dar vida. ¡Qué responsabilidad tan

grande cargas sobre tus hombros cuando decides vivir así! Tal vez puedas encontrar descanso cuando esa

decisión se la dejas a Dios, quien es el único que finalmente la toma.

Darcy se recostó en el regazo de su mujer, abrazándola de la cintura, mientras ella lo acariciaba en la cabeza,

como hacía con sus pequeños para que se durmieran.

–Me sorprende que hoy, después de recordar el ataque que sufriste, quieras hablar del asunto.

–No solo quiero hablar… Darcy, me siento libre al tener la certeza de que ese hombre no logró su objetivo.

–Te atacó y te asustó, pudo haberte matado.

–Sí, pero no tiene nada que ver contigo ni con lo que he vivido a tu lado. Tú has sido el mejor de los

maridos, me amas y te amo, me has protegido como el que más y siempre has sido muy cuidadoso conmigo,

yo me siento segura y feliz contigo. Comprendo que las mujeres que sufren ese tipo de abuso quedan

profundamente heridas y, dependiendo de los sucesos posteriores, pueden salir adelante o tardarse mucho

tiempo en sanar, afectando las relaciones con su pareja, pero no es mi caso. Además, nunca me sentí sola al

enfrentar el problema, siempre estuviste a mi lado.

–Excepto cuando pasaste la noche en casa de los Windsor y ayer.

–Bueno… finalmente te diste cuenta de tu error y propiciaste un acercamiento. Anoche me apoyaste, me

escuchaste, me ayudaste a ahuyentar mis temores. Pero volviendo al tema anterior…

–Insistes en estar en desacuerdo con mi decisión.

–Estoy en contra porque te amo.

–Yo estoy a favor porque te amo. ¿Cómo podemos llegar a un acuerdo?

–Déjalo en las manos de Dios y recuerda que Él quiere que seamos felices.

“Para ti es fácil decirlo…” pensó Darcy sin atreverse a departirlo en voz alta, “pero yo soy el que te perdería

y el que me quedaría solo…” Recordó el sufrimiento que pasó cuando su esposa estuvo en peligro de muerte

y los días y noches en que vivió una angustia que no quería repetir en su vida, pero ¿acaso no estaba siendo

egoísta al solo pensar en un sufrimiento que se quería ahorrar?

–Darcy, me estás apretando mucho.

–Perdóname –dijo apartándose lentamente–. Creo que iré a cabalgar, ¿te parece bien?

Lizzie asintió. Él se incorporó, la besó en la mejilla, hizo lo mismo con su pequeña que yacía dormida en los

brazos de su madre y se dirigió al vestidor.

Lizzie lo vio alejarse y se llenó de temor, viró su vista hacia la puerta comprobando que el cerrojo estaba

puesto y que nadie podría entrar para atacarla o hacer daño a sus hijos, al menos no sin hacer ruido, el cual

alertaría a su esposo de que algo estaba pasando. Sin embargo, cuando se fuera… No pudo evitar estrechar

con mayor fuerza a su pequeña para protegerla, provocando que se despertara y llorara. La besó en la frente

y escuchó ruido en la habitación colindante: “gracias a Dios ya llegó la Sra. Reynolds”, pensó.

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Cuando Darcy salió, la habitación estaba vacía y la puerta que comunicaba las habitaciones estaba

emparejada, se introdujo en ella y encontró a su familia acompañada de la Sra. Reynolds. Lizzie, todavía en

bata, dejó su ocupación y se acercó a él.

–¿Regresarás pronto? –indagó con un atisbo de miedo que logró ocultar tras unos segundos.

–¿Quieres que me quede? –“si tú me lo pides te complaceré en todo”, reconoció en silencio.

–No, no, te sentirás mejor si te ejercitas.

Lizzie se arrepintió de haber negado su compañía cuando él acercó su mano para cerrarle bien la bata y

sintió una tierna caricia de deseo sobre su delicada piel por debajo del escote de encaje, una caricia que hizo

volar su sangre a todos los rincones de su cuerpo. Sintió enormes deseos de ceñirlo y percibir sus brazos

rodeándola y protegiéndola, necesitaba tanto de su amor para sentirse segura y olvidar el desasosiego que le

provocaba ese lugar.

–Como desees, preciosa.

Lizzie quería hablar y pedirle que la abrazara y la amara, que aliviara el dolor que sentía aumentar en su

cuerpo con el paso de los días, las semanas y los meses, y que ese ligero contacto lo había encendido como

mecha incendiando su ser. “Pero Darcy, ¿sigue firme en su decisión?”, se cuestionó confundida, reviviendo

en ella la esperanza que había dejado atrás. “Tal vez a su regreso…”

–Sra. Reynolds, ¿le encargo a los niños? Voy a tomar un baño –dijo sintiendo latir fuertemente su corazón.

–Por supuesto.

Lizzie se introdujo a la alcoba encontrándose nuevamente sola, sintiendo ese temor pero sabiendo que al

lado estaba la Sra. Reynolds, si algo se le ofrecía podía solicitar su ayuda. En esa pieza y en ese baño había

pasado momentos de enorme sufrimiento, pero lo había olvidado con las expectativas que su marido había

despertado en ella. Giró su vista hacia la puerta, tal vez se sentiría más segura si la cerraba con llave otra

vez. Se reprendió en silencio por esos nuevos temores, aun cuando tenían una base real, agradecía al cielo

que ya tuviera la certeza de lo que había sucedido, pero tenía que luchar contra ese miedo que todavía la

quería dominar, más cuando su marido se había mostrado deseoso de estar con ella. No podía retroceder en

su determinación de luchar por ese acercamiento tan anhelado por ambos ahora que se sentía completamente

libre de una agresión de esa magnitud, aunque tenía que reconocer que sí había sido agredida. Dejaría la

puerta sin llave para que su marido pudiera entrar en el momento en que quisiera, ya que si la encontraba

cerrada tal vez se desanimaría de buscarla y se retiraría, no podía permitir que cambiara de opinión. “¡Dios

mío!, ¿por qué no lo detuve antes de que se fuera?”. Tendría que controlar el temor, en realidad no corría

peligro, trató de convencerse. Sabía que el hombre que la había atacado se encontraba castrado, aunque

reconoció que esa no era la única manera de molestar a una dama, pero se repitió una y otra vez: “está en la

cárcel”, “no volverá a hacerme daño”.

Se introdujo al baño, tocó el agua y seguía caliente, tal vez su marido había dejado encendido el fogón

mientras se bañaba para que no se enfriara. La vació en la tina con el dispositivo, recordando a la Sra.

Reynolds cuando le dijo que Lady Catherine preguntó cómo funcionaban esos dispositivos que había en

casa de su sobrino y los detalles para instalarlos. Se retiró la bata y el camisón, recordando esa caricia que la

habría hecho vibrar si hubiera durado más tiempo, deseando sentir sobre su cuerpo las manos y la boca de su

esposo. “¡Ay, Dios!, ¡cuánto ha resistido Darcy!”, admiraba su voluntad de hierro aunque le doliera tanto.

Se introdujo en el agua caliente recordando la última vez que su marido la había acompañado en el baño…

sus recuerdos se fueron a aquellos días felices que tanto habían disfrutado.

Darcy salió de la alcoba pensando en cierta caricia que habría repetido una y otra vez si su mente hubiera

estado despojada de dudas, dudas que cada vez lo confundían más. Estuvo a punto de sucumbir, deseaba

haber sucumbido, tal vez así las dudas desaparecerían, podría volver a amar a su amada y gozar de su

felicidad, pero sabía que ya no podría conformarse con solo una vez, volver a contenerse sería inútil y

entonces sí la pondría en verdadero peligro. Pero, ¿el peligro era real?, ¿cuál era la probabilidad de que se

embarazara durante la lactancia o posterior a ella?, nadie podría contestarle esa pregunta, como nadie había

podido responder si podrían tener familia o no cuando la infertilidad estaba presente.

De repente se encontró encima de su caballo, todo lo había hecho tan mecánico, estaba tan perdido en sus

cavilaciones que no había escuchado el saludo de todos los mozos que se había encontrado en su camino, al

menos lo habían visto por si necesitaban localizarlo, esperaba que no. Vio a lo lejos al Sr. Peterson y se

acercó a él.

–Buen día Sr. Darcy.

–Buen día. Vaya y resguarde la puerta de la Sra. Darcy hasta mi regreso.

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–Como ordene señor.

Sintiéndose más tranquilo, azuzó a su caballo. Necesitaba estar solo, tenía que aclarar más que nunca su

situación, retomar su decisión si no quería arrepentirse para toda su vida. En el último de los casos, ¿lo

estaba haciendo por egoísmo, para protegerse de un sufrimiento que sabía podría arrancarlo de la vida?

Lizzie se lamentó no haber empacado alguna ropa más sugerente, la hermosa colección de lencería que

Darcy le había regalado se encontraba en Pemberley y en Londres, solo había puesto en su baúl un camisón

y su bata. Normalmente habría viajado sin camisón, pero habría tenido de dónde escoger si de lencería

atrevida se tratara, aunque solo la usara por pocos minutos. Tenía que conformarse con lo que tenía a la

mano, se pondría esa bata que había logrado sacarle esa deliciosa caricia, soñaba con que la repitiera pero

ahora le facilitaría la tarea: con desamarrar el cordón la tendría en su totalidad.

Esperó pacientemente, sabía que la hora de desayuno ya estaba cerca, aunque también se imaginaba que con

todo lo de la velación y el entierro, todas las actividades de la casa se habían visto afectadas, seguramente

nadie notaría su ausencia, solo sus hijos y Stephany, únicamente deseaba que no quisiera comer en los

próximos minutos.

Alguien tocó a la puerta y Lizzie sintió que el corazón se le salía del pecho al ver entrar a su marido, se

acordó de respirar y de destapar la pierna que tenía cruzada antes de que él se volviera. Darcy la recorrió con

la mirada, Lizzie lamentó su enorme descuido de no incluir en el equipaje aunque fuera una prenda de

muselina, pero se puso de pie, apenas podía caminar, y se acercó a él, le tomó las manos y lo besó. Él dudó

pero le correspondió.

–Pensé que vendrías más pronto.

–Pensé que ya estarías lista.

–Ya estoy lista para ti –dijo mientras subía con la mano la de su marido a ese lugar secreto que solo le

pertenecía a él, para que la tocara como había soñado tanto.

Lizzie suspiró al sentir su caricia, Darcy se tensionó al percibir esa piel tan suave y cálida, ahuecó la mano

para disfrutar de ese contacto y, después de unos segundos, la retiró, cerró la bata y le dijo:

–Vístete por favor, nos esperan abajo.

Lizzie lo vio marcharse una vez más sintiendo un enorme coraje por su rechazo, jurándose que no lo

volvería a intentar de esa manera, cada rechazo abría una herida muy profunda en ella. Se limpió las

lágrimas diciéndose que rehusaría la invitación a desayunar reportándose indispuesta, no tenía deseos de

verlo. Se dirigió al vestidor, se colocó un vestido sencillo y fue a la habitación de sus hijos donde le indicó a

la Sra. Reynolds que avisara a su anfitrión, o a quien estuviera a cargo.

Darcy salió sintiéndose furioso consigo mismo, sabía que esa caricia sería tomada como invitación, y en

realidad lo era, tenía que reconocer, aunque la cabalgata había servido para aclarar sus pensamientos y

reafirmar su resolución; no podía caer una sola vez pero había sido muy cobarde de su parte haber huido sin,

al menos, pedir una disculpa. Había visto la mirada llena de dolor de su esposa y sintió arrepentimiento por

haberla rechazado de esa manera, pero si no salía de la alcoba habría sucumbido en sus brazos.

–¡Sr. Darcy! –lo llamó una voz a su espalda, por lo que se giró y la Sra. Reynolds se acercó–. Me pide la

señora avisarle que se ha sentido indispuesta…

–¡Sr. Darcy! –él se giró extrañado de escuchar esa voz en ese lugar–. ¡Cuánto siento la muerte de su prima!

–exclamó la Sra. Willis abrazándolo mientras Georgiana los observaba de lejos.

CAPÍTULO XXXIV

Lizzie estaba cambiando a Stephany, todavía sentía mucho disgusto por lo que acababa de pasar pero trató

de serenarse diciéndose a sí misma que disfrutaría del día en compañía de sus hijos, únicamente se

presentaría ante el anfitrión para darle las condolencias y hacer acto de presencia en el velorio. Tenía el

pretexto perfecto para ausentarse: sus hijos.

La puerta de la habitación sonó, Lizzie se limpió el rostro y preguntó de quién se trataba, esperando que no

fuera su marido, no sabía si estaba dispuesta a cerrarle la puerta o echarle en cara su rechazo.

–¿Georgiana? Pasa por favor.

Georgiana entró con una gran agitación, después de haber corrido escaleras arriba aun cuando su hermano la

llamaba para que se detuviera.

–Entra. ¿Qué sucede?, ¿por qué tanta conmoción?

190

–Lizzie, no sé por qué está sucediendo todo esto, no sé quién le permitió la entrada…

–Pero ¿de quién hablas?

–¿Es por eso que has estado deprimida últimamente? ¡No puedo creer que mi hermano lo consienta! Te doy

toda la razón, ¡es algo terrible!

–¿Qué ocurre?

–La Sra. Willis está aquí, se atrevió a abrazar a mi hermano y él no la rechazó.

–¿Cómo? –exclamó Lizzie sintiendo sus ojos llenarse de lágrimas, pensando en que a ella sí la había

rechazado.

–Perdóname por ser la portadora de tan triste noticia –dijo al darse cuenta de su reacción, sin imaginarse que

había mucho más detrás de lo que ella había visto.

Georgiana la abrazó pero Lizzie trató de sobreponerse pronto a su pena, no podía sentarse a lamer sus

heridas, tenía que hacer algo para evitar una situación lamentable.

Se separó, se limpió el rostro y se retiró a su habitación, aun cuando se sentía terriblemente mal se atavió

con el mejor vestido de luto que había llevado, tratando de que su escote luciera lo mejor posible. Vio la

mascada que hacía juego con el vestido para lograr un arreglo más recatado y decidió guardarla en el cajón.

Tenía que defender su matrimonio de esa mujerzuela, ya sea robándole miradas a su marido o provocándole

celos, si era necesario, pero quería tener su completa atención. Recordó aquel comentario que hiciera Darcy

con motivo de un vestido escandaloso de la Sra. Willis, pero su vestido era decente, pensó viéndose al

espejo, solo un poco más abierto de lo que ella acostumbraba utilizar. Se acomodó bien otra vez, deseando

que Darcy cumpliera la amenaza que le había hecho ese día, aunque ahora ya no se haría ilusiones, al menos

le enseñaría de lo que se estaba perdiendo.

Alguien tocó a la puerta que comunicaba a las habitaciones y se escuchó la voz de Georgiana:

–Lizzie, ¿estás lista? Ya llegó la Sra. Reynolds y te trajo el desayuno, parece que ya va a empezar el velorio.

–Pasa, ya estoy lista –dijo, poniendo la mejor de sus sonrisas.

–¡Vaya! Te ves muy bonita, pero… no sé si mi hermano consienta que salgas de la alcoba así.

–Si no le gusta, entonces que me regrese, pero no lo dejaré salir de aquí –se burló.

–¡Creo que es la solución perfecta!

–Aunque tal vez podríamos darle un toque más atrevido…

–¿Más?

–Si humedecemos las enaguas.

–¿A qué te refieres?

–Como lo hacen las francesas. La falda de raso se ciñe a las piernas y resalta el vientre y las caderas, sin

corsé y el frío…

–¡Lizzie!

–¡Tiene muchas ventajas! El rojo de las mejillas se resalta y los labios parecen más apetecibles. Pruébalo un

día con tu marido.

–¿Tú ya lo hiciste?

–En una cena íntima en Pemberley.

–¿Y qué hizo mi hermano?

–Se olvidó de cenar –las damas se rieron–, pero tienes razón. Sería muy escandaloso presentarme así.

Lizzie picó algo de fruta y pan de su desayuno, bebió el jugo y tras asearse, las señoras se encaminaron a las

salas de recepción.

La gente ya estaba reunida, se escuchaba el murmullo desde que descendían de las escaleras y Lizzie sintió

las miradas de las damas y de los caballeros mientras avanzaba, cuestionándose si había hecho bien en

vestirse de esa manera. Recordó la misión que tenía que llevar a cabo y siguió, al tiempo que las señoras

carraspeaban o les llamaban la atención a sus acompañantes con algún movimiento.

Un caballero que recién había llegado se acercó, su mirada se había clavado en ella desde que estaba en el

umbral de la puerta, ya lo había visto antes pero no recordaba su nombre.

–Sra. Darcy, luce usted maravillosa, más bella que como la recordaba desde la noche en que tuve el placer

de conocerla y bailar con usted.

–Su Excelencia, usted siempre tan generoso con los cumplidos –Lizzie se lamentó haber olvidado el nombre

del duque, aunque su gallardo aspecto y su cortesía era imposible pasarlos por alto.

–Solo a quienes son merecedoras de ellos. Lástima que el motivo que ahora nos reúne no sea de fiesta, de lo

contrario sería el primero en solicitarle al menos dos bailes.

191

–Sin que la duquesa se sintiera ofendida.

–Por supuesto.

–Debo felicitarlo por su nuevo matrimonio y su reciente nombramiento: Lord Teniente de Irlanda del

gobierno whig.

–Usted sigue impresionándome, es usted excepcional si está al tanto de esos detalles… en el campo de la

política. Sra. Donohue, lamento tanto su pérdida.

–Le agradezco mucho lord Russell. ¿Gusta pasar?, la familia está reunida.

–Si es tan amable de indicarnos el camino –dijo ofreciendo el brazo a la Sra. Darcy, quien aceptó

imaginando la impresión que su marido se llevaría.

La gente congregada les fue dando el paso, las miradas y los murmullos los seguían, algunos reconociendo a

los personajes y otros admirando la belleza de la dama y el buen porte del caballero.

Lizzie sintió la ardiente mirada de su marido antes de que ella lo viera, continuó sonriendo hasta que ubicó

dónde se encontraba, frente al sarcófago, en compañía de Bingley y de la Sra. Willis. Sus ojos le indicaban

que estaba furioso, su expresión era dura como roca, aun así Darcy se acercó a ellos, se inclinó para

agradecer a lord Russell, cogió la mano de Lizzie y la colocó sobre su brazo, quedándose de espaldas a la

asamblea. El duque se giró a un lado para tener la pared atrás, sin apartar la vista de la dama.

–Me parece que ese vestido luce muy bien con una hermosa mascada –murmuró Darcy al oído de su esposa,

sin soslayar la contemplación del motivo de sus desvelos por unos segundos, percatándose de que sobre la

generosa curvatura se veía el lunar que tanto adoraba y que creía ser el único que lo conocía, sintiéndose

frenético por dentro.

–Me parece que luce mejor así, recuerdo que lo usé alguna vez para cenar en la alcoba y te agradó mucho.

Lizzie vio cómo fruncía el ceño y su mirada se clavaba en el caballero que había tenido la atención de

escoltarla hasta él. Se mordió el labio tratando de ocultar la sonrisa de satisfacción, inapropiada para el

momento que estaban viviendo. Al menos había logrado centrar su atención por completo en ella y había

dejado atrás a su compañía para escoltarla.

Lizzie giró su vista hacia el sarcófago, advirtiendo la presencia de Fitzwilliam sentado en una silla en

profunda meditación, o tal vez perdidamente dormido, descartó lo segundo cuando vio que incorporó la

cabeza y fijaba la vista al lugar donde yacía su esposa, con una expresión llena de dolor. Bingley se movió

de lugar y la Sra. Willis quedó sola frente a los asistentes, se encontró con su mirada y Lizzie se la sostuvo

hasta que ella la tuvo que girar. La Sra. Willis, sintiéndose incómoda, caminó en busca de otro lugar,

perdiéndose entre los asistentes. Un caballero se acercó y se paró junto al recién viudo, era Bruce

Fitzwilliam que al colocar su mano sobre el hombro del hermano y levantar la mirada, la dirigió hacia la Sra.

Darcy y la fijó en su escote de forma claramente libidinosa, mientras Lizzie advertía que su marido se movía

incómodo a su lado.

Algunos de los presentes se acercaron a dar el pésame a la familia. Cada vez que algún caballero se acercaba

y admiraba aunque fuera de reojo a la Sra. Darcy, Darcy se tensaba más, ya no sabía qué hacer. Por más que

lord Russell y su primo disimularan sin éxito las miradas de deseo, él sabía leerlas y se enfurecía por

segundos. Y si tomaban el lugar que antes tenía, seguramente más ojos estarían clavados en su esposa.

Quería gritarles a todos que era su esposa, que solo le pertenecía a él y él era el único que podía admirarla,

quería llevársela fuera de ese lugar, fuera del acecho de las miradas de todos los hombres, esconderla en la

alcoba y…

Era la primera vez que se sentía así, advirtiendo que si Lizzie lo deseara podría ser cortejada por muchos

“caballeros” a los que no les importaría que tuviera familia o que estuviera casada, perdiéndola

definitivamente. Nunca lo había retado con tanto atrevimiento y seguridad.

Georgiana se acercó a ellos en compañía de Donohue y le susurró al oído:

–El pastor se está preparando para la ceremonia. Lizzie está preciosa ¿verdad?

Darcy le dirigió una mirada que la habría hecho estremecer de miedo, pero Georgiana controló su temor

estrechando la mano de su marido. Darcy la observó percatándose de que era ella quien estaba usando la

mascada de su esposa.

–¿Por qué traes esa mascada?

–Lizzie me la prestó, me sienta bien.

–Regrésasela.

Georgiana lo vio, sintiéndose incapaz de seguir contrariando a su hermano. Se la quitó y se la dio. Darcy se

la entregó a su esposa y ella agradeció, colocándosela sobre la espalda.

192

–La mascada es para el escote.

–Tengo frío, necesito protegerme la espalda para que no se vaya la leche.

–Entonces debiste ponerte otro vestido, ¡cúbrete el escote con ella!

–Me gusta cómo luce, ¿a ti no?

“El escote descubre su pasión insatisfecha” pensó Darcy mientras se sentía terriblemente enojado con ella y

consigo mismo, la tomó de la mano y abrió paso entre la gente para que salieran de ese lugar, llevándola

hasta un sitio apartado del jardín.

–¿Acaso todo esto es por el abrazo que me dio la Sra. Willis? ¿Te quieres vengar de mí robándole miradas

de deseo a todos los hombres presentes? ¡El único que no te ha visto es Fitzwilliam!, ¡el viudo! –aclaró.

–¿Te abrazó la Sra. Willis? –indagó con indiferencia, acariciando la mascada que caía a los lados sobre sus

antebrazos.

–Sí, Georgiana me vio y también estaba la Sra. Reynolds, fueron unos segundos hasta que la aparté de mí.

–¿La apartaste de ti como lo has hecho conmigo? –cuestionó alzando la voz.

–Lizzie, perdóname, sé que esa caricia…

–¡Esa caricia fue una invitación! –increpó rabiosa.

–Sí, lo sé, y no sabes cuánto siento haber pasado el límite de esa manera.

–¡El límite que tú pusiste!

–¡Sabes cuál es la razón de todo esto! –se justificó sintiéndose miserable.

–Si supieras el infinito dolor que me causas cada vez que me rechazas, ¡pero hoy fue la última!

–¡Sra. Elizabeth!, ¿se encuentra bien? –indagó lord Russell acercándose al oír su exaltación.

Un segundo después, Lizzie salía de entre los árboles corriendo hacia la casa. Lord Russell la siguió

mientras Darcy los observaba.

–Sra. Darcy, ¿puedo ayudarla en algo?

–Gracias milord, estoy bien –logró decir Lizzie deteniéndose un momento, se cubrió con la mascada, respiró

profundamente, rezó para que no se percatara de su turbación y que las lágrimas se detuvieran hasta que el

caballero se retirara.

–Puede llamarme John –respondió lord Russell ofreciéndole el brazo para escoltarla, una atención a la que

no podía negarse sin parecer grosera–. No se deje atormentar por los celos de su marido. Tal vez le apetezca

una copa –sugirió tras haber dado los primeros pasos en su compañía.

–Le agradezco mucho pero tengo que ir a supervisar que mis hijos estén bien.

–Primero el deber y luego el placer. Será en otra ocasión.

Lizzie se despidió y se volvió hacia el sendero que conducía al área de servicio, lord Russell no podría

seguirla sin parecer indiscreto. Avanzó más deprisa cuando sintió sus copiosas lágrimas sobre las mejillas,

rezando para que no se encontrara con nadie en el camino hacia su alcoba.

Cuando se sintió más recuperada, pasó un rato con sus hijos antes de volver a bajar. Era un familiar cercano

de la difunta y sabía que tenía que estar al lado de su marido, si es que no había salido, y de Georgiana. La

gente preguntaría por ella y, después de esa salida tan intempestuosa previa a la ceremonia, seguramente

todos estarían comentando sobre el asunto. Solo esperaba que lord Russell hubiera sido discreto de lo que

había visto u oído, se ruborizó al pensar en lo que podría haber escuchado. Respiró profundo para recuperar

la compostura y giró la manija para introducirse en el salón donde se estaba llevando a cabo la ceremonia.

Se colocó adecuadamente la mascada, el momento solemne de la ceremonia así lo exigía, además de que ya

había enfadado lo suficiente a su marido por un día, como nunca lo había hecho ni había deseado hacerlo,

tenía que reconocer. Escuchó unos murmullos a su espalda de la gente que la había reconocido mientras se

acercaba y se sentó al lado de su marido, pero guardando las distancias.

Parecía que lord Russell ya no se encontraba, en el camino volvió a ver a la Sra. Willis, a Murray Windsor y

su esposa, a Philip Windsor, a la Srita. Bingley acompañada de un caballero, quien supuso era aquel barón

que la estaba cortejando. Vio a Jane y a Bingley junto con Mary, y del lado opuesto a los Sres. Gardiner, su

madre y Kitty, estas últimas comportándose con compostura, si es que no estaban dormidas.

A los pocos minutos la ceremonia concluyó y se acercó a ellos una avalancha de personas para darles el

pésame y despedirse de la difunta, entre ellos el Sr. Philip Windsor, causando nuevamente irritación en

Darcy.

–Sr. y Sra. Darcy, mi más sentido pésame. Deben sentirse consternados por la noticia.

–Le agradecemos mucho Sr. Windsor –respondió Lizzie.

193

–He sabido por mi primo, el Dr. Donohue, que tuvo algunos contratiempos en el nacimiento de su hija.

Deseo que se recupere en su totalidad y reciba mis felicitaciones, debe ser una pequeña encantadora.

–Muchas gracias.

Darcy frunció el ceño al verlo retirarse, “¿habrá visto también el escandaloso escote?, seguramente sí, a

juzgar por la mirada que le dedicaba a cierta parte de su atuendo”, pensó furioso.

Una hora más tarde caminaban rumbo a la abadía donde sería enterrada la difunta en compañía de su

pequeño. Los hermanos Fitzwilliam, Darcy, Bingley y el Sr. Harvey formaban parte de la comitiva que

llevaba cargando el ataúd, Lizzie y los Sres. Donohue caminaban juntos encabezando la procesión.

Cuando llegaron a su destino, los caballeros colocaron el sarcófago en su lugar, Darcy se quedó haciendo

guardia junto con los otros mientras el pastor se acercó para iniciar con el rito, pero sus pensamientos

estaban en otro lado. Vio la mascada que llevaba su esposa, pero no se atrevió a levantarle la mirada aun

cuando sentía que lo observaba desde hacía rato, su mirada le quemaba. Se sentía terriblemente mal, había

presenciado el enorme sufrimiento que todavía sentía su primo, las palabras que le había dicho la noche

anterior le golpeaban constantemente, las que su mujer le había dicho desde que había regresado de su viaje

a Oxford, todas y cada una las recordaba con claridad y no podía apartarlas de su mente, a pesar de que se

trataba de convencer de que estaba haciendo lo correcto. Y haberla visto luciendo ese vestido, se veía divina,

pero solo para él. Se sentía terriblemente culpable por el daño que le estaba haciendo, ¿estaría provocando

mayor daño que beneficio?, ya no estaba seguro de nada, solo de que veía pasar el tiempo, aumentar el

sufrimiento de su esposa y, por lo tanto, el suyo, sintiendo que la perdía a cada segundo que pasaba a su lado

o que permanecía distante, no importaba lo que hiciera, seguía perdiéndola. ¿Y si ella desistía continuar a su

lado, permitiendo el cortejo de otros hombres? “¡No!”, pensó apretando la mandíbula. Ella lo observaba,

Georgiana lo observaba y él no podía, no podía continuar así.

Darcy también recordaba el rostro lleno de sufrimiento de su mujer cuando le había dicho las últimas

palabras, ¿acaso él le estaba provocando un dolor tan grande?, ¿estaba siendo la causa de su desdicha? Todo

lo había hecho para verla feliz, pero ahora el dolor de perderla lo había cegado, arrebatándole la sonrisa de

sus labios, la alegría de su corazón al negarle el amor que él le había prometido ante el altar para toda su

vida. “¿Qué es lo que quieres que haga, Señor?, indícame tu camino”, rezó desde el fondo de su corazón

hasta que el pastor dio la bendición final y se retiró.

Fitzwilliam se quedó de pie sin moverse, aun cuando Darcy le dijo que todo había terminado, el coronel no

se movió y él permaneció a su lado. Vio cómo su mujer, en compañía de los Sres. Gardiner, de los Sres.

Donohue y de Bruce Fitzwilliam –que caminaba al lado de Georgiana–, regresaba a la casa a pie y, cuando

ellos dos se quedaron completamente solos, cuando el sol se ocultaba entre las nubes, Fitzwilliam explotó en

un llanto desconsolado, derrumbándose ante su pena, traspasando el corazón de su primo por el dolor. Darcy

lo acompañó hasta que este no pudo llorar más. Lo llevó nuevamente hasta su alcoba, revisó que no tuviera

licor escondido en el cual refugiarse y permaneció a su lado hasta que el sueño lo venció.

Cuando Darcy llegó a su alcoba Lizzie dormía profundamente, se cambió en el vestidor y se recostó a su

lado, deseando tomarle la mano, acariciarla para suplicarle su perdón. A pesar de que estaba agotado, el

remordimiento le impedía conciliar el sueño, pero trató de dormitar.

Darcy abrió los ojos pero todavía seguía oscuro, únicamente alumbraba una vela sobre el buró de su mujer y

la chimenea a medio fuego. Oyó nuevamente ese suspiro y se puso alerta con lo que escuchó a continuación:

–Sí, mi niña. Ya conoces estas lágrimas que no dejo de derramar pero no puedo evitarlo, me siento tan sola.

Me duele tanto que tu padre… –Lizzie se interrumpió emitiendo un profundo resuello en medio de la voz

afectada por la melancolía, mientras alimentaba a su pequeña y acariciaba su cabeza–, yo sé que me ama,

rezo por él todos los días y todas las noches. También rezo por ti, para que no te amen tanto como a mí.

Darcy sintió una inescrutable pena en su corazón al darse cuenta de que su amor estaba provocando que su

mujer no se lo deseara ni a su propia hija, a pesar de todos los años de felicidad que habían compartido. ¿Era

amor a ella o a sí mismo, al pensar en el sufrimiento de perderla?, ¿acaso no la estaba perdiendo ya? Su

decisión estaba ocasionando la soledad y la desdicha de la mujer que buscaba proteger, que decía amar.

Todos los argumentos que Lizzie había defendido inundaron su mente sintiéndose terriblemente mezquino,

demostrándole que su amor no era tan profundo como él aseguraba. Si fuera así, estaría dispuesto a verla

feliz aun cuando su vida no fuera tan larga.

Sintió que Lizzie se acostaba a su lado después de haber colocado a Stephany en la cuna, sabía que seguía

llorando y todo por su egoísmo, por el dolor de perderla. Rezó para que Dios y su esposa lo perdonaran, y

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para que protegiera a ella y a su familia, decidió ponerse en sus manos y deshacerse de esa carga que le

provocaba una agonía inimaginable, una carga que no le correspondía llevar sobre sus hombros.

Lizzie aspiró profundamente para tratar de encontrar sosiego y sintió que una mano grande la giraba boca

arriba. Enseguida, Darcy aprisionó sus labios con pasión, pero lo descorazonó sentir la inseguridad de su

mujer. Trató de controlar la euforia que lo dominaba acariciando con mayor delicadeza para ganarse

nuevamente su confianza, lograr su excitación, aunque él ya estaba al límite de su contención.

Cuando sintió que Lizzie se abandonaba entre sus besos y lo rodeó por el cuello para acercarlo más a ella, se

escuchó la rasgadura de una tela y un reclamo, seguido de un profundo y grave gemido que se intensificó

cuando todo el universo estalló en una bola de fuego saturada de sensaciones y se desplomó agotado. Luego,

una dulce petición a su oído le hizo sentir miserable:

–Darcy, necesito más.

Él lo sabía, pero no había podido detenerse, nunca le había pasado pero no lo pudo evitar, en sus brazos

había enloquecido. Había transcurrido tanto tiempo de abstinencia y su fuerza de voluntad había sufrido

tantos ataques que cuando se permitió continuar…

La dulce petición se repitió con un tono de súplica, de premura, de frustración, de tristeza, incitando para

que la liberara de su dolor, haciéndolo sentir todavía más mal, tenía que poner remedio a esa situación… y

lo hizo, hasta que su mujer se perdió entre sus brazos y sus besos y lo estrechó con todas sus fuerzas, con

todo su ser, mientras la invadía una oleada de intenso placer y alcanzaba una felicidad que solo a su lado

podía experimentar.

Una campanada se escuchó desde el pasillo y Darcy sonrió, todavía les quedaba media noche por delante,

toda una vida por delante, recordando que estaban en las manos de Dios. Sintió que su mujer se recuperaba

del éxtasis y la besó lenta y pausadamente antes de girarse y llevarla consigo, donde la acarició deleitándose

del puro placer de tocarla y abrazarla hasta que se quedaron dormidos.

CAPÍTULO XXXV

El alba apenas se asomaba en el horizonte, una paloma blanca se posó sobre la tumba de la que había sido

dueña y señora de esas tierras hasta hacía pocos días. El hombre vestido de negro, cubierto por una elegante

capa que ondeaba con el viento, se despedía otra vez de su amada, sin poder aceptar que había partido y que

se había quedado solo. Emprendió el paso hacia la mansión en la que había vivido como amo y señor desde

hacía poco más de un año, misma que todavía se encontraba a oscuras en aparente silencio y tranquilidad,

sin saber lo que en realidad sucedía en esos momentos en su interior.

En una de las habitaciones, Darcy gimió a coro con su esposa, desahogando nuevamente la pasión que sentía

en su interior mientras percibía las palpitaciones en lo más íntimo de su ser y una felicidad que solo podía

obtener a su lado. Ella estrechaba la mano que la incitaba amorosamente y que la había hecho enloquecer

hasta las lágrimas deseando llenarlo de besos para agradecerle lo que habían compartido, sintiéndose

protegida por su cariñoso abrazo y percibiendo una sensación de intensa dicha que le recorrió todo el cuerpo.

Lizzie estaba agotada, la había hecho vibrar una y otra vez hasta que él llegó a su límite y se entregó sin

reservas, provocando que su mujer se estremeciera nuevamente.

Advirtiendo su respiración todavía muy agitada, él ascendió la mano encontrándose con la cicatriz con la

que habían marcado a su amada, la recorrió lentamente en una caricia deseando borrar el dolor que le había

causado mientras besaba su hombro, su cuello, su oído. Se incorporó un poco para recorrer su mejilla con

los labios y enjugar su ojo al tiempo que ella buscaba capturar su boca y corresponder sus atenciones con un

beso apasionado.

–Discúlpame por haberme saltado todos los preámbulos la primera vez y por mi falta de contención, ha sido

imperdonable –susurró Darcy.

–Fue maravilloso, toda la noche ha sido extraordinaria –suspiró complacida, como hacía mucho tiempo no

se sentía–. Y debo estar orgullosa de que te haga perder la cabeza, llegué a pensar que ya no lo lograría.

–Me conoces bien y sabes el poderoso efecto que siempre tienes sobre mí. Después de esta noche, creo que

nunca más podré negarme a hacerte el amor.

–¿Lo prometes?

–Lo prome…

Lizzie lo interrumpió con un beso, feliz por la paz que la embargaba y la promesa que había conseguido.

–Aunque quiero conocer la opinión del médico cuando tengas tu periodo.

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Lizzie oscureció su rostro, que se vislumbraba gracias al fuego que calentaba la alcoba.

–Solo quiero conocer su opinión, por tu bien y el de nuestros hijos. Te amo tanto –musitó mientras la besaba

devotamente y la giraba para recobrar el brillo de sus ojos que tanto lo hechizaba.

Georgiana salió de su habitación con un abrigo encima del camisón y una insignificante vela. El pasillo

estaba oscuro y frío, por lo que se estremeció al sentir el cambio de temperatura en todo el cuerpo y cerró la

puerta en silencio. Volteó hacia atrás al escuchar unos gemidos cada vez más intensos, sonrió e inició su

camino al percatarse de que procedían de la habitación de su hermano, recordando que alguna vez de soltera

los había escuchado sin entender lo que sucedía.

Se había despertado desde hacía rato y no había podido conciliar el sueño desde entonces, sus pensamientos

se habían saturado de recuerdos que había compartido con su prima, la única compañía femenina que había

tenido para jugar, además de su madre, durante los días de su infancia cuando las familias se reunían por

alguna razón. No había querido despertar a su marido con su intranquilidad, él necesitaba descansar a pesar

de que las circunstancias no se lo habían permitido, y decidió que pondría sus pensamientos en orden.

Bajó las escaleras tomando el barandal, recordando el accidente que había sufrido hacía unos años en

Londres por no haberse fijado en un escalón, claro que en ese momento estaba tan afectada que no tenía la

mente para poner atención a ello. Escuchó un ruido en la puerta de entrada y observó a un hombre con una

capa negra introducirse a la casa y dirigirse al despacho.

“Pobre Ray”, pensó comprendiendo cómo se sentía, cómo se sentiría ella si quedara viuda y el dolor la

inundó de repente. Un ramalazo en el pecho la constreñía fuertemente y las lágrimas empezaron a brotar con

generosidad, siguió bajando con premura las escaleras esperando poder salir para respirar y aliviar esa

agonía que la había invadido. Abrió la puerta y corrió por los jardines hasta encontrarse ante la tumba de su

prima, iluminada todavía por la luz de la luna y otra que nacía en el horizonte, cubierta por unas flores que

recién habían sido dejadas. Se sentó sobre la piedra y recordó a Anne cuando le dijo que amaba al coronel,

pero que no podía continuar la relación porque su madre se lo había prohibido: tanto tiempo perdido y tan

poco tiempo que tuvo para ser feliz. Rezó para que Dios le concediera muchos años de felicidad al lado de

su marido y de su hija mientras trataba de regular su respiración y controlar el llanto que aun continuaba.

–Georgie, chéri…

Georgiana jadeó asustada y se giró para encontrarse con el único que la llamaba de esa manera desde niña.

–¡Bruce!

–Tranquila… He escuchado que estas tierras ya no son tan seguras como antes, me contó Ray que la Sra.

Darcy sufrió el asalto de sus joyas el día de sus nupcias, ¿lo sabías? Me sentiría más sereno si te

acompaño… –explicó mientras veía que su expresión se relajaba y tomó asiento a su lado–. Yo tampoco he

podido dormir, creo que somos muchos los que hemos pasado la noche en vela, aunque por diferentes

razones –indicó pensando en los Darcy y en lo que había provocado aquel escote, corroborando la causa por

la que su primo había hecho un enlace tan heterogéneo e imaginando el revuelo que había armado Lady

Catherine al saber de dicha unión–. No puedo decir que el deceso de Anne me haya afectado como a mi

hermano, tengo que confesar que mi desvelo se debe a otra razón, ¿el tuyo también?

–Sí –reconoció, aun cuando sabía que la muerte de Anne y el estado actual del viudo la habían llevado a

toda una serie de especulaciones.

–Conociéndote puedo saber que tiene alguna relación con tu marido y debo reconocer que mi estado de

vigilia se debe a ti… a tu situación.

–Bruce…

–Calmer, entendí a la perfección el mensaje que me diste al negarte a recibirme y luego al consentir mis

visitas con cabarina. Si no quieres hablar del asunto lo entiendo y respeto tu decisión, pero no puedo

soportar verte sufrir.

–Tú no puedes entender cómo me siento y cómo me ha afectado la muerte de Anne –espetó con la voz

entrecortada.

–Por supuesto que entiendo, tú jugabas con ella cuando eran niñas y es lógico que le tuvieras cariño y te

duela su pérdida, pero estoy seguro de que estas lágrimas no solo se deben a eso.

–Tienes razón, amo a mi marido y me dolería profundamente si llegara a perderlo, pero no por la razón que

tú piensas.

–Georgie, tengo las pruebas.

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–¿Las pruebas? –indagó con un hilo en la voz, sintiendo un dolor insoportable ante la posibilidad de que las

palabras de su primo pudieran ser ciertas.

–Sí, unas cartas que me entregaron justo antes de saber de la muerte de Anne, te las puedo entregar si

quieres, aunque te parecerán escandalosas. Fueron escritas de puño y letra de tu marido, comprobado por un

experto en la materia, y encontradas en uno de sus maletines.

–¿Cómo se llama la mujer?

–El muy astuto no escribe su nombre, solo van dirigidas a “Amada mía”.

–¡Entrégamelas!

–Georgie, no creo que sea necesario que las leas, solo te harán sufrir más. Puedo asegurarte que son

auténticas, aunque no escribe su nombre al final comprobamos que es su caligrafía y el contenido es…

inapropiado para ti… Dice que derribará todos los obstáculos que se han interpuesto entre ellos con tal de

conseguir su amor, tarde o temprano te sacará de su camino. Quiero decirte que no es conveniente que lo

enfrentes y exponerte a las explicaciones que ya te ha dado y que en el pasado te han convencido de su

inocencia. Yo quiero apoyarte y protegerte, sabes que me importas demasiado, puedo llevarte a Pemberley

con tu hija o recibirte en Matlock y encargarme de todas tus necesidades el tiempo que lo requieras, no te

dejaré sola en esto. Podemos salir en este momento si quieres o puedo hablar con él para que deje de

buscarte.

–¡Enséñame las cartas!

Bruce suspiró, sacó dos pliegos doblados de su levita y se los entregó. Georgiana los recibió con la mano

temblorosa y los mantuvo así por unos momentos, con la vista fija en ellos, hasta que abrió uno y, con la

poca luz que había del próximo amanecer, reconoció al instante la letra de su marido, que había escrito

“amada mía”. Las lágrimas se agolparon en sus ojos y soltó un sollozo lleno de dolor tratando de contenerlo

con la mano pero fue inútil, era tan grande el sufrimiento que lo sentía en todo el cuerpo.

–Perdóname por ocasionarte esta pena –dijo Bruce abrazándola con cariño pero Georgiana no se sintió

cómoda y se deshizo de su abrazo para dirigirse a la casa.

Bruce la tomó del brazo y le dijo:

–¿Qué decisión has tomado? ¿Quieres que hable con él?, ¿prefieres partir cuanto antes con tu hija? –indagó

seguido de un profundo silencio–. Sabes que haría cualquier cosa por ver otra vez esa sonrisa en tu rostro,

dime ¿qué puedo hacer?, soy tu esclavo.

–Quiero estar sola, por favor…

–Está bien, pero resguárdate en la casa. Solo recuerda que puedes contar conmigo bajo cualquier

circunstancia.

–Gracias –dijo y se marchó con el corazón destrozado.

Cuando Stephany empezó a hacer ruidos, Darcy besó la frente de su mujer y se levantó para cargar a su

pequeña que estaba a unos cuantos metros. Lizzie se incorporó para colocarse la bata y recogió el camisón

que su marido había rasgado con desesperación, pensando en aquella vez que vio el vestido de la Sra. Willis

roto, pero desechó rápidamente el pensamiento cuando Darcy le dijo:

–Te compraré uno a la primera oportunidad.

–Es lo menos que podría esperar del Sr. Darcy, aunque no sé si haya en las tiendas del pueblo. Ya me

imagino todos los cotilleos que se despertarán cuando vean que el Sr. Darcy compra un camisón –se burló.

–¿Por qué? Si es para mi esposa.

–¿No sería raro que lo compraras en el pueblo, en lugar de esperar a una tienda en Londres? Especularán las

posibles razones por las cuales vas tú, en lugar de ir yo, si acaso fuera imposible aplazar la adquisición, por

lo que creo que no sería difícil que dedujeran la verdadera causa. Lo cierto es que es el único camisón que

traje, tendrás que conseguir uno o tendré que dormir desnuda hasta regresar a casa –amenazó en tono de

broma.

–Me encanta la idea Sra. Darcy. Con el último argumento me has convencido de esperar para comprarlo en

una mejor ocasión. Y debo aclarar que si intentas meterte en la cama con algo encima, tus prendas sufrirán

el mismo destino.

Lizzie sonrió, pero en su mirada se vislumbró un atisbo de tristeza, luego bajó la cabeza.

–¿Sucede algo? –preguntó preocupado sentándose a su lado con la niña en brazos.

–Darcy, ¿cómo sé que no cambiarás de opinión, que tus temores no regresarán a atormentarte? Si me

presento así y me vuelves a rechazar… no lo podría soportar. Ayer juré que no te volvería a buscar.

197

–Perdóname –dijo besándola, sintiendo un profundo dolor al advertir lo que había provocado–, perdóname.

Haré todo lo posible para que olvides el sufrimiento que te ocasioné en este tiempo y puedas recuperar la

confianza que has perdido.

–¿Puedo saber qué fue lo que provocó finalmente el cambio en tu decisión?

–Creo que todo ha contribuido a darme cuenta de que fue una decisión que no nos estaba beneficiando. Por

el contrario, estaba ocasionando mucho daño, lejos de protegerte y hacerte feliz te estaba provocando una

enorme desdicha, tengo que reconocer que te estaba perdiendo aun cuando eso era lo que trataba de evitar.

Me he sentido terriblemente culpable y desdichado por eso, al grado de cuestionarme si lo hacía por amor o

por egoísmo. Yo te amo Lizzie y quiero que seas feliz, quiero que mis hijos disfruten de su madre, de la

mujer de la cual me enamoré y me sigue cautivando, que llena mi vida de alegría.

Darcy la besó con toda su devoción, y habría continuado sin detenerse si no hubiera sido por Stephany que

se encontraba hambrienta. A regañadientes se la entregó para que la atendiera y se recostó sobre su regazo.

Lizzie la acomodó y acarició la cabeza de su marido, el brazo, el torso… mientras detenidamente lo

observaba en silencio.

–¿Por qué siento que me inquietan tus pensamientos? –indagó Darcy con los ojos cerrados, tratando de

descansar antes de levantarse.

–Será porque me encanta contemplarte. Nunca pensé que el cuerpo de un hombre me causara tanta

admiración.

–Agradezco el halago y me siento obligado a reconocer que yo no puedo decir lo mismo.

–¿¡Cómo!? ¡Eso es inquietante! –señaló sonriendo, simulando que la respuesta era tomada literalmente.

–Quiero decir que siempre supe que el cuerpo de una mujer despertaría en mí gran admiración, porque soy

hombre –aclaró fijando la mirada en sus ojos–. Sin embargo, nunca imaginé la euforia y el deseo que desatas

en mí cuando te veo, que pudiera dejar de respirar como lo hago, siento un relámpago que me sacude de pies

a cabeza y me deja sin habla, mi mente deja de pensar con claridad, todo se convierte en un zumbido

excepto tu voz, para luego sentir que la sangre palpita con tremenda fuerza en mis oídos, mi corazón se

paraliza por un momento y al siguiente late descontrolado incendiando cada parte de mí, siento que todo mi

cuerpo tiembla y me invade una necesidad de estrecharte entre mis brazos, de sentirte cerca de mí. Todos

mis sentidos se sensibilizan al máximo, por lo que acariciarte o besarte es toda una aventura… Después de

conocer el dulce fuego que encuentro a tu lado, el resto de las mujeres han dejado de existir para mí.

–Entonces ¿cómo hiciste para permanecer alejado de mí tanto tiempo? –preguntó conmovida, sintiendo los

enérgicos golpes de su corazón en la mano.

–No lo sé, fue una verdadera agonía, pero he comprendido que estaba ocasionando más daño que beneficio,

espero en Dios que así sea.

–Todo va a estar bien –afirmó secando las gotas de sudor que brillaban en el rostro sonrojado de su marido.

–Creo que el efecto que tienes sobre mí es evidente, solo con imaginarte desnuda entre mis brazos…

–¿Quieres poner remedio a esa situación? –indagó deseosa, sintiendo el pulso acelerado.

–¿Stephany ya terminó? –inquirió con voz trémula.

Lizzie asintió, él se incorporó, la llevó a la cuna y regresó a su lado para besarla con adoración. Habría

continuado generosamente, de no haber sido por la interrupción de uno de los gemelos que empezó a llorar

en la habitación contigua. Darcy se separó jadeando y preguntó:

–¿La Sra. Reynolds lo podrá atender?

–Ella se presenta a las siete, faltan quince minutos.

–Por quince minutos tendremos que esperar para una mejor ocasión. Anhelo que sea pronto –concluyó

besándola para luego levantarse y ponerse la bata.

Alguien tocó a la puerta y Darcy se acomodó bien el cinturón, extrañado de que lo buscaran tan temprano.

Verificó que su mujer ya se hubiera cubierto debidamente y abrió, quedándose ofuscado.

–¿Puedo entrar? –indagó Georgiana con los ojos hinchados de tanto llorar.

–Por supuesto, pero ¿qué pasó? –preguntó Darcy turbado al ver a su hermana en esas condiciones.

–Perdón por venir así… a esta hora pero… no sé qué hacer… necesito su consejo.

Lizzie se levantó preocupada y se acercó a ella para escucharla.

–Lizzie, tengo las pruebas.

–¿Las pruebas? –inquirió Darcy.

–Las pruebas de la infidelidad de Patrick –murmuró con todo su dolor y expresando toda la angustia en su

rostro.

198

–Pero ¿cómo?, ¿dónde está ese…? ¡Lo voy a…!

–¡Calma Darcy! –espetó Lizzie con energía, cogiéndolo de la mano para evitar que abriera la puerta–. Deja

que hable y luego veremos qué hacemos. Además, no estás en condiciones de salir de esta habitación.

¿Quién te dio las pruebas? –investigó con su hermana.

–Bruce…

–¿Bruce? –interrumpió Darcy entendiendo cada vez menos.

–Bruce me dio unas cartas. Fueron escritas por mi marido, de eso no tengo ninguna duda…

–¿Ya las leíste?

–Solo a quien va dirigida y la primera línea. ¡Ya no pude leer más! Por favor Lizzie, léelas en silencio y

luego me dices tu opinión.

–¡Yo las leeré! –exclamó Darcy furioso.

–Ven Georgiana –dijo Lizzie tomándola de la mano para que se sentara en el sillón y se colocó a su lado,

como si su marido no estuviera presente.

Georgiana se las dio y Lizzie empezó su lectura mientras los hermanos Darcy la observaban. Su rostro

estaba serio y atento a cada una de las palabras que recorrían sus ojos y, conforme fue avanzando, sus ojos

se relajaron y se asomó una sonrisa en sus labios, las mejillas se sonrojaron y la sonrisa se intensificó.

Cuando pasó a la siguiente hoja apareció una expresión de compasión y luego se tapó la boca con la mano

para contener la emoción que despertaba en su interior hasta que sus ojos se encontraron con los de su

cuñada.

–¿Y bien? –preguntó Darcy inquieto.

–¿Alguna vez te ha llamado o te ha escrito dirigiéndose a ti como “amada mía”?

–Sí, me pareció de lo más ofensivo que se dirigiera así a esa mujer.

Lizzie sonrió.

–¿Te ha dicho que eres lo más puro y maravilloso que le ha sucedido en la vida?

–Sí.

–“La primera vez que te vi quedé impresionado con tu belleza mientras otros se maravillaban de tu talento”

–leyó en voz alta–. Recuerdo haber escuchado esas palabras en mi primera visita a Oxford… “Mi corazón te

pertenece exclusivamente y a ti solamente te lo entregaré”, palabras más o palabras menos fueron las que él

pronunció cuando me confesó su amor por ti después de tu accidente.

Lizzie pasó a la siguiente hoja y leyó:

–“Recuerdo que alguna vez me dijiste que ‘el que ama está destinado a sufrir y a ser inmensamente feliz’”,

esas palabras yo te las dije, por lo visto también se las citaste. El resto creo que debes leerlo tú… dice que

“eres el bálsamo de mi existencia”. Si quieres mi opinión te la daré: son dos cartas de amor escritas por un

hombre profundamente enamorado y que está pasando por un momento difícil en su relación, refleja la

añoranza, la frustración, la impotencia por el amor que ve perdido. Creo que su lectura te resultará

sumamente familiar.

–Quiero ver las cartas –interrumpió Darcy.

–No, hasta que tu hermana las haya leído y si ella te lo permite. Georgiana, esas cartas están dirigidas a ti…

–Pero… si Bruce me aseguró…

–Olvídate de lo que te haya dicho Bruce, no podemos confiar en lo que él te diga. Lee las cartas y si tienes

alguna duda vemos la manera de aclararlo –dijo ofreciendo los papeles y al ver su irresolución le insistió–:

sabes que debes verlas.

Georgiana asintió y las tomó con los ojos inundados de lágrimas mientras su hermano la observaba sin

comprender lo que sucedía, pero tenía que ser discreto y no interrumpir lo que su mujer hacía tan

convencida.

“Amada mía: La primera vez que te vi quedé impresionado con tu belleza mientras otros se maravillaban de

tu talento, desde entonces entraste a mi corazón y mis pensamientos fueron inundados de tu aroma, tu risa,

tu imagen, tu voz. Cada vez que te veo sonreír mi corazón late aceleradamente y cuando siento tus labios

sobre los míos todo mi ser se estremece como nunca imaginé que fuera posible…”

Georgiana gimió y se cubrió los ojos con la mano, sin saber qué pensar.

–Continúa leyendo, piensa que encontraste estas hojas en la calle, que no sabes de quién son ni a quién van

dirigidas. Léelas objetivamente como hice yo, no mezcles sentimientos, no pienses, no juzgues, y luego me

dices tu opinión –indicó Lizzie con cariño.

“… ¡Cuánto extraño poder sentir tu ardor mientras mis labios recorren tu cuerpo!”

199

–¡Lizzie!, ¿cómo voy a poder leer esto? –indagó con desesperación, causando sobresalto en su hermano.

–Respira profundo, tranquilízate… eso es. Todo va a estar bien. Quítale el nombre a la carta, piensa que

estás leyendo una novela, algo totalmente ajeno a tu vida, empieza de nuevo.

“Amada mía: La primera vez que te vi quedé impresionado con tu belleza mientras otros se maravillaban de

tu talento, desde entonces entraste a mi corazón y mis pensamientos fueron inundados de tu aroma, tu risa,

tu imagen, tu voz. Cada vez que te veo sonreír mi corazón late aceleradamente y cuando siento tus labios

sobre los míos todo mi ser se estremece como nunca imaginé que fuera posible. ¡Cuánto extraño poder sentir

tu ardor mientras mis labios recorren tu cuerpo!, echo de menos contemplar ese sonrojo que te invade

cuando te hago el amor, esa sonrisa que anticipa un momento maravilloso, ese brillo en tu mirada cuando te

has sentido profundamente amada por mí. Sé que “necesitas tomar aire fresco”, pero el tiempo se me está

haciendo eterno y tu ausencia me provoca un profundo dolor que ha confirmado que mi vida sin tu amor no

tiene sentido. Eres lo más puro y maravilloso que me ha sucedido, mi corazón te pertenece exclusivamente y

a ti solamente te lo entregaré, aunque siento que muero por todo el amor que todavía tengo para darte y que

he guardado para ti. Te amo con todo mi ser y sé que debo luchar por tu amor, defenderlo contra todos y

deseo derribar todos los obstáculos que se han interpuesto entre nosotros, con una sola palabra tuya…”

Georgiana resopló con el rostro inundado de lágrimas y pasó a la siguiente hoja.

“Amada mía: Recuerdo que alguna vez me dijiste que ‘el que ama está destinado a sufrir y a ser

inmensamente feliz’. Me has dado una dicha inusitada y ahora sufro porque estando cerca de ti no estás a mi

lado, te veo todos los días y no puedo decirte lo mucho que te amo. Si pudiera dar ese paso… sé que es

mejor no darlo en este momento porque te pondría en riesgo y tal vez no solo a ti… y no soportaría perderte,

aunque siento que ya te estoy perdiendo.

Hoy tuve un sueño maravilloso: nuestras miradas se encontraban a la luz de la luna y sonreías al verme

aproximar como sonreíste la primera vez que te besé. Aceptabas mi abrazo y suspirabas llena de deseo

mientras te besaba y respondías con pasión, me pedías que te poseyera y cumplí tus deseos, todos tus deseos,

convirtiéndome en tu esclavo…”.

La carta continuaba narrando dulcemente el encuentro entre dos personas que se aman, revelando detalles

íntimos que solo la mujer a la que estaba dirigida la carta reconocía como propios, y finalizaba:

“… Fui feliz en mi sueño, como lo he sido cuando has permitido que te ame. Eres el bálsamo de mi

existencia y siento una tristeza sin igual al pensar que todo eso lo podemos perder. Te necesito tanto que me

duele… Mi único deseo desde que te conocí es verte feliz y ya no sé cómo lograrlo… P.”

–¡Dios!

Georgiana regresó a la primera hoja y volvió a leer, reconociendo muchas frases que él le había dicho o

escrito durante su noviazgo o su matrimonio. Lizzie sonreía con tranquilidad mientras Darcy, cada vez más

nervioso, esperaba impaciente a que por fin terminara.

Después de varias vueltas a las hojas, de cambios drásticos en la expresión de su rostro y de abundantes

lágrimas, Georgiana bajó las misivas a su regazo, alzó la mirada para encontrarla con la de Lizzie y le dijo:

–Tienes razón… pero ¿y si mi deseo me ha nublado el juicio y me equivoco?

–Regresa con tu marido y enséñaselas, solo muéstralas. Observa objetivamente todas sus reacciones y habla

con él. No le digas todavía cómo llegaron a tus manos ni tampoco le reproches que las haya ocultado,

escúchalo y si quieres consultarme algo más, regresas conmigo.

–¡Yo te escoltaré! –interrumpió Darcy.

–¡Darcy! –indicó Lizzie para que no interviniera.

–Está bien, quiero que me acompañes –aclaró Georgiana.

–Si me muestras las cartas, tal vez podría entender mejor las cosas –sugirió Darcy.

Georgiana negó con la cabeza sintiendo su sonrojo, en algo su primo tenía razón: eran escandalosas aunque

le conmovieron profundamente por la ternura que expresaban, si es que iban dirigidas a ella. De lo contrario,

casi estaba convencida de que tendría que dejarlo libre para que fuera feliz y el pensar en eso hizo que la

tristeza regresara a su rostro.

–¿Qué sucede? –inquirió Darcy al ver que la zozobra reaparecía.

–En caso de que… hayan sido escritas para otra mujer… ¿tendría tu apoyo para regresar a Pemberley?

–¡Por supuesto!, después de retarlo a duelo.

–¡No! –exclamaron al unísono las dos damas con mucha agitación–. Si es que Patrick se enamoró tan

profundamente de otra mujer –explicó Georgiana–, estoy persuadida de que no fue porque quisiera

engañarme. En el corazón no se manda… y no le deseo ningún mal.

200

–Lo amas profundamente –indicó Lizzie.

–Con toda el alma.

–Bueno Darcy, espero que no quieras ir así…

–No, dame un par de minutos y estaré listo –dijo a su hermana–. Y a mi regreso tendrás mucho que

explicarme Lizzie.

Ella sonrió y vio a Georgiana que daba su aquiescencia para que lo pusiera al tanto.

Los hermanos no cruzaron palabra mientras caminaban por el pasillo rumbo a la habitación que ocupaban

los Donohue, pero el sol ya iluminaba plenamente. Habían pasado demasiadas cosas cuando el día apenas

iniciaba. Georgiana se sentía respaldada por su hermano como hacía mucho tiempo cuando la había

rescatado de la influencia de Wickham, pasara lo que pasara no quedaría desamparada y por eso le estaba

profundamente agradecida, no solo por ella sino también por su hija, aunque sentía que los nervios se le

salían de control.

Llegaron a la puerta y Georgiana miró a Darcy para sentir su seguridad. Él la vio con una mirada paternal, la

tomó del hombro y la estrechó contra sí dándole un beso en la frente. Luego giró la perilla, empujó la puerta

para que entrara y…

–¡Georgiana! –exclamó su marido con desesperación caminando hacia ella con rapidez y abrazándola con

cariño, sintiéndose profundamente aliviado–. Ya iba a salir a buscarte, estaba muy preocupado, por favor te

suplico que no vuelvas a salirte sin avisar o dejar alguna nota… Gracias Sr. Darcy –dijo al percatarse de su

presencia, a pesar de la mirada reprobatoria que su cuñado le dirigía–. ¿Qué ocurre? –indagó al notar que su

llanto se había desencadenado, la tomó de los brazos y buscó su mirada, que estaba cabizbaja, notando su

rostro afectado por las lágrimas.

Georgiana le mostró las cartas y él las tomó e inició la lectura de la primera, a los pocos segundos la

reconoció y prosiguió con la revisión de la segunda, su rostro reflejaba sosiego aunque cuando alzó la

mirada, sus ojos verdes manifestaban una profunda tristeza.

–Debí habértelas entregado hace mucho, pero las había extraviado. ¿Cómo las encontraste?

–¿Las escribiste para mí? –indagó con la voz afectada por la vacilación.

–¡Por supuesto que sí! –exclamó con seguridad.

–Pero… entonces…

–Georgiana, comprendo que en esta ocasión sientas recelos hacia mí, pero tu nombre está escrito entre líneas

en ambas cartas, lo sabes.

–¿Por qué no me las entregaste? ¿Acaso sabes el sufrimiento que me provocó su lectura?

–Entiendo perfectamente cómo te sientes y todo lo que debiste haber pensado –dijo con lamentación,

acariciando su semblante humedecido–. Estas cartas, como otras que sí recibiste, no llegaron a tus manos

antes porque tenía miedo de mostrártelas, luego las extravié a pesar de que las busqué en mis maletines una

y otra vez. Sabes que mis sentimientos están totalmente dirigidos a ti, lamento que mi aflicción de esos días

provocara que las perdiera y aparecieran a tus ojos sin mi intervención. ¿Estaban traspapeladas en alguno de

los baúles?

Georgiana asintió y suspiró, sabiendo que si conocía su fuente, crearía un problema que solo con las armas

se podría solucionar.

–¿Me crees? –indagó Donohue tomando su rostro con cariño mientras ella confirmaba.

Donohue sonrió y la besó apasionadamente, olvidándose de que no estaban solos.

–¿Quieres que te enseñe lo que soñé aquella noche una vez más? –murmuró a su oído.

Georgiana ratificó mientras lo volvía a besar. Él la encaminó hacia la siguiente puerta y ella se giró para ver

a su hermano.

–Gracias Darcy.

Darcy los vio desaparecer detrás de la puerta, donde se escucharon algunos ruidos a los que no quiso poner

atención pero que conocía muy bien, agradecía al cielo que todo se hubiera aclarado convenientemente y

observó que sobre la alfombra estaban los papeles que tanta incertidumbre habían despertado en su hermana.

Estuvo fuertemente tentado a cogerlos y leerlos. Los tomó, los abrió y comprobó las primeras frases de cada

uno. Los cerró, los colocó sobre la mesa que estaba en el centro de la sala y se retiró hacia su alcoba para

que su mujer le detallara todos los acontecimientos.

CAPÍTULO XXXVI

201

El desayuno se sirvió pasada la hora acostumbrada, aunque el señor de la casa no se encontraba entre ellos.

Georgiana ocupó el lugar de la anfitriona, a sus lados se acomodaron los Sres. Darcy y en la cabecera

opuesta el Dr. Donohue, el resto de los lugares fueron ocupados por los Bingley, los Gardiner y las Bennet,

según les fueron asignados.

–¿No vendrán a desayunar el coronel y su hermano? –preguntó Kitty con indiscreción al mayordomo cuando

tomaba su asiento. Al recibir una negativa completó–: Ya ves mamá, para qué hemos venido si el coronel

está ensimismado en su dolor, te aseguro que ni siquiera sabe que estamos aquí.

–Claro que lo sabe y estoy persuadida de que lo valorará en su momento. Debemos mantener la calma y

apoyarlo en este momento tan difícil de su vida.

Lizzie se rió al ver que su marido, enfrente de ella, lanzaba una mirada de enojo a la Sra. Bennet por su

impertinencia. Darcy la miró y se quedó encandilado de la dulzura que reflejaba. Georgiana, junto a ellos,

los observó satisfecha al ver la forma en que se contemplaban.

–Pero si aquí no hay nada que hacer.

–¿Cómo que no hay nada que hacer? Hemos visto desfilar a un sinnúmero de personalidades ofreciendo el

pésame a la familia, hoy seguramente acudirán de nuevo a la misa y los días siguientes también.

–Pero todas las miradas se las ha robado la segunda de tus hijas. Lizzie, ¿me podrías prestar ese vestido tan

bonito que te pusiste ayer?

Ella asintió.

–¡Ese lunar se te veía divino y tan atrevido! –exclamó Kitty entre risas.

Darcy endureció su expresión recordando el enojo del día anterior, pero no había nada que reclamar a su

mujer, todo había sido culpa suya, por lo que respiró profundo y pasó por alto los comentarios que se

originaron a raíz de dicho atuendo.

–Ese vestido no lo debe portar una joven que se presume virtuosa –prosiguió la Sra. Bennet.

–Aunque nos has dicho que debemos enseñar nuestros encantos a los caballeros, sino ¿cómo pescaremos

marido?

–SShhhh, me refería a… bueno, un vistazo discreto solamente –contestó deseando que se callara y no la

pusiera en evidencia.

–Entonces, ¿mi hermana no es una mujer virtuosa? –indagó Kitty.

–Yo no he dicho eso, pero está casada y tiene hijos, es obvio que…

–Sí, sí, que su virtud le pertenece a su marido.

–Por tanto, se le conceden ciertas libertades al gusto de su cónyuge.

–Sr. Darcy, ¿qué opinión… o sentimientos le suscita el vestido de mi hermana?

–¡Kitty! –exclamó Jane sonrojada.

Darcy la observó con una mirada fulminante, con la que deseó desaparecer de la mesa. Al fin dijo:

–Mi opinión al respecto la sabe quien tiene que saberlo, nadie más.

Tras un breve silencio, la Sra. Gardiner cambió de tema.

–Lizzie, hoy luces espléndida. Me alegra que tengas mejor semblante. El difícil parto y la larga recuperación

te dejaron agotada, y luego los preparativos para el bautismo de Stephany.

–Además de estar alimentando a su bebé –anotó la Sra. Bennet.

–Necesitaba un cambio en la rutina –dijo con una sonrisa viendo a su marido.

–El cambio de aire te ha sentado muy bien –indicó Georgiana–. Tal vez podríamos dar un paseo en calesín

por los alrededores después de la misa.

–Me encantaría.

–Disculpa Georgiana, pero ya teníamos planes –replicó Darcy mientras Lizzie lo veía extrañada–. Tal vez a

nuestro regreso o mañana, porque presumo que querrás descansar al volver.

–Pues, ¿qué tiene en mente, Sr. Darcy?

–Será una sorpresa.

–Mi hermano es famoso por sus sorpresas –afirmó Georgiana complacida.

En ese momento se abrió la puerta del comedor y aparecieron los hermanos Fitzwilliam, Ray vestido

completamente de negro y Bruce de gris oxford, e hicieron una ligera reverencia observando a los caballeros

que estaban de pie. El mayordomo se apuró para prepararles los lugares en la mesa, el primero al lado de la

Sra. Darcy y el segundo al lado de Darcy, ambos junto a Georgiana, para evitar mover a todos los presentes.

Cuando estuvo dispuesto, se sentaron en silencio para proseguir con el almuerzo. La mirada de Bruce recayó

202

sobre Georgiana para tratar de descifrar qué pasaba por su mente después de la conversación que habían

sostenido, pero no necesitó mucho tiempo para descubrirlo. Georgiana le sonrió y dirigió su vista hacia

donde se encontraba su marido, quien los observaba frunciendo el entrecejo.

El coronel rompió el silencio:

–Hoy se ve encantadora Sra. Darcy. Me alegro de que su larga convalecencia la haya restablecido por

completo.

–Gracias –respondió extrañada por su atención y sintiendo la descarada revisión de Sir Bruce.

Darcy observó con irritación a su primo sin percatarse de lo que hacía el mayor de los hermanos, ¿acaso era

un intento de flirteo, como lo había hecho con la Srita. Elizabeth en esa misma casa en presencia de Lady

Catherine años atrás? “¡Pero qué me sucede!, Ray acaba de perder al amor de su vida y yo veo segundas

intenciones en su comentario”, se reprendió en silencio tratando de tranquilizarse y cayendo en la cuenta de

que su reacción había sido involuntaria, no había querido hacer sentir mal a su primo, pero su actitud no

pasó inadvertida y quería disculparse con él cuando fuera más oportuno.

El coronel Fitzwilliam sintió el desconcierto de Darcy y, para suavizarlo, añadió a la dama soltera que estaba

más cerca:

–Debo reconocer que la belleza de las damas nos ha alegrado el día, Srita. Kitty.

–¿De verdad? –indagó emocionada–. ¡Muchas gracias, coronel! ¡La viudez lo ha hecho muy amable!

–¡Kitty! –exclamó Lizzie para silenciarla.

La voz de la Sra. Bennet se volvió a escuchar expresando su más mortificado pésame, al igual que el de su

querida hija Kitty que se encontraba a su lado y a quien había elogiado tan galantemente, agradeciéndole

toda la hospitalidad con la que habían sido halagadas. Enseguida le explicó que se habían enterado de la

triste noticia estando de visita en Pemberley por el bautismo de su última y preciosa nieta, haciendo alusión

a las excelentes cualidades que tenían sus hijas para engendrar y criar a niños sanos y fuertes, dirigiéndose

también a Sir Bruce. Continuó poniéndolos al tanto de la enorme pena que llevaba en su corazón desde que

su hija Mary había cancelado su compromiso y lamentó no haber teminado su conversación cuando el

desayuno ya había concluido y tenían que prepararse para partir a la abadía, a pesar de que todos respiraron

aliviados.

Tras alimentar a Stephany, Darcy escoltó a su mujer al templo cuando ya todos se habían adelantado.

–Me encanta esta alameda, me trae muchos recuerdos –dijo Lizzie.

–Recuerdo que en uno de nuestros encuentros en tu primera visita a Kent me dijiste que este era tu paseo

favorito.

–Te lo dije para que no volvieras a cruzarte en mi camino.

–Aunque yo no te hice caso.

–¿Acaso lo hacías por penitencia? –se burló.

–Parecía que sí. Cuando estaba lejos de ti ocupabas todo el tiempo mis pensamientos y anhelaba sentir tu

presencia, repasaba en mi mente la conversación que habría de sostener contigo y cuando estabas cerca me

olvidaba de todo, me atormentabas con tu dulzura, tu compasión, tu indiferencia hacia mí, tu ingenio. Mi

corazón se salía de control al percibir tu proximidad mientras trataba de descubrir todo lo que pasaba por tu

discernimiento. Nunca en mi vida me había sentido tan vulnerable, pero deseaba verte, sentía un profundo

dolor cuando me despedía de ti y una enorme emoción cuando te vislumbraba a lo lejos. Esas han sido mis

condiciones de vida desde entonces.

–Me acuerdo la tercera vez que nos cruzamos en este camino y las preguntas que me hiciste. Llegué a

imaginar que pensabas que podría llegar a residir en esta casa emparentándome con tu primo.

–¿Con Fitzwilliam? –indagó molesto.

–No te gustaron los halagos del desayuno. Te aseguro que no lo hizo con mala intención.

–Lo sé, siempre he confiado en él. Tengo que reconocer que mis recelos se deben a mi inseguridad. Sin

embargo, no pude evitar acordarme cómo intentaba flirtear contigo durante esa visita y lo bien que la pasaste

en su compañía.

–No puedo negar que esos días fueron… agradables gracias a su presencia.

–Y desagradables gracias a mi presencia.

–Darcy, no puedo cambiar el pasado y no sabes el dolor que resurge en mí por el sufrimiento que te causé

injustamente, a pesar de que han pasado tantos años, pero sabes que aquí empecé a amarte…

–Después de que me destrozaste el corazón –murmuró viendo cómo ella se colocaba enfrente de él.

203

–Te amo Darcy –dijo acariciando su rostro–, como nunca imaginé poder amar a alguien en esta tierra y

como nunca volveré a amar.

–Con eso me basta –indicó ciñéndola cariñosamente y ambos sintieron un enorme alivio.

–Me alegra saber que te consuela pensar que te odié unos pocos días, pero que te amaré el resto de mi vida –

bromeó Lizzie cuando aflojaron el abrazo.

–Aunque pensar que tú llegues a odiar a alguien me parece imposible.

–Sabes que soy recelosa por naturaleza –indicó retomando el paso y abrazándolo de la cintura mientras él la

asía por los hombros.

–Pero odiar, no podría imaginarte odiando a una persona. ¡Solo a mí!

–Tal vez diste suficientes motivos.

–Me alegro haberte convencido de mi inocencia con esa carta. ¿Ya la has destruido?

–Mira, ya se han preocupado por el Sr. Darcy, vienen en tu búsqueda –declaró señalando a Bingley, aunque

era más bien para desviar la conversación.

–También vienen en busca de la Sra. Darcy, y no me cambies el tema, ¿destruiste esa carta? Creo que ya

tienes muchas cartas mías como para que esa pueda desaparecer.

–¡Sr. Bingley! ¿Hemos llegado a tiempo al servicio?

–Ustedes siempre llegan a tiempo –indicó Bingley con la respiración agitada–. Fitzwilliam pidió esperar a

que ustedes se presentaran.

–Por lo menos sigue reconociendo quién está al mando, aun cuando no estoy en mi propiedad –murmuró

Darcy en el oído de su mujer y ella lo besó en la mejilla confirmando lo dicho.

Al llegar a sus lugares, al lado de los Sres. Donohue, Darcy viró la vista inconscientemente hacia el lugar

que le correspondía a los residentes de Rosings, solo estaba Ray, y sintió mucha pena al caer en la cuenta de

que quedaban menos familiares, ya no estaba Lady Catherine ni su hija Anne. Aunque a veces fomentar la

relación con ellas había sido un deber que cumplir más que un placer, percibió la añoranza de su ausencia,

lamentando que no hubiera podido ayudar a Anne a disfrutar de su felicidad por más tiempo. Ella había

recurrido a su ayuda para que hablara con su madre al haberse opuesto al compromiso con el coronel años

atrás y Darcy había acudido en su auxilio hablando con su tía sin resultados, si hubiera sabido que la

felicidad de sus primos iba a durar tan poco tal vez los habría apoyado de otra manera. Observó que Ray se

levantaba con pesadez cuando el Sr. Ensdale se introdujo por el pasillo central hasta el altar e inició el rito,

deseando apoyarlo más en esos momentos de soledad pero recordando que el coronel le había expresado la

noche anterior que él comprendía que como esposo y padre de familia también tenía que ver por los suyos.

Vio que Bruce se colocó a su lado y deseó que no aceptara el tipo de “consuelo” que su hermano buscaba

darle, pensando en que, aun cuando en sus años de soltería Ray había tenido experiencia con las mujeres,

una vez que un hombre prueba la delicia del verdadero amor no cae en las redes de la superficialidad tan

fácilmente. Tendría que hablar con él para orientarlo y lograr darle un nuevo sentido a su vida para evitar a

toda costa una depresión.

Darcy percibió la presencia del Sr. Philip Windsor, ubicado a unos pasos de la puerta lateral del templo,

cerca de él estaba la Sra. Jenkinson. Endureció su semblante al confirmar que su mirada estaba dirigida a su

esposa, colocando la mano sobre la de ella que descansaba en el brazo.

El Sr. Ensdale inició con las lecturas y los asistentes tomaron asiento, pero esa mirada no se inmutaba, por lo

menos Lizzie parecía no darse cuenta, quien estaba más entretenida buscando a otra persona entre los

asistentes: la Sra. Willis.

Lizzie respiró con tranquilidad al descartar que esa mujer estuviera en el templo y le dijo al oído:

–Tu última admiradora no se ha presentado –Darcy lamentó en silencio no poder decir lo mismo, pero

escuchó con atención–, aunque la Srita. Bingley sí vino, ¿estará muy enamorada?

Caroline Bingley se encontraba escoltada por ese barón bien vestido, aunque calvo, de baja estatura y

rechoncho, ambos parecían poner toda su atención a los cantos. A su lado se ubicaban los Sres. Hurst, un

poco más atrás estaba el Sr. Lewis junto al Sr. Murray Windsor, quien venía acompañado por su esposa y

sus padres. Cerca de ese lugar se había colocado lord Russell, si bien por jerarquía se habría podido ubicar

en un asiento más privilegiado para escuchar mejor al cura. Darcy observó el escrutinio con que este

observaba a su mujer y frunció el ceño al darse cuenta de que la vista de Lizzie estaba dirigida hacia esa

dirección.

–Seguramente su billetera tiene buen calibre –murmuró Lizzie.

–¿Perdón? –preguntó Darcy, sin entender a lo que se refería, o no queriendo entender a quién se refería.

204

–El barón que acompaña a tu primera admiradora… ¿fue la primera?

–No lo recuerdo –dijo, como buen caballero que era, sintiéndose más tranquilo al advertir quién le suscitaba

dicho comentario.

Mientras escuchaba al cura, Lizzie continuó observando a la Srita. Bingley y se percató de que la susodicha

esquivaba su mirada, guardando las distancias que debía con el caballero, como si no estuviera tan

convencida de su compañía.

Al término del servicio, varias personas se formaron para darle el pésame y saludar al coronel Fitzwilliam,

entre ellos la Srita. Bingley con su escolta, por lo que Georgiana, al lado de Lizzie, le dijo refiriéndose al

pretendiente de la Srita. Bingley:

–Vaya, por fin hemos conocido a ese misterioso barón.

–Solo de lejos, me parece que no se siente tan orgullosa de su conquista como para presentarlo a sus

antiguas amistades –se burló Lizzie al ver que no hacían buena pareja–, aunque tal vez se una al asedio del

recién viudo –dijo observando el modo en que se dirigía al coronel y luego a Sir Bruce.

–Como la Sra. Darcy, tienes derecho a pedir que te lo presenten, sería una terrible grosería si se negara.

–Entonces ejerceré mi derecho. Sr. Bingley –pidió girándose a la banca de atrás donde se encontraba con

Jane–, su hermana Caroline se ve encantadora esta mañana, hace mucho tiempo que no tenemos el placer de

saludarla. ¿Está en compañía de su pretendiente?

–El barón Byng, de Clifton, York. Enseguida les informaré de sus deseos de conocerlo –indicó retirándose.

Los Sres. Darcy y los Sres. Donohue continuaron recibiendo el saludo y el pésame de las personas que

esperaban en la fila hasta que Bingley se aproximó con su hermana y el barón, para presentarlo

formalmente.

–Srita. Bingley, un placer verla –dijo Lizzie dirigiéndose a la dama–. Su Excelencia –indicó al barón con

una inclinación más solemne mientras Darcy permanecía en silencio, extrañado por la conducta de su

esposa.

–A sus pies mi lady –correspondió el barón sin apartar la vista, hasta que Darcy carraspeó para recordarle

que la señora no se encontraba sola–. Sr. Darcy, es un gusto poder conocer a tal ilustre personaje. La Srita.

Bingley me ha hablado tanto de usted, de ustedes –corrigió al mirar a Lizzie–, aunque debo reconocer que ha

sido muy escueta en su descripción.

Darcy se sintió incómodo por la forma en que miraba a su esposa, pensando en que seguramente también

había visto el atuendo que usó el día anterior.

–Como ya te había comentado –indicó la Srita. Bingley–, los Sres. Darcy tienen una linda familia y hace

poco nació su pequeña ¿Stephany? Me ha dicho mi hermano que es el vivo retrato de su madre.

–Muchas felicidades Sra. Darcy, ha de ser muy hermosa.

–Gracias. Comentaba el Sr. Bingley que usted tiene hijos –explicó Lizzie.

–Tengo cinco niñas, enviudé hace tres años cuando mi esposa dio a luz.

–¿Cinco niñas? ¡Qué ironías de la vida! –espetó imaginando a la Srita. Bingley cuidando de ellas,

recordando cómo se había burlado de la Sra. Bennet en innumerables ocasiones–. Supongo que en algún

momento querrá tener un heredero. ¿Usted sería capaz de dárselo Srita. Bingley o prefiere la soltería? –

investigó mientras observaba que esta se sonrojaba y perdía toda su seguridad.

–No… no hemos hablado de matrimonio –respondió nerviosamente.

–Aunque ya conoció a sus hijas. Supongo que sus intenciones son honestas Su Excelencia.

–Por supuesto.

–Y presumo que ha hablado con el Sr. Bingley sobre sus posibilidades para el debido sustento.

El barón asintió.

–De cualquier manera el Sr. Bingley no pondrá objeciones, es tan generoso que podría pensionarla. Entonces

no la haga esperar, lleva muchos años soñando con una hermosa boda; mi amiga no es como yo, capaz de

rechazar una proposición de matrimonio, además de que hacen una excelente pareja. Baronesa Byng…

tendré que acostumbrarme a llamarla así. Nunca había oído su apellido aunque estoy persuadida de que en

su condado debe ser frecuente.

La Srita. Bingley la miró con furia. Insulto tras insulto, sumamente velados, la habían exasperado, pero

retirarse enfrente de todos habría sido calificado como un pésimo comportamiento y su razón estaba nublada

por la ira.

–Darcy, hace mucho calor, necesito tomar aire fresco. ¿Podemos salir? –pidió al tiempo que su marido,

obediente, le ofrecía el brazo–. Muchas felicidades y esperamos noticias de su próxima boda.

205

–Vaya, ¡sutil y certera! –expresó Darcy al ver la sonrisa de satisfacción de su esposa–, pensé que estaba

oyendo a Lady Catherine y todas sus recomendaciones, aunque debo admitir que me sentí ofendido cuando

hablaste de tu capacidad para rechazar propuestas de matrimonio.

–Debería sentirse halagado Sr. Darcy, dado que puedo contar con los dedos de una mano las personas que

saben de ese acontecimiento, incluyéndonos a nosotros, por lo que para todos yo lo he aceptado por amor,

por encima de otras propuestas.

Darcy sonrió y la escoltó por un sendero que Lizzie no conocía.

–¿Me llevarás a tu paseo especial?

–Sí, quiero enseñarte algo.

–¿Qué es? –indagó sintiendo una enorme curiosidad.

–Algo que habría querido enseñarte hace muchos años.

–Dime qué es.

–No quiero arruinar la sorpresa. Tendrás que esperar.

Después de un ameno tête–à–tête que sostuvieron a lo largo del camino, Darcy se detuvo y colocó la mano

sobre la de su esposa que descansaba encima de su brazo y, tras un profundo suspiro, anunció:

–Hemos llegado.

Lizzie giró su vista al frente y se quedó sin habla: era un lugar magnífico, había una hermosa cascada que

desembocaba en un extenso río rodeado de frondosa vegetación.

–Este lugar es casi un secreto, prácticamente solo la familia lo conoce. No sé si algún día Georgiana vino

aquí, pero recuerdo que cuando estábamos de visita en Rosings, mis primos Fitzwilliam y yo nos

escapábamos para venir a nadar toda la mañana. Mi padre me lo mostró cuando era pequeño, me llevaba

cargando en sus hombros al lado de mi madre y recuerdo su sonrisa y el beso que le dio a mi padre, nunca

más los vi besarse pero siempre me intrigó qué se sentiría ser besado de esa manera… –Darcy giró su vista y

se encontró con la de su mujer–, hasta que pude sentir tus labios –se acercó lentamente hasta tocar su boca y

saborearla, estrechándola entre sus brazos.

Cuando se separaron, Lizzie se giró dándole la espalda y se deshizo de su abrazo.

–¿Me puede ayudar, Sr. Darcy?

Él sintió tensarse y latir su corazón casi sin control ante esa osada invitación, levantó sus manos para

desabrochar los cuantiosos botones de su vestido, tratando de controlar el temblor de sus manos, queriendo

saborear la delicada piel de su cuello pero, en cuanto el vestido cayó al suelo, Lizzie salió corriendo y, con

su fina camisola se echó al agua fría, sintiendo un frescor extraordinario en todo su cuerpo.

Darcy siguió sus movimientos con la mirada hasta que comprendió lo que se proponía, se quitó la ropa y la

echó sobre una roca junto con el vestido de su mujer. La vio emerger del agua y la alcanzó desempeñando

un clavado perfecto.

–¿Así nadaba usted cuando venía de visita, Sr. Darcy? –dijo sonriendo cuando él salió a respirar y mostró su

mirada llena de deseo mientras asentía–, ¿y nadie lo descubrió?

–No. Es muy revitalizador nadar así, ¿quieres probarlo?

Lizzie gritó.

–¡No, Sr, Darcy, usted no se atrevería! –exclamó negando con la cabeza para provocarlo, se giró para

apartarse sintiendo en las piernas el roce de sus manos pero logró escapar nadando lo más rápido que pudo,

por unos cuantos metros, hasta que su marido la asió del tobillo, sacó la cabeza para soltar una carcajada y

recuperar el aliento.

Cuando su esposo salió a la superficie, lo rodeó del cuello y le preguntó:

–Y dígame Sr. Darcy, ¿acostumbraba venir muy seguido a refrescarse?

–Sí, cada vez que visitaba a mi tía. Ella pensaba que era porque deseaba verla pero nunca le confesé la

debilidad que sentía por este lugar.

–Menos mal que eso nadie lo sabe.

–Por eso, Srita. Elizabeth, le suplico que me guarde el secreto. No vaya a hacer que alguien me descubra in

fraganti.

–¿Cuándo fue la última vez que se sintió revitalizado por estas aguas?

–La última vez… fue una soleada mañana de abril cuando soñaba nadar con la mujer más hermosa que han

visto mis ojos… –dijo rozando sus labios delicadamente–, gracias a Dios hoy puedo cumplir mi sueño.

206

Darcy la besó sintiendo una emoción maravillosa, mientras ella lo estrechaba con sus extremidades para

sentirlo más cerca, para que nunca más se alejara de su lado, percibiendo que todo su ser se abrasaba por

dentro.

Había regresado el silencio entre ellos, solo se escuchaba la respiración agitada y la dulce brisa que mecía

las hojas del árbol donde él se había recargado, pero no tenían frío a pesar de que seguían mojados. Darcy

sentía el golpeteo del corazón en los oídos percibiendo la languidez de su esposa sobre su regazo que seguía

colgada de su cuello, sacó las manos de debajo de la empapada enagua que cubría su cadera y abrió los ojos

cruzándose con la mirada de una persona que los estaba contemplando. Darcy frunció el ceño sintiendo una

ira descomunal al darse cuenta de que observaba lascivamente a Lizzie, abrazó su espalda desnuda subiendo

la delicada tela para cubrirla un poco más, mirándolo con una furia de la cual no se percató, pero dejándole

muy en claro que era su mujer y solo suya. Lizzie interpretó su agitación de otro modo y lo besó

apasionadamente pero él no correspondió. Tras haberse encontrado las miradas, ella se separó extrañada.

–¿Qué sucede Darcy?

El hombre se volvió en silencio y se perdió de vista. Darcy, con la expresión todavía endurecida, le dijo para

tranquilizarla.

–Nada, creí escuchar un ruido. Debió ser un venado.

Lizzie lo besó y se perdió otra vez en su abrazo mientras él se preguntaba una y otra vez desde cuándo los

había estado espiando.

Antes de regresar a la casa, Darcy se desvió del camino y Lizzie empezó a reconocer el paisaje, cruzaron en

silencio ese puente por el que había corrido escapando de él años atrás, advirtiendo su memoria llena de

recuerdos, hasta que llegaron a ese lugar que los había resguardado de la tormenta aquella tarde, aunque no

de los sentimientos encontrados que habían sentido bajo su techo y que habían llevado consigo por varios

meses de desolación.

–Hoy has recordado mi culpa más que cualquier otro día de nuestro matrimonio –indicó Lizzie, sintiendo la

melancolía que ese lugar le había dejado.

–Aquí conocí un dolor tan intenso, como nunca lo había sentido, al advertir mi corazón desgarrado.

Reconozco que me fui lleno de ira al recibir tu rechazo, cólera que disminuyó con el tiempo, no así el

sufrimiento que pareció durar una eternidad. No obstante, ya casado contigo, he conocido un dolor muy

superior a este, cuando la muerte intentaba arrebatarte de mi lado, y en estos últimos meses…

–Darcy…

–Lizzie, he vivido ocho años de una dicha que nunca imaginé que pudiera existir, y te doy las gracias por

ello, no cambiaría ni un segundo de nuestra vida juntos, excepto el tiempo que decidí permanecer alejado de

ti provocando tu infelicidad… Perdóname.

Lizzie lo abrazó, deseando borrar de su corazón la consternación que reflejaba en sus palabras.

Cuando Darcy aflojó los brazos, la tomó por la cintura y ella reflexionó:

–¿Te has preguntado qué habría pasado si esa tarde lluviosa me hubieras besado?

–Una y mil veces desde entonces.

–¿Y qué has pensado?

–Aunque anhelaba inmensamente un momento así desde que te conocí y a pesar de advertir tu deseo, si no

me hubiera refrenado, nuestro amor habría acabado en ese instante… Mi amor ya se había fortalecido, pero

el tuyo no, el tuyo apenas iba naciendo y estoy convencido de que un amor crece y madura a través de la

virtud. En cambio, un amor basado exclusivamente en la pasión acaba por destruirse. Lo único que me

permitió detenerme a tiempo fue el gran amor que sentía por ti, aunque sabía que tal vez nunca más vería el

deseo en tus ojos, en tus labios, decidí renunciar. Pero hoy te puedo recompensar al ciento por uno.

–Es cierto, mi amor apenas nacía en ese momento y pasó por infinidad de pruebas, dudas y angustias, mucho

sufrimiento en la espera y en la incertidumbre. ¡Imagínate la confusión que habrías provocado en mí si

hubiera saboreado tus labios! No sabes cuántas noches pasé en vela pensando, deliberando, tratando de

descifrar mis sentimientos y cuando ya los había descubierto pasaron tantos días y tantas noches sin

esperanza alguna de llegar a ser feliz a tu lado. Pagué muy caro el sufrimiento que te causé, pero ya te había

rechazado, ¿qué hombre se atrevería a preguntar otra vez?

–Solo uno perdidamente enamorado –concluyó besándola a sus anchas.

207

Al divisar la mansión de Rosings, Darcy colocó a su esposa atrás de un árbol y se perdió en sus besos y en

sus brazos.

–Todavía no te separas de mí y ya te extraño –murmuró Darcy como si le dolieran sus palabras.

–¿Separarme?

–Sí, en cuanto entremos a la casa te irás con Stephany.

–Creo que no me puedo presentar en estas condiciones en el salón… y tú tampoco –dijo señalando el

desarreglo que ambos tenían con una sonrisa arrebatadora–. Tal vez sea prudente que esperes a que yo entre,

para evitar los cotilleos de los sirvientes.

–¿Y despertar las sospechas de que tienes un amante? ¡Nunca! Ese brillo en tus ojos te delata, y si van a

hablar, quiero que me hagan justicia.

Lizzie se rió y lo volvió a besar, deseando que las horas que faltaban para que terminara el día pasaran

rápidamente.

–¡Sra. Darcy! –los interrumpió la voz de un hombre.

Darcy se separó a regañadientes y rodearon su escondite. El Sr. Harvey se detuvo impresionado y sonrojado

al ver las condiciones en que se encontraban: Lizzie llevaba suelto y húmedo el cabello, el de Darcy estaba

solo un poco fuera de lugar aunque sus ropas se vislumbraban desajustadas y manchadas de tierra, pero sus

rostros descartaban cualquier otra posibilidad.

–¿Se le ofrece algo, Sr. Harvey? –indagó Darcy circunspecto.

–Dis… disculpe Sr. Darcy. La Sra. Reynolds ha manifestado que necesita a la Sra. Darcy en sus

habitaciones.

–Enseguida vamos –indicó apretando el paso, llevando a su mujer del brazo.

–Solicitaré que les preparen agua –dijo retirándose.

–Gracias… Sr. Harvey, ¿los huéspedes se encuentran en el salón?

–Sí señor, las damas están jugando cartas y los caballeros billar. El Sr. Bingley ha preguntado por usted y

por el coronel.

–¿El coronel no ha llegado?

–No señor, no lo he visto desde el servicio. Sir Bruce Fitzwilliam también se ha ausentado desde entonces.

–Que lleven también el té a la habitación, por favor –pidió molesto antes de que el mozo se retirara a

cumplir sus indicaciones.

Ascendieron las escaleras en silencio, mientras él se debatía si encarar a sus primos por separado sobre el

incidente de esa mañana o…

–Darcy, no te molestes con el Sr. Harvey, él no tuvo la culpa de encontrarnos en esas condiciones, solo

cumplía con su deber y… tampoco es que me haya visto desnuda.

Él se detuvo, la besó por unos segundos y abrió la puerta para que se introdujera a la habitación, donde se

escuchaba el llanto de su hambrienta pequeña.

–Regreso en un rato –anunció y se retiró, dejando a su mujer extrañada por su conducta.

Lizzie tomó a Stephany de los brazos de la Sra. Reynolds, dejó que ella le desabrochara el vestido lo

suficiente para poder amamantar y se sentó. Al poco rato, el silencio volvió a reinar, siendo interrumpido por

la desesperada succión de su bebé y por el juego de los niños que las acompañaban. Acarició el rostro de su

pequeña para disculparse por su tardanza, pensando con una sonrisa que su niña ya no la vería llorar, al

menos por ese motivo.

El escrutinio de la Sra. Reynolds no se hizo esperar, pero no dijo nada, solo preparó las cosas que su ama

necesitaba para su aseo, que realizó cuando su bebé se quedó dormida y satisfecha en sus brazos.

Lizzie esperó a Darcy en su habitación, pero no llegó a la hora que iniciaba la cena, por lo que bajó al

comedor donde ya se encontraban todos, excepto su marido. Fitzwilliam se puso de pie al verla entrar y

enseguida los demás hicieron lo mismo. Le ayudó con la silla que se ubicaba a su derecha y ella se sentó.

Cuando sirvieron el segundo plato la puerta del comedor se abrió y Darcy se introdujo, luciendo un arreglo

perfecto, observó a Fitzwilliam en la cabecera y a su lado a Lizzie, quien le sonrió, pero su sonrisa se

esfumó al ver que regresaba su vista al anfitrión mientras se sentaba y el mozo le servía la sopa, en tanto la

Sra. Bennet comentaba de algún asunto.

Lizzie se sintió halagada por los celos que mostraba su marido ante un comentario tan insignificante de parte

de su primo, sin sospechar la verdadera razón que provocaba su cólera.

208

En cuanto las damas se dirigieron al salón para tomar el té, Lizzie se percató de que Fitzwilliam y Darcy

salieron tras ellas para dirigirse al despacho, dejando solos a Donohue y al Sr. Gardiner para tomar la copa

en el comedor.

Pasado un rato, se escuchó que se abría y se cerraba la puerta del despacho y apareció Darcy, quien se

despidió de las presentes y se retiró. Lizzie hizo lo mismo y alcanzó a su marido en la alcoba, preguntándose

qué le pasaba. Entró y lo observó viendo a la ventana, ella se acercó y lo abrazó por la espalda.

–¿Dónde estuvo el Sr. Darcy toda la tarde mientras yo lo extrañaba tanto?

–Hablé con Bruce.

–¿Y cuál fue el tema de conversación…?

Él se giró y la besó hasta que ella olvidó la siguiente pregunta que quería hacerle sobre el coronel y Sir

Bruce.

Unas horas más tarde quiso regresar al tema, pero su marido respondió escuetamente. Al día siguiente, los

hermanos Fitzwilliam viajaron a Londres, según se informó Lizzie, y los huéspedes permanecieron dos

semanas más antes de regresar a sus lugares de residencia.

CAPÍTULO XXXVII

Georgiana respiró profundamente mientras veía por la ventana el carruaje de su marido que se alejaba en

dirección a su consultorio. Habían pasado unos días de relativo descanso, con mucha tensión y algunos

sobresaltos, que por fin habían concluido, pero se sentía tranquila y feliz de tener la certeza del amor de su

marido. Recordó cuando había leído esas cartas en medio de sus lágrimas y lo que la conmovió pensar que

su autor realmente estaba enamorado de su amada, sonrió al estar consciente de que ella era su amada y

agradeció al cielo por esa bendición.

De pronto, vislumbró a lo lejos un jinete que se acercaba y su sonrisa desapareció. A los pocos minutos el

mozo anunció la llegada del que esperaba sin desearlo: Bruce Fitzwilliam. Estuvo muy tentada a negarse a

recibirlo o a solicitar carabina, pero sabía que eso no iba a resolver nada, que seguiría insistiendo hasta poder

hablar del mismo tema en privado, era mejor terminar con el asunto y decirle que ya no se inmiscuyera en su

vida personal.

–Bruce –dijo cuando llegó al salón principal donde la esperaba.

–Georgie, chéri. Te estuve esperando después de que hablamos…

–Te agradezco la preocupación pero te voy a suplicar que ya no insistas en el tema y…

–Sabía que dejarte ir como me lo pediste era sinónimo de que ese canalla te manipulara otra vez.

–¡Mi marido no es un canalla!

–¿Ves? Tengo razón. ¿Leíste las cartas, la prueba de su infidelidad, y aún así crees en sus palabras? –indagó

atónito–. O acaso te conformas con llevar una vida de apariencia, como tantas mujeres que nos rodean.

Pensé que eras diferente.

–Leí las cartas y fueron una prueba más del amor que mi marido siente por mí.

–Pero si claramente le escribía a su amante y ¡vaya manera de hacerlo! ¿Leíste las dos?

–Sí, una y otra vez y entre más las leía más me convencía de que las escribió pensando en mí.

–¡Claro!, eso es lo que tú quieres que sea, pero deja de engañarte. Tarde o temprano se cansará de llevar una

doble vida y optará por la que le dé más satisfacción, y es claro que si buscó a otra mujer es porque no te

ama. Dice que derribará todos los obstáculos con tal de alcanzar el amor de su amada, de ella –increpó

exasperado señalando a la ventana, se acercó y la tomó firmemente de los brazos–. Georgie, yo te ofrezco

protección y también para tu hija todo el tiempo que necesites, si lo precisas de forma permanente. Georgie,

quiero protegerte y cuidarte, no quiero que sufras al lado de ese hombre, estoy dispuesto a hacer lo que sea

para ayudarte porque me importas demasiado: te amo.

–¿Cómo? –murmuró confundida.

–Sí, te amo –afirmó con sinceridad, como si se liberara de una pesada carga, viéndola a los ojos y cada vez

más cerca–. Esta es la única vez en mi vida que me he enamorado perdidamente de una mujer, a la que he

buscado durante toda mi existencia y la encuentro muy cerca de mí, pero mi desesperación por encontrarte

me motivó a salir y buscarte por todo el mundo cuando lo único que tenía que hacer era dejarte crecer. Tú

puedes hacer conmigo lo que quieras, seré tu esclavo, déjame cumplir tus más locas fantasías, como las de la

carta…

209

Bruce capturó sus labios y la estrechó contra sí con ardor, buscando con desesperación que sus caricias la

relajaran y se entregara al placer que él sentía sin conseguirlo.

Georgiana estaba atónita, tensa, terriblemente incómoda y asustada cuando él empezó a invadir su boca con

la lengua forzando una respuesta que ella no quería dar. Trató de resistirse con los brazos y zafarse, máxime

cuando sintió en su estómago la reacción de él, pero Bruce la estrechó más contra sí tomándola de su trasero

con descaro y presionando contra su cuerpo, hasta que ella mordió con todas sus fuerzas la lengua que la

asediaba y él se separó.

–¡No quiero volver a verte en mi vida! –gritó Georgiana llorando.

–¿Sucede algo Sra. Donohue? –indagó un mozo que entró para ver qué ocurría, desconcertado al ver a su

ama y al susodicho con desarreglo, resultado de un momento de pasión.

–¡Saque a este hombre de mi casa y no le vuelva a permitir la entrada nunca!

Georgiana subió corriendo las escaleras y se encerró en su habitación, repitiéndose una y otra vez que Lizzie

había tenido razón desde el principio, pero que su inocencia no le permitió ver maldad en su primo. “Este no

es mi primo, el Bruce que yo recuerdo no va a regresar. Lizzie tenía razón también en eso”, pensó en medio

de su sollozo, sentada en la cama y abrazando sus piernas para sentirse segura y protegida.

“Un primo preocupado por la situación de su querida prima de la alta sociedad, del escándalo y de su futuro,

que reta a duelo al traidor para limpiar la honra de la familia y luego, con el tiempo, contrae matrimonio con

la susodicha”, resonó las palabras que Lizzie le dijera, pensando en que Patrick lo retaría a duelo si se

enteraba de lo que había sucedido y… “No puedo decírselo, ¡no a costa de su vida!”

Se reprendió en silencio que también su marido le había advertido de la doble intención que Bruce podría

tener al relacionarse tan cercanamente a ella, pero no había querido escucharlo, había confiado más en su

primo y, sobre todo, en su inocente juicio. ¡Otra vez había caído en su propia trampa!, se sentía confundida

ya que se daba cuenta del poco sentido común que todavía poseía, consciente de que podía equivocarse tan

fácilmente al juzgar a las personas y ser víctima de un engaño. Ahora confirmaba lo que siempre había

sabido, solo podía confiar en su marido, su hermano y Lizzie. ¿Podía confiar en su marido? La duda invadió

sus pensamientos otra vez, pero se convenció al recordar todas las veces en que él había demostrado la

sinceridad y la profundidad de sus sentimientos hacia ella.

Bruce la había traicionado, ¡y de qué manera!, aun cuando no la hubiera forzado más allá. La figura de su

primo al que tanto quería y que la había acompañado durante todos esos años se había desplomado para

siempre, se sentía insondablemente triste, sola y desprotegida, culpándose por lo ocurrido.

Pasado un rato, alguien dio vuelta a la manija de la puerta para entrar y, al ver que estaba cerrada, golpeó

con fuerza y gritó:

–¡Georgiana!

–Patrick –murmuró con temor levantando la vista al tiempo que la puerta se abría.

–¿Te encuentras bien? –indagó acercándose y jadeando, después de haber retornado con premura cuando el

mozo lo buscó para informarle de lo sucedido.

La tomó de los brazos para ver su rostro.

–Sí –respondió con la voz temblorosa.

–¡Te besó ese desgraciado! –exclamó furioso viendo sus labios hinchados.

–Patrick, por favor, te suplico que no tomes represalias –dijo enjugando su rostro.

–¿Cómo me pides eso? ¡Quiso aprovecharse de ti!

–Pero no lo hizo.

Donohue sintió alivio, aunque seguía consciente del peligro en el que su esposa había estado, agradeciendo

que hubiera tenido la iniciativa de incrementar las medidas de seguridad para con ella, aunque no estuviera

enterada.

–¡No quiero un duelo! –exclamó Georgiana negando enfáticamente con la cabeza–, ¡no soportaría vivir lo

que vivió Lizzie y no resistiría perderte! ¡Te lo pido por mí, por nuestra hija y por el que llevo dentro!

Además, yo soy la culpable de todo.

–No es cierto, él es…

–Si hubiera tenido el cuidado de recibirlo con carabina esto no habría pasado. Tú me lo advertiste, también

Lizzie, y yo confié más en la imagen que yo tenía de mi primo y en mi pobre juicio que en ustedes.

–Tu “pobre juicio”, como tú lo llamas, ya no es tan pobre como antes, ha crecido mucho desde que ese

hombre te engañó y desde que nos conocimos –dijo tratando de guardar la calma, entendiendo cómo se

210

sentía y sabiendo la importancia de darle mucha seguridad–. Solo creíste que las intenciones de tu primo

eran buenas porque lo conoces desde hace mucho y es tu familia.

–También conocía a Wickham desde mi infancia. ¿Cuándo aprenderé a no dejarme engañar ni manipular por

otros? Estuve a punto de perderte con sus sospechas y aun así me aferré a un cariño que ya no era

debidamente correspondido.

–Estoy de acuerdo en lo que dices. Creo que es importante que en el futuro tomes más en cuenta nuestro

punto de vista, nosotros solo queremos tu felicidad, pero eso no te hace responsable de lo sucedido. No

debes sentir culpa de algo que solo él debe responder, eso no hace un caballero y estoy persuadido de que tú

no lo provocaste.

–Dijo que me ama, si de verdad me amara habría dejado que yo fuera feliz contigo y no hubiera buscado una

separación, tampoco habría intentado besarme.

–¿Dijo que te ama?

–Sí… Siento mucha pena por él, dijo que era la primera vez que se enamoraba… Aun cuando su enamorada

pudiera corresponderle, tal vez no pueda ser feliz, su voluntad es tan endeble que posiblemente no sea capaz

de hacer feliz a ninguna mujer.

–No me extraña, nunca educó su voluntad en la fortaleza, pero eso fue decisión de él cuando se entregó a

una vida disipada, contrario a lo que hizo el coronel o tu hermano.

–Aun cuando el coronel tenga su historia. Pobre Ray, no solo perdió a su mujer y a su hijo, también el

sentido de su existencia.

–Tendrá que redefinirlo. Escuché que viajó al extranjero.

–¿Entonces?, ¿le tirarás el guante? –indagó con mucha incertidumbre en su mirada.

–Mmm... no –dijo después de respirar profundamente y de reflexionar la situación–, pero no me puedes

negar el placer de ponerlo en su lugar con una buena golpiza y de advertirle que si vuelve a buscarte no

volverá a ver la luz del día.

–No quiero que salgas lastimado.

–Sabes que no tienes de qué preocuparte –indicó más tranquilo y le besó la frente–. Me siento muy orgulloso

de ti.

–¿Por qué?

–Porque te has dado cuenta de tu error y harás todo lo posible por no volver a cometerlo confiando en mí y

en los Sres. Darcy, estoy seguro. Además, el Sr. Clapton me dijo lo que le gritaste, creo que hace tiempo

habría sido más difícil para ti defenderte de esa manera.

Georgiana lo abrazó sintiéndose protegida con su amor.

Lizzie observó por la ventana del carruaje el puente que conducía a Pemberley y suspiró llena de alegría,

muy diferente al sentimiento que había percibido en su anterior arribo. La Sra. Reynolds se encontraba

sentada al frente con Matthew en brazos y aparentemente dormida, por lo que se sintió en libertad de tomar

la mano de su esposo que se encontraba a su lado acunando a Christopher, recordando a aquel Sr. Darcy de

la ceja inquisitiva con el que había bailado en Netherfield, ciertamente nunca se hubiera imaginado que

fuera capaz de ser cariñoso con un niño, como tampoco que fuera posible encontrar en él a un hombre

afectuoso con ella e increíblemente apasionado. Recordó aquella declaración en Kent: “He luchado en vano.

Ya no puedo más. Soy incapaz de contener mis sentimientos. Permítame que le diga que la admiro y la amo

apasionadamente”, y comprobó la veracidad de esas palabras al evocar las semanas que acababan de pasar,

sintiendo una enorme necesidad de corresponderle de la misma forma, como lo había hecho durante su vida

juntos.

–Sra. Reynolds –la llamó para cerciorarse de que dormía.

–¿Necesitas algo? –indagó Darcy solícito, encontrándose con su profunda mirada y una sonrisa que lo

cautivó.

–Sí –respondió en un susurro, rozó su rostro y capturó su boca con los labios, deleitándose con su mágica

réplica, permitiendo a los dos expresar el perenne anhelo y la insondable necesidad que tenían del otro.

–Pensé que querrías descansar de mí unos días –indicó a unos centímetros de ella.

–He luchado en vano. Ya no puedo más. Soy incapaz de contener mis sentimientos. Permítame que le diga

que lo admiro y lo amo apasionada…

Darcy la interrumpió con un beso haciendo honor a esas palabras, olvidándose del mundo, excepto por el

niño que él cargaba y la bebé que su esposa sostenía en brazos. Se perdieron unos minutos en esas caricias

211

que los devoraban, no se percataron de que el vehículo se detuvo, de que la puerta se abrió y de que la Sra.

Reynolds abandonó su asiento.

–Parece que ya estamos en casa –musitó Darcy al darse cuenta de la ausencia de su acompañante y su

inestimable discreción, muy diferente a la del personal de Rosings.

Lizzie suspiró decepcionada.

–Aunque no por eso voy a dejarte alborotada –dijo incorporándose, se bajó del vehículo encontrándose con

el lacayo que esperaba prudentemente y ofreció la mano a su mujer.

Darcy dio su brazo libre para escoltarla hasta su alcoba, donde, tras entregar a sus hijos al aya, se encerraron

el resto de la tarde.

Lizzie despertó sintiendo un agotamiento general, reconociendo que sus hijos no eran los responsables de su

desvelo: se había despertado para alimentar a su pequeña y después, su marido se había encargado del resto.

No se quería mover de la cama y se percató de que Darcy ya no estaba con ella, la luz que entraba por las

orillas de las cortinas era intensa y había un extraño silencio en la alcoba. Se sentó súbitamente en la cama

percibiendo un mareo, se llevó la mano a la frente para recuperarse y observó la cuna vacía y sobre la mesa

una charola con un plato de frutas acompañado de un vaso de jugo y un ramo de flores. Sonrió al ver que la

ropa del día anterior ya había sido alzada y que Darcy le había dejado sobre el sillón una bata para cubrirse.

Se puso de pie y se colocó la prenda, se acercó a las cortinas y las abrió dejando entrar los rayos de sol que

la confortaban.

El silencio fue interrumpido por el llanto de una pequeña hambrienta en la habitación adyacente, por lo que

Lizzie se dirigió hacia ella, abrió la puerta y vio a la Sra. Reynolds tratando de tranquilizarla, mientras los

otros niños jugaban en el suelo.

–Buenos días Sra. Darcy, disculpe que la hallamos despertado.

–Si son más de las diez.

–El Sr. Darcy pidió que no se le molestara –explicó mientras le entregaba a la niña.

Lizzie se sentó y le pidió una sábana para cubrirse, no quería que se percatara de su desnudez, ya había

tenido suficiente bochorno con saber que los había visto besándose en el vehículo. Sintió sonrojarse y su

color se incrementó al escuchar a la Sra. Reynolds que le dijo:

–Sra. Darcy, le agradezco de todo corazón que haga tan feliz a mi amo.

La puerta de la habitación principal se abrió y entró Darcy, la Sra. Reynolds hizo una reverencia y se retiró.

–¡Vaya! ¿Acaso ese hermoso rubor en sus mejillas lo he provocado yo, Sra. Darcy?

–Sí, usted es el causante –dijo con una sonrisa.

–Espero, al menos, no haberla asustado –indicó mientras se sentaba a su lado, colocaba sobre la mesa el

plato de frutas que le había traído y la besaba, recorriendo su pierna con la mano.

–Darcy, están los niños –musitó.

–¿Lo dices por el beso? Ya te he besado en su presencia.

–No, por tus caricias.

–¿En la pierna?, ¿en la cadera?, ¿en…?

–Por lo que dejas destapado a tu paso.

–Pero si es una belleza –afirmó viendo el resultado y sintiendo la mirada de censura de su mujer–. ¿Me

dejarás si te cubro?

–¡Eres incorregible!, gracias a Dios –dijo curvando sus labios y provocando a su marido para que la besara y

continuara por unos momentos más.

–¿Pudiste descansar? –indagó Darcy cuando se incorporó para coger el plato de fruta y darle de comer a

Lizzie.

–Lo que el Sr. Darcy me dejó.

–Entonces le pediré a la Sra. Reynolds que vigile que descanses en el día.

–¿A la Sra. Reynolds?

–Sí, yo tendré que salir.

–¿A dónde?

–A… la fábrica de porcelana.

–¿Solo?

–Me acompañará el Sr. Boston y el Sr. Webster.

–Entonces la Sra. Willis irá contigo –dijo con decepción.

212

–Lizzie, sabes que ella no significa nada para mí.

–Pensé que nuestra luna de miel duraría más tiempo.

Darcy la tomó del cuello y la besó.

–Regresaré pronto –prometió, volviéndola a besar y se marchó.

Transcurridos unos minutos, la Sra. Reynolds se presentó con el desayuno para su señora, quien lo comió en

su compañía y se retiró a darse un largo y relajante baño, para luego llevar a sus hijos al jardín y al salón de

juegos para pasar un día agradable mientras su marido regresaba.

Todo aconteció con normalidad hasta que Lizzie, jugando con sus hijos en el salón, se percató de que había

menos luz de la acostumbrada. Se levantó y se asomó a la ventana para contemplar el cúmulo de nubes que

se estaba juntando, cubriendo las cercanías. A los pocos minutos se desató una tormenta y se impacientó aún

más cuando el Sr. Smith confirmó sus sospechas de que Darcy había ido a caballo. Aguardaron a que bajara

la lluvia pero no amainaba y, esperando que Darcy estuviera resguardado en la fábrica, Lizzie pidió al

cochero que fuera a buscarlo, sabía que los caminos se volvían peligrosos con tanto barro mojado aun

cuando fuera un excelente jinete.

El Sr. Petterson fue y regresó con la novedad de que el Sr. Darcy y su comitiva habían salido de la fábrica

antes de que comenzara a llover, sin encontrarlos en el camino que el amo tomaba regularmente.

–¡Sra. Darcy! –gritó un lacayo interrumpiendo la entrevista de su ama con el chofer, quien estaba

informándole de sus hallazgos–. Se acercan unos caballos por el poniente.

Lizzie salió corriendo a las escaleras, bajó lo más rápido que pudo y recorrió el pasillo hasta llegar a la

puerta mientras un mozo abría y entraba Darcy mojado, abrigado únicamente con la camisa y el chaleco. A

Lizzie no le importó y lo abrazó olvidándose de todos los presentes, él correspondió aunque temblaba de

frío. Lizzie se separó y le preguntó:

–¿Estás bien?

–Sí, aunque vamos a necesitar un doctor.

–¡Vienes empapado! ¿Estás herido?

–No es para mí –aclaró cuando se giró y Lizzie se dio cuenta de la compañía que traía.

Estaba el Sr. Webster y el Sr. Boston con la Sra. Willis en brazos, cubierta con la levita de Darcy, la falda

desgarrada y manchada de sangre.

–El carruaje de la Sra. Willis se volcó, su chofer murió y ella se lastimó la pierna –explicó Darcy al darse

cuenta del cambio de expresión de su esposa–. Sr. Smith, envíe a buscar al médico, prepare habitaciones

para la Sra. Willis y el Sr. Boston y asigne una doncella para ayudar a la señora.

–Sí señor. Si es tan amable de seguirme –pidió el Sr. Smith.

–Usted Sr. Webster, vaya a darse un baño y lo veo hasta mañana.

–Pero señor, usted…

–Yo haré lo mismo, mañana no me servirá de nada si se enferma.

–¡Muchas gracias Sr. Darcy! ¡Su maravilloso vendaje me salvará la vida! –gritó la Sra. Willis.

–¿Tu vendaje? –indagó Lizzie a su marido–. ¿Le vendaste la pierna?

–Sí, estaba sangrando mucho –explicó mientras los otros se alejaban.

–¿Qué parte de la pierna?

–En… en el muslo –aclaró con cierto nerviosismo, sabiendo que su mujer se disgustaría, pero de nada

serviría ocultarlo.

–¿Eras el único que podía ayudarla?

–Los otros no saben de primeros auxilios.

–No parece que estuviera agonizando.

–No iba a permitir que muriera en mis brazos.

–¿En tus brazos?

–¡Es un decir!, yo la saqué del carruaje, la jalé para que no cayera al precipicio.

–Y ahora la invitas a pasar aquí la noche.

–Lizzie, no es una invitación. La estoy acogiendo porque mandarla a su casa sería un asesinato con esta

tormenta.

–Aun así, mandas a que busquen un doctor en lugar de que la lleven a su casa.

–¡Es lo que debo hacer como anfitrión! Además, no tiene familia, está sola.

–Está sola porque quiere, ¡lo único que le importa es vengarse de mí! ¿Y si tu lacayo muere o el doctor sufre

un accidente?

213

–Espero que no suceda, pero sería en el cumplimiento del deber.

Ella se giró para dirigirse al área de servicio, subir por esas escaleras y evitar encontrarse con los huéspedes.

–Lizzie, sabes que es lo correcto –dijo deteniéndola.

–Sí, la razón me dice que es lo correcto pero el corazón me dice todo lo contrario. ¿Qué dice tu corazón?

–Que no tiene la mayor importancia.

–Entonces ve y cumple con tus deberes de anfitrión y a mí déjame tranquila.

–Mi primer deber es para con mi esposa.

–Entonces sácala de esta casa.

–Sabes que no puedo hacerlo, pero evitaré a toda costa su presencia. ¿Me permitirás la entrada a nuestra

habitación? Necesito cambiarme.

–¡Yo voy con mis hijos, tú puedes hacer lo que te plazca!

–Esperaba gozar de tu compañía en la bañera.

Lizzie gruñó exasperada viendo un atisbo de burla en los ojos de su marido, se giró y se marchó

rápidamente. Se dirigió al salón de juegos para pedirle a la Sra. Reynolds que le ayudara a llevar a sus hijos

a su alcoba y prepararlos para dormir, así estaría con ellos y vigilaría de cerca a Darcy.

Cuando los niños ya estaban dormidos en sus cunas, al igual que Stephany en sus brazos, Lizzie despidió a

la Sra. Reynolds. Quería dilatarse más tiempo para evitar otra discusión pero estaba cansada y tal vez su

marido ya estaría dormido, desde hacía rato no se escuchaba ruido en su alcoba, aunque estaba segura de que

seguía allí. Cerró con llave la puerta de acceso que daba al pasillo, apagó todas las velas de la pieza excepto

una que se llevó para alumbrarse y se introdujo en su habitación.

–¡Vaya! Pensé que dormirías con tus hijos –dijo Darcy acostado en la cama con el dorso descubierto y un

libro en las manos mientras la observaba acostar a su bebé.

Lizzie no contestó pero deseó decirle que esa noche no pensaba dejarlo solo, no con esa mujer en la casa,

por más enojada que estuviera.

–Te estuve esperando para cenar, disculpa que me haya adelantado pero dijiste que… te dejara tranquila.

¿Estás más tranquila?

El silencio le dio la respuesta que pedía mientras su mujer se retiraba al vestidor.

–¿Necesitas que te ayude con el vestido? –indagó antes de que ella cerrara la puerta con ímpetu.

Lizzie apretó los dientes con todas sus fuerzas, lamentándose el arrebato de rabia que había provocado que

su vela se apagara, su orgullo le impedía regresar para buscar otra, ahora tenía que caminar en la oscuridad y

buscar el camisón más pudoroso que tuviera para que su marido no se acercara a ella. La puerta sonó y se

escuchó tras esta:

–Lizzie, ¿quieres la lámpara de aceite? Esta no se apaga tan fácil.

Se tapó la cara con las manos para controlar la ira que sentía desbordar, era tan servicial pero no se le

escapaba su mordacidad. Consciente de que se tardaría mucho tiempo en realizar su tarea sin luz y su

vestidor acabaría revuelto, dándole oportunidad a continuar con sus alusiones, decidió aceptar su

ofrecimiento y giró sin recordar que había una mesa con la que chocó. No pudo evitar su lamento y al

instante se oyó que Darcy intentaba abrir la puerta que ella había cerrado con el picaporte.

–¡Lizzie! –exclamó preocupado, deseando entrar para ayudarla, para convencerla de que sus celos eran

infundados, de que ella era la única razón de su existir y que deseaba amarla todos y cada uno de los días de

su vida–. ¿Estás bien? –indagó en un tono más controlado, sin reflejar su verdadero sentir, como un padre

que ve con dolor a su hijo sufrir por algo que se pudo haber evitado fácilmente.

La puerta se abrió y Lizzie apareció erguida y serena, tomó la lámpara de aceite que le ofrecía y volvió a

cerrar la puerta. Enseguida, se masajeó la rodilla que se había lastimado, siempre la misma, sintiendo sus

ojos llenarse de lágrimas, deseando que fuera su marido quien la confortara, pero el orgullo le imposibilitó

mostrarle su necesidad. Intentó caminar pero todavía le dolía, continuó avanzando para cambiarse, asearse y

acostarse en el tiempo que normalmente lo hacía.

Salió con algunos minutos de retraso, ataviada con un camisón blanco de manga larga que le cubría del

cuello hasta el tobillo, dejó la lámpara sobre el buró de su marido, quien la observaba en silencio, se dirigió

al otro lado de la cama y se recostó dándole la espalda y guardando toda la distancia que pudo.

Darcy colocó su libro en el buró, apagó la vela y se colocó de costado, a pocos centímetros de tocarla, aspiró

su aroma lamentando haberla provocado.

–Tal vez sientas calor con ese camisón, prometo que no te tocaré si no quieres.

–¿Lo prometes?

214

–Sí, lo prometo.

Lizzie se puso de pie de espaldas a él, mientras Darcy la observaba con la irrisoria luz de la chimenea y

aspiró profundo para controlarse al ver su hermosa silueta despojada del camisón, lamentándose haber

prometido semejante sandez. La prenda fue a parar al sillón, donde tendría que haber llegado en otras

circunstancias pero con un final feliz. Lizzie se introdujo entre las sábanas, de espaldas a su marido como

haciéndole una invitación. ¡Si quería castigarlo, esa era la peor forma de lograrlo!

La disyuntiva en que Darcy se colocó fue terrible: no sabía si pasar por alto su promesa, justificándose al

reconocer que él esperaba que se cambiara de camisón, pero la formación de caballero le decía que tenía de

respetar la decisión de su mujer y mantener sus promesas a costa de lo necesario. Después de varios

minutos de intensa deliberación interior, se giró para no caer en la tentación. Aún así tardó varias horas en

dormir.

Lizzie suspiró profundo advirtiendo que había dormido espléndidamente, sentía el calor de su marido en la

espalda y un brazo que la atrapaba. Se giró para sentirlo más cerca y se acurrucó en su pecho, anhelando que

sus manos la acariciaran. Su deseo se hizo realidad cuando él inició su recorrido y la besó repetidas veces en

la cabeza. Lizzie, disfrutando del momento, dobló la rodilla para acercarse más a él y esta le dolió, trayendo

el recuerdo del día anterior como un rayo que la separó de él. Ella se sentó y se cubrió con la sábana.

–¡Me lo prometiste! Me prometiste que no me tocarías –dijo enojada.

–Yo cumplí mi promesa, eras tú quien… Pensé que ya me habías levantado el castigo.

–¡No! ¡Hasta que esa mujer se vaya de esta casa!

–Entonces hoy mismo la mandaré a la suya. ¿Suficiente? Ahora regresa conmigo.

Lizzie protestó y se levantó, pero al percatarse de su desnudez volvió a la cama a cubrirse con las sábanas.

–Si te quieres levantar y dejarme aquí, puedes hacerlo, soy tu marido y te conozco muy bien.

–¿Y darte el placer de admirarme? ¡No!

Darcy cerró los ojos divertido pero Lizzie no se movió, sabía que en cuanto sintiera movimiento los abriría y

no quería darle ese gusto. Stephany empezó a llorar desesperada.

–Tu bebé tiene hambre, no se despertó en toda la noche. Por favor dale de comer –pidió reticente, sin dar

muestras de querer ir por ella.

–¿Acaso el Sr. Darcy ha olvidado su caballerosidad? –indagó Lizzie controlando su ira.

–El Sr. Darcy es un hombre imperfecto, casi no durmió, atormentado por la desnudez de su esposa –

respondió con calma a dicha provocación, sabía que si reaccionaba de otro modo solo agravaría el problema.

Lizzie se cruzó de brazos y se recargó en la cabecera mientras Darcy se acomodaba de costado para

dormirse un rato. El llanto de Stephany se hizo más urgente, por lo que la madre intentó salir de la trampa

que ella había tendido, tapándose con la sábana y tratando de alcanzar el camisón ubicado en el sillón, pero

la sábana estaba atorada bajo el cuerpo de su marido, quien la contemplaba sonriendo. Lizzie le lanzó una

mirada reprobatoria, él se puso de pie y cargó a su hija, sentó a su mujer en la cama y él a su lado para poner

a la pequeña en sus brazos destapándola para que la alimentara. Luego alzó su rostro y la besó tiernamente.

–Enojada te ves preciosa, aunque no tengas razón de estarlo.

Darcy se levantó y se retiró a su vestidor mientras su mujer se quedaba con la ira de los sentimientos

encontrados: deseaba que se fuera y que la dejara tranquila, pero anhelaba más sus besos y sus caricias. El

deseo que había despertado solo con esa atención, esas palabras y ese beso, lo iba a traer el resto del día en

constante batalla con su orgullo.

La lluvia ya había cesado pero el sol se negaba a calentar, cobijado bajo una densa capa de nubes, cuando

Darcy salió del vestidor para encontrarse con la alcoba abandonada, sintió cierta tristeza al escuchar ruido en

la habitación lindante y saber que no sería bienvenido si se presentaba. Aún así, era su familia y deseaba ver

a sus hijos y a su mujer, por lo que se armó de valor y cruzó la puerta con el corazón latiéndole

aceleradamente. Los niños se apresuraron al verlo y él los cargó robándoles unas cuantas risas. Sabía que

Lizzie seguía enojada con él, por lo que se acercó a ella y la besó en la frente, luego se retiró. Bajó las

escaleras y en el pasillo del segundo piso se encontró con el Sr. Smith y el Dr. Thatcher, saliendo de una de

las habitaciones para invitados. Él se aproximó para saludar y el médico, tras preguntar por su familia, le

indicó el estado de su paciente mientras retomaban el paso.

–La Sra. Willis presenta un poco de fiebre.

–¿La pierna se ha infectado?

215

–No, en realidad es un resfriado. Tengo entendido que usted le vendó la herida.

Darcy asintió.

–Gracias a ello no tendrá más consecuencias que unos días de reposo para cicatrizar y recuperarse de la

gripe que la aqueja. Pudo haber sido mucho más serio si el sangrado no se hubiera atendido a tiempo.

–Entonces, ¿hoy podrá regresar a su casa?

–Con este tiempo que no mejora no es conveniente. Estos cambios de temperatura son una locura y en tales

condiciones su estado podría empeorar. Mañana vendré a revisarla para evitar que la pierna se infecte. Ya

indiqué a la doncella que la acompaña todo lo necesario para su adecuada convalecencia.

–Le agradezco mucho que haya venido –dijo, disimulando la molestia que sus palabras le ocasionaban al

pensar en la reacción de su mujer cuando supiera la noticia.

–Me alegra que su familia se encuentre bien.

Darcy lo acompañó hasta el carruaje y luego fue a buscar a su caballo para cabalgar en las cercanías,

resignándose al injusto enojo que Lizzie mostraría en los siguientes días.

Como era de esperarse, Lizzie investigó con el mayordomo el estado de salud de la Sra. Willis y este le

respondió lo que el médico había indicado, insistió en averiguar cuándo podría regresar a su casa pero el

mozo no supo darle detalles. Cuando Darcy se presentó en el salón de juegos, Lizzie le hizo la misma

pregunta, a lo que él contestó:

–No lo sé, el Dr. Thatcher dijo que mañana vendrá a revisarla. En realidad, la única razón por la cual me

interesa su salud es para que se vaya, no me gusta que estés enojada conmigo.

Aunque esas palabras casi derritieron a Lizzie, no dio su brazo a torcer. Sin embargo, ya no se mostraba tan

molesta, en el fondo tenía que reconocer que se había enamorado de su esposo por lo compasivo y generoso

que era con los demás. Ahora había sido servicial con una persona que había necesitado de su ayuda, si bien

esa persona era la que podría llegar a odiar con enorme facilidad, la mujer que quería compartir la cama con

el Sr. Darcy: eso era algo que no podía olvidar.

Tras haber atendido algunos asuntos en su despacho, Darcy regresó al lado de su mujer y disfrutó el resto de

la tarde en compañía de sus hijos.

CAPÍTULO XXXVIII

El sol había salido en las primeras horas de la mañana sugiriendo un respiro para el mal tiempo que había

persistido y la vida en Pemberley siguió su curso. La boda del Sr. Smith y de la Sra. Badcock se celebró en

la abadía con algunos infortunios: la novia llegó tarde porque la rueda del carruaje que Darcy prestó para

transportarla se atascó en el fangoso sendero. El novio, nervioso de que hubiera sucedido algo en el camino,

salió en su búsqueda a caballo y al ver lo sucedido ayudó al chofer a sacarlo y se manchó su mejor traje, por

lo que tuvo que regresar a la casa para cambiarse. La ceremonia había sido más lenta de lo normal porque el

Sr. Elton, quien la presidió, había contraído un fuerte resfriado los días anteriores y el Sr. Collins lo suplió

durante el sermón, explayándose generosamente en sus reflexiones sobre el matrimonio y el amor conyugal,

sacadas de la primera carta de San Pablo a los Corintios haciendo hincapié en la cita: “Si no tengo amor de

nada me sirve. El amor es comprensivo, el amor es servicial y no tiene envidia, el amor no presume ni se

engríe, no es mal educado ni egoísta, no se irrita, no lleva cuentas del mal, no se alegra de la injusticia sino

que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El

amor no pasa nunca”.

Lizzie no pudo evitar preguntarse si con la elocuencia que dictaba su discurso el Sr. Collins habría aplicado

todo el significado en su vida marital, deseando que así fuera por el bien de su amiga aunque prefería que en

lugar de presumir su retórica fuera más breve en su discurso, ya que el tiempo que había transcurrido se veía

reflejado en la necesidad de amamantar a su hija, pensando en que Stephany –quien se había quedado en

casa con sus hermanos y bajo el cuidado de la Sra. Reynolds– ya estaría hambrienta y que ella se sentía

adolorida por la saturación, sabiendo que no podía retirarse de la ceremonia debido a que habían sido

escogidos como padrinos.

Los novios hicieron los votos ante el pastor y la asamblea y casi al término del rito la novia perdió el

conocimiento confirmando la sospecha de muchos de su estado de buena esperanza, aunque nadie expresó

sus comentarios ya que los Sres. Smith gozaban del aprecio y de la aquiescencia del Sr. Darcy.

216

En cuanto la Sra. Smith se sintió mejor, la tormenta inició y Lizzie lamentó, luciendo la mejor de sus

sonrisas, que la ropa se le hubiese humedecido y que no tuviera a la mano un chal para cubrirse, por lo que

cuando llegaron a la puerta, tras pasar a varias personas que los interceptaron para felicitarlos, Lizzie cogió

la mano de su marido y echó a correr bajo la lluvia hasta el carruaje.

Entre risas y jadeos llegaron empapados. Darcy la ayudó a subir y la siguió sentándose a su lado.

–Cualquiera diría que tú eres la novia –espetó Darcy secándose el rostro con las manos.

–Eso desearía usted Sr. Darcy, pero sabe que mi premura se debe a otro motivo.

–Lástima… –dijo con la voz más grave de lo normal cuando pudo admirar su figura.

El vestido de seda se había adherido a su cuerpo y sus curvas eran espléndidamente resaltadas a

consecuencia del frío y la respiración agitada, mientras ella se desbarataba el peinado para exprimirse el

cabello.

Lizzie se irguió más y bajó los brazos al sentir su dulce escrutinio, sabiendo el efecto que tenía sobre él.

–Tal vez quieras que te ayude a aliviar tu tensión… y que entres en calor –sugirió él sin apartar la vista.

–Claro… cuando cierta persona se haya ido de la casa –declaró con la mirada y la sonrisa que lo habría

fulminado si hubiera visto su expresión.

–El amor es comprensivo, no se irrita, no lleva cuentas del mal. Disculpa sin límites…

–El amor no presume ni se engríe, no es mal educado ni egoísta, no se alegra de la injusticia sino que goza

con la verdad, aguanta sin límites. El amor no pasa nunca.

–Touché –murmuró Darcy, quien se sentó en el asiento de enfrente, eso no ayudaba a disminuir su propia

tensión pero no iba a desaprovechar la oportunidad de contemplarla–. Hoy la Sra. Smith hará muy feliz al

Sr. Smith.

–Por lo visto ya lo ha hecho en más de una ocasión y tampoco podemos decir que tú la estés pasando mal en

este momento. Estoy persuadida de que el Sr. Smith estará dispuesto a cumplir cualquier capricho de su

esposa, por más insignificante que parezca –aludió con mordacidad.

–¿Y qué puedo hacer para acelerar esa salida si el médico ha sido muy claro en sus instrucciones?

–La decisión está en tus manos.

Darcy suspiró sabiendo que su esposa tenía razón, otro motivo más para despreciar a esa mujer.

–¿Te has dado cuenta de que, con tu actitud generosa y servicial para con todos, incluyendo a la Sra. Willis,

le estás mostrando tu punto débil? –indagó Lizzie–. Le hemos dado muchas oportunidades para que se

inmiscuya en nuestro camino.

–¿A qué te refieres?

–No puedes negar auxilio a nadie, eso lo usará en nuestra contra, estoy persuadida de ello.

–Pensé que brindar ayuda era una cualidad.

–En general sí, pero es otro hueco más por el que dejamos que la Sra. Willis actúe para lograr lo que quiere,

provocar problemas entre nosotros y separarnos. Y lo reafirmas al permitir que continúe en la casa por más

tiempo… hasta que el médico lo indique, la decisión se la dejas a otro.

–Lizzie, no entiendes…

–Me encantaría comprenderlo… ¿Puedes explicármelo?, ¿acaso estás expiando algún pecado? –indagó con

calma.

–No lo hago por ser buena persona… –se interrumpió sin saber qué decir, sintiendo los nervios encresparse

en su interior, deseando que su mujer no se percatara de su estado–. Mis padres así me educaron, es mi deber

–se justificó, sabiendo lo que ocasionaría sincerarse por completo, estaba consciente de que no podía

hacerlo, tal vez el alejamiento temporal de su esposa era un irrisorio precio que tendría que pagar por

mantenerla alejada de esa culpa que lo dominaba.

Llegaron a la mansión, Darcy agradeció y respiró hondo, tratando de encontrar alivio. Antes de apearse la

cubrió con la cobija que había debajo del asiento para que no se enfriara y que nadie se percatara de su

estado, deseando dirigirse a la alcoba para disfrutar de su compañía, pero había dos razones que lo impedían

y de una de ellas –la más importante– se tenía que solucionar lo antes posible, reconociendo la verdad en las

palabras que su mujer había dicho a bordo del vehículo.

Lizzie fue escoltada por su esposo hasta la alcoba, donde se quitó el vestido con su ayuda, robándole otro

suspiro y recordándole que tenía que sacar a alguien de su casa a la brevedad, se colocó una bata seca y se

presentó en la habitación de sus hijos para alimentar a su hambrienta pequeña. Después se arregló para

asistir a la recepción que se había organizado en honor a los novios.

217

La generosidad del Sr. Darcy y la colaboración de los empleados hicieron posible una fiesta muy agradable

para todos. Hubo varios platillos y vinos con los que agasajaron a los asistentes, alegre música con la que

bailaron, hermosas palabras con las que el novio lisonjeó a la novia durante el brindis y sinceros

agradecimientos hacia los Sres. Darcy por el evento y la bondad que habían mostrado como patrones a lo

largo de los años.

Lizzie disfrutó de la celebración, bailó todo el tiempo con su marido quien se mostró muy solícito a

halagarla, sin olvidar en algunos de sus comentarios la posibilidad de disfrutar de su exclusiva compañía por

la noche y recibir su indulgencia, pero Lizzie le respondía, con su habitual elegancia y puntualidad, de que la

decisión estaba en sus manos.

Cuando llegaron a la alcoba Darcy la abrazó, la besó y se esmeró en consentirla sin recibir nada a cambio.

Ayudó a quitarle el vestido y las horquillas del cabello, enseguida le masajeó la cabeza y los hombros y la

llevó hasta la cama donde le dio un tierno beso.

–Me encanta que tengas esa sonrisa en los labios –dijo Darcy.

–Es el efecto de tus besos.

–Y ese brillo mágico en tus ojos…

–¿Ya tomó su resolución Sr. Darcy?

“Ojalá solo dependiera de ella”, pensó recordando que no volvería a dejar a nadie abandonado.

–Te amo Lizzie –murmuró y la rozó con sus labios lenta y pausadamente, acariciando como habría querido

acariciar su cuerpo, provocando que ella suspirara y quisiera rescindir su disposición.

“Pero si sigo firme, mañana a primera hora se irá esa mujer”, logró reflexionar Lizzie cuando sintió el frío

que le provocó que su marido se separara de ella y abrió los ojos para encontrarse con esa cálida mirada que

la observaba con cariño.

–Ahora duerme.

–Quiero que vengas conmigo, que me abraces.

–Regreso en un momento.

Y así lo hizo.

Había llovido toda la tarde, y parecía que así iba a continuar. Afortunadamente Darcy se encontraba en su

despacho con el Sr. Boston y con Bingley. Habían esperado que se quitaran las lluvias para que Jane pudiera

ir de visita mientras su marido trabajaba con el Sr. Darcy, pero no había sido posible. Lizzie acostó a su

pequeña en la cuna y, tras alcanzarle un juguete a Matthew, se sentó frente a su escritorio para escribirle

unas líneas a su hermana y mandarlas con su cuñado, informándole que todos estaban bien, aunque ella no

se sintiera tan bien. ¿Cómo sentirse cómoda si esa mujer continuaba bajo el mismo techo, aunque recluida

en su habitación, cuando había esperado que su marido tomara la decisión de sacarla rápidamente?

Desde que sucedió el accidente no la había vuelto a ver, el mayordomo y el ama de llaves que se habían

quedado a cargo tras la ausencia de los Sres. Smith, eran quieres la mantenían informada de sus progresos y

de las visitas que el médico había hecho. Además, la doncella que se le había asignado la cuidaba todo el

tiempo y tenía órdenes de informarle al ama de llaves cualquier cosa que necesitara, para, a su vez,

participárselo a la señora de la casa.

Lizzie puso un poco de arenilla para que la tinta se secara, limpió la pluma y dobló el papel para colocarle el

sello. La puerta sonó y la Sra. Reynolds entró para avisarle que el baño de los niños estaba listo.

Cuando sus hijos ya estaban acostados, Lizzie se retiró a su habitación para cambiarse y bajar al comedor

para la cena. Se asomó a la ventana, viendo una oscuridad que solo era interrumpida por las lámparas de

aceite que bailaban con el agua, alumbrando el sendero hacia la casa. Cerró las cortinas para que se

concentrara el calor de la chimenea y la pieza tuviera una temperatura agradable a su regreso, deseando que

su marido la despojara de sus prendas, aunque todavía no… esa mujer seguía en la casa. Sabía que no

debería ponerle condiciones, aunque si no lo hacía corría el riesgo de que él disminuyera la premura de

sacarla de la casa en cuanto el médico lo permitiera, y esa mujer buscaría cualquier pretexto para seguir

invadiendo su privacidad.

En cuanto estuvo lista, bajó al salón principal y se quedó paralizada al ver quién la había precedido.

–¡Sra. Darcy! Disculpe que no me levante pero mi pierna todavía me duele, aunque dice el doctor que ya

puedo caminar –indicó la Sra. Willis con la amabilidad con la que se dirigía a ella cuando la conoció, si es

que alguna vez fue realmente afable–. Ya no puedo ser grosera con mis atentos anfitriones, ustedes han sido

tan cordiales conmigo y siento la obligación de corresponderles de alguna manera, sobre todo al Sr. Darcy,

218

quien, con su oportuna asistencia, me salvó la vida. Usted debe sentirse muy orgullosa de su marido. Pero

¡pase y tome asiento!, está usted en su casa –se burló al tiempo que Lizzie retomaba el paso.

En ese momento se escuchó que la puerta se abría nuevamente y los caballeros entraron. Darcy miró a las

presentes e interrumpió la conversación que sostenía con el Sr. Boston. A Bingley pareció no importarle,

saludó y se dirigió a Lizzie para participarle los buenos deseos que Jane le mandaba por su conducto y ella

no respondió, olvidándose de la carta que traía en la bolsa de su vestido. Bingley hizo una reverencia para

despedirse de las señoras y se retiró. Los anfitriones permanecieron en un silencio incómodo, Lizzie ni

siquiera tuvo la cortesía de invitar a su hermano a cenar y quedarse hasta que pasara la lluvia, aunque su

marido lo había hecho antes de llevarse esa sorpresa.

El silencio se rompió cuando el Sr. Boston se dirigió a la señora de la casa:

–Sra. Darcy, hasta hoy se me presenta la oportunidad de agradecerle su hospitalidad.

–Es lo mismo que yo le decía, han sido tan amables conmigo al permitir que pase mi convalecencia en su

casa –indicó la Sra. Willis.

–Me alegra que ya se haya recuperado –dijo Lizzie tratando de controlar el nerviosismo en la voz y tomando

asiento enfrente de ella–. Supongo que el médico le permitirá regresar a su casa pronto. Seguramente sus

cachorros la extrañan.

–Sí, yo también los extraño. A este tenor, echo de menos nuestras reuniones de trabajo, Sr. Darcy. Pero en

cuanto esté dada de alta regresaré a trabajar.

–Es posible que el médico le pida un tiempo de descanso, no tiene por qué desgastarse tanto si los negocios

caminan prósperamente. Los señores se lo pueden certificar en este momento, como mi marido me comenta

todos los días.

–Me alegro de que todo esté funcionando como debe ser, aunque tengo que reconocer que me gusta trabajar

bajo el Sr. Darcy –dijo riéndose y viendo a su socio con una mirada provocativa, afirmando con su sonrisa

sus palabras.

Lizzie se puso pálida, Darcy estaba furioso y también mudó de color a uno más encendido. Tras un molesto

silencio, el Sr. Smith anunció que la cena estaba servida.

Darcy se acercó a su esposa y le ofreció el brazo, el Sr. Boston no tuvo más remedio que hacer lo mismo con

la dama, aunque no había salido de su sorpresa por tan intempestivo comentario.

–La acompaño hasta su lugar antes de irme –indicó el Sr. Boston a la Sra. Willis ofreciéndole el brazo.

–Si gusta puede quedarse a cenar Sr. Boston –aclaró el Sr. Darcy, con la esperanza de que con su presencia

la Sra. Willis guardara la compostura.

–Sí, claro, usted no tiene la prisa del Sr. Bingley por llegar a cenar a casa –dijo riendo la Sra. Willis.

Lizzie le indicó a su marido que ella se sentaría a su lado, aunque la etiqueta exigía que los anfitriones

ocuparan los lugares de las cabeceras, por lo que le ayudó con la silla al tiempo que el Sr. Boston hacía lo

mismo con la señora, ofreciendo su más indispensable auxilio para que se sentara.

–Le decía a la Sra. Elizabeth que debe estar muy orgullosa de usted –dijo la Sra. Willis a Darcy–, cualquier

mujer se apreciaría ufana al tener un hombre capaz de salvar la vida de otra persona. Usted es tan fuerte que

me cargó sin realizar mayor esfuerzo, me sentí muy bien en sus brazos, como nunca me había sentido.

–Tal vez si dejara su negocio en las manos expertas de su socio y sus colaboradores, usted podría dedicar

tiempo a conocer a más personas, tal vez algún pretendiente, con quien encausar adecuadamente sus

necesidades de afecto –indicó Lizzie, tratando de controlar la ira que sentía desbordar.

La Sra. Willis la miró y cambió la conversación:

–Tiene usted una casa muy hermosa, tengo que reconocer que en excelente estado de conservación. Sr.

Darcy, ¿sigue durmiendo en la misma habitación?

–Por supuesto, con mi esposa, claro está. Siempre duermo en su compañía.

–Supongo que la habitación de sus hijos está muy cerca, para que su esposa pueda atenderlos cuando es

debido.

Darcy no respondió, pero ella continuó curiosa:

–¿Y lo dejan descansar?

–Me he percatado de que solo puedo dormir bien en compañía de mi dulce amada –dijo viendo y tomando la

mano de su mujer cariñosamente.

–¡Vaya!, ¿solo dormir? Efectivamente, no es de extrañarse. ¡Tanto silencio solo significa eso, que han

dormido como polluelos! –certificó riendo, recordando los sigilosos paseos nocturnos de las últimas noches

en los pasillos de Pemberley.

219

–De modo que usted… –cuestionó Darcy con la mirada y se interrumpió cuando su mujer se levantó de la

silla.

–¿Usted ha estado deambulando por las noches? –increpó Lizzie.

–¿Desde hace cuánto tiempo ha dejado insatisfecho a su marido? –la pregunta quedó en el aire por unos

segundos–. ¿Meses, quizá? Con razón.

–¡Si usted ha podido vagar por mi casa de noche, entonces ya puede regresar a la suya!

–Apelo a la generosidad del Sr. Darcy, está cayendo una tormenta, tal vez más fuerte que la vez anterior.

Solo le pido una noche, prometo quedarme dentro de la alcoba, como usted suponía que hacía las

veinticuatro horas del día. ¿No se lo dijo, Sr. Darcy?

–¡Yo no tengo nada que decir al respecto! ¡Solo una noche y se marcha de mi casa! ¡A primera hora! –

contestó Darcy enojado, de pie.

–Le agradezco mucho. Creo que me retiraré a mis aposentos. Dejaré la puerta sin llave, por si quiere

comprobar mi paradero o buscar compañía –dijo sugerentemente, dirigiéndose a Darcy, y se marchó.

Cuando la puerta del comedor se cerró, las miradas de Darcy y de Lizzie se encontraron para recuperar el

sosiego que ambos necesitaban, él ayudó a su mujer a sentarse nuevamente y dijo al Sr. Boston:

–Disculpe lo sucedido.

El Sr. Boston concedió en silencio, comprendiendo por qué la insistencia de su patrón de disolver la

sociedad con la Sra. Willis y su estado irascible en los últimos meses, así como la presencia del Sr. Webster

en las reuniones.

Tras un profundo silencio, los caballeros sostuvieron una conversación de negocios que Lizzie no escuchó y

que Darcy tenía la obligación de conducir.

Darcy salió a montar al amanecer, la lluvia ya había cesado aunque todo estaba lleno de barro, había

dormido mal por el disgusto que había tenido que soportar debido al comportamiento de la Sra. Willis.

Lizzie no hizo ningún comentario al respecto, pero su molestia se había incrementado con lo sucedido, ella

también se había mostrado inquieta en la cama, pero no como él hubiera querido. Por esa razón, en cuanto

inició el ruido de la mañana decidió levantarse y sacar toda la tensión acumulada con el ejercicio, sin eximir

la posibilidad de hacerlo de otra forma en cuanto esa mujer se fuera de su casa.

Recorrió el sendero por el que acostumbraba cabalgar, el mismo que su padre cabalgó con él cuando fue

capaz de dominar un caballo, para revisar que todo estuviera en orden en su propiedad. Desde entonces

había cultivado el hábito de su deporte, acompañando a su padre y luego de forma independiente. Recordó

los sentimientos encontrados que había experimentado a la muerte de su progenitor, cuando había sentido

una profunda soledad cruzando ese camino, pero sintiendo un enorme alivio al poder sacar de esa forma su

tristeza y su tensión, como lo había sido la música en el caso de su hermana. Sentía que su padre se

comunicaba con él a través del susurro de esos árboles que los habían acompañado en felices trayectos. Esos

árboles habían conocido sus alegrías y sus tristezas a través de los años y había deseado desde siempre

compartirlo con su esposa y en un futuro con sus hijos, aunque no había sido posible, ya que solo podían ser

recorridos a caballo.

El corcel se sabía de memoria el camino, casi no lo tenía que guiar y detener en los lugares acostumbrados

para que él observara el paisaje. El animal ya se había detenido mientras su amo seguía en sus cavilaciones,

resopló y Darcy descendió para ver el maravilloso espectáculo desde ese acantilado, aspiró profundamente

sintiendo más tranquilidad. En ese lugar podía ver sus problemas desde otra perspectiva, tal vez había sido

demasiado condescendiente con la Sra. Willis en los asuntos de negocios y por ello disfrutara de “su

trabajo”. Posiblemente ya era hora de que ella viera la disciplina y la exigencia que se requería cuando una

persona se ponía al servicio de otra, era tiempo de que empezara a delegarle algunas tareas que pudiera

realizar en su casa, lejos de su presencia, para que lo dejara tranquilo. Tal vez solo le pediría cuentas una vez

a la semana o a la quincena, si fuera posible al mes, atiborrándola de trabajo para ver si seguía disfrutando o

decidiera molestar a alguien más.

Subió a su caballo con este nuevo plan, necesitaría la ayuda del Sr. Boston para decidir cuáles serían las

tareas que le encomendarían a ella, que parecieran importantes pero que no fueran indispensables para la

labor de los demás, en caso de que las realizara mal o de que no las realizara. Azuzó a su animal para

continuar con el recorrido, esperando que esa mujer ya se hubiera retirado de su casa y Lizzie se encontrara

más tranquila a su regreso. Sonrió al imaginarse una posible bienvenida llena de cariño de parte de su

220

esposa, el beso que él le daría, las caricias con que quería halagarla y la ardiente respuesta que ella le

regalaría.

A pocas millas de llegar a la casa, Darcy escuchó un grito, por lo que detuvo a su caballo y lo desvió del

camino para seguir el ruido que se repitió una vez más, hacia el acantilado donde casi sufrió un accidente

hacía unos años, cuando intentaba detener el caballo desbocado de Georgiana. Una y otra vez lo volvió a

escuchar y al llegar al claro observó a lo lejos una figura blanca gritando. Espoleó al corcel para apresurar el

paso antes de que esa mujer cayera al precipicio en un intento de alejarse de las víboras que la atosigaban.

La levantó en vilo con un solo brazo desde el lomo de su caballo y la colocó delante de él, retomando la

velocidad para dirigirse a su casa y terminar con esa locura.

Lizzie estaba en la habitación de sus hijos abriendo una carta que recién había recibido desde Londres, de

Georgiana. En realidad estaba dirigida a los Sres. Darcy, pero como su marido no había llegado se podía

tomar la libertad de conocer la noticia antes que él. Si se llegara a molestar, podría darle un beso y mucho

más para que la perdonara, ya que la Sra. Willis había sido corrida de la casa por su marido con

instrucciones precisas de abandonar la mansión a primera hora. Según le indicó el Sr. Smith, la habitación

había sido desalojada desde muy temprano. Tomando en cuenta esa situación podrían haber adelantado su

sesión amatoria si su marido no hubiese ido a cabalgar. Pero faltaba poco para que regresara y su desayuno

ya estaba listo en la habitación, con órdenes de no interrumpir a los señores. Lizzie se debatió cómo

ataviarse para la ocasión, pero decidió colocarse un vestido con muchos botones y permitir que su marido la

sedujera y se lo quitara lentamente… Claro que había sido incómodo a la hora de alimentar a Stephany,

aunque sabía que sería por poco tiempo.

“Queridos Lizzie y Darcy: Patrick y yo, y por supuesto Rose, estamos llenos de alegría por la noticia que

queremos compartir con ustedes, ¡estoy embarazada!...”

–Parece que el Sr. Darcy está regresando, pero… –indicó la Sra. Reynolds que había visto el caballo

mientras corría las cortinas para permitir el paso del sol.

–¿Ya viene? –indagó emocionada levantándose de su silla y salió corriendo sin dejar que la Sra. Reynolds

acabara de hablar.

Bajó velozmente las escaleras, como cuando era niña y se apresuraba para saludar a su papá, olvidándose de

todo menos de la alegría de reunirse con el ser amado, la persona más importante para ella en la vida,

además de tener una noticia maravillosa para compartir.

Recorrió el pasillo de ajedrez olvidándose de sus modales y el lacayo de la puerta le abrió sin poder evitar

una sonrisa, deseando que alguien lo recibiera de esa manera. Ella se quedó paralizada al ver lo que sucedía:

su marido llegaba en su caballo, con la Sra. Willis delante de él, con la bata abierta y mostrando el

pronunciado escote de su camisón. Sus ojos se encontraron pero ella no hizo el menor esfuerzo por cubrirse

mientras el mozo le ayudaba a descender, teniendo que retirar la vista discretamente. Lizzie la escuchó decir:

–Sr. Darcy, sin duda la naturaleza lo ha dotado generosamente. También para mí ha sido un placer cabalgar

con usted.

Lizzie dirigió una mirada de decepción a su marido, sintió una profunda tristeza mientras sus ojos se

llenaban de lágrimas. Se volvió hacia la casa corriendo hasta su alcoba mientras Darcy, perturbado por lo

sucedido, le indicó a su lacayo:

–¡Ocúpate de llevar a la Sra. Willis a su casa inmediatamente!

–Pero…

–¡En este momento! –dijo retirándose y haciendo caso omiso a las risas y los comentarios de esa mujer.

Darcy subió rápidamente, se sorprendió y sintió un poco de sosiego al comprobar que su alcoba no tenía la

llave puesta, al menos Lizzie no le había negado la entrada, no le negaría su explicación y tal vez tampoco

su consuelo, pero se quedó petrificado al escuchar la pregunta que lo esperaba al cerrar la puerta:

–¿Te gustó sentir el roce de su cuerpo? –increpó hecha un mar de lágrimas.

–¿Cómo? –indagó azorado, tras salir de su impresión–. Pero Lizzie, eso no…

–¡No lo niegues! ¡No sé si hubo otro tipo de contacto entre ustedes, pero este no me lo puedes negar! ¡Es

evidente! –exclamó con un dolor en la mirada que lo dejó traspasado.

–Lizzie, no confundas las cosas.

–¡No las confundo! ¡Eres hombre y es obvio que con la cercanía y el movimiento…!

–¡Responderé a tu pregunta de una manera muy sencilla! ¡El roce de su cuerpo fue muy desagradable para

mí! Nunca lo podré comparar con lo que siento a tu lado, eres la única que me hace perder la cordura –dijo

221

aprisionándola en sus brazos con urgentes caricias e invadiendo su boca aun cuando ella se resistía

empujándolo, pero ya tenía la espalda contra la pared.

Darcy siguió insistiendo para que las caricias de sus labios la derritieran y cediera su boca, mientras Lizzie

luchaba por concentrarse y no dejarse llevar por el placer que él le procuraba.

–¡Dé…jame! ¿Qué haces? ¡Darcy, ah…!

Él no se aplacó y jaló con desesperación el vestido haciendo botar los botones para invadir otras partes de su

cuerpo que no podría resistir, estimuló con sus besos y su lengua hasta que su mujer empezó a emitir

gemidos, echó la cabeza hacia atrás atrayéndolo hacia ella y se perdió entre sus brazos.

–¿Por qué sigues llorando? –preguntó Darcy todavía con la respiración agitada después de besarla–. ¿No te

gustó?, ¿te lastimé? –indagó preocupado.

–No, no es eso. Estoy bien y no tengo que aclararte que fue maravilloso. Pero… ¡es que ella te sintió! ¡Sintió

parte de ti que solo a mí me pertenecía!

–¡Así es y así seguirá siendo! –exclamó percatándose de que su mujer abría mucho los ojos–. Tú eres mi

única dueña y yo no quiero que eso cambie –dijo apoyando su frente sobre la suya–. Solo te pertenezco a ti,

enteramente y para siempre. Te lo acabo de comprobar.

–Si pretendes comprobar con esto que no hubo otro tipo de contacto entre ustedes, debo reconocer que no

me has convencido, conociendo tus antecedentes.

–Sabía que corría ese riesgo. ¿No me salva mi apasionamiento, causado por el gran amor que te tengo y

varios días de abstinencia?, ¿la locura que despiertas en mí? –Darcy supo la respuesta al percatarse de que la

tristeza seguía presente en su mujer–. No tengo manera de que compruebes mis palabras porque tus encantos

siempre provocan los mismos efectos devastadores en mí, invitándote a pensar que sucedería lo mismo con

otras mujeres. Comprendo tus recelos pero no los comparto, yo he podido comprobar que eres la única

mujer que me hace perder la cabeza, eres la única con la que he estado y la única con la que deseo estar.

Darcy la besó y ella correspondió, aunque lo interrumpió antes de que continuara.

–Darcy, dime cómo fue que acabó sentada frente a ti.

–¿Ahora?

–Sí, ahora.

–Escuché unos gritos antes de llegar a la casa, desvié mi camino y la encontré en la orilla del acantilado

rodeada de algunas víboras. No podía dejar que se cayera o que alguna le mordiera, aunque mis deseos

hayan ido en esa dirección. Muchos de aquí sospechan la aversión que siento hacia ella desde su viudez y si

ese accidente sucede en mi propiedad, estando bajo mi amparo, las sospechas podrían recaer sobre mí. No

quise correr ese riesgo, aunque con esto tal vez tu impresión cambiará, no lo hice por generosidad, era mi

deber, al igual que cuando se volcó su carruaje. Y ahora confiesa tú, ¿qué significado tenía la alegría de tus

ojos cuando llegué?, ¿el desayuno en la habitación?, ¿absoluta privacidad? Nadie nos ha interrumpido, a

pesar de tus quejas.

–Era una orden mía, y la cariñosa bienvenida que tenía reservada estaba acompañada por una noticia.

–¿Una noticia?

Lizzie lo besó y cuando se separó para tomar aliento, él preguntó:

–¿Qué noticia?

–¿De qué hablas?

Darcy sonrió, la besó y la llevó a la cama, pensando en que ya habría tiempo para hablar de eso.

Lizzie se desperezó bajo la tierna mirada de su esposo.

–Creo que si no me activo nos van a tener que interrumpir para que pueda alimentar a Stephany, aunque es

una dulce tentación quedarme a tu lado –dijo mientras se levantaba y se colocaba la camisa de su marido.

Darcy sonrió al recordar la primera vez que la había visto usando su camisa, cuando uno de los sueños que

lo atormentaban desde que la había conocido se había cumplido.

–¿Te molesta que la use?–preguntó Lizzie.

–¡No!, en realidad pienso que por fin está en el lugar perfecto –dijo mientras se acercaba y le robaba un

beso.

–Y, ¿cuál es ese lugar, Sr. Darcy?

–Cubriendo tu cuerpo desnudo –murmuró contra sus labios sintiendo que su deseo se incrementaba como

nunca había sentido, hasta hacía pocas semanas que se había casado.

222

Darcy la besó apasionadamente, sorprendido de la generosa respuesta de su adorada mujer.

–Creo que tendré que cambiar de opinión Sra. Darcy –indicó mientras desabrochaba la prenda.

–Pensé que el Sr. Darcy no era voluble –se burló con una mirada juguetona.

–Ahora, el lugar perfecto es el suelo.

Darcy sonrió y pasó la lengua por los labios, todavía sabía a ella.

–Pensé que había quedado satisfecho Sr. Darcy –dijo Lizzie con el vestido en las manos.

–Dime –pidió, con una sonrisa, incorporándose para verla mejor–, si tenías todo planeado para disfrutar de

los placeres conyugales, ¿por qué escogiste ese vestido tan complicado?

–Porque tenía deseos de disfrutar de una lenta seducción de mi marido.

–Oh… Espero haber cumplido con tus expectativas después… De lo contrario, sabes que soy materia

dispuesta.

Lizzie se rió.

–No me cabe duda Sr. Darcy, pero su orgullo está a salvo, por esta vez.

–Lástima. Aunque eso puede tener solución.

–¿Cuál?

–Ahora que me acuerdo, tú tenías cierta noticia para compartir. Espero que ya la puedas recordar.

–Y ¿cuál es la solución que usted tiene en mente? –indagó, picada por su curiosidad.

–Como soy un caballero, permitiré que la dama hable primero –dijo con una encantadora sonrisa.

–Usted, como caballero, debe respetar el deseo de una dama a guardar ciertos asuntos de su intimidad en

privado.

–¿Sería muy indecoroso tratar de convencerla a través de una lenta seducción?

–¡Absolutamente! Más tratándose de una mujer inocente como yo.

–¿Inocente? ¿Casada desde hace años?

–Soy casada, ¡pero yo no sería capaz de tener una aventura con un desconocido!, aunque fuera tan atractivo

como usted.

–¿Aventura?, ¿desconocido? –Darcy se levantó y vio una chispa de diversión en los ojos de su esposa y

decidió seguirle el juego–. Me alegro, Sra…

–Sra. Elizabeth.

–Luce encantadora con esa ropa, Sra. Elizabeth.

–No estará pensando que deseo provocarlo.

–No, por supuesto que no. Usted es una dama… casada, y yo soy un caballero. Espero que mi atuendo sea

de su agrado –dijo, incitando que Lizzie se riera, asintiendo–. ¿Me permite abrocharle los botones que le

faltan?

–¡Sr. Darcy, usted no se atrevería!

–Entonces no le importará que deje de resistirme y decida aceptar la invitación que usted me hace –dijo

acercándose.

–¡No se atreverá a tocarme Sr. Darcy! –dijo dando unos pasos para atrás, cubriendo su pecho con el vestido.

–Usted podrá evitarlo si me dice de qué se trata la noticia que con tanto recelo quiere reservar.

–¡Está bien! Llegó una carta de Georgiana –dijo, buscándola en la bolsa de su vestido–, pero no podrá leerla

hasta que conteste mi pregunta anterior.

–¿Desea una lenta seducción? –inquirió sonriendo al tiempo que Lizzie, con la carta en la mano, le lanzó el

vestido e iniciaba su escape sin poder contener los gritos y las risas, tratando de alejarse lo más rápido

posible a su vestidor.

Darcy inició su persecución y alcanzó a detener la puerta donde su mujer pensaba refugiarse. Lizzie gritó y

soltó la puerta reanudando su carrera hacia el baño, pero su marido impidió que se escondiera.

–Sra. Elizabeth, debe aceptar que no tiene escapatoria –dijo cerrando la puerta tras de sí mientras ella se

resguardaba junto a la ventana con las manos atrás, en el otro extremo de la pieza–, a menos que quiera salir

de la habitación ataviada con mi camisa a medio abrochar y a mí me impida seguirla.

–Le concedo una segunda oportunidad Sr. Darcy –dijo jadeando–. ¿Cuál es la solución que ha estado

pensando?

–¿Una segunda oportunidad, mi lady? Me considero afortunado, pero esa carta puede llegar a mi poder con

tanta facilidad, al igual que esa seducción que tanto ha deseado obtener –dijo acercándose, rodeando la

bañera hasta estar a un par de pasos de distancia de su objetivo, observando que ella respiraba

aceleradamente aumentando su nerviosismo–. ¿Se rinde, madame?

223

–¡Nunca! –gritó lanzando agua fría a su perseguidor que había podido recolectar momentos antes en una

pequeña vasija.

–¡Lizzie! –exclamó mientras se trataba de secar con las manos y escuchaba gozoso las risas de su amada que

se alejaban.

Darcy se dirigió a su habitación, donde la encontró con una mirada divertida, sin temor a ser descubierta.

–¿Dónde la ha escondido?

–¿De qué habla Sr. Darcy?

–¿Dónde debo empezar a buscar?, ¿debajo de mi camisa?

–No veo dónde puede estar escondida –dijo mirando hacia el interior mientras Darcy la observaba deseoso

de echar un vistazo–, pero tampoco pondré objeciones. ¡Aunque primero tendrá que atraparme! –declaró

rodeando la mesa para salir de su alcance y correr lo más rápido posible por las orillas de la alcoba, sin

bordear la cama ni el sillón.

Con sus enormes zancadas, Darcy tenía suficiente para incitarla a acelerar su paso que, después de dos

vueltas y la risa incontenible, fue disminuyendo, junto con sus fuerzas. Lizzie se subió a la cama gateando

para escapar sintiendo sus manos rozarle el tobillo. Él se incorporó y trató de interceptar su paso al final del

sillón, pero ella retrocedió con un grito para dirigirse a la cama.

–Allí es donde quería verla, ahora es mi turno de inspeccionarla –indicó acercándose.

–¡No! ¡Yo no la tengo! –murmuró resoplando.

–Dijo que no se opondría a una revisión.

–¡No es oposición! Solo que… se me podría parar el corazón si… si usted decide registrarme… o tocarme

en este estado de excitación… Además… como caballero debe evitar que una dama esté sobresaltada…

debe procurar que en su compañía… se sienta bien.

–¿Reanudaremos las clases de civilidad, Sra. Elizabeth?

–Parece que son necesarias.

–Aunque usted no ha comprendido que mi intención es precisamente esa: que usted se sienta bien en mi

compañía.

–¡Entonces deténgase!

–Mi sentido de caballerosidad exige que haga lo contrario.

–¡Vaya sentido de caballerosidad! –gritó cerrando la camisa y haciéndose ovillo para escapar de sus manos

mientras él se acercaba con movimientos rápidos–. ¡Ah!

Darcy logró atraparla de la cintura para hacerle cosquillas hasta que ella le suplicó que se detuviera.

–¿Me dirá dónde escondió la carta?

–¡No! –exclamó sintiendo otra vez el certero ataque–. ¡Ya, por favor! ¡Está en el cajón! –declaró agotada,

tratando de relajarse y de respirar profundamente–. ¿Qué hace Sr. Darcy?

–Inicio una lenta seducción –dijo desabrochando los botones de la camisa, abriéndola y capturando con la

boca uno de sus senos.

–¿No teme que pueda cambiar de lugar la carta? –preguntó después de dejar escapar un gemido, tratando de

concentrarse para no perder la batalla.

–Creo que ya está lo suficientemente cansada por ahora… y después… quedará exhausta.

–Usted no ha cumplido con su parte del trato –dijo, apartándolo con las manos.

–Entonces tendré que leer primero la carta –se incorporó para estirarse, rozando con el vello del pecho el de

su mujer para abrir el cajón y sacar la misiva, haciendo que dejara de respirar por unos momentos–. ¡Vaya,

qué noticia! –exclamó feliz–, por lo visto será necesario hacer unos ajustes a mis planes.

–¿Por qué?

–Pequeñeces que se pueden resolver fácilmente, pero que tal vez me impida participárselos a usted.

–¿Cómo?

–Al menos de momento.

–No Sr. Darcy. Yo ya cumplí mi parte del trato, ahora le toca a usted.

–Hay un pequeño inconveniente.

–¿Cuál?

–Usted es una mujer hermosa –dijo haciendo una pausa mientras acariciaba con el dedo índice su barbilla,

bajando por su garganta, continuando lentamente su camino–, con la que sueño todas las noches, está en mi

mente desde el alba hasta… No, siempre está en mis pensamientos.

224

Darcy la besó mientras su mano acariciaba su torso, vagando sin rumbo fijo, acercándose peligrosamente a

esos lugares secretos que tanto la incitaban pero sin tocarlos, rodeando una y otra vez para tentar,

enfocándose a despertar su deseo. Lizzie tomó su muñeca para guiar su mano y motivarlo a que cubriera y

frotara el montículo pero él no cedió.

–Tiene una piel tan suave y unos labios exquisitos, jamás había probado algo semejante –dijo mientras la

besaba en el cuello, en el hombro, en el hueco de la clavícula, bajando con sus labios, provocando que ella

se arqueara para que la tomara con su boca. Sin embargo, el camino que había hecho con los dedos ahora lo

repetía con la lengua, rozando con su respiración aquellas zonas que evitaba, arrebatando suspiros de placer.

–¡Oh, Darcy!

–Me alegra que le guste, Sra. Elizabeth.

–Pero no ha cumplido su palabra.

–¿Quiere que suspenda mi actividad?

Retomó el camino ascendente hasta llegar al hombro, despojándola de la camisa y dejando su brazo

descubierto, donde reanudó su recorrido, lentamente, como había sido el deseo de ella.

–¿Cuál es su plan, Sr. Darcy?

–Antes de decírselo, tenemos que resolver el primer inconveniente.

–Entonces resuélvalo.

–Lo estoy haciendo –dijo repitiendo el procedimiento con el otro brazo.

Unos minutos después de que reanudó la invasión a su torso su sensibilidad había aumentado

significativamente. Lizzie respiraba con agitación, el pulso en su cuello se veía vibrar, sus gemidos se hacían

más urgentes, los latidos de su corazón retumbaban en su caja torácica y se incrementaban al acercar sus

labios a ese lugar rodeando sin tocar la zona más placentera, torturándola y provocando que lo deseara

intensamente. Sus extremidades se notaban tensas y el maravilloso rubor que lo encantaba había aparecido,

ya no podría alejarse aunque tuviera la voluntad de hacerlo, ella no lo dejaría.

–¡Oh, Darcy, por favor! –exclamó jalándolo para que la cubriera con su cuerpo y la llenara.

Darcy la besó con ardor, rozando con su parte más sensible como ella tanto deseaba aunque estaba

perdiendo el control de la situación. Se separó unos centímetros y la miró a los ojos deteniendo su

seducción.

–Sra. Elizabeth –dijo con la voz afectada por la pasión–, me temo que sigue existiendo el inconveniente:

usted es una mujer casada, por lo que no puedo hacerle proposiciones indecorosas, aunque lo desee tanto

como usted, por lo que mi plan… y el siguiente paso tendré que cancelarlos.

–¡No! –negó rotundamente estrechándolo con ímpetu para evitar que se alejara.

–¡Su marido me retará a duelo si nos encuentra en estas condiciones!

–Agradezco al cielo que tú seas mi marido.

–Yo también –susurró besándola y llenándola sin reservas mientras la camisa llegaba a su lugar perfecto.

–Entonces, ¿cuál es el plan que no me has compartido? –preguntó Lizzie cuando regresó su lucidez.

–El segundo inconveniente sigue existiendo, aunque pensándolo mejor, aun cuando lo resuelva me reservaré

el placer de mantener la sorpresa hasta nuevo aviso.

–Entonces, ¿cuándo me lo dirás?

–Cuando menos te lo esperes.

–¡No es just…! –exclamó siendo interrumpida por un beso apasionado de su esposo.

La puerta que comunicaba a las dos habitaciones sonó, por lo que Darcy se separó, murmurando:

–Justo a tiempo, pensé que nos interrumpirían en el momento más interesante. No, no te levantes –dijo

deteniéndola–, yo voy por Stephany. No quiero que sufras de algún mareo o desmayo.

–Deja de hacer alarde de tu desempeño y pregunta antes de abrir la puerta quién toca.

–¿Temes que sea Mary otra vez? –inquirió con una mirada burlona, poniéndose las calzas.

–Mary está en Londres pero puede ser Georgiana y sería una vergüenza que nos encuentre así. ¡No permitas

la entrada a nadie!

–Como ordene mi lady. ¿Puedo usar la camisa?

–Si la encuentras…

Darcy desapareció tras la puerta y pasados pocos minutos regresó con la bebé en brazos llorando.

–Parece que te escucharon retozar y tuvieron la cortesía de entretenerla un momento.

–Pásamela y no te burles que todavía no me has dicho lo que planeas.

225

–Será una sorpresa. ¡Te encantan las sorpresas!

–Dijiste que me lo dirías –respondió mirándolo y simulando estar enojada mientras él se sentó, le entregó a

la niña y la besó.

–Gracias –susurró con una especial ternura que la dejó conmovida.

Se levantó, recogió la ropa tirada dejando la camisola a su alcance y se dirigió al vestidor.

Lizzie regresaba de dar su paseo vespertino por el jardín y entró a la casa por el área de servicio para tomar

agua cuando escuchó a una de las mucamas, deteniéndose antes de ser vista:

–Me da tanta lástima mi señora. Bajó las escaleras corriendo, emocionada para saludar a su marido y las

subió con la misma velocidad sollozando al darse cuenta que él regresaba de tener un encuentro con su

amante.

–Pero si el amo la corrió de la casa, como nunca había corrido a nadie, excepto a las criadas que habían

ofendido a la señora. Sabrá Dios qué habrán dicho para que las despidieran de esa manera.

–Te aseguro que pronto veremos a la viuda otra vez en los pasillos y Dios quiera que nunca la tengamos que

tratar como señora de esta casa.

–Yo recuerdo que el Sr. Darcy amaba a su mujer, más de una vez vi que la besaba como un hombre

locamente enamorado.

–De eso ya hace tiempo, pero mi ama tuvo un parto difícil y seguramente no quiere ponerla ante un riesgo

semejante. El Sr. Darcy sigue siendo hombre y la viuda es muy vulgar, pero tan atractiva.

–Buenas tardes –dijo Lizzie con tranquilidad mientras observaba a las sirvientas mudar de color–. Por favor

disponga el servicio de té, lo tomaremos en el despacho del Sr. Darcy… Y sugiero que sus comentarios se

los guarden para sí mismas, sin duda podrían correr la misma suerte que esas pobres mucamas.

Lizzie continuó su camino hacia el estudio compadeciendo a esas pobres mujeres, el susto que se habían

llevado al verla llegar después de haber cotilleado de esa manera, aunque tenía que reconocer que la habían

defendido. Tal vez, para aclarar sus dudas, tendría que besar y dejarse besar por su marido más seguido “en

público”.

Como Darcy no se encontraba en el estudio, tras preguntar al lacayo por su esposo se dirigió a las

habitaciones familiares. Se introdujo en el salón de juegos encontrando a la Sra. Reynolds cuidando de los

niños y, al notar la ausencia de la bebé, preguntó:

–¿Stephany sigue dormida?

–No señora, hace rato que despertó pero se la llevó el Sr. Darcy. Pensé que se la había llevado a usted para

darle de comer.

–Acabo de regresar de caminar. Iré a buscarlos.

Lizzie entró a su habitación y encontró a Darcy caminando despacio, de espaldas a ella, cantando, arrullando

a su bebé en brazos. Sonrió al percibir esa maravillosa voz entonando a la perfección una canción de cuna.

Nunca lo había oído cantar y decidió permanecer en silencio para no interrumpirlo, pero la puerta sonó.

–Pase –dijo girándose–. ¡Estabas aquí! –exclamó con sorpresa y alegría mientras la puerta se abría y entraba

la mucama con el té solicitado.

Darcy se acercó a su esposa, la tomó de la barbilla y la besó dulcemente en los labios.

–Hoy tardaste más tiempo en tu caminata. ¿Fue placentera?

–Mucho –respondió sonriendo, alegrándose de que las dudas de la mucama fueran respondidas tan rápido y

sin algún esfuerzo de su parte–. Pero creo que mi descubrimiento es aún más placentero –dijo mientras la

mujer se retiraba.

–¿Tu descubrimiento?

–Sí, no sabía que cantaras tan bonito.

–¿Yo?

–Por supuesto, aunque el placer me duró poco.

Darcy sonrió, caminó rumbo a la cuna de su hija donde la colocó con sumo cuidado para no despertarla, se

acercó a su amada tomándola de la cintura, se inclinó hasta su oído e inició el canto de una balada de amor,

al tiempo que bailaba con ella suavemente, envolviendo su cuerpo con los brazos y sus sentidos con su

exquisita voz, con las hermosas palabras que le dedicaba, con su aroma, con su calor, con su tacto, con su

movimiento. Lizzie cerró los ojos y disfrutó de ese momento mágico, que fue sellado con un beso lleno de

devoción.

226

CAPÍTULO XXXIX

“… Debido a esto recurro a ti para pedirte ayuda y completa discreción, implorando que también tu señora

mantenga mi reserva, con la esperanza de que puedas confirmarme lo antes posible”.

–Listo –murmuró Darcy al terminar de leer la carta que sería despachada en unos minutos, junto con la que

había escrito a su hermana felicitándola por su estado de buena esperanza.

La firmó y esparció arenilla. Al confirmar que la tinta había secado dobló el pliego para colocarle el sello

mientras lucía una especial sonrisa en su rostro, recordando los vanos intentos que hizo su mujer durante

toda la noche para sacarle la información de sus planes, lo había torturado dulcemente como él lo había

hecho y casi logró su objetivo. Era increíble cómo lo hacía rayar en la locura sin siquiera tocarlo, lo tenía a

sus pies con saber que ella lo observaba mientras él la admiraba. Y luego, cuando se le ocurrió atormentarlo

soplando ligeramente su cuerpo y la forma en que lo había besado… provocó que perdiera el dominio de sí

mismo y acabó rogándole repetidas veces y con la voz entrecortada que lo dejara unirse a ella. Lizzie lo

evadió siguiendo con el suplicio y utilizando su larga cabellera como el arma más letal de todas, lo recorrió

lentamente arrancándole varios gemidos profundos y ásperos, y con sus caricias lo llevó a un placer

irresistible hasta que su propio deseo hizo insoportable la espera y accedió. Cuando él se adueñó de la

situación, la consintió como solo él sabía hacerlo y la arrastró al clímax una y otra vez. Había sido

memorable, se sentía feliz por la manera en que ella lo había amado.

Si todo salía bien, tal vez pudiera adelantar sus planes unos días, aunque primero tendría que poner en

marcha los planes que tenía para con la Sra. Willis con ayuda del Sr. Boston para que estuviera entretenida

con sus “negocios” desde su casa.

Tras un bostezo, la puerta sonó y Darcy autorizó a que entraran. Era el mayordomo anunciando la llegada

del Sr. Boston.

–Remita inmediatamente esta correspondencia, y que esperen la respuesta del Sr. Bingley antes de regresar –

dijo entregando las misivas.

–Sí señor. Si la Sra. Willis llegara, ¿desea que envíe a buscar al Sr. Webster?

–Por supuesto.

Cuando el Sr. Boston terminó de empacar los documentos que se llevaría para la Sra. Willis y su patrón

enumeraba los últimos pendientes, se escuchó que llamaban a la puerta. El Sr. Smith entró con la bandeja de

plata y se la ofreció a su amo mientras el Sr. Boston se retiraba del despacho. La puerta se abrió nuevamente

y entró Lizzie con la charola de té en las manos.

–Permítame ayudarle Sra. Darcy –indicó el mayordomo mientras Darcy revisaba la correspondencia,

buscando la respuesta de su amigo para esconderla.

–Gracias Sr. Smith –dijo mientras se acercaba a su esposo–. ¿Puedo ver? –preguntó inocentemente

quitándole las cartas de las manos después de besarlo con ternura–. Veo que llego justo a tiempo para

continuar con mis pesquisas –sonrió y revisó las misivas mientras el mozo se retiraba.

Darcy esperó que no estuviera esa carta en…

–¿Carta de Bingley? Seguramente son asuntos de negocios. ¿Quiere que se la lea, Sr. Darcy?

–Se va a enfriar el té.

–Gracias por servirme –indicó mirándolo persuasivamente.

Darcy se sentía descubierto, pensó que debía haber sido más discreto para mantener la sorpresa y se acercó

al servicio para complacer a su mujer mientras escuchaba.

–“Darcy: –leyó Lizzie en voz alta–. Por supuesto amigo, solo dime cuándo”. ¡Vaya! ¡Solo los hombres se

entienden! –exclamó mientras observaba a su marido, quien había respirado con tranquilidad y esbozado una

leve sonrisa, agradeciendo por primera vez que su aliado no fuera aficionado a escribir cartas detalladas

como lo era al hablar–. ¿Qué más tenemos por aquí? ¿Una carta de un par del reino?

–¿De quién?

–De Su Gracia, el duque de Bedford.

–¿Lord Russell? –inquirió acercándose y arrebatándole la misiva, aparentemente enojado.

–¡Darcy! ¿Acaso tiene que ver con tus planes? –indagó sorprendida por su actitud.

–¿Con ese hombre? ¡No! –dijo mientras la abría y la leía en silencio.

–¿Qué dice? –preguntó con curiosidad.

–Nada.

227

–Debió decir algo ya que nunca te escribe, aunque fueron compañeros varios años en la universidad –

explicó calmadamente.

–Es mayor que yo.

–La diferencia de edades no ha sido un obstáculo para que forjaras una fuerte amistad con Bingley. Además,

también con el duque compartiste el mismo techo bastante tiempo. Entonces ¿qué dice la carta?

–Nada importante.

–¿Y por nada importante te enojas?

–Una invitación que no pretendo aceptar.

–¿Una invitación? –inquirió acercándose para tomarla al tiempo que su marido la echaba al fuego de la

chimenea–. ¡Darcy! –expresó molesta y desconcertada por su reacción exagerada.

–Ya he tomado una decisión.

–¡Al menos la pudimos haber tomado juntos! –exclamó alzando la voz y, viendo a su marido impertérrito, se

retiró prontamente.

Lizzie respiró el aire fresco mientras tomaba la mano del lacayo que le ayudaba a descender del carruaje,

deteniendo firmemente a la pequeña que llevaba en brazos. Sonrió y se sintió mucho más tranquila del enojo

con su marido al observar a su hermana caminando hacia ella. Se había presentado en su despacho con la

mejor disposición para compartir el té, él se había enojado con ella por su natural curiosidad y había

quemado la carta para evitar que la viera sin dar ninguna explicación. Lo que más le molestaba era que había

dictaminado sin considerar su punto de vista, aunque fuera un asunto intrascendente.

Se bajó y recibió un cariñoso abrazo y una dulce bienvenida.

–¡Lizzie! ¡Qué sorpresa! Mis hijos se pondrán felices con su visita –indicó mientras acariciaba la cabeza de

sus sobrinos que bajaban con la ayuda de la Srita. Madison.

Lizzie agradeció y las damas se encaminaron hacia el salón para tomar el té, pensando en que tal vez su

marido se molestaría al advertir que había salido sin avisarle personalmente, aunque en realidad había tenido

la intención de hacerlo.

–¿Cómo han estado? –preguntó Jane al ver que su hermana divagaba en sus pensamientos.

–Bien, Stephany ya se puede sentar y los gemelos aprenden más palabras cada día. Me sorprende cómo

avanzan en sus conocimientos.

–Es maravilloso verlos crecer, pero sabes que no me refería a ellos. ¿Cómo estás con tu marido?

Lizzie sonrió y recordó, a pesar de su reciente enojo, lo maravillosos que habían sido los días y las noches en

su compañía.

–Con eso ya me has respondido –espetó Jane con una sonrisa, comprendiendo su expresión–. Me alegro

mucho por ustedes.

–Jane, después de platicar contigo hablé con el Sr. Elton y…

Lizzie detalló la conversación que había sostenido con el vicario y finalizó:

–No sé si sea algo que funcione pero creo que no tienes nada que perder si lo intentas –sugirió mientras una

niña entraba en el salón para saludar a su madrina–. ¡Diana! –exclamó al verla acercarse, se levantó y recibió

un caluroso abrazo.

Tras sentarse, la niña le pidió cargar a la bebé. Lizzie se la acomodó en su regazo.

–¿Ya sabes qué disfraz vas a usar, tía Lizzie? –preguntó Diana mientras su mamá servía las tazas de té.

–¿Disfraz?

–Diana, no sabemos si tu tía Lizzie irá al baile –aclaró Jane.

–Mi papá asegura que los Darcy recibieron la invitación del duque de Bedford.

–Aunque hayan sido invitados no sabemos si podrán asistir.

–Sí la recibimos, aunque Darcy no me dijo los detalles. Tal vez ustedes me puedan poner al corriente.

–Lord Russell ha invitado a algunas amistades y sus familias a su residencia de campo el próximo mes.

Habrá cacería para los aficionados y un baile de disfraces.

–¡Suena divertido!

–Charles ya confirmó nuestra asistencia, ahora me ha dado la tarea de escoger nuestros disfraces, aunque la

carta dice que los cónyuges deben desconocer el disfraz de su pareja.

–¿Eso es posible?

–Al menos eso intentan, aunque Charles ya me dijo que quiere vestirse de duende.

–¿Y qué fechas son?

228

–Aquí tengo la carta –dijo Jane sacándola de su bolsillo y se la entregó a su hermana.

“El duque y la duquesa de Bedford se complacen en invitar a usted, a su bella esposa y a su familia a la

residencia Woburn Abbey, en Woburn, Berfordshire…”

–¡Sra. Darcy! –exclamó Bingley acercándose mientras Lizzie se ponía de pie–. ¡Veo que ya están planeando

los disfraces para el baile! Será un evento muy concurrido.

–Sin duda –dijo Lizzie cuando se escuchó que un trueno caía fuertemente cerca de la casa.

–Parece que va a caer una tormenta –comentó Bingley.

–Creo que es mejor que me vaya. Si el clima lo permite mañana regreso para que pensemos en los disfraces.

–Sí, nos queda poco tiempo para planearlo –declaró Jane.

–¿Me la prestas? –inquirió con la invitación en la mano.

–Por supuesto.

Las hermanas se despidieron, Lizzie recogió a sus hijos y al aya y Bingley los escoltó hasta el carruaje.

Cuando regresó al lado de su esposa, le dijo:

–Excelente idea de Darcy, su sorpresa casi coincide con el gran evento del duque. De esta manera tu

hermana estará pensando en fiestas y disfraces y se olvidará de lo demás.

–¿Ya te confirmó las fechas?

–Sí, acabo de recibir su misiva.

La lluvia aguantó hasta que el carruaje estaba cerca de Pemberley. Darcy suspiró al verlo a través de la

ventana, mientras observaba las grandes gotas que empezaban a caer. Definitivamente la decisión de su

esposa de hacer una visita a su hermana no había sido la más prudente, aunque por lo menos ya podía estar

tranquilo. Se sentó enfrente del escritorio para terminar la carta que estaba haciendo.

A los pocos minutos sonó la puerta y entró Lizzie. Darcy se puso de pie y la observó, su peinado había sido

alterado por el viento y las gotas que habían caído, seguramente el abrigo había sufrido las consecuencias de

su decisión.

–Espero que nadie se haya mojado –comentó Darcy circunspecto.

–Si con nadie se refiere a sus hijos, no tiene de qué preocuparse, Sr. Darcy.

–Lizzie…

–Fui a ver a mi hermana, como seguramente el Sr. Smith le informó, y allí me he encontrado con una grata

sorpresa…

–¿Te lo dijeron? –inquirió disgustado por la indiscreción de su amigo.

–Por supuesto, de hecho he traído la carta conmigo. Solo me faltó leer las fechas. Vamos a ver –dijo Lizzie

mientras sacaba la misiva de su bolsillo y extendía el papel–. Parece que es a mediados del mes de mayo,

tengo entendido que no tenemos compromisos en esas fechas. Lo que no entiendo es por qué el Sr. Darcy

tomó una decisión sin considerarlo con su esposa. No veo la razón por la que haya declinado la invitación,

tomando en cuenta que los Sres. Bingley ya han confirmado su asistencia.

–Lizzie, no lo entiendes.

–¡Claro que lo entiendo! Estamos siendo invitados como familia a un evento del duque de Bedford y mi

marido no la acepta porque no le gustan las fiestas, ¡y menos de disfraces!

–Lizzie, sabes que no me gustan pero no es por eso que me he negado a asistir. Tú no los conoces.

–Tiene usted razón, Sr. Darcy. No los conozco porque a mi marido no le gusta asistir a este tipo de

invitaciones con su esposa, ¡porque tal vez piensa que puede hacer el ridículo y ser el motivo de los cotilleos

de la alta sociedad!

–¡Eso es mentira y lo sabes!

–¡Entonces explíquese!

–Es la gente de la alta sociedad de la que te quiero alejar porque… porque… aunque son parte de la nobleza,

algunos no tienen nada de nobles y dudo mucho que las intenciones del duque al invitarnos sean honradas.

–¿Dudas de las intenciones del duque? ¡Es un hombre casado, tiene hijos de su primer y de su segundo

matrimonio! No puedes ponerte celoso solo porque en la invitación escribe que invita “a usted y a su bella

esposa”, también lo escribió en la carta que recibió Bingley.

–¡No es por eso! Hay muchos nobles, no solo el duque, que aprovechan este tipo de reuniones para ampliar

sus amistades…

–Por supuesto que sí, como cualquier persona normal que busca a través de los bailes conocer a más gente, o

reunirse con los antiguos amigos.

229

–¡No solo buscan eso!

–Y si se reunieran con otro tipo de intenciones, ¿acaso crees que carezco del criterio para darme cuenta de

ello? ¿Desconfías tanto de mí que ni siquiera consideras mi punto de vista para tomar una decisión? ¡Están

invitando a las familias! ¡Son solo unos días!, ¡es solo un baile! ¡Un baile en el que quería ver tu nombre en

mi carnet, únicamente tu nombre!

Darcy dio unos cuantos pasos hacia la ventana, la lluvia había aumentado y se veían caer ríos de agua de la

escalera. Respiró profundamente mientras su mujer esperaba y se giró.

–Nunca podré entender la fascinación que causa un baile en las mujeres –masculló molesto, sin tener más

argumentos.

–Pues ya tienes una hija, así que acostúmbrate –se acercó y lo abrazó feliz de que hubiera accedido.

Los siguientes días Lizzie visitó a Jane para planear los disfraces del baile. Darcy estuvo trabajando fuera de

casa, en el despacho y organizando con sus empleados la sorpresa que realizaría en pocas semanas, previo al

viaje a Woburn Abbey. No tuvo que preocuparse por algún descuido de su personal o la vigilancia que

seguramente su mujer había pretendido tener para descubrir sus planes, al menos de día. En cuanto llegaba

la noche era otro cantar, hasta que ella se dormía.

Las doncellas y el ayuda de cámara empacaron, según las instrucciones de su amo, las pertenencias de los

gemelos por un lado, y la de los señores y de Stephany por otro. Pocos días antes, Darcy se dio el lujo de

escoger algunos negligés de su agrado, mientras su esposa dormía, para esconderlos dentro del baúl que el

Sr. Webster le había preparado, mismo que tuvieron que ocultar de la inspección de la señora de la casa,

aunque podían usar la coartada perfecta: los baúles para el viaje a Woburn.

Jane fue una excelente ayuda para que Lizzie estuviera fuera de casa unas horas cada día y hacer posibles

todos los preparativos. Las señoras estuvieron muy entretenidas confeccionando los disfraces que llevarían,

con la ayuda de la modista que regularmente les prestaba servicio. También Lizzie auxilió a Jane para iniciar

a su sobrina en algunos bailes y en aprender a servir el té correctamente, mientras los gemelos jugaban con

sus primos en el salón de juegos de Starkholmes.

–¡Vaya! Hoy sí que hemos reído, cantado, bailado… –dijo Lizzie mientras se sentaba en el sillón del

despacho de su marido.

–Me alegro de que te hayas divertido con Jane –declaró Darcy ubicándose a su lado.

–Diana aprende rápido y tiene la gracia de su madre para bailar. Dice que quiere que le enseñe a tocar las

melodías que interpreté para su clase de baile.

–Tendrá que ser aquí, porque no permitiré que te alejes más de esta casa.

–Los días anteriores no te habías quejado.

–Porque comprendo que tengas cosas que hacer con tu hermana para el baile, pero sabes que igualmente lo

pueden hacer aquí.

–Jane ha insistido en que nos veamos en su casa, todavía nos falta terminar algunas cosas de los disfraces,

aunque cuando le dije que nos veíamos mañana Diana aseguró que eso era imposible.

–¿Imposible?

–Sí. Jane la silenció con la mirada. Por eso he pensando que tal vez el Sr. Darcy tenga alguna explicación…

–Y por fin, ¿de qué será tu disfraz?

–Tengo el derecho de reservarme esa información, Sr. Darcy, al menos hasta que usted decida revelarme sus

planes.

–Supongo que ya es hora de hacerlo. Mañana saldremos después del desayuno y, sugiero que planees tus

clases de piano hasta después del baile porque es hora de que pueda disfrutar exclusivamente de tu

compañía, o al menos casi.

–¿Casi exclusivamente?

–La Sra. Darcy llevará a una pequeña carabina, Stephany. También nos acompañará la Srita. Madison para

que se encargue de ella mientras no esté hambrienta.

–¿Y los niños?

–Se quedarán con los Bingley, custodiados por la Sra. Reynolds, ya verifiqué que llevaran todas las

medicinas de Christopher y el Dr. Thatcher está informado de que se quedará con ellos. El equipaje está

listo…

–¡Uau! ¿Y cuál será nuestro destino?

–Bath.

230

–¡¿Bath?! –exclamó sumamente emocionada y lo abrazó.

–Quiero llevarte y disfrutar contigo de los baños privados.

–¿Acaso quieres repetir la experiencia anterior?

–¡Absolutamente!

CAPÍTULO XL

Después de quince días de descanso y de recibir esporádicas cartas de Jane avisando que Christopher y

Matthew se encontraban bien, los Sres. Darcy arribaron a Pemberley. Los Sres. Bingley los esperaban junto

con los gemelos para darles la bienvenida. Lizzie se entusiasmó con la sorpresa sin saber a quién

atribuírsela: a su marido o a su hermana. Abrazó con gran cariño a sus hijos, feliz de volver a verlos pero

encantada de haber disfrutado de la “casi exclusiva” compañía de su esposo.

–¿Cómo estuvo el viaje? –preguntó Jane tras recibirla con un abrazo.

–¡Maravilloso! –exclamó Lizzie fausta–. Muchas gracias por haber hecho posible todo esto.

–Y yo, además de eso, agradezco su discreción –agregó Darcy radiante.

–Supongo que la sorpresa tuvo su compensación –afirmó Bingley lisa y llanamente, asombrando a los

presentes con su “inocente” comentario, provocando que Lizzie se sonrojara.

Viendo la reacción de su esposa, Darcy agregó:

–Pasemos al salón a tomar el té, así nos pondrán al corriente de las novedades.

Lizzie agradeció la distracción y tomó el brazo de su esposo tras sentir que se derretía ante la intensa mirada

que le dedicó.

–¿Y los disfraces están listos para el viaje? –inquirió Lizzie con curiosidad cuando se sentó, era uno de los

pendientes que tenía y por el cual quería regresar antes de tiempo, aunque su marido le aseguró que todo

estaba arreglado. Lizzie se ruborizó al recordar el momento en que se lo había dicho. El otro pendiente eran

sus hijos, pero las cartas de Jane lograron tranquilizarla lo suficiente como para aceptar quedarse hasta el

final.

–Sí, por supuesto –respondió Jane–. También verifiqué con la Sra. Smith que el equipaje estuviera dispuesto

a tiempo.

–Entonces el Sr. Darcy pensó en todo –declaró dirigiendo una coqueta mirada hacia él.

–Ha sido un placer, Sra. Darcy –contestó su marido con una seductora sonrisa.

Bingley carraspeó, entendiendo que su presencia estaba de más, y se puso de pie.

–Jane, creo que es hora de irnos. Mañana será un día largo.

–Tienes razón. Ha sido muy divertido tener a tus hijos en casa Lizzie. Ojalá se pueda repetir –dijo imitando

el movimiento de su cónyuge.

–Con toda seguridad, Sra. Bingley –espetó Darcy inclinándose ligeramente, ya que se había levantado al

notar que su amigo lo hacía, sin querer demorarlos en absoluto–. Los acompaño al carruaje.

–No te molestes Darcy, conocemos el camino –indicó Bingley.

Cuando la puerta se cerró Lizzie se acercó a su marido.

–Ha sido muy descortés de su parte no insistir en que se quedaran más tiempo Sr. Darcy –comentó rodeando

su cuello con los brazos mientras él la tomaba de la cintura.

–Ha sido muy provocador que usted me flirteara en su presencia, Sra. Darcy.

–Voy a extrañar los baños por la noche.

–Su baño está listo, mi lady.

–¡Darcy! –exclamó sonriendo antes de que su marido se apoderara de sus labios.

–¿Prefieres caminar o te llevo en brazos? –averiguó cuando tomó un respiro.

–¿Ahora?

–Por supuesto. Ya esperamos suficiente.

–¿Y qué dirán los sirvientes? –indagó mientras la cargaba.

–Que te amo –concluyó besándola.

Entre risas y besos los Darcy subieron al tercer piso de la residencia, topándose con alguna que otra persona

de la servidumbre que se reía con discreción al verlos y desaparecía, hasta llegar a la alcoba principal. Lizzie

abrió la puerta, en brazos de su marido, y vio sorprendida que todo estaba listo: la mesa puesta para una cena

íntima, con flores y velas como centro, los cubiertos de plata, la vajilla de porcelana, las copas de cristal.

Darcy no le permitió ver más detalles porque la condujo a la cama y la besó apasionadamente.

231

Alguien tocó a la puerta y Darcy gruñó:

–Les dije que no quería interrupciones a nuestra llegada.

–Ve y atiende porque de todas maneras tengo que ausentarme por un momento.

–¡Solo un momento! –exclamó entre besos.

–Por supuesto Sr. Darcy.

Lizzie se levantó sosteniendo el vestido que ya estaba a medio desabrochar y se dirigió a su vestidor

mientras su marido atendía a la insistente persona.

–Sr. Darcy, disculpe que lo moleste…

–Pedí que nada de interrupciones.

–Lo sé señor, pero ha llegado esta misiva. El mozo que la trajo dijo que era muy urgente –explicó el Sr.

Smith.

–Gracias, puede retirarse –dijo cogiendo el documento de la bandeja de plata y cerró la puerta.

Solo estaba escrito el nombre del destinatario con una letra desconocida para él, pero por la premura que le

había dicho su mayordomo, accedió a abrir la carta mientras su mujer regresaba de alistarse. Leyó en

silencio unas líneas que le recordaban los peores momentos de su vida y sus consecuencias, aquellos que

había querido olvidar y enterrar para siempre, pero que ahora resurgían de lo más profundo de la oscuridad

para reclamarle y amenazarlo con destrozar su vida.

–¡Dios!, ¡no es posible! –exclamó Darcy sin soslayar la angustia en su voz.

–¿Qué sucede Darcy? –indagó Lizzie preocupada, ataviada solo con una hermosa bata de raso.

Darcy volteó para encontrarse con los ojos de su mujer, reflejando una zozobra y una culpabilidad que ella

nunca le había visto, pero guardó silencio, se recompuso y con la mano temblando lanzó la carta a la

chimenea. Ambos se quedaron observando cómo el papel se hacía cenizas. Cuando comprobó que no

quedaba rastro de la revelación de su pecado, se dirigió a la puerta de la alcoba y se marchó sin decir

palabra.

Cuando Lizzie despertó sintió el abrazo de su marido y su suspiro en el cuello.

–Darcy, ¿estás despierto? –murmuró para no perturbar el silencio de la habitación cuando apenas la luz del

sol iluminaba las orillas de las cortinas.

–Sí –dijo escondiendo su rostro detrás de su cabellera.

–Me debes un baño en tu compañía. Te estuve esperando. ¿A qué hora regresaste y a dónde fuiste sin avisar?

–Regresé cuando ya estabas dormida y fui a resolver un problema que era menos importante de lo que

pensaba –mintió.

–¿Qué decía la carta que te impresionó tanto?

–Nada que merezca la pena recordar en este momento –“ni nunca”, completó en la mente, agradeciendo la

relativa oscuridad que no permitía que su mujer leyera su expresión mientras acariciaba su pierna

lentamente–. Estoy dispuesto a saldar mi deuda contigo.

–¿Como yo quiera?

–Soy tu esclavo, hoy y siempre… –concluyó besándola.

El viaje a Woburn se hizo en varios carruajes, los cuales salieron de Pemberley un poco más tarde de lo

programado, por lo que los Bingley tuvieron que esperar en su punto de encuentro, donde cambiaron de

caballos.

Lizzie había encontrado tiempo para platicar en privado con la Sra. Reynolds sobre la misteriosa misiva que

su marido había recibido la noche anterior, sabiendo que sería inútil hablarlo con él, al menos de momento,

pero ella no sabía nada al respecto, por lo que tuvo que preguntarle al Sr. Smith, quien le dijo, después de

haberle insistido usando todos los argumentos posibles, que a su regreso se había encerrado en su despacho

y cuando salió le confió unas cartas lacradas con instrucciones precisas de entregárselas en propia mano del

Sr. Churchill, en Londres, en cuanto saliera la familia de viaje. Lizzie decidió que pronto tendrían que hacer

un viaje a la capital para averiguar lo que había consternado tanto a su marido y tenía el pretexto perfecto: el

embarazo de Georgiana.

Afortunadamente en el camino no hubo más contratiempos, excepto un poco de lluvia, aunque los Sres.

Darcy se mostraron circunspectos, cada uno con diferentes preocupaciones pero teniendo el mismo origen,

algo que tenía que seguir enterrado y que amenazaba con desbordarse. Al fin, llegaron con luz a su destino.

–Ya estamos cerca –informó Darcy para que observara el paisaje que ofrecía la propiedad.

232

Lizzie se asomó por la ventana, contemplando el hermoso bosque que antecedía a la mansión, transitando a

través de un camino bordeado de flores de todos colores. Más adelante se vislumbró un claro con una

inmensa construcción blanca que contrastaba todavía con el cielo azul moteado con algunas nubes y el

césped verde, acicalada con un lago a todo lo largo, así como una manada de venados que pastaban en los

alrededores.

–La bandera con las armas del duque indica que se encuentra en casa –señaló Darcy hacia la residencia.

–¿Acaso se siente el rey de Inglaterra? –se burló Lizzie.

–Tengo entendido que ya es tradición, aunque no dudo de tus palabras –Darcy sonrió y tomó su mano con

cariño–. Woburn Abbey ha sido la sede oficial del ducado de Bedford desde que Enrique VIII se la otorgó al

predecesor del actual duque.

–¿Conoces la propiedad?

–Sí, claro. Vine varias veces en vida de mis padres y posterior a sus decesos. Te gustará conocer sus

colecciones de arte, tiene 21 cuadros de Venecia que Canaletto pintó por encargo especial de la familia.

–¿Venecia? Me encantaría conocerla algún día.

–En cuanto la guerra termine planearé un largo viaje por el continente –indicó sintiéndose complacido al ver

su sonrisa–. También tienen el retrato de Isabel I de Inglaterra como comandante de los mares, pintado en

1588, obras de Cuyp, Van Dyck, Gainsborough, Joshua Reynolds, según recuerdo. A Georgiana le gustaba

un juego de porcelana que el rey Luis XV de Francia regaló a la esposa del entonces duque de Bedford, y

que conservan en esta casa.

–Parece que me quieres dar el tour desde aquí –comentó riendo.

–Así es. No quiero regalarle al duque el placer de ver tu entusiasmo por el arte.

–¿Detecto cierto resentimiento en tus palabras?

–No, solo cuido lo que es mío –dijo besándola tiernamente.

–Darcy, no sabemos si la Sra. Reynolds está realmente dormida –susurró.

–Prometo no seducirte aquí –espetó invadiendo sus labios con más decisión.

El carruaje se detuvo y Lizzie se separó, apoyando la frente sobre sus labios.

–Ya llegamos Darcy.

–Lástima –indicó al tiempo que su niño en brazos se despertaba.

–Mamá, quiero comer –pidió Christopher.

–Sí, mi cielo. En un momento te consigo una galleta –respondió Lizzie besando a su pequeño en la mejilla.

Los lacayos y el chofer movieron el vehículo mientras la Sra. Reynolds, con Matthew en brazos, se

incorporaba. La puerta se abrió y salió Darcy, se quedó unos momentos fuera hablando con alguna persona

mientras que Lizzie se acomodaba el sombrero y el chal, tratando de cubrir con este a Stephany que dormía

en su regazo. Luego pasó la mano sobre el cabello de su hijo en tanto la Sra. Reynolds salía cargando al otro

niño dormido. Darcy se asomó y cargó a Christopher para bajarlo del coche y Lizzie lo escuchó decir:

–¡Mamá, el duque está aquí!

Darcy se acercó otra vez para ayudar a su mujer a descender, pero ella se percató de que estaba disgustado.

La tomó de la cintura y la cargó hasta colocarla en el piso para que no se manchara con el lodo del camino.

Lizzie se giró y recibió el atento recibimiento de su anfitrión:

–Sra. Darcy, sea usted bienvenida a esta humilde morada y le doy la enhorabuena por su hermosa familia –

dijo lord Russell tomando su mano enguantada y besando sus nudillos–. Espero que hayan tenido un

placentero viaje.

Lizzie correspondió con una inclinación y agradeció su gesto. Enseguida, la Srita. Madison se acercó para

recibir a la pequeña en sus brazos y encargarse de ella mientras la madre veía que sus niños eran llevados

por la Sra. Reynolds.

El caballero le ofreció el brazo para escoltarla al interior y Lizzie no tuvo más remedio que aceptar con una

tímida sonrisa. Darcy endureció la mandíbula y los siguió.

–Los Sres. Bingley arribaron hace unos minutos, justo cuando dejó de llover. Espero que la inclemencia del

tiempo no haya sido un inconveniente para ustedes.

–No milord. Me gusta el olor de la lluvia que se percibe en el bosque, es estimulante.

–Entonces me alegro, aunque afortunadamente el clima nos ha favorecido en estos días. Hemos podido

disfrutar de largos paseos a caballo por el bosque, será un placer mostrárselo por la mañana.

233

–Mi esposa no acostumbra cabalgar –interrumpió Darcy, alcanzando a la pareja y colocándose al lado de su

mujer.

–¡Oh!, me imagino que por su anterior estado, aunque sin duda no se negará si pongo a su entera disposición

el mejor corcel que poseo. Usted tiene el porte de una excelente amazona.

–Siento desilusionarlo Su Excelencia, pero prefiero caminar.

–Entonces será un placer mostrarle la propiedad a pie o en faetón. Seguramente no se negará a que le enseñe

toda la casa durante su estancia, sé que es una gran admiradora del arte y nuestras colecciones compiten con

las que se encuentran en los mejores museos de Londres.

–Es usted muy amable milord, pero supongo que tendrá muchos invitados que atender. Mi esposo puede…

–No Sra. Darcy, al menos concédame ese deseo. Quiero presentarle a la duquesa –dijo ofreciéndole el paso

al salón donde había mucha gente reunida tomando el té.

Todos guardaron silencio y desviaron la mirada hacia los recién llegados, tras haber escuchado el anuncio de

labios del mayordomo. El duque se acercó a una mujer de tez blanca y cabello oscuro recogido con un

chongo alto, que llevaba un exquisito vestido de seda verde esmeralda y un collar de perlas adornando su

cuello, estaba acompañada por algunos invitados y un joven alto y esbelto de cabello negro, la dama y el

joven lo siguieron. El duque regresó al lado de los Darcy y presentó a lady Georgina, duquesa de Bedford, y

a su primogénito Francis Russell, hijo de su primer matrimonio, el marqués de Tavistock.

–¡Darcy! ¡Amigo! Has estado escondido todos estos años –declaró el Sr. Sheridan aproximándose, quien

venía acompañado de su esposa, la Sra. Hester.

–¡Sheridan! –exclamó Darcy con alegría–. Te presento a la Sra. Elizabeth Darcy. Richard Brinsely Sheridan,

de Dublín, Irlanda, es ahora el Receptor General del Ducado de Cornualles –le dijo a su mujer–, pero

recordarás que hemos visto varias obras de él en el teatro Drury Lane.

–¿Es el escritor y productor de La escuela del escándalo? –indagó Lizzie.

–Sí señora, a sus pies –respondió el Sr. Sheridan.

–Veo que están presentes muchos egresados del Eton, del Christ Church de Oxford y del Trinity College de

Cambridge –indicó Darcy con alegría.

–Así es. Las viejas y debo reconocer que también nuevas generaciones. ¡Vaya que este año ha sido de

enormes sorpresas! ¡También ha venido Bruce Fitzwilliam! Ven amigo, te encantará saludarlos –los invitó

el duque.

Los Darcy accedieron y se acercaron al primer grupo de cuatro caballeros de mediana edad acompañados

por una dama, uno de ellos era Bruce, quien no apartó la mirada de Lizzie.

–Disculpen que los interrumpa amigos, quiero presentarles al Sr. Darcy y a su esposa.

–Darcy, hace mucho que no hemos tenido noticias tuyas –dijo Thomas Hardwick.

–El Sr. Hardwick, de Brentford, Londres. Es arquitecto y colaboró en la construcción del Somerset House,

con Sir William Chambers –introdujo el anfitrión–. Es un excelente profesionista, desde sus años mozos ya

era destacado en su campo y ganó una medalla de plata en el Royal Academy que estuvo expuesta más de

treinta años. Me parece que en mi última visita a la academia ya no estaba, amigo.

–Hace unos meses la reclamé y ahora está en mi poder.

–Supongo que junto con todos los reconocimientos que has merecido a lo largo de tu carrera –explicó y

luego se dirigió al otro caballero–. William Wyndham Grenville, primer barón de Grenville y actual

colaborador del primer ministro, tras una larga y exitosa trayectoria dentro del parlamento. Su esposa lady

Anne Grenville, hija de Thomas Pitt, residentes de Dropmore House, Burnham, Buckinghamshire y su

hermano George Grenville. Por supuesto que ya conoce a Sir Bruce Fitzwilliam, Lord de Matlock.

Lizzie correspondió con una venia.

–Estábamos hablando de la duquesa de Devonshire –comentó lady Grenville–. ¡Qué lamentable ha sido su

pérdida!

–Indudablemente –comentó Russell–. De hecho uno de sus yernos, lord George Howard, sexto conde de

Carlisle, esposo de lady Georgiana, me mandó la cancelación de su participación a la fiesta. Los

esperábamos pero al conocer la triste noticia…

–Y tengo entendido que la otra hija, Harriet, casada con el conde de Granville, vino desde Rusia para los

funerales.

–Efectivamente, el conde sigue siendo embajador en aquel país desempeñando un excelente papel.

El mayordomo hizo el anuncio de otro visitante y todos giraron para ver de quién se trataba. Un caballero

apuesto y contemporáneo de Darcy hizo su aparición y el mayordomo leyó su tarjeta:

234

–Su Ilustrísimo Sr. Robert Stewart, segundo marqués de Londonderry y vizconde de Castlereagh.

El duque se acercó a su invitado y lo guió para reunirse con el grupo.

–No podrás creer lo que verán tus ojos Robert. Dos de los desaparecidos del colegio han vuelto al redil: el

Sr. Darcy y Sir Bruce Fitzwilliam.

–¿Darcy? –inquirió lord Castlereagh–. ¡Fitzwilliam Darcy! ¡Supe que te casaste con…! ¿la Sra. Darcy? –

indagó al verla, quedándose casi sin habla–. Debo decir que tu señora es muy bella. Lamento mucho no

haber asistido a la boda, estaba en el continente –dijo tomando su mano y llevándola a sus labios–.

Efectivamente Russell, no puedo creer lo que ven mis ojos –concluyó dirigiéndose a Darcy, aunque no

quedó claro si se refería al Sr. Darcy o a su mujer.

–¿Y no te sorprende que el viajero haya regresado?

–A Bruce ya tenía el gusto de haberlo saludado hace pocos días en Londres.

–El vizconde de Castlereagh, de Dublín, Irlanda, es un experto estadista y diplomático. Fue Jefe de

Secretaría de Irlanda cuando intervino para sofocar la rebelión irlandesa de 1798 y fue fundamental para la

aprobación de la polémica Ley irlandesa de la Unión de 1800. Tengo el presentimiento de que tiene un

futuro muy prometedor en el campo de la política.

–¿Y sigues soltero? –indagó Darcy.

–No he sido tan afortunado como tú –declaró lord Castlereagh dirigiendo la mirada a Lizzie–, aunque tengo

la esperanza de encontrar a alguien especial. Dime, ¿tu hermana se casó?

–Sí, ahora es la Sra. Donohue.

–¿Donohue?, ¿la esposa del Dr. Patrick Donohue, de Cardiff?

–Efectivamente.

–Hace poco lo consulté médicamente. Supongo que estarán invitados.

–Por supuesto –afirmó el anfitrión–, aunque han tenido que cancelar su asistencia por su estado de buena

esperanza.

–¡Con noticias así, solo nos queda darles la enhorabuena!

Lizzie vio de reojo a Sir Bruce, quien endureció su expresión y se movió incómodo.

Algunas personas se acercaron para saludar a los recién llegados, guiados por el marqués de Tavistock,

quien presentó a los jóvenes que lo acompañaban: el barón William Henry Lyttelton, el barón Stephen

Glynne, John Stuart, nieto del tercer conde de Bute, James Grenville, hermano del conde de Temple y

Thomas Proby, hijo menor del conde de Carysfort, todos solteros y en edad casadera.

–Me parece que aquí predomina el partido whig –comentó Lizzie sin pensarlo mucho.

–Me sorprende que sea conocedora del tema. Efectivamente, todos los presentes pertenecemos activamente

o por herencia al partido whig, excepto el Sr. Darcy por su ascendente lord Thomas Darcy que participó

activamente en la Peregrinación de Gracia, el Sr. Bingley y John Stuart, ya que su abuelo fue primer

ministro del partido tory, además de botánico y escritor.

–Debo aclarar que mi inclinación al partido tory no se debe a mis antecesores –aclaró Darcy.

–Por supuesto, amigo.

–John, querido –lo interrumpió la duquesa–. Ya has cansado a la Sra. Darcy con tanta presentación, no será

capaz de recordar tantos nombres. Sra. Darcy, le ofrezco un té mientras los señores se ponen al corriente de

las noticias y así le presentaré a las damas. Sra. Anne y Sra. Hester, ¿nos acompañan? La Sra. Bingley es

una mujer encantadora, llegaron un poco antes que ustedes –le dijo a Lizzie mientras se acercaban a las

damas que estaban sentadas.

Lizzie alcanzó a escuchar los murmullos de algunas de las damas presentes.

–¿Quién es ella para que el duque de Bedford se haya tomado la molestia de salir a recibirla? Con ningún

otro invitado tuvo esa atención.

–Es la Sra. Darcy, la campesina que atrapó al Sr. Darcy hace unos años. ¿Ya viste a su marido? Sigue siendo

muy apuesto.

–¡Vaya! Por fin se decidió a sacarla, ¡ya tenemos diversión!

Tras haber escuchado otros tantos nombres de mujeres solteras y casadas, el tema se derivó a la duquesa

recientemente difunta, la consternación de los londinenses en las anteriores semanas y la última vez que fue

vista en público en la fiesta que había convocado. Lizzie recordó la impresión que le causó al conocerla

durante la presentación de Georgiana hacía unos años mientras las señoras participaban en la plática y

tomaban el té, sintiendo que era observaba por uno de los asistentes que le acababan de presentar, pero sin

recordar su nombre.

235

El mayordomo anunció la llegada de otros invitados, pero el duque se limitó a recibirlos en la puerta del

salón. Luego se volvió hacia Lizzie:

–Espero que el té haya sido de su agrado.

–Sí milord, gracias.

–Creo que es hora de que le muestre las habitaciones que se le han asignado, así tendrá tiempo para

cambiarse para la cena.

–Tal vez lady Georgina pueda hacerme el honor de…

–Me parece que ella se ha ocupado de algún otro asunto. Insisto –dijo mientras le extendía la mano para

ayudarla a levantarse al tiempo que Darcy se disculpaba con los caballeros con los que conversaba y se

acercó a su mujer.

–Su Excelencia se ha ofrecido a llevarnos a las habitaciones –explicó Lizzie, percatándose de que no quería

ir sola con el duque.

Darcy ofreció su brazo rápidamente y ella lo tomó, el duque inició el camino. Al salir de la estancia fue

explicando algunas de las obras de arte que adornaban las paredes, su historia y las anécdotas que era

preciso comentar. Subieron dos pisos y atravesaron un pasillo hasta llegar a una puerta.

–Esta es su habitación, Sra. Darcy. Es de las mejores de la propiedad, deseo que sea de su agrado.

–Gracias.

–Espero que encuentre todo dispuesto y no dude en solicitar lo que necesite con el fin de que se sienta como

en su casa. Sr. Darcy, le muestro su alcoba.

Lizzie vio a su esposo antes de abrir la puerta, quien tenía el ceño fruncido. No emitió palabra al percatarse

de que le asignarían otra habitación, pero estaba segura de que eso no le había agradado, como tampoco a

ella.

–¡Darcy! –exclamó una voz varonil desde las escaleras y Lizzie vio que Bruce Fitzwilliam se acercaba a los

caballeros.

Se introdujo y cerró, percibiendo un delicado aroma a flores, se giró y vio un exquisito florero que lucía

unas hermosas rosas rojas junto con una bandeja de plata con chocolates y una pequeña tarjeta. La abrió y

leyó:

“Sin duda no son como las flores que usted diseña, pero espero que sean de su agrado. JR.”

Lizzie sonrió y caminó hacia la chimenea tirando el papel, observando cómo se quemaba. Luego contempló

los hermosos muebles de cerezo que ataviaban la pieza, los cuadros, los adornos, los tapices, las telas. Vio

que una doncella salía del cuarto de baño junto con la Srita. Madison, la primera hizo una venia y se retiró.

–Ya hemos guardado su ropa en el armario Sra. Darcy, y su baño está dispuesto.

–Gracias. ¿Dónde están mis hijos?

–Están con la Sra. Reynolds. Se les asignó otra habitación en el piso de abajo donde los está atendiendo.

¿Gusta que le ayude con el vestido?

–Solo ayúdame a desabrocharlo para que puedas ir con la Sra. Reynolds a darles de cenar y bañarlos. Iré un

momento con ellos antes de presentarme para la cena. ¿Qué habitación tienen?

–Bajando las escaleras a mano derecha, la segunda puerta del lado izquierdo.

Lizzie se volteó para que le desabrochara, habría deseado recibir la ayuda de su esposo pero, por lo visto los

nobles no tenían eso en consideración. El vestido cayó y la doncella lo levantó. Lizzie respiró sintiendo la

fina camisola y se acercó a una puerta, pensando en que tal vez sería la que comunicaba con la habitación de

su marido.

–La puerta está cerrada –indicó la Srita. Madison mientras guardaba la prenda.

–Y ¿sabes quién ocupa la pieza?

–No señora. La mucama no lo mencionó. Coloqué el vestido para la cena al lado del biombo, junto con su

ropa interior.

–Llévate los chocolates y compártele a tu mamá, pero recuerda que los niños todavía no pueden comerlos.

La Srita. Madison se retiró y Lizzie se introdujo al baño, se quitó la camisola y las medias colocándolas

sobre el biombo que había en una esquina y se metió en la bañera de mármol apoyándose en la agarradera de

oro que había en la pared. Contempló los detalles decorativos un tanto recargados que lucía la pieza, sin

duda era un suntuoso lugar que, hasta cierto punto, le irritaba. Sumergió la cabeza en el agua caliente

disfrutando del placer de sentirse relajada y, antes de emerger, abrió los ojos y vio una figura negra parada

junto a la tina, quitándose la levita. Salió rápidamente y se sentó cubriendo su cuerpo con las piernas,

sintiendo que se le salía el corazón, hasta que pudo ver el rostro del hombre que la admiraba.

236

–¡Me diste el susto de mi vida!

–Perdóname, llamé a la puerta y no respondiste. Quería saber si necesitabas algo –indicó su marido.

–¿Dónde está tu habitación?

–Es la siguiente, aunque tuve que llamar al mayordomo para que me facilitara la llave de la puerta de

comunicación. Parece que la tenían perdida –comentó mientras se quitaba el chaleco y se arremangaba la

camisa.

–Me alegro de que la hayan encontrado. Darcy, los niños están en el piso de abajo, ¿habrá manera de traerlos

aquí?

–La nobleza acostumbra a designar un área para los niños, pero supuse que querrías tenerlos más cerca –dijo

mirándola mientras se arrodillaba al lado de la bañera, retiró su cabello colocándolo sobre su hombro, cogió

la esponja y comenzó a lavar lentamente su espalda con abundante jabón–. Por eso he dispuesto que durante

la cena traigan lo necesario para que se alojen en esta habitación o en la contigua, la que tú decidas.

–Gracias –suspiró–. Supongo que se pueden quedar aquí, para que no tengan que mover tanta ropa. Será más

fácil si yo uso el armario y la ropa de los niños la guardamos en la cómoda, a falta de vestidor –sugirió

cerrando los ojos para disfrutar del masaje y colocando la frente sobre las rodillas.

–La Sra. Reynolds se puede encargar de eso mientras cuidan a los niños, hay dos armarios en la otra pieza.

Espero que la lejanía de la alcoba de los niños no haya sido la única razón de tu inconformidad con respecto

a la designación de habitaciones.

–Tú sabes que no –dijo levantando la cabeza para mirarlo a los ojos, esos ojos azules en los que se perdía–.

Sabes que me habría sentido muy sola durmiendo tan lejos de ti.

Darcy sonrió y la besó con cariño. Luego se puso de pie y colocó un leño más sobre la chimenea mientras su

mujer le decía:

–¿Para qué te buscaba tu primo?

–Quería saber de Georgiana y yo le pregunté por Ray.

–¿Qué noticias tiene del coronel?

–Me dijo que está en Italia. Por lo menos no se enlistó en el ejército.

–¿Qué crees que haga después?

–No lo sé, yo creo que volverá a ocuparse de las tierras o tal vez quiera regresar conmigo. Necesita tiempo y

distancia para pensar. Descansa y disfruta de tu baño –indicó deseando su compañía mientras recogía sus

prendas.

–Gracias –dijo sonriendo y se sumergió otra vez en el agua mientras su marido se retiraba.

El matrimonio Darcy salió de la habitación en donde se había introducido la señora una hora antes. Ella reía

por algún comentario que había hecho mientras él esbozaba una ligera sonrisa en su rostro. Él cerró la puerta

y le ofreció el brazo, dedicándole una tierna mirada que expresaba el amor que le tenía y lo orgulloso que se

sentía de su amada. Caminaron mientras ella seguía fluidamente la conversación y él contestaba brevemente,

pero la alegría que manifestaban sus ojos proyectaba la seguridad de sentirse amado.

Al descender un piso, se desviaron del camino para atravesar el pasillo unos cuantos metros e introducirse en

otra habitación. A los pocos minutos la pareja salió y, antes de que el caballero le ofreciera su brazo, la dama

se colocó de puntitas y lo besó, lenta y pausadamente, descansando las manos sobre su pecho, mientras él

correspondía y la tomaba de la cintura.

–Gracias –murmuró ella.

Él sonrió, satisfecho de haber complacido a su dama y retomaron su camino rumbo al salón, donde se

encontraban otros invitados. Al ser anunciados por el mayordomo, el anfitrión se acercó a la pareja mientras

ella sonreía agradecida por la atención y él fruncía el ceño, deseando que no se tomara tantas molestias con

su mujer y se dedicara a halagar a otras señoras ávidas de sus atenciones.

–Creo que la agonía de la espera ha sido maravillosamente recompensada. Está usted muy bella esta noche –

comentó lord Russell besando su mano mientras le robaba una sonrisa a su invitada y ella agradecía–.

¿Encontró todo de su agrado, Sra. Darcy?

–Sí Su Excelencia, muchas gracias.

–¿Me permite escoltarla hasta el comedor?, con el permiso del Sr. Darcy, por supuesto –dijo dirigiendo su

inocente mirada al caballero, quien respiró profundamente para guardar la compostura.

Lizzie aceptó su brazo, escuchando la exhalación de su marido, esperando que pudiera comprender que era

una atención que no podía rechazar sin verse grosera, esperando que sus celos no lo dominaran. El caballero

237

la guió con cierta lentitud para que pudiera observar las obras de arte que se exponían en las paredes,

mientras que Darcy y los demás invitados los seguían. Lady Georgina apareció y, al ver a su marido

llevando a la Sra. Darcy, se acercó a Darcy tomándolo del brazo para acompañarlo y comentar sobre algún

asunto de interés, del cual él no puso atención y contestó con monosílabos.

Cuando por fin llegaron a su destino, se encontraron con una mesa rectangular enorme, servida con un gusto

exquisito, con vajilla de porcelana, manteles de seda blanca, cubertería de plata con filos de oro y cristalería

fina.

Lady Georgina pidió unos minutos de su atención para la designación de los lugares, iniciando desde una de

las cabeceras. El último nombre de la lista fueron los Darcy y todos giraron su vista hacia ellos al percatarse

de que estarían en el lugar de honor, junto al duque, seguido de algunos murmullos que fueron diluidos por

el comentario del anfitrión.

–Por supuesto, mi gran amigo el Sr. Darcy, quien hoy nos honra con su bella esposa –dijo tomando su copa

llena de vino y la levantó–. Brindo por esta velada en la que nos hacen el honor de acompañarnos, deseando

que estas ocasiones se repitan.

Lizzie se encontró con la mirada de Jane, quien estaba sentada al centro de la mesa, enfrente de su marido y

al lado de dos caballeros: uno de ellos la observaba sin apartar la vista… “Su ilustrísima” recordó, al tiempo

que ellos tomaban sus copas para acompañar al duque en su brindis. Otro que parecía no desviar sus ojos de

ella era Bruce Fitzwilliam, pero por fortuna se encontraba más cerca de la anfitriona, quien quería captar

toda su atención haciéndole preguntas sobre sus viajes una vez que se sirvieron los platillos.

Los mayordomos ayudaron a sentar a las damas y luego a los caballeros, en un acto tan sincronizado que no

habría salido igual si lo hubieran ensayado.

–Espero que tanta ceremonia no la haga sentir incómoda, solo será así esta noche, los demás días serán más

relajados –dijo el duque a su derecha y luego giró hacia su izquierda–. Estimado Darcy, hemos echado de

menos tu compañía estos últimos años, amigo, es un placer tenerte entre nosotros, ¡casi hubo apuestas de

que rescindirías la invitación! Espero que tu reclusión haya llegado a su fin, no tienes más pretextos para

encerrarte en tu casa: ya tienes dos herederos, tus negocios marchan de maravilla. ¡Vaya que has tenido

prosperidad en estos aspectos! ¿Qué más puedes pedir? Tienes una hermosa familia y has levantado un

negocio que estaba en quiebra hace pocos años y hoy está en considerable crecimiento. Es un logro

admirable, por no hablar del auge de las empresas que heredaste. Pudiste hacer lo mismo que algunos de

nosotros, disfrutar de las fortunas que hemos heredado y beneficiarnos de las buenas inversiones, pero

seguiste los pasos de tu padre.

–Si eso lo dices por mí, no tendré más remedio que aceptar –dijo el Sr. Stuart.

–Al menos él acepta sus condiciones. Con que no aproveches que llevas el mismo nombre de tu abuelo y

firmes como él: lord Mount Stuart, tercer conde de Bute –dijo lord Grenville.

–Solo he hecho lo que se esperaba de mí desde su muerte –indicó Darcy circunspecto.

–Pero ya lo hiciste viejo, ahora es tiempo de disfrutar un poco. Me alegra tanto que hayan aceptado la

invitación. Quiero que estos días descansen y disfruten la compañía de los buenos amigos, como lo

hacíamos hace años. Sra. Darcy, seguramente su esposo le habrá platicado de las veces que nos reunimos en

esta misma mesa, de las cacerías y los torneos de esgrima.

–¿Torneos de esgrima? ¿Y las damas serán invitadas? –inquirió Lizzie.

–Será un placer hacerle la invitación si usted lo desea, aunque si no sabe empuñar una espada, me propongo

como su entrenador antes de la competencia.

–Me refería a ser invitada como espectadora.

–¡Oh!, por supuesto. Tengo que admitir que el Sr. Darcy siempre arrasaba con todos, pero tengo la

esperanza de encontrarlo un poco fuera de forma, aunque teniendo una admiradora como usted, creo que

estamos en enorme desventaja –dijo con una sonrisa sugestiva.

“¿Acaso está flirteando? No puede ser, es amigo de Darcy y un adulador de primera. Seguramente quiere

quedar bien con Darcy por algún asunto de negocios”, pensó Lizzie asintiendo, aunque se sintió incómoda,

mientras Darcy respondía alguna cuestión que la dama sentada a su lado, la Sra. Sheridan, le comentaba.

Desvió sin pensar la vista hacia el centro de la mesa y allí estaba otra vez: Su Ilustrísima observándola. Bajó

la mirada para comprobar que todo estuviera en orden en su atuendo y corroborar que no hubiera nada fuera

de lugar, ocasionado por la lactancia, que pudiera atraer su atención.

238

–Sra. Darcy –le habló el caballero sentado a su derecha, el Sr. Sheridan–, me ha dicho mi esposa que usted

es la hija del Sr. Frederic Bennet, el autor de Descubrimientos recientes sobre la historia de la Antigua

Grecia.

–Sí, era mi padre.

–Soy gran admirador de su trabajo.

–Yo también. Tengo que reconocer que fui su primera admiradora.

–Entonces usted conoce todo su trabajo.

–Sí, de hecho realizamos juntos la investigación.

–Fascinante. Me encantaría platicar del tema con usted, es como si hablara con el autor.

–Bueno, de eso ya hace muchos años, tal vez no recuerde todos los detalles.

–Pero me podrá decir las fuentes que sirvieron para su estudio, tantos detalles que no incluyen en la obra.

Tengo entendido que el Sr. Walter Scott hizo la redacción final.

–Gracias al patrocinio del Sr. Darcy.

–No sabía que el Sr. Darcy fuera apasionado del tema.

–Tengo que reconocer que no fue el tema el que lo motivó a involucrarse en el asunto.

–Entiendo –dijo sonriendo, pensando en que la esposa había sido la primera interesada–. Cuando una mujer

se propone un objetivo, que los señores estemos preparados.

–Yo también conozco a profundidad el trabajo de su padre, Sra. Darcy –indicó lord Russell, quien había

seguido la conversación desde su lugar–. Coincido con mi amigo en que es fascinante. Y es admirable que

usted lo haya ayudado.

–¿Y su padre viajaba mucho? –inquirió el Sr. Sheridan.

–Cuando era joven visitó los lugares que despertaron su interés, me platicó que escribió muchos cuadernos

de notas para recordar todos los detalles. En una de sus visitas a Inglaterra se enamoró y se casó con mi

madre, tuvieron cinco hijas y no volvió a viajar fuera de la isla, pero pasaba horas en la biblioteca con sus

cuadernos y centenares de libros sobre el tema, leyendo y completando sus apuntes.

–¿Cómo fue que usted decidió apoyarlo? –indagó lord Russell.

–Fue muy fácil, mi padre me inculcó el amor a los libros y pasaba largo tiempo con él, poco a poco me fui

interesando en su investigación hasta que empecé a ayudarle. Recordaba mejor que él los textos que

habíamos revisado y se ahorraba mucho tiempo en encontrar las citas exactas para completar sus notas. Así,

me sentía útil y disfrutaba de mi trabajo y de su compañía.

–Eso habla mucho de sus capacidades intelectuales. Seguramente su padre se sentía muy orgulloso de usted.

Lizzie sonrió, giró la vista hacia el frente y vio a su marido en medio de una amena plática con su

compañera de asiento, quien reía abiertamente de algún comentario de Darcy y le coqueteaba con la mirada.

Su sonrisa se desvaneció y bajó los ojos al platillo, picando con el tenedor el primer pedazo de pescado.

El duque comentó algo a su lado izquierdo y la risa de la dama nuevamente se hizo presente, pero Lizzie se

concentró en su comida, ya que con la lactancia necesitaba alimentarse bien.

A los pocos minutos de que ella terminó, los platos se evaporaron por obra de los meseros y aparecieron

suculentos postres hechos con merengues y jalea de fresa. Alzó la vista hacia su marido y vio que seguía

metido en la conversación. Desvió la vista al centro de la mesa al sentir el peso de esa mirada que había

estado pendiente de cualquiera de sus movimientos y sonrió levemente, esperando que este desviara su

atención. Vio de reojo al que estaba cerca de la anfitriona y Sir Bruce cesó su escrutinio para responder a

otra pregunta de su compañera de junto.

–Espero que el dulce sea de su agrado. Alguien me dijo que su debilidad eran los postres –indicó el duque.

–Ese alguien le ha informado bien, aunque por el momento he renunciado a ese tipo de placer –respondió

Lizzie.

–Pero no esta noche, por favor… Si es por su figura –aclaró acercándose a ella para no ser escuchado por los

demás–, debo asegurarle que luce usted extraordinariamente bien, no tiene de qué preocuparse. Además, con

la lactancia puede disfrutar de ese tipo de lujos sin consecuencias y su hija se lo agradecerá. Insisto.

Lizzie observó el platillo, había renunciado voluntariamente al dulce para recuperar su peso y hacía mucho

tiempo que no se lo había permitido. Tomó lentamente la cuchara, lo partió y, como si los segundos fueran

una eternidad, lo probó, cerrando los ojos para disfrutar del dulce que percibía su paladar, su lengua, su

boca, sin percatarse del suspiro que emitió por el ruido existente en la habitación, pero que resonó en los

oídos de su acompañante, quien la observaba fascinado.

–¿Ya vio? –dijo satisfecho–. Intente acompañarlo con un poco de vino tinto.

239

Lizzie abrió los ojos, dirigiéndolos a su copa medio llena, tomó el cristal y le dio un sorbo, saboreando la

exquisita combinación de sabores. Entonces, se encontró con la encrespada mirada de su marido, dejó la

copa sobre la mesa y dijo con determinación:

–Es suficiente.

–Lástima –murmuró, antes de dirigirse a su izquierda–. Darcy, espero que hoy nos acompañes a jugar billar,

también habrá ajedrez después del oporto. No he olvidado que eres un excelente jugador de ajedrez, de

hecho lo recuerdo cada vez que juego porque no he tenido ningún otro contrincante como tú. Tal vez

después de la partida pueda robarte algunos minutos para pedirte asesoría sobre una inversión, he sabido que

tus inversiones te han redituado muy bien y me han hecho un ofrecimiento que no sé si deba aceptar.

–Por supuesto.

–Disculpe Sra. Darcy que la conversación se desvíe a temas de negocios, pero creo que es inevitable al tener

tan cerca al empresario más exitoso de nuestro país. Espero obtener un buen consejo de mi amigo.

–Adelante.

Los caballeros iniciaron su conversación, el Sr. Sheridan también se interesó en el tema, por lo que Lizzie

estuvo absuelta de participar agradeciendo ese pequeño descanso. A los pocos minutos lady Georgina

convocó a las damas al té en el gran salón, por lo que los mayordomos ayudaron con las sillas de las señoras,

aunque los caballeros se habían puesto de pie hasta que la última dama había abandonado la pieza.

Enseguida se acomodaron quedando los lugares disponibles en el otro extremo de la mesa, se sentaron y el

mayordomo repartió los vasos. El anfitrión se sirvió el oporto y arrastró la botella hacia la izquierda, como

era tradición, para evitar que, por algún descuido, el líquido fuera lamentablemente derramado sobre la

mesa. Darcy, el invitado de honor, se sirvió e hizo el mismo movimiento hacia la izquierda, hasta que todos

los caballeros habían sido abastecidos, acompañando el momento con las conversaciones que caracterizaban

este tipo de encuentros.

Lizzie se sentó en uno de los sillones junto a Jane, pero lady Georgina le pidió que se acercara a ella, como

si fuera su invitada especial. El duque había dejado manifiesto que el Sr. Darcy era su invitado de honor, y

por lo tanto su esposa, pero que lady Georgina hiciera lo mismo le llamó la atención, más sabiendo que

había muchas amistades suyas entre las invitadas. Ella tomó el lugar que le habían concedido, y recibió de

manos de su anfitriona la primera taza de té que servía, mientras las damas conversaban de lo exquisita que

había estado la cena y la entretenida conversación que habían disfrutado en la mesa. Lizzie observó a la Sra.

Sheridan, quien le dijo:

–El Sr. Darcy es un hombre encantador.

–No solo el Sr. Darcy, tú también eres afortunada al estar casada con un hombre encantador –dijo lady

Grenville–. Hay que recordar que hace años se batió en duelo con Thomas Mathews, dos veces, para salvar

el honor de su dama al haber sufrido la difamación de su carácter en un artículo de periódico escrito por el

hombre en cuestión, para luego casarse con ella.

–Si tan solo hubiera sido yo la agredida, pero estás hablando de Elizabeth Ann Linley, su primera esposa.

–Supongo que si lo hizo una vez es capaz de defender tu honor de la misma manera.

A los pocos minutos, un lacayo se acercó a lady Georgina y le dijo algo en el oído, hizo algunas señas y el

mozo se acercó a la Sra. Darcy ofreciéndole que tomara un papel de la bandeja de plata que sostenía. Ella

correspondió y la leyó.

–Lady Georgina, agradezco mucho su atención pero me temo que tendré que retirarme, mi hija necesita

comer.

–Pero ¿cómo?, ¿usted no tiene un ama de cría? –inquirió lady Grenville.

–No, me gusta criar a mis hijos.

–Ha de ser sumamente demandante y molesto.

–Con su permiso.

Lizzie hizo una venia y se retiró, agradeciendo que pudiera irse a descansar en lugar de permanecer en la

velada obligada a jugar cartas. Salió y se dirigió a las escaleras y en el primer piso escuchó que algunos

pasos la seguían, se volvió y vislumbró a lord Russell, quien la había alcanzado con facilidad.

–Permítame escoltarla hasta su habitación, Sra. Darcy.

–No es necesario, recuerdo el camino.

–No es ninguna molestia, yo también necesito ir a mi alcoba que se encuentra a cuatro puertas de la suya, al

final del pasillo. La de lady Georgina se ubica hasta el extremo opuesto, junto con la de los niños, aunque

han sido movidos temporalmente.

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Le ofreció el brazo y ella aceptó con cierto recelo, pero convenciéndose de que era un caballero y amigo de

su marido.

–Usted es afortunada de poder escaparse temprano. Además de que ha sido un largo día, debe estar cansada.

–Sí, el viaje fue placentero pero largo.

–Espero que mañana me conceda el placer de mostrarle la casa y los bosques, como hoy me concedió la

satisfacción de verla degustar su platillo favorito –espetó, llegando hasta la puerta que le correspondía a la

Sra. Darcy mientras otra puerta del pasillo se abría.

El caballero que salió observó a la pareja por unos momentos y luego inició su camino, haciendo una pausa

para hacer una venia.

–Buenas noches Sra. Darcy –se despidió lord Castlereagh, y se retiró.

–Espero que también haya disfrutado de sus flores y sus chocolates –prosiguió el duque.

–Gracias por su hospitalidad.

–Ha sido un placer. Buenas noches –indicó, extendiendo el candelero de plata que traía en la mano para

dárselo.

–Se quedará a oscuras, milord.

–La luz de la luna es suficiente para mí. Prefiero su seguridad y que me considere su amigo. Puede llamarme

John.

Lizzie lo tomó, abrió la habitación de sus hijos y cerró la puerta, encontrando la pieza en silencio y oscura.

–Stephany ya se ha dormido señora, hace un par de minutos –comentó la Srita. Madison.

–Bueno, aun así ya quería retirarme. Gracias por cuidarlos.

–Hasta mañana –dijo envolviéndose en una capa negra para salir.

–Llévate el candelero.

–Solo la vela, gracias señora. No quiero que alguien piense que lo estoy robando.

La Srita. Madison cerró la puerta tras de sí, escuchó unos pasos a su espalda y una mano que la tomaba del

hombro para girarla. La vela se apagó y cayó al suelo mientras ella sentía su espalda golpear con la pared, el

duro cuerpo de un hombre contra sí rodeándola por debajo de la capa y una boca invadiendo a la suya. Ella

se tensó alarmada, trató de resistirse pero una sensación inesperada, placentera, empezó a recorrerla

sintiendo un calor abrasador. Su boca era tan apremiante, exigente y demandante, pero tierna y dulce, que

tuvo que separar los labios. Se sentía desfallecer y el hombre lo sabía o lo esperaba, ya que la sostuvo más

firmemente de la cintura sin detener el beso. Por el contrario, parecía buscar que ella ardiera de deseo, y lo

estaba consiguiendo. Su corazón palpitaba de forma ensordecedora y sentía su duro dorso contra sus curvas

y algo más en su vientre, mientras él la saboreaba y ella se abandonaba a sus demandas, respondiendo a sus

caricias como nunca creyó posible hacerlo. Nunca nadie la había besado, ¡ni tocado!, gimió de placer al

sentir su enorme mano cubriendo el montículo, acariciándolo lentamente despertando sensaciones nuevas y

estimulantes, se sentía mareada y agradeció el soporte que le daba el brazo que la rodeaba de la cadera.

Él se separó unos centímetros, pero la caricia que le quemaba la piel continuó mientras decía:

–¿Te ha gustado? Ya sabes dónde encontrarme esta noche. Regresaré en media hora y prometo traer postre y

vino.

Él la volvió a besar y ella respondió con avidez, deseando que ese contacto perdurara, que su mano

acariciara su piel, olvidándose por unos momentos de todos los consejos que había recibido desde niña de no

fiarse de los hombres.

De pronto sintió un aire helado que la recorrió, tuvo que sostenerse de la pared para no caer, jadeando se

sentó en el suelo, ya que sus rodillas no la sostenían. El hombre se había ido en medio de la oscuridad

dejándola a su suerte, con un intenso deseo que hasta hacía unos minutos le era totalmente desconocido y

que ahora le provocaba dolor. Respiró profundamente para tratar de calmar su agitado corazón mientras unas

lágrimas caían sobre sus mejillas. La había hecho sentir tan sensual pero ni siquiera sabía quién era; aunque

lo supiera, sabía que esos minutos no volverían a repetirse jamás, no podían repetirse. Si esto era lo que su

ama sentía al estar con su marido… ahora la entendía y la envidiaba.

Darcy respiró más tranquilo al ver que el duque cruzaba las puertas del salón. Se había tardado solo unos

minutos en volver, pero lo suficiente como para impacientarlo y distraerlo de la mesa de billar, faltó poco

para que él también se disculpara y fuera a reunirse con su mujer. No era que desconfiara de su esposa, pero

no podía decir lo mismo del caballero que le hablaba.

–Espero no haberme perdido un tiro magistral.

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–¡Por fin regresó nuestro anfitrión! –gritó uno de los presentes.

–Yo preguntaba por Bruce Fitzwilliam –respondió otro.

–¿Bruce? Ni lo sueñes, seguramente está disfrutando de los placeres nocturnos.

–¡Pensé que su intención al regresar era sentar cabeza! –se burló alguno en medio de varias carcajadas.

El juego continuó con el humo de los puros, las bebidas cristalinas de las copas, las risas graves y los

comentarios varoniles, pero en cuanto se dio el último tiro y una exclamación de victoria, el duque se

disculpó con sus invitados a causa de una jaqueca.

–Creo que también es hora de que me retire –indicó Darcy.

–No Darcy, quédate un rato más. La noche apenas empieza. Yo me voy porque ya llevo varias desveladas

practicando mis habilidades para enfrentarme contigo. No querrás ganarle a un contrincante con falta de

sueño, sería indignante para ti.

Él asintió y aceptó el licor que le ofrecía, el duque le dio una palmada en el brazo y se retiró. Dejó pasar

unos minutos y se despidió de los presentes, aun cuando le insistieron en quedarse.

Cuando llegó a su habitación, la encontró a oscuras y cerró la puerta.

–Pensé que te quedarías más tiempo a jugar –dijo Lizzie desde la cama mientras Darcy encendía otra vela–,

o a continuar tu plática con la Sra. Sheridan.

–¿Con la Sra. Sheridan? –inquirió extrañado de sentirla molesta.

–Parecías muy interesado en su conversación.

–Solo estaba siendo amable con ella, como supongo que tú también lo estabas siendo con el duque. ¿Te

sentiste halagada con sus atenciones?

–Ese hombre es un perfecto adulador, pero lo hace con todos, incluyéndote. Le encanta quedar bien con

todos. Así que sus halagos no te justifican para corresponder a las coqueterías de otras mujeres.

–Yo no estuve respondiendo a sus coqueterías, aunque tú sí respondiste a sus halagos. Nada más tuve que

ver la forma en que te comías el postre.

–¡Solo me comí un pedazo! ¡Si no quieres que coma para que no engorde, solo tienes que decirlo!

–Yo no quiero, ni te he pedido que dejes de comer postre, además de que no necesitas renunciar a ese gusto,

pero la forma en que lo disfrutaste en su presencia…

–¿Fue indigno de la Sra. Darcy? –inquirió enojada.

–Más bien muy seductor y te aseguro que el duque no es un santo.

–¡Ah! –exclamó quedándose sin respuesta bajando la mirada–. Entonces, ¿por eso estás molesto?

La puerta de la alcoba sonó, Darcy se acercó a la puerta, la abrió, intercambió unas palabras con alguien y,

tras cerrarla, se giró trayendo una charola que contenía un servicio de postre, dos copas y una botella de

vino.

–Solo que habría deseado disfrutar del placer de observarte saboreando tu dulce en privado.

–¡Darcy! –indicó sonriendo al darse cuenta de lo que se proponía–, ¿como el recorrido imaginario a las

colecciones de arte?

–Efectivamente –dijo mientras se sentaba a su lado y colocaba la bandeja sobre la mesa.

–No pensé que hubiera sido… perdóname. Solo que hacía mucho tiempo que no probaba un platillo

semejante.

–Porque así lo has decidido tú, aunque no veo razón para continuar privándote de esa manera. Máxime,

conociendo un excelente ejercicio que te mantiene en forma.

–Y, ¿me puede decir cuál es ese ejercicio, Sr. Darcy?

–Prefiero mostrártelo –susurró besándola.

Ya era tarde, Darcy despertó y agudizó sus sentidos. El ruido que lo había despertado y que se había vuelto a

repetir era de la habitación de sus hijos: escuchó unos pasos y una manija que abrió el pomo de la puerta,

luego se cerró. Ninguno de sus hijos podría abrir la puerta ni caminar de esa manera, aun cuando lograran

salirse de sus cunas.

–Lizzie… Lizzie –murmuró moviéndola levemente.

–Mmmm.

–Lizzie, ¿dejaste sin llave la puerta de los niños?

–Sí, para que la Srita. Madison entrara sin despertarnos por la mañana. ¿Por qué?

Darcy se levantó y se dirigió a la puerta que comunicaba a las dos habitaciones, colocando su oreja sobre la

misma, sin escuchar sonido mientras su mujer lo observaba desde la cama tapándose con la sábana.

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–Ponte la bata –dijo ella en voz baja lanzando la prenda.

Darcy se la colocó, abrió lentamente y desapareció tras ella por unos segundos. A su regreso, Lizzie

preguntó:

–¿Los niños están bien?

–Sí, pero cerré la puerta con llave. Tal vez alguien se haya equivocado de puerta.

Unos momentos antes, un hombre ataviado con una bata azul marino de seda salía de la habitación portando

una pequeña vela, revisando que no fuera sorprendido por alguien en el pasillo.