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Los Cuadernos Di IMAGEN, SIMBOLO Y REALIDAD DE GUSTAVO BUENO (Del tópico mundano a la reción filosófica) Alberto Hidalgo Tuñón Q uién, si yo preguntase, no tendría a mano una respuesta tópica, más o menos estereotipada, benévola o mordaz, lau- datoria o despectiva, pero casi nunca neutral, acerca de este inquieto pensador, cuyo nombre salta de vez en cuando, inopinadamente, a las páginas de los mass media y vuelve a retornar por guardianas interminables al silencio de las bi- bliotecas? A sus 60 años, Gustavo Bueno con- serva aún los rasgos distintivos, apenas suaviza- dos por una provocadora ironía, de una vitalidad terrible, en el sentido rilkeiano del término. Vivaz en el trato, impulsivo en el gesto, colérico en la conontación, este riojano afincado en Asturias desde 1960 ha construido una filosoa tan tortuosa y enmadejada, tan exuberante y abigarrada como el paisaje de bocage que le da cobijo. Diríase que su propia rma de expresión asemeja un acciden- tado paseo por los Πcos de Europa -Kant, Hegel, Platon, Husserl, Marx, Bergson...- en una ma- ñana con niebla: vericuetos que se borran brus- camente en anacolutos, trochas cortadas por pa- réntesis, senderos escorados hacia digresiones abisales. Orientarse en este tejer y destejer inaca- bable de pensamientos, ubicarse en los nexos ló- gicos que hilvanan este ensortijamiento dialéctico de rara pero tal coherencia geográfica resulta dicil incluso para los iniciados. Los mapas publi- cados aún son escasos, pero quien los ecuenta puede llegar a miliarizarse con ciertos atajos, reposar en ciertos mojones conceptuales y apro- vechar los cauces de ciertos arroyos serpenteantes que conectan, a veces peligrosamente, los manan- tiales de la reflexión con las manidas arterias de la vida cotidiana. Esta dificultad técnica, dialéctica, de su pensa- miento le permitió otrora sobrevivir con dignidad, atrincherado en provincias respecto a los centros de poder y decisión del establishment anquista, en una arriscada independencia. Practicante per- petuo de una crítica implacable y ácida, envuelto siempre en encendidas polémicas, protagonista de resonantes enfrentamientos testimoniales, llegó a arse una «imagen pública», prosionalmente peligrosa, de iconoclasta intratable, materialista recalcitrante e impío, desmitificador audaz de cre- dos simples y mas inndadas. Se granjeó así enemigos sin cuento, pero también popularidad e influencia en cierta juventud crítica e insatischa, que sintonizaba con la música, aunque no enten- diera la letra. 29 Gustavo Bueno. Ha pasado el tiempo, ha llegado el crepúsculo «y ya los animales con la sagacidad del instinto se percatan de cuán inseguros y vacilantes son nues- tros pasos a través del mundo interpretado». La tibia y anémica posmodernidad del consenso no puede perdonar hoy tanta crítica disidente y desa- cta a la penumbra mediocre reinante y ahoga sutilmente los discursos racionales en el guirigay de las múltiples sintonías locales, regionales y multinacionales que inundan el mercado bajo el antifilosófico lema «shake well bre use». Agi- tación utilitarista que embota la capacidad de dis- criminación, de criba, de selección. Revuelta es- nobista de modas emeras y desencantadas, cu- yos ágiles animadores -sofistas de la nueva de- mocracia representativa- son extrañamente iza- dos, arrojados, recogidos, plegados, pasteurizados y liofilizados por amor de imperiosos entes, no por públicos menos misteriosos, de voluntad irra- cional nunca colmada. En este contexto, Gustavo Bueno, hábil observador de la realidad social -aunque inhábil public relations- parece haber op- tado por escuchar el consejo socrático de la Apo- log: «necesario será que el que quiera verdade- ramente luchar en densa de lo justo, si pretende sobrevivir algún tiempo, por poco que sea, actúe en privado y no en público». ¿Teme, tal vez, tener que remedar el trágico destino del ateniense? Pero ¿acaso el tábano socrático puede dejar de cumplir su misión de aguijonear a sus conciudadanos? ¿O es que, quizá, ya no quedan «vacas sagradas» de envergadura suficiente que merezca la pena agui- jonear?

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Los Cuadernos del Diálogo

IMAGEN, SIMBOLO Y REALIDAD DE GUSTAVO BUENO (Del tópico mundano a la refutación filosófica)

Alberto Hidalgo Tuñón

Quién, si yo preguntase, no tendría a mano una respuesta tópica, más o menos estereotipada, benévola o mordaz, lau­datoria o despectiva, pero casi nunca

neutral, acerca de este inquieto pensador, cuyo nombre salta de vez en cuando, inopinadamente, a las páginas de los mass media y vuelve a retornar por guardianas interminables al silencio de las bi­bliotecas? A sus 60 años, Gustavo Bueno con­serva aún los rasgos distintivos, apenas suaviza­dos por una provocadora ironía, de una vitalidad terrible, en el sentido rilkeiano del término. Vivaz en el trato, impulsivo en el gesto, colérico en la confrontación, este riojano afincado en Asturias desde 1960 ha construido una filosofía tan tortuosa y enmadejada, tan exuberante y abigarrada como el paisaje de bocage que le da cobijo. Diríase que su propia forma de expresión asemeja un acciden­tado paseo por los Picos de Europa -Kant, Hegel, Platon, Husserl, Marx, Bergson ... - en una ma­ñana con niebla: vericuetos que se borran brus­camente en anacolutos, trochas cortadas por pa­réntesis, senderos escorados hacia digresiones abisales. Orientarse en este tejer y destejer inaca­bable de pensamientos, ubicarse en los nexos ló­gicos que hilvanan este ensortijamiento dialéctico de rara pero fatal coherencia geográfica resulta difícil incluso para los iniciados. Los mapas publi­cados aún son escasos, pero quien los frecuenta puede llegar a familiarizarse con ciertos atajos, reposar en ciertos mojones conceptuales y apro­vechar los cauces de ciertos arroyos serpenteantes que conectan, a veces peligrosamente, los manan­tiales de la reflexión con las manidas arterias de la vida cotidiana.

Esta dificultad técnica, dialéctica, de su pensa­miento le permitió otrora sobrevivir con dignidad, atrincherado en provincias respecto a los centros de poder y decisión del establishment franquista, en una arriscada independencia. Practicante per­petuo de una crítica implacable y ácida, envuelto siempre en encendidas polémicas, protagonista de resonantes enfrentamientos testimoniales, llegó a forjarse una «imagen pública», profesionalmente peligrosa, de iconoclasta intratable, materialista recalcitrante e impío, desmitificador audaz de cre­dos simples y famas infundadas. Se granjeó así enemigos sin cuento, pero también popularidad e influencia en cierta juventud crítica e insatisfecha, que sintonizaba con la música, aunque no enten­diera la letra.

29

Gustavo Bueno.

Ha pasado el tiempo, ha llegado el crepúsculo «y ya los animales con la sagacidad del instinto se percatan de cuán inseguros y vacilantes son nues­tros pasos a través del mundo interpretado». La tibia y anémica posmodernidad del consenso no puede perdonar hoy tanta crítica disidente y desa­fecta a la penumbra mediocre reinante y ahoga sutilmente los discursos racionales en el guirigay de las múltiples sintonías locales, regionales y multinacionales que inundan el mercado bajo el antifilosófico lema «shake well befare use». Agi­tación utilitarista que embota la capacidad de dis­criminación, de criba, de selección. Revuelta es­nobista de modas efímeras y desencantadas, cu­yos frágiles animadores -sofistas de la nueva de­mocracia representativa- son extrañamente iza­dos, arrojados, recogidos, plegados, pasteurizados y liofilizados por amor de imperiosos entes, no por públicos menos misteriosos, de voluntad irra­cional nunca colmada. En este contexto, Gustavo Bueno, hábil observador de la realidad social -aunque inhábil public relations- parece haber op­tado por escuchar el consejo socrático de la Apo­logía: «necesario será que el que quiera verdade­ramente luchar en defensa de lo justo, si pretendesobrevivir algún tiempo, por poco que sea, actúeen privado y no en público». ¿ Teme, tal vez, tenerque remedar el trágico destino del ateniense? Pero¿acaso el tábano socrático puede dejar de cumplirsu misión de aguijonear a sus conciudadanos? ¿Oes que, quizá, ya no quedan «vacas sagradas» deenvergadura suficiente que merezca la pena agui­jonear?

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1.-EL TRANSFONDO DE UNA IMAGEN

BORROSA: MARX

Toda imagen pretende ser una representación más o menos fiel de una realidad que la trans­ciende. Remite, pues, salvo cortocircuito neuronal en quien la contempla, más allá de sí misma. En este sentido, en tanto que representación, toda imagen es confusa, pues su valor depende del transfondo variable que suscita, de la longitud de su radio de acción, de la constelación, en fin, de significados en que se enmarca. Por eso los filóso­fos, al menos desde Platón, han desconfiado sis­temáticamente de las imágenes, de los ídolos, cu­yas apariencias engañosas sólo proporcionan un conocimiento dóxico, opinable, de ínfima ralea. Gustavo Bueno pertenece, sin duda, a esa estirpe racionalista del logos que discute, arguye, analiza, matiza, desmenuza y recompone los términos an­tes de rendirse a la evidencia mística de una ima­gen. Tal vez sea cierto el tópico fílmico de que «una imagen vale más que mil palabras» -«siem­pre que alguien le otorgue un significado equiva­lente», habría que añadir-, pero no es menos cierto que mil palabras bien trabadas soportan ar­quitecturas significativas más complejas que un millón de imágenes yuxtapuestas.

Toda imagen es confusa. Hay que discernir, en primer lugar, si se trata de una V orstellung mera­mente subjetiva, privada, más o menos pinto­resca, producto de alguna reacción psicótica o un delirio paranoide (v.g. ver a Gustavo Bueno como el Pedro Páramo de algún Comala facultativo, por el que deambulan fantasmagóricos espíritus en conflicto que han logrado suplantar idealistamente las cosas mismas por símbolos psicoanalizados); o si se trata, más bien, de una Darstellung objetiva, representación cristalizada y pública, icono ritua­lizado, cuya significación, aunque polisémica, ha fraguado ya sólidamente en la opinión colectiva. No niego que haya un incesante comercio, una realimentación constante entre ambos aspectos de la imagen, ni que el mar de Vorstellungen contra­dictorias difractadas por Gustavo Bueno pueda prevalecer coyunturalmente en el cenáculo de las tergiversaciones. Pero es un hecho que la repre­sentación pública más tópica que, aún hoy, se le atribuye en los medios de comunicación es la de filósofo «marxista». Abro, pues, el diálogo con una pregunta directa que no admite ambigüedades.

-¿Es usted un filósofo marxista?-Admito plenamente que lo soy, pero no ex-

clusivamente. También soy kantiano, tomista, pla­tónico ... «Marxista» es un adjetivo que incorpora una gran cantidad de confusión. Por ejemplo, aquí, en España, parece significar políticamente que uno está adscrito a la Tercera Internacional, o que está ligado al Comité Central del P.C., e in­cluso, por absurdo que sea, que recibe consignas secretas u oro de Moscú. Yo no estoy vinculado militantemente al marxismo en este sentido, como puedan estarlo Manuel Sacristán, Sánchez Váz-

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quez o Althusser. Tampoco me considero mar­xista ideológicamente, cuando por tal se entiende que Marx constituye el pináculo supremo en la historia del pensamiento, de modo que la historia teórica de la humanidad deba dividirse en dos períodos, es decir, que hay un «corte» -enfatizó arqueando las cejas en un gesto de complicidad anti-althusseriana- que separa el antes del después de Marx.

-O sea, que en usted predomina el sustantivo de«filósofo» sobre el adjetivo de «marxista».

-Naturalmente. Porque a Marx puede vérseleincardinado en una tradición intelectual, filosó­fica, que arranca ya en Grecia de Platón y los Estoicos. Por ejemplo, la tesis 11 sobre Feuerbach es una fórmula errónea, porque ya antes los filóso­fos estaban comprometidos en la transformación política del mundo. Y no es que se lo diga ahora: a los marxistas militantes siempre les ha molestado que yo incardinase a Marx en ese contexto. Usted sabe, tan bien como yo, que en discusiones públi­cas he defendido que, en estricta dialéctica, vale decir también que los filósofos antes de compro­meterse a cambiar el mundo deben intentar com­prenderlo. Lo contrario es voluntarismo político.

Asentí recordando las veinte cuestiones sobre teoría y práxis cara al XII Congreso de Filósofos Jóvenes de 1975 y la alambicada noción de «con­ceptos conjugados» que permitió su acomodo teó­rico posterior. Pero era evidente que el público a quien se dirigía el alegato no era el de los filósofos profesionales.

-Hace años -continuó apresuradamente- enórganos teóricos muy ligados al Partido Comu­nista, como Nuestra Bandera y Argumentos me han publicado escritos doctrinales en los que yo proponía ya claramente una vuelta del revés de . Marx. Algunos me criticaron entonces porque de­cían que se trataba de una vuelta a Hegel. Pero como esta clase de artículos no los lee nadie, la mayoría ni se enteró. Creo, sin embargo, que la razón por la que siguen llamándome marxista se debe a ese contexto y a una lectura superficial de los titulares.

Hice un gesto ostentoso de incredulidad, cuyas vibraciones lograron balancear levemente, me pa­rece, un retrato de Lenín de colores desvaídos apoyado sobre los lomos de los libros de uno de los repletos anaqueles que flanqueaban nuestras espaldas. ¿Cómo olvidar la atmósfera marxista que parecía impregnar gran parte de la producción filosófica de Gustavo Bueno a lo largo, al menos, de la década de los 70? A mi parecer, la imagen de «marxista» le había sido atribuida no sólo por sus notorias simpatías políticas hacia el P. C., espe­cialmente claras en su época de clandestinidad, sino, sobre todo, porque el autor de Ensayos Ma­terialistas había vinculado explícitamente la reali­zación de la filosofía al advenimiento del comu­nismo. ¿ O se trataba de un comunismo «plató­nico»? Contra esta duda, se alzaba el hecho in­cuestionable de que su propia defensa de la filoso-

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fía académica como un producto histórico-cultural «implantado políticamente», si bien adquiría reso­nancias platónicas por su constante apelación a la teoría de las Ideas, se hallaba inequívocamente modulada por la dialéctica marxista, puesto que las Ideas trabajadas en el «taller» materialista, lejos de ser eternas o inmortales, gozan de una existencia histórica fechada, sin que por ello pue­dan reducirse a meras significaciones subjetivas o lingüísticas; en realidad, su valor objetivo se en­cuentra «por encima de nuestras voluntades» -ha­bía repetido Gustavo Bueno hasta la saciedad con esta misma fórmula marxista-, no por ser momen­tos o manifestaciones de un Espíritu Absoluto a la Hegel, que se despliega en la historia, sino por estar ligadas al proceso mismo de la producción material.·

Y si salimos de este contexto metafilosófico, ¿qué encontramos? ¿Acaso no había emprendido sus reflexiones dialécticas sobre las categorías et­nológicas contra Lévi-Strauss y sobre las econó­mico-políticas contra Althusser con ese mismo ta­lante marxista? Cuando con tanta perspicacia crí­tica demostraba las conexiones profundas que median entre las concepciones ontológicas de los racionalistas y las nuevas relaciones económicas instauradas por el capitalismo (entre Ocasiona­lismo y Fisiocracia, entre Monadología e indivi­dualismo burgués) en razón de la llamada «inver­sión teológica» ¿no estaba practicando una suerte de quiasmo metodológico similar al ejecutado por el propio Marx sobre otras ideologías? ¿ Qué otra explicación cabía para su polémica intervención en las discusiones sobre la interpretación del mar­xismo a propósito de los Grundrisse? Si Gustavo

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Bueno había denostado las insuficiencias de los «cortes epistemológicos» practicados por Althus­ser, supuestamente En favor de Marx, y las defi­ciencias de su interpretación mecánica del ums­tülpen, ¿no se debía a que estaba interesado en preservar dos elementos valiosos del marxismo, a saber, el materialismo y el método dialéctico, con los que él mismo estaba comprometido? El autor de los Ensayos Materialistas ¿no había diseñado su ontología especial ternaria con el evidente pro­pósito de desbloquear al marxismo de slis adhe­rencias al dualismo hegeliano Naturaleza/Cultura? Acaso no había insistido machaconamente en que su objetivo consistía -y cito literalmente- «en ha­cer ver hasta qué punto la temática y problemática del materialismo (teoría de la infraestructura y de la superestructura, teoría de la práxis, teoría de la falsa conciencia) se mueve, con todo rigor, en el marco de esta ontología ternaria y, por consi­guiente, cómo esta doctrina es el entramado axiomático indispensable para situar cada uno de los conceptos materialistas dentro de sus quicios respectivos»? Y respecto a la dialéctica ¿en qué consistía la «vuelta del revés» de Marx a que había aludido? Desde un punto de vista filosófico, su fuerza residía en argüir que los Grundrisse, además de un borrador, constituyen, sin ruptura epistemológica, el marco ontológico de la econo­mía socialista desarrollada en El Capital. Convine con él en que el hecho de que tal marco remitiera genéticamente a la Idea hegeliana de «Espíritu Objetivo», no significaba, en efecto, una acepta­ción del idealismo. Pero la vuelta del revés de Marx, que había preconizado, ¿no seguía siendo, en cuando al método y a su pesar, marxista, aun­que se tratara de un marxismo «heterodoxo»?

-Distingo.-Me interrumpió irónicamente conla consabida fórmula escolástica-. No puedo ser «heterodoxo», porque nunca he sido «ortodoxo». No obstante, no me importa reconocer que soy marxista en el sentido que usted señala, pues, al igual que Marx, soy materialista y dialéctico. Pero me parece que usted ha sesgado muy hábilmente las cosas que he publicado y ha tirado de un hilo que, sin dejar de ser cierto, descompone, por así decirlo, la malla de la que forma parte esa hebra. Como usted mismo insinúa impresionantemente, he dedicado algunos trabajos a recontextualizar filosóficamente el marxismo dentro de una tradi­ción más amplia. Pero yo no he llegado a la filoso­fía desde el marxismo militante, sino que he estu­diado el marxismo desde la actividad filosófica profesional. Sería ocioso replicarle pormenoriza­damente a todos los puntos que acaba de suscitar, porque usted conoce las respuestas tan bien como yo. Para abreviar -(y al pronunciar esta fatídica frase comprimió su rostro y su cuerpo en un su­premo esfuerzo de concentración, del que no po­día menos que brotar un largo, sinuoso y complejo discurso}-, quizá la mayor diferencia con los mar­xistas resida en mi concepción del mundo. Yo estoy más en la línea del ápeiron de Anaximandro,

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de la dialéctica negativa del v1eJo Platon y, si usted quiere, de la ciencia física y astrofísica con­temporánea. En cambio, el marxismo parece man­tener un concepto de mundo finito y eterno, más semejante al de Aristóteles, por ejemplo, en el que no hay cambio ni disolución cósmica, aunque sí los haya en el mundo sublunar. Es cierto que en Marx las cosas no están tan claras, pues su noción de naturaleza es muy confusa; pero Engels en la Dialéctica de la Naturaleza mantiene una posición claramente finitista, corporeista y mundanista, de modo que se posibilita así la idea escatológica de un paraíso en la tierra con la victoria final del comunismo. Tales ideas no proceden directamente de Marx, pero pasan por ser tesis marxistas. Se trata de una cuestión central, aunque parezca muy abstracta y general, porque de esta concepción del mundo dependen muchos problemas de praxis concreta en el marxismo: por ejemplo, el tema de la planificación del futuro, la actitud frente a la naturaleza, la posibilidad de crecimiento cero, etc. Y no sólo dependen las consecuencias, sino que denota los presupuestos; es un indicio claro de una actitud práctica ante las cosas y ante el cono­cimiento; supone, en efecto, un talante mecani­cista y reduccionista, la consideración de los or­ganismos como máquinas, etc. Creo que esta dife­rencia se palpa muy bien en Ensayos Materialis­tas, cuando distingo el plano de la Materia ontoló­gico-general, definida positivamente como plurali­dad (partes extra partes) y negativamente como una Idea crítica obtenida regresivamente, del plano empírico-transcendental de los tres géneros de materialidad. El marxismo oficial no reconoce una Idea de Materia ontológico-general, como la que yo postulo, porque se mueve en el plano mundano, intracategorial, especial. En el fondo, su mecanismo mundanista le hace ser formalista. Me interesa subrayar, sin embargo, que mi reco­nocimiento de la Materia ontológico-general nada tiene que ver con el voluntarismo irracionalista cristiano, donde el mundo es una pura nada res­pecto a Dios, porque, aunque sólo tengamos una idea negativa o regresiva de la materia, eso no implica, en absoluto, la negación misma de la ma­teria. De hecho, el cristianismo, incluso en las versiones racionalista de Santo Tomás o Leibniz, se encuentra con el dilema de o tener que negar la infinitud del mundo para dar paso a la fé, o tener que exigir que este es el mejor de los mundos posibles y entonces Dios debe crearlo siempre y, por consiguiente, implícitamente se tiene que ad­mitir que es eterno.

Aspiró profundamente como si le faltase aire para oxigenar su cerebro, mientras yo asistía mudo, aunque no perplejo, al magnífico strip-tease intelectual, que estaba escuchando y que no tenía nada de obscenidad baudrillardiana, porque sus signos sí me resultaban significativos. Entre tanto, la imagen de Marx se iba difuminando tras la cortina de humo que despedían mis sucesivos ci­garros.

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-Ahora bien -prosiguió pausadamente con laprecaución de quien intenta un tránsito arries­gado- los datos que nos proporciona la ciencia moderna, tanto a nivel nuclear como astrofísico en modo alguno nos pone en presencia de alguna realidad inmaterial, como se pretende ideológica­mente, por más que haya producido un «segundo rompimiento» de los esquemas corporeistas del mecanicismo. No digo que la ciencia contemporá­nea haya descubierto esta idea de mundo como constituido por «nudos» que se hacen y deshacen, en la intersección de entidades en perpetuo pro­ceso (un pión desaparece, transformándose en dos fotones en 1/10- 15 de segundo), que, sin embargo, forman entre sí una red, un sistema, que se man­tiene en el cambio. Se trata de una idea muy antigua que se remonta a los griegos, a las «ho­meomerías» de Anaxágoras, por ejemplo. Tam­poco yo he sacado esta idea de la ciencia, pero ésta proporciona pistas, avales empíricos. En suma, lo que quiero decir es que en esta idea de mundo el determinismo sigue jugando un papel como aplicación del principio de causalidad.

-¿En el sentido de Einstein en contra de lainterpretación ortodoxa de Copenhague? -me atrevía a simplificar ante la amenaza de una expo­sición prolija, técnica y sofisticada.

-Puede . ...:concedió con tristeza, percatándosede mis intenciones...:.. De lo que se trata aquí es de señalar que la ausencia de un materialismo primo­genérico, no autoriza la presencia del irraciona­lismo en el mundo, de modo que pueda ocurrir el milagro físico o histórico. Esta opción mística me parece gratuita. Nada sucede sin una causa. In­cluso me atrevería a decir que el mundo de la

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historia es más determinista que el mundo físico; lo que ocurre está delineado por una serie de concausas que no son plenamente, ni mucho me­nos, aleatorias. ¿Por qué se pasa a la agricultura en el Neolítico? No por una feliz ocurrencia. La gran victoria de Marx, lo que ha tenido realmente influencia sobre mí es su materialismo histórico. En este punto me siento orgulloso de ser un com­pañero de viaje de Marx. Su análisis de la lucha de clases en el sistema capitalista es ejemplar. Pero Marx adoptó un punto de vista limitado al genera­lizar la tesis de que la lucha de clases es el motor de la historia, a pesar de que su periplo estaba flanqueado por Malthus y Darwin, para quienes el motor de la historia es la presión demográfica. Según estudios muy recientes de antropología (Polgar, Hassan, Haizer, Nathan Cohen, etc.), las excavaciones arqueológicas parecen demostrar que el crecimiento de la población humana es constante desde el Paleolítico; hay un ritmo y una tasa muy débiles ciertamente en el incremento de la plantilla humana, pero constantes, de manera que la falta de alimentos, en el sentido del materia­lismo cultural de Harris, estaría ya presionando desde épocas muy tempranas. De ahí se despren­deóa que la agricultura brota de la necesidad se­lectiva de encontrar determinados recursos ali­menticios. En el fondo, es el mismo problema actual. Desde un punto de vista filosófico, ¿cómo analizaría yo esta situación en relación con el marxismo? Negando la homeostasis. Porque, si no hay homeostasis ni equilibrio en valores estandar o críticos, forzosamente hay una tendencia cons­tante al incremento de población. Pero, si esto esasí, como dice Wittfogel, «la lucha de clases es unlujo del capitalismo»; incluso el proletariado es unlujo cultural; porque el problema material, real, esmucho más profundo.

-Y según eso, -apostillé- los planteamientosecologistas son también mucho más profundos que los de Marx. Más aún, desde esta perspectiva no sólo el comunismo primitivo es una invención mítica del marxismo, sino que el propio marxismo es una construcción superestructura!.

-Eso es. Pero hay una manera de salvar a Marxy de entender que el materialismo histórico es básicamente correcto.

-¿Cómo? -pregunté, ahora sí, perplejo, tratandode recordar la confrontación que Gustavo Bueno había efectuado en 1978 entre el potente determi­nismo bioetológico del materialismo cultural de Marvin Harris y el materialismo histórico de Marx, que se saldaba empíricamente a favor del primero, mientras sólo ontológica y gnoseológi­camente parecía superior el segundo. Porque, si yo entendía correctamente, lo que se objetaba era precisamente la concepción ontológica de la natu­raleza que el marxismo sustentaba; ¿dónde reubi­car, entonces, la aportación y la superioridad de Marx? ¿No quedaba éste reducido a la rana-filóso­fo de la que nos hablara Theodore Roszak en la fábula de la alondra que visitaba la charca in-

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munda? ¿No se borraba definitivamente su figura sobre el transfondo cósmico que ahora se estaba dibujando? ¿No se confundía su silueta con la del resto de los economistas mecanicistas, técnicos o moralistas, al quedar incrustada su ideología tem­poralmente como una variante más de la del horno aequalis occidental en el sentido de Louis Du­mont?

-Se trata precisamente, de practicar el raciona­lismo hasta sus últimas consecuencias, hasta seña­lar, si se quiere, los límites de la razón, pero sin conceder escape alguno al misticismo, como ocu­rre frecuentemente en los planteamientos ecolo­gistas. Repasemos otra vez los datos antropológi­cos y analicémoslos dialécticamente. Creo que no hay incompatibilidad alguna entre el materialismo cultural y el histórico a este nivel, pues todo el mundo puede estar en condiciones de admitir como válidos los cálculos empíricos hechos sobre la base de restos arqueológicos, análisis de polini­zación, etc. Si Polgar da una tasa de incremento de la población del 0,003 % en el Paleolítico y Hassan una tasa del O, 1 % para el Neolítico, las dos únicas generalizaciones que se desprenden de ahí son: primero, que hay un ritmo de crecimiento constante y, segundo, que se produce una acele­ración obvia en el Neolítico, seguramente como consecuencia de la introducción de la agricultura. El acuerdo puede llevarse más lejos aún, puesto que el materialismo histórico siempre ha conside­rado que las condiciones materiales de existencia determinan los procesos de transformación social. El materialismo cultural asume en esta cuestión los postulados marxistas, aunque sea implícita­mente -el marxismo sigue vivo ahí, aunque difu­minado-, porque para ellos la agricultura tampoco es un descubrimiento genial y gratuito del espíritu, sino que es un proceso universal, ubicuo, que no implica ninguna ruptura fundamental. Lo que más me ha impresionado del materialismo cultural es que los americanos han sabido explicar con mucha exactitud el cómo de esta transición, haciendo así el determinismo más verosímil. Han demostrado, en efecto, que las bandas de cazadores recolecto­res del año 12000 a.o.e., por ejemplo conocen procedimientos preagricolas, o al menos los utili­zan, aunque sea de forma casual: almacenaje de frutos secos, siembra aleatoria de semillas en los alrededores del poblado tras el consumo de frutos, técnicas de abono con excrementos humanos en lugares determinados, etc. Esto lo analiza muy bien Jolly a propósito de sus estudios sobre los primates ...

Inició una digresión de cortesía sobre las cultu­ras animales, lamentando, sin duda, mi lentitud al tomar notas. No me molesté en seguirle, porque bastante trabajo tenía con seleccionar el hilo cen­tral de su argumentación. Gustavo Bueno es un orador impaciente, al que se escucha con agrado, se sigue con dificultad, y apenas puede uno orga­nizar sus mensajes de modo secuencial. Su pen­samiento discurre habitualmente por dos, tres o

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más bandas simultáneas, entre las que transita con soltura, de modo que su argumentación nunca re­sulta lineal, sino circular y envolvente. Debo con­fesar ahora que esta transcripción de sus palabras es, al mismo tiempo, una traducción y, por lo mismo, una traición; apenas da una pálida imagen de la riqueza y sutileza de las múltiples conexio­nes colaterales que iba desgranando cuando le en­trevisté y hace bueno el viejo dictum escolástico: quidquid recipitur ad modum recipientis recipitur. Con esta cláusula de salvaguarda, me atrevo a exponer a continuación la traca final de su larguí­simo discurso.

-¿Cuál es, entonces, la diferencia entre ambosmaterialismos y dónde reside la superioridad de Marx, pregunta usted? Pues bien, me parece que lo esencial del materialismo cultural, el esquema que maneja, consiste en utilizar a fondo los su­puestos de Malthus y Darwin, de modo que los polos de la dialéctica del desarrollo son el indivi­duo o el grupo humano y su nicho ecológico. Si se supone que la población humana está distribuida más o menos homogéneamente por todo el planeta desde tiempos prehistóricos -y es fácil mostrar con modelos de ordenador que una exigua planti­lla puede llenar el planeta en un período de 20.000 años aproximadamente-, la pregunta clave, que el materialismo cultural olvida por razones ideológi­cas es ésta: ¿la presión demográfica contra quién actúa? La respuesta implícita que encontramos siempre, tanto en Harris como en el ecologismo, es: «contra la Naturaleza». (Actualmente las va­riables son el agotamiento de recursos energéticos fósiles y el incremento geométrico de la pobla­ción, de donde extraen la conclusión de que la única solución es la autolimitación de la natalidad; pero siempre se olvida, por razones ideológicas también, la utilización de la energía nuclear, como alternativa. En Harris ni se la menciona.). Se trata de una presión que, en alguna ocasión, he deno­minado radial. Nuestra respuesta dialéctica, en cambio, es que la presión demográfica actúa circu­larmente de unos grupos humanos contra otros. Y el argumento principal a su favor consiste en que, dada la ubicuidad, no se han agotado, ni mucho menos, los recursos disponibles, incluso aunque se admita que la desaparición de la megafauna del Pleistoceno se debe a bandas depredadoras de humanos. Está claro que el planeta admitía mucho más gente que los 5 millones de habitantes que pudiera haber, según los cálculos, hace 15.000 años. El materialismo cultural de Harris se repre­senta la situación del planeta de modo idílico como poblado por pequeñas bandas armónica­mente distribuidas por todo el territorio, que ex­plotan pacíficamente su entorno. Me parece que aquí el propio método estadístico empleado está distorsionando la realidad, porque cuando se ha­bla de la densidad de población en términos de un habitante por cada 3 kilómetros cuadrados, se in­troduce subrepticiamente una representación indi­vidualista de la situación, que apoya indirecta,

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pero muy efectivamente, la perspectiva del orga­nismo individual consumidor de las proteínas al­macenadas en los objetos del entorno. En cambio, desde nuestra perspectiva, el mecanismo funda­mental de la presión circular son las relaciones conflictivas de unos grupos humanos contra otros, que se disputan no cualesquiera almacenes de pro­teínas, sino tipos de alimentos determinados. Ar­gumentando ad hominem contra el materialismo cultural, hay que introducir el concepto de selecti­vidad de los alimentos; y no ya sólo porque un tubérculo sea diferente de un trozo de carne, sino también porque los propios alimentos están mar­cados por tabúes y prohibiciones de carácter cul­tural, que los americanos tienden a olvidar como superestructurales, así como por preceptos, re­glas, deberes de conservación, cultos, creencias religiosas, etc. En realidad, el materialismo histó­rico tiene razón, porque no homogeiniza armonis­tamente las relaciones sociales, sino que reconoce el conflicto como el mecanismo fundamental del progreso histórico, niega la homeostasis, el equili­brio. Desde su perspectiva es esencial el enfren­tamiento entre grupos, porque su visión es globa­lista, no atomista, considera el sistema como un todo y sus disfunciones: las bandas que entran en conflicto son como «proto-estados» en competen­cia, que pueden considerarse equivalentes, fun­cionalmente al menos, a las clases sociales del capitalismo posterior. Por consiguiente, puede ex­plicar que las crisis no se producen por la escasez de recursos, y que las relaciones económicas no son conflictivas sólo porque la economía sea la administración de la escasez. Caben las crisis por superabundancia, por sobreproducción. El pen­samiento dialéctico pone de manifiesto las distor­siones que se producen cuando grupos distintos entran en contacto. Globalmente consideradas, las crisis son más bien de distribución. Hoy en día, si la población del Tercer Mundo padece hambre, no es porque en el planeta no se produzcan recursos alimenticios suficientes, sino porque no funcionan los canales de distribución; y, lo más grave, es que no pueden funcionar; y, por eso, se rompe continuamente el equilibrio.

Otro salto de pista nos había conducido ahora a una exposición pormenorizada del concepto de anamórfosis, con el que Gustavo Bueno trataba de explicar el proceso de cambio, el desarrollo progresivo, no por la emergencia de nuevas reali­dades, sino por la recombinación global de ele­mentos antiguos en nuevas estructuras, en las que globalmente consideradas estos elementos no se reconocen, porque, lejos de estar yuxtapuestos, se refunden. Estaba siguiendo la pista sobre los orí­genes del Estado, cuando, de repente, se le ocu­rrió aclarar los conflictos del sistema planetario mediante las crisis cotidianas del motor de explo- · sión, cuando se calienta la dínamo, se humedece el delco o se ensucian los platinos; crisis que casi nunca se producen por falta de combustible, y metáfora que yo desestimé por demasiado meca-

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nicista. Así que, dada la extraordinaria capacidad de Gustavo Bueno para autogenerar retroacciones positivas multisistémicas en su propio pensa­miento, consideré conveniente utilizar la técnica inversa de la retroacción negativa para retornar a Marx. A estas alturas debía estar claro para cual­quier lector avispado qué significaba «ser mar­xista, pero no exclusivamente». No nos hallába­mos, obviamente, ante un caso de eclecticismo ad usum hispanorum, sino ante un auténtico Aujhe­ben dialéctico del propio marxismo, en el que lo que se cancela, también se conserva o guarda anamórficamente. Sucede, en efecto, con esta es­tirpe de pensadores greco-judeo-germanos que cuando pi�nsan una cosa, enteramente, están sin­tiendo ya el despliegue de la otra. En su concien­cia se dan a la vez el florecer y el marchitarse. Quedan, así pues, siempre, sus imágenes fundidas en un transfondo cósmico que les transciende. Inevitablemente, así había sucedido con Marx, otro hermano mayor, cuya silueta se agrandaba, desdibujándose, en el horizonte de esta historia inacabable. Apenas hube pronunciado su nombre, Gustavo Bueno se apresuró a sentenciar definiti­vamente:

-Carlos Marx permanece ante mí como un pro­totipo o modelo de pensador dialéctico determi­nista. Ya le he dicho que para mí es un compañero de viaje imprescindible en esta idea; con todas las limitaciones de la época en la que vivió, supo aplicarla a multitud de análisis concretos, sobre todo de carácter histórico y político, de los que tenemos mucho que aprender. En eso cifro yo su gran aportación. Pero en lo que yo nunca he sido marxista es en el componente utópico final, senci­llamente porque es un mito. Me parece que esta crítica racionalista es la que más molesta al mar­xismo militante. Porque, desde un punto de vista rigurosamente dialéctico, no se puede decir jamás que vayamos a alcanzar el paraíso socialista des­pués de unas elecciones o al término de unos planes quinquenales. Surgirán nuevas contradic­ciones y, reconocerlo así de antemano, no es mili­tante, como tampoco lo es denunciarlas crítica­mente cuando se dan. No es militante, pero es verdad. Con todo, yo creo que Marx lo sabía y, por eso, era un estóico. El premio está en la virtud y no en lo que vaya a pasar en la generación futura. Sacrificar la vida para que en el siglo XXV haya un paraíso socialista, es fariseísroo,.__Justificar todo tipo de aberraciones por este niotivoi ·es hi­pócrita. Porque, si hay Gulags es por otros moti­vos sociales, burocráticos, políticos, económi­cos ...

2.-SIMBOLOS REGIONALES Y EMBLEMAS

ACADEMICOS

Todo intento de convertir a Gustavo Bueno en un símbolo, en el sentido corriente de «emblema» o «fetiche», fracasa irremediablemente. Quieneshan caído en la tentación de solidificarlo imagina-

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tivamente en cualquiera de las direcciones señala­das por G. Durand -mística, esquizomorfa o her­menéutica- se han visto defraudados emocional­mente y han debido colmar con actos prácticos la distancia que separaba sus ídolos de la realidad. No me detendré aquí a codificar una tipología de los símbolos cambiantes con que amigos y enemi­gos le han revestido simultánea o sucesivamente, de los que, en muchas ocasiones, sólo dispongo de indicios indirectos o de síntomas conductuales -propuestas políticas, incendios de propiedades,adulaciones grandilocuentes, botes de pintura,promesas incumplidas, agresiones verbales y físi­cas, etc.-, que denotarían no sólo, como quierenUrban o Kristeva, la necesaria y desequilibradaasimetría entre significante y significado, sino, so­bre todo, la legitimación mítica en el tiempo de unsímbolo absoluto en su unicidad, que concierne alos orígenes y a los fines, a la naturaleza y a lasobrenaturaleza; jamás a lo humano como tal. Yen esto también los hermeneutas andan descarria­dos, porque, aunque Gustavo Bueno fuera un he­reje materialista, al modo de A verroes o GiordanoBruno, no podría exorcizarse la fuerza de sus ar­gumentaciones desterrándole o consumiéndole enla hoguera, como si la burocracia inquisitorialfuera, de suyo, «desmitologizadora». ¡Cuánta re­mitologización se oculta tras la supuesta interpre­tación crítica de los símbolos!

En mi modesta opinión, Gustavo Bueno no es un símbolo, sino más bien un animal contra-sym­bolicum, dicho sea con perdón de Cassirer por la parodia. No sólo su persona se presenta sin afei­tes, aliños, ni maquillajes histriónicos de ninguna

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catadura -la «filosofía sin tocador»;-- como escri­biera gráficamente Alberto Cardín-, sino también su pensamiento puramente conceptual, engorroso y desaliñado, intenta desentrañar directamente la realidad y embadurnarse las manos con la propia materia categorial, en lugar de enmascararla con alegorías. Ciertamente, detrás de sus signos no se oculta ningún sentido transcendente; ellos mismos muestran la complejidad organizada o la simplici­dad formalizada que constituyen. Es la tesis del materialismo formalista respecto a los símbolos lógicos y matemáticos: su significado está, no en el reino de las posibilidades vacías, ni en incógni­tas X transcendentes ontoteológicamente, sino en el proceso operatorio mismo de carácter tipográ­fico, de cuya materialidad emergen sus propias relaciones legales. Podría decirse que Gustavo Bueno escudriña el resto de los símbolos con el

mismo talante materialista, al destacar en ellos como característica la relación de causalidad o de determinación tecnológica, práctica. Los símbolos se agotan en su operatoriedad organizadora y or­ganizada y se explican por la «valencia» práctica que inyectan al signo material que privilegian. Más que de identidad, la relación entre símbolo y sentido es conflictual, dialéctica. Como en Lefeb­vre, la búsqueda del sentido se ejecuta siempre refutando los símbolos, demoliendo su originarie­dad expresiva, determinando las significaciones efectivas de los actos, de las instituciones, de las situaciones. Diríase que la crítica racionalista del símbolo convierte a Gustavo Bueno en un anti­símbolo. ¿O acaso no se capta la ironía de ubicar un animal mitológico, el basilisco, como símbolo de la dialéctica? ¿No se trata de un anti-símbolo,

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de la negac10n misma del símbolo, puesto que toda construcción mítica debe ser, a la postre, racionalmente triturada?

En este contexto simbólico ofrecí a Gustavo Bueno el símbolo de la «autonomía». Había dos materializaciones inmediatas, institucionales, que, sin duda, le interesaban: la España de las autono­mías y la autonomía universitaria. No le costó ningún trabajo pasar a desmenuzar esta noción, casi sin solución de continuidad respecto al tema anterior de conversación, lo que mostraba, una vez más, la profunda integración y coherencia de sus concepciones o de su método:

-El concepto de autonomía, como usted sabe,es polisémico, figurado, simbólico. Hablando es­trictamente, nada se da a sí mismo la ley en sen­tido absoluto, salvo quizás el Nous de Anaxágo­ras. Esto es tanto más cierto antropológicamente, cuanto más exacta sea la tesis del determinismo histórico y cultural, que hemos analizado antes. Pero situándolo concretamente en España, sigue pareciéndome confuso, cuando no se restringe su significado administrativamente a la gestión de funciones y servicios. La España de las autono­mías, como se dice ahora, viene definida dentro de unas coordenadas precisas de carácter histó­rico y cultural, que no es posible ignorar. Se trata de unas autonomías que pretenden constituirse dentro del contexto histórico de una Nación mo­derna ya cristalizada desde hace unos cuantos si­glos. En la medida en que se quiere ligar el con­cepto de autonomía al de «autodeterminación»; a «cultura propia y autóctona» (como si las auto­nomías no fuesen el resultado de dividir una tota­lidad previamente dada como unidad histórica, an­tropológica y cultural), se trata de un sinsentido o de una imbecilidad. La imbecilidad consiste en creer que se trata de disolver una superestructura inexistente, España, en sus componentes básicos, estructurales, que son los únicos que realmente existen por debajo del aparato estatal y burocrá­tico. En este punto hay mucha confusión termino­lógica, que es ella misma superestructural y que está posibilitada, en parte, por la ambigüedad jurí­dica de la Constitución. Por ejemplo, respecto a la cuestión de las diferencias entre Nación y Estado, tal como se manifiesta en el sintagma «Estado español» cuando se utiliza como sustantivo de «España». En otra ocasión he mostrado el círculo vicioso que se forma cuando se intenta aclarar si éste es una federación de Estados (como U.S.A.), o una comunidad internacional de Naciones (comola Europa de las Naciones). El círculo está en quelas autonomías sólo pueden fundarse en las nacio­nalidades, y éstas, a su vez, sólo pueden justifi­carse como tales por su autonomía interna, no«otorgada», es decir, por su autodeterminación.El círculo se rompe en la actualidad, porque elEstado «define» y «otorga» las autonomías; pero,éstas sólo se dan entonces en el seno del Estado ysólo tienen sentido en función de él. Así pues, yaque las autonomías no brotan de la autodetermi-

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nación de los pueblos, invocar supuestas señas de identidad racial o cultural de una nación pretérita para justificar el derecho y el poder para «autode­terminarse», aparte de falaz históricamente, raya en la paranoia de las disyunciones. Las autono­mías no tienen otra realidad que el voluntarismo psicológico (e ideológico) de los independentistas, que cuando pretenden instaurarlas institucional­mente olvidan que su plasmación depende del «otorgamiento» arbitrario del Estado. La situa­ción no puede ser más contradictoria y, a la vez, más determinista.

-Sin embargo -objeté ante la evidente apatíacon que reiteraba los argumentos que ya había expuesto en 1979 a propósito de un polémico libro de Jiménez Losantos-, la mera creación de 17 regiones autónomas, aunque sea artificial y volun­tarista, abre una nueva dinámica histórica de con­secuencias imprevisibles.

-Sí, pero si se fija bien, verá que por ahora lamayor parte de las consecuencias son de carácter administrativo: configuración de un nuevo mapa territorial, distribución de competencias adminis­trativas, etc. Políticamente y, sobre todo, cultural y antropológicamente, cabe esperar que muchos de los conflictos autonomistas e independentistas se resuelvan precisamente en virtud del juego de las puras fuerzas económico-sociales, al margen de los Decretos del Gobierno y de los Estatutos parlamentarios, que son verdaderas superestruc­turas jurídicas desde el punto de vista del materia­lismo histórico. En realidad -prosiguió esbozando una sonrisa irónica como si la nueva perspectiva que se le había ocurrido comenzase a reanimarle­puede pensarse que este proceso histórico al que usted alude reproduce a la escala de la península, la disolución del Imperio ultramarino español. An­tes había varias Colonias, divididas en Virreina­tos, Provincias, Capitanías, etc. y ahora varias Regiones: El País Valenciano sería como Nueva España; Cataluña como Nueva Granada; Galicia como el Virreinato de Perú; Andalucía como el Virreinato de Buenos Aires; y así sucesivamente. También ahora como entonces, la Corona está por encima de los Virreyes, y se supone, que al igual que entonces las concepciones políticas, sociales y religiosas de la metrópoli se imponen superes­tructuralmente sobre la base de las culturas preco­lombinas aztecas, incas, mayas, olmecas, toltecas, etc. Lo que quiero decir es que, aunque en sus orígenes las situaciones sean muy diferentes e in­comparables -(políticamente el Estado de las Au­tonomías es un claro intento de neutralizar la lu­cha de clases ante el temor de una escalada «a la italiana» del P.C.E.; aunque yo creo que las pre­visiones de la C.I.A., que le daban un 30 % esta­ban equivocadas y así se lo manifesté al propio Carrillo hacia 1977; porque lo que abortó la lucha de clases, mucho antes, fue la difusión del Seat 600, es decir, el desarrollo económico y la domes­ticación consumista del proletariado)-, siguiendo

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la lógica de la analogía, cabría la posibilidad de una balcanización real de la Nación española.

Le hice notar que esa posibilidad parecía admi­tir, en principio, la lógica de la imbecilidad volun­tarista; porque, si yo había entendido bien su ar­gumentación, España no podía disolverse, ya que las estructuras antropológicas y culturales en que se asentaba la Nación lo impedirían. Más aún, si lo que había fraguado España como unidad se remontaba a la Hispania romana cuando menos, la cultura española en Iberoamérica era un mero barniz superficial comparado con el crisol histó­rico que había conformado a España como nación. Y no dejaba de ser cierto, por lo demás, que ese barniz cultural seguía manteniéndose después de la independencia. Hice alusión al tópico de los 300 millones abundantes de hispanohablantes como unidad cultural supranacional y bromeé, por unos momentos, eón el tándem Pujol-Garaicoechea como posibles émulos del célebre San-Martín-Bo­lívar.

-Además -concluí convencido de la frivolidadde la comparación-, si hemos de hacer caso a los historiadores, lo que provocó los movimientos de carácter revolucionario independentista fueron los intereses económicos contrapuestos de distintos grupos ( comerciales criollos vinculados a la tierra frente a la burguesía comercial formada por espa­ñoles), posibilitada, a su vez, por la legislación liberalizadora de finales del siglo XVIII, que abrió el tráfico a las mercancías extranjeras en numero­sos puertos de América y acabó con el monopolio español del comercio con las Indias ...

-Precisamente por eso -me replicó acelerada­mente- existe el peligro de que triunfe la lógica de la imbecilidad. ¿No se da cuenta? Usted mismo acaba de poner el dedo en la llaga. En Cataluña y el País Vasco el peligro nacionalista consiste en que las fuerzas económico sociales vayan en una dirección distinta de la prevista. Ahora mismo es­tán jugando fuerzas internacionales contrapuestas. Por ejemplo, el ingreso en la C.E.E. puede impli­car que a holandeses, británicos o franceses les interese más negociar bilateralmente con Cataluña que con Asturias o Andalucía. Eso provocaría una dinámica disolvente. En cambio, hay otras fuerzas que operarían en sentido contrario; por ejemplo, el ingreso de España en la OTAN o nuestra propia dependencia colonial de USA. Además, está la cuestión del idioma, que agrava el asunto. Late ahí una voluntad política decidida de independen­cia nacionalista y un peligro real de balcaniza­ción.

Como seguí considerando ex .. cesiva su apren­sión, trató de validar el fundamento de sus temo­res apelando al vaticinio que había hecho en 1976 sobre el fracaso del comunismo en España a causa de la similitud estructural entre nuestro país y Gran Bretaña, cuando todo el mundo estaba con­vencido de nuestra clonación italiana. Me resulta

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francamente difícil reproducir la maraña de su só­lida argumentación a posteriori, por lo que voy a limitarme a destacar dos pinceladas que se susci­taron a propósito de Asturias y del bable, cuando le recordé su tan criticada calidad de meteco, como si no supiera yo que muchas veces los ex­traños captan con más exactitud los hechos dife­renciales que los lugareños.

-Pues mire usted, para serle sincero, el nacio­nalismo independentista astur lleva la imbecilidad hasta el grado más alto, porque la importancia de Asturias reside precisamente en haber contribuido de manera decisiva y original a confirmar esa es­tructura general, antropológica y cultural, que es España. En nuestro caso, regresar a los orígenes míticos celtas es saltarse la historia e, incluso la prehistoria, a la torera. Se trata de pura ideología mística y mixtificadora. No es ese el camino para una recuperación científica y seria de las raíces asturianas, de su antropología, costumbres, tradi­ciones y folklore. Y respecto al bable como «idioma oficial», los argumentos del señor N eira me parecen impecables científicamente y todos conocemos las reacciones histriónicas y agresivas, que han suscitado. Comparto con él y otros mu­chos la necesidad de proteger y cultivar esos her­mosos idiomas familiares y rurales, pero en su lugar propio. Lo que yo digo es que llamar «astu­riano» al bable únicamente es un error, una trampa, un engaño premeditado y de mala fé, por­que supone que el español no lo es, cuando en Asturias es un idioma tan genuino y antiguo como los bables y, por supuesto, más antiguo y genuino que el «bable sintético» que se pretende inventar e imponer, apoyándose, otra vez, en el mito del regreso a lo autóctono y primigenio. Aquí el mi­metismo es la norma.

Se entretuvo después contándome una anécdota de su paisano Heriberto, riojano rústico que le había sorprendido con sus especulaciones anticle­ricales sobre el origen de las lenguas, para demos­trar que los aldeanos no se dejarían engañar fácil­mente. Me pareció que su inquina no se dirigía contra los bables en sí mismos considerados, sino contra el nacionalismo larvado que anidaba en la supuesta reconstrucción de una supuesta lengua nacional supuestamente asturiana. Demasiados supuestos.

El segundo «símbolo» autonómico afectaba a la tribu universitaria, según la mordaz expresión de Alejandro Nieto, de la que Gustavo Bueno forma parte por oposición libre desde 1960 en el rango más alto de su jerarquía, el de los grandes jefes catedráticos, estirpe a extinguir, según algunos, o simplemente destinada a sufrir una impenitente transformación polimorfa, según otros: ¿rotación paretiana de élites?, ¿relevo generacional orte­guiano? Para Gustavo Bueno, menos interesado en las luchas intestinas entre los viejos leones y los jóvenes, ya no tan jóvenes, turcos, el pro­blema cobra dimensiones estructurales, de las que

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se alimentan muchos de los conflictos personales y sociológicos.

-En rigor, no puede hablarse de autonomíauniversitaria, salvo en un sentido jurídico formal, porque el proceso es, más bien, inverso, hacia una «heteronomía» y dependencia mayores de las ac­tividades universitarias respecto a exigencias exó­genas: administrativas, sociales, económicas. En este sentido parece muy apropiado el cambio de denominación de LAU por LRU. Nadie duda de la necesidad de la reforma, necesidad que se ori­gina con la incorporación a la Universidad de grandes masas de alumnos y profesores en creci­miento exponencial desde poco después de 1960, pues las antiguas estructuras no estaban prepara­das, ni podían estarlo, para tal avalancha. Al cam­biar los parámetros cuantitativos de la organiza­ción, parecen ir imponiéndose espontáneamente formas burocráticas de gobierno. Así desemboca­mos en la situación actual, en la que la Universi­dad se convierte en una gran empresa con miles de empleados de diversos rangos y status y, en la que, lógicamente por supuesto, pasan a primer plano los intereses y obligaciones administrativas puramente formales. Pero justamente el propio ré­gimen de gobierno universitario desequilibra com­pletamente las funciones de la Universidad. Hay una pérdida de las funciones tradicionales. Por ejemplo, parece absurdo que un reglamento uni­versitario ocupe cuantitativamente más del triple que el reglamento de la Academia de las Ciencias de la URSS, y que su confección distraiga a una gran parte de profesionales de sus actividades or­dinarias de docencia e investigación durante todo un año. Las personas al ocupar lugares diferentes en el organigrama, cambian de sentido; es lógico. Lo que parece gratuito en la actual reforma · es pensar que una reforma, por superficial que sea, asegure de antemano el fin que se persigue.

-La teoría de la organización más desarrollada-le interrumpí-, al poner de manifiesto las disfun-ciones, predice ya la desviación de fines y objeti­vos, que así se puede incorporar por feed-back alpropio proceso de planificación. En este sentido,··aunque haya desviación de los objetivos origina­les, no hay caos, ni necesariamente catástrofe.

-De acuerdo. Pero, como usted sabe mejorque yo porque ha estudiado estas cuestiones, no todas las desviaciones son predecibles y muchas disfunciones sólo se perciben cuando se producen. En este sentido dialéctico, yo no digo que haya catástrofe necesariamente, máxime siendo deter­minista, sino que en este proceso de cambio, al ser tan complejo, confluyen tantas variables que no se pueden planificar simultáneamente. Muchas de ellas son independientes. La programación li­neal fracasa. Lo que habría que pedir a los gober­nantes es que tomaran conciencia de la compleji­dad y adoptaran decisiones prudenciales ad hoc más adaptadas al propio proceso de cambio. El mejor criterio para discernir que un planificador no sabe lo que está ocurriendo en la Universidad

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es que crea y manifieste que lo tiene todo muy claro, porque nadie puede tenerlo todo claro, salvo que opere con esquemas idealistas y forma­les y, entonces, lo que está claro es que no es consciente de los determinismos y confluencias materiales, de contenido. Por ejemplo, la investi­gación, al reducirla a parámetros formales y cuan­titativos, al nivelarla y uniformada con el rodillo administrativo, se convierte en una actividad su­perficial, porque no cuenta su valor, ni su calidad, sino sólo su formato (correcto o incorrecto) y su cantidad. Lo mismo ocurre con la actividad do­cente, donde lo único que cuentan son parámetros cuantitativos de estabulación: n.0 de alumnos, ho­ras impartidas, etc. Lo que sí queda claro es que en esta Universidad ha cambiado el status del sabio. Ya no puede haber sabios en la Universi­dad. Por ejemplo, sería imposible un Husserl, pro­fesor, que se permitiera el lujo, se diría ahora, de poner una nota a la puerta del aula explicando: «El profesor Husserl no impartirá su clase de hoy, porque no tiene las ideas claras». Administrativa­mente eso no interesa, sólo si está enfermo, ha tenido un hijo, realiza actividades sindicales, reu­niones, visitas políticas a las autoridades, etc.

-Ya Weber, Max por supuesto -le recordé paradescontextualizar el tema y retrotraerlo a las ten­dencias generales de la época- había predicho an­tes de 1920 que la organización legítima-legal traía como consecuencia la racionalización de los me­dios y la exclusión de los fines, así como el desen­canto del mundo. ¿Está usted desencantado o, acaso, es pesimista como él?

-No, en absoluto. Lo que yo digo es que esta­mos involucrados en un proceso de cambio, del que no sabemos lo que va a resultar. Podemos

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hacer conjeturas; en cualquier caso, el resultado siempre será diferente de lo que hay y de lo que se planifique. Yo no estoy en condiciones de valorar resultados que no se han producido todavía, por­que, en contra de Weber, sí creo que los medios influyen en y modifican los fines dialécticamente. Y respecto a la LRU sólo digo que es un experi­mento a gran escala, en el que, lógicamente, por los textos legales que nos llegan, está claro que no se controlan todas las variables. Se están des­mantelando las antiguas estructuras, pero la crea­ción de otras nuevas es bastante azarosa, porque sólo se proveen esquemas formales. En este sen­tido sería interesante introducir componentes ma­teriales. Por ejemplo, quizá fuese un experimento muy audaz por parte de los rectores de la Univer­sidad fingir que los profesores tienen necesidad de enseñar.

Quedé sorprendido por la sagacidad con que había analizado las cuestiones administrativas en una terminología cuasi-sistémica. ¿Había alguna conexión profunda que yo no había advertido en­tre su materialismo y la Teoría General de Siste­mas? Bien mirado, cabía otra explicación: hablaba por él la voz de la experiencia: ¿No era eso lo que había ocurrido cuando su Departamento se convir­tió, primero, en División, y luego en Facultad?

3.-REALIDADES FILOSOFICAS Y

EXPLOTACIONES MINERAS

¿Qué es, en realidad, Gustavo Bueno? Me per­mitiré la licencia literaria de contar una anécdota personal para contestar a esta pregunta, aunque sospecho que a estas alturas de la entrevista poco puedo influir ya en la opinión del lector. En 1974, después de cuatro horas largas de trabajo y discu­sión en eqúipo sobre la constitución de la geome­tría como ciencia en Tales de Mileto, cuando el Departamento de Gustavo Bueno parecía estar cuajando en un centro de investigación promete­dor y de alto nivel, Ricardo Sánchez Ortiz de Urbina me comentó a la salida:

-«Este hombre ha encontrado un filón».La experiencia me ha ido convenciendo de que

los juicios profesionales de Ricardo, el más ma­duro e independiente de cuantos formábamos aquel grupo de trabajadores sobre el cierre catego­rial, no sólo son certeros y competentes, sino también concisos y exactos. En aquella ocasión tampoco se había equivocado. Gustavo Bueno es, en efecto, un minero y su trabajo principal ha consistido siempre en la exploración y explotación de los ricos mantos geológicos que los 26 ó 27 siglos del pensamiento occidental han ido sedi­mentando incesantemente. Ha calicateado mucho terreno sin detenerse ante cotos privados de nin­gún tipo y ha horadado varias galerías a lo largo de su vida activa. Ha sobrevivido a derrumba­mientos y acumulado grandes lotes de mercancía por cualquier parte. Como comunista utópico, que lo es de los medios de producción, aunque no lo sea de los fines, jamás se ha preocupado de regís-

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trar su propiedad intelectual, de modo que ha sido siempre mal empresario. Jamás ha firmado un contrato y se ha fiado de los pactos verbales, de modo que tampoco hace falta pertenecer a ningún cuerpo diplomático para engañarle. Pocos han trabajado con él en los dos yacimientos principa­les en que ha derrochado más energía, a saber: los pozos llamados «materialismo filosófico» y «cie­rre categorial» respectivamente. Sobran los dedos de un hombre para contarlos. Como trabaja duro, pero no controla la producción de los demás, bas­tantes han abandonado el tajo en cuanto han lle­nado sus alforjas. Algunos ni siquiera han entrado en la mina y se han enriquecido merodeando y comercializando sus escombreras e, incluso, su detritus. Ha sufrido varios sabotajes de ¡a compe­tencia y, como no se desanima y sigue produ­ciendo, seguramente sufrirá más. Su red de co­mercialización es muy pobre y no es la primera vez que le estafan los intermediarios y los distri­buidores. No obstante, las multinacionales que monopolizan el mercado con minerales de baja calidad, consideran un peligro para sus intereses tanta sobreproducción nacional. Ultimamente, los franceses, buenos peristas y mejores comercian­tes, han sabido apreciar la calidad de sus materia­les y en la monumental muestra parisina «Diction­naire des Philosophes de tous les pays et de tous les temps», organizada por' Denis Huisman (para P.U.F.) le han dedicado más de dos páginas. Sólo 40 filósofos vivos han recibido tal distinción, de los que naturalmente 23 son franceses y ningún español, salvo el susodicho Gustavo Bueno. Es de notar que todavía no ha recibido ninguna «medalla del trabajo» por parte de ningún gobierno. Como no está afiliado ni siquiera al sindicato de autóno­mos, no es probable que reciba ninguna recom­pensa. Me parece que ha recorrido ya los subsue­los de casi todas las filosofías y de la mayor parte de las ciencias del mundo, a las que conoce con más profundidad que los correcaminos de turno que presumen de internacionales sin haber salido de la British commonwealth. Pero me parece que no se jubilará hasta que se muera.

En fin, esta es la realidad de Gustavo Bueno, su materia y su forma, su verdad. Iba a transcribir sus opiniones sobre la situación actual de la filoso­fía, pero estoy cansado de hacer propaganda me­tafilosófica inmerecida. En realidad, cuando fui a entrevistarle, interrumpí su trabajo. Estaba encor­vado en una silla, lápiz en ristre, desentrañando la Proposición XI del Libro 1.0 de los PhilosophiaeNatura/is Principia Mathematica de Newton y, al verme, me comunicó alborozado que había encon­trado el paso deductivo exacto en el que aquel gigante del pensamiento ejecutaba una síntesis geométrica disimulada bajo la forma analítica de una demostración matemática en el propio princi­pio de gravitación universal. Como tam-bién yo soy minero, me olvidé de los � chismes que iba a preguntarle. El filón •� seguía siendo productivo. �