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EL ESPIA DORMIDO: LOS CASOS ABEL Y SORGE Eduardo Chamorro L a mayoría de los astrólogos coincide en< interpretar el signo zodiacal de . Li- bra como una representación simbólica del equilibrio, la mesura y la ponde- rac10n. Y los más eruditos subrayan que los dos platillos de la balanza se inclinan, respectivamente, hacia Escorpión -el mundo de los deseos- y hacia Virgo -la sublimación-. Sólo una minoría de expertos vincula ese signo, el de Libra, con el de la faz bifronte de fano, aquella diosa romana cuyos dos rostros, mirando en direc- ciones contrapuestas, ocultaban con ese dualismo plástico, el conocimiento del destino y el del sentido de los misterios. Porque tanto el signo zodiacal como la deidad romana sirven a un propósito de ocultación. El equi- librio entre los componentes de un sistema oculta como utopía ensimismada, la realidad del conflicto que lo sostiene, mientras que el mito utópico del conocimiento vela la existencia de un complejo nudo de misterios cuya clave no existe. El espía es la aplicación táctica de esa dualidad en un conflicto de poderes rivales que no necesita de la paz o de la guerra pa su cabal desenvolvimiento y desarrollo. Si para algunos pensadores genuinamente osados la política es la continuación de la guerra por otros medios, no siempre menos letes, el espía adquiere toda su inmanencia en un mundo en el que el con- flicto desplaza cualquier posibilidad de armisticio, y hace de la tregua el único interludio posible en una confrontación donde el desaliento es sólo el parén- tesis con el que la especie o el linaje se toma el tiempo suficiente pa cont a sus muertos y con- trast ese total con las perspectivas que oece la biología. En ese territorio del pensamiento, el espía es una de las invenciones específicamente humanas. Por- que el conflicto también existe en el reino animal e incluso en el veget, aunque no lo parezca, pero es la especie humana la única que ha creado o dado · lugar a un individuo tan capaz de sublimar los aspec- tos más aparentes de la lealtad, que le es posible utilizarlos en beneficio de otra sólo para él, única- mente para él y por razones casi siempre intrans- ribles, más alta que aquélla. Por eso, precisamente, ese refinado especimen de soldado que es el espía, no necesita de la paz o de la guerra para ejercer su oficio y su acción: semejantes anécdotas le son indirentes. El espía jamás usa uniforme. Y lo que es más pavoroso -si es que se cuenta con una sensibilidad adecuada pavor-: jamás se sabe a ciencia cierta sobre qué área incide 46 . . . . . . . . concretamente su labor, ni cuál es el alcance tangi- ble de su misión. Las dos historias que yo he venido a contles ilustran suficientemente, si acierto a narrarlas con buena economía, esa ceta del espionaje cuyo re- sultado es siempre un rastro de perplejidad. El 14 de noviembre de 1948 el trasatlántico Scyt- hia, procedente de Cuxhaven, Alemania, desem- barcaba en Quebec a sus 1.587 paseros. Un hom- bre de unos 54 años, con 1,80 de estatura, que co- jeaba ligeramente y lucía una pinta desgarbada, pasó s incidente alguno la aduana y la oficina de inmigración. Su destino era Detroit y así quedó re- gistrado en su pasaporte americano, expedido a nombre de Andre Kayotis. Pero Andre Kayotis era un hombre muerto. Ciu- dadano de nacionalidad norteamericana y residente en Detroit, había viajado en 1847 a su nativa Litua- nia, en la que murió y donde reposaba su cadáver. La Dirección General de Seguridad del Estado so- viético utilizó sus papeles para proporcionar una identidad al coronel Rudolp Ivanovich Abel, perte- neciente al KGB desde 1927. En 1950, Emil R. Goldss alquiló un aparta- mento en el 216 West 99 th Street de Nueva York. El hombre que firmó aquel contrato de alquiler tenía en el bolsillo un certificado de nacimiento a nombre de Emil R. Goldss, nacido de padres alemanes en Manhattan, Condado de Nueva York, el 2 de agosto de 1902. El certificado era auténtico, pero si alguien hubiera consultado los archivos municipes de la ciudad, habría encontrado, sin embargo, otro certi- ficado no menos auténtico: el del llecimiento de Emil Goldss el 9 de octubre de 1903, enas con un año de edad. Nadie aclaró nunca cómo llegó el certificado au- téntico al bolsillo del coronel Abel. Durante sus cinco primeros años de estancia en Estados Unidos, Abel abrió numerosas, aunque modestas cuentas bancarias, se miliarizó con las líneas del metro neoyorquino, paseó por parques, teatros y lugares de espcimiento, y como tó- gro cionado desarrolló una red de relaciones circunstanciales en nción de la cual un buen nú- mero de personas le hubieran podido reconocer como un amigo de toda la vida. A ese respecto Abel contaba con una cilidad adicional. Su do-

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Page 1: LOS CASOS ABEL Y SORGE - CVC. Centro Virtual Cervantesnudo de misterios cuya clave no existe. El espía es la aplicación táctica de esa dualidad en un conflicto de poderes rivales

EL ESPIA DORMIDO:

LOS CASOS ABEL Y

SORGE

Eduardo Chamorro

La mayoría de los astrólogos coincide en< interpretar el signo zodiacal de . Li­bra como una representación simbólica del equilibrio, la mesura y la ponde­

rac10n. Y los más eruditos subrayan que los dos platillos de la balanza se inclinan, respectivamente, hacia Escorpión -el mundo de los deseos- y hacia Virgo -la sublimación-.

Sólo una minoría de expertos vincula ese signo, el de Libra, con el de la faz bifronte de fano, aquella diosa romana cuyos dos rostros, mirando en direc­ciones contrapuestas, ocultaban con ese dualismo plástico, el conocimiento del destino y el del sentido de los misterios.

Porque tanto el signo zodiacal como la deidad romana sirven a un propósito de ocultación. El equi­librio entre los componentes de un sistema oculta como utopía ensimismada, la realidad del conflicto que lo sostiene, mientras que el mito utópico del conocimiento vela la existencia de un complejo nudo de misterios cuya clave no existe.

El espía es la aplicación táctica de esa dualidad en un conflicto de poderes rivales que no necesita de la paz o de la guerra para su cabal desenvolvimiento y desarrollo.

Si para algunos pensadores genuinamente osados la política es la continuación de la guerra por otros medios, no siempre menos letales, el espía adquiere toda su inmanencia en un mundo en el que el con­flicto desplaza cualquier posibilidad de armisticio, y hace de la tregua el único interludio posible en una confrontación donde el desaliento es sólo el parén­tesis con el que la especie o el linaje se toma el tiempo suficiente para contar a sus muertos y con­trastar ese total con las perspectivas que ofrece la biología.

En ese territorio del pensamiento, el espía es una de las invenciones específicamente humanas. Por­que el conflicto también existe en el reino animal e incluso en el vegetal, aunque no lo parezca, pero es la especie humana la única que ha creado o dado

· lugar a un individuo tan capaz de sublimar los aspec­tos más aparentes de la lealtad, que le es posibleutilizarlos en beneficio de otra sólo para él, única­mente para él y por razones casi siempre intransfe­ribles, más alta que aquélla.

Por eso, precisamente, ese refinado especimen desoldado que es el espía, no necesita de la paz o de laguerra para ejercer su oficio y su acción: semejantesanécdotas le son indiferentes. El espía jamás usauniforme. Y lo que es más pavoroso -si es que secuenta con una sensibilidad adecuada al pavor-:jamás se sabe a ciencia cierta sobre qué área incide

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concretamente su labor, ni cuál es el alcance tangi­ble de su misión.

Las dos historias que yo he venido a contarles ilustran suficientemente, si acierto a narrarlas con buena economía, esa faceta del espionaje cuyo re­sultado es siempre un rastro de perplejidad.

El 14 de noviembre de 1948 el trasatlántico Scyt­hia, procedente de Cuxhaven, Alemania, desem­barcaba en Quebec a sus 1.587 pasajeros. Un hom­bre de unos 54 años, con 1,80 de estatura, que co­jeaba ligeramente y lucía una pinta desgarbada, pasó sin incidente alguno la aduana y la oficina de inmigración. Su destino era Detroit y así quedó re­gistrado en su pasaporte americano, expedido a nombre de Andre Kayotis.

Pero Andre Kayotis era un hombre muerto. Ciu­dadano de nacionalidad norteamericana y residente en Detroit, había viajado en 1847 a su nativa Litua­nia, en la que murió y donde reposaba su cadáver. La Dirección General de Seguridad del Estado so­viético utilizó sus papeles para proporcionar una identidad al coronel Rudolp Ivanovich Abel, perte­neciente al KGB desde 1927.

En 1950, Emil R. Goldfuss alquiló un aparta­mento en el 216 West 99 th Street de Nueva York. El hombre que firmó aquel contrato de alquiler tenía en el bolsillo un certificado de nacimiento a nombre de Emil R. Goldfuss, nacido de padres alemanes en Manhattan, Condado de Nueva York, el 2 de agosto de 1902. El certificado era auténtico, pero si alguien hubiera consultado los archivos municipales de la ciudad, habría encontrado, sin embargo, otro certi­ficado no menos auténtico: el del fallecimiento de Emil Goldfuss el 9 de octubre de 1903, apenas con un año de edad.

Nadie aclaró nunca cómo llegó el certificado au­téntico al bolsillo del coronel Abel.

Durante sus cinco primeros años de estancia en Estados Unidos, Abel abrió numerosas, aunque modestas cuentas bancarias, se familiarizó con las líneas del metro neoyorquino, paseó por parques, teatros y lugares de esparcimiento, y como fotó­grafo aficionado desarrolló una red de relaciones circunstanciales en función de la cual un buen nú­mero de personas le hubieran podido reconocer como un amigo de toda la vida. A ese respecto Abel contaba con una facilidad adicional. Su do-

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minio del inglés era magnífico, hasta el punto de que podía resolver de corrido el crucigrama domi­nical del New York Times, lo que acredita una desenvoltura que cualquiera que sepa inglés y co­nozca la mencionada publicación no dudará en calificar de proeza.

Este hombre, de carácter afable y servicial, aun­que tímido y retraído, alquiló en 1953 un pequeño apartamento en el edificio Ovington, en Brooklyn, frecuentado por dibujantes, pintores y escritores neoyorquinos que iniciaban su carrera por aquella época, y entre los que desarrolló en poco tiempo una cálida amistad con hombres como Burt Silverman, David Levine y Jules Feiffer. Para estos neoyorqui­nos del edificio Ovington, Abel, al que ellos cono­cían como Emil Goldfuss, era un fotógrafo semireti­rado que a partir de unos ahorros suficientemente consolidados había decidido dedicar sus últimos años al desarrollo de su pasión por la pintura. Para ellos, Goldfuss había estudiado en Boston bajo la tutoría de un matrimonio de tíos escoceses y había ejercido los oficios de contable, electricista y fotó­grafo, viajando a lo largo y ancho del país.

Fuera de eso podían testimoniar que Goldfuss era un vecino que jamás negaba un favor, que tocaba medianamente bien la guitarra y que solía pintar durante horas en su estudio, al que llegaba hacia las 10,3P de la mañana, para abandonarlo hacia las 7 de la tárde. Podían indicar igualmente cuáles eran sus lecturas predilectas: libros de divulgación científica y de astronomía, tratados de criptografía, libros de pintura y novelas policíacas. Lo que ya no hubieran podido atestiguar era el hecho de que dos veces por semana, a altas horas de la noche, Abel recibía mensajes cifrados a través de un viejo receptor de onda media.

El 20 de octubre de 1952, a bordo del trasatlántico Queen Mary, llegaba a Estados Unidos Eugene Ni­colai Maki, un ciudadano estadounidense nacido en Idaho, de madre neoyorquina y padre finés. Maki había viajado junto con su familia a Finlandia cuando contaba 10 años de edad. A partir de ese momento su rastro desaparecía. Pero el Eugene Ni­colai Maki que el 3 de julio de 1951 pidió al consu­lado norteamericano en Helsinki un pasaporte ame­ricano con pruebas fotostáticas de tener derecho a él por ser esa su nacionalidad, no era aquel niño, sino

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Reyno Hayhanen, joven oficial de inteligencia del ejército soviético.

Hayhanen había nacido en Pushkin, a unos 40 kilómetros de Leningrado. Miembro del Konsomol, se graduó cum laude y reclutado por la NKVD fue asignado al istmo de Karelia durante la guerra ruso­finesa, sirviendo como interceptor de mensajes, traductor de documentos e interrogador de prisio­neros de guerra. Durante la Segunda Guerra Mun­dial, y posteriormente, trabajó en la reeducación y asimilación de elementos antisoviéticos.

A partir de 1948 estuvo destinado en Estonia, donde aprendió inglés, criptografía, mecánica de automóviles y fotografía, siendo destinado luego a Finlandia, donde desarrolló su segunda personali­dad, la de Eugenio Nicolai Maki, un finés casado con Hanna Kunikka, una joven de 27 años, conde­nada a ignorar todo lo que iba a pasar a su alrededor a partir del momento en que firmó su certificado de matrimonio.

En agosto de 1951 Eugene Maki recibió órdenes de trasladarse a Moscú, donde se entrevistó con Vitali G. Paulov, subjefe de la sección americana de la inteligencia soviética, y con Mijail N. Svirin, pri­mer secretario de la embajada soviética en Nueva York, quienes le informaron de la índole de su mi­sión. Viajar a Estados Unidos y establecerse en Nueva York como adjunto del agente soviético re­sidente en esa ciudad, el coronel Abel, cuyo nombre cifrado de contacto sería el de Mark.

Apenas puso un pie en esa ciudad, la personalidad o el carácter de Maki naufragaron y el joven oficialsoviético se vino abajo. Pudo ser la monótona ten­sión de vivir en un país extraño, cuyo idioma cono­cía muy someramente, con una mujer a la que noamaba y sometido a la rutina de recorrer una y otravez los lugares de contacto visual para contrastar supresencia en la ciudad y depositar y recoger mensa­jes de contenido burocrático y banal.

Uno de esos mensajes, recogido por Maki en agosto de 1954, le ordenaba entrar ya en contacto con su superior, Mark.

Cuando Abel conoció a Maki se dio cuenta de inmediato de que su subalterno no sólo era incapaz de hablar un inglés medianamente fluido, sino que también lo era de desarrollar cualquier mínima tarea que representara un trabajo de cobertura. Los veci­nos de Maki no le conocían como un norteameri­cano de origen finés, que se ganaba la vida como mecánico o como fotógrafo, sino como una especie de extraño viajante que bebía demasiado vodka y discutía con su mujer a voces demasiado estentó­reas. Aquello puso a Abel los pelos de punta, porque si hay algo que ponga en peligro la eficacia de cual­quier espía es el hecho de que sus desavenencias conyugales se conviertan en piedra de escándalo, y en ese terreno, las peleas de Maki con su mujer habían llegado no ya a las manos, sino a la sangre. Un médico de la vecindad había tratado a Maki de las heridas de cuchillo con que su mujer había rubri­cado una de sus alcohólicas peleas cotidianas.

Ante lo testarudo de aquellos hechos, Abel co-

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menzó a persuadir a Maki para que regresara a Moscú. Pero conseguirlo le costó años, pues su subalterno conocía perfectamente que su regreso sólo serviría para atestiguar su fracaso.

Pero Abel consiguió al fin embarcarlo en el Queen Elizabeth en la primavera de 1957, y el 1 de mayo Maki se encontraba en París, donde estableció los contactos pertinentes para seguir la ruta establecida en esos casos. Los contactos le informaron de que debía salir al día siguiente hacia Moscú, vía Berlín. Maki-Hayhanen pasó esa tarde en el cine. Después cenó y durmió en su hotel y al día siguiente se presentó en la embajada norteamericana en París, donde contó toda la historia.

Once días más tarde regresaba a Nueva York, en cuyo aeropuerto le esperaba el propio Allen Dulles.

El 21 de junio, Abel era detenido por agentes del FBI en Nueva York. En ese momento fue detenido como inmigrante ilegal, un delito cuya pena era de deportación. Pero en cuanto Maki aceptó atestiguar contra él, fue procesado bajo la acusación de «cons­piración para cometer espionaje» cuya pena podía ser la muerte.

Salvo unas circunstanciales relaciones con miembros activos del partido comunista norteame­ricano, algunos de los cuales fueron posteriormente detenidos en el Reino Unido, junto con un agente soviético, acusados de pasar información nuclear secreta a la Unión Soviética, nada pudo demos­trarse de una manera fehaciente contra Rudolp Abel, a excepción de aquello de lo que le acusaba su propio subalterno: de ser un agente de la inteligencia soviética destacado en Nueva York al objeto de conseguir información relacionada con la defensa nacional estadounidense y con sus proyectos ató­micos, para transmitirla a sus superiores, habiendo entrado para ello ilegalmente en los Estados Uni­dos.

Hay indicios, y así lo reconocen algunas fuentes norteamericanas, de que el gobierno ejerció las pre­siones suficientes y necesarias para evitar que la pena capital recayera sobre Abel. De manera que éste fue condenado a una pena que totalizaba 45 años de prisión y 8.000 dólares de multa.

Lo que nunca salió a la luz fueron los hechos o datos concretos que Abel había revelado a sus supe­riores. Es decir, quedó claro que era un espía, pero jamás se supo y aún se ignora qué cosa fue la que espió.

Y bajo esa ambigua certidumbre, o esa espinosa incertidumbre, el coronel Rudolp Ivanovitch Abel quedó residenciado en la prisión de Atlanta, donde inició un período de convivencia con gente tan sin­gular como Joseph Valachi, Vito Genovese y otros caballeros que ustedes relacionarían inmediata­mente con la Cosa Nostra.

Así hasta que en mayo de 1960 los norteamerica­nos descubrieron que el espionaje podía ser una felonía no tan simplemente unilateral. El 1 de mayo, un U-2 de espionaje fotográfico, pilotado por Fran­cis Gary Power, era derribado por un misil soviético cuando volaba sobre un punto a unas mil doscientas

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millas en el interior de la Unión Soviética. El piloto fue juzgado y condenado como espía.

Poco más de un año más tarde, Reyno Hayhanen, cuya mayor ambición en la vida no había dejado de ser la de convertirse en propietario de una licorería, y que hasta entonces había vivido bajo la custodia de la CIA, moría en un accidente bajo circunstan­cias extrañas y nunca aclaradas. Casi al mismo tiempo se iniciaban las gestiones para el canje Power-Abel, que culminaban, finalmente, en un brumoso y lacónico acto desarrollado en el amane­cer de un día de febrero de 1962, en el Puente de la Unidad, cercano a la ciudad alemana de Postdam.

Tres años más tarde, en mayo de 1965, Francis Gary Power era condecorado por la Agencia Central de Inteligencia, y los rusos rompían la discreción que habían mantenido respecto al caso Abel.

Rudolp Ivanovitch Abel aparecía en un programa de la televisión moscovita y admitía haber trabajado como agente de la inteligencia soviética desde 1927. En febrero de 1966 Molodoi Kommunist publicaba una entrevista con él, presentándolo como un espía con más de treinta años de actividad, por la que había sido condecorado dos veces con la Estrella Roja, dos veces con la Estrella Roja del Trabajo y una vez con la Orden de Lenin. La misma publica­ción aclaraba que Abel dominaba, aparte del «idioma americano», otras cinco lenguas, además de ser un experto en química, física nuclear, elec­trónica, música, pintura, matemáticas y criptogra­fía.

Finalmente, en marzo de 1966, Abel en persona aparecía en una rueda de prensa ante el Club Inter­nacional de Prensa de Moscú. Allí manifestó lo siguiente:

«Yo no soy el gran espía que todos creen. Y o sólo fui el operador de la radio, no un segundo Sorge. El hombre que controlaba realmente la red de espio­naje soviético en los Estados Unidos sigue allí y goza de buena salud».

Nadie, por ahora, ha arrojado luz alguna sobre todos los interrogantes que tachonan esta historia, y que no sólo tienen que ver con los que aquí se han registrado de una forma bien somera, sino que se relacionan con dos preguntas metodológicas fun­damentales: ¿Cómo es posible que el mismo servi­cio de inteligencia capaz de contar con un hombre como Abel y de colocarlo en los Estados Unidos, manteniéndole dormido durante un buen período de años, le enviara como subalterno un hombre tan frágil, tan incapacitado y tan obviamente dudoso como Reyno Hayhanen?

Y en segundo lugar, ¿cómo es que Abel no fue jamás avisado de la deserción o de la desaparición, al menos, de su subalterno, habiendo transcurrido más de un mes entre ese hecho y la detención del coronel?

Se recordará que en aquella rueda de prensa cele­brada en Moscú, el coronel Abel declinó el honor de ser considerado un segundo Sorge. La modestia del coronel adquiere todo su sentido cuando se re­cuerda que Richard Sorge, por encima de todas las

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condecoraciones posibles, es para la Unión Sovié­tica un Héroe Nacional, del que ni siquiera se sabe dónde reposa su cadáver.

En 1941 Richard Sorge era el jefe de Información de la embajada nazi en Tokio, formaba parte del estado mayor privado del embajador alemán, estaba considerado como el periodista mejor informado de todo el Extremo Oriente y mantenía excelentes re­laciones con el secretario del Canciller Imperial. Cualquier jerarca nazi hubiera puesto la mano en el fuego por su lealtad al Tercer Reich.

Sin embargo, Richard Sorge, nacido en Baku, de madre rusa y padre alemán, el 12 de abril de 1895, era el pivote fundamental sobre el que a la sazón

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giraba toda la inteligencia soviética en el área. Y Japón mantenía en la Manchuria, sobre las fronteras siberianas, al llamado ejército de Kuan-Tong, más de un millón de hombres encuadrados en cincuenta divisiones que en cualquier momento podían irrum­pir en territorio soviético, cerrando por el este, la tenaza que Hitler había emplazado sobre Rusia, por el oeste, el 22 de junio de 1941.

Mientras esa amenaza no se disipara, Stalin debía mantener inmovilizado todo un ejército de más de un millón de hombres con el que defender un territo­rio industrialmente poderoso y rico en materias primas, frente a cualquier amenaza nipona. Esa in­movilización era crucial para que el ejército invasor prosiguiera su avance hacia Moscú.

Richard Sorge trabajaba en pos de cualquier dato japonés que permitiera a los soviéticos romper ese equilibrio en Siberia, para ellos altamente oneroso. Y el coronel Osaki, jefe de la inteligencia nipona, rastreaba la huella del informador que había facili­tado a los rusos un informe decisivo.

En aquella etapa de la guerra, sólo unos pocos cargueros alemanes lograban romper el bloqueo im­puesto por los aliados, y a través de una impresio­nante ruta de circunvalación, alcanzar las aguas japonesas con mercancías imprescindibles para el Imperio Nipón, como, por ejemplo, instrumental óptico de alta precisión. Los navíos que alcanzaban su punto de destino regresaban a Alemania con un flete no menos imprescindible: caucho virgen.

Pero la ruta de navegación era tan larga que los cargueros habían de repostar en un punto secreto de alta mar, con el combustible que les proporcionaba un barco nodriza japonés. Ese punto específico re­posaba en la caja fuerte del agregado naval nazi, y representaba el único momento en el que la identi­dad de los cargueros nazis quedaba al descubierto.

El punto se filtró a los soviéticos hacia junio de 1941, y los cargueros alemanes comenzaron a ser hundidos cuando se reaprovisionaban a partir de ese momento.

Y entonces fue cuando el meticuloso Osaki des­cubrió que aquel Richard Sorge del que nadie se hubiera permitido albergar la más mínima sospecha, no sólo era de origen ruso por parte de madre, sino que además, contaba con un abuelo que había sido el secretario particular del mismísimo Carlos Marx.

El descubrimiento de Osaki coincidió con la deci­sión nipona de no atacar Siberia, una decisión to­mada al más alto nivel, pero que, sin embargo, fue transmitida por Sorge a la Unión Soviética inmedia­tamente. Stalin retiró su millón de hombres de Sibe­ria, trasladándolos al frente occidental, donde cola­boraron decisivamente en el desbaratamiento de la invasión alemana.

Richard Sorge, de quien se asegura que en cierta ocasión manifestó «estar dispuesto a dar la vida por la revolución proletaria, pero no a compartir su mesa con los proletarios», decidió entonces prepa­rarse una vía de salida hacia los Estados Unidos consiguiendo para los norteamericanos el lugar y la fecha del ataque japonés sobre sus fuerzas en Asia.

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UNIVERSIDAD DE EXTREMADURA Servicio de Publicaciones

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Anuario de Estudios Fllológicos.-Vol. 1 (1978), Vol. 11 (1979), Vol. 111 (t980), Vol. IV (1981), Vol. V (1982). Vol. VI (en prensa). P.V.P. Ejemplar suelto: 900 ptas. Suscripción anual: 700 ptas. (España) y 900 ptas. (extranjero).

Norba (revista de Arte, Geografía e Historia).-Vol 1 (1980), Vol. 11 (1981). Vol. 111 (en prensa). P.V.P. Ejemplar suelto: 975 ptas. Suscripción anual: 800 ptas. (España) y 900 ptas. (extranjero).

Lecciones de Derecho Civil.-Alvarez Joven, Arturo. ISBN: 84-600-2556-X. P.V.P. 1.000 ptas.

Intento de bibliografía de la onomástica hispáni­ca.-Ariza Viguera, Manuel, ISBN: 84-600-2601-9. P.V.P. 800 ptas. (Anejo n.º 4 del Anuario de Estudios Filológicos).

La novela histórica italiana.-Muñiz Muñiz, M.ª de las Nieves. ISBN: 84-600-2057-6. P.V.P. 600 ptas. (Anejo n.º 2 del Anuario de Estudios Filológicos).

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El Estado y los filósofos.-Romano García. ISBN: 84-600-3131-4. P.V.P. 400 ptas.

Lope de Vega y Felipe IV en el «Ciclo de Senectute».-Rozas López, Juan Manuel. P.V.P. 100 ptas.

Comedia pastoril española (XVl).-Uzquiza González, José Ignacio. ISBN: 84-600-2558-6. P.V.P. 300 ptas.

Vettonia.-(Departamento H.ª Antigua, Prehistoria y Ar­queología). P.V.P. 400 ptas.

En colaboración con el I.C.E.: Actas de las Jornadas de Estudios Sefardíes.-lSBN: 600-2316-8. P.V.P. 900 ptas.

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La villa de Cáceres en el siglo XVIII (Demografía y Sociedad}.-Rodríguez Cancho, Miguel. ISBN: 84-600-2324-9. P.V.P. 700 ptas. (Anejo n.º 2 de Norba).

En colaboración con el Seminario de Crítica Literaria: Lenguaje Dramático y Lenguaje Retórico (Echegaray, Cano, Sellés y Dicenta).-Martín Fernández, M.ª Isabel: ISBN: 84-85260-12-0. P.V.P. 500 ptas.

Juan Ramón Jiménez y la poesía anglosajona.-Pérez Romero, Carmen. ISBN: 84-85260-10-4. P.V.P. 350 ptas.

Introducción a la poesía de Eugenio Frutos.-Senabre Sempere, Ricardo. ISBN: 84-600-2897-6. P.V.P. 200 ptas.

Baroja y la novela de folletín.-Salvador Plans, Antonio. ISBN: 84-85260-14-7. P.V.P. 800 ptas.

Actas de las II Jornadas de Metodología y Didáctica de la Historia.-Departamento de Historia Moderna de la U. de Extremadura. P.V.P. 1.000 ptas.

Aprovechamiento energético de la Biomasa.-José Luis Sotelo Sancho. Lección inaugural del curso académico 1983-84.

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El documento donde se especificaban esos datos estuvo durante unos instantes en manos de la agente que Sorge colocó tras su pista. Pero aquel simple contacto dejó en el papel el rastro del perfume utili­zado por la dama: «Mei Ling de Indochina». El caballero enamorado de aquella mujer, que no era otro ·que el secretario del canciller imperial, fue consciente aquella misma noche de lo que signifi­caba aquel aroma en un documento que sólo debía haber pasado por sus manos. Informó de ello al coronel Osaki y a continuación se hizo el harakiri.

La información jamás llegó a manos de los Esta­dos Unidos. Sorge fue detenido pocos días antes del ataque nipón sobre Pearl Harbour y el Japón tardó tres años en dar la noticia de su muerte. Los infor­mes al respecto señalaban que Richard Sorge, con­victo y confeso de transmitir información reservada a la Unión Soviética, fue ahorcado el 7 de noviem­bre de 1944, tras pasar 1088 días en la celda 133 de la prisión de Sugamo.

Cuando terminó la guerra, el ejército de ocupa­ción norteamericano en el Japón inició una larga serie de investigaciones infructuosas en torno al caso Sorge. No pudieron dar con papel alguno que les sirviera de algo, y ni siquiera con el coronel Osaki, ascendido a general y desaparecido sin dejar rastro.

A partir de ahí surgió la hipótesis o la leyenda de que Sorge había sido canjeado por algún agente japonés en poder de los soviéticos. La realidad es que no se ha podido encontrar prueba documental o testimonial que permita avalar una teoría en uno u otro sentido, aunque ha llegado a saberse que un famoso odontólogo japonés fue convocado a la prisión de Sugamo, poco antes del 7 de noviembre de 1944, para que arreglara la dentadura de Sorge, y que uno de los mejores sastres de Tokio fue requerido por las mismas fechas para que le con­feccionara tres trajes.

En 1965 la Unión Soviética reivindicó su memo­ria, haciéndole Héroe Nacional, pero sin revelar ningún dato relacionado con su muerte o con su paradero.

Tanto la verdadera historia de Richard Sorge como la del coronel Abel permanecen tan centradas en el enigma como la huella petrificada del primer hombre en la garganta de Olduvai o las del leopardo aquel que alcanzó la cumbre perpetuamente nevada del Kilimanjaro. Todo el mundo sabe que estuvie­ron allí, pero nadie puede presentar una crónica de lo que hicieron ni de cómo lograron lo que consi­guieron. Y ni siquiera sus nombres son algo más que el recuerdo fonético de unas biografías misteriosas y tan inquietantes como el susurro de una pasmosa metáfora sobre el espíritu humano. Porque tampoco sus nombres son verdaderos. Richard Sorge y Ru­dolp Ivanovitch Abel fueron meros pseudónimos de combate, simples argucias para que cuando alguien concite la memoria de sus epopeyas, ra­dicalmente individuales y asombrosas, � sus labios se muevan y pronuncien algo � �más que el silencio. �