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LLUV DEL SUR (Para mi chica, naturalmente.) José Luis Garci N o detuvimos el chevrolet hasta bien en- trada la noche. Dormimos en un motel de las aeras de Tucson, Arizona. Ha- bíamos partido el primer día del verano. Ahora debe ser ya julio, aunque no podría ase- gurarlo. Sí recuerdo que ese primer día viajamos casi quinientas millas -ay, Peter, Paul and Ma- ry, la canción vorita de i padre-, práctica- mente de un tirón. Creo que sólo nos detuvi- mos dos veces. Una, en pleno Monument Va- lley, cuando Betty enó bruscamente y me dijo con su voz super-super-ronca: «Cómetelo». Era la octava o novena vez que se lo hacía. Uf Fan- tástico, e ntástico. Lo tiene grande. Su clíto- ris es casi como una moneda de diez centavos. La estuve comiendo mucho tiempo, más de una hora, hasta que los asientos empezaron a que- mar por el sol; entonces Betty sacó mi cabeza de entre sus muslos y se comió mi boca con la suya no menos de cinco minutos. La segunda parada que hicimos e porque yo le pedí detenerse, cien millas más adelante, para orinar en una de las áreas de descanso de la autopista. Cuando volví al coche, con una lata de Pepsi para ella, antes de entrar, Betty me pidió que bajara la cre- mallera de mis calvin klein recortados. Lo hice. Bueno, hice más. Bajé los miniteja- nos hasta casi las rodillas. «Es lo más bonito que he visto en mi vida», susurró Betty en plan Bon- nie Tyler. Ahora el hombro apenas me duele. Pero esta mañana, sí, y de rma muy continuada; y según íbamos acercándonos a El Paso, más y más. Era como si los nervios se hubieran largado todos juntos al orificio de la bala. Claro que yo me sentía liz, superbién, disfrutando del cielo tan azul y escuchando una y otra vez la cassette de los Kinks. Betty apretaba en silencio el acelera- dor del «chevy» con los pies descalzos. Esos pies suyos tan pequeñitos, tan estrechos, con deditos muy delgados y ligeros. Betty apenas calza un treinta y cuatro. Siempre compra sus zapatos, me dice, en tiendas inntiles de Pasadena. La primera noche o la segunda, le dije: «Betty, mi amor, lqué tal si durmiéramos en el próximo pueblo?» «Depende de con qué letra empiece», respondió sin quitar los ojos de la ca- rretera. Unos ojos que se habían vuelto más cla- ros desde el crimen. Durante el viaje, yo le lim- piaba el sudor con un kleenex. Limpiaba su ente, su cuello, su espalda. Luego, con un al- godón humedecido en colonia para bebés, re- escaba sus axilas, su pecho, su tripa, sus mus- los... Todo estaba saliendo estupendamente. 74 A veces se quitaba la camiseta azul con la cara de Deborah Harry y yo podía contemplar libre- mente sus pezones. Para mí su pecho se reducía a sus pezones. El pecho de Betty es magnífico, alto, muy duro, suficientemente descarado, pero yo, sobre todo, adoro sus pezones. Los hay de todas clases, yo diría que es muy dicil encon- trar dos mujeres con los pezones iguales, desde esos tan grandes que parecen microsurcos hasta los pequeñitos como garbanzos. Los de Betty eran perctos al tacto, indefinibles, suaves y du- ros a la vez. Cuando los acaricio con mis dedos, muy muy suavemente, como a ella le gusta, casi sin que se sientan mis yemas, Betty respira pro- ndamente. Más que respirar emite ronquidos. «Es muy dicil acariciar bien el pecho de una mer. Comérselo, chuparlo, es más cil. Tú sa- bes hacerlo todo... Hum, qué rico lo haces, hum, me gusta, me gusta...» Su pezón derecho es mi prerido. Tiene muy cerca una manchita pe- queña, como una peca. Esa pintita yo la uno al pezón. «Qué rico, qué rico», dice ella siempre. Betty es rubia, tiene veinticuatro años, mide uno sesenta y tres, sus ojos son de color cobre, los muslos muy duros, densos, redonditos, algo llenos, sólo algo, y muy suaves por la parte de adentro. Un día unté mermelada por la parte de adentro y..., bueno, una sensación extraordina- ria. Todo lo que lleva puesto es un pantaloncito corto adias, blanco con una anja vertical roja. Me enamoré de Betty la primera vez que la ví. Me sonrió con su boca grande, labios gruesos color esa claro, y supe que sería mía por mu- cho tiempo. Betty nunca se pinta los labios, pero siempre parece que se ha puesto algo de barra. Su vello púbico no es tan rubio como su cabello. Tiene exactamente el color del tabaco Winston. Y tiene también, hasta cuatro dedos antes del ombligo, muchos pequeños ricitos que yo enre- do y desenredo con mis dedos durante horas. Jugar con esos enreditos, como yo los llamo, es otra de las cosas que más me apetece hacer cuando estoy con ella, hablando de nuestro - turo, mando, leyendo... Me gusta dormirme así. Lo decidimos el primer día que nos vimos a solas. Sin una palabra, nos desnudamos en el sa- lón, preparamos el baño y estuvimos besándo- nos dentro del agua permada con Vidal Sas- soon, besándonos y besándonos, rodeadas de espuma. Luego, nos secamos una a la otra y nos tumbamos en mi cama de uno ochenta de an- cho, una joya que Mike había comprado en Ve- nice por no sé cuantos cientos de dólares. Betty empezó a besarme en la nuca. Antes de llegar a comérmelo habían transcurrido no menos de dos horas. Lo sé porque justo cuando empezó, un tipo daba las noticias de las siete en mi Trini- trón de 20 pulgadas, y al tumbarnos apenas eran las cinco. Yo había tenido dos orgasmos con una intensidad nueve en la escala de Ritcher. Pero cuando empezó a juguetear con su lengua en mi sexo -y literalmente a comérselo: podía sentir

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Page 1: LLUVIA DEL SUR - CVC. Centro Virtual Cervantes · cía eterno. Tenía carita de niña buena. Le dije «te quiero» muy bajito al oído, y ella sonrió. La besé en los labios y en

LLUVIA DEL SUR

(Para mi chica, naturalmente.)

José Luis Garci

No detuvimos el chevrolet hasta bien en­trada la noche. Dormimos en un motelde las afueras de Tucson, Arizona. Ha­bíamos partido el primer día del verano.

Ahora debe ser ya julio, aunque no podría ase­gurarlo. Sí recuerdo que ese primer día viajamos casi quinientas millas -ay, Peter, Paul and Ma­ry, la canción favorita de rrii padre-, práctica­mente de un tirón. Creo que sólo nos detuvi­mos dos veces. Una, en pleno Monument Va­lley, cuando Betty frenó bruscamente y me dijo con su voz super-super-ronca: «Cómetelo». Era la octava o novena vez que se lo hacía. Uf. Fan­tástico, fue fantástico. Lo tiene grande. Su clíto­ris es casi como una moneda de diez centavos. La estuve comiendo mucho tiempo, más de una hora, hasta que los asientos empezaron a que­mar por el sol; entonces Betty sacó mi cabeza de entre sus muslos y se comió mi boca con la suya no menos de cinco minutos. La segunda parada que hicimos fue porque yo le pedí detenerse, cien millas más adelante, para orinar en una de las áreas de descanso de la autopista. Cuando volví al coche, con una lata de Pepsi para ella, antes de entrar, Betty me pidió que bajara la cre­mallera de mis calvin klein recortados.

Lo hice. Bueno, hice más. Bajé los miniteja­nos hasta casi las rodillas. «Es lo más bonito que he visto en mi vida», susurró Betty en plan Bon­nie Tyler.

Ahora el hombro apenas me duele. Pero esta mañana, sí, y de forma muy continuada; y según íbamos acercándonos a El Paso, más y más. Era como si los nervios se hubieran largado todos juntos al orificio de la bala. Claro que yo me sentía feliz, superbién, disfrutando del cielo tan azul y escuchando una y otra vez la cassette de los Kinks. Betty apretaba en silencio el acelera­dor del «chevy» con los pies descalzos. Esos pies suyos tan pequeñitos, tan estrechos, con deditos muy delgados y ligeros. Betty apenas calza un treinta y cuatro. Siempre compra sus zapatos, me dice, en tiendas infantiles de Pasadena.

La primera noche o la segunda, le dije: «Betty, mi amor, lqué tal si durmiéramos en el próximo pueblo?» «Depende de con qué letra empiece», respondió sin quitar los ojos de la ca­rretera. Unos ojos que se habían vuelto más cla­ros desde el crimen. Durante el viaje, yo le lim­piaba el sudor con un kleenex. Limpiaba su frente, su cuello, su espalda. Luego, con un al­godón humedecido en colonia para bebés, re­frescaba sus axilas, su pecho, su tripa, sus mus­los ... Todo estaba saliendo estupendamente.

74

A veces se quitaba la camiseta azul con la cara de Deborah Harry y yo podía contemplar libre­mente sus pezones. Para mí su pecho se reducía a sus pezones. El pecho de Betty es magnífico, alto, muy duro, suficientemente descarado, pero yo, sobre todo, adoro sus pezones. Los hay de todas clases, yo diría que es muy difícil encon­trar dos mujeres con los pezones iguales, desde esos tan grandes que parecen microsurcos hasta los pequeñitos como garbanzos. Los de Betty eran perfectos al tacto, indefinibles, suaves y du­ros a la vez. Cuando los acaricio con mis dedos, muy muy suavemente, como a ella le gusta, casi sin que se sientan mis yemas, Betty respira pro­fundamente. Más que respirar emite ronquidos. «Es muy difícil acariciar bien el pecho de una mujer. Comérselo, chuparlo, es más fácil. Tú sa­bes hacerlo todo ... Hum, qué rico lo haces, hum, me gusta, me gusta ... » Su pezón derecho es mi preferido. Tiene muy cerca una manchita pe­queña, como una peca. Esa pintita yo la uno al pezón. «Qué rico, qué rico», dice ella siempre.

Betty es rubia, tiene veinticuatro años, mide uno sesenta y tres, sus ojos son de color cobre, los muslos muy duros, densos, redonditos, algo llenos, sólo algo, y muy suaves por la parte de adentro. Un día unté mermelada por la parte de adentro y ... , bueno, una sensación extraordina­ria. Todo lo que lleva puesto es un pantaloncito corto adictas, blanco con una franja vertical roja. Me enamoré de Betty la primera vez que la ví. Me sonrió con su boca grande, labios gruesos color fresa claro, y supe que sería mía por mu­cho tiempo. Betty nunca se pinta los labios, pero siempre parece que se ha puesto algo de barra. Su vello púbico no es tan rubio como su cabello. Tiene exactamente el color del tabaco Winston. Y tiene también, hasta cuatro dedos antes del ombligo, muchos pequeños ricitos que yo enre­do y desenredo con mis dedos durante horas. Jugar con esos enreditos, como yo los llamo, es otra de las cosas que más me apetece hacer cuando estoy con ella, hablando de nuestro fu­turo, fumando, leyendo... Me gusta dormirme así.

Lo decidimos el primer día que nos vimos a solas. Sin una palabra, nos desnudamos en el sa­lón, preparamos el baño y estuvimos besándo­nos dentro del agua perfumada con Vidal Sas­soon, besándonos y besándonos, rodeadas de espuma. Luego, nos secamos una a la otra y nos tumbamos en mi cama de uno ochenta de an­cho, una joya que Mike había comprado en Ve­nice por no sé cuantos cientos de dólares. Betty empezó a besarme en la nuca. Antes de llegar a comérmelo habían transcurrido no menos de dos horas. Lo sé porque justo cuando empezó, un tipo daba las noticias de las siete en mi Trini­trón de 20 pulgadas, y al tumbarnos apenas eran las cinco. Y o había tenido dos orgasmos con una intensidad nueve en la escala de Ritcher. Pero cuando empezó a juguetear con su lengua en mi sexo -y literalmente a comérselo: podía sentir

Page 2: LLUVIA DEL SUR - CVC. Centro Virtual Cervantes · cía eterno. Tenía carita de niña buena. Le dije «te quiero» muy bajito al oído, y ella sonrió. La besé en los labios y en

como ella se lo llevaba a no sé dónde, pero desa­parecía en su boca, en su garganta ... -, en fin, sentí lo de las heroínas de los libros de Harold Robbins, Jacqueline Susan y gente así, «como alcanzar el Himalaya». Gritaba y gritaba, me re­torcía, mordía las sábanas, la insultaba -puta, zorra ... -, tenía escalofríos, igual, ya digo, que la protagonista de un best-seller de amor y lujo.

Anoche me sorprendí viéndola dormir en la cama, desnuda, agotada por ese viaje que pare­cía eterno. Tenía carita de niña buena. Le dije «te quiero» muy bajito al oído, y ella sonrió. La besé en los labios y en el pecho. Ella se medio­despertó y fue colocando mi cabeza entre sus muslos. Era lo que yo deseaba. La comí tan des­pacio como ella lo hizo conmigo aquel primer día, y logré que se retorciera de placer y que gi-

miera, tanto que tuve que taparle la boca con la almohada. Aun así, sus gritos se oían claramen­te en ese amanecer de un nuevo motel sin nombre.

No sé por qué la llevó Mike a casa, si era su nueva secretaria o una modelo recién llegada a la agencia. Nunca hemos hablado de ello. Lo que sí recuerdo perfectamente es la expresión de mi marido cuando Betty le disparó al cuello. En el suelo, todavía Betty le descargó dos tiros más en la frente. «Teníamos que haberlo mata­do antes», dijo. Yo pensé que estaba viviendo un telefilrn. Esa impresión se hizo más real cuando fuimos a sacar el dinero de la cuenta en Rodeo Drive.

Todos los días a las seis en punto nos ducha­rnos juntas, nos enjabonarnos bien la una a la otra, desayunamos bacon, café y zumo de naran-

ja, pagamos en efectivo y ... a las nueve ya hemos recorrido más de cien millas.

Ayer, o hace dos días, no lo sé, tras un frena­zo brusco, notamos como el cuerpo de Mike se desplazaba en el maletero. «Tenemos que des­hacernos de él antes que empiece a pudrirse», dijo Betty. Pero por las noches estamos siempre tan cansadas que solo queremos amarnos, fumar un poco de marihuana y dormir. Esta mañana, la del octavo día, o la del décimo, imposible saber­lo (perdí la cuenta hace tampoco sé cuándo), un perro negro de la policía de San Diego se puso a olisquear el capó del «chevy». Betty me miró con unos ojos casi transparentes de claros que

eran. Sacó la pistola de la guantera. Medio se­gundo después, una bala de rifle hizo saltar la cerradura del capó. Betty aceleró y el cuerpo pu­trefacto de Mike, envuelto en plásticos del Ejér­cito, cayó rodando junto al cadáver del poli. Betty le había acertado en la boca. El otro poli apenas atinó a rozarme el hombro.

El plan ha dado resultado. Vueltas y vueltas, en zig zag, por Arizona y California, y, finalmen­te, México, corno dijo mi chica. El hombro ya está bien. Sólo fue una raspadura. Soy feliz. Bet­ty me abraza, me dice que me arna, sus ojos -ya de color cobre, corno antes- sonríen. La tequila con sal y limón es fuerte pero me gusta. Incluso bajo la luna llena de Tampico, le resulta extraño a este gordo y sucio cantinero llamado o Avellaneda ver dos mujeres besándose con tanto amor bajo la cálida lluvia del Sur.