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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular! 1 Colección Emancipación Obrera IBAGUÉ-TOLIMA 2014 GMM

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Leyendas. Wolfrich, Sir Drackness. Colección E.O. Agosto 16 de 2014. Biblioteca Emancipación Obrera. Guillermo Molina Miranda.

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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Colección Emancipación Obrera IBAGUÉ-TOLIMA 2014

GMM

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© Libro No. 1000. Leyendas. Wolfrich, Sir Drackness. Colección E.O. Agosto 16 de 2014.

Título original: © Leyendas. Sir Drackness Wolfrich Versión Original: © Leyendas. Sir Drackness Wolfrich

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Portada E.O. de Imagen original: http://leyendasgratis.com/wp-content/uploads/2014/06/LOS-MITOS.jpg

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Leyendas Sir Drackness Wolfrich

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INDICE Un sueño comienza… En el nombre del padre… Comienza la pesadilla… Los arrieros… El sueño se complica… Don Justino Márquez… ¿Sueño?... La llorona… El heredero de la maldición… El Nahual… Tragedia en el campo… Asesinato en el río… El cementerio 2da parte de Asesinato en el río… Los habitantes de la hacienda… La maldición sobre la hacienda… Los nuevos inquilinos… La pesadilla termina… Epílogo…

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UN SUEÑO COMIENZA…

La carta estaba escrita, el punto final había sido remarcado, no había vuelta de hoja en una decisión como aquella, Oralia lo sabía muy bien, estaba a punto de dejar la casa paterna, hogar donde vivió durante los 19 años con los que contaba, emprendía una nueva vida, quería su independencia, cosa que viviendo bajo el techo de un padre protector y una madre histérica, era muy difícil de obtener, cualquier joven de este siglo sabe de estas cosas, la vida se torna acelerada, las responsabilidades importaban cada vez menos y la diversión era la única palabra que tenía significado en el diccionario de la “nueva generación”. Dejó la carta sobre su mesita de noche, tomó su valija, dinero destinado hacía meses para aquella empresa, las llaves del auto y salió de su cuarto sigilosamente, no quería encontrarse a nadie en su camino, a las 3 de la mañana el sueño de sus padres era pesado, Joaquina la sirvienta debía estar también entregada al dios Morfeo; Miró a su alrededor, dando un último vistazo, sabía que una vez saliendo de ahí, nunca más volvería a ver ninguno de esos recuerdos, fotos, y demás cosas que estaban en aquella sala, la cual ya no era suya. Encendió el carro (un viejo modelo VW), sus ojos se posaron en la fachada de su antiguo hogar, una lágrima brotó de sus ojos verdes como esmeralda, no sabía si de tristeza o alegría, un beso quedó perdido en el aire, dirigido a sus padres, segundos después, pisó el acelerador a fondo. Los paisajes más bellos en todo México, solamente se pueden admirar manejando en la carretera durante el alba; Oralia llevaba 2 horas de manejo, se dirigía a un viejo pueblecillo, escondido en la Sierra Poblana, donde había pasado sus últimas vacaciones, en compañía de Adonai, su novio; con el cual decidió irse a vivir ahí, estaban enamorados de aquel pintoresco lugar, tenían muchas oportunidades: él, desempeñándose en un taller mecánico, que era lo que sabía hacer, y ella, terminar sus estudios en uno de los mejores institutos del norte de Puebla.

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El coche detuvo su camino en un restaurante de comida típica, ella se bajó de prisa, y lo buscó con la mirada, ahí estaba ya, esperándola, con un cigarrillo entre los dedos como era costumbre, la mirada fija en la nada volteó para encontrarse con la de ella, junto con la mirada, él fue a su encuentro abriendo los brazos, los cuales la envolvieron al tenerla cerca. Después de todo habían pasado una eternidad lejos uno del otro, se necesitaban, dependían tanto de ellos mismos como las nubes del cielo, las estrellas de la noche y la arena del mar. El frío de la mañana pasaba desapercibido de aquel par de enamorados, cuyo abrazo parecía no tener fin, pocas veces se ve la entrega total de un hombre y una mujer como pareja, en este caso, Adonai amaba locamente a Oralia, y esta le correspondía el sentimiento dando todo por su amado, dejando incluso, como lo había hecho horas antes, su hogar, su familia, su identidad… Decidieron entrar a desayunar algo, aún tenían tiempo de sobra; el restaurante era pequeño, pero acogedor, el olor de la cocina recién abierta hizo presente el hambre en la pareja, se apresuraron a tomar asiento. Llegó un mesero amable. Ordenaron el mismo plato los 2: huevos a la mexicana y un jugo de naranja, su orden no tardó ni 10 minutos en estar servida, ambos comenzaron a saciar su hambre con rapidez, sabían que el camino que les esperaba era el más largo de todos, aquel camino que solo puede recorrerse una vez, del cual no se puede regresar una vez finalizado el viaje, era el camino de la vida. Mientras tomaban el jugo, Adonai le presento un libro a Oralia, abusando de las creencias que ella tenía acerca de lo sobrenatural.

- Mira cariño, conseguí este libro, narra las viejas leyendas acerca de aquel pueblecillo, que a partir de hoy se convertirá en nuestro hogar – Diciendo esto, le extendió un libro antaño, devastado por el paso del tiempo, encuadernado en piel negra, con un grabado al frente “ZACATLAN”; letras doradas, como título solamente el nombre del pueblo, hojas amarillentas.

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- Se ve interesante, ¿Dónde lo conseguiste?, no tiene autor, no tiene editorial, ¡nada!, no creo que lo hayas conseguido en la librería de la esquina – Mientras objetaba, pasaba las hojas de aquel impreso con ávido interés.

- Cuando vine a ver la casa, me lo regaló el Sr. Márquez, el ex dueño, empieza a leer en lo que voy al baño, luego me cuentas –una sonrisa se dibujó en el rostro del joven. Oralia comenzó a leer aquel dichoso libro, quería saber las leyendas de su nuevo hogar, desde pequeña sentía una fascinación por cosas sobrenaturales, buscó el índice, no existía en ese libro, comenzó a leer historia por historia, la primera hoja tenía una especie de introducción: “Las siguientes hojas contienen relatos verídicos, cada una de ellas tuvo lugar en nuestro pueblo: Zacatlán de las Manzanas. Algunas narran las experiencias fantasmales que han acaecido a nuestro pueblo desde la época de los cristeros, otras simplemente son hechos increíbles o detestables que no han tenido influencia sobrenatural, pero no por ello, llegan a ser menos desagradables que en los que interfieren los seres del otro mundo”. La primer historia llamó la atención de Oralia, era un relato corto, el título le hacía alusión a algún filme, era:

EN EL NOMBRE DEL PADRE El cuarto estaba oscuro, era una de aquellas piezas modernas con su toque de antigüedad, su único huésped era una pequeña de 16 años, acababa de llegar al pueblo de Zacatlán, en la serranía de Puebla, era un pueblo que conservaba esa esencia de nostalgia en sus calles empedradas, casas de adobe, en fin; pero volvamos al cuarto de la pequeña Karina, a esas paredes poseídas por el polvo y por las viejas imágenes religiosas, cuadros de las vírgenes y los santos por todos lados, había además, una cama al centro de la habitación, dos buroes, a los costados de esta, un closet empotrado en la pared derecha, arriba de la cabecera de la cama, se encontraba un crucifijo de

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madera, tallado a mano, regalo de familia, la protegía del mal, al anochecer, se hincaba en la cama para dar gracias, le hablaba como si la imagen de Jesús crucificado tuviera vida, y con el claroscuro de la luna que entraba por la ventana pareciese que era así, esos ojos implorando piedad divina, la expresión de tristeza en la cara maltratada, el cuerpo fatigado y azotado, todo esto se iluminaba de tal forma que parecía un pequeño ser humano en el lecho de su deceso. En esos momentos la casona se encontraba sola, todos habían salido, pero no tardaba en llegar la joven Karina, iban a dar las 2 de la tarde, hora en que ella salía del colegio, siendo nueva en el pueblo no tenía muchas opciones para salir, aún no estaba acostumbrada a socializar, era algo autista, contrario a lo que denotaba su físico; 16 años, delgada, 1.50 mts, cabello castaño claro que le llegaba a la mitad de la espalda, ojos cafés, boca pequeña, mostraba al mundo una edad menor de la que tenía. La puerta sonó con un estrepitoso ruido al abrirse, se oía un forcejeo entre 2 personas, venía nuestra protagonista empujada por un tipo de aproximadamente 40 años, regordete, cabello negro con unos toques de canas a los lados, ojos grandes negros y ahora enrojecidos por su visible coraje, medía 10 cms. Más que Karina; iba vestido con un pantalón de vestir negro, camisa blanca, mocasines negros y una cruz de oro colgando de su cuello.

- ¡DEJEME! – se oyó gritar a la joven. - Tranquila, no va a pasarte nada, ya veras que en unos momentos estarás más tranquila. - Le voy a contar a mis padres. - ¿Te creerán? –aquella pregunta dejo fuera de lugar cualquier respuesta de aquella

muchacha asustada e indefensa - jajá jajá. El tipo la arrastró por toda la casa hasta dar con la puerta de la habitación de Karina, la cual estaba ubicada en el segundo piso de aquel hogar mancillado ahora por un desconocido, el sujeto abrió la puerta, empujó a la chica hacia el cuarto, entrando él después, azotó la puerta, la pequeña gritó lo más fuerte que pudo, intentó pedir ayuda por cualquier medio, lamentablemente, sus gritos se ahogaron hasta perderse en el silencio; la casa estaba ubicada en una parte alejada del pueblo, solamente la iglesia

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local estaba a 100 metros de distancia, era imposible que alguien la escuchara, no estaba en una de esas películas donde cuando todo parece ir de lo peor, llega el héroe a salvar el día, esa no era la situación y Karina, lo sabía. Una hora pasó desde que la puerta encerró tras de ella aquel ultraje terrible, la perilla dio lentamente vuelta y ésta se abrió, salió aquel personaje, tenía en el rostro una cara que delataba satisfacción y malicia, giró la cabeza hacía el interior del cuarto, vio por ultima vez la escena del crimen y salió corriendo a carcajadas, no sin antes ver el crucifico que pendía de el y decir: “Si el padre no hubiese querido que esto pasara lo habría impedido”. Pasemos dentro de la pieza, lugar que hacia un par de horas pareciese abandonado, ahora presentaba una escena para nada agradable, todo parecía igual que antes, los cuadros, testigos silenciosos del crimen ahí cometido, cobraban vida, trataban de consolar silenciosamente a aquella desdichada, que yacía ahí, tendida en la cama, con el cuerpo desnudo, cubierto solo una parte por las sabanas blancas, tenía heridas en el cuerpo, pequeños moretones por el forcejeo, pero no se comparaban con las que tenía su alma, ultrajada, mancillada… estaba despeinada, llorando amargamente, acababa de perder la inocencia que durante tantos años se conservó en un nicho, ahora estaba esfumada; sus ojos estaban inyectados de ira, amargura y dolor, observó su alrededor, preguntándose ¿por qué a mí?, yo no he hecho nada, aquel cuestionamiento quedó sin respuesta, cobró fuerzas, se levantó, cual si fuese fiera destruyó todo lo que encontraba a su paso, empezando por aquellos santos y aquellas vírgenes a quien no les bastó tanta devoción para impedir aquella canallada, los arrojó con furia hacia el suelo, pisoteándolos y reduciéndolos a nada, tomó luego el crucifijo, le escupió, lo maldijo y después se encargó de que tuviera la misma suerte de las demás imágenes. Transcurrieron tres horas para que llegaran sus padres, estos se alarmaron al ver el estado que se encontraba el cuarto de su hija, eran personas mayores para tener una hija tan joven; el señor contaba con 50 años y la esposa con 45, apegados a las viejas ideas acerca del dogma religioso, pensaron que el diablo había entrado en el cuerpo de su princesa (así solían llamarle), por lo cual, la primer idea del señor fue avisarle al “señor cura”, salió corriendo en dirección a la iglesia; la madre trató de hablar con su

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hija, pero el intento fue en vano, ésta la corrió de su habitación y cerró la puerta, su madre enfurecida gritó: “ya fue tu padre por el señor cura, él sabrá que hacer”; estas palabras causaron en el rostro de Karina una expresión de temor. La Parroquia del Señor De Los Milagros, como todo en el pueblo tenía su aspecto anticuado, era una construcción enorme de la época de la colonia, estaba atardeciendo y al estar en el cerro solitaria, le daba un aspecto de escenario ideal para una película de vampiros, el atardecer era rojo y de lejos únicamente se veía la construcción en aspecto sombrío.

- ¡PADRE FELIPE, PADRE FELIPE! –gritaba desesperado el padre de Karina. - ¿Qué pasa don Raúl? – contestó el clérigo de espaldas, puesto que estaba acomodando

la imagen en el altar principal. - Es mi hija padre, se le ha metido el DIABLO. - No diga eso, deben ser alucinaciones. - NO padre, por favor venga a verla – suplicó casi de rodillas el pobre don Raúl. - Esta bien hijo, solo acabo de acomodar esto y vamos a ver a tu hija. - Gracias padrecito, ¡que bueno es usted!

Un par de minutos bastaron para que el sacerdote finalizara su labor, volteó hacía don Raúl. Aquel “soldado de Dios” era el mismo hombre que horas atrás se encontraba en el forcejeo con Karina, era aquel mismo rostro con sonrisa cínica, ahora luciendo una sotana; don Raúl no sabía nada obviamente, ni siquiera se lo imaginaba, para su mente, lo último que podía deducir era que su hija de 16 años había sido violada por aquel hombre “enviado de Dios”, para el pueblo, toda persona religiosa era muy respetada, motivo por el cual lo condujo hasta su casa, donde lo aguardaba su mujer, ahogada en un mar de lágrimas, aquella señora que tenía los ojos hinchados por el llanto.

- Se encerró en su cuarto, no quiere salir – fue el recibimiento para su cónyuge. - Aquí tengo la llave vieja, no te preocupes, aquí esta el señor cura, que nos lo envía Dios

pa’que nos ayude

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La mujer volteó a ver al acompañante de su marido y este le devolvió una sonrisa, último y más socorrido recurso para esconder cualquier delito, la señora notó algo raro en la mirada de aquel hombre, pero antes de las averiguaciones, fue junto con su marido a abrir el cuarto cerrado con llave, aquel cuarto que escondía el terrible secreto. Cuando don Raúl encontró la llave, la introdujo en la cerradura y le dio vuelta, la puerta cedió al primer intento, las tres personas se apresuraron a entrar, sin saber la escena que estaban a punto de presenciar. El siguiente cuadro era aterrador, la pequeña Karina yacía acostada en la cama, tenía los brazos en forma de cruz, una enorme cortada recorría su garganta, en la mano izquierda sostenía una vieja Biblia, la misma que usó en su primera comunión acompañada de un sobre, en la otra mano, sostenía aún el cuchillo que dio fin a su vida, y enredado en la misma un rosario blanco, el cual estaba totalmente teñido de rojo, la sangre corría por el, aquel río de sangre que desembocaba en el rosario, terminaba por caer de gota en gota sobre el piso de madera. Los padres enloquecieron al ver el cuadro tan escabroso que se les presentaba, el cura avanzó impasible hacia el cuerpo sin vida de la joven, separó de su mano la Biblia y el sobre, el cual tenía escrita la palabra CONFESION, al leer eso, el cura se estremeció hasta el tuétano, tembló y sintió pavor, aquel hombre tan fuerte hacía un par de horas, se encontraba desarmado ante tal situación, trató de pensar una forma rápida de librarse de aquel lío, pensó que iba a ser muy difícil, pero al ver que los señores estaban al otro lado abrazando y besando el cuerpo de su hija escondió el sobre bajo su sotana.

… Estaban ya en el panteón, la mayor parte del pueblo acompañaba a la dolida familia, era un caso único, motivo por el cual la noticia corrió por todo el pueblo cual si hubiesen prendido la mecha de un barril de pólvora; la familia estaba ahí ante el ataúd de su única hija, llorando resignada y oyendo las últimas palabras de aquel ser sin entrañas que les arrebató la vida sin ellos saberlos, aquel hombre que por saciar sus bajos instintos terminó con la vida de una familia entera, era dueño del secreto de la muerte de Karina y pensaba guardarlo hasta el día de su muerte.

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- Hermanos, debemos resignarnos ante los designios del Señor, seamos fuertes y pidamos fuerzas a Dios para que nos ayude a superar esta trágica situación. En el nombre del padre… Esa noche, el padre Felipe estaba solo, vivía en un cuarto atrás de la iglesia, era pequeño, pero no necesitaba más, cabía su cama testiga de las más horrendas violaciones, un viejo ropero y sus imágenes religiosas. En aquel pueblo no había luz eléctrica, por lo que el padre tenía siempre encendidas 4 o 5 velas, aquellas que los fieles dejaban con devoción a los santos en la parroquia, el padre las convertía en su sistema de iluminación. Felipe comenzó a desvestirse, se disponía a dormir, primero despojó a su cuerpo de aquella sotana negra que lo cubría, la cual, al salir dejó caer un papel arrugado, el papel quedó en el suelo, el padre volteó y lo vio, empezó a dudar, pasaron 3 minutos, la mirada fija y absorta en aquel pedazo de papel, era la carta post mortem de la pequeña Karina. Se decidió, tomó aquel papel, lo desdobló devolviéndole su forma original de sobre. Leyó. “Padre: sé que es usted el que está leyendo esto, ¿cómo lo se?, es fácil imaginarlo a usted usurpando la confianza de mis padres para que lo hayan dejado a solas con mi cuerpo. Solo me limitaré a decir que desde la muerte haré su vida imposible, de mi cuenta correrá que no destroce más almas, como lo hizo con la mía y la de mi familia.” El religioso, soltó senda carcajada, ¿asustarme a mí?, para nada, se decía, abrió su armario y sacó una botella de tequila que tenía ahí para ocasiones en las que deseaba descansar, tomó media botella de un sorbo, su sombra se reflejaba alargada en aquella pared casi destruida por el paso del tiempo, las veladoras, estaban casi consumidas y un silencio inundó todo el cuarto. El padre, dirigió una mirada a la figura de yeso que tenía de Jesús, parecía que lo miraba, sintió que el temor invadía su cuerpo, agarró la estatua y la aventó contra la pared, empezó a oír una voz: la de su conciencia.

- Ha pecado padre – escuchaba estas palabras como si se las gritasen.

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- Yo… yo… no quería… - respondió el padre - ¿Seguro padre?, ¿no quería pecar?, ¿no quería saciar sus apetitos carnales?, ¿no quería

violar a una niña y después ser cómplice de su suicidio? – al ir escuchando estos cuestionamientos, por la mente del padre comenzaron a pasar las imágenes de aquella trágica tarde, veía a Karina cual si estuviese a su lado, podía oír sus gritos y sus súplicas desgarrándole el tímpano.

- No… ¡Yo no quería! - ¿Por qué lo hizo padre?, ¿Cuál fue el motivo para que el diablo se saciara con su cuerpo,

estando él dentro? - ¡No es mi culpa!, si Dios no hubiese querido que pasara lo hubiera detenido… El… ¡SI,

EL TIENE LA CULPA! - ¿Acaso no sabe que Dios deja a los humanos cometer errores?... incluso tan graves

como el suyo. - ¿Quién eres?, ¿Por qué me haces esto? – preguntó el sacerdote con pavor visible. - Sólo soy tu sombra, se podría decir que tu conciencia pero un hombre como tú, no

tiene, has perdido todo padre, TODO, ahora sabes lo que hay que hacer… - ¡No!, no vengas atormentando mi alma.

Cayó de rodillas, con el llanto en los ojos. No es fácil decir cuánto tiempo estuvo ahí tirado, pero se levantó casi de mañana, fue a buscar una pluma y una hoja y garabateó algunas palabras, acabando su escritura salió. Constantes campanadas despertaron al pueblo entero, no era común una misa a las 5 de la mañana, sin embargo debía de ser algo importante, las campanas no dejaban de sonar, repicaban con una fuerza inmensa, como queriendo llamar a todos los habitantes del lugar, así fue, todos llegaron, el cielo estaba oscuro, color morado, los tonos morados daban a la iglesia el papel de ser una sombra negra, todas las personas llegaron al mismo tiempo, iban adormilados aún por la hora, hasta que…

- ¡MIREN TODOS ALLA ARRIBA! La gente desvió su mirada hacía el campanario, ahí estaba, parecía algo imposible, era la sombra de un humano pendiendo de la cuerda con la que se hacía llamar a las misas,

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lo reconocieron rápidamente, era el padre Felipe, colgando ahí, sin vida por la asfixia, dando vueltas por la fuerza del viento matutino, de sus manos se soltó un papel; la carta que había escrito momentos antes, don Raúl la abrió y leyó en voz alta las palabras que estaban con unas letras escritas con rapidez, se notaban en sus malos trazos:

“FUE EN EL NOMBRE DEL PADRE…”

COMIENZA LA PESADILLA Oralia estaba impresionada con aquel relato, que según la fecha marcada en aquellas hojas, sucedió en 1888. Ella era una católica de nacimiento, a la cuál le afecto mucho una historia así, las manos le temblaban. Adonai volvía.

- Perdón por la tardanza, pero hice una llamada para que todo estuviera listo a nuestra llegada.

- No… no hay cuidado amor - ¿Qué tienes?, no me digas que las historias del libro te dieron miedo. - No es eso… es solo que… olvídalo.

Nada más discutieron en el camino, una hora y media de silencio entre ambos, solamente la música que emitía el aparato de sonido rompía con la mudez de aquel ambiente; el libro, tirado bajo el asiento de Adonai. Por fin llegaron, el mal rato que habían pasado estaba olvidado, Oralia seguía pensativa, pero fingía con destreza felicidad al ver su nueva casa, era una casa linda, color azul, en las orillas del Pueblo. El acceso era de terracería, árboles frutales

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adornaban el camino que los conducía a ella; duraznos, manzanos, guayabos, en fin, una gran variedad de ellos aunados al verde follaje de la región hacían de ese lugar un paradisíaco hogar, nada más podían pedir, cuanto querían estaba al alcance sus manos, Adonai le había hablado a su novia de la casa, pero nunca le dijo que era una hacienda hermosa en medio de un bosque, ella al descubrirlo quedó maravillada.

- ¿Cómo conseguiste todo esto? - Es… un secreto. - ¿Qué banco robaste? O… ¿a quién secuestraste? - Nada, lo que pasa es que… hace 2 meses mis padres fallecieron, y me dejaron una

buena suma de dinero, con el que compré esta hacienda… - ¿Por qué no me habías dicho nada? - Es que… no me gusta hablar de esas cosas… tu sabes cuánto los quería. - Está bien… no te preocupes amor, todo nos va a salir muy bien, la fortuna nos sonríe.

Se abrazaron, el clima estaba cálido, bajaron las cosas del auto y las llevaron a la recámara. La hacienda era enorme, como ya mencionamos, contaba con una gran variedad de árboles frutales, también tenía un río, cuya agua cristalina dejaba ver las rocas multicolor que se escondían de bajo, pececillos muy pequeños nadaban en él, vieron su espacio invadido por los nuevos habitantes, quienes aprovechando lo temprano de su llegada querían ver todo.

- El Sr. Márquez no me dijo que había un río aquí. - ¡Cómo! ¿No conocías el lugar? - Por fotos, pero en ninguna de ellas aparece un río

Estaban en pleno verano, los árboles lucían sus verdes hojas, el viento mecía sus ramas, dándoles un aire de grandeza, y provocando a su vez el paisaje más hermoso que se puede ver en tierras mexicanas. Solo uno de ellos, el más cercano al río, carecía de interés por mostrarse bello, despojado de sus hojas, seco, ni los pájaros se acercaban

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para cantarle sus dulces trinos. La idea de Adonai fue derribarlo, para que el lugar tan hermoso y digno de admiración, no fuese mal apreciado por culpa de un árbol. A la mañana siguiente Adonai partió muy temprano, no había descansado del viaje aún, pero tenía que dejar su nuevo hogar impecable. Fue de compras al pueblo y a poner anuncios para contratar personas que lo ayudasen en la hacienda. Oralia se quedó en casa, despertó pasado el mediodía. Meditó. Algo llamó su atención, era el libro que un día antes le había causado aquella pequeña confrontación con su novio. Juraría que lo dejé botado en el auto. Era lo único que pasaba por su mente. Una de las opciones más lógicas es que Adonai lo hubiera dejado ahí, pero ¿por qué?, él era bromista, pero esta nueva broma, si es que lo fuese, ella, no la entendía. Se dirigió a la mesilla donde se encontraba el libro, lo abrió donde se había quedado, como no tenía nada que hacer, se dispuso a leer otra historia más, otra anécdota de aquel pueblo donde ahora habitaba.

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LOS ARRIEROS. Muchos juran y perjuran que las han visto de noche volar demandando la sangre infantil como alimento, el pueblo dice, que el infierno abre sus puertas al anochecer y deja escapar a los más crueles y despiadados seres, quienes surcan los cielos como ráfagas de fuego, buscando aquello que han de comer. Atormentan poblados enteros, cobran vidas inocentes, ellas, las brujas, no son felices hasta que no satisfacen su ansia de hacer daño, su espíritu de maldad, aliadas de Satán, hijas del infierno, después del aquelarre, salen a destruir, a burlarse, a matar… Pocas pruebas hay de su existencia, los mitos, la superstición, es lo que las mantiene vivas, solo hay dos hombres quienes han convivido con ellas, quienes se han acostado con ellas y que al descubrir el terrible sello impreso en sus almas, aquel que solo tienen los hijos de la oscuridad, han muerto, no sin antes, poner en evidencia pública los daños causados por estos monstruosos seres. Fue en el año de 1900, cuando comenzaron los sucesos extraordinarios en nuestro pueblo, diario, las víctimas aumentaban, los únicos afectados, eran los bebés, seres inocentes, que nada malo habían hecho al mundo, amanecían desangrados, con una marca de quemadura en el cuello. Lo peculiar en todos los casos, es que los niños atacados, eran recién nacidos, ninguno bautizado aún; en un lugar donde la religión tiene el papel más importante, ese tipo de cosas no se tomaba como mera coincidencia. El cura del pueblo, Monseñor Irriarte, era atacado frecuentemente con preguntas que no sabía contestar, los hechos que atacaban al pequeño poblado, se adjudicaban a un castigo divino, era la única respuesta que el clero podía dar: “hijos míos, todos ustedes no han llevado una vida como Dios manda, sus actos, no son bien vistos ante los ojos de Dios nuestro señor, El, en su infinita sabiduría, nos ha mandado un ángel, para que lleve a su reino a estos pobres niños, ya que Él piensa, que así como son todos ustedes, no es conveniente dejarlos aquí”. No había más explicación que esa. Todo el pueblo se la pasaba pensando en sus actos malos, todos querían confesarse, arrepentidos,

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llegaban a la parroquia de San Pedro de rodillas, sangrando, pagando la culpa de sus pecados. El pueblo de Ahuacatlán estaba muy cerca del nuestro, constantemente ambos pueblos se juntaban para comerciar, los arrieros eran los encargados de transportar los productos de un pueblo a otro, entre ellos había dos muy respetados: Juan Ignacio y José. Ambos indios de nacimiento, forjados bajos los rayos inclementes del sol, labrando las tierras, trabajando como todo hombre de campo. Arrieros recientes, reconocidos por su valor, eran capaces de ir a donde otros no se atreverían, la noche, tiempo de mal augurio para todos, era para ellos el tiempo favorito para viajar. Es así como les fue encomendada una misión muy importante, debían avisar al pueblo vecino de los recientes acontecimientos en Zacatlán, a fin de que estos cuidaran a los recién nacidos, era necesario el bautizo, según decía el señor cura, no dudaban que Dios quisiera castigar por su comportamiento también al pueblo vecino. Nuestros personajes, como ya lo hemos dicho, se caracterizaban por su valor, y en aquel momento ningún otro hombre se atrevía a recorrer el camino que estos valerosos hombres estaban a punto de empezar. La tarde caía, el sol se apagaba lentamente, para dar paso a la luz pálida de la luna. El par de valerosos hombres solo había recorrido la mitad del camino, uno de los caballos se rehusaba a continuar, no había otra cosa que hacer, tenían que pedir posada para pasar la noche, su animal posiblemente estaba enfermo y necesitaba un descanso, pero estaban a la mitad de la nada, su esperanza estaba perdida, cuando alcanzaron a ver una pequeña casa a medio kilómetro, la alegría inundó el rostro de ambos compañeros y se pusieron en marcha a la casa. Llegaron. Una muchacha de unos 25 años les abrió. Le explicaron la situación en la que se encontraban, y la muchacha llamó a su madre. Señora que se veía joven aún, con un carácter fuerte, parecía imposible convencerla de que Juan y José se quedaran ahí esa noche. Juan era un joven apuesto, tenía 23 años, traía locas a muchas jovencitas en el pueblo, y a la hija de la dueña de la casa no le parecía mal, así que esta intercedió para que se quedaran.

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- Solo hay una regla en esta casa: dormirán en el granero, y por ningún motivo durante la noche pueden acercarse a la casa. Era la mejor oferta que tenían, loas arrieros aceptaron gustosos, sabían que dormir en un granero era significado de una mala noche, pero peor era dormir en pleno campo, y peor aún con el “ángel de Dios”, rondando en las noches.

- Compadre… ¿qué misterio se traerán las locas estas? - No lo se compadre, yo note muy rara a la señora. - Pero no me vas a negar que la hija esta muy… - Silencio compadre, ¿oyes? - Si compadre, están hablando, mira, se puede ver por ese agujero. - ¿Crees que sea correcto? - Y tú dime… ¿Crees que sea correcto que nos tengan en este lugar?, ni de cenar nos

dieron, tu me conoces compadre, no soy ingrato con los favores, me gusta pagar lo que debo, incluso voy a pagarles mañana por el hospedaje… pero con estos tratos de animales, ¿crees que me da gusto?

- Tienes razón compadre, vamos a ver que tanto dicen estas viejas locas, igual y hasta acabas matrimoniado, jajaja. Se pusieron a espiar por la rendija, su asombro fue muy grande cuando vieron el hogar de la madre y la hija que los habían acogido, todo estaba tapizado con objetos sexuales. Tenían escobas cuyo mango terminaba en forma de falo, miembros artificiales, aparatos para “auto-satisfacerse”, y demás…

- ¡Si que les afecta vivir solas! - ¿Y si sacamos provecho de esto compadre? - Yo con la hija y tú con la madre. - No le aunque, yo me aviento.

Tocaron a la puerta, inmediatamente abrió la joven, se asombro de ver allí a los dos compañeros, los hacía dormidos en el granero.

- Por favor váyanse, no nos gusta que nos interrumpan cuando estamos… - Si señorita, ya vimos lo que estaban haciendo…

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- Pero… - O pretendían hacer, lo que queremos mi compañero y yo… es ayudar, es mejor tener

a un hombre de verdad, que a un aparatejo de esos que tienen ahí de madera… - Se equivoca señor… - interrumpió la madre de la joven – ese… aparatejo, como usted

lo llama, no falla antes de cumplir su misión – una sonora carcajada se oyó. - Ahora… - agregó la joven – que si están dispuestos a soportar lo que nuestros

“juguetes” pueden, adelante. ¿No lo crees madre? - Tienes razón hija, ¿Qué dicen?, ¿lo pueden hacer? - Nos cansamos de que si doña.

Los hombres entraron, hicieron suyas a las mujeres, fue algo inesperado, nuevo para ellos, ambas (madre e hija), parecían no saciarse con nada, ellas lo disfrutaban, pero no como ellos pensaron que lo harían, lo que comenzó como un juego erótico de la muchacha, se convirtió en una total orgía, donde los que acabaron agotados, fueron los arrieros, dormidos sobre la cama de estas singulares damas. Despertaron una hora después, se llevaron una sorpresa al verse desnudos en una cama, luego se acordaron de lo ocurrido, y se enorgullecieron de lo que había pasado.

- ¿Dónde habrán ido? - No se compadre… a lo mejor allá abajo con sus “juguetitos”, ¿Las alcanzamos? - Ya vas compadre.

Bajaron despacio las escaleras, a la mitad de camino se quedaron pasmados, la madre y la hija estaban sangrando, ambas, se habían quitado una mano y un pie, y los habían depositado en forma de cruz frente a un viejo caldero. Eso no era todo, cada una agarró una gallina y pronunciando algún conjuro le arrancaron las patas poniéndolas en donde faltaban sus miembros; una vez hecho esto, tomaron las escobas en forma de falo, y ahí, ante los ojos sorprendidos de los huéspedes, transformaron su materia en ráfagas de fuego y salieron volando por la ventana. Los compadres se quedaron anonadados ante lo que acababan de ver sus ojos, no sabían qué hacer, en ese momento recordaron las viejas leyendas que sus madres les contaban acerca de las brujas, esta vez, no había duda alguna, estaban ante un par de

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ellas, acababan de poseerlas, y habían presenciado su transformación. Ahora sabían quienes eran las culpables de los bebés muertos.

- ¿Qué hacemos compadre? - Ni modo de quedarnos aquí, yo tengo rete harto miedo. - Pues vámonos.

Ambos se vistieron rápidamente y se disponían a correr…

- Nadie nos va a creer esto en el pueblo compadre. - No tenemos pruebas. - Si compadre, si las tenemos – al decir esto, Juan agarro los amputados miembros de

las brujas y con ellos alimentó la lumbre del caldero. - ¡Bien pensado compadre!

Corrieron por uno de los caballos y lo montaron, estaban temblando de miedo, veían bolas de fuego acercarse y sabían quienes eran; hicieron correr al caballo a todo galope, lo reventaron al llegar al pueblo, el pobre animal escupía sangre, pero esto a los amigos los tenía sin cuidado fueron a tocarle y a gritarle al señor cura, quien al escuchar atento el relato, convocó a todo el pueblo con un toque de campanas. El pueblo, enardecido como todo mundo lo estaría ante semejante situación, fue enseguida a la casa de las brujas, donde las encontraron, tal y como los arrieros les habían dicho, con extremidades amputadas. Bastaron 3 descargas de rifles sobre cada una para poner fin a su vida, la gente quería vengar la muerte de sus pequeños, no tuvieron piedad alguna con los cadáveres de las mujeres, los cuales fueron pateados, apedreados, pisoteados…

- Ahora hijos míos solo nos queda acabar con alguien más, este par de bribones, quienes tuvieron relaciones carnales con ese par de asesinas, deben de morir también, ahora, ya están malditos.

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Así lo hicieron, el pueblo entero, mató a palos a los dos amigos, que en vez de ser vistos como héroes al descubrir el secreto de las brujas, fueron vistos como criminales ordinarios, y como tales murieron.

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EL SUEÑO SE COMPLICA Oralia escuchó llegar a alguien, pensó inmediatamente en su amado al escucharlo ir a la habitación, no quería recibirlo en ropa de dormir y se encerró en el baño para cambiarse. Los pasos se escuchaban cada vez más cerca de la habitación, al llegar a la puerta de esta, Oralia sintió un escalofrío recorrer su cuerpo entero, el retrato de la pareja, colgado a la cabecera de la cama cayó, rompiéndose el cristal que lo protegía del polvo. Salió del baño corriendo, a medio vestir, asustada.

- ¿Adonai? Nadie le contestó. No había nadie. Bajó las escaleras, recorrió cada uno de los rincones de aquella hacienda, nada encontró, no había ni un alma de gente viva alrededor, aunque tal vez, si había miles de gente muerta… Llamaron a la puerta, estaba tan asustada, tan distraída que tardó en abrir, había escuchado claramente los pasos, no se podía equivocar, tenía que haber llegado alguien. Se olvidó de aquel extraño suceso y fue a abrir. Un señor de 40 a 50 años estaba ahí parado, vestido de cotón, con un sombrero que lo cubría del sol, y un machete en la cintura, clásico en los indios del lugar, esto, Oralia no lo sabía, y el pánico se apoderó de ella al ver la filosa arma, pensó que iban a robarle.

- Tranquilícese su merce’ – dijo aquel hombre al ver el efecto que su visita había causado. - ¿Quién es usted?, ¿Qué quiere? - El esposo de su merce’, bajó al pueblo esta mañana buscando trabajadores, y a lueguito

me mandó pa’ca, vengo a chambear. - ¿Conoce a mi marido? - Si señito, don Adonai, lo conocí desde que compró esta casa el…

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- Se equivoca señor, mi marido compró esta casa por medio de un intermediario, él no conocía el lugar más que por fotos.

- No señito, yo clarito vide al patrón, con este par de ojos que han de comerse los gusanos, lo conocí, y hoy me lo encontré en el pueblo – una sonrisa maliciosa dibujose en el rostro de aquel señor.

- Bueno, y… ¿Nada más viene usted?, mi marido, ¿no contrató a nadie más? - Uy señito, hay rete hartas gentes en el pueblo con ganas de chambiarle duro, pero

naiden, se atreve a trabajar en “el paso del muerto” – El indio acentúo esto último, como queriendo espantar a su patrona.

- Aquí no estamos en ningún paso del muerto, esta es la “hacienda Manríquez” y… - Se equivoca su merce’, este lugar fue, es, y será siempre visitado por los muertos,

grandes desgracias aquí han pasado, la más reciente, hace un par de meses y todo el pueblo se enteró. Una nube de angustia y curiosidad se posó en la frente de Oralia, quería indagar más acerca de la nueva adquisición de su esposo, y no tardó en pedir detalles al indio.

- Dime… ¿Qué pasó aquí? - Aquí señito, en esta casa, vivió y murió el hombre más malora que jamás se haya visto,

quiera Diosito que nunca vuelva a pisar esta tierra alguien así como el siñor don Justino Márquez. Oralia se sorprendió al escuchar aquel nombre, era el mismo con el que Adonai había hecho negocios para la compra de la casa, todo se volvió un misterio, el cuál, su espíritu investigador la obligaba a saber todo.

- ¿Le sucede algo patrona? - No, continúa… por favor. - ¿Don Adonai no le platicó de don Justino?, yo soy indio señito, no fui a la escuela, no

se leer, ni escrebir, un día encontré una de esas cosas que las gentes ricas siempre leyen, creo que los llaman libros, se lo llevé a mis muchachos, ellos si son bien chichos, ya saben entender lo que ahí escriben, y hasta saben escrebir su nombre completito,

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figurese no’mas. Ellos me dijeron que ahí están todas las historias malas que ha tenido este pueblo, todas menos una…

- …¿la de don Justino? - Esa merita señito, el libro se lo regalé al patrón, para convencerlo de que no entrara en

esta casa maldita, pero veo que no me hizo caso – dijo el indio, esbozando una mueca de amargura y tristeza, como aquel a quien acaban de decepcionar. Oralia sacó el libro y lo mostró a su interlocutor, y este, al ver aquel extraño objeto, se santiguo, como cualquier gente supersticiosa.

- ¿Es este? - Si señito, ese mero. Todo lo que dice ahí, o lo que me han platicado mis muchachos

que dice, ha pasado aquí, en esta casa… mis muchachos me dicen que esa cosa la escribió el mismito diablo. Las nubes grises cubrieron el cielo, los sonidos de los truenos resonaban en todos lados, aquel día hermoso, se convertía ahora en un día de tormenta, de oscuridad y de sombras. Oralia invitó a pasar al indio para que evitara mojarse. Aunque su verdadero motivo, era escuchar la historia de ese tal Justino. Se sentaron en la sala, vieja como toda la casa, pero decorada de una manera hermosa. Una chimenea alumbraba débilmente el lugar, el frío era casi insoportable, pero unas tazas bien calientes de café ayudaban a aminorarlo un poco, ambos sentados frente a frente se preparaban, una para escuchar y el otro… para contar una de las historias más impactantes de aquel lugar.

- Don Justino Márquez era el hijo más odiado del pueblo, un vividor, naiden lo quería, ni siquiera su familia, su dinero era lo que lo hacía importante en Zacatlán. Por donde pasaba la tierra estaba maldita, todas las gentes del pueblo decían que don Justino era el mesmito diablo en persona – El sudor se hacía presente en la frente del indio, por lo que este, se secaba repetidas veces – yo lo conocía rete bien señito, trabajé para él…

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DON JUSTINO MÁRQUEZ Una noche llena de lluvia, viento y malos presagios, azotaban esa noche el pueblo de Zacatlán, todo mundo estaba escondido en sus casas, no había quien se atreviese a poner un pie fuera del calor de sus hogares. Nadie excepto… don Justino Márquez. Acostumbrado a la bebida, cliente conocido en la cantina “los 4 ases”, no encontró obstáculo alguno en aquella tormenta para no ir a “mojar el gaznate”, como él decía. Llegó pues a las 8 de la noche, puntual como siempre, exigiendo su botella de tequila, y pidiendo a gritos la presencia de los músicos; estos, acostumbrados a las visitas frecuentes que hacía don Justino, estaban ya preparados, llegaron tocando la canción que más le gustaba, y así siguieron, horas y horas pasaban, don Justino, no veía la hora de irse, botella tras botella, el reloj del centro pronto iba a anunciar las 3 de la mañana, después de siete horas de estar bebiendo, el sujeto en cuestión, aquel a quien todo el pueblo tenía por diablo, estaba ebrio.

- Patrón, ya vámonos, es rete tarde… - ¡Cállate!, insolente… nadie, escucha bien esto… ¡Nadie, le habla así a don Justino

Márquez! - Perdóneme su merce’, pero es que está retirada la hacienda, y hay que pasar por el

panteón… - ¡Sólo eso me faltaba!, ¡Eres un maldito cobarde!, eso, no lo tolero en ninguna persona.

Al acabar su frase, don Justino prendió del cuello a aquel infeliz y lo arrastró por la calle, los gritos de súplica se escuchaban en las calles, había muchos mirando, nadie quería ayudar, no había persona en el pueblo capaz de enfrentarse al hombre que vino del infierno, todo mundo le temía, todos estaban escondidos en sus casas. Llegaron al panteón, Ruperto Martínez (nombre de la pobre víctima), temblaba de miedo, conocía bien a aquel hombre, desde su niñez lo había llamado patrón, lo respetaba, o más bien, le temía.

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- Quiero que me des una satisfacción Ruperto – gritó a bocajarro don Justino extendiéndole una de sus pistolas – vamos a ver quien de los dos es mejor tirador.

- No… no entiendo patrón… - Digo, que nos vamos a poner de espaldas, caminar 10 pasos y disparar uno al otro, gana

el que mejor puntería tenga – sonrió – o el que tenga mejor suerte… Ruperto estaba totalmente sorprendido y asustado como un pequeño, sabía que en cuestiones de suerte no se debía comparar con aquel hombre, ahijado de Satanás. Aún así lo obedeció, se hizo lo que el patrón había dicho. Dos disparos rompieron el silencio de aquel lugar sagrado, los muertos habían sido despertados al jale de los gatillos, profanada estaba la tierra, la sangre corría como un río siguiendo su caudal, la luna se ocultó tras una nube negra que se atravesaba, como evitando ver aquella tragedia, la gente del pueblo se armó de valor para correr a ver lo sucedido. Pronto llegaron. Desmayos, tristeza, alegría en algunos rostros se miraron. Un hombre yacía agonizante en el suelo, aquel hombre a quien creían invencible, la justicia divina había pisoteado el cuello de la maldad infernal. No solo cayó un hombre en los brazos de la muerte, está, egoísta como lo ha sido milenio tras milenio, decidió llevarse no solo un alma, si no dos. Ambos contendientes estaban rindiendo cuentas ante el juez supremo, el destino final para cada uno era muy distinto al del otro; uno cuyo cuerpo estaba infestado de maldad, sabía que no le quedaba otro hogar eterno, más que las llamas del cruel y fatal infierno. El otro, que en su vida había sido un ejemplo de persona, tenía las puertas abiertas del paraíso. La gente del pueblo levantó los 2 cuerpos, dándole más importancia a Ruperto, que al infame don Justino. Los condujeron hasta sus respectivas casas, en la de Ruperto, todo se tiñó de negro, de tristeza, de blasfemias contra la justicia de Dios, e incluso hasta la duda de que realmente hubiera un Dios encargado de regir al mundo, si realmente ese ser todopoderoso, lleno de amor y bondad, hubiera existido, el pobre Ruperto, estaría vivo en ese momento, acompañando a su madre y a su hermano, su única familia. En la casa de don Justino, el ambiente era distinto, no tenía familia que lo soportara, por lo tanto vivía solo, los criados, se encargaron de recibir el cuerpo inerte de su amo,

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más que tristes y consternados, se sentían liberados, estaban ahí con él por deudas de sangre, heredaron el trabajo en la hacienda Márquez de sus ancestros, quienes fielmente habían servido a todas las generaciones pasadas de este cruel engendro del mal. Lo más importante para aquella gente, era el descanso eterno de sus muertos, para ello, rezaban un novenario en la casa del difunto. Durante los días siguientes, la mayoría asistió al novenario de Ruperto, quien era conocido por no hacerle mal a nadie, era amigo de todos, no tenía motivo alguno para no hablarle a sus vecinos; es por eso, que estos, acudieron a rezar, a pedir a Dios y a la Virgen de Guadalupe, por el descanso eterno del alma de aquel que todos apreciaban. Al igual que el fatídico día de ambas muertes, el escenario en la casa de la otra víctima era muy distinto, nadie rezaba por su descanso, nadie acudía a verlo, únicamente llego el Sr. Moral, y eso, por mero compromiso, era el encargado de la funeraria del pueblo, negocios eran negocios, llegó a la casa de don Justino para empaquetarlo en un lujosos ataúd. El día del entierro, primero se llevó a Ruperto al camposanto, ningún hombre en su sano juicio quería cargar el ataúd de un ser infernal, incluso, el cura del pueblo tuvo que intervenir, alegando el deber cristiano para con toda la humanidad. Fue solamente así como 5 hombres se encaminaron a casa del hombre a quien tanto detestaban. Encontraron el ataúd, lo cargaron fácilmente, el camino al panteón no estaba lejos, en menos de 10 minutos hicieron su llegada. Curiosos, incrédulos, mucha gente, se puso a la entrada del panteón para despedir al ser más despreciable de la tierra, comentando entre ellos las faltas de las que habían sido víctimas cuando el ahora occiso, tenía vida. A muchos les había robado tierras, a otros mancillado el nombre violando a sus hijas, otros más lo acusaban de adulterio, en fin, la lista de quejas era demasiado grande, todos dudaban que un hombre así, pudiese contar con entrar al Reino de los Cielos, para una persona como don Justino, el infierno es poco castigo.

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La multitud abrió paso a los valientes cargadores, algo asombroso pasó, los 5 hombres cayeron por el peso, el ataúd se iba haciendo más pesado conforme se acercaban a la entrada. No podían levantarlo entre los 5 que lo trajeron; el cura, ordenó a otros tantos que ayudaran a cargarlo, pero todo intento fue inútil. Nadie podía soportar aquel peso, en unos instantes el ataúd de aquel hombre maldito, se había vuelto inamovible.

- Es el peso de sus pecados el que no lo deja entrar al camposanto, su maldad ha sido mucha, los muertos no lo quieren como vecino, al igual que los vivos tampoco deseaban su compañía.

- ¿Quién ha rezado por el descanso de este hombre? – gritó el cura, sin obtener ninguna respuesta.

- Nadie padrecito, era tan malo, que nadie lo quería. - ¿No les he enseñado nada?, hay que querer a todo mundo por malo que sea. Este

hombre necesita de ustedes para poder pasar tranquilamente al otro mundo, no le pueden negar ese favor, que como humanos todos merecemos, ninguno de nosotros merece vivir vagando en el reino de las sombras eternamente, por muchos que sean nuestros pecados, la bondad de Dios es infinita, y dispuesta siempre al perdón. No se podían negar a la petición del jerarca católico, el mismo temor que le tenían a don Justino, era el mismo respeto que le tenían al señor cura. Inmediatamente con demasiados esfuerzos, transportaron el ataúd a la hacienda Márquez. El día estaba muriendo rápidamente, la noche se apoderaba de Zacatlán, siendo los rayos de la luna nueva con los que se iluminó la entrada de don Justino a su hacienda. Un ataúd en medio de la sala, cuatro cirios iluminaban el lugar, hombres, mujeres y niños rezando en contra de su voluntad, pidiendo por el descanso eterno de alguien a quien no querían dejar descansar; llorando, o fingiendo llorar, por alguien que no merecía ni una gota de lágrima; pidiendo perdón a Dios omnipotente, para el hombre a quien no podían perdonar. Un trote de caballo se acercaba, no era un animal ordinario, el viento azotaba inclementemente ese lugar, los árboles se mecían de un lado a otro, truenos se

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escuchaban en el cielo, como si estuviese a disgusto con lo que se estaba celebrando. El caballo paró enfrente de la entrada, la gente pensó que era algún familiar o amigo (si es que don Justino tenía). Una de las mujeres salió a abrir la puerta al escuchar dos toquidos, duros, imponentes, desesperados, parecía que aquel recién llegado tenía prisa por entrar, la pobre mujer se desmayó al abrir. El aire entró a la casa, arrasando con la luz de las velas, todo, absolutamente todo quedó a oscuras, nadie veía nada, los gritos aumentaban de intensidad, la gente estaba desesperada, el cura apretaba el puño sosteniendo un viejo crucifijo de plata, estaba rezando, asustado, no sabía que hacer, pensaba que toda la culpa se la echarían a el por la loca idea que propuso. La puerta se cerró, un fuerte golpe se escuchó al cerrarse esta, un grito de desesperación se escuchó enseguida en el exterior de la casa, el trote del caballo, nuevamente se escuchaba con mucha fuerza, pero esta vez, alejándose a toda velocidad. La casa nuevamente se iluminó, los cirios se encendieron, nadie supo cómo, todos estaban asustados. Corrieron al ataúd, estaba abierto, pero vacío, dirigieron sus miradas al cura, exigían saber qué había pasado, nadie daba crédito a lo que acababan de presenciar, ni el mismo cura sabía qué decir, solamente alcanzó a titubear unas palabras:

- Los designios de Dios son extraños, no hay que tratar de comprenderlos, solo de aceptarlos. El alma que acaba de salir por la puerta, no debía ir al cielo, el mismo Satanás vino reclamándola… El cadáver de don Justino no volvió a verse en ningún lado…

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¿SUEÑO? Oralia despertó después de varias horas de sueño, cuando abrió los ojos vio a su querido Adonai a lado de ella… la cabeza le dolía intensamente, no se acordaba de la hora en que se había acostado, ni cómo había llegado a la cama, estaba confundida, alterada, empezaba a creer, que no era buena idea estar en esa casa.

- ¡Por fin despertaste mi amor! - Adonai… - Tranquila, verás que todo esto pasará en cuanto tengamos a alguien a nuestro servicio,

la gente del pueblo no está muy convencida de trabajar en esta casa, este lugar está lleno de supersticiosos.

- No todos… vino un hombre de tu parte, buscando trabajo, me estaba contando una historia…

- No creas nada de lo que te digan, la gente aquí es extraña, tratan de asustarte, o impresionarte con sus aventuras, ¿Dónde está ese hombre?

- No lo sé, creo que me desmaye. - Cuando yo llegué no había nadie, tu ya estabas en la cama durmiendo.

Gritaron llamando al supuesto hombre que Oralia había visto y que desapareció con la presencia de Adonai. Buscaron por toda la casa, nada encontraron, la tierra se había tragado a aquel indio que buscaba trabajo, seguramente se asustó por el desmayo de la señora y huyó pensando que lo culparían de algo.

- ¿Qué es esto? - Es una funda de navaja - Ahora que lo recuerdo aquel hombre traía un machete que me asustó mucho. - Seguramente esto le pertenece. - Mira… trae una inscripción.

Oralia leyó aterrorizada aquel nombre grabado en la pequeña funda, Adonai, no notó la mira asustada de su novia, nada sabía hasta ahora de lo que había pasado en su ausencia, solo se limitó a decirle, como medio de consolarla:

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- Tranquila mi amor, ya encontraremos a ese tal: Ruperto Martínez, es un pueblo chico

y no dudo que hay mucha gente en el pueblo que lo conoce, mañana por la mañana iré a buscarlo, veré si aún le interesa el trabajo. Su novia no dijo una sola palabra, al momento en que Adonai volteaba hacía ella, la encontró desmayada, tendida en el piso, de la misma forma que la había encontrado a su regreso del pueblo, la tomó en sus brazos y la subió a su habitación, comenzaba a sospechar que su mujer estaba enferma, y había decidido llevar un médico al día siguiente para que la revisará. Pensó mejor las cosas, tal vez si esperaba un día más no volvería ver a Oralia, lo inundó la pasión que inunda a todo ser enamorado, e inyectado con esta, salió rumbo al pueblo para traerle un buen doctor a su esposa, no tenía tiempo que perder, encendió el carro y a toda velocidad tomó el camino que lo conducía a Zacatlán, afortunadamente para él, el mal tiempo había pasado, de la tormenta, solo quedaban charcos en la tierra, el sol majestuosamente volvía para imponer sus rayos sobre la tierra; los pájaros, nuevamente alegraban el camino con el cantar de sus trinos, si el clima lo seguía favoreciendo en menos de un cuarto de hora estaría en el pueblo buscando al mejor médico (matasanos, como solía llamarlos). El cuarto estaba en silencio, la mujer seguía dormida, la noche se acercaba, un fuerte viento inundó el ambiente, nuevamente se escucharon los pasos de un hombre acercándose a la recámara; esta vez, se abrió la puerta y entró un hombre… avanzó al lecho donde Oralia se encontraba dormida. La tomó en sus brazos llenándola de besos, besos que ella pensaba que eran dados por Adonai. Abrió los ojos y vio que en vez de su esposo se hallaba frente a ella un desconocido, quería gritar, pedir ayuda pero el grito fue ahogado en su interior antes de producirse, de nada le serviría… estaban tan alejados que no había una sola persona que pudiera escuchar sus gritos en medio de la nada. El infame recién llegado se aprovechó de esto, desvistió a Oralia completamente y la hizo suya.

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Adonai llegó con el doctor, el mejor del pueblo. Era un venerable anciano a quien muchos le debían la vida; no era originario del pueblo, habitaba en él hacía 4 años, en ese poco tiempo, su fama se extendió a varios pueblos vecinos; como todo hombre de ciudad, el doctor Mateos no era supersticioso, le importaban un bledo los asuntos de otro mundo; los únicos roces que tenía con la muerte, era cuando la enfrentaba, de ahí en fuera, no quería saber de nada que no fuese de este mundo, no dudó en ir a la ex hacienda Márquez en cuanto Adonai se lo propuso, tenía bien presente su juramento hipocrático y a pesar de los intentos para que no fuera que hizo toda su servidumbre, estaba ya en el umbral de la hacienda. Entraron a la habitación. Oralia estaba dormida en la misma posición en la que Adonai la dejó; todo estaba exactamente igual. El doctor se acercó para auscultarla y entregar el diagnóstico al preocupado marido. Cuando Oralia sintió la presencia de alguien en el cuarto, se levantó exaltada, tenía miedo, quería irse de ese lugar; pareciese que las palabras del indio Ruperto eran proféticas, y esa casa estaba maldita.

- ¿Qué te pasa mi amor? Tranquilízate. El doctor está aquí. - ¡Vámonos!... no quiero estar un segundo más en esta maldita casa – comenzó a llorar

amargamente - ¡Por favor! - ¿Qué dices?, ¡debes estar loca!, Doctor, revísela, creo que ya está agonizando. - Permítame un segundo con la paciente.

Adonai se marchó disgustado de la habitación donde solo quedaron Oralia y el Dr. Mateos. La primera estaba acostada, el segundo de espaldas sacando utensilios de un viejo maletín negro; volvió la cara y caminó hacia la cama donde estaba la enferma. Un pequeño grito se dejó escuchar apagado al instante por la mano del doctor.

- ¿Me extrañaste? Tranquila, no grites, no quiero hacerte daño – miraba con locura a la pobre enferma apretando fuertemente con su mano la boca – Voy a quitar mi mano, si es que prometes no gritar. Los ojos de Oralia estaban demasiado abiertos. Un sudor frío corría por su frente, no sabía qué estaba pasando, no entendía nada. Estaba frente al que horas antes

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irrumpiera en la habitación para abusar de ella; con la cabeza, dio a entender al doctor que no gritaría… sentía la necesidad de saber qué estaba pasando. Todo era tan confuso; se sentía atrapada en una novela de misterio.

- ¿Qué… qué está pasando? ¿Quién es usted? ¿Qué quiere de mí? – preguntó asustada Oralia.

- No vayas tan aprisa, son muchas preguntas a la vez y solo puedo satisfacer una respuesta. Yo soy nadie, vengo de ningún lugar, he venido buscándote o más bien, me he sentado a esperarte… Adonai abrió la puerta de golpe, miró a su mujer y buscó por todo el cuarto con la mirada. El doctor había desaparecido. Corrió al lado de Oralia, la abrazó, secó sus lágrimas con sus labios, tampoco comprendía qué pasaba. Los 2 estaban aterrados. Oralia quedó dormida, las sorpresas habían sido muchas para un solo día. Adonai se acostó al lado de ella… estaba pensando cuando vio en la cama el libro que le había dado a Oralia, como no tenía nada más que hacer, abrió el libro al azar y comenzó a leer.

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LA LLORONA Hay mucha gente que asegura que el río está maldito; lleva sobre su caudal la maldición del crimen. Por las noches, la maldición se hace presente… toma forma, tiene sonido, el sonido aterrador del infierno, el reclamo al mundo, la voz de la pena y quien lo escucha, según dicen todos, quedará maldito también. María vivía desde hace 5 años feliz al lado de su esposo Felipe, tenían una pequeña casa junto al río, 3 pequeños niños que alegraban su vida y todo lo que se puede desear para ser feliz; no podía quejarse de nada… tenía un buen marido, el trabajo en la casa era poco y sus pequeños eran la bendición más grande para ella; amaba a su familia. La familia era conocida en todo el pueblo como la más feliz de todas; nadie se imaginaba (ni siquiera pasaba por sus mentes) la loca idea de que la desgracia cayera sobre los López. Eran buenas personas, honradas, el jefe de la casa era trabajador, se dedicaba a la siembra, levantándose muy temprano, antes de que el canto del gallo anunciase la llegada del nuevo día y paraba de trabajar cuando la luna hacía su acto de presencia por las noches; motivo por el cual llegaba cansado todos los días a su casa, esperando siempre una buena cena y el cariño de su familia. Fue justo el día de su aniversario (23 de octubre) cuando la fatalidad arrasó con la felicidad de aquella familia. Parecía un día normal, Felipe había ido a trabajar como todos los días, incluso se fue mucho antes para acabar pronto y celebrar con su esposa su V aniversario. Dirijámonos un momento a una casa vecina, donde los ojos de la envidia se habían posado sobre Felipe. Estos ojos, pertenecían a una mujer, mujer que había sido herida en su vanidad repetidas veces por Felipe. Ella lo amaba desde que estaban pequeños, compartieron juegos y aventuras y un amor loco y febril entró en el corazón de Lucía; lamentablemente para ella, su amado ya no era dueño de sí; le había entregado todo su ser a una sola mujer: María.

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Desde la fecha en que Felipe y María contrajeron nupcias, Lucía había intentado repetidas veces romper la felicidad de aquella pareja, rebajándose a pedir el puesto de amante… con esto se hubiera conformado ella, pero Felipe no tenía el más mínimo interés en aquella mujer, amaba a María y no quería romper la promesa hecha ante el altar de la iglesia, promesa para él sagrada. Cada vez que las 2 rivales se encontraban en el camino, Lucía miraba a María con envidia, con celos, la sangre le hervía y deseaba la muerte para su contrincante, quien por el contrario, saludaba amistosamente a la amiga de su esposo; no tenía idea de los sentimientos de ésta para con Felipe. Lucía estaba decidida: Felipe tenía que ser suyo; no podía esperar más. Durante años, había ahuyentado a todos los hombres que se le acercaban con la pequeña esperanza de que el hombre a quien amaba, voltease su mirada hacia ella; esto como lo hemos dicho, no había pasado. Esa mañana, Lucía abandonó su casa temprano e iba bien arreglada, mejor de lo que nunca se había arreglado en su vida, conocía a Felipe, sabía que antes de trabajar, gastaba unos minutos en detenerse a rezar en una vieja ermita a mitad del camino; su idea era sorprenderlo ahí, sabía que siempre estaba solo, tenía razón. Cuando llegó, Felipe estaba de rodillas pidiendo al creador suerte para ese día. Lo sorprendió Lucía de manera infantil, le tapó los ojos con las manos dejando volar la imaginación de aquel hombre para que adivinase quién era. Éste, recordando el día, pensó que su mujer le quería dar una sorpresa, así que quitó las manos de Lucía y sin abrir los ojos, le impregnó un beso en sus ardientes labios. Aquel beso era el mayor triunfo para aquella mujer que siempre amó a Felipe y el secreto del beso sólo quedaría como secreto entre los dos y la imagen de la virgen que tenían frente a ellos. Los dos estaban abrazados, un ruido se oyó en la entrada, ambos voltearon asustados, él por temor a un reproche de tal escena en la casa de Dios y ella, por miedo obvio a ser descubierta.

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Un indefenso animal fue el causante de todo… un perro callejero que quería olvidar un poco el frío de la mañana y encontrar el acogedor calor que tenía aquel lugar. Un suspiro de alivio salió de las dos bocas. Felipe se llenó de rabia al ver a Lucía parada a su lado, y esta, no sabía cómo explicarlo. Una bofetada la mandó al suelo; una lágrima salió de aquellos ojos que a pesar de lo sucedido, aún miraban con amor y deseo al hombre que tenían enfrente. Los labios de aquella joven, temblaban de rabia.

- ¿Qué pretendes? Sabes que soy un hombre casado y que no quiero nada contigo. - ¡Mientes! He visto cómo me miras, sé que tú también me deseas, deseas tenerme,

tocarme y besarme como lo hiciste hace rato. Puedo ofrecerte más que tu esposa. Yo aún no he tenido que ver nada con ningún hombre, mi piel, mi cuerpo, todo, aún está virgen… esperando por ti.

- ¡Esto no puede ser! ¡Es una locura! Aparta esas ideas de tu mente… - Sólo una vez, tan sólo déjame probar tu amor una vez. Quiero saber qué se siente

tenerte entre mis brazos, sentirte mío. - No, ni lo sueñes. No hay nada en el mundo que me haga hacer lo que me pides. - Es que si no… - ¿Si no qué? - Tu mujer sabrá que me besaste y que intentaste abusar de mí. - Ella no creerá tus palabras. - ¿Eso crees? - No tiene que ser de otra forma. - Ve la hora, vas retardado para llegar a tu trabajo. Tú que eres tan puntual, y que incluso

hoy saliste antes de tu casa, para llegar temprano a tu trabajo. Felipe dudó. Tenía razón. Era demasiado tarde. Jamás se había retardado. Lucía lo tenía. Accedió pues, a estar con ella. Se internaron en el campo, buscaron el lugar más oculto y lo hallaron bajo la copa de los árboles que se encuentran cuesta abajo del río. Ahí, con los árboles y los animales como únicos testigos se entregaron el uno al otro. Lucía no cabía de felicidad; Felipe, a pesar de lo que le dictaba su mente, encontraba muy placentero estar con esa mujer que no era la suya, pero que daría la vida entera por serlo.

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- ¿No te lo dije Felipe? ¿A caso no es esto mejor que estar con tu mujer? - Si. Tenías razón.

Estaban recargados en un árbol enorme rodeados de más árboles y de hierba muy crecida. Los dos amantes no advirtieron una mirada que había estado pendiente de ellos desde la ermita, mirada de admiración, de odio, de tristeza. Ahí estaba la débil figura de una mujer que se sentía traicionada, sin fuerzas, pero con el orgullo que tienen todas las mujeres, orgullo que le impedía llorar. Loca de ira, María, tomó una piedra, la más grande que encontró y la lanzó con fuerza al cráneo de su marido, éste por el impacto, y la certeza de aquel proyectil, vio el final de sus días. Lucía estaba asustada, quedó inmóvil por el miedo que invadía su cuerpo, circunstancia que María aprovechó para correr hacia ella y ahorcarla. Los ojos de aquella mujer ya no eran humanos, la ira los inyectaba con sangre. Se sentía ofendida, ya no tenía dominio sobre sí. La locura se había apoderado de su ser clamando venganza, la mancha de su honor debía ser lavada con sangre. Para ocultar la huella de su horrendo crimen, María arrastró los cuerpos sin vida hasta el río dejando que éste se encargara de esconder los cadáveres de aquellas 2 personas que le habían robado su vida, sus sueños, sus ilusiones. Pasó todo el día recorriendo sin rumbo fijo los distintos caminos del bosque… cantaba, recordaba a aquel hombre a quien había consagrado su vida. Pasaba por los lugares que solía visitar con Felipe y las lágrimas brotaban de sus ojos y resbalaban por sus mejillas. Después de recorrer el bosque entero, llegó a un lugar que se le hizo conocido, en su locura, aún guardaba un recuerdo de aquel sitio, era una pequeña casa, no sabía con qué ligarla, sabía que su pasado estaba ahí, pero era una verdad que su mente no quería saber. Entró pues a la casa sin pleno conocimiento de lo que hacía ahí; un ataque se apoderó de su mente y empezó a deshacer y destruir todo cuanto encontraba a su paso, lanzando objetos, rompiendo cuadros; no sucumbía ni ante el llanto de sus asustados hijos, quienes temblaban de miedo al ver a su madre loca.

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Al tratar de detenerla, María se puso más violenta de lo que estaba, golpeó sin piedad a los 3 pequeños que lloraban; no haciendo caso de sus quejas, se detuvo hasta que los 3 callaran; cuando llegó este momento, ninguno de sus hijos tenía aliento de vida. Estaban muertos. Cinco crímenes en la conciencia de un ser humano no es cosa fácil de cargar, aunque como dicen, después del primero, los demás no son nada. Para María, así fue… no significó nada matar a sus hijos y teniendo práctica ya, para esconder cadáveres, lanzó a estos pequeños a lo más hondo del río para que el agua purificase el alma de sus 3 hijos. El agotamiento había sido tanto, que después de lanzar al último, cayó en un profundo sueño, del cual no despertó hasta el día siguiente. Al despertar, la locura había desaparecido. Corrió a su casa y encontró todo destrozado, como si un huracán hubiera pasado por ahí… no se acordaba de nada. Un hombre vestido de negro con una túnica, entró y le dijo:

- ¡Maldita seas! Por toda la eternidad, no mereces el perdón de Dios. ¡Madre sin entrañas! ¡Mataste a tus hijos por culpa de tus celos! El misterioso hombre desapareció. Estas palabras, tuvieron tal efecto en María, que la hicieron acordarse de todo lo acontecido en la víspera. Corrió sin detenerse hasta el río justo en el lugar donde estaban los cuerpos de los 3 inocentes. El cuadro era terrible; su conciencia se llenó de culpa, desesperada, sin saber qué hacer, decidió que no podía vivir con aquel remordimiento y se lanzó al río para morir ahogada. Dicen que la misericordia de Dios es muy grande, pero también tiene límites. María los rebasó, su alma no podría descansar en paz para que pudiera obtener el perdón divino. Dios, mandó su alma a vagar por la tierra hasta que encontrara a sus hijos y éstos le perdonaran la canallada que había cometido con ellos. Es por eso, que es normal en cualquier río, a altas horas de la noche, escuchar la voz de María buscando a los 3 pequeños con un grito de desesperación:

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- ¡AY MIS HIJOS!

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EL HEREDERO DE LA MALDICIÓN Adonai aventó el libro como si fuese un objeto viejo y sin valor, era muy escéptico en los asuntos paranormales; los espíritus, demonios, seres no pertenecientes a este mundo, eran para Adonai como algo improbable, basaba su filosofía de la vida en hechos, no en teorías. En fin, su pensamiento era totalmente contrario con el de Oralia, para quien cualquier fenómeno extraño era causa de una profunda investigación, pasaba su vida indagando acerca de fantasmas, era un tema que le atraía demasiado; esperaba algún día poder encontrarse cara a cara con uno de ellos. Al parecer no tenía ya que aguardar, había tenido últimamente varios roces con seres de otro mundo. Esto Adonai no lo sabía. Dormía profundamente abrazado a su amada, soñaba con ella, hablaba de ella… Oralia abrió los ojos de golpe, despertó agitada, ¿cuánto había estado dormida?, no lo sabía. Algo aprisionaba su cuerpo contra el colchón; intentó moverse varias veces sin obtener algún resultado satisfactorio, podía apenas respirar, era como si alguien estuviese encima de ella. No había nadie. Intentó gritar, no lo logró, la desesperación se apoderó de ella, no podía soportar gritarle a su esposo y que este no la escuchase estando a escasos centímetros de ella. No sabía qué pasaba con exactitud, su vida se envolvía en una trama misteriosa y desagradable. Vivía una pesadilla. Quería despertar. Después de los fallidos intentos para zafarse de aquello que la mantenía prisionera en su propio cuerpo, Oralia recordó los cuentos de su abuela, entre ellos, sus relatos acerca de algún muerto que se sube a los cuerpos mientras estos yacen dormidos, lo que comúnmente conocemos como: “que se suba el muerto”. Hacía esfuerzos muy grandes para encontrar la solución a su problema. Tantas veces le había hablado su abuela de aquellas situaciones, las mismas en que Oralia prefería tirarla de a loca, haciendo caso omiso de sus consejos. Una chispa iluminó su mirada. Recordó el antídoto. Su abuela le había dicho que cuando un muerto se subía, era por que uno mismo lo dejaba, y para que este se bajase era preciso correrlos, ahuyentarlos, hacerles saber que su presencia no es grata en el mundo de los vivos. Oralia no tardó en poner en práctica su plan. Comenzó a maldecir.

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A correr aquel espíritu con palabras altisonantes. Parecía dar resultado, la opresión era cada vez menor, su voz se notaba débil, pero alcanzaba a distinguirla; prosiguió con las maldiciones hasta que estuvo de nuevo bien por completo. Su pulso estaba acelerado. Notó que respiraba agitadamente. Adonai se despertó.

- ¿Qué tienes mi amor?, te veo agitada. - Dime la verdad… ¿Cómo te enteraste de esta casa?, ¿Quién te la vendió?... ¡No soporto

más!, ¡Quiero irme de aquí! - ¿Por qué?, ¿Qué tiene de malo?... ya te había dicho quién me la había vendido y cómo

la había comprado. - ¿Me dijiste la verdad? - Si… ¿Por qué iba a mentirte? - Es que… - ¡Es que nada!, si no confías en mí no tiene caso que estemos en la misma cama – se

levantó y salió de la habitación. Siempre ha sido relajante caminar bajo la luz de la luna, y esa noche, Adonai necesitaba relajarse, estaba muy tenso, le había mentido a Oralia, no encontraba forma para decirle la verdad, sabía que esta era tan fantástica como para que Oralia la creyese, la mano de la fortuna le había tocado el hombro como a ningún hombre. Aún recordaba aquella noche donde su suerte cambió, sin poder creerlo todavía. Ese día parecía que todo estaba ligado con la tragedia y la mala suerte. La mala racha comenzó cuando lo corrieron del taller donde trabajaba; Su novia se había peleado con él; no tenía ya ni un solo peso en la bolsa; inclusive, el suicidio cruzó por su mente, estaba dispuesto a terminar con la vida, y dar fin así a todos los problemas. Confiaba a Dios todo cuanto hacía, él jamás lo había defraudado, y para él, ese día no fue la excepción. Se encontraba caminando rumbo a su casa, eran las 6 de la tarde, las calles alumbradas por las lámparas, su paso era lento, pero firme y decidido.

- ¡Hey amigo! – gritó una voz desconocida.

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Adonai volteó. Alcanzó a distinguir a un hombre esbozado en una capa negra con capucha, sus facciones eran imposibles de ver o adivinar. El cuerpo no podía más que ser de un hombre joven, fuerte, acostumbrado al ejercicio; era robusto. Al estar vestido completamente de color negro parecía tan delgado como un esqueleto. Las manos eran las únicas que se asomaban bajo las mangas de la gabardina, cadavéricas, finas, totalmente blancas.

- ¿Es conmigo el asunto? – Preguntó Adonai. - Si, es contigo, quiero proponerte un negocio que puede convenirte – Respondió el

desconocido aproximándose hasta llegar con Adonai. - Pero… ni siquiera nos conocemos… - Tú a mí tal vez no me conozcas, pero yo estoy muy bien enterado de tu vida. - … - Espera, tranquilo, no es nada malo, soy un tío tuyo, medio hermano de tu madre… que

en paz descanse. - Ella no me dijo que tenía un medio hermano. - Lo sé, es por eso que he venido a verte. Quería conocer a mi único familiar en esta vida,

antes de… - ¿De qué?, ¿Se prepara acaso para un viaje? - Así es hijo mío, para el viaje más largo de todos, donde el único boleto para ir es

extraño, solo se puede llegar a donde voy cuando sucumbes ante los brazos de la muerte…

- ¿Estás acaso enfermo? - Si – dijo con amargura nuestro extraño personaje – hace años que estoy enfermo, mi

enfermedad es rara, incurable… - suspiró ahogadamente – me parecen siglos los que me he dedicado a hallar una cura para mi mal, pero… no existe.

- La ciencia está muy avanzada tío – Adonai estaba enternecido por la historia de aquel hombre – Tal vez no ha ido con las personas correctas, pero verá que buscándole…

- No hijo mío, mi tiempo en este mundo esta corriendo aprisa, y quisiera que lo que he logrado juntar hasta ahora no pase a manos de extraños – Le entrego unos papeles a Adonai – puedes disponer de esto en cuanto quieras.

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El tío de Adonai desapareció, en vano fueron los intentos de este por buscarle; le gritó, corrió por todos lados tratando de encontrar a su tío. Estaba desconcertado. Al poco rato se cansó de buscarlo. El bar “Mi Lupita” era famoso. Los mejores cantantes, el mejor cantinero, las mejores meseras. Es por eso que muchas personas lo preferían más que a cualquier otro de los alrededores. Carlos tenía más de 10 años de barman, como todos los días, esa noche se encontraba sirviendo los tragos. Vio a la entrada del bar a un viejo amigo, inmediatamente lo saludó desde lejos y lo invito a pasar.

- Adonai, ¡Quien te viera hombre!, ¿Cuánto tiempo? - No han pasado más de 2 meses… - Dirás 2 siglos mi hermano, te olvidas de los amigos. - No… ¿Cómo crees?, mejor… pásame una cerveza bien helada. - Claro que si mi hermano, sabes que para ti lo que gustes – le pasó la cerveza. - ¿Cómo has estado? - Muy bien, ¿tú? ¿Qué hay de nuevo en tu vida “my friend”? - Acabo de heredar una buena fortuna y una hacienda… - … - … - Ya… Hablo en serio… - Es en serio mi hermano, un tío vino a buscarme y me dio una gran suma de billetes, su

hacienda, y una gran duda… - Cuenta… - Mi madre nunca me habló de él, un hermano no es algo para olvidarse así nada más –

Carlos hizo una mueca de reproche por los 2 meses de abandono de Adonai, éste no la notó – No pude ver la cara del tipo, así que no te puedo decir si tiene las facciones de la familia…

- Pero eres rico, es lo que importa. - Si, en parte sí, aunque sabes… pienso que tal vez heredé alguna maldición.

Ese fatídico día aún estaba en la mente de Adonai, aquel que calificaría días antes como el mejor día de toda su vida, hoy cambiaba el título por el peor de todos. Estaba

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arrepentido de no haberle hecho caso al pobre indio que le advirtió sobre la maldición que pesaba sobre su familia, ese pobre que se presentó mostrándole como única prueba un viejo libro de leyendas, y narrándole la historia del primer habitante de aquella infernal hacienda. Cuando Adonai la escuchó, lo tomó como delirio de aquel indio loco, pero ahora parecía que las palabras que en otro tiempo tomó como tonterías y mentiras, hoy se convertían en una hiel de amarga realidad. Se lo habían advertido, le habían explicado la cusa de aquella maldición, pero hasta ahora entendía aquellas palabras…

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EL NAHUAL El pueblo de Zacatlán de las Manzanas era el más tranquilo de la sierra poblana. Pintoresco, reconocido en todos lados por la amabilidad de su gente, todos vivían contentos, el pueblo entero se conocía, unos a otros se ayudaban. Lo que uno hacía no pasaba sin ser visto por los demás. Fue un fatal 26 de Abril. Acababan de arribar al pueblo 3 nuevos habitantes. Un señor acompañado de sus 2 hijas. El primero tenía 56 años de vida, cabello canoso y largo, cara de pocos amigos, delgado y con un humor terrible. Sus hijas eran 2 lindas gemelas de 20 años, ojos claros, figura delgada, sonrisa encantadora; eran como 2 gotas de agua. Su única diferencia era el cabello; una lo tenía largo y chino, y la otra por el contrario lo tenía corto y lacio. Si no fuese por ese detalle insignificante, nadie podría distinguir a aquel par de gotas de agua. La mirada, la sonrisa, el modo de caminar, el timbre de voz, todo, absolutamente todo era idéntico entre Ana Gabriela y Ana Sofía, como se puede observar, compartían hasta el nombre, heredado de su recién difunta madre.

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La nueva familia ocupo una pequeña casa que construyó el padre; eligió un terreno muy cerca del río. Comenzó a levantar su hogar con madera sobre una vieja cueva que había ahí. Las hijas nada objetaron, ellas siempre estaban de acuerdo con la voluntad de su viejo padre. Nunca lo contradecían en nada. Los tres tenían pocas cosas que poner en su nueva casa, solamente llevaron lo necesario: ropa, trastes, catres… y demás. Poco tiempo les llevó ordenar. Los vecinos no tardaron tampoco para presentarse a los recién llegados, poniéndose todos a las órdenes de estos y ofreciéndose “pa’lo que se ofrezca”. Celedonio González era huraño. Muy poco, gustaba de conversar con otras personas que no fueran sus hijas. No poseía tesoro más grande en el mundo que sus 2 Anas. Era más celoso de lo que comúnmente debía ser un padre, trataba con mano dura a sus “pequeñas”, les hablaba de lo malos que son los hombres, y que evitaran tener contacto con alguno de ellos, ya que, estos seguramente perderían su alma, hundiéndolas entre el lodo del pecado. Ana Gabriela gozaba del mismo espíritu que su padre. Aborrecía al mundo, no soportaba ver a los hombres; su comportamiento era siempre agresivo, grosero, tenía el temperamento de un arriero, su carácter amargo siempre le trajo conflictos desde pequeña, nunca tuvo amigos, había veces que ni su padre la toleraba, caracteres tan iguales llegaban a explotar al fusionarse. La única que la entendía, la comprendía y la acompañaba en todo momento, era su hermana: Ana Sofía. Ana Sofía era como decía la gente del pueblo: “un pan de Dios”, siempre con una sonrisa dibujada en su rostro, amable, coqueta, con ganas de conocer el mundo; se sentía atada a su viejo padre y a su hermana por motivos de sangre, realmente ella sufría por dentro, se sentía atrapada. No toleraba que en cuanto un hombre le quería hacer la corte, su padre lo acabara corriendo a punta de fusil. Este ya le había corrido a más de 20 pretendientes en el último par de años; pretendientes, que eran del agrado de la pobre Ana Sofía, a quienes ella misma había provocado e incitado, no había cumplido el mayor sueño de su vida: probar la miel de un beso de los labios de un caballero.

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Lo que Ana Sofía no sabía aún, es que su llegada al pueblo había causado mucha admiración. Muchos hombres soñaban con aquella delicada mujer, a su paso levantaba pasiones, no había un solo hombre que no estuviese fascinado con la belleza y gentileza de Ana Sofía. De todos los nuevos pretendientes, había uno que se hacía notar entre todos: Mario Iván. Este joven era todo lo que una muchachita de la edad de Ana Sofía podía desear: galante, bien parecido, con una excelente posición económica y lo más atractivo de todo, amaba con locura a la dulce Ana Sofía. El padre de la muchacha no tardó en darse cuenta de las pretensiones de Mario Iván, tampoco se escapó a su mirada escudriñadora, que su hija lo correspondía satisfactoriamente, estaban los 2 enamorados, y esta vez ni el viejo fusil de Celedonio pudo romper ese amor tan grande, ese amor que llega solo una vez en la vida, y que se entrega únicamente al ser que sabe corresponder el sentimiento. Ana Sofía y Mario Iván, se las ingeniaban para verse a escondidas, paseaban por las noches, cuando en la pequeña casa a lado del río todo mundo dormía. El par de enamorados siempre se inventaban una nueva forma para fugarse de los ojos de Celedonio.

- ¿Me amas? – preguntó Ana Sofía a su acompañante, una de esas noches de fuga - Claro que si amor mío, pídeme lo que más quieras y estaré pronto a satisfacer tus

deseos. - ¡Qué bonito hablas!, solo quiero una cosa de ti… uno de esos besos que me hacen

olvidarme del tiempo, que me unen a ti, quiero sentir tus ardientes labios de fuego fundiéndose con los míos, mientras una extraña sensación nos hace recorrer el infinito… Mario Iván la iba a besar, pero, un extraño animal se abalanzó sobre él, era un lobo enorme, trataba de morderle el cuello; el pobre chico veía pasar enfrente de sí el final de su existencia.

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El fiero animal aulló de dolor, Ana Sofía lo había golpeado fuertemente con un pedazo de madera que encontró tirado. Aquel lobo miró con recelo y odio a la muchacha, sus ojos parecían llamas encendidas del infierno. Ana Sofía amenazaba con repetir el golpe y el animal comprendió su posición, salió corriendo a toda velocidad, y pronto desapareció entre la oscuridad y los árboles.

- ¿Estas bien cariño? - Si mi amor, gracias, si no hubiera sido por ti, ahorita no estaría vivo - No digas eso mi amor, todo fue gracias a la voluntad de Dios - Si, tienes razón. - ¿Por que estás como… extrañado? - Es que… - … - En estos lugares los lobos no habitan, es el primero que veo en toda mi vida.

La pareja continúo su paseo normal, dejando atrás aquel amargo incidente, que parecía tan extraño ante los ojos de Mario Iván. Los días transcurrieron normales, nada había cambiado aparentemente en el pueblo, y en la casa del río lo único nuevo que había era una imagen que empañaba aquel lugar. Un rostro derramando lágrimas de tristeza. Ana Sofía lloraba tristemente, aprovechaba que no había nadie en su casa que la viese, no quería que nadie viera el estado en el que se encontraba, era de dar pena, sollozaba estrujando un papel entre sus manos. Una carta. La última. “Querida Ana Sofía: En este momento te escribo desde mi lecho de muerte. Una extraña enfermedad me ha atacado y ha sido para mi fatal, ningún médico sabe que tengo. Solo quiero despedirme, y decirte que te amo… Atte.

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Mario Iván.” La carta había sido entregada horas antes por el mejor amigo de Mario Iván; desde entonces, Ana Sofía no había cesado de derramar el llanto por aquel que tanto amaba, que había sido su primer amor. ¿Cómo olvidar aquel hombre tan especial para ella? No lo sabía. Pasaron meses después de la extraña muerte de Mario Iván, Ana Sofía, aún no salía de la terrible depresión que esta la había causado. Lloraba en silencio. Durante las noches una lágrima salía de sus ojos, el recuerdo llegaba de golpe, la tristeza azotaba su alma, sus fuerzas se perdían hasta caer dormida en la cama; después, empezar otro día de martirio, de tortura, de soledad… Las muertes en el pueblo se hicieron cada vez más frecuentes, muertes extrañas, jamás vistas, enfermedades nuevas, inexplicables por la ciencia, temidas por los habitantes. Había el rumor de que Satanás rondaba el pueblo en persona, rumor que llego hasta la ciudad de México y de ahí pasaron a Roma.

- Su santidad… este reporte nos llega desde México – dijo uno de los sirvientes del sucesor de Pedro.

- ¡Satanás!, no cabe duda que son muy supersticiosos estos mexicanos – respondió el Papa en tono burlesco – Pero no podemos hacer caso omiso a sus peticiones, México es uno de los lugares que más contribuye a “nuestra causa”.

- ¿Piensa escucharlos? - Si… no podemos dejar de percibir la gratitud de ellos. - Pero… ¿Qué piensa hacer? - ¿Aún radica en esa ciudad el padre Salvatore? - Así es excelentísimo, pero usted lo conoce. Es rebelde, obstinado, ¿cree que sea bueno

confiarle una misión así? - No tenemos mejor científico que él. - En eso tiene razón. - Su punto de vista científico descartará fácilmente cualquier mito. - Los mexicanos no creen en otra cosa…

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- … Su vida se basa en supersticiones. - ¡Pobres ingenuos! - Esta bien de charlas por hoy, cumpla lo que le dije - Como usted mande excelentísimo – dijo como despedida, besó el anillo de su santidad

y salió de ahí. - Mexicanos… ¡Bah!, apuesto a que es otro invento de ellos… Esta es la décima ocasión

que nos hacen ir para allá. Espero que sea la última. Quince días después, llegaba a Zacatlán un hombre de 30 años; aparentaba menos edad de la que tenía, su cabello estaba muy recortado con un color negro brillante, no usaba bigote, era delgado, sus ojos tenían el color verde de las aceitunas que contrastaba con su piel blanca como la leche; vestía de pantalón negro, camiseta negra y saco del mismo color. Alquiló un cuarto modesto en el centro del pueblo, en ese tiempo, no se conocían los hoteles, cualquier hombre alquilaba su casa para que otro pasara la noche. El primer día el padre Salvatore estaba tocando la puerta de la Parroquia de San Pedro, quería entrevistarse con un colega suyo antes de empezar cualquier indagación. Una joven mujer le abrió la puerta; lo hizo pasar.

- Padre… hay una persona afuera que lo busca – Anunció la llegada del extranjero – pero… se me olvidó su nombre.

- No esperaba a nadie el día de hoy… - Dijo que no tenía cita, que venía de… Roma, o algo así. - Hazlo pasar. - En seguida padre.

Salvatore entró a la oficina de monseñor Ríos. Había visitado tantas en su trabajo para el vaticano, siempre con motivos de inspección; aquella, le pareció una de las más ricas, ostentosas y demás; cosa que lo desconcertó, ya que él, esperaba encontrar algo “más humilde”.

- ¿Monseñor Ríos?

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- Así es - Soy el padre Salvatore Giacomo – estrechó su mano – De la Ciudad del Vaticano, en

Roma. - Mucho gusto padre – Estaba desconcertado por una visita tan distinguida – dígame…

¿A qué debemos el honor de su visita? El padre Giacomo era hombre de pocas palabras, se limitó a extender un sobre a su interlocutor. Esté lo tomó aprisa y comenzó a leer, su frente se iba nublando y el sudor comenzaba a resbalar por su frente.

- ¿Está nervioso padre? - No, para nada su excelentísimo. Usted sabe, viviendo en un pueblo invadido por

Satanás, uno tiende a tener miedo. - ¿Usted cree en eso?, no lo hubiera pensado de una persona instruida. - La muerte de tanta gente padre Salvador… - Salvatore… - corrigió el agente del vaticano. - … Es la mayor prueba, Dios se ha olvidado de nosotros, ha dejado que el Diablo entrase

por la puerta grande y lo ha hecho cometer atrocidades concebidas solo por una mente tan maligna como la del mismo Lucifer.

- ¿Hace cuánto empezó todo esté lío? - Pues… aproximadamente hace 1 año - ¿Hubo algún suceso trascendente para el pueblo antes de que la muerte viniera a

recolectar almas? - No, no que yo recuerde… - Algún nuevo habitante, un disturbio… - Ahora que lo menciona, todo tuvo inicio poco después de que el viejo Celedonio llegará

al pueblo. - ¿Quién es ese tal “Celedonio”? - Es un pobre viejo, no es de cuidado. - ¿Vive lejos? - Como a 15 minutos de aquí, cerca del río a las afueras del pueblo. - ¿Cree que pueda verlo? - A Celedonio es difícil verlo… pocas veces baja al pueblo, es huraño, no recibe a nadie.

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- Haré el intento. - Como usted diga padre – Dijo monseñor a disgusto, sabía que no podía cambiar la

determinación de aquel hombre - ¡Miguel! – Gritó - ¡Miguel! – Un muchacho de unos 17 años entró.

- Mande uste’ padrecito. - El es el padre Salvatore – Señaló al italiano a modo de presentación, este inclino la

cabeza con una mueca de sonrisa – Quiero que lo lleves a casa de Celedonio. - ¿De don Celedonio? – se persigno – ese hombre es el diablo. - Solo lo vas a llevar, no tienes que quedarte, me imagino que sabrá regresar solo ¿no

padre? - ¡Claro hijo mío!, verás, no conozco el pueblo, pero si me llevas, yo podré regresarme

solo. - Esta bueno patrón, digo… señor padrecito. - Bien Miguel, cuando regreses vienes a verme. - Si padre – Invitó a Salvatore a seguirlo. - Hasta la próxima monseñor – Salió.

Caminó detrás de Miguel durante un cuarto de hora; en el camino no dijo palabra alguna, comenzaba a confirmar sus sospechas, el caso nada tenía que ver con Lucifer; esto más bien perecía trabajo de un asesino en serie. Su trabajo sería sencillo, más de lo que imaginaba, poco había que explicar sobre la mente criminal. Y en todo caso, la explicación no le correspondería a el, si no, a las autoridades del lugar.

- Llegamos señor, esa casa que esta ahí es la casa de don Celedonio. - Gracias hijo – le extendió unas monedas – ten, esto es por el favor que me acabas de

prestar. - Estoy para servirle señor padrecito – Salió corriendo de ahí como si algo malo esperase.

Caminó con paso lento a la casucha que hemos descrito unas páginas atrás. En esos momentos se encontraba oscura, diríase que estaba inhabitada. Tocó tres veces fuertemente. No obtuvo respuesta. Volvió a intentarlo, el resultado fue el mismo. Comenzaba a desesperarse. Ya se iba, una luz se dejó asomar bajo el piso. Era como la

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débil luz de una llama. La curiosidad del padre era enorme, quería llegar al fondo de todo. Forzó la puerta, no le dio mucho trabajo, sabía que violaba la ley, pero se decía: si no me abrieron algo malo debe estar pasando. Motivo que lo obligó a entrar. Una vez adentro buscó escaleras para bajar; estas no existían. ¡Era imposible!, había visto luz. Tal vez, solo había visto una ilusión. Al avanzar a la salida se tropezó, había dado con una puerta escondida en el piso. Abrió la puerta, ahí estaban las escaleras que estaba buscando, pero en vez del sótano que esperaba encontrar… ante sus ojos se abría un espectáculo muy extraño, como escenografía: velas negras, muñecos con alfileres, fotografías viejas, todo esto en lo que parecía ser una cueva vieja y húmeda. En el centro estaba una especie de altar, como patrona, la santa muerte, un viejo rezándole a la imagen de rodillas. Este debía ser don Celedonio. No había duda, monseñor Ríos estaba equivocado, aquel viejo estaba loco. Salvatore vivía en el escepticismo, nada que no fuera humano tenía significado para él. Celedonio le pareció un viejo orate, retrasado, pero no peligroso. A pesar de su vocación religiosa, Salvatore no creía en Satanás. Entonces, ante sus ojos, ocurrió algo que si no lo hubiera visto con sus propios ojos, jamás lo hubiera creído. Celedonio acabó una extraña oración ante el altar, hizo movimientos muy extraños, Salvatore los adjudicó al efecto de alguna droga, dio vueltas hacia atrás. Y ahí, ante la mirada atónita del padre, Celedonio se transformó, su cuerpo cambió después de un destello por el de un lobo. Salvatore se quedó pasmado de sorpresa más que de miedo, no lo podía creer, tenía que ser aquel un mal sueño. Toda su filosofía de vida se veía derrumbada ahí en un pueblecillo olvidado por la humanidad. Rápidamente Salvatore salió, corrió rumbo al pueblo, sabía que su deber era conducir a todos a pelear una batalla que el no podía batir solo. En menos de 10 minutos, Giacomo le relataba lo sucedido al cura, quién dio parte a las autoridades del pueblo.

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La turba se armó. Hombres, mujeres, incluso niños; todos querían ser partícipes de la captura de aquel asesino sin entrañas, que tenía un raro modo de acabar con la vida de sus víctimas. Llegaron a la casa del viejo don Celedonio. Estaba todo apagado, como cuando llegó Salvatore. La policía forzó la puerta al grado de derribarla, todos los que pudieron entraron a la casa, comenzaron a destruir cuanto encontraban a su paso. Salvatore Giacomo, mostró la entrada secreta a la cueva, los oficiales entraron primero. Muchos reconocieron en aquellas fotos viejas a las personas que habían muerto en el pueblo; los muñecos hechos de trapo, tenían agujas clavadas en varias partes del cuerpo, con el nombre de varias personas, y lo más horrible, ahí ante todos estaba el cadáver de un recién nacido, que hacía tres días había sido reportado como robado. Sus padres rompieron a llorar. Don Celedonio llegó a su casa, al ver tanta gente se sorprendió y se molestó a la vez; enojo que se transformó en pánico al ver la puerta de la cueva abierta. Corrió hacía la salida, al llegar ahí, nuevamente era un Lobo. La gente gritó, todos iban tras él, los que estaban en la cueva salieron para ir en su búsqueda, llevó 3 horas de persecución dar con el lobo. Como lo hemos venido narrando desde el principio del libro, la gente de aquel pueblo era extremadamente supersticiosa, sabían que un hombre lobo (Nahual), solo podía morir con balas de plata. Varios disparos salieron al aire buscando su objetivo, ninguno erró, ninguno hizo efecto… Salvatore estaba aterrado, tomó fuerzas divinas, y arrebató una pistola a uno de los hombres; antes de disparar, bendijo el arma. La bala entró, un tiro certero al corazón; el lobo fue adquiriendo lentamente la forma humana que le pertenecía. La gente estaba asombrada, en su mente no cabía la posibilidad de aquello que sus ojos presenciaban con horror. La bala parecía quemar a don Celedonio, el fuego salió de su corazón, pronto se expandió por todo el cuerpo. Solo cenizas quedaron de aquel Nahual, que aprovechaba sus conocimientos de magia negra para acabar con cuanta gente le diera la gana.

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De las hijas de don Celedonio, nunca se supo nada, todo mundo murmuraba que para evitar la vergüenza pública, habían escapado al enterarse de que la gente quería poner fin a los días de su padre. Salvatore regresó al Vaticano.

- ¿Cómo le fue padre? ¿Satanás lo recibió con los brazos abiertos? - No excelentísimo, pero me dio un mensaje para usted… - Dígamelo pues, no me haga esperar. - Me dijo que le dijera, que existe, y que un día u otro vendría a visitarlo.

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TRAGEDIA EN EL CAMPO Adonai iba caminando, estaba ya entrada la noche cuando llegó al río, era valiente, se sentó ahí, conocía muy bien la leyenda de la llorona, pero no le dio importancia, lo tomó como un cuento para asustar a los niños. Era extraño, alguien se aproximaba hacia él, en el pueblo todos le temían al río, en especial a ese, pero por eso no había cuidado, si alguien llegaba, para Adonai era mejor, ya no estaría solo, tendría compañía. La curiosidad lo embargaba, quería saber el nombre del valiente que se atrevía a salir de noche al río, y de quien hasta ahora, solo conocía su modo de andar: firme, decidido y muy lento. Se puso de pie a esperar. Una rama tronó atrás de él, brincó con miedo, y volteó lentamente y con mucha precaución. Ahí estaba parado un hombre, fornido, no muy joven, no muy grande, pero que al verlo, Adonai sintió lo que era el pánico. Un escalofrío recorrió su cuerpo, llegándole hasta la médula de los huesos.

- ¿Quién eres? – preguntó con voz firme. - Eso ahora no importa, puedo asegurártelo. - Acaso… - Adonai reconoció la voz del extraño, pero sin dar con su identidad. – Te

conozco de algún lado, pero no se donde. - Es imposible que me conozcas… - Tu voz me es familiar - Solo quiero advertirte que no es bueno andar a estas horas tan solo por aquí. - Eso a mí me tiene sin cuidado, has de saber que yo soy…

El extraño no estaba. Ahora si estaba realmente asustado. Pensaba que Oralia tenía razón, era mejor no haber pisado aquel suelo maldito. Había tomado la decisión, se irían de ahí a la mañana siguiente, no había de otra. El destino tenía otros planes para ambos, pero esto Adonai, no se lo imaginaba.

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El clima comenzó a cambiar, un fuerte viento castigaba aquel lugar sin piedad, los árboles se movían de un lado a otro. Todo parecía sacado de una película de terror, Adonai no daba crédito a lo que estaba sucediendo. Un ruido espantoso se comenzó a escuchar:

- ¡Ay mis hijos! – era un lamento horrible. ¡Era imposible!, aquello era una pesadilla, debía serlo, tan solo un mal sueño que había durado bastante y del cual debía despertar lo más pronto posible, antes de que estuviera en el borde de la locura.

- Buen hombre, ¿Ha visto a mis hijos? – le dijo la voz - No… yo no he visto nada – Se echó a correr - Si… Tú los tienes… Tú los escondes… es por eso que no los encuentro por ningún lado

– la mujer corrió tras de él (realmente iba flotando, a una velocidad extraordinaria). Se encontraba a escasos 500 metros de su casa, Adonai, ya no podía correr más, no estaba acostumbrado al ejercicio, aquello lo había acabado prácticamente. La llorona le dio alcance. Adonai tenía la cara blanca, el susto era demasiado grande, la mujer lo tomó de los hombros y lo cargó, tenía la cara escondida tras una larga cabellera. Su oponente comenzó a moverse y el cabello de aquel espectro se apartó dejando ver un rostro que no era humano, Adonai sintió que el mundo se acababa, era el rostro de un ¡Caballo! Víctima del susto y de no poder soportarlo, el pobre chico murió al instante a causa de un paro cardíaco. La mujer al ver el muerto que cargaba recobró su antigua cara, la locura seguía presente en ella, pensaba en que había cometido un pecado matando a un hombre, y eso no estaba bien, había que ocultar todo cuanto la delatase. Llevó a su víctima al río. Lo abandonó a su suerte, flotando sin vida.

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A la mañana siguiente Oralia se levantó muy temprano, aún no salía el sol cuando ella ya estaba vestida en la puerta de la hacienda. Estaba angustiada, muy preocupada por Adonai; sabía que era muy impulsivo y que era capaz de cometer locuras inimaginables, aunque por otro lado estaba molesta con él. Esperó varias horas… Fue inútil… Eran las 4 de la tarde y Adonai aún no llegaba, estaba al borde de la histeria, no sabía que hacer, ni en dónde buscarlo. Pensó varias veces en salir al pueblo, preguntar a los vecinos; pero esta idea se desvaneció cuando pensó en lo enojado que se pondría Adonai si llegará. Decidió esperar. Su corazón latía más rápido de lo que normalmente lo hacía. Dio un salto. Tocaban a la puerta. Debía ser Adonai.

- Disculpe señito… Esta es la casa de don Adonai – dijo un pequeño de 10 años. - Si, aquí vive el señor Adonai, pero en este momento no esta… - Ya lo sé bien que no esta señito, y que nunca más vendrá por acá. - ¿El te lo dijo? - No señito… - titubeó – es que… en el río… - ¿En el río qué? – Gritó Oralia eufóricamente agitando al muchacho. - Pues verá… hoy en la mañana cuando iba a cuidar mis animales vi a don Adonai ahí en

el río… - ¿Con quién? – Cerró los ojos para tratar de contener el llanto.

Abrió los ojos y el niño había desaparecido, comenzó a nublarse el cielo, una fuerte tormenta se avecinaba; Oralia corrió a ponerse chamarra para abrigarse del inclemente frío que producen las tormentas en el estado de Puebla. Acabó de arreglarse y se dirigió corriendo al río. Comenzó a recorrerlo, le gritaba fuertemente a su esposo sin obtener respuesta, estaba cansada; tal vez Adonai ya no estaba ahí, a lo mejor se había cansado de ella y había decidido irse. Si Adonai seguía en el pueblo, seguramente no estaba ahí. Iba cabizbaja, rumbo a la hacienda, pateando piedrecillas que se cruzaban en su camino. Lo vio.

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Su cadáver estaba flotando sobre el río, su cara estaba descompuesta, no había sangre, lo cual, descartó que hubiese sido víctima de un asalto, o de que lo atacaran con violencia. Un fuerte grito salió de la garganta de Oralia, sus ojos se llenaron de terror, de asombro, de lágrimas. Estaba desconcertada, no sabía qué hacer en ese momento; si iba al pueblo, seguramente la calificarían como asesina. No tenía pruebas de un suicidio. Pensó. ¡El libro!, era su única salvación, ahí debía decir algo de muertes relacionadas con aquel río. Se acordó de la llorona, pero no era algo fehaciente, en el banco de los acusados no podía decir así nada más que la llorona había vuelto de entre los muertos a matar a su marido. Tal vez el libro decía algo de ladrones… o asesinos. Fue a buscarlo de prisa. Cuando llegó a la hacienda, el corazón le salía del pecho. Encontró el libro y buscó entre las hojas, viendo las viejas historias que ya había leído, posando su atención únicamente en los relatos inéditos para ella, aquellos que no había tenido tiempo de leer. Pasó varias hojas centrando su mirada en los títulos. Encontró algo interesante, el título no parecía contener nada relacionado con fenómenos paranormales, posiblemente hablaría de algún asesino a quien culpar de la muerte de Adonai. Leyó.

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ASESINATO EN EL RÍO Muchos son los asesinos que andan caminando libre por la vida. Sus caminos son desdichados, algunos encuentran la fortuna, otros la desgracia; los motivos para matar a una persona son muy variados, ya sea por necesidad, error, o simplemente por el puro placer de acabar con la vida de alguien. Tal era el caso de Fernando de la O. Español, habitante de Zacatlán hacía apenas unos meses. Joven, ambicioso, con ínfulas de grandeza, muy excéntrico. Gustaba por las buenas artes: música, pintura, pero sobre todo la literatura; era escritor. Había elegido Zacatlán como lugar de residencia a raíz de varias visitas efectuadas en sus vacaciones a ese lugar tan hermoso; 3 años antes, ese pueblo había dado la inspiración a Fernando para su libro más exitoso: “Crimen y placer”. Hablaba de un asesino serial en aquel pueblo, nadie de ahí lo había leído; pero todos sabían que aquel respetable señor (loco, como muchos lo llamaban), había dado a conocer al mundo entero que Zacatlán existía, que era hermoso y había que visitarlo. Es por eso que muchos lo respetaban, otros lo admiraban y los que lo conocían más de cerca le temían. No era para menos, el aspecto de aquel joven era tétrico; delgado (casi en los huesos), pálido, acostumbraba a usar barba de candado, la mirada profunda, capaz de adivinar el pensamiento, bajo sus ojos cafés, parecía tener un detector que lo alertaba cuando la gente le mentía, su cabello era largo a media espalda. Pero lo que más resaltaba al verlo siempre, era su estilo para vestir, muy europeo; la ropa siempre la misma; pantalón de vestir negro, camisa blanca, chaleco negro, saco negro… y cuando salía, nunca olvidaba una capa para cubrirse y un sombrero de copa; vestimenta que le había otorgado entre los habitantes de Zacatlán el apodo de “El vampiro”. En el pueblo era muy popular, acostumbraba asistir a todos los eventos sociales, se mezclaba entre la más alta sociedad; más de una mujer en el pueblo quería ser la esposa de aquel extraño personaje, todas platicaban de lo guapo e inteligente que era. Las madres arreglaban con esmero a las hijas cuando sabían que Fernando iba a estar presente en alguna reunión. Contar todos los aspectos de la vida del joven de la O, sería bastante largo, su vida como lo hemos dicho, no era pasiva, pasaba de juerga en juerga, vivía en las fiestas,

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reuniones, y un sin fin de lugares; inclusive llegar a contar su vida sería tedioso, limitémonos a relatar la parte que nos interesa, el lado oculto, el lado asesino que todos llevamos dentro, pero que Fernando lo había desarrollado como un maestro, haciendo del asesinato un arte. Relatemos pues, el primer asesinato cometido en Zacatlán, ejecutado por la mano de este mensajero de la muerte, contratado por el diablo para finiquitar la paz de un pueblo entero. A finales del noveno mes del año de 19.. Fernando de la O. se había decidido a ofrecer una fiesta en honor a su onomástico. Solamente la gente de más clase en el pueblo había sido invitada a tan grande evento. Ningún invitado faltó a la cita en la hacienda del famoso escritor. Todos querían congraciarse con aquella figura. La casa de la hacienda tenía el estilo gótico europeo, con mucha tendencia a parecer castillo, Fernando había mandado derribar la antigua casa y construyó aquel coloso de piedra, visto en el pueblo como la casa más ostentosa de los alrededores, enorgulleciéndose de que esa casa estuviera en Zacatlán. No había gente en muchos kilómetros a la redonda que no conociesen: el castillo del conde de la O. El título de conde se lo adjudicó Fernando al llegar a su nueva residencia, inventándose cualquier pretexto para hacerlo notar, siempre se presentaba como el conde de la O.

- Señor Conde, esta fiesta está excelente, los músicos son maravillosos. Gracias por la invitación.

- Este vino esta exquisito señor, ¿Es de su tierra? - Los adornos son bellísimos Conde de la O. Tiene un gusto refinadísimo.

De este tipo de comentarios y más lisonjeros aún, eran los únicos que recibía esa noche Fernando de la O. La gente admiraba su buen gusto, su esmero en la preparación de la fiesta, sus preferencias musicales y demás. El reloj tocó la onceava campanada de la noche, un ujier anunció la llegada del presidente municipal y familia. La mirada del conde se dirigió a la hija del presidente; sus ojos quedaron hipnotizados con cada movimiento de la tierna muchacha de escasos 20 años. Durante la siguiente hora, los ojos y la mente del conde no tuvieron más presa que aquella mujer.

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- Permítame presentarme señorita, soy el Conde Fernando de la O. Soy su anfitrión esta noche y también admirador de la belleza que rodea todo su ser.

- Sabía que era escritor, pero no pensé que se dedicara a la poesía. – Respondió la joven coquetamente.

- Cualquier ser se vuelve poeta al ver tan encantadora flor, de la cuál quisiera saber su nombre.

- Mi nombre señor conde, realmente poco importa… - Aún así, ardo en deseos de conocerlo… Por favor. - Usted puede llamarme simplemente… “siempre”… - ¡Siempre!, esa es una palabra muy injusta señorita, una palabra cuyo significado no

existe en el parámetro humano. - Precisamente señor conde… yo no existo para los humanos… - ¡Eso es imposible! - Estoy tan segura de ello que algún día retaré a la muerte de frente… ganaré y

permaneceré aquí en este mundo por la eternidad. - ¿Está usted segura? - Tan segura, como de que usted quiere bailar conmigo, y de que si no me lo propone

ahora, más tarde perderá su oportunidad. - ¡A bailar pues!

Dieron las doce, todos brindaron por la vida del escritor, los abrazos se hicieron llegar. El conde solo esperaba la de una persona: Siempre. Fue la última en abrazarlo, le dio un beso en la mejilla y le susurró al oído, de tal manera que nadie se percatase.

- Querido conde, ¡muchos días de estos!, lo espero en media hora a orillas del puente que cruza el río.

- Ahí estaré pequeña – Dijo el conde con una sonrisa esbozada en el rostro, una sonrisa con toque maquiavélico de la cuál “siempre” no le tomó importancia. Apenas había visto ese día a su anfitrión, y no lo conocía lo suficiente para juzgar las expresiones faciales del mismo.

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Fernando desapareció del salón. Subió a su habitación, escondió unos artefactos bajo su capa y salió por una puerta secreta, oculta detrás de la cama. Caminó rumbo al bosque, a encontrarse con aquella mujer misteriosa, que lo había cautivado. Llegó despacio, sin hacer ruido, por un camino que solo él conocía; se detuvo en un árbol y miró… “Siempre” lo estaba esperando, la misma sonrisa maquiavélica se dibujo en los labios del conde y rodeó camino para sorprenderla por detrás. Le cubrió los ojos con una venda que llevaba, mientras tapaba su boca con la mano; después de ponerle la venda, cubrió la boca con un pañuelo.

- ¡Mira que belleza!, juraría que eres una Diosa, la Diosa del placer. Tal vez te parezca extraña esta forma que tengo de amar a alguien, pero no creo que tardes en acostumbrarte – Sonrió – cuando lo hagas no sentirás. El conde miró aquella joven, tendida, con lágrimas ocultas por la venda, temblando de miedo. Ver esto lo excitaba. Sacó de su capa una filosa daga hindú, viejo regalo de familia; procedió a cortarle el cuello. “Siempre” expiró casi al instante. Muerta ya, el conde comenzó a cortar partes de su cuerpo, le desgarró la ropa, la desolló, cada capa de piel que quitaba encendía más la pasión de aquel hombre enfermo. La muerta quedó únicamente con los músculos asomándose, la piel ya no existía, toda estaba a lado de su cuerpo, ya no tenía forma humana, esto causo el éxtasis del conde. Se quitó la ropa, hizo suyo aquel cuerpo sin vida, ese era su placer, disfrutaba de hacer el amor solo con mujeres muertas. La vida, era el peor defecto que las mujeres podían tener para el conde, para disfrutar del acto sexual, necesitaba sentirse único, sin nadie, su cuerpo le reclamaba cuerpos sin vida, lubricados en sangre, para bañarse a si mismo, y entonces después del clímax, purificar su alma con la sangre de la víctima. De la O. terminó su “auto regalo de cumpleaños”. Dejó el cadáver ahí tirado, y partió como si nada hubiese pasado. Llegó a su castillo por el mismo camino que horas antes recorriera, camino que solo conocían él, y el diablo. Se cambió de ropas en el cuarto, se dio una ducha rápida para eliminar la sangre de su cuerpo, y volvió a unirse con los invitados. Estos no habían notado su ausencia, para la gente de aquel lugar, era

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novedoso ver una fiesta europea, todos estaban más entretenidos viendo y analizando cada detalle de aquella reunión. Eran ya las cinco de la mañana cuando el salón se comenzó a vaciar, los invitados habían quedado satisfechos, con una gran sonrisa daban las gracias y las buenas noches al conde.

- Señor conde… - preguntó el presidente - ¿No ha visto usted a mi hija? - No señor, estuvo conmigo hace unas horas pero después de medianoche desapareció

de mi vista. - Ya la buscamos y no aparece señor… - Tranquilícese amigo – dijo el conde consolándolo – aparecerá, tenga Fe en Dios - Tiene razón señor, solo la justicia divina de nuestro creador puede reponerme a mi

hija… La puerta se abrió. Un hombre entró corriendo, fue directo a donde estaban el conde y el alcalde, estos no escondieron en lo más mínimo su extrañeza y se apresuraron a preguntarle al recién llegado el motivo de su intrusión tan violenta.

- Señor… ¡Su hija!... rápido… ¡No hay tiempo!... ¡Dios nos ampare! – dijo persignándose el intruso.

- ¿Mi hija?, ¿Dónde esta?, ¡Habla pronto! - ¡Sígame señor! – Echó a correr, detrás de él iban el presidente y el conde.

En el lugar del crimen los curiosos no se hicieron esperar, antes de la llegada del presidente, el cuerpo de “siempre” estaba rodeado por muchas personas. El presidente llegó. Sus ojos fueron bañados por lágrimas de dolor y rabia, corrió a abrazar lo que parecía ser su hija.

EL CEMENTERIO 2DA PARTE DE ASESINATO EN EL RÍO Pasaron los días, meses e incluso un par de años. La escena en la que dejamos al presidente se repitió en varias ocasiones; eran incontables las muertes que habían tenido el mismo procedimiento de violación y desollación. La gente estaba furiosa,

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clamaba acción por parte de las autoridades. Estas no hacían nada. El pueblo se había quedado sin una sola mujer joven, las que aún quedaban ahí fueron mandadas a la ciudad. Cuando el pueblo quedó sin ninguna joven, algo nuevo comenzó a suceder… las tumbas eran profanadas y los cadáveres (algunos ya podridos), aparecían con huellas de violación. Fernando de la O. Era inteligente, sabía que el pueblo no tardaría en descubrirlo, así que, comenzó a tramar una coartada, decidió simular un viaje. Excusándose ante sus amigos con el pretexto de que tanta muerte lo desolaba, estos le dieron el adiós y le desearon un buen viaje. Partió inmediatamente. No se equivocaba, a su partida, muchos sugirieron que el era el autor de tan horrendos crímenes. Las autoridades trataron de apaciguar a los que sostenían esta teoría. Lo lograron con mucho trabajo, hicieron un trato con aquella gente: Si los sucesos continuaban después de que “el vampiro” se había alejado del pueblo, quería decir que este no era el causante de tanta muerte; pero si todo se calmaba, el conde tenía que pagar con su vida aquella afrenta al pueblo. Esperaron la noche. Era ya de noche, una sombra apareció en el cementerio, estaba vacío, entró sigilosamente, buscó una tumba, la tumba donde yacía la primer mujer que lo había cautivado en aquel pueblo, buscaba la tumba de “siempre”. No le fue difícil encontrarla, había acudido al entierro años atrás. El visitante cavó hasta dar con el ataúd, lo sacó con extremo cuidado. Lo abrió. Un cadáver descompuesto estaba ahí tendido. Inundado por gusanos, el olor era fétido, casi insoportable, pero esto no le importo a aquél extraño; no conforme con profanar una tumba, profanó también aquel cuerpo que no era ya más que materia muerta, lo ultrajó por segunda vez. Con aquel cadáver satisfizo sus bajos instintos. A la mañana siguiente el pueblo entero recorrió el panteón. Un gritó convocó a todos. El mismo los estremeció. Los hizo temblar:

- ¡Otra tumba ha sido profanada! - ¡La hija del ex presidente! - El asesino demente volvió anoche.

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- Estábamos equivocados, “el vampiro” no fue. - Si, él no pudo haber sido, anoche no estaba. - Nosotros mismo lo acompañamos a la central de camiones.

Dos meses enteros el pueblo siguió en la incógnita de no saber quién era el asesino y profanador de tumbas, aquel que no respetaba ni el descanso eterno de los muertos, ocupándolos como instrumentos de satisfacción. El conde de la O. Regresó al pueblo, todos lo acogieron con esmero, el pidió informes del asesino, esperando que ya lo hubiesen agarrado, pero todos le dijeron que era un ser de otro mundo, que no habían dado con él. Fernando se mostró consternado con la noticia, ofreció su apoyo y todos le agradecieron infinitamente. Seguía siendo la figura pública número uno de Zacatlán de las Manzanas Puebla. Todos seguían respetándolo como antes. Estaba el conde acostado en su cama, su reloj indicaba la llegada de la medianoche, estaba agotado, esa noche no hizo su extraña visita al panteón. Fue justo a esa hora cuando una aparición estaba delante de él.

- ¡Siempre! - ¿Me extrañaste? – pregunto la muchacha – Hoy no fuiste a visitarme, extrañé mucho

tu visita… al igual que mis compañeras. - ¡Esto no es posible!, Tú… ¡tú estas muerta! Yo te maté. - ¡No has oído hablar de la vida después de la muerte? - Pero…

Siempre, puso un dedo suyo sobre los labios asombrados del infeliz conde. Este miraba todo con asombro, se sentía prisionero en su propia pesadilla.

- Si te gusta hacer el amor con los muertos, piensa en lo que sentirás al hacerlo con un espíritu

- …

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- Solo goza, y disfrútalo mucho, que pocos hombres saben lo que es tener a un espíritu entre sus piernas. El conde hizo caso a las palabras de la bella siempre, más que por deseo, esta vez por temor, sintió aquella expresión como una orden impuesta como penitencia por su larga vida de crímenes. Siempre, le hizo el amor al conde como nunca se lo habían hecho, Fernando estaba totalmente satisfecho y complacido, ni siquiera en el cementerio había sentido tanto placer como el que ahora le brindaba aquel espíritu. Las visitas de Siempre fueron diarias, el conde dejó de visitar el cementerio por las noches, prefería un millón de veces estar con su bella amante que con unos cadáveres inertes, ahora inútiles para él. Ya no le causaba la misma satisfacción tener relaciones con un cadáver que con su amada Siempre. Desde que la vio entrar por primera vez a su casa, supo que ella sería la mujer de su vida. Al igual que todas las mujeres que se aman intensamente, Siempre, iba a ser la perdición de aquel hombre, aficionado por la necrofilia. Esto Fernando no se lo veía venir. Estaba tan feliz, tan contento, tan satisfecho, con aquel espíritu que cada noche venía a ofrecerse sin pedir nada a cambio. Esa noche llegó tan puntual como siempre, a la doceava campanada, hizo su acto de aparición. El conde estaba ansioso y esperándola.

- Ya te esperaba – le dijo - Ya lo se… - no puedes vivir sin mí, así como yo no puedo morir sin ti – el conde rió sin

notar nada extraño, sin percibir el doble sentido de aquella frase. - ¿Me amas? - No vendría todas las noches si no lo hiciera… ¿Y tú? ¿Me amas? - ¡Claro!, haría lo que fuera por ti mi bello espíritu. - ¡Demuéstramelo! - Pídeme lo que quieras… estoy a tus pies. - No sé, no creo que seas capaz de hacer lo que quiero, dudo que me ames tanto como

dices. - Ponme a prueba y ya verás amor mío, pídeme cuanto te venga en gana, yo te

complaceré en todo.

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- Esta bien, esta noche nada de sexo… - ¿Eso es todo?, nada más fácil… - Eso no es todo… - ¿Qué más deseas amor mío? - Mi cuerpo, hace mucho que no lo veo gozar, como gozó la primera vez que lo poseíste. - No te entiendo… - Quiero que mañana seas tú quien me busque, que vayas a mi tumba, que la profanes

nuevamente, que saques mi cadáver y lo ultrajes de todas las formas posibles. - ¡Hecho amor mío!, como muestra de mi amor, mañana acudiré a la cita, tan puntual

como tú lo has sido por este tiempo. - Ahí te esperaré, espero no decepcionarme. - Te doy mi palabra de que no pasará eso. - ¡Tu palabra!, ¿Cuánto vale tu palabra? - El amor es un acto de Fe, confía en mí y yo no defraudare tu fe.

La noche siguiente llegó, el conde se preparó como en su primera cita, el amor lo embriagaba de tal forma que para él no existía ningún peligro, demasiadas veces había entrado al cementerio a profanar tumbas, que una más no le haría mal a nadie, al contrario, era la prueba del amor que tenía por Siempre, su bella y siempre amante. La medianoche era ya cuando el conde había profanado la tumba y procedía a sacar el cuerpo, acostumbrado a esos menesteres prosiguió con lo suyo, con un solo testigo, el espíritu de su amada que lo contemplaba poseer aquel que había sido su cuerpo durante su paso por la tierra de los vivos. Esa misma noche, el antiguo presidente de Zacatlán soñó con su hija, lo llamaba urgentemente, estaba en el cementerio y lo necesitaba. El padre de Siempre se levantó agitado bañado en sudor. Tenía la facultad de ver las cosas futuras en sueños.

- Oficial, tal vez le parezca una locura, pero se que algo esta pasando en el cementerio. - ¿Qué dice amigo?, es muy noche, yo no voy. - ¡Es urgente!, ¿qué no entiende? ¿No sabe quién soy yo? - Señor… perdón – se excusó al reconocer a aquel ex funcionario – ahorita mismo pido

refuerzos.

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El ex presidente y 12 policías estaban rumbo al cementerio, mientras ahí el conde se encontraba extasiado con el cuerpo descompuesto de Siempre.

- ¡Maldito degenerado! – gritó el ex presidente con una cólera tremenda, al ver el cuerpo de su hija ultrajado, por uno de los hombres a quienes llamaba amigo. El conde volteó asustado, intentó correr, pero se vio rodeado por los agentes de la policía, quienes lo detuvieron, impidiéndole a aquel criminal escapar. El padre de Siempre, se abalanzó sobre él, propinándole una golpiza que casi apaga la llama de vida del conde de la O. Dejándolo irreconocible, con la cara amoratada, y llena de sangre, los oficiales detuvieron al señor para que eso no acabara en un asesinato, que según ellos, consideraban poco castigo para aquel hombre que tenían entre sus manos. El señor se tranquilizó y accedió en llevarlo al pueblo para ser juzgado. Llegaron al pueblo, el ex presidente tenía práctica para hablar, expuso a su gente el caso de aquel criminal y la forma como fue encontrado el degenerado asesino. Sin embargo, el pueblo no quería palabras, esta vez, exigía sangre, tomaron venganza por sus propias manos. Golpearon, apedrearon y asesinaron al conde Fernando de la O. dejándolo irreconocible, no quedó nada del cuerpo del necrófilo, que acabó con la paz del tranquilo pueblo. Tomaron los restos del infame y los quemaron, reduciendo a cenizas a aquel hombre. Después de esto, corrieron al castillo y lo derribaron, encontrando con asombro cadáveres incrustados en las paredes, cuyas almas, ahora podían descansar en paz. Su asesino, había muerto. Sus muertes, habían sido vengadas. Dios, había hecho justicia después de tanto tiempo.

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LOS HABITANTES DE LA HACIENDA Oralia terminó de leer la historia encontrando una pequeña esperanza, por lo que había leído, Zacatlán había sido atacado innumerables ocasiones por la desgracia. No era la primer muerte extraña en aquel lugar, tenía una esperanza de que no la culparan a ella. Decidió esperar a que la justicia la buscase para la identificación del cuerpo y después, regresar a la ciudad, trataría de pedir perdón a sus padres. Se sentó en un sillón, el cadáver de Adonai no tardaría en ser encontrado. La puerta anunciaba la llegada de alguien, Oralia trató de mostrarse consternada, abrió y se fue de espaldas al ver a la persona que había tocado.

- ¿Usted?, ¿Qué hace aquí? - Tranquila señito… - Usted es Ruperto… - Así es, tiene razón su merce’ - ¿No te mató don Justino? - Patroncita… déjeme explicarle, lo único que queremos es vivir todos en paz en esta

casa. - ¿Queremos? ¿Tú y quienes más? - Todos los que hemos vivido aquí durante años. - No pienso compartir mi casa con unos fantasmas… - Pero es nuestra casa… - ¡Lárgate Ruperto!, deja de estar molestando a la señora – intervino el doctor que

Adonai había llevado anteriormente. Ruperto se apartó. - ¿Quién es usted? – preguntó Oralia - Oh, eso no importa señora, solo soy un habitante de esta casa. - Usted fue el que me dijo que me había estado esperando… - Veo que me recuerdas – sonrió - Si, pero yo no lo conozco. - No de esta vida… pero si en nuestras vidas pasadas, Maria, te he buscado durante

siglos, no había podido dar contigo, cuando te volví a encontrar, creeme, me volví loco

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de contento, no lo podía creer, me sentía en un sueño, tanto tiempo de esperar… pero nunca perdí la esperanza.

- Usted está loco, yo ni lo conozco, no se quien sea, pero quiero que se largue inmediatamente de mi casa, ¿escuchó? ¡Largo!

- ¿Es así como pagas mis años de búsqueda? ¡No puedo creerlo! - No se de que búsqueda habla señor…

El visitante le extendió a Oralia unas fotografías antañas tomadas en sepia donde estaban los dos abrazados, Oralia no lo podía creer, la mujer de la foto era idéntica a ella.

- Esta mujer… solo se parece a mí, no soy yo – dijo indiferente - ¡Claro que eres tú María!, Mírate, estás idéntica. Fueron tomadas hace muchos años,

cuando tú y yo éramos la pareja más feliz de esta tierra. - ¡Nunca antes había estado aquí señor!, puedo asegurárselo. - ¡Vaya!, los años te han vuelto obstinada también. - Señor, entiéndame, estoy segura que cuando se tomó esta fotografía yo aún no nacía. - Efectivamente amor, no nacías… En esta vida… - No hay más vida que la presente señor. - Los dos habitamos como pareja este lugar, haz memoria.

Oralia subió corriendo a su habitación, la presencia de aquel personaje la estaba aterrando, aunque sentía una fuerte atracción hacía él. Llegó al cuarto y cerró con llave, su respiración era bastante agitada. Definitivamente, en aquel lugar pasaban cosas muy extrañas. Tenía los ojos cerrados mientras se recargaba en la puerta, evitando que alguien entrase.

- Esas cosas no sirven conmigo Maria – El desconocido estaba recostado en la cama. - No sé cómo llegó aquí señor, y le ruego que me llame por mi nombre, me llamo Oralia. - Esta bien, Oralia, María, como sea. Un nombre es solo una etiqueta, no importa tanto

como la esencia de cada persona, el espíritu que nos da la vida… - ¡Por última vez! ¡Déjeme en paz! - ¡Ya te he dicho que no!

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- ¿Qué quiere de mí? - ¡Te quiero a ti!

Oralia se tapó el rostro y comenzó a llorar, estaba desconcertada, su llegada a ese pueblo, parecía haber marcado la fatalidad en su vida, pensó que su historia iba a ser la próxima que leería en aquel libro, bitácora de un lugar maldito, el cual odiaba, el mismo que días antes miraba con tanto interés y alegría. No tenía ya nada, el lugar estaba maldito, Adonai había muerto, sus padres tal vez jamás le perdonarían el hecho de haberse ido con su novio, su vida estaba arruinada.

- No llores pequeña – dijo el extraño de manera consoladora. - Pero… - ¿Qué tienes? - Estoy confundida, triste… - ¿Por qué?, Pensé que nuestro encuentro iba a ser muy feliz, los dos por fin juntos

después de la vida tan infeliz que llevamos. - ¿Cuál vida? - ¿No recuerdas en verdad cuál vida? - No recuerdo nada - Pero yo pensé… - ¿Por qué me había de acordar? - ¿Leíste el libro Zacatlán? - Si… Bueno parte… ¿Qué tiene que ver eso? - Pensé que al leer tu vida pasada recordarías algo… - ¿Mi vida pasada? - Si, es una historia que viene al final del libro… - No la he leído…

Oralia corrió a buscar el libro, lo hojeó con desesperación, ahí estaba la que según el extraño había sido su vida. No sabía si leerla o no, tal vez se enteraría de cosas que no quería saber en ese relato, hasta ahora todo lo que había leído habían sido tragedias, no dudaba que la historia de ella tendría un fin similar.

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Se decidió. Comenzó a leer:

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LA MALDICIÓN SOBRE LA HACIENDA Zacatlán es un pueblo grande, lleno de atractivos, lugares hermosos, digno de ser llamado paraíso, sobre todo un lugar cerca del río, una porción de tierra, habitada por la gente más noble de toda la región. Era la hacienda de don Julián. Vivía con su hija María de 16 años, se había separado de su esposa y la niña había decidido irse a vivir con su padre; como todos los planes de la juventud, esta resolución tenía algo más oculto, la razón por la que Maria fue a vivir con su padre era Justino, hijo del capataz de la hacienda. Muchacho 5 años más grande que ella, con el que había crecido, compañeros de juegos de toda la vida, compañerismo que ahora se tornaba en amor. Era un amor puro como el de todos los jóvenes, conducido por la locura y la pasión, el bosque había sido varias veces testigo de la entrega suprema de ese amor tan grande que se tenían ambos, amor que era fantasía, los dos lo sabían, el padre de María jamás aceptaría a Justino como su yerno. Esto era lo que acababa con la felicidad momentánea de los jóvenes amantes. Aunque lo que era motivo de tristeza para unos, era motivo de felicidad para otros, en este caso para Cecilia, una eterna enamorada de Justino. Que sentía unos celos terribles por Maria, odiaba a esta al grado de desear su muerte, quería a Justino para ella sola, no le importaba como, pero su objetivo era hacer que su amado se enamorara perdidamente de ella, tal como ella lo estaba de él. Cecilia era la mujer más odiada en todo el pueblo, sus aires de grandeza, la hacían presumida e insoportable, ante los ojos de todos era una presumida, el único que la toleraba era don Julián, quien había sido su protector, la encontró abandonada casi recién nacida, se apiadó de ella y la adoptó como hija suya, y fue por causa de ella que su esposa lo había abandonado. Le tenía un cariño ciego, totalmente entregado a ella, era su todo, la quería más que a la misma María que era hija de su sangre, y a quien no le demostraba nunca el más mínimo afecto, lo único que le interesaba era buscarle un buen partido para casarla y que la nobleza de su apellido no se perdiera. Pensaba por su hija, le presentaba pretendientes con buena posición, pero ninguno de estos le

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interesaba a María, ella, estaba totalmente entregada en cuerpo y alma a Justino, no tenía ojos para nadie más. Una tarde Cecilia llegó con su padre adoptivo con el firme propósito de acabar con el romance que su hermanastra tenía con Justino.

- Padre, quiero hablar contigo… - ¿Qué sucede nena? - Es que… - ¿Qué paso? - No quiero que te enojes con María - ¿Por qué me iba a enojar con ella? - … - ¿Ha hecho algo malo? - La vi con Justino… el hijo del capataz en el campo… se besaban y… - No digas más…- Dio un golpe en su escritorio. - Papito… no te enojes - Tranquila mi niña, tu no tienes nada que ver en esto, ¿Dónde esta tu hermana? - En el campo, cerca del río, los acabo de ver a los dos.

Don Julián salió, montó el primer caballo que vio y partió a todo galope hacía el río. En el trayecto estaba pensando en qué castigo darle a su hija, y cual al mequetrefe que se había osado meter con su hija. Llegó al río. La joven pareja estaba tendida en el campo observando el cielo.

- ¿Qué esta pasando aquí? - ¡Don Julián! - ¡Padre!

El viejo tomo a su hija y la subió al caballo, iba con la cara llena de lágrimas, sentía que la vida se le iba, ya no se preocupaba tanto por ella, le asustaba saber qué le haría su padre a Justino, su amado, el único ser en el mundo que era capaz de amar.

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- Contigo… Al rato termino, espero que seas hombre y no huyas como cobarde. En todo el camino don Julián no paró de maldecir, su hija de llorar; ambos estaban destrozados, aunque en muy distinta forma.

- ¿Qué era lo que pensabas? - Papá… yo… - Nada de “papá”, tú no tienes padre… lo traicionaste y lo mataste interiormente, pero

esto se acabo. ¿Me oyes?, no volverás a ver al fulano ese, mañana mismo te largas con tu abuela a México.

- No papito, ¡por favor!, él y yo nos amamos - ¿Se aman?, que tierno, pues a mi no me importa en lo más mínimo. Me ha costado

trabajo conservar un apellido noble, como para que lo mancilles con tus estupidas fiebres juveniles. ¡Lárgate a tu cuarto, y de ahí no sales hasta mañana! María obedeció, no tenía muchas opciones, respetaba a su padre más que a nadie, fue a su habitación con el rostro empapado por el llanto, estaba destrozada, muerta, ya no era la misma María, algo le faltaba: Justino. Puso llave a la habitación y se tendió sobre la cama para descargar aún más su llanto; solo pensaba en Justino, lo amaba, lo necesitaba. Una mano le tocó el hombro, la hizo brincar de la impresión. Una sonrisa se dibujó en el rostro de ambos y los dos cuerpos se fundieron en un abrazo.

- ¡Mi amor! - ¡Mi vida! - ¿Qué paso?, ¿qué te dijo tu padre? - Mañana me envía a México - Si es que da contigo mañana… - ¿Qué quieres decir? - ¿Me amas? - Sabes bien que si… - ¡Fuguémonos esta noche! - ¡Es una locura!

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- Pero es la única solución… - Tienes razón…

Maria se apresuró a empacar unas cuantas de sus cosas, solo lo que pensó le sería útil en un viaje. Su ropa era lo único que había puesto en la maleta. No escribió una carta explicatoria como se acostumbra en los casos de fuga, simplemente tomó sus cosas, le imprimió un beso en los labios a Justino y ambos saltaron por la ventana. Ninguno miró hacia atrás. Corrieron hasta perderse en el horizonte. Al día siguiente don Julián fue a despertar a su hija, al no encontrarla en su cama se alarmó, con un grito llamó a todos en la hacienda, en unos instantes todos cumplían la orden de buscar a la niña María por cualquier lugar.

- ¡Magdaleno! – Gritó don Julián - Dígame patrón - ¿Dónde carajos está tu hijo Justino? - No lo se Señor, ayer salió en la noche, me dijo que iba a probar suerte en otros lados,

que no le gustaba el campo y que por eso se iba - ¡Con mil demonios!, ¡Me lleva la…! - ¿Sucede algo patrón? - ¿Qué si sucede algo?, ¡Claro que sucede algo!, tu maldito hijo se escapó con mi hija - ¿Qué pasa papito? – dijo Cecilia con voz adormilada – Escucho demasiado alboroto. - Tu hermana, hija… ha manchado nuestro apellido, se ha fugado con el infeliz de Justino - ¿Qué dices? - Si hija, tu hermana se ha ido. - Pero… ¡No puede ser!

Cecilia se dio cuenta del error que había cometido, en lugar de separar a la pareja, los unió más. Sintió desfallecerse cuando se enteró que Justino se había llevado a su hermana. Justino tenía que ser solamente de ella, no le importaban los medios para apoderarse del amor de este, una semana entera se la pasó en su habitación pensando en un plan para que su hermanastra regresara… y con ella Justino. ¡Por fin dio con el plan

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perfecto!, si su padre moría, María tendría que venir, después de todo, ella quería mucho a don Julián, y un asesinato bien valía la pena por tener a Justino a su lado. Don Julián no comía, no dormía, estaba destrozado. Una tarde, Cecilia preparó la comida, se la llevó personalmente a su padre adoptivo.

- Anda papi… come algo – suplicó la joven. - No hija… gracias, no tengo hambre. - ¡Por favor!, hazlo por mí, yo misma preparé la comida para ti. - Esta bien hija, solo por ti.

Don Julián comió todo lo que Cecilia le había llevado, esta esperaba a lado de su padre. Un fuego intenso comenzó a recorrer el estomago del viejo, el dolor se hacía muy intenso.

- Hija… siento que me muero – murmuró el viejo - ¡Llama a un médico! - Para nada viejito… tus días se acabaron… - ¿Qué? – Dijo sorprendido - Si te mueres, viene María, y trae consigo a Justino que ha de ser solo mío y de nadie

más. - ¿Cómo pudiste?... Te maldigo a ti, y maldigo este maldito lugar donde te encontré.

Nunca nadie podrá conocer la felicidad sobre esta tierra, tu la has maldecido con tu presencia… - La voz del viejo se ahogó y en instantes expiró.

- Para lo que me importan a mí las maldiciones. Lo único que me interesa es que mi querida hermanita traiga consigo a mi hombre. Antes tengo que hacer pública la muerte de este vegete. ¡Magdaleno!.

- Mande uste’ señito - Mi padre… - fingió llorar – mi padre ha muerto… traiga un cura y arregle el entierro lo

más pronto posible. - Si seño, como uste’ mande

El plan de Cecilia dio resultado, al día siguiente cuando ella estaba preparando el funeral de su padre, se aparecieron en la puerta Justino y María.

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- Supe que mi padre había muerto – dijo María - Así es hermanita, se nos fue… murió de tristeza… - ¿Podemos quedarnos el día de hoy? - Claro, esta siempre será su casa. - Justino, quieres ir a traer mis cosas en lo que platico con mi hermana. - ¡Por supuesto mi amor!

Cecilia acompañó a María hasta su habitación, lo tenía todo planeado, una muerte fue fácil, otra más sería pan comido. Abrió el cuarto María, y Cecilia se abalanzó sobre ella, llevaba puñal en mano y lo enterró a su hermana en el pecho; María sin oponer resistencia, murió en el acto. La infame hermanastra, puso el puñal en manos de María, salió y cerró el cuarto.

- ¿Dónde esta Maria? - No lo se Justino, me dijo que la esperara aquí, entró a su cuarto - Voy a verla

Cuando Justino entró, cayó de la impresión, María estaba completamente desangrada, y él estaba ahí, impotente para poder hacer algo, su amada se había quitado la vida y nada podía hacer.

- ¿Por qué mi amor? – sollozó – no importa mi reina, juré que siempre íbamos a estar juntos, y ni siquiera la muerte nos va a separar. Justino tomó una pistola que llevaba en el cinturón y se pegó un tiro en la sien, su cabeza fue perforada al instante, atravesada por aquel proyectil que lo privó de la vida y lo iba a reunir con su amada María. El disparo se oyó en toda la hacienda. Cecilia corrió al cuarto de María y casi se vuelve loca al ver a su hermana yaciendo muerta junto al cadáver de aquel a quien las 2 habían amado tan fervientemente.

- ¡Maldición!, A los dos los maldigo, jamás serán felices, pasarán la eternidad buscándose, sin encontrarse jamás. El día que lo hagan, ya no tendrán interés el uno por el otro.

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Los criados acudieron para averiguar qué había pasado y al ver ahí a Cecilia, la denunciaron ante las autoridades como autora de un doble homicidio.

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LOS NUEVOS INQUILINOS. Todo aquello era extraordinario, increíble, Oralia no podía creer en un espíritu enamorado de ella, no daba crédito a lo que ocurría.

- Entonces… ¿Tú eres Justino? - Justino Márquez… - ¿El hombre del relato?, eres el ser maldito que todos odian. - Si, lamentablemente mi reputación no es muy buena. - ¡Vete!, no quiero nada de ti. - ¿No recuerdas nada?, aún después de leer nuestra historia ¿sigue tu mente en blanco? - Lo que pasó alguna vez, si es que pasó, ya no me importa, ahora estoy enamorada de

Adonai, no siento nada por ti; si lo sentí no lo sé, lo único que sé, es que te odio, presiento que tuviste que ver algo en la muerte de la persona que yo amaba.

- Pero tú me amabas a mí… - Eso fue antes, entiéndelo. No me interesa tu pasado, me interesa mí presente. - ¡Te arrepentirás! - Nada puede hacer un muerto contra un vivo, entiende, somos distintos.

Justino desapareció. La mente de Oralia estaba hecha nudos, su vida había dado un cambio radical en menos de un mes, lo único que quería era deshacerse de ese lugar infernal y volver a su casa, con su familia, olvidar aquella pesadilla, y comenzar una nueva vida, una vida normal, con seres humanos y no con espíritus. El anuncio estaba puesto en los clasificados: “Se vende hermosa hacienda en Zacatlán. Precio regalado”. Las ofertas no se harían esperar, y alguien la compraría pronto. A pesar de todo, el lugar era tan bello. Ocurrió una mañana de sábado cuando las puertas de la casa se abrieron y dieron paso a una joven pareja guiada por un vendedor de bienes raíces. Oralia pensó que la pesadilla pronto terminaría, se iba a deshacer de todo, en su casa estarían dispuestos a perdonarla, y todo volvería a ser igual que antes, incluso mejor. Decidió dejar al agente inmobiliario con su trabajo mientras ella bajaba al río.

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- ¿Seguro que esta es una casa embrujada? - Se lo juro señor, esta casa está habitada por una cantidad enorme de espíritus, que se

aparecen de noche para hacer de las suyas. - ¿Cuánto tiempo lleva deshabitada? - ¡Siglos señor!, nadie se atreve a poner un pie siquiera aquí, todo el mundo dice, que

quien ha vivido en este casa ha sufrido los efectos de una maldición, lanzada por los primeros habitantes de esta casa.

- ¿Qué es esto? - ¿Ah?, solo es un viejo libro, alguien debió dejarlo aquí por descuido, si se fija se ve que

tiene años sin abrir, las hojas están polvosas y el libro está muy maltratado. - ¿Qué piensas mi amor?, ¿compramos esta casa? - ¡Sí!, me encanta, es magnífica. - Le aseguro seño que hace una excelente compra. - Eso espero. - Verá que si. - ¿Los fantasmas vienen garantizados? - ¡Por supuesto!

Los papeles se firmaron en la biblioteca de la casa. Oralia recién llegaba de su paseo y pasó a ver al agente de ventas, procurando no interrumpirlo mientras cerraba el trato. Cuando vio que los nuevos inquilinos firmaban el contrato y les entregaban las escrituras de la hacienda, corrió a hacer sus maletas. Su ropa no estaba. Alguien había saqueado su armario. Bajó para ver si el vendedor sabía algo, iban de salida, y le gritó a este pero no le hizo caso.

- ¡Qué tipo tan grosero!, que tenga por seguro que esto se va a descontar de su comisión. Oralia se preparó para abrirles a los nuevos dueños, entregarles la hacienda, y hacerles las recomendaciones que creía necesarias, hacerles entrega del libro de Zacatlán, para que se espantaran un rato, tal vez, ellos romperían la cadena de mala suerte que

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rondaba en esa casa, la que durante generaciones enteras acabó con la felicidad de todos cuantos ponían un pie ahí. A mediodía llego la nueva pareja, Oralia se sorprendió al ver que tenían llaves. No la vieron al entrar, se dirigieron inmediatamente al cuarto. Oralia salió de aquella casa y emprendió un camino hacia su antiguo hogar, esperando el perdón de sus padres. No iba a decirles nada de lo sucedido en Zacatlán, la tomarían de a loca y la enviarían a un psicólogo o a un psiquiatra. Iba tan distraída que olvidó comprar su boleto en la taquilla de autobuses, se percató de ello cuando se sentó en el camión y este estaba arrancando, rogó por que no se dieran cuenta de que había un polizón abordo. Durmió durante todo el camino.

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LA PESADILLA TERMINA Eran las 4 de la tarde cuando Oralia llegaba a la Ciudad de México para reunirse con su padres; estaba muy nerviosa, no sabía con qué cara llegar, solo esperaba que no le pasara como en su vida pasada (según el tal Justino), que al llegar encontrara un muerto en la familia. Estuvo perdida un buen rato, ella solo había andado en carro por todos lados, en su vida se había subido al transporte público. En ese día la gente parecía más grosera que de costumbre, nadie la quería ayudar. Fue con mucho trabajo como llegó a su casa. Sintió que el corazón se le encogía al ver colgado en el quicio de la puerta un moño negro, símbolo infalible de que alguien en la familia había muerto. Tocó, tocó una y otra vez, no obtuvo respuesta. Parecía que la tragedia la perseguía por do quiera que ella fuera. Se puso a recapitular su vida, había sido injusta con sus padres infinidad de veces, todo a causa de Adonai, ya que a ellos no les parecía que su hija anduviera con un vago como él sin oficio ni beneficio. Muchas veces no llegó a dormir a su casa por quedarse en casa de su novio causándoles a sus padres una mortificación tremenda. Noches enteras de búsqueda en hospitales, ministerios, e incluso la morgue. Mientras esperaba que alguien llegara, Oralia se hacía miles de promesas y juramentos, entre ellos, que obedecería a sus padres en todo, que trataría de ser una hija ejemplar, para que ellos se sintieran orgullosos. Pensaba en que si realmente había vivido otra vida, y esta había sido la de Maria que le presenté Justino, esta vez no permitiría que le pasara lo mismo. El cambio era definitivo, los errores del pasado debían ser corregidos, esta vez, el libro acabaría con un final feliz, si la última vez su historia se selló con lágrimas y sangre, esta vez la sellaría con el sello de la felicidad, la felicidad que tanto añoraba, aquella que buscó en brazos de Adonai y le fue arrebatada, ahora tenía que serle restituida con su familia, ella

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confiaba en Dios, en su justicia divina, en que había algo superior que dominaba el mundo y eso le haría justicia. Estaba en la puerta de su casa cuando escuchó llegar a su madre, iba vestida de luto, lágrimas recorrían su rostro. Oralia la saludó, pero su madre no le hizo caso, entró a la casa sin dirigirle la palabra a su hija, era la reacción que Oralia esperaba, sabía que al salir de su casa moriría para sus padres. Aprovechó que su madre abrió la puerta y entro tras de esta. Toda su familia estaba ahí. ¿Por qué nadie le abrió la puerta cuando tocó? En medio de todos había un ataúd. Vio a 4 de sus tíos cargarlo, parecía que había llegado justo para acompañar a su pariente al cementerio, por una parte se alegro al ver a sus dos padres juntos, esto quería decir que ninguno de ellos había sido la víctima. Oralia siguió a todos, el camino al panteón fue largo, más largo de lo que supuso, quería enterarse de lo que había pasado en su ausencia, pero nadie le hacía caso, la miraban y seguían de largo su camino, al parecer, todo mundo estaba enojado con ella, pero sabía que no podía durar mucho aquello, tarde o temprano el perdón tenía que llegar. Se puso atrás de sus tías para enterarse de lo sucedido.

- No puede ser… pobrecita… era tan joven. - Resignación prima, esto es común, nadie es eterno en este mundo, la vida la tenemos

prestada. Había dado con una pista, se trataba de una mujer y por lo que oyó, era joven, aunque todas las personas que mueren son jóvenes a los ojos de sus parientes y amigos.

- Lo peor es que mi hermano sufre mucho con la pérdida de su hija. - Todos queríamos a la pequeña. - No se por qué tuvo que irse ese día con aquel vago. - Si, era un pobre diablo que la condujo a su muerte. - Mira que llevar a la pobrecita en un auto sin frenos… - Y según esto era mecánico… - Si tan solo Oralia hubiese sabido lo que le esperaba

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¡Oralia!, había escuchado bien, habían pronunciado su nombre, no podía haber equivocación alguna, nadie más en su familia llevaba ese nombre, nadie más tenía un novio mecánico y nadie más que ella supiera se había fugado de su casa. Tenía que ser parte de la misma pesadilla, ella se estaba viendo, estaba ahí, gritó, empujo, intentó hablar con todos, pero nadie le hizo caso, nadie se inmutó si quiera por lo que Oralia decía o hacía. Llegaron al panteón. Leyó la lápida. Sintió desfallecer cuando leyó su nombre en aquella lápida. Vio el ataúd, ella estaba dentro.

- Veo que te has enterado de la verdad mi amor. - ¿Cuál verdad? - Tu hace rato me pusiste como pretexto nuestra “diferencia”, creías estar viva y

pensabas que yo estaba muerto. - ¿Qué te importa eso? - Creo que ahora si podemos ser felices… los dos estamos en el mismo mundo, somos

dos seres iguales, dime ahora ¿Qué pretexto hay? - Ninguno, pero no quiero estar con nadie… - ¿Qué? - Lo que oíste. - Pero… - Escucha Justino, Adonai, o como te llames, mi destino ha estado marcado por la

fatalidad desde mi vida pasada, tu mismo me lo enseñaste. - Si… pero - Es por eso que no quiero arruinar más mi destino, ni el de los que me rodean.

Oralia dio media vuelta y se fue caminando lentamente por el panteón, mientras que un espíritu había depositado una rosa con lágrimas sobre una tumba recién cavada, tenía la esperanza de que el destino volviera a unir los dos caminos que se habían enlazado siglos antes, se separaron y Dios los volvió a unir e infamemente los había vuelto a separar.

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EPÍLOGO.

Las leyendas son historias que pasan de generación en generación, muchas tienen gran parte de verdad, otras, se concentran únicamente en mitos, en fantasías, en inventos de la humanidad, sacados de lo más oscuro de su mente. Esta compilación pretende reunir parte de la verdad y parte de la fantasía, se reúnen mitos clásicos con parte de verdad. Estos como el título lo dice son leyendas no inventadas, más bien sacadas del baúl de la abuela para entretener a las nuevas generaciones y que estas no pierdan el sentido de lo que forma parte de su pueblo. La mayoría de ellas esta transcrita fielmente, como nos lo han contado nuestros abuelos, la otra parte es mito, invento de una mente loca que pretende entretenerlos. No decimos cual fue verdad ni cual mentira, dejamos a su mente volar y creer cierto lo que alcancen a comprender, y lo que no tómenlo como un cuento. El autor.

Page 89: Libro no 1000 leyendas wolfrich, sir drackness colección e o agosto 16 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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