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1 FAMILIA, CONFLICTO, TERRITORIO Y CULTURA Hernán Henao Delgado

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FAMILIA, CONFLICTO,

TERRITORIO Y CULTURA

Hernán Henao Delgado

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SERIE PENSAMIENTOS Familia, conflicto, territorio y cultura

Medellín, noviembre del 2004

Editan:

Corporación Región Calle 55 Nº 41-10 Medellín, Colombia

Tel: (57-4) 21668 22, Fax: (57-4) 2395544 [email protected]

www.region.org.co

Instituto de Estudios Regionales —Iner— Universidad de Antioquia

Calle 67 Nº 53-108 Bloque 9 Oficina 243 Teléfono: (57-4) 2105699, Fax: (57-4) 2110696

Medellín, Colombia [email protected]

www.iner.udea.edu.co

ISBN: 958-8134-26-9 Serie Pensamientos ISBN: 958-8134-25-0

Coordinación editorial Luz Elly Carvajal G.

Comité Académico Clara Inés García, Lucelly Villegas

Elsa Blair, Jesús María Álvarez Diego Herrera, Rubén Fernández

Sergio Valencia

Diseño e impresión Pregón Ltda.

Para esta publicación la Corporación Región recibe el apoyo de Terre des Hommes - Suiza y el Iner de la rectoría de la Universidad de Antioquia

Impreso en papel ecológico fabricado con fibra de caña de azúcar

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Para Natalia y Marcela, tal como lo hubiera hecho Hernán.

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Capítulo I. LA FAMILIA: Un asunto estructural del mundo social y cultural .................................................................. 23

– La familia en Antioquia hoy y sus perspectivas para el año 2000 .......... 25– Visión histórico-antropológica del padre.

Esbozos de obertura en cuatro tiempos . ................................................. 46– La familia en el contexto de la nueva marginalidad urbana .................. 56– Pasado, presente y futuro de la familia en Colombia:

Presupuestos socioculturales para repensarla ......................................... 72– Un hombre en casa, la imagen del padre hoy ........................................ 88

Capítulo II. EL CONFLICTO ARMADO Y LAS VIOLENCIAS: Su comprensión en el compromiso con la paz y la convivencia ....... 101

– Vivido, deseado, posible: A propósito de los conflictos y el futuro en una región de localidades ................................................. 103

– Violencia y paz, una mirada desde la antropología ............................... 117– Las ciencias sociales y humanas como instrumento

para la convivencia ................................................................................. 125– Los medios y la sociedad ante los retos de paz:

Una mirada desde la antropología .......................................................... 129– Medellín: ciudad de pueblos y violencias. Reflexiones

sobre la socialización en situaciones de conflicto .................................. 133

CONTENIDO

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Capítulo III. TERRITORIO Y CULTURA: Anclajes de identidad ........................................................................... 143

– Territorios e instituciones de la cultura en torno a los procesos culturales regionales ............................................................................... 145

– La tierra éramos nosotros ....................................................................... 159– Nociones de futuro desde la Antioquia actual ........................................ 163– El regreso de los invisibles ..................................................................... 188– Los desplazados: Nuevos nómadas ........................................................ 201– Alternativa de investigación regional sobre la cultura:

Reflexiones en torno al programa y al Seminario Permanente sobre el Oriente Antioqueño ................................................................... 215

– El Oriente antioqueño: Una cultura en transición .................................. 236

Bibliografía

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La muerte del profesor Hernán Henao constituyó un rudo golpe para todo el equipo de trabajo de la Corporación Región. Su moral, el sentido de su trabajo se vieron de pronto puestos en vilo. Lo absurdo y abominable del hecho nos recordó que Colombia atraviesa un período en donde la voz ciega de la pistola se ha con-vertido en la reina que decide sobre casi todo, incluso, sobre quien vive y quien no y que los tiempos soñados del ágora, de la libre expresión, del argumento como principal herramienta de lo público, están aún lejos de construirse.

Por fortuna el tiempo —que sana las heridas—, se encarga de que en la me-moria vaya quedando el sustrato de lo mejor de las realizaciones de las personas. Así, al recordar hoy a Hernán vienen con nosotros su mano extendida, su amistad y su trabajo académico comprometido.

La serie Pensamientos quiere ser una palanca de esa memoria para que inte-lectuales, académicos y gentes de la región tengan en sus manos, con un esfuerzo sistemático y panorámico, la obra de otros que ya han hecho camino en algún campo de las ciencias sociales, humanas y la cultura. No se trata de superhombres que han realizado obras inalcanzables. Muy por el contrario, se trata de nuestros vecinos y compañeros de trabajo, quienes sencillamente han hecho lo suyo con juicio y honradez.

Por esto, que el segundo volumen de la serie contenga una recopilación de la obra de Hernán Henao, con lo mejor de sus escritos sobre los temas de que se ocupó en vida, es para nosotros motivo de orgullo y de satisfacción. Es una manera

En memoria del profesor Hernán Henao Delgado

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de decir que una vida y una obra como estas, sobreviven al triste personaje que aprieta el gatillo y a quien paga por hacerlo.

Esta obra, fraguada con no poco dolor es, pues, un pequeño monumento a la vida, la misma que al final, por encima de todos los verdugos, se erige triunfante.

Rubén Fernández Presidente Corporación Región

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Para el Instituto de Estudios Regionales, INER, de la Universidad de Antioquia, en la conmemoración de los 15 años de labores, presentar a la comunidad acadé-mica en el campo de las ciencias sociales y humanas y al público en general esta compilación de artículos que sintetizan el pensamiento y la contribución intelectual del antropólogo Hernán Henao Delgado tiene una enorme significación:

Con ello rendimos homenaje a la memoria del colega y amigo, académico, profesor y directivo universitario de tiempo completo como pocos lo han sido, tan atroz e injustamente sacrificado en medio de esta infame guerra fratricida. En este sentido, no podemos dejar de señalar, resaltar y lamentar el carácter póstumo y luctuoso que este homenaje tiene para todos, especialmente para el INER, instituto del cual era director Hernán en el momento de su trágica partida, y donde dejo una huella imborrable.

No obstante, no queremos quedarnos en la triste evocación del dramático final de su vida, que hace de esta una obra inevitablemente inconclusa, sino que, por el contrario, preferimos exaltar lo mejor que nos legó como resultado de muchos y largos días de incansable y apasionada labor intelectual, de generosa y desintere-sada actividad al servicio de la universidad, de su profesión, de sus estudiantes y colegas, de la ciudad, la región y el país.

Es su producción y su ejemplo lo que más queremos destacar, y en este otro sentido es también un honor y una satisfacción para la institución como lo es per-sonalmente para todos quienes fuimos sus compañeros de trabajo, entregar este libro, el cual constituye el mejor y más duradero reconocimiento a su capacidad

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para analizar, interpretar y comprender los complejos procesos políticos, sociales y culturales de la región y del país, a su total dedicación al trabajo académico y a la vida universitaria en muy diversos campos, a su rectitud e integridad profesional e intelectual, así como a su inmensa calidad humana y simpatía personal.

Sea, pues, esta breve presentación, una invitación a que leamos con atención sus artículos, reflexionemos críticamente sobre ellos, nos sirvamos de sus aportes y sugerencias, actualizándolos y desarrollándolos, como él mismo lo hubiera hecho, con el rigor y la seriedad que lo caracterizaron, sin que ello nos prive, como no lo privó nunca a él, del optimismo y de la franca sonrisa.

Diego Herrera GómezDirector del Instituto de Estudios Regionales, INER

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Como una protesta ronca y lúcida contra la insensatez, se reúnen en este libro, algunas de las expresiones del pensamiento de Hernán, alrededor de los temas que fueron su pasión: la familia, el padre, el género, la región y el territorio, rescatadas de borradores y publicaciones dispersas.

Esta publicación nos trae el recuerdo de su risa y aún una nota de alegría al imaginar su felicidad por ver reunidos sus ensayos, nos permite rendirle un ho-menaje en los términos de su vida: inteligente, defensor de la libertad, amoroso y lleno de fe en la humanidad.

Gracias a la Corporación Región y al Instituto de Estudios Regionales por el trabajo paciente y cuidadoso de búsqueda y edición de los materiales, que hacen que su memoria tenga el sentido de una búsqueda por medio de la reflexión y el pensamiento, la única forma que él imaginaba de construcción de un país más justo.

Dora Helena Tamayo

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El conjunto de artículos, ponencias y ensayos que conforman este homenaje a la producción intelectual del antropólogo Hernán Henao Delgado, despliegan ante la juiciosa mirada del lector un panorama vital rubricado por la tarea de indagar, inquirir y examinar procesos de la cultura en Colombia a través de profundos anclajes en las circunstancias locales y regionales de Antioquia. Permanece en ellos, como legado, el testimonio de la evolución del pensamiento de un hombre que asumió los compromisos de raíz, explorando los laberintos de los temas tras el propósito de despejar cuestiones tradicionales mediante la formulación de auténticos problemas contemporáneos. En el camino de esta mutación se identifica la actitud del científico social, del pedagogo y del ciudadano, rasgos que en Hernán Henao se imbrican como evidencia de los convulsivos años que, más allá de la trayectoria de un individuo, han signado una de las fases más dolorosas del tránsito del país hacia la modernidad, la inserción en el mundo globalizado y la expansión de las conquistas de la democracia en todas sus dimensiones.

Está fuera de toda duda, como señaló Clifford Geertz1, que aunque todo sujeto tiene ante sí la posibilidad de vivir un millar de clases de vidas, la propia cultura nos inscribe en una, que acaba siendo nuestra insustituible biografía personal. La contundencia de esta ley de la naturaleza y de la historia pone de relieve el balance que, en una forma parecida al significado de esta obra, ejerce la memoria colectiva sobre nuestros legados. Con la serenidad que impone la distancia temporal de su

PRÓLOGO

1. La interpretación de las culturas. Gedisa, 1996.

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trágica partida, vemos el esfuerzo por situar a la antropología académica en el torrente de la urbanización de las formas de vida y de los mestizajes e hibrida-ciones hacia los cuales orientó Hernán Henao sus análisis durante más de veinte años; quiso entender un país que demandaba consolidar una antropología de los mundos contemporáneos, como la designó Marc Augé, con toda la carga de las estructuras mentales del mundo aldeano reciente, pero bajo una concepción de la cultura situada en los escenarios de la vida cotidiana, perspectiva que inauguraba un reto tras la construcción de uno de los tantos proyectos colectivos que gestó y animó el inolvidable colega: “La cultura está en la familia, la cocina, la arriería, el espacio público, la red informal, el rito y el ceremonialismo, la religiosidad, la literatura oral, etc. La tarea colectiva consiste en aprehenderla (…) porque aunque ella está presente en los hechos cotidianos tanto como en eventos excepcionales de la vida social, quien se ocupa de estudiarla tiene que seleccionar de ese complejo de manifestaciones, aspectos que cumplan con la condición de ser significativos y operables” 2.

El significado más profundo de esta invitación traduce en el plano regional una importante ruptura con la tradición colonial de la antropología en la versión latinoamericana del indigenismo. Hernán Henao refleja en lo dicho la focalización de nuevos temas y problemas, en parte como efecto de una década de debate y reconceptualización del indio y de lo indio, en parte como una postura alternativa al papel del científico social convertido en el ventrílocuo de las otredades, me-diación que hoy por hoy se diluye a medida que los “objetos” tradicionales de la antropología académica, al repensar, redefinir y reafirmar su etnicidad han recu-perado la palabra, el territorio, el tiempo y la memoria, como expresara el célebre antropólogo mexicano Guillermo Bonfil Batalla, otro de los artífices de ese gran cambio, a quien Hernán y otros de nuestra generación leímos con entusiasmo, nos estremecimos conceptualmente con su desenfado intelectual y trabamos amistad desde el primer congreso nacional de la disciplina, en la monacal y aristocrática Popayán de 19783.

De ahí que las muchas lecturas a las que se ofrece este libro permiten hilvanar, si se quiere, una trayectoria que condensa regionalmente los quiebres y tránsitos de las ciencias sociales, y en particular de la antropología, en un conjunto de nexos con otras antropologías regionales que paulatinamente emergían al debate internacional contestando los modelos metropolitanos. Un asunto de identidades también, eje

2. Una alternativa de investigación regional sobre la cultura. 1984.3. Un revisión más amplia de la trayectoria de Hernán Henao en relación con la Antropología y la vida

universitaria se encuentra en “Hernán Henao, la presencia y la ausencia”, artículo conmemorativo del mismo autor de este Prólogo, publicado en el Boletín de Antropología de la Universidad de Antioquia, Vol. 14, Número 31, 2000, un año después de su muerte.

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sobre el cual se anudó con todo vigor el trabajo práctico, la gestión institucional y las diversas reflexiones que contiene este volumen, en el cual, además de dar cuenta de los diferentes momentos y “pasajes” de la antropología, puede reconocerse la ampliación del campo y la redefinición del objeto, para transmutar la atracción de lo exótico por el drama de las exclusiones, y el espectro de los particularismos servidos en la apetecida salsa de la diversidad por la especificidad de los reconocimientos de las alteridades en tanto que sujetos sociales y políticos. Ahí también comenzó a recobrar dignidad la voz y el rostro de los nuevos nómades, esos desarraigados campesinos sin campo, pobladores sin pueblo y ciudadanos sin ciudad, que confi-guran las nuevas masas de las metrópolis colombianas.

El territorio, los tejidos sociales —primarios e institucionales—, y los espacios del reconocimiento y la negociación de las diferencias —en el conflicto o en la generación de alternativas de futuro— constituyen las tres grandes dimensiones de la trayectoria intelectual y de las ejecuciones prácticas en las que se plasma el legado de Hernán Henao. Pocos como él tuvieron claras las fronteras del hombre de pensamiento y del hombre de acción, como muchas veces lo refirió en sus trabajos al rendir tributo al maestro Max Weber en la distinción entre el político y el científico. Pero pocos como él, en su generación, hicieron del “intelectual orgánico” gramciano una vivencia plena, más allá de la retórica. Los ensayos y artículos que versan sobre el tema de la paz, la convivencia y las conquistas de la democracia participativa local, presentan en todo su vigor ese sincero compromiso, el de alguien que creía firmemente en sus convicciones y le apostó, hasta el último minuto de su vida, a la filigrana de la construcción colectiva de un futuro de ciudad, de región y de Nación.

En esa compleja trama, que liga a las redes familiares con los territorios y sus instituciones, Hernán Henao amplió la frontera de los horizontes trazados por pioneros de la disciplina como la fecunda pareja de Roberto Pineda y su esposa Virgina Gutiérrez —“Doña Virginia”—. Como se dijo en otro lugar, Hernán recorrió metafóricamente la misma senda de sus maestros de la primera generación, para más tarde, en su madurez intelectual y profesional, volcar todo ese bagaje en la visionaria creación del Instituto de Estudios Regionales y en la profundización en el estudio de las localidades y los territorios, reconstruyendo cartografías culturales y sociales desde la voz de sus protagonistas, innovando e instaurando metodologías para el estudio de “lo vivido, lo deseado y lo posible”, como podrá examinarse en detalle en esta colección de escritos selectos. Desde el recurso de las nuevas estrategias de investigación y en la afirmación concreta de la importancia de la interdisciplinariedad a través del despegue y consolidación del INER, la mirada a lo local ya no volvió a ser la misma. Cobró vida así una nueva manera de hacer etnografía y de hacer historia, de aproximarse a la pluralidad de las memorias, los

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territorios y los paisajes culturales. Hoy en día ese modelo de investigación tiene sello propio, el del acumulado de una experiencia colectiva que Hernán Henao gestó apasionadamente y que ha crecido en calidad y cantidad a través de sus reconocidos grupos de investigación y de sus publicaciones.

No puedo ser, sin contradecirme, el ventrílocuo de quien puso esa pasión tam-bién en la escritura. Apenas quiero, como amigo y colega, anunciar que este libro recobra con justicia el pensamiento, la palabra y la obra de uno de los intelectuales más lúcidos y visionarios que entregó a la universidad, a la región y al país, todo lo que tuvo, hasta la propia vida.

Édgar Bolívar R. Antropólogo.

Profesor Titular, Departamento de Antropología Universidad de Antioquia.

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Una invitación preliminarProponer los hilos conectores en la obra de Hernán Henao Delgado no ha sido

una tarea fácil; más aún cuando en este proceso se sobreponen imágenes, conversa-ciones y lecturas de tiempos de vida y muerte. No obstante, su producción lo hace más presente y como un homenaje a su memoria, se intenta reconstruir el camino que transitó en la práctica académica, investigativa y de acción pública.

Su producción denomina a un hombre que dejó su huella en el análisis de la sociedad colombiana y de manera especial en Antioquia, como un territorio que se constituyó en un espacio de vida, que le demarcó su sentido de ser, identidad y pertenencia. En su escritura, dibuja de manera comprensiva las trayectorias de una región y un país donde las tensiones entre lo urbano y lo rural, lo tradicional y lo moderno, la inclusión y la exclusión, la marginalidad y la opulencia, la guerra y la paz arman un calidoscopio particular de nuestra realidad.

La formación antropológica y el amplio espectro de conocimiento de las Cien-cias Sociales que poseía sirvieron de marco de referencia en la construcción de una visión crítica de la problemática social y cultural del país, a través de una urdimbre conceptual que buscaba develar los complejos entramados de los cambios y transfor-maciones; y de esta manera, asumir el reto político de hacer visible lo que el poder hegemónico llámese colonialista, imperialista o de cualquier otra denominación, pretendió mantener interdicto. Su propósito se orientó a buscar desde el lugar de la investigación y de la participación pública, alternativas de vida acordes con el principio de la dignidad humana, la convivencia democrática y la paz.

Introducción

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En esta línea, la urgencia por encontrar la razón de la escalada violenta en el país y develar las lógicas de una realidad que desbordaba el sentido de un hecho coyuntural lo impulsó a cuestionar el planteamiento de “la cultura de la violencia”, legitimado con tanta fuerza en el país y en el exterior desde finales de la década de los 80 del siglo XX. A este respecto, rechazó con pasión argumentativa esta denominación, por incluir el sentido perverso de una generalización y asignación atávica que distorsiona el papel que ocupa la cultura en la construcción de las identidades.

Desde la visión disciplinar sustentó la diferencia entre la muerte y el matar; la primera como un marco de referencia de un ritual cultural que puede contener en muchos casos la dimensión del sacrificio, derivando la razón de esta práctica en los límites de la valoración y el significado simbólico de la vida humana en to- dos los tiempos y espacios históricos y sociales. Mientras que la segunda, el matar, indica la expresión de la venganza y la búsqueda maquiavélica de diversos pode- res, y por ende, la aparición de la violencia. Es por ello que su planteamiento “de la muerte al matar hay una gran distancia” se constituye en un contrapeso a la tendencia de naturalizar la violencia como un componente de la “identidad colom-biana”.

El compromiso político con el país y con la sociedad es presente en toda su producción. Una acción y un pensamiento que se entrelazaron en cinco ejes de convergencia Familia, conflicto, territorio y cultura; los cuales no son asuntos in-dependientes, todo lo contrario, indican conectores del mundo cultural colombiano y las complejas y difíciles trayectorias de los procesos de cambio y transformación con sus permanencias, continuidades y discontinuidades.

El trasfondo de estas temáticas se encuentra en el reto de hacer visible lo que se pretendió históricamente mantener oculto; y para lograrlo transitó en el camino de develar los entramados de la dicotomía público-privado; una temática con pro-fundo sabor femenino a la que le aportó su búsqueda masculina, convirtiéndose en uno de los pioneros en el abordaje del género desde la visión de los hombres y con una propuesta que se constituyó en una carta de navegación en su trabajo investigativo

Pero si bien cada uno de estos campos temáticos y problemáticos demarcan la producción de Hernán Henao y cada uno tiene sus propios desarrollos, es la cues-tión de la familia la que aparece, no siempre de manera explícita, proyectando una triple función enunciativa; por una parte, como el CONTEXTO más inmediato en la formación de los patrones culturales, espacio de experiencias primarias socia-lizantes, ámbito de construcción o inhibición de conductas éticas y ciudadanas y escenario de descubrimiento de los cambios en los roles de género y generación. Por otra, como TEXTO de las transformaciones culturales y sociales en el país, con

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su aporte a la configuración de los territorios y a la comprensión de las tensiones entre lo rural y lo urbano. Finalmente, como PRE-TEXTO en el develamiento de los complejos entramados de los conflictos y las violencias que configuran la historia reciente del país.

Desde una óptica metodológica, estos abordajes permiten descifrar dos asun-tos; por una parte, expresan el pensamiento, el sentimiento y la acción en torno a realidades culturales particulares puestas en una dinámica espacio temporal; y por otra, indican las trayectorias de las temáticas con sus movimientos de conti-nuidad, discontinuidad y nuevas inclusiones. Desde esta perspectiva, se elabora la recuperación temática de los cinco vértices, no sólo desde los contenidos y su intencionalidad sino desde su movimiento cronológico.

La familia es una cuestión no sólo transversal en su producción, tuvo presencia explícita entre 1990 y 1997. El análisis de la familia como realidad social y cultural enlaza la visión histórica con la situación de un presente; constituyéndose en un proceso comprensivo que le permite trasegar por los cambios experimentados en su estructura, organización y dinámica interna.

En esta lectura particular, proyecta a la familia como una especie de nicho o matriz a través de la cual se puede recrear no sólo la historia sino los procesos estructurantes de las dinámicas sociales actuales. En la búsqueda de la génesis institucionalizante encuentra la confluencia de las diversas marcas culturales en-tregadas por el aporte español, negro e indio y las complejas combinaciones que le permiten señalar que “ la diferencia es la constante en la pautas socioculturales que le dan origen a las formas familiares” y de esta manera, sustentar en la línea de la maestra Virginia Gutiérrez de Pineda, el polimorfismo familiar como característica de los diversos tiempos en la sociedad y la cultura colombiana.

Al identificar los conectores de la organización familiar con la dinámica mo-dernizante, plantea la paradoja de la inclusión y la exclusión que se experimenta en las configuraciones urbanas. Respecto a la primera, da cuenta de nuevas formas de vida, oportunidades y acceso a los requerimientos del desarrollo urbano y por consiguiente, la exigibilidad de prácticas, discursos y representaciones a los inte-grantes de la institución familiar; y con relación a la segunda, la expansión de la marginalidad familiar como un indicador de la estructuración urbana.

Así mismo, señala la tensión y el conflicto entre el arraigo de lo sacralizado y la emergencia de nuevos roles y patrones de comportamiento, la reconfiguración de las relaciones y vínculos parentales derivados del empoderamiento femenino y la debilidad de la figura y la presencia del padre, de manera significativa en la familia marginal urbana.

El análisis de esta institución social como un espacio estructurante de las identidades culturales le sugirió caminos de reflexión por las condiciones de gé-

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nero, generación y etnia; tres categorías que le permitirían develar la exclusión y la iniquidad experimentada en la familia y en el mundo social.

Los cambios en la vida cotidiana familiar y social que se hicieron más eviden-tes en el país, a partir de la década de los años 60 como efecto de los procesos de modernización, industrialización y urbanización, lo impulsaron a buscar al padre, al hombre, a lo masculino. En este sentido, el marco de la “cultura paisa” se convirtió en el escenario por excelencia de esta indagación, al proveerle pistas sobre la crisis cultural y el desenclave de las identidades masculinas y paternales tradicionales. Y es en este horizonte donde reporta la ausencia o débil presencia del padre y la reconfiguración de las nuevas prácticas e imaginarios culturales en torno al lugar que va ganando en el mundo doméstico. De esta manera, su trabajo en el campo de familia y género impulsa el requerimiento de hacer visible lo que la cultura he-gemónica pretendió mantener oculto e interdicto a la mirada pública y política.

El desarrollo del campo temático del conflicto demarca sus esfuerzos entre 1990 y 1995. Lo puso en el camino de afinar las correspondientes responsabilida-des sociales, políticas y disciplinarias para su comprensión y búsqueda de alter-nativas respecto a otro tipo de convivencia social distante de la violencia. No fue sólo la Antropología su plataforma de análisis, la urgencia de encontrarle salidas a la situación de la sociedad colombiana le amplió el reclamo por el compromiso institucional de las universidades y el requerimiento de una articulación sugerente entre la sociedad, el Estado y las Ciencias Sociales y Humanas, otorgándole a esta última la denominación de ser “la tercera palabra que reconociendo la del otro, la interroga de manera distinta, con otra mirada dentro de otros contextos, dándole valor y relativizándola”.

Así mismo, Antioquia y, de manera especial, Medellín fueron los escenarios privilegiados de indagación y reflexión por las dinámicas de los conflictos y las violencias; dando cuenta de una región que desde una racionalidad urbana integra sus localidades en la configuración de su propia geografía y demarca una trama de conflictividades que producen “rupturas de sentidos, construcción de sin sentidos y alternativas con sentido”.

Tres situaciones que atraviesan la vida cotidiana de la región y sus localidades, indicando la urgente necesidad de transformar la realidad de las violencias —no futuro— hacia un proceso de empoderamiento y construcción de la sociedad civil —futuro deseado y posible—. Y en este asunto es la familia el puente y la media-dora en la construcción de la habitabilidad social, donde se inicia el aprendizaje de la convivencia y se revierte el compromiso político de la corresponsabilidad del Estado, la sociedad y las instituciones.

Un colofón explícito en la permanencia de esta reflexión es su preocupación por la paz y la convivencia. En este sentido, asume una postura frente a la degra-

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dación de las violencias internas, la erosión de las sociabilidades y los profundos giros de los movimientos culturales, que se hacen evidentes en el país y de manera especial en Antioquia, desde la década de los 80.

El análisis del territorio se hace taxativo entre 1991 y 1995. La pregunta por la ciudad, por la región, por las localidades, deja explícito el problema de la cul-tura, no sólo desde sus diversidades urbanas y rurales y las tensiones entre las prácticas hegemónicas y emergentes, sino por el papel que juega el espacio en la cotidianidad y el lugar del parentesco y el linaje como factores estructurantes de las identidades culturales.

Por esta vía también indaga por las problemáticas de deterioro ambiental, la desestructuración de las condiciones y calidad de vida de sus habitantes, la frag-mentación de los sentidos de pertenencia e identidad, la erosión de la convivencia familiar y privada, la pérdida de los referentes públicos y la denominación de la calle como espacio de violencia.

En esta perspectiva, la mirada sobre el territorio permite transitar en dos dimen-siones, por una parte desde los procesos particulares de “Antioquia como región de regiones, donde cada región es una constelación de localidades y cada localidad es un universo de diversidades” para identificar las territorialidades de la socialización y la configuración de las identidades culturales. Y por la otra, en los impactos que las violencias producen en las dinámicas territoriales del país y la región.

La lectura de las dinámicas culturales y sociales del país y sus diferentes regio-nes, abre el panorama al señalamiento de la realidad estructural de la marginalidad, el efecto perverso en la exclusión y el reclamo urgente de la inclusión, como otro vértice de la producción de Hernán Henao entre 1992 y 1999.

El nomadismo que provocan las violencias logra entrelazar las regiones y las localidades. Una historia y una geografía construida a partir de retazos donde se encuentran las huellas y las pistas de las condiciones de marginalidad y exclusión que imponen lugares “invisibles” pero que a su vez demandan la responsabilidad de hacerlos visibles. Realidades como el desplazamiento forzado que impregnan los nuevos rumbos de la reconfiguración territorial, detonan problemáticas urbanas, fracturan las potencialidades del ejercicio ciudadano e impactan las trayectorias de vida familiar, vecinal y comunitaria.

El país, con la compleja geografía social que posee, es por excelencia un escenario de exclusión y marginalidad. No son sólo regiones como la Amazonía, en la ciudad y en el campo también se encuentran grupos poblacionales o sujetos sometidos a una devastación histórica a quienes se les ha negado el ejercicio de sus derechos. Indios, marginales urbanos, personas en condición de desplazamiento, campesinos, hombres y mujeres han sido construidos y se construyen desde terri-torios vedados, que sobreviven desde una lógica liminal. Un mundo que indica la

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complejidad de las dinámicas territoriales y espaciales; pero a su vez, debe proyectar el compromiso del Estado y la sociedad de una inclusión que se fundamente en el reconocimiento, respeto y defensa sus derechos.

El último eje de reflexión que demarca esta producción alude al tema de la cultura; tratamiento que inició desde 1984 y lo acompañó hasta 1995. En este punto se cruzan dos niveles de análisis. Por una parte, una apuesta de alternativa de investigación regional sobre la cultura, en la cual propone conjugar lo conceptual y lo metodológico con una lectura política e histórica que permita desentrañar los entramados relacionales de los procesos y movimientos culturales y, de esta manera, establecer las particularidades regionales.

Y por la otra, proyecta la complejidad del “ethos paisa” como una cultura en transición; desde el perfil de los movimientos transicionales y las tensiones pre-sentes entre la urbanización acelerada y el arraigo de los estilos rurales que aún persisten en las localidades antioqueñas y desde los cambios institucionales de la familia, la escuela y la iglesia.

Este panorama que marca la herencia conceptual y metodológica sobre algunos aspectos del mundo cultural deja explícita la necesidad de traducir el sentido de su acción en la continuidad del esfuerzo de encontrar desde el Estado, las instituciones y las disciplinas otras alternativas de vida para el país. La invitación a mantener la indagación vigilante en torno al cambio de las prácticas y los discursos sociales y culturales se constituye en una especie de acta de compromiso para las Ciencias Sociales y Humanas.

Por lo tanto, fortalecer la lectura del claro oscuro de la realidad colombiana, de las diversas regiones y diferentes grupos y colectividades, no obstante generar a veces confusión, también muestra nuevas tendencias y la emergencia de otras fuerzas que pueden enriquecer el legado de la preocupación académica, investigativa y política de Hernán Henao.

Finalmente, estas líneas pretenden acompañar la invitación de la Corporación Región para retomar el camino de aprendizaje de las enseñanzas que nos dejó.

María Cristina Palacio ValenciaSocióloga, Profesora titular, Departamento de Estudios de Familia,

Universidad de Caldas.

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Capítulo I

LA FAMILIA Un asunto estructural

del mundo social y cultural

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La familia en Antioquia hoy y sus perspectivas para el año 2000*

Mosaico regional y familiarAntioquia es un conglomerado de regiones económicas, sociales y culturales.

Cada una de ellas se fue integrando a la vida de la gran región en momentos histó-ricos distintos, desde el siglo XVI, como lo han demostrado diversos investigadores en los últimos treinta años1.

La región occidental, por ejemplo, con centro en la histórica ciudad de Santa Fe, nace con las primeras referencias al territorio, muy cercana de Santa María la Antigua del Darién2. La región suroriental se remonta al siglo XVIII, cuando ad-quieren importancia las localidades de Rionegro y Marinilla; y al siglo XIX cuando toma fuerza el tercer poblado polarizador de la subregión: Sonsón3.

* Tomado de: Memorias Simposio Perspectivas de Familia hacia el año 2000, Comfama, Medellín, 1990.

1. Ver estudios como los de Luis Ospina Vásquez, Roger Brew, James Parsons, María Teresa Uribe de Hincapié y Jesús María Álvarez, Víctor Álvarez, Beatriz Patiño, Gabriel Poveda Ramos, Mary Roldán.

2. Sobre Santa María la Antigua del Darién, además de las referencias en los cronistas, cabe rescatar los trabajos del Antropólogo Graciliano Arcila Vélez. Y sobre la muy ilustre ciudad de Santa Fe de Antioquia, los escritos de Beatriz Patiño, Ivonne Suárez y la producción del programa Memoria Cultural del Departamento de Extensión Cultural de la Secretaría de Educación de Antioquia.

3. Ver los trabajos del proyecto de investigación: Determinantes sociales y culturales para la pla-neación en la región Rionegro-Nare de las fases I y II, realizado en los años 87 y 88.

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La subregión de Urabá, por su parte, se integra a la vida económica antioqueña en los últimos treinta años del siglo XX, pese a que su importancia se registraba mucho tiempo antes, al menos en opinión de ilustres pioneros de la actividad empresarial4.

Sobre la subregión del Nordeste, tradicionalmente identificada como aportante del oro y la etnia negra a la vida antioqueña, el registro histórico nos lleva hasta los primeros tiempos de la colonización por el río Magdalena5. La recuperación de la importancia de esta parte del territorio se debe al auge de la explotación aurífera, con la introducción de sistemas microempresariales de resultados altamente esti-mados por los pobladores como es el caso de las pequeñas dragas.

Sobre la subregión del suroeste, en el siglo XIX, adquiere importancia desde el momento en el cual la economía del café toma el lugar más relevante de la par-ticipación en la riqueza agroproductora y agroexportadora nacional6.

El Área Metropolitana del Valle de Aburrá es fiel reflejo de un mosaico de culturas pueblerinas, muchas de las cuales están presentes desde el momento en que la violencia clásica expulsa campesinos de diversas partes de la geografía antioqueña y se van aglomerando en su capital y sus alrededores. No es tampoco posible encontrar un comportamiento citadino homogéneo, a pesar del peso de los estratos medios. Este poblamiento permanente implica oleadas portadoras de costumbres y valores diferentes, que han entrado en choque con las expresiones de mayor tradición citadina en más de una ocasión. Una memoria valiosa de esta realidad son las historias de los barrios escritas por los pobladores mismos, que han sido recogidas en los concursos promovidos por la Secretaría de Desarrollo Municipal.

Las demás subregiones antioqueñas se incorporan en momentos diferentes a la vida regional. Aquí reside uno de los puntos básicos para proponer que la familia en Antioquia no es ni ha sido una y única, en los casi quinientos años de existencia de la región que se vio sometida al mestizaje triétnico y que se configura cultural-mente de maneras distintas, en la medida en que la relación con el medio se hacía por causas diversas y por pobladores diferentes.

Las apreciaciones de Virginia Gutiérrez de Pineda (1976-1983) son de inigua-lable valor para entender el proceso general de mestizaje, y para captar los modelos

4. Hago referencia a personajes como Alejandro López, Gonzalo Mejía y en general la pléyade de hombres ilustres salidos de la Escuela de Minas. Al respecto ver a Mayor, 1984; y a Safford, 1989.

5. Véase a Brew, Roger et. al. También son importantes los recientes trabajos del Centro de inves-tigaciones Ambientales de la Universidad de Antioquia.

6. El profesor Víctor Álvarez ha emprendido la tarea de hacer la historia regional del Suroeste (Comunicación personal).

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con los cuales se configuraron las familias de los territorios que han tipificado la colonización antioqueña; pero ella misma ha reconocido en sus últimas exposiciones que falta mucho por entender de las partes del territorio que, aún siendo conocidas de tiempo atrás, entran a formar parte de nuevos modos de vida.

Nuevos hechos, nuevas formasEste último caso es el que hace importantes trabajos como el de Ligia Echeverri

(1984: 67-121), quien rastreó el comportamiento de la unión de hecho en Colombia, para mostrar realidades como las siguientes7:

La Unión de Hecho (UH) en la por ella llamada región de Medellín presenta los siguientes datos porcentuales para principios de los años 80: Unión Libre Es-table (ULE), 34.5%; Unión Libre Sucesiva (ULS), 27.3%, para un total de 61.8% de Unión Libre (UL). Para el Concubinato Simple (CS), 12.5%; y el Concubinato Doble (CD), 7.3%, para un total de 28.2% de concubinato.

La composición de la tipología familiar de hecho por grupos de edad, para la región de Medellín, enseña que en menores de 37 años la ULE es de 73.7%; la ULS es de 66.7%; el CS es 64.7%; y el CD es 50%. Mientras que en mayores de 37 años la ULE es 55.3%; la ULS es 33.3%; el CS es 66.7%; y el CD es 50%. Hay, en resumen, una tendencia creciente a replantear la organización familiar, teniendo en cuenta diversos factores, entre los cuales se pueden subrayar los siguientes:

Los distintos momentos en que se integran las subregiones a la Antioquia grande, anuncian la presencia de actores sociales herederos de patrones de conducta diversos, resultantes de procesos de mestizaje que incorporan contenidos nuevos a la vida familiar, doméstico-vecinal y pública.

Nos informa Echeverri que “A pesar de que las regiones de Medellín y Mani-zales presentan los menores índices de ULE, esta modalidad se presenta tanto en el campo como en la ciudad, y en estratos sociales medios, donde hasta hace una o dos décadas era prácticamente inexistente debido a las normas culturas y éticas propias de estas regiones con una marcada influencia religiosa, donde siempre ha predominado el matrimonio católico como forma aceptada de constituir familia”.

Y algo más: “La ULE se caracteriza en estas regiones por ser explícita tanto en las zonas rurales como urbanas”. Pero agrega otro hecho de interés: “En el área rural, la ULE muestra una tendencia a evolucionar hacia el madresolterismo, por abandono del hombre, o hacia la ULS cuando se reemplaza al cónyuge en una nueva relación convivencial”.

7. En adelante se habla de ULE para: Unión Libre Estable; ULS para: Unión Libre Sucesiva: CS para: Concubinato Simple; y CD para: Concubinato Doble.

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Una realidad adicional que informa de las diferencias de comportamiento fa-miliar se consigna así: “En las comarcas costeras, mineras y fluviales de las re-giones de Barranquilla y Medellín, la familia de hecho nuclear predominante es la constituida a través de la unión libre sucesiva. En este contexto regional, cultural y topológico, la familia extensa cumple un papel fundamental debido a la inesta-bilidad de la figura paterna que aumenta con los desplazamientos masculinos en búsqueda de trabajo”.

Un comportamiento que refleja el deterioro de la vida familiar y a la vez un drama que crea la inestabilidad hogareña, es el aborto. Según el Anuario Estadístico de Antioquia de 1985, en Medellín se registraron 7.034 abortos frente a 32.710 partos. En el Área Metropolitana la relación fue de 81.115 abortos frente a 38.107 partos. Y aunque el aborto es sancionado como crimen y pecado, se practica con medios antihigiénicos, poniendo en alto riesgo a la mujer.

La relación entre el sexo, el matrimonio y la familia dejan maltrecha a esta última. No se imparte educación sexual en familia ni en las instituciones escolares lo suficientemente adecuada para que se conozcan los riesgos de, por ejemplo, la promiscuidad, el goce sexual esporádico con persona desconocida, la prostitución. La cultura antioqueña se ha negado a recuperar el cuerpo en toda su dimensión, no sólo la del trabajo, incluso, la moda forzada constantemente por el consumismo, desprecia la estética del cuerpo. No se establece relación entre el cuerpo y el vesti-do; al primero se le impone el segundo porque lo que corresponde es “vestirse a la moda” o “usar ropa de marca”. Al viajar por la geografía pueblerina de Antioquia, se ven los contrastes más llamativos: tenis Reebok deambulando por parajes plenos de boñiga, minifaldas ascendiendo difícilmente por un camino de herradura.

El matrimonio se ha pensado culturalmente como el paso obligado a la pa-ternidad, a la maternidad y a la familia. De allí que no sea difícil encontrar un dualismo en el comportamiento varonil: madre para la procreación y prostituta para la recreación. La “liberación de cadenas” muchas veces es el descubrimiento desaforado y enfermizo del sexo que no se conoció en su plenitud. La sexualidad reprimida es causante de muchos dramas en las familias de Antioquia.

Desde otro lugar se puede percibir la dinámica del cambio en la familia, para conducirnos a nuevos tipos el sociólogo Ovidio Tamayo (1987:2-9) indica que para el año 85, en el Área Metropolitana de Medellín se registraron 15.838 hombres separados, frente a 44.050 mujeres en igual situación. El aumento registrado por los censos de 1973 y 1985 indicaba un cambio de 1.7% a 3.6% en la misma área.

La iniciativa de la separación, dice el mismo autor, cambió del hombre a la mujer. Si antes de los años 50 el hombre optaba por separarse ante la infidelidad de su esposa, o en razón de haber conseguido otra mujer con quien vivir, ahora es la mujer, capaz de valerse por sí misma, quien toma la iniciativa.

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Otro dato importante es que “Las mujeres casadas y separadas de los estratos socioeconómicos alto y medio están acudiendo, en más de un 50% de los casos, a los trabajos remunerados fuera del hogar y a los centros docentes. Las mujeres casadas y separadas de los estratos populares, a duras penas llegan al 30%”. En 1985, en Medellín, por un hombre separado había tres mujeres. “La mujer ya no sólo es del hogar, también es del mundo”.

La Iglesia “ha venido perdiendo su influencia sobre la conciencia de los creyen-tes”, nos dice Tamayo, realidad que nosotros hemos encontrado en nuestras propias investigaciones (Henao, 1985). Evidentemente, hay cambio en la “apreciación y las creencias de las personas frente a los dogmas” y cierto también que “El matrimonio por el rito católico está perdiendo aceptación en todos los estratos sociales y, en especial, en el popular. Muchas parejas están optando por el matrimonio civil o por la unión libre. Según el censo de 1985 en Antioquia habían 211.616 personas en unión de hecho”.

La Iglesia fue un estructurante cultural en la familia, ubicándose muchas ve-ces en el lugar del padre ausente, con el cura como consejero de la madre y como educador con el mensaje bíblico. La ética ciudadana estaba cruzada por los postu-lados teológicos y las imágenes del mundo trascendental. Todo esto deja de tener vigencia, con el agravante de que no surgió una ética secular. El maestro no se apersonó de esta tarea por su postura contestataria frente al Estado, que lo llevó a negar un discurso propio para la sociedad desacralizada.

La realidad del estado civil o conyugal, de acuerdo con el censo de 1985, para Antioquia, nos pone de cara a cambios de conducta que anuncian tipos nuevos de familia. Veamos algunas estadísticas:

En una población de 2´939.116 para Antioquia el 49.3% eran solteros, el 35.3% casados, el 7.2% estaban en unión libre, 2.9% estaban separados o divorciados y había un 4.2% de viudos (Dane: 1986).

En una población de hombres que representaba el 48.29%, había 25.14% de solteros, 17.50% de casados, 3.51% de unión libre, 0.80% de separados o divorciados y 0.74% de viudos. En una población de mujeres que representaba el 51.71% había 24.17% de solteras, 17.82% de casadas, 3.67% de unión libre, 2.06% de separadas o divorciadas y 3.43% de viudas.

Salta a la vista en primer lugar el alto porcentaje de mujeres frente a hombres separados: 1.26% por encima. También hay una tendencia dominante en el sexo femenino de uniones libres frente a los varones: 0.16% por encima.

Si se compara con la situación de 1964, podemos ver que de 2´477.299 personas censadas en ese año, el número de hombres en unión libre representaba el 0.77%, mientras que el de mujeres era de 1.15%, lo que indica que hay un incremento significativo de alternativas de unión conyugal y de familia en el departamento. La

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población de casados en hombres era de 12.32% y en mujeres era de 13.16%. En términos proporcionales, también aumentan los matrimonios. Lo que no se hace explícito en los censos es la opción matrimonial escogida la civil o la religiosa (Dane, 1987).

Pero todas las informaciones recogidas por investigadores contemporáneos subrayan la conducta “antimatrimonial” de los colombianos. Lo dice Teresa Boca-negra Saavedra (1987), presidenta nacional de la Unión de Ciudadanas de Colombia en su conferencia inaugural del III Congreso Nacional Mujer y Familia: “La crisis de la familia nos rodea por doquier: Las estadísticas colombianas hablan de una reducción drástica hacia el matrimonio en un 60.4% en 1973 a un 57.16% en 1978. En sólo cinco años en la edad de la consolidación de los matrimonios (34 a 39 años) con índices de otras formas de vivencias familiares que alcanzan en el año de 1978 hasta 28.6% entre uniones libres con 17.4% y divorcios con 11.2%”.

El cuadro antioqueño lo dibujan autores como Julio César Montoya y Azu-cena Vélez (1987:3-23), quienes al mirar “La familia colombiana a través de los censos” encuentran que el comportamiento de las uniones libres en las capitales de departamento son, para Medellín, en 1973: 15.028, y en 1985: 65.508, lo que indica un aumento en 50.554, o sea 4.4 veces. La comparación del comportamiento entre casados y en unión libre, del departamento frente a la capital, muestra que la relación departamental es 82 casados por 18 UL frente a 86 casados por 14 UL en Medellín.

Los mismos autores plantean una transformación de valores en la familia de Medellín, comparada por estratos (medio y alto frente a popular). En estos cuadros merece resaltarse la respuesta de los hombres menores de 40 años frente a las mujeres cuando afirman que ellas aceptan el cambio social de manera moderada (un 68.6% de las respuestas). De igual modo y a la inversa, las mujeres menores de 40 años (en el 43.8% de los casos) afirman que el hombre acepta los cambios moderados. Hombres y mujeres mayores de 40 años miran con mayor recelo las actitudes frente a lo moderno y muy moderno.

En los estratos populares la situación es a la inversa, ganan las posturas que se ubican entre lo tradicional y lo moderno, pero la tendencia se inclina hacia lo tradicional y muy tradicional, tanto en personas menores como mayores de 40 años. En el único caso en el hay un porcentaje mayor 51.5% es cuando los hombres dicen que las mujeres aceptan el cambio social pero de manera moderada.

Frente a la unión libre, los mismos autores enseñan algunos cuadros que vale la pena comentar. El primero hace referencia al estado civil anterior a la UL. Las respuestas en porcentajes, fueron ambos solteros, 52.5%; soltero(a) y casado(a) 39.2%; antes ambos casados, 3.1%; viudo uno de los dos, 5.2%.

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La duración de la UL frente al matrimonio muestra datos interesantes:

Años de UL Grupos de edad

20 a 29 30 a 39 40 y +

UL CAS UL CAS UL CAS

1 a 3 años 71.3 50.8 32.6 9.7 25.5 1.4

4 a 6 años 21.6 29.4 30.4 26.9 22.4 1.9

7 a 9 años 4.1 16.3 12.2 20.3 16.5 8.4

10 y + años 3.0 3.5 24.8 53.1 35.6 88.3

Queda en evidencia que la UL es una modalidad de unión privilegiada por los grupos más jóvenes, en tanto que el matrimonio es lo propio de personas con más de 40 años. Se observa también que después de los seis años la UL sufre un quiebre importante en todos los grupos de edad, siendo el más visible el que corresponde a quienes están entre 20 y 29 años. La otra percepción es que cuando aumentan los años de unión, tienden a parecerse la UL y el matrimonio.

Otro aspecto que los autores mencionados recogen es la opinión sobre la pre-ferencia de la unión libre frente al matrimonio legal:

Porque uno de los dos es casado 26.6%

No hay requisitos. En la relación libre no hay ataduras ni papeles 24.8%

Es una prueba. Nos podemos separar fácil. Existen menos compromisos y obligaciones 21.0%

La unión libre es como cualquier matrimonio: sólo el amor une a la pareja 19.6%

En la unión libre existe más preocupación entre ambos. El matrimonio termina el amor 8.0%

Frente al matrimonio católico la valoración merece resaltarse:

RespuestasEstratos

Medio y alto Popular

Bueno, da tranquilidad y seguridad 16.7 33.3

No le gusta, a la gente le va mejor sin casarse 6.7 5.0

Es sólo una costumbre, una tradición, un formalismo que perdió su valor 36.6 36.7

Un yugo muy obligante, indisoluble, esclavista 40.0 25.0

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No podemos afirmar que Medellín se confunde con Antioquia, en muchos aspectos, tampoco en el relativo al matrimonio y la familia; pero los elementos recogidos por otros investigadores y por nosotros mismos8, permiten decir que la situación del matrimonio y la familia en Antioquia y Medellín debe pensarse en términos de cambios significativos en la actitud y la conducta de la población frente a los modelos tradicionales en el sentido en que estos últimos son dibujados por Gutiérrez de Pineda.

Decíamos al comienzo que Antioquia es un mosaico de regiones y formas familiares. La posibilidad de caracterizar cada región en términos de familia sólo puede resultar de un trabajo de investigación que está por hacerse. Sin embargo, in-tentamos proponer un instrumento conceptual para proceder a esa tipologización.

Buscando caminos y callesEn el I Foro Regional sobre la Familia en Antioquia (Icbf, 1983:2-3) decíamos

para introducir una serie de pequeños estudios sobre el tema:

En Antioquia se produce un mestizaje racial y cultural triétnico que va a moldear la realidad familiar actual. La incidencia de usos, creencias, costumbres y valores de tres de los complejos culturales propuestos por Virginia Gutiérrez de Pineda cruzan el contorno geopolítico del departamento. Ellos son el de la montaña, el fluvio minero y el americano. Los movimientos migratorios van a producir dinámicas que rebasan los modelos anteriores, que transforman no sólo la eco-nomía sino también las relaciones sociales y las características culturales de las subregiones en que puede dividirse el departamento. El proceso migratorio de una a otras regiones fundamentalmente rurales (del Suroeste a Urabá, por ejemplo) tiene efectos muy distintos a los que se producen con las migraciones hacia el centro del departamento (Medellín y el Valle de Aburrá). En el primer caso el migrante se enfrenta a otro hábitat, a otras labores productivas y a otro entorno cultural marcado por la ruralidad. En el segundo caso, el migrante realiza cambios profundos en las pautas de poblamiento, en las relaciones productivas y en las expectativas culturales: lo urbano implica otra dimensión de la vida. La Antioquia de la que hablamos es diversa en lo económico, lo social y lo cultural; y es por ello diversa en lo familiar. Para hacer un diagnóstico de la realidad actual debemos postular de entrada la diversidad familiar en la sociedad antioqueña.

En el mismo foro, y a propósito de un acercamiento a la familia en el suroeste cafetero (Henao y Jiménez, 1983:17-35), proponemos abordarla bajo dos perspec-tivas, posibles en la medida en que los procesos económicos son más fácilmente detectables que los políticos o los simbólicos. Una es configurar agrupamientos

8. Para una mirada más detallada remitirse a los trabajos de Carvajal, 1986.

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“que comprometen al círculo de parientes afines y consanguíneos de acuerdo con el tamaño de las explotaciones, y su capacidad de reproducción a partir de la produc-ción económica. Se habla entonces de explotaciones subfamiliares que no suplen las necesidades básicas de reproducción familiar; explotaciones familiares que alcanzan a suplir las necesidades de reproducción familiar; y explotaciones multifamiliares que además de comprometer al grupo familiar en la producción, (o de incluso no requerirlo en pleno) demandan fundamentalmente trabajo asalariado”.

Dado que la tipología anterior deja de lado formas familiares que no tiene relaciones de propiedad con la tierra, como son los jornaleros, los aparceros y los arrendatarios, nos atrevemos a proponer la vía de identificar familias por modalidades de trabajo de la tierra. Así cabe hablar, por ejemplo, de familias de semiproletarios, en la medida en que todo el grupo se vea abocado a la búsqueda de un trabajo complementario al que realiza en su propiedad, para poder suplir las necesidades básicas. Otro caso es el de familias de jornaleros, en donde hay una tendencia a la especialización en la actividad asalariada, por fuera del entorno vecinal e incluso regional, es población potencialmente migrante a otros lugares en donde se trabaja en actividades diferentes a las originarias puede pasar de cafetero a bananero o a cañero, aunque no necesariamente se tiene que producir este desplazamiento de actividad laboral. Esta población empieza a constituir los asentamientos semiur-banos de muchas localidades.

Otro tipo de formas familiares se configura con agregados y aparceros, en las que se hace mención a una relación social de la producción en la que el dueño de la tierra entrega en compañía su explotación: “El agregado usufructúa vivienda, agua, leña, plátano, y demás alimentos disponibles en el área de pancoger. Se beneficia de la leche y puede poner a pastar reses. Como contraprestación, debe entregar su fuerza de trabajo y la de su familia al propietario de la tierra. Los la-zos de dependencia que se establecen sujetan al agregado al pago en especie y en dinero, tienen trabajo extra sin remuneración, por ejemplo, la mujer del agregado o sus hijas deben preparar y repartir alimentos para los jornaleros que trabajan en la explotación”.

En el mismo texto se plantea un fenómeno propio de la economía cafetera que sigue vigente: “Las variaciones estacionales que produce el cultivo de café generan períodos de desempleo y subempleo. La subsistencia debe buscarse por diversos medios, como pueden ser el trabajo intensivo en la microparcela o en las áreas de pancoger, el cultivo de hortalizas y otros alimentos, la cría de animales, el lavado de ropa y el servicio doméstico. Cuando estas condiciones mínimas para la subsistencia familiar tampoco se logran, se produce la desintegración familiar con la migración de los jóvenes, inicialmente hacia las cabeceras municipales y luego hacia los centros regionales”.

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Otro elemento que se recoge en el trabajo citado, hace referencia a los procesos de composición, recomposición y descomposición familiar, resultantes del compor-tamiento de la actividad económica. Puede hablarse así de formas familiares que se configuran por primera vez, heredando el modelo parental (nuclear o extenso) con posibilidades de autoabastecerse. La movilidad aparece con los procesos de recomposición y descomposición, derivados de la oportunidad de agregar riqueza en un caso o de privarse de medios de producción en el opuesto. La descomposi-ción ascendente, se asimila así a la recomposición, mientras que la descomposición descendente se asemeja a la pauperización progresiva.

Un aspecto adicional digno de rescatarse en el estudio que referenciamos, es el relativo a las formas familiares que superan la economía campesina por la vía de acumular excedentes que son utilizados en reinversiones productivas. Las explotaciones multifamiliares medianas y grandes dan figura al terrateniente y al hacendado. Hay quienes trabajan la tierra sin que estén apremiados, y hay quienes son ausentistas. En estas formas familiares aparecen los productores y comercia-lizadores de los productos del campo, quienes muchas veces tienen inversiones en otros frentes económicos, y circulan del campo a la urbe sin dificultad. Tienen distintos niveles de integración al medio urbano y se acercan a la que podríamos llamar, en genérico, familia burguesa o urbana.

La confusión de las urbesEn la gama de las familias de la urbe también podemos apropiarnos del camino

de la tenencia del territorio por un lado y de la vinculación productiva del otro. Se agregaría así un capítulo a la tarea realizada por diversos estudiosos de acercarse a tipologías derivadas de la modalidad de unión legal o de hecho, y ambas con sus variantes y a tipologías resultantes de problemas propios del entorno urbano, más que del rural, como la familia incompleta, superpuesta, rota.

En lo relativo a la tenencia de un territorio, decíamos en otra parte: “Si tomamos el promedio de 5 personas por familia para Medellín, tenemos 67.715 personas viviendo en tugurios e inquilinatos para 1987; además de viviendas en donde se evidencia extrema pobreza, la inestabilidad de la residencia es grande. Según el Dane, el 30.3% de las personas de Medellín pagan arrendamiento por el lugar que habitan” (Henao, 1989a:2-3).

En el mismo trabajo se hace referencia a un estudio de las cajas de compen-sación familiar de Antioquia en 1982, relacionado con el inquilinato, en el cual se concluye: “Viviendas en pésimas condiciones locativas y sanitarias, hacinamiento de la población de 3 a 6 personas por cuarto, sobreutilización de los servicios sanitarios y los lavaderos”.

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No hay duda de que en el medio urbano la apropiación del espacio familiar incide significativamente en el modo de vida, en las actitudes y conductas de los pobladores. Una serie de trabajos aportan elementos a la comprensión del problema. Vale la pena mencionar la película Rodrigo D No Futuro, del cinematografista Víctor Gaviria, en donde el testimonio visual ahorra palabras. El trabajo de Fernando Vi-viescas Monsalve (1989:131-155) pone más de un punto sobre las íes del asunto:

En menos de cincuenta años se ha desvirtuado el concepto de morada, es decir, la referencia espacial inmediata del descubrimiento y la sorpresa de la infancia, del temor y de la audacia juveniles y de la reflexión y la maduración adultas de todos los ciudadanos, para encasillarla en la idea del tugurio señalizado, institu-cional o de invasión.

Viviescas encuentra que “la ausencia del ciudadano del espacio público, inclu-so físicamente, más allá de la no participación de la población en su planeación, es resultado, en gran medida, de la no configuración de una cultura urbana que hubiese elaborado una reflexión sobre dicha espacialidad, de tal manera que en el ámbito político la mostrara en todo su potencial de realización ciudadana y que la sustentara como derecho del ente colectivo”.

Y si se vuelve al espacio doméstico, “parece como si desde cada unidad de habitación se lograra trazar una particular codificación para referirse a la identidad espacial del barrio que sólo entienden o dominan aquellos que están vinculados entre sí, por lo cual el control y conocimiento de la ubicación de cada individuo perteneciente a cada grupo puede ser relativamente garantizado”.

Hay una afirmación global y conclusiva que nos regresa a la indeterminación del ámbito territorial urbano para las familias que han resuelto hacer su vida aquí, dice Viviescas: “Mientras permanezcan vigentes las actuales concepciones políticas y culturales del espacio urbano, hacia el futuro no habría una evolución que vaya asumiendo y superando contradicciones y síntesis espaciales que se complejizan, sino que se presentará la imposición de una específica concepción del espacio, con la que la falta de identidad y de reconocimiento de los pobladores impedirá la conformación del barrio como un lugar para vivir”.

A propósito de la vinculación a la producción, un acercamiento al censo del 85 nos informa que para Antioquia, con 2´777.147 habitantes, el 46.0% de la po-blación económicamente activa se encontraban trabajando; y de la población eco-nómicamente inactiva, que era el 49.3%, un 0.5% era rentista, 1.4% eran jubilados o pensionados, 13.4% estudiantes, 24.5% estaban en el hogar, y había un 9.4% sin actividad conocida. La tasa de desempleo era de 4.8%. De un total de 48.18% de hombres, el 32.40% estaba trabajando; y de un 51.82% de mujeres, el 13.62% laboraba. La tasa de desempleo masculina era de 4.60% y la femenina de 5.28%.

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En Medellín, con 1´107.810 habitantes, el 44.1% de la población económica-mente activa estaba trabajando; y del 51.4% de población económicamente inactiva, 15.9% eran estudiantes, 23.6% se dedicaban al hogar, 9.4% no tenían actividad. Además, la tasa de desempleo era de 7.8%. En los hombres esta tasa crecía hasta 8.07% y en las mujeres mermaba hasta 7.35%.

A su vez las estadísticas departamentales para el año 85 informaban que la tasa de desempleo para Medellín alcanzaba el 15.7% y para toda el Área Metro-politana el 14.7%. El subempleo oscilaba entre 13.7% y 14.0% para Medellín y el Área Metropolitana.

Un estudio realizado por un grupo de investigadores de la Unión de Ciudadanas de Colombia en mujeres trabajadoras del Área Metropolitana llegó a conclusiones como las siguientes: Las mujeres están sujetas a sub-remuneración frente al varón, por el mismo oficio, porque éste tiene más responsabilidades, los empresarios irrespetan las prescripciones legales frente al trabajo femenino, aduciendo razo-nes económicas y culturales: la mujer pertenece primordialmente al hogar, hay tendencia en los esposos y compañeros a descuidar las obligaciones familiares, confiados en los ingresos de la mujer.

Un estudio del Icbf, regional Antioquia, concluye en 1983 lo siguiente:

Es muy alta la participación de la mujer en las actividades hogareñas. El desem-pleo golpea fuertemente a la mujer que ha entrado a las actividades económicas remuneradas y que se desarrollan por fuera del hogar, hay discriminación en el campo laboral, los empleadores prefieren vincular hombres, la mayoría de la población que acude al Icbf se encuentra percibiendo ingresos que no alcanzan el salario mínimo legal. El porcentaje de familias incompletas es alto entre los usuarios del Icbf en ellas, muy poco colabora el padre ausente. El trabajo de los menores, su huida del hogar, el ausentismo escolar, la delincuencia juvenil parecen ser patrimonio de estas familias (Henao, 1989a:6-7).

Los que “apedrean la gran costumbre”Y digamos algunas palabras sobre la situación de los jóvenes. Es en esta

franja en donde se agudizan los problemas. Delincuencia, drogadicción, farmaco-dependencia, prostitución, madresolterismo, aborto, son dramas de todos los días, especialmente en los conglomerados urbanos. Todos ellos rematan en una realidad que se ha pasado a calificar con dos nociones: Violencia y desintegración.

Según el Anuario Estadístico de Antioquia de 1986, los delitos por suma- rios iniciados en Medellín y el resto del departamento presentan el siguiente cuadro:

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Medellín Resto

Delitos contra la vida y la integridad personalHomicidio, lesiones personales, aborto, abandono de menores y de personas desvalidas.

14.063 13.808

Delitos contra la familiaIncesto, bigamia, matrimonios ilegales, supresión, alteración o suposición del estado civil y asistencia alimentaria.

366 357

El total de delitos por sumarios iniciados, en Medellín, fue de 50.961 y en el resto de 37.717.

La ciudad de Medellín sale a la vista muy maltrecha de todo lo que pasa en materia de contravención al Estado de derecho. Para no repetir estadísticas y con-clusiones por todos verbalizadas, quiero recoger unas pocas notas de un ensayo reciente que escribí a propósito de la juventud:

Al recorrer la geografía humana colombiana nos encontramos con territorios diferentes: asentamientos, aldeas, pueblos y ciudades. En todos ellos se esce-nifican cotidianidades diferenciables. Los actores son de diversas edades. Entre ellos están los jóvenes citadinos, los que alborotan, los que hacen locuras, los que aprendieron a fundirse en la moto con su ‘look’ estrambótico, los que ha-cen el culto al Métal, al rock; los que matan por la paga; los que se lanzaron de cabeza a la piscina de la droga y se ahogaron. La geografía urbana enseña también jóvenes ‘comedidos’ que asisten al colegio o la universidad y constru-yen pacientemente su futuro profesional. Unos y otros hacen uso de un tiempo y una edad que se les ha demarcado para el estudio, el deporte, el reformatorio, si exceden la cuota tolerada de agresividad natural. Pero quedan dudas: ¿Les ha abierto la sociedad un espacio para que sean jóvenes? ¿Qué saben ellos mismos de lo que es la juventud? El investigador que recorre territorios, que interroga a las gentes del campo, se encuentra con otra situación. A medida que las familias son más pobres hay menos jóvenes. La adolescencia campesina es un accidente biológico. Lo que sí vale cantidades es que cada joven es fuerza de trabajo barata o gratis. El salto a la productividad desde la niñez difícilmente admite tiempos para la escuela o la recreación. En este caso saltan preguntas: ¿Puede existir la adolescencia en el campo pobre? ¿Existe una vida distinta a la de la producción de bienes y la reproducción de la especie? Dos conjeturas podemos hacer: 1ª. En los conglomerados urbanos se presenta una gama de formas de la adolescencia que van desde su existencia plena y prolongada, hasta su no existencia sociocul-tural; 2ª. En las zonas rurales la adolescencia es una etapa de la vida que no se vive o se vive débilmente.

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El ensayo a que veníamos aludiendo dice un poco más adelante:

La adolescencia es un período de la vida en el que suceden muchas cosas que son las bisagras vitales que unen la niñez con la adultez, la fantasía con la realidad. No hay una adolescencia en sociedades concretas: hay muchas. Un reto para las

ciencias sociales es describirlas y analizarlas (Henao, 1989b).

Las columnas del statu quoLos viejos están del otro lado del espectro. En Antioquia, hombres y mujeres

han aumentado su esperanza de vida, pasando de 55.4 y 59.0 años respectivamente en 1964, a 60.5 y 64.9 años en 1982. La tendencia seguirá siendo positiva según los analistas (Marín, s.f.).

Para 1982 el 10.7% del total de la población eran ancianos; y para 1990 se calculaba en 12.4%. La relación entre hombres y mujeres se mantiene constante: 46.5%, frente a 53.5% respectivamente.

Solamente un 15% de los ancianos en 1982 contaba con algún tipo de segu-ridad social. Del total de viejos, 16.5% eran solteros y 69.5% casados. El 58.5% informaban haber hecho estudios primarios, el 13.5% nunca asistió a la escuela, el 23% hizo estudios secundarios y sólo el 5% ascendió a los estudios superiores. En el estudio que estamos retomando se formula una conclusión relevante: “En muchas páginas de este trabajo encontraremos a quienes menos acceso tuvieron a la educación, sin vivienda propia, al margen de la asistencia médica, sin recursos económicos. En suma, marginados y abandonados”.

Interrogados los viejos sobre dónde y con quién preferirían vivir, respondieron: Con la familia, 78%; en centros con gente de iguales condiciones, 13%; solo con atención a domicilio, 9%.

En 37 entrevistas realizadas en centros de bienestar del anciano en Bolívar, Santa Fe de Antioquia, Santa Bárbara, Yarumal, Cisneros, Rionegro, Santuario y Sonsón, sólo un 19% tenía como preferencia esta forma; un 73% se inclinaba por la familia, y un 8% por vivir solos con atención a domicilio.

Recogemos finalmente algunas conclusiones del estudio en referencia, en tanto ubican en el terreno socioeconómico el problema de la ancianidad en Antio-quia. Los ancianos viven una “grave situación económica reflejada también en el problema de la vivienda, que genera para la gente de edad actitudes de sumisión y dependencia; en el estado de nutrición, según el cual un 68% de los ancianos están subalimentados y desnutridos; en las condiciones generales de salud, sobre todo, en el sector no asegurado, en el estatus del viejo dentro del grupo familiar y social”. Se añade que el anciano sufre marginación laboral, que es un tipo de ais-

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lamiento “no específico de los viejos, aunque su causa sí es particular. Se da por ocurrencia del fenómeno biosocial de la edad; determinación caprichosa de topes, más allá de los cuales la sociedad ha decidido que el individuo sea improductivo”. Y agrega: “La improductividad necesariamente cobra forma en los ingresos, pero aún en el evento de una vejez solvente, y bien servida, la marginación laboral convierte al viejo en un ser disminuido, comprometiendo su realización personal y social”.

Hacen falta acercamientos al problema cultural que vive el anciano en Antio-quia que permitan proponer algo más que hipótesis; pero conviene sugerir algu-nas derivadas de nuestro contacto directo con este grupo de edad en los estudios que hemos realizado en los últimos años. El viejo es un marginado cultural en el entorno urbano, en la medida en que se torna carga onerosa para la familia y se le desconoce su papel endoculturador. Cambia la situación del viejo campesino, limitado físico, porque además de resistir el trabajo productivo hasta muy avanzado en edad, cumple la función de transmisor cultural para las nuevas generaciones. No sucede igual con el viejo ubicado en familias de estratos socioeconómicos bajos, en donde es pesada carga, que con el de familias de estratos medios y altos, en donde se tiene capacidad de sostenerlo, en donde muy seguramente él también es aportante económico por su jubilación o su renta. Pero ello no implica que a mejores condiciones de vida socioeconómica mejor estatuto para el anciano. Las distancias generacionales se han hecho tan grandes que los lenguajes, las modas y los modos de vida entran en colisión permanente generación tras generación. Si algunos ensayistas han visto quiebras generacionales fuertes entre padres e hijos, el asunto es más dramático con el mundo de los abuelos. En muchos pueblos antioqueños los únicos espacios disponibles para los viejos son su propio hogar, encerrados o casi enjaulados, las sillas del parque, y la iglesia; para unos pocos, los más pobres, el hogar del anciano; en la “metrópoli”, además de los pocos sitios de reclusión, las iglesias próximas al hogar y los cuartos hogareños; prácticamente no hay más. No se cuenta con espacios públicos para los viejos, e incluso edificios y vehículos de transporte colectivo están hechos para jóvenes y adultos, no para los usuarios de la “tercera edad”.

El mundo de “Daniel El Travieso”Nuestra generación ha caminado por décadas, tomada de la mano del terrible

Daniel, la política Mafalda y el existencial Carlitos. El mundo de los niños se ha vuelto complejo. Ahora están presentes en la vida hogareña mediante las tareas escolares, la lúdica institucionalizada, la televisión e incluso la educación no formal. Los niños ocupan espacios que no eran tan significantes en, por ejemplo, las viejas

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familias antioqueñas, en donde el ser niño era estar de último a la hora de la cena, después del padre y los mayores.

El niño es un interlocutor problemático, cada vez más, porque la respuesta a las preguntas que salen del programa de televisión o el diálogo escolar no encuentra resonancia en los adultos y en los padres.

En otro lugar afirmábamos que “un factor socializador terciario son los medios de comunicación, algunos de ellos como la radio y la televisión han desplazado muchas otras actividades de la vida familiar. El diálogo entre padres e hijos ha disminuido, la búsqueda de otras fuentes recreativas es menos exigente. Pero el problema de estos medios, reposa en el indiscutible efecto que ha empezado a tener en las conductas de generaciones radio y tele adictas, que asumen como ejemplo a seguir lo que el ‘modelo’ les enseña” (Henao, 1987:11-12).

No hay un niño, como tampoco un joven o un viejo, que sean los tipos ideales de la cultura antioqueña. Hay muchos niños, de estratos sociales distintos, con posibilidades de acceder a gamas muy variadas de educación e incluso a no poder gozar del papel y el lápiz. Hoy en día hay niños que están aprendiendo las artes del sicariato, y que no tienen empacho en amenazar con la muerte a alguien que los conmina a respetar el pacto económico adquirido con otro9. Pero hay niños también que recorren escenarios en Cantoalegre y gozan de las vacaciones creativas. Hay niños a quienes no se les da tiempo de pasar por jóvenes, porque incluso como niños son incorporados a la fuerza de trabajo familiar que se necesita para sobrevivir.

En el I Foro de Familia realizado por el Icbf en 1983, una buena parte de los trabajos que se presentaron estuvieron dedicados a la mujer y al niño. El niño se ha visto desde ángulos muy diversos: gestación, parto, puerperio, desarrollo psi-comotríz, apropiación del lenguaje, alternativas de socialización, protección frente al abandono, adopción, violencia. El Icbf se ha ocupado de estudiar en detalle los problemas del menor de la calle (Carvajal et al, 1981), y muchas monografías de grado de las facultades y departamentos de disciplinas sociales de la región se han ocupado de abordar el asunto.

En el trabajo sobre la niñez de la calle se hace un diagnóstico importante para lo que sucede en la familia, en las instituciones que atienden al menor, incluido el mismo Icbf. Los datos hasta 1979, han sido rebasados hoy; el problema es que no se ha agregado la información, mucha de la cual está en trabajos dispersos. En este trabajo se propone una tipología de los niños de la calle interesante: el niño que trabaja, el mendigo, el migrante y el gamin. Hoy la figura del menor abandonado ha hecho carrera.

9. Un psiquiatra nos comentaba la amenaza de que fue objeto por parte de un niño de 9 años contra su vida, porque le negó pago por cuidar su vehículo, dado que ya había pactado con otro infante, quien también fue conminado por su compañero.

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Donde hace falta profundizar es en el universo cultural de los niños. Si se acepta su protagonismo social, su capacidad de interlocución —que adquiere en ocasiones calidad de afrenta—, hacen falta estudios que semanticen el mundo infantil. Un paso interesante lo están dando los escritores antioqueños dedicados a la llamada literatura infantil Luis Fernando Macías y Jaime Alberto Vélez, porque han empezado a penetrar el alma de los pequeños con éxito singular.

¿Ellas cómo son?Vivimos en la hora una revolución de los géneros a la que el polo masculino se

ha negado a darle relevancia. Las mujeres por su parte adelantaron durante décadas una movilización feminista con toques variables de radicalidad, que les permitió adquirir un papel protagónico en todos los órdenes de la vida social. Me atrevería a afirmar que es un protagonismo de nuevo tipo, porque la mujer siempre ha sido vertebral cuando de fundar familia y sociedad se trata. No cabe aquí una extensa exposición sobre asuntos como la construcción del otro por parte de la madre en el hijo, ni lo que significa su ubicación en el punto más crucial del tránsito entre la naturaleza y la cultura.

Aunque todavía las estadísticas regionales informan de una situación difícil para la mujer, porque se ven sometidas al maltrato masculino, o porque se les ex-cluye o disminuye en su condición de fuerza de trabajo, el panorama es más claro. Cabe decirlo en una sola frase: La mujer adquiere todo el derecho a la palabra y a la acción, sin cortapisas. Llega a tal su autonomía que incluso comienza a sufrir en carne propia los efectos: mujeres ejecutivas en puestos públicos y privados so-metidas al maltrato verbal de quienes se ven afectados por sus decisiones; jueces asesinadas por asumir con todo el valor civil la aplicación de las normas vigentes; monjas dedicadas a la pastoral campesina que caen asesinadas por sicarios (muy seguramente pagados por gentes de extrema derecha); guerrilleras que caen en posición de combate; delincuentes que actúan con impresionante sangre fría en un asalto o asesinan sin compasión a su víctima. No se requiere de estadísticas en este punto porque es la información que estamos registrando en prensa, radio y televisión cotidianamente. Estamos simplemente haciendo un registro más para dejar testimonio de la hora. De todas formas vale la pena retomar algunos señala-mientos que hacen expertos del Icbf de Antioquia, respecto a problemas de violencia intrafamiliar (Arteaga y Rodríguez, 1987:16).

Mujeres de la comuna nororiental de Medellín, pertenecientes a estratos popu-lares, “Manifestaron haber recibido trato verbal violento y el 80%, maltrato físico que va desde los hematomas, heridas con armas cortopunzantes hasta fracturas y heridas con arma de fuego. Todas las participantes manifestaron la obligación de

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soportar la situación como un deber moral de la mujer por ser el maltrato una situa-ción inherente a la relación matrimonial o de pareja. De igual forma, en su mayoría argumentaban sus creencias religiosas como impedimentos para entablar o pedir un trato diferente. Un factor que inexplicablemente se justifica para el padecimiento de la violencia es el factor económico; y decimos inexplicablemente puesto que en su mayoría trabajaban o aportaban otras ayudas, con recursos que ellas mismas conseguían. En algunos de los casos, en los cuales el hombre no trabajaba y era mantenido por ellas, tardaron mayor tiempo en comprender la posibilidad de tener un trato respetuoso o la necesidad de tomar otra alternativa. Todas las asistentes esperaban que el compañero se fuera sin problemas o razonablemente y no era claro por qué deseaban convivir con ellas. El temor más constante para estas mujeres no era tanto su situación de maltrato, sino el llegar a ser acusadas de “malas mujeres” y este temor fue en muchos de los casos, el motivo de consulta”.

¿Dónde están los varones?“La religión, la iglesia y la maternidad desplazan la figura paterna” al punto

que “la iglesia aporta a la madre los elementos necesarios para criar a los hijos, desplazando al padre secular y ubicando en su lugar al padre eterno y a sus encar-naciones: Jesucristo, María Virgen, y todo el santoral”.

Respecto al “ejercicio de la hombría” afirmamos que “la cultura ha concedido al varón muchas funciones, algunas de las cuales se tornan duales y a veces anta-gónicas. Por ejemplo, tiene esposa para reproducir la especie y prostituta para el goce sexual. El negociante, la imagen tipo del hombre antioqueño, es el que sabe de todo y hace de todo: médico, finquero, político, comerciante, jugador, culebrero, macho, rebuscador, el paisa no se vara” (Tamayo, 1987).

También señalamos devaneos en la hombría: “El hombre lanzado a ‘las tinie-blas exteriores’, a ganarse el pan con el sudor de la frente, y su lengua —típico en el antioqueño—, no es una figura fuerte. Tiene una profunda dependencia ma-terna, nacida en el discurso socializador que nunca acaba. El homosexualismo del hombre en esta cultura tiene un referente familiar obligado. El varón divorcia el sexo como goce del sexo y como reproducción. La soltería masculina puede estar acompañada del solaz en el hogar materno, acudiendo de vez en cuando al goce sexual con miembro de igual o diferente sexo. Igual pasa con el esposo-padre. No es sólo el hijo sino también el padre el que parece tener el derecho de madre o esposa ‘asexuada’, mientras que para el desfogue emocional se busca el prostituto de ocasión”.

Los problemas de la violencia social que aquejan al departamento tienen en los varones, especialmente jóvenes, a uno de los grupos más vulnerables. Para el

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15 de noviembre de 1989 se informaba en radio y prensa que el promedio de per-sonas muertas violentamente cada día se elevaba a 13. Se indicaba, además, como hay hasta 32 casos de muerte violenta en un fin de semana. La vulnerabilidad de la que hablamos no sólo hace referencia a varones sino además a territorios. Las zonas de frontera, de colonización, en la Antioquia actual: Urabá, Magdalena Me-dio, Bajo Cauca, Suroriente extremo, Noroeste, ponen una cuota de sangre que se torna apabullante, frente al resto del país. Y ello no implica que se olviden otras regiones en donde la situación no es más favorable.

Lo que se quiere subrayar es que las víctimas y los victimarios de tal clima de inseguridad son en su gran mayoría varones que tienen edades entre 18 y 35 años. Muchos son los datos recogidos en investigaciones de campo que hablan de migrantes masculinos a tierras nuevas (“la caliente” dicen en el Oriente para hablar del Magdalena Medio), que se van apertrechados de decisión para conquistar nuevos espacios, aunque sea a costa de la propia vida.

El narcotráfico canaliza mucha de la energía contenida en cantidades de jóvenes varones, para quienes el drama del No Futuro, es la justificación expedita que se esgrime cuando se les interroga.

¿Qué queda?Tanto las formas familiares rurales como urbanas de la Antioquia actual deben

ser pensadas teniendo en cuenta un significativo número de variables. No es posi-ble encasillar en un modelo único lo que sucede en Urabá con lo que acontece en el Oriente o en Medellín. No basta con hablar de familia nuclear o extensa, ni de unión rota o distintas variantes de la unión de hecho. La familia que se configura en los años 80 y que entra en acción para los años 90 del siglo XX, tiene múltiples formas, unas más próximas a viejos modelos rurales incluso modelos decimonó-nicos y otras llegan a la cada vez más reconocida díada filioparental, en donde la vida la hacen padre e hijos o madre e hijos, y hay una separación grande entre afectividad-socialización y relación erótica.

Se puede afirmar que no sólo cambian las formas de familia, sino que además entran a intervenir nuevos mecanismos e instrumentos para la socialización. Hoy en día es imposible hablar de educación en familia y olvidar la presencia del re-ceptor de televisión, e incluso, del radio por donde se transmiten mensajes de toda naturaleza, que tienden a incidir en creencias, actitudes, valores y comportamientos de todos aquellos que están sujetos a la socialización, sean niños, jóvenes, adultos o ancianos. Es claro que el mayor impacto se causa en quienes tienen su mente abierta a lo nuevo porque para ellos es novedoso vivir y los medios les ayudan a empezar a vivir más temprano. Pero no puede olvidarse el efecto subliminal que

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los mensajes audiovisuales tiene sobre el receptor, con los cuales sutil y lentamente se configuran nuevos modos de ver y vivir la vida.

Lo dicho deja interrogantes sobre la pertinencia de contar con la familia para emprender la tarea de construir una ética civil y ciudadana que acabe con las pa-tologías sociales de hoy.

Debe reconocerse ante todo que por un hecho de naturaleza, o sea la inmediatez en la procreación de la mujer con el hijo, hay de entrada un universo de posibilida-des para incidir en la tarea de configuración de la personalidad básica. A la mujer le cabe un papel protagónico indiscutible, siempre y cuando se le capacite física, psíquica y culturalmente para asumir la maternidad.

Por el lado masculino la situación es más difícil, en tanto la lejanía real en el proceso de gestación y parto puede llevarlo a no sentirse comprometido con tareas de socialización. Un primer paso, que se está dando sutilmente, y con el cual po-drían vencerse barreras, es la obligación cada vez más clara que tiene el hombre de valerse por sí mismo. Puede parecer obvio, pero cuando el varón sabe que tiene que arreglarse su ropa, hacerse su comida, limpiar “los trastos”, barrer la casa, comprar lo que va a consumir, pagar la renta, en fin, entrar en la rutina doméstica, va a tener mejor disposición cultural para asumir la tarea de la paternidad.

En nuestra mirada, la socialización primaria sigue siendo un trabajo básica-mente familiar, sometido a todas las fallas que puede tener una maternidad o una paternidad mal asumida. El diálogo que retroalimenta no se obtiene con el aparato de audio o video. Un diálogo desordenado, apasionado, cargado de afectos, con múltiples formas de comunicación verbal y no verbal, no se logra con una pantalla de 14 o 21 pulgadas. De allí que sea válido insistir en que para la familia como socializador primario no hay remplazo.

Tampoco lo son la escuela ni la iglesia. Sobre la última no vale la pena insistir mucho porque su inserción en el mundo doméstico la hemos planteado a través del discurso materno y así su influencia resulta mediada. Ameritan sí, tanto iglesia como religiosidad, una reflexión de mayor envergadura, pero en otro lugar y momento.

La iglesia ha sido el “para-estado” en muchos lugares de la república en donde el Estado mismo ha sido ausencia centenaria. Su alejamiento de muchos escenarios en donde fue la única institucionalidad por mucho tiempo, con el correr de las últimas décadas, deja a la sociedad civil sin protector responsable. Un problema más es que esta sociedad no fue entrenada para actuar por su propia cuenta en la tolerancia y el diálogo para concertar proyectos de vida, imágenes de futuro.

La escuela por su parte sí ha sido pensada por muchos como el lugar natural en donde debe darse la socialización, habida cuenta de la “falta de tiempo de papá y mamá” para atender a los hijos. No es posible aceptar sin beneficio de inventario el trabajo que se hace en las aulas. Allí hay programas, discursos institucionales,

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que se diseñan para formar la conciencia del alumno. No hay y, no tiene por qué haber, lugar para la afectividad y el “desorden”. Si se da tiene que permanecer bajo control, no caben los desbordamientos. Una “razón de estado” media entre el docente y el discente. La espontaneidad prácticamente resulta forzada. Solamente cuando se separan la actividad pedagógica de la convivencia vecinal, puede encon-trársele otra dimensión a quienes representan los papeles de profesor y alumno. No es la escuela un espacio doméstico; todo lo contrario, es público y posibilita otro tipo de relaciones, las públicas, precisamente. Aunque se pretenda que ella puede reemplazar la familia de orientación, no es fácilmente demostrable cuando se hace la evaluación del ejercicio magisterial.

Le queda a la familia, por tanto, una tarea que puede hacer sin la esperada calidad: endoculturar (así se dice en Antropología para enfatizar la calidad intra-grupal del hecho), pero que produce marcas en la historia de la vida de cualquier ser humano que se vuelven imborrables.

La familia en el plan de desarrolloUna última anotación merece la aparición en el plan de desarrollo del tema

de la familia (DAP, 1989). Allí se concibe como “institución social básica en cuyo interior se realizan funciones tan importantes como la socialización, la reproduc-ción, la afectividad y la protección”. Se hace, además, un rápido diagnóstico para reconocer “la situación precaria en que se encuentra un alto porcentaje de hogares en razón de sus bajos ingresos y de la insatisfacción de sus necesidades básicas lo que ha propiciado la descomposición social y familiar que se manifiesta en los pro-blemas de sus miembros, tales como desnutrición de madres y niños, drogadicción y delincuencia juvenil, desatención a la vejez, violencia intrafamiliar”.

De la definición y el diagnóstico se desprenden varias políticas y programas, orientados a resolver los problemas de “los miembros más vulnerables”. Se concluye entonces en la necesidad de dar atención integral al menor de siete años, promover la educación preescolar, impulsar un sistema de atención nutricional, propiciar la educación de los padres de familia, ampliar y mejorar la atención a la tercera edad y la invalidez, promover la organización y el desarrollo comunitario y dotar a las comunidades de medios de comunicación en formación que ayuden a enriquecer la vida cotidiana y ayuden a darle participación a la familia en decisiones y programas para el desarrollo local regional y nacional.

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Visión histórico-antropológica del padre. Esbozos de obertura en cuatro tiempos*

MotivacionesLa primera: El padre ha existido en la cultura desde que la sociedad humana

tiene memoria de su existencia. Al mirar la literatura griega, encontramos nociones fundadoras de las sociedades hoy llamadas occidentales en las que se esboza el papel del varón a pesar del esclavismo. Al saltar al medioevo, el régimen feudal parece centrarse alrededor de la figura de un gran amo en un territorio vasto, en donde la fortuna, el alimento y el honor se engalanan de varonilidad. Otro brinco, hasta el Quijote barroco, nos ubica en los senderos del patriarcalismo hispanoame-ricano. Un viaje fugaz por algunas etnias del mundo que han sido reconocidas por antropólogos nos pone frente a la figura del padre funcional dentro de cada una de ellas. El padre ha estado siempre, jugando papeles distintos en la vida de familia, según sea el peso y la forma que esta institución tenga en la sociedad.

La segunda: Tres relaciones fundamentales se construyen a partir de la familia: alianza, consanguinidad y filiación. Con las dos primeras se piensan las relaciones horizontales y oblicuas (siempre que entendamos consanguinidad como relaciones de sangre entre hermanos, primos, tíos, sobrinos). Con la filiación se hace referencia

* Tomado de: texto presentado en el seminario El padre imagen y función en la familia y en la inter-relación con los hijos. Medellín, 15-16 agosto de 1990. Fundación para el Bienestar Humanos. Mimeo.

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explícita a la comunicación entre padre-madre e hijos. La literatura acumulada sobre el tema de la díada madre-hijo es amplia; pero queda el beneficio de la duda sobre el grado de análisis que ha merecido el varón en su estatus-rol de padre.

La tercera: La noción de padre (como la de madre) no se puede reducir a tér-minos biológicos, por la función procreadora en la que toma parte protagónica; ni a términos, psicológicos, por el imaginario que el individuo construye alrededor de su padre. Hay dimensiones socioculturales que sobrepasan el nivel de las versiones patologizantes. Nociones como las de poder, autoridad, saber, fuerza, habilidad, riesgo, aventura, protección, defensa, provisión y otras tantas, se ubican en el ángulo varonil paterno de la tríada estructural de la familia.

La cuarta: La realidad familiar colombiana nos enfrenta con lo que podemos llamar sin equívocos crisis de la función y la figura paterna. Hay muchos motivos para hablar así, entre otros podemos ver que por la entrada de la mujer en el ámbi-to laboral con igual y superior calificación al varón, éste quedó desplazado como exclusivo proveedor económico, llegando al punto de convertirse, muchas veces, en dependiente absoluto de aquella. El Estado resolvió hace más de dos décadas asignarle al padre dos responsabilidades: reconocer al hijo de sangre y sostenerlo materialmente. Persistentemente hablan los agentes del Estado en las instituciones que atienden los asuntos de la familia y la comunidad, de la familia como asunto de madres. Y cuando se trabaja entre familias y se intenta el acercamiento al padre, éste asume que el tema hogareño es de competencia femenina. Los problemas de-lincuenciales que agitan al país en los últimos años, con excesos como el del sicario y el narcoterrorista, enseñan en los jóvenes víctimas-victimarios una constante de vacío de padre. Todos preguntan ¿Qué se hizo el señor?

Las preguntas por el padre son muchas y variadas, ameritan por tanto unos esbozos de obertura en cuatro tiempos, acerca de las imágenes que las culturas se han hecho alrededor suyo.

Tiempos griegosLa voz de Apolo en las Euménides anuncia el peso del varón sobre la

hembra:

No es la madre engendradora del que llaman su hijo, sino sólo nodriza del germen sembrado en sus entrañas. Quien con ella se junta es el que engendra. La mujer es como huéspeda que recibe en hospedaje el germen de otro y le guarda, si el cielo no dispone otra cosa. Te daré la prueba de mi proposición. Se puede llegar a ser padre sin necesidad de madre, y de ello aquí tenemos un testigo, la hija de Zeus Olímpico, que no se nutrió en las tinieblas de materno seno; pero criatura cual diosa ninguna hubiese podido engendrarla. (Esquilo, 1962:281).

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La instauración del régimen patriarcal, del dominio del principio masculino trascendido a condición divina, para diferenciarlo radicalmente de la mujer ubicada en estado de naturaleza y por ello sólo instrumento procreador cuando es requerido. Coincide además con el nacimiento de la justicia y la ciudadanía, como lo consigna Atenea en la misma obra:

Ciudadanos de Atenas, que vais a juzgar por primera vez en causa de sangre, mirad ahora la institución que yo fundo. En adelante subsistirá por siempre en el pueblo de Egeo este senado de jueces. Y aquí (en el Areópago) velarán por los ciudadanos el respeto y el temor, igual de día que de noche, y contendrán la injusticia mientras los mismos ciudadanos no alteren las leyes. Oíd mi consejo, ciudadanos que habéis de mirar por la república: no rindáis culto a la anarquía ni al despotismo; pero no desterréis de la ciudad todo temor, que sin temor no hay hombre justo. Yo os doy (termina diciendo) un tribunal que nadie podrá co-hechar; venerado, severo, guarda de esta ciudad que velará por los que duermen (Esquilo, 1962:282).

Ratificación de un postulado que ha hecho casi ley la ciencia social: con el hombre al mando se reconoce la vida pública, aparece el Estado como ordenador de las relaciones sociales. Es el momento de “la intervención”, como dirá Lévi-Strauss (1969:68) cuando ratifica el surgimiento de la regla o sea la cultura. Es además la confirmación de la desigualdad, del sometimiento, del poder y la autoridad, de la misma manera que aparecen las voces de la esclavitud o de la servidumbre. La voz de Atenea es patética:

Este es mi voto que añadiré a los que haya en favor de Orestes. Yo no nací de madre, y, salvo el himeneo, en lo demás amo con toda el alma todo lo varonil. Estoy por entero con la causa del padre. No ha de pesar más en mi ánimo la suerte de una mujer que mató a su marido, al dueño de la casa. Orestes vencerá, aún en igualdad de votos por entrambas partes (Esquilo, 1962:284).

Se fundan la casa y la patria, en un movimiento divino y humano que deja el pasado matriarcal para memoria de los templos (Esquilo, 1962:286).

Medea, por su parte, nos cuenta Eurípides, emprende protesta por la imposi-ción masculina:

No mora la justicia en los ojos de los hombres, pues antes de conocer a fondo a los demás, odian a la simple vista, sin ser provocados a ello por injuria alguna. Mi esposo, el peor de los hombres, me ha abandonado, cuando en él tenía cifrada mi mayor dicha; de todos los seres que sienten y conocen, nosotras las mujeres somos las más desventuradas, porque necesitamos comprar primero un esposo a costa de grandes riquezas y darle el señorío de nuestro cuerpo. No es honesto el divorcio en las mujeres, ni posible repudiar al marido. Habiendo de observar nuevas

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costumbres y nuevas leyes, como son las del matrimonio, es preciso ser adivino, no habiéndolas aprendido antes, como sucede, en efecto, para saber cómo nos hemos de conducir con nuestro esposo. El hombre, cuando se haya mal en casa, se sale de ella y se liberta del fastidio o en la del amigo, o en la de sus compañeros, verdad es que dicen que pasamos la vida en nuestro hogar libres de peligros, y que ellos pelean con la lanza; pero piensan mal, qué más quisiera yo embrazar tres veces el escudo que parir una sola. Pero tu suerte es distinta de la mía, y contigo no rezan mis palabras; ésta es tu patria, éste tu hogar paterno, y aquí disfrutas de las comodidades de la vida y del trato de los amigos (Eurípides, 1962:855-856).

Un nuevo régimen, tiempos de hombres, fin de los reinos de dioses ante las leyes que han tomado en sus manos, que los llevan incluso a reconvenir a la natu-raleza que impone a la mujer. Las palabras de Jasón son duras: “Convendría que los mortales procreasen hijos por otros medios, y que no hubiese mujeres, y así se verían libres de todo mal” (Eurípides, 1962:865).

En la tradición de los pensadores evolucionistas, el mundo griego, igual que el romano certifica un proceso largo de transformaciones sociales que termina con el régimen matriarcal en beneficio del patriarcado. Empiezan con el neolítico la agricultura y la metalurgia, y “paralelamente, el parentesco se convirtió en patri-lineal, el estatuto de la mujer declinó y el hombre, después de haber adquirido ‘la inteligencia metalúrgica’, se convirtió en el elemento preponderante en la familia y la sociedad. Mientras que, durante millares de años, la Diosa Madre había sido el único objeto de veneración, empezaron a aparecer estatuillas con representacio-nes masculinas y el símbolo masculino, el falo, fue modelado en barro y grabado en piedra” (Andrée, 1974:27). En la mirada de pensadores como Lewis Morgan, Federico Engels y Gordon Childe, “la inteligencia metalúrgica” adquirida por el hombre en la segunda revolución neolítica, le signó “preponderancia dentro de la familia y la sociedad” (Andrée, 1974:27).

También se inaugura, en la concepción evolucionista, el matrimonio monó-gamo, con el dominio masculino, con un régimen desigual de tratamiento para cada sexo, en detrimento de la mujer, con la consolidación de la propiedad privada y la transmisión patrimonial vía patrilineal.

Las dudas que deja el esquema anterior, por la secuencialidad de regímenes basados en el sexo (primero el matriarcado, después el patriarcado y el final feliz matri-patri o ni matri ni patri), ha sido planteada muchas veces por autores como Durkheim, Lévi-Strauss o Parsons, para citar nombres de relevancia. Lévi-Strauss afirma un punto de mira distinto, en donde la relevancia se pone en la diferencia-ción cultural de las posiciones y las funciones de hombres y mujeres en cualquier sociedad, en virtud de reglas de intercambio y reciprocidad que hacen de la mujer “un bien escaso pero esencial para la vida del grupo”, “un bien cuyo reparto re-

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quiere la intervención colectiva”, sobre todo “porque las mujeres no son, en primer lugar, un signo de valor social sino un estimulante natural y el estímulo del único instinto cuya satisfacción puede diferirse: el único, en consecuencia, por el cual, en el acto de intercambio y por la percepción de la reciprocidad, puede operarse la transformación del estímulo en signo y, al definir por este paso fundamental el pasaje de la naturaleza a la cultura, florecer (el intercambio) como institución” (Lévi-Strauss, 1969:75-103).

La relectura de los griegos podría conducirnos a una reflexión que en lugar de afirmar el matriarcado primero y el patriarcado después, reconozca el juego combinado de ambas fuerzas en el moldeamiento de una sociedad que hace pala-bra humana su identidad, en un forcejeo permanente con los dioses, del cual salen gananciosos los ciudadanos. En palabras de Esquilo (Lévi-Strauss, 1969:292): “Ja-más se empape el suelo en la sangre de los ciudadanos, derramada en fratricidas y vengativas contiendas, sino antes con el deseo del bien común sean unas sus mutuas alegrías y unos también sus odios: que en la unión tienen los hombres el remedio de sus mayores infortunios”.

Tiempos de nobles y plebeyosLas pugnas territoriales en el medioevo temprano fortalecieron las familias

extensas, entre nobles, campesinos y mercaderes. El prestigio y el poder se mi-dieron en vasallos y parientes. La presencia femenina se hizo significativa en la medida en que operase este tipo de familias. Los linajes con bisabuelos comunes sirvieron de vehículos para las alianzas en las guerras. El honor se tornó ley y motivo de agresiones y venganzas. Con las fases superiores del medioevo, los estados, en su proceso de recuperación del poder civil en la medida en que asu-mían el control de las tierras, impusieron la transmisión del nombre de familia del padre para facilitar los trabajos de la policía y la administración; y al tiempo, determinaron la autoridad paterna en la familia conyugal. Hicieron del hombre el aliado en detrimento de las mujeres y con ello contribuyeron a la contracción de las familias extensas en beneficio de las formas nucleares. De todos modos, en la versión de los historiadores, en la Roma Antigua y en la Edad Media existieron dos fuerzas nucleadoras de parientes que actuaron combinadamente, favoreciendo regímenes patriarcales: familia extensa y familia nuclear, participando ambas en un comercio creciente entre pueblos distintos, fundación de ciudades y pueblos, apertura de vías de comunicación y en fin, consolidación del estado feudal (An-drée, 1974:35-37).

En la tradición evolucionista las sociedades feudales refuerzan el principio paterno, ligándose en especial a una actividad pública: las guerras territoriales,

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y a su complemento obligado: las alianzas de sangre (con la mujer como valor supremo del intercambio), como garantes de paz. En este contexto la diferencia entre los sexos es vital para desarmar los espíritus. Pero hay un elemento adicional, que hace diferente la polaridad que aquí se dibuja: el padre como poder adquiere más claramente la imagen de padre como autoridad y sabiduría, en otras palabras, la imagen del patriarca, del guía bajo cuya dirección se superan los escollos de la cotidianidad en beneficio colectivo (para jóvenes y niños e incluso adultos jóvenes de ambos sexos)1.

Tiempos cervantinosDon Quijote anuncia la lengua pero también la cultura hispana que habrá de

tomar posesión del nuevo continente a partir del siglo XVl. El ordenamiento familiar es parte del abecedario cervantino:

Los hijos, señor (dirigiéndose a Sancho), son pedazos de las entrañas de sus padres, y así, se han de querer, o buenos o malos que sean, como se quieren las almas que nos dan vida; a los padres toca el encaminarlos desde pequeños por los pasos de la virtud, de la buena crianza y de las buenas y cristianas costumbres, para que cuando grandes sean báculo de la vejez de sus padres y gloria de su posteridad (De Cervantes, 1978:155).

Por otra parte, Fray Bernardino de Sahagún (1982:13) consigna en breves notas sus tesis:

El padre es la primera raíz y cepa del parentesco: la propiedad del padre es ser diligente, cuidadoso, que con perseverancia rija su casa y la sustente. El buen padre cría y mantiene a sus hijos y dales buena crianza y doctrina y ríñelos y da los buenos ejemplos y buenos consejos y hace tesoro para ellos y guarda: tiene cuenta con el gasto de su casa y regla a sus hijos en el gasto y provee las cosas de adelante. La propiedad del mal padre es ser perezoso, descuidado, ocioso, no se cura de nadie, deja por flojera de hacerlo, que es obligado, pierde el tiempo en balde.

La instauración del padre bajo patrones trascendentes, en la ortodoxia judeo-cristiana, es la guía ética que irrigará las sociedades neohispánicas; y que se impondrá incluso sobre las sociedades indígenas a despecho de sus principios avunculares e incluso patrilineales. La versión misionera permitirá trasladar la óptica europea al discurso indígena. Lo dice Ralph Beals (1982:100-104), confrontando la obra de

1. Ver a Engels, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Diversas ediciones, ver en especial, la presentación sobre la familia esclavista grecoromana, la familia germánica y la familia monogámica.

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los cronistas con lo que sucede en las sociedades indígenas mexicanas del siglo XX: “El jefe repartía cada año la tierra entre los hombres casados, de acuerdo con el tamaño de sus familias. Esto representa las condiciones imperantes después de la cristianización”. Y más adelante, hablando de los mayas, encontrará que “los nombres de los padres duran siempre en los hijos; en las hijas no. A sus hijos e hijas los llamaban siempre por el nombre del padre y de la madre; el del padre como propio, y el de la madre como apelativo”. Y termina afirmando “Que los indios no admitían que las hijas heredaran con los hermanos sino por la vía de piedad o voluntad”.

El régimen patriarcal se erige bajo dos pilares básicos: la imagen del padre eterno, que todos suponen modelador de voluntades humanas; y la imagen del proveedor de bienestar material, para lo cual su ausencia del entorno familiar se justifica siempre. Y hay un elemento adicional, que repite con fuerza la antropología contemporánea: el padre está ahí para darle un nombre al hijo. Lo dice así Lucy Mair (1972:10-19):

En la mayor parte de las sociedades humanas conocidas las madres y los niños dependen de los hombres para algo más que la mera protección física. En reali-dad, en una sociedad políticamente organizada, esa responsabilidad no incumbe individualmente al marido. En casi todos los lugares del mundo, el niño hereda la posición social del padre; y aún en los casos en que la línea de descendencia se traza a partir de la madre, no deja de ser una ventaja que el padre tenga un rango social elevado. En algunos casos, es el hombre quien desea ser padre y, por consiguiente, debe ser marido, teniendo en cuenta que el simple acto de procrear no es suficiente para que el hombre sea considerado como padre a los ojos de la sociedad, (en definitiva) la importancia primordial de los maridos reside en la paternidad; es decir, que son hombres que dan su nombre, su situación social y el derecho a heredar su propiedad, a los hijos de la mujer con la que han celebrado cierto tipo especial de contrato.

Tiempos étnicosLa presencia paterna y masculina, con poder, está en muchas sociedades hu-

manas, de aquellas que ha trabajado históricamente la antropología y han posibili-tado una amplia cobertura sobre los asuntos del parentesco. Para esta ocasión nos apoyamos en los casos que trae Van Den Berghe (1983:139-140), quien a su vez se ocupa en detalle de la muestra etnográfica recogida por G.P. Murdock.

Afirma el autor a manera de conclusión general: “Aunque hay muchos mitos de matriarcados, no hay un solo caso documentado de una sociedad matriarcal. Ni parece probable que la organización matrilineal fuera el prototipo de las sociedades

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humanas, parece que la descendencia bilateral es la candidata más factible para la sociedad humana primitiva. En todas las sociedades matrilineales conocidas es el hombre la suprema autoridad legal, en forma muy parecida a la sociedad patrilineal, pero la transmisión de la autoridad está entre el hermano de la madre y el hijo de la hija. En ambas sociedades, matrilineales y patrilineales, es el hombre el que gobierna, pero en la primera el hombre invierte sus recursos y pasa el grueso de su propiedad y autoridad a sobrinos uterinos en lugar de sus propios hijos”.

Entre los Kung San del desierto del Kalahari (antes llamados bushmen, nombre peyorativo), el dominio del varón tiene que ver con la caza, el matrimonio y la loca-lización del campamento. Entre los Yanomamo de la cuenca selvática del Orinoco venezolano-brasileño el dominio varonil es absoluto, está cargado de agresividad; se permite el intercambio de mujeres sin consultar sus deseos; los hombres cazan y realizan trabajos agrícolas, en especial se ocupan de la guerra y de los asuntos políticos. Entre los Navajo del sur de los Estados Unidos, el varón se ocupa de la agricultura, hacer la casa y el corral, cuidar los caballos, vacunos, carros y artícu-los de cuero, cortar leña y acarrear el agua. Y aunque son matrilineales, el padre es “una figura importante en el hogar, los niños tienen la misma actitud hacia el padre que la que tienen los estadounidenses blancos, excepto que no lo consideran, el banco de la familia”. El hermano de la madre es la figura con mayor autoridad en el hogar, aunque por efectos de la aculturación el padre biológico interviene cada vez más. En definitiva, “los navajo son, claramente, una sociedad dominada por los varones, aunque las mujeres tienen propiedades, incluyendo ganado, por su propio derecho, y tienen considerable influencia económica y libertad sexual. En las esferas tanto públicas como privadas de la familia, los hombres son políti-camente dominantes”.

Los Nupe de Nigeria son preindustriales o feudales y jerárquicamente patrili-neales, en decisiones sobre herencia, descendencia, disposición del trabajo, matri-monio, concubinato y divorcio (Van Den Berghe, 1983:184-214). Son materias que vuelven a verse dibujadas y aumentadas en las familias de las sociedades industriales contemporáneas (el autor trabaja sobre las sociedades norteamericana y japonesa); en donde a pesar de toda la tecnología en favor de la merma del trabajo individual en el hogar, para hombres y mujeres, y todo el aprestamiento social para suplir actividades antes ligadas con las funciones materna y paterna, se sigue presentando la relación de desigualdad en los papeles sexuales, incluyendo los aspectos eróticos. Concluye Van Den Berghe: “Los hombres están predispuestos para tomar el papel activo, agresivo, en las relaciones sexuales; pueden ser amenazados hasta el punto de la disfunción sexual cuando las mujeres intentan asumir el papel dominante; hay una clara asociación entre sexualidad y dominación, con los hombres predispuestos a tomar el papel dominante”.

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Pero hay algo más relevante en las conclusiones del autor: “Para los que quieren hijos no hay todavía un buen sustituto para la familia, como lugar para criarlos, si decidimos ser padres, la familia convencional es todavía, y con mucho, el arreglo más conveniente” (Van Den Berghe, 1983:255-257). Y ello, aunque las ideologías “paternalistas” admiten la desigualdad, justifican la autoridad y el poder a través de la filiación del parentesco y con todo eso se han hecho obsoletas. No de otra manera ha procedido Occidente con las grandes religiones, en particular con el cristianismo, que postula al padre nuestro como el creador de todas las cosas, como la deidad suprema, como la suma figura paternal, que confunde a dios con el hombre, y que ha servido de “trampa” o de tabla de sustentación, por siglos, a detentadores del poder terreno y trascendental (Van Den Berghe, 1983:270-281).

Padre: instrumento-expresiónLa propuesta de Parsons, de asignarle a la mujer el rol expresivo y al varón

el rol instrumental en la familia (Andrée, 1974:70), choca con la literatura que rastrea la multivocalidad de la presencia paterna. El padre enlaza al individuo con la sociedad humana, pero también con lo trascendental; e incluso discierne el lugar del ser frente a los estados de naturaleza que se derivan de la maternidad (la reproducción biológica es un legado femenino). Tampoco termina en el padre la proveeduría económica, entendiéndola como un proceso completo de produc-ción-distribución-consumo. Recuerdo siempre el ejemplo samoano de repartición del búfalo entre parientes, según ordenamiento claramente establecido, que asocia Lévi-Strauss (1969:72) con la distribución del precio de la novia, en donde se realiza un “hecho social total”, para recordar la frase de Marcel Mauss, pero sólo se manifiesta un acontecimiento.

Tampoco podría catalogarse de meramente instrumental el dar un nombre, razón por la cual Mair afirma la necesidad del marido-padre en toda cultura. Dar un nombre debe entenderse como instaurar un lenguaje con el cual se comunicarán los humanos, conocerán las reglas de convivencia social, organizarán instituciones, establecerán sistemas de intercambio y reciprocidad (como lo han enseñado Mauss y Lévi-Strauss en sus trabajos sobre el don), harán la historia de su sociedad, le-vantarán los mitos fundadores y moralizadores y, en fin, adecuarán el futuro a los posibles de que es capaz el ser.

La socialización, por su parte, entendida en términos parsonianos como “la internacionalización de la cultura en el seno de la cual nació el niño” (Andrée, 1974:74-75) o extendida al proceso bidireccional de endoculturación padres-hi-jos, hijos-padres como hoy se maneja, ubica al padre en un papel protagónico por ausencia o presencia. Por lo primero, en cuanto los discursos en boca de figuras

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alternas (la madre, la escuela, la iglesia, los abuelos, los mayores, los padrastros, los “abuelastros” noción acuñada por Ligia Echeverri de F.), instauran una ima-gen de padre, que bien puede idealizarlo, caso en el cual se asemejaría a la figura trascendental propiciada por la tradición religiosa; o bien puede condenarlo y mal-decirlo (en el joven de Medellín se escuchan ecos de esa aproximación) y por ese camino se afirma la negación del pasado y del futuro, se vive en presente, de afán, esperando el fin a la vuelta de la esquina.

Si el padre es una presencia, como lo enseña la literatura histórica y etnográ-fica, las sociedades aprenden a tamizar los conflictos, afirman en mitos y ritos su identidad y dedican sus horas al juego de la cotidianidad que reafirma la existencia del individuo y el colectivo.

La dimensión expresiva, en el interior de la familia, que Parsons reclama para la mujer, por la cercanía afectiva con los hijos, y de la cual excluye al padre, plantea el problema del desdoblamiento de la figura masculina para colocar una de sus manifestaciones, la del esposo-amante-erótico en relación horizontal, con una eventual posibilidad de explorar sus potencialidades afectivas; y al tiempo, la del padre-autoridad-sabiduría, en relación vertical frente a los hijos y a la mujer (su esposa), afectivamente lejano para unos y otra. Cabe dudar del reduccionismo al que se somete, en este caso, una paternidad que ha sido propuesta como instauradora del principio de cultura en las sociedades humanas. La cultura juega con el afecto y la razón, con la memoria y el olvido, con la configuración del otro y con la guerra frente a él. Los esbozos de padre que hemos recogido, y los que podemos recoger, en diversas sociedades, incluyendo la nuestra, en la cual parece diluirse en medio del conflicto y la crisis de familia, apuntan a afirmar que ha hecho falta mirar al padre desde otro lugar, en donde no se le oponga a la madre ni se le niegue a los hijos. Pero no mirarlo para la defensa de oficio, sino para revolucionarlo.

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La familia en el contexto de la nueva marginalidad urbana*

Mirada globalLa familia es una institución que por su condición estructurante de toda sociedad

está sometida a las crisis propias de la dinámica social; y en casos de agudización de las crisis, cuando el conflicto toma fuerza —hasta la violencia— es la célula más sensible y la más inmediata víctima —en su estructura y sus componentes— de los efectos de esa agudización.

Con la familia se afectan dos contextos importantes en la vida de todo indi-viduo: el doméstico y el vecinal. En el primero se realiza la vida privada, la so-cialización primaria, la configuración de la personalidad básica del sujeto; es ante todo el entorno para la construcción de la noción del yo. En el segundo se abren las compuertas a la vida pública, a la socialización secundaria, a la configuración de la personalidad cultural, a la construcción de la noción del otro.

El conflicto surge cuando uno y otro contextos son negados a los miembros de la familia. El caso de Medellín es el de una ciudad en la cual se violenta la vida doméstica y se niega el derecho a las relaciones vecinales para muchos miembros de la población, especialmente para quienes constituyen los estratos populares de la ciudad.

* Tomado de: Ponencia presentada al seminario Género, generación y familia. Optimización de las Comisarías de Familia de Medellín. Programa Presidencial para el joven, la Mujer y la familia. Secretaría de Bienestar Social de Medellín, Corporación Región. Agosto 8 y 9 de 1994.

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En Medellín se vivió en la última década del siglo XX, el quebrantamiento del modelo tradicional de la familia antioqueña que sirvió de soporte, en el primer momento, a la mitificada gesta colonizadora; y en el segundo, a la edificación del tipo empresarial paisa.

Los procesos migratorios de los últimos 40 años a la ciudad se dan en con-diciones carentes de alternativas de vida digna. La expulsión del campo, por la violencia rural y pueblerina, por la falta de oportunidades para el trabajo en esos espacios, es factor de ampliación de los cinturones subnormales en la ciudad. Con la llegada de los primeros miembros de una familia se crean las condiciones para la entrada masiva de nuevos pobladores. Sin embargo, los estudios de los últimos 10 años hablan de que el crecimiento de la ciudad es menos por inmigración que por crecimiento vegetativo.

El otro movimiento poblacional se presenta en la ciudad misma. Es la lógica de la constitución de nuevos hogares, del cambio de trabajo, de la adquisición de vivienda propia, de la expulsión de algunos barrios por motivos de conflictos ve-cinales, del enriquecimiento ilícito. En situaciones de pauperización, por pérdida de empleo, por violencia social con efectos en los hogares y las familias, por des-composición social —drogadicción, alcoholismo, delincuencia— se han formado enclaves en el corazón de la ciudad construida, tocando espacios antes no habitables (Moravia, La Iguaná) y deteriorando barrios tradicionales de la ciudad (Aranjuez, Barrio Antioquia).

La familia ante los retos de la ciudadLo singular de la etapa que Virginia Gutiérrez de Pineda (1983) denomina

Emergencia de la unidad nacional, y que ubica a mediados del siglo XX, es el ace-lerado movimiento poblacional de las zonas rurales hacia grandes centros urbanos, con las consecuencias aún no plenamente conocidas de cambios de estructuras, normas y comportamientos de individuos y grupos. La realidad sigue siendo esa, aunque se avanza en trabajos puntuales en algunas ciudades que intentan darle respuesta a esos temas.

Se puede plantear con alguna certeza que llega una población mestiza “en proceso de homogeneización étnica”, proveniente de “claustros etnográficos” que dieron lugar a “complejos culturales”: americano-indio, negroide o litoral-fluvio-minero, antioqueño o de la montaña, neohispánico y marginales. Esa población llega a ciudades que no pasan de ser pueblos grandes, “sorpresivamente crecidos”, sin estructura institucional, recursos humanos y capital para atender las demandas del nuevo poblador.

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Lo propio de esas urbes es el polimorfismo cultural, con el consiguiente con-flicto entre lo tradicional y lo moderno. La ciudad no ofrece patrones aculturativos de ningún tipo (en familia, educación, salud, religión, ciencia, política), pero se ve forzada a asumirlos, vengan de donde vengan.

Las presiones sociales exigen la apertura y ampliación de servicios para gran-des segmentos de población. Las redes de comunicación en todos los órdenes se extienden. La secularización de la sociedad se impone.

El efecto en la familia es visto por Gutiérrez de Pineda en dos formas es-tructurales: la familia nuclear legal y la familia inestable de facto. La primera es heredera de la tradición hispánico-religiosa dominante y se extiende a todos los estratos, aunque con menor fuerza a medida que se desciende. Es una familia que para sobrevivir depende de su vinculación al mercado de trabajo y no puede contar con la ayuda parental.

La educación formal cada vez más amplia para enfrentar los retos urbanos, reemplaza los mecanismos tradicionales de capacitación. Quedar por fuera de la red educativa es ya un factor de crisis en la familia y ante la sociedad.

Los egos toman fuerza, en especial el femenino. La procreación adquiere connotación racional y voluntaria. La relación padres-hijos cambia, éstos no son el “seguro para la vejez”. La autoridad adquiere nuevas formas, la mujer interviene cada vez más y sin demérito consecuente del hombre.

La segunda modalidad es la familia inestable de facto, propia del “polimorfismo cultural”, con todas sus particularidades. Es una familia “transicional” que alterna con matrimonio y prostitución. Puede conducir al madresolterismo. Es endógama en estratos bajos, y cuando es interclase la mujer pertenece a la más baja.

El inquilinato facilita la familia de facto, al mismo tiempo que desajusta los grupos matrimoniales y maritales. Los más afectados son los niños y las mujeres sin capacitación para el trabajo. La mujer encuentra el grupo multifraternal de respaldo cuando se queda sola, y cuando no, el abandono del hogar por ella y niños de 12 y más años se torna frecuente. Las instituciones de atención al infante suplen la asistencia materna, especialmente, en el proceso socializador, pero con las limita-ciones propias de su cobertura y la calidad de su trabajo pedagógico.

La década del sesenta irrumpe en la escena familiar introduciendo el polimor-fismo en su estructura y también en los modos de vida y la ideología de las gentes. La variación no remite a estratos bajos sino que permea toda la sociedad.

Crece la presencia de la díada materno-filial, vía madresolterismo; pero también aparece la díada paterno-filial. Ambas provienen de uniones legales y de facto. Se diferencia la función sexual de gratificación de la función sexual procreadora. Crece el número de parejas que difieren de la función procreadora.

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La familia nuclear se consolida con fuerza entre sectores de profesionales, y con residencia neolocal. A la vez, es unidad dinámica, cambiante, lugar de ruptu-ras y nuevas uniones. Ello la acerca a la red extensa, que se convierte en respaldo económico, afectivo y para tareas de socialización.

En sectores rurales pervive la unidad familiar extensa, de estructura vertical. En algunos núcleos urbanos también es funcional esta forma organizativa. En los litorales tiene fuerte presencia la abuela; en Antioquia pesa la madre y por extensión la parentela por vía femenina; en Santander domina la parentela de vía masculina. De extensa, esta familia puede tornarse en “corporada” (extendida), incluyendo progenitores, parentela bilateral por consanguinidad o afinidad, compadres, ahijados, huéspedes e incluso servidumbre.

De las tipologías resultantes, unas mantienen el estatuto tradicional, la familia legal con reconocimiento religioso (católico), y con reconocimiento civil. En el ámbito de las uniones libres es donde se presenta una gran diversidad, en algunos casos proveniente de la ruptura de las formas legales.

La unión libre presenta el tipo monógamo, entre solteros, o monógamo en unidades superpuestas, cuando uno o ambos cónyuges provienen de relaciones rotas. En este caso la ruptura puede venir de unión libre previa o de unión legal, en cuyo caso, mientras no se de la nulidad o el divorcio vincular, se hablaría de concubinato: simple cuando sólo una persona viene de relación anterior, y doble, cuando ambos cónyuges tuvieron relación previa.

Una segunda modalidad de hecho se produce con parejas heterosexuales cuyo enlace busca sólo “gratificación sexo-erótica”. Pueden o no tener unidad habitacio-nal. A veces se confunde con el amaño, que en comunidades indígenas era un matrimonio a prueba. La duolocalidad es favorecida entre profesionales. No se comparte la vivienda, ni lo económico y en ocasiones tampoco hay reconocimiento social de la relación. Aquí cabe el adulterio. Como lo afirma Gutiérrez de Pineda (1990:20): “En lo relativo a la vida familiar se puso de manifiesto un individualismo, un profundo hedonismo en las relaciones de pareja y principios basados solamente en un compromiso de la persona ante sí y nada más. Otros valores previos quedaron obsoletos”.

La edad para el matrimonio ha variado. El varón que no es el providente de antes, es muy poco mayor a la mujer. Zamudio y Rubiano hablan de 25 años promedio para el varón que se une, y de 22 para la mujer. Esta, a su vez, se ha profesionalizado, labora y difiere su maternidad en aras del trabajo. Esto implica cambios de imagen del hombre y de la mujer en la sociedad actual.

La inestabilidad familiar es signo de la hora. Rupturas y nuevas nupcias se hacen frecuentes, rompiendo con el valor sacramental que se le daba a la institución. Es creciente la opción por la unión libre, sobre todo cuando se reincide. Un fenómeno

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nuevo es la complejidad de las estructuras familiares que se están configurando. “Las imágenes progeniturales se pluralizan y se suceden —padrastro, madrastra— y por tanto se multiplican las redes afines constituidas por sus consanguíneos”. Tam-bién se dan relaciones nuevas entre los pares: el “multifraternalismo” con herma-nos completos, medios hermanos y hermanastros, o pares sin ninguna relación. Y también hay que agregar al cuadro los abuelastros, los tiastros y los sobrinastros, por utilizar una terminología analógica. “Se pasa de la tradicional familia bilateral extensa a la de innúmeras redes sociales de complejo tejido” (Gutiérrez, 1990:22). Los huéspedes sin parentesco aumentan en las familias y los hogares de hoy. Todo ello tiene efectos aún no estudiados en la vida doméstica.

Los roles familiares están cambiando. La división radical de antes desapare-ce: coprovidencia femenina, jefatura femenina, el hombre en quehaceres hogare-ños —con dificultad—, relaciones horizontales de pareja. En el estatus de género también se dan cambios. Merma el poder paterno e incluso el territorio discrimi-nado para cada quien. Los hijos adquieren mayor presencia decisoria junto con la madre.

La mujer es más permeable a los cambios que el varón; ambos están en “el filo de la dinámica y los dos marchan con muchas contradicciones y conflictos a la equiparación de sus espacios y acciones en la familia, la sociedad y la cultura”.

Polimorfismo familiarEn relación con la familia ha surgido lo que hoy en día se denomina el poli-

morfismo familiar, fenómeno mediante el cual se explica la presencia de múltiples formas familiares. Se parte de aquellas que replican los modelos de familia extensa y extendida, de corte patriarcalista, entendiendo por ellas las que reconocen miem-bros de más de dos generaciones, o sea en las que los abuelos y los tíos siguen desempeñando roles intrafamillares, o en las que se adscriben otras personas con funciones dentro del entorno familiar (colaterales por consanguinidad y afinidad, e incluso personas que se vinculan a los hogares en el desempeño de oficios do-mésticos, pero con estatus superior al de meros sirvientes). Entre los migrantes de pueblos antioqueños que configuran colonias en la ciudad es común encontrar este tipo de organización familiar.

Vienen enseguida las formas nuclearizadas, en donde se reconocen padre y madre o en donde funciona una figura parental, las llamadas díadas parento-filiales, en donde domina estadísticamente la mujer como cabeza de familia por dos vías: por madresolterismo —antes culpabilizado y ahora asumido conscientemente en muchos casos— o por separaciones y divorcios, en cuyo caso es la mujer quien se queda con los hijos.

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Aparecen también las familias superpuestas, cuyo origen fueron las uniones concubinarias producto de matrimonios católicos rotos y no resueltos jurídica-mente, o las uniones libres rotas. En este caso aparece una gama muy variada de relaciones nuevas, nominadas hasta el presente con los términos de madrastrismo y padrastrismo, pero cuyo efecto “astral” trasciende a padres e hijos (hijastros), para darle cabida a los abuelastros, los tiastros, los nietastros, los sobrinastros (valga el neologismo). El mundo astral tiene fuerza en la medida en que entre los miembros de las familias superpuestas se dan múltiples relaciones y obligaciones mutuas. También se generan afectos y posibilidades de intervención de algunos de los miembros del mundo “astral” con quienes previamente no los ligaban vínculos de afinidad o consanguinidad.

En el contexto de las díadas parento-filiales y las familias superpuestas es en donde surgen los conflictos intrafamiliares que se registran en las estadísticas oficiales. En el resto —el mundo de las familias “normales”— sólo se conocen crisis y conflictos cuando se abordan por vía indirecta, generalmente en estudios relativos a la educación y al trabajo. Por ello resulta necesario leer los informes de actividades del Icbf, porque en esta institución se registran los casos reconocibles. Un complemento de ello sería acudir a los informes de gestión de las ONG que trabajan con la familia como grupo, en educación y prevención, o atendiendo a los miembros de la familia víctimas de psico y sociopatologías.

En relación con la unión conyugal se da una evolución importante en Antioquia y su capital. La sacralidad del vínculo religioso y la afectación moral por no realizar el rito ha perdido fuerza —aunque menos que en otras regiones del país— y le ha dado cabida a la unión de hecho y al matrimonio civil. Sin embargo, tiene más fuerza la primera que el segundo, en éste canalizan las uniones entre individuos previamente casados que no han podido romper su primer vínculo. Sólo la Constitución de 1991 abre posibilidades al divorcio del matrimonio católico, y ello demora en entrar en la cultura de un pueblo afincado en tradiciones como el antioqueño.

Crisis en las figuras familiaresLas crisis de familia, que contribuyen a situar en calidad de marginales a sus

miembros, no sólo surgen por la calidad de la estructura familiar; también tienen relación con el desempeño de los roles por parte de sus miembros.

La figura más débil en la familia marginal urbana es la del padre. Como varón providente, tarea que ya no cumple, porque en el mercado laboral su fuerza de trabajo compite con desventajas con el de la mujer que es de reconocida eficiencia, e incluso por la garantía que significa para el hogar el trabajo femenino sobre el masculino. Propio de la cultura era el varón que gastaba parte importante del salario en el consumo de alcohol y en la “cana al aire” con la prostituta.

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Se presenta, además, el conflicto con la figura paterna: el padre que abandona su hogar definitivamente, el padre que maltrata a su mujer y a sus hijos porque asume la autoridad por la vía de la fuerza, el padre alcohólico o drogadicto inca-paz de atenderse a sí mismo, el padre que lucha infructuosamente por encontrar trabajo y atender “sus obligaciones” pero carece de las capacidades para hacerlo, el padre vinculado a la delincuencia y que representa la contraimagen cultural del patriarca.

El joven varón que no encuentra en la figura paterna el principio ordenador, que no logra precisar en él los valores tipificantes del mito paisa para el hombre, ha empezado a construir unas imágenes con los retazos que le ha dejado la familia y la cultura que no logran precisarse del todo. Hay algo de vengador, de aventurero, de acumulador de riqueza, de creyente mágico, de proveedor efímero. Pero hay una diferencia importante: el joven con éxito es ostentoso, por oposición a la aus-teridad de que hizo gala el viejo paisa. Y en la marginalidad urbana la ostentosidad significa modas de marca, menaje doméstico eléctrico, antena parabólica, autos de renombre, viviendas recargadas.

En estas figuras masculinas la infidelidad deja de existir; la posibilidad de tener muchas mujeres en relación efímera se torna costumbre e incluso pago o recompensa por un trabajo. La paternidad producto de las relaciones esporádicas es accidental e irresponsable. Pero en la cultura del varón todavía existe la noción de esposa como madre, que resulta de la transferencia de la imagen materna, vir-ginalizada, en quien se deposita la confianza de tener los hijos propios, que son la garantía del apellido y la sangre.

Con la mujer se presenta una situación también compleja. Subsiste la madre tradicional, la orientadora, el soporte hogareño que resiste la presencia del varón disminuido, pero a quien se le reconoce como el padre de los hijos. Esta mujer es cada vez más escasa. Por contrapartida aparece aquella que enfrenta el mundo sola, porque fue abandonada y debe ingeniárselas para sobrevivir con sus hijos y hace lo que se le presente. Es una mujer cada vez más endurecida en los afectos, que fácilmente cae en la apología del hijo que delinque para resolver las necesidades básicas (Salazar, 1990).

La ausencia de futuro en la unión conyugal lleva a la mujer al madresolterismo o a la soltería (no solteronía). Es la mujer que desea el hijo y toma “la pinta” del hombre que la atrae. No demanda más de él porque teme que le falte, y ser “faltón” en esta tierra es causal de la máxima venganza o el máximo castigo.

Así como el joven es un ser en crisis, en cambio, en mutación (Acosta, 1993 y Dolto, 1990), también la sociedad lo es con mayor o menor intensidad, según sea la fuerza y el peso que los grupos generacionales pongan en ello. Las sociedades occidentales de los años sesenta alcanzaron tasas de población juvenil suficiente-

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mente grandes para que su poder se hiciera sentir frente a otras franjas generacio-nales. Desde entonces se desarrolló una intensa campaña de control natal que fue disminuyendo la franja poblacional juvenil a niveles manejables, si hablásemos desde el punto de vista de quienes ejercen el poder.

De la brecha generacional se ha hablado en la cultura occidental por varias décadas, especialmente desde cuando la generación de los jóvenes decidió tomarse la palabra y emprender acciones sin pedirle permiso al “establecimiento”. Entre los jóvenes, las mujeres han avanzado más, contagiando a otras generaciones, con lo que toman la delantera en muchas mutaciones, colocando la época en que vivimos frente a dos revoluciones culturales: la de generación y la de género.

El tiempo parental es el de las instituciones y las normas con las que se resuelve todo y se ejerce el mando en sentido vertical; el tiempo filial es el de la puesta en duda de todo este andamiaje, y el de la réplica oscilante que ensaya el grupo (la barra, la banda) como institución y como escenario de reglas.

La sociedad le ha concedido al tiempo juvenil la representación para la his-toria. Es usual la expresión “en mis tiempos” en el diálogo intergeneracional. Por lo general cautiva más al joven la historia de los abuelos que la de los padres. La distancia hace más clara la diferencia, más mítica la representación y más cauti-vante al otro; al punto que podría ensayarse su puesta en escena como juego, sin que amenace la autonomía del nieto.

El problema de la sociedad colombiana actual es que cada vez hay menos encuentros entre generaciones alternadas, por la disminución del tamaño de la familia (a menos de 4 personas en la ciudad y a menos de 6 en la ruralidad, según los datos censales de 1985); por la neolocalización de la familia nuclear, con el consiguiente distanciamiento de la familia de origen; por el envejecimiento de la familia de procreación, que da menos oportunidad a la existencia de los abuelos durante el tiempo de juventud de sus nietos; por la recomposición familiar que generan las familias superpuestas, producto de la reincidencia matrimonial, lo que produce el alejamiento de los hijos del padre, de la madre y de ambos, de sus abuelos respectivos (Zamudio y Rubiano, 1991a)

Las experiencias del padre y de la madre están secularizadas a la vista de los hijos; aparecen como vivencias imposibles de ser replicadas conscientemente. Su puesta en escena por parte de los jóvenes aparece más como una burla o como una caricatura, que como una opción de vida. El rito de la representación se hace como reversión, para controlar su ocurrencia en la vida real, para evitar el conta-gio. El acceso a la “edad de la razón” —como era común decir en los tiempos del poder socializador de la iglesia católica—, por parte del niño, ocurre cuando su adolescencia lo aboca a presentarse a los pares desprendido de la vigilancia y la protección parental.

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Aspectos de la familia en Medellín, principios de los 80Aspectos relevantes en estudios como los de López (1983:110-116) son los

siguientes:– El número promedio de miembros de la familia para comienzos de los 80 es

de cinco.– El padre como proveedor económico único reduce su participación, y corre-

lativamente aumenta la de los hijos y su esposa, siendo esto más evidente a medida que se desciende de estrato social.

– La madre en los estratos bajos es quien maneja los recursos económicos.– Se presentan tensiones en los estratos medios y bajos por la responsabilidad en

la proveeduría económica, el manejo del dinero en el hogar y la realización de las tareas domésticas, que siguen estando en manos de la madre y las hijas.

– La centralidad en la familia gira alrededor de la figura materna, lo que puede generar —según los estudiosos— “una nueva amenaza al equilibrio u ho-meostasis del sistema familiar por la hiperfunción de uno de sus miembros”, con agravamiento eventual en caso de salida de la madre y ausencia de auto-ridad.

– Los conflictos intrafamiliares eran comunes en todos los estratos. E incluso se registraba escasa comunicación sexual entre las parejas, con un 30% de mujeres frígidas y un 21% de hombres impotentes.

Las uniones conyugalesSiguiendo a López, en Medellín en 1983 la configuración familiar era del

siguiente orden:

Familia nuclear 57%

Familia comunitaria 20%

Familia rota 18%

Pareja sola 5%

En el mismo estudio, el estado civil de las parejas era el siguiente:

Casados 83.3%

Viudos 7.5%

Separados 4%

Otros 5%

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En este estudio se afirmaba que la situación dominante en la ciudad, en todos los estratos de la población, favorecía la unión matrimonial dentro de la familia nuclear, pero no discriminaba la calidad de unión (de hecho o de derecho).

La nupcialidad en Medellín es dominante, si recogemos los resultados del tra-bajo realizado por Planeación Metropolitana en 1991: 62.33% de hombres, 16.15% de mujeres, para un gran total de 51.55%. Por su parte los hombres en Unión de Hecho son el 24.09%, las mujeres el 6.36%, para un total de 19.95%. Esto indicaría que el total de población casada y unida registrada en 1991 representa el 71.5% del total. Se hace relación a cabezas de familia hombres y mujeres con algún tipo de alianza vigente.

Veamos el comportamiento de los matrimonios y la nupcialidad en Medellín en varios años, desde 1962 hasta 1991:

Año Población Nº Matrimonios Nupcialidad

1962 690.648 4.207 6.1%

1967 919.350 4.559 5.0%

1971 1.161.097 5.323 4.5%

1985 1.645.900* 6.179 3.7%

1991 1.639.074** 5.839 3.5%

Fuentes: Dane, Censo 1971-1985 y Anuario Estadístico de Antioquia.* Según Planeación Metropolitana** Según Departamento Administrativo de Planeación

Se observa una progresiva disminución en los coeficientes de nupcialidad con base en la creciente población de la ciudad.

Zamudio y Rubiano tienen la siguiente relación, sobre tipo de nupcialidad para la población urbana en Medellín, para ver frente a Barranquilla y a Bogotá:

Católico Civil Unión libre

H M T H M T H M T

Antioquia 85.0 84.4 84.7 2.5 2.5 2.5 12.5 13.1 12.8

Atlántico 62.4 62.4 62.4 3.7 3.6 3.6 33.9 34.0 34.0

Bogotá 74.2 74.3 74.2 6.0 5.5 5.8 19.8 20.2 20.0

Fuente: Zamudio y Rubiano (1991b).

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Antioquia y Medellín se mantienen como los más tradicionales defensores del matrimonio católico y los más limitados impulsores de la modalidad civil y de unión libre.

Queda el interrogante sobre dónde reposan los cambios en la vida familiar. ¿Son acaso en la estructura o en los roles que desempeñan los miembros? Si bien las apariencias enseñan una situación de solidez en la estructura tradicional, pese a los cambios que lentamente se vienen introduciendo en las formas familiares, los registros del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar informan sobre situaciones críticas en los sectores que acuden a sus servicios.

La Unión de Hecho en Medellín presenta los siguientes datos porcentuales para principios de los años 80: Unión Libre Estable, 34.5%; Unión Libre Sucesi-va, 27.3%, para un total de 61.8% de Unión Libre. Para el Concubinato Simple, 12.5%; y el Concubinato Doble, 7.3%, para un total de 28.2 de concubinato. En pocas palabras esto significa que comparativamente entre ambas formas de hecho la unión entre solteros duplica la unión en la que alguno de los miembros de la nueva pareja, o ambos, está casado previamente. Coinciden estos datos de Echeverri de Ferrufino (1984:11) con los de Zamudio y Rubiano (1991b:38), quienes ven un comportamiento nacional para finales de la década de los años 80 de 63.2% de incidencia en uniones libres en jóvenes de 15 a 19 años.

La composición de la tipología familiar de hecho por grupos de edad, para Medellín en 1984, enseña que en menores de 37 años la ULE es de 73.7%, la ULS es de 66.7%, el CS es 64.7% y el CD es 50%. Mientras que en mayores de 37 años la ULE es de 55.3%, la ULS es de 33.3%, el CS es de 66.7% y el CD es de 50%. Esto hace referencia al peso específico que han tomado las formas de facto en la configuración familiar entre las generaciones de jóvenes, cuando se desbordan las normas o las pautas religiosas tradicionales en busca de relaciones privadas de nuevo tipo, más individualizadas, como parece ser el comportamiento típico de la vida ciudadana.

En familias de hecho vale la pena comparar lo que sucede en las cuatro grandes ciudades del país (Echeverri de Ferrufino, 1984:57):

Ciudad Unión Libre Concubinato

Medellín 61.8% 28.2%

Bogotá 58.1% 41.9%

Barranquilla 74.0% 26.0%

Cali 64.3% 35.7%

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Las formas estructurales de la familia de hecho, según Echeverri de Ferrufino (1984:93-94) son:

Nuclear:– Completa: madre, padre e hijos– Incompleta: cuando falta alguno de los miembros anteriores.

Extensa:– Bilateral: incluye parientes colaterales por las dos líneas de descendencia.– Unilineal: incluye parientes de una sola línea, paterna o materna.

Monógama:– Díada conyugal: Con una pareja conyugal en estatus procreativo, madresoltera,

padresoltero.– Monogamia sucesiva femenina o masculina: Unión Libre rota con recompo-

sición de la unión con un nuevo cónyuge, o combinación de uniones legales con uniones libres que terminan en uniones libres.

Polígama:– Poligínica: Del soltero o del casado que sería concubinato– Poliándrica: Mujer en relación convivencial con varios hombres, de soltera o

casada que resulta en concubinato.– Poliginia-poliandria: Relación convivencial grupal entre solteros o entre casa-

dos, en este caso resulta en concubinato o bigamia.

Medellín se convierte en centro nucleador de actores sociales herederos de patrones de conducta diversos, resultantes de procesos de mestizaje que incorporan contenidos nuevos a la vida familiar, doméstico-vecinal y pública.

Echeverri de Ferrufino dice que:

A pesar de que Medellín y Manizales presentan los menores índices de ULE, esta modalidad se presenta hoy tanto en el campo como en la ciudad, y en estratos sociales medios, donde hasta hace una o dos décadas era prácticamente inexistente debido a las normas culturales y éticas propias de estas regiones con una marcada influencia religiosa, donde siempre ha predominado el matrimonio católico como forma aceptada de constituir familia

Recomposición familiarZamudio y Rubiano muestran el siguiente comportamiento en Medellín respecto

a separaciones y uniones sucesivas:

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Unión Hombres % Mujeres% Total %1ª Unión 100 100 1001ª Separación 18.2 31.2 25.42ª Unión 5.2 4.1 5.22ª Separación 0.7 1.9 1.23ª Unión 0.3 0.3 0.33ª Separación 0.9 0.0 0.8

Fuente: Zamudio y Rubiano, 1991b.

Hay una tendencia creciente a replantear la organización familiar, que tiene como resultado la superposición de grupos parentales provenientes de varias unio-nes conyugales.

El fenómeno de la superposición familiar es visto muy superficialmente aún, pero se deriva de lo que Zamudio y Rubiano (1991b:49-64) denominan la nupcia-lidad reincidente, que involucra en Colombia a hombres y mujeres antes de haber cumplido los 35 años de edad, no sólo una o dos sino tres veces. En Medellín la reincidencia es del 22.5% la segunda y 24.0% la tercera, mientras que en la región atlántica (Barranquilla) la segunda es 53.2% y la tercera 39.7%.

Cambios en la vida familiarDesde otro lugar se puede percibir la dinámica del cambio en la familia. El

sociólogo Ovidio Tamayo (1987) indica que para el año 85, en el Área Metropolitana de Medellín se registraron 15.838 hombres separados, frente a 44.050 mujeres en igual situación. El aumento registrado por los censos de 1973 y 1985 indicaba un cambio de 1.7% a 3.6% en la misma área.

La iniciativa de la separación, dice el mismo autor, cambió del hombre a la mujer. Si antes de los años 50 el hombre optaba por separarse ante la infidelidad de su esposa, o en razón de haber conseguido otra mujer con quien vivir, ahora es la mujer, capaz de valerse por sí misma, quien toma la iniciativa. Afirma Tamayo que “la mujer de hoy es autoválida porque la educación la ha capacitado. Hoy no sólo comparte con altura las aulas universitarias, sino también los puestos de responsabilidad en el mundo laboral”.

Las mujeres casadas y separadas de los estratos socioeconómicos alto y medio estaban acudiendo a principios de los años 80, en más de un 50% de los casos, a los trabajos remunerados fuera del hogar y a los centros docentes; mientras que las mujeres casadas y separadas de los estratos populares, a duras penas llegaban a la misma situación en un 30%. En 1985, en Medellín, por un hombre separado había tres mujeres.

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La iglesia de los años 80 “ha venido perdiendo su influencia sobre la conciencia de los creyentes”, dice Tamayo, realidad que nosotros hemos encontrado en nuestras propias investigaciones (Tamayo, 1987 y Henao et.al, 1985). Evidentemente, hay cambios en la “apreciación y las creencias de las personas frente a los dogmas” y cierto también que “el matrimonio por el rito católico está perdiendo aceptación en todos los estratos sociales y en especial en el popular. Muchas parejas están optando por el matrimonio civil o por la unión libre”. Según el censo de 1985 en Antioquia había 211.616 personas en unión de hecho.

¿Hacia la monoparentalidad?Por otro lado se relacionan solteros, separados o divorciados y viudos que son

cabeza de familia. Las proporciones hablan por sí solas: hombres solteros: 10.16%, mujeres solteras 30.04%. El madresolterismo en Medellín es creciente en todos los estratos, pero domina en los bajos, siendo más del 30% desde comienzos de la década de los 80 (López, 1983).

La ULE se caracteriza ahora en regiones como las de Manizales y Medellín, por ser explícita tanto en las zonas rurales como urbanas. Echeverri de Ferrufino dice: “En el área rural la ULE muestra una tendencia a evolucionar hacia el ma-dresolterismo por abandono del hombre, o hacia la ULS cuando se reemplaza al cónyuge en una nueva relación convivencial”. Es creciente un comportamiento similar de la unión libre estable al madresolterismo, también en las ciudades grandes del país, por abandono del hombre y por exclusión consciente que la mujer hace de él cuando se ha tenido una experiencia inicial negativa. La mujer escoge quedarse sola, contando con gratificación sexual esporádica.

Los estudios de Zamudio y Rubiano (1991a:19-22) permiten ver que en esta región del país es donde menos tentada se siente la mujer a reincidir en el matrimo-nio; pero además, es aquí donde estadísticamente se registra un mayor porcentaje de mujeres que no se casan.

Las autoras mencionadas muestran el siguiente panorama respecto a la nup-cialidad final por generaciones y sexo, para la región antioqueña:

Generación Hombres Mujeres Total1950-54 81.38 84.02 88.001955-59 68.36 74.00 71.301960-64 45.20 60.03 52.901965-69 15.96 35.10 26.001970-74 3.05 8.81 6.40

Fuente: Zamudio y Rubiano 1991a.

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Al momento de terminar el estudio éste era el comportamiento de las genera-ciones respecto a las primeras nupcias.

La realidad del estado civil o conyugal, de acuerdo con el censo de 1985, para Antioquia, nos pone de cara a cambios de conducta que anuncian tipos nuevos de familia.

En una población de 2´939.116 para Antioquia, el 49.3% eran solteros, el 35.3% casados, el 7.2% estaban en unión libre, 2.9% estaban separados o divor-ciados y había un 4.2% de viudos. El comportamiento de Medellín era el siguiente: 51.0% solteros, 34.2% casados, 5.6% separados o divorciados y 4.7% viudos. En una población de hombres que representaba el 48.29%, había 25.14% de solteros, 17.50% de casados, 3.51% de unión libre, 0.80% de separados o divorciados, y 0.74% de viudos. En Medellín, los hombres mayores de 10 años representaban el 45.77% de la población; de ellos eran 24.46% solteros, 16.74% casados, 2.64% unión libre, 1.05% separados o divorciados y 0.63% viudos.

La situación del estado civil de los hombres de Medellín en 1991, comparada con Antioquia y Medellín en 1985, definida en términos de jefes de hogar según estado civil en el 1991, y en términos de mayores de 10 años para el 1985, es la siguiente:

Estado civil Nº Hombres % Med- 91 % Antioq- 85 % Med- 85

Soltero 29.990 10.89 52.06 53.44

Casado 213.285 77.45 36.23 36.57

Unido 22.282 8.09 7.26 5.76

Separado-Divorciado 3.646 1.32 1.65 2.29

Viudo 5.721 2.08 1.53 1.37

Otros 456 0.17 1.22 0.54

Fuentes: Planeación Metropolitana 1991 y Dane, 1986.

La comparación resulta un tanto difícil porque el parámetro de medición es diferente. Sin embargo, llaman la atención algunos asuntos: la población de solteros que se reconocen como tales en 1991 es cuatro veces menor que lo que el censo de 1985 registra; al mismo tiempo la población de casados se duplica entre 1985 y 1991. Los unidos conservan diferencias muy escasas, lo mismo que los demás estados civiles. Ello hablaría, en el año 1991, de un fenómeno de una paternidad providente, que López registra para 1983 por estratos así: en el bajo, del 47.6%;

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en el medio, del 51%; y en el alto, del 84.6%, lo que en promedio hablaría de un 61.06% de paternidad providente, o en otro lenguaje, hombres casados cabeza de hogar.

En una población de mujeres que representaba el 51.71%, había 24.17% de solteras, 17.82% de casadas, 3.67% de unión libre, 2.06% de separadas o divor-ciadas y 3.43% de viudas. En Medellín la población femenina de más de 10 años representaba el 54.23%; y de ella eran 26.58% solteras, 17.43% casadas, 2.94% en unión libre, 2.98% separadas o divorciadas y 4.02% viudas (Dane, 1986).

Para 1991, el número de jefes de hogar femenino por estado civil, a comparar con las mujeres de Antioquia y Medellín mayores de 10 años, en el número relativo con que aparecen en 1985, es el siguiente:

Estado civil Nº Mujeres % Med- 91 % Antioq- 85 % Med- 85

Soltera 22.697 24.72 46.74 49.01

Casada 22.360 24.35 34.46 32.14

Unida 3.608 3.93 7.09 5.42

Separada-Divorciada 12.424 13.53 3.98 5.49

Viuda 30.141 32.83 6.63 7.41

Otros 581 0.63 1.10 0.51

Fuentes: Planeación Metropolitana 1991 y Dane, Censo 1985.

La cantidad de mujeres que aparecen como solteras en 1985 duplica a las que se registran en 1991. La población de mujeres casadas representa una cuarta parte de la población en 1991, mientras que en 1985 son la tercera parte de la población de Antioquia y Medellín. La situación de separación enseña cambios grandes del 85 al 91: se triplica. Y una situación contrastante en el lapso de seis años es el relativo a la viudez, que aumentado en aproximadamente cinco veces.

Observando los datos de 1991 de hombres y mujeres, sorprende el crecimiento desaforado de mujeres viudas; se da una relación de un hombre viudo por 15.59% de mujeres. La situación de muerte de hombres y mujeres ha crecido en forma negativa para los varones. En 1987 se habla de una relación de 7 hombres muertos por una mujer, (Henao, 1987) cinco años más tarde la situación se duplica.

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Pasado, presente y futuro de la familia en Colombia

Presupuestos socioculturales para repensarla*

Complejidad de la mezclaEl encuentro de las culturas en el siglo XVI en el Nuevo Mundo, sucedió

entre sociedades diferentes y desiguales en muchos órdenes. En Europa sucedía el declive del régimen feudal y el nacimiento del mercantilismo, pugnaban los credos y las ideologías de la reforma y la contrarreforma, fenecían los caballeros de rancia estirpe y las doncellas de ocultas dotes amatorias. En África se vivía el enfrenta-miento de las sociedades que buscaban consolidar sus estados centralizados con los colonizadores europeos que encontraban allí una fuerza de trabajo hábil para las duras tareas de ultramar. En el Nuevo Mundo convivían estados fuertes (Aztecas e Incas), con sociedades que estaban en la fase de centralización del poder (Muiscas) y con comunidades que sobrevivían de la recolección y la caza en agrupamientos claniles (los pueblos del bosque húmedo tropical).

Las culturas que se encontraron en el Nuevo Mundo portaban diversas creen-cias, valores, costumbres y conductas. Sus representantes individuales y colectivos aportaron diversos elementos al resultante mestizo que se fue configurando en estas tierras.

* Tomado de: Serie de Ensayos Nº 4. Instituto de Estudios Regionales —Iner—, Universidad de Antioquia. Medellín, 1995.

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La familia estuvo presente, en todos los casos, como agrupación de hecho más no de derecho. Su presencia legalizada y ligada al Estado y a la iglesia, fue española. No hubo en un principio presencia de familia por parte de las etnias ne-gras que vinieron del África. Las etnias indígenas tenían incorporados patrones de organización y vida familiar pero no habían accedido a regímenes normativos de imposición explícita. Para señalar el contraste de estas presencias familiares en la constitución de la cultura mestiza americana, se podría plantear que mientras que las culturas europeas aportaron la familia como institución legalmente reconocida, las culturas africanas llegaron sin familia al comienzo y con agrupamientos de hecho un poco después, y las culturas del nuevo mundo aportaron familias que eran más “hechos naturales” que “edificios sociales”.

La presencia de la familia, como institución de respaldo al régimen colonial, estuvo signada desde un comienzo por las disposiciones de la corona, y por el ordenamiento patriarcal proveniente de la metrópoli.

La mezcla fue compleja porque no bastaba con la norma aunque ella se tornase referente exclusivo para el comportamiento y la moral del poblador. Sobre los ejes jurídico-religiosos patriarcales se levantó una gama de formas culturales y familiares digna de estudios comparados a nivel continental. Al respecto son de gran valor los trabajos de Ots (1945) y Morner (1970). En el caso del Nuevo Reino de Granada, la diversidad ha sido ya puesta en evidencia en los estudios de Virginia Gutiérrez de Pineda (1963) y Jaime Jaramillo Uribe (1968).

Para trascender las teorías ya reconocidas del componente trirracial en el mesti-zaje americano hace falta añadir el mosaico de actores sociales que tuvieron presencia como aculturadores y aculturados. Hace falta volver sobre la cotidianidad en la vida rural y ciudadana del mundo colonial para encontrar esa realidad polimorfa.

El testimonio que cronistas y literatos dejaron, frente al recorrido que han realizado los investigadores sociales, está todavía en un punto en el que los patro-nes de conducta se resaltan más que los hechos, al menos en lo que al tema de la familia se trata.

Hagamos un breve recorrido por alguna literatura referida al mundo colonial con la intención de resaltar su variedad y potencialidad para hacerle nuevas lec-turas. Ots (1946:15) afirma que las grandes diferencias geográficas, económicas y sociales “hicieron prácticamente inaplicable, en muchos aspectos, el viejo de-recho castellano para regir la vida de las nuevas ciudades coloniales. Hubo nece-sidad de dictar desde la metrópoli, y aún por las propias autoridades coloniales, con aprobación de los monarcas, normas jurídicas especiales que regulasen los problemas surgidos a impulsos de una realidad siempre apremiante y cada vez más alejada de los viejos módulos peninsulares”, toda esta normatividad confluyó en el Derecho Indiano.

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Pero el ángulo normatizador seguía siendo hispano. El mismo autor afirma que se mantenía una “tendencia asimiladora y uniformista”, un “casuismo” reiterado para normatizar lo inmediato y generalizar un “hondo sentido religioso y espiri-tual” que hizo de la fe católica y la conversión pilares de la acción colonizadora (1946:15-17). Todo ello confluye en la separación entre el derecho y los hechos, constante reconocida por los historiadores como típica del mundo colonial.

Quienes llegaron al Nuevo Mundo de tierras españolas empezaron a apuntalar la variedad de formas sociales que se fueron configurando a lo largo de los siglos de la colonia, en detrimento de lo que pudiera llamarse el patrón hispano. Llega-ron “segundones fijosdalgos”, o sea “mayorazgos” sin herencia en la metrópoli; y “menestrales”, “artesanos” y “labradores” impulsados por la propia corona para asentar sus reales en las nuevas tierras, quienes configuraron las capas sociales inferiores del Nuevo Reino.

Entre la gama de conquistadores se contaban desde los “simples encomen-deros” hasta quienes alcanzaron títulos nobiliarios. Y llegaron también muchos “extranjeros”, entre quienes se incluían otros europeos y los propios españoles no castellanos (Ots, 1946:27-33).

A propósito de los extranjeros, dice Ots (1945:185): “Sólo a los súbditos de los monarcas castellanos se les permitió el paso a Las Indias y el ejercicio en ellas de actividades comerciales. Los extranjeros quedaron al margen, en términos generales, de toda expedición colonizadora”. Obviamente esta norma tampoco se cumplió y fueron muchos los individuos que se instalaron en las nuevas tierras merced a licencias individuales, porque “la necesidad de fomentar en Indias el ejercicio de ciertos oficios y profesiones mecánicas, hizo abrir la mano a los gobernantes españoles y permitir la entrada en aquellos territorios a extranjeros hábiles en seme-jantes menesteres”. Llegaron así “artilleros, maestres de naos, pilotos y marineros, carpinteros, albañiles, canteros, herreros y espaderos” y otros más dedicados a granjerías de perlas, laboreo de metales, cultivo de plantaciones agrícolas. Llegaron navarros, aragoneses, catalanes, valencianos, mallorquines, napolitanos, flamencos, alemanes, portugueses, italianos, holandeses. La recopilación de Leyes de Indias de 1680 debió darle reconocimiento a esta multiplicidad de gentes y oficios que se asentaron en las nuevas tierras (Ots, 1945:186-190).

La población negra que vino del África y de Europa se distinguió por la di-versidad. La relación detallada que hace Aquiles Escalante (1964:12-16) sobre el comercio y transporte de esclavos, enfatizando el país europeo encargado del ne-gocio según períodos, pone de presente la inmensa cantidad de naciones africanas de origen de los esclavos. A comienzos del siglo XVI se abre la trata para América: “El 3 de septiembre de 1501 los Reyes Católicos nombran a Nicolás de Ovando, caballero de la Orden de Alcántara, Gobernador de la Española, Indias y Tierra

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Firme. En las instrucciones que se le dieron, mándesele que no consintiese ir ni estar en las Indias, judíos ni moros, ni nuevos convertidos; pero que dejase intro-ducir en ellas negros esclavos, con tal que fuesen nacidos en poder de cristianos”. Poco después se revoca la orden porque los negros esclavos “se huían y juntaban con los indios, enseñándoles malas costumbres y nunca podían ser cogidos”. Por un período sólo se admiten esclavos blancos, pero ante la evidencia de que “el trabajo de un negro equivalía al de cuatro indios”, y las demandas económicas —especialmente mineras de la corona— se resuelve instalar definitivamente las “licencias” desde los años 30”.

El trabajo de Escalante informa en su segunda parte sobre los orígenes étnicos de los inmigrantes africanos. Zonifica el continente y detalla las etnias de las cuales se tienen referentes en el Nuevo Mundo. Por ejemplo, del Sudán Occidental menciona entre otros a los Mandinga y los Bambara; de la costa de Guinea a los Biafares, los Bissos, los Assanti, los Arará, los Yoruba, los Edo, los Ibo; del área del Congo a los Bantú, los Kongo, los Manicongo, los Angola (Escalante, 1964:71-104).

El negro, en su mezcla con el blanco, genera una serie de castas que van a tener un papel en la posición social de los individuos y sus familias: mulatos, tercerones, cuarterones, quinterones, según sea el grado de la mezcla tomando como opción para perder lo negro la relación con el blanco; así, blanco y cuarterón dan quinterón, quien está más próximo a los derechos del blanco; vendrán enseguida el ochavón (hijo de cuarterón y blanca) y el puchuelo (hijo de ochavón y blanca) y podrá suceder que “ya nadie los rechaza en los públicos consejos, en el gobierno de los pueblos, son admitidos en las Órdenes Sagradas y a las más importantes comunidades religiosas” (Escalante, 1964:136-138 y Gutiérrez de Pineda, 1963:195-218). La adscripción de casta es de enorme importancia durante la colonia para acceder a los oficios, las posiciones de prestigio y poder, la educación y los beneficios del Estado.

Al mosaico cultural de la colonia también aporta una variada gama la población indígena. Virginia Gutiérrez de Pineda (1963:23) rescata esa diversidad a propósito de las relaciones parentales, las formas matrimoniales y la configuración familiar. La nominación de todos los grupos a la luz de los cronistas resulta fatigosa sa-biendo hoy que muchas veces a una misma etnia (o familia lingüística) se bautizó con distinto patronímico. Es el caso de los grupos Panche, constituido por Amba-lemas, Anapoimas, Anolaimas, Bituimas, Bulandaimas, Calandaimas, Conchinas, Quataquíes, Tocaremas, Inqueimas, Lachimíes, Matimaes, Mimaimas, Nocaimas, Sasaimas, Siquimas, Suitaimas, Tocaimas, o los grupos Tukano (Cúbeos, Wananos, Desanos, Piratapuyos, Sirianos).

Jaime Jaramillo Uribe (1968:89-127) habla del empadronamiento de indios con la clasificación sobre su “utilidad” para el colonizador: “Útiles, reservados, viejos, ausentes, chusma, mujeres y niños”. Los útiles eran tributarios (edad de 18

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a 50 años, varón). En Antioquia se les denominaba “indios de mina y macana”. Recorriendo la geografía con los cronistas, se encuentra el territorio poblado de gentes diversas; así aparecen Ansermas, Picaras, Gorrones, Armas, Quimbayas, Guamzáes, Guambianos, Paeces, Pastos, Panches, Muzos, Pantágoras, Pijaos, Ti-manáes, Muiscas, Laches, Taironas, Zenúes, Chiricoas, Guahibos, Achaguas, Be-toyes, Cacatíos, Caribes, Piraguas, Salivas. Estos pueblos fueron diezmados por la obra colonizadora, en palabras de Jaramillo Uribe las causas “reducidas a un esquema, serían las siguientes: acciones bélicas del período de conquista, dureza del régimen de trabajo en minas, obrajes y haciendas, nuevas enfermedades traídas por el conquistador (viruela, gripe, sarampión, tifo), destrucción transitoria de la economía y desorganización de las tradicionales formas de cultura y vida social; competencia vital de la población conquistadora y colonizadora que, sobre todo, en la primera centuria, consumía y no producía, lo que produjo un descenso en las posibilidades alimenticias de la población nativa. Finalmente, la introducción de formas nuevas de cultura y nuevas relaciones sociales se tradujeron en disolución de familias y tribus, apatía por la reproducción y dificultad del contacto sexual con sus consecuencias negativas sobre la realidad demográfica”.

La complejidad de la mezcla de clases, castas, etnias y razas es punto de par-tida para entender que la organización social en el Nuevo Reino presentó desde un comienzo tal heterogeneidad, que se hace valioso el regreso a la historiografía de la vida cotidiana.

Un solo derecho de familiaEl territorio de las costumbres familiares africanas e indígenas se vio sometido

al régimen español desde el primer momento del contacto entre las sociedades. La Corona a su vez estaba sujeta a la doctrina del Concilio de Trento, según estipu-laba una Cédula Real del 12 de julio de 1564, que declaraba “ley del Reyno” los cánones de ese evento (Ots,1946:84). En muchos casos las relaciones de hecho se convirtieron en legítimas por la laxitud de aplicación de normas y la necesidad de afianzar el poder y la autoridad reales. La licencia paterna no se exigía “a los mu-latos, negros, coyotes e indios de castas semejantes”, se perdonaba también a los indígenas tributarios siempre y cuando la diesen curas y doctrineros, pero obligaba a los demás indios (Ots, 1946:86).

De todos modos, se utilizaron vías sutiles para atraer al indígena al derecho y la organización familiar castellanos, que a la vez era la conversión a la fe católica. Dice Ots (1946:91-92):

En la casi totalidad de aquellas regiones existía de hecho una verdadera poligamia, y por ello, al tiempo de su conversión, fueron frecuentes los casos en que los

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neófitos se encontraban casados con más de una mujer, siendo verdaderamente difícil resolver en justicia cuál de éstas tuviera mejor derecho, ya que no podía aceptarse el que siguieran en aquel estado de peligrosa desmoralización. El Pon-tífice Pablo III trató de resolver este conflicto declarando que en estos casos debía considerarse como legítima a la mujer con la que primeramente se hubiera tenido acceso carnal, reservando al marido la facultad de elegir, para cuando aquello no pudiera precisarse; pero esta última salvedad del legislador fue portillo abierto a toda clase de abusos y de torcidas interpretaciones, porque los indios, malicio-samente aleccionados, fingían siempre ignorar cuál había sido su mujer primera, para de este modo poder elegir entre todas aquella que más les conviniese o les gustase. Hubo, pues, que pensar en corregir tales excesos, y para ello se retiró a los interesados la facultad que hasta entonces habían tenido de designar por sí mismos con cuál de sus mujeres habían contraído primeramente enlace matri-monial, encomendando esta misión a los indios más viejos de cada parroquia, quienes sentenciaban después de haber escuchado las razones que cada uno alegaba en apoyo de sus pretensiones. Elegida así la que había de seguir siendo desde entonces única mujer del contrayente, se consagraba en ella el matrimonio, y a las demás se las dotaba convenientemente para que pudieran atender en adelante a sus necesidades propias y las de los hijos que quedaban en su poder.

Al tiempo que se exigía cumplimiento de la ley al español que llegaría a las nuevas tierras (ir con esposa), al soltero (casarse), al que se trasladase dentro del Nuevo Reino (llevar siempre a su mujer), también al indio se le exigía que “no quebrantase el domicilio conyugal” (exigencia que se hacía extensiva al enco-mendero). Se disponía también que “ninguna india casada puede concertarse para servir en casa de español, ni a eso sea apremiada si no sirviere su marido en la misma casa, ni tampoco las solteras queriéndose estar y residir en los pueblos, y la que tuviere padre o madre no pueda concertarse sin su voluntad”. Igualmente había disposición respecto a los hijos “los habidos por mujeres casadas ‘se tengan y reputen por del marido y no se pueda admitir probanza en contrario, y como hijo de tal indio hayan de seguir el pueblo del padre, aunque se diga que son hijos de español, y los de indias solteras sigan el de la madre’“ (Ots, 1946:106). Esta última disposición es típicamente patriarcalista, como lo serán los mayorazgos fijados por Cédula Real desde 1631.

También absolvió el derecho real situaciones sacrílegas: “Se legitima a los hijos de Don Salvador de Bayamo, a pesar de ‘haber sido procreados de padre Ordenado in Sacris, siendo su madre casada’, mediante una composición de 20 reales” (Ots, 1946:108-109).

El patriarcalismo se ve repetidamente en las disposiciones respecto a la mujer. “En el derecho español, sólo en situaciones de hecho excepcionales se reconocía a la mujer una plena capacidad civil; el orden jurídico familiar absorbía de tal modo

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la personalidad de la mujer, que únicamente en circunstancias muy calificadas po-día aquella destacar su individualidad con una plena soberanía de sus actos” (Ots, 1945:424 y 1946:116). Se prohibía a “las mujeres de los ministros que interviniesen en ‘negocios suyos ni ajenos’, que escribiesen ‘cartas de ruegos ni intercesiones’ y que se sirvieran o ‘dejaran acompañar por negociantes’; y a las de los Presidentes y Oidores, que hicieran ‘partido con abogados ni Receptores’ o recibieran dádivas. Los juegos de evite y azar ‘de cualquier cantidad que sea’ estaban también vedados a las esposas de estos altos funcionarios” (Ots, 1946:119-120). Respecto a “las mujeres de los indígenas sometidos no habían de ser obligadas a trabajar en las minas, ni a amasar el pan, ni a ejercer, en general, ninguna clase de trabajo tenido por excesivamente rudo o penoso” (Ots, 1946:120-121).

Sin embargo, también en esta materia el derecho colisionaba con los hechos: las mujeres indígenas pagaban tributos y se sostenían así “antiguas costumbres”. La etiqueta y la mujer fueron asunto de normas para la época; un ejemplo gráfico que trae Ots (1946:127): “Que en las capillas mayores de las catedrales no hubiera estrados de madera para las mujeres de los presidentes, oidores, las cuales debían sentarse en la peana de la capilla mayor, por la parte de afuera, en compañía de otras personas de autoridad, sus familiares y otras mujeres principales que llevasen consigo, y no indias, negras, ni mulatas”.

“El estado femenil era el último en ser tenido en cuenta”. Hacia los siglos XVI y XVII los libros piadosos establecían subestados para las mujeres: doncella, casada, viuda y monja, dice Ángela Inés Robledo (1991:30). Pero la mujer para la familia fue preocupación mayor durante la colonia, incluso en detrimento de la vida monacal: “Los conventos y la soltería no conciliaban con las preocupaciones demográficas de la Corona. Esta, en 1539, expidió un documento que subraya la no necesidad de monasterios femeninos en Indias y urge a todos los peninsulares, hombres y mujeres, a casarse; en especial a las hijas recién venidas de españoles y a los encomenderos” (Robledo, 1991:32). La protección se extendía a la mujer indígena: “La primordial preocupación del legislador fue poner a las mujeres indias al amparo de los hábitos de violencia de soldados y colonizadores. En la Recopila-ción de 1680 se disponía ‘que se hagan y conserven casas de recogimiento en que se críen las indias’, ‘que las justicias apremien a las indias amancebadas a irse a sus pueblos a servir’, y que no se permitiese a las mujeres esclavas vivir fuera de sus casas, ni ir desnudos a los esclavos de uno y otro sexo” (Ots, 1946:139).

En el terreno de la filiación y la sucesión, la normatividad del reino impuso el modelo patriarcal, centrado en el español y sus descendientes más puros. Una Real Cédula de 1552 dispone: “Cuando falleciere alguno y dejase dos, tres o más hijos, o hijas, y el mayor que según la Provisión antecedente (de 1536) debiese suceder en los yndios entrase en Religión o tuviese otro impedimento, deberá pasar

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al segundo y así consiguiente hasta acabar los varones; sucediendo lo mismo en las hijas por falta de aquellos, y por la de unos y otras la mujer”. Por su parte, a los hijos correspondía “prestar alimentos a sus hermanos o hermanas y a su madre mientras no contrajesen segundas nupcias, entre tanto que no tuvieren con qué se sustentar” (Ots, 1946:142-150). Al respecto subraya Virginia Gutiérrez de Pineda (1963:161-162): “Estas normas de mayorazgo se aplicaron a la herencia de las encomiendas en América con más especialidad, y a través de ellas puede verse las formas de derecho familiar. Para determinar la sucesión se tenía presente la línea, el sexo y la edad. El sexo masculino tenía prelación sobre el femenino y la edad así mismo daba preferencia. Era necesaria así mismo la legitimidad”.

El derecho real era por tanto el estatuto único a través del cual debían moldearse las instituciones del Nuevo Reino, así interpretase con justeza las peculiaridades de los pobladores no hispanos. Articulados al derecho respecto de la familia y la vida en sociedad estaban la religión y la iglesia. Morner (1970:18-22) lo enfatiza en estos términos: “Para cristianizar a los naturales, ‘primero es necesario que sean hombres que vivan políticamente’. El vivir ‘sin policía’ era vivir como un animal, sin Dios ni ley. El vivir ‘en policía’ llegó a ser sinónimo con el vivir en ‘república’”. “En 1503 la Corona, al enviar órdenes a Ovando, sentó el principio de que también los indios ‘se reparten en pueblos en que vivan juntamente, y que los unos no estén ni anden apartados de los otros por los montes’. En estos pueblos, cada familia india debía tener su casa propia ‘para que vivan y estén según y de la manera que tienen los vecinos de estos nuestros Reinos’. Cada uno de los pueblos debía ponerse bajo la tutela y jurisdicción de un vecino español, quien entre otras cosas, no consentiría que los indios vendiesen ni trocasen con los españoles ‘sus bienes ni heredades’ por cosas de poco valor. Además habría un capellán para el servicio religioso”.

Virginia Gutiérrez de Pineda (1963:153-156) desarrolla en varios capítulos de su obra sobre el Trasfondo histórico de la familia en Colombia las pautas religiosas que iluminan las leyes españolas. Dice la autora: “Gran parte de los valores teóricos de la institución primaria española estaban implícitos en la definición de matrimonio que recoge las Siete Partidas, en la cual lo describe como ‘ayuntamiento o enlace de hombre y mujer, hecho con intención de vivir siempre en uno, guardándose mutua fidelidad’, carácter religioso que heredamos ‘por cuanto el sacramento del matrimonio, es sacramento de la ley de gracia’“. Agrega Gutiérrez de Pineda que además “el matrimonio debía cumplirse y practicarse bajo el concepto cristiano de amor ‘los casados se amasen el uno al otro y se tratasen con limpieza y honesti-dad’“. Además la familia se constituía como réplica del catolicismo en términos de autoridad y poder: “Por cuanto el hombre es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia”.

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La iglesia fue el instrumento aculturador por excelencia; en particular para el indio, la Corona dispone que “se les predique y enseñe nuestra santa fe y se les administren los sacramentos”. Para esta tarea tuvieron los curas doctrineros un instrumento muy valioso, el catecismo del ilustrísimo señor Zapata de Cárdenas, publicado en 1573 (Gutiérrez de Pineda, 1963:260).

Existe, por tanto, un solo derecho, el español, iluminado en los postulados ético-religiosos de la iglesia romana. Las sociedades negras e indígenas se mueven con patrones de comportamiento que no poseen la misma solidez, que no reposan en códigos que trascienden al grupo en referencia, y están sujetos a la sobredeter-minación del modelo colonizador.

Virginia Gutiérrez de Pineda realizó un valioso trabajo de rescate historio-gráfico y etnográfico de los patrones familiares indígenas que sirve de punto de referencia para contrastar el poder moldeador del régimen español con las formas de parentesco, matrimonio y familia nativos. Retomamos algunos elementos a manera de ejemplo.

La nominación clasificatoria de los parientes con diversos agrupamientos entre los mismos y los otros; por ejemplo, los Caribe “llaman, unos y otros, hermanos y hermanas a los parientes y parientas de segundo y tercer grado”; los Páez, con “un mismo término (iakté) nominan para un ego masculino los hermanos y los primos de las ramas materna y paterna. Otro (pesh) cobija a las hermanas y a las primas del lado materno y paterno” (Gutiérrez de Pineda, 1963:17). La filiación y el ma-trimonio contrastan con el modelo hispano: entre los indios de La Palma “se trata del derecho a disponer de las parientas para adquirir esposas mediante el sistema de trueque de mujeres ‘y tienen, en este caso, más señorío los hermanos sobre las hermanas que el padre ni la madre’” (Gutiérrez de Pineda, 1963:20).

En relación con la residencia afirma la autora: “Un ego dado nace en la tierra de su padre y familiares paternos. Pero en este suelo es un forastero, un extraño; su verdadera ciudadanía, dijéramos, la alcanza en la tierra de su madre y familia-res maternos o sistema avúnculo-local. Si el ego es mujer, al llegar al matrimonio tendrá que emigrar a tierra de su marido mientras dura su vida marital. Si ésta se rompe por viudez o repudio, regresa, no al lugar donde nació sino a la tierra de los familiares de su madre. Si es hombre, permanecerá en el suelo de sus familiares maternos, a donde llegarán las mujeres que constituyen su constelación familiar. Pero los hijos habidos en ellas, no serán ciudadanos en su tierra, sino en la de las mujeres madres que los han concebido”.

Respecto al complejo universo familiar negro poco se ha avanzado en dirección similar a la señalada por Gutiérrez de Pineda, aunque bueno es tener en cuenta consideraciones como estas: “El esclavo no es un ser extraño de su señor. Es, por el contrario, una parte del cuerpo vivo del señor pero separada de él; por ello existe

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una comunidad de intereses y una cierta amistad entre el esclavo y su dueño. El eje sobre el cual gira la organización doméstica adquiere un carácter polifuncional (dueño, esposo, padre) referido a tres estamentos subordinados de la vida social (esclavo, esposa, hijos). La familia incluye la crematística (palabra griega que incluye bienes, propiedades, dinero, negocios) con la cual el sistema de poder se cierra sobre su base material”. “El esclavo ingresa de esta forma en un sistema que transforma su forma de vida, la concepción del mundo, sus creencias, en ge-neral todo su sistema cultural. El sistema deculturación-aculturación se desarrolla como algo propio de la sociedad colonial. Todos los aspectos de la vida social van cayendo progresivamente en una estructura de normas que, en su reproducción, aseguran el mantenimiento de la diferencia y la lógica de su disolución cultural” (Barona, 1986:70).

Sociedad mestiza y familia multiformeLa intención de muchos intelectuales por afirmar la dominancia hispánica en

la construcción de la sociedad mestiza ha recorrido la historia patria. Es la vigencia del ángulo de mira del reconocido texto Compendio de la historia de Colombia de Jesús María Henao y Gerardo Arrubla, y es una contundente afirmación de Luis López de Mesa (1970:113) cuando dice: “Sobre estas materias de la civilización de los aborígenes americanos la historia y la sociología tienen una palabra que añadir: y es que sólo el cruzamiento con las razas superiores saca al indígena de su postración cultural y fisiológica”.

Virginia Gutiérrez de Pineda (1963:307) concluye lo contrario: “Pese a los esfuerzos de transformación de las instituciones españolas, no podemos decir que el patrón hispánico de la familia se hubiera logrado implantar en Colombia en los comienzos del siglo XIX. Era apenas una realidad limitada dentro de ciertas clases sociales, mientras que en otras apenas se insinuaba un comienzo de aculturación a las pautas españolas. En algunos estratos más, convivían las herencias aboríge-nes con los patrones castizos. O los dos cumplían procesos de sincretismo en las normas de institución familiar. No faltaban grupos que se resistían eficazmente a la interferencia foránea”. En tales condiciones el mapa social y cultural del país se construyó siempre a partir de las diferencias entre clases, etnias y formas mestizas. La resultante regional, sobre la cual habría que volver para completar el mapa na-cional con investigaciones de la envergadura de la adelantada por la autora, queda consignada en su célebre obra: Familia y cultura en Colombia.

Jaime Jaramillo Uribe (1972:169-177) dice a propósito de la resultante mestiza para fines del siglo XVIII:

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El proceso de mestizaje constituyó el elemento dinámico de la sociedad colonial. En el territorio actual de Colombia el mestizaje, con diferencias regionales, se dio con cierta celeridad. El proceso fue facilitado por la relativa poca densidad demográfica y cultural de sus poblaciones prehispánicas, o si se quiere, por la rapidez con que fueron destruidas o dominadas. (Para fines del siglo XVIII) la población indígena subsistente hablaba el español y practicaba la religión católica o como se decía entonces era población ‘ladina’

Respecto a la valoración del mestizo dice más adelante:

Los funcionarios del gobierno colonial no tuvieron buena opinión del mestizo. Generalmente era calificado en los documentos oficiales de vagabundo, inesta-ble y hacedor de agravios, especialmente contra los indios cuando la población mestiza adquirió cierto desarrollo, los conflictos con este grupo se multiplican y los términos mestizo, mulato, zambo se convierten en conceptos peyorativos que constituyen verdaderas ofensas al honor de quienes se consideran blancos descendientes de españoles o criollos”.

Concluye la reflexión el autor con un reconocimiento a la elevación de esta-tus del mestizo porque: “Representaba el proceso dinámico que tendía a eliminar diferencias socio-raciales y constituía una posibilidad de ascenso y mejoramiento del estatus, las prerrogativas y privilegios legales y de hecho”.

La constitución de castas, y los consiguientes linajes con tendencias endogámi-cas, actuó permanentemente en el régimen matrimonial hasta entrada la república. Jaramillo Uribe ejemplifica las disputas por la pureza de sangre para aceptar la unión, con el caso de Francisco de Aguirre, de la ciudad de Antioquia, quien “in-terpone un juicio de disenso matrimonial para evitar el casamiento de su hija con Luis Sarrázola, a quien tilda de mulato”. Este a su vez emprende una réplica que es “un modelo de historia del mestizaje” para devolver la afrenta demostrando que el plebeyo era el otro. En la ciudad de San Gil “doña Ignacia Consuegra de Mutis, con el fin de oponerse al matrimonio de su hijo Fernando con Antonia Amaya, abre proceso contra los Amayas de la misma ciudad para probar su calidad de plebeyos. Del proceso resultó probado que los Amaya eran reputados como ‘nobles, limpios de toda mala raza’” (Jaramillo, 1972:187-189).

Las fronteras étnicas, raciales y sociales no se superaron con la constitución de la república. Es más bien una constante de la historia nacional. Las formas familiares que se configuran en el territorio resultan en buena medida de esa diferenciación. Obras literarias del siglo XIX ponen al descubierto la diversidad, la discriminación y el contrapunto social. En Eugenio Díaz Castro, por ejemplo, la novela Manuela habla del mundo de los descalzos, de la familia desintegrada, del madresolterismo, del padrastrismo, de la unión de hecho, del cura moralizador. Tomás Carrasquilla

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en Frutos de mi Tierra refleja los mundos de la aristocracia familiar tradicional (los Escandón), en pugna con los grupos familiares en ascenso (los Alzate). Eustaquio Palacios en El Alférez Real dibuja las virtudes y el bucolismo del mundo esclavista. Luis Segundo Silvestre en Tránsito enseña las relaciones entre blancos y negros ribereños del Río Magdalena. Una exploración detallada a los cuadros de costumbres y la narrativa referida a los siglos XVIII y XIX resulta de gran ayuda para entender la trama cotidiana del mestizaje y la discriminación social y familiar.

La nación diversa que constituye el período que Virginia Gutiérrez de Pineda (1983:269-270) ha llamado de la Consolidación criolla, en donde se hacen presen-tes “una sociedad y una cultura compartimentalizadas regionalmente, a manera de claustros etnogeográficos, secuencia de un proceso histórico vivido localmente, así se van delineando los complejos culturales”.

La rigurosidad científica en el tratamiento de las formas sociales y culturales que adquiere el mestizaje y la familia en Colombia se va a encontrar en los trabajos que empiezan a publicarse desde los años 60. Pero muchos de ellos han tomado —con beneficio de inventario— elementos de la literatura producida por la inte-lectualidad anterior, que no dista mucho de las ideologías dominantes respecto a quiénes y cómo son los pobladores de la nación. Un trabajo relevante es el de Luis López de Mesa (1970), quien propone para los años 30 una versión De cómo se ha formado la nación colombiana.

Las diferencias del país, producto del mestizaje, las señala López de Mesa en el trabajo citado; veamos algunos ejemplos. El grupo “hispano-chibcha”: “A prin-cipios del siglo XIX el ‘proletariado’ bogotano, y no se diga menos del pueblerino y rural de toda la comarca, era sucio, vicioso, ignorante, lerdo y poco escrupuloso moralmente. Usaba un castellano deteriorado, lleno de regionalismos indianos, con pésima conjugación y abuso de términos rastreros que daban grima. Hoy el habla popular se corrige ampliamente. El pueblo se va contagiando del gusto por la limpieza del cuerpo y de vestido que es peculiar del hombre moderno, el contacto de una cultura superior ha levantado el concepto de la personalidad, haciéndole reconocer en la ética un escalón más alto de dignidad y de utilidad”.

El grupo racial santandereano es caracterizado así por el autor: “De aventajada estatura, buen color, acento agradable, pueblo romántico, que a mediados del siglo XIX ensayó en el gobierno teorías audaces y fue el primero en legislar sobre el sufragio femenino en su famosa constitución de Vélez. Su temperamento, altivo, independiente, individualista, guerrero y laborioso”.

El grupo “ibero-afro-americano del litoral” o costeño “se da todo en expansivo gesto. En poco se recata y esconde, en casi todo se pronuncia explosivamente: en el hablar, en el reír, en el amor fulminante y fugaz, en el fervor político de una hora, en el acento tribunicio de sus hombres, en el derroche de palabras, de alabanza y

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vituperio, de dinero, en fin, porque son de suyo generosos, gastadores sin cuento, imprevisores y eternamente simpáticos como toda exaltación de vida”.

El grupo antioqueño: “Pueblo emprendedor, migrador y comerciante, activo, ambicioso, fuerte, se asemeja al sirio montelibanés, tímido y orgulloso, honrado, progresista, civilista, pacifista” (López de Mesa, 1970:68-100).

La correspondencia de estas imágenes con la sociedad contemporánea queda a la sabia interpretación del lector de estas líneas. Nuestra lectura del pasado para el presente nos lleva a confirmar la pervivencia de factores étnicos, económicos, sociales y culturales que hacen abigarrada la formación sociofamiliar en el país y en sus diversas regiones. Al respecto vale la pena reconocer la existencia de dos trabajos valiosos, aparecidos en la década de los años 80 que hacen la radiografía de la familia colombiana como realidad polimorfe (González y Andrade, 1983).

El otro trabajo es el de Ligia Echeverri de Ferrufino (1984:22-456), La familia de hecho en Colombia, en el que se pone a prueba una hipótesis: “En un sistema social se constituye un patrón cultural general que irradia su influencia en todos los sectores del mismo, lo cual va en detrimento de las culturas regionales. Este patrón general comprende en su contenido la legitimación de las conductas significativas, por ejemplo, la continuidad de la especie a través de la familia, por medio de una o varias formas de matrimonio aceptadas por la sociedad y reguladas por el orden jurídico. La expansión generalizante de este único esquema cultural se supone que elimina gradualmente las subculturas regionales y así, toda acción de los individuos a nivel regional, estaría determinada por este esquema general y único”. La autora concluye, al final que “la familia de hecho está tan generalizada en los diversos sectores de la sociedad que bien puede decirse que constituye una verdadera en-demia. La circunstancia de su alta frecuencia global y de su generalización en los distintos grupos o estratos sociales, denota que sus causas son muy complejas y profundas”; y agrega esta sentencia: “La sociedad moderna ha ido generando nuevos valores tanto en el seno de los matrimonios como en toda situación de pareja. Es indispensable reconocer entonces la existencia de una revolución social y familiar. ¿Por qué? Porque aunque siempre hubo relaciones sexuales prematrimoniales y extramatrimoniales, ahora éstas y aquéllas se generalizan y crece el grado de ad-misibilidad social”.

Una conclusión general que nos deja este recorrido es que el forcejeo del Estado por unificar la sociedad bajo su mando resulta infructuoso. La diferencia-ción es la constante en todos los órdenes, y muy especialmente en el de las pautas socioculturales que dan origen a formas familiares. Caben nuevos estudios que exploren las variantes del patriarcalismo, del matriarcalismo, de la monogamia, de la poligamia, del derecho, del hecho y en fin del mestizaje que constituyen el mosaico familiar de la historia nacional.

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La nación ciudadana y sus familias de respaldoEl país que se viene consolidando desde los años 50 del siglo XX gira alrededor

de la vida urbana. Para Virginia Gutiérrez de Pineda (1983:274-275) es el período de “emergencia de la unidad nacional” con “una población mestiza en proceso de homogeneización étnica que abandona su hábitat rural por el ciudadano; una población que trae distintas experiencias culturales, se une en un espacio que de entrada introduce nuevas discriminaciones para dar como resultante una suma de diferencias”.

La ciudad admite y requiere del polimorfismo familiar para rescatar la in-dividualidad, a la que compromete en sus empresas de gestión urbana. En este sentido es grande la distancia con la vida rural, centrada en relaciones familiares y en la vida pueblerina, en la que persisten los lazos afectivos para regular la vida económica, social y política.

La individualidad de cada uno de los miembros del grupo familiar, nuclear o extenso, se reconoce en todas sus potencialidades. Aparece la mujer trascendiendo la función materna e inclusive colisionando con ésta; aparece el joven como pro-tagonista de primer orden, especialmente en el espacio público; aparece el viejo como “resto” desterritorializado del ámbito familiar; e incluso aparece el niño demandante de espacios propios para su inserción en la sociedad.

La ciudad colombiana de la que puede hablarse de los años 50 en adelante, no es “coto de caza” del varón, aunque en su vieja imagen (bien pintada en los cuadros de costumbres santafereñas, por ejemplo) apareciese como el escenario de anudamiento de relaciones económicas y políticas. La ciudad colombiana de la sociedad mestiza es pluricultural, estratificada, sectorizada, agresiva e intolerante. Uno podría atreverse a afirmar que ha resultado a contrapelo de quienes podrían proyectarla. En palabras de Fernando Viviescas (1989:22): “La represión que se ha ejercido sobre la aparición de un pensamiento político y cultural moderno, ha hecho que la urbe colombiana se haya tenido que debatir en un crecimiento que en términos económicos sólo contempla el rendimiento de la utilización del suelo urbano y en términos ideológicos, a falta de un desarrollo reflexivo y cultural ciudadano, sólo tiene como referencia el pasado aldeano que también el ámbito institucional se esfuerza por mantener”.

La ciudad reclama de la familia relaciones privadas y públicas. Cada uno de los miembros enfrenta la comunicación (positiva o negativa) inter e intrageneracional, y de allí se desprende la socialización primaria, que ante la inevitable inserción del grupo en redes sociales más amplias, debería también llamarse la instancia de socialización privada. El mundo de lo privado adquiere gran fuerza dentro de la vida urbana, porque se tiene al mismo tiempo (incluso en casa, con los medios de

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información) el mundo de lo público. Los afectos, la historia particular, la valora-ción de todo, la configuración de las imágenes derivadas del parentesco, la etiqueta, los hábitos, en fin, la rutinización que invita a la constitución de la personalidad social, se levantan en familia. Este legado histórico-natural no lo ha depositado ninguna sociedad en otra institución (la escuela no llena los espacios intangibles y subliminales que si propicia la familia). El estado de crisis permanente que se le diagnostica a la familia urbana habla más bien del conflicto entre la ley y la cos-tumbre. Reconociendo la última (que llega a ser más dinámica de lo que se piensa) se puede ampliar el espectro de la regulación.

El escenario urbano es eminentemente público. A él llegan las individualidades portando sus arreos culturales obtenidos inicial y fundamentalmente en la familia y posteriormente (cuando es posible) en la escuela (escolarizada y desescolarizada, en la cual podría ubicarse a los mass media). En la medida en que los modelos de vida rural, aldeana o pueblerina hayan pervivido en la mentalidad de los pobladores urbanos, se tendrá una vida ciudadana condicionada por las imágenes derivadas de esos modelos de vida. En la palabra del habitante urbano (el dirigente tanto como el individuo del común) es recurrente la referencia al bucolismo agropecuario. No hay discurso noble y cariñoso para la ciudad. Se recogen incluso sus desechos socioespaciales para valorar la valentía de convivir con ellos; se acepta con resig-nación de negociante la tortura de acumular riqueza y poder en ámbito tan agresivo a “la naturaleza humana”.

La mirada alienada sobre lo público, que es crucial en la ciudad, la reitera Viviescas (1989:134) en estos términos: “Los sectores medios de las ciudades colombianas expresan claramente esa extrañeza en relación con el entorno co-lectivo. Una muestra de esta concepción puede verse en la delirante debilidad de estos segmentos sociales por los condominios y unidades cerradas, modelos de sus conjuntos habitacionales. La exacerbación del encerramiento es una prue-ba fehaciente de lo arraigado de este desarraigo territorial de las capas medias. Quizás con más fuerza aún aparece este marginamiento del espacio público en los barrios residenciales de los sectores más exclusivos y poderosos de nuestras ciudades”.

El camino que tiene que ayudar a abrir la familia, para que se dé el anuda-miento entre las relaciones privadas y públicas, sea cual sea la forma familiar que se presente (insistimos en recoger de la familia sus relaciones fundacionales más que sus características formales), empieza en la casa de habitación, continúa por la calle, el parque, el bus y llega al “centro”, o sea al sitio en donde lo colectivo hace anónimos por un fragmento de tiempo a los individuos.

Una respuesta por la familia del futuro en Colombia pasa por la ciudad, desde la que se derivarán las formas operativas y las relaciones adjetivas. Hay, sin em-

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bargo, un nivel estructural que pensamos inalterable con el paso del tiempo, es el referido a la construcción de los cimientos intelectuales del individuo que nace y se hace a partir del tetraedro padre-madre-hijo-hermano(a), del que se desprenden todas las versiones posibles sobre el individuo y la sociedad, sobre lo privado y lo público, sobre lo cotidiano y lo trascendente. De ese tetraedro no hay salida, así la realidad enseñe ausencias y negaciones.

Sucede con la familia algo parecido a lo que acontece con la ciudad: nos convoca y nos fascina, aunque muchas veces no sepamos exactamente en dónde reposa su atracción.

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Un hombre en casa, la imagen del padre hoy*

La imagen del padre que planteo en este ensayo surge de un trabajo realizado en Medellín con pobladores hombres y mujeres, de diferente estrato económico, profesión, ocupación y residencia. Es una muestra aleatoria, que para el caso retoma 400 instrumentos aplicados a una población urbana de ambos sexos (aproximada-mente el 50% de cada sexo), y de edades que van desde los 15 años en adelante, incluyendo personas ancianas.

Durante varios años de la década del 90 del siglo XX he aplicado una encuesta1 que interroga por papeles y valores referidos al varón padre, buscando llegar a la validación que éste tiene en el entorno ciudadano, y que eventualmente, sería la hipótesis, cambia con aquella imagen que suscribía la tradición regional antioqueña (López de Mesa, 1970 y Gutiérrez de Pineda, 1994). Los resultados parciales que entrego se inscriben en una obra mayor sobre la imagen del hombre en nuestra cultura.

* Tomado de: Revista Nómadas Nº 6. Marzo-abril de 1997.1. Realizada con estudiantes del posgrado en Familia de la Universidad Pontificia Bolivariana. Para

este ensayo acudí a los trabajos de Marta Eney Riascos Riascos, Carmen Eugenia Gallego, Luz Elena Ramírez, Ana Rosalba Herrera Vélez, Verónica Villegas Arango, Beatriz Aguilar Rúa, Luz Patricia Vélez, Marta Cecilia Buitrago Murcia, Noemí Rendón Hurtado, María Bernarda Franco Duque, Gloria Patricia Peláez, Ligia Duque Ruiz, Martha Ligia Giraldo, Claudia María Mora y Jorge Enrique García Gómez.

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Imágenes desde el pasadoMe ha interesado el tema de género desde el mismo momento en que los es-

tudios de familia se veían recortados si no se tomaba, de entrada, una perspectiva de género. Ante la avalancha de escritos sobre mujer, asumí interrogantes sobre el hombre en tanto género y no en cuanto a categoría general para hablar sobre la especie humana. Hoy en día, incluso, se me hace difícil hablar en genérico utilizando la palabra hombre; prefiero, al contrario, usar la categoría ser humano.

En un viejo escrito (Henao, 1989c:1-10), en el cual recuperaba en parte la tradición antioqueña, decía en varios apartes:

En la vida campesina y pueblerina es evidente la presencia histórica y el papel que han jugado la iglesia y la religión católica. En la socialización, en particular, han complementado el discurso materno, desplazando incluso la figura paterna. El cura asume el rol de esta última. No puede haber mejores modelos de vida que aquellos heredados de la religión, la que a su vez es marcadamente patriarcalista, al decir de los estudiosos, pero hace un uso reiterado de imágenes femeninas para afirmar valores y comportamientos.

La cultura (antioqueña) concede al varón muchas funciones, algunas de las cuales se tornan duales y antagónicas. Se le permite, por ejemplo, tener esposa para reproducir la especie y prostituta para acceder al goce sexual. Al varón viajero, arriero, negociante, empresario, se le demanda el aporte económico. Es la co-nexión con el mundo exterior al doméstico. No tiene por qué exigírsele nada en estos espacios privados. Por qué, si lo vital es que se encargue de conseguirse el dinero para mantener la casa.

La jefatura es asumida en términos de hombre: aparece como rol masculino. El manejo interno de hogar, en cambio, es asunto materno. La madre recibe el presupuesto y lo distribuye. Aunque haga referencia al padre, es ella quien real-mente maneja los resortes. La alusión al padre se hace, cuando es necesario, para refrendar la decisión. Y en efecto, los padres en ejercicio afirman las decisiones maternas. El patriarcado que tanto se menciona, opera en la esfera de lo público; en la de lo privado, lo doméstico en especial, funciona el matriarcado.

El maestro López de Mesa (1970:94-105) perfilaba al antioqueño en los si-guientes términos:

Tímido y orgulloso a la vez es el antioqueño, mezcla que le perjudica grande-mente, porque le priva de la flexibilidad del bogotano y de la agradable franqueza del costeño. Aventurero también, gusta de conocer el mundo, y es observador de mucha inquietud mental, aunque de información y en superficie todavía. Abusa del diminutivo para calificar las personas y las cosas, y sin embargo le embaraza expresar públicamente la ternura de sus íntimos afectos.

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Conserva buena tradición de honradez, pero es ambicioso y un poco tahúr en los negocios. Progresista y civilista, ama la paz y la civilización material, muy incli-nado a un socialismo de estado, a un subordinarse a la autoridad, a la comunidad municipal, a su departamento. Y en cuanto a pacifista, es fama en todo el país que no acoge guerra en su territorio.

La antropóloga Virginia Gutiérrez de Pineda (1994:403-426) propone ver la figura del varón antioqueño desde el ángulo que ella denomina del “machismo catártico” en tanto:

Recorta los rasgos caricaturescos genéricos en otras regiones de Colombia y sublimiza a través de los canales sociales de expresión los impulsos primarios que la mueven. Esta imagen varonil no está exenta de agresión; por el contrario, se encuentra motivada como las demás, por un impulso agresivo fundamental, de variada raigambre, que busca su realización a través de una plenitud lograda en las instituciones. Pero, sin lugar a dudas, la actividad que gestó la imagen del “paisa”, por hombre de la cultura antioqueña, fue el comercio.

Esta condición ha llevado a que en la tradición popular se le identifique como “judío”. En fin de cuentas, un “audaz hombre de empresa”, un “forjador de rique-za”. El dinero jerarquiza en la escala social. Por ello dice Gutiérrez de Pineda que “cuando de ubicar a un individuo y a su familia se trata, conscientemente el infor-mador de este complejo cultural hace referencia inmediata al capital del personaje o del grupo consanguíneo: tanto tiene, tanto vale, es su equivalencia.

Y continúa la autora afirmando: “La finalidad económica de la cultura que la socialización moldea orienta la educación”. “Sabiduría que no da plata, es música que no suena”. Aquí “el profesionalismo no encarna forzosamente un valor de ascenso en la dinámica social. Un profesional sin plata vale menos que cualquier individuo sin educación alguna pero creador de riqueza”. Para reforzar el peso de lo económico una frase lapidaria: “Lo único que no es permitido en este juego es el perder, lo demás, es legítimo, y mide la capacidad creativa del individuo, su versatilidad, su poder de adaptación, sus fuerzas”.

Para el hombre salir del hogar es el primer reto trascendental, rompe el “cor-dón umbilical hogareño”, es su rito de paso, su “bautismo cultural”, el logro de “la edad adulta”. Y la riqueza que empiece a acumular será para el gasto, por el poder que conlleva. Con pocas excepciones, dice Virginia Gutiérrez de Pineda, “el individuo de Antioquia piensa en función de las satisfacciones de diversa índole que la riqueza adquiere y con tal premisa satura su existencia y la de los suyos de todas las satisfacciones que pueda brindar”. Y la riqueza adquiere su pleno funcionalismo en la familia (nuclear y extensa): “La unidad hogareña es la que en última instancia condensa y cristaliza todo el esfuerzo creador del padre, traduce todo su poder, centrofocaliza su extraversión, de modo que ésta es la razón que

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estimula el que todas sus necesidades vitales sean cubiertas condicionándose el enriquecimiento a la satisfacción de dichas necesidades”. El por qué y el para qué trabaja cada hombre en Antioquia, halla representación en la célula familiar. Por esto individual y recíprocamente lo que ella representa, está de acuerdo con lo que él vale, porque el individuo y sus conquistas constituyen una unidad con un grupo consanguíneo, jamás por sí solas, separadas del mismo, pues si deja atrás a los suyos se ha quedado rezagado socialmente.

En otra parte (Henao, 1993:61-62) concluíamos, luego de recorrer una extensa literatura sobre las imágenes culturales del hombre y la mujer antioqueños, que “la familia, como dispositivo social y económico del cambio en la vida antioqueña, aparece con la colonización, sin que se haya detenido del todo”. En esa familia, “el varón se hace a plenitud con las imágenes culturales que han recorrido la literatura oral y escrita. Son emblemas el aserrador, el arriero, el guaquero, el finquero, el minero, el culebrero, el agiotista. En fin, el negociante”.

En todas estas imágenes el hombre en genérico, y el padre en específico, es un individuo para quien la cultura ha configurado un contorno hogareño en donde es presuntamente la figura mayor, a causa del peso que tienen sus actividades ex-trahogareñas, en particular las económicas o productivas. En síntesis, se concibe al padre como proveedor.

Los tiempos de la crisis

El drama urbano que vive la familia debilita esas imágenes del pasado, y even-tualmente las enfrenta, aunque nunca podremos desconocer el peso “inconsciente” que tienen los estructurantes de una cultura, que transitan casi inamovibles largos períodos de tiempo.

La realidad urbana nos permitió afirmar que “el varón no está siempre en ca-pacidad de cumplir los roles de providente que la cultura campesina y pueblerina le asignaron. Desvalorizado su papel paterno, e incluso viril, abandona con facili-dad la familia o es excluido por su mujer y sus hijos cuando se torna castigador y ultrajante sin respaldo económico ni espiritual”.

Estas tesis se reconfirman con otras, al ubicar la mirada en Medellín (y Antio-quia por extensión) (Henao, 1995:61-82). En la ciudad marginal, la figura paterna es débil; pierde su papel de providente, abandona con facilidad el hogar, la mujer lo rechaza con frecuencia, se convierte fácilmente en maltratante, alcohólico, dro-gadicto, delincuente. Entra en una contradicción dolorosa con el hijo varón que utilizando canales legales e ilegales obtiene éxito económico y pasa a reproducir, para su madre y para su familia, al ancestral varón.

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En tiempos de crisis la lucha intergeneracional se hace más evidente y la redefinición de los roles empieza a tomar fuerza. Mientras el mundo parental se afinca en las instituciones y las normas con las que se resuelve todo y se ejerce el mando en sentido vertical, el mundo filial apuesta a la duda, mueve el andamiaje, ensaya, renueva, replica y vuelve y ensaya.

Tampoco se queda atrás la pugna de género. Ya desde mediados de la década de los 80 se registraba un cambio en el comportamiento de hombres y mujeres separados: por un hombre, tres mujeres, siendo éstas las que en muchas ocasiones llevaban la iniciativa de la separación.

La situación de pérdida de peso del hombre podría verse en estadísticas del Dane en 1985 y Planeación Metropolitana en 1991, por población de mujeres en estado civil viudas y por consiguiente jefas de hogar: en 1985 representaban el 7.41%, y en 1991 el 32.83%. La crisis social del varón se veía patética en familia, con un tercio de las mujeres casadas y obligadas a asumir la jefatura familiar.

Por otro lado, las estadísticas de Planeación Metropolitana de los años 80 hablan de un madresolterismo en Medellín del orden del 30%. Y los datos de la misma entidad mostraban para 1991 una población de hombres solteros del 10.89%, mientras que las mujeres en similar estado ascendían al 24.72%, lo cual podría interpretarse que por cada hombre soltero hay dos mujeres en similar situación, poco tentadas, quizás, de acogerse a una unión con varones inestables.

Y otro dato estadístico que muestra la dinámica de género, en favor de las mujeres frente a los hombres, la proveen las entidades de estadísticas arriba men-cionadas respecto a separados y divorciados: en Medellín, 1991, era de 1.32% hombres y 13.53% mujeres.

Vivimos en tiempos en los cuales la identidad del hombre en cuanto género está en crisis. La misma Badinter (1993:303-304) lo plantea: “Cuando los hombres tomaron conciencia de esa desventaja natural, crearon un paliativo cultural de gran envergadura: el sistema patriarcal. Hoy, forzados a decirle adiós al patriarca, deben inventar un nuevo padre y, por lo tanto, una nueva virilidad”.

Descubriendo el géneroLa hora, para el hombre, es de descubrimiento de su otra dimensión: la so-

ciocultural del sexo, o sea el género. En palabras de Marta Lamas (1995:61) “las distintas anatomías de los cuerpos femenino y masculino ya no bastan como refe-rencias para registrar las diferencias entre los hombres y la mujeres, ni para explicar sus procesos identificatorios”.

Por su parte, Laura Guzmán Stein (1994:515-516) dice: “El género es una construcción cultural de lo que entendemos por “femenino” y “masculino” y por

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ello hace referencia a los aspectos no biológicos del sexo. Es una categoría de análisis desarrollada para el estudio de las relaciones entre mujeres y hombres y la comprensión de los factores estructurantes que influyen en subordinación y discriminación femenina, el género explica la dicotomía que presentan los sexos como opuestos, así como aquellas formas de comportamiento, representaciones y valoraciones que la cultura identifica como femeninas o masculinas, de acuerdo a la asignación de roles distintos para cada uno de los sexos”.

Se trata de diferenciar el sexo del género. Existen potencias de uno y otro género en cada sexo. La cultura nos enseña que los modelos o los paradigmas sólo sirven como referentes ideográficos, mas no como realidades cotidianas.

Vivimos tiempos en los que conviene hablar de las maneras de ser hombre o mujer, de asumir los masculino y lo femenino en las condiciones del entorno cul-tural y la vida corriente. La variabilidad del discurrir del sexo surge precisamente por sobre la determinación del género.

Hombres y mujeres estamos compelidos a asumir nuevos roles en los espacios privados y públicos. Lo doméstico no sólo existe en casa, hay domesticidad en los espacios públicos en donde vivimos rutinas de estudio y trabajo, el hombre también es de rutinas y de mundos privados. Por su parte las mujeres son hoy tan habitan-tes de lo público como los hombres, y por ello no han abandonado ni perdido sus valores de sexo y género.

Las pervivencias y las nuevas demandasEn la muestra poblacional del estudio en progreso, del cual tomamos 400

encuestas para este ensayo, encontramos imágenes para el padre y el hombre, que los mantienen en parte en el ayer pero los trasladan sutilmente al hoy, y que los inscriben en una cotidianidad de un orden de trascendencia diferentes al que tipifica la tradición antioqueña, sin que pueda afirmarse del todo que ese viejo modelo, esa vieja imagen, haya desaparecido. Es preferible pensar que con ella no le basta a las generaciones que viven el hoy, en especial a los jóvenes.

Estas imágenes giran en torno a papeles, roles, tareas o actividades por un lado, y valores, reconocidos a través de las cualidades y los defectos. En una serie de seis tablas y catorce gráficos consigno las miradas sobre algunos aspectos del ayer y el hoy que permiten resaltar tendencias marcadas. Veamos:

La tabla Nº 1 presenta información sobre las actividades realizadas por el pa-dre de las personas encuestadas cuando era niño o niña. En el niño se destacan las actividades de recreación, pasear y recrearse en general, con frecuencias del 41 y 40; en la niña la mayor frecuencia está en jugar, 43 casos. En menor grado están las actividades de trabajo y estudio, 37 niños y 28 niñas; y quedan reducidas a la

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mínima expresión, en las imágenes infantiles, las labores domésticas o una que acercaría mucho al padre con sus hijos: contar o leer cuentos. También es irrelevante la vida religiosa del padre con sus hijos. En el rango de otras actividades aparecen compras, vueltas, mimos, cantar y fabricar juguetes.

Tabla Nº 1. Actividades realizadas por el padre cuando la persona encuestada es niño o niña

Actividad Niño Niña

Jugar 33 43Contar, leer cuentos 3 5Recreación 40 41Trabajar, estudiar 37 28Dialogar 15 19Pasear 41 34Deportes 5 0Visita familiar 2 1Religión 1 3Domésticas 2 1Otras 36 38Ninguna 24 38

La tabla Nº 2 interroga por las actividades realizadas por el padre cuando la persona encuestada era joven. En este caso las frecuencias mayores en los hom-bres están en la recreación, el trabajo, el estudio y las labores domésticas, 30, 31 y 30. En mujeres, las mayores frecuencias están en diálogo, labores domésticas, trabajo, estudio y recreación, 33, 31, 29 y 27. La diferencia en diálogo de hombres y mujeres es marcada: 33 casos en mujeres contra 18 en hombres. La actividad de jugar pierde total importancia al igual que la actividad de pasear; y de vida religio-sa poco o nada se habla. En este caso las actividades domésticas toman fuerza en ambos casos; y hay actividades que son nulas, como las visitas a la familia. En el rango de otras actividades, encontramos: hacer vueltas, ir de compras, jugar cartas y cuidar la familia.

Podría percibirse un cambio de óptica generacional frente al padre, en tanto para los jóvenes éste aparece realizando labores domésticas, de lo cual estaba prácticamente ausente en la infancia (frecuencias de 2 y 1 para niños y niñas contra frecuencias de 30 y 31 para jóvenes hombres y mujeres.

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Tabla Nº 2. Actividades realizadas por el padre cuando la persona encuestada era joven

Actividad Joven hombre Joven mujerJugar 4 2Contar, leer cuentos 26 20Recreación 31 27Trabajar, estudiar 30 29Dialogar 18 33Pasear 9 6Deportes 5Visita familiarReligión 1Domésticas 30 31Otras 31 32Ninguna

La tabla Nº 3 consigna las tareas que la persona entrevistada preferiría realizar en casa si fuera padre de familia. Se destacan en el caso de los hombres y las mujeres los oficios domésticos, 81 y 85, muy por encima de la labor de crianza de los hijos 37 y 45, de las labores de reparación que en algunos casos podrían agregarse a los oficios y aumentaría significativamente ese rango; y de las de recreación y diálogo con los hijos, 17, 12 y 10 y 13 respectivamente. Una actividad que se destaca singu-larmente es la de cocinar: 36 casos en hombres y 18 en mujeres; y las de jardinería: 17 hombres y 7 mujeres. Poca relevancia tienen labores como estudiar con los hijos: 8 y 8. Y aparecen aún actividades que no parecen estar ligadas con la vida hogareña, como el descanso: 7 y 5 para hombres y mujeres; la lectura: 1 y 2; y el trabajo: 2 y 2. En el rango de otras tareas aparecen ver televisión, pasear y mercar.

La tabla Nº 4 recoge la información relativa a los defectos del padre cuando la persona entrevistada era niño o niña. Es la valoración negativa, que destaca por encima de todo la irresponsabilidad: 75 niños y 72 niñas. Se ubica por encima del maltrato: 42 y 54; y de la condición de vicioso: 56 y 38. Se observa el mayor peso que tiene el vicio para niños y el maltrato para niñas. En un rango muy inferior se ubican los defectos de mujeriego: 10 y 16; deshonesto: 20 y 13; alcohólico: 20 y 19; y poco cariñoso o afectuoso: 11 y 15. En rango inferior están los defectos por ser adicto: 7 y 9; injusto o incomprensivo: 4 y 4; y de mal carácter o mal ge-nio: 3 y 3. Llama la atención que no se menciona casi la condición de machista o autoritario: 1 y 3. Otros defectos en la condición del padre para tener en cuenta son: ladrón, egocéntrico, mal educador, infiel, avaro, tirano, desaseado, inmaduro, egoísta, promiscuo, ordinario, celoso.

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Tabla Nº 3. Tareas que la persona encuestada preferiría realizar en casa si fuera padre de familia

Actividad Hombres MujeresOficios domésticos 81 85Cocinar 36 18Jardinería 17 7Reparaciones 24 20Crianza de los hijos 37 45Estudiar con hijos 8 8Recreación 17 12Diálogo con hijos 10 13De descanso 7 5 Artísticas 0 2De trabajo 2 2Leer 4 1Ejemplo moral 0 1Otras 26 31Ninguna, o no responde 2 8

Tabla Nº 4. Defectos del padre cuando la persona entrevistada era niño o niña

Actividad Niño NiñaVicioso 56 38Irresponsable 75 72Maltrato 42 54Mujeriego, infiel 10 16Adicto 7 9Deshonesto 20 13Poco cariñoso, poco afectuoso 11 15Alcohólico 20 19Mal carácter, mal genio 3 3Indelicado 1 1Injusto, incomprensivo 4 4Machista, autoritario 1 3Irrespetuoso 0 2Otras 46 50Ninguna, o no recuerda 5 108

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La quinta tabla muestra las cualidades que debe tener un buen padre hoy, para hombres y mujeres. Se destaca la responsabilidad muy por encima de otras cualidades: 58 hombres y 63 mujeres; le sigue en importancia su condición de ser cariñoso: 45 y 49; que si se agrega a la de amoroso: 28 y 29, darían cuenta de una gran demanda actual para los padres en términos de la expresión de los afectos en familia, algo de lo cual se carecía en la imagen del viejo patriarca, a quien ante todo, se le calificaba por su responsabilidad. Y en orden descendente hay otras cualidades importantes para el buen padre de hoy: ser dialogante: 32 hombres y 22 mujeres; ser honesto: 17 y 12; colaborador y dispuesto a compartir: 20 y 18; comprensivo: 18 y 27; dar buen ejemplo: 9 y 11; conciliador: 7 y 7; amigo: 4 y 7. Además hay una cualidad que poco se menciona directamente hoy: proveedor: 2 hombres y ninguna mujer. En el menor rango aparecen otras cualidades, como la de fiel, sabio, trabajador, aunque ésta podría ligarse con la de responsable y buen educador. En el rango de otras cualidades aparecen las siguientes: juicioso, orde-nado, recto, comunicador y modelo de identificación.

Tabla Nº 5. Cualidades de un buen padre hoy, para hombres y mujeres

Actividad Hombres MujeresAmoroso 28 29Responsable 58 63Buen ejemplo 9 11Honesto 17 12Conciliador 7 7Cariñoso 45 49Dialogante 32 22Respetuoso 18 24Colaborador, dispuesto a compartir 20 18Comprensivo 18 27Amigo 4 7Proveedor 2 0Fiel 5 6Sabio 3 1Trabajador 2 2Buen educador 5 0Otros 38 42

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En el rango de otras cualidades aparecen las siguientes: juicioso, ordenado, recto, comunicador y modelo de identificación.

Las tareas que como padre de familia realizaría la persona encuestada hoy, dependiendo de su ocupación actual, muestran un panorama interesante. En la mayoría de los casos se resaltan las labores domésticas y de mantenimiento en el hogar. En un rango menor se ubican las de enseñar o hacer tareas, cocinar, ayudar y disfrutar con los niños y el diálogo en familia.

En la tabla Nº 6 los empleados de las labores domésticas y de mantenimiento tienen una frecuencia de 53; en estudiantes de 68, siendo una población importante en esta muestra; en las amas de casa, categoría que incorpora la población encues-tada, 31 casos; y en trabajadores independientes, 19 casos. Otro grupo importante, no graficado, es el de educadores, que registra 21 casos.

Para la actividad de realizar tareas o enseñar es la población estudiantil la que mayor demanda le hace a la imagen paterna, con 50 casos, muy por encima de las otras ocupaciones: 7 en empleados, 8 en educadores, 3 en amas de casa y 2 en trabajadores independientes.

Tabla Nº 6. Tareas como padre de familia que realizaría la persona encuestada según su ocupación actual

Ocupación

Tareas

Diál

ogo

en fa

mili

a

Ense

ñar a

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Labo

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jard

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Soci

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Desc

ansa

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Trab

ajar

Empleado 14 7 53 3 13 22 1 1 1 0 1 0 1 0

Educador 2 8 21 11 9 13 1 2 3 1

Estudiante 19 50 68 15 10 13 2 8 2 2 3 3 1 1

Desempleado 2 2 1 1 1 1

Ama de casa 2 3 31 1 5 8 0 1 1 0 2 0 0 1

Independiente 4 2 19 2 12 10 0 1 3 2 2 1 1 0

Comerciante 1 3 9 1 3 4 2 2

Agropecuario 2 2 1

Jubilado 3 2 1

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La tarea de cocinar es muy destacada en los empleados, con 13 casos, los traba-jadores independientes con 12 y en estudiantes con 10. Sólo 5 amas de casa llaman a la cocina al varón. Pero a ayudar y a disfrutar con niños y niñas, el llamado es a 22 en empleados, 13 en estudiantes y educadores, y 10 en independientes. Aquí también las amas de casa llaman a esa tarea en 8 ocasiones.

Sólo estudiantes y educadores destacan las actividades recreativas y deportivas, 15 y 11 casos respectivamente. Y el diálogo en familia es muy importante para 19 estudiantes y 14 empleados.

Nuevo padre y nuevo hombreEn conclusión, hay papeles y valores nuevos para los padres. Estar y hacer,

relacionarse más con los miembros de la familia, disfrutar del ambiente hogareño es hoy más importante para hombres y mujeres de diversas edades de la población de Medellín de lo que fue en el ayer, en donde a él se le demandaba y se le valoraba por lo que hacía fuera del hogar.

El padre que se pide hoy es más humano, más de “lavar y planchar” como lo menciona el dicho que resalta una rutina casera. A este padre se le pide asumir su dimensión de género, para que, reconociéndose en su doble dimensión masculina y femenina pueda penetrar en mundos que antes no había vivido y redimensione los mundos siempre vividos.

La profesora Badinter (1993:274) habla de la androginia para pensar los tiempos del género. Ese puede ser un llamado válido; recordémosla, cuando hablando de la alternancia entre lo masculino y lo femenino las mujeres se hacen maestras, e igualmente pueden serlo los hombres: “el padre puede ser simultáneamente femenino con el bebé y francamente viril con un niño más grande. La identidad andrógina permite un ir y venir de las cualidades femeninas y masculinas que no puede com-pararse con la ‘economía de la separación y de la distancia’ de otras épocas, ni con la ‘ecología de la fusión’. Es como un juego entre elementos complementarios cuya intensidad varía de un individuo a otro. Una vez interiorizada la identidad sexual, cada uno maneja la dualidad a su manera”.

Los datos que registramos indican un llamado a andar el camino de espacios y tiempos que se le han asignado a la feminidad. La función femenina, si esos ro-les y valores adscritos tienen tal connotación del varón, debe estar presente en la crianza y en la vida del hogar, en las actividades cotidianas y en las trascendentales. Nada puede suceder en casa sin que esté presente el toque femenino, y éste puede aportarlo también el hombre (padre).

Como decíamos en otra parte: “la función femenina del varón quizás rompa con la concepción de feminidad que ha transportado históricamente la mujer, y que

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incluso la enriquezca. Es posible además que la sensibilidad femenina dé rienda suelta a potencias ocultas, y que el encuentro de los géneros acompañe a los sexos para hacer una vida más rica, más plena, en beneficio de las generaciones nacien-tes” (Henao, 1995b:7).

Podríamos parafrasear a Luis Carlos Restrepo (1994:24) para decir que “como somos (los hombres) algo más que el cascarón de identidad masculina que nos ha impuesto la cultura”, percibimos los remezones que sacuden a la familia, nos lan-zamos a las lógicas de lo sensible, y podemos encontrar un discurso, unos papeles y unas cualidades que se llenen de ternura y de “vitalidad emotiva”.

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Capítulo II

EL CONFLICTO ARMADO Y LAS VIOLENCIAS

Su comprensión en el compromiso con la paz y la convivencia

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Vivido, deseado, posible A propósito de los conflictos

y el futuro en una región de localidades*

¿De dónde venimos?Desde 1984 iniciamos una tarea de investigación regional en el Oriente Antio-

queño, subregión del departamento de Antioquia que tiene como centro de desarrollo la ciudad de Rionegro, que comprende 26 localidades. En distintos proyectos de investigación hemos trabajado en 17 de ellas, centrando nuestra preocupación en el tema de la identidad cultural y el sentido de pertenencia de los pobladores con sus localidades y la región (Colcultura, Ican y Faes, 1986).

A medida que nos acercamos a los protagonistas de la vida local, hemos descubierto muchos procesos que cada vez se hacen menos silentes y anónimos, por su impacto en contextos mayores, dado el agravamiento de las tensiones y los conflictos sociales y políticos que ha vivido el país en el último lustro.

Vamos a recoger en este ensayo algunos casos de la vida local que ilustran la presencia de conflictos y la crisis de futuro, y trataremos de hacer algunas in-ferencias globales sobre la región bajo los parámetros de su existencia cultural y política.

* Tomado de Serie de Ensayos Nº 6. Instituto de Estudios Regionales —Iner— Universidad de Antioquia. Medellín, marzo de 1990.

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El epicentro regional: RionegroErnesto Guhl (1976:37-39) nos ha enseñado que “la especialización funcional

urbana crea un sistema de dependencias recíprocas con estructuras variadas que reflejan relaciones rural-urbanas, en una red más o menos compleja, dentro de la cual el grado de desarrollo de un epicentro es indicativo del desarrollo del área a él vinculada, así como de su volumen demográfico y actividad económica”; y agrega: “el centro urbano juega primordialmente un papel de mercado: suele ser un centro de administración civil, política y de justicia, centro religioso, educativo, hospitalario y de servidos de salud, de diversión y recreo, de crédito, de prestación de servicios de muy diversa índole; y es además, un centro manufacturero y artesanal”.

Nuestro acercamiento a Rionegro nos ha enseñado, en forma resumida, que estamos frente a una tipología de localidad que hemos denominado “ciudad interme-dia”, porque “es una entidad territorial centralizada en lo urbano, con todo lo que implica la configuración de sectores sociales ligados a actividades económicas y sociales no ligadas al campo. Existen obreros y empleados en proporciones significativas. Esta entidad entra en la red de núcleos urbanos que constituyen la nación moderna. Se hace importante en sus redes viales y comunicativas con otros centros. Se torna punto focal para las localidades periféricas. La división social en clases es nítida y los espacios urbanos así lo evidencian con la mera observa-ción del paisaje arquitectónico. Prima el sector servicios sobre el primario. Está presente el sector secundario con alguna fuerza —aunque depende de un centro metropolitano—. Se superan los límites culturales del localismo. Culturalmente es territorio del ciudadano, con todas las diferenciaciones que de aquí se desprenden, por ejemplo, la vida de barrio y los modelos de vida citadinos. La fragmentación y dispersión de los pobladores, lleva a que no se pueda convocar al colectivo para un proyecto conjunto. Los proyectos pasan a ser banderas parciales, aglutinantes de sectores, aunque eventualmente puede imponerse —por vía política— algún proyecto” (Henao, 1989d).

Rionegro tiene una población aproximada de 56.195 habitantes, de los cuales el 51.7% habita en la cabecera y el 48.3% en zonas que van de rurales tradiciona-les a rural-urbanas, en la medida en que toda su infraestructura está adecuada al modelo de vida campestre para sectores de altos ingresos. Es polo del desarrollo industrial y comercial a partir de los años 60 del siglo XX, con lo cual recupera el papel protagónico que otrora tuviera (siglo XIX). Su paisaje urbano y rural vive fuertes transformaciones. Está abierto a corrientes migratorias que vienen de todo el oriente de Antioquia y de Medellín. Se configura un ejército de obreros, emplea-dos, empresarios, viejas élites y grupos emergentes que pugnan por apropiarse del espacio rural y urbano. En su territorio se ubica el aeropuerto internacional José

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María Córdova, la zona franca y es centro del nudo vial regional, pero además, es paso obligado de la autopista Medellín-Bogotá.

Rionegro es cuna del “modelo rionegrero” de la colonización hacia el sur (Sonsón, Aguadas, Salamina, Manizales), y sede de las deliberaciones que llevaron a los constitucionalitas decimonónicos a redactar la Constitución de 1863; orgullos ambos que se reiteran cotidianamente en la memoria colectiva. También se expidió en Rionegro la Primera Constitución de Antioquia, el 21 de marzo de 1812 (López, 1967:223-227 y Henao, 1989d).

En los años 60, en tiempos de hegemonía de las élites tradicionales, nace una generación política de extracción campesina que empieza a romper los dominios aristocráticos y se va adueñando del escenario social y político. En los años 70 aparecen los líderes cívicos que pretenden revivir el modelo aristocrático, y que en efecto impulsan obras de envergadura (en los 60 la industrialización, en los 70 el aeropuerto y la autopista, en los 80 la zona franca y el “segundo piso de Medellín”). En los años 80 aparecen las corrientes cívico-populares1.

La estructura social rionegrera es compleja, prácticamente no puede hablarse de integración en nada, porque no existe tampoco un proyecto común. La comple-jidad social se encuentra a cada paso. Pierden peso los campesinos tradicionales, y aparecen nuevos oficios: mayordomos, jardineros, venteros de comestibles, con-ductores, guías turísticos. Algunos núcleos campesinos aún siguen regidos por las acciones comunales, aunque en éstas tienen mucho peso las urbanas.

La movilización ciudadana en década de los 80 dejó rastro. Fueron famosos los paros regionales de 1982 y 1983, pro defensa del pueblo, ligados con los paros regionales que defendían asuntos como la autonomía (Sonsón), la población (El Peñol y Guatapé), y en general, los usuarios de energía del Oriente.

También los ciudadanos se han agrupado en sindicatos ligados principalmente a las textileras (Pepalfa, Textiles Córdova, Riotex, Textiles Rionegro) y aunque en un comienzo fueron la Utran-UTC las federaciones aglutinantes apareció luego la Fedeta-Cstc, y desde 1987 la CUT, uniendo al 98% de los sindicatos.

La ilustre ciudad liberal es, además, centro orgulloso de tradición religiosa hacia Nuestra Señora del Rosario de Arma, a quien el Concejo Municipal de 1960 nombra presidenta y alcaldesa perpetua de Rionegro. Un nuevo honor se le con-cede en 1968: la Orden de San Nicolás el Magno, por su labor en beneficio de la ciudad. Rionegro logra exorcizar el mal que lo había atacado por décadas, cuando en 1958 se consagra a Nuestra Señora. Desde entonces progreso, crecimiento y

1. El comportamiento electoral en Rionegro muestra lo siguiente: Para Asamblea Departamental: 1962: 489 conservadores, 2.940 liberales, relación de 1 a 6; 1986: 2.656 conservadores, 8.675 liberales, relación de 1 a 4. Para presidente: 1978: Belisario Betancur 2.365, Julio César Turbay 5.602; 1982: Belisario Betancur 4.329, Alfonso López 8.100; 1986: Álvaro Gómez 530, Virgilio Barco 12.995.

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desarrollo han sido permanentes, en un ambiente que López Lozano (1967:5) di-buja así: “Rionegro ha sido siempre tierra de libertad y de tolerancia. Siendo una ciudad casi integralmente liberal, allí han vivido y prosperado, sin embargo, en el mayor ambiente de tranquilidad, elementos conservadores distinguidos que nunca sufrieron la menor persecución por razones políticas como les ocurría a muchas minorías liberales en algunas regiones conservadoras. Raro ejemplo de tolerancia éste, que sólo pudo presentarse en Rionegro, aún en épocas de tremenda agitación partidista, y cuando ella veía correr por sus calles la sangre de sus hijos perseguidos por el sectarismo político”.

Existe el rastro de la confrontación política partidista, y todavía se hace eco al contrapunto Marinilla-Rionegro. Se recuerda el incendio de Rionegro promovido por bellanitas conservadores y adjudicado a los marinillos en muchas narraciones populares. Existe el enfrentamiento con las élites que mantienen sus propiedades en la ciudad y la región, y se radicaliza el enfrentamiento partidario, pero no puede afirmarse que allí se tiene un escenario de la guerra. Los efectos del narcotráfico en, por ejemplo, la compra de propiedades para el descanso, es un hecho recono-cido por todos mas no confirmado oficialmente. La invasión sabatina y dominical de gentes extrañas que afectan el bucolismo proclamado por rionegreros raizales, también es una realidad que deja las huellas propias del alcoholismo, la drogadic-ción, la delincuencia común y la prostitución. Sin duda, Rionegro está sometida a los avatares propios del crecimiento de un polo alrededor del que empieza a girar la expansión metropolitana de Medellín en el siglo XXI.

Los jóvenes lo saben y lo dicen. “Su opinión sobre el efecto de los cambios es contradictoria: de aceptación en unos y de rechazo en otros. Con todo, la inevita-bilidad de las transformaciones no los angustia tanto como a otros grupos genera-cionales (adultos ancianos)” (Cenics, 1987:171-178). Y las palabras de un testigo excepcional pueden servir de conclusión adecuada: “Rionegro, como suspendido en la eternidad del tiempo, fue siempre el mismo en su configuración física durante siglos hasta los años 60 del siglo XX, cuando su era empieza a partirse en dos, hasta el punto en que en sólo 25 años el casco de la antigua ciudad se encuentra rodeado de numerosos barrios nuevos, núcleos educacionales, industriales y comer-ciales, con todas las comodidades e incomodidades que conlleva la época actual y augurándose que esto es sólo el comienzo de un inusitado progreso que lo llevará a ocupar, con toda razón, el título que ya le está asignado: ‘Rionegro, capital del Oriente Antioqueño’” (Gallego, 1987).

Una avanzada en la frontera: San CarlosComo ejemplificación de un pueblo, podemos considerar a San Carlos una

territorialidad consolidada, con una centralidad claramente definida en la cabecera,

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con la existencia de un contrapunto campo-cabecera. Los lazos pueblerinos solida-rios (e insolidarios, en este caso) se hacen diferentes a los que se establecen con el campesino y el citadino. Existe un pasado histórico que se vuelve posibilidad para construir futuro. Desde la cabecera se dirigen los destinos económicos, políticos y culturales de toda la población. Hay grados de estratificación socioeconómica; se supera la sociedad parental y doméstica y se cambia por otra civil con polaridades políticas generacionales y de diversos sectores sociales.

En un pueblo como este, ribereño, calentano, tropical, con 26.616 habitan-tes, de los cuales el 34% viven en la cabecera y el 66% en el resto, se vivió con dramatismo la construcción de los embalses de Punchiná y Las Playas (que dan origen a las centrales de Playas y San Carlos, y representan 1´300.000 kilovatios de energía). Las prácticas agrícolas (café y caña), ganaderas y forestales se vieron afectadas por la incorporación de campesinos y pueblerinos a las obras y por la presencia masiva de extraños durante más de una década.

Aquí la intolerancia ideológica y política de la violencia de los años 50 se revivió en el momento en que surgieron las movilizaciones de los pobladores del común liderados por jóvenes bachilleres y profesionales, en defensa de niveles mínimos de calidad de vida, a principios de los 80. Un doloroso baño de sangre abortó la propuesta cívico-popular impulsada por las jóvenes generaciones (Henao, 1989d:17).

Desde su fundación en 1786, sin embargo, ha existido en San Carlos polaridad, confrontación e intolerancia social. Se liga su nacimiento al “mito fundacional” de Doña María del Pardo, quien incendió por el siglo XVI una ciudad llamada Santa Águeda o Santa María de la Águeda, ubicada en ese territorio. En la fundación, ordenada por el Oidor Mon y Velarde con gentes provenientes de Marinilla, se presentó una seria diferencia entre los pobladores iniciales, asociada al parecer con el reparto de tierras y el control de las estructuras locales de poder. Los des-contentos abandonaron el poblado y se ubicaron en un lugar que primero se llamó Canoas (lugar que servía de cruce de los caminos del Nare Islitas y Remolinos), y luego Jordán. En el período republicano Jordán se adscribe al partido liberal y se identifica más con el país rionegrero (Cenics, 1987:86-94).

Los sancarlitanos participaron en las confrontaciones entre Rionegro y Mari-nilla, al punto que tuvieron participación en la Batalla del Cascajo, donde murió el caudillo liberal Pascual Bravo, lo que permitió el acceso a la presidencia del Estado Soberano de Antioquia al conservador Pedro Justo Berrío (1864). El partido conservador ha sido para los sancarlitanos, como para los marinillos, principio de identidad local y de cohesión social.

El paramilitarismo ha tenido presencia local de tiempo atrás. Lo tuvo para controlar las avanzadas liberales en Jordán, Samaná, Narices o Juanes. También

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las fuerzas militares han ejercido su mando fuerte en la zona, especialmente en Samaná, Puerto Velo (inundado por la represa de Punchiná), y más lejos en el hoy municipio de Puerto Triunfo, contención conservadora desde los años 50 de las guerrillas liberales que se ubicaron en el Magdalena Medio.

Son los macroproyectos estatales los que reviven el pueblo y reactivan la con-frontación, a fines de los 70 y comienzos de los 80. La mayoría de la población, desprevenida, con sólo algunos líderes y gamonales tradicionales conocedores del proceso que avanza y las implicaciones que tiene, se siente vapuleada. La incon-formidad se torna movimiento y paro cívico, articulándose desde el 78 a las movi-lizaciones regionales. Surgen agrupamientos alternativos (Movimiento de Acción Sancarlitana, que luego se llamará Unión Cívica Municipal) que desplazan en el concejo la representación tradicional en los años 84 y 88 2.

La respuesta a las denuncias y al intento por consolidar una nueva propuesta de acción por el municipio, es la muerte de la dirigencia de los grupos nuevos hasta su casi extinción total. La élite tradicional está muy comprometida con el sacrifi-cio de vidas jóvenes, muchas personas se ven obligadas a emigrar y refugiarse en distintas partes del territorio nacional. Aunque hasta allí llegan los sicarios encar-gados de hacer el “ajuste de cuentas”. La dominación tradicional se mantiene, en buena medida por el atemorizamiento de los pobladores. Las fuerzas conservadoras son hegemónicas y viven incluso enfrascadas en una lucha fratricida intrapartida-ria, que actúa en contravía de las directrices regionales. El partido liberal, por el contrario, se mueve bajo los parámetros que se imponen desde Medellín (cenics, 1987:105-110).

Pese a la “lógica de la exclusión”, con la que se vive la política en San Carlos, la localidad avanza. Interconexión Eléctrica S.A. — ISA— se ve obligada a negociar con la población y a conceder una serie de obras civiles de beneficio colectivo. Una nueva movilización ciudadana busca rumbos para un pueblo abandonado y empobrecido después del auge de las construcciones, que busca afanosamente en la agricultura, en el turismo, en la ganadería, e incluso en la minería, reencontrar su optimismo. Sectores eclesiásticos, magisteriales, campesinos, culturales y juveniles se aglutinan alrededor de una propuesta cívico-cultural que pretende conectar la localidad a la región y la nación, reconociendo la ruptura “de usos y costumbres respecto a la tierra, la propiedad, las relaciones familiares y políticas, la moral, la religión e incluso la esperanza de vida”. Los mismos pobladores están creando los

2. Villeguistas: concejales en 1988 con 2.079 votos; Progresistas (antigua Anapo): 3 concejales con 423 votos. Casi no hay liberales. Progresistas de Jordán: 356 votos; el resto para elegir 1 liberal guerrista y otro del sector democrático. Los liberales dependen de Medellín. (cenics, 1987:102).

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mecanismos para avanzar hacia el futuro: “Han elaborado una idea de nación en la que ellos son importantes. Claman porque se les dé instrumentos para ayudar a completar el ‘rompecabezas’ de la nación que se llama Colombia. Es la misma comunidad quien configura elementos de identidad que pertenecen a todos los sancarlitanos” (cenics, 1987:105-110).

Un punto en el territorio vasto: San FranciscoEn la frontera histórico-cultural del Oriente Antioqueño nos enfrentamos con

una subregión que denominamos “de la cultura de la supervivencia y la resisten-cia”, en la cual ubicamos tierras de los municipios de San Carlos, San Luis, San Francisco —incluyendo el corregimiento de Aquitania— y Sonsón —para incluir a San Miguel y La Danta—. Una subregión en la que podría hablarse de “idiosin-crasia de colono-agricultor de supervivencia”, autosubsistencia de agricultura de pancoger —maíz, plátano, caña y café— con cultivos no tecnificados, en tierras pobres, húmedas, difíciles de controlar sin insumos, propios de las tecnologías modernas”, con una población fascinada por la “fantasía de la riqueza” forestal, sin “noción de despilfarro de riquezas ni de futuro para precaverse”; con un poblador individualista, sin vida comunitaria, que actúa en contra (y por ausencia) de una Estado que no está presente. Una subregión donde campean el paramilitarismo, la guerrilla, el militarismo; un “campo propicio para que pese más el principio de la guerra y de la intolerancia que el de la paz y la participación comunitaria” (Cenics, 1987:66-68).

En esta subregión precisar el “tipo” específico de localidad que es San Francisco sigue siendo un reto conceptual. Oscila entre nuestra noción de asentamiento, sin serlo, y de aldea y pueblo, sin ser tampoco uno u otro (Henao, 1989d:16). En la aldea existe una entidad territorial consolidada, en la cual la centralidad se ubica en la cabecera pero a manera de prolongación del campo sobre ella. La cabecera es centro de servicios (religiosos, administrativos, educativos y de salud), pero la vida se hace en el campo, en una economía doméstico-vecinal, en donde la cultura campesina (para unos casos o de pequeña minería para otros) es el sello dominante. En el asentamiento, como entidad territorial en formación, como avanzada colo-nizadora que posee uno o varios poblados que se disputan la centralidad, no se encuentra articulación clara cabecera-campo, ni poblador rural-poblador cabecera. El colono parecería ser el representante de este tipo de localidad, perceptible en Puerto Triunfo, Puerto Perales y San Miguel (Henao, 1989d:16).

La noción de territorio vasto se presta para ayudarle a las de supervivencia y resistencia, ante la indeterminación socioespacial del paraje en consideración. Se define el territorio vasto como “territorio aislado durante un largo período de tiem-

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po, de los espacios económicos y sociopolíticos regionales y nacionales” (Ceinics, 1987), aislado por carencia de vías, por desconexión con los circuitos económicos y político-administrativos. Pero no es un “territorio vacío”. Viven allí más de tres generaciones de pobladores dispersos en la inmensidad del campo, que no encuen-tran un eje aglutinante (poblado) que los represente. Allí alguien puede “hacerse invisible”, negarse y jamás haber vivido la institucionalidad pública (si acaso la privada, la doméstico-vecinal); y eventualmente se instauran otras institucionali-dades (la del indígena, la del negro, la del paramilitar, la del guerrillero). De San Francisco hace más de cinco años se fue la policía, no hay cárcel y tampoco había, un concejo encargado de regir los destinos colegiados del municipio porque la disputa por unas llaves inmovilizó a sus miembros.

En San Francisco se concreta el poder sacralizado, en cabeza del párroco. Los pobladores obedecen, acatan, reverencian, veneran y suplican su protección contra el mal. “Es el factótum, es el mito fundacional viviente: con él empieza la historia y la historia se confunde con él”. Es el representante de Dios en la tierra y de los poderes públicos y las instituciones estatales, es la institucionalidad y la municipalización (Iner, 1989:704-709).

A tal punto llega la preeminencia del cura párroco que incluso el partido con-servador, hegemónico en la localidad, se torna no-institucional, es frágil; y para sobrevivir debe someterse a las directrices parroquiales.

Por otro lado, la parainstitucionalidad campea. Las Farc y el ELN deambulan por el territorio sin incidir sobre los pobladores. Hay justicia privada y resistencia autodefensiva. Hay grupos invisibles, como los indígenas y los campesino-indígenas que por centenares de años han poblado el territorio (pobladores originarios unos y migrantes de El Peñol otros) sin haber sido reconocidos por los censos ni las autoridades, bien porque ellos mismos se ocultaron de la presencia aculturadora y etnocida de españoles y mestizos, o bien porque en su proceso de contacto con el “blanco” terminaron por “olvidarse” de su sustrato étnico. Pervive la endogamia, se mantienen las actividades colectivas (las campañas). Y en el registro demográfico y parental se conservan muchos apellidos que evidencian el sustrato indígena: Navá, Buriticá, Quintero, Guarín, Quinchía, Suaza, Ciro, Pamplona, Daza.

La brujería es un mecanismo de control social de conflictos internos. El cura es, como enseña la Antropología, “curer and healer” en la enseñanza de David Mandelbaum (Iner, 1989:693-697).

El municipio es constituido como tal apenas en 1986, el número 123 de An-tioquia, hermano de San Juan de Urabá, el municipio liberal que lo acompañó en el acto aprobatorio por parte de la Asamblea Departamental. Se contabilizan 13.748 habitantes en toda la localidad, de los cuales sólo 2.400 viven en la cabe-cera. Surge como desprendimiento de Cocorná, localidad vecina poseedora de un

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vasto territorio que era incapaz de atender por motivos económicos, políticos y administrativos, porque tiene buena parte del territorio dentro de lo que llamamos territorio vasto.

La municipalización tiene virtudes para los pobladores de San Francisco. Sig-nifica la ampliación “de los referentes vividos y pensados de toda la colectividad y coadyuva en la formación y definición de la identidad local”. Es la consecuencia de la delimitación territorial, en la que de todos modos no se respetan los linde-ros culturales tradicionales (que debieron incluir a Pailania, La Florida e incluso Agualinda, tierras de Cocorná). La alcaldía, el concejo, las secretarías de desarrollo y agricultura, el Sena, el Icbf, Cornare, y el Servicio Seccional de Salud son las organizaciones que llevan la presencia del Estado. La gente concluye: “desde que esto se volvió municipio es que hemos progresado”.

Aquí los maestros y los jóvenes son una tímida corriente renovadora, sujetos a la directriz del cura párroco, pero cada vez más ansiosos de marcarle derro-teros a la localidad. La ausencia de canales de salida saca a la juventud de San Francisco, los lleva a Medellín o a “la caliente”, donde están las explotadoras de cemento, oro, petróleo, e incluso, la oferta de las cocinas de coca. En los maestros, se encuentra un grupo de inmigrantes que están intentando sembrar raíces allí, pero deben someterse a los ritmos del poblador local; y otros, como es común en muchas localidades antioqueñas, que trabajan la semana cumpliendo la jornada estricta pero esperan ansiosos la llegada del viernes en la tarde, cuando pueden salir presurosos hacia la capital (donde los espera su casa y su vida); quedan los que son de allí y llegaron a maestros como un medio de sobresalir en la escena, pero deben someterse al tejido local de las redes de poder y a los estilos de vida que no soportan autonomías ni diferencias. En San Francisco “prevalece la rutina sobre la novedad y el asombro”.

No son claros el Estado de derecho ni los parámetros que permitan hablar de una sociedad civil en la localidad. “Es un poblado parroquial que ha delegado en una figura trascendental (o trascendida) el encargo de construir el territorio”, “es uno de dos poblados (el otro es Aquitania) ubicado en un territorio vasto, reducto de una población desarticulada que desciende hacia la frontera para defenderse de la amenaza de destrucción. Desde allí, la construcción es una empresa que apenas comienza, en donde la voluntad divina no parece estar plenamente correspondida por la voluntad humana” (Iner, 1989:697).

Urdimbre local y trama regional: propuestas de vidaAnte 26 municipios hemos concluido que el Oriente Antioqueño es una “cons-

telación de localidades”, en donde la evidencia que dejan los pueblos es de una dife-

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renciación interna tan grande, que unirlos alrededor de un proyecto regional común es un reto, pero, quizás más, es una utopía. Las tres localidades que hemos dibujado a grandes trazos son ejemplo de la heterogeneidad y el reto que puede ser para un “constructor de futuros” hacer región de localidades y nación de regiones.

Enfrentarse a la región sujeto, aquella que es vivida y pensada (en proyectos político-culturales), pone a los mismos protagonistas de la vida privada y pública a encontrar asideros para construir su región. Decíamos que las élites rionegreras (y antioqueñas) de los años 60 y 70 propusieron una región (la de las grandes obras que hoy se han concretado) pero no calcularon la fragmentación espacial, la descomposición social y cultural y el derrumbe político a que verían sometido “su territorio” un cuarto de siglo después.

El proyecto político ciudadano de los movimientos cívicos, de eventual pro-yección regional, hizo hincapié en el localismo, precisamente por las peculiaridades del ordenamiento en cada lugar, pero no contempló cabalmente la capacidad de resistencia —incluyendo la aniquilación del contrario— al cambio que pusiera en piso inseguro las viejas hegemonías. En la mira de muchos de estos líderes aparece otra fantasía: la comunitariedad de los “compañeros de lucha”. En otros lugares hemos confrontado la noción de comunidad por su carácter nocivo para entender la sociedad y proponer alternativas de salida a los conflictos (Iner: 1979).

La condición por excelencia del ciudadano es la diferencia, no la semejanza nos lo enseñó la Revolución Francesa). Con la noción de comunidad negamos las diferencias y le abrimos una compuerta a la intolerancia, “el concepto de comunidad se generalizó, legitimó e interiorizó socialmente, llegando a hacer parte del lenguaje de la vida cotidiana, como palabra mágica de políticos, académicos, investigadores, planificadores, funcionarios públicos y privados, sacerdotes, campesinos, obreros, amas de casa”.

“Sin embargo, la comunidad en cuanto población radicada o vinculada a una localidad o región está compuesta por múltiples y diversas fuerzas sociales, con intereses contradictorios, con frecuencia enfrentados, en conflicto abierto y que por lo tanto difícilmente se pueden convocar y unir en torno a unos objetivos co-munes”. “Existe una meta y un camino trazado: construir comunidad sobre la base de su homogeneización, del rescate de valores, intereses y formas de pensamiento comunes. Se plantean métodos, procedimientos y técnicas para acercarse y trabajar con la comunidad: en el campo de la planeación se trata de impulsar proyectos únicos, homogeneizantes y hegemonizantes. La preocupación política se centra en promover formas de organización que garanticen vida en comunidad basada en la integración, la cohesión, la armonía, en la comunidad de intereses”. “En estos presupuestos subyace un proyecto político homogeneizante: construir comunidad sobre la base de lo común, de los proyectos únicos. ¿No será un contrasentido

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plantear proyectos de esta índole a colectividades donde se cruzan y relacionan fuerzas y actores sociales con intereses diferentes y a veces antagónicos? ¿Será real una ‘unidad’ creada sobre la base de la homogeneización de una sociedad que es por esencia heterogénea y diversa?” (Iner, 1979:3-6).

Cestería o territorialidadNuestra reflexión nos lleva a proponer la noción de ciudadanía y participación

ciudadana como alternativa a las nociones de comunidad y participación comunitaria. Con aquellas se trata de reconocer la diferencia, la divergencia, el conflicto; se trata de defender la alteridad, la tolerancia, el contrapunto y en definitiva la democracia y la convivencia. Es un camino alternativo para encontrar la sociedad civil y la moral secular que deben corresponderle a las naciones de ciudadanos, por oposición a las hordas de comuneros que todavía se guíen por el fetiche y el tótem.

Las nociones de concertación y espacios de concertación se ligan con las anteriores. La confluencia de puntos de vista distintos para proyectos comunes (no comunitarios, insistimos) exige la existencia de lugares políticos en los que puedan encontrarse los actores y las fuerzas sociales que traen consigo pueblos (y regiones) pensados y posibles. Esos lugares políticos los hemos concebido como escenarios en donde puedan construirse imágenes de futuro. En los ejercicios de participación ciudadana en los que se han ensayado dinámicas para pensar lo que significa vivir la vida de localidad e imaginar la de región, es posible proyectar espacios y relaciones hacia el futuro próximo o lejano. Mientras que la desazón y el desgarre interior invaden al interlocutor individual o colectivo cuando se lo enfrenta al pasado reciente y lejano (conflicto visto como guerra y de guerra misma), es el optimismo y la esperanza los que perfilan las posibilidades del futuro.

A pesar del no futuro, que insistentemente encontramos en el discurso circular de jóvenes y adultos de las localidades recorridas, también percibimos un trasfondo de deseos coartados por derrotas persistentes. La meta de lo posible, sobrepuesta a la de lo deseado puede enseñar frutos, cuando se liga con los espacios en donde debe hablarse de concertación.

La experiencia de talleres de trabajo con amplia participación ciudadana deja enseñanzas valiosas para los pobladores y los investigadores. Uno en especial deja ver la capacidad de apropiación que cada individuo tiene de su entorno: el taller Pueblo vivido, pueblo deseado, pueblo posible.

La propuesta de trabajo que se hace consiste, primero, en elaborar un mapa de la localidad (cabecera y ruralidad), que se va llenando de hitos naturales y culturales a partir de la imagen mental que tiene y plantea cada poblador (hemos experimentado también el trabajo colectivo y es igualmente creador). Además del

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dibujo, hay una narración que suple las insuficiencias del trabajo manual (la edu-cación colombiana no enseña geografía viva del territorio propio, de los espacios significados para el poblador cotidiano).

El trabajo manual y verbal, con un referente espacial bidimensional (hay quie-nes logran la tridimensionalidad en el dibujo), recorre primero el espacio físico, los accidentes geofísicos, la fauna, la flora, los cultivos, los bosques, la vivienda. Enseguida se va poblando la cabecera de calles, parques, iglesias, escuelas, edi-ficios de administración, unidades de salud, cafeterías, tabernas, zonas, barrios y casas. A medida que el narrador describe los hitos arquitectónicos y naturales, se va sumergiendo en la vida doméstica y pública de su localidad. Va dando cuenta de las redes sociales existentes, de los lazos parentales y las instancias de poder que tienen peso en la vida cotidiana, de los eventos religiosos, deportivos y festivos que comprometen a la población, de los acontecimientos “culturales” (en referencia a la cultura institucional, oficial y de élites) que logran eco. Se va dando cuenta del grado de apropiación que tiene de su “patria chica”. Lo importante, para quienes comparten experiencias como esta, es el debate que inmediatamente surge entre todos por las precisiones requeridas a propósito de cada asunto. La experiencia alcanza ribetes de confrontación, pero sometida a los parámetros lúdicos con que originalmente se propone el taller.

De lo vivido se transita a lo deseado. Al encontrar vacíos y reiterar necesidades, cada poblador hace el listado de qué le hace falta a él y a los suyos. En la mente de cada quien lo deseado supera siempre a lo posible. De allí que se proponga inicialmente el ejercicio para sumar los deseos que cumplirían a cabalidad con el derecho a la mejor calidad de vida para todos. La pauta normal es que el joven desea mucho más, hasta el sueño y lamentablemente hasta la desesperanza. Es por ello que resulta tan común la expresión de “no futuro” con el que se identifica a las juventudes de estas tierras. El problema no se vive sólo en Medellín, podríamos afirmar que es más agudo en los municipios antioqueños.

El paso a lo posible viene de lógica. Ante las necesidades individuales y sociales (combinación que se propone en el ejercicio) es obligación calificar la urgencia de las soluciones y medir objetivamente las limitaciones y los alcances de todos los instrumentos (materiales y sociales) con los que se cuenta para el trabajo de construcción.

También dentro de lo posible están el Estado —en sus expresiones municipal, departamental y nacional—, las demás instituciones presentes en la localidad —que pueden impulsar o entrabar las realizaciones—, y los otros —el conjunto ciudadano que apoya o confronta ideas y acciones—. Cuando hablamos de espacios de con-certación, entendemos agentes individuales o colectivos, representativos de alguna forma de vida local con presencia entre todos los pobladores, que tienen capacidad

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de convocatoria, que pueden sentar en la mesa de conversaciones y negociaciones a tirios y troyanos.

El futuro se hace de posibles. Esta vía permite dimensionar con ajuste a lo real concreto cualquier deseo, iniciativa o propuesta. Con el futuro se hace mutis frente a las historias particulares que eventualmente impedirían el diálogo, la tolerancia y la acción conjunta. Nuestra experiencia nos pone frente a narraciones trágicas para hablar del ayer, que se vuelven llagas insanables entre protagonistas de conflictos de primera, segunda y hasta tercera generación.

Como complemento al taller, encontramos otra fuente nutricia de participación ciudadana y convergencia en afectos y deseos comunes a través de foros de la cul-tura en los que compartimos material fotográfico tomado previamente sobre cada localidad. Impresiona el goce de ver la casa del vecino, la calle principal, el parque de todas las mañanas, la tienda de don fulano, la escena de juego de niñas en la placa del liceo, la fachada del hospital, la torre de la iglesia, la sonrisa del perso-naje del pueblo. Aquí se tiene un camino complementario para ver lo nunca visto, las necesidades sentidas pero nunca pensadas. Se tiene también ocasión para darle dimensión humana al contradictor permanente, al usurero, al gamonal, al párroco emprendedor, al maestro polemista, al otro. Se logra incluso que desciendan de la torre de marfil los intocables que aparecen en todo lugar. Se alcanza a verbalizar el conflicto, punto de partida para empezar a resolverlo.

Hay dimensiones simbólicas del ser que resultan en ocasiones indescifrables, por ejemplo, el sentimiento de arraigo a un terruño y la calidez y confianza que inspiran quienes hicieron parte de la misma generación de juegos y riñas. Ser hijo de la tierra es algo que cuenta mucho, especialmente, cuando se mantiene un nexo permanente con ella y no se tiene la experiencia de otras tierras y ofertas de vida. La infancia tiene una fuerza cultural significativa a la hora de dar un paso atrás para saltar dos o tres adelante. Lo vivido también se piensa en esta dimensión —inconsciente dirían desde la psicología— para poder soñar y lograr lo alcanzable. Aunque parezca extraño, la ternura es una cualidad humana que puede lanzarse como carta marcada en un póker de batallas para ganar la partida, siempre y cuando el escenario sea el que sirvió para crecer y multiplicarse.

¿Para dónde vamos?Se vuelve reiterativo el propósito de encontrar salidas. Quizás es la urgencia

de los tiempos que corren, que convocan afanosamente a legos y especialistas a idearse un camino para vivir. Lo interesante es que cada vez menos VIVIR es un ESTAR SIENDO, una manera pasiva de darle curso a los acontecimientos que llenan el tiempo y el espacio de cada persona, y es más un PENSAR SIENDO, a la manera activa de saberse protagonista de los hechos que lo circundan a uno. Por

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ejemplo, el no futuro juvenil, es conciencia de impotencia, es claridad de que tal como andan las cosas, para esa franja generacional no hay alternativa; y cuando se sugieren algunas, como en el caso de San Carlos, el futuro es la muerte. El silencio sepulcral de los líderes regionales de Antioquia frente a la gigantesca ola violenta que ha sometido el territorio y sus gentes en el último lustro, es una muestra más de la incapacidad de proponer salidas a causa de la ignorancia o el desprecio por interrogarse a profundidad sobre lo que acontece.

Las tres localidades tomadas como ejemplo de un mosaico cultural propio de la región sujeto del suroriente antioqueño (nominación atrevida frente a la debilidad de los hilos articuladores entre ellas) indican que vamos para lugares distintos, que no hay aún elementos integradores que tengan fuerza para atraer hacia una misma propuesta. Queda la convicción de que la única posibilidad actual para la región, en lo político y cultural, es la unidad estratégica a partir de la diversidad táctica, o en otros términos, la identidad en la diversidad. Lo importante, pese a todo, es que quienes han comenzado a darse cuenta de que el camino de la construcción de localidades y región parte de propuestas político-culturales alternativas a las preexistentes, son grupos inquietos de jóvenes adultos y adultos jóvenes.

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* Tomado de: Artesanos por la paz. Seminario interdisciplinar sobre violencia y paz en Colombia. Bogotá: Programa por la paz, 1991.

Violencia y paz, una mirada desde la antropología*

PreocupacionesPara muchos estudiosos el contrapunto propio de situaciones de alta tensión

social está en las nociones de guerra y paz, lo que implica pensar escenarios y actores que adquieren perfiles relativamente fáciles de discernir e interpelar en vías a la concertación. Pero cuando la noción de violencia se hace presente el panorama se ensombrece, por la multiplicidad de caras que adquiere la crisis social. El campanazo inicial lo dieron los estudiosos que consignaron en el libro Colombia: violencia y democracia el más reciente memorando a la nación sobre su lenta agonía.

Un aspecto en particular merece pensarse a manera de invitación a quienes buscamos entender el fenómeno en sus causas y desarrollo actual, pero a la vez intentamos encontrar caminos para superarlo. Hago referencia a afirmaciones como la que concluye que vivimos inmersos en la cultura de la violencia y nos corres-ponde salir de allí en busca de una cultura de la paz, o de la tolerancia, o de la democracia, o de la participación ciudadana.

La intencionalidad es positiva en todos los llamados, pero es desacertada la circunscripción de un hecho social e histórico como el de la violencia a una di-mensión universal de toda sociedad humana como es la cultura. El asunto no es de términos, como podrían argüir algunos académicos; trasciende en la medida en que

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se le está dando calificación de universal a una realidad dimensionable, descifrable y transformable. Lo contrario sería afirmar que la violencia está incorporada a la genética de las poblaciones. En este terreno los debates son amplios y giran alrededor de conceptos como el de agresión, conflicto, contradicción y similares.

Las notas que siguen pretenden pensar la violencia y la paz en un marco cultural específico, el de la realidad colombiana, dibujada a grandes trazos.

Violencia en la culturaLa cultura es un sistema interrelacionado de creencias, valores, actitudes, com-

portamientos, costumbres, rutinas y recetas propio de toda organización humana, que resulta descifrable en la medida en que adquiere institucionalidad y formas comunicativas verbales y no verbales.

En su presentación institucional y comunicativa la cultura puede trabajarse o estudiarse a nivel de manifestaciones concretas, como la cultura material de la que se sirven el arqueólogo y el etnógrafo; los sistemas de representaciones, en los que se apoyan el semiólogo y el etnólogo; y las formas de organización social, que alimentan el oficio del sociólogo y el antropólogo social.

En el ámbito de las representaciones y las formas de organización social están presentes siempre el contrapunto y el conflicto, como realidades potenciadoras de creación y transformación, como vías para la acumulación de experiencias y saberes.

El rito y el mito son concreciones en cada sociedad y cultura del engranaje con el que se regulan relaciones, funciones y posiciones de cada uno de los individuos de un colectivo y del colectivo como un todo. Son también maneras de explicar el orden y el desorden del mundo real, en virtud de la trascendencia que se presupone en todo acto o acontecimiento humano.

La muerte, así vista, está cobijada entre los ritos del paso, como Van Gennep lo propuso, y se remite a informar de un continuo, de un proceso, de una potencia, de una contradicción siempre resuelta, porque adelante o al frente o en el otro polo está la vida.

La vida se traduce culturalmente en ciclos por medio de los ritos de paso y los mitos, que se fundan alrededor del principio, del fin y de los momentos límites o puntos más altos en cada ciclo: nacimiento, ingreso al mundo adulto, constitución de familia por vía del matrimonio y concreción de la potenciación procreativa, acceso a estatus-roles de jefatura, mando o autoridad, ingreso a la vejez y la sabiduría y final proyectado del ciclo individual.

La muerte inscrita en los ciclos de la vida es un eslabón de la cadena y es asumida socialmente. Hay imploraciones a la naturaleza o a los imaginarios del

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mundo trascendental para que resuelvan el vacío parcial, porque el colectivo afec-tado tiene la situación bajo su control.

Cuando la violencia definida como daño físico o psíquico que un A individual o colectivo produce sobre un B también individual o colectivo, aparece en escena, se trastoca el orden social y cultural. La violencia es conflicto no inscrito en la red de relaciones sociales, es agresión no dimensionada en los parámetros de la tolerancia que toda cultura establece para los contradictores que antagonizan, es trasgresión del rito y es vacío mítico. La violencia no hace parte del desorden per-mitido por cualquier sociedad humana que se funda siempre sobre prescripciones y prohibiciones como magistralmente lo ha enseñado Lévi-Strauss. La violencia es una trasgresión de las prescripciones y las prohibiciones o, en pocas palabras, es una violación a la norma.

La violencia así vista es una agresión a la cultura, razón por la que ésta se ve obligada a reconocerla, entenderla y superarla, pero no a aceptarla como consubs-tancial a su naturaleza propia.

En este orden de ideas, la violencia aparece en la cultura en cualquier momento histórico para ponerla en crisis e incitar a la sociedad a producir transformaciones profundas en el ámbito de las relaciones y de las representaciones sociales.

Las violencias en ColombiaLos más recientes trabajos académicos han avanzado significativamente en

propuestas de tipologización de las violencias que han azotado a Colombia en las últimas décadas. Del listado podrían proponerse dos órdenes fundamentales en los cuales clasificarlas: violencia pública y violencia privada. En la primera caben la política, la social, la económica o, más explícitamente, las derivadas de las acciones guerrilleras, paramilitares, militares, estatales, de grupos de poder económico-polí-tico, del narcotráfico y similares (en cuanto comprometen grupos sociales amplios y están engranadas con la marcha general de la sociedad). En la segunda, se inscri-ben la de pareja, que afecta al niño, al joven y al anciano, la que parte de procesos socializadores agresivos, la que nace de la drogadicción y la farmacodependencia, y en general las que surgen de una vida cotidiana altamente tensionada.

Lo público y lo privado son englobamientos metodológicos para pensar la calidad proyectiva de la violencia que se instaura en un momento dado, pero no deben desligarse del todo, en razón de que ambos órdenes interactúan en muchos casos. En la órbita de lo público aparecen la táctica y la estrategia, los proyectos, los programas, las verbalizaciones que alcanzan muchas veces el estatuto de pro-clamas, y que, por toda la parafernalia que acompaña este nivel de las violencias, pueden aproximarse con los instrumentos políticos con los que se hace la guerra y se negocia la paz.

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Las violencias públicas tienen efecto en grandes grupos de población y han merecido la acción sistemática del Estado, los partidos políticos y los grupos de poder económico, con el fin de desactivar las causas que motivan a la acción violenta. El contradictor responde en todos los casos para abrirle paso a las negociaciones. Hay forcejeo de parte y parte, pero también hay esperanzas de concertación.

Las violencias privadas tienen caras ocultas que se siguen auscultando por parte de estudiosos de lo psíquico, lo lingüístico, lo biosocial, lo cultural y de saberes hermanos. Un significativo volumen de estudios informa de los hechos. Habla, por ejemplo, de la violencia del marido contra su mujer, o del padrastro contra su hi-jastra, o del hijo drogadicto contra su madre, o del maestro dogmático e intolerante contra el alumno, o del delincuente contra el ciudadano, o del mensaje subliminal que deja el programa de video, sangre y muerte en el inconsciente infanto-juvenil, o de la moral religiosa intolerante impuesta desde el púlpito y el confesionario.

Las violencias privadas carecen de proyectos, no surgen de la conciencia por un acto que desborda los límites de tolerancia individual y grupal. Incluso algunas son negadas por los mismos protagonistas como violencia. Son, por ejemplo, el caso del estudiante que tolera el castigo del maestro o del padre de familia que azota al niño por un incumplimiento de la norma escolar, o de la mujer que incorpora a la relación de pareja el insulto, la golpiza y hasta la herida propinada por su hombre. También es el caso del programador de televisión que vende seriados con excesivas dosis de horror para satisfacer una morbosa demanda comercial.

La sociedad y el Estado se enfrentan a las violencias privadas con algunos instrumentos para desactivarlas; pero aquí la concertación no resulta factible, en tanto no hay proyectos ni programas, ni mucho menos proclamas. El origen de la manifestación violenta no se conoce del todo. El contradictor no lo es frente al Estado, sino que se la juega en los escenarios establecidos por la sociedad, y en esa medida es un desestabilizador permanente, nacido de su seno, subvertor y trasgresor de sus ordenamientos. La sociedad misma no capta con precisión el momento en el cual un hecho accidental se torna en fenómeno social. Sería, pensando en casos concretos, la situación vivida frente al sicariato, que se vuelve asunto público cuando es agredida la sociedad mayor o las individualidades que incidían en la marcha de la nación.

Los niveles de tolerancia frente a la violencia aumentan en la medida en que en el orden de lo privado se amplíen las fronteras de lo que es admitido como daño irreparable. Cada vez que una sociedad se crea capaz culturalmente de absorber el efecto desestabilizador, se encontrará licencia para la trasgresión.

Colombia ha ensayado procesos de paz y acciones conducentes al reconoci-miento de la justicia que han empezado a mostrar el camino apropiado para en-frentar el futuro inmediato. Más de un interlocutor desde el Estado ha verbalizado

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propuestas frente a la violencia pública. Sin embargo, son pocos y muy tímidos los que institucionalmente hablan para los etéreos interlocutores de la violencia privada. Se puede señalar con el índice la posibilidad de una interlocución clara en cuatro frentes: la familia, la escuela, la iglesia y los medios masivos de comunicación.

La paz como asunto privadoEn la sociedad colombiana hay multiplicidad de actores e instituciones que

hacen difícil pero no imposible la concertación de la paz. Gana terreno la paz pú-blica, pero no se avanza mayor cosa en la paz privada.

La paz privada es cercana a la vivencia de la cotidianidad sin sobresaltos, sin terror, sin amenazas. La paz privada se nutre de tolerancia, de reconocimiento del otro como diferente, de amor y de afectos, de alegrías y satisfacciones por las pequeñas cosas, de esas múltiples escenas que nos permiten vivir la vida, no morir la vida.

La familia, la escuela, la iglesia y los medios masivos de comunicación son (unos más y otros menos dentro del territorio nacional) los instrumentos sociali-zadores por excelencia de la nación actual. Los estructurantes culturales nacen de la acción interrelacionada de esas cuatro instancias. Unas, como la familia y los medios masivos de comunicación, intervienen permanentemente en la construcción de imágenes y lenguajes; producen efecto por la acción consciente de los agentes que intervienen, pero también introducen mensajes a través de formas comunicativas no conscientes, por ejemplo, con rutinas y recetas que aparecen como lo natural del asunto: lo que se hace porque así se ha hecho siempre, lo que se dice porque así se ha dicho siempre, lo que se muestra porque se ha mostrado siempre. Raymond Firth y Mary Douglas nos han enseñado la cercanía tan grande que hay entre rutina, repetición y ritual para la instauración de un ordenamiento simbólico y funcional propio de las sociedades complejas, en las que el mito y el rito también existen y en la cotidianidad se refuerzan o renuevan.

La escuela y la iglesia, por su parte, establecen las conexiones entre los mundos privado y público. La primera con la introducción a los saberes y a la moral secular; la segunda con la doble acción que ha jugado desde los inicios de la nación: como introyectadora de patrones de comportamiento y valoración para la vida familiar y social y como proponente de las nociones de trascendencia dominantes en la sociedad colombiana.

El Estado tiene en sus manos las riendas de la escuela y los medios, y es pasivo frente a la iglesia (al punto de darle condición de interlocutor como igual, perdiendo así el derecho a consolidar la sociedad civil como marco explícito de una democracia participativa, secular y tolerante). La familia es a la vez instrumento

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e institución, inscrita en una sociedad determinada y sujeta a las regulaciones del Estado como expresión institucional de toda la sociedad.

Los gobiernos de las últimas décadas, desde comienzos del Frente Nacional, optaron por intervenir de diferente manera en la acción socializadora que estos cuatro instrumentos ejercen sobre la sociedad. En familia, por ejemplo, creando el Instituto de Bienestar Familiar en los años 60 y estableciendo la jurisdicción de familia al final de los 80. Aquí las normas y las acciones no han sido del todo acertadas, en la medida en que se desconocen las dinámicas locales y regionales que instauran tipologías familiares muy diversas y patologías familiares para las cuales no hay respuestas claras por parte de los agentes estatales. Por ejemplo, la paternidad como hecho sociocultural masculino se desconoce, la vejez como alternativa de vida se deja pendiente, la familia superpuesta como violación a la ley con legitimación social se evade, y se aplazan las relaciones horizontales de género y sexo con todas las variantes que tienen.

Hemos planteado hipótesis relativas a la gestación de una conducta delictiva derivada de vacíos de padre, discurso paterno e imagen paterna; de ausencias y silencios maternos; de discursos maternos que asumen para sí o remiten a otro la culpa por ejercicios enfermizos de la paternidad y la maternidad; socialización intrageneracional (en jóvenes y niños) con carencia de referentes históricos, que incide en la inexistencia de presupuestos para delinear futuros posibles. La desazón en el entorno hogareño es potenciador de diversas formas de violencia, privadas y públicas. Las instituciones del Estado no son conscientes de la urgencia de superar los niveles descriptivos de los fenómenos para avanzar hasta los análisis y encontrar causas y alternativas eficientes en la resolución de estas situaciones.

Los gobiernos han sido afectos a reformas del aparato educativo como tal, pero tímidos frente al reto de instaurar nuevos modelos pedagógicos. La escuela nueva y la etnoeducación tienen hace más de un lustro carácter experimental. La descentralización escolar ha sido planteada más como un problema administrativo y económico que como una alternativa cultural para instrumentalizar la construc-ción de una identidad nacional basada en la ética civil. Los aparatos del gremio educativo expresan a su vez el manejo fundamentalmente laboral que le confieren a la actividad pedagógica, dejando en la incertidumbre propuestas alternativas de nación que podrían ser los pilares de una nueva sociedad. Es muy polémica una acción política magisterial que se ubica en el mismo orden de las acciones sindicales propias de los trabajadores de la industria o el comercio. El producto del trabajo del maestro es un niño o un joven que recibe un segundo paquete socializador, en el cual se incorporan saberes socialmente reconocidos. Se espera que el maestro sirva de bisagra entre el hogar y la vida pública, en la que todo ser humano se desempeña cuando llega a la adultez. Aquí está presente un nudo crítico para la

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construcción de la paz. El maestro es un agente socializador con enorme juego en las nuevas generaciones. Percibe la duda sobre su capacidad de transformarse para poder incidir creadoramente en sus discípulos.

En Colombia hay muchas iglesias y numerosas religiones. Sin embargo, el catolicismo es dominante. En su seno se mueven concepciones diferentes sobre la sociedad y la cultura que deben proponerse para la instauración de una nueva Colombia. Ayer tuvo peso la institución, hoy lo tienen más los agentes. Es el sa-cerdote, es el religioso cercano a un grupo social determinado el que con sus actos se gana la credibilidad y la confianza de la feligresía. Por ejemplo, la posibilidad que tuvo en el pasado el cura del pueblo, de convertirse en el alter ego materno para socializar a los hijos y complementar la imagen del padre (que se dedicaba principalmente a fungir de proveedor económico) se desplazó hacia la acción orga-nizativa de la comunidad (como legado posconciliar). Los vacíos que dejó el cura con su discurso socializador hogareño no fueron suplidos por la sociedad (no lo fueron por el maestro, tampoco por el padre proveedor). La contradicción que se estableció entre las agrupaciones religiosas por la existencia de proyectos opuestos, no alcanzó a permear al conjunto general de la sociedad hacia una u otra alternativa, dejando espacio abierto para que también desde el punto de vista de las opciones religiosas se pudiese justificar la violencia contra el otro cristiano. La ética secular, como propuesta frente a la religiosa, apenas comienza a esbozarse, pero el espacio de cada una aún no es claro, ni mucho menos la sociedad ha podido establecer sus pautas morales civilistas despojadas de los dogmatismos propios de la moral reli-giosa. Aquí hay otro eslabón estructurante de una situación de violencia que urge debatirse desde la sociedad civil, ante el concordato y la institución eclesial.

Hay otro espacio de la socialización que gana fuerza y avasalla, pero que no ha sido asumido como estructurante cultural. Ese espacio lo cubren los medios masivos de comunicación y en especial la televisión. Sorprende escuchar al director de los medios minimizando el peso que tiene en la inconsciencia individual y colectiva un programa televisivo. El libro del comunicador social Alonso Salazar (1990), No nacimos pa’ semilla, pone presente la condición audiovisual de los lenguajes coloquiales urbanos (caso Medellín). Pero, además, hace explícito el sentido televi-sivo que adquieren la violencia y la muerte en contextos sociales en donde no hay mediaciones entre la imagen-sonido de un aparato y el niño o joven receptor de mensajes. Entendemos una mediación cultural como la presencia del otro, como el referente histórico, como el diferente, como la alternativa, como la crítica, como la negación de una sola posibilidad de ser y hacer. Esto no aparece claro en sectores de distintos estratos socioeconómicos en los cuales las figuras y las instituciones socializadoras están ausentes. Cuando no hay padre, ni madre, ni cura, ni maestro; cuando sólo está el compañero de juego o el silencio de una vivienda deshabitada.

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El reto de hacerse hombre o mujer a la propia inventiva, forcejeando con las agre-siones, fascinados por la simpleza con que se puede llegar a ser rico, amar o morir. En los medios hay otro reto para la paz que, pese al escenario de violencia en que se ha vivido en los últimos años, apenas merece unos cortos minutos de parte del Estado para informar cómo se construyen retazos de nación.

Cultura versus violenciaLo dicho apunta a reafirmar una tesis: es inaceptable la noción cultura de la

violencia para hablar de lo que acontece en Colombia. La violencia es una nega-ción de la cultura; es el límite intolerable por parte de la cultura, cuando ésta se presupone soporte y explicación de una sociedad concreta. La violencia se ubica en el umbral superior de la agresión pero en sitio que impide incorporarla como reguladora de los conflictos propios en toda colectividad humana.

La violencia es no creencia, no valor, no actitud, no comportamiento, no rutina, no receta, no representación, no institución. Violencia es negación, no afirmación. La cultura se afirma y reproduce en el contrapunto, en la resolución siempre en positivo de sus momentos de crisis; aunque conservatizante (para que las sociedades vivan), la cultura está en capacidad de darle escenario a los actores para que actúen de otra manera. La violencia, por el contrario, destruye los escenarios y aniquila los actores. Al Estado como representante de la sociedad le compete abrir los espacios en los que los conflictos se verbalicen y las esperanzas vuelvan a florecer.

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* Tomado de: Revista de la Facultad de Trabajo Social de la Universidad Pontificia Bolivariana Año 8. Vol. 8. Medellín, enero-diciembre 1991.

Las ciencias sociales y humanas como instrumento para la convivencia*

Una invitación a pensarDesde hace varios años nos hemos dedicado a reflexionar sobre el conflicto

social que vive el país rural y urbano, que supera los límites tolerables por cualquier cultura, hasta llegar a negarla, como de hecho sucede con la violencia, que acaba con la vida y, en consecuencia, con todo producto humano.

Es posible entender las formas de la violencia política que se sustentan, pre-suntamente, en proyectos antagónicos, e incluso, es factible proponer para ellas espacios sociales de concertación, en donde las partes tienen que deponer sus intereses hegemónicos para darle cabida a los del contrario; pero no es tan fácil entender otras dimensiones de la violencia: aquellas que resultan del juego macabro por la supervivencia (violencia delincuencial, narcoviolencia, violencia intrafami-liar, sicariato).

La violencia política compromete al Estado, como interlocutor directo. Los últimos gobiernos colombianos han entendido la particularidad de esta forma aguda del conflicto y han procedido a dialogar.

En la segunda modalidad de violencia la intervención estatal no es tan clara, porque asume rápidamente la cara de la represión, del castigo, de la interdicción, del encarcelamiento, del juicio social y ético contra los responsables.

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Se puede reclamar al Estado que actúe en procura de la defensa de los derechos ciudadanos; el gran pero es que no queda claro si su acción se corresponde con la comprensión efectiva de la sociedad en que actúa y de las causas de la violencia que la aquejan.

A la universidad y a las ciencias sociales y humanas les corresponde hoy hacer escuchar su voz en medio de metrallas y sangre derramada, hasta que se entienda que su palabra no es de guerra ni amenaza el bien público. Esta voz es una de las llamadas a explicar y proponer alternativas de salida, mediante posturas que la saquen del claustro y la ubiquen en el papel del tercero ante los aconteci-mientos.

Él, tú y yoLas técnicas de la investigación-acción-participación dan lugar a posiciones

ideológicas y políticas de rechazo a contabilizar en todo proceso de conocimiento al sujeto que conoce. A su vez, las técnicas ortodoxas de investigación que acuden a la extrapolación entre el sujeto que conoce y el objeto de conocimiento, le niegan el derecho a la palabra al actor social sobre su propia experiencia.

Una postura intelectual diferente llama a ubicarse en el tercer ángulo de un triángulo imaginario, en donde el primer ángulo lo constituye el sujeto de conoci-miento, incluyendo su propia versión de lo que conoce; el segundo ángulo lo hace el sujeto que conoce con su versión de lo conocido; y el tercero se configura al distanciarse (en forma equidistante) el sujeto que conoce de los dos anteriores, para observar y analizar con efecto de extrañamiento (a lo Bertold Brecht en el teatro) las significaciones de las dos primeras versiones.

Esta mirada y su consiguiente expresión discursiva es la que hace posible pro-cesos de conocimiento y transformación, en donde el investigador de las ciencias sociales y humanas recupera su postura, sin fundirse y sin distanciarse hasta la arrogancia de la sociedad y la cultura del otro. En palabras más simples: no es la hora de que nuestras ciencias resignen su derecho a hablar sobre el otro, aunque tampoco estamos en épocas

en la que se habla por el otro. La hora es de una tercera palabra, que recono-ciendo la del otro, la interroga de manera distinta, con otra mirada, dentro de otros contextos, dándole valor y a la vez relativizándola.

Figurando una primera escena podríamos decir que en un ángulo se ubica la sociedad, en el otro el Estado, y en el tercero las ciencias sociales y humanas. El investigador reconoce las dos versiones frente a un tema específico, pero no se confunde con ninguna de ellas, las somete a verificación y propone respuestas y salidas por vía concertada.

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Una segunda escena puede ser aquella en la que se ubican en contrapunto estratos socioeconómicos bajos y altos frente a una misma realidad: el empleo. Desde una posición, el problema se enuncia como la falta de voluntad de quienes poseen el capital para abrir fuentes de trabajo; desde la otra posición el problema se concibe como la imposibilidad de sacrificar tecnología y bajos costos por capital humano, líos sindicales y altos costos. Al investigador de las ciencias sociales y humanas corresponde hallar sustento a una y otra argumentación y proponer salidas que reconozcan el derecho de trabajo a unos y de ganancia a los otros.

Una sociedad madura y un Estado consolidado podrían darle pleno derecho a las ciencias sociales y humanas para que sirvieran de espacios de concertación entre organizaciones y expresiones encontradas.

Cuando se mencionan la política y la cultura como ámbitos de la experiencia humana, que deben reconocerse en estos tiempos de reconstitución de la vida ciudadana, el investigador de estas materias debería ser uno de los principales llamados a proponer alternativas de futuro, pero no por el prurito de su saber sino de su mirada.

La academia frente a la violencia y el futuroDos niveles de intervención pueden proponérsele a las instituciones de educa-

ción superior, respecto a la crisis social que se vive entre nosotros. La primera, y la más importante, tiene que ver con la búsqueda de nuevas fuentes de inspiración para entender las causas del fenómeno. En ese sentido se escriben las notas ante-cedentes, que además de invitar a pensar en conceptos asociados con la palabra violencia, pretenden ubicarla como el estado límite en el que se niega la cultura de una sociedad, en cuanto se concibe una oposición irreconciliable entre violencia y cultura. De tal manera, no sería posible hablar de “cultura de la violencia” sin estar sometido a una contradicción en los términos.

El segundo nivel de intervención que corresponde a la academia superior tiene que ver con la inserción de los académicos en el ámbito de los conflictos, estable-ciendo diálogo directo con los actores sociales. Debe hacerse “etnografía densa”, a la manera que propone Clifford Geertz (1987:24-45), como tratando de leer “en el sentido de interpretar un texto, un manuscrito extranjero, borroso, plagado de elipsis, de incoherencias, de sospechosas enmiendas y de comentarios tendenciosos y además escrito, no en las grafías convencionales de representación sonora, sino en ejemplos volátiles de conducta modelada”, pensando siempre en la diversidad, porque “hoy es firme la convicción de que hombres no modificados por las cos-tumbres de determinados lugares en realidad no existen, que nunca existieron y, lo que es más importante, que no podrían existir”.

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La ubicación como el tercero, en el triángulo propuesto inicialmente, corres-ponde a la otra mirada que obliga hacerse a los procesos sociales para entender su dinámica y ver los senderos que pueden optarse hacia adelante.

Experiencias de investigación nos han enseñado que la mirada hacia el pasado que pueden realizar los actores sociales comprometidos en luchas y enfrentamien-tos crónicos, además de sesgada, es profundamente intolerante con el opositor. Se requiere, por el contrario, ubicarse en espacios sociales de concertación, en donde medien terceros que propicien la imaginación de futuros deseados y posibles. Pri-mero deseados, si concedemos el derecho a soñar, y segundo posibles, si aceptamos la obligación de sembrar de proyectos la realidad.

Las ciencias sociales y humanas tienen un papel importante en la doble direc-ción que hemos señalado: como instrumentos para la reflexión y la interpretación de un lado, y como mediadores entre actores sociales enfrentados. Su voz, siempre crítica, será el mejor garante de un paso firme, dado en la conquista de su propio espacio, en la tradición centenaria que consagró Galileo Galilei para toda ciencia con su célebre, no importa sí mítica, frase: “¡Y sin embargo se mueve!”.

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* Tomado de: Serie de Ensayo Nº 2. Instituto de Estudios Regionales —Iner— Universidad de Antioquia. Medellín, 1995.

1. Organizado por Vía Comunicaciones bajo la dirección de la periodista Ana María Cano. Hay memoria del evento, publicada por la alcaldía el mismo año.

Los medios y la sociedad ante los retos de paz Una mirada desde la antropología*

En abril de 1990 ocurrió el primer Seminario Internacional de Periodismo hecho en Medellín, promovido por la alcaldía de la ciudad1. En él se expidió un manifiesto que a mi juicio conserva su vigencia, del que retomo tres nume-rales:

El 3 dice: “Percibimos que los colombianos buscamos construir esta nación sobre la base de la democracia, la tolerancia, el respeto a la vida, la dignidad y el reconocimiento de las contradicciones como parte enriquecedora de la sociedad. Para nosotros esto implica anteponer el bien común sobre el afán sensacionalista de la “chiva”.

El 4 dice: “Al hacer énfasis exclusivo en los hechos inmediatos e inconexos, los periodistas servimos a la desinformación y reforzamos la ausencia de la inter-pretación global de lo actual. Para oponernos a esta manipulación debemos asumir una subjetividad honesta que nos permita mirar todas las versiones sin naufragar en ninguna de ellas”.

El 5 dice: “Para que la nueva nación no quede por fuera de los espacios infor-mativos, debemos también volver fuentes noticiosas a los sectores hoy excluidos: el país que piensa, investiga, emprende, crea; y a los sectores a los que se les ha

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2. En ese seminario mi ensayo se tituló “Imágenes de Medellín. Cultura y violencia en una ciudad de pueblos. Y se propone allí una noción de imagen cultural que creo sigue siendo válida para el propósito de quien se comunica y comunica.

negado el espacio y el reconocimiento. Ensanchando las fronteras de nuestro pe-riodismo ayudaremos a abrir espacio para que quepa esta nueva nación”.

En aquel seminario participamos varios estudiosos de la sociedad y la cultura, y lanzamos dardos fraternales a los colegas comunicadores. No creo que todo lo dicho desde nuestra otredad haya caído en el vacío. Algunos han mostrado con su hacer los cambios de valoración y actitud que requieren la sociedad y el perio-dismo. Pero tal vez son los jóvenes de todas las edades, quienes abandonaron o nunca han estado en el pontificado; porque un buen número de “sumos sacerdotes y sacerdotisas” resolvieron hacerle altar a la guerra, que es la que da dividendos en época neoliberal.

Las ideas que siguen sólo tratan de agregar algunos elementos de reflexión a lo dicho en 1990 2, pero se mueven en una dirección polémica, interpretando el nuevo destino del hacer antropológico, como lo dice bien el profesor Marc Auge (1987:179): “Si existe una urgencia intelectual para la investigación antropológica es la de denunciar todas las empresas pseudoculturalistas de recuperación que, en el nombre de una definición bastarda e idealista de cultura, llevan a cabo algunos especialistas al recolectar meramente vestigios artesanales y folclóricos”.

Le corresponde a la cultura antioqueña volcarse sobre sí misma para, quizás, enderezar un camino: el que han recorrido los medios masivos de comunicación. Como dice el profesor Edmund Leach (1968:65), tal vez sea por el recurrente “exceso de moralidad” propio de la cultura paisa. Y eso es sano, en la medida en que podamos decirle definitivamente sí al futuro.

Los medios y la media

El profesor Gianni Vattimo (1990:73) nos ubica en la encrucijada de la so-ciedad actual al afirmar que “la sociedad en la que vivimos es una sociedad de la comunicación generalizada, la sociedad de los mass media”. Estamos frente a una sociedad menos conciente de sí misma, pero más informada, más caótica y, por supuesto, más compleja. No es gratuito, por tanto, que los tiempos que corren para las ciencias sociales y humanas sean los del estudio del caos.

Al menos en los medios (pero quizás en todos los ámbitos), la media propor-cional de la humanidad es la descentración del orden, del poder, de la cultura, del individuo. En cualquier lugar de la tierra hay un sujeto (individual o colectivo) que lee la imagen visual, oral o escrita y la interpreta para su medio. Todo le comunica,

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aún lo antes innombrable, que ahora, gracias a un medio masivo, recibe un nombre, se ubica en un texto y entra en el contexto del receptor.

En la medida en que el medio informa lo mismo para todos, supone que hay detrás —en la otra línea, del otro lado del canal—, un consumidor que se alimen-ta con su mensaje, que lo recibe sin fórmula de juicio, al menos en el inicio del proceso receptivo.

En este diálogo peculiar de los medios masivos de comunicación, cabe pregun-tarse quién fabula. O mejor, para empezar por el presunto derecho: ¿Quién parte de la realidad? ¿El que envía el mensaje? ¿El que lo recibe? Porque en principio nadie está en el lugar que le ha correspondido en suerte, ambos están descentra-dos gracias a la ficción que se crea con la sintonía en un acto comunicativo. La más clara actuación de descentramiento del “mundo real” o del “mundo familiar”, por ejemplo, se observa en el niño, ensimismado (consigo, para sí, por sí) ante la pantalla de televisión. El niño está sintonizado, y consecuentemente descentrado de los otros mundos que pueden estarse viviendo a su alrededor. Y obviamente el programador hace tabla rasa del contexto del receptor; se preocupa básicamente de enviar un texto que será visto, oído o leído por alguien, de cualquier sexo y edad, en cualquier lugar, a cualquier hora.

Es una realidad virtual la que resulta del encuentro con el medio. Una realidad producto del “entrecruzarse, del ‘contaminarse’ de las múltiples imágenes, inter-pretaciones y reconstrucciones que compiten entre sí, o que, de cualquier manera, sin coordinación ‘central’ alguna, distribuyen los media. El mundo verdadero se convierte, al final, en fábula (Vattimo, 1990:81)

Con la multiplicación de imágenes podemos ingresar al mundo de los fantas-mas, es decir, de los temores, de las amenazas, que nos impiden asirnos a alguna verdad, a alguna autoridad, a algún orden. En la medida en que los medios se toman la casa, me acuerdo siempre de Cortázar, puede suceder que nos vamos quedando sin espacio para tejer, como lo hacía Irene, o para la biblioteca, o para el dormitorio o para cocinar. Hasta que estemos bien, y poco a poco empecemos a no pensar. “Se puede vivir sin pensar”. E incluso se puede llegar a tirar la llave de la casa a la alcantarilla para que a nadie se le ocurra robar en la casa tomada (Cortázar, 1965:154-155).

Como en las imágenes, las metáforas para el caso de Cortázar, los medios pueden convertirse en el otro desconocido, fantasmagórico, que se va tomando al receptor, subliminalmente, hasta expulsarlo de su realidad, de su contexto, y adentrarlo en un texto que no tiene asidero más que en la fabulación, entendida como el arte de armar modelos sin fundamento o inventar seres y situaciones que se parecen a las propias de los seres humanos.

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Aparece aquí el dialecto (Vattimo, 1990:84-86), que permite hablar un lenguaje singular, propio de las construcciones culturales que se hacen localmente, y gracias a la contextualización inevitable que todo mensaje impone al receptor cuando se le impreca a entrar a la cadena comunicativa, la de sus congéneres.

Sin embargo, este dialecto tiene una connotación especial: es propio de la identidad del sujeto individual o colectivo; es extraño respecto a otras identidades adquiridas merced a las interpretaciones posibles de los mundos vividos y mass-mediados por otros sujetos; pero se mueve en la esfera de la fabulación resultante de la aldea global, en donde todos tenemos parte de nuestra existencia.

La intervención de los medios masivos de comunicación debe mirarse desde varios ángulos. Son numerosas las entradas que siguen el compás del no futuro, son los cantos a la muerte, muy propios de una cultura que siempre ha vivido en el borde del precipicio, arriesgando todo para aumentar las arcas del mito paisa. Los viejos valores son retomados y fabulados para construir dos órdenes morales contrapuestos: el de la cultura bicentenaria que levantó el gran edificio social y el de la contracultura emergente, que decide trastocar las viejas jerarquías sociales merced a la rejerarquización económica.

Los medios le abren las puertas a las propuestas contraculturales, por la vía de los mensajes ocultos, los que resultan de un ordenamiento del discurso que no estaba en la acción comunicativa desencadenada por el emisor. Es el viejo apren-dizaje proveniente del ejemplo negativo, pero siempre cautivador, en tanto es la exploración de la dimensión oculta del ser.

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Medellín: Ciudad de pueblos y violencias Reflexiones sobre la socialización

en situaciones de conflicto*

Las reflexiones sobre Medellín vienen de todos lados por la crisis que ha vivido su población en los últimos años. Se llega hasta el punto de afirmar que la ciudad está sobrediagnosticada y que lo que se debe hacer es adelantar acciones que permitan superar las situaciones de tensión social, conflicto, delincuencia, narcotráfico, terrorismo, en los que están envueltos todos los pobladores del Valle de Aburrá, que desbordan los límites de la capital del departamento de Antioquia para afectar el hábitat más importante del noroccidente colombiano.

En este ensayo quiero proponer unas hipótesis alrededor de las causas de orden social y cultural que podrían estar en la raíz del problema. Parto de pensar a Medellín y al Valle de Aburrá como un conglomerado de mosaicos pueblerinos en los que las colonias son el último eslabón de las sociedades de origen de las generaciones anteriores, que migraron en el curso de los últimos cincuenta años.

Asumo además un ángulo de mira que hace relación a una de las institucio-nes a las que se le fija el papel socializador o endoculturador: la familia. No hago

* Tomado de Serie de Ensayos Nº 1 Instituto de estudios Regionales −Iner−, Universidad de An-tioquia, Medellín 1995.

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referencia a una forma de familia, sino a todas las posibles. Desde la extensa, concebida como pilar del ethos tradicional, hasta la díada madre-hijo, a la que se le concede la institucionalidad.

En los últimos tiempos se vienen debatiendo dos convocatorias entre los antio-queños, y más estrictamente entre los medellinenses (de nacimiento y adopción). Una habla de recuperar los valores perdidos y otra de construir nuevos valores. En la primera propuesta, el trasfondo del llamado es la sociedad rural, decimonónica, que permitió elaborar el mito de la antioqueñidad que ha recorrido la patria con gran fuerza, favoreciendo al portador de esa imagen en el mundo de la economía y por añadidura en otros terrenos (social, político, cultural).

En la segunda propuesta, es la realidad de hoy, resultante de medio siglo de grandes transformaciones, el hecho grueso que se pone sobre el tapete. Apenas ahora, en el cenit de la crisis, el problema se convierte en asunto de todos, los de adentro, que viven los pormenores del drama; y los de afuera, que ven sorprendidos y temerosos lo que pasa en el centro del huracán pero se sienten relativamente im-potentes para actuar. En el momento hay frenetismo por hacer cosas que permitan cambiarle el curso a los acontecimientos. Queda la duda del grado de proyección que pueden lograr esos haceres.

Se parte de la convicción de que la familia es uno de los instrumentos de mayor peso en el moldeamiento de los individuos de cualquier sociedad. En la clásica concepción de Linton (1965:58):

Todas las sociedades reconocen la existencia de ciertas unidades cooperativas compactas, organizadas internamente, intermedias entre el individuo y la sociedad total a la que pertenece. Teóricamente, toda persona pertenece a una u otra de estas unidades, por razón de relaciones biológicas establecidas por el ayuntamiento sexual o la ascendencia común. De hecho, tal asignación puede también apoyarse sobre la base de sustitutos reconocidos, como la paternidad supuesta y la adop-ción. Estas unidades tienen siempre funciones específicas en relación tanto con sus miembros como con el total de la sociedad. El hecho de pertenecer a una de estas unidades significa para el individuo una serie de derechos y deberes espe-cíficos con respecto a otros miembros y también una serie de actitudes bastante bien definidas. La unidad ha de ser el foco principal de lealtad e interés para sus miembros. Los que pertenecen a ella están unidos por el deber de cooperar y de ayudarse mutuamente, colocando los intereses de los otros miembros por encima de los de los extraños. La interacción de las personalidades dentro de la unidad es estrecha y continua y su ajuste mutuo deberá ser, en consecuencia, completo. Idealmente, los miembros de una familia están unidos tanto por lazos de afecto como por lazos de interés común, y las disputas entre ellos se consideran más reprobables que las desavenencias entre miembros de la familia y extraños.

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Hay además una serie de funciones en la familia que vienen de su doble condición biológica y cultural, como la reproducción, la producción económica, el cuidado de los ancianos, la protección de sus miembros contra los extraños y la educación y cuidado de los hijos. Esta última función hace referencia a lo que muchos autores llaman socialización o endoculturación, el punto alrededor del cual quiero proponer mis interrogantes sobre el caso de Medellín, porque en esta instancia es en donde se suponen concientes, o por lo menos presentes, las activi-dades propias de la transmisión de patrones de comportamiento entre hombres y mujeres y grupos humanos de todo orden y condición.

Un momento para la vida privadaLa habitabilidad de los espacios urbanos disminuye con tal celeridad en Medellín

que hasta las posibilidades de vida pública en forma de vecindad, por la historia compartida de habitantes de colonias pueblerinas, se deteriora. Hay desconfianza en el colindante, hay silencio temeroso por no saber quién es el que vive al lado, en la medida en que se quiebran las cohesiones del origen común y cada quien se decide a jugar su suerte. Pero lo que hay que entender, además, es que la vida urbana impone un hábitat hogareño excluyente de relaciones sociales que trascienden los lazos de afinidad y consanguinidad. El lugar para el encuentro de los vecinos, que eventualmente pueden tornarse amigos y socios, es público y puede tener forma de plaza, parque, tienda, esquina, cafetería, bar, cancha, casa comunal o cualquiera otra forma de identificación barrial, comunal o zonal. Es el lugar de encuentro de los pares generacionales (amas de casa, ancianos, jóvenes, niños, trabajadores al final de la jornada laboral).

Planeación Metropolitana de Medellín plantea con fuerza la existencia de comu-nas dormitorios que carecen de elementos de ciudad que potencien vida ciudadana. Es compartida por la Consejería Presidencial para Medellín y el Plan de Acción Social de la alcaldía la tarea de construir núcleos de vida ciudadana que permitan articular servicios estatales y privados de todo orden con las rutinas de los actores sociales que habitan los territorios de la ciudad. Pero hay un punto de partida esen-cial, la delimitación de los territorios urbanos que conciben los pobladores.

Esta delimitación empieza por el más pequeño de los territorios, el privado, aquel que permite anudar relaciones consanguíneas y afines. La habitabilidad ur-bana empieza por la vivienda, por el hogar, por los metros cuadrados en los que hombres y mujeres se comunican los afectos y aprenden “naturalmente” los oficios domésticos y los deberes y derechos públicos. Estos territorios carecen de calidad para una proporción muy elevada de habitantes de Medellín. Es reiterado el lla-mado de los cronistas de la región sobre las bondades de la vivienda campesina o

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pueblerina; y en el fondo hay un reiterado lamento por lo que se tiene que soportar en la ciudad.

Unas imágenes enseñan la condolencia por lo perdido: “El patriarca, Joaquín Cadavid González, tuvo 15 hijos, en una casa con corredores de ladrillo y el patio de cemento con eras de jardín adornado con palmas y surtidores, narcisos, cri-santemos, tulipanes, rosas y azaleas. El ambiente vivía perfumado y el murmullo del agua de los surtidores lo alegraba y refrescaba”. La misma historia dirá más adelante: “En el barrio viven hoy personas de un estrato socioeconómico medio alto. En su mayoría viven en residencias unifamiliares de dos pisos, con amplios jardines técnicamente planeados, actualmente nadie sabe quién es el vecino; se puede morir uno y no se dan por enterados”.

En otro barrio la historia tiene sello diferente: “El solar era el sitio de alegría de los muchachos y el lugar que permitía siembras para el sostenimiento diario. Hoy, debido a la carencia de tierra, se extingue poco a poco” (Henao, 1990:60-62).

Si retomamos unas notas sobre la ciudad de Luis Latorre Mendoza (1985:67), encontramos reiterados y vivaces apuntes de campesinos y pueblerinos. “En 1860 el paseo de La Playa terminaba en ‘Los Naranjitos’, cuadra y media arriba de donde hoy está el puente de Córdoba. De ahí hasta La Toma seguía un arrabal de casas pajizas con arboledas y zarzales por delante, en donde vivía la gente con sus perros, marranos y gallinas”. Y este otro de Simón Guberek (1985:44): “De 40 años a hoy (1974) Medellín ha cambiado completamente de ‘traje’. Palacé, Colombia, Junín, la Plaza de Berrío, son hoy irreconocibles. Viejas casas han cedido el campo a los rascacielos. Las remodelaciones han hecho una urbe de lo que ayer era una pequeña ciudad siglo-decimonono raizal”.

Los ciudadanos están en el deber de reclamar su espacio privado, para sembrar raíces como las que afirman al hijo a las tierras campesinas y pueblerinas. Además de la superación del drama que implican los asentamientos subnormales, como lo enseñan los análisis de Héctor de los Ríos y Jaime Ruiz Restrepo (1990:10), sería indispensable pensar en la restitución de relaciones hogareñas y familiares que permitan el libre juego de las vivencias cotidianas, los ritos comunes que impiden sentir desesperación por los afanes diarios. Si cada hora y cada día carecen de perspectiva, el fantasma de la violencia está en su ley para encauzar la agresividad del actor que vive la tragedia.

Alonso Salazar (1990:25-63) presenta una imagen patética del entorno que le hace juego a la muerte:

El ambiente de apariencia tranquila no deja ver a los ojos del pasajero ocasional la realidad. Todo parece en calma. En las heladerías suenan los temas de música guasca, tangos y vallenatos. En la calle se venden fritangas. Las manos juiciosas de las madres descuelgan la ropa seca de las terrazas y los balcones, arreglan las

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matas de los jardines, barren las calles y las aceras. Todo para que “la pobreza no se confunda con el desaseo”. Rostros viejos se asoman a las ventanas. Los campe-sinos que fundaron el barrio, contra viento y marea, pasan su tiempo discretos y recogidos. Según ellos ya no se vive la calma de antes, todo ha cambiado. Desde hace unos años la guerra ha visitado cada uno de los rincones del barrio. Una guerra de jóvenes, casi de niños. Una guerra que generó otra guerra. La de un grupo de habitantes que se declararon cansados de “tanto atropello” y decidieron “limpiar” su barrio de las bandas que se lo habían tomado”.

Jhon Jairo Henao (1991), trae un testimonio adicional de vivencias recogidas en barrios en donde los jóvenes se enfrentaron entre sí desde “el día de los brujitos” el 31 de octubre de 1990 hasta el 6 de enero de 1991: “A eso de las siete y media de la noche, estábamos con unos chinches elevando un globo, cuando llegaron como diez cabrones, más bien armados que un chucho y qué fumigada nos pegaron. Unos corrían pa un lado, otros pa otro, y en todo ese carrerón le pegaron un pepazo de mágnum 45 en la frente a una señora, a la mujer del Mono Pérez; y ese man que tiene un hermano en la Dijín, mejor dicho qué putiada se pegó esa noche por aquí. La ley se metió al hueco, tumbaron puertas, dañaron casas, se llevaron a tres manes. Fue entonces cuando llegaron las milicias y le metieron la mano al asunto. Ellos no improvisan, saben lo que están haciendo”.

El drama mayor está en la solución de muerte a la muerte, que hace al viejo campesino emigrado de la violencia, y al joven “Robin Hood”, recoger unos “fierros” y empezar a “accionar”. En ocasiones, una cara del honor ligada a la venganza: “No le hago mal a nadie pero el que se mete conmigo la lleva perdida, es que a uno le tumban a un parcero o a un familiar y uno la arma para cascarle al faltón o a otro familiar de él, con tal de que no sea mujer. Si uno no acciona se la montan” (Salazar, 1990:25-63).

Las relaciones privadas se vienen alimentando de múltiples insatisfacciones, carencias, desarreglos y formas del deseo de venganza: el padre que se ausenta de la casa, la madre que no tiene tiempo para su hogar, el hijo que no obedece ni le encuentra sentido a la vida de familia, el padre que viola a su hija, la mujer que reniega de su maternidad, el joven que huye mental y físicamente de la pobreza de su familia, el hambre que impide ir a la escuela, el empleo que no resulta, el deseo de vestir a la moda a toda costa.

En sus conclusiones sobre las familias de las cuales provienen los sicarios, Jaramillo y Bedoya (1990:14), generalizan diciendo que:

Tienen un ancestro campesino antioqueño en el que prevalece el matriarcado. Vivieron la violencia de los años 50 en Colombia. Son familias de condición económica baja o muy baja. El centro del hogar lo constituye la madre. Con frecuencia son madres solteras o abandonadas. El padre (cuando existe) y la

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madre son generalmente personas “subempleadas” celadores trabajadores de la economía informal, albañiles, empleadas del servicio.

Todo ello se convierte en caldo de cultivo para que alguien saque conclusiones como esta: “La vida mía era así. Por donde me muevo la llevo perdida”, o como ésta: “Uno no puede ser bobo, tiene que sacar las alas, yo saqué las alas y a volar, todo el que tocaba conmigo le iba mal” (Salazar, 1990:25-63).

Queda el interrogante sobre si existe la posibilidad de un momento para la vida privada, en donde las relaciones que se entretejan podrían darle respiro a una cultura urbana que está en construcción.

No hay espacios privados. El 70% de los pobladores de Medellín vive en lu-gares en donde la casa y el hogar son una mentira cultural. La vida de familia es un recuerdo de abuelos. La socialización primaria, en donde la tríada padre-madre-hijo con sus colateralidades podía socorrer las ausencias de la escuela, la iglesia y las instituciones estatales a las cuales les correspondía formar ciudadanos, es una socialización primaria que está dando una identidad propia del salvajismo de la combinatoria de imágenes extrapoladas.

Los hijos sin tiempoNo hay tiempo para la infancia ni para la juventud. Se nace adulto, poseído de

todas las connotaciones del género masculino o femenino. El proceso socializador, abandonado a la suerte de los medios masivos de comunicación o de los pares ge-neracionales, no da espacio a la confrontación intergeneracional, al mínimo legado histórico que pueden traer consigo los abuelos e incluso los padres.

Desaparecidos del escenario quienes podrían cultivar la memoria del pasado, queda sólo la posibilidad de ligar retazos de historias infantiles, eventualmente de aquellas que han marcado ritos y fiestas de importancia como las navidades o el año nuevo. Es patética la conclusión de Salazar sobre el sentido de ciertas palabras en la jerga sicarial: “El ‘traído’ es el regalo que se recibe el 24 de diciembre por obra y gracia del Niño Jesús, es también el nombre que se da a la futura víctima. ‘El muñeco’ que se hacía para el 31 de diciembre con trapos viejos y pólvora, terminó significando el muerto. ‘El paseo’, que habla de la vieja costumbre de los medellinenses de salir los fines de semana por las carreteras a buscar mangas y charcos a donde pasar el día y hacer un sancocho, hoy evoca esas mismas carreteras que se empezaron a usar desde hace algunos años como botaderos de cadáveres” (Salazar, 1990:152-204).

Contrasta totalmente esa vivencia con la que recuerda Alberto Bernal Nicholls (1980:66-73): “Las fiestas navideñas reunían a las familias, el 16 de diciembre,

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junto con los aguinaldos empezaban los preparativos del pesebre. Los muchachos salían a los campos vecinos a recoger musgo, helechos y plantas parásitas para el arreglo de verdaderas obras de arte. Todas las tardes se reunían las familias alre-dedor del pesebre, desde el 16 hasta el 24 para rezar la novena, cantar villancicos, quemar pólvora, echar o elevar globos. Las fiestas navideñas reunían a las familias, regresaban en este tiempo los miembros ausentes o los que residían en otras partes del país o en los campos. Los vecinos se agrupaban para formar verdaderos clanes que mutuamente se visitaban, se intercambiaban y prestaban utensilios, vajillas, muebles, víveres. Se formaban grupos según edades, iban a bañarse al río, hacían saraos, bailes, murgas y toda clase de reuniones sociales con meriendas y ambi-gues, los aficionados formaban grupos teatrales y sainetes. En el viejo Medellín era muy común el juego de lotería, tablas y fichas entre los vecinos que se reunían a “matar el tiempo”, como se decía corrientemente. Se jugaba sin apuestas o éstas eran muy módicas. Otra institución cuya memoria no debe olvidar el que escriba la historia de Medellín, fue la mafia. Se llamó así a un grupo de jóvenes de la mejor sociedad de Medellín que formaron una barra o conjunto para burlarse de las costumbres y de las modas pueblerinas de la época. Casi todas sus actuaciones fueron jocosas y festivas y las gentes gozaban con sus excentricidades; algunas no pasaron de ocasionar un mal rato o un disgusto a un ciudadano o a una familia o a una institución, pero siempre tuvieron un fin plausible”.

Bernal Nicholls se dedica a reconstruir la ciudad que llega hasta mediados de los años cincuenta. Las imágenes que se recogen atrás circulan en el siglo XIX y comienzos del XX. Tiempo largo que se queda en la memoria de muchos de quienes todavía hoy hablan del rescate de valores perdidos, de costumbres sanas en el otrora pueblo. Por otra parte, Salazar (1990:204) se enfrenta a las imágenes que circulan hoy, como esta otra, tomada al azar, de su libro: “Por esos días regresó al barrio El Cojo, un viejo atracador que estaba pagando una condena en Bellavista. Vino tan regenerado que al otro día empezó con sus fechorías. Se robó el televisor y la licuadora en la casa de doña Teresa, una señora muy pobre, atracó a Don Francisco un viernes que subía con su pago y así”.

En el interregno, entre lo que cuentan cada uno de los narradores mencionados, otra imagen apunta a insinuar los tiempos nuevos, por la vía de lo que se empieza a aprender:

Y la televisión llegó, la sala de las Vanegas se llenaba de chinchamenta ansiosa de ver a Tarzán y a Hechizada. Llegaron los ídolos que nos inventaron los gringos, Lassy, el Investigador Submarino, el Santo, Guillermo Tell, con la televisión olvidamos (al supremo y al fútbol) para reencarnar los vaqueros del lejano oeste. Las bandas se organizaron, con sus guaridas, sus territorios, sus trampas, como en las películas de Hollywood. Los indios eran malos, brutales, casi como los

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negros, en cambio todos querían ser El Llanero Solitario, Toro o Supermán” (Henao, 1990:66).

La última historia habla del Medellín de los años 50 y 60, cuando muchas transformaciones operaron sobre la ciudad, al punto de que se desencadenó el po-blamiento acelerado, sin darle respiro al habitante pueblerino que se vio inmerso en espacios y redes sociales que a cada paso desvirtuaban el mito antioqueño sobre el cual se había configurado la región.

En un documento de la Corporación Región (1990:2) se señalan las causas de la violencia “de mil cabezas” que cunde por Medellín. Las resumen así:– La crisis de la institucionalidad política y el Estado.– La crisis (ausencia) de una ética social.– Un ambiente social de tolerancia con el delito y la corrupción.– La impunidad generalizada como consecuencia de la ineficiencia de la admi-

nistración de justicia.– La corrupción de los organismos de seguridad del Estado.– La situación socioeconómica.– La influencia del narcotráfico.– Crisis de los modelos culturales tradicionales y ausencia de una cultura urbana

sólida.El último enunciado apunta en la dirección que se quiere proponer aquí. No

ha existido el tiempo para que la agitación de vivir en la ciudad alcance el signifi-cado que requieren aquellos que no tienen memoria de campo, ni de pueblo ni de ciudad. Quienes han vivido el atropello de la migración que eleva de 300 en 1951 a casi dos millones en 1985 la población, en un período de treinta años, no están en capacidad de asimilar los cambios culturales que se producen en las generaciones nuevas, desarraigadas en su propio entorno familiar y vecinal, pero además ausentes de vivencias pueblerinas o campesinas que les hubiesen permitido configurar su personalidad social por el camino de la comparación de modos de vida.

El acercamiento al poblador rural enseña que el tiempo no le es dado para vivir la niñez ni la juventud, porque las demandas económicas familiares y sociales lo ponen muy rápido en frente de tareas productivas. Se hubiese podido pensar que la ciudad sí da tiempo al niño y al joven para cruzar estas etapas de la vida con la intensidad requerida para fundar personalidad. No parece ser así, por lo evidenciado en la voz de quienes se han dedicado a gozar el instante: “La vida es el instante. Ni el pasado ni el futuro existen. Vive la vida hoy, aunque mañana te mueras. Vivir a lo película. En vivo y en directo” (Salazar, 1990:200).

Es el parce o parcero quien asume la tarea socializadora, pero en condiciones en las cuales los saberes y los afectos vienen cruzados por las vivencias cotidia-

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nas; por las enseñanzas acumuladas en el trajín que no da paso a la reflexión, que de nada sirve, en tanto tampoco hay esperanzas. Es conclusiva esta afirmación de Jaramillo y Bedoya (1990:16): “Su postura obediencial en el hogar (aluden al si-cario) es asumida ante la pandilla”. La palabra está en el congénere y el castigo al faltón también opera en principio dentro de esa verticalidad en la relación. Luego vendrá el desarreglo frente a todo lo demás, por ejemplo, frente a los padres que no encontraron manera de darle sentido a los tiempos del hijo.

Imágenes que se deshacenEl capítulo de los padres requiere avanzar más sobre tres hipótesis que se han

venido planteando, en busca de claridad en las políticas y acciones que pretendan impulsar el Estado y las instituciones privadas.

La primera, afirma que la cultura antioqueña dejó desarmado al varón de instrumentos para enfrentar la pérdida de prestigio de la función de proveedor económico, que ya no está en capacidad de soportar sobre sus hombros. Son múl-tiples los diagnósticos que lo ubican como el intruso, el extraño, el castigador, el violentador. Pocas veces se le menciona como la palabra y la presencia que le dan seguridad a la vida privada, y el referente para hacerle esguinces a la vida pública. Vacío psicológico, social y cultural de padre.

La segunda habla de la revolución de género, agenciada por la mujer en la lucha por su identidad como la otra, que trasciende el sexo pero lo reivindica para sí a plenitud, que le disminuye intensidad a la maternidad y en línea directa desborda el ámbito doméstico en su accionar cotidiano. Porta así la mujer una bandera: igualdad en la diferencia; lo doméstico no excluye lo público.

La tercera apunta a la culpabilidad de doble naturaleza que en la crisis social se les imputa a los padres. Al varón, por su débil figura para asumir el sexo en la intensidad que requiere una cultura que se construye. Y a la mujer, por su reitera-ción del discurso apologético o mítico, en lo que hace relación a la presencia del hombre y al padre en la familia y la cultura.

Estas tres propuestas de análisis, que requieren superar los discursos ya repe-titivos del problema familiar en Medellín, necesitan una lectura del verbo adulto, entre los protagonistas mayores de la crisis de Medellín.

Preguntar por el parentesco y la políticaSe presenta un equívoco urgente de sanar en bien de la sociedad civil y el Es-

tado: pretender que sólo a una parte de la especie humana le corresponde la tarea de construir valores, actitudes y comportamientos o socializar; y que esa parte de

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la especie es la mujer, a quien la carga de transportar los discursos de la cultura le ha correspondido por siglos, es un error de los tiempos. La familia no es sólo asunto de mujeres.

En muchas etnias del mundo el asunto de la familia se disuelve en aras del parentesco y este tema es privilegiado por los antropólogos, porque entre sociedad y familias concretas y reales no existe la ruptura que metodológicamente podría pensarse. La cuestión es asunto de énfasis en si lo doméstico sólo hace relación con la suplencia de necesidades básicas, como no lo es; o si lo público sólo se ocupa de los procesos políticos, como tampoco sucede. Vivir lo doméstico es gozar la cotidianidad, fundar ritos y mitos para toda acción y pensamiento y expresarlo a través de rutinas y recetas. Vivir lo público es disfrutar del goce del otro, para construir conjuntamente las redes sociales que permitan fundar ciudad, región y nación con identidad.

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Capítulo III

TERRITORIO Y CULTURA Anclajes de identidad

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Territorios e instituciones de la cultura en torno a los procesos culturales regionales*

Los trabajos que hemos realizado en tierras de Antioquia en contextos rurales, pueblerinos y citadinos con actores sociales tan variados como los espacios donde actúan, nos obligan a pensar en más de una ocasión sobre los aspectos culturales que están involucrados allí 1.

A partir de las nociones de territorio e instituciones de la cultura vamos a acercarnos a las prácticas y percepciones culturales que desarrollan individuos y colectivos. Por territorio entendemos el espacio significado en donde se realizan prácticas privadas y públicas, en donde se anudan relaciones parentales y políticas; en el que se afinca la identidad y se percibe la diversidad frente a lo otro; en el que se construye en la cotidianidad aunque algunas veces los ritmos varíen por la presencia de eventos especiales como fiestas, catástrofes y conmemoraciones.

Al hablar de institución hacemos referencia a las formas organizadas de la vida social que atienden a códigos asumidos por los grupos de individuos, comunidades

* Tomado de: Revista La Investigación en lo Urbano Regional. Método y Coyuntura. Anotaciones sobre la coyuntura Nº 38. Posgrado en Planeación Urbano Regional. Facultad de Arquitectura Universidad Nacional de Colombia. Medellín, septiembre de 1992.

1. Los trabajos Ican, Faes, Universidad de Antioquia, sobre identidad y sentido de pertenencia en el Oriente Antioqueño, en los años 84, 85 y 86; el Proyecto Determinantes sociales y culturales para la planeación en la Región Rionegro Nare, Fases I, II y III en los años 87, 88 y 89; y los recientes trabajos de Asesoría del Instituto de Estudios Regionales —Iner— de la Universidad de Antioquia con el Servicio Seccional de Salud de Antioquia, 1990.

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o sociedades enteras; a los enjambres de usos sociales que alcanzan altos grados de regularidad; a los patrones de conducta durables, complejos e integrados, con los cuales se ejerce control social y a través de los que se pueden atender deseos o necesidades básicas.

Los actores sociales son gente de la cultura, si entendemos que ésta es el pro-ducto de creencias, valores, actitudes y comportamientos que tienen lugar en un espacio determinado, y se canalizan a través de instituciones en las que es posible reconocer su presencia.

Territorios: Somos hijos de la tierraLa expresión “soy hijo de la tierra” tiene reconocimiento al hablar de grupos

indígenas, pero se repite insistentemente en el discurso del campesino que logra afincarse por largo tiempo en una geografía en la que ha podido construir casa y fundar familia. Es expresión signo del drama del habitante pueblerino o citadino que carece de paisaje, que muchas veces actúa como inquilino, hacinado y pigno-rado o como tuguriano, temeroso todo el tiempo de que el Estado actúe contra su asentamiento ilegal.

Al recorrer las geografías regionales del país, salimos de las metrópolis, pasamos por ciudades, pueblos, aldeas, poblados, asentamientos; y terminamos caminando por veredas, parajes y puntos de vastas tierras en las que muchas veces no parece existir más que vacío y silencio.

En las tierras vastas y silenciosas, que eventualmente son propiedad estatal pero que en el decir popular son “tierra de nadie”, nos hemos encontrado repetida-mente con pobladores invisibles, quienes por generaciones superviven resistiendo la presencia del Estado; o huyendo de una sociedad mayor de la cual sus antepasados recientes o lejanos sufrieron expulsión y violencia. La familia y las relaciones pa-rentales se constituyen en los fundamentos sociales de la vida de estos pobladores, apuntando en muchos casos a constituir relaciones endogámicas.

Las relaciones con la naturaleza son muy primarias: desmonte del bosque, huertos de pancoger, mínimos niveles de cultivo de especies cuyos excedentes míticamente traen riqueza (como sucede con el café) dentro de las economías de mercado, y que unas pocas veces del año se llevan hasta los centros de acopio a los cuales se acude en busca de provisiones.

Es común encontrar en estos pobladores una dimensión mágica del mundo, e incluso muchas tradiciones de origen prehispánico o básicamente similar, en la medida en que hay niveles primarios de apropiación de la naturaleza. En el ámbito familiar, el peso de las formas parentales trasciende la vida doméstica, para regular las relaciones sociales generales de autoridad y de poder.

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En la medida en que el Estado está ausente, es el poblador mismo quien diseña las reglas de convivencia y los sistemas de control social. En el reto por sobrevivir, las reglas del juego frente a la naturaleza y entre los miembros del grupo surgen de allí mismo. Sólo teniendo referentes externos, producto de la educación o las familias de origen, se puede contar con unos parámetros para la comparación de modos y reglas de vida; de resto, la tarea para el investigador y para quien ejecuta planes y programas es entender primero el funcionamiento de estas microsociedades.

Lo importante, también, es aceptar que en todas las zonas de colonización que le quedan al país, incluyendo en especial las del territorio andino —el presuntamente poblado en un todo—, los territorios que presentan un comportamiento similar son muchos más de los estadísticamente contemplados; y, de alguna manera, son los espacios donde las guerrillas, las autodefensas y el paramilitarismo se han protegido, en el período reciente de violencia en el país.

La unidad veredal es contemplada como espacialidad propia del entorno rural con estatuto jurídico ante el Estado. Se ligan a la existencia de la vereda, la fonda o la tienda, la acción comunal, la escuela primaria, la capilla y el puesto de salud. En la escuela se incluye, constructivamente la placa polideportiva y en muchas ocasiones la caseta comunal. El amoblaje veredal implica la existencia de un centro poblado mínimo en donde se cruzan los caminos de los habitantes del campo. No necesariamente todos los elementos constructivos están en la vereda, pero es la tendencia que reconoce el poblador como propia, motivo por el que es común la solicitud o la presión ante el Estado y los políticos para que se concedan aquellos servicios a los potenciales usuarios.

Al enfrentar la realidad veredal puede captarse una dimensión territorial que trasciende esta unidad, pero que no tiene nombre; hacemos referencia a los “con-juntos veredales” 2, que son entidades de raíz histórica porque hacen parte de una gran propiedad territorial con un solo dueño; que con el paso de los años se ha subdividido varias veces, bien por la fragmentación permanente derivada de la llegada de pobladores nuevos, bien porque la herencia de sangre obliga a dividir muchas veces una extensión de tierra para cumplir la regla de entregar al hijo la porción de tierra a que “tiene derecho”.

Dentro del conjunto veredal se encuentran: la vereda “madre”, el camino prin-cipal, la fonda que se ha consolidado como el centro de acopio de productos del campo y el centro de distribución de bienes de consumo, la acción comunal que tiene el liderazgo frente a las organizaciones hermanas, el grupo deportivo que produce los campeones de la zona. En fin, la multicentralidad que define un con-

2. Los antropólogos Clara Inés Aramburo, Sergio Carmona y María Teresa Arcila han trabajado distintas facetas de lo veredal: espacios, relaciones parentales, formas económicas, asociaciones comunales.

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junto veredal para cada uno de los elementos constructivos y las diversas formas organizativas con efecto social, que trasciende lo doméstico familiar, hacen que sea realmente ésta la unidad espacial rural de la que debe darse cuenta a la hora de las investigaciones culturales.

Las subdivisiones dejan un rastro de identidad, es fácil encontrar en un conjunto veredal todas las construcciones requeridas y la producción de bienes necesarios para una vida rural relativamente autosuficiente. Los linajes entran en juego en estas unidades espaciales, para la regulación de las relaciones sociales, políticas, económicas y culturales. La articulación con la sociedad mayor, con el Estado en sus órdenes municipal, regional y nacional, es un dado, pero su intensidad es ma-yor o menor según la presencia y la acción de los pobladores fuera de su ámbito propio.

Cuando enfrentamos la realidad espacial de un corregimiento o un municipio, reconocidos dentro del ordenamiento jurídico y político de la nación, queda la duda sobre la validez del término con el que se debería caracterizar culturalmente uno y otro territorio. En primer lugar, parece sobreentenderse, en el caso del corregimiento, que se habla de un conjunto espacial amoblado y construido en donde se concentran, en pequeño, todos o casi todos los servicios que provee el Estado: administración, salud educación, policía, comercio, actividades religiosas y políticas.

En el municipio se combinan dos territorialidades: la rural, con pobladores tan diversos como las actividades que puedan desarrollarse allí, y para la cual utilizamos la noción de conjunto veredal con fines operativos; y la de la cabecera, en donde están presuntamente —y en grado igual o mayor que en el corregimiento— todos los servicios del Estado y múltiples formas de amoblamiento para muy distintas prácticas sociales. Los dispositivos que en las cabeceras pueden encontrarse para ligarlas con la ruralidad, para autorreproducirse y para establecer vínculos con cen-tros de mayor peso regional y nacional, nos obligan a reconocer la importancia de la diversidad territorial y a pensar nociones que trasciendan la confusión reinante con conceptos como el de corregimiento, municipio y cabecera.

En primer lugar, utilizamos el concepto de localidad, como genérico para entender nucleamientos poblacionales que tienen una centralidad definida por la concentración de construcciones que responden a los servicios demandados por cualquier sociedad humana y además poseen un entorno rural que está vitalmente ligado con el centro. En la localidad se da una relación continua entre el centro y su periferia. Sin embargo, encontramos que la determinación del funcionamiento en la localidad puede surgir de su periferia o de su centro, según sea la vida del campo o la del centro poblado la que ocupe los liderazgos económico, político, social y cultural. De esa manera puede proponerse una tipología para las localidades que permita entender los procesos sociales que en cada una se desarrollan. En nuestros

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trabajos, la validez de estos instrumentos conceptuales se evidencian cuando pode-mos entender, por ejemplo, que hay localidades escenario de acontecimientos de orden nacional, colindantes con localidades en que se escenifican eventos de orden eminentemente interno. Esos instrumentos también nos permiten la comprensión de historias particulares que sesgan ineludiblemente los futuros posibles para los habitantes de la respectiva localidad.

En segundo lugar, proponemos unas nociones que apuntan a diferenciar las variaciones observadas en las localidades, aunque bueno es insistir en que tienen carácter provisorio, porque se derivan de nuestras experiencias directas en Antio-quia, que podrían refinarse con la confrontación de significaciones concedidas a localidades de otras regiones del país. Estas nociones son las de asentamiento, aldea y pueblo. Incursionamos también en la noción de ciudad intermedia confrontándola con la de pueblo por un lado y la de metrópoli por el otro, pero estamos convencidos de que como noción para el análisis requiere tener en consideración una amplia y rica cantidad de variables que ameritan más profundos estudios.

El asentamiento es una entidad territorial en formación, en una avanzada colonizadora que constituye uno o varios centros poblados que no alcanzan a con-centrar todos los servicios que una sociedad demanda; por lo cual se presenta una permanente pugnacidad entre los pobladores para lograr el liderazgo en la búsqueda de la centralidad. La ambigüedad entre el campo y el poblado se corresponde con las débiles relaciones entre los pobladores. Los modos de vida rural dominan el ambiente, perfilándose en la figura del colono, el tipo humano por excelencia. El reconocimiento de las instituciones por parte de los pobladores oscila entre nulo e incipiente, al punto en que caben fácilmente las formas de organización paraestatales y se dan regímenes privados de normalización de la vida cotidiana. De parte del Estado la contrapartida propia es su casi total ausencia o su débil influencia en la vida social. Las organizaciones de base de los pobladores son pocas, se derivan del mundo doméstico vecinal y de las identidades nacidas en pasados comunes (núcleos humanos que provienen de la misma tierra original); los proyectos sociales son de corto plazo cuando existen. En suma, un asentamiento es una entidad territorial y humana en construcción, en donde el conflicto por la posesión y la propiedad puede darle el carácter de invasores a personas que desplacen a los pobladores iniciales; y es también el primer paso social para el establecimiento del poder y la identidad cultural bajo parámetros urbanos.

La aldea es una entidad territorial consolidada, en la cual la centralidad está ubicada en la cabecera pero depende enteramente del campo. Es el centro de servi-cios requerido por el poblador rural para abastecerse de los bienes que no produce en su parcela, su mina o en el bosque y utilizado para llevar los productos de su trabajo. La vida aldeana gira en torno de las parentelas y las vecindades. Los lazos

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de afinidad y consanguinidad cruzan las organizaciones públicas e intervienen en las estructuras de poder local. Los componentes rurales dominan las expresiones culturales de los aldeanos. Los proyectos de futuro tienen en la ruralidad el punto de referencia obligado, aunque el agotamiento de la tierra genere angustia y lleve con frecuencia a señalar al Estado como ausente e indiferente a la suerte de quienes superviven merced a las fuerzas de sus propios brazos. Es común encontrar alguna figura que concentra múltiples poderes y controla propiedades y voluntades humanas; su perspectiva de vida se hace extensiva a quienes le rodean y la velocidad de sus movimientos define los ritmos de vida propios para toda la comunidad aldeana.

El pueblo es también una entidad territorial consolidada, con una centralidad claramente ubicada en la cabecera, que permite resolver el contrapunto campo-po-blado en favor del poblado. En la cabecera se concentran los servicios requeridos por la población, y se generan actividades que tienen relativa o total autonomía del campo en los órdenes económico (manufactura, microempresa), social (sociedad de mejoras públicas, hogar del anciano, sociedad de San Vicente de Paúl), político (movimientos cívicos, comité barrial), y cultural (casa de la cultura, biblioteca, periódico, emisora).

Aparecen, además, espacios abiertos que invitan a la actividad pueblerina: parques, unidades deportivas, plazas, cafeterías, tabernas, atrios, unidades escolares y multifuncionales. En general son los grupos juveniles los que hacen uso de estos espacios, especialmente cuando en ellos se permiten prácticas deportivas y recrea-tivas; pero también los hay de adultos y ancianos, para actividades económicas, políticas y de intercambios en diversos planos de la vida social.

El pueblerino es un signo de identidad diferenciador frente al campesino y el citadino. Hay pasado histórico, proyectos del futuro que nacen del poblado mismo e irrigan su entorno rural. La estratificación aparece ligada a una ya compleja red del poder, en donde pierde peso el parentesco de afinidad y consanguinidad frente a la vida pública. Las polaridades aparecen en todos los órdenes, siendo significativas en lo político, en tanto pueden debatirse abiertamente y como ejercicio cotidiano entre los pobladores para quienes el tema adquiere relevancia particular; y en lo generacional, por el grado de diferenciación e identificación que cada grupo logra de sí mismo, siendo los jóvenes quienes adquieren el derecho a la palabra y crecientes grados de protagonismo en la vida local con sus proyectos y propuestas propias. No debe desconocerse, sin embargo, la queja reiterada de las generaciones nuevas por su carencia de futuro pueblerino, a lo cual se agrega el desconocimiento adulto por el peso de estas voces, especialmente entre quienes tienen en sus manos el manejo de la política local con los esquemas partidarios tradicionales. Sólo las avalanchas ideológicas y políticas que tienen nombres y alcances locales cautivan a muchos jóvenes; pero la intolerancia actúa con frecuencia contra ellas, liquidándolas.

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El peso de lo citadino es grande en la vida pueblerina, especialmente entre las generaciones jóvenes, para quienes la seducción de la metrópoli en toda su gama de ofertas está presente a través de múltiples medios de comunicación que se tornan comunes en el pueblo. El freno a la atracción metropolitana lo ponen las genera-ciones adultas y ancianas, experimentadas en la vida rural y aldeana que confronta su bucolismo con la aceleración propia de la gran ciudad. De allí que los ritmos de vida entre jóvenes y viejos entren en conflicto; y que los hábitos, usos, costumbres, rutinas y modas ofrezcan un llamativo contraste al observador externo.

La existencia de más de mil localidades en Colombia hace homenaje al pueblo como unidad espacial por excelencia en todo el territorio. E incluso cabe la hipó-tesis de que nuestras formaciones culturales apuntan más claramente a modos de vida pueblerinos que citadinos. Vemos el pueblo como la bisagra que une lo rural con lo urbano, o como el umbral a lo citadino, en donde todavía perviven prácticas propias de la vida en el campo y concepciones del mundo que tienen niveles muy directos de relación entre la naturaleza y el ser humano; al punto en que no existe, por ejemplo, noción de juventud que le permita a quienes cruzan esta etapa de la vida escenificar las comedias y las tragedias propias de su edad; pero en donde además se presenta bajo formas dispares y fragmentarias lo propio de la vida ci-tadina: tiempos cortos, ritmos veloces, roles individuales múltiples en los mundos privado y público, cruce interminables de relaciones, adscripción a innumerables grupos; mediciones cada vez más exigentes entre la naturaleza y el ser humano para realizar prácticas de supervivencia que abren el boquete conflictivo al desempleo y el subempleo; y, en fin, representaciones del mundo que sacrifican el ayer por el hoy y la esperanza por la urgencia de sobrevivir.

La ciudad es un dado cultural complejo, y con una literatura acumulada sobre su ser y su funcionamiento, por centurias de experiencias en el viejo mundo, pero con historias particulares propias de cada nueva entidad que va surgiendo. La historia cultural de las ciudades colombianas es un reto a los investigadores de hoy, que deben responder al creciente número de productos artísticos, en el caso de Antio-quia, poesía: Helí Ramírez; novela: Juan José Hoyos; cuento: Óscar Castro; teatro, plástica, música e incluso danza: EPA, en los que los elementos urbanos adquieren toda su fuerza. Las conmemoraciones recientes sirven para que aparezcan vistosos libros sobre algunas ciudades del país con nostálgicas páginas sobre las bellezas del ayer y notas accidentales sobre las tristezas de hoy, pero hacen falta los trabajos que enseñen los rostros invisibles en la vida cotidiana de las últimas décadas. Un camino saludable de reconocimiento de cómo se formaron las ciudades colombia-nas, son los concursos de historias de barrios impulsadas por algunas entidades y gobiernos locales, que permiten descubrir facetas sorprendentes y puntuales de la configuración de cada una de ellas.

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En nuestros trabajos hemos tenido ocasión de leer con atención historias re-lativas a Medellín y Rionegro, en Antioquia, dos únicas entidades territoriales a las que puede asignárseles el apelativo de ciudad en la región. Al mismo tiempo, hemos recorrido escenarios y dialogado con actores diversos que nos convencen de la importancia de adelantar un proyecto interdisciplinario de trabajo sobre la ciudad en el cual la reflexión se combine con las acciones de transformación del entorno, por la celeridad con que se suceden los hechos.

Medellín es un enjambre de microculturas producto de procesos migratorios sucesivos y de la reconstitución cultural obligada a los medellinenses de nacimiento. Rionegro, representa un polo subregional con presencia bicentenaria en la historia nacional, aunque con declive durante los primeros cincuenta años del siglo XX; pero se reencuentra como protagonista de la vida subregional y nacional a partir de los años 60, y se enfrenta a la construcción de su nueva identidad (citadina) en el forcejeo de la historia propia frente a la influencia avasalladora de Medellín.

Hay ritmos distintos de sucesión de acontecimientos en las dos ciudades que he mencionado. A Medellín se la juzga como metrópoli, y cabe reconocerle ese estatuto en tanto es el centro polivalente e indiscutible de una región del país que trasciende al departamento; es, en términos de Ernesto Gühl (1976), el epicentro regional por excelencia del noroccidente colombiano.

Pero también nos hemos atrevido a señalar3 que la ciudad es un conglomerado de culturas pueblerinas, con colonias enclavadas en todo el Valle que replican los usos, costumbres e incluso los valores y las creencias de sus aldeas o pueblos de origen. En el continuo rural-urbano es indispensable trabajar esta dimensión terri-torial (la metrópoli) porque es la fuerza impulsadora de cambios en la periferia y el polo de atracción de quienes sienten agotado su espacio familiar, doméstico y vecinal y hacen de la ciudad su panacea. Rionegro, por contraste, puede concebirse como ejemplo del pueblo que va perdiendo ese nivel de identidad para convertirse en ciudad. De allí que le asignemos la condición de ciudad intermedia; condición que sólo puede entenderse si la intermediación es entre realidades territoriales y sociales diferentes. A nuestro juicio la ciudad intermedia es la formación transitoria entre pueblo y ciudad. Es la entidad centralizada en lo urbano, con sectores socia-les que utilizan medios de vida que no están directamente vinculados al campo, como son los obreros de la industria y los empleados de los diferentes servicios del Estado y las instituciones privadas; con una oferta amplia de servicios para los pobladores, con claros estratos económico-sociales, con una gama de expresiones políticas y culturales que apuntan en direcciones muy distintas, al punto de que de

3. Hemos venido trabajando en algunos proyectos sobre Medellín desde el año 87. Actualmente avanzamos en propuestas colectivas de estudio sobre temas de conflicto y violencia, con el Iner y el Grupo de Estudios sobre la Violencia.

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allí resultan proyectos que son sólo banderas parcializadas, aglutinantes de sectores, en donde la hegemonía de alguno resulta de la imposición social y política; con un paisaje urbano cargado de hitos arquitectónicos que privilegian el edificio frente a la casa, la retícula simétrica, el barrio y todo el amoblaje propicio a “la vida en piso de cemento”.

El poblador de la ciudad es, o se presume que sea, el ciudadano. En un abre-viado ejercicio colectivo4 se han planteado siete principios generales que deberían guiar la vida del ciudadano: 1. Respetar la vida del otro como fundamento de la ciudadanía. 2. Tolerar la forma de vivir y de pensar de los demás. 3. Entender el ejercicio democrático como la aceptación de la existencia de múltiples opciones políticas. 4. Respetar las diferencias políticas, étnicas, de religión y de sexo. 5. Crear nuevos espacios de participación ciudadana. 6. Buscar un pacto social que regule eficazmente las relaciones de los ciudadanos entre sí y de éstos con el Estado. 7. Concertar los intereses individuales de los colectivos.

Una realidad que no existe, al menos en los territorios en que hemos trabajado en los últimos años, es la del ciudadano conciente de su estatuto diferenciador frente al pueblerino y el campesino, por el entorno en el que le toca vivir. No hay instru-mentos socializadores que le hayan permitido a las nuevas generaciones concebir su condición de existencia, dentro de las características propias de la formación de ciudades en Colombia. Los postulados cívicos con los que se dibuja el ejerci-cio de la democracia (representativa pero no participativa) hacen tabla rasa de las configuraciones socio-espaciales que viene adquiriendo la nación. La aprehensión intelectual de la ciudad es más difícil para el individuo, por su complejo entramado. De allí que sea más sencillo rescatar el espíritu pueblerino, vivir la nostalgia de la patria chica que se alimentaba del juego entre el campo y la pequeña cabecera (aprehensible física y mentalmente). Pero pensar la ciudad, al igual que vivirla, son afrentas para su habitante común, que las resuelve de manera simple: vive la vida, lucha cada espacio, forcejea contra su congénere, no se el toma tiempo para el pensar colectivo que haga eco al reconocimiento del otro y la tolerancia de sus puntos de vista diferentes. En la década de los 80 se hicieron trabajos sistemáticos de reflexión sobre la ciudad5 que ya dan frutos; al menos para llamar la atención de los grupos de decisión y de poder económico y político, que ven desmoronarse el reino de este mundo en donde pretendieron vivir a sus anchas, contando con la servidumbre que se sometía diligente a su paternalismo austero.

4. El alcalde Juan Gómez Martínez suscribió la Convocatoria a la ciudadanía, y la publicitó en oc-tubre de 1988. Poco a poco, las tesis allí esbozadas toman fuerza en distintos sectores de opinión. Incluso la revista Semana, en un artículo, retoma partes extensas del texto elaborado por el grupo de estudiosos de la violencia; sin embargo se olvida de dar créditos.

5. Fernando Viviescas y Alberto Saldarriaga son dos arquitectos y urbanistas que han trabajado, desde ópticas distintas, los problemas de la ciudad.

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En los procesos culturales regionales hay otra dimensión territorial que cuenta como expresión del conjunto: la región misma. Asumimos aquí que se habla de regiones dentro de un contexto nacional y dentro de cada una de ellas, la pregun-ta básica es por la identidad y el sentido de pertenencia que el poblador mismo reconoce.

A la región que se puede aludir, desde el punto de vista de los procesos cul-turales, es a la región sujeto, en cuanto tiene significado como conjunto para sus pobladores, o sea que hay memoria y vivencia del entorno, hay historia y se man-tienen las relaciones entre los diferentes asentamientos que constituyen la región, bien sea en la convergencia bien en el contrapunto. Al espacio dado se le agrega una posibilidad de ser integrado, se le concibe como construible, se le definen límites, fronteras históricas y sociales. La región sujeto es una región vivida y no necesariamente pensada por cada uno de sus habitantes; sin embargo, ser hijo de la tierra es una expresión típica para afirmarse frente a los demás con imágenes que se verbalizan desordenadamente, a manera de aspectos que forman parte de la idiosincrasia particular.

Hay además un aspecto especial que merece enfatizarse: la región existe en cuanto haya presencia de proyectos culturales (implícitos o explícitos) que sólo pueden hacerse vigentes (de conciencia) mediante decisiones políticas de quienes trascienden el ámbito local en su accionar proselitista. Y otro elemento juega en la configuración de una región cultural: la participación de todos los pobladores en las prácticas que anudan las localidades, desde las que simplemente apuntan a la supervivencia hasta las que hacen honor al placer y el amor.

Hemos experimentado una modalidad de trabajo con pobladores de localida-des y regiones en Antioquia que nos dejan enseñanzas muy valiosas. A través de talleres con el nombre de Pueblo vivido, deseado y posible, hemos captado con mapas, fotografías, escritos y narraciones, la dimensión que los actores sociales tienen de sus territorios: las imágenes de la cabecera, de la ruralidad, de la región, los hitos naturales y arquitectónicos, los vacíos espaciales, las necesidades senti-das, las relaciones sociales que se dan, los conflictos, los silencios entre vecinos, las organizaciones activas, las instituciones reales. Hemos logrado que cada quien construya su noción de futuro configurando mentalmente escenarios, vertiendo sus deseos en imágenes. Incluso es conciente el ejercicio de aludir primero al futuro que al pasado, sobre todo cuando en el pasado la violencia, en cualquiera de sus presentaciones, marca la vida particular del invitado al taller. En el empeño de encontrarle vía real al deseo invitamos al ejercicio de dimensionar lo deseado con lo posible, de tal modo que de allí puedan surgir proyectos y programas de corto, mediano y largo plazo.

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El taller en mención, en donde las territorialidades se convierten en el punto de entrada y salida del ejercicio participativo, posee la virtud de alejar al actor de escenarios en los que el drama o la tragedia le impidan imaginar horizontes para sí y para las generaciones futuras.

Instituciones: somos receptores de muchos mensajesEl camino recorrido por cada individuo en su historia particular lo liga con muy

diversas instituciones encargadas de la transmisión de creencias, valores, actitudes, costumbres, usos, rutinas y recetas. En los procesos culturales regionales juegan todas estas instituciones en grado mayor o menor según la fuerza que cada una de ellas posea en la localidad en referencia. Las instituciones que consideramos son la familia, la escuela, la iglesia, las entidades promotoras de cultura y los medios masivos de comunicación. No se trata de agotar la reflexión sobre cada una, sino de puntualizar algunas características que las hacen o no articuladoras de la vida social y la configuración cultural para el individuo y el colectivo.

La familia es la base organizativa de toda sociedad humana, en donde la funcio-nalidad del padre y la madre varía para cada una en particular, pero hay un ámbito particular en el que es básico el papel de los padres sobre los hijos: la socialización primaria o la endoculturación. No hay institución humana que remplace el aparente caos, la contradicción siempre presente en el mensaje que se transmite de padres a hijos (y viceversa). La familia es el ente creador del entorno cotidiano, en el cual todo ser humano deberá moverse indefectiblemente. Cada miembro del grupo (por sexo, edad y posición) juega papeles diferentes. Es una ficción afirmar que la madre puede suplir todas las funciones paternas. Y aunque es histórica su tarea de construcción discursiva del mundo, y la prefiguración simbólica del padre, hay estructuras profundas del ser otro (el hombre tiene deseos, afectos, percepciones y normatizaciones del mundo que le definen su especificidad) que no puede asumirlas el sexo complementario.

Es evidente, como enseñan los maestros de la antropología (por ejemplo Ka-tleen Gough o Lucy Mair en sus estudios sobre los maridos y los padres), que una sociedad particular pueda ordenarle a miembros de un sexo la asunción de los papeles del otro, por necesidades coyunturales, pero la excepción confirma la regla. Partimos del postulado de que a cada sexo todo honor. Ello no implica que en la lista de oficios asignados a un sexo por una cultura se pueda generalizar alegremente con universalidades como la de que las tareas domésticas son de la mujer y las públicas del hombre.

Tenemos como mira, siempre, los parámetros de la cultura occidental, y en el caso colombiano una presunta estructura patriarcal derivada del modelo hispano.

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Compartimos con Virginia Gutiérrez de Pineda la noción de que el río Magdalena (como muralla imaginaria) dividió en dos el país: matriarcalismo al occidente y patriarcalismo al oriente (los complejos andino y santandereano patri, los negroide y antioqueño matri).

Frente a las políticas de Estado en Colombia respecto a la familia hay muchos asuntos por debatir; sin embargo, uno en particular amerita plantearse: la díada madre-hijo es vital para la existencia de un embrión de familia, pero no es fami-lia en sentido pleno. No es sano asumir que la tarea de construcción del entorno social y cultural puede dejar de lado el componente y la presencia masculina. Los conflictos y la violencia que azotan actualmente al país ponen en evidencia que también (porque es un elemento más de la crisis) existe un trato equívoco al papel masculino y paternal en los que podrían ser sus oficios domésticos. En la cotidia-nidad, en las cosas aparentemente simples de la vida, el varón puede cumplir tareas que desactivarían la amenaza de convertirse cada vez más en un ser inútil, en tanto los espacios que antes se le habían reservado han sido cubiertos —muchas veces con mayor eficacia— por la mujer.

En los procesos culturales regionales la familia sigue siendo instrumento eficaz de transmisión cultural. A medida que se campesiniza, mayor presencia tiene la red familiar en la vida de cada individuo. Pero el contexto urbano llama a pensar la recomposición de esta estructura, sin desligarla de la tarea socializadora.

La escuela juega un papel diferente al de la familia en la transmisión cultural. Hacemos alusión a todo el aparato escolar, desde la vida de jardín hasta el post-secundario, en donde el individuo se integra a un proceso dentro de un proyecto de acumulación de saberes con arreglo a fines que están ligados al destino de una nación. Aunque el sello que puede imponerle cada maestro lleva a identificar las particularidades, los parámetros de conjunto que están fuera del resorte suyo. El abandono de la función formadora en sentido integral por parte del maestro, condujo a que durante varios lustros éste se convirtiera en un contradictor incontrolable de toda presencia estatal y, en secuencia, se abrieran puertas a la negación de Estado y de sociedad nacional. Aunque la hipótesis resulte fuerte, vale la pena afirmar que en las tres últimas décadas es poco el papel jugado por el magisterio y la escuela en la formación de ciudadanos dentro de una óptica civil y no confesional, secular y no sagrada, culturalmente heterodoxa y no sometida a los rígidos patrones agraristas con los que se quiere hacer sentir a todos la idea de nación.

La escuela y el maestro son los dos ejes articuladores de la vida regional; sin su concurso es difícil pensar en la conformación de una intelectualidad ligada a la vida local y regional (continuo que está en una y otro proponer desde la docencia), activadora de tareas colectivas que propendan por el mejoramiento de la calidad de vida de todo el conglomerado. Pero no sólo su tarea intelectual es desvirtuada

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sino incluso su derecho político. No sólo por la presión del Estado sino también por la concepción equívoca del maestro mismo, quien al considerarse solamente como un asalariado se está negando el derecho (gramciano para darle estatus) de ser orgánico al devenir de su propia sociedad.

En una visión de futuro, es al magisterio a quien más la compete intervenir para crear un marco de referencia de futuros posibles; e incluso a quien le corresponde por ordenamiento metodológico indicar los vacíos y las urgencias. Preocupa la vi-gencia en el pensamiento y la práctica magisterial de un cierto dualismo en la vida como individuos y en la vida como parte de un sector social. Para lo primero su comportamiento está íntimamente conectado a los términos de funcionamiento de su sociedad; pero para lo segundo, tal parece como si la profesión debiera guiarse por una declaración de fe antinormativa.

Los talleres que hemos realizado con maestros nos afirman en la necesidad de fortalecer trabajos de debate y replanteamiento de su ejercicio pedagógico, buscando modelos novedosos de enseñanza y aprendizaje. Una localidad puede conocerse por las versiones múltiples que un maestro puede lograr de los alumnos y padres de familia que dialogan permanentemente con él. Pero para ello se requiere que el maestro esté inscrito en su propio contexto social, de tal modo que los aprendizajes tengan doble dirección, y no, como es el estilo tradicional, una única, dogmática y vertical propuesta de asimilar los saberes.

La iglesia fue crucial en la educación familiar y social hasta los años sesenta. El Concilio Vaticano Segundo produjo un remezón general en las comunidades religiosas, que tuvo entre otros efectos, para nuestras realidades regionales, la cul-minación de un largo período de hegemonía intelectual sobre todas las generacio-nes de colombianos. Pero también de crisis en el dominio ético y de la pérdida de patronazgo en la enseñanza de los saberes profanos.

En el ámbito familiar hemos planteado la hipótesis del cura como alter ego del padre, en conjunción con una madre educada y educadora bajo los principios trascendentales de la enseñanza bíblica.

La vinculación de la mujer al trabajo productivo y la convocatoria al religioso para que abandonara el ámbito doméstico en procura de incidir sobre colectivos amplios fueron causales de la pérdida de peso de la iglesia en el proceso de trans-misión cultural. A ello se agrega la progresiva conversión de la sociedad agraria (creyente y medianamente religiosa) y pueblerina (contexto de mayor incidencia de la iglesia) en sociedades ciudadanas, en donde la búsqueda de una respuesta cultural urbana no resiste el trajín discursivo de mitologías y ritos agrarios. Algu-nos estudios de religiosidad popular que se realizan en el país ponen de presente la enorme gama de alternativas regionales que el ciudadano anhela para cubrir los vacíos de los espacios trascendentales.

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Las corrientes religiosas que defienden los derechos del ciudadano por tener una ética secular diferenciada claramente de la ética sagrada, dan un paso importante en la recuperación de su capacidad de convocatoria.

Pero en el país forcejean dos tendencias, la una claramente conservadurista que se atiene a la ortodoxia y a la literalidad de los textos y las costumbres, y la otra, innovadora en materia de intervención social, que reivindica para el ser humano la realización de sí mismo en las prácticas de cada día sobre la tierra.

Para las nuevas generaciones la religiosidad sigue siendo asunto de trascenden-cia; pero funciona más el ritual que la creencia. Hay grados de distanciamiento del religioso y su feligresía. Hay también alternativas religiosas crecientes, sobre las que tampoco se ha trabajado, pero con cuyo esclarecimiento se podrían descubrir dimensiones insospechadas de las nuevas expresiones culturales que se agitan en el país.

Un caso especial, analizado en la década de los setenta, fueron los misioneros del Instituto Lingüístico de Verano, quienes actuaron eficazmente sobre poblaciones indígenas del país, reconociendo, primero, el contexto socio-cultural de cada comu-nidad, sumergiéndose luego en las lenguas originarias y procediendo finalmente a trabajar en el montaje de nuevos postulados religiosos y nuevas concepciones del mundo derivadas del cristianismo reformado.

Dos conclusionesLa primera tiene que ver con los territorios que hemos pensado en el contacto

entre distintas formas de localidad y las posibles regiones, en donde los actores sociales, como individuos y como colectivos, se mueven contradictoriamente. No hay procesos sin espacios significados, y quien puede significarlos adquiere cali-dad de actor con puesta en escena. Lo que hay parece variado y complejo. Lo que se cree y para lo que se construyen modelos, desdibuja las sociedades concretas generadoras de cultura.

La segunda gira en torno a las instituciones, que miramos en una secuencia pretendidamente lógica, en la medida en que les concedemos grados progresivos de intervención endoculturadora: la familia, institución primaria; la escuela y la iglesia, instituciones secundarias. De no ligarlas mediante un artificio mental, no estaremos en capacidad de captar los límites y las desventuras de la transmisión cultural de generación en estos tiempos de intolerancia y de cólera.

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La tierra éramos nosotros*

El concepto de territorio sufre en Colombia una gran transformación. El país se entiende ahora en sus regiones y en ellas una diversidad de territorios. El territorio como concepto es un elemento definitivo de identidad. Una comisión encabezada por el sociólogo Orlando Fals Borda trabajó intensamente durante tres años para proponer un nuevo mapa del país, en la que se tuviera en cuenta la dimensión so-ciocultural de la nación que se ha configurado a lo largo de los quinientos años.

La polémica territorial propuesta por la comisión surge de la delegación que la Constitución de 1991 hizo al gobierno de esa responsabilidad. Vale la pena tomar como referente el caso antioqueño para pensar en el asunto, a la vez significativo y sui generis. Hasta ahora no se acostumbran los líderes de la política colombiana a detener su mirada sobre el entorno de su acción, o quizá lo han hecho pero desde una posición egocéntrica. El viejo dicho de que le deben tomar el pulso a la nación parece cantaleta de los caudillos del medio siglo, pero está vigente. Y en este tema concreto del reordenamiento territorial ellos prefieren mirar al horizonte del voto en el perímetro de su caudal electoral.

Se necesita asumir otra mirada del país que ahora se ve configurado como mosaico de regiones: pluricultural y multiétnico. Y en escala descendente, asumir el mismo principio de la diversidad y de la heterogeneidad para los entornos re-gionales y locales.

Sólo el espacio que es apropiado y habitado por el hombre adquiere signifi-cado para él. Producen marcas al espacio que tienen el sello particular de quienes construyen una vida económica, unas relaciones basadas en el parentesco y en

* Tomado de: Revista La Hoja Nº 32, Medellín, junio de 1995. Págs. 26-29.

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la política y representaciones que van de las simples e inmediatas, derivadas de la cotidianidad, hasta las complejas y mediatas, nacidas de la reflexión artística, religiosa, científica o filosófica.

Los pobladores congelan su espacio o lo ponen en movimiento cuando se ven abocados a hablar de él. Igual deben hacerlo el investigador de campo, el técnico o el visitante extranjero. La mirada de cada uno de ellos concede valores diferentes pero complementarios al espacio de referencia. En el poblador común existe una diferencia con el científico, el técnico y con el extranjero, en la dosis de racionalidad que anteponen éstos a la sensibilidad que acompaña a aquel.

Mientras más se haya actuado en ese espacio, más profunda y amplia se torna la mirada, se escuchan de él hasta los sonidos más insignificantes, se huelen los perfumes de la naturaleza y de los hábitats y se mueve con soltura el cuerpo en él. El espacio que es vivido lleva a la sublimación y admite el rito y el mito. La rutina se vuelve sagrada, inconmovible.

El espacio se vive, se recuerda, se sueña, se desea, se expande, se contrae en la acción y en la representación de cada actor social en su escenario.

Es necesario mirar el espacio como territorio, como un ámbito subjetivizado, como una red de lugares con un significado, los cuales se entrelazan en el tiempo: es el contexto en el que se da la multiplicidad de relaciones que un ser humano puede establecer en todas las edades de su vida.

Para decirlo en palabras de un teórico del espacio, José Luis García (1976): “El territorio humano es un espacio socializado y culturizado”. Un espacio que adquiere significado social y cultural, con un sentido de exclusividad positiva (los incluidos) para los grupos humanos que le son propios, o sea, los hijos de la tierra, y con un sentido de exclusividad negativa (los excluidos) para quienes se ubican en el afuera, o sea los extraños o extranjeros.

Los antioqueños sacralizaron desde el siglo XVIII, el espacio que les corres-pondió en suerte. El mito paisa es el mito de la tierra rural. Para muestra, el himno antioqueño, que es la sublimación del espacio. Un espacio tejido en la dura brega de la vida cotidiana de la primera célula del entramado social: la familia.

Antioquia toda se constituye sobre la base de territorialidades muy diversas. Unas tienen presencia de población histórica y a ellas se les puede denominar te-rritorialidades consolidadas, como el Área Metropolitana y Medellín en particular; el oriente (el altiplano); el suroeste (cafetero) y el nordeste (minero). En cambio otras territorialidades apenas entran a formar parte del departamento y del país, en sentido económico, social, político y cultural, como el Magdalena Medio, el Bajo Cauca y Urabá. Estas podrán llamarse territorialidades emergentes o en proceso de configuración.

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Los nuevos territorios son fronteras de colonización vivas, a los que llegan oleadas migratorias en busca de la tierra soñada. Allí los contactos y las mezclas están en plena ebullición, razón por la cual el sentido último de la identidad, el mito territorial, aún no se esboza y penden aún del ideario del colonizador de la montaña.

Los actores en escena son múltiples y diferentes en estos nuevos territorios. En la vasta ruralidad están: el minero barequero, el minero draguero, el empresario minero, el agrominero, el aserrador, el colono, el arriero, el agricultor minifun-dista, el agricultor mediano, el hacendado, el panelero, el bananero, el ganadero, el arriero, el jornalero, el mayordomo, el pescador. Para el poblador del campo las tierras no se han acabado ni se han agotado las minas ni han muerto los ríos y quebradas. Todavía hay una esperanza de provisión en ellas tanto para el varón como para la mujer, en una cultura cuyo temperamento se modeló con patrones masculinos y rurales.

Por vertientes y valles se siembran pueblos en Antioquia. Las fondas y las parroquias de los siglos XVIII y XIX se volvieron cabeceras municipales. El pai-saje se ve cortado y trazado por redes de caminos, afectos, endeudes y arraigos. El epicentrismo pueblerino ha sido un eje funcional y fundacional del territorio antioqueño. El pueblo como dimensión de territorio y de relaciones sociales es esencia de lo paisa. La identidad regional tiene el mismo tamaño pueblerino, por eso aún no cabe en ella la ciudad. El orgánico proyecto político y cultural de los intelectuales antioqueños del siglo XIX no llegó hasta concebir la ciudad como territorio.

En la ciudad que Medellín forcejea por ser, se diluyen las relaciones domés-ticas y vecinales del pueblo y se pierde el arraigo al territorio propio. Inquilinos y arrendatarios circulan sin sentido de pertenencia; la religiosidad está en crisis; la sexualidad rompe barreras; la informalidad económica desestabiliza la vida de familia y deja a los individuos sin esperanza de futuro. La mujer convierte su género en distancia del otro género y el hombre no sale de su asombro frente a esto.

A pesar de las violencias múltiples que cruzan la geografía antioqueña hay un modo de ser de la antioqueñidad que es reclamado por todos y para todos: incluso el mercenario mata con el criterio del justiciero frente al faltón y la moral de quien provee en la familia obedece al postulado acendrado en este territorio de conseguir plata, conseguirla honradamente y si no, de todos modos conseguirla. Y el narcotraficante corona su derrota de la pobreza con caballos de paso y oro por todo el cuerpo.

El parentesco de sangre, vital para anudar relaciones y solidaridades en An-tioquia, no ha perdido fuerza alguna, así se hayan transformado visiblemente esos

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modelos familiares que el mito paisa estableció e inculcó como estandarte de la energía de la raza. El parentesco espiritual, el del compadrazgo, todavía se invo-ca en los campos y en los pueblos, entre las colonias y los barrios de migrantes en la metrópoli y lo invocan incluso los que se han capitalizado de la noche a la mañana.

Durante cinco siglos se han configurado en el país supra-regiones en las que se multiplican las mezclas. Antioquia en medio de esto es pluricultural, multiét-nica, plurieconómica y multipolítica. Es paz y guerra. Es aristocracia y burguesía, de abolengo y también emergente y mañosa. Es la tierra del rebusque y del éxito empresarial, de la apertura y del terror a la competencia. Es el teatro de un rancio conservadurismo en costumbres sexuales y políticas, y a la vez es escenario del destape y la heterodoxia.

Antioquia, a la vez una y diversa, es un territorio de exclusiones positivas o inclusiones, que es como se entienden las apropiaciones y asimilaciones de lo otro, de lo exógeno, en un tortuoso encuentro con sus posibilidades creadoras y eróticas; se identifica en el mito paisa de muy larga duración. Pero es también la incertidumbre, la exclusión de signo negativo, la fortaleza inexpugnable, una casa donde el anfitrión no recibe al visitante, la frontera que los de afuera no pueden cruzar. Es esa Antioquia que no se encuentra a sí misma, intolerante, expulsora, insolidaria, tanática y suicida.

Las territorialidades que reclama el reordenamiento geográfico del país son las que corresponden a las regiones-sujeto, o sea las territorialidades que tienen un significado íntegro para sus pobladores. Allí donde hay memoria y vivencia del entorno, donde hay historias comunes y relaciones permanentes entre los habi-tantes, bien sea para la convergencia o para el contrapunto entre ellos. El espacio que les corresponde es construible y expansible, a la vez que limitable, en cuanto corresponde a los hijos de la misma sangre que es lo mismo que decir hijos de la misma tierra.

Como dice en una frase Whitlesey: “la región es una expresión de lealtades innatas que refuerzan las evidencias extremas de su individualidad regional”.

Las regiones-sujeto son vividas y no necesariamente pensadas, pero son el referente espacial ineludible en boca del poblador porque es parte de sí mismo. Esas regiones pueden verbalizarse desordenadamente, en el amor y el desamor. Son especialidades para seres humanos deseantes. Son los puntos de encuentro al final de las jornadas diarias y de cuando los tiempos del ser humano comienzan a detenerse en la etapa más lenta de cada vida.

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* Tomado de: Serie de Ensayos Nº 3. Instituto de Estudios Regionales —INER—, Universidad de Antioquia. Medellín, junio de 1995.

Nociones de futuro desde la Antioquia actual*

Los antioqueños han recorrido el mundo con unas imágenes que se han vuelto contradictorias. En un primer momento, el mito del hombre y la familia cafetera sirvieron de carta de presentación a lo mejor de lo nuestro. Hoy en día, las figuras del narcotraficante o del sicario circulan por las páginas de publicaciones perió-dicas y cadenas de televisión del orbe, como ejemplos supremos de lo peor de lo nuestro.

Pero como enseña el dicho popular: “ni tanto que queme al santo ni tan po-quito que no lo alumbre”. Esas imágenes son reales pero no las únicas. El que hayan servido para ejemplificar una cultura regional colombiana, no las hace ex-clusivas de la región. No hacen toda la historia de Antioquia ni constituyen toda la sociedad antioqueña de hoy.

Igual cosa sucede con el territorio que habitamos. La imagen que se ha lle-vado a otros lares es la del hombre de tierras de vertiente, duras, hostiles, pobres. Pero se olvidaron los altiplanos, las sabanas y los valles favorecidos por la natu-raleza en donde viejos y nuevos pobladores pudieron y podrían entrar en armonía con la naturaleza para gozar el placer del trabajo agrícola o ganadero; y en donde las imágenes del hombre y la mujer domeñadores de la naturaleza son muy di-

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ferentes, por ejemplo, a la del minero barequero curtido por el sol, semidesnudo, hundido hasta el cuello en aguas de ríos de oro.

Todavía circula el mito del montañero, del arriero, de ese paisa aventurero que “le jala a todo” y tiene éxito en la empresa más insospechada. Se trabaja con imágenes de una vida de campo y pueblo que no se corresponden con el acelerado proceso de centralización de toda actividad económica, social, política y cultural en Medellín y el Valle de Aburrá. En este valle, hoy para muchos “de lágrimas”, se está configurando una nueva realidad que apenas ahora empezamos a descifrar.

La intención que nos guía en este ensayo es la de volver a pensar los escena-rios de las acciones, entendiéndoles como espacios significados o territorialidades culturales, y algunas características de los actores y las instituciones, como indivi-duos y colectivos que configuran agrupamientos y trasladan sentimientos e ideas de una generación a otra. Vamos a guiar la mirada con la noción de socialización que podemos entender como la manera en que unas generaciones se comunican con otras, transmiten creencias, valores, actitudes y comportamientos acudiendo a diversas instituciones y mecanismos como la familia, la escuela, la iglesia, los medios masivos de comunicación y las entidades de la cultura. La socialización debe entenderse además como el mecanismo mediante el cual el individuo se hace ciudadano, entabla la relación social frente al otro, para asemejársele o para diferenciarse y, por consiguiente, afirmarse en sí mismo. La socialización es una de las llaves maestras de la construcción de sociedad civil, de entorno psicosocial dentro de la tolerancia, de ética secular, de sentido de trascendencia, de sentimien-to de pertenencia, de identidad en la diversidad.

Vamos a empezar por los territorios del hombre y la mujer antioqueños que denominaremos territorialidades de la socialización, en donde se practican múl-tiples relaciones sociales privadas y públicas, que son la base de la sustentación de diferentes formaciones culturales e invitan a que se las identifique en su diver-sidad y peculiaridad porque afectan tanto la cotidianidad como los momentos de trascendencia social. En esas territorialidades se practica la confraternización, de la misma manera que se actúa para la guerra. Algunas dimensiones de los espa-cios significados jamás han merecido una mirada, porque se los supone obvios o insignificantes. Así sucedió, por ejemplo, con los territorios vastos en los que se hizo invisible el indígena que huyó del español y se escondió por centurias, o el campesino que huyó de la violencia política en los años 50 y se perdió en la manigua. Y así ha sucedido también con los pequeños espacios urbanos que han sido borrados de los mapas del Estado porque en ellos se vive “sin Dios ni ley”, en el decir popular.

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Las territorialidades de la socializaciónLa vivienda como escenario de las relaciones afines y consanguíneas

Antioquia es una región de regiones, y cada región es una constelación de localidades; pero además, cada localidad es un universo de diversidades. Y el prin-cipio de la diversidad comienza en el lugar que habitamos, en la casa, la finquita, el apartamento, la vivienda.

El antioqueño le da significado al espacio que habita, le da su propia dimensión, para poder actuar en él. Empieza por el espacio hogareño, por la vivienda, que en el campo está unida al jardín, al lote donde se cultivan algunas plantas necesarias para el alimento diario (maíz, fríjol, yuca, caña, plátano) y se domestican algunos animales (gallinas, cerdos, perros). Pero difiere el agricultor-minero, que puede tener la parcela del pancoger al lado de su casa, del draguero que lleva consigo la carpa y la batería de cocina para armar el cambuche en cualquier vega del río. Ambos son distintos del aserrador que construye una casa rústica en medio del bosque porque vive de paso, mientras se agota la madera que tiene alrededor.

Distinta es la situación en el pueblo o la ciudad, en donde la vivienda se res-tringe a espacios para uso social (sala, comedor, cocina, baños) y para uso privado (alcobas), sea que todos se repartan en 70 o en 500 metros cuadrados. Habrá calles que se vuelven canchas, en las que la casa es la prolongación del andén o viceversa, y avenidas que circundan fortalezas rebautizadas con el ostentoso nombre de urba-nizaciones cerradas. A medida que se urbanizan los pueblos, como las ciudades, se van encerrando los pobladores, se van aislando a pesar del entramado que dibujaría una red de espacios privados y públicos para compartir.

En la configuración de los territorios antioqueños la casa es referencia obliga-da. Especialmente la casa de los padres, la de la familia de orientación, en donde además de madre, hermanos, pueden estar presentes el padre, los tíos, los abuelos y los primos. Y alrededor del hogar giran también los compadres, los padrinos y en general la parentela.

La vivienda es sitio de refugio en la medida en que los espacios públicos no existen o se convierten en escenarios para el terror. Pero en ella no tienen espa-cio todos los miembros de una familia. Escasea para los niños y deja de existir, prácticamente, para los jóvenes. La vivienda es un espacio de adultos y quizás de ancianos. La convivencia hogareña pasa girar en las tres últimas décadas en torno a la televisión y la radio (la primera más dominante que la segunda). En el campo, la luz eléctrica trajo plancha y televisor. La oración del comienzo de la noche, las historias orales, las canciones al son del tiple, cedieron terreno a la telenovela de las ocho o a la “guerrilla radial” del deporte vespertino y nocturno, con su carga

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de insidias y chismes. El espacio nocturno, para el joven pueblerino y citadino, es el que atrae a la aventura y el riesgo fuera de casa, a la búsqueda delirante de sorpresas para el goce (o el dolor, casi lo mismo) del cuerpo y el espíritu.

El joven y la joven campesinos tienen espacios para el trabajo, al lado del padre o la madre. Su juventud desaparece en virtud del trabajo productivo y doméstico. No hay tiempo ni espacio para ser joven y gozar del encuentro con el compañero de generación con quien establecer una relación de amistad o de amor. Los jóvenes pueblerinos y citadinos tienen las calles, las cafeterías, las tabernas, las discotecas, las canchas, los atrios, los parques; pero casi ninguno tiene su espacio privado y propio (si exceptuamos los de alquiler para encuentros clandestinos de cualquier tipo).

Los espacios privados se reducen y deterioran. La vivienda es una carencia repetidamente señalada por diversos sectores de la población como factor esencial que desmejora la calidad de vida. Pero no es sólo eso, la ausencia de espacios en donde construir relaciones sociales privadas y públicas es un comienzo de agresión al individuo que necesita socializarse. Este actúa en consecuencia, rompiendo las barreras que le impiden desplegar su energía vital en busca de la identificación.

Se reutilizan espacios para el juego aunque los adultos le hayan asignado unas funciones diferentes. Se destruyen las obras públicas aunque haya sido el Estado el que las construyó como mojones del cumplimiento con el electorado cautivo. Y en el entorno más pequeño, la casa propia, se mantiene la sensación de cuerpo presente pero espíritu ausente. Como en la canción, un joven podría entonar este verso: “No soy de aquí ni soy de allá, no tengo edad...”.

La vivienda es el primer espacio de la socialización. Cualquier forma familiar actúa en ese escenario, recogiendo la memoria de generaciones y transmitiéndola de unas a otras. La literatura antioqueña, especialmente la rural y la pueblerina, está llena de escenas caseras. Los costumbristas del siglo XIX como Emiro Kastos y Manuel Uribe Ángel, Tomás Carrasquilla en la frontera de los dos últimos siglos, Efe Gómez, Manuel Mejía Vallejo, son hitos de esas imágenes. Todavía está sin escribirse la literatura urbana que dibuje a plenitud los modos de vida que trae la metrópoli, aunque haya indicios en obras como Una mujer de cuatro en conducta de Jaime Sanín Echeverri y se tengan algunas visiones en los escritores de los últimos veinte años. Para hoy el cine y la televisión también podrían aportar sus versiones, lo mismo que vienen haciendo tímidamente las disciplinas sociales sin que tengamos aún la comprensión global de las culturas barriales.

Más adelante volveremos a ver el entorno de lo privado, a propósito de la familia como institución socializadora, en la que cada función y cada relación, presente o ausente, anuncia realizaciones y conflictos, todos ellos estructuradores de la identidad individual y colectiva.

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El umbral entre lo doméstico y lo públicoEn el campo hablamos de veredas y conjuntos veredales (entendidos como la

mínima unidad espacial que tiene historia y cultura propias en el contexto rural); en pueblos y ciudades, de barrios o zonas. Son los espacios en donde se empiezan a construir las relaciones sociales entre miembros de la misma generación, por ejemplo las casas comunales, las canchas deportivas, las aulas escolares, las capillas y los atrios, los clubes, las tiendas, los grupos de oración y acción social, los grupos y espacios para trabajar el arte (el teatro, que es tan importante en Antioquia), los equipos deportivos, las brigadas cívicas, las sociedades (de mejoras públicas, de san Vicente de Paúl), las discotecas, las tabernas, las cafeterías, las calles.

Los umbrales de lo privado a lo público son espacios llenos con las vivencias de los pobladores de todas las edades, en el afán por ampliar la red de relaciones sociales basadas en el parentesco. Pero la dificultad es que existan realmente como espacios para la convivencia. Además de que escasean o está predeterminado el uso social que puede dárseles, y el tipo de relaciones públicas permisibles, muchos de los espacios físicos y sociales sirven más como linderos para la exclusión que para la incorporación de individualidades problemáticas.

Las nuevas generaciones se ven enfrentadas a la negación de espacios con sello propio para el encuentro con sus congéneres. Por ejemplo, las acciones co-munales ven limitada su acción a planes de gobierno o clientelas políticas. Las aulas escolares están abiertas en horarios de clase, pero se cierran inclementes para actividades recreativas y deportivas que están por fuera de la jornada escolar. Los grupos de oración y acción, igual que las sociedades, tienen límites marcados por la orientación a fines de beneficencia y caridad hacia los otros: los que no tienen, los que deben recibir “la migaja”, según la enseñanza ético-religiosa. Tabernas y discotecas son espacios para el goce, mediados por el gasto en licor y otras espe-cies. Quedan los atrios y las canchas, las calles y los parques, o el territorio vasto y aparentemente vacío del campo (cada vez más lejano e inhóspito) para encontrar las vías del tránsito de lo familiar y parental, a lo público.

En los pueblos y especialmente en la ciudad de Medellín, este umbral se con-vierte en espacio de violencia, de terror, de muerte, en el día o en la noche. Caben sin embargo minutos para la ternura y el amor, pero cada vez son más fugaces. La franja generacional juvenil (12 a 25 años más o menos) es la más atraída por habitar estos espacios, en la medida en que se ocupan de su socialización en la segunda instancia (si se presuponen la familia y el hogar como la primera instancia socializadora). Todo indica que la búsqueda de la individualidad, el reconocimiento del otro, la convivencia y la cadena de valores y conductas que se aprenden en este entorno, están afectadas por la ausencia de principios reguladores heredados y transmitidos por las generaciones anteriores. La incomunicación intergeneracional, la

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ausencia de figuras parentales, magisteriales, eclesiales, e incluso la ausencia misma del Estado mediador (no el Estado represor), están contribuyendo enormemente a que existan referentes de identidad fragmentados, contradictorios, negativos, ante los cuales no puede esperarse una respuesta articulada y positiva.

Una constelación de localidadesEl visitante que recorra el departamento no sólo se va a encontrar con toda la

gama de climas que identifica a los países tropicales y con una geografía que ha movido a la sorpresa a cronistas de todas las épocas, por lo arisca en unos casos y deslumbradora en otros, sino que también se va a admirar por la gran diversidad que ofrecen los asentamientos de la población en el territorio. Hay asentamientos ribereños y marinos, de vertientes bajas y altas, de altiplanos, de cuchillas y de hondonadas. Pero además hay modalidades de asentamiento que empiezan en los puntos y los parajes, perdidos en la vastedad de territorios aparentemente vacíos, en donde una casa luce como un lunar blanco en la inmensidad verde, pasando por poblados, por asentamientos, por aldeas, por pueblos y, finalmente, ciudades.

El ejercicio simple de recorrer la historia del poblamiento, da indicios de la diversidad con la cual se pobló Antioquia. En un primer momento las localidades fueron estratégicas para el asentamiento del español y la reducción de los indios; vinieron luego las necesidades derivadas de la incorporación de esclavos negros en zonas ricas para la extracción del oro. Más adelante fue la empresa de la coloniza-ción antioqueña, que tantos libros ha merecido y muchas más leyendas ha dejado para memoria de abuelos (ciertas en unos casos, falsas en otros), que se extendió básicamente hacia el sur de Colombia (a tierras del Viejo Caldas, del Tolima y del Valle en especial). El salto al último siglo muestra más territorios incorporados, pero con historias menos heroicas; es la situación vivida por localidades producto de la colonización estratégica, de la creación de zonas de supervivencia y resis-tencia. En muchas de ellas, constituidas en municipalidades hoy en día por arte de las reparticiones políticas de corte clientelista, el crecimiento demográfico y económico es negativo; la vida de sus pobladores, en la medida en que se des-lumbran con los pueblos que tienen calidad de epicentros regionales, es cada vez menos promisoria.

Al recorrer los reordenamientos territoriales, localidad por localidad y re- gión tras región como lo consignamos en los mapas que recogemos de los tiem- pos de Uribe Ángel (de los departamentos del Estado de Antioquia), de las ten- tativas actuales de Planeación (los Caser y las regiones de planificación), capta- mos las incoherencias de las divisiones geopolíticas. Se requiere frente a esas regiones que agrupan localidades extrapolares, una regionalización cultural que establezca los linderos propios de los espacios significados, las territorialidades

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regionales de la socialización en la vida pública, en lo que podría llamarse el pri-mer entorno que trasciende lo doméstico, en donde se pueda proyectar en pequeño la nación.

Intentamos, como propuesta, una territorialización derivada de contactos cultu-rales (a veces los denominamos también contactos interétnicos) que sugiere regiones de viejos y consolidados proyectos culturales, que le dan cierto grado de unidad sincrética y los hacen relativamente conservadores (suroeste, suroriente, norte al-tiplano); regiones estas que son contiguas a otras en donde hay intensos contactos culturales, que dan origen a regiones pluriculturales (multiétnicas) porque todavía forcejean usos y costumbres, creencias y valores provenientes de muy distintas regiones del país y grupos raciales y culturales.

Es el caso del Magdalena Medio, el Bajo Cauca y Urabá. Allí las localida-des se diferencian, más que asemejarse, en tanto cada grupo de población intenta signar su entorno con sus tradiciones en materia de relación con la naturaleza y entre los miembros de la sociedad. Así pues, la afirmación de que Antioquia es una constelación de localidades vale tanto para la historia como para la sociedad y la cultura contemporáneas. Si algunas regiones pueden exhibir alguna homogeneidad (e incluso haber originado algunas imágenes tipo como la del cafetero o la del arriero), otras están lejos de admitir un modelo de poblador y una real identidad. Al recorrer toda la geografía antioqueña no puede afirmarse que exista una relación directa y mecánica entre oferta natural y apropiación cultural, ni que los migrantes desde los centros de irradiación de las oleadas colonizadoras hayan atendido a un plan de expansión de fronteras que se incorporan a la vida del departamento. Huir, esconderse, refugiarse, hacerse invisible, construir talanqueras, aislarse para favorecer el delito, abocarse al enriquecimiento salvaje, son marcas muy profundas en el poblamiento y configuración territorial de Antioquia.

El problema es que la nación y toda la región se saturaron, al menos al punto de hacer imposibles, casi en todas partes, las tierras “Sin Dios ni ley”. Y valga anotar que uno y otro principio —el trascendental y el terreno— han estado ligados a las fundaciones y a las erecciones municipales.

En los quinientos años del poblamiento de América por europeos, y en los mil o más que anteceden a la presencia “blanca”, el territorio antioqueño enseña una variada forma de relación del hombre con la naturaleza. En unos casos es la apro-piación simple de las riquezas que esa naturaleza provee la que determina la vida familiar y social. El hombre se hace hijo de la tierra en sentido literal. La parcela, el cultivo de bienes alimenticios, regula su ciclo vital. El suelo regala sus vegetales, sus minerales y sus misterios. El campesino, el indígena, el minero-agricultor, el ganadero, el aserrador, el draguero y el hacendado giran alrededor de las provisiones que concede la “madre tierra” mediante un trabajo que no necesariamente exige

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altas tecnologías. En otros casos, la bondad de las tierras queda condicionada a los intereses contrapuestos de sus propietarios; es el caso de la ganaderización de tierras óptimas para cultivos agrícolas modernos, o de la aplicación de cultivos tradicionales que cargan consigo los mitos de la riqueza en tierras infértiles (con el café sucede repetidamente); o más recientemente las dedicaciones a la narcoproducción y a la recreación en tierras que deberían contribuir a ampliar la frontera productiva y socializadora de una población necesitada de mejorar sus niveles de vida.

La gama de pobladores del campo es grande y variada, cada uno tiene su manera de relacionarse con la naturaleza pero también de configurar su red de relaciones sociales. Hay territorios en donde el individuo es rey solitario, no hay instituciones mediadoras (ni escuelas, ni iglesia, ni Estado), y si alguna aparece de-berá sujetarse al ordenamiento (“la ley del monte” dirían algunos) de los pobladores originarios. En el territorio vasto, donde sólo puntos y parajes se identifican, caben las organizaciones parainstitucionales, las que desbordan los presupuestos legales, las normas impartidas por el Estado, para darse su propia regulación, a manera de supervivencia colectiva y de resistencia frente al extraño. Las territorialidades que están en procesos de colonización o de reasentamiento (Urabá, Magdalena Medio, vertientes bajas de las cordilleras central y occidental, Cauca Medio), tienen la efervescencia de nuevos modos de vida. Los moldes validados para regular rela-ciones en el pasado no juegan.

En sectores grandes del territorio antioqueño se presenta un contacto cultural intenso, resultante de procesos migratorios de gentes provenientes de muy distintos lugares del país, que invita a pensar en complejos pluriculturales en formación. Un reto es reconocer esas nuevas realidades socioculturales, que ponen, por ejemplo, en contacto a chocoanos, sabaneros, chilapos, antioqueños, boyacenses, santandereanos, cunas, emberá-catíos, zenúes, en tierras de Urabá; o tolimenses, santandereanos, cundiboyacenses, antioqueños, caldenses, vallunos, momposinos, costeños, en tierras del Magdalena Medio. Similares fenómenos migratorios se presentan en el Nor-deste y el Bajo Cauca, contribuyendo a cambiar la imagen de la vieja Antioquia, montañera, arriera, cafetera, cañera y minera en los viejos patrones.

La región cultural que conserva —aunque cada vez más débilmente— las imágenes que tipificaron al paisa, está ubicada en una franja pequeña de cuchi-llas, altiplanos y vertientes altas y medias de la cordillera central (norte, suroeste, suroriente, noroeste cercano a Medellín antes de cruzar el río Cauca), y nordeste cercano a Medellín (curso alto y medio del río Nus). Esas imágenes son rurales (alpargatas, carriel, poncho, sombrero “aguadeño”, peinilla, zurriago, navaja, naipe, mula), pero entran en franco retroceso a medida que se viaja de los parajes rurales, de los poblados y de las aldeas sometidos al trajín de la ruralidad, y se ingresa a los pueblos y a las pocas ciudades que hay en Antioquia (si acaso hay más de dos).

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La figura del pueblerino está desplazando a las que nacían del ambiente rural. Un pueblo, por contraste con una aldea o un poblado, es más que un centro de ser-vicios, en donde instituciones públicas y privadas hacen presencia para absolver las necesidades del visitante semanal (sabatino o dominical) que habita el campo y debe abastecerse de artículos esenciales (mercado, insumos, licor, santa misa, ropa, droga). Un pueblo tiene una relativa autonomía del campo; posee medios de vida producto de la artesanía y la manufactura, de la importación desde centros urbanos mayores; y regula la producción agropecuaria en beneficio de sus habi-tantes.

Espacialmente hace desaparecer los hitos arquitectónicos con sello rural (casas con jardín y patio-parcela) para darle entrada a construcciones en “material”, doble planta o “edificios”, local comercial, garaje, y todos los demás elementos que se suponen modelo constructivo propio de ciudad, hasta incluir el cerramiento con malla y portería. En lo político y lo cultural determina las relaciones y define las demandas para el conjunto de la población (de cabecera y del campo). Mantiene una permanente expectativa frente a las ofertas que provienen de centros mayores, cuando no es una relación permanente, mediada en la mayoría de las veces por las colonias (son múltiples las que se han asentado en Medellín de tiempo atrás y en el Oriente Altiplano en la última década).

El pueblo ofrece múltiples servicios al habitante de la localidad: salud, hospital; educación, bachillerato diversificado, tecnologías, universidad; religión, parroquias, grupos parroquiales; recreación, canchas, deportes, cines, teatros, tabernas; banca, servicios varios; comercio, mayorista y minorista, supermercados; convirtiéndose en la instancia mediadora (culturalmente hablando) entre el campo y la ciudad. Tiene de ambos componentes que pueden identificarse con una mirada cuidadosa a los grupos generacionales. Mientras que los ancianos pueden expresar el polo rural, los jóvenes evidencian el polo citadino. Apartadó, Yarumal, Santa Fe de Antioquia, Sonsón, Marinilla, Bolívar, Santo Domingo y muchas otras localidades del depar-tamento se ponen a la cabeza de una polaridad que busca afanosamente integrar en su seno modos y modas de vida, expectativas de futuro, que se asemejen a las de la ciudad, entendida ésta en la imagen que adquiere para las clases medias.

El pueblo es un ambiente espacial en donde se dibujan además las crisis y los conflictos, e incluso la violencia que hoy agita a Antioquia. No satisfacen las ofertas del medio a los pobladores, especialmente a las generaciones más jóvenes. El desempleo del bachiller, por ejemplo, es una realidad dramática reconocida por muchos. Un joven bachiller tiene ante sí la amenaza (así la asume en alta propor-ción) de volver al campo, en donde lo único que le espera es desbrozar la tierra, como sus antepasados, para sobrevivir. O tiene también la afrenta de una cabecera que lo utiliza como dependiente de un bar o de un almacén, o lo inscribe en un

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puesto minúsculo de la administración pública, o lo subemplea en una de las pocas microempresas o famiempresas con que cuenta la localidad.

La ausencia de futuro empieza aquí. La tentación por repetir la gesta del aven-turero mítico que andando en el filo de la navaja, haciéndole pases a la vida y a la muerte, pudo salir victorioso, se convierte en el horizonte de los más atrevidos. Al varón se le admite soñar así y jugársela. A la mujer no hay más remedio que dejarla atreverse, aunque circulen por la cabeza de familiares y vecinos los peores augurios, como que lo único que puede quedarle es la pérdida de los valores más caros al sexo femenino (virginidad, maternidad, fidelidad, honestidad, bondad, sabiduría y sentido común para educar).

El pueblo que ve invadidas sus escasas habitaciones por migrantes decididos a quedarse un buen rato, mientras duran las obras que usualmente cambian los paisajes, se desarticula rápidamente. Las grandes obras de impacto —como suele identificárselas en lenguaje técnico sin explicitar cómo y a quién impactan— tras-tocan a más de un pueblo antioqueño, en los ritmos de vida bucólica y sedentaria. Las enfermedades sociales comúnmente enunciadas (delincuencia, drogadicción, alcoholismo, farmacodependencia, prostitución, madresolterismo, desempleo y subempleo, violencia intrafamiliar y social) pasan a hacer parte de la cotidianidad de este tipo de pueblos. Así sucedió con Apartadó, San Carlos, San Rafael, Remedios, Segovia, Bolívar. En estas localidades se presupone presente el Estado en distintas formas para atender los frentes en que se requiere su mediación.

Dos males aquejan al funcionario de pueblo: su abulia burocrática y la carencia de proyectos. El régimen de descentralización municipal es un paso importante en la cualificación de los agentes del Estado a este nivel. Y la tarea de educación para el ejercicio de su oficio es una urgencia ineludible. El aprendizaje de la planifica-ción integral es mandamiento para quien pretenda hacer participación ciudadana. En materia de dinamización de la vida local es conveniente mirar los pasos dados por las agrupaciones políticas que intentan caminos alternativos, en muchos de los cuales se puede hablar de proyectos ético-culturales que reconocen las diferencias del ayer al hoy y que entienden los cambios y se plantean otro futuro.

Una ciudad en el mosaico de regionesAntioquia es un mosaico de regiones configuradas y reconfiguradas por el paso

de los siglos y la cambiante delimitación de los territorios. Los polos de atracción alrededor de los cuales se ha construido la memoria histórica se desplazan de Santa María la Antigua del Darién a Santa Fe de Antioquia, a Rionegro, a Medellín, a Sonsón y, más adelante, a Manizales, Pereira y Armenia.

En un primer momento, los pies del español tocaron esta tierra, sus indígenas y sus frutos vegetales y minerales, en la costa caribeña y en el río de la patria.

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Vinieron luego negros y criollos a abrirle trocha al oro cruzando minas de veta y aluvión. Se desplazaron luego oleadas de mestizos por las agrestes vertientes en donde podía cultivarse el promisorio café. Continuaron tumbando selva virgen para sembrar caña y luego poner a pastar ganado. Finalmente volvieron a territorios invisibilizados que habían quedado en manos de los excluidos, para levantar agro-industrias, hidroeléctricas, autopistas, petropuertos, narcoterritorios, y entretanto se instalaron colonias en el centro multipueblerino: Medellín y el Valle de Aburrá con su cola del Oriente cercano, especialmente el municipio de Rionegro.

Antioquia es un mosaico de contactos interétnicos (entendiendo etnia por agrupamiento social con referentes históricos e ideológicos comunes) en el que la antigüedad y variabilidad de etnias aportantes es diverso. Puede hablarse de un viejo contacto biétnico para el oriente, el sur o el nordeste y de un antiguo contacto triétnico para el occidente. Pero hay que reconocer el contacto multiétnico que hoy agita a Apartadó y a sus alrededores, a Puerto Berrío, Remedios, San Rafael o Caucasia y a las regiones y subregiones en que se inscriben. Y al desplazarse a la capital del departamento y los municipios vecinos se repite la dosis, aunque con mayor intensidad y dramatismo. La nueva colonización, que en términos clásicos se denomina inmigración (y significa emigración para otros), actúa en dos direcciones: de la periferia al centro urbano y de la periferia a las fronteras histórico-culturales, a esos territorios vastos que parecían reserva natural propiedad del Estado (o de nadie) y que pasan a integrarse al nuevo mapa del poblamiento, el que aparece en escena después de los años 50 del siglo XX.

Medellín y el Valle de Aburrá reciben un volumen de población que en el curso de los últimos cuarenta años se quintuplica, invadiendo las laderas en forma desordenada, desbordando todo intento de planificación urbana, imponiendo reuti-lizaciones permanentes de los espacios urbanos, derrumbando sin contemplación los escasos hitos espaciales que pudieran identificar la ciudad tricentenaria. El poblamiento de la ciudad se asemeja al de enclaves cerrados, en donde colonias de migrantes toman posesión de un territorio y le imponen límites mentales y mu-chas veces físicos, imposibles de cruzar sin que aparezcan síntomas de una cierta xenofobia pueblerina. En broma y en serio, muchas historias de barrios cuentan de las batallas juveniles entre sus pobladores tres o cuatro décadas atrás; y ahora —menos románticamente— de la conducta de muchos delincuentes que aparecen como individuos solidarios, benefactores y “personas de bien” en su barriada, mientras ejercen su oficio exterminador en las vecindades.

La ciudad luce como una colcha de retazos, de telas de mala calidad, en la que se ha carecido de un proyecto urbano integral en donde se reconozcan tanto los espacios domésticos como los servicios públicos y los que simplemente (o fundamentalmente) deben constituir pulmones espirituales para el habitante so-

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metido al ajetreo de la supervivencia. Sorprende la capacidad autodestructiva del espacio físico en donde no hay retícula que valga. Los muñones del Valle se ven por todos lados: calles inconclusas, parques semidestruidos, edificios inacabados, barrios residenciales sometidos a la inclemencia de las orugas, sectores industria-les y comerciales invadidos por la suciedad y el deterioro. Un centro de Medellín que luce como la llaga del mendigo y la tristeza del expósito. Difícil ver en esa selva de caminantes sin rumbo que llenan andenes y estrechan calles, una sonrisa plácida, una caricia plena de ternura, una mirada tranquila y feliz. El temor y la sospecha parecen acompañar al peatón que se atreve a visitar el centro de la ciudad. En los últimos tiempos peligra quien esté cerca de un carro policial o quienes se junten en tertulia frente a una tienda de barrio popular. En unos barrios la seguri-dad es asunto de amedrentamiento de “los que imponen su orden criminal” a una población atemorizada y desvalida; en otros los muros, las mallas, las porterías, los guardianes y hasta las armas apuntando hacia afuera (en la típica defensa de fortín) pretenden ser la garantía de seguridad de quienes se refugian en su espacio íntimo para olvidarse, aunque sea momentáneamente, de las sombras que cubren el paisaje urbano. En Medellín los espacios abiertos son más una amenaza para la convivencia que sitios de encuentro en donde se construyen relaciones, en donde la socialización para la vida civil logre escenificarse.

En el oriente cercano se destaca Rionegro como la ciudad intermedia que vuelve a adquirir protagonismo, pero no ya como localidad autónoma y contrapunto frente a las otras localidades que protagonizaron gestas colonizadoras y fueron capitales de regiones distintas. Rionegro luce como el piso alto del Valle de Aburrá, como la puerta de entrada al proceso de urbanización que arrastra consigo a los municipios del oriente altiplano. Sin embargo, oscila entre una ciudad con planes y proyectos que atarían el crecimiento poblacional y las transformaciones urbanísticas y una ciudad caótica, que no tiene más remedio que ver llegar a cientos de familias que van armando cinturones habitacionales y demandando servicios estatales, en con-diciones de presión permanente y conflictiva por encontrar fuentes de trabajo.

El proyecto de desarrollo diseñado por líderes de la región en la década de los 60 para el oriente cercano, que muchos creen ver realizado o en camino de realiza-ción a finales del siglo XX, no contempló la diferencia y la autonomía relativa que ameritan su historia y cultura. Rionegro está viviendo el mismo fenómeno de re-configuración social y urbanística que han soportado las localidades ubicadas en el Valle de Aburrá; la única defensa que tiene todavía es de tamaño demográfico, que no hace tan trágicos la fragmentación y el deterioro. Quizás una salida salvadora esté en la fuerza interior que cabe extraer de la savia ciudadana para defender con la descentralización un proyecto municipal que tenga sello propio. Pero no puede repetirse aquí ni en el resto de la geografía antioqueña, la experiencia metropolitana

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de hacer ciudad mediante la presencia de los instrumentos de control y represión estatales.

Los uniformes verde olivo y los centros de atención inmediata al ciudadano se han convertido en el presunto símbolo de seguridad y protección del poblador de la ciudad. Pero es difícil para una sociedad sometida a la saturación de formas autoritarias y represivas de presencia del Estado, que las fuerzas oficiales del orden alcancen una cara amable si antes no existen otras formas de presencia estatal que sirvan de mediadores para la construcción de sociedad civil en donde lo militar sea, como una democracia lo propone, el último eslabón en la secuencia normatizante de la convivencia ciudadana.

Los agrupamientos sociales que posibilita el mosaico regional son también variados. Mientras las acciones comunales como entidades reguladas por el Estado y depositarias del beneficio político-clientelista se extienden por todo el territorio, los usuarios campesinos apenas se reconocen en zonas de tensión por la tierra y, los sindicatos se defienden contra los contratos a destajo. Las organizaciones espontáneas de los pobladores, ligadas a reivindicaciones concretas e inmediatas (los movimientos cívicos, los convites, las brigadas de salvamento), son formas comunes y cada vez más amplias de presencia ciudadana. Tienen la fuerza interior de los actores que viven el drama y no contemplan mediaciones posibles para la resolución de sus necesidades, desbordan el gamonalismo y el clientelismo de los partidos políticos, se alejan de la acción política, por considerarla inocua o asumen la ley y el orden a riesgo propio, olvidándose de consultar a un Estado de derecho que sólo se hace sentir como eco lejano en boca de cualquier intérprete elemental e ignaro. El reconocimiento por parte de los agentes del Estado de las formas nuevas en que se están agrupando los pobladores, es condición básica para abrir espacios de diálogo y concertación que permitan diseñar futuros deseables y posibles.

Instituciones y mecanismos para la socialización

La familia en primera instancia: la cultura empieza por casaNo hay sólo organizaciones ligadas a la tierra y al trabajo. Las hay también

producto de relaciones parentales y políticas que enseñan una rica diversidad. La familia típica que todos los antioqueños exhiben, de padres con una docena o más de hijos, y “la arepa debajo del brazo”, no se corresponde con la historia. Si bien el propietario de extensiones de tierra apreciables que pudo contar con muchos hijos a quienes luego dejarle herencia se registra como excepción, la regla son pequeñas familias mestizas empobrecidas que cultivan el campo o que circulan por él, tumbando bosques y respondiendo al reto de subsistir.

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Tampoco es cierta la armonía interior de las familias, ni la sanción religiosa a toda unión. El conflicto y la crisis de familia hacen parte de la historia domésti-ca antioqueña. Las uniones de hecho, los concubinatos, las uniones libres tienen presencia viva a lo largo de los siglos y a lo ancho del territorio rural y urbano. En materia política, los pensamientos y proyectos alternativos al bipartidismo en sus versiones ortodoxas recorren las tribunas, los púlpitos y los hogares; la tendencia a las posturas radicales es común entre las gentes paisas: ultraconservador o ultra-libertario. En estas tierras tienen lugar tanto las más crudas formas de la defensa de la tradición y la propiedad privada, como proyectos de modernidad y formas nuevas de propiedad comunitaria.

También la intolerancia y la aniquilación del contrario están presentes en la ideología autodefensiva del antioqueño. Se llega hasta el autocastigo para saldar la deuda o el pecado. Para muchos, pragmatismo y austeridad son principios re-guladores de la vida privada y pública, no hay derecho al goce terrenal, el placer se difiere para otra vida. Pero tiene lugar, por efecto de repulsión contra los viejos patrones, un fenómeno sorprendente: Los hijos de la frugalidad se embarcaron en empresas de alto riesgo y altísimos niveles de acumulación de riqueza material que les permitieron “gastar a manos llenas”, como era el sueño irrealizable de los antepasados que se reservaban ese “placer” para la otra vida. El contrabando y el narcotráfico son la panacea de generaciones jóvenes que no tuvieron lugar en la fundación de las empresas símbolo de la vieja antioqueñidad. La acumulación salvaje de estas nuevas generaciones, trae consigo nuevos patrones culturales, en los que la ostentación y la prepotencia se unen a la valentía y el riesgo del viejo aventurero que hacía caso al principio de conseguir plata honradamente o si no, de todos modos, conseguirla.

Se repite con frecuencia la crisis de la familia como institución socializadora, especialmente en los núcleos pueblerinos y urbanos, en donde otras institucio-nes asumen —presuntamente— las tareas formativas de las nuevas generaciones. Algunos elementos generales de análisis pueden activar una mirada distinta del asunto. Ante todo, la familia clásica (el modelo) se fundamentaba en la iglesia y la religiosidad para manejar las relaciones intrafamiliares. En remplazo de la figura paterna, usualmente dedicada a la vida de los negocios para poder proveer al hogar, el trabajo materno se apoyaba en la instrucción ética y cívica que aportaban el cura y el religioso mediante el uso del púlpito, el confesionario y la visita sacerdotal al feligrés, como a través de la educación formal, entregada a su saber y entender en virtud de los arreglos concordatarios del Estado colombiano y el Vaticano. La imagen del padre antioqueño en algunos casos aparece difusa; no resulta tan claro si es el patriarca que manda en todo y a quien todos rinden pleitesía por su condi-ción de sólido y pleno proveedor de bienestar material, o es la del hombre severo e

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inclemente que cede el rejo a la madre pero imparte la orden. No es tan claro que esa figura sea distinta a la del padre castigador moldeada por la tradición judeo-cristiana, más bíblica que montañera, más ideal que real, más propia del discurso materno-sacerdotal que de la práctica masculina.

La imagen del varón luce fuerte pero es débil. Se ha construido tradicionalmente con las enseñanzas femeninas, con los mitos de la arriería y la vida dedicada a los negocios. El campesino medio cafetero, el culebrero, el comerciante, aparecen constantemente como las imágenes tipificantes del ser antioqueño. Quizás una imagen que resuma todas las demás es la del negociante, el personaje que recorre todo el proceso económico en vista a la acumulación individual de riquezas mate-riales, sin parar mientes en los efectos negativos que pueda producir por fuera del ámbito de “los míos”. En lo profundo de su comportamiento se concreta la ense-ñanza —aparentemente inocente— del “primero yo, segundo yo, tercero yo”. Se presupone que debe responder valientemente a todo reto que se le imponga, no hay empresa imposible; el riesgo, jugársela como sea y donde sea, marca su sendero. Con esa expresión típica de que el paisa anda sobre el filo de la navaja, instrumento insustituible en las tradiciones de la arriería, se evidencia la carga que la cultura pone sobre sus hombros. De allí que afirmemos que hay un principio tanático en la estructuración de la cultura antioqueña. Se arriesga la vida, o sea que se evita la muerte, pero se tiene siempre como la sombra amenazante para poder vivirla.

Es un varón en el cual el machismo sexual deja dudas, al punto de que fá-cilmente se lo puede encontrar jugando a la bisexualidad en la medida en que la cultura ha aceptado el dualismo del sexo: para la reproducción y para el goce, en cabeza de figuras sexuales distintas. Las prácticas sexuales reproductivas exigen la presencia de una mujer “casta, pura, honrada”, en quien se pueda depositar toda la confianza para la crianza de los hijos. La sexualidad del goce puede practicarse con la prostituta o el prostituto (se hace humor con expresiones como la del gusto por “la carne de res y de cerdo”). Pero la sexualidad, superando la genitalidad e ingresando a la imagen del género se torna confusa. El cuerpo no se reconoce en todas sus potencialidades para el deporte y el arte (cuaja el fútbol pero no el voleibol, no caben la danza ni la plástica). Los placeres del espíritu (literatura, filosofía, música) tienen poco espacio dentro del pragmatismo de las prácticas lú-dicas: “lo que no dé plata no sirve”. Al varón no se le ha admitido tiempo para la configuración de una individualidad que pueda proyectarse como energía espiritual creadora. Poco puede pedírsele entonces para que ejerza una paternidad o tenga una funcionalidad responsable (caso del hijo trabajador) en esferas distintas a la de la provisión económica. El joven delincuente tendrá así ganado su lugar de respeto y prestigio en la familia, en la medida en que responda, como sea, a la expectativa que se tiene de él: “traer plata”.

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La fortaleza la familia antioqueña tradicional reposa en la madre. Su pro-longación más inmediata está en la escuela primaria, normalmente a cargo de maestras. En la medida en que ella se aleja del escenario doméstico, por el trabajo que se ha visto obligada a asumir para suplir las necesidades básicas, bien porque lo defina como derecho de autonomía (en su liberación de la sujeción al varón), o como inevitable condena ante el abandono y la soledad en que puede quedar, con hijos bajo su protección, deja el espacio vacío. Se piensa que existen instituciones alternativas en cuyas manos quedaría la tarea socializadora de primera instancia. Pero la aparente solución no es tan real y efectiva como se presupone. La expresión “madre no hay sino una” no es tan gratuita, en una tradición cultural en la que las instituciones socializadoras complementarias (la iglesia y la escuela) estaban ínti-mamente ligadas con el ámbito doméstico. El alejamiento de la iglesia y la escuela es reciente por lo cual el rastro que dejan en la mentalidad de los antioqueños no ha desaparecido del todo.

La madre ausente, añadiéndose al padre que nunca ha estado realmente pre-sente en la tarea socializadora de primera instancia, deja el terreno abonado para un ambiente en que el azar es el que se hace cargo de la socialización de niños y jóvenes. Esta situación límite, de abandono total en la difícil tarea de estructura-ción de una personalidad básica, ha pretendido resolverse con el establecimiento de “hogares comunitarios” en los cuales unas “madres comunitarias” asumen los oficios de la socialización. La intención no salva, si no está mediada por un trabajo educativo de los grupos sociales en los cuales se pretende ejercer la acción, de tal modo que no aparezcan (como ya ha sucedido) las organizaciones demandando mejoras salariales para poder ejercer el oficio. La maternidad (y la paternidad) no son oficios, no son negocio, en ninguna cultura humana; son, por el contrario, estatutos adultos del ser, optativos, que se asumen como prolongación biológica y espiritual e incluso como trascendencia del yo.

La socialización infantil y juvenil que queda en manos del azar, de la calle, de los congéneres, presenta un vacío enorme: no hay nociones de pasado y presente que permitan el contraste y la comparación. Desaparecen los referentes domésti-cos: vacíos de padre y de madre, del adulto con quién identificarse en un primer momento y frente a quién diferenciarse luego. Si a las ausencias se agrega —como es el drama de la ciudad— un discurso (del cual la madre ha sido por tradición la portadora) que descalifica al varón-padre (por violento con la esposa o compañera, con los hijos, por irresponsable, por vagabundo, por infiel) la alternativa que tiene frente a sí el infante que inicia su proceso de identificación del yo y el otro es mínima. El ser que aparece está cruzado por imágenes contradictorias y difusas, está fragmentado. Asume la construcción de su espacio y las relaciones sociales con parámetros derivados de la mezcla de mensajes recibidos de muchas partes e

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introyectados en una individualidad eminentemente introspectiva, autodefensiva, aislada y solitaria.

Las estadísticas muestran crisis y conflicto en la familia antioqueña porque una cuarta parte de las uniones que se practican no atienden a las leyes del Esta-do ni a las normas de la iglesia; porque el abandono de los hijos por parte de los padres y de la esposa o compañera por parte del varón es creciente, especialmente en contextos urbanos (alcanzando niveles dramáticos en Medellín, como lo diag-nostica el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar); porque la agresión física y psíquica es permanente en las relaciones de pareja y en las paterno-materno-filiales, al punto que abundan las instituciones de atención a personas afectadas por todo tipo de patologías sociales y psíquicas, igual que las que se dedican a educar para la vida en familia.

Los registros de muertes y delitos alcanzan un dramatismo tal que en los me-dios masivos de comunicación, igual que en las tertulias de amigos y familiares, comienza a volverse circular el discurso sobre lo mismo con la impotencia ante la ignorancia de caminos de salida para frenar la ola de violencia que adquiere formas y ribetes insospechados. La inculpación se dirige al Estado y a la sociedad, en abs-tracto, pero quizás no se ha intentado penetrar en los factores estructurantes de esa sociedad y ese Estado, que a nuestro juicio tienen una raíz cultural repetidamente ignorada y despreciada. La familia es el primer espacio de estructuración cultural de una sociedad. Al hablar de creencias, valores, actitudes comportamientos es crucial preguntar por las relaciones que se establecen en este núcleo, por las imá-genes que se van configurando desde allí, a propósito de la autoridad, el respeto del otro, la tolerancia, los placeres del cuerpo y del espíritu, las nociones sobre lo social y lo trascendental.

La acción estatal, respecto a la familia, se ha consagrado por más de veinte años en atender a la madre y al niño. Se olvidaron los legisladores de un varón que debía asumir su papel doméstico más allá de proveer económicamente. Hoy no se contempla un ingreso familiar ni una cabeza de hogar en los hombros exclusivos del hombre. Sin embargo, no hay propuestas de Estado que permitan abrirle un espacio doméstico al varón sin desvalorizarlo en su masculinidad. El abrirle las puertas del hogar implica una revolución elemental pero trascendental, por la cual se acepta el estatuto igual de mujer y hombre en los oficios privados y públicos y se integra al trabajo productivo cualquiera de los dos, pero además se reconoce el trabajo en familia como una más de las posibilidades laborales del individuo en la sociedad, con la responsabilidad contractual que debe tener quien lo asuma.

El reto de educar para la vida y la democracia empieza en casa. No importa que la estructura familiar se reduzca a la díada materno-filial o paterno-filial, que se sostenga en la familia nuclear o se extienda hasta la familia que cuenta con abuelos

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y tíos. En todos los casos, el papel del varón como realidad y como imagen, debe asumirse en todos los planos del universo doméstico. La mujer ha dado un paso irreversible y trascendental que no es adecuadamente leído por los gestores de normas y leyes: ingresado a todas las órbitas de la vida humana y no tiene por qué ser la única responsable de la crianza de los hijos. Así como la cultura permitió al varón disociar la procreación del goce sexual, la cultura está obligada, en los retos del futuro, a aceptarle a ellas que la gestación, el parto y el puerperio no signan el destino individual, ni condenan a ser la sombra del otro o la “segunda de a bordo” en los ámbitos empresariales del mundo social y político.

La crisis de familia, en medio de la crisis social, no se resuelve llamando a recuperar las viejas formas ni los oficios ligados a cada sexo como imperativo categórico. Y aunque en el terreno biológico es mucho lo que puede decirse a pro-pósito de la diferencia de sexo y de género, el asunto aquí es eminentemente social y cultural. Se ha producido una transformación radical en la concepción y función de los géneros (aunque sobrevivan vestigios de viejas formas) que no es reconocida por la sociedad o apenas empieza a evidenciarla por sus efectos negativos; y que mucho menos logra producir efectos sobre el diseño de políticas nuevas en materia de educación para la vida civil que empiecen en familia.

La iglesia en segunda instancia: En tus manos encomiendo mi espíritu

El Concilio Vaticano Segundo debe pensarse como un evento de ruptura en el ejercicio religioso de la iglesia y la feligresía en todo el mundo. Antioquia no estuvo exenta de los cambios que de allí surgieron, y que en materia de socializa-ción significaron una modificación substancial del papel cedido por la sociedad a la institución eclesial.

En todo el período republicano, sin descontar los del siglo XIX en que se pretendió excluir a la iglesia del protagonismo en la vida civil colombiana, ella ha sido instancia educadora de generaciones y forjadora de creencias y valores. En la vieja familia, el cura adoctrinaba a la madre, remplazaba (y desplazaba al padre), definía lo prohibido y lo prescrito para actuar en la vida privada y pública. En la escuela, la instrucción religiosa, filosófica, política y científica estuvieron (y están en algunas partes) mediadas por la sanción eclesial. En la sociedad es histórica su intervención central en muchos momentos bajo diferentes proyectos y con muy variadas banderas.

Pero la irrupción del concilio en una década de grandes cambios culturales y políticos condujo a muchos clérigos y feligreses a practicar otras dimensiones de la religión que desbordaron los parámetros referidos exclusivamente al logro de lo trascendental. La trascendencia empezó a buscarse en el contexto mundano,

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doméstico y vecinal del practicante. Se abandonaron los esquemas verticales de relación que facilitaban el ejercicio de la autoridad y el castigo para abrirle ca-mino a las relaciones horizontales entre grupos de oración y acción que buscaban la transformación de sí mismos y de su sociedad. En Antioquia fueron muchos los sacerdotes, religiosos y grupos cristianos que optaron por prácticas religiosas alternativas. En la memoria colectiva se recuerdan “los curas de Golconda”, la Conferencia Episcopal de Medellín, los grupos comprometidos con la teología de la liberación. En muchos pueblos de Antioquia y barrios de Medellín se renovó el fervor popular con los mensajes de una iglesia practicante de la confraternidad y defensora del derecho a la divergencia.

La confrontación con otra iglesia que se mantenía en las tradiciones precon-ciliares y veía amenazada su hegemonía sobre las conciencias cristianas, condujo a la pérdida de espacio de una y otra corriente en la sociedad y al debilitamiento de su papel socializador. Acceden a la escena religiosa otras iglesias, mensajeras de creencias y conductas budistas, mahometanas, zen, luteranas, calvinistas, que logran impactar a grupos de pobladores esperanzados en hallar “tablas de salvación” para sus angustias cotidianas.

Pero la fuerza de las iglesias en el moldeamiento de una ética secular y de unas enseñanzas no afectadas por dogmas religiosos, no parece haber sido tema de reflexión de quienes las dirigen. Tampoco parece haber sido tema de preocupación de los funcionarios del Estado dedicados a la planificación de la educación, ni motivo de análisis de quienes se ocupan del trabajo con la familia y con las generaciones que están en proceso de formación.

Es posible que las iglesias ejerzan su responsabilidad social asumiendo espa-cios de acción distintos para proyectos diferentes. En un recorrido por la geogra-fía antioqueña se pueden encontrar muchas localidades en las cuales el cura y la iglesia representan el poder, la autoridad, la palabra y la capacidad de aplacar los ánimos e invitar a la convivencia. Muchos son los casos en los que estos emisarios de la población son desconocidos por líderes y funcionarios de fuera, por agentes y fuerzas del gobierno central. Frente a unos y otros está el reto por entender que hay papeles sociales protagonizados por personajes que ostentan distintos emble-mas, papeles que se les pide representar en virtud de la legitimación social que han recibido.

El religioso y la iglesia siguen teniendo en Antioquia una gran importancia, especialmente en la vida aldeana y pueblerina, sobre todo cuando se hacen partícipes de la vida local y reciben la legitimación de sus conciudadanos. Su imagen tiene alguna dosis de trascendentalidad, pero se sustenta principalmente en la capacidad de gestión para la vida secular que todos anhelan ver mejorada con la ayuda del cura. La iglesia posconciliar pervive en la conciencia de muchos fieles como la

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alternativa reconciliadora entre el mundo de los principios trascendentales y el mundo de las ejecutorias humanas.

La escuela en tercera instancia: el maestro diceEl ejercicio pedagógico en Colombia está acompañado de numerosas dispu-

tas por imponer una educación confesional o una educación laica. Finalmente ha sido esta última la que sufre numerosos reveses. Los arreglos concordatarios que regulan las alianzas, la fe y las enseñanzas entre los colombianos desde hace más de un siglo, limitan el juego de la imaginación pedagógica para proponer nuevos modelos de escuela y nuevas imágenes del maestro. Las rupturas que se intentaron en los años treinta, no fructificaron plenamente en tierras como las antioqueñas, en las que los intentos secularizantes fueron rápidamente coartados por la fundación de instituciones y la promulgación de mensajes pastorales que prevenían contra el peligro de ideas liberalizantes, relajadoras de costumbres y desintegradoras del orden familiar y social.

Los años sesenta fueron testigos de una nueva oleada laica en todos los niveles de la enseñanza. El contexto nacional de apertura a muchas corrientes de pensa-miento y de relativa permisividad a formas de acción política contrapuestas al orde-namiento bipartidista, dio pie para que se constituyera un movimiento magisterial de gran envergadura que asumió rápidamente el escenario escolar como campo de batalla contra el Estado en general y el —entonces— descalificado aparato escolar reproductor de las ideas dominantes.

Durante casi tres décadas el magisterio ha confrontado al Estado, sin que se alcance a diseñar un proyecto pedagógico que destape los cuellos de botella de la educación. El maestro asumió su papel de trabajador asalariado, portador de una capacitación apropiada por el estudiante-consumidor y, además, proveedor de un plustrabajo que tenía que cobrarle al empleador sin otro miramiento que el propio del obrero mal pago. La “proletarización” del ejercicio magisterial transformó al maestro de antes —el educador integral, el forjador de mentalidades— en pieza de museo. Pero la ruptura más problemática fue la que hizo del maestro un transmisor de conocimientos acumulados por otros, que cruzaba su saber con un discurso con-tra el Estado y su legalidad y contra los gobiernos y su legitimidad. Finalmente la víctima de esta confrontación (en donde también le cabe a quienes manejan desde el Estado local, regional y nacional, una gran cuota de responsabilidad) ha sido la sociedad en general y los estudiantes —niños y jóvenes— en particular.

Una tribuna magisterial que reiteradamente habla contra las instancias re-guladoras de cualquier sociedad (porque el Estado no puede confundirse con los gobiernos), como son los aparatos estatales, que consigna en la conciencia del alumnado la imagen deteriorada del Estado está contribuyendo a que los discípulos

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manifiesten luego su repulsión por toda regulación y prefieran encontrarse en la parainstitucionalidad o en la organización de formas de autogobierno en donde sólo cabe su ley y su orden, es decir, a desconocer al Estado, muchas veces —como lo reclaman angustiadas algunas vecindades de barrio— destruyendo toda posibilidad de organización y limitando la confraternización.

La escuela no atrae al joven. La deserción es un mal de la época. En zonas cafeteras se alude a que el estudiante debe rendirle primero a la parcela y lo que quede será para el estudio de las primeras letras. En tierras de minería la atracción por el oro cautiva de tal modo al joven que fácilmente deja para después las aulas, pocos retornan. En zonas impactadas por grandes proyectos estatales, el joven debe contribuir a la supervivencia de la familia inventándose nuevas formas de trabajo productivo. En los pueblos saturados de jóvenes desempleados y sin futu-ro, ir a la escuela (el colegio o el liceo, como suelen decir) es más una oportunidad para encontrarse con el amigo o aprender el coqueteo, que la salvación contra la ignorancia y la garantía de empleo. En las barriadas populares citadinas es la oportunidad de verse con la gallada, la pandilla, de hacerle el quite al aburrimiento y la desesperanza, de compartir la aventura de la noche anterior, de acordar “el trabajito”.

La educación que se limita a la jornada para la instrucción, dejando de lado tiempos para la recreación, el juego, el deporte, el goce del arte, como sucede en las instituciones que deben abrir aulas para dos y hasta tres jornadas diarias, es una educación incompleta; pero además tiene el agravante de que deja durante períodos muy largos al niño o al joven como vagos de la calle, como grupos llenos de energía que no encuentran espacios para canalizarla y fácilmente se dejan cautivar por la droga, el alcohol y las empresas del terror y la sangre.

Los proyectos pedagógicos que se vienen impulsando en la última década, que tienen todavía carácter experimental y se adelantan como estudios de caso, ameritan mucho mayor apoyo del Estado y la sociedad para que sean convertidos —aunque la experimentación no se haya terminado— en programas de amplia cobertura a corto plazo que ayuden a desactivar los dispositivos que están llevando a la agudización de la crisis y el conflicto, que terminan por dejar una estela de violencia y muerte juvenil aterradora.

La escuela nueva, por ejemplo, que tiene en Antioquia una de las experiencias líderes, carece de apoyo logístico y de proyectos de capacitación para quienes deben practicarla, especialmente en los campos. La etnoeducación, experiencia pedagógica que parte del reconocimiento de la diferencia cultural de los poblado-res logra resultados tímidos en algunos enclaves indígenas cunas y catíos; pero el reconocimiento de la diferencia debe ampliarse a poblaciones negras mestizas y mulatas que se riegan por todo el territorio y ameritan paquetes educativos propi-

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ciatorios del reconocimiento de sí mismos en el contexto de la nación, además de los aprendizajes pertinentes en la ciencia y la técnica.

Otros eslabones problemáticos en la escuela antioqueña son las escuelas de padres y las asociaciones de padres de familia. En las primeras se presume la capacitación del adulto para abordar conjuntamente con el maestro la tarea educativa de los hijos. En las segundas se espera la organización parental para aten- der las necesidades del centro de educación de sus hijos. En uno y otro caso la crí- tica común es que no hay proyectos adecuados al contexto en que se monta el apa-rato formal; y aunque se obedezca la regla, se cumple pobremente el cometido hasta convertirse en diálogo de sordos o en la acción de unos pocos quijotes que como padres y maestros ponen un grano de arena, al menos para cambiar su mundo. Las disciplinas que estudian la sociedad y la cultura están obligadas a trabajar conjuntamente con la pedagogía, en proyectos nuevos que permitan encontrar lu-ces al dilema de una enseñanza que se vuelve vacía, frente a la presencia de otros instrumentos y mecanismos de instrucción, como los medios masivos de comu-nicación.

De todos modos, pese a todas las fallas, la escuela presupone estrategias, fines últimos, progresión, acumulación de saberes y habilidades. En la medida en que el maestro y la escuela sirvan de guías para ingresar a espacios desconocidos, pero cautivantes; en la medida en que la enseñanza sea un placer y no una tortura, una amenaza o una ocasión para destilar rencores y odios contra el Estado y la socie-dad, podrá recuperársela como tabla salvadora para una población que no percibe horizontes de esperanza.

La crisis de la escuela no parece tocar de igual manera a hombres y mujeres. Estas últimas parecen librar una lucha diferente: la de la aceptación de su derecho al estudio hasta los máximos niveles de la educación. En muchos hogares cam-pesinos resulta más fácil para una jovencita continuar su primaria en la aldea o el pueblo, que para el varón que debe ayudar en la parcela. Las actividades hogareñas (facilitadas por la introducción de tecnologías derivadas de la luz eléctrica) pare-cen favorecer —antes no sucedía así— el estudio femenino. También las ciudades favorecen —a pesar de las dificultades— el estudio de la mujer, que además está más dispuesta a ubicarse en una gama muy variada de escuelas de capacitación formal y no formal.

En las estadísticas de muertes violentas en Medellín, para ejemplificar, tres años atrás la relación era de una mujer por cada siete varones. La situación actual distancia más a la una de los otros. Nos atrevemos a pensar que pese a todas las crisis de familia y de la escuela, la mujer todavía encuentra en estos escenarios tiempo para vivir y funciones para cumplir. Vuelve a quedarse el varón sin campo de acción que no sea el de la supervivencia salvaje.

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El Estado está llamado a facilitar todos los medios necesarios para adecuar aceleradamente la escuela a los retos de hoy; es la institución en la que con ma-yores posibilidades puede intervenir para dinamizar cambios de creencias, valores y comportamientos. El régimen de descentralización educativo puede ser un pri-mer paso en el sentido de acercar el maestro a la sociedad en que labora; pero no debe ser la ocasión para que la nación se desentienda de que la construcción de identidad nacional empieza en la localidad, continúa en la región, traspasa incluso el país, pero debe acomodarse a él. Los principios reguladores de la convivencia ciudadana deben empezar a aplicarse en familia, pero es en la escuela en donde deben ejercerse a plenitud, en la medida en que la afinidad y la consanguinidad no son las ataduras entre los individuos, como sucede entre parientes. La escuela es lugar de confrontación con el otro, de construcción intelectual y racional del yo y de aprendizaje de las relaciones de intercambio entre individuos y grupos sociales distintos e incluso distantes.

Las entidades culturales y los medios masivos de transmisión cultural: Lo oficial versus lo popular

La socialización trasciende a todas las instituciones humanas; pero algunas tienen mayor responsabilidad que otras por la conciencia de estar transportando mensajes a grandes sectores de población, como destino propio de su existencia. Es lo que sucede con casas de cultura, sociedades de mejoras públicas, cajas de compensación familiar, corporaciones deportivas y recreativas y en general las ONG, grupos de teatro, artes y música, periódicos y revistas, radio y televisión. Un censo de la presencia de muchas de estas entidades y medios en Antioquia confirma la existencia de dispositivos más o menos adecuados en todo el territorio que pueden servir a la promoción de proyectos culturales que atiendan la dinámica local y regional. El teatro, por ejemplo, es un bien cultural popular muy reiterado entre las formas de recreación de la realidad que atraen a grandes y chicos de to-das partes. Las músicas populares arrastran cantidades de adeptos. No hay pueblo que se respete que no tenga su periódico local ni localidad de cierta presencia que carezca de emisora parroquial. En las festividades religiosas y en los onomásticos patrios abundan los grupos que en cada localidad se dedican a las demostraciones del espíritu.

Pero el prurito educativo formal, que da existencia legal a muchas de estas entidades y mecanismos, conduce a prácticas unidireccionales en la transmisión de mensajes culturales. Es frecuente encontrar que una casa de la cultura impulsa la presentación de la obra teatral del grupo X que viene de Medellín, o promueve el conjunto musical traído de la capital, o se engalana con el montaje de un clásico español o inglés, o convoca al concurso plástico o poético que se califica con los

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parámetros de la “alta cultura”. Si se observa la prensa, la radio y la televisión, difícil resulta afirmar que se le haga eco a “lo nuestro” en el sentido de potencias desconocidas para la construcción de un nuevo ser, de una nueva cultura. El drama mayor lo representa Teleantioquia, entidad sometida a la supervivencia a partir de la comercialización y banalización de su programación, que copia —a veces bien, a veces mal— las pautas nacidas en la televisión nacional, el telecable o la para-bólica. Una televisión para el consumidor no parece estar ubicada en un territorio en el cual un porcentaje importante está en incapacidad de adquirir lo publicitado, o si lo hace es precisamente por la vía de la criminalización de su vida.

Aunque las teorías de los efectos mecánicos de los medios son duramente cuestionadas, el problema estriba en que las presuntas mediaciones, que podrían interponerse a la unilateralidad de los mensajes, no se ven muy claras en una sociedad que se encontró sin pensarlo invadida por las tecnologías de la posmodernidad.

La pregunta por la cultura del otro no existe porque se trabaja con una equívoca noción de cultura en la que lo que vale es lo que viene atado a “buenos modales” o “el saber oficial”. La cultura del otro (por muchos llamada cultura popular o alternativa), por la que hay que interrogarse, es urgente y necesaria si se quiere construir una nueva sociedad, de las ruinas urbanas y rurales que hemos hecho. Esa nueva cultura nace en la cotidianidad, cruza las aparentes ignorancias del ejercicio vital que cada individuo y cada colectivo hacen para ubicarse en el tiempo y el espacio. Son las generaciones jóvenes las que más se atreven a irrumpir contra lo establecido, con el sentimiento más que con la razón, a la manera de quien sospecha que el camino del futuro es el suyo, aunque no tenga la certeza.

Se presume ignorancia en el receptor o espectador y por ello se le trae cultura; la intención es cultivarlo, civilizarlo. Se parte de la pasividad en el consumidor de mensajes; y a fe que es así cuando no hay referentes institucionales sólidos que inviten a la comparación, la diferenciación y la crítica de lo que se recibe. En la medida en que la familia, la escuela (e incluso las iglesias) no adecúen instrumentos para repensar lo que se recibe de los medios y las entidades que hacen educación informal, o en que no haya canales de intercomunicación entre ellos que permitan complementar sus enseñanzas, la víctima es el receptor indefenso. Si no hay lugar para la palabra que compare la realidad con la ficción, lo vivido con lo imaginado, puede llegarse a encontrar un ser escindido en su interior (con frecuencia se le puede ver en el joven delincuente que recorre las calles de Medellín), que liga el sueño del héroe de película con su cuerpo y su razón de existencia.

Hace falta un trabajo en detalle sobre las entidades promotoras de cultura y los medios masivos de transmisión cultural que actúan en cada localidad antioqueña, en cada región y en el departamento como un todo. Su control y manejo sigue siendo elitario, sin que pueda asegurarse que existen proyectos culturales que hayan

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logrado trascender la letra del texto. Aunque al menos hay que apreciar la voluntad política de quienes le dan juego a los planificadores y promotores de la cultura institucional. Quizás de allí surjan los planes de desarrollo cultural, los comités participativos de producción cultural y la nueva memoria de la cultura que resulta de los contactos del hombre con la naturaleza, de los seres humanos entre sí y de las instituciones y los medios que envuelven a los individuos.

Invitación a repensar el presenteLa importancia de conocer otras versiones de la historia, a propósito de la

sociedad en que vivimos, en donde lo diferente y lo conflictivo están presentes, surge de la urgencia por darle respuesta a profundidad a la evidente agudización de la crisis y el conflicto en que se debate Antioquia.

En la comprensión de la cultura hay un camino poco explorado por quienes tienen el poder político y económico. Apuntalar las hegemonías en los esquemas y los mitos del antioqueño de ayer es desconocer que las transformaciones se dan en todos los órdenes, afectando grandes sectores de la población. Una nueva An-tioquia se levanta a pesar de quienes añoran el pasado. Aunque existan valores y creencias “de siempre”, el que se ubiquen en otros contextos históricos y sociales los tornan diferentes, los resignifican. Los llamados a rescatar son fallidos en tanto no hay quién tenga los instrumentos adecuados para hacerlo. Los territorios de la socialización o construcción cultural, al igual que las instituciones que tienen como sentido fundamental la socialización del individuo y el colectivo, son posibilidades de ver escenarios y actores en escena, incluso cuando unos y otros son los que nos pertenecen o somos nosotros mismos. Al pensar la Antioquia que tenemos podre-mos intentar unas nociones para el futuro, el nuestro —porque tenemos derecho al deseo— y el de nuestros hijos, a quienes también les corresponde construir futuros de pasados contradictorios.

Reconocimiento: A la antropóloga Clara Inés Aramburo Siegert por su colaboración en la discusión y edición final del texto.

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* Texto presentado al VI Congreso de Antropología en Colombia. Universidad de Los Andes, Bogotá, julio de 1992.Mimeo.

1. Crece el grupo de historiadores de la Antropología: Roberto Pineda Giraldo, Jaime Arocha, Nina S. de Friedemann, Roberto Pineda Camacho, Carlos Alberto Uribe, Miryam Jimeno, Felipe Paz, Jorge Eduardo Rueda, Néstor Miranda, Carlos Patiño, a quienes me uno en el interés por descifrar lo que hemos hecho.

El regreso de los invisibles*

Todos vamos en el mismo barco.Louis Dumont

Un individuo que ha optado por la antropología como saber y como actitud vital por más de veinte años tiene una obligación entre muchas: contar su historia de cómo se ha ido forjando un pequeño espacio en el tiempo que le ha correspondido ser actor en escena. Algunos viejos maestros lo han hecho en tiempos recientes Chaves, 1986; Arcila, s.f.). Otros de mi generación han hecho lo propio, para darle fundación a uno de los deberes hacia el futuro: pensar el desarrollo de la ciencia propia a partir de la historia de nuestra disciplina1.

Hay dos formas distintas de contar esa historia, y en este caso me propongo hacerlo de la siguiente manera:

Luego de haber optado por la Antropología Social en la Universidad Nacional con refuerzo ulterior en la Universidad de California (Berkeley), mis primeros con-tactos sistemáticos con “el objeto de investigación” fueron las sociedades campesinas y el movimiento campesino de la región cafetera del noroccidente colombiano. Por este camino me acerqué a las sociedades campesinas del Vaupés, el Cauca (Cric) y el Putumayo y al movimiento indígena naciente de los años 70, privilegiando

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la que —mirada desde hoy— debería llamarse misión política del “antropólogo combatiente”, para darle una vuelta a ese “antropólogo del debate” al que aluden Arocha y Friedemann (1986).

El ejercicio profesional me acercó a otros mundos indígenas (Emberá-Chamí) y campesinos (noroccidente colombiano), pero me fue llevando también, lentamente, a observar los modos de vida de sociedades aldeanas, pueblerinas y citadinas. En este ámbito de reflexión y acción me muevo desde hace más de una década, con un privilegio especial en los dos últimos años: estar vinculado con la Consejería para Medellín y el Área Metropolitana en la tarea de reconstrucción del tejido social y en la búsqueda de la identidad (las identidades) cultural propia de los pobladores de una ciudad con visos de metrópoli.

El itinerario no tiene nada de novedoso, excepto que como individuo que “tiene su lugar en el barco” —para recordar a Dumont (1988)— evidencio que el aprendizaje teórico-práctico obtenido en ese asistemático acercamiento al mundo indígena sigue siendo luz para iluminar el camino que me exige comprender, actuar e incluso ayudar a transformar el mundo urbano.

Las notas que siguen son un primer paso en la reflexión valorativa del acceso de las sociedades indígenas a la sociedad nacional, y en su comparación con lo que acaece entre sociedades urbanas que se enfrentan dolorosamente a vivir en una nación de ciudades.

Un eje importante en la mirada es el que me permite afirmar que somos es-pectadores (e incluso actores, como intelectuales que oyen y ven cada vez más) del progresivo aumento de visibilidad de dos grandes agrupamientos sociales cuya existencia era un DADO, pero un no PENSADO desde las élites, el poder, el saber y el Estado.

Mirada al indígenaEl indígena cometa

No me refiero al indígena que hacia parte del paisaje natural y que le permi-tía a Colón hacer descripciones como estas: “En las tierras hay muchas minas de metales e hay gente en inestimable numero” o “Siempre en lo que hasta allí había descubierto iba de bien en mejor, así en las tierras y arboledas y hierbas y frutos y flores como en las gentes” (Todorov, 1987:41).

Tampoco se trata del indígena sobre el que actuó Hernán Cortés, quien en palabras de Todorov (1987:107) “fue el primero que tuvo una conciencia política e incluso histórica en sus actos”; y quien con el apoyo de pueblos indios, entre los cuales el símbolo puede ser La Malinche, inició el proceso de “el mestizaje de las culturas” (Todorov, 1987:109).

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El indígena visible que busco no es el que se consagró en la Ley 89 de noviembre 25 de 1890: “Por la cual se determina la manera como deben ser gobernados los salvajes que vayan reduciéndose a la vida civilizada” (Triana, 1980:121). En este contexto cabe reconocer la habilidad del indio para luchar por sus derechos pese a la desventaja de lo legal, social y cultural con el cual se expiden normas de esta naturaleza por parte de la “sociedad mayor”. Hasta 1991 las comunidades indígenas colombianas utilizaron como bandera de lucha disposiciones legales inscritas en la constitución de 1886 y la Ley 89.

La visibilización del indígena tiene una figura destacada en la historia de este siglo: Manuel Quintín Lame Chantré (1883-1967), quien durante 50 años (1910-1960) luchó tesoneramente por los derechos de la tierra, la organización y el reconocimiento cultural de los indígenas del sudoeste colombiano Cauca, Tolima, Huila (Lame, 1971 y 1973). Al respecto de cómo se hizo visible Lame vale traer a cuento la referencia al poeta y político Guillermo Valencia, enemigo acérrimo del indígena, quien —afirmaba Lame— solicitó su destierro de Colombia, a lo que se opuso el ministro de gobierno en 1918, Miguel Abadía Méndez.

Un capítulo posmortem, narrado por Gonzalo Castillo, pone en evidencia la inexistencia de los indígenas: “Son las 11 de mañana del 7 de octubre de 1970. Los indígenas van saliendo de la casita marginal del pueblo de Ortega, Tolima, hacia un antiguo cementerio situado a tres kilómetros de la población. Van ‘rendir honores y homenajes’ a la memoria del ‘General’ Manuel Quintín Lame Chantré, que había muerto en Ortega hacía exactamente tres años. A la cabeza van los miembros del cabildo, que según las personas importantes del pueblo y los estudios oficiales del gobierno, no existe”. “El cementerio indígena Monserrate fue la tumba para Lame, porque sus enemigos no dejaron enterrarlo en el cementerio de Ortega, ni llevarlo al Espinal donde el mismo Quintín había deseado dormir su sueño final”. En fin, los dos libros de Quintín Lame, como todos solemos nombrarlo, son una muestra importante de la memoria rescatada a un invisible que se hizo, en su momento, fugazmente visible, como un cometa en la oscuridad celeste.

El indígena rescatadoLos estudiosos de la sociedad y la cultura rescatan —en lo fundamental— una

dimensión de lo indígena: aquella que tiene relación con su diferencia del contexto nacional. En otros términos se han escrito numerosos y valiosos textos históricos y arqueológicos, etnográficos y etnológicos que nos permiten contar hoy en día con un mapa indígena del país. En la casi totalidad de estos trabajos el punto de vista sobre el indígena proviene del otro. Ello ha permitido que muchas comunidades indígenas tengan ocasión de asumirse como espectadoras de lo que los investiga-dores registran como su realidad de vida. Casos hay en que los lenguajes no se

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encuentran y por consiguiente no hay mensaje alguno, o en que lo dicho por el investigador luzca a espíritu puro del indio o a campana de cristal.

Desde nuestra disciplina es válida y necesaria esa mirada del otro2. Algunos la aceptan y la toman como insumo para su trabajo de autodescubrimiento; otros nos niegan el derecho a incursionar en su mundo.

Como profesionales de un saber académico, la convalidación del trabajo circula preferencialmente entre los iniciados y las instancias de poder político y prestigio social, en donde este saber es muestra de exotismo, aventura y magia. Tenemos también el derecho a exigir el reconocimiento de parte de las sociedades indígenas actuales, en la medida en que se las hace visibles, por más distorsionado que pueda estar el lente de observación.

El indígena visibleEl indígena contemporáneo, que termina haciéndose plenamente visible en

1991 con la nueva Constitución colombiana, es para mí el que inicia su lucha a principios de la década de los 70. La diferencia, frente a situaciones anteriores, reside en que es un indígena que, parafraseando a Quintín Lame, baja de la montaña al valle de la civilización.

En otros términos, una lectura detenida de la literatura producida por el Consejo Regional Indígena del Cauca, Cric, durante 21 años y por la Organización Nacional Indígena de Colombia, Onic3 a lo largo de 10 años, muestra una voluntad política de búsqueda de organización en torno a un proyecto indígena que se inserte en la nación colombiana. Este proyecto ético-cultural se orienta en dos sentidos: el primero consiste en construir la identidad de etnia, el sí mismo del que habla Sthal (1981:323), presentándose casos en los que se parte de casi cero (San Andrés de Sotavento, según estudios de Sandra Turbay y Susana Jaramillo), o se tiene una sólida tradición social y cultural (los Cogí, según los trabajos del profesor Reichel-Dolmatoff).

A medida que se fortalecen los lazos comunitarios se buscan más profundos factores de identidad de etnia. Si se revisan los documentos del Cric, para comienzos

2. Es valioso el trabajo etnográfico de los maestros de la antropología colombiana de los años 40, consignado en el Boletín del Servicio de Arqueología, la Revista del Instituto Etnológico Nacional y la Revista Colombiana de Antropología. Tiene su cuota el Instituto Colombiano de Antropo-logía. También los libros, revistas y boletines publicados en las universidades de los Andes, del Cauca, de Antioquia, Nacional y Javeriana. Algunos títulos significativos se deben a Colcultura y Procultura. Y las publicaciones del Instituto Caro y Cuervo, las ONG, como Manoa, Etnollano, Cead.

3. Ver dos seriados de invaluable valor: Unidad Indígena, que ya pasa del centenar de números y la Unidad Álvaro Ulcué que va para los 25 números. Ver en especial el número 100 del primero y los números 19 y 20 del segundo.

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de los 70, por ejemplo, se puede constatar el nivel de generalidad de la conciencia organizativa y reivindicativa con la cual se lucha. Y aunque no pierden validez sus siete puntos 1. Recuperar las tierras de los resguardos, 2. Ampliar los resguardos, 3. Fortalecer los cabildos indígenas, 4. No pagar terrajes, 5. Hacer conocer las leyes sobre indígenas y exigir su justa aplicación, 6. Defender la historia, la lengua y las costumbres indígenas, 7. Formar profesores indígenas para educar de acuerdo con la situación de los indígenas y en su respectiva lengua (Boletín de Antropología, 1975), el panorama actual es altamente diversificado en búsquedas y propuestas4. Otro tanto sucede con la Onic, organización que a través de la difusión de lo par-ticular se ha encargado de acercar a los diferentes, que no antagónicos5.

La otra orientación del proyecto, más difícil pero decisiva en la perspectiva de la visibilización, es la de la organización poliétnica en diversos grados regio-nales, a nivel nacional e internacional (entre países limítrofes con territorios de la misma etnia indígena, caso Wayúu). Es la “unidad en la diversidad”, como reza la presentación de esos grupos en el número 100 de Unidad Indígena.

La participación en la Asamblea Nacional Constituyente de los líderes Francisco Rojas, Lorenzo Muelas y Alfonso Peña, posibilitó la concertación entre organiza-ciones que se mueven con propuestas diferentes respecto a su inserción en la vida nacional, pero a quienes en fin de cuentas compromete, en particular, el interés por lo indígena. El otro logro fue hacerse visibles ante más de 70 constituyentes y el país nacional a través de los medios masivos de comunicación. Y como continuación de este proceso de ingreso a escena, llegan al senado de la República Gabriel Muyuy Jacanamijoy por la Onic, Floro Alberto Tunubalá por Aico (Autoridades Indígenas de Colombia) y Anatolio Quirá Guauña por la ASI, (Alianza Social Indígena).

Expresión del regreso de los visibles es el aparte de Unidad Indígena Nº 99 que transcribo en extenso:

4. Asuntos de interés actual se pueden ver a través de titulares como los siguientes, tomados de Unidad Álvaro Ulcué Nº 24: Salud: taller Saberes médicos indígenas del suroccidente colombiano; Éxito en concurso de danzas folclóricas; Primer manifiesto de los jóvenes yanaconas; En Totoró se fomenta el deporte y la cultura. Nº 23: La tierra protagonista de nuestra historia; Crónica de una masacre anunciada; Profesionalización. Nº 21: Simposio de la Etnobotánica; Radionoticias 1040; Nuestra cultura; Fundación Proindígenas, forjando desarrollo. En Unidad Indígena Nº 99: Nuevas tribus en Venezuela; La sal en Manaure; Autodescubrimiento; Una frontera de oro; Mu-jer indígena. Nº 94: Cultura y religión: base de la sobrevivencia indígena; Marco ideológico del movimiento indígena; Las leyes que nos protegen. Nº 95: La tierra es la vida para los indígenas; Derechos humanos de los indígenas.

5. Muestra de unidad en la diversidad son organizaciones como el Consejo Regional Indígena del Vaupés, Consejo Indígena del Amazonas, Organización Indígena Binacional de los ríos Querarí y Vaupés; Organización Zonal Indígena Marití-Amazonas, Cabildo Indígena Mayor del Trapecio Amazónico, Consejo Regional Indígena del Tolima, Consejo Regional Indígena del Risaralda,

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El 6 de mayo de 1991 deberá ser una fecha que nunca se borre de nuestra me-moria india. El 6 de mayo será un día que nunca se borrará de la memoria negra. El 6 de mayo será una fecha que no se va a borrar de la memoria de los raizales de la isla de San Andrés, y debe ser una fecha que nunca se borre de nuestra memoria mestiza. Porque el 6 de mayo de 1991: salimos del olvido, dejamos de ser invisibles. Porque el 6 de mayo brotaron nuestras raíces. Porque el 6 de mayo de 1991 la Asamblea Nacional Constituyente dijo: “El Estado reconoce el carácter multiétnico y pluricultural del pueblo”. Gritemos con alegría: después de 500 años de resistencia, otros 500 años de lucha nos esperan; porque es el comienzo, no el fin.

El reto del ahora adquiere entre los indígenas carácter nacional, y son cons-cientes de estar representando intereses que desbordan, pero no sacrifican, los de cada etnia: “No es suficiente un proyecto electoral sino que hay que profundizar en una propuesta política que beneficie al movimiento indígena, a los negros, a los raizales de San Andrés Islas, y que también esté en función de los intereses de las mayorías del país”6. La nueva Carta Constitucional consagra derechos para los pueblos indígenas en territorio, autonomía, planes de desarrollo, presupuestos, salud, justicia, educación y lengua.

Sobre la participación en diferentes escenarios políticos los números 23 y 24 de Unidad Álvaro Ulcué hacen una relación de los indígenas y campesinos que ascendieron a las alcaldías (8), concejos (46), y a la Asamblea del Cauca (1). En Antioquia, Tolima y Chocó logran diputados, y en Bogotá, Francisco Rojas Birry llega al concejo. En el Cauca, el movimiento indígena se ubicó por encima de los partidos tradicionales.

No todo, sin embargo, es luna de miel en el regreso del indígena con cédula de ciudadano pleno y distinto a la nación proclamada. La celebración de los 500 años puso en posición antagónica al gobierno de Gaviria con el movimiento indígena nacional. De nuevo la palabra fue vetada a los tres congresistas indígenas en la instalación de la Comisión 5º Centenario. No todo se ha dicho sobre el significado de este “choque de dos mundos”, que en vez de ser “encuentro” como lo proclaman muchos gobiernos con sus ideólogos es para otros un fenomenal “desencuentro”, en el que quizás Europa se “autoencontró” pero a costa de la invisibilización de las culturas indígenas (Columbres, 1988).

Organización Emberá Waunana, Organización Indígena Uluua del oriente colombiano, Confe-deración Indígena Tairona, Organización Indígena de Antioquia, Movimiento Cívico Wayúu. Ver: Unidad Indígena Nº 100 para la relación de todas las organizaciones por comunidad, zona y región.

6. Ver el número especial de Unidad Álvaro Ulcué. Septiembre 1991.

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Aprender del indígenaLa fuerza étnica reposa en la cultura propia; de allí se desprenden todos los

poderes y saberes que le permiten al antiquísimo poblador de América, que es el indígena, afincarse en su territorialidad, renovarse con sus redes de relaciones pa-rentales y políticas y trascender gracias a sus ritos y mitos. Se sigue la huella para enfrentar otros tiempos y sus circunstancias: “En la Onic estamos representados los 82 grupos étnicos colombianos, con sus culturas, lenguas y pensamientos diversos”. “La cultura y la religión forman una unidad, pues distintos objetos materiales como un mochila, un telar, una flauta, un poporo o una maloca tienen carácter sagrado para las comunidades” se afirma en Unidad Indígena Número 94.

La frontera nacional se cruza permanentemente en búsqueda de un proyecto latinoamericano para indígenas y campesinos: “Latinoamérica es una sola, nosotros somos sus hijos” dice Unidad Indígena número 93. Sin embargo, la doctrina de la Seguridad Nacional sigue negando al indígena. Un caso es la explotación del Cerro Traira o Taraira, rico en oro, donde los tukanos han pedido demarcación del terri-torio sagrado sin que el ejército lo acepte porque es “zona de seguridad nacional”; otro caso es el del comandante del ejército brasileño en Parí Cachoeira (minas de oro) quien a la demanda de indios y mestizos respondió con sentencias como esta en Unidad Indígena número 99: “olvídense de que esta tierra fue tierra india”. Con posiciones como esta se renuevan negaciones que ahora están sujetas a la veeduría nacional e internacional de los indígenas y los grupos de solidaridad (caso de Survival por los Pueblos Indígenas), y que hacen imposible que permanezcan en impunidad por 500 años más: Los indígenas del continente, siguen convencidos de que detrás de todos los proyectos de los Estados donde no se les tenga en cuenta a ellos ni a sus territorios, es que hay gato encerrado” según palabras de Evaristo Nugkuag de Coica, Coordinación de Organizaciones Indígenas de la Cuenca Amazónica en Unidad Indígena número 93.

Finalmente, en la lección del indígena cabe el siguiente mensaje final de Juan Gregorio Palechor, el viejo luchador del Cric con quien muchos tuvimos alguna relación de simpatía y respeto por su verticalidad ética y sabiduría en la práctica en Unidad Álvaro Ulcué número 23: “Que los cabildos se apersonen de esa gran autoridad que les han dado para que defiendan a las comunidades indígenas. El Comité Ejecutivo que es nombrado por las comunidades indígenas que también trate de heredar el conocimiento, hay que prepararse para la vida, prepararse no sólo para la vida privada, hay que prepararse para la vida pública porque eso es lo que estamos buscando. Los que ya hemos trabajado y que de pronto ya nos mori-mos les dejamos como herencia una puerta abierta. Esta la puerta abierta, de par en par, para que los indígenas sigan trabajando de acuerdo a lo que conseguimos durante estos 20 años”.

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El poblador urbano

La noción de pobladorEl grupo humano de Medellín con el que mantengo contacto en los dos últimos

años se puede identificar con el apelativo común de poblador, entendiéndolo como habitante de un espacio propio o ajeno, en el cual hace su vida familiar, vecinal, económica, política, cultural, religiosa y artística. Tiene algún grado de represen-tatividad de su grupo vecinal o su comunidad, a nivel de sector, barrio, comuna y zona. Se le asume como actor con base social para establecer interlocución con diferentes agentes del Estado, los gremios con poder económico y político, las iglesias, las universidades y las organizaciones no gubernamentales.

En el poblador cuenta su posición de clase respecto al grado de solidaridad que tiene con quienes son sus pares y la fuerza de las redes que constituye, que para el caso permitiría establecer la relación siguiente: a medida que la posición de clase es más alta, las redes vecinales y la solidaridad como poblador es menor; pero este sujeto es ante todo un actor (pasivo o activo) en un territorio que se tor-na para él espacio vivido y significado (Wirth, 1962; Silva, 1987; Torres, 1988 y García, 1976).

El Medellín metropolitano es resultante de un “mosaico de culturas puebleri-nas” que se asentaron en el Valle de Aburrá a lo largo del siglo XX, con intensidad marcada a partir de los años treinta en 1898 había 30.000 habitantes urbanos y en 1985, un millón 948 mil (Botero, 1991).

El drama parece estar en que es un territorio construido que no ha podido ser ciudad. Su proceso de urbanización a partir de los años 50 careció de un proyecto integrador de convivencia ciudadana y el resultado fue un agregado de gentes que migraron de distintas regiones de Antioquia. Algunos expulsados por la violencia, otros en búsqueda de nuevas oportunidades, continuaron reproduciendo modelos de comportamiento y valores propios de sus pueblos de origen.

El poblador de Medellín es culturalmente pueblerino, con remanentes culturales e ideológicos campesinos, la antioqueñidad se “iconiza” con el arriero, el carriel, el zurriago, la mulera y la ruana, la alpargata, el machete y el hacha. Hasta las narcoimágenes de bonanza y poder hacen honor a la moda “popular”.

Sólo las últimas generaciones que comienzan a aparecer en escena (modeladas como híbridos con lo propio conflictivo y violento y lo exógeno que llega gracias a la internacionalización de los medios de comunicación bajo patrones euronorte-americanos) enseñan algunos rasgos propios de una cultura urbana en germinación7.

7. Testigos urbanos son Helí Ramírez, Rubén Darío Lotero, Óscar Castro, Juan José Hoyos, Alonso Salazar, Víctor Gaviria, Diego Bedoya, Julio Jaramillo, Fernando Viviescas, Gilberto Arango, Darío Ruiz y Manuel Mejía Vallejo.

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Aparecen el barrio, la pobreza, el hacinamiento, el semiempleo y el desempleo, el rock y sus derivados, el sexo fugaz, el abandono paterno, la soledad de la mujer madre, el enriquecimiento ilícito, el aceleramiento del ritmo de vida, el odio al policía, la deserción de la escuela, los oficios insólitos, el presente contra el futuro, el sin pasado, la muerte insulsa y cotidiana. En el mejor de los casos estamos ante lo que lo que llama Wirth (1962) “un crisol de razas, gentes y culturas y la base más favorable para nuevos híbridos biológicos y culturales”.

El poblador con quien entablamos el diálogo oscila entre el que se podría calificar de campesino y pueblerino típico en los municipios de Caldas, Barbosa, Girardota o Copacabana que todavía no se siente inscrito en la metrópoli; y el que está ligado hace rato a la industria y los servicios como obrero o empleado, y se niega a vivir fuera de la ciudad; se siente atado a ella, sin que en muchos casos tenga la conciencia del por qué. A este sujeto nadie lo interrogó antes sobre su existencia, aunque pudiese ser objeto de planificación y desarrollo urbano en el estilo clásico de manejar el Estado. Como individuo y como colectivo, por más de 20 años, el poblador fue miembro de un apéndice del Estado clientelista: la acción comunal.

En el poblador campesino y pueblerino se pueden encontrar rasgos que lo acercan a la identidad de etnia del indígena. En el poblador citadino, en muchos casos un transeúnte, un inquilino, no podría decirse, como con el indígena, que “asociamos la tierra con la persona”, que es un “raizal”, que tiene sentido de per-tenencia más allá de los linderos de su hábitat privado.

El personaje puede hacerse invisible por dos razones: porque mientras está más inserto en la ciudad, está más perdido en las luchas cotidianas por la super-vivencia, incluso prefiere pasar agachado para que no caigan sobre sus hombros responsabilidades de ciudadano que no está en capacidad de asumir; entonces no se moviliza, no habla, delega su palabra en el gamonal y sujeta sus demandas al calendario que éste le fija.

La otra razón viene del Estado fundado en la democracia representativa (o sea de aquel en el que los que saben tienen y pueden, controlan los ritmos en que debe moverse la sociedad total); en este caso conviene al Estado no ver ni escuchar a sus súbditos directamente sino a través de la cadena de mediaciones de quienes poseen el arte de tamizar las demandas sociales para ajustarlas al itinerario económico y político del gobierno de turno.

En nuestro lenguaje cotidiano resulta chocante el término “urbanos” como lo usa Wirth (1962) para referirse a ese nuevo sujeto que hace la historia de las naciones modernas. Sin embargo la realidad colombiana se verá agitada cada vez más por los problemas que aquejan a los “urbanos”, de mayor intensidad y complejidad de los que tienen los campesinos, los aldeanos, los pueblerinos y los indígenas.

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Además, no puede olvidarse que todos, después la Constitución de 1991, somos ciudadanos.

El urbano que se hizo visibleEl estadio previo a la visibilización es el movimiento social, la protesta e incluso

la revolución. Medófilo Medina (1984) recoge en un valioso libro la Insurgencia de los urbanos en la vida nacional desde comienzos del siglo XX. Lo propio hace Pedro Santana (1989) a propósito de los movimientos sociales. En ambos casos los hechos enseñan una larga historia de empresas reivindicativas fracasadas, en la medida en que el otro (el Estado, sus agentes, su soporte) desconoce la validez de la acción con arreglo a fines de bienestar y seguridad urbanos.

El urbano visible llega cuando su palabra y su acción, su protesta y movili-zación, apuntan a la construcción de identidad cultural (Martín-Barbero, 1987), o sea cuando adquiere conciencia para sí del momento y el proceso histórico en el cual se inscribe como parte de un todo y nunca como el todo.

Un paso en esta dirección dieron los pobladores de Medellín, después de un proceso de foros comunales que culminó con la elaboración de un documento pre-sentado al Primer Seminario Internacional Alternativas de Futuro para Medellín y el Área Metropolitana, en septiembre de 1991 (Consejería Presidencial para Medellín, 1992). El documento tiene valor especial en la medida en que intenta recoger el diagnóstico sobre su propia realidad y las propuestas de solución de alrededor de 1.000 representantes de 435 organizaciones de 16 comunas, sintetizadas por cerca de 80 líderes en un primer momento y por 12 de ellos al final. Todos tenían por denominador común el ser pobladores de la ciudad. Entre las tesis que los pobla-dores plantean vale la pena recoger una:

Los habitantes han expresado que la conflictividad en que viven es el resultado de ciertos hechos y de actitudes negligentes acumuladas desde el momento en el cual empezó a configurarse una nueva ciudad, desarticulada y de magnitudes incalculables, y en la cual los barrios periféricos, fruto de las migraciones campe-sinas, sirvieron de asiento a una subcultura que no armonizaba con el Estado, pues este continuaba respondiéndole a la tradicional ciudad de la “eterna primavera” representada por unos grupos de población al margen de aquellos que componían el grueso poblacional de los barrios populares y subnormales. Esta situación determinó una forma de relación social en la cual las vías de hecho alcanzaron mayor legitimidad que las tímidas acciones emprendidas por el Estado dentro del marco legal y jurídico.

El Estado colombiano, a través de la Consejería para Medellín y el Área Me-tropolitana, asumió la interlocución con El Otro, en este caso el poblador (y los otros: militares, gremios, gobiernos local y departamental) en el transcurso de su

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gestión. La Consejería (1992) lo hace explícito: “A pesar de todo, la crisis ha puesto al descubierto en el escenario social, potencialidades y nuevas dinámicas a partir de las cuales es posible la construcción del futuro. El conocimiento obtenido de Medellín a través de los foros comunales permite tener certeza sobre el potencial para construir ciudadanía expresada en el gran número de organizaciones socia-les, no gubernamentales, existentes, que desde su barrio o su vecindario tratan de solucionar necesidades puntuales, aplicando a estas metodologías alternativas para superar la desesperanza. La identidad de los pobladores con su barrio y su región, la confianza en sus propias fuerzas para modificar su situación, es la certeza sobre el mejoramiento del futuro; el conocimiento intuitivo de que las soluciones no son simples ni a corto plazo y la conciencia de que la participación es necesaria en la búsqueda de salidas y en la construcción de las mismas, son la expresión de una nueva sociedad que pugna por ser reconocida”.

La presencia de los invisibles urbanos en distintos escenarios fue patente en el seminario. Hablaron de empleo, ingresos, apertura, vivienda, espacio público, salud, medio ambiente, educación, recreación, deportes, cultura, seguridad, bienestar social, organización comunitaria, participación ciudadana. Hubo otros interlocutores, como lo consigna la declaración final (Consejería Presidencial, 1992): “Respondieron positivamente las más diversas organizaciones sociales y políticas de la ciudad, las instituciones y los empresarios, en un esfuerzo por debatir de manera franca y abierta los problemas que nos aquejan. En este seminario se reunieron por primera vez en la ciudad sectores que nunca antes lo habían hecho”.

Otra respuesta desde el Estado queda consignada en el documento Promoción de la convivencia pacífica en Medellín y su Área Metropolitana, que define la cons-titución del Consejo Metropolitano de Seguridad, un programa intenso de difusión de los deberes y los derechos ciudadanos; el impulso a un instrumento colectivo de concertación como las juntas de participación y conciliación ciudadana, la creación de las Comisarías de Familia, la atención a los problemas de justicia en la ciudad, la renovación policial, la creación de la policía cívica con los bachilleres, el rescate del inspector de policía como funcionario cívico, el estímulo a la participación y la organización juvenil, la defensa de los derechos humanos y en especial del menor (Consejería Presidencial, 1992).

El remate de este proceso, que como tal consagra la posibilidad de avanzar en la cobertura social e intensidad política en busca de un nuevo proyecto ético cultural, es la convocatoria a suscribir un nuevo pacto social para que la ciudad no sucumba. Este pacto requiere de la concurrencia de todos los actores institucionales —con personería jurídica o no—, y de la sociedad civil, dispuestos a ceder parte de los intereses particulares e individuales en una actitud franca y abierta al diálogo, buscando la concertación (Consejería Presidencial, 1992).

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Pacto social con los invisibles a bordoLa organización de los pobladores urbanos para hacerse interlocutores con

fuerza social es más un reto que una realidad. Se dan formas que responden a viejos esquemas de relación de dependencia y verticalidad en donde el paternalis- mo sigue dominando el principio de reciprocidad típico con los votos por las obras puntuales. Como forma vieja de relación también se ubica aquella que impide la interlocución con el otro y privilegia la guerra y la violencia; en unos casos tiene sustentación política y discurso moral (caso de las milicias populares); en otros casos es la acción delincuencial pura, amoral, apolítica, individualista y ta-nática.

Las formas nuevas de presencia de los pobladores urbanos están llenas de “futurables y futuribles”; en su mayoría son jóvenes y heterodoxas, y responden el presente sin negarse al mañana. Un ejemplo cimero es la Corporación Convivamos (1992), conformada por estudiantes, deportistas amas de casa, maestros, trabajadores independientes y profesionales, o sea “ciudadanos comunes y corrientes de esta ciudad en la que todavía creemos”. Convivamos se reclama civilista y pluralista, promotora de la paz, el diálogo y la convivencia. Desde allí se promueve la red de organizaciones comunitarias para “abrir nuevos canales de participación y lograr convenios con el Estado y las agencias de cooperación”.

Convivamos es también el ejemplo de ideas de cambio cultural: “Hemos podido darnos cuenta de cómo el hecho de que a un barrio o sector se le llame o califique como ‘popular’, es la justificación para que no sea un dinamizador de procesos al interior y fuera de su comunidad, es decir, lo popular entendido como la no posi-bilidad y la no capacidad de salir adelante; esta concepción es la que debe y tiene que empezar a cambiarse (Corporación Convivamos, 1992).

El Pacto Social que diversos sectores sociales impulsaron en Medellín y An-tioquia tuvo un escenario especial para afirmarse, abierto por la Consejería para Medellín y el Área Metropolitana. El pacto es un compromiso político entre actores sociales diversos, de una entidad territorial determinada, para definir propósitos colectivos a largo plazo, que le definan un sentido y una orientación a la colecti-vidad social de esa entidad territorial. El punto de partida de un pacto social es el reconocimiento y la valoración social y política de la diferencia, la alteridad y la otredad. Los propósitos generalizables que constituyen lo común y lo colectivo, los nuevos referentes éticos y culturales, están determinados por las particularidades sociohistóricas, económicas y políticas de la colectividad, que pacta: por el carácter de los conflictos que la atraviesan, por las carencias y los faltantes que la aquejan. Al pacto se convocan actores sociales e institucionales organizados y con algún grado de representatividad y que pueden hablar por colectividades específicas y que a su vez puedan tener efectos multiplicadores de alguna significación. En el

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Pacto Social que se ensaya en Medellín y Antioquia permitirá que los invisibles lleguen por municipios, zonas y comunas a plantear por segunda vez, en un esce-nario pluricultural, sus propuestas de futuro.

Del indígena al urbanoEn apariencia la distancia entre estos dos invisibles que comienzan a tener

presencia en la escena nacional parecería infranqueable. Creo, sin embargo, que entre uno y otro pueden darse enseñanzas y aprendizajes en lo que tiene que ver con su inserción en la nación pluricultural y multiétnica que se consagró en la Constitución de 1991. El indígena tiene a mi juicio más ámbitos de cobertura en su proyecto ético-cultural que el poblador urbano. Tiene en su haber la identidad de etnia. El urbano debe enfrentarse al reto de construir su identidad. En ambos casos la identidad tiene que darle cabida a la diversidad. Al fin de cuentas, como dice Dumont (1988): “Lo que podemos ver ahora mismo desde un extremo a otro del planeta es una mezcolanza, variable según los lugares de los nuevos modos de ser, universales, que las técnicas e incluso las ideas modernas imponen o generan, y los modos de ser más antiguos, particulares de una población o de una región, que de alguna forma sobreviven, con mayor o menor vitalidad, más o menos amputados o debilitados por la presencia de los primeros y su combinación con ellos. En este sentido, el viejo debate entre los partidarios de la modernización integral, de un lado, y los depositarios de la tradición y aduladores del pasado, del otro, está de hecho resuelto. Los enemigos de la modernidad tienen que rendirse a la evidencia: no encontrarán en ninguna parte, milagrosamente conservado, el puro antídoto con que sueñan. Todos vamos en el mismo barco”.

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Los desplazados: nuevos nómadas*

¿Qué tan hermosos somos?1

Colombia vive al final del siglo y del milenio una de las crisis más agudas de su historia; de una historia que no es muy larga como nación independiente, y que a lo largo de sus 180 años de vida republicana registra continuas luchas fratrici-das2. Y debemos llamarlas así, aunque con beneficio de inventario, porque tal vez lo que falta volver a mirar en la historia es si acaso los pueblos y las regiones que constituyeron primero la Gran Colombia, y luego la Colombia actual, hacen parte de la misma fraternidad nacional.

En la segunda mitad del siglo XX cambió el paisaje colombiano de país rural para volverse pueblerino y citadino. Venimos reconociendo la acelerada concentra-ción en ciudades y pueblos desde los años cincuenta (Giraldo y Viviescas, 1996). La violencia de este período al que hay que agregarle el último lustro de los cuarenta y el primero de los sesenta (Pecaut, 1985:173) movió campesinos de sus nichos “na-turales” y los transformó en colonos en nuevas tierras (Pérez, 1991; Fajardo, 1993 y Legrand, 1988) y en tugurianos en las nuevas ciudades. El desplazamiento de este

* Texto archivo familia Henao Tamayo, Medellín, febrero de 1999.1. Las reflexiones parten del trabajo colectivo del grupo de estudio sobre el desplazamiento forzado

Iner de la Universidad de Antioquia, con apoyo de la Cruz Roja Sueca y la Cruz Roja de Antioquia Programa Urabá. Reconocimientos especiales a Olga Lucía López y Amantina Osorio.

2. Es la historia de los viejos y nuevos historiadores la que nos muestran esta cruda realidad. De allí que entre algunos estudiosos se sugiera la necesidad de abordar al colombiano como portador de un ethos propio de los pueblos guerreros. Espíritu guerrero y cultura de la guerra, en similar dirección a lo que informa la Antropología (Taussig, Clastres, Chagnon).

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período no fue así nombrado3. Se utilizaron palabras como expulsión, movilización, migración, Darío Fajardo (1985:286) Lo dice así: “Al finalizar el período crítico de la Violencia en la primera mitad de los años sesenta, Colombia presentaba una fiso-nomía notablemente diferente de la que caracterizaba al país en décadas anteriores y más específicamente en la década en la cual se inició la guerra civil”.

El mismo autor plantea: “El impacto de la violencia en las comarcas campesinas fue y sigue siendo brutal, pero también diferenciado. La violencia, cumplida en estas localidades bajo la forma de masacres indiscriminadas y encubiertas, como ‘enfrentamientos sectarios’, expulsó a los sobrevivientes, proyectándolos hacia otras áreas rurales (ya como colonos, para producir el ciclo de la ‘migración-colonización-conflicto-migración’, ya como jornaleros agrícolas) o hacia los núcleos urbanos. El despoblamiento de las comarcas campesinas liquidó su ordenamiento económico y de paso la función de los pequeños epicentros aldeanos hacia los cuales ya no fluirían excedentes de las economías campesinas. En su remplazo se establecieron, en varios casos, y de modo conocido, haciendas ganaderas, caracterizadas por su baja productividad, subutilización de la tierra y baja incorporación de mano de obra” (Fajardo, 1993:209).

No obstante los efectos de la violencia bipartidista hasta mediados de los años sesenta, el proceso expulsivo continuó su marcha por nuevos factores y con nuevos actores de violencia: guerrilla y narcotráfico en los años setenta y ochenta. Y desde los ochenta, la nueva figura: las autodefensas, cuya condición político ideológica no es clara en este momento. El Ministro de Defensa Luis Carlos Camacho Leyva les concedió a las FARC estatuto de autodefensas, lo que permite decir a Fajardo (1993:216) que: “El Estado acogió las tesis de autodefensa, bajo la cual se organiza-ron contingentes guerrilleros en la época de la violencia, los cuales desde entonces mantienen en armas a ciertos sectores campesinos”. La violencia, en definitiva, se mantiene como mecanismo transformador del campo en Colombia.

El mismo Fajardo (1993:217-228) encuentra efectos al finalizar los años ochenta, en lo que denomina la “diferenciación regional del desarrollo”, y una consecuente “geografía de la violencia” con la “configuración de áreas y conflictos diferenciados”. De no producirse transformación en la acción del Estado y de los agentes económicos y políticos, no será posible, deja entrever el autor, detener los procesos expulsivos.

Pero en la vastedad del territorio no urbanizado perviven poblaciones que se siguen viendo forzadas a abandonarlo por presiones externas, especialmente económicas y políticas; es el caso del fenómeno que se presenta en los años 90,

3. Los tugurianos de los años sesenta y setenta han pasado a ser rebautizados hoy como pobladores de asentamientos subnormales. No hay palabra para estos habitantes que llegan para quedarse y vivir del rebusque, de la economía informal. ¿Serán semiciudadanos?

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cuando a un sector de la víctimas de la violencia se les nomina con el término desplazados.

En la última década ese proceso ha sido reconocido públicamente como des-plazamiento forzado y ha merecido, como nunca antes, la mirada atenta de los estudiosos de la violencia y los promotores de la paz.

El fenómeno y la víctimaProponemos pensar el desplazamiento forzado como un “fenómeno de migra-

ción involuntaria originado por la violencia” (Conferencia Episcopal, 1995). En el caso colombiano reciente, lo ocasiona el conflicto armado que lleva al cruce de fuegos entre militares, guerrillas, autodefensas y narcotraficantes. Según el informe de Amnistía Internacional “Los desplazados huyen a causa de las amenazas, los ataques y las operaciones indiscriminadas de que son objeto por parte de los bandos del conflicto, debido a la amenaza de reclutamiento forzado o por haber quedado atrapados entre las Fuerzas Militares, los paramilitares y los grupos armados de oposición” (Éxodo Nº 6, 1997:22).

Podría plantearse la diferencia con un tipo de desplazamiento producto de la realización de obras de impacto socio-ambiental, forzoso en la medida en que se transforma el medio y obliga a movilizarse a poblaciones enteras para dar paso al “desarrollo” que tiene “interés general”. En este caso existen agentes económicos nacionales e internacionales que actúan con la aceptación del Estado, en tanto asu-men la acción a su nombre (en la versión del gobierno que actúa en representación del Estado). En Colombia son muchos los casos que podrían ejemplificar este tipo de desplazamiento: Guatavita, El Peñol-Guatapé, Urrá, Chivor, como ejemplos de grandes proyectos hidroeléctricos; y no deben olvidarse casos como el de los Uwa, para planes petrolíferos, o el del Cerrejón y los Wayúu para los de carbón.

La desventaja de asimilar uno y otro proceso es múltiple. Pero para no ex-tendernos, valdría la pena señalar que en el caso de acciones estatales se presupo-nen estudios previos, planeación estratégica, acompañamiento a las comunidades, propuestas de reubicación, apropiación y adecuación de nuevos espacios de vida, vigilancia compartida del proceso por parte de las comunidades afectadas y el Estado, seguimiento al proceso, reorganización de la trama comunitaria, veedurías externas acogidas por las partes, concertación permanente, ejercicio jurídico legal y legítimo cuando se producen actos que afectan a las partes, etcétera. Nada de esto se presenta en el caso del desplazamiento forzado por acciones violentas4.

4. Diversos estudios usan indiscriminadamente uno y otro término, y en efecto, no hay mayor dife-rencia entre ambos términos a la luz del diccionario de la Real Academia Española o el de María

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Se considera desplazada toda persona que se ha visto obligada a migrar dentro del territorio nacional, abandonando su localidad de residencia o sus actividades económicas habituales, porque su vida, integridad física o libertad han sido vul-neradas o se encuentran amenazadas. No se le concede el mismo estatuto de la persona refugiada, condición reconocida en el mundo para quienes se ven obligados a abandonar su país por presiones de diverso orden, y que pueden vivir en condi-ciones de inmensa pobreza en el país que les recibe5. Aunque el fenómeno es muy similar, conviene diferenciar una y otra situación.

A propósito del refugiado vale la pena recoger la noción que reconoce el mundo, y que lo define como “cualquier persona que debido a fundados temores de ser perseguida por motivos de raza, religión, nacionalidad u opinión política se encuentre fuera del país de su nacionalidad, y no pueda a causa de dichos temores o de razones que no sean de mera conveniencia personal, y no quiera acogerse a la protección de ese país; o por carácter de nacionalidad y estando fuera del país donde antes tenía su residencia habitual, no puede a causa de dichos temores o de razones que no sean mera conveniencia personal, no quiera regresar a él. Igual-mente son refugiados las personas que han salido de sus países porque sus vidas, seguridad o libertad han sido amenazadas por la violencia generalizada, la agresión extranjera, los conflictos internos, la violación masiva de los derechos humanos u otras circunstancias que hayan perturbado gravemente el orden público” (Instituto Popular de Capacitación IPC, 1995:10).

Por proceso de desplazamiento se entiende el conjunto de eventos relacionados con el conflicto armado interno que obliga a la movilización de grupos de pobla-ción; este proceso presenta tres fases típicas que son: aislamiento, desplazamiento físico y retorno o, en su defecto, reubicación. Cada una de estas fases merecería un análisis por aparte. Lo corriente ha sido trabajar el momento del desplazamiento físico y el retorno y reubicación. La solidaridad internacional y las acciones esta-tales se concentran en uno y otro frente. Pero está por analizarse a profundidad el problema del aislamiento, fase que hace vulnerable a población de muy diversa naturaleza en el momento de la guerra que se vive. Es obvio que los más pobres y aislados en la geografía rural, ubicados en regiones geoestratégicas, están en mayor riesgo. Pero en la medida en que los actores armados van adquiriendo fuerza en zonas periféricas a los grandes centros poblados, y en las mismas ciudades, el ais-

Moliner. Lo que varía es el acento. Moliner entiende forzado como participio adjetivo que significa hecho con esfuerzo o violencia. Y entiende forzoso como necesario, indefectible o inevitable u obligado. En el caso de forzado, Moliner habla de un fenómeno no natural espontáneo; y en el de forzoso, contra razón o derecho.

5. Este hecho es mundial, como numerosos informes lo señalan: 27 de los 47 millones de seres humanos que en el mundo viven en esta situación tienen la calidad de refugiados. Ver el Informe de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz. Bogotá, 1996.

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lamiento afectó a sectores de clases medias e incluso altas cuando éstas se niegan a cohonestar con la guerra.

Estas fases que sufre toda persona o comunidad sometida a la amenaza per-manente o crónica, son una agresión a sus libertades y derechos fundamentales. Implican un movimiento físico de la persona, familia o comunidad hacia un lugar regularmente no predeterminado, como respuesta al aislamiento y al peligro para la vida e integridad física y mental. La víctima principal es la población civil y que se ve obligada a abandonar de su lugar habitual de residencia o de trabajo.

Andrés Franco (1998) propone tres tipos de desplazamientos: temporales (que suponen posibilidad de retorno), definitivos (que imponen la reubicación en otros territorios o en ciudades) e intermitentes (con retornos y nuevos desplazamientos; y reconoce tres “alternativas” de acuerdo con el número de desplazados: éxodos campesinos, desplazamientos familiares y desplazamientos individuales. El drama en Colombia se ha puesto en evidencia, indica el autor, especialmente en el caso de los éxodos.

En el desplazamiento forzado por la violencia, el evento de la salida de su hogar (para las víctimas) constituye sólo una parte del proceso, debido a la diná-mica particular que tiene el conjunto de circunstancias previas y posteriores que lo conforman. La víctima (individual o colectiva) inicia una vida itinerante cuyo fin no puede avizorar.

El desplazamiento forzado por la violencia es arbitrario e ilegal; se trata de actuaciones brutales y terroristas que vulneran en primer lugar las normas del Derecho Internacional Humanitario y los derechos fundamentales de la persona humana (Franco, 1998:7).

Otras características del desplazamiento forzado son las siguientes:– Es espontáneo: Por lo general no es planificado y se da en el momento en

que la presión obliga a un ser humano a abandonar lo que para él es lo más querido: su hogar.

– Es disperso: Cada quien toma el camino que supone le garantiza la supervi-vencia.

– Es oculto y semiclandestino: El mismo hecho de ser víctima del terror y la amenaza hacen que el desplazado tienda a ocultar su condición.

– Ha sido un problema silenciado, inadvertido e invisibilizado. Y no sólo porque lo quieran las víctimas, para quienes el que se les identifique como desplazadas es marcarlas de entrada, sino porque el efecto político y social que el despla-zamiento conlleva sólo conmueve a la opinión pública y a las instituciones (en especial al Estado) cuando adquiere grandes proporciones.El desplazamiento forzado a que aludimos en este ensayo se mueve en la

dirección de la guerra, que tiene en Colombia una serie de actores en armas, cada

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vez más cualificados, y que para hacer demostración de su fuerza actúan sobre territorios en los que preexiste una población civil que, en su mirada, resulta ser base social de apoyo del grupo fundamental contra el cual se combate. Me dis-tancio de la tesis asimilacionista de un estudio reciente de Miguel Álvarez Correa (1998:19) y otros, cuando se colocan “en el mismo saco” los desplazamientos de población originados por grupos en armas (“violencia directa”), y los movimientos de población resultantes de la realización de grandes obras estatales (“violencia indirecta”).

Los grupos en armas deben diferenciarse en el análisis, aunque los actos que ejecuten contra las víctimas terminen pareciéndose. Las armas son legalmente portadas en el caso de las fuerzas militares, aunque no siempre son legalmente utilizadas; y son ilegalmente portadas en los otros casos —aunque su porte y uso sea legitimado por algunos grupos de población ante la ausencia del Estado—. Los grupos armados, sin excepción, son generadores del desplazamiento violento.

A partir del estudio del caso de Urabá encontramos otros aspectos del pro-blema que quiero proponer. El desplazamiento debe verse como un tipo de vio-lencia polimorfa con efectos psicosociales múltiples, especialmente en las nuevas generaciones; afectación profunda de la estructura y el funcionamiento familiar y acomodamiento coyuntural a formas de agrupación afectiva de carácter autodefen-sivo; inestabilidad permanente en los espacios de la vida cotidiana con pérdida de referentes de identidad.

No hay lugar para la inocencia. Ese desplazamiento produce daño físico y psíquico en la vida de las familias afectadas. El mundo doméstico se destruye, la cotidianidad se rompe, la desazón se instaura en cada individuo. El fenómeno o el proceso se denomina desplazamiento; y a quien lo vive se le denomina desplaza-do. ¿Quién es este sujeto masculino o femenino, de cualquier edad que carga a su espalda ese destino? Hemos dicho que es “toda persona que se ha visto obligada a migrar dentro del territorio nacional, abandonando su localidad de residencia o sus actividades económicas habituales porque su vida, su integridad física o libertad han sido vulneradas o se encuentran amenazadas” (Cruz Roja Colombiana, Iner, Cruz Roja Sueca, 1998: 15-16).

Pero el desplazado es algo más: es habitante de un territorio que deja de per-tenecerle en virtud de una voluntad externa; por ello termina siendo un habitante sin habitación, un terrícola sin tierra, un poblador sin pueblo. El desplazado es productor de riqueza para la subsistencia personal, familiar y comunitaria que no legitiman quienes tienen la mirada puesta en sus actividades, por lo cual termina siendo un ser improductivo, una carga económica para la sociedad y el Estado.

El desplazado es culpable de vivir y actuar (aún a su pesar) en un entorno en el que todo el mundo ha tomado partido y (se presume y asume) actúa en concordancia

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con la opción política que le ha tocado en suerte. No importa que el desplazado desconozca los sentidos de la guerra porque está involuntariamente envuelto en la trama y la urdimbre que se teje.

Otro elemento en el desplazamiento es la calidad de habitante temporal o permanente en un nuevo espacio de su mismo país, una Colombia separada por regiones y ciudades que no perfilan una nación, y en las que el problema mayor es la “falta de ciudadanía”.

El desplazado empieza a adquirir esta condición en el instante en que es con-minado (por cualquier vía) a abandonar su vivienda, su parcela, su trabajo, su familia, su comunidad, su dirección de vida. Cargará consigo esta condición hasta el momento en que pueda restituir integralmente su sentido de la vida. No es se-guro, sin embargo, que quien sufre tanto daño pueda lograr la reparación plena (Osorio, 1998:49).

La complejidad y confusión en que deja el desplazamiento a la población puede percibirse a través de algunos fragmentos de historias de vidas.

Cada rato sonaban tiros y ¡hágale! Y uno muy asustao, porque uno está acostum-brao a eso pero uno se asusta, y muertos al otro día, amanecían por ahí tiraos, entonces a nosotros nos fue dando miedo, dijimos, vamos a comprar una finca y nos ¡vamos!, yo tengo con qué comprar una finquita en Oviedo.

Los tales paramilitares que llegaron a la caseta, había un señor, que todo el mundo lo quería y un día llegaron los paramilitares y ahí mismo lo mataron delante de la gente cada que entraban mataban gente y entonces nosotros, ya estábamos asustados, ya no perdían la entrada, mate y mate más, la gente.

Allí de onde doña Marta, de don Elio, habíamos tres familias que nosotros que no teníamos problemas de ninguna clase, nosotros no queríamos salir, nosotros sabíamos pues qué pasaban por ahí y ni ellos con nosotros no se metían ni nosotros con ellos; la guerrilla, con nosotros no tocaban para nada, pero por ahí pasaban, nosotros teníamos nada, mejor dicho ¡qué nos van a hacer! ¡eh... ni nos matan ya nos vamos a quedar aquí! Habíamos tres familias en la vereda de Oviedo aguantaítos ahí, entonces cuando ya actuaron que nos daban ocho días de plazo, entonces yo estaba cogiendo maíz y allá fueron donde estaba y me dijeron “le vamos a dar ocho días de plazo, pa que se nos pierda de ahí y no queremos ver a nadie, porque nosotros necesitamos esto solo, sin un habitante, usted verá pa onde se va”, me dijo un man con un fusil largo, y se veía que era muy asesino. “Usted verá pa onde putas se va pero de aquí se va. Nosotros somos los grupos paramilitares, los mocha-cabezas, si no nos conoce aquí estamos presentes”; a uno le da como escaramucias eso y ya sabiendo que habían matado gente con una motosierra, cortándole la cabeza, uno sabiendo eso. Entonces yo les dije: ¡hombre, yo no quiero más problemitas, como voy a dejar mis animalitos, me voy a otra parte pues a morirme de hambre!... “No hombre así tampoco es, démosle quince

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días de plazo hombre, para que el señor saque sus cositas y como se va a ir pues así sin nada”, la gente es muy formal también, entonces él me dijo “bueno ya, ya no hablemos más”. Nosotros quedamos ahí sin saber qué hacer. “Bueno a partir de la fecha nosotros no vamos a respetar vida aquí, ni ancianos, ni niños, lo que haya aquí lo matamos” (Hombre adulto de Apartadó, 1997).

Testimonio de mujer adulta de Curruluao Antioquia, 1997:

La vereda de Narcua donde nosotros vivimos, todo ese tiempo, era una vereda muy buena, de mucho movimiento, todos los vecinos, toda la gente de la vereda era una gente muy querida, una gente muy buena y de todas maneras nosotros allá vivimos un tiempo muy bueno, teníamos la tierrita, mi marido era muy tra-bajador para la agricultura, manteníamos comida de toda clase. A Currulao, y allá vivimos, vivimos un tiempo muy bueno, todo hay que acordarlo, ya las tristezas vinieron después de que me mataron a mi hijo mayor, ya después me mataron a mi esposo, y ya a falta de él, entonces, fue cuando nosotros nos salimos de la vereda y dejamos la finquita por allá; últimamente ya la finquita era de cacao, estaba toda sembrada de cacao, que teníamos los potreros, hoy en día pues todo eso ya fue lo que se quedó perdido, ya ni potreros ni cacao, ya todo eso está en pura montaña por allá.

Cuando lo mataron a él, esperábamos una cosechita de cacao que ya estaba saliendo y él había dicho que la cosecha de cacao, que él se iba a enfrentar a coger todo ese cacao y a venderlo para pagar unas platas que debíamos, plata de comida, de una vececita que nos habían fiado, y cuando él murió eran 300.000 mil pesos que teníamos que pagar. La esperanza era con esa cosechita de cacao que ya iba a salir, entonces él dijo que él se iba a poner al pie a ayudarme a recoger ese cacao junto con los trabajadores para sacar todo ese cacao, y lo primero que íbamos a hacer era pagar esa cuenta que debíamos; porque él era una persona muy honrada, muy seria, fue como la mejor herencia que nos pudo haber dejado. Entonces en esas cuentas que se estaban haciendo, en esas murió él, y entonces a mí la viudez mía, la soledad fue muy triste, porque a mí me tocó después de la muerte de él meterme al monte a trabajar con trabajadores, los niños más gran-des, y todo lo que se iba sacando a vender, pagar esas cuentas. Pero por la ayuda sería del ánima de él yo pagué esos 300.000 mil pesos con la cosecha de cacao. Eso sí, no le puse nada a los niños, no les compré unos pantaloncillos para ese diciembre, porque las cosechas de cacao salen por ahí, pongamos, ya en diciembre ya se están terminando, salen por ahí como para octubre; comienza a salir por ahí de octubre o a principios de noviembre, y entonces imagínese ese diciembre para nosotros fue un veinticuatro muy triste, porque por una parte, ya la soledad, ya la falta de él; por otra parte, ya pues no había prácticamente alegría ni para nada, si hubiera habido con qué estrenar con qué gusto. Pero el consuelo que me llevé, que pagué todas esas cuentas, ya no más sacamos esa cosechita de cacao y pagamos todo lo que debíamos, yo inmediatamente me salí de la finca y ya no me quedé más allá, me salí para Currulao.

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Mujer adulta de El Tres, cerca de Turbo Antioquia, 1997:

A mí me gustaba El Tres, era una parte muy buena, muy buena para uno hacer negocios, yo arrancaba cilantro, frutas y vendía, porque era muy cerca de Turbo. Llevaba maracuyá, papayas, plátano, cilantro de sabana de ese potrero, arranca-ba por ahí en las vecindades, porque yo no tenía sino este ranchito. Cuando me mataron a mi hijo yo le pedí a la Santísima Virgen me diera valor de enterrar a mi hijo, que me diera valor porque ya estaban regados, entonces yo me pego a Dios que me dé valor para todo eso, es muy duro. Yo le pido a la Santísima Virgen, a todos los santos que me den valor, yo alumbro los santos aquí para que me den valor. Yo no pienso volver, en cuando sea pidiendo, aunque fuera pidiendo vivimos aquí, porque se han ido muchos. En estos días se fueron unos de aquí, y ya los mataron. Doce mataron de los que fueron de aquí. Uno se va como a vivir y todavía la violencia está por allá, entonces es mejor quedarnos aquí, aunque sea pidiendo.

Porque otro quiere que te vayasEl desplazamiento forzado en Colombia resulta de una combinación de agen-

tes y causas que contribuyen a que los victimarios justifiquen de muchas maneras (políticas, ideológicas, militares, sociales, religiosas, culturales) la razón de sus actos, y a que las víctimas sean consideradas culpables siempre.

En un ensayo reciente del economista y politólogo Jaime Zuluaga (1998) se analizan factores causales del desplazamiento. El narcotráfico se sitúa como uno de esos factores, en la medida en que se expande la economía de la droga y ello implica más tierras disponibles, en donde el control del territorio es absoluto y la población que allí viva previamente o se somete al nuevo patrón económico o se sale. El narcotráfico involucra varios sectores, presuntamente antagónicos, que en fin de cuentas resultan comprometidos en la misma dinámica de una acción antiestatal (y paraestatal) y antisocietal (en contra de la población civil), sectores de las fuerzas militares regulares, sectores guerrilleros y grupos paramilitares. Se destaca dramáticamente la relación no antagónica entre guerrilla y narcotráfico, en un momento de la historia nacional en el cual los postulados liberadores (utópicos quizás) de aquella pierden vigencia. Afirma Zuluaga (1998:2-5) que se asigna “a paramilitares y autodefensas el 65% de la incidencia en el desplazamiento, a las guerrillas el 35% y a las fuerzas armadas el 7%. En algunas zonas, en particular en aquellas de narcolatifundio, la relación (guerrillas-narcotraficantes) es de enfren-tamiento militar a través de las organizaciones paramilitares, que a su vez operan como ‘brazo armado’ del narcotráfico comúnmente en alianza con sectores de las fuerzas armadas. Pero en otras zonas, aquellas en las que los cultivos ilícitos corren

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a cargo de campesinos y colonos ubicados en regiones de presencia guerrillera, hay acuerdos de cooperación o medios de regulación de la relación a través del aludido sistema tributario”.

Según sea la parte del territorio nacional de la que se hable, el arreglo de in-tereses entre los actores de la guerra lleva a que las víctimas parezcan diferentes. Bien afirma Zuluaga (1998:6) que “los actores del conflicto armado definen sus enemigos de acuerdo a las características locales o regionales de los conflictos. En el Magdalena Medio guerrillas y narcotraficantes se tienen por enemigos, y chocan a través de los paramilitares. En algunas regiones del suroriente del país no chocan, por el contrario cooperan entre sí y seguramente a ello obedece la au-sencia de paramilitares asociados a los narcotraficantes en esas zonas. Eso significa que los actores en estos conflictos carecen de identidad unívoca, la tienen plural o multiforme: la red de relaciones entre ellos es variable, de acuerdo a las zonas y a las interferencias de intereses”.

La lucha armada desarticula a la población y la subordina a los actores armados, quienes terminan sometiendo a regímenes de terror a sus víctimas. Un ejemplo son las mujeres de Pavarandó, en el Chocó, quienes en una denuncia ante el mundo señalan: “Antes de la llegada de la violencia éramos muy pobres, pero vivíamos de la agricultura, la pesca y los animales domésticos, en 49 comunidades del medio y del bajo Atrato chocoano y antioqueño. Teníamos herramientas, medicinas, comprá-bamos lo que necesitábamos. Tras el bloqueo económico al que fuimos sometidos se agotó la posibilidad de conseguir nuestros alimentos. Ellos están interesados en nuestras tierras por lo del Canal y por lo de los recursos de nuestro territorio” Corporación Viva la Ciudadanía, 1998:15).

En otro contexto, la realidad es del mismo orden: “De los paras tenía que ir a llevarle mensajes a la guerrilla y la guerrilla lo cogía a llevarle mensajes a los paras. ¿Entonces usted cree que no lo iban a matar así? Si no... si trabajaba con los paras, entonces la guerrilla iba y nos mataba a todos nosotros, y si trabaja pa la guerrilla iban los paras y nos mataban a todos nosotros. Entonces él dijo: El fin mío va a ser muerto, porque si no le obedezco a uno le tengo que obedecer al otro” (Cruz Roja Colombiana, Iner, Cruz Roja Sueca, 1998:15).

El desplazado no lo quiere, pero el otro, que tiene diferentes rostros, así lo quiso. Vale la pena resaltar la siguiente conclusión de Amnistía Internacional (1997:22): “En algunas ocasiones, las fuerzas de la guerrilla han fomentado y organizado activamente el abandono de pueblos y la marcha de los habitantes hacia centros de población locales de mayor tamaño para protestar contra los avances de los para-militares o del Ejército en la zona. Sin embargo, en muchas ocasiones, cuando las comunidades han huido espontáneamente, las autoridades militares han acusado a los desplazados de obedecer órdenes de la guerrilla a fin de crear dificultades

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políticas al gobierno, acusaciones que suelen ser el preludio de nuevos actos de represión contra ellos”.

En otro aparte del mismo informe se concluye: “Los factores que provocan el desplazamiento son diversos y las causas pueden variar según la región. No obs-tante, la principal causa es el conflicto armado. Los desplazados huyen a causa de las amenazas, los ataques y las operaciones indiscriminadas de que son objeto por parte de los bandos del conflicto, debido a la amenaza de reclutamiento forzado o por haber quedado atrapados entre las Fuerzas Militares, los paramilitares y los grupos armados de oposición”.

En el estudio del problema que hizo el IPC (1997:154) se encuentra que el 47% de los desplazados salen por amenazas de los actores armados, 31% por el miedo la violencia, 10% por la vivencia de asesinatos y atentados, y 9% por combinación de varios de estos factores. El aspecto desencadenante del desplazamiento en el estudio que nosotros hicimos en Urabá fue el miedo, en más de la mitad de los casos; la muerte de un familiar, el 25% de las veces; la amenaza, en el 20% de las ocasiones y la persecución en el 5% de las sesenta familias estudiadas.

La misma institución analiza de nuevo el problema (IPC, 1998) un año después y recoge análisis del Cinep, de Acnur, de foros regionales, de eventos realizados en el país, como movimiento creciente para darle la real y trágica dimensión que tiene. Es preocupante que Colombia se ubique en séptimo lugar en el mundo; que más de un millón de personas sean desplazadas —estadísticamente registradas— sin que se pueda conocer el desplazamiento invisible que se produce gota a gota; que el acrecentamiento del conflicto armado tienda a agudizar el desplazamiento.

El caso es que varios informes confirman que los desplazados prefieren per-manecer en el nuevo lugar donde se han ubicado antes que regresar “porque la violencia se mantiene El 18% insiste en ubicarse en otra zona del país, el 16% desea retornar para “reunificar la familia o recuperar los bienes abandonados, y el 68% quiere permanecer lejos de donde debió salir” (Codhes, 1997:3).

No soy de aquí ni soy de allá

Con la presión externa se produce la desestabilización en los ritmos de vida cotidianos. La interacción comunicativa en las familias y comunidades de debilita hasta desaparecer con el desplazamiento. El silencio ante la pérdida de contacto con “el como uno”, y el vacío del espacio significado que era “el de uno” ubican al desplazado en la situación del “caminante sin rumbo”, del desarraigado, el nómada que la tradición antropológica nos ha enseñado como símbolo de las sociedades itinerantes, que basa su sobrevivencia en la apropiación de los recursos que ofrece

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la naturaleza, pero que no ejerce ninguna labor transformadora, porque vive al día y de lo que el sol y la naturaleza provean.

Volver a vivir la aventura de construir el futuro no es tarea fácil. Existe una relación inversa entre la edad individual y familiar y el deseo de levantar hogar y labor. El sentimiento de derrota es mayor para quienes tienen más edad.

Del lugar de donde se salió queda la sombra de muerte; del (no) lugar donde se permanece (se está de paso) surgen la duda, la angustia, la desesperanza. Hay poco en qué creer si viene del otro (Estado); algo se cree en quien es solidario (las organizaciones civiles); y no es mucho lo que se puede creer en uno mismo si tiene las manos vacías Amnistía Internacional, 1997:3).

Como vivíamos de buenoSiempre hay frases para recordar la vida de antes como si se hubiese desarro-

llado en ambientes de paz y deleite. Había laxitud en el funcionamiento familiar y comunitario: “Una vida sencilla que transcurría con tranquilidad, donde el trabajo, las relaciones con familiares y vecinos, las iniciativas para el mejoramiento de la vida comunitaria, las actividades escolares y la recreación colmaban sus días (Cruz Roja Colombiana, Iner, Cruz Roja Sueca, 1998:96).

El bucolismo de esa “buena vida” parece estar más en el imaginario que en la realidad, pero opera en el desplazado para producir un sentimiento de frustración y una actitud de desesperanza. El desplazamiento produce un doble efecto en el sujeto: es físico, es material, es palpable, en primera instancia; y es psíquico, espiritual y sutil en segunda instancia. Al nomadismo que se inicia con el hecho del despla-zamiento le va emergiendo un modo de vivir y pensar, un conjunto de creencias y valores, de conductas y hábitos, que van a terminar configurando un nuevo producto social y humano que pudiéramos llamar subcultura del desplazado. Retomando la propuesta de Óscar Lewis que habla de subcultura de la pobreza, para entenderla como una realidad que tiene “sus propias modalidades y consecuencias distintivas sociales y psicológicas para sus miembros”. Se observa dice el autor, en los lazos de parentesco, en las relaciones parento-filiales, en la ocupación del tiempo, en los patrones de consumo, en los sistemas de valores, en las pautas organizativas. El cambio de referentes culturales, de satisfactores, de estilos de vida, de soportes sociales, da lugar a procesos de desadaptación y desarraigo en el nuevo entorno.

En esta condición de existencia el ayer siempre fue mejor el hoy se afronta y el mañana es incierto. En pocas palabras: el desplazado es un ser en tránsito pero condenado socialmente a vivir de los restos que deja la sociedad asentada y con-solidada. Su identidad precedente se pierde, y vive en constante discurso de duelo por lo vivido y poseído.

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Ser desplazado es llevar consigo un estigma, porque “viven la experiencia ‘gota a gota o invisible’, porque el desplazado no informa que se va de la región, de la vereda o del barrio; no comunica a nadie por qué deja sola su casa o por qué decide perder lo cosechado durante años de esfuerzos. El estigma es a veces inexplicable: en Urabá, los pastores de las iglesias cristianas han sido perseguidos y asesinados por su valerosa actitud de defensa de sus comunidades. ¿Quién demoniza en ca-sos como éstos? Porque los ‘culpables’ vienen de todas las religiones, posiciones políticas e incluso condiciones socioeconómicas”. Puede contrastar con el que se hace organizadamente, el que Franco identifica como éxodo, y en el cual opera la acción organizada y la atención o apoyo de organizaciones no gubernamentales o el mismo Estado (IPC, 1998:122-123).

La situación que vive la persona desplazada es puesta en evidencia con los estudios de Flor Alba Romero, Donny Meertens y Nora Segura (Ican, 1998), y en nuestro estudio de Urabá. El caso es que el hombre se ve obligado a ubicarse en el mercado laboral del lugar al que llega, si es que lo logra (y no se le teme por el estigma con que carga); generalmente es el trabajo en la construcción donde más fácilmente puede acceder. La mujer por su parte ingresa al servicio doméstico, sobre todo si se trata de personas de origen pobre. Tampoco el maestro, el campesino medio, sobre todo entre quienes son desplazados del campo, se ubica en oficios acordes con su nivel previo de vida. El deterioro en las condiciones de existencia es la pauta dominante.

No se niega el esfuerzo que hacen organismos no gubernamentales nacionales e internacionales, e incluso países hermanos (y algunas agencias del gobierno co-lombiano también, valga reconocerlo), para “reconstruir una vida digna”; pero los signos que hasta el momento son más visibles reiteran la gravedad del problema y su no visible solución en el corto ni en el mediano plazo.

De allí que al desplazado puede vérsele como un desarraigado física y men-talmente, no tiene silla dónde reposar para reencontrarse con su vida, mientras la sociedad colombiana que lo expulsó de su nicho no detenga la máquina de guerra que aceitó hace 180 años y que no ha parado de botar fuego por negar el derecho a que los hermanos disputen, dialoguen y crezcan. Por desastroso que parezca, en un país que parece estar condenado a vivir entre catástrofes naturales y siniestros sociales, el desplazado en Colombia de esta fase de la violencia no parece tener otro rostro que el del desarraigado. Por ello contrastan palabras como las de una mujer de 23 años de Currulao, Antioquia, quien reconoce que al desplazarse la familia todos llegaron de arrimados, ahora algunos tienen “casita” y se han ido separando unos de otros, pero todos siguen “unidos”. Queda viva la pregunta: ¿es el desplazado un desarraigado? Y se impone una más ¿es el desplazado un nómada?

A la primera pregunta cabría responder a modo de hipótesis que todo indica que sí lo es. No hemos analizado el fenómeno (no se hizo para la violencia de

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los años cuarenta a sesenta), al punto de poder afirmar que realmente se logró el arraigo a nuevos entornos. La frase de Marco Palacios merece recordarse: nuestro problema es “falta de ciudadanía”. En aquel momento se abandonaron forzadamente los campos y se fortalecieron “ciudades”, pero ¿se logró acaso que se produjese la “reconversión” de los pobladores nuevos (y de los viejos de casta pueblerina) en ciudadanos?

Y a la segunda pregunta, vale la pena entrar con la definición de nómada que propone María Moliner (1972): “Errante. Se dice del que no tiene residencia fija, sino que se traslada de un sitio a otro”. Esta acepción es del mismo corte de la an-tropológica, que no obstante reconoce la posibilidad de retorno cíclico. En palabras de Charles Winick (1972), el nomadismo habla de “movimientos estacionales o cíclicos realizados por un grupo para obtener alimento”. La variante primitiva que el autor reconoce está en que los cambios de ubicación se producen de un lugar conocido a otro también conocido por sus ofertas para la subsistencia.

En el caso de los desplazados en Colombia no parece del todo claro que puede hablarse de ciclos ni de reubicaciones para garantizar la subsistencia. Su situación parecería ser peor que la de los nómadas, pero, como dice la sabiduría popular: “la esperanza es lo último que se pierde”. En este sentido actúan las instituciones y personas que trabajan por la restitución de los derechos humanos de los despla-zados. Manteniendo en alto los principios de “voluntariedad, integridad, dignidad y reparación” se trabaja por la “estabilización socioeconómica y la reconstrucción del tejido social de las personas y comunidades desplazadas, garantizando también la ‘no repetición’ del desplazamiento” (Amnistía Internacional, 1998).

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* Ponencia presentada al III Congreso de Antropología en Colombia, Bogotá, 2-l 6 de octubre de 1984.

1. Seminario Permanente. S.P. Relatoria Nº 1.

Alternativa de investigación regional sobre la cultura

Reflexiones en torno al programa y al Seminario Permanente

sobre el Oriente Antioqueño*

El presente ensayo es resultado de una reflexión personal sobre una experiencia colectiva, que viene desarrollándose en Medellín por un grupo interdisciplinario e interinstitucional, con un taller realizado entre el 29 de febrero y el 2 de marzo de 1984, en el que se discutió la propuesta del Instituto Colombiano de Antropo-logía —Ican— de realizar un trabajo de investigación sobre Cultura Regional en el Oriente Antioqueño.

Entre los puntos planteados por el Ican, sobresale el relativo a “la elabora-ción del perfil de la nacionalidad”, que exige, en Colombia, lograr una “síntesis comparativa de las identidades regionales en el estudio de la cultura como eje de la investigación” 1.

La propuesta cuenta con el respaldo de la Presidencia de la República y la Segunda Expedición Botánica, está bajo la dirección y coordinación del Ican, y contempla una vinculación efectiva de profesionales de la Antropología y de otras

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Ciencias Sociales a cada proyecto. Las instituciones participantes (Universidad de Antioquia, Fundación Antioqueña para los Estudios Sociales —Faes—, Ican) aceptaron iniciar un trabajo conjunto, a través de un grupo de investigadores, en un Seminario Permanente. En su primera fase, el seminario adelantaría la discusión sobre aspectos metodológicos concernientes a la noción de región y regionalización, evaluaría la información existente, convocaría a otros investigadores y daría inicio a la elaboración de proyectos específicos siguiendo los lineamientos del programa nacional que incluye las regiones: Valle del Sinú, Centro del Cauca, Altiplano Cundiboyacense, zona Tabacalera de Santander y Oriente Antioqueño.

El Seminario se instaló el 4 de abril, y ha venido trabajando regularmente en las instalaciones del Faes. Hasta la fecha, combina sus actividades recogiendo así otros trabajos, experiencias y reflexiones de invitados especiales; activando en los participantes reflexiones teóricas y metodológicas y propuestas de investigación; y promoviendo el diseño de proyectos específicos. Para el próximo futuro, el Se-minario asumirá una tarea conjunta de exploración en terreno, sobre aspectos que den cuenta de la identidad cultural de la región objeto de estudio. La dinámica del seminario ha obligado a ampliar los temas de discusión previstos en el taller inicial, con otros tales como cultura e identidad cultural, interdisciplinariedad, tiempo y espacio de la cultura, trabajo de campo.

Esta experiencia, nueva para nosotros a diversos niveles, me ha motivado a hacer una reflexión que me permita articular “el sentido de la acción”, como diría Weber. No es una reflexión sobre algo acabado, en cuanto que el trabajo está en marcha; no pretendo tampoco asumir una reflexión que en un momento posterior pueda hacer el propio seminario, si lo considera pertinente. Lo que aquí escribo sólo compromete al suscrito, quien busca aprender de cada gesto y en cada palabra.

Después de una larga noche, nos alegra saber que el nuevo día traerá luz. Recuerdo a Cavafis en Cuando el centinela vio la luz2:

Invierno y verano pasaba el centinelaal acecho en el tejado de los Atridas.Anuncia ahora buenas.Invierno y verano pasaba el centinela al acecho en el tejado de los Atridas.Anuncia ahora buenas.Vio a lo lejos fuego encendido.Y se alegra; es el final de sus desvelos (Cavafis, 1983:227).

2. Agradezco a Dora Helena Tamayo, Víctor Álvarez, Édgar Bolívar, Ana Lucía Sánchez, Blanca Inés Jiménez y a Clara Inés Aramburo las anotaciones, precisiones y correcciones que varias personas le hicieron al texto.

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Por una antropología del mestizajeA la antropología colombiana se le presentan nuevos retos, que de no asumir

con la seriedad y responsabilidad exigida por el momento científico, pueden relegarla al cuarto de San Alejo o dejarla para goce del té-canasta vespertino.

Vivimos en Colombia un proceso de replanteamiento ideológico y político, tanto desde la izquierda como desde la derecha; es lo cotidiano en las publicaciones periódicas de todos los partidos, movimientos y organizaciones políticas. Se impone, a todos, una nueva concepción de la acción, que sin despreciar los planteamientos de las corrientes del pensamiento euronorteamericano y asiático, se arriesgue a teorizar sobre los diversos fenómenos que ocurren en las jóvenes naciones mestizas del tercer mundo; que se ven obligadas a pensar y actuar por cuenta propia.

La dominación colonial dio pie al conocimiento más profundo de formas de vida humana diferentes a las de los centros metropolitanos; bien en la perspectiva de refinar los mecanismos de opresión y explotación, bien en la mira de descubrir las raíces que podrían ponerse como talanquera a los fines imperiales de absorción, asimilación y estandarización. En términos generales, es cierta la afirmación de Amílcar Cabral (1974:1) de que “a lo largo de este siglo ha sido posible acumular una cantidad, sin precedentes, de informaciones, hipótesis y teoría sobre todo en materia de historia, etnología, sociología y cultura de los pueblos o de los grupos sometidos al poder imperialista. Los conceptos de raza, casta, etnia, tribu, nación, cultura, identidad, dignidad y tantos otros se han convertido en objeto de crecien-te atención por parte de quienes estudian al hombre y a las sociedades llamadas “primitivas” o en “evolución”.

Podría plantearse, sin embargo, a nivel de hipótesis, que la madurez ideológica y cultural en los continentes sometidos al poder imperial ha estado en mayor o menor capacidad de condicionar y frenar el dominio al que son subordinados. La fuerza opositora que implica pautas culturales milenarias como la hindú, la vietnamita o la china, por ejemplo, hace que las pretensiones estandarizantes de los centros me-tropolitanos no resulten tan exitosas, o que al menos tengan que aceptar el enorme peso de lo que Margaret Mead (1965:119) llamó “el carácter nacional, como todos los estudios de la personalidad y de la cultura, se concentran sobre el modo en que los seres humanos representan a la cultura en la que se han educado o a la que han inmigrado. Estos estudios intentan delinear de qué modo las propiedades innatas de los seres humanos, los elementos idiosincráticos de cada ser humano, y las pautas generales e individuales de la maduración humana se integran en el ámbito de una tradición social compartida, de manera tal que ciertos elementos aparecen con cierta regularidad en la conducta de todos los miembros de la cultura”.

La modernización africana a la luz de los modelos imperiales pudo tener algún peso entre las élites nacionales, en las minorías, durante algún tiempo; pero se

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pierde con significativa celeridad para dar paso a lo que serían procesos socialistas africanos, resultantes de un significativo número de luchas de liberación nacional (Angola, Mozambique, Zimbabwe). Son luchas en procura del retorno a las fuentes, y a partir de allí el reconocimiento y la construcción de sociedades de nuevo tipo.

En el caso africano, amplias son las capas de la población en las que la domi-nación colonial no hace mella. No se produce, dice Cabral (1975:2) “una depre-ciación importante de la cultura y las tradiciones”; y agrega el autor: “Reprimida, perseguida, humillada, traicionada por ciertas categorías sociales comprometidas con el extranjero, refugiada, en los poblados, en los bosques y en el espíritu de las víctimas de la dominación, la cultura sobrevive a todas las tempestades, para después, gracias a las luchas de liberación, recobrar todo su poder de florecimiento”.

Estudiosos africanos actuales evidencian el fracaso modernizante: “Las teorías del desarrollo y de la modernización han fallado en un número de puntos y no menos su tendencia prooccidental y realmente proimperialista” (Chege, 1982:614).

Para ellos, la unidad continental africana y la integración nacional pasan por una “genuina liberación nacional”: “En una genuina liberación nacional encon-traremos la solución de los problemas políticos y económicos que estrangulan a África” (Shivji, 1982:747).

La revitalización africana aparece marcada por procesos no sólo económicos y políticos, sino además culturales, los cuales le permitirán situarse “sin complejos de superioridad o de inferioridad, en la civilización universal, como una parcela del patrimonio común de la humanidad y en la perspectiva de su integración armoniosa en el mundo actual” (Cabral, 1975:5).

El caso americano, en especial el resultante del mestizaje multirracial y mul-tiétnico en la América Latina, ha ocupado relativamente poco a los estudiosos de las ciencias sociales (y en particular en Colombia). En términos generales, el producto final latinoamericano inclina su balanza en favor de los aportes ibéricos hasta el siglo XIX; y desde entonces vamos a empezar a vivir a tono con el ajetreo intelectual de los grandes centros de la cultura europea durante un buen tiempo; hasta que nos coge la hora de mirar hacia el norte de nuestro propio continente. El interesante menú resultante de la economía inglesa, la política francesa y la filosofía alemana ha estado servido en la mesa de nuestras naciones con una no menos llamativa salsa de contrarreforma ignaciana.

En otras palabras, es difícil precisar una realidad cultural latinoamericana que no sea dominantemente euronorteamericanizante; como lo fue para las élites que fundaron nuestras repúblicas “independientes” y como lo sigue siendo en el contexto del “neocolonialismo”3.

3. Mi amigo, el historiador Víctor Álvarez, me señala que el “menú” cobija sin duda a las élites; pero no a otros estratos sociales que nunca tuvieron acceso a “tan elegante mesa”. Aceptando la

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Las etnias indígenas americanas que dejaron su herencia a la posteridad mestiza son más importantes en otras naciones latinas que en la nuestra, si exceptuamos el caso de los Muiscas, y algunos otros grupos dispersos, de impacto limitado sobre poblaciones no indígenas (hablo de los del sur andino y la Sierra Nevada de San-ta Marta). “Los países latinoamericanos sustentados por una tradición ‘indígena’ milenaria, como México, Perú, Bolivia o Guatemala y Ecuador, han logrado nutrir a sus creadores con el fondo total de esta tradición que no es sólo india sino que contiene una confluencia originalísima de elementos prehispánicos y occidentales” (Arguedas, 1975:187).

La incidencia de los pequeños enclaves humanos prehispánicos sobrevivientes no se ha estudiado con suficiente profundidad en Colombia, para medir a cabalidad el grado de autonomía que poseen, y por lo tanto su etnicidad; ni mucho menos se ha asumido la tarea sistemática de recoger su aporte en el proceso de contacto cultural4.

El indigenismo en América sirvió y sirve fundamentalmente de “integrador” de las minorías étnicas al concierto de las naciones modernas. La Antropología de Rescate del Indio ha apuntado básicamente a descubrir sus raíces autonómicas y a valorarlas en sí mismas; son precarios los intentos por ver su presencia e incidencia en la población mestiza que constituye la entidad real dominante de las naciones latinoamericanas (Henao, 1965:3).

No sería del caso operar con posturas radicales como la de Bonfil Batalla, quien sostiene que “La contradicción indio-occidente plantea el problema y la solución fuera de la civilización occidental (Sociedad Antropológica de Colombia, 1980:1). La alternativa es entender que la solución está en la comprensión, dentro de una versión latinoamericana, de la civilización occidental, en la cual el indio y el negro han jugado papeles claves para el moldeamiento de nuevas formas raciales y culturales. Por este camino es que se hace necesaria la comprensión etnológica de nosotros mismos.

Jaulin propone al respecto asumir una posición política y teórica nueva: “La etnología pretende entender lo que son las civilizaciones producidas por el ser hu-mano, la etnología lucha por el respeto de los valores de las comunidades indígenas. En occidente la izquierda y la derecha, aunque luchan en oposición, se refieren al mismo modelo. Tenemos que hacer la etnología del Occidente y entender cómo

precisión, vale la pena ventilar el problema de la recuperación de la otra historia, de la que sobre-vive poca memoria oral y tal vez casi nada escrito. En lo que concierne a la cultura el reto es para ensayar “interpretaciones alternativas”.

4. En la tarea de rescatar su etnicidad sobresalen los indígenas Paeces (Cric) y los de la Sierra Neva-da de Santa Marta. En la labor investigativa sobre comunidades mestizas, siguen siendo clásicos los estudios de Reichel-Dolmatoff: The People of Aritama; y de Fals Borda: Campesinos de los Andes.

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funciona nuestro propio sistema” (Sociedad Antropológica de Colombia, 1980:2). Aunque polémica, es una invitación a entender y aceptar la diferencia y a vernos a nosotros mismos con los instrumentos que maneja la etnología.

Dos propuestas surgen de estas reflexiones: la primera es la de pensar nuestra realidad sociocultural como producto del mestizaje, lo que nos compromete a recibir con beneficio de inventario la literatura que levanta imágenes de una formación sociocultural neohispánica. A lo cual habría que agregarle los otros aportes exó-genos que la historia del contacto con los centros metropolitanos hace ineludible. Esto significa que es hora de trabajar menos en la óptica indígena e indigenista y más en la del mestizaje.

La otra propuesta surge de la demanda que se le hace a la Antropología y a la ciencia social para que supere los estudios microsociales, de aislados demográficos aprehensibles mediante modelos mecánicos (Lévi-Strauss, 1968:255). La escala del objeto convoca a estudios de rango demográfico amplio, haciendo uso de modelos estadísticos, de series de fenómenos que permitan la comparación en aras de es-tablecer semejanzas y diferencias. Como lo dice Darcy Ribeiro (1984:1-3), se nos pide “explicar a Colombia entre los pueblos de América Latina y del tercer mundo y en el mundo”; en otras palabras, estamos obligados a avanzar teorías regionales que busquen una “teoría global” de “nosotros mismos” para lo cual nuestra cultura sería el leit motiv unificador.

El continuo rural-urbano de nuestra culturaDos décadas atrás la antropóloga Virginia Gutiérrez de Pineda publicó un tra-

bajo, que a mi juicio, marca un hito en el conocimiento cultural del país: Familia y cultura en Colombia. Allí tipificó los ethos regionales tomando como punto de referencia la institución familiar. Mostró con brillantez las peculiaridades regiona-les del país, no tanto en lo económico y lo político, sino fundamentalmente en el ámbito de comportamientos, actitudes, hábitos, creencias y valores que marcaban y diferenciaban cada “complejo cultural”:

Pude zonificar el país en lo que denominé complejos culturales o subculturas, dimensiones patrias dotadas básicamente de un hábitat particular, dentro del cual un conjunto demográfico de características étnicas dadas, había creado mediante un proceso histórico vivido separadamente, la sociedad, representado, en insti-tuciones, dentro de las cuales operaban valores, imágenes y pautas de comporta-miento en complicada acción integrativa y bajo una marcada identidad (Gutiérrez de Pineda, 1975:23)

El trabajo sobre familia y cultura propuso un cuadro de identidades culturales para una buena porción del país, que ha sido referencia obligada hasta nuestros

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días, cuando se quieren mostrar las diferencias que marcan a los connacionales. Subsiste la imagen del antioqueño forjador de riqueza y fiel esposo, frente al del varón hipersexual y poligínico de las costas y los grandes ríos. La religiosidad como vía de sometimiento en el complejo cultural andino o americano se ve enfrentada a una religiosidad como ideal de realización humana entre los antioqueños.

Los procesos económico-sociales que se van produciendo con inusitada ce-leridad después de los años 50, llevan al país a transformaciones profundas en pocos años. El masivo abandono del campo cambia la relación demográfica de la población rural y urbana. Para los años 70 el 70% de la población se ubicaba en zonas urbanas.

Estos cambios llevan a la misma Virginia Gutiérrez de Pineda (1983:32) a proponer en tres grandes períodos para ubicar la cultura, la sociedad y la familia colombianas. Los denomina: 1. Dominación aculturativa hispánica, que va desde comienzos del siglo XVI hasta el final de las guerras de independencia de España, 1819. 2. Consolidación criolla, que abarcará el período comprendido entre la in-dependencia de Colombia y los primeros años de la década de los 50, y en la que estarían los tipos culturales propuestos por ella. Y 3. El período de emergencia de la unidad nacional, que se inicia con la mitad de la centuria y llega hasta nuestros días. Este período está marcado por el proceso migratorio hacia las ciudades de “una población mestiza en proceso de homogeneización étnica”, que llega a urbes carentes de las condiciones mínimas para la vida citadina, pero que son de todos modos nuevas formas de asentamiento con todas las secuelas que de allí se deri-van. “Los valores y el comportamiento tradicionales de cada nuevo ciudadano van a sufrir un proceso de revaluación selectiva a instancias del influjo urbano y de la confusión creada por los diferentes patrones que coexisten”. No hay patrones definidos de cultura, todo está en transición.

La ciudad implicará otras formas culturales para sus habitantes, y también desde ella se irán generando cambios en la vida rural. La industria y el comercio van desarrollando usos y costumbres homogéneos primero en las ciudades y des-pués en los campos. Los medios masivos de comunicación se encargan de crear imágenes culturales similares, modificando las dimensiones espaciotemporales de sus receptores. El impacto que estos vertiginosos cambios tienen sobre los distintos sectores de la población apuntan hacia lo que Gutiérrez de Pineda llama “Emergencia de la unidad nacional”, pero la transición se vive en diferentes núcleos humanos y a diferentes ritmos. La tendencia dominante no invalida ni coarta los procesos locales y regionales. No es aventurado postular que la fase histórica en que vivimos, de crisis y transición sociocultural, está generando distintas respuestas, ya no principalmente a nivel de regiones —aunque las peculiaridades regionales sobrevivan— sino también, y más importante, a nivel de clases, estratos y sectores

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sociales. Los factores étnicos (lengua, territorio, raza, costumbres) pueden estar cediendo terreno a factores determinados por la estratificación socioeconómica.

El estudio sobre la cultura en el oriente implica pensar este continuo rural-urbano para poder dar cuenta cabal de lo que es la región.

Tiempos y ciclosUna misma sociedad alarga y contrae el tiempo de los procesos que le son vitales.

La cultura, como la ideología, parece dar pie a movimientos de larga duración; la economía y la política, por el contrario, parecen moverse en ciclos de corta duración. En las zonas rurales el tiempo se mueve más lentamente que en las urbes. El reloj del tiempo no es una medida universal. En el caso del Oriente Antioqueño es necesario conocer y distinguir el peso de lo estático y lo dinámico en su devenir.

Lévi-Strauss (1964:339) construye hermosas figuras para distinguir “las socie-dades ‘frías’ y las sociedades ‘calientes’: unas de las cuales buscan, gracias a las instituciones que se dan, anular de manera casi automática el efecto que los factores históricos podrían tener sobre su equilibrio y su continuidad; en tanto que las otras interiorizarían resueltamente el devenir histórico para hacer de él el motor de su desarrollo histórico”. Y agrega que “la finalidad de las sociedades ‘frías’ es obrar de manera que el orden de sucesión temporal influya lo menos posible en el contenido de cada una. Sin duda no lo logran sino imperfectamente; pero es la norma que se fijan, la verdadera cuestión no consiste en saber cuáles son los resultados reales que obtienen, sino cuál es la intención duradera que los guía, pues la imagen que se forman de sí mismos es una parte esencial de su realidad”.

Dando por descontado que no existen los extremos ‘frío’ y ‘caliente’ como irreductibles, la empresa que se propone para el Oriente Antioqueño parte de aceptar, para poder reconocer, las variaciones rítmicas de un siglo de historia.

No se ha escrito una historia particular de la región, pero hay una serie de es-tudios sobre Antioquia. Un ejemplo es Álvaro López Toro (1970:61) en su ensayo Migración y cambio social en Antioquia durante el siglo XIX. Señala el autor que hasta el año de 1880 el movimiento colonizador había logrado, del “lado positivo”: “primero, la superación del estrangulamiento en la producción agropecuaria que había sumido la economía de la vieja provincia en la más absoluta decadencia; segundo, el alza del nivel de vida y la creación de nuevas oportunidades de trabajo para una capa social muy necesitada; tercero, la acumulación de capital en ganado y en desmonte de fincas; cuarto, el desarrollo de una población más numerosa, menos estratificada socialmente y con mejores condiciones de movilidad ocupacional y territorial”. Y añade el autor: “Íntimamente ligada a todos estos procesos, hay que mencionar la diversificación de las actividades del poderoso grupo comerciante, di-recta e indirectamente relacionadas con la colonización. Las empresas especulativas

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en concesiones de tierra, la ampliación de los mercados de artículos de importación, la experiencia política en cuanto al fomento de una nueva orientación agraria, fueron todos factores que contribuyeron a ampliar el horizonte de acción de este influyente grupo y a arraigar en él una tradición empresarial cuyos frutos se multiplicarían al iniciarse posteriormente la gran corriente de industrialización”.

Del “lado negativo”, López Toro encuentra las siguientes limitaciones: “Prime-ra, la desigualdad social de los beneficios otorgados a los emigrantes; segunda, la operación del movimiento colonizador dentro de un sistema político sometido a recurrentes convulsiones; tercera, el predominio de una economía de semisubsisten-cia a la cual hasta 1880 estaban dedicadas las dos terceras partes de la fuerza de trabajo antioqueña, lastrada por muy deficientes condiciones de transporte, por una tecnología incipiente y por muy desfavorables mecanismos de mercadeo; cuarta, la destrucción masiva de recursos forestales que, como consecuencia de las prácticas de cultivo, tendría que descontarse de la acumulación de capital en la apertura de parcelas y en el establecimiento de haciendas” (López, 1970:62). Más adelante, el mismo autor esboza algunos eventos que en los últimos 20 años del siglo XIX conducirían a cambios fundamentales en la vida antioqueña: “Entre 1880 y 1900 convergen varios hilos de la historia económica de Antioquia hacia fenómenos de conspicua transición del desarrollo regional, cuyo análisis elaborado parece ser requisito indispensable de un estudio de los procesos sociales y culturales del siglo XX”.

En el marco de los fenómenos sociopolíticos de centralización, derivados de la regeneración de Núñez, López Toro ve en la economía regional que “en primer lugar, las formas individualistas de colonización remplazaron definitivamente las modalidades de tipo colectivista, al tiempo que el advenimiento del cultivo cafetero arraigó a la tierra a los grupos campesinos emigrantes, que antes habían mostrado rasgos de definido nomadismo. En segundo lugar, la misma industria cafetera des-plazó el centro de gravedad de la agricultura, antes localizado en las actividades de subsistencia, hacia una economía de mercado que, al ser vitalizada por mejores vías de comunicación, ofreció buenas oportunidades al desarrollo manufacturero. En tercer lugar, el control de la distribución de las mercancías importadas con des-tino al Valle del Cauca y al Cauca, que antes estaba en manos de los comerciantes antioqueños, desapareció cuando en Cali surgieron firmas mercantiles estimuladas por las mejores facilidades de comunicación con el Pacífico. En cuarto lugar, se registraron radicales cambios en la industria minera. Y finalmente, al terminar la Guerra de los Mil Días, se sentaron bases de estabilidad política que permitieron el desarrollo de la actividad económica en una forma más ordenada y menos inte-rrumpida por los recurrentes traumas que trajeron consigo los conflictos políticos del siglo anterior”.

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Todas esas fuerzas parecen haber contribuido a configurar, en una u otra forma, la coyuntura histórica a partir de la cual se inició el movimiento de industrializa-ción en Antioquia. En el texto de López Toro (1970:84-83), se perciben cambios de temporalidad para procesos que pondrán su sello a la historia de la región, y que permitirán a otros definir ciclos en esa historia.

Un buen ejemplo es Marco Palacios, quien sostiene: “Parece existir acuerdo entre los especialistas acerca de las “etapas” que caracterizarían la historia socio-económica de Antioquia desde fines del siglo XVIII hasta el presente. Tres serían esas épocas: la de la minería y el comercio de oro, la del café y finalmente la de la industrialización” (Palacios, 1982:85).

La delimitación de un siglo para el trabajo sobre la cultura en el Oriente An-tioqueño, acordada por el seminario, se fortalece en aquellos aportes; y a su vez le plantea nuevas tareas. Una de ellas es hacer un trabajo de sistematización de los grandes procesos económicos, sociales y políticos que ha vivido la región del oriente, para comprender desde ese marco lo que podría llamarse la historia cultural de la región. La serie de proyectos específicos contribuiría así, desde distintos ángulos y con los límites cronológicos que impone el objeto de conocimiento, a construir la imagen cultural del oriente.

Conviene recoger la siguiente recomendación de Ghislaine Ibiza de R.: “Te-nemos una serie bastante abundante de interpretaciones paralelas sobre Antioquia, algunas de ellas a veces logran converger en algún punto; creo que todas las ver-siones que tenemos en este momento permiten hacer una síntesis. El problema es cómo hacerlo para dar un paso más adelante en ese proceso de estudios sobre Antioquia” (Faes, 1982:153).

Es evidente, tal como lo comprueban las múltiples bibliografías sobre Antioquia, que los aspectos socioeconómicos se han mirado desde diversos ángulos. Pero no se puede asegurar lo mismo si vamos a hablar de la cultura. Para el Oriente Antioqueño hace falta sistematizar la información dispersa que habla de los procesos socio-económicos en el último siglo. Hace falta también configurar su historia cultural, y esta es una de las tareas. Además, para captar la realidad actual, el seminario aboca, con proyectos específicos, la construcción de la imagen cultural, es decir, de la concepción que sobre sí mismos han elaborado quienes se identifican con esa región o área cultural.

Región o área culturalEl estudio de áreas o regiones culturales tiene en la antropología una larga

tradición, fincada principalmente en los trabajos monográficos sobre etnias aisla-das. La literatura clásica empieza con Franz Boas y Bronislaw Malinowski y llega

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hasta nuestros días. Otras disciplinas, como la economía, la sociología y la ciencia política, tienen un buen historial en lo que para Julián Steward es el estudio de “áreas euroamericanas”.

No existe entre nosotros una práctica sistemática suficientemente evaluada y promovida (en la perspectiva de una ciencia social universal) para el trabajo interdisciplinario sobre áreas, en donde se pueden percibir diversos niveles de integración comunitaria, con el consiguiente peso relativo que tiene la tradición y la modernidad, lo viejo y lo nuevo, la estática y la dinámica, el equilibrio y el conflicto para sus individuos5.

El área cultural es un objeto de conocimiento, en el momento en que proyectos específicos determinen el contexto geográfico y social, o como dice Lévi-Strauss, el “aislado demográfico”. El área cultural es un instrumento conceptual para el conocimiento de una realidad en la medida en que permite delimitar el universo de análisis, fijar niveles de acción y fronteras de articulación de hechos culturales.

Para Steward, “cualquier área, independientemente de cómo se la defina, presen-ta una variedad de problemas que interesarán a diversos científicos, pero son grandes las probabilidades de que cada científico enfoque su atención sobre una parte del área con la finalidad de satisfacer sus propios intereses, que no siempre coincidirán con los de sus colegas de otras disciplinas”. Y prosigue: “La única alternativa a esta situación parece ser la de definir primero los problemas, y estudiarlos por medio, de las áreas y subáreas que parezcan pertinentes” (Steward, 1965:3).

El área es un “objeto maleable” de trabajo, según sean los ojos y los medios con los cuales quiera acercársele el investigador. De allí que sea tan valioso el trabajo interdisciplinario sobre áreas culturales.

Dice Steward que “parece probable que si un grupo de científicos sociales llega a conocer una misma área reducida a través de un estudio común, encontrará mucho en qué estar de acuerdo, en parte porque los datos de un área limitada se manejan más fácilmente, y en parte porque cada uno habrá alcanzado una mejor comprensión de la terminología y la metodología de los demás. Un cuerpo común de conocimientos, sobre el cual todos puedan estar de acuerdo, constituiría una base sobre la cual proseguir acumulando investigaciones” (Steward, 1965:5).

El seminario se ha visto enfrentado a la discusión sobre las condiciones par-ticulares de aprestamiento investigativo que resultan de la formación del investi-gador en disciplinas diferentes, aunque a todas se las pueda englobar con el mote de sociales o humanas.

5. Un enfoque interdisciplinario en el estudio de área sugiere el análisis teórico y metodológico de: 1. El carácter de la unidad área. 2. Los métodos de la cooperación interdisciplinaria. 3. La teoría y la práctica del estudio de áreas. 4. Los problemas particulares que guían el estudio.

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Ya no en el terreno de la postulación teórica sino en el de la práctica misma de esas habilidades teóricas y metodológicas que supone cada disciplina, se en-cuentra, por ejemplo, el desigual nivel de rigurosidad para incursionar en la fuente documental o en el trabajo directo con una comunidad viva.

En el manejo de fuentes y la rigurosidad de instrumentos, la historia y la sociología tienen mucho que enseñar. Sobre observación pasiva y participante, la Antropología cuenta con un bagaje apreciable. Una necesidad de la interdisciplina-riedad efectiva es comunicar el valor, el sentido y el alcance de cada uno de estos métodos y técnicas. Frente a la complejidad del asunto, el seminario ha optado inicialmente por el trabajo con fuentes secundarias y la observación meramente exploratoria del terreno.

Llegó a asumir esta modalidad de trabajo ante la necesidad de hacer un reco-nocimiento del área de trabajo, bajo unos parámetros generales comunes que le permitan “profundizar y ampliar la discusión acerca de la subregionalización, en términos de aquellos elementos que inicialmente se consideran constitutivos de la identidad cultural” 6.

El camino escogido para el trabajo exploratorio estuvo antecedido de dos con-clusiones importantes. La primera llevó a asumir una subregionalización del oriente con base en convergencias históricas, económicas, sociales y políticas. La segunda fue la de asumir una noción operativa de cultura que permitiera, en la exploración, captar las concepciones de individuos de las comunidades que se visitaran, sobre una serie de aspectos generales: las actividades económicas, las relaciones entre lo urbano y lo rural, las relaciones intergeneracionales, las nociones espaciotemporales, las creencias éticas y religiosas, las labores de aprendizaje formal e informal y las modalidades de organización y jerarquía social7.

En el punto en que se encuentra el seminario, ha empezado a producir conclusiones operativas, frente a una tarea colectiva a un plazo no muy corto de responder por la identidad regional del Oriente Antioqueño. Esto implica, a mi modo de ver, una renuncia a concebir el seminario como un lugar de confluencia semanal en el cual cada investigador da cuenta de los avances parciales de su tra-bajo independiente. Significa también que los proyectos específicos contemplados desde un principio adquieren un doble valor. Por un lado avanzan en el conoci-miento de aspectos importantes de la vida de una región, y por el otro aportan su cuota a la construcción de un tipo de formación cultural en el país, cuyos límites están por descubrirse.

6. Cfr. Plan de Actividades del Seminario Permanente. Pág. 2.7. Relatorías Nº 20 y 21. Seminario Permanente. Pág. 4 y 2.

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Por un trabajo etnológico sobre la culturaLa complejidad estructural del Oriente Antioqueño imposibilita abordar el objeto

de conocimiento (la cultura) a la manera clásica de la antropología en sociedades de pequeña escala, en donde una sola persona puede usar el método etnográfico para captar la totalidad del universo.

Esa complejidad hace honor a lo que Steward (1965:15) señala como “una diferenciación de grupos sociales especiales que abarcan varias sociedades locales y empiezan a aparecer instituciones nacionales”. Y agrega: “Los todos consisten, entonces, de tres clases de partes: 1. Las unidades locales, tales como comunidades, vecindarios, grupos domésticos y otros tipos especiales, que constituirán la división vertical del conjunto mayor; 2. Ocupaciones especializadas, clases, castas, razas y otras subsociedades que, como las unidades locales, pueden participar de distintas normas de vida, pero cuya extensión trasciende la localidad, y podrían llamarse divisiones socioculturales horizontales; 3. Las instituciones formales, tales como moneda, banca, comercio, sistema legal, educación, ejército, iglesia, ideologías políticas o filosóficas, y otras análogas, que vienen a constituirse como el esqueleto y el sistema nervioso que recorre la totalidad de la sociedad manteniéndola unida afectándola en todos los puntos”.

El método etnográfico no ha sido puesto a prueba (entre nosotros, y en forma generalizada) para el estudio de “segmentos horizontales socioculturales” y de “instituciones formales” que son portadores de subculturas. Las perspectivas en el seminario son las de intentar este acercamiento, pero yendo más allá de la mera reconstrucción etnográfica. En términos levistraussianos, la pretensión es etnológica y en tres direcciones: Tipos vecinos; histórica, para reconstruir el pasado de varias poblaciones; y sistemática, para dedicarle atención particular a varias técnicas, costumbres e instituciones (Lévi-Strauss, 1968:318-319).

Hasta el presente, el seminario ha abordado el oriente mediante proyectos específicos, sobre distintos tópicos, desde diferentes perspectivas teórico-metodoló-gicas, para ámbitos más o menos restringidos por el tema de estudio. A nuestro juicio, el conjunto de proyectos se constituye en programa de investigación en la medida en que el foco de atención principal, la cultura, concentre la discusión del colectivo.

La cultura está en la familia, la cocina, la arriería, el espacio público, la red informal, el rito y el ceremonialismo, la religiosidad, la literatura oral8. La tarea

8. Los proyectos presentados hasta el momento se refieren a La alimentación: aspecto básico en la conformación cultural de la identidad regional. Estrada. Identidad cultural y pequeña producción en el Oriente Antioqueño. Galeano y Sánchez. El arriero: una identidad y un eslabón en el desarrollo de

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colectiva consiste en aprehenderla, partiendo del trabajo puntual de cada proyecto. Porque aunque ella esté presente en los hechos cotidianos tanto como en eventos excepcionales de la vida social, quien se ocupa de estudiarla tiene que seleccionar de ese complejo de manifestaciones, aspectos que cumplan con la condición de ser significativos y operables. Una tarea difícil, que está en progreso en el seminario, es la de encontrar la articulación de esos proyectos específicos, en la medida en que se reconoce que la identificación cultural del oriente exige comprender la totalidad de los procesos que allí se han vivido.

Para apoyar lo anterior, se ve necesario un trabajo relativo a la comprensión sistemática de los procesos económicos, sociales y políticos que ha vivido el oriente en el último siglo, que le permita al seminario sustentar su visión del desarrollo cultural de la región. Las propuestas y proyectos pueden avanzar hacia la elaboración de tipologías que describan distintas variantes (por subregiones, estratos sociales y momentos) del comportamiento sociocultural de la población del oriente.

Un trabajo ligado al anterior, y poco aventurado entre nosotros, es el de desci-frar el funcionamiento de complejos (o sistemas) culturales intrarregionales. Puede ser un camino adecuado para alcanzar la meta final de identificar las constantes y las variables de un complejo cultural regional, es decir, su identidad cultural dinámica.

Hablo de las constantes y las variables del complejo porque el hecho mismo de que el seminario haya definido un corte temporal que comprende un siglo, implica ver en términos de proceso tanto los complejos intrarregionales como el regional. Así pues, las tipologías posibles incorporan coordenadas espacios temporales con sus correspondientes movimientos de expansión y contracción, para captar momentos y lugares. Todas las miradas están dirigidas sobre el mismo objeto y contribuirán a construir su representación.

Diversidad e identidadLa validez del estudio de una cultura regional trasciende los intereses nacio-

nales. Y el que se haga mediante la participación de diferentes disciplinas está en la perspectiva de las propuestas de la Unesco para el período que empieza ahora y terminará a fines de la década.

la economía nacional. Ferro. Redes informales o redes asociativas. Aramburo. Espacios colectivos e identidad cultural: una aproximación antropológica. Londoño. El estudio del arte literario oral en el Oriente Antioqueño. Grisales y Reiter. Familia y cultura en el Oriente Antioqueño. Jiménez y Arcila. Henao hace propuestas relativas a ritos y ceremonias del ciclo vital, religiosidad, salud, enfermedad y medicina tradicional, historia de la región. Sáenz hace una investigación sobre movimientos y paros cívicos. Y Escobar y Toro hacen un estudio sobre mentalidades.

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En su estrategia de acción sobre la cultura, la organización mundial propone: “En cuanto a los estudios de culturas regionales, ligados a la afirmación de la iden-tidad cultural y, también, al conocimiento mutuo de las culturas, la organización, aplicando a su propia acción una estrategia intercultural, debería proponer como principio no sólo la interdisciplinariedad sino la interculturalidad de los equipos de investigadores encargados de realizarlos. Así mismo debería efectuar esos estudios en relación más directa que en el pasado con las actividades que se refieren al pa-trimonio, para crear en la opinión mundial una conciencia clara de que el conjunto de las culturas y de sus testimonios materiales e inmateriales forman parte del patrimonio común de la humanidad” (Unesco, 1982:8).

Esa postura se apoya en una concepción de la “dimensión cultural del desarrollo, que reconoce en la cultura a la vez el motor y el fin del desarrollo —finalidad de finalidades—, con relación a la cual se ordenan todos los objetivos de crecimiento y progreso de una sociedad. Se trata de pensar el desarrollo a partir de otros puntos de referencia, es decir, considerar el auge económico y el progreso técnico, y también la vivienda, el trabajo, los ingresos, la enseñanza, la formación la información, el tiempo libre, el urbanismo en términos de valoración cultural” (Unesco, 1982:4).

Para proyectar este trabajo a nivel mundial, la conferencia general propone una noción de gran significación para el seminario permanente, la de identidad cultural: “La identidad cultural de una sociedad puede entenderse, del exterior como del interior, como el conjunto de las obras que la expresan a través de la historia, es decir su patrimonio cultural, físico y no físico. A otro nivel de análisis, se expresa a través de los sistemas de valores éticos, espirituales y culturales, estéticos. Por último, corresponde al sentimiento que experimentan los miembros de una colec-tividad que se reconoce en esa cultura, de que sólo pueden expresarse fielmente y desarrollarse libremente a partir de esta última: es el sentimiento de pertenencia y el descubrimiento de sus raíces” (Unesco, 1982:11-12).

Está en el orden del día el trabajo sobre la identidad cultural; pero hay algo más, frente al fenómeno actual de mundialización que conduce a la homogenei-zación cultural, a la “uniformización cada vez mayor de los modos de vida y de ciertas expresiones culturales”, la organización llama a reconocer y defender la diversidad cultural:

El significado de la identidad cultural se revela como núcleo viviente y principio dinámico de toda cultura, como expresión de la infinita diversidad de maneras de ser un hombre. La salvaguardia y la promoción de las múltiples identidades es una exigencia objetiva que resulta de la diversidad humana. Es cierto que vivimos la mundialización, pero lo que caracteriza el mundo actual sigue siendo la profunda diversidad de los pueblos y de sus culturas. Por lo demás ¿No podría una sociedad planetaria de la homogeneidad, paralizarse, anquilosarse, sucumbir a las leyes de la entropía, que se refiere también al campo de la cultura? Se puede, en efecto,

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pensar que la diversidad de culturas es, en el reino humano, tan necesaria como lo es, en el reino de los seres vivos, la conservación de las especies vegetales y animales. La diversidad es indispensable a la adaptación, al progreso y tal vez a la supervivencia misma de la especie humana (Unesco, 1982:1).

La identidad se alimenta de la diversidad. La noción es pensada como “un proceso de perpetua recreación de una sociedad por sí misma, que se nutre de diversidades internas asimiladas y de intercambios constantes con el exterior” (Unesco, 1982:12).

Las investigaciones sobre la identidad son vistas como la vía para la “coexis-tencia más armoniosa de las culturas”, con el consiguiente rechazo a los “etnocen-trismos y los estereotipos, y el reconocimiento del pluralismo cultural, dentro de fronteras nacionales y más allá de ellas” (Unesco, 1982:12).

El llamado a investigar sobre la identidad cultural para sociedades como las nuestras, en las cuales los modos de vida occidentales parecer ser determinantes, tiene sentido en la medida en que asumamos de entrada una historia que nos evi-dencia haber vivido y seguir viviendo formas de vida diferentes, creencias y cos-tumbres con toques de excepción frente a otras. O visto de otra manera, la identidad cultural merece ser entendida en la medida en que nos ayude a reconocer nuestro “sentimiento de pertenencia”, eso que nos permite vivir como peces en el agua y sin lo cual naufragaríamos en otros mares.

La identidad cultural no puede entenderse como una defensa del nosotros po-niendo talanqueras para que los otros no invadan nuestro territorio. Esto es imposible a la luz de la historia de la humanidad, que a la manera de decir de Bastide (1973:9) es “la historia de la intensificación progresiva de las relaciones humanas”.

Tenemos que diferenciar entre la lucha por una identidad cultural que nos po-sibilite el diálogo intercultural, y aquella guerra ya resuelta por el etnocentrismo. Volvamos con Bastide en su defensa de la paz y el desarrollo bajo la bandera de la cultura, cuando afirma: “Creemos que únicamente la preservación de sus identi-dades culturales permitirá a los grupos establecer lazos fraternales entre sí, porque entonces cada uno adquirirá el sentido de su dignidad, que consiste en contribuir al acrecentamiento de la riqueza común con un aporte único a la gran aventura de la especie humana sobre la tierra” (Bastide, (1973:10).

Por una noción operativa sobre la culturaCuando la Unesco (1982:1-12) propone en su proyecto de plan a plazo medio

trabajar sobre la cultura y el futuro, acoge una noción operativa de cultura. Se habla de la cultura como “modos de vida”; “expresión de la infinita diversidad de maneras de ser un hombre”; “personalidad objetiva caracterizada por las costumbres, las

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creencias, los mitos, una o varias lenguas, las tradiciones orales, y una producción literaria y artística”.

Las nociones de la Unesco, que tienen importancia en cuanto pesan para la definición de políticas culturales en una gran cantidad de naciones, pasan a engrosar el listado que Kroeber y Kluckhohn clasificaban según los énfasis y sesgos. Para ellos, unas nociones eran descriptivas, las otras históricas; algunas normativas, otras psicológicas y otras más genéticas. En la tarea de buscar una noción unificadora, es conveniente hacer el análisis comparativo de diversas acepciones, de tal modo que captemos no sólo la idea general, sino también los componentes y su articulación.

Sin hacernos exhaustivos, veamos algunas definiciones, Tylor: “Cultura es ese todo complejo que comprende el conocimiento, las creencias, el arte moral, la ley, la costumbre y otras facultades y hábitos adquiridos por el hombre en cuanto miembro de la sociedad”. Boas: “La cultura incluye todas las manifestaciones de los hábitos sociales de una comunidad, las reacciones del individuo en la medida en que se vean afectadas por las costumbres del grupo en que vive, y los productos de las actividades humanas en la medida en que se vean determinadas por dichas costumbres”. Kroeber: “La cultura la constituye la mayor parte de las reacciones motoras, los hábitos, las técnicas, las ideas y valores aprendidos y transmitidos —y la conducta que provocan—. La cultura es el producto especial y exclusivo del hombre, y es la cualidad que lo distingue en el Cosmos”. Malinowski: “La palabra cultura se utiliza a veces como sinónimo de civilización, pero es mejor utilizar los dos términos distinguiéndolos, reservando civilización para un aspecto especial de las culturas más avanzadas. La cultura incluye los artefactos, bienes, procedimientos técnicos, ideas, hábitos y valores heredados”.

White: “Si definimos la cultura como compuesta de cosas y acontecimientos directa o indirectamente observables en el mundo exterior, tendremos igualmente que definir cuál es el lugar de ocurrencia y el grado de realidad de estos fenómenos, es decir, resolver la cuestión de cuál sea el lugar de la cultura. Y la respuesta es: las cosas y acontecimientos que comprende la cultura se manifiestan en el tiempo y el espacio a) en los organismos humanos, en forma de creencias, conceptos, emo-ciones, actitudes; b) en el proceso de interacción social entre los seres humanos; y c) en los objetos materiales (hachas, fábricas, ferrocarriles, cuencos de cerámica) que rodean a los organismos humanos integrados en las pautas de interacción social. El lugar de la cultura es pues a la vez intraorgánico, interorgánico y extra orgánico”. Leach: “La cultura es el contenido de las relaciones sociales. El término hace hincapié en el componente de los recursos humanos acumulados, materiales, así como inmateriales, que las personas heredan, utilizan, transforman, aumentan y transmiten”. Estas definiciones están contenidas en un trabajo nuestro sobre: Discusión de la noción teórica de cultura.

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A manera de síntesis globalizadora, Lévi-Strauss (1962:1968:57) dice: “Lla-mamos cultura a todo conjunto etnográfico que desde el punto de vista de la pros-pección presenta, con relación a otros conjuntos, variaciones significativas”. Y en la misma dirección anota Lucy Mair (1970:16) que la cultura es “la posesión de un conjunto étnico que comparte las mismas tradiciones”.

De las distintas nociones comparadas, se observa que unas permiten acercarnos, de distintos modos, a la realidad positiva, y extraer de allí lo necesario para entender la forma en que se expresa una cultura; las otras nos invitan a descubrir unos límites dentro de los cuales todo lo que acaece tiene calidad de manifestación cultural.

Del conjunto de definiciones he intentado encontrar unas constantes que me permitan acoger alguna noción operativa. Lo constante es ver al hombre: 1. En la acción repetitiva, 2. En relación con la naturaleza, 3. En relación social, 4. En trabajo de abstracción y producción de ideas y actos, 5. En relaciones limitadas de comunicación, 6. Inmerso en un espacio y un tiempo delimitados.

Esa Babel inevitable, que evidencia la ambigüedad del objeto general que la Antropología debe abordar científicamente, está en correspondencia con el desarrollo de la disciplina en occidente, sujeto a múltiples tendencias y corrientes teóricas. De todos modos, el que estemos abocados a tomar como objeto de trabajo la cultura, nos obliga a optar por una definición que ubique en un terreno concreto aquello a lo que se va a dirigir la mirada sistemática.

En la construcción de dicha noción encontramos válida y actual la propuesta de Ward Goodenough (1970:198) que concreta la cultura en formas, proposiciones, creencias, valores, reglas, recetas, rutinas y costumbres y el contenido de la cultura es el siguiente: “1. Las formas en que la gente ha organizado sus experiencias del mundo real de tal manera que tenga una estructura como mundo fenoménico de formas, es decir, sus percepciones y conceptos. 2. Las formas en que la gente ha organizado sus experiencias del mundo fenoménico de tal forma que tenga estruc-tura como un sistema de relaciones de causa efecto, es decir, las proposiciones y creencias mediante las cuales explican los acontecimientos y planean tácticas para llevar a cabo sus propósitos. 3. La forma en que la gente ha organizado sus experiencias del mundo fenoménico para estructurar sus diversas disposiciones en jerarquías de preferencias, es decir, sus sistemas de valores o de sentimientos. Estos proporcionan los principios para seleccionar y establecer propósitos y para mantenerse conscientemente orientado en un mundo fenoménico cambiante. 4. La forma en que la gente ha organizado sus experiencias de los pasados esfuerzos de realizar propósitos repetidos en procederes operativos para realizar sus propósitos en el futuro, es decir, el conjunto de “principios gramaticales” de la acción y una serie de recetas para tratar con las personas así como para tratar con las cosas materiales. La cultura, pues, consta de normas para decidir lo que es, normas para

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decidir lo que puede ser, normas para decidir lo que no siente, normas para decidir qué hacer y normas para decidir cómo hacerlo”.

Cada uno de estos aspectos tendría significado y función en sociedades con-cretas; y lo entendemos de la siguiente manera:

Las formas hacen referencia al catálogo de categorías formales mediante las cuales se puede constituir un conjunto con rasgos distintivos, por ejemplo el color, la lengua, la cocina, el parentesco, la moda.

Mediante proposiciones se establecen relaciones espaciales, temporales, se-mánticas, simbólicas, de inclusión y de exclusión (Goodenough, 1970:202). De esta manera se puede desechar lo viejo y admitir lo nuevo, reconfigurar los conjuntos significativos, entender las variaciones discursivas, reconocer el valor que en una comunidad poseen tanto la magia y la mitología como el arte y la fantasía.

Las proposiciones nos conducen a afirmaciones a las que damos plena validez, al punto de convertirlas en creencias. Estás creencias tiene vigencia en la medida en que la sociedad que las asume les dé pleno valor lógico o empírico. Las creencias sistematizan la experiencia de una comunidad “aclarando incoherencias y uniendo dominios de categorías más amplias”. Son tan importantes las creencias privadas como las públicas, y deben ser asumidas por el investigador para captar compor-tamientos equivalentes y formas de vida organizada.

En los seres humanos las creencias están teñidas de valoraciones individuales y colectivas que ponen en juego los sentimientos, que buscan la gratificación de deseos y necesidades. Una sociedad debe aceptar este cometido organizadamente, balancear la valoración de cada cosa de tal forma que signifique utilidad común.

Por lo anterior se hacen necesarias reglas sociales o códigos de conducta que es-pecifiquen los derechos y privilegios que tienen “las personas y las cosas socialmente distribuidas”. Y en términos de Lévi-Strauss, serían prohibiciones y prescripciones que permitan el intercambio y la reciprocidad humana. Se da por entendido que el grupo asume para todos sus individuos la observancia de las mismas reglas.

Al no existir la plena libertad de acción individual, en tanto que las reglas sociales restringen, se opera en la gente el fenómeno, dice Goodenough, de que “desarrolla recetas o fórmulas para muchos propósitos que se repiten”, con ello se reduce la improvisación, se añaden restricciones y se “estructura más la orga-nización sintáctica de la actividad humana” (Goodenough, 1970:215). Las recetas darían cuenta de “cómo hacer las cosas”.

Serían las rutinas o hábitos y las costumbres de allí derivadas, las que darían cuenta de la realización de las recetas. La frontera entre la rutina y la costumbre podría captarse en la distancia que va de la realización de un acto repetitivo que no ha sido pensado por su ejecutante (rutina o hábito), al acto repetitivo ya pensado por el ejecutante, convertido en el camino natural o expedito de actuar socialmente,

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hasta el punto de tornarse costumbre o derecho consuetudinario. Por este camino es que puede entenderse que la costumbre sea la llave que abre la puerta a diversas instituciones sociales.

La reiteración de las actividades derivadas de las costumbres de una comunidad, en razón de su eficacia y de la garantía como “armonizadores” de las relaciones sociales, da pie a la fundación de instituciones. Malinowski (1931:93) afirma que las instituciones son “las verdaderas unidades componentes de las culturas que tienen un considerable grado de permanencia, universalidad e independencia, en cuanto que son sistemas organizados de actividades humanas”.

Aunque la cultura está presente en los hechos cotidianos tanto como en los eventos excepcionales en la vida de una comunidad, quien va a ocuparse de estudiarla tiene que seleccionar de ese complejo de manifestaciones culturales, aspectos que cumplan con la condición de ser significativos y manipulables en el laboratorio. De allí la importancia que tiene la formalización de la cultura para el investigador de campo. En este sentido es que el debate del seminario sobre la cultura superará los escollos teóricos en el momento en que confronte su noción operativa con la realidad regional cuyo estudio está en marcha.

Enseñanzas e inquietudesEl seminario permanente sobre el desarrollo cultural en el Oriente Antioqueño

ha sido el motivador de estas líneas, que no buscan agotar el debate sobre proble-mas, de mayor o menor significación, frente a los cuales hemos gastado largas y fructíferas horas.

De gran valor ha sido el diálogo interdisciplinario, que muestra su creatividad cuando se enfrenta a procesos investigativos. La cátedra universitaria podría ali-mentarse enormemente de este tipo de experiencias, pero el primer paso que hay que dar es asumir con humildad los niveles de ignorancia y sabiduría que tenemos, debido a la formación profesional aislada y aislacionista en la que se mueve nuestra academia.

Por otro lado, debemos recoger la iniciativa que la comunidad cultural de naciones ha hecho suya, para fortalecer la comunicación intercultural, desarrollar el aprecio mutuo de las culturas, y en tal sentido avanzar en la “investigación científica profunda, que ponga de manifiesto a la vez los aspectos enriquecedores y los aspectos críticos de la comunicación entre culturas”, como son “los flujos turísticos, las migraciones del campo a la ciudad, la situación cultural de los países pluriétnicos, las ‘culturas de mestizaje’” (Unesco, 1982:12-13).

Finalmente, podemos recoger varias ideas luminosas de Gramsci (1967:97) para avanzar en la tarea que nos hemos propuesto: “La cuestión de qué es el hombre es,

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de antiguo, el llamado problema de la ‘naturaleza humana’, la búsqueda por crear una ciencia del ‘hombre’, una filosofía que arranque del concepto individual y co-lectivo que pueda contener todo lo humano. Pero, como concepto y hecho unitario ¿lo humano es un punto de partida o de llegada? o esta búsqueda, planteada como punto de partida, ¿no es, realmente, sedimento ‘teológico’ y ‘metafísico’?”.

La filosofía no se debe reducir a ser un naturalismo ‘antropológico’, ya que la unidad del género humano no procede de la naturaleza biológica del hombre. Las diferencias que para el hombre cuentan en la historia no son las biológicas (razas, conformación del cráneo, color de la piel). Y si a esto se reduce la afirmación de que el hombre es lo que come —trigo en Europa, arroz en Asia— quedaría, a su vez, reducida a esta otra: el hombre es el país donde habita; porque, por lo general, la mayor parte de la alimentación está ligada a la tierra donde se vive, y ni siquiera la unidad biológica ha contado nunca gran cosa en la historia.

El hombre es el animal que se comió a sí mismo en la época en que se hallaba más próximo al ‘estado natural’, cuando no podía multiplicar artificialmente la pro-ducción de bienes materiales. Tampoco la facultad de razonar o el espíritu crearon unidad, ni se pueden reconocer como hechos unitarios, sino simplemente como conceptos formales, categóricos. “No es el ‘pensamiento’ sino lo que se piensa lo que realmente une o diferencia a los hombres” (Gramsci, 1967:97).

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El Oriente antioqueño, una cultura en transición*

El oriente antioqueño, desde el punto de vista histórico, es una región nueva y heterogénea porque aglutina localidades del nordeste, el oriente, el sur y el Magdale-na Medio. Económica y políticamente es un mosaico de formas de producción y un enjambre de fuerzas sociales y proyectos ideológicos distintos y contradictorios.

En lo cultural, la identidad de la región es el resultado de la combinatoria de expresiones campesinas, aún dominantes, y citadinas, en avance vertiginoso. Con-viven en el Oriente, por ejemplo, la familia del padre hacedor de riqueza y de la madre matrona y guía espiritual del niño, con la familia donde la mujer trabaja por fuera del hogar, mientras el hombre desempleado es incapaz de asumir las labores domésticas porque su papel es extrahogareño.

Elementos de identidad tan disímiles, como la dieta alimenticia basada en el maíz, el plátano, el café y la panela, o la religiosidad católica, han perdido peso dentro de la cultura del Oriente. En el primer caso debido a la pobreza y, en el segundo, a la secularización de la vida.

De la identidad doméstica campesina, que caracterizó a la región desde el siglo XIX hasta promediar el siglo XX, se está pasando a un proyecto cultural urbano que rompe con esa vida doméstica y con la peculiaridad de los localismos. Así, viviendo tal transformación, está entrando el Oriente antioqueño al próximo siglo.

* Tomado de: Informe Especial Oriente Antioqueño. Revista Antioqueña de Economía y Desarrollo. Fundación para la Economía y la Cultura, Cámara de Comercio de Medellín. Medellín, mayo-agosto de 1989.

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Utilización de los espaciosToda localidad posee un amoblamiento que es de uso sectorial de los poblado-

res. Las prácticas sociales se realizan en espacios públicos y privados que quedan grabados en la memoria colectiva hasta convertirse en factores de identidad con una época, con unas formas de vivir de generaciones, clases o sectores sociales.

La generación juvenil del Oriente, por ejemplo, hace suyos los espacios que llamamos no-institucionales: la calle, la cancha, la taberna, el río, el cerro, el parque, la heladería y la discoteca. En ellos desarrolla una parte importante del proceso de socialización. Cuando el joven usa los espacios vuelve a definirlos.

Por su parte, la generación adulta hace suyos los espacios institucionales: las edificaciones de servicios públicos, la iglesia, la casa de habitación y el mercado. En términos globales, los usos sociales del espacio difieren dependiendo del grupo generacional que se considere o de si la población es campesina o pueblerina.

En consecuencia, en el Oriente interactúan diferentes percepciones del espacio: la del poblador con ejercicio ciudadano del entorno y la del campesino que apenas sabe identificar la cúpula de la iglesia o la oficina de la Caja Agraria —el campesino por esencia se mueve en su espacio doméstico, muy cerca de la naturaleza—. De allí que deba hablarse de un continuo espacial regional, que va del asentamiento de frontera, pasa por la aldea doméstica y por el pueblo nuevo, histórico o colonizador, hasta llegar a la ciudad en proceso de consolidación o intermedia. En esta última se presenta el contrapunteo entre el citadino, el pueblerino y el campesino1.

La transición culturalOtra vía de acercamiento a la identidad regional es la información proveniente

de los procesos de socialización que adelantan la familia, la iglesia, la escuela, las instituciones promotoras de cultura y los medios masivos de comunicación.

El hombre creador de riqueza y la mujer madre aparecen desde el principio en el discurso de la familia antioqueña. Al mismo tiempo aparece la noción de ries-go, la idea de caminar “sobre el filo de la navaja”, entre la vida y la muerte, para vencer los obstáculos y alcanzar la ganancia. Las familias de colonos, arrieros y negociantes con principios católicos y conservadores signaron la cotidianidad del parcelero marinillo, santuariano, granadino o sonsoneño.

Por su parte, los valores asociados con el riesgo, la aventura y el canto libertario, influyeron en la formación del sanrafaelita, del alejandrino y del guarneño. Y los

1. La noción “campesino” es genérica y ambigua, cuando se hace referencia a una ruralidad de jornaleros, mineros, colonos y estratos sociales diferentes. La noción “poblador rural” podría ser más englobadora.

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caminos de arriería dieron lugar al jugador empedernido, al machista montañero, al culebrero y al trovador conquistador de las vertientes fronterizas.

En relación con la iglesia, esta fue un socializador importante en el pasado de las localidades del Oriente. Como en la totalidad del departamento, la iglesia tiene tal peso que ha remplazado al hombre colonizador como figura y realidad paterna, convirtiéndose el cura en una presencia doméstica junto a la mujer madre.

Hoy es clara la diferencia entre dicha institución y el comportamiento del poblador. Si bien la religiosidad católica se mantiene, sólo la iglesia que ha sabido comunicarse con las ansiedades espirituales y con las necesidades materiales de los habitantes actuales, tiene presencia e influencia.

Así, en Sonsón o Marinilla el sacerdote conserva su distancia del habitante del común, mientras que en El Peñol o en San Carlos la cercanía entre el feligrés y el cura los lleva a fundirse en diversas actividades de la vida cotidiana. El grado de distanciamiento entre la iglesia y los pobladores da la idea del peso que las pautas del comportamiento religioso o secular tienen hoy entre ellos. Hay tendencias a la secularización de la vida ciudadana en contrapunteo con la religiosidad de la vida campesina.

No futuroLa escuela tiene cada vez mayor influencia en la población, aunque en muchos

aspectos el contenido de la educación vaya en contravía de las necesidades de formación de las nuevas generaciones.

Las opciones de capacitación están directamente relacionadas con el tamaño de las concentraciones urbanas. Rionegro, Marinilla, Sonsón y Granada, ofrecen una amplia gama de frentes de capacitación. Pero municipios como San Vicente, El Peñol, Puerto Triunfo, Alejandría, San Roque, entre otros, no responden a las necesidades educativas.

Más allá de estos factores, la formación académica incide en las expectativas de jóvenes y viejos pobladores. El joven de Rionegro demanda especializaciones relacionadas con las perspectivas de centro exportador del municipio. Mientras que el estudiante de Puerto Triunfo no sabe cómo articular su educación con la recolección de pescado y limón, o con la vida para-institucional nacida del narcotráfico.

En muchos casos la educación ubica al joven en un espacio social diferente al de su localidad. Los deseos de irse a la ciudad y formarse profesionalmente en alguna ciencia que poca conexión tiene con el medio en que vive, crean inestabili-dad y desarraigo en este grupo generacional. La mayoría de los jóvenes reconocen la diferencia entre un futuro deseable y un futuro posible y concluyen que lo que tienen enfrente es un “no futuro”.

239

El complemento directo a tal desazón proviene de un magisterio capacitado para un proyecto de nación urbana que poco coincide con las sociedades en las que se ejerce el oficio. Lastimosamente la excepción en el Oriente es que el maestro sea un dinamizador social y cultural, que posea nociones sobre lo particular y lo general, lo local y lo nacional, lo rural y lo urbano, lo campesino y lo citadino, y dosifique lo uno con lo otro en su ejercicio docente.

En el Oriente muchos maestros se han visto obligados a emigrar por amenazas contra sus vidas después de haber asumido un papel participativo en la vida local. La intolerancia ideológica lleva a que sectores ultratradicionales confundan propuestas de cambio y reformas con proyectos políticos —y militares— ultrarradicales.

Los medios masivos de comunicación son el quinto mecanismo de transmisión cultural que actúa en la región. El peso socializador de los medios es creciente, su irradiación en los últimos 30 años ha sido acelerada. Los patrones occidentales de vida se acentúan cada vez más. La televisión se ha encargado de mostrar otras formas de comportamiento y otros modos de vida.

La electrificación y los transistores pusieron al alcance de habitantes de estratos socioeconómicos muy distintos, ideas, costumbres, rutinas diferentes. Los efectos subliminales de los medios no han sido suficientemente evaluados.

La adquisición fácil de riqueza, la desvalorización de la vida, la intrascen-dencia de la muerte, la ausencia del dolor, la desaparición de la culpa, la reduc- ción de la sexualidad a la genitalidad, son elementos culturales de otra manera de ser que deben mucho a los medios. Pero al mismo tiempo se reduce en la mente de los espectadores la geografía, desaparece el peligro de otras gentes y costumbres.

Todo esto y más está en juego cuando las audiencias campesinas o puebleri-nas se sientan afanosas alrededor de la telenovela del mediodía, de la tarde o de la noche.

La prensa es otro medio de configuración y transformación de la identidad. La prensa local tuvo la función de creadora de opinión y organizadora de la sociedad, como sucedió en Sonsón, Rionegro o Marinilla. Ser importante era encontrarse alguna vez en letras de imprenta. En muchos casos la prensa auspiciaba acciones comunitarias o llevaba al cambio de conductas. La prensa era el otro “buen ve-cino”.

El peso de la prensa local ha disminuido en algo por la presencia diaria de la prensa nacional. Pero no ha perdido toda su eficacia, pues sigue siendo la memoria de la vida pueblerina o aldeana. Tanto la prensa como la radio local tienen impor-tancia para los habitantes, convirtiéndose de esa manera en cohesionantes sociales y culturales y en factores de identidad y memoria del pasado.

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Expresiones culturalesOtra vía para entender la idiosincrasia de los pobladores del Oriente son sus

expresiones espirituales, que reflejan los valores éticos y estéticos enraizados en la memoria colectiva.

En términos generales, hay dos tipos de expresión en la región. Uno es pro-movido por las instituciones de la cultura, universalizante, que se repite con igual similitud en Medellín, Puerto Triunfo o San Vicente y que está sujeto a los paráme-tros de la “cultura occidental”: danza clásica, teatro universal, música culta, arte, poesía. Este tipo de expresión cultural es promovida por las élites, con la intención de educar a la gente, de cultivarla en los valores estéticos que se presumen univer-sales del espíritu humano.

La otra forma de expresión es localista, espontánea, coyuntural, repentina, “montañera” y provinciana. Puede englobarse con el término costumbrismo. La noción de costumbrismo es muy próxima al concepto genérico de folclor: formas institucionalizadas de expresión que han alcanzado a trascender un pequeño territorio y unas pocas generaciones de pobladores. Lucía Javier, escritora sonsoneña, es un buen ejemplo del costumbrismo paisa. Estas expresiones son el reflejo inmediato de lo que está cerca, especialmente en la vida rural, por ejemplo, la trova, el sainete, la música de carrilera. La cotidianidad es la savia de este tipo de expresión.

La vida cotidiana alimenta también eventos periódicos de la comunidad, fiestas sagradas y profanas, conmemoraciones o días especiales. Las fiestas del maíz en Sonsón, de la colina en San Vicente, del limón en Puerto Triunfo, del tomate en El Peñol, la Semana Santa en Marinilla, la constitución federalista en Rionegro, son algunos de esos eventos.

Las sociedades que poseen expresiones culturales sólidas, identificatorias de lo propio, mantienen el rito de la fiesta o la conmemoración por encima de los avatares políticos y sociales. La pérdida de peso e influencia de estos eventos significa la inserción en un mundo cultural complejo, urbano, de clases y sectores con intereses contradictorios.

Búsqueda culturalFinalmente, se puede decir que el Oriente antioqueño es una región histórica

y culturalmente importante para entender el “ethos paisa”. Esa manera de ser del colonizador, aventurero y jugador, que se extendió desde Rionegro y Marinilla en un comienzo y luego desde Sonsón, es el modelo de colonización que ha dado lugar a numerosos estudios.

Hoy ese Oriente es complejo, distinto en el altiplano, la vertiente y la ribera. Diferente después de las grandes obras de impacto como el sistema hidroeléctrico

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2. Tomado de Plan de Actividades Septiembre-Diciembre de 1984. Seminario Desarrollo Cultural del Oriente Antioqueño. Medellín, 31 Agosto de 1984. Págs. 3-4.

y la autopista Medellín-Bogotá, entre otras. El Oriente es en la actualidad una constelación de localidades en donde conviven en conflicto valores viejos y nuevos, modos de vida informal y subterráneos, con proyectos cívicos culturales, populares y religiosos que luchan por rescatar el lado positivo de los ciudadanos.

La región tiene una ventaja sobre otras zonas de Antioquia, hay un buen nú-mero de instituciones y personas ligadas a su destino económico, político, social y cultural que están “apersonándose” de su futuro. Se trata ahora de levantar una sociedad con una identidad cultural que la obligue a construir la vida.

Anexo: Subregiones del Oriente Antioqueño2:1. La formada por los municipios de Rionegro, La Ceja, El Retiro, Guarne, La

Unión y El Carmen de Viboral. Estos municipios están localizados en lo que tradicionalmente se conoce como el Oriente Cercano y presentan como rasgos más característicos: importante proceso de industrialización, desarrollo de la agroindustria de la floricultura y la ganadería lechera tecnificada, infraestructura vial de buenas condiciones que comunica fácilmente con el Valle de Aburrá, fuerte presencia de parcelaciones para fincas de recreo y uso intensivo de la zona como lugar de recreación y turismo. Otra característica de los municipios de esta subregión es la influencia que históricamente ha ejercido sobre ellos Rionegro como centro regional.

2. La integrada por los municipios de Marinilla, San Vicente. Santuario y Gra-nada, los cuales están localizados también en la zona del Oriente Cercano y presentan características similares a las de la primera región. Históricamente se diferencian, sin embargo, por haber pertenecido a la órbita de influencia de Marinilla en su tradicional rivalidad con Rionegro.

3. La conformada por los municipios de Alejandría, Concepción y Santo Domin-go. Es una subregión de economía agrícola tradicional que no ha recibido el impacto de actividades industriales, pero cuenta con actividades no presentes en otras subregiones, como la minería. Históricamente ha sido la vía de contacto del Oriente con otra región de gran importancia en el departamento como es el Nordeste.

4. La formada por los municipios de El Peñol, Guatapé, San Rafael y San Carlos. Dada su localización en la vertiente de la cordillera, es una subregión de gran potencial hidroeléctrico que ha venido siendo aprovechado en las últimas dé-cadas con la construcción de grandes centrales. El impacto de estas obras ha

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sido de tal magnitud que claramente autorizan considerarla como una subregión especial.

5. En ella se encuentran Cocorná y San Luis. Corresponde a la vertiente de la cordillera occidental de claras diferencias con la zona de la meseta de Rionegro desde el punto de vista de las condiciones climáticas y de explotación agrícola. Es una zona de frontera con el Magdalena Medio.

6. La que integran los municipios de Abejorral, Sonsón, Argelia, Nariño y Sala-mina. A excepción de éste último, constituyen la conocida zona del suroriente antioqueño. Subregión de economía agrícola tradicional que ha recibido muy débilmente el impacto de nuevas actividades. Históricamente es de gran im-portancia por haber sido la zona de la que partieron los movimientos de la llamada colonización antioqueña.

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