libro complementario | capítulo 13 | el señor de la vida | escuela sabática

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13 El Señor de la vida H a escuchado usted la expresión «Viernes Negro»? En los Estados Unidos se usa para aludir al viernes que sigue al Día de Acción de Gracias. No vaya usted a suponer que dicho nombre ha de encerrar algún significado macabro, rayano en lo demoníaco. Nada que ver. Hay dos explicaciones en cuanto al origen de la frase. Algunos proponen que «Viernes Negro» fue el término que acuñaron los policías debido a la gran cantidad de gente y de vehículos que ese día abarrotan las calles de las principales ciudades de Estados Unidos. Por otro lado, como el «Viernes Negro» da inicio a la temporada de com- pras navideñas, hay quienes sugieren que el nombre se debe a que los registros de contabilidad de los establecimientos comerciales pasan de rojo (déficit) a negro (superávit). Como las tiendas ofrecen grandes descuentos, la gente sale a comprar desde antes de la medianoche a fin de aprovechar las ofertas inigualables que únicamente podrán conseguirse ese día. Tanto por los signifi- cativos descuentos como por la cantidad de personas que moviliza, el «Viernes Negro» ha llegado a ser un día que muchos esperan con ansias. Hace dos mil años hubo un «viernes negro», el más negro de la historia. Lucas nos cuenta que aquel viernes, mientras el Hijo de Dios se hallaba cla- vado en la cruz, «toda la tierra quedó sumida en oscuridad» (Luc. 23: 44, NVI). Ese día Dios hizo la mayor oferta que alguna vez hayan recibido los seres humanos: puso la salvación, de forma gratuita, al alcance de todos no- sotros. Aquel sombrío viernes en el Gólgota, Dios no hizo un simple des- cuento en nuestra deuda, ¡sino que la pagó por completo! Llevó sobre sus hombros —en la persona de Cristo— el peso de nuestras culpas y pecados, para que hoy pudiésemos disfrutar de vida eterna. ¡Qué amor tan maravilloso! Y,

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Page 1: Libro Complementario | Capítulo 13 | El Señor de la vida | Escuela Sabática

13El Señor de la vida

Ha escuchado usted la expresión «Viernes Negro»? En los Estados Unidos se usa para aludir al viernes que sigue al Día de Acción de Gracias. No vaya usted a suponer que dicho nombre ha de

encerrar algún significado macabro, rayano en lo demoníaco. Nada que ver. Hay dos explicaciones en cuanto al origen de la frase. Algunos proponen que «Viernes Negro» fue el término que acuñaron los policías debido a la gran cantidad de gente y de vehículos que ese día abarrotan las calles de las principales ciudades de Estados Unidos.

Por otro lado, como el «Viernes Negro» da inicio a la temporada de com­pras navideñas, hay quienes sugieren que el nombre se debe a que los registros de contabilidad de los establecimientos comerciales pasan de rojo (déficit) a negro (superávit). Como las tiendas ofrecen grandes descuentos, la gente sale a comprar desde antes de la medianoche a fin de aprovechar las ofertas inigualables que únicamente podrán conseguirse ese día. Tanto por los signifi­cativos descuentos como por la cantidad de personas que moviliza, el «Viernes Negro» ha llegado a ser un día que muchos esperan con ansias.

Hace dos mil años hubo un «viernes negro», el más negro de la historia. Lucas nos cuenta que aquel viernes, mientras el Hijo de Dios se hallaba cla­vado en la cruz, «toda la tierra quedó sumida en oscuridad» (Luc. 23: 44, NVI). Ese día Dios hizo la mayor oferta que alguna vez hayan recibido los seres humanos: puso la salvación, de forma gratuita, al alcance de todos no­sotros. Aquel sombrío viernes en el Gólgota, Dios no hizo un simple des­cuento en nuestra deuda, ¡sino que la pagó por completo! Llevó sobre sus hombros —en la persona de Cristo— el peso de nuestras culpas y pecados, para que hoy pudiésemos disfrutar de vida eterna. ¡Qué amor tan maravilloso! Y,

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además, no necesitamos hacer una larga fila durante varias horas para aprove­char esa extraordinaria oferta salvífica. La invitación está abierta: «¡Vengan a las aguas todos los que tengan sed! ¡Vengan a comprar y a comer los que no ten­gan dinero! Vengan, compren vino y leche sin pago alguno» (Isa. 55 :1 , DHH).

¿Qué nos dice Lucas respecto a los acontecimientos ocurridos durante ese renegrido día?1

El inocente que murió por los pecadoresLa muerte de Cristo es un tema recurrente en el Nuevo Testamento y en los

escritos de los primeros padres de la iglesia. Sin embargo, Lucas, como suele ser su costumbre, presenta ciertos detalles que son exclusivos de su Evangelio.

Por ejemplo, él es el único que menciona el episodio en el que las mujeres lloran al percibir la inminente crucifixión de Jesús (Luc. 23: 27-32). Él es el único evangelista que registra las palabras de perdón pronunciadas desde la cruz: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (vers. 34); él es el único en decir que «el pueblo estaba mirando» (vers. 35); ningún otro escri­tor bíblico se hace eco del escarnio y la burla de los soldados (vers. 36, 37) ni de la actitud del «buen» ladrón (41-43); solo Lucas registró las palabras: «Pa­dre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (vers. 46) y, asimismo, ningún otro Evangelio hace mención de que «toda la multitud de los que estaban presentes en este espectáculo, viendo lo que había acontecido, se volvían golpeándose el pecho» (vers. 48).

¿Qué más podemos aprender sobre la muerte de Cristo de acuerdo con el relato Lucano? La noche antes de su crucifixión, el Maestro le aseguró a sus seguidores que «a la verdad el Hijo del hombre va, según lo que está determina­do, pero ¡ay de aquel hombre por quien es entregado» (Luc. 22: 22). En otras palabras, el Señor sabía muy bien que su fin ya había sido «determinado», que su destino ya estaba «decretado». Es preciso notar aquí, que lo «determi­nado» no era la traición de Judas, sino la entrega del Hijo de Dios.2 El acto perpetrado por Judas no puede ser considerado como una predeterminación divina en contra de ese tristemente célebre personaje. Lo que Dios había «de­terminado» desde antes de la creación del mundo era que su Hijo amado pa­decería en lugar de los pecadores (1 Ped. 1: 20). El concilio celestial no «de­terminó» que Judas fuera el «hijo de perdición». La «determinación» del cielo

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consistió en «decretar» que Cristo habría de morir la muerte que nos tocaba a todos nosotros. Dios «decreta» cómo nos salvará, no cómo nos perderemos.

En el libro de los Hechos, el mismo Lucas escribió que Jesús murió «según el determinado designio y previo conocimiento de Dios» (2: 23, BJ). La palabra griega horizo, traducida como «determinar» en Lucas 22: 22 y en Hechos 2: 23 también aparece en Hechos 17: 31: «Porque Dios ha fijado un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por medio de un hombre que él ha escogido [horizo]». El mismo Dios que «determinó» (horizo) entregar a su Hijo, por el mismo acto de entrega, también lo «escogió» (horizo) como el único medio de salvación para la raza humana. Tras haber ponderado el significado de horizo en los pasajes neotestamentarios, el filólogo K. L. Schmidt concluyó: «Excep­tuando Hechos 11: 29, un rasgo distintivo de los ocho pasajes del Nuevo Testamento en los que aparece horizo es que todos son textos teológicos y cristológicos»; es decir, describen la persona y obra de Cristo,3 no la traición de Judas.

Entonces, ¿por qué Judas acabó encamando en su vida el papel que le co­rrespondía al «hijo de perdición» (Juan 17: 22) y, por ende, se convirtió en reo de la condenación divina? ¿Porque Dios lo había decretado desde el centro de comando del universo? No. Lucas nos dice que «Satanás entró en Judas» (Luc. 22: 3). De ahí que, contrario a lo que dice el supuesto Evangelio de Judas, que aboga por un ludas que actuó en componenda con Jesús, las acciones consu­madas por el Iscariote pusieron de manifiesto que el otrora tesorero de los doce, en realidad, llegó a ser un instrumento satánico en todo el sentido de la frase. «Judas cayó bajo el control» de Satanás4 al entrar en colusión con el ar- chienemigo de Dios y de los seres humanos.5

Bajo la influencia satánica, Judas se puso de acuerdo con los sacerdotes y los guardias en cuanto a cuál sería la estrategia más efectiva para acabar con Jesús y sus seguidores. Fue entonces cuando el Señor vislumbró la inminen­cia de un combate monal contra «el poder de las tinieblas» (Luc. 22: 53, BLPH). La batalla del Hijo de Dios no se circunscribía al pleito iniciado por Anás, Caifás y los demás integrantes de la élite religiosa y política de la na­ción. Había poderes suprahumanos moviendo cada ficha del juego en contra del Señor.6 Esa noche la tierra fue escenario de una de las batallas más neu­rálgicas del gran conflicto entre el bien y el mal. La escaramuza era tan fiera que Lucas declara que un ángel del délo acudió en auxilio de Cristo para darle la fortaleza necesaria para salir victorioso en medio de los embates lanzados

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por los poderes de las tinieblas (Luc. 23: 43). La suerte de la humanidad quedaría definida para siempre. Jesús tendría que hacerle frente a las horas más amargas de su vida.

Elena G. de White dice que en aquel momento el Señor «temía que su na­turaleza humana no pudiese soportar el conflicto venidero con las potestades de las tinieblas» (£/ Deseado de todas las gentes, cap. 74, p. 653). Satanás susurra­ba al oído del Maestro: «El pueblo que pretende estar por encima de todos los demás en ventajas temporales y espirituales te ha rechazado. Está tratando de destruirte a ti, fundamento, centro y sello de las promesas a ellos hechas como pueblo peculiar. Uno de tus propios discípulos, que escuchó tus instrucciones y se ha destacado en las actividades de tu iglesia, te traicionará. Uno de tus más celosos seguidores te negará. Todos te abandonarán» (íbíd.).

Por ello Jesús, «entrando en combate, oraba más intensamente. Le corría el sudor como gotas de sangre cayendo al suelo» (Luc. 22: 44, BLP). ¿Por qué oraba Jesús con tanto fervor? ¿Por qué su cuerpo parecía destilar gotas de san­gre? Porque el Salvador sabía con antelación cuál sería la sentencia que el pue­blo le pediría a Pilato: «¡Crucifícalo, crucifícalo!» (Luc. 23: 21).

La vergüenza de la cruzComo método de tortura la crucifixión era muy conocida entre las na­

ciones del mundo antiguo. Fue utilizada por los persas, los indios, los asi­rios, los escitas, los celtas, los númidas y los cartaginenses.7 Existen incon­tables referencias a este tipo de suplicio en los escritores clásicos, tanto ju­díos como paganos.8 Una de esas referencias nos ha llegado por medio de la pluma de Séneca. En su obra Sobre la felicidad, Séneca declara que los cru­cificados «dicen cosas enérgicas, grandes, que superan todas las tempesta­des humanas; puesto que se esfuerzan por arrancarse de esas cruces [...]. Los condenados al suplicio están suspendidos cada uno de un solo poste; los que se atormentan a sí mismos están distendidos por tantas emees como deseos; y maledicientes, son ingeniosos para injuriar a los demás. Creería que están exentos de aquellos males, sino fuera porque algunos escupen desde el patíbulo a los espectadores» (cap. XIX).9 Esta declaración nos per­mite entender en su contexto histórico la actitud insultante que tuvo uno de los ladrones mientras se hallaba en la cruz; a la vez que marca un nota­

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ble contraste con la postura de sumisión y entrega adoptada por el Hijo de Dios (ver Luc. 23: 39-46).

Los judíos también estaban familiarizados con ese suplicio. Es más, supon­go que en algún momento del proceso en contra de Cristo, los líderes civiles y religiosos habrán recordado que en 4 a. C. el sumo sacerdote, Alejandro Janeo, condenó a la crucifixión a ochocientos fariseos. losefo, el memorable historia­dor judío contemporáneo a los apóstoles, declara que durante la guerra del 66-70, Tito crucificaba un promedio de quinientos judíos al día. A veces el número de condenados era tan elevado que «no había suficientes emees» ni «espacio para levantar el madero». El uso de la cruz como castigo tuvo vigencia hasta que Constantino lo abolió en el año 337.

Quien fuera condenado a morir en una cruz era fijado en una viga vertical y sus manos eran atadas con cuerdas o clavadas a un madero en posición transversal. En el caso de Jesús, sus manos fueron clavadas (Juan 20: 25). La cruz comportaba sufrimientos horribles, de la piel del crucificado salían lla­gas sangrantes a causa de la cruel flagelación y el desgarro de los miembros por causa del peso del cuerpo, o por los ataques de las bestias salvajes o de las aves de rapiña. En la cruz nos topamos con la más abyerta manifestación del sadismo y la perversidad humanas.

Tal castigo estaba reservado exclusivamente para los criminales más infa­mes: los traidores, los deseñores, los bandidos, los revolucionarios, los escla­vos y los piratas.10 Tan vergonzoso era ese martirio, que los romanos evitaban, por todos los medios, aplicarlo a sus ciudadanos. Cicerón definió la cruci­fixión como «el suplicio más cruel y horrible». Celso, el filósofo platónico del siglo II, se preguntaba: «¿Qué Dios, qué Hijo de Dios, es aquel cuyo padre no puede salvarlo del más infame suplicio y que no puede salvarse a sí mismo?».11 Celso casi cita textualmente lo que dijo uno de los ladrones. Jesús no se de­tuvo a darles explicaciones al impenitente crucificado. Orígenes, que dedicó su obra Contra Celso a rebatir los argumentos del filósofo, tras reflexionar sobre la muerte de Cristo, tuvo que admitir que la mueñe de cruz era «la más vergonzosa que existe».12

Por todo lo que hemos dicho comprendemos que no existía nada más ridí­culo para un habitante del mundo grecorromano que adorar y creer en un crucificado. Una inscripción encontrada en 1857 expresa sin ambages este punto. En ella aparece un personaje con cabeza de asno colgado en una cruz. En la parte izquierda hay un hombre con postura de reverencia y en el centro

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leemos este mensaje: «Alexámenos adora a su dios». En otras palabras, creer en un Dios crucificado era lo mismo que creer en un asno.

Pablo expresó lo impopular que era predicar sobre la cruz en aquel tiem­po: «Los judíos quieren ver señales milagrosas, y los griegos buscan sabiduría; pero nosotros anunciamos a un Mesías crucificado. Esto les resulta ofensivo a los judíos, y a los no judíos les parece una tontería» (1 Cor. 1: 22, 23, DHH). Pero la vergüenza de la cruz se convirtió «en poder de Dios para los que va­mos a la salvación» (1 Cor. 1 :18 , DHH).

La presencia misteriosa de DiosTan vergonzosa fue la crucifixión de Cristo, que la misma creación ocul­

tó su mirada y se negó a contemplar al Hijo de Dios bebiendo la copa de las desgracias provocadas por nuestros pecados. Los tres Evangelios sinóp­ticos destacan que una espesa oscuridad sobrenatural cubrió la tierra du­rante tres horas: desde la hora sexta hasta la novena; es decir, desde las doce del mediodía hasta las tres de la tarde (Mat. 27: 45; Mar. 15: 33). Lucas decla­ra: «Hubo tinieblas sobre toda la tierra [...] . El sol se oscureció» (Luc. 23: 44, 45). ¿Qué había detrás de semejante fenómeno físico?

Es cierto que en la Biblia, la presencia de Dios es descrita como una fuen­te inagotable de luz (Sal. 27: 1; 90: 17; Isa. 60: 19); pero también él se hace presente a través de la oscuridad. En la famosa teofanía del Sinaí, la presencia de Dios se manifestó por medio de «truenos, relámpagos, una nube espesa cubrió el monte y se oyó un sonido de bocina muy fuerte» (Éxo. 19: 16; cf. Deut. 4: 10, 11; 5: 22). «Moisés se acercó a la oscuridad en la cual estaba Dios» (Exodo 20: 21). De ahí en adelante, los profetas usarían una fraseología simi­lar para describir la presencia divina. Joel declara que ante el Señor, «el sol y la luna se oscurecerán» (Joel 2: 10; cf. Amos 8: 9; 30, 31; Sof. 1: 15). El profe­ta Amos hace referencia al «día del Señor» como un día «de tinieblas» (Amos 5: 20). David describió al Señor como el que cabalga «sobre un querubín y voló y voló sobre las alas del viento. Se envolvió en un cerco de oscuridad» (2 Sam. 22: 11, 12; cf. Sal. 97: 2).

Cuando los Evangelios vinculan la muerte de Cristo con la oscuridad, te­rremotos, rocas quebrándose (Luc. 23: 44; Mat. 27: 45, 51; Mar. 15: 33), se están apropiando del vocabulario que describe las teofanías del Antiguo Tes­

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tamento. Por tanto, la muerte de Cristo nos habla de un Dios que estuvo presente en los momentos más agobiantes de la vida de su Hijo. En la cruz, él no se reveló por medio de un halo deslumbrante de gloria, sino a través de la oscuridad que cubrió el lugar donde su Hijo estaba muriendo. Elena G. de White despeja toda duda al decir que «en esa densa oscuridad, se ocultaba la presencia de Dios» (El Deseado de todas las gentes, cap. 78, p. 714).

¡Qué grandioso y reconfortante es saber que contamos con un Dios extraor­dinario, uno que está a nuestro lado cuando nos toca recorrer el camino de la muerte! Así como el Padre no abandonó a su Hijo, tampoco nos abando­nará a nosotros. Cuando no podamos ver o sentir la presencia divina alrede­dor de nosotros, recordemos que el Padre celestial no se ha apartado de nuestro lado. El mismo Jesús nos permite entrever su fe en que el Padre lo escuchaba en medio de la oscuridad al expresar su última oración: «¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!» (Luc. 23: 46).

Jesús murió tai como vivióLas últimas palabras de Cristo en la cruz —«Padre, en tus manos encomien­

do mi espíritu»— nos enseñan que él murió de la misma forma en que había vivido a lo largo de su ministerio terrenal: dependiendo de su Padre. Esta últi­ma plegaria revela que en la experiencia más dolorosa e insufrible de su vida, Jesús buscó consuelo y esperanza en las Sagradas Escrituras. Es la Palabra de Dios la que sostiene nuestra fe cuando el dolor y la tristeza parecen ocupar cada rincón de nuestra alma. Este sentir lo encontramos en los salmos de la­mentos. En el antiguo Israel esos salmos eran «oraciones ofrecidas a Dios cuan­do este parecía estar ausente».13

En su última frase, el Señor se aferró a uno de estos salmos: el 31. Concre­tamente citó el versículo 5. El texto completo dice lo siguiente: «En tu mano encomiendo mi espíritu; tú me has redimido, Jehová, Dios de verdad». Al citar el pasaje en la cruz, Cristo le agregó y le quitó. Le agregó la expresión «Padre». Una vez más sale a relucir la estrecha relación filial que lo une al Padre. Cargar con nuestros pecados, sufrir el oprobio, experimentar el que­branto a causa de sus nuestras rebeliones, no aminora el hecho de que ese ser grandioso, que era capaz de librarlo de esa copa, sigue siendo su Padre. El Salvador eliminó la frase «tú me has redimido». ¿Por qué eliminó esa parte

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del pasaje? Porque él no necesitaba ser redimido, porque él es nuestro Reden­tor. Jesús murió como vivió: apegado a la Palabra de Dios.

En la cruz, él no solo se apoyó en las Sagradas Escrituras, sino que además, oró: «En tus manos encomiendo mi espíritu». Esa era la invocación que solía elevar el judío antes de dormir; era como si Jesús le dijera: «Padre, voy a dor­mir en tus brazos».14 Jesús murió como vivió: orando. Al final de su vida, el Maestro no encandiló a la multitud con la realización de una señal portento­sa. Su legado no es una vida de milagros, sino una vida de oración. Su última plegaria constituye una prueba irrefutable de su confianza plena y absoluta en el que lo había enviado a salvar a los pecadores. Su obsecuencia voluntaria, su serenidad espiritual y su certidumbre invulnerable en su Padre, fue sufi­ciente para que el centurión romano admitiera: «Verdaderamente este hom­bre era justo» (Luc. 23: 4 7 ).15

El 16 de octubre de 1555 en la ciudad de Oxford, Inglaterra, María Tudor sentenció a la pena capital a Nicholas Ridley y Hugh Laümer. Ambos fueron atados a una gran estaca y cuando el inquisidor encendió el fuego, IiUiner le dijo a su compañero: «Ánimo, Ridley, por la gracia de Dios, hoy vamos a encender una vela que jamás será apagada en Inglaterra».

De igual modo, mucho antes de que se encendiera la hoguera de Ridley y Latimer, cuando Jesús murió en la cruz del Calvario encendió una antorcha de esperanza y amor cuya luz ha de llegar a cada rincón del universo. Del Calvario refulgió como nunca antes «la luz verdadera que alumbra a todo hombre» (Juan 1 :9 ). Con independencia de nuestra condición física o espi­ritual, de nuestro estatus, del color de nuestra piel, la cruz encendió una lla­marada de gracia en nuestro favor que nada ni nadie podrá extinguir. A pro­pósito, Elena G. de White escribió: «la muerte de Cristo demuestra el gran amor de Dios por el hombre. Es nuestra garantía de salvación. (...) Sin la cruz, el hombre no podría unirse con el Padre. De ella depende toda nuestra esperanza. De ella emana la luz del amor del Salvador» (Los hechos de los após­toles, cap. 20, pp. 156, 157).

¡Cuán irónico es el Calvario! El Jesús que no pudo salvarse a sí mismo, sí puede salvamos a nosotros (Luc. 23: 39-43). Y aunque murió en la más ab­yecta oscuridad, ahora puede llenar con su radiante luz nuestra tenebrosa existencia. Él murió en la cruz para que nosotros tengamos vida abundante.

Pero aquel viernes de tarde fue solo el principio del final; la mañana del do­mingo se acercaba con pasos firmes. Recordemos lo que ocurrió ese domingo.

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No perdamos la esperanzaTras el alboroto y el bullicio que cundió en Jerusalén aquel funesto vier­

nes, ahora la ciudad se percibe quieta y silenciosa. No hay transeúntes reco­rriendo sus polvorientas calles y el templo luce solitario y apenado. Dos peregrinos, tras haber concluido sus actividades pascuales en la capital, han emprendido su regreso a Emaús. Mientras caminaban no podían dejar de hablar «de todas aquellas cosas que habían acontecido» (Luc. 24: 14). De imprevisto, un forastero los intercepta y comienza un diálogo en el que reviven los dolorosos acontecimientos que pusieron fin a la vida de «Jesús nazareno». Pero lo más triste del caso es que, en medio de la conversación, Cleofas y su acompañante admiten haber perdido la esperanza de «que él [Jesús] fuera el que había de redimir a Israel» (vers. 21). Casi puedo sentir la inseparable tristeza que palpita en cada silaba de esta declaración. En ella vislumbramos el dolor que les provocó suponer que aquello que habían esperado durante tanto años —el establecimiento terrenal del reino de Dios— se les deshizo como si fuera una burbuja de jabón.

El desconsuelo se hospedó en sus almas. La tragedia de la cruz parecía haber marcado el final de su exigua fe. La inquietud interior secó la raíz de esperanza que había florecido en sus corazones cuando contemplaron las poderosas obras ejecutadas por Cristo. Su dolor era tan agudo que no cre­yeron en las palabras de las mujeres, que aseguraban haber ido al sepulcro, que habían hablado con ángeles y que se les había dado la seguridad de «que él [Cristo] vive». Además, agregaron los amigos de Emaús: «Y fueron algunos de los nuestros al sepulcro, y hallaron así como las mujeres habían dicho, pero a él no lo vieron» (ver Luc. 24: 21-24). En otras palabras, ellos conocían de la resurrección, habían recibido el testimonio directo de los testigos de aquel glorioso acontecimiento, pero —con todo eso— ¡sentían que la certeza de su fe se había desvanecido como la niebla! A pesar de te­ner evidencias irrefutables de la resurrección del Hijo de Dios, estos perso­najes se comportan como si no creyeran en nada de lo que les habían di­cho. Para ellos, la resurrección no era más que una «locura» (Luc. 24: 11).

Como estos dos amigos seguían absortos en los sucesos que trascurrie­ron el viernes, no se percataron, a pesar de tener todas las evidencias dispo­nibles, de que ya estaban viviendo el tercer día, el día cuando se cumpliría la promesa y el Señor volvería triunfante del reino de la muerte (Luc. 9: 22;

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13: 32; 18: 33). ¿Qué podía hacer Dios con gente tan incrédula? La opción más viable consistía en poner el práctica el propósito para el cual Jesús ha­bía resucitado. Fíjese en esta declaración de Pedro y que el mismo Lucas la puso por escrito: «El Dios de nuestros padres levantó a Jesús, a quien voso­tros matasteis colgándolo en un madero. A este, Dios ha exaltado con su dies­tra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de peca­dos» (Hech. 5: 30, 31).

Y la mejor manera que Dios tiene de poner al alcance de todos el arrepen­timiento y el perdón que se nos otorga por medio de la muerte y resurrección de Cristo, es guiándonos a su Palabra. Eso file lo que hizo el Resucitado con Cleofas y su acompañante: llevarlos a la Biblia y declararles lo que Moisés, los profetas y todas las Escrituras «decían de él» (Luc. 24: 27). Lo importante es que ellos entendieran el sentido de la Palabra divina y del plan de salvación que había sido expresado en los escritos sagrados. En un momento de deses­peranza, Jesús utilizó las Escrituras para llevar esperanza. La Palabra de Dios renovó la fe que el dolor había eclipsado. Cuando se dieron cuenta de que con ellos estaba el Señor de la vida, regresaron a Jerusalén y comenzaron a proclamar: «Realmente ha resucitado el Señor» (Luc. 24: 34, BLP).

De la sombra grisácea de la cruz emanó un nuevo amanecer para ellos y, por supuesto, para todos nosotros. Jesús abandonó el país de la muerte y ello nos da la certeza de que nosotros también lo abandonaremos con él. La Deidad manifestó su poder entre los que yacían en la oscuridad, el silencio y la soledad del polvo de la tierra; y de ese reino oscuro emergió triunfante el Dios de la vida. Aunque la cruz es esencial dentro del plan de salvación, constituye un gran alivio saber que hoy, dos mil años después, la tumba que recibió el cuerpo inerte del Cristo crucificado está vacía. Hoy, el Cristo resucitado se para en nuestros caminos y nos dice: «¡No tengas miedo! Yo soy el Primero y el Último. Yo soy el que vive. Estuve muerto, ¡pero mira! ¡Ahora estoy vivo por siempre y para siempre! Y tengo en mi poder las lla­ves de la muerte y de la tumba» (Apoc. 1: 17, 18, NTV).

Su resurrección constituye la garantía de la nuestra y de la de todos los que a lo largo de la historia han pasado al descanso habiendo puesto su espíritu en las manos del Padre. «Así como Dios resucitó al Señor, también nos va a resucitar a nosotros por su poder» (2 Cor. 6 :1 4 , DHH).

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No estamos solosLa cruz nos presenta a un Dios que se solidariza con el dolor de sus hijos.

Él no esconde su mirada del sufrimiento humano. Él sabe por experiencia propia cuán grande es nuestro padecimiento. Él mismo recibió sobre sus es­paldas los latigazos que nos correspondían a nosotros. Sus manos recibieron nuestros clavos. Su cabeza recibió la corona de espinas que merecíamos. Su cuerpo fue clavado en nuestra cruz. Él derramó las lagrimas que tenían que haber corrido por nuestras mejillas. Él murió nuestra muerte.

Jesús sabe lo que es sufrir sin causa alguna. Se identifica con aquellos que han sido traicionados por sus compañeros más íntimos. Conoce el amargo sabor de enfrentar un momento difícil sin recibir el apoyo de los amigos. En realidad, su cruz constituye la versión más elevada de los calvarios que vivimos a diario. Usted y yo podemos tener la seguridad de que el Cristo que enfrentó la cruz en solitario no nos abandonará cuando nos toque subir la cuesta de nues­tro calvario personal. No estamos solos. El Crucificado sigue estando a nuestro lado; pero ya no como un varón de dolores, sino como el majestuoso Señor de señores. Y los que hemos decidido tomar nuestra cruz y seguirlo, experimenta­mos diariamente en nuestra vida la vida del Cristo resucitado (Gál. 2: 20).

No podemos soslayar el hecho de que para cada uno de nosotros resulta inevitable cargar con su propia cruz. En tanto nos toque caminar a nuestro Calvario individual, recordemos que Jesús nunca planificó que el sufrimien­to llegara hasta nuestra puerta. Más bien se pasó toda su vida terrenal tratan­do de aliviar la desventura que el pecado ha sembrado en nosotros. A lo largo de su ministerio lidió cuerpo a cuerpo contra la enfermedad, la injusticia, el pecado y los excentricismos religiosos que tanta desesperanza nos han pro­vocado. Al sobrellevar nuestra cruz, nos consuela saber que, como expresa Elena G. de White, «la misma gracia que se dio a Jesús, el mismo consuelo, la firmeza sobrehumana, se darán a cada creyente hijo de Dios que se encuentra en perplejidad y sufrimiento, y amenazado con prisión y muerte por los agentes de Satanás. Un alma que confía en Cristo nunca ha sido abandonada para que perezca. El potro del tormento, la hoguera, los muchos y crueles inventos pueden matar el cuerpo, pero no pueden tocar la vida que está es­condida con Cristo en Dios» (Sings o fth e Times, 3 de junio de 1897).

Probablemente, usted se encuentre atravesando por el «viernes más ne­gro» de toda su vida. Quizá siente que las insondables promesas de la Biblia

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154 • Lucas: El Evangelio de la gracia

han dejado de brillar, y su desazón ha dado al traste con su fe. Probablemen­te la experiencia de los viajeros de Emaús ha encontrado eco en su experien­cia espiritual. Amigo, el «viernes negro» pasará. Ya se acerca la mañana glo­riosa en la que el Padre celestial «enjugará» cada una de sus lágrimas y le lle­vará a un lugar en el que «no habrá más muerte, ni habrá más llanto ni cla­mor ni dolor» (Apoc. 21: 4). Así como Jesús, tras haber padecido, entró «en su gloria» (Luc. 24: 26), muy pronto podremos constatar «que los sufrimien­tos del tiempo presente no son nada si los comparamos con la gloria que habremos de ver después» (Rom. 8: 18, DHH). No nos desesperemos, como en el camino a Emaús, cuando menos lo esperemos, Jesús aparecerá y nos dará una nueva revelación de sí mismo; y ello será suficiente para encauzar­nos por un sendero de esperanza y plenitud.

Lucas termina su Evangelio en el mismo lugar donde lo comenzó: en el templo. «Aconteció que, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue lleva­do arriba al cielo. Ellos, después de haberlo adorado, volvieron a Jerusalén con gran gozo; y estaban siempre en el Templo, alabando y bendiciendo a Dios. Amén» (Luc. 24: 51, 52). Su palabras constituyen una versión anticipa­da del momento cuando los redimidos de todas las épocas estarán delante del trono de Dios y le servirán «día y noche en su templo» (Apoc. 7: 15). Para nosotros hay lugar en ese templo. Lo único que tenemos que hacer es aferrar­nos a la gracia divina.

Referencias:1 Para una exposición detallada sobre la muerte de Cristo en el Evangelio de Lucas, ver Donald Sénior,

The Passion o f Jesús in the Gospel ofLuke (Collegeville, Minnesota: The Liturgical Press, 1990); Gregory E. Sterling, «Mors philosophi: the death o f Jesús in Luke», Harvard Theological Review, 94 n° 40 (2001), pp. 383-402; Frank J Matera, «The death o f Jesús according to Luke: a question of sources», Catholic Biblical Quarterly, 47 n° 3 (julio 1985), pp. 469-485; Paul W. Walaskay, «Trial and Death of Jesús in the Gospel ofLuke», Journal o f Biblical Literature, 94 n° 1 (marzo 1975), pp. 81-93.

2 David L. Tiede, Prophecy & History in Luke-Acts (Filadelfia: Pennsylvania: Fortress Press, 1980), p. 107.3 K. L. Schmidt, «horizo» en Theological Dictionary o f the New Testament, Gerhard Kittel y Gerhard Frie-

drich, eds. (Grand Rapids, Michigan: Wm. B. Eermans Publishing, 1967), L V, p. 453. Los ocho pasa­jes son: Luc. 22: 22; Hech. 2: 23; 10: 42; 11: 29; 17: 26, 31; Rom. 1: 4; Heb. 4: 7.

4 Darrell L. Bock, Luke 9:51—24:53, Baker Exegetical Commentary on the New Testament (Grand Ra­pids, Michigan: Baker Academic, 1996), p. 1704.

5 Michael F. Patella, The Gospel According to Luke (Collegeville, Minnesota: Liturgical Press, 2005, p. 139.6 Sénior, pp. 171-173.7 Martin Hengel, Crucifixión: in the Ancient World and the Folly o f the Message o f the Cross (Filadelfia,

Pensylvania: Fortress Press, 1977), pp. 22, 23; J. Massyngberde Ford, Redeemer: Friend and Mother: Salvation in Anticjuity and the Gospel ofjohn (Minneapolis, Minnesota: Fortress Press, 1997), pp. 52-58.

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8 Para mayor información, ver el capítulo 3 del libro de Gunnar Samuelsson, Crucifixión in Antiquity: An lnquiry into the Background and Significance o f the New Testament Terminology o f Crucifixión (Tubin- ga: MohrSiebeck, 2013), pp. 151-198.

9 http://www.mallorcaweb.net/mamiranda/Seneca/feliddad.pdf10 Jerome H. Neyrey, «"Despising the Shame of the Cross": Honor and Shame in the Johannine Passion

Narrative», Semeia 68 (1996), pp. 113, 114.11 Celso, El discurso verdadero contra los cristianos (Madrid: Alianza Editorial, 2009), p. 72.12 Para más detalles ver Jaques Schlosser, «La maldición de la cruz», en La pasión de Jesús: De Betania al

Calvario (Valencia: EDICEP, 1984), pp. 24-27.13 Bemhard W. Anderson, Out o f the Depths: The Psalms Speakfor Us (Filadelfia: The Westminster Press,

1974), p. 56.14 William Barday, Comentario al Nuevo Testamento: 17 tomos en 1 (Viladecavalls: CLIE, 2008), p. 358.15 Charles H. Talbert, Reading Luke: A Literary and Theological Commentary on the Third Gospel (Macón,

Georgia: Smyth & Helwys Publishing Inc., 2002), p. 253.