libertad y creatividad rogers como convertirse en facilitador del aprendizaje

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Rogers, Carl y Freiberg, H. Jerome (1996), Cómo convertirse en facilitador del aprendizaje; en Libertad y Creatividad en la educación; Buenos Aires: Paidós; pp. 201-211 CAPITULO IX CÓMO CONVERTIRSE EN FACILITADOR DEL APRENDIZAJE Como profesor, en primer lugar debo reducir la marcha para poder reconocer las voces de mis alumnos, y considerar que estos momentos han de servir para dar valor a aquello que se ha dicho, al margen de si parece haber sido pronunciado en voz alta o baja, de forma amable o airada, ser trascendente o intrascendente. Profesor de la escuela elemental (1, pág. 30) LA VARITA MÁGICA No hace mucho, un profesor me preguntó: «¿Qué cambios querría usted que se produjeran en la educación?». Le respondí lo mejor que pude en ese momento, pero continué reflexionando sobre su pregunta. Suponiendo que tuviera yo una varita mágica capaz de provocar un solo cambio en nuestros sistemas educativos, ¿cuál sería ese cambio? Después de pensarlo, decidí que con un toque de mi varita haría que todos los profesores, de todos los niveles, se olvidaran de que son profesores. Les sobrevendría una amnesia total respecto a todas las técnicas de enseñanza que se han esforzado por dominar a través de los años. Se encontrarían con que son absolutamente incapaces de enseñar. A cambio de esta pérdida, adquirirían las actitudes y aptitudes propias del facilitador del aprendizaje: autenticidad, capacidad para valorar y empatía. ¿Por qué cometería yo la crueldad de despojar a los profesores de sus preciosas técnicas? Porque siento que nuestras instituciones educativas se encuentran en una situación desesperada, y que a menos que nuestras escuelas puedan convertirse en centros de estudios plenos de entusiasmo e interés, lo más probable es que estén condenados a desaparecer. El lector quizá piense que esto del «facilitador del aprendizaje» no es más que un modo original de designar al profesor de siempre, y que nada cambiará. Si así lo cree, estará equivocado. No hay ninguna semejanza entre la función docente tradicional y la que cumple el facilitador del aprendizaje. El profesor tradicional -el buen profesor tradicional- se plantea a sí mismo este tipo de preguntas: ¿Qué creo conveniente que aprenda un alumno de esta edad y con este nivel de competencia? ¿Cómo puedo planear un programa de estudios apropiados para este alumno? ¿Cómo puedo inculcarle una motivación para que aprenda ese programa? ¿Cómo puedo instruirlo de modo que adquiera

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Una Educación centrada en el alumno.

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Rogers, Carl y Freiberg, H. Jerome (1996), Cómo convertirse en facilitador del aprendizaje;

en Libertad y Creatividad en la educación; Buenos Aires: Paidós; pp. 201-211

CAPITULO IX

CÓMO CONVERTIRSE EN FACILITADOR DEL APRENDIZAJE

Como profesor, en primer lugar debo reducir la marcha para poder reconocer las voces de mis alumnos, y considerar que estos momentos han de servir para dar valor a aquello que se ha dicho, al margen de si parece haber sido pronunciado en voz alta o baja, de forma amable o airada, ser trascendente o intrascendente.

Profesor de la escuela elemental (1, pág. 30)

LA VARITA MÁGICA No hace mucho, un profesor me preguntó: «¿Qué cambios querría usted que se produjeran en la educación?». Le respondí lo mejor que pude en ese momento, pero continué reflexionando sobre su pregunta. Suponiendo que tuviera yo una varita mágica capaz de provocar un solo cambio en nuestros sistemas educativos, ¿cuál sería ese cambio? Después de pensarlo, decidí que con un toque de mi varita haría que todos los profesores, de todos los niveles, se olvidaran de que son profesores. Les sobrevendría una amnesia total respecto a todas las técnicas de enseñanza que se han esforzado por dominar a través de los años. Se encontrarían con que son absolutamente incapaces de enseñar. A cambio de esta pérdida, adquirirían las actitudes y aptitudes propias del facilitador del aprendizaje: autenticidad, capacidad para valorar y empatía. ¿Por qué cometería yo la crueldad de despojar a los profesores de sus preciosas técnicas? Porque siento que nuestras instituciones educativas se encuentran en una situación desesperada, y que a menos que nuestras escuelas puedan convertirse en centros de estudios plenos de entusiasmo e interés, lo más probable es que estén condenados a desaparecer. El lector quizá piense que esto del «facilitador del aprendizaje» no es más que un modo original de designar al profesor de siempre, y que nada cambiará. Si así lo cree, estará equivocado. No hay ninguna semejanza entre la función docente tradicional y la que cumple el facilitador del aprendizaje. El profesor tradicional -el buen profesor tradicional- se plantea a sí mismo este tipo de preguntas:

¿Qué creo conveniente que aprenda un alumno de esta edad y con este nivel de competencia? ¿Cómo puedo planear un programa de estudios apropiados para este alumno? ¿Cómo puedo inculcarle una motivación para que aprenda ese programa? ¿Cómo puedo instruirlo de modo que adquiera

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los conocimientos que debe adquirir? ¿Cuál será la mejor forma de implementar un examen para verificar si realmente ha asimilado esos conocimientos?

Por su parte, el facilitador del aprendizaje plantea el mismo tipo de preguntas, pero no a sí mismo sino a los estudiantes.

¿Qué quieren aprender? ¿Qué cosas les intrigan? ¿Qué cosas despiertan su curiosidad? ¿Qué temas les interesan? ¿Qué problemas desearían ustedes poder resolver? Una vez que ha obtenido respuestas a estas preguntas, se formula otras: ¿Cómo puedo orientarlos para que encuentren los medios -las personas, las experiencias, los materiales didácticos, los libros, los conocimientos que yo poseo- que los ayuden a aprender de modo que les proporcionen las respuestas a las cuestiones que les interesan, las que están ansiosos por aprender?

Y más adelante: «¿Cómo puedo ayudarlas a evaluar su progreso y a fijar futuros objetivos de aprendizaje basados en esta autoevaluación?». También las actitudes del profesor y del facilitador se encuentran en polos opuestos. La enseñanza tradicional, por más que se la disfrace, se basa en esencia en la teoría del «recipiente y el vertedor». El profesor se pregunta: «¿Cómo puedo hacer que el recipiente se quede quieto mientras vierto en él los conocimientos considerados importantes por quienes elaboraron el programa de estudios?». La actitud del facilitador del aprendizaje se relaciona casi por entero con el aspecto del clima:

¿Cómo puedo crear un clima psicológico en el que el niño se sienta libre para ser curioso, cometer errores, aprender a partir del medio, de sus compañeros, de mí mismo y de sus experiencias? ¿Cómo puedo ayudarle a recobrar el entusiasmo por aprender que formó parte de su naturaleza durante la primera infancia?

Una vez encaminado este proceso de facilitación del aprendizaje deseado, la escuela pasaría a ser, para el niño, «mi escuela». El chico se sentiría parte vital de un proceso muy satisfactorio. Los sorprendidos adultos escucharían decir a los niños: «Estoy deseando llegar a la escuela». «Por primera vez en mi vida me estoy enterando de las cosas que yo quiero saber.» «¡Cuidado! Suelta esa piedra. ¡Ni se te ocurra romper un vidrio de mi escuela!» Lo más hermoso es que estas palabras serían dichas por niños retrasados, brillantes, urbanos o desfavorecidos. Esto se debe a que los chicos se ocuparían de los problemas que realmente les inquietaran e interesaran, al nivel en el que pudieran captarlos y encontrarles una solución útil. Cada uno de ellos tendría una experiencia sostenidamente fructífera. Algunos profesores creen que este tipo de aprendizaje individualizado es impracticable, pues demandaría un número mucho mayor de profesores o maestros. Nada más lejos de la realidad. Para empezar, cuando los niños están deseosos de aprender, siguen sus propios caminos y realizan una gran cantidad de estudios independientes, por su cuenta. También se ahorra mucho tiempo de los profesores, por la marcada disminución de problemas de disciplina o control. Por

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último, la libertad para interactuar que surge del clima que brevemente he descrito posibilita el empleo de un importante recurso inexplotado: la capacidad de un chico para ayudar a otro a aprender. Que el maestro diga: «Juan, a Raúl le cuesta un poco esa división larga que tiene que hacer en el problema. ¿Podrías ayudarle?» constituye una experiencia maravillosa, tanto para Juan como para Raúl. Y aún más maravilloso es que los dos chicos trabajen juntos, ayudándose mutuamente, sin que nadie se lo pida. Juan aprende realmente a hacer divisiones largas cuando ayuda a otro a comprenderlas. Y Raúl puede aceptar su ayuda y aprender, porque no tendrá miedo de quedar como un ignorante, ni en público ni en el boletín de calificaciones. Convertirse en facilitador del aprendizaje, más bien que en profesor, es un asunto peligroso. Implícita incertidumbres, dificultades y retrocesos, y también una aventura humana entusiasmante cuando los alumnos comienzan a mostrar sus frutos. Una maestra que corrió este riesgo me dijo que una de sus mayores sorpresas fue comprobar que, cuando dejaba a los niños libres para aprender, disponía de más tiempo, y no menos, para dedicar a cada uno de ellos. No tengo palabras para expresar cuánto me gustaría que alguien agitara esa varita mágica para convertir la enseñanza en facilitación. Tengo la profunda convicción de que la enseñanza tradicional constituye una función casi completamente fútil, cuyo valor se ha exagerado y en la que se malgastan energías, dentro del contexto cambiante del mundo de hoy. Sirve, sobre todo, para dar a los niños que no logran captar las nociones impartidas una sensación de fracaso. También sirve para inducir a los alumnos a abandonar sus estudios cuando se dan cuenta de que lo que se les enseña no tiene relevancia en sus vidas. Nadie debería nunca tratar de aprender algo a lo que no le ve ninguna utilidad. Ningún niño debería verse obligado a sufrir la frustración que impone nuestro sistema de calificaciones, las críticas o la ridiculización por parte de los maestros y otras personas, y el rechazo de que es objeto cuando es lento para comprender. La sensación de fracaso que se experimenta al ensayar o querer lograr algo que de hecho es demasiado difícil es un sentimiento saludable, que impulsa a aprender aún más. Algo muy diferente sucede cuando el fracaso es impuesto desde fuera, por otra persona, que rebaja a quien lo sufre.

¿CUÁL ES EL CAMINO?

Si un maestro desea brindar a sus alumnos libertad para aprender, o convertirse en facilitador del aprendizaje, ¿cómo podrá lograrlo? No puedo formular una respuesta universal, puesto que hay muchas maneras de cambiar. Por eso, me limitaré a hablar a título personal, planteando las preguntas que yo me haría si se me pusiera a cargo del aprendizaje de un grupo de niños. He tratado de pensar en lo que me preguntaría a mí mismo, en las cosas que trataría de aprender y las que intentaría hacer. ¿Cómo enfrentaría el desafío que implica un grupo de este tipo, en las condiciones mencionadas? De qué se trata

Creo que la primera pregunta que formularía es: ¿Qué quiere decir eso de ser un niño que está aprendiendo algo importante? Pienso que la mejor manera de responder a esta pregunta es remitirme a mi propia experiencia.

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Yo fui un excelente alumno en la escuela primaria y en la secundaria. Sacaba buenas notas. A menudo fastidiaba a los profesores por mi astucia para eludir las reglas que ellos habían establecido, pero no los desafiaba abiertamente. Era un niño muy solitario, con pocos amigos, aislado de los demás por provenir de un hogar rígidamente religioso. Cuando tenía trece años mi familia se mudó de un barrio suburbano a una granja grande, rodeada de un extenso bosque. Por esa época estaban de moda los libros de Gene Stratton Porter, en que se describían ambientes yermos y se hablaba mucho de las grandes mariposas nocturnas. Poco después de habernos mudado a la granja, encontré en el tronco de un roble un par de mariposas nocturnas «luna», de alas grandes color verde pálido y con ribetes púrpura. Aún me parece estar viendo esas alas desplegadas: 15 centímetros de un verde resplandeciente, con manchas iridiscentes de color violáceo, contra el fondo negro y afelpado de la corteza. Me quedé extasiado. Las capturé, las cuidé, y la hembra puso cientos de huevos. Conseguí un libro sobre mariposas nocturnas. Alimenté a las orugas. Aunque cometí muchos errores con esta primera camada, capturé otras mariposas nocturnas y poco a poco aprendí a cuidar y mantener las orugas durante toda la serie de transformaciones: las frecuentes mudanzas de piel, la construcción final de los capullos, la larga espera hasta la siguiente primavera, cuando saldrían las mariposas. Ver salir de su capullo a una mariposa nocturna con alas diminutas y en una hora o dos verla desarrollar una extensión de alas de entre 12 y 18 centímetros era algo fantástico. Pero la mayor parte del tiempo, todo era arduo trabajo: encontrar hojas frescas cada día, seleccionadas de las variedades apropiadas de árboles; vaciar las cajas; rociar los capullos durante el invierno para evitar que se resecaran. Se trataba, en suma, de una iniciativa de gran magnitud. A los quince o dieciséis años, me había convertido en un experto en mariposas nocturnas. Conocía unas veinte variedades o más, sus hábitos, su alimentación; y esas mariposas no ingerían ningún alimento durante su vida, sino sólo en su fase larval. Sabía identificar las larvas según la especie. Podía divisar fácilmente las orugas grandes, de ocho o diez centímetros. Cada vez que salía a dar un paseo encontraba por lo menos una oruga o un capullo. Pero lo que me resulta más interesante, cuando pienso en todo esto, es que, por lo que recuerdo, nunca hablé de mi iniciativa con ningún profesor, y sólo lo hice con unos pocos compañeros de estudios. Este absorbente trabajo no formaba, de ningún modo, parte de mi educación. La educación era lo que sucedía en la escuela. A los maestros no les interesaría mi otra actividad. Además, si les hablaba de ella, tendría que explicarIes muchas cosas, cuando después de todo se suponía que eran ellos quienes debían enseñarme a mí. Durante este período tuve uno o dos buenos maestros, a los que apreciaba, pero mi estudio de las mariposas era algo personal, y no el tipo de cosa que se comparte con un profesor. De modo que había aquí un proyecto de por lo menos dos años de duración, bien investigado y documentado, que exigía un trabajo minucioso, mucha autodisciplina, amplios conocimientos y habilidades prácticas. Pero a mi entender no era, evidentemente, parte de mi educación. Así que esto es lo que sentía un chico respecto del verdadero aprendizaje. Estoy seguro de que el aprendizaje significativo es a menudo muy diferente para niños cuyas experiencias vitales contrastan con las mías propias. Si observo el mundo de la educación sólo a través de mis ojos, perderé muchas oportunidades de desarrollarme a la par que mis alumnos. Como chico que creció en un ámbito rural y se crió en una familia religiosa, y que incluso vivió en China, fui elaborando

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una perspectiva acerca del mundo que quizá los niños y niñas que viven en las ciudades, o los niños físicamente discapacitados, no hayan experimentado. Pero como facilitador, si tengo presente mi propio aprendizaje durante la infancia, voy a tratar por todos los medios de averiguar cómo es por dentro un niño que está aprendiendo. Quiero penetrar en el mundo interior del niño para saber qué es lo que es importante para él, de la misma forma que quiero hacer de la escuela un lugar amable en el que tenga cabida este aprendizaje significativo, independientemente de lo que pueda estar ocurriendo en la vida del niño. Mis experiencias en distintos tipos de escuelas también han modelado mis opiniones sobre el mundo y el aprendizaje. Con frecuencia siento la tentación de enseñar de la misma forma que me han enseñado a mí. Para romper este molde es necesario reflexionar sobre lo que es mejor para el que está aprendiendo, no acerca de lo que es más conocido para el que está enseñando. ¿Puedo correr el riesgo de relacionarme? Un segundo conjunto de preguntas que me haría a mí mismo, tendría el siguiente tenor: ¿Me atrevo a permitirme tratar a este chico como persona, como a alguien a quien respeto? ¿Me atrevo a abrirme a él y a dejar que se abra él a mí? ¿Me atrevo a reconocer que puede saber más que yo acerca de ciertos temas, o que en general puede tener mejores dotes que yo? Responder a estas preguntas implica dos aspectos. El primero es la cuestión del riesgo. ¿Me atrevo a correr el riesgo de responder afirmativamente a los interrogantes que he formulado? El segundo aspecto radica en cómo puede darse este tipo de relación entre el estudiante y yo. Creo que las respuestas se pueden encontrar en algún tipo de experiencia grupal intensiva: el así llamado grupo de comunicaciones, grupo de relaciones humanas, grupo de encuentro, o lo que sea. En esta clase de grupo personal es más fácil correr el riesgo, porque el grupo proporciona el género de clima psicológico en el que se forjan relaciones. Recuerdo una película muy conmovedora: Because That's My Way, (2) en la que intervenían un profesor, un agente de la división de narcóticos y un adolescente condenado por drogadicción. Al final de la secuencia filmada, el chico drogadicto exclamaba con tono de asombro: «¡He descubierto que un profesor, un policía y un drogadicto somos todos seres humanos! ¡Jamás lo habría creído!». El muchacho nunca había tenido una relación semejante con los profesores de su escuela. Otra película, Stand and Deliver, describe los esfuerzos que hace en la vida real el profesor de matemáticas Jaime Escalante de la Garfield High School, en un barrio marginal del este de Los Ángeles. Antes de que Escalante empezara a dar clases, ningún alumno de la escuela había conseguido aprobar el examen de cálculo avanzado que se realizaba a nivel nacional, a pesar de lo cual él creyó que sus 18 estudiantes podían aprender cálculo y pasar los tests requeridos que habían de permitir a los jóvenes acceder a la universidad. (3) Escalante empezó teniendo en cuenta los intereses de sus alumnos y les demostró a éstos que las matemáticas podían convertirse en un componente básico de sus vidas. Lo que ocurrió fue, pues, que los 18 estudiantes aprobaron el examen dos veces, ya que tuvieron que repetirlo debido a que el organismo educativo de verificación no dio validez a los

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resultados al creer que los alumnos habían copiado. Ironías del destino, éstos habían cometido los mismos errores porque habían tenido el mismo profesor: las limitaciones de él se tradujeron en las limitaciones de ellos. Desde 1982 hasta 1987, 354 estudiantes de la Garfield High School aprobaron el examen de cálculo. En 1992 Jaime Escalante abandonó la escuela alegando problemas con la burocracia y falta de apoyo de sus colegas. En la actualidad está dando clases en una escuela superior del norte de California. El nivel de expectativas y la oportunidad y el deseo de aprender vienen a ser, para muchos estudiantes, como una especie de bifurcación en una carretera. Cuando los alumnos no tienen por profesores a personas afectuosas, puede ocurrir que tomen el camino que les lleve a la destrucción de sí mismos y de los demás. Una vez un colega me contó su experiencia de dar clase por la noche en una prisión de alta seguridad después de haber estado haciéndolo durante el día en una escuela de un barrio marginal, y observó que existían tres barreras que impedían romper el ciclo de crimen y encarcelamiento: todos los presos adolecían de un problema de lectura que les incapacitaba para el éxito social exterior; no eran capaces de identificar a un profesor de escuela superior que les tratara como personas; y los únicos momentos en que alguien les prestaba atención era cuando armaban jaleo. (4) Para hacer frente a la ola de crímenes que está asolando nuestro país, la humanización de las escuelas puede ser una solución mejor que la construcción de más cárceles. Algo muy similar hemos encontrado en nuestras charlas sobre la humanización de la formación médica. En este caso, una de las cosas más importantes que se aprenden en los grupos intensivos es que los médicos en período de prácticas descubren que los jefes de su departamento, los decanos de las facultades de medicina y los miembros del cuerpo docente son seres humanos, como ellos. Esto les parece increíble. La misma experiencia tuvimos al estudiar el sistema de las escuelas Immaculate Heart, a nivel de escuela superior y de college: los estudiantes y los profesores consiguieron relacionarse como personas y no según sus respectivos roles. Fue una experiencia totalmente novedosa para ambas partes. Aunque he constatado los resultados altamente positivos de una relación abierta y personal entre alumno y facilitador, esto no significa que me resultaría fácil entablarla en todas las clases y con todos los estudiantes. Sé, por experiencia, que mostrarme tal como soy -imperfecto, y en ocasiones reconocidamente defensivo- constituye un riesgo personal. Pero también sé que se ganaría mucho si mi relación con los estudiantes fuera de persona a persona. Si yo estuviera dispuesto a admitir que algunos estudiantes me superan en conocimientos, otros en claridad de ideas y finalmente otros en perceptividad de las relaciones humanas, podría descender de mi «pedestal magisterial» y pasar a ser un facilitador, con actitud de aprender, entre alumnos que también aprenden. ¿Por qué se interesan los estudiantes? Otra pregunta que me formularía es: «¿Cuáles son los intereses, las metas, los objetivos y los gustos de estos alumnos?». Querría obtener respuestas individuales, y no sólo colectivas, a esta pregunta. ¿Qué cosas les entusiasman, y cómo puedo averiguarlo?

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Puede que yo sea demasiado optimista, pero creo que la respuesta a esta pregunta es fácil. Si realmente quiero descubrir qué es lo que le interesa a un estudiante, puedo hacerlo. Una posibilidad es crear un clima en que los intereses surjan de modo natural. Aunque los jóvenes se hayan vuelto en gran medida apáticos por obra de su experiencia escolar, en una atmósfera psicológica saludable recobran su vitalidad y están más que dispuestos a compartir sus inquietudes. Cuando recuerdo mi propia experiencia escolar, me impresiona el hecho de que ningún profesor me preguntó nunca qué cosas me interesaban. Parece increíble, pero es cierto. Si algún profesor me hubiera preguntado, le habría hablado de las flores silvestres, los animalitos del bosque y las mariposas nocturnas. Quizás hasta habría mencionado los poemas que trataba de escribir o mi interés por la religión. Pero nadie me preguntó. Aunque han pasado más de sesenta años, todavía recuerdo una pregunta que escribiera mi profesor de primer año del secundario en el margen de un escrito que yo había hecho. Yo había escrito, creo, sobre algo que hiciera con mi perro. Al Iado de mi relato sobre las acciones que había emprendido, el profesor escribió: «¿Por qué, Carl?». Siempre me he acordado de esa pregunta al margen, pero sólo en los últimos años comprendí el motivo de ese recuerdo. Se debe a que en este caso un maestro parecía sentir interés por saber por qué yo, Carl, había hecho algo. He olvidado todos los otros sabios comentarios escritos por los profesores en mis trabajos, pero de éste sí me acuerdo. A mi juicio, demuestra con qué poca frecuencia le sucede a un alumno que un profesor realmente quiera conocer algunos de los motivos e intereses que lo mueven. Por eso, si yo fuera profesor, me gustaría mucho lograr que los estudiantes me contaran precisamente estas cosas. ¿Cómo puedo liberar la mente inquisitiva? La cuarta pregunta que me haría es: «¿Cómo puedo preservar y liberar la curiosidad?». Hay pruebas de que a medida que los niños pasan por nuestro sistema de enseñanza se vuelven menos inquisitivos, menos curiosos. Creo que ésta es una de las acusaciones más graves que se le pueden hacer. El director del Instituto Tecnológico de California me comentó que, si tuviera que optar por un solo criterio para seleccionar a los estudiantes, éste sería el grado de curiosidad que manifiestan. Sin embargo, al parecer hacemos todo lo posible para sofocar este espíritu inquisitivo en los estudiantes, y esa actitud amplia y exploratoria de querer saber sobre el mundo y sus habitantes. Un profesor a quien conocí en una universidad de California está encontrando su manera de preservar el placer de la curiosidad. Me escribió una carta en la que me decía: «Quiero contarte algunas de las consecuencias que ha tenido tu libro Freedom to Learn para mí y para mis alumnos...». (5) Me explicaba que había decidido modificar todos sus cursos de psicología para hacerlos más libres:

Tuve la precaución de explicar a los alumnos los supuestos implícitos en el enfoque que íbamos a ensayar. Les pedí que pensaran seriamente si querían o no tomar parte en un experimento de ese tipo. (Mis cursos son optativos...) Ninguno de ellos decidió retirarse. Nosotros -la clase y yo- fuimos creando el curso sobre la marcha. (Éramos sesenta en la clase.) ¡Fue la experiencia docente más apasionante que nunca haya tenido, Carl! y

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resultó que los estudiantes sintieron el mismo entusiasmo. Los trabajos que hicieron fueron de los mejores que yo haya visto. Su entusiasmo era contagioso. Me enteré más tarde, por distintas vías, que los estudiantes de este curso recibían constantes preguntas de sus compañeros, en el comedor, etc.: «¿Qué habéis hecho hoy en clase?». «¿Cómo marcha el curso?» Siempre había una fila de estudiantes solicitando mi permiso para presenciar la clase. Las opiniones más significativas, para mí, probablemente sean las de aquellos estudiantes que manifestaron no haber aprendido tanto como podrían haberlo hecho, pero que eso era por su propia culpa: ellos asumían esta responsabilidad. Tendría muchas más cosas que contarte, Carl, pero no quiero machacar sobre el tema. Lo que sí quería era hacerte saber con cuánto entusiasmo respondieron estos estudiantes a la oportunidad de aprender por caminos que tenían sentido para ellos. ¡Y qué liberadora me resultó a mí esta vivencia de aprender junto a ellos!

Recursos Otra pregunta que me haría es: «¿Cómo puedo proporcionar, imaginativamente, recursos para el aprendizaje que sean accesibles tanto física como psicológicamente?». Creo que un buen facilitador del aprendizaje debería dedicar la mayor parte del tiempo que le lleva preparar sus clases a la tarea de hacer que estos recursos estén al alcance de los chicos con quienes trabaja. En particular con los alumnos brillantes, y en gran medida con todos los chicos, no es necesario enseñarles, pero sí precisan los medios para satisfacer sus intereses. Proporcionarles esas oportunidades es algo que exige mucha imaginación, reflexión y trabajo. Mi hijo es médico. ¿Por qué? Porque en la escuela progresista a la que asistió, durante el penúltimo año de la escuela superior, se daba a cada estudiante cierto tiempo y considerable ayuda para que concertara por su cuenta un cursillo de entrenamiento a su elección. Mi hijo consiguió el consentimiento de un médico, quien se vio así desafiado por las preguntas ingenuas, pero a menudo fundamentales, de un estudiante secundario. El médico hizo que David, mi hijo, lo acompañara en sus visitas del hospital y a domicilio, en la sala de partos y en la de operaciones. David se vio inmerso en la práctica de la medicina. Esto incrementó su incipiente interés, convirtiéndolo en una vocación definitiva. Alguien había elegido con creatividad los medios para su aprendizaje. Me gustaría ser igualmente ingenioso. Creatividad Si yo fuera profesor, confío en que formularía preguntas como éstas: «¿Tengo la valentía y la humildad de fomentar ideas creativas en mis alumnos? ¿Tengo la tolerancia y el humanismo de aceptar las preguntas fastidiosas, a veces desafiantes y otras veces estrambóticas, de algunos de los que tienen ideas creativas? ¿Puedo dar cabida al individuo creativo?» Pienso que en todo programa de formación de profesores debería haber un curso sobre «cuidado y alimentación de ideas recién nacidas». Los pensamientos y

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acciones creativos son como los bebés: insignificantes, débiles de derribar. Una idea nueva siempre resulta inadecuada en comparación con una noción establecida. Los niños están llenos de pensamientos y percepciones extravagantes e insólitas, pero muchos de ellos son destrozados por la rutina de la vida escolar. Por otra parte, como lo demostró el trabajo de Getzels y Jackson, (6) existe una diferencia entre los estudiantes que son muy inteligentes y aquellos que son a la vez inteligentes y creativos. Estos últimos tienden a ser más profundos, menos previsibles y más problemáticos. ¿Puedo permitir que los estudiantes con esta tendencia vivan y se nutran en mi clase? Por cierto que la enseñanza, sea elemental, universitaria o de entrenamiento profesional, no registra buenos antecedentes a este respecto. Así es que a Thomas Edison se le catalogó de lento y tonto. La aviación surgió tan sólo porque dos mecánicos tenían tal ignorancia de los conocimientos especializados que ensayaron la idea alocada y tonta de hacer volar a una máquina más pesada que el aire. Los profesionales instruidos no habrían perdido tiempo en semejante tontería. Me gustaría crear en mi clase un tipo de atmósfera a la que suelen temer los profesores, de mutuo respeto y mutua libertad de expresión. Esto, pienso, podría permitir al individuo creativo escribir poesía, pintar cuadros, inventar cosas, ensayar nuevas iniciativas, sin el temor de ser aplastado. Me gustaría ser capaz de hacerlo. A Chase McMichael, un especialista en física de la Universidad de Houston, se le concedieron en 1993 dos patentes por haber participado en el desarrollo de un procedimiento de levitación que casi eliminaba la fricción mecánica. Pero quizá lo que es más interesante acerca de este inventor son sus memorias del tiempo que pasó en la escuela y el camino que tomó y que le llevó a descubrir algo que marcó un hito y que pudo hacer que el mundo ahorrase miles de millones de dólares en la factura de la energía eléctrica a través de un sistema que reducía la fricción en los motores. En la escuela superior se le declaró afecto de dislexia y problemas de déficit de atención. Su tutor escolar indicó que «no era material de universidad» (7, pág. 1e). Según una larguísima entrevista que apareció en un periódico de Houston, en la escuela tenía calificaciones que estaban básicamente entre B y C: «No tenía mucho interés en las clases. Siempre quería saber cuál era el sentido del conocimiento» (7, pág. 10e). El hecho de no recibir apoyo alguno en su escuela no le disuadió de seguir soñando en ir a una universidad importante y trabajar con la persona más destacada en el campo de la superconductividad, el profesor Paul Chu. Después de estudiar algún tiempo por su cuenta, se mostró intrigado por la idea de construir un volante de motor que giraría eternamente sobre sí mismo: «Voy a tener que construir el mejor funcionamiento del mundo» (7, pág. 10e). Desde el principio la universidad se ha adaptado a sus necesidades. Debido a su dislexia, se le permite que utilice un tiempo extra, y ya está alcanzando calificaciones A y B. Me pregunto ahora cuántos Chase McMichaels potenciales han sucumbido al feedback escolar negativo, dando lugar a pérdidas tremendas tanto para los individuos como para el mundo en su conjunto. ¿Tiene aquí cabida el soma? Una última pregunta quizá sería: «¿Puedo ayudar al estudiante a desarrollar una vida sensible, así como una vida cognitiva? ¿Puedo ayudarle a convertirse en lo

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que Thomas Hanna llama un soma: cuerpo y mente, sentimientos e intelecto?». Creo que tenemos plena conciencia de que una de las tragedias de la educación moderna radica en que sólo se considera importante el aprendizaje cognitivo. Pienso que el libro de David Halberstam, The Best and the Brightest, brinda una síntesis de esa tragedia. Los asesores de los presidentes Kennedy y Johnson eran todos hombres dotados de gran talento. Como dice Halberstam, «si es que hubo algún tema central durante esos años, si es que había algo que ligaba a esos hombres, fue la convicción de que la mera inteligencia y el racionalismo podían responder y resolver cualquier cosa». Sin duda, ese punto de vista había sido aprendido en el colegio. Así fue que esta absoluta confianza en lo cognitivo y lo intelectual hizo que este grupo de hombres brillantes nos condujera, poco a poco, hacia el increíble desastre de la guerra de Vietnam. Las computadoras omitieron incluir en sus cálculos los sentimientos y el compromiso emocional de unos hombrecitos vestidos de negro, que contaban con poco armamento y ninguna fuerza aérea, pero que luchaban por algo en lo que creían. Esta omisión resultó fatal. El factor humano no se incluyó en las computadoras porque «los mejores y más inteligentes» no dieron cabida, en sus cálculos, a la vida sensible y emocional de los individuos. Yo procuraría que el aprendizaje que tuviera lugar en el aula implicara a la persona en su totalidad; esto es algo difícil de lograr, pero muy gratificante en cuanto a su resultado final.