liberalismo y comunitarismo. ¿un falso debate? - autor: miguel gonzález madrid

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Ponencia presentada en el coloquio Vigencia y Perspectivas del Liberalismo, realizado los días 22 al 24 de junio de 1998, en la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa. LIBERALISMO Y COMUNITARISMO: ¿UN FALSO DEBATE? Miguel González Madrid * * Profesor e investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa.

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Ponencia presentada en el coloquio Vigencia y Perspectivas del Liberalismo, realizado los días 22 al 24 de junio de 1998, en la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa. Una versión revisada de este trabajo fue publicada en Víctor Alarcón Olguín y Jorge Velázquez Delgado (coords.), Liberalismo y neoliberalismo. Temas para el debate, Editorial Torres Asociados, México, 2007, pp. 43-65.LIBERALISMO Y COMUNITARISMO: ¿UN FALSO DEBATE?Miguel González Madrid *INTRODUCCIÓN Hacer referencia al liberalismo hoy en día resulta una tarea con muchos sentidos e implicaciones. Esto sugiere que a veces es mejor hablar de las diversas corrientes liberales y de sus propios puntos de divergencia, más que de una

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Ponencia presentada en el coloquio Vigencia y Perspectivas del Liberalismo, realizado los días 22 al 24 de junio de 1998, en la Universidad Autónoma

Metropolitana, Unidad Iztapalapa.

LIBERALISMO Y COMUNITARISMO:

¿UN FALSO DEBATE?

Miguel González Madrid *

* Profesor e investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa.

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INTRODUCCIÓN

Hacer referencia al liberalismo hoy en día resulta una tarea con muchos sentidos e implicaciones. Esto sugiere que a veces es mejor hablar de las diversas corrientes liberales y de sus propios puntos de divergencia, más que de una tendencia universalista liberal totalmente coherente que hoy parece dominar al mundo. En el último medio siglo, específicamente, el liberalismo ha llegado a ser, ciertamente, «un campo de ideas y posiciones sumamente diversificado» (Merquior, 1993: 19).

Sin duda, la fortaleza y la debilidad que la burguesía mostró en cada periodo a lo largo de su trayectoria histórica como clase social ascendente y dominante, pueden ser tomadas como una muestra de las tensiones que anidan en el pensamiento liberal: su fortaleza ante el poder político absoluto siempre fue un buen pretexto para destacar las ventajas del individualismo, pero su debilidad ante sus propias creaciones siempre fue una circunstancia para reclamar la protección común del individuo, así como para denunciar y atacar la amenaza de ideas colectivistas que más bien tendían a vaciar la individualidad que a protegerla. El liberalismo apareció así estigmatizado como un tipo de reduccionismo individualista, a pesar del reconocimiento de la pluralidad de voluntades individuales, al mismo tiempo que delimitado por la imperiosa necesidad de la asociación de éstas en una comunidad política, precisamente para evitar la autodestrucción individual.

EL PERFIL HISTÓRICO DEL LIBERALISMO

Desde sus orígenes europeos el liberalismo político presentó una fuerte hostilidad al poder absoluto y coercitivo. Apareció como una corriente de pensamiento opuesta a todo absolutismo y a toda forma de opresión del individuo, al mismo tiempo que como corriente política instigó a la creación de instituciones representativas y protectoras de la libertad individual. Como corriente política contribuyó a la destrucción de los viejos órdenes de sociedad y facilitó el ascenso de la incipiente burguesía al poder, durante los siglos XVII a XVIII. Concretamente, se opuso primero abiertamente al sistema de privilegios, lealtades y señoríos que fragmentaban, aislaban y constreñían la vida de las personas, y luego emprendió una larga lucha por instaurar su propio modelo de poder político.

Por ejemplo, en Inglaterra, la incipiente burguesía apoyó al principio la centralización del poder en manos del rey como una

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estrategia orientada a unificar la naciente estructura social y política, al mismo tiempo que a contener la intromisión gubernamental en su vida «privada» mercantil; pero la instrumentalidad de ese apoyo le permitió obtener concesiones que la fortalecieron y prepararon para destruir las instituciones residuales aristocráticas y la institución transitoria de la monarquía absoluta, puesto que no eran compatibles con su lógica libertaria e individualista.

En el último tercio del siglo XVII habría de triunfar la revolución inglesa creadora de instituciones representativas y protectoras de la libertad y la propiedad individuales, con el doble sustento de una racionalidad jurídica civil y mercantil y del uso directo de la violencia (cfr. Tigar y Levy, 1978: 213-251). El status y la posición aristocrática, cedieron paso, por ejemplo, al poder del dinero y al contrato; el derecho divino y el derecho natural fueron reemplazados por el derecho positivo; y el poder del industrial, del banquero y del comerciante sustituyeron al poder del terrateniente, del eclesiástico y del guerrero feudal (Laski, 1994: 11).

Vendrían posteriormente los intentos de autojustificación de esas instituciones como de la propia esfera mercantil en expansión, con Hume, Smith, Ferguson, Hobbes y Locke a la cabeza. De modo que, como dice José Guilherme Merquior, «en el siglo transcurrido entre la Revolución gloriosa y la gran Revolución francesa de 1789-1799 [,] el liberalismo o, más precisamente, el protoliberalismo se asoció constantemente con el "sistema inglés" es decir, con una policidad (polity) basada en un poder regio limitado y un grado considerable de libertad civil y religiosa» (Merquior, 1993: 16). La figura del ciudadano, sin embargo, no estaba colocada todavía en el centro del modelo político liberal, y menos el reconocimiento de una ciudadanía amplia o extensa, como sería el caso en las postrimerías del siglo XX. El mismo Hobbes, en su Leviatán, no habla del ciudadano moderno, sino del «súbdito»: un tipo de «ciudadano» sometido al poder común (monárquico) mediante un sistema de derechos y obligaciones referido indefectiblemente a la protección de la vida y los bienes de los individuos (burgueses), es decir, un ciudadano cuya riqueza material es determinada como base necesaria de su condición política.

El Estado es, en esas circunstancias, la representación y la forma de integración de los propietarios burgueses en un territorio determinado y unificado por la lógica del mercado (cfr. al respecto el punto de vista de Mialle, 1985). Hobbes es quien describe esa relación funcional de manera paradójica, pues al insistir en que el Estado existe por un pacto entre los individuos que le ceden todos sus derechos naturales, menos el derecho a la vida, se vuelve un poder

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común superior a la suma de los poderes individuales, pero con la obligación de proteger y asegurar la vida y los bienes de esos individuos (Sabine, 1991: 345).

Hobbes aparece como un defensor del poder absoluto y se dice que sus escritos estaban destinados a apoyar a la monarquía absoluta de su tiempo, pero al mismo tiempo se le declara individualista y utilitarista completo (Sabine, 1991: 337 y 345). El Estado aparece, pues, en función del interés individual, a pesar de su poder soberano. Para otros, sin embargo, Hobbes está lejos de ser un individualista duro y sí, en cambio, un apologista de la centralización y la unidad del Estado. En esta segunda perspectiva el Estado es una resultante del pacto social de voluntades individuales, pero no de voluntades individuales separadas, sino ligadas por la necesidad de sobrevivir socialmente y vueltas a ligar por un poder que son ellos mismos en común, pero que a final de cuentas les es extraño y en apariencia por encima incluso de todas ellas.

En la crítica política de Marx, por ejemplo en El manifiesto del partido comunista, se describe al Estado como la junta que administra los negocios de la burguesía. Marx proporciona ahí una imagen instrumental del Estado precisamente porque la concepción dominante del nuevo orden social es una concepción instrumental que presenta al Estado como un poder político común limitado y en función de la propiedad privada y la libertad de concurrencia. Hasta mediados del siglo XIX el Estado moderno es presentado impúdicamente como el Estado que consagra los derechos y las libertades de los individuos con intereses en la tierra y el capital. Hoy en día, sin embargo, tal imagen se ha corrido hacia un individualismo menos materialista y posesivo, de modo que han aparecido nuevos derechos de las personas denominados «derechos humanos» y, en consecuencia, el «Estado de derecho» actual es mucho más complejo.

LA JUSTIFICACIÓN DEL NUEVO ORDEN SOCIAL

Es evidente que el liberalismo surge como una necesidad de justificación racional del nuevo orden social (Laski, 1994: 12), unas veces enfocado más a la función político-jurídica protectora del Estado (el Estado político de derecho); otras, a la capacidad innovadora individual. En este último sentido, como dice Harold J. Laski, el liberalismo siempre adoptó una posición negativa ante la acción social y la fuerza unificadora de la tradición, «lo que siempre le hizo preferir el bendecir toda innovación individual, antes que el sancionar las uniformidades que el poder político trata de establecer» (Laski, 1994: 15). Esa necesidad persiste en la actualidad: el orden

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social vigente requiere de una justificación continua, y la discusión entre las variantes liberales sofisticadas actuales en torno a los temas de la libertad individual, la justicia social y la convergencia comunitaria de intereses, por ejemplo, son otras formas de presentación de esa justificación racional. Así fue con el burdo economicismo smithiano y la visión política racionalista hobbesiana, o con el utilitarismo de Bentham y de los Stuart Mill, y así ha sido con los sofisticados planteamientos de economía de Mises y Hayek, de elección pública de Buchanan y Nozik, de justicia social como equidad de Dowrkin y Rawls, de solidaridad y justicia comunitaria de Walzer y Sandel.

Podemos decir, sin embargo, que el liberalismo representó verdaderamente un progreso real con respecto a otros paradigmas políticos y teóricos (Laski, 1994: 17), y que hasta el mismo Marx reconoció en la burguesía su capacidad para revolucionar el mundo de su tiempo prácticamente en todos los ámbitos. Pero es también pertinente preguntar si el liberalismo ha agotado la fuerza innovadora de la democracia representativa y si, entonces, se hace necesario el impulso de paradigmas que dependan menos del individualismo o que trasladen la identidad individual al campo de la cooperación sustentada en un alto sentido de pertenencia a la comunidad política. El triunfo de uno u otro paradigma ha de ocurrir siempre, no obstante, sobre la base de: (a) mayor o menor individualismo aceptable socialmente, o (b) de mayor o menor comunitarismo aceptable individualmente. Las resistencias y los cuestionamientos mutuos siempre estarán, de todos modos, a la orden del día.

Con respecto al sistema liberal, como sistema de ideas y de vida, su rápida expansión y universalización ha sido una pretensión que ha corrido al parejo del ascenso capitalista. La inserción del homo economicus en el mercado mundial, como su motor primordial, sin embargo, ha encontrado siempre resistencia en la tradición y los nacionalismos, de la misma manera que la defensa del derecho del individuo a edificar su propio destino y a limitar cualquier autoridad externa ha encontrado resistencia en el desafío de la integración comunitaria basada en la solidaridad, la «igualdad compleja» y el nuevo patriotismo.

El ascenso del liberalismo no ha sido lineal ni ha estado exento de contradicciones y tensiones. Ciertamente surgió como un enemigo duro del privilegio aristocrático o del corporativismo medieval, pero él mismo autolimitó su universalidad al adjudicar tempranamente las virtudes libertarias al individuo propietario de la tierra y el capital. Se opuso a la autoridad absoluta e inventó diversos controles constitucionales a ésta, pero el reino de la propiedad privada

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mercantilizada fue la piedra de toque del nuevo régimen político y la libertad de concurrencia fue prescrita de manera ilimitada. También desde su origen exigió que la autoridad procediera conforme a derecho y no con base en caprichos o en decisiones otorgadas por algún sistema de privilegios, pero, paradójicamente, en la medida en que hasta ahora ha sido imposible el acceso real a la propiedad, el ejercicio del derecho a la propiedad privada mercantilizada ha dominado como un capricho impersonal (cfr. Laski, 1994: 14).

La pretensión universalista del liberalismo puede resumirse en una especie de intento por lograr un alcance excepcional de los derechos y las libertades individuales, aun reconociendo a los individuos como diversos y plurales. Pero el universalismo individualista corre el riesgo de apoyarse en un tipo de uniformidad y de fragmentar la pluralidad, de reducir la pluralidad a un simple hecho empírico sin repercusión en la deseable innovación deliberativa, como por ejemplo desearía Habermas con su teoría de la acción comunicativa.

Por otra parte, es paradójica la hipótesis de los liberales contractualistas clásicos relacionada con la mejor vía de la universalidad de los nacientes principios liberales, consistente en garantizar los derechos y las libertades individuales a través del Estado. Sin embargo, debe aclararse que, por lo menos en Hobbes y Locke, ese Estado es a la vez político y civil: es un poder que nace de y atañe a la asociación de individuos propietarios, a la comunidad de personas distintas del clero y de la servidumbre medieval, que son los «burgueses».

Podemos observar que esa imagen del Estado moderno no connota todavía el sentido fuerte de la separación entre gobernantes y gobernados. Hobbes es, ciertamente, politicista sólo en el sentido de la racionalidad del poder común para salvar el problema del conflicto entre voluntades individuales irracionales. Por eso decimos que Hobbes mantiene una posición individualista endeble y una posición altamente justificatoria del poder absoluto contenedor de los intereses egoístas individuales. Esta posición fue corregida por Locke, para quien la relación de «confianza» (trust) entre el Estado y los ciudadanos, así como la conservación de la mayor parte de los derechos naturales, permite a los ciudadanos mantener una posición vigilante de los actos del Estado, y ello debido ya a una percepción de la posibilidad de la autonomización de las nacientes instituciones representativas.

JUSTIFICACIÓN Y DESIGUALDAD

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La paradoja a la que se enfrentó Hobbes ante el problema de la supremacía de la unidad del Estado para garantizar la protección del interés individual, es traducida como la base del nacimiento de dos vertientes de pensamiento en la filosofía política: una, justificatoria del nuevo orden social con primacía de lo político estatal; la otra, justificatoria del nuevo orden social con primacía del pueblo en general y del individuo en particular (Córdova Vianello, 1996: 5). La primera vertiente resume una versión burda de la condición de igualdad "política" de todos los miembros de la comunidad que es el propio Estado. En otras palabras, se trata de una igualdad sólo en términos del tratamiento común racional de intereses individuales irracionales de origen. En cambio, la segunda resume una versión pura de la condición de libertad individual de los miembros de esa comunidad: una veces atada al autointerés (enfoque propiamente racionalista), pero otras atada al interés de la colectividad (enfoque normativista) (Eder, 1992).

En relación con la libertad individual desde el enfoque racionalista, Merquior dice acertadamente que el liberalismo en su forma histórica clásica es un cuerpo de teorización «que aboga por un Estado constitucional (es decir, una autoridad central nacional con poderes bien definidos y limitados y un alto grado de control por los gobernados) y una elevada proporción de libertad civil [o libertad como ausencia de coerción o como todo lo que puede hacerse si no está prohibido por la ley]» (Merquior, 1993: 32). De esa manera, observamos que en Hobbes coexisten interés y libertad: el interés protegido y ordenado racionalmente por la comunidad política y la libertad en contra de los excesos del poder soberano o en contra de disposiciones y acciones no pactadas socialmente.

La idea de igualdad política, es decir, de igualdad de derechos políticos de todos los ciudadanos, es la piedra angular de la democracia política, pero ella es introducida posteriormente una vez que se reconocen los derechos básicos individuales. Con Rousseau la democracia política va mucho más lejos que un simple reconocimiento de iguales derechos políticos y que la toma de decisiones mediante deliberaciones colectivas de los ciudadanos. Para él la democracia requiere también, como condición fundamental, que la distribución de la propiedad privada sea atemperada, de manera que no se abran brechas de desigualdad social y económica.

Rousseau probablemente estaba pensando en una estructura social más o menos homogénea que impidiera la formación de diversas clases sociales. Su ideal de sociedad estaba más cerca de lo que C. B. Macpherson identifica como la corriente democrática inglesa del siglo XVII, basada en un modelo de «sociedad de una sola

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clase», es decir, en la idea de «un hombre, un voto», o todos los derechos políticos a todos los propietarios: en una palabra, la «ciudadanía de una sola clase» (Macpherson, 1994: 23 a 34). Sin embargo, en los hechos Rousseau estaba con otro pié en otra corriente, la basada en el modelo de sociedad dividida en clases, pues asumía la discriminación de las mujeres como un sector social carente de derechos.

Tal vez esa actitud misógina no sea determinante para suponer una posición ambigua con respecto a la conformación de la estructura social, puesto que ésta no se define precisamente en términos de género, pero debemos recordar que, en el mundo, las mujeres son hoy en día un sector de la población numeroso y ligeramente superior al de los hombres, y que la democracia política puede consolidarse precisamente si la brecha que divide a los propietarios de los no propietarios se atenúa considerablemente mediante otros atributos.

Posteriormente, tanto en Europa como en Estados Unidos de América, habría de extenderse la justificación de la democracia por medio de la idea de que todas las personas estuviesen en posibilidad de adquirir cualquier cantidad y tipo de bienes, o de que la disponibilidad de bienes propios, más o menos grande, fuese igual a todos. Es el caso sofisticado, por ejemplo, de Robert Nozick, quien habiendo efectuado una relectura de Locke, sugiere que, dado que en la actualidad no existen oportunidades reales de apropiación de bienes territoriales por una vía que no sea el mercado, sea éste el mecanismo para proveer de las oportunidades de usar libremente una serie de bienes y objetos del mismo tipo. El mercado es concebido así como un mecanismo redistributivo de bienes intercambiables, y la función del «Estado mínimo» consistiría entonces básicamente en evitar el daño entre personas y en aplicar las sanciones a quienes incurran en la comisión de daño.

Podemos observar como el pluralismo liberal clásico carece de un sustento igualitario referido a una amplia distribución de derechos ciudadanos. Tal pluralismo considera a los individuos con intereses divergentes y en conflicto, para lo cual, pues, se hace necesario el Estado como factor supremo de equilibrio político. La pluralidad está referida ahí a la desigual cantidad de bienes individuales y a una probable distribución desigual de derechos políticos. El pluralismo de la democracia liberal reconoce, en cambio, en primer lugar, la necesidad de atemperar los desequilibrios sociales y económicos, y, en segundo lugar, de distribuir igualitariamente los derechos políticos entre los miembros de una sociedad de «una sola clase». De acuerdo con Macpherson, «el liberalismo siempre había significado liberar al individuo de las limitaciones anticuadas de las instituciones

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establecidas hacía mucho tiempo, [pero] para el momento en que el liberalismo aparece como democracia liberal, esto se convirtió en una reivindicación de la liberación de todos los individuos por igual[...]» (Macpherson, 1994: 32-33).

Para Lorenzo Córdova Vianello la idea de «poliarquía», sugerida por Robert A. Dahl, parte precisamente del principio de la distribución de iguales derechos a los ciudadanos. Ella designa un proceso de extensión de la ciudadanía política a una porción cada vez más alta de adultos, al mismo tiempo que a la posibilidad de oponerse y de revocar a los funcionarios del gobierno. En ese sentido, la idea de la poliarquía constituye una etapa superior del desarrollo de la democracia liberal (Córdova Vianello, 1996: 10 y 11). La democracia, con Dahl, connota así un sentido más alto de la pluralidad: ya no se trata solamente de la diversidad a secas (tout court), sino de una diversidad ampliada y basada en iguales y mejores derechos políticos: una diversidad en equilibrio, pues. Sin embargo, en primer lugar, en los hechos parece no existir ya una preocupación explícita por atemperar las desigualdades sociales y económicas, que no debe ser confundida con la llamada «ayuda humanitaria» a la población literalmente hambrienta, y en segundo lugar, es dudoso que en la actualidad el poder para afectar las políticas y la configuración gubernamental se distribuyan equitativamente en la sociedad (Arblaster, 1991: 120).

A pesar de la pretensión de disminuir las brechas de la desigualdad social y económica, en décadas anteriores, unas veces mediante las intervenciones gubernamentales y otras mediante el mecanismo del libre mercado, hasta ahora esa desigualdad sigue siendo un hecho empírico lacerante, en tanto que el ejercicio pleno de iguales derechos está restringido por la condición de tal desigualdad social y económica. Como dice Anthony Arblaster: La desigualdad en la riqueza y el poder económico «es una forma de desigualdad política que contradice el principio de igualdad expresado en el lema "una persona [,] un voto"» (Arblaster, 1991: 121).

DESIGUALDAD E INJUSTICIA

Charles Taylor, comunitarista destacado, señala con mucha lucidez, citando a David Hume, que «la justicia es una virtud importante cuando hay escasez y la gente no se mueve espontáneamente por lazos de afecto hacia la benevolencia mutua», porque es evidente que si todos disponen de recursos suficientes para vivir, incluso en mayor medida en unos casos que en otros, no hay razones para perseguir

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una distribución equitativa de esos recursos, y si la gente actúa por benevolencia mutua, tampoco hay razones para imponerle una norma de distribución (Taylor, 1997: 242).

La necesidad de justicia aparece cuando ciertamente la distribución de recursos es desigual y no existen mecanismos de autocompensación individual o social, o cuando éstos existen pero son débiles, ocasionales o raros. Si atendemos esas condiciones de existencia de la justicia, entonces podremos estar de acuerdo en que ella connota un sentido profundo de la justificación del orden social imperante y que se autoreproduce en función de éste.

Aunque en el campo de los derechos políticos las desigualdades parecen haber disminuido en términos de su extensión progresiva, en el campo de los derechos sociales y económicos parecen profundizarse, de acuerdo con los datos, por ejemplo, que anualmente publican diversos organismos internaciones sobre la pobreza en el mundo: una cuarta de la población mundial vive en condiciones de pobreza, y de ella alrededor de 850 millones de personas viven en condiciones de desnutrición y hambre, con menos de un dólar al día. Esto último, como afirma Arblaster, es ya una restricción lamentable a la igualdad política. Pero desde el punto de vista de Michael Walzer, otro destacado comunitarista, es conveniente distinguir una variedad de «esferas de justicia» y de mantener su conexión para evitar la generalización de la desigualdad registrable en alguna de ellas (Walzer, 1997a).

De acuerdo con Walzer, desde sus orígenes el igualitarismo político estuvo orientado a abolir sólo una parte de las diferencias en la sociedad, no a abolir la propia diversidad de la estructura social y económica. Dejando en pie esta estructura, se limitó a eliminar la «dominación» (el servilismo, las reverencias, etc.) en una esfera. Este, sin duda, fue un avance en la esfera política. «Pero los medios de dominación se constituyen de manera diversa en sociedades diversas. La cuna, la sangre, la riqueza heredada, el capital, la educación, la gracia divina, el poder estatal: todo ello ha servido en una época u otra para que unos dominasen a otros» (Walzer, 1997a: 11). De modo que los riesgos de la desigualdad están latentes en cada esfera cada vez que los bienes específicos a cada una de ellas no están bien distribuidos.

Una «igualdad simple» puede registrarse en una esfera en donde hay una distribución equitativa de bienes, pero la carencia de este tipo de distribución en otras esferas no puede ser motivo para debilitar la igualdad en aquella esfera. Dicho inversamente: la desigualdad en una esfera no es motivo para limitar el acceso a otra esfera en donde es posible la igualdad. Esta situación es planteada por Walzer en términos de «igualdad compleja». Esta noción

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significa, pues, «que ningún ciudadano ubicado en una esfera o en relación con un bien social determinado puede ser coartado por ubicarse en otra esfera, con respecto a un bien distinto» (Walzer, 1997a: 33). Así, puede darse el hecho de que la distribución de una cantidad limitada de cargos públicos genere una situación de desigualdad en términos de la diferenciación política; pero si el ejercicio de un cargo público confiere ventajas a su titular en otra esfera, la desigualdad conexa será evidente, y con ello la injusticia en esa otra esfera. Eso es lo que ocurre con frecuencia, por ejemplo, en los casos de gobernantes que se enriquecen debido a las prácticas de corrupción.

En primer lugar, la noción de «igualdad compleja» parece ser, sin embargo, un truco de un liberalismo refinado para justificar la posibilidad de desigualdades en unas u otras esferas. El argumento se reduce a señalar que basta que ningún tipo de bien en una esfera determinada sea utilizado para obtener ventajas en otras esferas, para que la «igualdad compleja» exista; y que, por lo tanto, la «conversión» de la falta de éxito en una esfera por la obtención del mismo en otra, sea factible para todos. En segundo lugar, se rechaza la factibilidad de la aparición de una sociedad caracterizada por la igual distribución de bienes a todas las personas en todas las esferas y, en consecuencia, por la obtención del éxito en una esfera tras otra (Walzer, 1997a: 33).

El liberalismo comunitario de Walzer se asienta progresivamente en una reconsideración de la inevitabilidad de las desigualdades de las sociedades modernas, de una manera consoladora, incluso en un sentido más fuerte que en el caso de Hegel, quien había defendido la imagen de una comunidad política en donde el ciudadano encuentra su libertad como autorrealización, lejos de las contradicciones y limitaciones mundanas de la sociedad civil.

La consolación parece venir en el momento en que cualquier persona accede, sin obstáculos, a otro tipo de bienes en una esfera diferente a aquella en donde ha encontrado una desigualdad particular (y entiéndase que estamos hablando de bienes no precisamente materiales). Las «fronteras» entre esferas no representan obstáculos de acceso a bienes específicos, sino acotaciones de la aplicación de un principio distributivo en particular, de manera coherente y sin la influencia restrictiva de otro. Ahí donde algún principio distributivo de bienes o recursos haya fallado o no haya sido magnánimo con ciertas personas, como es frecuente con los principios de «intercambio libre» (el mercado) y de «merecimiento» (la meritocracia), entra en escena el principio de la «necesidad» (Walzer, 1997a: 34); y es precisamente aquí que el

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liberalismo comunitario justifica: (a) las desigualdades generadas por el mercado, porque si bien «el intercambio libre es palmariamente abierto; no garantiza ningún resultado distributivo en particular»; (b) las limitaciones de alcance de la distribución de bienes por méritos; y (c) el auxilio de la comunidad política para garantizar la distribución de otro tipo de bienes entre los «excluidos», según el esquema de la «igualdad compleja» y los registros de «necesidad» (Walzer, 1997a y 1997b).

En cuanto a la comunidad política, que puede equipararse a una pequeña comunidad en particular, a una comunidad nacional o a una sociedad de naciones, hay un bien que de entrada «distribuimos entre nosotros»: «la pertenencia en alguna comunidad humana». Cualquier hombre o mujer sin pertenencia a alguna comunidad simplemente es una persona «sin patria» (Walzer, 1997a: 44), cualesquiera que sean el tipo y el tamaño de comunidad. El sentido de pertenencia a una comunidad política, según Walzer, es fundamental para que las personas puedan garantizar su vida «juntos de muchas maneras». Tanto la supervivencia como el bienestar, por ejemplo, «exigen un esfuerzo común: contra la ira de los dioses, contra la hostilidad de otros pueblos, contra la indiferencia y las inclemencias de la Naturaleza (hambrunas, inundaciones, incendios, enfermedades), contra la brevedad de la vida humana» (Walzer, 1997a: 76).

La tipología de necesidades fundamentales y de bienes distribuibles por medio de la comunidad política, sin embargo, es un punto de desacuerdos teóricos. Esto hace decir, de nuestra parte, que a pesar de que para Walzer «toda comunidad política es un Estado de beneficencia» o al menos una comunidad previsora, en el cual es fundamental el «sentido compartido de la obligación y los deberes» para que exista como tal «comunidad», no está claro qué tipo de bienes y cuánto de ellos se requiere en un momento determinado, en una comunidad específica. Simplemente, como reconoce Walzer, «no es posible estipular a priori el tipo de necesidades que debieran ser reconocidas; [y] tampoco existe un método a priori para determinar los niveles apropiados de previsión» (Walzer, 1997a: 79 y 101). A pesar de ello, cada comunidad trata de cumplir con su cometido, si bien es cierto que no lo cumple como idealmente se lo propone y que, incluso, existen comunidades políticas que se desintegran debido a que no cumplen sus objetivos de justicia.

Desde el punto de vista de Charles Taylor, entre las personas con un alto sentido de comunidad política existe un «sentido de compromiso mutuo» (Taylor, 1997: 243), de la misma manera en que, por ejemplo, los contractualistas clásicos formularon la hipótesis de la vinculación en un Estado civil mediante un pacto social, ya fuese

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de asociación, de sujeción o de ambas cosas. El supuesto de Taylor tiene importancia en relación con el papel del gobierno, cuyas políticas y principios distributivos no pueden ser fortuitos o carentes de una orientación cohesiva. La pregunta de Michael Sandel, recordada por Taylor, con respecto a la eficacia y la ubicación principal de los principios de justicia propuestos por John Rawls, en el caso de una sociedad «que no mantenga una relación de solidaridad a través de un fuerte sentimiento de comunidad», es bastante pertinente. Inicialmente, el liberalismo comunitario cuestiona dos cosas: una, la pretensión de validez universal de los principios rawlsianos de justicia, que, según Rawls, son acordados mediante un proceso de eliminación del autointerés en la asunción de la posición original, es decir, mediante mecanismos de cooperación por simple convergencia de concepciones entre actores individualizados acerca de lo que deben ser esos principios de justicia; y la otra, precisamente la ausencia de la cuestión, en la propuesta rawlsiana, de vínculos de solidaridad en una comunidad política, a pesar de que Rawls piensa que los actores individualizados suponen principios de justicia válidos socialmente.

LIBERALISMO Y COMUNITARISMO (CONCLUSIONES)

Hemos visto que la concepción de la inevitabilidad de las desigualdades en las sociedades modernas, en la perspectiva liberal clásica como en la comunitaria, no varía notablemente. Lo que hace vigente al liberalismo no es precisamente su actitud positiva frente a la libertad progresiva de las personas, sino la tensión que existe en las formas mediante las cuales puede lograrse tal libertad.

De modo que sobre la manera de tratar las desigualdades hay serias divergencias entre los propios liberales, y será siempre así al aceptarse que el principio básico sea el de la libertad y que el de la igualdad acaso sea una atenuante de los excesos individualistas, como parece sugerir el liberalismo comunitarista. Podemos puntualizar nuestra opinión al respecto.

El liberalismo clásico insistió en el orden de problemas de la libertad individual, de las limitaciones al poder gubernamental y

de la protección de la vida y los bienes individuales. El tema de la desigualdad fue compensado, en general, por la fórmula de la democracia liberal, cuyo componente básico fue la extensión de la igualdad de derechos políticos. En ello se apoyó notablemente la noción de «poliarquía» de Dahl.

1.

2. El comunitarismo nos dice ahora, a través de Walzer, por ejemplo, que la desigualdad en una esfera (el mercado, digamos) no puede ser

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obstáculo para conseguir bienes de otro tipo en otras esferas. La desigualdad, nuevamente, es justificada. Hasta aquí no hay diferencia de fondo con los principios liberales clásicos. Pero, desde el punto de vista de Walzer, Taylor y Sandel, la distribución de bienes que se oriente a compensar necesidades entre los miembros de una comunidad, requiere no sólo de ciertos principios de justicia, sino de un alto sentido de pertenencia a la comunidad, es decir, de un sentimiento de patriotismo y de actitudes de solidaridad.

Tanto Rousseau como Montesquieu enfatizaron la idea del interés individual en función del interés general o público, en

oposición al autointerés del contractualismo liberal de Hobbes y, sobre todo, de Locke (Merquior, 1993: 81). Particularmente, Rousseau introdujo un elemento nuevo a la discusión del interés individual protegido por el Estado, justamente en relación con la necesidad de la reapropiación de la capacidad de decisión colectiva, lo cual evitaba, además, discutir acerca de los controles a un poder en apariencia separado de la misma sociedad; ese elemento es la democracia misma (cfr. Rousseau, 1977). La idea de interés general o público, sin embargo, ha sido reemplazada por los comunitaristas por la de bien común.

3.

El cambio no parece ser nominal, pero tampoco mejora la propuesta de democracia. La idea de bien común describe aquí, en primer lugar, el tratamiento de necesidades comunes de diverso tipo de las personas mediante mecanismos distributivos o compensatorios basados en el sentimiento de la solidaridad y el patriotismo. A decir de Taylor, el vínculo de solidaridad entre personas de una misma comunidad «está basado en un sentido de destino compartido, donde el mismo compartir es valioso» (Taylor, 1997: 252). Para él, «destino compartido» es mucho más que convergencia de intereses, que en varios casos suele ser aparecer mediante interacciones estratégicas, eminentemente de salvaguarda de intereses diferentes en condiciones comunes de conflicto. Pero, además, a Taylor le parece que el patriotismo sigue siendo «un baluarte de la libertad» para garantizar la supervivencia de las personas en comunidad, y significa mucho más que «principios morales convergentes»: «se trata de una lealtad común a una comunidad histórica particular» (Taylor, 1997: 260).

4. Los planteamientos comunitaristas son tan discutibles como los de la matriz liberal clásica. Sin embargo, tienen la ventaja de que ofrecen, en su señalamiento de los «límites de la justicia» (Sandel, 1994) o de la aplicabilidad de principios distributivos diferenciados (Walzer, 1997): (a) un enfoque de justicia distributiva más congruente con la particularidad de las comunidades políticas, y (b) un soporte humano y cívico al tratamiento de las necesidades de las

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personas en comunidad. Y quizás estas dos cosas hagan relativamente atractivo al liberalismo comunitarista, sobre todo cuando suele ser frecuente la defensa de las identidades comunitarias o la búsqueda de nuevas fórmulas de integración comunitaria.

Aunque Taylor reconoce las implicaciones negativas de los ideales patrióticos, como un nacionalismo exacerbado, que en

algunos casos condujo a formar identidades comunitarias pero también a justificar gobiernos autoritarios y falsamente redentores (Taylor, 1997: 258), es pertinente preguntarse si no la democracia liberal que pregona el comunitarismo es un intento de justificación de un modelo nacional en especial, como el norteamericano, cuya referencia es recurrente en la literatura al respecto. Esta es una seria limitación del comunitarismo, puesto que esa referencia ilustra una visión única de la felicidad y del buen vivir. De acuerdo con Chantal Mouffe, «esto es incompatible con el pluralismo, que constituye un pilar de la democracia moderna» (Mouffe, 1997: 14), y, según el universalismo liberal, constituye en sí la posibilidad de que el sentimiento comunitarista se autolimite [empíricamente] al destacar la paradójica tensión entre «los de adentro» y «los de afuera» (cfr. Bernstein, 1996: 33). Paulette Dieterlen, sin embargo, señala la defensa comunitaria de la pluralidad sólo en conexión con los principios distributivos.

5.

Esta última connotación parece no ayudar a entender otro tipo de objetivos del funcionamiento de la democracia: la participación en la toma de decisiones en una sociedad específica y estructurada por voluntades heterogéneas, divergentes, en conflicto y a veces poco propensas a la cooperación y a la solidaridad. En realidad, como dice Walzer (Walzer, 1997: 320 y 321), en todo lugar el ciudadano «tiene que estar listo y ser capaz, llegado el momento, de deliberar con sus compañeros, de escuchar y ser escuchado, de asumir la responsabilidad por sus palabras y actos», porque la «soberanía de la ciudadanía» «es el fin de la tiranía», y más de la tiranía de una falsa configuración colectivista.

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