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Leer para lograr en grande

Colección Lectores Niños y Jóvenes | Literatura infantil

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Eruviel Ávila VillegasGobernador Constitucional

Raymundo E. Martínez CarbajalSecretario de Educación

Consejo Editorial: Efrén Rojas Dávila, Raymundo E. Martínez Carbajal, Erasto Martínez Rojas, Carolina Alanís Moreno, Raúl Vargas Herrera

Comité Técnico: Alfonso Sánchez Arteche, Félix Suárez, Marco Aurelio Chávez Maya

Secretario Técnico: Agustín Gasca Pliego

Gregoria la Grande© Primera edición, 2011© Segunda edición. Secretaría de Educación del Gobierno del Estado de México. 2013

DR © Gobierno del Estado de México Palacio del Poder Ejecutivo Lerdo poniente núm. 300, colonia Centro, C.P. 50000, Toluca de Lerdo, Estado de México.

ISBN: 978-607-495-271-1

© Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal. 2013www.edomex.gob.mx/consejoeditorial

Número de autorización del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal CE: 205/01/65/13

© Martha Martina Palacios© Rocío Solís Cuevas, ilustraciones

Impreso en México

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa del Gobierno del Estado de México, a través del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal.

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Martha Martina Palacios

Ilustraciones: Rocío Solís Cuevas

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regoria la Grande existe. Cuando la conocí sentí que

estaba frente a un ser grande, ¡mucho más grande

que los cuentos de mis abuelos! Siguiendo mis co-

razonadas intenté asomarme a sus ojos, pero ella bajó la mirada y con-

tinuó bordando, parecía niña dibujando flores y animalitos en hoja de

papel blanco. Desde entonces empecé a seguirla: unas veces en sueños y

otras con la imaginación, pero la veía entrar y salir de la cocina cargan-

do pesadas ollas de barro repletas de nixtamal, lavar en el río, cuidar

borregas y sembrar la tierra. En ocasiones la contemplaba dormir en su

catre y me preguntaba qué estaría soñando. Como sabía que ella no

podía verme, continué curioseando en su vida y descubrí que, aunque

hablaba en español, pensaba en mazahua y que cerraba los ojos para

ensartar más rápido las agujas.

Cierto día el sol quemaba hasta los huesos: ni una gota de

viento escurría en la cañada. Decidida a refrescarme, trepé

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al columpio que cuelga del árbol que vive en el patio de su casa. El sol,

cual bola de fuego, borraba la sombra de las flores, los perros y las

piedras. En eso Gregoria salió de la cocina, entrecerró los ojos, paseó

lentamente la vista por el patio y sin saber cómo ni por qué, me pilló ju-

gando en su columpio. Al sentirme descubierta quise escapar, pero como

es imposible correr cuando se está sentada, caí en medio del polvo. Apo-

yada en su bastón, se aproximó hasta mí; con curiosidad miró el fondo

de mis ojos asustados. Pasaron tres segundos, sin sonreír movió la cabe-

za de un lado a otro como diciendo “eso no se hace”. Pero al cabo de

cinco segundos más estalló en grandes carcajadas.

Y así, usando el lenguaje universal de la risa, Gregoria la Grande me abrió

las puertas de su casa y de su mundo de hilos: por fin éramos amigas.

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Uno

Gregoria la Grande cargó con su vieja bolsa de tela. Caminó a pasitos

hasta la sombra del árbol de durazno que crece junto a la cocina de ado-

be. Tomó asiento en una sillita de madera decorada con flores amarillas y

contempló una pequeña nube de mariposas de luz que parecía atorada

entre las flores del patio oloroso a tierra mojada.

—¡Ya vienen las almas de los fieles difuntos!… Termina el tiempo de

cosechas y empieza la época de hilar costuras para la fiesta de Todos

Santos. Así es toda la vida, hoy trabajas, mañana haces fiesta… Hoy

estás, mañana ya no estás… así es la vida.

Metió la nariz en la bolsa de costuras y sacó un retazo de tela blanca.

De su memoria sacó el recuerdo de una planta de maíz y de la manga

de su blusa sacó una trenza de hilos más brillante y colorida que un

arco iris.

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El alboroto de los perros avisó que alguien de la familia llegaba. Era

Cruz Calixto, su nieto más pequeño. Con mejillas chapeteadas y frente

húmeda de sudor, el chico se acuclilló junto a ella.

—Abuelita, cuéntame un cuento colorado.

—Mejor mañana, hoy tengo mucho trabajo.

—Entonces cuéntame uno anaranjado.

—Ni colorado ni rosita ni anaranjado.

—¡Nada más uno, aunque sea chiquito!

—No me distraigas porque, si me pongo a platicar, se me olvidan los

puntos de la costura y el bordado sale chueco.

—¡Anda, abuela! ¿No ves que la maestra no sabe jugar a los hilos como tú?

Una secreta alegría llenó su corazón, pues el nieto, aunque ya iba a la

escuela, no había olvidado el pasatiempo que ella inventó para entrete-

nerlo cuando era chiquitito.

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El Juego de los Hilos era sencillo. El niño mencionaba el nombre de un

color, cerraba los ojos, estiraba las manos con las palmas hacia arriba

y esperaba a recibir la trenza de hilos. Ella solía hacerle cosquillitas en

la frente, en la nariz o en el cuello, y si en medio de las risas el chiquillo

abría los ojos, el juego terminaba y Calixto perdía. Pero, por el contrario,

si lograba mantenerse firme, el juego continuaba. Trenza en mano, el

chico buscaba a tientas uno de los extre-

mos y jalaba lentamente una

hebra. En ocasiones,

Cruz Calixto

olfateaba

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los hilos, pues aseguraba que los colores tenían olor propio. Si resultaba

que el color del hilo elegido coincidía con el mencionado, el chico salta-

ba entre gritos y vivas, pues los cuentos subidos de color eran sus predi-

lectos. No siempre se cumplían sus deseos, pero como sea salía ganando,

pues la abuela invariablemente le contaba un cuento, aunque, claro está,

del color que salía al azar.

Cruz Calixto apretó los ojos, y repitiendo mentalmente “colorado, colora-

do, colorado”, esperó la trenza de hilos. Sin dejar de pensar “colorado”,

eligió una hebra y sosteniéndola entre los dedos, esperó escuchar las pala-

bras mágicas que Gregoria la Grande pronunciaba, a veces despacito y en

ocasiones rapidísimo:

—¡Y aquí viene una mariposa cargada… cargada… cargada de…!

—Un hilo color… ¿blanco? ¿Por qué salió blanco? —refunfuñó el chiquillo,

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que luego de saltar cual resorte volvió al piso un tanto desilusionado.

Sabemos que los tonos suaves no eran sus favoritos, pero eran las reglas

del juego y el juego siempre era así.

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~Un cuento blanco~

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ierta tarde de mayo, un venado de ojos negros y cuer-

po salpicado de estrellas se detuvo a contemplar el

rostro de una niña que parecía una flor en la venta-

na. Aquella niña era Julia, la misma que desde que aprendió a mirar,

quería bordar. Sus papás no le dejaban los hilos por temor a que se los

comiera. Sin embargo, Julia sabía mirar y en menos de lo que cuento

este cuento empezó a bordar. Para eso tomó una aguja prestada del

costurero de su hermana, un cuadrito de tela que halló entre las cosas

de su abuela y la madeja de hilos nuevos que su mamá guardaba en un

rincón del ropero.

—¿Dónde dejé mi aguja?

—¿Dónde olvidé mi tela?

—¿Quién agarró mis hilos?

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Mientras tanto, escondida entre milpas y magueyes, Julia bordó estre-

llas que copió del cielo y flores con puntitos tornasol que conoció en el

campo. Al terminar su labor dio vuelta a la costura y notó que habían

quedado algunos huecos en el fondo del tapiz que decidió rellenar con

la figura de un venado. Puntada tras puntada, color sobre color y de

pronto el hilo se enredó, la aguja se dobló y la tela se terminó. A falta

de tela, aguja e hilo, el venadito quedó sin cuernos. Esto no representó

mayor problema para Julia, que sabía mirar y encontrar.

—¿Dónde dejé la aguja?

—¿Dónde olvidé la tela?

—¿Quién se llevó mis hilos?

Y de nuevo, escondida entres magueyes y milpas, Julia se aplicó a con-

tinuar su labor. Cuando el venadito quedó completo, la niña volteó la

tela y de nueva cuenta descubrió huequitos en el tapiz. Sin dudarlo,

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aplicó al bordado la figura de estrellas que copió del cielo y de flores

con puntitos tornasol que conoció en el campo. Puntada sobre puntada,

color sobre color y de pronto el hilo se enredó, la aguja se dobló, la tela

se terminó y Julia volvió a las andadas.

—¿Dónde dejé mi aguja?

—¿Dónde olvidé otra tela?

—¿Quién robó mis hilos?

Pero Julia, ya sabemos, ni cuenta se dio de los aprietos que vivían las

mujeres. Concentrada en dar puntadas grandes y pequeñas, la niña

sentía que bordar era como escribir a mano la vida de las flores o

como pintar sobre un gran lienzo las aventuras de las estrellas. Con

tantos hilos —pensó— también puedo dibujar los sueños del venadito.

Entonces dio vuelta a la costura pero, ¡ah, sorpresa!, no había uno sino

dos elegantes ciervos de grandes ojos negros con el cuerpo salpicado

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de estrellas y rodeados de puntitos tornasol. De

alguna manera, Julia los veía correr, danzar y

quedar suspendidos en el aire.

Para que los dibujos no escaparan, Julia los atrapó

en su memoria. Sentía que sus ojos eran como una cámara

fotográfica que no dejaba escapar detalle alguno. Cuando se cansó de

mirar, se fue a dormir y cuando despertó estaba rodeada de voces fami-

liares:

—¡Ya encontré mis agujas!

—¡Ya encontré mis telas!

—¡Aquí están mis hilos!

Como si tuviera un álbum de estampitas en la cabeza, la niña estuvo el

resto de la tarde junto a la ventana combinando las imágenes del sueño

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con las gotas del primer aguacero de mayo. Por ahí pasó un venado de

ojos negros, sacudió su cuerpo salpicado de estrellas y se detuvo a con-

templar el rostro de Julia, que desde que aprendió a mirar quiso bordar.

Y blanco blanqueado, este cuento ha terminado. El que se quede quieto

se queda pegado.

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Dos

Cruz Calixto es de pelo oscuro y lacio, ojos risueños y piel morena. Le

gusta trepar árboles y contemplar el vuelo de las mariposas que, según

dice la abuela, traen el alma de los fieles difuntos. Él sabe que las almas

no se pueden ver, pero de todos modos observa las nubes de mariposas,

pues tiene la secreta ilusión de mirar un día el rostro de sus antepasados.

A su papá ya no le agrada verlo jugar con la abuela. Dice que los hom-

bres son de la tierra y las mujeres de las costuras. Por eso lo lleva al pie

del cerro a juntar leña o le enseña a desyerbar las milpas. Pero cuando

sale a trabajar de albañil y tarda meses en regresar, pues las ciudades

cada día las construyen más lejos, Cruz Calixto se toma el permiso de

ensartar agujas y desenredar madejas.

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—¿En qué piensas, abuela?

—Cuando coso no pienso en nada. Sólo me fijo en que la costura

quede bonita.

—¿No te cansas?

—¡Bah! Se cansan los ojos, pero la cabeza descansa de los problemas.

—¿Jugamos con los hilos?

—¡No tengo tiempo! Necesito bordar una servilleta grande para poner

las tortillas de la ofrenda, dos medianas para envolver los cirios y otra

chiquita para lo que se ofrezca. ¿A poco quieres que el alma de mis di-

funtos encuentre un altar triste y descolorido?

—Pues… no, creo que no.

—Entonces déjame terminar.

—De acuerdo, pero necesito decir algo que he estado pensando. Mira,

siempre que se avecina una festividad importante los señores que andan

trabajando lejos vuelven al pueblo y ayudan con los preparativos… Pero

la mera verdad, no quiero que mi papá regrese.

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—¿Cómo es eso? —preguntó Gregoria, soltando por un momento la costura.

—Ya sabes que lo quiero y me gusta estar con él. Pero de un tiempo

para acá no entiendo qué quiere de mí. Primero me dice que los hombres

debemos conocer los bordados porque vienen de los mazahuas de antes

y luego sale con que las costuras son cosas de mujeres… No lo entiendo.

Un brinquito de estómago indicó a Gregoria que el niño tenía los pen-

samientos enmarañados. Pero, ¿cómo ayudarle a salir de semejante

enredo? Primero necesitaba explicarle que desde años atrás los hombres y

mujeres se dividían las responsabilidades de la comunidad. Las mujeres se

hacían cargo del cuidado de la casa, de mantener viva la memoria de los

bordados y de enseñar a los niños el habla mazahua. Los hombres, por su

parte, trabajan la tierra y de ese modo cuidan de las mujeres y las cosas

que ellas hacen. Pero, ¿cómo ensartar estas ideas con palabras? Si no

lograba hacerse entender del todo, su nieto terminaría sintiendo un nudo

en el corazón y otro en la garganta que le complicarían la vida.

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—Mira, abuela, yo puedo entender todo. Que las mujeres tienen que

hacer una parte de la vida y los hombres otra. Pero mi papá no puede

entender que a mí me gusta trabajar en el campo y jugar con mis ami-

gos, pero que en las tardecitas prefiero llegar a tu casa y estar contigo…

A ver, dime, ¿qué hay de malo en jugar con los hilos?

—Pues… pues nada —respondió Gregoria, sorprendida por la inteligen-

cia del niño.

—¡Lo mismo digo yo! Así que vamos a jugar, ¿sale?

—Bueno… ¡Aquí viene una mariposa cargada, cargada de…!

—¡Un hilo color… rosita! ¡Ya mero salía colorado!

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~Un cuento rosa~

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na muchacha llegó del campo a la ciudad. Al caer la

tarde cruzó frente a un jardín público y entró a descan-

sar. Con la mirada recorrió el parque repleto de niños,

vendedores de globos y dulces, perros con sus dueños, señoritas y mu-

chachos tomados de la mano.

—Este lugar es muy bonito, pero los árboles no dan fruto y se ven tristes.

Sin pensarlo, echó mano a su morral. Sustrajo tela y agujas, eligien-

do hilos de tonos muy alegres, se puso a bordar docenas de piñitas de

colores. Cuando tuvo montones de piñitas en las manos, las colgó con

mucho cuidado de las ramas de los árboles, como si estuviera poniendo

esferas a un árbol navideño.

— Ahora sí, los árboles se ven lindos —expresó satisfecha— pero falta

algo importante.

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Sin demora ensartó agujas con hilos rosas, ver-

des, morados, amarillos y rojos. Bordó cientos

de flores chiquitas con pétalos grandes, y cuando

tuvo suficientes, las acomodó por los alrededores

como si estuviera poniendo ramos de flores recién

cortadas en una casa.

—¡Así está mejor! Pero los árboles y las flores necesitan agua. Ya sé

qué haré.

Sacando largas hebras de hilo blanco y azul, bordó chispeantes arroyi-

tos que se deslizaron entre sus dedos y refrescaron el tronco de los árbo-

les, la tierra, el pasto y el mismo aire del parque.

—¡Esto está mejor! Pero los árboles, las flores y el agua necesitan de

alguien que juegue con ellos y les recuerde que están vivos.

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Con hilos de lana blanca, negra y café, pronto bordó una fila de venadi-

tos que al salir de la costura se lanzaron a retozar sobre el pasto, mo-

vieron las ramas de los árboles con su cornamenta, chapotearon en los

arroyitos y acariciaron las flores con lengua y hocico.

—Parece que ya terminé. Pero viéndolo bien, los animalitos necesitan

estrellas y pajaritos que los ayuden a guiarse en el camino.

Y diciendo y haciendo, de sus manos de muchacha salieron miles de

luceros y pajaritos de colores que iluminaron con su brillo los rincones

del jardín. Sonriente y satisfecha de su labor, acariciaba el lomo de los

venaditos cuando vio llegar a un payaso con cara pintada de blanco,

nariz de bola roja y un enorme trasero de globos.

—Oye, María, ¿cuánto quieres por tus venados? —preguntó el recién

llegado.

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—No soy María… ¿Para qué quieres los venados?

—Para trabajar. Cuando los niños vean estos venaditos querrán sacarse

fotos con ellos y me darán mucho dinero —contestó el payaso, al tiem-

po que se quitaba la nariz de bola roja.

—Los venados no se venden, pero puedo prestarte dos o tres.

—¡Mejor dámelos todos! —pidió el payaso, reventando los globos de su

enorme trasero.

—No puedo —dijo ella, y con una sonrisa agregó— los venados son de

lujo; si te los doy todos, me quedo sin nada.

De pronto llegó un policía malhumorado y con cara de pocos amigos:

—¡Óyeme, María! ¿Quién te dio permiso de estar aquí?

—Yo solita me di permiso, señor, y no me llamo María —respondió, sin

dejar de sonreír.

—¡No me importa cómo te llamas! ¡Vete de aquí!

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—No se enoje, estoy descansando un ratito.

—¡Largo de aquí! ¡Son órdenes de la ciudadanía!

¡Nada de Marías en la calle! ¡Se ven muy mal en

la ciudad!

—Pero aquí no es la calle, señor. Yo…

—¡No oigo, no oigo, soy de palo! —respondió el poli-

cía, tapándose las orejas.

La muchacha se levantó para salir del parque. Y conforme se alejaba,

las relucientes piñitas que pendían de los árboles se empezaron a secar.

Las flores se marchitaron, los arroyitos se transformaron en charcos de

lodo y las estrellas se apagaron sin más. Pero los venados y los pajaritos

no sabían qué hacer, así que salieron tras la muchacha, que al llegar a

la puerta del parque se detuvo a pensar cómo regresar a casa. De pron-

to escuchó una voz conocida, era el payaso.

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—¡María! ¡María! ¡No te vayas, María! ¡Espérame!

—¡No soy María! ¡Soy mazahua y me llamo Teresa! —respondió la

muchacha con franca molestia.

—¡Yo tampoco soy payaso! —contestó el payaso despintándose la cara.

Y en habla mazahua, Antonio y Teresa se reconocieron. Él dijo que era sol-

tero, ella le dijo que en el pueblo vivían jóvenes casaderas. Él le contó que

la había visto bailar en la fiesta de San Mateo; ella le dijo que ni cuenta

se dio. Él reconoció que extrañaba el pueblo pero que no había suficiente

trabajo. Ella le recordó que ahí estaban las tierras para sembrar. Él se que-

dó pensando, y luego de un largo silencio, contestó en perfecto español:

—¡Pero mientras crece el maíz no se puede hacer nada!

—¡Cómo no! Puedes bordar junto a la milpa.

—¡Eso sí que no! ¡La costura es de mujeres! —protestó Antonio alzando

los hombros.

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—Pero alegra el corazón —argumentó ella.

—Ya lo sé pero, ¿sabes? Mejor aprovechamos para ca-

sarnos y vivir en la ciudad. Yo trabajo de albañil o de payaso y tú haces

costuras para vender en la esquina de los semáforos.

Teresa se quedó pensando y, luego de un largo rato de silencio, expresó

en perfecto mazahua.

—No. Aquí se olvidan todas las cosas. Las figuras y colores de los bor-

dados, las historias de los grandes, el olor de los animales y las pala-

bras del mazahua.

—Te prometo que cada ocho días te llevo de visita al pueblo, pero cása-

te conmigo, ¿sí?

—No, aquí siempre me van a decir María y cuando tenga hijas también

las van a llamar María. Yo no quiero eso, yo quiero que a cada quien le

digan por su nombre verdadero.

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—Viéndolo bien, tienes razón. Y como tengo prisa por casarme, regresaré

contigo al pueblo. Pero, ¿qué hacemos con tantos venados y pajaritos?

¡Está prohibido viajar en autobús con animales!

Al escuchar estas palabras, los venaditos saltaron inquietos y los pajaritos

revolotearon nerviosos. Pero Teresa los calmó con cariñitos en la cabe-

za. Cuando estuvieron tranquilos, les dijo algo en secreto, algo que sólo

ellos supieron porque se quedaron quietecitos. De su morral sacó dos

largas espinas de maguey. Una para ella y otra para Antonio.

—Ahora ayúdame a desbaratarlos. No podemos abandonarlos en la

ciudad.

—Pero yo no sé de esas cosas —se defendió el muchacho que antes era

payaso.

—Es cosa de sujetar y jalar cada hebrita con cariño. Los bordados ense-

ñan paciencia.

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Y poco a poco, pajaritos y venaditos desaparecieron de la calle. Con los

hilos que salieron, Teresa tejió una madeja de colores, la guardó junto a

su corazón y todos juntos regresaron a casa.

Y rosita rosado, este cuento ha terminado. El que se quede quieto se

queda enredado.

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Tres

Tarde sobre tarde, cuento sobre cuento y el hilo colorado no aparecía.

Habían surgido cuentos verdes, como el de la rana y el sapo que nunca

se casaron. Cuentos bicolores, como el del gato morado que soñaba ser

dorado. Cuentos en tonos grises y negros cual pelo de borregos, y cuen-

tos de peces plateados. Pero, tarde sobre tarde, cuento sobre cuento y el

hilo colorado no salía.

Intrigado, y más por curiosidad que por maldad, Cruz Calixto decidió

hacer trampa en el juego de los hilos. Una tarde de aquellas que les

cuento, apretó los ojos y, fingiendo que los hilos se pegaban a los de-

dos, empezó a jalar uno, y otro, y otro, y otro… La abuela, asustada y

sorprendida por lo que ocurría, alcanzó a gritar:

—¡Aquí va una mariposa cargada de…!

—¡Un hilo color…! ¿Azul? —preguntó Cruz Calixto abriendo semejantes ojotes.

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—Sí. No sé qué te pasó, parecías gato sacando

hilos azules. Pensé que estabas haciendo trampa.

—¡No! ¿Cómo crees, abuelita?

—Hummm. ¿Y por qué te pusiste colorado de los cachetes?

—¡Es que…! ¡Hace calor!

—Lo imaginé… ¿Pero no te parece que fue algo extraño?

—¡Sí! ¡Extraño y emocionante! Tan extraño que tal vez nunca volverá

a suceder.

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~Un cuento azul~

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ues dicen que allá, al otro lado de la cañada, vive una

abuelita que aprendió a bordar dormida. Se llama Ber-

nardita y cuando niña, como a todas las chiquillas de su

edad, le gustaba correr en la loma, amasar lodo con los pies descalzos

y atrapar conejos para hacerles cosquillas en orejas y panza. Su juego

favorito consistía en abrir los brazos y dar vueltas con su falda plisada

que al girar se extendía como rehilete. En tiempo de aguas comía duraz-

nos verdes con chile y limón, cortaba ramitos de flores para adornar su

cabello y cantaba a grito abierto. Pero a diferencia de otras chiquillas

de su edad, ésta no quería saber nada de costuras y bordados.

La mamá estaba preocupada por el comportamiento de Bernardita,

pues de acuerdo con la ley de usos y costumbres del pueblo mazahua,

las mujeres sólo podían recibir por herencia las figuras de los bordados;

las tierras, casas, animales, dinero y todo eso quedaban reservados para

ser herencia de los hijos varones y por ningún motivo debían ser para

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las mujeres. De continuar así, Bernardita no podría conocer

ni recibir su única herencia.

Cuando cumplió 12 años, su mamá le regaló 12 gruesas

madejas de lana teñidas con tintes naturales que compró en

una tienda grande. Según ella, ya era tiempo de que la niña

se sentara a bordar y a esperar marido. Bernardita, que no

tenía prisa por el matrimonio, agradeció el obsequio diciendo:

—El muchacho que me quiera se va a casar conmigo, no

con las costuras.

—¿Y qué les vas a enseñar a tus hijas? —preguntó furiosa

la mamá.

—No te preocupes. A mí me gustan más los niños que las

niñas, así que voy a tener puros varoncitos.

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Al paso del tiempo, Bernardita tuvo razón, pues mientras las hermanas

y primas esperaban con ansiedad el inicio de las fiestas para estrenar

vestido y pescar novio, ella conoció a Trinidad, un muchacho que estaba

más interesado en mirarla a los ojos que en verla con las manos en la

costura. Así que se casaron y tuvieron cinco hijos. Cuando los cinco hi-

jos crecieron, empezaron a llegar los nietos, puros varoncitos. Pero cuan-

do nació Miguelina, su primera nieta, Bernardita se transformó en la

abuela más feliz del mundo, pues a la niña le gustaba correr en la loma

y amasar lodo con los pies descalzos, comer duraznos verdes con chile

y limón, cortar ramitos de flores para adornar su cabello, cantar a los

cuatro vientos y atrapar conejos para hacerles cosquillas en las orejas y

en la panza.

Pero cuentan que una noche helada y silenciosa, de ésas en que hasta

los gatos duermen y se acurrucan temblando de frío, llegaron los sueños

que despertaron a Bernardita. En cuanto abrió los ojos, aquellos sueños

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desaparecieron, era como si hubieran cruzado la ventana que el viento

de la noche abrió de par en par.

Al amanecer, echó leña al fogón y preparó el almuerzo. Acarreó agua

del río, echó tortillas y dispuso la comida. Al atardecer, desgranó unas

mazorcas de maíz para cocer nixtamal y jugó un rato con Miguelina,

que ya tenía cinco años. Al anochecer, platicó con Trinidad, su esposo,

de diferentes cosas: los hijos y los nietos, los animales y las siembras, las

fiestas y los velorios. Habló de todo, menos del sueño que, siendo algo

tan enredado y difícil de comprender, más valía echar al pozo del olvido.

Pero esa noche, noche helada y silenciosa, de ésas en que hasta los

gatos duermen y se acurrucan temblando de frío, los sueños de nuevo

entraron a la casa contando la misma historia.

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—¿Pero por qué sueño esas cosas? —se preguntó, cubriendo su cabeza

con la almohada. Y es que en sueños Bernardita se veía sentada entre

cerros de madejas y bolas de hilo. En las manos sostenía una enagua

blanca para bordar una hilera de caracolitos azules. Pero los hilos se re-

ventaban, las figuras del bordado desaparecían y ella, angustiada, tenía

que volver a empezar.

Buscando olvidar esas imágenes, se levantó y fue a la cocina. Tomó una

infusión con flores de azahar y se metió a las cobijas. Pero no bien ha-

bía pegado las pestañas cuando volvió a soñar lo mismo.

El canto del gallo la hizo saltar del catre. Era domingo, su día favorito,

porque llegaban sus nietos, sus hijos y sus nueras de visita; comían pollo

en mole, platicaban, se reían de todo, y al anochecer cada familia regre-

saba a su casa. Y esa ocasión, mientras los niños jugaban en la loma y

las nueras preparaban la comida, Bernardita se puso a echar tortillas de

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maíz pinto. De pronto se le ocurrió platicar a su familia los sueños que la

despertaban. Pero, ¡ay!, pronto se arrepintió de hacer semejante confesión,

pues sus hijos estallaron en carcajadas y hasta las nueras le hicieron bur-

la: todos sabían que era la única abuelita del pueblo que no sabía bordar.

Bernardita alzó los hombros, como diciendo “no me importa que se rían

de mí”. Se lavó las manos embarradas de masa y, envuelta en su re-

bozo moteado, salió a caminar por la orilla del río hasta que se cansó.

Hablaba poco español, pero pensaba mucho en mazahua y le pregun-

taba a su corazón por qué se sentía extraña entre su gente. Ella había

crecido como un conejito: no fue a la escuela y desconocía el nombre

de las letras y el tamaño de los números. Tampoco entendía las figuras

de los bordados e ignoraba cómo se tejía en telar de cintura o de pedal.

Y aunque nunca había necesitado nada de eso para sonreír, de pronto

sentía un hueco en el pecho y ganas de llorar. El sol rayaba las nubes

cuando la pequeña Miguelina se sentó junto a ella.

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—Tú lo vas a hacer, ma —dijo la niña, casi en secreto.

—¿Qué voy a hacer, mi niña?

—Tu labrada de caracolitos azules.

—Pero no sé hacer nada. ¿No ves que soy como un

conejito del campo?

—Tú lo vas a hacer y luego vas a bordar unos elo-

titos verdes en la orilla de mi falda y unos jarritos

rojos en mi blusa.

—¡Pero estoy muy vieja! ¡Ya no puedo aprender a

coser!

—El otro día en la noche, cuando estaba dormida, te vi

hacer dibujitos mazahuas.

—¿Soñaste que podía bordar? A ver cuéntame qué cosas

hacía.

—Flores amarillas, jarritos rojos, culebras y caracolitos…

Estaba dormida, pero te vi.

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Y esa noche, noche helada y silenciosa en que hasta los gatos duermen

y se acurrucan temblando de frío, Bernardita soñó un bordado de cara-

colitos azules que salían de sus dedos y se mezclaban entre las luces del

infinito.

Al amanecer barrió el patio, limpió el gallinero, escogió frijoles, preparó

la comida y lavó ropa en el río. A media mañana llegó al pueblo y ad-

quirió tantas madejas como colores encontró en el puesto del mercado.

Al atardecer caminó por la orilla del río hasta que se cansó, buscó la

sombra de un árbol frondoso, cerrando los ojos ensartó hilos en agujas

y ni en sueños los volvió a soltar.

Cuatro

Gregoria la Grande existe. En el pueblo dicen que es una anciana, pero

yo sospecho que es una niña que se disfraza de abuelita para hacer

travesuras. Cierto día encontró una varita de árbol de membrillo, re-

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sistente y flexible, que servía para muchas cosas importantes: para ca-

minar entre las piedritas del río, para asar elotes tiernos, para sacudir

las cobijas de lana, para arrear borregas, para perseguir conejos, para

dibujar rueditas y palitos sobre la tierra, para señalar las nubes y las

estrellas. Era una varita tan buena que Gregoria decidió usarla hasta

de bastón. Por eso camina con pasos chiquitos, pues juega a que es una

abuela, pero mirándola a los ojos uno entiende que se trata de una niña

que sabe correr y hasta volar.

“Para que los dibujos de las costuras sigan vivos y no se acaben, las

mazahuas los bordamos en la entrada del morral, en la orilla de las ena-

guas, en las puntas del rebozo, en las servilletas y manteles. Los vena-

dos son de lujo. Cuando era muchacha, los hombres llegaban a la fiesta

del Santo Patrón presumiendo sus gabanes de lana llenos de venados.

Pero eso era antes, ahora ya no”.

Gregoria la Grande

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Gregoria la Grande, de Martha Martina Palacios,

se terminó de imprimir en noviembre de 2013, en los

talleres gráficos de Infagon Web, S.A. de C.V., ubicados en

calle Alcaicería núm. 8, colonia Zona Norte Central de Abastos,

delegación Iztapalapa, C.P. 09040, México, D.F. El

tiraje consta de tres mil ejemplares. Para su formación

se utilizó la familia tipográfica Sassoon Infant Std, de

Rosemary Sassoon, de la fundidora Adobe Systems

Inc. Concepto editorial: Rocío Solís Cuevas y Hugo

Ortíz. Formación y portada: Rocío Solís Cuevas.

Cuidado de la edición: Delfina Careaga, Sandra

Oropeza Palafox y la autora. Fotografía: Javier

Sánchez García. Supervisión en imprenta: Rocío Solís

Cuevas. Editor responsable: Félix Suárez.