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Las palabras de Cuauhtémoc en la historiografía de los siglos XVI a XIX Andrés Lira El Colegio de Michoacán Los acontecimientos pasados no son algo que, hechos de una vez para siempre, estén como momificados en no se sabe qué inaccesible limbo de lo que ya no es; el pasado vive en el presente en y a través de la galería de imágenes que de él se van formando las generaciones pretéritas como “su verdad”. Edmundo O’Gorman, 19671 La obra historiográfica tiene una integridad de la que no podemos desentendemos, si no es a riesgo de perder la comprensión de lo que en ella se dice. La composición en la que se disponen los acontecimientos narrados pesa tanto o más que la descripción de tal o cual hecho, pero en la narración hay momentos culminantes de desenlaces que pueden tomarse como indicadores de lo que más interesa a los autores de sucesivos presentes; ahí donde se componen escenas y se hace hablar a los protagonistas se afina el rigor conceptual y trasluce la intención que inspira al autor y, más que el acontecimiento, se iluminan la visión y la posición de quien escribe. En nuestra historiografía, la caída de Tenochtitlan, el 13 de agosto de 1521, tiene toda la fuerza de esos momentos culminan-

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Las palabras de Cuauhtémoc en la historiografía de los siglos XVI a XIX

Andrés Lira El Colegio de Michoacán

Los acontecimientos pasados no son algo que, hechos de una vez para siempre, estén como momificados en no se sabe qué inaccesible limbo de lo que ya no es; el pasado vive en el presente en y a través de la galería de imágenes que de él se van formando las generaciones pretéritas como “su verdad”.

Edmundo O’Gorman, 19671

La obra historiográfica tiene una integridad de la que no podemos desentendemos, si no es a riesgo de perder la comprensión de lo que en ella se dice. La composición en la que se disponen los acontecimientos narrados pesa tanto o más que la descripción de tal o cual hecho, pero en la narración hay momentos culminantes de desenlaces que pueden tomarse como indicadores de lo que más interesa a los autores de sucesivos presentes; ahí donde se componen escenas y se hace hablar a los protagonistas se afina el rigor conceptual y trasluce la intención que inspira al autor y, más que el acontecimiento, se iluminan la visión y la posición de quien escribe.

En nuestra historiografía, la caída de Tenochtitlan, el 13 de agosto de 1521, tiene toda la fuerza de esos momentos culminan­

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tes. Las escenas, los diálogos entre Cuauhtémoc y Hernán Cortés son composiciones a las que los autores irán dando la intención de su obra. La del mismo Cortés y luego la de otros que hemos seguido “a través de los siglos” para llegar hasta Alfredo Chavero nos convencen del acierto con el que Edmundo O ’Gorman señala la formación de la verdad histórica en sucesivas generaciones.

1. Siglo XVI: Gueira, culpas y méritos

En su Tercera Cana de Relación, fechada en Coyoacán el 15 de mayo de 1522,2 Hernán Cortés cuenta el prendimiento de Cuauh­témoc por Garci Holguín, capitán del bergantín que da alcance a una canoa “en la que le pareció que iba gente de manera”; la encara con tres ballesteros y los de la canoa hacen señal de que está ahí el señor. Así, Garci Holguín prende a “aquel Guatimucin y a aquel señor de Tacuba y a otros principales que con él estaban” y los conduce ante Cortés.

Hasta ese momento de la Carta, Cortés había descrito la cruel­dad del sitio, las repetidas ofertas de paz que había hecho y la obstinación de los sitiados. Pero llegados hasta el prendimiento, importa destacar la calidad de señor de la ciudad que reconoce a Cuauhtémoc, quien acompañado de otros principales es llevado a su presencia.

He aquí escena y palabras:

[...] el cual, como le hice sentar, no mostrándole riguridad ninguna, llegóse a mí y díjome en su lengua que ya había hecho todo lo que de su parte era obligado para defenderse a sí y a los suyos hasta venir, en aquel estado, que ahora hiciese de él lo que quisiese; y puso la mano en un puñal que yo tenía, diciéndome que le diese de puñaladas y le dije que no tuviese temor; y así, preso este señor, luego en este punto cesó la guerra [...]

El relato es fáctico, asunto de guerra en que los hechos relacio­nados se presentan escuetamente, si bien hay esos elementos de

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estimación señalados como la calidad de señor del vencido y la resolución con la que pide al vencedor que, habiendo hecho todo lo que de su pane era obligado, le diese de puñaladas. Cortés subraya la situación del derrotado, de tal manera que la proximidad material y el carácter fáctico del relato no quitan dignidad al personaje vencido -lo que, claro está, dignifica al vencedor.

La lejanía, la posición y el desempeño profesional de un cronis­ta del Reino de la Castilla como fue Pedro Mártir de Anglería, obraron ciegamente en favor del vencedor y en demérito del vencido. El humanista italiano de origen, Cronista de Castilla desde 1520, escribió en Latín sus Décadas del Nuevo Mundo, vertidas al castellano por Agustín Millares Cario y precedidas por un estudio muy interesante de Edmundo O ’Gorman. La V, que es la que nos interesa aquí, la compuso entre 1521 y 1523,3 con noticias escritas y de viva voz que recogió, según dice, en trato con hidalgos que participaron en los hechos. Al relatar el sitio de México y su desenlace se hace evidente la intención de culpar. La cita que hacemos a continuación es necesaria, pues no cobrarían sentido sin antecedentes las palabras que pone en boca de los personajes.

Rodeada así por todas partes la ciudad, empezó a padecer la carencia de todo, y no menos que el enemigo la atormentaba la ambición de unos cuantos, cuya avidez había arrastrado a aquella desdichada situación a su pueblo, que fácilmente hubiera sido persuadido de someter su serviz a nuestro yugo, de no habérselo impedido el hijo de la hermana de Moctezuma, usurpador del imperio, y la soberbia de sus cortesanos.

Qué manera de descalificar a Cuauhtémoc, a quien ni siquiera menciona por su nombre. Es el culpable del mal de la ciudad por la ambición egoísta con que actuó; lo que en el relato de Cortés era la obligación del señor aquí se ha convertido en soberbia ante el yugo de los castellanos (“nuestro yugo”, dice el cronista). Y el

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demérito va en aumento en la narración del prendimiento del innominado usurpador:

Revelóse, por fin, a los nuestros el sitio en que el rey se ocultaba con sus allegados y principales. Cuando Cortés lo supo, arremetió con los bergantines a una flotilla de canoas, descubiertas por los espías en la cual andaba el rey por ciertos escondidos recovecos de la laguna, y los apresó a todos.

No creo que haya necesidad de subrayar el envilecimiento del rey apresado ni el engrandecimiento de Cortés, pero sí es necesa­rio tener en cuenta lo vergonzoso de la aprehensión para entender la indignidad del prisionero cuando habla a su dignísimo aprehen- sor:

Traído a su presencia, echó mano a la daga que el español traía ceñida y le dijo: “He aquí el hierro con el que puedes y debes degollarme; hice lo que en mis manos estuvo y de hoy más la vida me será odiosa e insufrible”.

Cortés lo consoló, asegurándole que se había comportado como a un rey de ánimo esforzado convenía, pero se lo llevó a tierra y entregolo a los suyos para que lo tuviesen bajo severa vigilancia.

Son notables las diferencias de hechos y personas. Cortés arremete al usurpador y, prisionero éste, pide que lo liberen de una vida odiosa e insufrible, lo que evita la magnanimidad de Cortés, no por generoso menos precavido.

Pero estas imágenes y esas palabras tan viles del innominado rey no se repetirían en los cronistas e historiadores. En adelante, la dignidad del vencido se sostendría, con altas y bajas, hasta llegar a la exaltación.

Francisco López de Gomara, cuya relación con Hernán Cortés es bien conocida -fue su capellán y su historiador-, en la Histotia de las Indias y Conquista de México, publicada en Zaragoza en 1554,4 hace intervenir en la escena del prendimiento de Cuauhtémoc a un

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prisionero que traía Garci Holguín, y pinta al rey acosado como hombre valeroso que se defiende:

Quhatimoc se puso en pie en la popa de su canoa para pelear. Más como vio ballestas armados, espadas desnudas y mucha ventaja en el navio, hizo señal de que iba allí el señor y rindióse.

Llevado por el capitán español ante Cortés, éste “le recibió como Rei”, con buen semblante. Las palabras de Cuauhtémoc a Cortés son literalmente las mismas que el conquistador puso en su Carta de Relación, sólo que López de Gomara las pone en boca del cautivo agregando “matadme que es lo mejor”. Cortés, magnáni­mo, responde consolándolo y con buenas palabras le promete “vida y señorío”, rogándole que diga a los suyos que se rindan, lo cual hace Cuauhtémoc y así, los muchos que aún peleaban, “obra de sesenta mil, dejaron las armas”.

En Gomara, pues, sin perjuicio, antes bien con mejor sentido de la dignidad de Cortés, se elevan las cualidades y el honor del vencido. Cuauhtémoc tiene, de principio a fin, su calidad de rey.

Si de la Carta de Relación de Cortés hemos pasado a la versión de un cronista de Castilla y a la de un historiador de Indias que trabajaron sobre testimonios llevados a la Península, el paso a la Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo, escrita sobre recuerdos propios de testimonios inmediatos, resulta más interesante por la noticia y calificación de personajes, hechos y palabras. Concluido, según se acepta gene­ralmente, en 1568 y publicado por primera vez en 1632,5 el texto de Bernal Díaz ofrece términos y conceptos quedan, nos parece, más entidad a lo descrito.

En primer lugar, Garci Holguín alcanzó unas “canoas y pira­guas en que iba Guatemuz”, embarcaciones que distinguió en su “arte, riqueza” y “toldos”, propios del “gran señor de México”, quien no quería aguardar y que sólo ante la amenaza de los tiros, como “hubo miedo”, dijo a Holguín:

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No me tire, que soy el rey de esta ciudad y me llaman Guatemuz; que lo que te ruego es que no llegues a cosas mías de cuanto traigo ni a mi mujer, ni a mis parientes, sino llévame luego ante Malinche.

Cuauhtémoc es el superior responsable de lo que de él depende aun en ese desgraciado momento y como tal pide lo lleven ante el superior del contrario pues no se entiende con subordinados. La idea de la jerarquía es muy importante en el relato de Bernal Díaz, como que era miembro de una hueste militar en la que las diferen­cias se destacaban en escenas de disciplina y rivalidad. Luego de narrar la disputa entre Sandoval, capitán de Garci Holguín, y éste, por la real presa que conduce ante Cortés, llegó la escena del diálogo, que transcurre así:

Y luego vino Sandoval y Holguín con Guatemuz y le llevaron entre ambos dos capitanes a Cortés y de que se vio delante de él hizo mucho acato y Cortés con alegría le abrazó y mostró mucho amor a él y a sus capitanes; y entonces Guatemuz dijo a Cortés:

“Señor Malinche: ya he hecho lo que soy obligado en defensa de mi ciudad y vasallos, y no puedo más, y pues vengo por fuerza y preso ante tu persona y poder, toma luego ese puñal que tienes en la cinta y mátame con él” (y el mismo Guatemuz le iba a hechar mano dél).Y esto cuando lo decía lloraba muchas lágrimas y sollozos y también lloraban los otros grandes señores que consigo traía.

Bernal -no sabemos si testigo presencial de la escena, pues a ciencia cierta no afirma que estuvo allí- da a los hechos un tono dramático en el que el sentimiento llega a manifestarse en las lágrimas. Pero no sólo eso, el sentido de la jerarquía cobra su relieve político cuando Cuauhtémoc habla de su ciudad y vasallos y del abatimiento de su persona que viene presa y por fuerza ante el poder del vencedor. Esto es claro y se afirma en las descripcio­nes que siguen y que no vamos a transcribir, pues, a más de ser suficiente lo copiado, es más interesante ver cómo esa calidad política del suceso y sus personajes se acentúa y se desvanece en dos visiones del último cuarto del siglo xvi.

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Fray Diego Durán escribe, probablemente hacia 1580,6 con información lograda en la ciudad de México. Cuenta cómo “el valeroso rey Cuauhtémoc se metió en una canoa, cubierto con un petate, con un solo remero que lo sacaba de la ciudad”, lo que sabido por unos españoles que andaban en un bergantín, hace fácil la aprehensión. Cuauhtémoc es llevado ante Hernán Cortés, quien para Durán es ya “El Marqués” (la Ciudad de México y la Nueva España tienen ya para entonces su historia); éste reclama al cautivo, por medio de lenguas, el que haya llevado a la ciudad a su destrucción a costa de tantas vidas, “habiéndole [Cortés] rogado tantas veces con la paz”.

A lo que, dice Durán,

El valeroso mancebo le respondió: decidle al Capitán que yo he hecho lo que era obligado por defender mi ciudad y reino, como él hiciera en el suyo si yo se lo quisiera quitar, pues que no pude y me tiene en su poder, que tome ese puñal y me mate; y extendiendo la mano sacó al marqués un puñal que en la cinta tenía y se lo puso en la mano, rogándole que le matase con él [...]

Cortés se turbó y demudó, según sigue Durán, y luego aten­diendo el ruego de Cuauhtémoc dio orden para que liberaran a los hombres, niños y mujeres presos por los españoles.

La escena transcurre entre pares, el reclamo del vencedor es contestado por el vencido, lo cual hace que aquél se mude y turbe, el sentido del derecho y el triunfo o gloria dramática, si cabe decir esto, están de parte del vencido en esta escena descrita desde la Ciudad de México.

Pero la culpa y la deshonra vuelven a caer sobre Cuauhtémoc en otro relato, el de Joseph de Acosta, cuya Historia natural y moral de las Indias, publicada en 1590,7 privilegia asuntos geográ­ficos y socio-culturales, relegando al número indispensable las cuestiones militares.

Ahí, Cuauhtémoc, como en las Décadas de Pedro Mártir de Anglería, ni nombre tiene, es “el último rey de los mexicanos” que

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“habiendo porfiadísimamente sustentado la guerra, a lo último fue tomado prisionero en una canoa grande donde iba huyendo, y traído con otros principales ante Fernando Cortés”.

Así culpado, lo que ocurre luego es la condena del preso y la elevación del vencedor:

El reyezuelo, con extraño valor, arrancando una daga se llegó a Cortés y le dijo: “Hasta agora yo he hecho lo que he podido en defensa de los míos; agora no debo más sino darte ésta, y que con ella me mates luego”. Respondió Cortés que él no quería matarle, ni había su intención dañarles, más que su porfía tan loca tenía la culpa de tanto mal y destrucción como habían padecido: Que bien sabía cuantas veces les habían requerido de paz y amistad. Con esto le mandó poner guardia y tratar muy bien a todos los que habían escapado.

Es pues la misma idea de hechos y del personaje -aquí también sin nombre y aludido como reyezuelo- que da Pedro Mártir de Anglería; muy lejos de Cortés, de Gomara y de Durán, como se ve, de quien se dice que Acosta tomó lo sustancial de su obra.

Como quiera que sea, las versiones en que sobresale la figura de Cuauhtémoc predominan en el siglo xvi y, a partir del xvn, cuando Nueva España cobra su propia entidad en el universo de los dominios españoles se afirmará positivamente.

2. El siglo XVII: La gran historia y sus hombres

Según Edmundo O ’Gorman, Fernando de Alva Ixtlixochitl escri­bió su Compendio Históríco del Reino de Texcoco en 1608.8 En esta obra la conquista de México por Cortés es un hecho culminante de la historia de los indígenas, insertos ya en la historia universal de los españoles como lo está el mismo don Fernando de Alva Ixtlixochitl (cuyo nombre, según destacó el mismo O ’Gorman en una confe­rencia, muestra la integración de los indígenas novohispanos en esa historia: Fernando por el conquistador de México, Alva por el gran militar español que asóla el mundo protestante, e Ixtlixochitl por su antepasado texcocano). Así, siendo la historia indígena

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parte de la del dominio universal de los españoles, puede, recono­ciendo la legitimidad de éste, destacar la grandeza indígena. Las escenas que Alva Ixtlixochitl pinta son las del heroísmo y la dignidad de los indígenas propias de la grandeza de la historia española, o, mejor dicho, de la historia auténticamente novohispa- na:

[...] El rey Cuauhtémoc [-nos dice don Fernando-] ,viendoqueyalos enemigos los tenían cerca, mandó a los remeros que llevasen la canoa hacia ellos para pelear, y así viéndose de esta manera, tomó su rodela y macana y quiso envestir, y como vio que era mucha la fuerza de los enemigos, y que amenazaban con sus ballestas y escopetas se rindió

[•••i

Aquí, resueltamente y motuproprio -pues forzado lo hizo ya en las descripciones de Gomara y de Bernal- Cuauhtémoc encara al enemigo y sólo se rinde ante la evidente superioridad de sus armas. Esta actitud valerosa preludia la escena ocurrida cuando el prisio­nero llega ante Hernán Cortés,

[...] el cual lo recibió con mucha cortesía, al fin como rey, y él echó mano al puñal que Cortés traía y le dijo: “ ¡ Ah capitán! Ya yo he hecho todo mi poder para defender mi reino y librarlos [sic] de vuestras manos, y pues no ha sido mi fortuna favorable, quitadme la vida que será muy justo y con esto acabaréis el reino mexicano, pues mi ciudad y vasallos tenéis destruidos y muertos”.

La dignidad del rey cautivo destacada al principio del párrafo cobra más entidad en el último periodo, donde advierte que el reino mexicano, abatido por la destrucción de la ciudad y muerte de los vasallos, se acabará con la muerte del rey, es decir, que se consumirá al desaparecer éste. Las palabras de Cuauhtémoc fueron, según el autor, “razones muy lastimosas que enternecie­ron a los que allí estaban al ver a este príncipe en aquel lance”;

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lance desgraciado en que el mexicano sigue en su magestad, y así reconocerá el mismo vencedor:

Cortés le consoló, y le rogó que mandase a los suyos que se diesen, lo cual así lo hizo y se subió sobre una torre alta y les dijo a voces que se rindiesen pues ya estaba en su poder de los enemigos. La gente de guerra que serían hasta sesenta mil de ellos los que habían quedado de los trescientos mil que eran de parte de México, viendo a su rey dejaron las armas, y la gente más ilustre llegó a consolar a su rey.

En esta escena se reivindica la grandeza indígena, el rey conser­va el mando, muchos guerreros siguen peleando y muchísimos más han perecido en la lucha heroica, lo más ilustre acude a consolar a su monarca prisionero. No es pues la derrota lastimosa, es la tragedia en su cabal expresión donde la fortuna adversa no confun­de -antes bien, exalta- la dignidad del derrotado.

Por los años en los que Alva Ixtlixochitl escribía su compendio, fray Juan de Torquemada hacía otro tanto formando su monumental Monarquía Indiana.9 Probablemente el relato que nos ocupa estaba ya escrito, pues sabemos que la obra se editó en 1615 y que el franciscano trajo la relación de hechos hasta 1612, señalando en diversos lugares los años en que escribió tal o cual cosa. Como quiera que sea, esta obra monumental y superior en disposición, estilo y orden a las anteriores, es el gran intento de poner en cristiano -así podemos decirlo sin temor a equivocarnos- la histo­ria indígena que termina, precisamente, con la conquista.

Volviendo al particular suceso que nos ocupa, advertimos la admiración del fraile por los personajes de ese momento culmi­nante, de tal suerte que la captura de Cuauhtémoc se tiñe de colores en que los de una y otra parte salen bien retratados. Garci Holguín es un sagaz capitán que

[...] echando de ver que en una canoa de mayor grandeza que las otras iba gente lucida [...], la dio caza [y] prendió a Cuauhtémoc, y a otros caballeros y muy alegre [...] Los llevó a la azotea donde se

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hallaba Fernando Cortés que le recibió con rostro y demostración de clemencia y le mandó sentar cabe sí

Torquemada no reproduce el diálogo, prefiere describirlo como historiador al que no consta la exactitud de las palabras, y al hacerlo incorpora elementos que el religioso debe destacar como parte de la historia.

[...] dijo el rey muy reportado que había hecho cuanto había podido por defender a sí y a los suyos; y que si los dioses le habían sido contrarios, que no tenía la culpa, que su prisionero era, que hiciese su voluntad; y poniendo la mano en el puñal de Cortés le dijo que le matase, que iría muy consolado donde sus dioses estaban, especial­mente muerto a manos de tal capitán.

Los dioses adversos y la creencia de Cuauhtémoc en que la muerte a manos de un gran capitán llevarían al sacrificado a sus dioses, son esos elementos, traídos a esta escena de libros anterio­res de la Monarquía Indiana, en los que el fraile se ha ocupado de la religión y costumbres de los antiguos mexicanos.

La magnanimidad de Cortés se hace evidente cuando asegura a Cuauhtémoc que mandando a los suyos cesar la guerra, como lo hizo y todos lo obedecieron -“que serían más de treinta mil” y “aunque era grande su flaqueza y poco se podían aprovechar de las armas”- Cortés

mandó pregonar las paces y que nadie de los suyos ofendiese a los mexicanos y así se comenzó a guardar. Y aquí acabó la guerra del gran imperio mexicano.

Bien se ha logrado aquí la reivindicación del gran imperio mexicano en la universal monarquía indiana. Así, en las dos prime­ras décadas del siglo x v i i , entre Ixtlixochitl y Mendieta logran la estructura más completa donde se ubica la historia indígena en la contemporaneidad política y cultural; vendrá luego, en la última

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veintena del siglo, obra narrativa que cualifique y dé tintes litera­rios al momento final de esa historia.

Antonio de Solís y Rivadeneira, Cronista Mayor de Indias desde 1661 hasta su muerte ocurrida en 1692 (había nacido en 1609), llegó a la historia de México con un haber de escritor muy rico, que se revela en esa maravilla literaria y conceptual que es la Historia de la Conquista de México, terminada en 1682 y publicada por primera vez en 1684.10 Fue uno de los libros más leídos y apreciados, recogió la información de cronistas e historiadores ordenándola con buen sentido dramático (Solís fue autor de obras de teatro), de tal suerte que el lector asume un papel activo al situarse frente a las escenas que con tanta habilidad y recursos le entrega Solís. Es, podemos observarlo, un ejemplar del arte barro­co en el que el asunto pesa tanto como los recursos estilísticos con el que se compone la escena y en el que los personajes asumen su papel. Aquí, Cuauhtémoc al ser capturado por Garci Holguín asume el primero:

[...] Adelantóse a los suyos Guatimuzín; y conociendo al capitán en el semblante de los otros, le dijo: “Yo soy tu prisionero, y quiero ir donde me puedas llevar: solo te pido que atiendas al decoro de la emperatriz y de sus criadas”. Pasó luego al bergantín, y dio la mano a su mujer para que subiese a él, tan lejos de turbación, que recono­ciendo a Garci Holguín cuidadoso de las otras piraguas, añadió: “no tienes que discurrir en esa gente de mi séquito, porque todos vendrán a morir donde muriere su príncipe”; y a su primera señal dejaron caer las armas, y siguieron el bergantín como prisioneros de su obligación.

Hay buen artificio teatral que realza la majestad de Cuauhté­moc, por quien peleaban los nobles “tratando de facilitar a costa de su sangre la libertad de su rey”; pero al saber de su prisión “no sólo se rendían con poca o ninguna resistencia, pero hubo muchos de los nobles que pretendían pasar a los bergantines para seguir la fortuna de su príncipe”.

Y claro, el realce de la dignidad del vencido es correlativo de la grandeza y virtudes -en el sentido de habilidades y de cualidades

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morales- de Hernán Cortés, que sabedor de la noticia da gracias a Dios porque así cesaba aquella cruenta guerra. Al llegar el cautivo

[...] Salió a recibirle cerca de su alojamiento, cuya función ejecutó con gran urbanidad y reverencia, en que obraron más que las palabras las señas exteriores; y Guatimuzín correspondió con la misma lengua, procurando esforzar el agrado para encubrir el despecho.

Las composiciones de las escenas en las que los personajes muestran su urbanidad (recuérdese la anterior, en la que Cuauh­témoc toma a la emperatriz por la mano y exige para ella y sus criadas el trato que merecen), nos hacen ver elementos que aporta este cortés y cortesano cronista, como son los de una vida familiar ordenada y sentimientos personales refrenados y bien llevados para enaltecer con la virtud de la intimidad doméstica las hazañas de esta gran historia, que hay que apreciar como una obra de teatro que el autor completa al llevar adelante la escena:

Cuando llegaron a la puerta se detuvo el acompañamiento y Guati­muzín entró adelante con la emperatriz, afectando que no rehusaba la prisión. Sentáronse luego los dos, y se volvió a levantar para que tomase Cortés su asiento, tan dueño de sí en estos principios de su adversidad, que reconociendo a los intérpretes por el puesto que ocupaban [-aquí,y no es la primera vez, Cuauhtémoc resulta tan sagaz en materia de escenarios como el propio Solís-], rompió la plática diciendo: “¿Qué aguardas, valeroso capitán, que no me quitas la vida con ese puñal que traes al lado? Prisioneros como yo son embarazo­sos al vencedor. Acaba conmigo de una vez, tenga yo la dicha de morir a sus manos, ya que me ha faltado la de morir por mi patria,\

Quisiera proseguir, pero se dio por vencida la constancia, y dijo lo demás el llanto, llevándose tras sí las cláusulas de la voz y la resisten­cia de los ojos [...]

Nos gustaría seguir transcribiendo este bello texto en el que el artificio es parte sustantiva del objeto que reconstruye, pero hemos de limitarnos a lo preciso para mostrar tres elementos muy

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importantes en la apreciación de Solís: el moral, el político y el religioso como componentes de esta parle culminante de su Histo­ria de la Conquista de México.

En efecto, Cortés responde a Cuauhtémoc dando en la res­puesta prueba de su magnanimidad y de la legitimidad de su empresa, cuando dice al desconsolado

que no era su prisionero ni había caído en semejante indignidad su grandeza; sino prisionero de un príncipe tan poderoso que no tenía superior en todo el orbe de la tierra y tan benigno que de su clemencia podía esperar no solamente su libertad, sino el imperio de sus mayores, mejorando el título de su amistad [...]

Aquí Cortés hace gala de su magnanimidad y de la que se espera del emperador Carlos V, uniendo la calidad moral y la política que luego se unen con la religiosa:

Y quiso pasar a consolarle con algunos ejemplos de coronas infelices; pero estaba muy tierno el dolor para sufrir los remedios, y terminó la empresa de reducirle, sin mortificarle, porque no se hicieron los consuelos para reyes desposeídos, ni era fácil buscar conformidad en el ánimo, cuando faltaba Dios en el entendimiento.

Es el Dios que ayuda a la resignación, cuestión que será asumi­da luego no como falta, sino como un hecho, pero tendría que pasar -lo veremos- casi un siglo para que esa carencia se reduzca a un dato más en los hechos narrados.

Antes de llegarnos hasta ese momento convendría quedarnos en los finales del siglo xvn para ilustrar el éxito y la vigencia de la obra de Solís. Fray Agustín de Vetancurt, en la tradición ilustrati­va del barroco, escribió el Teatro Mexicano, Descripción breve de sucesos ejemplares, históricos y religiosos del Nuevo Mundo de las Indias, publicado en México por primera vez en 1698.11 La escena del prendimiento y parlamento de Cuauhtémoc está sacada literal­mente de la Historia... de Solís, por más que trata de abreviar. Vale la pena reproducir los pasajes utilizados por Vetancurt para apre­

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ciar la influencia del Cronista Mayor de Castilla y también lo que agrega el fraile en la ciudad de México realzando la presencia de los indígenas.

[...] pararon las canoas soltando los remos y a voces dixeron que no disparara, que iba en ellas el Rey, y para darle a entender bajaron las armas con demostración de rendidos, abordó el bergantín y adelan­tóse Quauhtemoc diciendo, yo soy tu prisionero, sólo te pido que guardes a mi esposa, y a sus criadas, el decoro, entróse al bergantín, dio la mano a su mujer para que entrase, y viéndole [a Garci Holguín] cuidadoso de las demás canoas le dixo, no tienes que discurrir, que todos vendrán a morir con su príncipe [...]

Lo que sigue es la divulgación de la noticia de la prisión de Cuauhtémoc y las muestras de acato, hasta llevarlo a la escena que ocurre con Cortés:

Salióle a recibir cerca de su alojamiento con gran urbanidad y reverencia en que obraron más que las palabras las señas exteriores. En llegando a la puerta donde el acompañamiento se detuvo hizole entrar primero con su esposa, sentóse, y al tomar Cortez su asiento se volvió a levantar, rompió la plática diciendo que le quitase con el puñal la vida, que no la había perdido por su Patria, que a dicha tendría morir a sus manos, quiso proseguir y le detuvo el llanto. Cortez le respondió, confortándole, que era prisionero no suyo, sino de un monarca en cuya clemencia podía esperar no solamente la libertad, pero su reyno mejorado, y como supo que su mujer era hija del Emperador Moctecuhzoma se ofrecio obligado, porque lo estaba a la memoria de su tío [de Cuauhtémoc] y reconocería en su persona las obligaciones que debía a tan gran monarca.

La palabra patria y el reconocimiento de la figura de Moctezu­ma en esta escena deben destacarse como aportaciones de Vetan- curt, quien por lo demás extiende su obra sobre otros asuntos concretos y ha traído a cuento lo elaborado por Solís como lo más

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apropiado para un relato, un momento entre los muchos que lo ocupan.

Como quiera, la obra de Solís siguió siendo fuente de obras posteriores y aun hay noticia -que no hemos podido confirmar- de que sirvió para obras de teatro, mal vistas por las autoridades novohispanas en el siglo x v i i i . Para entonces la Historia Antigua de México se alzaba como argumento crítico frente al dominio espa­ñol.

3. El siglo XVIII: Pueblo y corona

Al anunciar la Historia Antigua de México nos referimos a la obra de Francisco Javier Clavijero, el jesuíta expulso que recupera y re­construye en Europa el glorioso pasado mexicano.12 Saltamos casi un siglo para llegar a la historiografía ilustrada en la que hay esmero crítico en el uso de fuentes y obras históricas anteriores, pues si bien es cierto que se repiten términos y se toman pasajes de libros, estos se funden en escenas o descripciones que aspiran a ser más completas y objetivas, como vemos a continuación cuando Clavijero narra el momento en que el bergantín alcanza la embar­cación de Cuauhtémoc:

[...] Iban en aquella gran canoa o piragua, como la llama Bernal Díaz, el rey de México Cuauhtemotzín y la reina Tecuichpotzin y el rey de Tlacopan, Tetlepanquetzaltin con otras personas distinguidas. Abordó el bergantín el rey de México y se adelantó diciendo: “soy, oh capitán, vuestro prisionero; no os pido otra gracia sino que guardéis a la reina mi esposa y a sus damas el decoro que se le debe a su sexo y calidad”, y dando la mano a la reina, pasó con ella al bergantín. Observó el capitán español solícito las demás canoas, y el rey le dijo que depusie­se todo su cuidado, que todos en sabiendo que su señor era preso, vendrían a morir con él. Condujo el capitán Holguín aquellos ilustres prisioneros a Cortés, que se hallaba en el terrado de una de las casas de Tlatelolco. Recibiólos el general español con todas las demostra­ciones de honor y les hizo tomar asiento.

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Hasta aquí podemos apreciar el esmero que Clavijero pone en la exactitud de la narración sacando la composición de la escena de Solís, sólo que haciendo intervenir en sus componentes precisio­nes conceptuales más que situaciones teatrales; Cuauhtémoc pide el respeto que se debe al sexo y calidad de su esposa y sus damas; reconoce a Holguín la jerarquía de capitán y a Cortés la de general. Prepara así un diálogo de altura en el que se afinan los conceptos políticos y que sucede en el siguiente párrafo:

Cuauhtemotzín con una gran presencia de ánimo le dijo estas pala­bras: “He practicado, oh valiente general, para mi defensa y la de mis vasallos, cuanto exigía el honor de mi corona y el celo de mi pueblo; pero por haberme sido contrarios los dioses me veo al presente desposeído de la corona y de la libertad. Yo soy tu prisionero: disponed en adelante de mi persona a vuestro arbitrio”. Y poniendo la mano sobre un puñal que tenía Cortés a la cinta, “quítame, añadió, la vida que no perdí en defensa de mi reino”. Cortés procuró confor­tarle con buenas razones, protestándole que no lo miraba como prisionero suyo sino del mayor monarca de Europa.

La referencia a los vasallos apareció ya desde el siglo xvi, precisamente en Bernal Díaz, pero aquí se extiende en relación con otros términos para dar la calidad de soberano a Cuauhtémoc, quien habla de su corono y de su pueblo; y en su respuesta Cortés habla del mayor monarca de Europa, Carlos V, señalando así la determinación de aquel continente frente a América; también dice Cortés que de aquel monarca podía el prisionero esperar no sólo la libertad, sino el trono de sus mayores.

Además, hay que destacar que Cuauhtémoc hace referencia a su creencia, a los dioses que le fueron contrarios. Elemento religioso que está ahí como un componente de lo que es más que un drama un discurso político y que se completará con el juicio moral, cuando Clavijero aprecia esos ofrecimientos de Cortés que autores anteriores han juzgado como gesto magnánimo y piadoso:

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Pero qué consuelo podía recibir con semejantes protestas o qué crédito dar a aquellas palabras de Cortés el que había sido siempre su enemigo, habiendo visto que a su tío Moctezuma no le valió.

Hay, pues, un juicio moral y político de la conquista y del conquistador. Con los mismos elementos y con precisiones se ha llegado a otro concepto: que aquí la conquista significa algo distinto, se ve la corona perdida y un pueblo sometido. No tardará mucho el reclamo de la independencia.

4. El siglo XIX: Independencia, erudición y nacionalismo

La Historia Antigua de México de Clavijero es el intento más acabado hasta su momento (los mil setecientos setenta y tantos), pues hubo otros anteriores, de dotar a México de un pasado glorioso, equiparable al de las naciones europeas que se levanta­ban sobre la herencia de Grecia y de Roma. Y si bien al tratar el particular suceso que nos ocupa en este trabajo, Clavijero destacó el sentido político de las escenas y de las palabras de Cuauhtémoc, la grandeza del hecho en la historia universal no queda ahí. La vendrá a ponderar en la primera década del xix Alejandro de Humboldt en su Ensayo político sobre el Reino de la Nueva España (que apareció en francés de 1808 a 1811 y en castellano en 1822).13 En la parte que nos interesa cita la carta de relación de Cortés, que vimos al principio, y luego agrega un comentario sobre las palabras de Cuauhtémoc:

Este rasgo es digno de los mejores tiempos de Grecia y de Roma, bajo todas las zonas, sea cual fuere el color de los hombres, el idioma de las almas fuertes es el mismo cuando luchan contra la desgracia. ¡Hemos visto ya el fin trágico de Cuauhtemotzín!

Años después, declarada la independencia de México la trage­dia ejemplar en la historia universal tendría que recogerse para hacerse más directa y útil como arma política. Es decir, tenderá a

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acentuarse el carácter político agregándose elementos ya teñidos con colores muy actuales.

Buen ejemplo es el que realiza José María Luis Mora en México y sus revoluciones,14 publicado en 1836 y que, nos dice el autor, empezó a prepararlo desde 1827 para contraponerlo a versiones nada verídicas sobre el país y su historia divulgadas por autores extranjeros. Con variantes de estilo, la escena del prendimiento de Cuauhtémoc por Garci Holguín y su conducción ante la presencia de Cortés sigue a la de Clavijero, y si bien sería interesante notar algunos cambios en los que se acentúa la ambición de los españo­les, esto pierde relieve ante la fuerza y la actitud de Cuauhtémoc, quien según Mora

[...] se presentó al general español con despejo y desembarazo, sin el abatimiento de un suplicante, ni la ferocidad de un furioso; y su voz calmada, aunque con acento que expresaba el más profundo senti­miento por la suerte infausta de su país, le dijo: “valiente general, en defensa de mi honor, del de mi patria, y de la felicidad e independen­cia de mis súbditos, he hecho cuanto de mí podía exigirse y de lo que era capaz; peto la suerte me ha sido adversa y el destino ha contraria­do mis votos privándome a mí de mi corona y a mi país de su independencia; mi desgracia no consiste en haber perdido la libertad y los goces que proporciona el mando, sino haber sobrevivido a su suerte desgraciada sin que se me hubiese presentado la ocasión de rendir el último aliento en su defensa; nada me queda que esperar, ni puedo ya ser útil a mis súbditos. Libértame pues de los pesares que me aguardan agotando en mí el manantial de la vida; entiérrame ese puñal en el pecho,y te librarás de un enemigo cuya existencia siempre será para tus proyectos un motivo de inquietud.

Es la plena construcción de un héroe nacional que habla de independencia de su país, de ser útil a sus súbditos y que ante la imposibilidad de cumplir con esta republicana -en sentido lato- función, dice que el manantial de su vida debe cesar. El discurso tiene varias implicaciones, y entre otras podemos ver cómo se hace laico, no habla de dioses, habla de suerte y destino y se hace más

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consistente al señalar la ilegitimidad del dominio que ahora se le impone, esto en la actitud digna con la que llega ante Cortés -“General”, no capitán-, la probidad y conceptualidad de las pala­bras y la advertencia de que su vida -que debe cesar con su función de soberano o de posesión de su corona-, será siempre ingrata y entorpecedora a los proyectos de quien lo ha aprisionado. Es, pues, por sus hechos y palabras un Cuauhtémoc monarca republi­cano, funcionario modelo preciadísimo en ese siglo xix y costará trabajo hacerlo pasar por el tamiz de la erudición y de la historio­grafía de pretensiones científicas.

En efecto, pesaba tanto en el México de la cuarta y quinta décadas del siglo xix la discordia social y política, que Cuauhtémoc como figura histórica cobraba un relieve ingrato para el gobierno, pues era la figura ejemplar del héroe indígena cuyas virtudes se contraponían a los militares criollos que acaparaban el poder. Así que la copia de versiones consagradas en viejos libros de historia, como el de Solís, y otros, eran verdaderos motivos de incitación.15

Había que situar al último emperador mexica en el contexto de una obra erudita y, si se podía, grata a los oídos y propósitos de grupos acomodados, partidarios de las negociaciones con los paí­ses europeos y, en particular, con España y con los españoles de aquí, amagados cada 16 de septiembre. Se acudiría a la obra de autores extranjeros, como h\ Historia cíela Conquista de México de William H. Prescott, publicada en inglés en 1837 y en castellano (vertida por José María González de la Vega, anotada por Lucas Alamán y con críticas y aclaraciones de José Fernando Ramírez) en 1844.16

Prescott tiene un buen apoyo bibliográfico y, en su afán muy romántico de reconstruir y revivir escenas del proceso histórico, un prurito de exactitud que se revela en el empleo de términos nahuas y los de la novísima historia; así, Cuauhtémoc antes de rendirse empuña su Macahuitl y dice a Garci Holguín cuando se da preso: “Yo >:oy Guatimotzin, llévame ante Malinche; pero no se toque a mi esposa y a las que la acompañan”, que dice sacarlas de Ixtlixochitl. Luego acude a Bernal, a Solís y a Clavijero, y, con éste,

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Cuauhtémoc resulta el último emperador azteca, término que aparece en el xvm y no antes para referirse a la historia de los mexica. Así, con todos esos elementos, Prescott pinta un Cuauhté­moc grato a los ojos de hombres civilizados, que admira -como admiró en su momento, según Prescott, a Cortés- a lectores de diversos lugares.

La escena que ocurre en la azotea donde se hallaba Cortés tiene un sencillo corte protocolario, como lo pedía el lector de la época.

Cortés se adelantó a recibirle con estudiada y majestuosa cortesía. Probablemente el monarca azteca conocía la persona del conquista­dor. Por lo que rompió el silencio primero, diciendo: “He hecho cuanto podía para mi defensa y la de mi pueblo. Estoy ahora en este estado: tratadme Malinche como os plazca”. Poniendo luego la mano sobre el puño de un puñal que tenía ceñido a su cintura el general, añadió con vehemencia: “Dadme más bien con esta arma y líbrame de la vida de una vez”.

Prescott, por las notas, dice seguir en esto a Bernal Díaz; pero sigue más bien una relación decantada en muchos testimonios, adosándola de manera que resultara más grata a los ojos de los editores mexicanos, pues la figura de Cuauhtémoc no- es tan trágica y tan hiriente como se ve al lado de la de Cortés, magnáni­mo frente a aquel “joven bárbaro”:

Cortés estaba lleno de admiración hacia el altivo porte del joven bárbaro, que así mostraba en sus reveses un ánimo digno de los antiguos Romanos. “No temáis -replicó- y seréis tratado con toda honra. Habéis defendido vuestra capital como valiente guerrero; y los españoles saben respetar aun a sus enemigos”. Le preguntó en respuesta donde había dejado a la princesa su esposa, y habiendo asegurado que estaba bajo la protección de una guardia española todavía a bordo del bergantín, mandó el general que fuese traída con su corte a su presencia.

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La escena difiere, a más del tono menos dramático, en los hechos: la prisionera esposa de Cuauhtémoc en el siglo xvn había llegado con él hasta Cortés, aquí queda afuera y es la cortesía de Cortés a la que se debe el que entre la señora en escena. Este es el protocolo familiar grato al lector burgués.

Tendría que pasar la prueba de su reducción a testimonios en una versión más severa, modelo de historia “positivista”, fincada en textos, como es la Historia antigua y de la Conquista de México de Manuel Orozco y Berra, que apareció en 1880.17 Sigue a Bernal Díaz literalmente, como el testimonio de testigo más próximo, y a Fray Bernardino de Sahagún, de aquél toma hechos y palabras y de éste la situación de Cortés en el momento en que llevan ante él al prisionero. Finalmente, del propio Cortés el último parlamento y la escena que termina con una tormenta, que arrecia esa noche del 13 al 14 de agosto de 1521.

Composición erudita, que con su propia erudición y patriotis­mo mexicano aprovechará Alfredo Chavero para dar fin a su primer tomo del México a través de los siglos ( 1884)18 y en el que la historia del México indígena se ha incorporado, definitivamente, a la historia nacional. Vale la pena terminar este recorrido con las palabras de Cuauhtémoc según nos las da Chavero en la escena final del libro:

Cortés, como hemos dicho, estaba en la azotea de una casa en el barrio de Amoxac, casa que era de un principal Aztacatzin. Hízola adozar con mantas y esteras de hermosos colores para recibir al imperial cautivo. A su lado estaban Marina y Aguilar, Pedro de Alvarado y Cristóbal de Olid. Llegaron los prisioneros conducidos por Sandoval y Olid. Levantóse Cortés y con el noble respeto del vencedor al héroe desgraciado, abrazó con ternura a Cuauhtémoc. Llenáronsele a éste de lágrimas los ojos y poniendo la mano en el manejo del puñal del conquistador, le dijo las siguientes palabras, con las cuales sucumbía un rey con su raza, con su patria, con sus dioses: “Malintzin, pues he hecho cuanto cumplía en defensa de mi ciudad y de mi pueblo, y vengo por fuerza ante tu persona y poder, toma luego este puñal mátame con él”.

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Moría la tarde, prometiendo tormenta, y entre nubes rojas como sangre se hundió para siempre detrás de las montañas el quinto sol de los mexica.

Para dar fin a este trabajo debo advertir que me limité a sugerir lecturas, pues hay muchas y buenas maneras de trabajar los textos. He abusado de las citas, seguro de que el lector hallará más temas de reflexión que los anotados en mis comentarios y por ello he dejado ya este magnífico final del libro de Chavero tal como está, allí hay términos y conceptos que traslucen la convivencia de la más acabada erudición con el nacionalismo o, mejor, para el naciona­lismo que construyó el porfiriato como posibilidad de la patria mexicana.

NOTAS

Advertencia: como se trata de sugerir lecturas de libros que están al alcance del lector en ediciones actuales, en el texto de este trabajo he señalado la fecha en que se escribieron o aparecieron las obras citadas. Aquí en las notas doy al lector la edición recientey las páginas de las que he tomado citas textuales o que he presentado en resumen. Esto con el objeto de no distraer su atención con llamadas inútiles, ya que los datos son suficientes para confrontar y cotejar lo dicho con las fuentes empleadas.

1. Prólogo a Antonio de Solís y Rivadeneira, Historia de la Conquista de México. México,Editorial Porrúa, 1978 (“Sepan Cuantos...” 89), p. xvii.

2. Hernán Cortés, Cartas de Relación. Nota preliminar de Manuel Alcalá, México, EditorialPorrúa, 1960 (“Sepan Cuantos...” 7), pp. 87-144, en especial p. 136.

3. Pedro Mártir de Anglería, Décadas del Nuevo Mundo. Estudio y apéndices por eJ Dr.Edmundo O’Gorman, traducción del latín por el Dr. Agustín Millares Cario, México, José Porrúa e Hijos, 2 vols., 1964-1965. “Quinta década” en el T. 2, pp. 439-584, véanse pp. 523-524.

4. Francisco López de Gómara, Historia de las Indias y Conquista de México. Zaragoza,1552. Reimpresión facsimilar: México, Centro de Estudios de Historia de México c o n -

DUMEX, 1978, folio LXXXV verso.5. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España. Intro­

ducción y notas de Joaquín Ramírez Cabañas, 8a. ed., México, Editorial Porrúa, 1970 (“Sepan Cuantos...” 5), pp. 367-368.

6. Diego Durán, Historia de las Indias de Nueva España y Islas de tierra firme por fray DiegoDurán, religioso déla Orden de Predicadores. (Escrita en el siglo xvi). México, Editora Nacional, 1967, 2 vols., tomo 2, p. 62.

7. Joseph de Acosta, Historia natural y moral de las Indias. En que se trata de las cosasflotables del cielo, elementos, metales, plantas y animales de ellas y los ritos y ceremonias,

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leyes y gobierno de los indios. Compuesta por Josepli de Acosta, religioso de la Compañía de Jesús. Edición preparada por Edmundo O'Gorman. México, Fondo de Cultura Económica, 1962, p. 371.

8. Fernando de Alva IxtILxochitl, Obras Históricas. Incluyen el texto completo de lasllamadas Relaciones e Historia de la Nación chichinieca en una nueva versión estable­cida con el cotejo de los manuscritos más antiguos que se conocen. Edición, estudio in­troductorio y apéndice documental por Edmundo O’Gorman. México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2 vols., 1975 y 1977. Tomo 2, p. 478.

9. Juan de Torquemada, Monarquía Indiana. De los veinte y un libros rituales y monarquíaindiana, con el origen y guaras de los indios occidentales de suspoblazones, descubri­miento, conquista, conversión y otras cosas maravillosas de la mesma tiara. Edición co­ordinada por Miguel León Portilla, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 7 vols., 1975-1983, vol. 2, p. 309.

10. Antonio de Solís y Rivadeneira, op. cit., en nota 1, pp. 351-352.11. Agustín de Vetancurt, Teatro Mexicano. Descripción breve de sucesos ejemplares,

históricos y religiosos del Nuevo Mundo de las Indias. Primera edición facsimilar de la de 1698, México, Editorial Porrúa, 1971. Tercer tratado, 3. P.T. 2, p. 168.

12. Francisco Javier Clavijero, Historia Antigua de México. Edición y prólogo del R.P. Mariano Cuevas (edición original del escrito castellano por el autor). México, Editorial Porrúa, 1964 (“Sepan Cuantos...” 29), p. 416.

13. Alejandro de Humboldt, Ensayo político sobre el Reino de la Nueva España. Estudio preliminar, revisión del texto, cotejos, notas y anexos de Juan A. Ortega y Medina. México, Editorial Porrúa, 1966 (“Sepan C u a n t o s . 39), p. 128.

14. José María Luis Mora, México y sus revoluciones. Edición y prólogo de Agustín Yáñez.México, Editorial Porrúa, 1950. 3 vols., vol. 2, pp. 155-156.

15. Véase, por ejemplo Humilde representación que los indígenas del bamo de Santiago Tlatelolco han elevado a la augusta Cámara del Senado, y suplican muy encarecidamen­te la hagan suya los muy dignos representantes de los pueblos de la Cámara de Diputados. México, Imprenta de La Voz de la Religión, 1849.Sobre este problema me he ocupado en mi libro: Comunidades indígenas frente a la ciudad-de México. Tenochtitlany Tlatelolco, sus pueblosy barrios, 1812-1919. El Colegio de México-El Colegio de Michoacán-coNAOrr, 1983, pp. 154-190 yen un artículo, “Los indígenas y el nacionalismo mexicano”, en Relaciones, vol. V, núm. 20, otoño de 1984, pp. 75-94.

16. William H. Prescott, Historia de la Conquista de México. Traducida al castellano por José María González de la Vega, anotada por Lucas Alamán, con una nota crítica y esclarecimiento de José Fernando Ramírez. Prólogo, notas y apéndices de Juan A.Ortega y Medina. México, Editorial Porrúa, 1970 (“Sepan Cuantos...” 150).

17. Manuel Orozcoy Berra, Historia antigua y de la Conquista de México. Con un estudio preliminar de Angel María Garibay K. Biografía del autor más tres bibliografías referentes al mismo de Miguel León Portilla, México, Editorial Porrúa, 1978,4 vols., tomo 4, pp. 545-546.

18. Alfredo Chaver o, México a través de los siglos. Tomo I: Historia antigua y déla conquista...Edición facsimilar. México, Editorial Cumbre, 1958, p. 911.