las noches bárbaras vol. 3

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consorcio del círculo de bellas artes

Las Noches BárBaras voL. 3PachaMaMa creW “De La caLLe, coN cLase” (3:32) extraíDo De La Maqueta estiLo 4K. DesDe “CuatroCa” llegan los “reyes Del rap latino”, un grupo que hizo historia al venDer en el metro en un mes 3.000 Copias De su DisCo. una agrupaCión De músiCos y Cantantes que a toDo se atreven Con objetivos tanto soCiales Como musiCales. eucaLiPtos NoW “Não vou Pra casa” (4:54) Música: aNtoNio aLMeiDa y roBerto roBerti GraBaDo eN Directo eN Las Noches BárBaras 2007. entrañable Cuarteto De argentinos que ronDan las Calles, plazas y terrazas Del Centro De maDriD. embelesan tanto Con su músiCa Como Con su alegría. unos verDaDeros amantes De la Calle. MayeMBe “MuNaKusqayta” (6:18) Letra y Música: Marco a. chacoLLa arias extraíDo De La Maqueta Mujer aNDiNa. este grupo boliviano liDeraDo por el “vientista” marCo a. ChaColla arias enCanDila al públiCo Con su reCorriDo sonoro por toDo tipo De músiCas anDinas. vasiLe trio “sWeet GeorGia BroWN” (2:18) jazz staNDarD. Música: Maceo PiNKarD; Letra: KeNNeth casey GraBaDo eN raDio círcuLo. vasile, violinista y saxofonista rumano, es uno De los músiCos Callejeros más veteranos De nuestra CiuDaD. aDemás De ConoCer a toDos los músiCos y vianDantes De maDriD, lleva su músiCa a toDas partes: metro, Calles, parques, bares De jazz… carLos BerMúDez “1 x ti” (5:42) saxofonista español, asiDuo a la Cuesta De moyano y alreDeDores Del retiro, Cuyas improvisaCiones jazzeras Detienen a Cualquiera sensible a la músiCa. un veterano De la esCena De jazz maDrileña. tuMBaLatiMBa “tuMBaLatiMBa” (4:11) extraíDo De La Maqueta “tuMBaLatiMBa”. en los rinCones más Coquetos De las Calles De granaDa se enCuentra este Cuarteto De músiCos que haCe bailar Con su son a toDo tipo De públiCo. son un grupo lleno De energía, vitaliDaD y, sobre toDo, “buena onDa”. sólo hay que ir en su búsqueDa. BáxtaLo DroM “hoNeysucKLe rose” (3:08) Música: Fats WaLLer; Letra: aNDy razaF; arreGLo: BaxtaLo DroM extraíDo De La Maqueta GiPsy sWiNG asentaDo quinteto De jazz manouChe Cuyo mejor maestro es la Calle. llevan el ritmo en el Cuerpo y las ganas en el alma. aDemás De la Calle freCuentan numerosos loCales De músiCa en vivo, forman parte De festivales, Dirigen jam sessions... Los KroKoDiLLos “My WorLD has No ears (Bei Mir Bist Du schöN)” (3:35) teMa oriGiNaL: jacoB jacoBs y shoLoM secuNDa. arreGLo: Los KroKoDiLLos extraíDo De La Maqueta FeW MoNeDas. DesDe barCelona nos llega uno De los grupos más antiguos De las ramblas. su soniDo nueva orleans años 20 surge De la unión De CinCo naCionaliDaDes: japón, australia, rusia, inglaterra y españa. mítiCos Callejeros, tienen fans que vienen a españa sólo para verles. MaLiK yaKuB “secretos De PiráMiDes” (6:00) extraíDo De La GraBacióN Be BoP cLaNDestiNo, ProDuciDa Por DecLaN heMP. veterano saxofonista De jazz De Kansas City, ha CompartiDo esCenario Con granDes jazzmen De la talla De sonny rollins y Charlie parKer. entre otros lugares, se le esCuCha en las Calles peatonales Del Centro De maDriD y pasillos Del metro De gran vía DeleitánDonos Con su auténtiCo soniDo neoyorKino. es una leyenDa viva. La DesBaNDaDa “cruciaL” (3:38) teMa oriGiNaL: K-os GraBaDo eN raDio círcuLo. grupo liDeraDo por miKe, un simpátiCo guitarrista CanaDiense que enCantó al públiCo maDrileño Con su fuerza, originaliDaD y sus ganas De toCar. es un regalo proveniente Del otro laDo Del CharCo. triBaL house “FuNKito” (6:22) Base: Dj Mathias y Batata; FLauta: juLio áLvarez; PercusióN: Batata y Gus aNDraDa GraBaDo eN raDio círcuLo. gustavo y batata, entrañable Dúo De perCusionistas brasileños que tienen su “ofi” en la entraDa al metro De tribunal. por toDos son ConoCiDos, ya que naDie pueDe subir las esCaleras sin mover el esqueleto. son “tribal” por la paraDa, y “house” por el tipo De músiCa. hazoMooN “aN eND aND a BeGiNNiNG” (3:40) haNG: jorGe javier cuevas. el hang es un Curioso instrumento De perCusión Con forma De “ovni” proveniente De suiza. esCuChar a jorge toCarlo en el retiro Con tanta pasión haCe que nos sintamos en otro planeta. er hu corte extraíDo DeL Disco chiNa er hu (2:16) vioLíN tiBetaNo: qui seNjuN. el violín tibetano sólo tiene Dos CuerDas, pero CuanDo sus notas salen Del final De un largo pasillo Del metro, nuestras más DesConoCiDas emoCiones afloran Como por arte De magia.Las Noches BárBaras eN raDio círcuLo “ruiDos y Músicas De La caLLe” proDuCCión: guillem ferrer. pr

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CÍRCULO DE BELLAS ARTES

PresidenteJuan Miguel Hernández León

DirectorJuan Barja

SubdirectorJavier López-Roberts

Coordinación culturalLidija Sircelj

LAS NOCHES BÁRBARAS

CoordinaciónCarmen Vela Gallego

Área de Espectáculos del CBAGonzalo García Pino, Rosa M.ª Molleda, Juan Alberto Ramiro, Carla López-Cotelo, Bruno Fernández y Dora Verdejo.

Radio CírculoSofía García, Gonzalo Trujillo, Daniel Durán, Begoña Álvez, David Coello y Andrés Gutiérrez

LIBRO, PELÍCULA Y CD

CoordinaciónCésar Rendueles

Área de Edición y Producciones Audiovisuales del CBAJordi Doce, Gonzalo Hernández, Jacobo Blasco, Miguel Balbuena, Elena Iglesias, Esther Ramón y Paula Santamariña

DiseñoEstudio Pérez-Enciso

© Círculo de Bellas Artes, 2008 Alcalá 42, 28014 Madrid www.circulobellasartes.com © De la música: sus autores, 2008© De las imágenes: sus autores, 2008© De los textos: sus autores, 2008

ISBN: 978-84-87619-41-0

PATROCINAN COLABORAN

Page 4: Las Noches BárBaras voL. 3

007PRESENTACIóN carMeN Vela

013 eL cairoFRAguA y TAMBOR saNtIago alba rIco Nueva043 yorKCALLES DE LEyENDA YolaNda PIVIdal

063 KiNGstoNEN LA ISLA DEL SOuND SySTEM bruNo galINdo

077 LahoreEL RITMO DEL BARRIO ROjO fouzIa saeed 095 MaDriDRuIDO y TALENTO EN EL TúNEL Víctor leNore 117 Las Noches BárBaras TERCERA FIESTA DE MúSICOS DE LAS CALLES CBA // eVa sala luIs asíN PhE07 // dolores couceIro eduardo cerVera ferNaNdo gIMéNez gIaNfraNco trIPodo guIllerMo guMIel jake abbott luIs de las alas sofía de juaN

Page 5: Las Noches BárBaras voL. 3

un acordeón toca “Clavelitos”. Suenan al saxofón las notas de “O when

the saints”. De una guitarra sale un rasgueo de “Blowing

in the wind”. una voz susurra “Mediterráneo”. Son los

músicos callejeros. Artistas que inundan cada rincón de

nuestra ciudad con sonidos y músicas de todos los puntos

del planeta. Músicos que nos muestran su arte, su cultu-

ra, sus colores y sabores a cambio de una recompensa

basada en nuestra voluntad. Músicos que tocan, retocan,

viven o sobreviven. un sinfín de países, artes, tradiciones y

miradas que nos acompañan día a día, a veces sin que ni

siquiera nos demos cuenta.

Las Noches Bárbaras surgieron precisamente a partir de

las emociones y sensaciones que genera esa gran sala de

conciertos que forman las calles de Madrid. Desde 2005,

CB

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0�

PreseNtacIóNCarmen Vela

Page 6: Las Noches BárBaras voL. 3

El presente volumen reúne una serie de textos sobre los

músicos callejeros en distintas partes del mundo. El artícu-

lo de yolanda Pividal dedicado a Nueva york nos acerca a

uno de los iconos de la música callejera: de Central Park a

Times Square, la música está indisolublemente unida a la

gran Manzana. Víctor Lenore, a su vez, se aproxima a los

músicos de la calle de Madrid y Barcelona de una manera

poco habitual: inquiriendo a músicos profesionales y críti-

cos musicales por sus colegas callejeros. Por otro lado, los

artículos dedicados a los músicos de la calle en contextos

no occidentales revelan potencialidades insospechadas

de esta forma de comunicación artística. La concepción

habitual del músico callejero, como un artista que toca

informalmente en el espacio público y de espaldas a los

canales masivos de difusión, se corresponde con la forma

de transmisión más común de la música popular tradicio-

nal. Puede que los fenómenos más interesantes de música

callejera se estén produciendo precisamente en las nuevas

megalópolis del tercer mundo que combinan tejidos so-

ciales tradicionales con densas topografías urbanas. Así,

mientras Santiago Alba Rico analiza las actuaciones de

los músicos sufíes en las calles de El Cairo, Bruno galindo

se aproxima a Kingston, uno de los grandes semilleros de

la música popular contemporánea, donde los ritmos que

finalmente copan las listas de éxitos de medio mundo sur-

gen y se difunden en las calles a través de los legendarios

sound systems. Se recoge, por último, un extracto de un

estudio de Fouzia Saeed sobre el barrio rojo de la ciudad

pakistaní de Lahore, donde los servicios de las prostitutas

están ligados a la actividad de una casta de músicos ínti-

mamente vinculada a este área urbana.

Los textos se completan con diverso material fotográfico

y audiovisual. La noche del 23 de junio coincide con el

CB

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PreseNtacIóNCarmen Vela

el Círculo de Bellas Artes de Madrid (CBA) organiza esta

fiesta de los músicos de la calle el 23 de junio, durante

la ardiente noche de San juan. Es la mejor hoguera que

uno puede imaginar. Los músicos inundan todo el edificio,

desde el vestíbulo a la azotea, hasta altas horas de la ma-

drugada, con escenarios dispuestos en diversas salas y un

público totalmente entregado. Todos son bien recibidos.

Por las salas del CBA han pasado legendarias fanfarrias,

mariachis, música clásica, jazz, blues, flamenco, rumba,

cumbia, salsa, merengue, dixie, canción de autor, rap,

bossa nova, pasodoble y música tradicional de todos los

puntos del planeta. grupos consagrados, amantes de la

calle, músicos que sobreviven en el asfalto, los que recu-

rren a él en momentos de necesidad, los que salen a curtir-

se, a aprender, a componer, a disfrutar, a darse a conocer,

hasta los más luchadores que alzan sus sonidos en actos

reivindicativos.

Estos artistas tienen mucha música que proyectar y con la

que hacernos llorar, reír, bailar o soñar. Pero también tienen vi-

das intensas e interesantes que merece la pena conocer. Por

eso, desde enero de 2006, Radio Círculo emite un programa

semanal, llamado también Las Noches Bárbaras y dedicado

íntegramente a los músicos de la calle. El programa comienza

con una selección de distintos temas interpretados por músi-

cos callejeros, continúa con entrevistas a artistas que acuden

a la emisora a contar sus impresiones de la música y la calle

–dónde tocan y por qué, su relación con otros músicos o con

los viandantes...– y finaliza con una muestra de ruidos, soni-

dos y músicas de la calle que cada semana recoge guillem

Ferrer, y en la que los sonidos cotidianos de la ciudad –los

semáforos, los coches, los trenes, los gritos, los pitos o las

obras– se entremezclan con las músicas.

CBA 0�

Page 7: Las Noches BárBaras voL. 3

texto // saNtiaGo aLBa ricofotos // aMr aBDaLLah

ecuador de otro acontecimiento emblemático de Madrid:

PhotoEspaña. Así, cada año los profesores y alumnos de

CAMPuS, el taller de fotografía que imparte PhE, recorren

los escenarios de Las Noches Bárbaras. La muestra del

trabajo que realizaron en 2007 se completa con un repor-

taje fotográfico sobre los músicos callejeros de Luis Asín, y

con imágenes de Eva Sala, fotógrafa del CBA.

Por lo que respecta al material audiovisual, el CD Las noches

bárbaras vol. 3 recoge temas interpretados por algunos de

los artistas que invadieron el CBA durante la tercera edición

de Las Noches Bárbaras y una muestra de ruidos, sonidos y

músicas de la calle procedente del programa homónimo de

Radio Círculo. EL DVD Las vidas bárbaras es una película

documental producida por el CBA que intenta mostrar la

realidad de los músicos callejeros. A través de entrevistas

y actuaciones musicales grabadas en primavera de 2007,

da cuenta del amplio espectro de músicos que tocan en las

calles de Madrid.

CBA 10

Page 8: Las Noches BárBaras voL. 3

Las fronteras entre los cinco sentidos son tan inexactas y reversibles

que hay sabores frondosos, luces frías, sonidos amargos,

texturas estridentes, fragancias secas. Más que un es-

pectro sensible o una función, los sentidos despliegan los

peldaños de todas las distancias posibles para un cuerpo

finito: vemos en el objeto, gustamos en el sujeto, tocamos

en el filo entre ambos. Olemos y oímos, en cambio, por

todas partes y por eso la porción más decisiva de nuestra

identidad –la más íntima y menos informatizable– está, en

realidad, disuelta en el aire. Nuestra memoria empírica, a

la que va atado nuestro nombre, es aérea, atmosférica,

volátil, huidiza; el perfume que absorbe en silencio todos

los objetos e impresiones de una habitación concreta se

lo lleva el viento, y con él al hombre que vivía en ella; la

música que condensa a nuestras espaldas todas las lu-

texto // saNtiaGo aLBa ricofotos // aMr aBDaLLah Fragua y tamborcairoelcairoel

Page 9: Las Noches BárBaras voL. 3

sonoros de un concierto que no acaba nunca de empezar.

Las distinguimos por cómo suenan (y por cómo huelen) y

un ciego trasladado en sueños que despertara cada día

en una distinta, las reconocería con el oído (y con la nariz)

desde la cama. una ebullición lenta con burbujas aisladas:

La habana. un nerviosismo rojo bajo un silencio celeste:

Roma. un zumbido acostado con sobresaltos de saxo:

Madrid. una ascensión de humos estrepitosos y de me-

tales misteriosamente claros, como escupitajos veloces

resbalando sobre un cristal: El Cairo.

El Cairo es la fragua o el caldero –diría gamal hamdan– don-

de se funden y se cocinan todos los miembros, geográficos

y sociales, de Egipto: el Delta y el Sa’id, el mediterráneo y el

desierto, la tradición y la globalización, la aldea y la metrópo-

lis. Pero El Cairo es también –por eso mismo– el tambor y el

yunque de Egipto, la caja de resonancia de Egipto, el zapa-

teado interminable de Egipto. ¿Cuántos habitantes viven

allí? ¿Quince millones? ¿Veinte? Quizás quince millones

los martes y los viernes y veinte millones los lunes y los

jueves, censo cambiante como una duna a consecuencia

del aluvión que anega y se retira todos los días de sus

calles y que desdibuja las fronteras entre los suburbios y

conurbios del extrarradio y el centro un poco vago de la

ciudad. La impresión que se tiene –lo he dicho algunas ve-

ces– es la de un gigantesco campo de refugiados: no la de

una ciudad trabajosamente levantada por sus habitantes

sino encontrada en el camino y “okupada”, una superpo-

sición de ruinas arqueológicas –palacios fatimíes, barrios

coloniales, grandes cubos soviéticos, frágiles cementos

proletarios y adobes campesinos– felizmente hallada por

millones de fugitivos que se habrían repartido entre los edi-

ficios, agradecidos de encontrar un clavo donde colgar la

galabiya, una cornisa donde encender un hornillo y pre-

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15CBA 14

ces, superficies e imágenes de una vieja tarde de mayo se

aleja volando, y con ella la conciencia emocionada que las

percibía. Somos cuerpos enhebrados a través de la nariz y

del oído por una duración entrecortada cuya materialidad

se organiza en el exterior, donde no podemos manejar-

la ni recuperarla a voluntad. Invisibles y corporales, almas

de carne desprendidas en la atmósfera, los sonidos y los

olores pasan por encima de nuestras cabezas, archivos

alados, recogiendo todo lo que hay debajo –montañas y

edificios, figuras, sentimientos– y no sabemos si nos de-

volverán algún día su tesoro; duran lo suficiente para ab-

sorber el mundo en el que flotan, con todas sus criaturas,

y luego siguen su camino sin detenerse. A veces vuelven.

De pronto, una estación imprevista entre dos días de in-

vierno nos trae un olor recién lavado y recuperamos una

costumbre olvidada. De pronto, una música inconsecuen-

te que se descuelga de una ventana nos hace recuperar

una ciudad entera en otra parte –y con ella un sujeto an-

tiguo que nos ayuda a orientarnos entre sus calles. Esa

emoción sólo puede ser adventicia y un poco angustiosa,

como bien sabía Proust, quien sin duda habría señalado

hoy el paradójico riesgo contenido en los medios tecnoló-

gicos para la reproducción del sonido: la voluntad satura

los soportes materiales de la memoria, anula su capacidad

de evocación o –pegajosos como son– acaba por impri-

mirles huellas superpuestas que alejan cada vez más el

recuerdo original. Lo esencial sólo puede ser un regalo;

lo más propio sólo puede proceder de los otros; lo más

íntimo viaja, como los gatos, por los tejados.

Las ciudades, en todo caso, son sobre todo un gran mur-

mullo, la afinación desordenada de una orquesta –sobre

un horizonte de toses, timbres y voces– que se prepara

para tocar una pieza. Las ciudades son los preliminares

Page 10: Las Noches BárBaras voL. 3

pararse un té o una azotea para guardar sus gallinas y sus

conejos. En todo caso, si la historia se impone en Roma, la

Arquitectura en París y la Economía en ginebra, El Cairo es

una ciudad dominada –escandida, mentalmente configura-

da– por la humanidad, en el sentido más descriptivo del

término: un espacio donde casi todo se decide entre cuer-

pos de nuestra misma especie. Todo ocurre en la calle: en

ella los cairotas duermen, comen, fuman, se casan y si no

se reproducen allí es porque uno tiene la impresión de que

los niños se desprenden a racimos de los sonidos y los olo-

res que la atraviesan. Todo ocurre en las calles, sí, de esta

ciudad abierta demasiado grande y demasiado pobre para

excluir a nadie y en la que se sucumbe a la fascinación o al

horror de un estado de excepción ininterrumpido –visible en

la suspensión de las fronteras físicas y horarias– que reúne

al mismo tiempo los signos tumultuosos de la catástrofe, el

carnaval y la revolución.

Estamos habituados a establecer una continuidad muy

banal, de verticalidad un poco frustrante, entre el olfato

y el gusto, de manera que enseguida apetece descender

a morder el olor –del estofado o del pastel– que nos ha

atraído hasta la cocina. Pero la verdad es que hay fragan-

cias que a uno le gustaría poder escuchar, hasta tal punto

inclinamos hacia ellas el oído, y notas o ritmos que dilatan

la nariz. El repiqueteo de la lluvia llena el aire de ozono; el

zumbido de las moscas despierta el hedor del estiercol. Se

me hace difícil invocar los olores de El Cairo –la shawerma

y el serrín, el cardamomo, el incienso, las aguas fecales

entre al-Qala y al-ghuriya, el agua de regaliz, el aire den-

so de plomo, la basura y el almizcle, la shisha igualitaria y

los mangos septembrinos de Bab-el-Luq– sin asociarlos

inmediatamente, en virtud de una arbitrariedad original ya

indisoluble, a esos preliminares sinfónicos de una ciudad

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A

1�CBA 16

cairoel

Page 11: Las Noches BárBaras voL. 3

que se afina –que afina sus instrumentos– las 24 horas del

día: las bocinas destempladas, redundantes, un poco stra-

vinskianas, de esos acordeones móviles y pianos rodan-

tes que los cairotas llaman coches; los golpes, chirridos

y tableteos de los talleres; el chasquido fanfarrón de las

fichas del dominó o de la taula sobre la mesa; los estribi-

llos gritones de los comerciantes del Moski; el rodar sobre

las aceras de las bombonas de gas y su lejano huracán

en los fogones de los restaurantes populares; el estrépi-

to de un gallo desorientado por encima de un estruendo

de excavadoras y martillos neumáticos; esa promiscuidad

sonora, en fin, que mezcla impulsos mecánicos, humanos

y animales y en medio de la cual se esbozan ya, incrus-

tadas o nacidas en ella, ráfagas propiamente musicales:

el ciego salmodiador del Corán en las calles más tranqui-

las del Doqi, los vendedores de chamarilería que gritan su

operística “robabekia” (roba vecchia) bajo las ventanas; las

radios y casetes siempre encendidos –en tiendas, kioskos

y cafés– que alternan las canciones incombustibles de um

Kulzum o Abd-el-halim hafiz con el banal y lloriqueante

pop egipcio y libanés; el solitario de la rebaba con su soli-

taria cuerda aullante y lastimera suplicando unas monedas

que los profesionales de la mendicidad obtienen mejor con

sus falsos muñones; la polifonía de los almuédanos riva-

les que, seis veces al día, desde mil minaretes, cabalgan

sus voces en infinitos planos sonoros, tan estentóreos, tan

prolongados, tan complicados, tan conscientes a veces

de su arte, que el gobierno ha tenido que intervenir para

homogeneizar sus formatos y sus horarios. y también, cla-

ro, la música improvisada de los jóvenes desempleados o

subempleados que, sobre todo los jueves por la noche,

bajan desde los barrios más populares (Shubra o Bulaq) a

la corniche del Nilo –herida de salud, abrevadero de sue-

ños– y rompen su fastidio y su insatisfacción contra una

CB

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1�

cai-

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el

Page 13: Las Noches BárBaras voL. 3

les de danza del vientre de la carretera de las Pirámides.

Combinando ritmos tradicionales y formatos occidentales,

a favor de las nuevas tecnologías que abaratan y demo-

cratizan la creación e inducen el mestizaje (o la digestión,

pues Egipto tiene demasiado personalidad para ceder al

provincianismo y absorbe y renacionaliza enseguida todos

los estímulos), estos rapsodas plebeyos, sobre el horizonte

de un sintetizador, trenzan en canciones simples y vivas

–del amor a la contestación– todo el malestar social de

los suburbios, en cuyas profundidades, como los mato-

nes y los sheij, asientan su autoridad y su prestigio y de

donde a veces consiguen despegar mucho más lejos. Es

la música chaabi (literalmente “popular”), melliza coetánea

del rai argelino, un poco secuestrada y despuntada ya

por la potente industria discográfica del país, la cual sigue

exportando sonidos e imágenes a todo el mundo árabe.

El ejemplo muy mediático de Shaaban Abd-al-Rahim, un

obrero de la periferia de El Cairo que se hizo famoso en el

año 2000 con el tema Odio a Israel y que desde entonces

no ha dejado de componer canciones sobre Iraq y contra

Bush (e incluso sobre las polémicas caricaturas del Profeta

publicadas en un periódico danés), da buena medida, en

todo caso, de las raíces callejeras de la identidad musical

cairota. grueso y poco agraciado, orgullosamente kitsch,

forjado y adorado en los medios baladi (en el sentido de

“castizamente egipcios”), constituye el desafiante reverso

de nuestros David Bisbal o Alejandro Sanz y precisamente

por eso la mayoría pedestre y marginada de Egipto reco-

noce en él el universo estético y social del que todos pro-

ceden por igual.

Pero la música colectiva, la música activa, la música movi-

lizadora, la música invasora, se nutre en El Cairo de tradi-

ciones parainstitucionales muy antiguas, enraizadas en el

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darbuka o un pedazo de madera, acompañados a veces

por un aparatoso radiocasete, para bailar y cantar en esa

ciudad repentinamente limpia que el gran caricaturista y

poeta dialectal Salah yahin aconsejaba explorar precisa-

mente a esas horas:

CBA 22

Te aconsejo, hijo mío, la luna y las flores

te aconsejo de El Cairo las noches insomnes

Población muy nueva y muy joven, atada al mismo tiempo

al campo y a la ciudad o desatada de ambos, las mismas

condiciones sociales que nutren las filas del islamismo po-

lítico –el paro, el hacinamiento, la represión– sueldan en

la calle lazos de picaresca o de solidaridad, a menudo in-

discernibles, y someten a los cuerpos a la necesidad de

estar juntos sin matarse. El ocio de los cafés, arrullado por

la shisha y por la televisión, aparatos aquí de una diálisis

colectiva, no calma sino parcialmente la redundancia in-

cómoda de una juventud amontonada y sin destino. Las

almas miran, los cuerpos suenan, y por eso quizás Pla-

tón mostró siempre tantas reservas frente a la música; y

por eso quizás la pobreza es musicalmente tan creativa

y constituye la cuna natural de esos ritmos elementales

que, desde el Caribe al Maghreb, del Bronx al Sacromonte,

nacen a la intemperie y parasitan luego, bajo techo y en

privado, los ricos de todo el mundo. Entre la mezquita y el

McDonald’s, pinzados entre la globalización de la umma

musulmana y la del Mercado capitalista, los barrios más

castigados de El Cairo, como los de Orán o Tánger, produ-

cen desde finales de los años setenta músicos zapateros,

músicos mecánicos, músicos planchadores, músicos so-

pladores de vidrio, músicos lumpemproletarios, formados

a contrapelo de las escuelas, que no tocan el laud ni el

salterio ni se exhiben en los Casinos del Nilo o en los loca-

Page 14: Las Noches BárBaras voL. 3

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Mi lugar es el sinlugar, mi señal es la sinseñal.

No tengo cuerpo ni alma, pues pertenezco al alma del Amado.

He desechado la dualidad, he visto que los dos mundos son uno;

Uno busco, Uno conozco, Uno veo, Uno llamo.

Estoy embriagado con la copa del Amor, los dos mundos han desaparecido de mi vida;

no tengo otra cosa que hacer más que el jolgorio y la jarana.

Mucho mayor que el poder de la religión para construir un

hombre nuevo es el poder del hombre viejo para destruir

la religión. Allí donde la religión trata de dominar todos los

órdenes de la vida, se vuelve sin querer y paradójicamente

profana y material, rozada en su pretendida pureza por las

leyes autónomas (psicológicas, económicas, sociales) de

las fuerzas mundanas que quiere encadenar. Si invoco el

nombre de Dios a la vista de un cuerpo hermoso, Dios se

vuelve excitante y afrodisíaco. Si utilizo una aleya del Corán

para adornar mi casa o mi coche, Dios se vuelve ornamen-

tal. Si Dios me pone a cantar y bailar en compañía de otros

hombres, Dios se vuelve festivo y divertido: se convierte,

sí, en su propia negación o en la de sus sacerdotes y por-

tavoces. “juego y divertimento”, “deleite sensible y volup-

tuosidad”, como denuncia Ibn Arabi, o “jolgorio y jarana”,

como reivindica yalal ad-Din ar-Rumi, lo cierto es que esta

antigua tradición de “destruir y resucitar la propia alma” al

lado de otros cuerpos en movimiento tiene su centro en

el tiránico ateismo universal de la música, que en Egipto

encuentra su expresión local, particular, en los mulid. Que

unos siete millones de egipcios sean miembros de cofra-

días sufíes y la mayor parte de la población participe en

estas fiestas concebidas para recordar el nacimiento de

alguna figura señera del Islam no significa que Egipto sea

el país más místico del planeta sino el más carnavalesco, el

más brasileiro, del mundo árabe. Los mulid, que puntean

campo y en las calles. Si la religión letrada hace retroceder

la música, es la iletrada la que la conserva al amparo de

un Islam irregular (vagamente denominado sufi) mucho

más popular e integrador, sin embargo, que el oficial de

Al-Azhar y el militante de los hermanos Musulmanes. El

místico cordobés Ibn Arabi, que los había practicado hasta

el deliquio en su juventud, se escandalizaba en el siglo XIII

por el uso que los sufíes de El Cairo hacían de la música, el

canto y el baile para alcanzar el éxtasis, pues convertían la

religión, decía, en “cosa de juego y divertimento”: “No en-

contrarás en ellos sino un deleite sensible y una voluptuo-

sidad satánica: el demonio es, en efecto, quien por medio

de su lengua lanza gritos; y mientras el otro iluso, el cantor,

sigue rebuznando sus versos, él pierde el sentido”. En el

mismo período, pero en el lado opuesto de la polémica, el

gran poeta y místico persa yalal ad-Din ar-Rumi, fundador

en Konia de la cofradía de los derviches danzantes, había

defendido desde el oriente musulmán el carácter divino de

la música y de la danza como medios para “concentrar el

ser” y “destruir y resucitar el alma para Dios”, y lo había

hecho en versos cuyo cosmopolitismo espiritual suena hoy

–o tempora– demasiado moderno y casi sacrílego:

¿Qué puedo hacer, oh musulmanes?, pues no me reconozco a mí mismo.

No soy cristiano, ni judío, ni mago, ni musulmán.

No soy del Este, ni del Oeste, ni de la tierra, ni del mar.

No soy de la mina de la Naturaleza, ni de los cielos giratorios.

No soy de la tierra, ni del agua, ni del aire, ni del fuego.

No soy del empíreo, ni del polvo, ni de la existencia, ni de la entidad.

No soy de India, ni de China, ni de Bulgaria, ni de Grecia.

No soy del reino de Iraq, ni del país de Jurasán.

No soy de este mundo, ni del próximo, ni del Paraíso, ni del Infierno.

No soy de Adán, ni de Eva, ni del Edén, ni Rizwán.

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densamente el calendario y el mapa de Egipto, mes a mes

y ciudad por ciudad, encajan a la perfección en el modelo

descrito por Mijail Bajtin de una cultura popular negadora

y, al mismo tiempo, reproductora del orden “superior” que

cuestiona, un provisional exceso siempre al borde de la sub-

versión y siempre finalmente desactivado en virtud de su

propia intensidad termostática; por lo que no es extraño que

el gobierno mantenga frente a ellos una actitud de tolerancia

vigilante y los islamistas, por su parte, de decidido rechazo.

Los mulid más populares en El Cairo son el de Al-hussein,

el del Profeta y, sobre todo, el de Sa’ida Zainab. Durante

cinco días el barrio del mismo nombre, cuyo centro es la

mezquita levantada en honor de la nieta de Mahoma, es

literalmente tomado por ese Egipto campesino, vertebral

y sojuzgado, que permanece habitualmente diluido en los

mimbres de la gran urbe. Miles de familias, procedentes

sobre todo del Sa’id, se instalan con sus niños en las ca-

lles, a la sombra de la mezquita, y allí cocinan, comen,

fuman, duermen y rezan mientras dura la fiesta. También

–o sobre todo– hacen música y bailan. Cuadro diurno casi

dantesco –o campestre– de cuerpos aletargados sobre la

acera, a la caída del sol se activa repentinamente la esce-

na. junto a las casetas de tiro al blanco y a los vendedores

de basbusa, místicos un poco circenses exhiben desde el

centro de un círculo expectante su superior insensibilidad

al dolor, atravesándose los carrillos con largos clavos que

no dejan el menor rastro de sangre o caminando sobre

brasas con los pies descalzos. y desde las amplias jaimas,

hirvientes ya de cuerpos, se eleva la música que durará

hasta el amanecer y que fundirá por unas horas todas las

diferencias en una multitud sin fronteras; hombres y mu-

jeres, mendigos y contables, jóvenes y viejos, se dejan

arrastrar al balanceo sonoro –percusión, flauta y canto– de

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hace algunos años tuve ocasión de participar en una

hadra proletaria –si se quiere– en la periferia de El Cairo.

un amigo periodista había conocido a Ahmed Rachid,

carpintero de Wast-el-Balad que tocaba el musmar (la

versión egipcia del nay o flauta árabe), anfibio de obre-

ro y músico que, como tantos otros, encontraba en las

cofradías sufíes un medio de expresión musical y de in-

tegración social. Dos o tres veces por semana acudía

a tocar su instrumento a los barrios más pobres y esta

vez nos invitó a acompañarlo a uno de los cementerios

más apartados del centro, donde se celebraba una se-

sión de música y danza ritual. Como es sabido, cientos

de miles de cairotas viven en las extensas necrópolis

que constelan la capital egipcia, de las que la Ciudad de

los Muertos, sede de la tumba de los Mamelucos y del

panteón de um Kulzum, es la más conocida, pero no

la más populosa. guardianes, descendientes de guar-

dianes, refugiados de las sucesivas guerras contra Is-

rael, “okupas” privilegiados, podemos medir su miseria

con nuestra imaginación occidental, pero no su relativo

bienestar: los pobres de El Cairo viven muy mal, hacina-

dos en los destartalados edificios de Imbaba, Shubra o

Bulaq; los más pobres viven un poco mejor en los ce-

menterios, lugares abiertos y limpios, nada siniestros,

donde los panteones familiares, modestos chaletitos –o

no tanto– compuestos de un patio y dos o tres pequeñas

dependencias anexas, ofrecen además la posibilidad de

criar gallinas y conejos, como en el campo. No hay nada

sombrío o sobrecogedor en estas viviendas que los vivos

comparten bulliciosamente con los difuntos. Los muer-

tos ajenos son atendidos y adoptados como propios y

los niños juegan entre los túmulos desnudos, blancos y

combados como lomos de camello, sin pensar jamás en

espectros o fantasmas.

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la dhikr, la sama’ y la hadra, rememoración con la estatura

y con la voz de los nombres de Dios y de su gloria. Durante

horas y horas los cuerpos giran, ondean, se inclinan, se

ablandan, se olvidan de sí mismos en la corriente de este

ritmo insistente, obsesivo, de acuático vaivén, que sumi-

nistra energía más allá de las fuerzas y al margen de la

conciencia y que acaba elevando al danzarín –cada vez

más arriba, cada vez más alto– a ras de tierra.

Los músicos y cantantes de los mulid se han educado

también sobre el terreno y la consideración de la que

gozan –traducida en atenciones y pequeños regalos– es

directamente proporcional al servicio que prestan a la co-

munidad; y su orgullo, inseparable de su pericia musical

y su talento interpretativo, se calienta e intensifica en esta

experiencia colectiva que asocia el placer de los sentidos

a la conciencia de grupo (y al atisbo de un perfecciona-

miento espiritual). Procedentes todos ellos de oficios ma-

nuales, cuya práctica concilian con el ejercicio libre de esta

satisfacción sonora, recorren los pueblos y ciudades de

Egipto, de mulid en mulid, al mismo tiempo discípulos y

maestros de una escuela musical ambulante y permanente

en la que se han formado también grandes compositores y

cantantes, entre ellos –no hay que olvidarlo– la inigualable

um Kulzum, kaukab-a-sharq, astro de oriente, la voz más

pura, la más universal, la más decisiva, de la historia musi-

cal reciente del mundo árabe y musulmán.

Pero la vaga tradición llamada sufismo, abierta y antielitis-

ta, se inscribe también en la vida cotidiana de los barrios

más desfavorecidos, al margen de las fechas señaladas y

las fiestas religiosas. Dios proporciona, en realidad, una al-

ternativa pobre al consumismo y a la discoteca y se disuelve

ininterrumpidamente en ella.

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La hadra se celebraba en el amplísimo patio de uno de

los panteones, donde ya nos esperaba el sheij o guía es-

piritual, sentado sobre la arena en compañía de unos po-

cos elegidos. Incorporados al grupo, un poco cohibidos,

nuestra presencia impuso una solemnidad que se revelaría

enseguida impostada y engañosa; como en respuesta a

las convenciones de nuestra imaginación, el sheij se peinó

la poblada barba con los dedos y adoptó un tono ceremo-

nioso para explicarnos los orígenes de la tariqa rifa’i de la

que formaban parte. Se trataba de una de las cofradías

más antiguas y famosas, fundada en Iraq en el siglo XII por

el basorí Ahmad b. ‘Ali al-Rifai, asceta, poeta y taumaturgo

al que se atribuían innumerables milagros y cuyos poderes

sobrenaturales le permitían, entre otras cosas, dominar a

voluntad a las serpientes.

A medida que nuestro anfitrión hablaba, el patio se iba lle-

nando de hombres del barrio, decenas y decenas, la ma-

yor parte de ellas jovencísimos, cuya bulliciosa entrada era

embridada por el gesto de un compañero, que señalaba

en nuestra dirección para advertir a los recién llegados de

la excepcionalidad de la velada. A poco que uno se fijara

en ellos –vestidos con galabiyas campesinas, los rostros

rudos y expectantes bajo la luz de una bombilla– se des-

cubría en sus rostros el equilibrio casi doloroso entre dos

tensiones encontradas: la curiosidad de nuestra visita y el

orgullo por nuestra atención pugnaban con el deseo de

dejarse llevar, como todos los días, y elevar la voz, contar

un chisme, celebrar una ocurrencia con una sonora pal-

mada. La comida decidió la batalla. A un gesto del sheij,

dos hombres trajeron de las casas vecinas varias cazuelas

humeantes con bamia y patatas y las distribuyeron entre los

distintos círculos que se habían formado entre el nuestro

y la puerta abierta en el muro; repartieron asimismo nu-

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resbaladizas, sin alejarse sin embargo de la órbita de su

dueño.

–Mientras yo esté aquí no os harán nada– afirmó solemne-

mente al observar nuestro mal disimulado terror.

Tranquilizados sobre todo por la tranquilidad de nuestros

acompañantes y por la atmósfera liviana y desenfadada

de la reunión, que reciclaba enseguida todo exotismo y

toda grandilocuencia, escuchamos las explicaciones del

sheij en torno a los poderes del recién llegado, el cual

–decía– cazaba las serpientes con la voz. Las perseguía

hasta sus madrigueras y les hablaba; o acudía a las casas,

avisado por sus habitantes, y susurraba unas palabras en

las grietas donde se habían escondido: inmediatamente

las serpientes salían y se entregaban a su captor, depo-

niendo toda actitud agresiva o venenosa. El señor de las

serpientes las guardaba en su saco y administraba este

tesoro, símbolo de la cofradía, muy ligado a las prácticas

rituales y festivas del grupo. También a las morales: el que

había demostrado mayor virtud durante la semana recibía

una serpiente en custodia, condecoración viva que el re-

compensado exhibía con orgullo entre sus vecinos hasta

la sesión siguiente.

Pues las serpientes, en efecto, formaban parte inalienable

del “jolgorio y la jarana”. Acabada la cena, Ahmed Rachid

y sus dos compañeros –darbuka y voz– se levantaron y

comenzaron a tocar de espaldas al muro más bajo del re-

cinto, detrás del cual asomaban las cabezas de decenas

de mujeres y niños. Tras compartir la comida y la conver-

sación, y los inevitables, innumerables y cargadísimos tés,

el colofón reglamentario –anhelado y aplazado con una

especie de viciosa coquetería– lo constituían la música y

la danza. uno por uno, estos hombres humildes y duros,

bregados e ingenuos, correosos y alegres, se iban ponien-

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merosos raghif de pan –anchas boinas sin levadura– que

las manos ansiosas troceaban y alargaban hacia el centro

para cargarlas de salsa y verdura cocida. Enseguida el pla-

cer elemental de compartir la cena, y la visión de nuestro

apetito, limó la rugosidad que habíamos introducido –ad-

venedizos ante los que había que guardar las formas– y

restableció la normalidad jocosa y banal de todos los días.

La gravedad sagrada que habíamos esperado y que nues-

tras propias expectativas habían impuesto al sheij y a sus

compañeros, se disolvió de pronto en un crepitar de risas

felizmente vulgares, codazos de complicidad y miradas

casi pasolinianas, entre burlonas, desafiantes y divertidas.

Nos habían invitado a una fiesta, no a una misa, y teníamos

que servir para aumentar la jarana, no para entorpecerla.

Sólo un instante pareció adensarse de nuevo la atmósfera

cuando se materializó en el umbral una figura majestuosa

que cruzó el patio a grandes pasos. Era un hombre de

unos treinta años, alto y robusto, vestido con una impeca-

ble galabiya blanca y tocado por una ‘emma (o turbante) de

alta rosca; de sus espaldas colgaba un saco abultado pero

de escaso peso. Todos lo miraron, volviéndose luego hacia

nosotros, con una excitación traviesa e infantil. Cuando el

hombre llegó hasta donde estábamos sentados, su irre-

gular e imponente belleza nos intimidó un instante: de tez

muy cetrina y satinada, más hindú que egipcia, nos dirigió

una mirada penetrante desde sus ojos transparentemente

azules, perfilados con alheña.

–Es el señor de las serpientes– nos aclaró el sheij.

y, en efecto, con un gesto muy teatral, volcó el contenido

del saco sobre la arena, en el centro del círculo, e instintiva-

mente reculamos: medio centenar de serpientes de todas

las clases –culebras, áspides, víboras– se amontonaban

en el suelo, entralazándose sinuosamente, tornasoladas y

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do de pie y empezaban a vacilar, a doblarse, a tropezar, a

derretirse, al ritmo todavía cadencioso, un poco espeso,

del musmar y la darbuka. Las cinturas se quebraban sobre

una cintura inmóvil y las cabezas se separaban a su vez de

los troncos, en giros independientes de vuelo largo, cada

vez más rápido, cada vez más fluido, trompos o peonzas

a merced de una música que buscaba en los cuerpos esa

parte más clara que, a fuerza de dar vueltas, alcanza el

punto de nieve. uno tras otro iban llegando a esa altura

–o bajura– y entonces el señor de las serpientes, como

un extraño avituallador entre las filas, iba entregando ofi-

dios a los bailarines, que los incorporaban a su ondulante

figura sobre la marcha, sin abrir los ojos, y seguían bailan-

do y bailando con una o dos serpientes entre los dientes,

anudadas a la cintura, colgadas como lujosos cordones y

alamares del cuello y de los hombros. Detrás de los músi-

cos, calle abierta y desnuda a un lado y otro del muro, las

mujeres y niños del barrio también bailaban. Durante las si-

guientes horas seguirían haciéndolo sin descanso, hasta el

feliz derrumbe, y bajo el cielo descubierto del cementerio,

ni los muertos ni las serpientes ni los poderes sobrenatu-

rales de todos los profetas de la tierra podían desmentir la

fuerza prosaica y elemental del placer compartido, la pro-

funda, bellísima, sagrada banalidad profana de un montón

de obreros cansados que disolvían sus cuerpos en el júbilo

de la música.

Todos los días, en los barrios más castigados de la ciudad,

miles de personas se reúnen para compartir una frugal

comida y hacer música, cantar y bailar. Entre la globali-

zación de la umma y la del capitalismo –entre MacLaden

y BenDonald’s–, El Cairo es sufí; es decir, pobre, antiguo,

normal, profano, sociable, mayoritario, danzarín y musical.

Mitad symposium platónico, mitad guateque proletario, la

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tradición desplaza –y aplaza– la necesaria revolución y pro-

porciona aquí, como en tantos otros lugares del mundo,

marcos de supervivencia material y de resistencia antropo-

lógica, al margen del mercado, sin los cuales los individuos

que se abrigan en ellos sucumbirían a la intemperie de un

Estado en fuga y de una economía abstracta y tormento-

sa. Funcional a otros intereses, en esos espacios la músi-

ca resiste, sin nombres ni cultos, verdaderamente pública,

porque forma parte de un aparato integral de resistencia.

Retrasando quizás su advenimiento –pues proporciona sa-

tisfacciones muy inmediatas, muy puras– prefigura al mis-

mo tiempo ese otro mundo posible en el que cantar, bailar

y tocar un instrumento, como comer, amar, estar limpio,

no tener frío, curarse de una gripe y tener un pensamiento,

serán cosas tan comunes y naturales como el gesto de

arrojar una piedra a un río o la ropa tendida y secada al sol

en todos los balcones del planeta.

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NUEVAYORK

De los años bohemios al folk revival Dicen que

si hay un lugar donde se puede viajar a todos los rincones

del mundo en escasos metros, es Nueva York. Las ca-

lles de esta ciudad fundada por inmigrantes siempre han

acogido todas las tradiciones y culturas. A finales del siglo

XVIII, bandas de marcha alemanas, gaiteros irlandeses e

italianos con sus hurdy gurdies (violines mecánicos) rivali-

zaban por cantar serenatas de amor bajo las ventanas. Un

siglo más tarde, se sumó a esta intensa atmósfera creativa

un joven movimiento musical procedente de las calles de

Nueva Orleans: el jazz. Los afroamericanos, que práctica-

mente acababan de romper las cadenas de la esclavitud,

mostraron sus innovadoras formas de composición abierta

y colectiva a través de improvisaciones callejeras en las

que se mezclaba la música europea, los rituales vudú y el

TexTo e imágenes // YOLANDA PIVIDAL CALLES DE LEYENDA

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sonido de las bandas militares estadounidenses. Pronto

las grandes figuras de la época heroica del jazz, como King

Oliver o Louis Armstrong, convirtieron aquellas “baladas de

esclavos” en música de club y vinilos de gran repercusión.

Eran los eclécticos años veinte, cuando el templo de los

músicos callejeros se situaba en el Lower East Side, al sur-

este de Manhattan. De allí surgieron artistas que, con el

paso del tiempo, se convertirían en leyendas del imagina-

rio norteamericano: el actor George Burns, que a los siete

años ya recorría calles y cafés con su Pewee Quartet; o

Irving Berlin, el mítico compositor de temas como “¡Oh,

Blanca Navidad!” que, tras la muerte de su padre y con

apenas nueve años, tuvo que buscarse la vida en las calles

neoyorkinas.

En un artículo de The New York Times fechado el 1 de julio

de 1923 se habla de 1.600 artistas callejeros registrados

en la ciudad de Nueva York. Tres años más tarde, el mismo

diario explicaba cómo numerosos veteranos de la Primera

Guerra Mundial se dedicaban a tocar cualquier instrumen-

to en las calles para sobrevivir. La escena se generalizaría

pocos años después. Durante la Gran Depresión, un gran

número de personas sin empleo se lanzaron a las calles

para tratar de ganarse la vida bailando, cantando, hacien-

do malabarismos... Los conflictos con las autoridades y las

disputas entre los propios artistas eran continuos y raro el

día en que los periódicos no recogían noticias de violentas

peleas. En 1935, este panorama llevó al entonces alcal-

de de la ciudad, Fiorello LaGuardia, a prohibir cualquier

tipo de manifestación artística en las calles. La medida no

acabó por completo con la música callejera, pero supuso

un duro golpe para muchos intérpretes y generó protestas

por todo el país. En 1936, un programa de radio de la NBC

recaudó ocho mil dólares para el pago de multas y recogió

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más de cinco mil firmas de ciudadanos que pedían la revo-

cación de la discutida ley. En sus casi cuatro décadas de

vida, la ordenanza fue retada en varias ocasiones, con al-

gún episodio sonado: una soleada mañana de domingo de

abril de 1961, en pleno folk revival, el músico Izzy Young,

harto de solicitar infructuosamente permisos para actuar

en la calle, lideró una marcha de cientos de músicos folk

que tomaron Washington Square con sus melodías. En

pocos minutos, la unidad antidisturbios de la policía local

disolvió la actuación a porrazos, convirtiendo la manifes-

tación pacífica en una revuelta con decenas de personas

heridas y diez detenidos. Nueve años después, en 1970,

la ley LaGuardia fue retirada por anticonstitucional. Para

entonces, el arte ya había vuelto a tomar la calle.

aire con una baqueta mientras su pie derecho pone a prueba

la batería. Los dos esperan la señal de Theo para comenzar,

pero éste permanece absorto, abrazado a su contrabajo. Fi-

nalmente levanta la mirada, susurra algo a sus colegas y toca

las primeras notas de su sesión dominical de jazz. Estamos

en el corazón del parque, en un rincón estratégico rodeado

de bancos y coronado por una estatua de Cristóbal Colón

al que Mike Camoira, Ira Atkins y Theo Regan acuden cada

domingo desde hace cinco años. Ellos son CP3.

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Central Park o la ciudad improvisada En Central Park

el frenesí de la ciudad parece haberse detenido. Es el

punto de encuentro ineludible para miles de neoyorki-

nos y turistas que a diario se pierden por sus sende-

ros, lo que hace que sea uno de los lugares con mayor

número de artistas callejeros por metro cuadrado del

mundo. Desde mariachis entonando desgarradas ran-

cheras hasta percusionistas brasileños que acompañan

los movimientos imposibles de los bailarines de capoei-

ra pasando por equilibristas del hip hop. Todo el mundo

cabe en el parque central de la ciudad, incluso es posi-

ble toparse con alguna vieja gloria del country cantando

baladas nostálgicas sobre los viejos tiempos.

Mike desenfunda su saxo, se coloca la cinta al cuello y deja

que el aire se acomode en su boca antes de hacer sonar

algunas corcheas dispersas. A su lado, Ira dibuja figuras en el

–Central Park Three, no se nos ocurrió otra cosa –comenta Theo–.

Para nosotros, éste es nuestro lugar de trabajo, de hecho, es el único

estable. Ganamos entre 75 y 100 dólares cada uno por cuatro horas

de concierto.

Ira Atkins y Mike Camoira son intérpretes freelance con más

de 50 años de música a sus espaldas. El maestro de Mike

fue el mítico saxofonista Joe Henderson, mientras que Ira ha

acompañando a músicos legendarios como el violinista de

free jazz Billy Bang. Ambos son hijos de la potente escena

artística independiente que surgió en Brooklyn en los años

cincuenta y sesenta.

–La música estaba por todas partes. Yo formé mi primera banda a

los trece años. Recuerdo que en mi primer concierto cobré cuatro

dólares– explica Ira.

–Entonces resultaba fácil encontrar trabajo en los cientos de fiestas

que había en el barrio –añade Mike–. Estaban de moda las ice cream

parties, bailes que se organizaban en las casas para dar la bienvenida

al verano con música y helados. Eran otros tiempos.

A mediados de la década de los cincuenta, Nueva York

era un hervidero de clubes en los que se cocinaban a fue-

go lento largas noches de bebop, hard bop o classic jazz,

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pero también una olla a presión sociopolítica de segrega-

ción racial y feroz persecución anticomunista. En ese con-

vulso entorno surgió el free jazz, un movimiento que no sólo

reunió a músicos, sino también a intelectuales, agitadores

culturales, escritores, pintores y activistas. Precisamente

los vínculos del género con la militancia política radical di-

ficultaron su promoción en el mundo de la industria disco-

gráfica y lo condenaron a cierto ostracismo. Sin embargo,

el movimiento encontró otras vías de difusión mediante la

creación de sellos musicales propios, conciertos en locales

del Lower East Side o sesiones improvisadas en las casas

particulares de músicos legendarios como el saxofonista

Ornette Coleman o el pianista Cecil Taylor.

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decidimos dejarlo y quedarnos con Central Park. El acoso policial

era continuo. Se supone que cualquiera puede tocar en las calles de

Nueva York siempre que no emplee amplificadores. Sin embargo es

muy frecuente que venga la policía y, por las buenas o por las malas,

te “invite” a dejar la zona.

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–Una vez, en el Jazz Culture Theater había una jam session abierta y me

acerqué. Un pianista me invitó a tocar con él. Al terminar la improvisación

alguien me dijo: ¿sabes quién es el tipo con el que has estado tocando

una hora? ¡Es Barry Harris, uno de los pianistas de bebop jazz más im-

portantes del mundo!– recuerda Ira.

Theo apenas tenía quince años cuando desembarcó en

el ambiente del free jazz y las bandas improvisadas. Allí

coincidió con los veteranos Ira y Mike.

–Para mí lo más duro empezó a finales de los ochenta y principios de

los noventa. Allá donde fueras había músicos de todas las partes del

mundo. Era muy difícil encontrar trabajo y aún más algo estable. Había

que luchar constantemente para hacerse un hueco, así que me decidí a

probar en la calle…

–Quién sabe –dice Ira–, quizás algún día nos pase como a Cindy Blackman,

que empezó en las calles de Nueva York y hoy es una de las baterías

más importantes del mundo…– Theo se gira aún aferrado a su contra-

bajo y sonríe. Fue él quien, después de más de quince años de concier-

tos callejeros, propuso la formación estable del trío.

–Solíamos actuar en las calles cercanas a Washington Square. Nos gusta-

ba mucho una pequeña plaza que hay en la calle 72 con Broadway, pero

Cada año, la Asociación de Defensores de Artistas Calle-

jeros recibe cientos de testimonios que denuncian abusos

por parte de las autoridades locales. Es el caso del guita-

rrista Josh Weiner. “La policía me interrumpió mientras es-

taba trabajando en Times Square. Conozco mis derechos

y me resistí, de modo que me acusaron de desacato a la

autoridad y me retuvieron todo el fin de semana. Gracias a

los testigos y a mi abogado pude salir de ésta, pero decidí

demandarles. Finalmente, gané el juicio y recibí una com-

pensación de doce mil dólares”. Dos comediantes también

cuentan su odisea al ser detenidos porque “la máquina que

utilizaban parecía una bomba”. La pareja explicó a la poli-

cía que el aparato servía para inflar globos y que era parte

esencial de su espectáculo, pero eso no evitó su arresto.

“Los artistas pueden tocar en la calle y todas las estaciones

de metro de la ciudad, tengan o no acreditación. Prohibirlo

iría en contra de la libertad de expresión. Sólo se les puede

impedir su actuación en los casos en que obstaculicen el

tráfico o pongan en peligro la seguridad de los peatones”,

afirma la asociación de artistas, con la ley en la mano.

–Para mí una jam session en Central Park es la mayor ex-

presión de libertad musical que existe– dice Ira–. En un local puedes

tocar una o dos horas pero aquí podemos estar seis, siete, las que

queramos. O las que nos dejen…

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Sugar Ray

apenas tenía cuatro años cuando empezó a hacer piruetas

al ritmo de Furious Five en las calles del Bronx. Poco antes,

en el verano de 1975, el barrio había vivido una oleada de

incendios que buscaban el cobro de seguros en un mo-

mento de máximo abandono social. En este contexto de

paro y marginación, los afroamericanos y puertorriqueños

ocuparon las calles con su música. Adaptaron la danza

callejera jamaicana al asfalto y conectaron ilegalmente sus

equipos al alumbrado público. Así nacieron las block par-

ties, con la música de fondo del DJ jamaicano Kool Herc,

que se convirtió en rey del vinilo y el mezclador con sus

breakbeats. Fueron los primeros pasos de la cultura ur-

bana más importante del siglo XX: el hip hop. Sugar Ray,

Meek y Skillz son el trío Afrobats, hijos de esa época y artí-

fices de uno de los shows más espectaculares y veteranos

de Central Park.

De murciélagos y hip hop

–“¡Señoras y señores, acérquense! Somos negros y del Bronx, ¡ya sa-

ben que pueden confiar en nosotros!”– grita Meek.

Skillz arrastra un carrito con un flamante radiocasete y en

pocos minutos él y sus compañeros se hacen con la au-

diencia en uno de los rincones del parque más apreciados

por los artistas: las enormes escaleras de piedra frente al

lago que hacen de improvisado anfiteatro.

–Esto no es un numerito más de “negratas” bailando hip hop, señores.

Lo nuestro es un auténtico espectáculo, ¿quieren verlo? Pues no se

muevan– sigue Ray.

Las acrobacias al más puro estilo break dance se alternan

con sketches cargados de un humor incorrecto y provo-

cador.

–¡Dios mío, un helicóptero! ¡Por favor, no disparen!– chilla Ray mientras

se tira al suelo.

–No te preocupes, compañero. No estamos en el barrio. Esto está

lleno de blancos. ¡No hay peligro!– contesta Meek.

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Ray no ha cumplido treinta años pero lleva más de veinte

actuando en la calle. Con apenas seis años se dio cuenta

de que era su única alternativa.

Geovanni Suquillo

se ciñe su guitarra antes de entrar en la enorme sala de

mármol de Grand Central, la estación central de Nueva

York. Junto a él, violinistas clásicos, trompetistas de jazz,

cantantes de ópera y otros artistas buscan algún rincón

libre entre el público que se ha acercado al lugar. Al fin llega

su turno y avanza frente a una larga mesa rectangular tras

la que se sientan cerca de treinta personas entre repre-

sentantes de la industria musical, instituciones culturales y

músicos de prestigio. Ellos serán su jurado.

–Era salir a la calle a bailar o quedarte atrapado en el gueto. Allá no hay

muchas posibilidades.

Su escuela fueron las míticas jammings de los años ochen-

ta y principios de los noventa, batallas callejeras de break

dance en las que los bailarines de hip hop llevaban al extre-

mo su capacidad de improvisación. Según una extendida

leyenda urbana, en ocasiones estos desafíos enfrentaban

a las bandas del gueto que rivalizaban por un territorio. Los

que lograban realizar los movimientos más arriesgados e

innovadores eran declarados ganadores por la multitud y

se convertían en amos del barrio. Poco después, las jam-

mings entre pandillas pasaron a ser un fenómeno de ma-

sas, en especial gracias a la aparición de la Rock Steady

Crew, uno de los grupos de breakdancing más importan-

tes de la historia. Las discotecas, las fiestas y los platós de

televisión se convirtieron entonces en el lugar de encuentro

de miles de breakdancers.

–Llevamos trabajando en este número cerca de diez años. Con él hemos

salido en videoclips, en la televisión e incluso una vez volamos hasta

el Caribe en un jet privado para actuar frente a Donald Trump –explica

Meek–. Pero es en la calle donde nos ganamos la vida y damos de co-

mer a nuestras familias, así que no faltamos nunca.

–¿Que cuánto ganamos con cada actuación? No comments– dice Ray

mientras sostiene una de las bolsas en las que no debe de haber

menos de 300 dólares.

Skillz echa un vistazo y vacía su contenido en un lugar más

seguro.

–¡Señoras y señores! ¿Se han quedado con ganas de más? Pues no se

vayan muy lejos y podrán ver de nuevo a estos negros volar. ¡En dos

minutos comienza otra sesión!

Los Andes en las entrañas de la ciudad

–Adelante, es su turno– le invita un miembro del tribunal.

Geovanni respira hondo y se prepara para ejecutar la me-

jor de sus composiciones, una mezcla de flamenco y latin

jazz que ha bautizado con el nombre de una ciudad que

aún no conoce pero con la que ya soñaba desde su Quito

natal: “Barcelona”. Sabe que sólo tiene cinco minutos para

impresionar al jurado.

Cada año, la Autoridad de Transporte Metropolitano con-

voca las audiciones Music Under New York (MUNY), un

programa que ofrece a los artistas callejeros una licencia

oficial para actuar en las veinticinco estaciones de metro

más importantes de la ciudad. De los centenares de so-

licitudes que se reciben sólo se seleccionan entre diez y

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Media hora después, el número concluye con un es-

pectacular salto sobre una barrera de cuatro personas

elegidas entre el público. Tras una gran ovación de los

casi doscientos espectadores que han asistido al espec-

táculo, los Afrobats hacen circular entre el público dos

grandes bolsas que engullen billetes de uno, diez y hasta

veinte dólares.

–¡Somos tan buenos que hasta los judíos nos dan dinero!– exclama Meek

frente a un sonrojado señor ataviado con su kipa.

Page 31: Las Noches BárBaras voL. 3
Page 32: Las Noches BárBaras voL. 3

veinte intérpretes. Pocos días después de la gran prueba,

Geovanni recibe la noticia: es uno de los elegidos.

fácil. Hay compañeros, además, que no tienen papeles, por eso al final

muchos desisten– dice mientras afina las cuerdas de su guitarra.

–Te cambia la vida –dice mientras acaricia el mástil de su guitarra–. Antes

perdía mucho tiempo discutiendo con la policía y yendo de un lugar a

otro. Ahora tengo mis horarios con fecha, hora y lugar. Llego, actúo y me

voy. Me sobra tiempo para trabajar en otras partes.

Durante la época de la consagración del jazz en Nueva York,

en las décadas de 1940 y 1950, la música cubana, espe-

cialmente el mambo, alcanzó un gran éxito por todo el país.

Nombres como Benni Moré, Machito o el puertorriqueño

Tito Puente, tenían su meca en la calle 53 con Broadway,

en el famoso Palladium Dancehall. Ya en los sesenta, cien-

tos de músicos puertorriqueños animaban las calles del

Spanish Harlem influenciados por la música de sus veci-

nos cubanos y por la cultura afroamericana. De esa mezcla

musical nació la salsa, que en las siguientes décadas llega-

ría a convertirse en el género musical latino más comercial

de la historia. Aún hoy, se pueden encontrar improvisadas

charangas salseras de músicos boricuas en El Barrio, cuyas

calles han sido conquistadas por otros ritmos latinos, como

la bachata y el reggaetón. En efecto, muchos de los inmi-

grantes latinoamericanos que siguen llegando en masa a la

ciudad traen consigo su guitarra, su güiro o su tambor. Es

el caso de Geovanni, que llegó de Ecuador para ganarse la

vida como músico. Nueva York no le ha puesto fácil las co-

sas a este guitarrista de mirada tranquila. A su llegada tuvo

que trabajar como repartidor a domicilio para vivir y pagarse

unas clases de sonido. Poco después, se dio cuenta de

que podía utilizar su virtuosismo a la guitarra para conseguir

el dinero que necesitaba y se unió a un grupo callejero de

música andina.

–Es una buena manera de ganar dinero pero, además, es la única forma

de mantener viva la música de tu país. Claro que moverse por esta enor-

me ciudad, con el miedo a que te corran de un lugar o te multen no es

Cuatro años después, Geovanni prefiere tocar en solitario,

aunque hoy le acompaña un percusionista coreano con un

cajón flamenco.

Son las dos de la tarde y las notas de “El talismán” de Rosana

inundan la estación de metro de Union Square, una de las

más concurridas de la ciudad. Es el espacio que le han asig-

nado para la actuación de hoy. El miércoles será la calle 34

y el viernes la Estación Central. Plataformas distintas con un

público muy semejante: viajeros que pasan veloces sin repa-

rar demasiado en lo que ocurre a unos metros de distancia.

–En esta ciudad la gente parece haberlo visto todo, así que resulta difícil im-

presionar a nadie. Además, casi siempre actúan como un rebaño. Si una

persona se para a mirar, siempre hay tres o cuatro que también lo hacen.

Si uno deja dinero, habrá otros que seguro que hacen lo mismo.

“¡Éste debe ser famoso!”, exclama un joven al ver a

Geovanni posar para la cámara de fotos. Por si acaso,

toma una fotografía con su móvil. Un hombre de mediana

edad, que lo ha visto todo, también se aproxima y, por si

las moscas, compra un disco. Dos jóvenes le piden una

tarjeta firmada...

kings-ton

CBA 060

–A veces busco otros músicos para hacer colaboraciones. Los encuentro

a través de Internet, en páginas de contactos. Así es como se encuentra

de todo en esta ciudad…

–Un día estaba actuando con un grupo cerca de Times Square, en la

calle 42. Interpretábamos una canción de los Beatles con arreglos de

música andina. De repente, una enorme limusina negra se paró detrás

de nosotros. Una señora bajó de ella y nos dejó dinero en la bolsa. Eran

seis billetes de cincuenta, ¡en total trescientos dólares! Una compañera

que estaba con nosotros casi no podía hablar “¿visteis quién era?”, nos

decía, “¡era Yoko Ono!

Page 33: Las Noches BárBaras voL. 3

Primero fueron el mento y el nyahbing- hi, los sonidos primigenios y

africanoides con los que arranca el registro de la música

jamaicana. Luego vinieron, más melódicos y britanófilos, el

rock steady y el ska. Este último devino en reggae (según

relato de Lee “Scratch” Perry, en aquel verano tan caluroso

nadie tenía energía para tocar tan rápido como antes: así

nació un estilo que iba a llegar hasta el último confín de la

tierra). El reggae nunca superó la muerte de su patriarca

Marley, y se transformó, con la energía de las calles y la

agresividad de los tiempos, en los casi sinónimos ragga-

muffin o dancehall. Hasta hoy.

El legendario productor norteamericano Joe Boyd seña-

laba en una conversación que tres de las ciudades más

importantes de la historia de la música popular reciente

kings-ton

TexTo e imágenes // bruno galindo En la isla dEl sound systEm

Page 34: Las Noches BárBaras voL. 3

están muy cerca y, además, alineadas. Hablaba de Nueva

Orleans, Santiago de Cuba y Kingston. En esta última ocu-

rrió todo lo que acabamos de contar. Y ahí sigue, en sus

tórridas calles, en sus desvencijados bafles instalados en

las aceras, resonando una intensa historia sonora que sólo

cabe recuperar desde mediados del siglo XX, la época en

que empiezan a abundar los registros sonoros.

Familiaricémonos antes que nada con un concepto clave:

el sound system. No todo el mundo sabe que esta crea-

ción netamente jamaicana tiene su origen en la industria

licorera de la isla. Eran furgonetas cargadas con un gene-

rador, un tocadiscos, una buena colección de discos de

rhythm’n’blues y los más potentes amplificadores posibles.

Estas discotecas ambulantes servían para difundir, entre

canción y canción, las ofertas de los expendedores de al-

cohol de la ciudad. Con ese medio y ese mensaje recorrían

las calles el conductor y el discjockey, encargado éste de

emparejar con su mejor arte las canciones del momento

y los oportunos “mensajes publicitarios”. No han trascen-

dido los nombres de los empresarios, pero sí han pasado

a la historia los de los primeros DJ legendarios: Clement

“Coxsonne” Dodd y Duke Reid, ulteriores productores y al

fin patrones de los estudios Studio One y Treasure Island.

Para entonces, la música que sonaba en los sound systems

ya era predominantemente nacional. La recién lograda inde-

pendencia de Inglaterra –6 de agosto de 1962– se dejaba

ver en la pulsión enérgica y el ritmo optimista de la música:

no es casual que éste fuera el momento del ultravitamínico

ska. La gente adoraba la música y ansiaba escuchar la úl-

tima canción del momento, que al fin era propia y anidaba

entre los surcos de un dubplate recién salido del horno. Y

ésta fue, durante todos aquellos años, la clave de la estra-

tegia comercial de los licoreros: financiar la grabación de

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Page 35: Las Noches BárBaras voL. 3

nuevas piezas. Ellos fueron las discográficas. No ha vuelto

a existir un vínculo tan fuerte entre una música y la industria

del alcohol hasta la era disco.

¿Y qué queda hoy de esto? Aquellas llamativas furgoneti-

llas de colores son ahora camiones de varios ejes donde

se apilan decenas de altavoces y miles de vatios de soni-

do. Los discjockeys ya no son móviles: ahora amenizan

las calles con sus equipos portátiles; están tan presentes

en los parques del downtown como nuestros cantautores

en los bares del centro o en el metro. Pinchan discos de

siete pulgadas despachados en alguna de las abundantes

fábricas de discos: aquí aún manda el vinilo y en particular

el formato single. A menudo estos discos son prensados

para sus propios sellos discográficos (es fácil que, en la

capital, la persona menos esperada te dé una galleta de

disco con su nombre en lugar de una tarjeta de visita). Ja-

maica es posiblemente el territorio con mayor número de

discográficas per capita del mundo y en el que menos rele-

vancia tiene el mercado del CD. E incluso del mp3.

Respecto a la música, actualmente existe una fuerte identi-

ficación entre el público y los ritmos de metralla que propo-

ne el dancehall a través de próceres como Capleton, Boun-

ty Killer, Sizzla, Beenie Man, Elephant Man o Buju Banton.

Escupiendo sus canciones brillantemente monocordes

desde el corazón de los guetos, estos y otros intérpretes

forman parte de una de las escenas más influyentes y, en

esencia, poco comprensibles del mundo de la música. En

todo el planeta se imita la rudeza verborreica y torrencial de

su rapeo –¿raggeo?–, tanto como se descalifican sus in-

aceptables exhibiciones homófobas. Hace dos o tres tem-

poradas, Sizzla tuvo que cancelar sus conciertos europeos

mientras recibía, tal vez atónito, la noticia de la retirada de

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sus discos de las tiendas del Reino Unido por protestas de

colectivos gays. El romance apasionado de buena parte de

los músicos contemporáneos de Jamaica con la figura de

Haile Selassie, último emperador etíope depuesto por su

rival Mengistu Haile Mariam en 1974, sigue siendo una de

las claves ideológicas y estéticas de la ortodoxia rastafari.

Clave desfasada donde las haya: cuesta creer que alguno

de los artistas que retratan a Su Majestad Imperial por las

calles de Kingston se haya dado una vuelta por Etiopía y

comprobado con sus propios ojos la pobreza desoladora

a la que el tirano condenó a su pueblo.

Pero vamos a un concierto. Cantan dos de los grandes,

Capleton y Bounty Killer. El cartel, que está pegado en ca-

lles y postes, tiene de fondo los tres colores con los que

todos identificamos a Jamaica, y silueteados, una miríada

de teloneros que, como en una especie de concurso tele-

visivo, aguantarán en el escenario mientras sean acepta-

dos por el público. Bajo la tarima hay un par de mesas; los

discjockeys se ocupan de aportar toda la música menos

la vocal. Pinchan los riddims del momento –ritmos sobre

los que los MC encajarán las letras–, y aderezan la mez-

cla con tres efectos de sonido, tres (digamos: coche de

policía, ráfaga de metralla y gemido orgásmico femenino).

Pero no hemos entrado aún. ¿Por dónde se accede? La

fiesta se celebra en un solar en una calle cualquiera; tres

muros que rodean el recinto y una empalizada eficazmente

ensamblada a base de vallas, chapas, maderas y restos de

distintos materiales convierten el lugar en una caja abierta

al cielo. La valla tiene dos huecos: en uno asoma… ¿un

coche? Sí: está estacionado por dentro y una de sus ven-

tanillas es la taquilla. Un tipo atiende sentado al volante.

Las entradas son unos tarjetones de madera groseramen-

te forrados en cinta de embalar. El procedimiento es el si-

guiente: uno compra uno de estos tarjetones y accede por

el otro hueco, y allí le piden la “entrada”, que rápidamente

vuelve a la “taquilla”. No debe haber más de una docena

de tarjetones, a pesar de que dos mil personas pagarán la

entrada. Una vez dentro, la música golpea el aire con fuer-

za, empujando las nubes de marihuana directamente hacia

los orificios nasales. Todo es piel negra y ojos rojos. Algún

grupo de seductoras putillas rusas del brazo de un capo

pandillero. De vez en cuando se hacen oír los seguidores

de Bounty: disparos al aire. Otras veces se hacen ver los

fans de Capleton, aka The Fireman: llamaradas producidas

al arrimar un mechero encendido al chorro de un bote de

aerosol. Pronto viene lo bueno. Pocos espectáculos de la

intensidad y crudeza de estos superhombres de turbante

y dreadlocks. Ninguno en el que se escuche un chorro de

voz más veloz y brutal.

Kingston es dancehall, al menos en estos tiempos. Hay

poco reggae, la verdad. Y nada de músicas anteriores a

éste. Uno de los últimos reductos está en Hope Road 56:

allí se levanta la espléndida casa colonial que regaló Chris

Blackwell, presidente de la discográfica Island, a su amigo

Bob Marley. Y allí es fácil encontrar jugando al fútbol, o

saboreando un buen cigarrillo de ganja, a algunos de los

primogénitos del ídolo rasta, fallecido en 1981. Una histo-

ria entrañable: cuando a última hora de la tarde cierra el

Museo Marley, ellos retiran los cordeles de seguridad de

las habitaciones –de sus habitaciones– y habitan la casa

como si el tiempo no hubiera pasado. Abren una puerta

que da a un pequeño jardín y suenan las canciones que

Ziggy, Stephen, Damien, Kimanyi o Rohan estén graban-

do, tal vez, en ese momento. One love: la leyenda revive

en la música, no prodigiosa pero sí fiel a la obra de quien

situó a una isla en el mapamundi. Y fuera, Kingston sigue

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CBA 072

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componiendo cada día la banda sonora de su contempo-

raneidad entre pobreza, injusticia, sol, historia, sexo, co-

caína y cerveza. La música es omnipresente: sale de las

ventanas de las viviendas en las calles y en los guetos, de

las tiendas y de los autobuses, de los múltiples estudios

que alberga la ciudad, de sus tórridos clubes de striptease,

de sus casas de juego. No hay muchas aventuras musica-

les como la que encierra Jamaica en sus bafles húmedos y

reventados, que aún suenan, que suenan en la calle como

el primer día.

CBA 074 LTexTo // fouzia saeed

Page 40: Las Noches BárBaras voL. 3

Todos los músicos profesionales del Shahi Mohalla –el barrio dedicado

a la prostitución de la ciudad de Lahore (Pakistán)– son

hombres, y su función principal es tocar para las bailari-

nas en los kothas, acompañando las actuaciones con las

que las prostitutas ofrecen sus servicios. La mayor parte

toca instrumentos de cuerda o percusión, pero algunos

también son compositores, cantantes y, lo que es más im-

portante, profesores. Aunque estos músicos no participan

directamente en el negocio de la prostitución, es indudable

que trabajan en estrecho contacto con las prostitutas.

La mayor parte de los músicos del Mohalla pertenecen a la

casta ocupacional de los mirasis. Aquellos que no son mi-

rasis disimulan para parecerlo o, cuando menos, adoptan

un comportamiento y unos valores similares a los de esta

LahoreTexTo // fouzia saeed

El ritmo dEl barrio rojo* * El texto que sigue es un extracto de los capítulos 5 y 7 de F. Saeed, Taboo! The Hidden Culture of a Red Light Area (Karachi, Oxford University Press, 2002), una investigación etnológica en la comunidad de músicos y prostitutas del barrio rojo de Lahore, una ciudad de siete millones de habitantes, capital del Punjab pakistaní. En esta zona de la ciudad, la prostitución está estrechamente vinculada a la música y al baile a través de un complejo sistema de tradiciones. Las prostitutas ofrecen sus servicios sexuales bailando para sus clientes acompañadas de música en directo en locales abiertos a la calle. Aunque los músicos que tocan en estos espectáculos no son artistas callejeros en el sentido que tiene la expresión en Occidente, comparten algunas características importantes, como es su vínculo con un espacio público urbano o su sistema de remuneración informal (N. del E.).

imágenes // sajid munir Traducción // xohana bastida calvo

Baithak Sala de estar; los músicos denominan así a sus apartamentosGhazals Forma poética muy común en la literatura persa y urdu. También se usa como letra de composiciones musicales, y es hoy en día uno de los géneros de música ligera más popularesGhungrooAjorcas para los tobillos que suelen llevar las bailarinas, especialmente en las actuaciones clásicasKanjar/sGrupo étnico o casta que practica la prostitución como ocupación familiar tradicionalKanjari/an Mujer de la casta kanjar; kanjarian es la forma pluralKathak Forma de danza clásicaKotha Local en el que actúan las bailarinas

MehfilConcierto musical de tipo occidentalMirasiGrupo étnico/casta ocupacional de músicosMujra Actuación de danza en la que una cortesana o prostituta muestra su arte y/u ofrece sus serviciosShahiMohalla Distrito dedicado a la prostitución en LahoreShalwarkamiz Atavío tradicional en Pakistán, que consta de unos pantalones anchos y un blusónTabla Instrumento musical de percusión; consta de dos timbales que se tocan con los dedos y las palmas de las manos. Es parte esencial de la música del sur de AsiaUstadMaestro de alto nivel

GloSario

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casta. El término mirasi deriva de miras, que significa, sim-

plemente, «linaje». En el antiguo sistema feudal esta casta

estaba muy próxima a los señores, ya que sus miembros

tenían la responsabilidad de recordar la genealogía de las

grandes familias, además de proporcionar entretenimiento

en las bodas y demás celebraciones. Cada familia mirasi

dependía de un mecenas diferente, y era recompensada

de acuerdo con la riqueza y estatus de su señor feudal.

El primer músico con el que hablé era un maestro o ustad lla-

mado Mohammed Sadiq, a quien había conocido mientras

investigaba el papel de las mujeres en el teatro tradicional.

No tenía su dirección, pero para localizarlo me bastaba con

su nombre: en una comunidad tan reducida y unida por la-

zos tan estrechos como la de los músicos del Mohalla, no

eran necesarios más datos. Pedí a un tendero que me dijera

cómo ir a casa del ustad Sadiq y él encargó a un apren-

diz que me guiara. El muchacho me condujo hasta el bazar

principal del Mohalla y, una vez allí, me indicó un callejón que

llevaba directamente a la casa de Sadiq. Llamé a la puerta

y me abrió un chico de unos diecinueve años, mal afeitado

y vestido con un shalwar kamiz arrugado. Le pregunté por

el ustad Sadiq y él, aparentemente perplejo por la extraña

visita que había llamado a su puerta, volvió a entrar gritando:

«¡ustad, ustad, hay una mujer que pregunta por ti!». A través

de una puerta entreabierta que había al fondo de la estancia

atisbé a Sadiq. Sólo llevaba un shalwar, de modo que des-

colgó una camisa de una percha que había tras la puerta y se

la puso mientras se acercaba. Sadiq era un hombre cetrino y

de complexión media, con un fino bigotillo. Se había pintado

los ojos con surma, y su pelo tenía un brillo oleaginoso.

Decidí hablarle sobre la investigación que estaba llevando

a cabo para que me franqueara la entrada en su baithak,

Lun apartamento de dos estancias. Sadiq me abrió la pe-

queña puerta de madera y me indicó que pasara. A un

lado de la pequeña estancia había apiladas varias maletas

de metal, cajas y mantas dobladas; el espacio restante no

era más que un pasillo por el que se accedía a la segunda

habitación. En una esquina del pasillo se veía un grifo, una

pila de platos y un infiernillo; evidentemente, era la cocina.

Mientras nos sentábamos en el suelo de lo que parecía ser

la sala de estar, me presenté. Sadiq era muy amable, e in-

mediatamente me hizo sentir como en casa. En el baithak

de Sadiq había otros tres hombres; de ellos, Sadiq sólo

me presentó formalmente a su colega Riaz, que estaba

pasando unos días con él. En cuanto a los otros dos, me

dijo su nombre sin grandes ceremonias, de lo que deduje

que eran discípulos suyos. El ustad Sadiq se había muda-

do al Mohalla a principios de los años ochenta. Durante

su niñez había trabajado de chico de los recados para los

grandes maestros de la profesión, y consideraba un privi-

legio el haber tenido la oportunidad de aprender de ellos.

Su escolarización había terminado en quinto de primaria, lo

máximo que podía ofrecer la escuela de su pueblo, pero en

vista de su buen oído, el gran músico Sakhi Dhol Wala lo

había aceptado como discípulo, con permiso del padre de

Sadiq. El cometido del joven Sadiq era hacer todo tipo de

encargos para su ustad y los amigos de éste, un grupo de

músicos que tocaban en los festivales de la zona. Durante

aquella época, el ustad de Sadiq no le hacía mucho caso y

apenas dedicaba tiempo a instruirle; si Sadiq aprendía, era

por el mero hecho de estar rodeado de músicos. Les escu-

chaba hablar sobre ragas, y observaba cómo tocaban sus

instrumentos y cantaban. Tras las actuaciones, cuando el

grupo de músicos de su ustad descansaba finalmente en

los charpais instalados en las tiendas, a veces le pedían en

mitad de la noche que cantara para entretenerlos. Su us-

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tad, que se tomaba en serio su talento, le recompensaba

en ocasiones con una rupia.

Aunque Sadiq pertenecía a una familia de mirasis, su padre

no había adoptado la profesión de músico y se ganaba la

vida cultivando frutales en una aldea del Punjab. El hermano

de Sadiq se dedicaba a la lucha libre, lo cual también era

extraño para un mirasi. El único que había decidido dedicar-

se a la música era Sadiq, cuya vocación estaba clara desde

que era niño. Tras desligarse del grupo de su ustad, Sadiq

se había convertido en discípulo del músico Jamil Shah

Sahib y había trabajado para diversas compañías de teatro

tradicional. Al cabo de un tiempo decidió establecerse en el

Mohalla, ya que consideraba que era el punto central de su

profesión. Todos los que se dedicaban a la música estaban

conectados de uno u otro modo con aquel lugar.

La mujer y los hijos de Sadiq se instalaron en Okara, un

pueblo cercano a Lahore. Justamente en aquella época

la casera de su apartamento estaba buscando un buen

ustad para su hija Laila, y accedió a alquilarle aquel apar-

tamento de dos habitaciones si Sadiq aceptaba a la mu-

chacha como alumna. Los ustads de las bailarinas tenían

la obligación de organizar el acompañamiento musical de

todas sus actuaciones; así, el ustad Sadiq y sus colabora-

dores tocaban siempre que Laila bailaba en su kotha.

Muy pocos de los músicos de la Mohalla viven con su fa-

milia; la mayor parte alquila un baithak y visita regularmente

a su mujer e hijos, que viven en algún otro lugar. Su rela-

ción personal, social y profesional con la comunidad de

bailarinas está estrictamente regulada por un conjunto de

normas tradicionales. Para ilustrarlo, muchos mirasis me

dijeron que vivían entre las prostitutas «como el agua y el

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aceite». Aquella expresión parecía formar parte de su tra-

dición oral, y a menudo se usaba para explicar a los más

jóvenes la distancia que debían mantener con su entorno.

Durante los primeros días pasé gran parte del tiempo en el

baithak del ustad Sadiq, y lo usé como base de operaciones.

Más tarde, comencé a visitar regularmente los baithaks del

ustad Gaman y de Allan Bakhsh. Así conocí a muchos de

los músicos que frecuentaban aquellos tres baithaks, lo cual

me abrió la puerta de sus casas. Mis visitas solían comen-

zar a las once de la mañana, una hora que para ellos era

bastante temprana. Dado que yo llegaba a la hora a la que

ellos se levantaban, tenía la oportunidad de conocer a todos

los huéspedes que hubieran pasado la noche en aquellas

reducidas viviendas. Sólo hacían falta cinco minutos para

transformar los baithaks en salas de ensayo. La mayor parte

de los músicos sabía tocar varios instrumentos; en más de

una ocasión vi cómo cada uno de los miembros de un gru-

po agarraba alegremente el instrumento que su anfitrión le

ofrecía al azar y comenzaba a tocar.

Un día conocí en casa del ustad Gaman a un hombre que

acababa de llegar de una aldea lejana, y a quien había

recomendado uno de los colegas de Sadiq. Mi anfitrión

me lo presentó tan ceremoniosamente como de costum-

bre; para los músicos, las presentaciones eran una buena

oportunidad para demostrar su hospitalidad. Así me en-

teré de que era un prometedor y joven poeta que escribía

dhamals (canciones y baladas tradicionales). En general,

todos mis anfitriones se deshacían en alabanzas hacia el

trabajo de sus invitados aunque su carrera artística estu-

viera por comenzar. Tanto quienes proferían los halagos

como quienes los recibían parecían disfrutar enormemente

de aquellos floridos prolegómenos.

El joven poeta sacó su cuaderno y comenzó a recitar poe-

mas compuestos por él. Algunos músicos salieron para

encargar el desayuno, mientras el ustad Gaman y los

demás se sentaban en círculo sobre la estera para escu-

charle. Alguien trajo varios instrumentos y cuatro de los

músicos agarraron el órgano portátil, el nal, el dholak y

el chimta, respectivamente. El ustad Gaman comenzó a

tocar el órgano mientras cantaba una canción con letra

del joven poeta que había compuesto la noche anterior, y

los demás músicos se unieron a él gradualmente haciendo

variaciones. Cada murki (vibrato) levantaba una oleada de

cumplidos, y lo mismo sucedía cada vez que se oía algún

verso especialmente ingenioso. Al acabar, los músicos es-

cogieron otro dhamal y empezaron a ponerle música.

Aquel proceso me fascinó. El compositor daba instrucciones

a cada uno de los músicos, y a menudo les pedía que

cambiaran de instrumento para darle un toque diferente al

dhamal. En cierta ocasión, pidió que fueran a buscar a un

flautista que vivía en las cercanías. El flautista tardó un rato

en llegar porque tuvieron que levantarle de la cama, pero

cuando lo hizo, aportó con su flauta un bello matiz a la

composición. Aquello pareció inspirar al poeta, que añadió

dos pareados más a su dhamal.

En el pasado, el Shahi Mohalla era famoso por la calidad

de sus instrumentistas, sus melodiosas cantantes y sus

bellas composiciones. Los músicos cumplían su papel de

maestros, y muchas jóvenes kanjar –la casta que practica

la prostitución como ocupación familiar tradicional– apro-

vechaban bien las lecciones. Sin embargo, pronto me di

cuenta de que las chicas jóvenes del barrio estaban de-

jando de tomarse en serio su formación musical. Esto era

evidente tanto en la falta de rigor de las clases como en la

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calidad de las intérpretes. Quedan muy pocos ustads que

sigan enseñando canto clásico pakistaní a sus discípulas.

En realidad, la calidad y nivel de la música que se produce

en el Mohalla viene determinada por la demanda de los

clientes. Aunque algunas familias de músicos se aferran a

sus ragas y ghazals clásicos, la mayor parte se dedica a

interpretar canciones de películas porque los clientes rara

vez demandan otra cosa. La cantidad media de clientes

que acuden a un kotha ha caído un cincuenta por cien-

to desde los años setenta. La mayor parte de los kothas

lucha por sobrevivir, y sus dueñas no tienen tiempo para

cultivar la buena música. Si los clientes piden canciones

de películas punjabíes, es evidente que los kothas no dedi-

carán recursos a mantener un cuadro de músicos clásicos

cualificados. Hoy en día, los clientes son menos exigentes

en materia de música y parecen contentarse con lo que se

les ofrece; además, el cliente medio es ahora mucho más

humilde que los mecenas del pasado, incluso del pasado

reciente. Pocos pueden permitirse mantener una relación

exclusiva y duradera con una bailarina, y era este tipo de

relaciones lo que dotaba a las artistas de otras épocas de

un escudo protector que les permitía dedicarse a la mú-

sica. Hoy en día, las chicas se dedican más bien a sacar

dinero de los visitantes ocasionales. No tardé mucho en

darme cuenta de que los músicos que luchaban por con-

tinuar la tradición clásica de la música pakistaní pasaban

muchas más estrecheces que quienes respondían a las

demandas cada vez más comerciales de la sociedad.

Para las chicas del Shahi Mohalla, las clases de danza son

tan importantes como las de canto. El baile no sólo forma

parte de las actuaciones que se ofrecen en el barrio todas

las noches, sino que es una de las claves del éxito para

todas aquellas chicas que deseen ser actrices de cine. En el

sur de Asia, ser buena bailarina es tan importante como ser

buena actriz, si no más; la interpretación y el baile son dos

habilidades inseparables, sobre todo para las mujeres. To-

das las películas contienen unas seis canciones, muchas de

las cuales presentan coreografías corales. Así pues, cual-

quier aspirante a actriz se toma muy en serio su formación

en danza. Las actrices-bailarinas más famosas que hay hoy

en día −Ishrat Chaudhry, Meena Chaudhry, Zamarrud y Alia−

provienen de familias del Mohalla.

En el pasado, la danza clásica se cultivaba con mucha más

seriedad. El kathak era muy popular durante el período Mug-

hal; las bailarinas se formaban con maestros de renombre y

eran bien recompensadas por sus mecenas. Sin embargo,

en los barrios dedicados a la prostitución y entre las corte-

sanas de alto nivel, no era normal bailar sin hacer nada más

al mismo tiempo. Las bailarinas aprendían a danzar al son

de canciones que ellas mismas interpretaban, y sus bhao, o

movimientos, subrayaban el lirismo de las letras.

La calidad de las bailarinas del Mohalla ha decaído a lo

largo de las últimas décadas; hoy en día, los bailes que

practican son, en su mayor parte, copias de los que apa-

recen en las películas indias o pakistaníes. Estas bailarinas

se visten y maquillan a imitación de sus estrellas de cine

favoritas, e incluso utilizan lentes de contacto de colores

para asemejarse lo más posible a una u otra actriz famosa.

Las bailarinas actuales hacen tanto ruido como pueden

con sus ghungroos; sus pasos de baile son rudamente se-

ductores, y van acompañados de una intrincada serie de

movimientos de los ojos y el cuerpo con la que pretenden

controlar a sus clientes potenciales. Es verdad que muchas

chicas aprenden los pasos básicos de sus profesores de

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danza, pero llegan a dominar su utilización para controlar

a los clientes observando a otras bailarinas más veteranas

que ellas y escuchando los consejos de sus proxenetas.

Hoy en día, algunas chicas llegan a reemplazar a los pro-

fesores por cintas de vídeo de las que copian los pasos

que más tarde interpretan en los mujras. Sin embargo, la

presión social hace que aún siga siendo obligatorio acudir

a un verdadero ustad para aprender canto.

La actitud de las autoridades hacia el Mohalla es uno de

los factores que más han contribuido a su decadencia. El

acoso constante al que se ven sometidos los habitantes,

clientes y líderes comunitarios del barrio por parte de la

policía y las instancias administrativas ha perjudicado sus

actividades tradicionales. Además, la estigmatización de

la comunidad del Mohalla desanima a aquellos de sus

vecinos que desean hacerse un nombre como músicos

profesionales. A principios de los años ochenta, las autori-

dades ordenaron verbalmente a los gerentes de las radios

y televisiones pakistaníes que se abstuvieran de contratar

artistas provenientes del Shahi Mohalla, lo que desmorali-

zó a toda la comunidad de este barrio.

Haji Altaf Hussain −más conocido como Tafu−, un des-

tacado intérprete de tabla, es uno de los ustads más

respetados del Shahi Mohalla. Tafu es un músico serio,

muy preocupado por la calidad decreciente de la música

que se interpreta en el barrio. Para él, este problema

está directamente relacionado con la fuerte presión po-

licial que ha obligado a muchos músicos serios a aban-

donar el barrio. Según Tafu, si las autoridades apoyaran

la música, los buenos artistas volverían al Mohalla y ha-

rían que la actividad principal del barrio fuera el cultivo

de la buena música y la creatividad, de modo que las

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mujeres no se verían obligadas a depender tanto de la

prostitución.

Tafu y sus hermanos son unos intérpretes excelentes, que

dominan la escena musical de los estudios cinematográ-

ficos pakistaníes. Todos los años, la familia Tafu reta a los

demás músicos a enfrentarse a ellos. Con este fin, organi-

zan un gran concierto en el parque Ali, que se encuentra

entre el fuerte de Lahore y el Shahi Mohalla. Antes de que

los hermanos Tafu comiencen a hacer gala de su arte, to-

can numerosos músicos para caldear el ambiente; pero

ninguno se atreve a competir con ellos, tanto porque son

los mejores con la tabla, como por el enorme respeto que

les profesa la comunidad del bazar.

La mayor parte de los artistas del Mohalla sienten que sus

compatriotas no los aprecian. Así pues, su autoestima

depende del apoyo de otros artistas como ellos, ya sea

dentro o fuera del barrio. La aprobación de los ustads más

experimentados es muy importante para las jóvenes can-

tantes que se toman en serio su oficio y para los músicos.

Gran parte de la música de calidad que se produce allí hoy

en día depende de este frágil apoyo, y sufre de una gran

precariedad económica.

Las chicas kanjar comienzan a oír la música de la tabla y

el ruido de los ghungroos el mismo día de su nacimiento,

y empiezan su formación musical mucho antes de que sus

amigas no pertenecientes a la casta kanjar empiecen a ir

a la escuela. Cada chica debe tener un ustad de cierto

nivel que suele ser un mirasi de sexo masculino. Evidente-

mente, todos los músicos ayudan a perpetuar la idea de

que ningún artista tiene futuro si no dispone de un profesor

adecuado. En la comunidad de músicos y bailarinas del

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Mohalla, el término be-ustadi (sin maestro) es un término

peyorativo y llega a utilizarse como insulto. Esta presión so-

cial, encaminada a que todas las chicas tengan un ustad,

parece responder a la creencia tácita de que la prostitución

como profesión debe estar ligada a la música y la danza si

se quiere que sobreviva según los esquemas tradicionales.

Los músicos también se valen de esta presión para asegu-

rarse un lugar preponderante dentro de la comunidad, así

como para procurarse una fuente fija de ingresos.

La ceremonia por la cual un ustad toma a un estudiante

−normalmente, una chica− bajo su tutela puede ser muy

compleja. Los parientes de la alumna regalan al ustad ropa

nueva y los asistentes reciben dulces. También se entrega al

ustad una suma de dinero que depende del estatus econó-

mico de la familia, y se establece una remuneración mensual

fija. Los regalos que la familia entrega no solo reflejan sus

gustos, sino que indican su nivel económico y su posición

dentro de la comunidad. El ustad y sus amigos y familiares

cercanos, normalmente pertenecientes a los mirasi, se ocu-

pan de difundir cuáles han sido los regalos entre los demás

habitantes del barrio; con ello consiguen reforzar el estatus

social del donante, de forma que se optimicen las ganancias

potenciales del ustad. Las familias kanjar suelen esforzarse

por tener contentos a los mirasi, ya que la influencia de esta

casta de artistas les permite perjudicar fácilmente la imagen

social de cualquiera en el barrio. De este modo, los músicos

mantienen una sutil influencia sobre la parte de la comuni-

dad que se dedica a la prostitución.

Las ventajas de tener ustad van más allá de lo puramente

musical. El ustad se convierte en la principal conexión de

su estudiante con la red de músicos; no sólo procura los

intérpretes que van a tocar al kotha todas las tardes, sino

que se ocupa de desarrollar la carrera artística de la alumna.

Así, le consigue actuaciones en conciertos organizados por

otros músicos profesionales, le ayuda a preparar un buen

repertorio y a pulir su arte, y le enseña qué debe cantar ante

los distintos tipos de audiencias. En algunos casos, el ustad

se convierte en agente y presenta a sus mejores alumnas a

los compositores que trabajan para la radio, la televisión y

el cine. Cuando un ustad logra hacer famosa a una de sus

pupilas, su estatus como músico y como profesor se eleva,

y puede ganar popularidad y dinero si sigue como agente al

lado de su antigua discípula.

Sadiq tenía muchas alumnas, pero su verdadera vocación

no era la enseñanza. Si bien instruía a sus estudiantes y

las acompañaba en sus actuaciones de los kothas, también

pasaba mucho tiempo buscando trabajo fuera del Mohalla.

Sadiq me confió que las ganancias que obtenía tocando

en el kotha de Laila apenas cubrían los gastos que le oca-

sionaba su baithak, lo que no dejaba nada para su familia.

Antiguamente, los ingresos que obtenía en el Mohalla eran

más altos; ahora no resultaban suficientes para permitirle

subsistir. Así, Sadiq dedicaba cada vez más tiempo a orga-

nizar «espectáculos de variedades» fuera del Mohalla.

Aquellos espectáculos eran una extraña mezcla del antiguo

teatro tradicional con la estética propia de la televisión y los

mujras −o actuaciones típicas de las prostitutas−bailarinas−.

El teatro tradicional, cuyas representaciones clásicas dura-

ban al menos ocho horas, ofrecía música y bailes en los

intermedios. Originalmente, aquellos interludios musicales

servían para proporcionar descanso a los actores y para

cambiar los decorados; más tarde, cuando la radio exten-

dió su influencia por las zonas rurales y los cantantes em-

pezaron a ganar fama, estos interludios se alargaron a ex-

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pensas de la representación dramática. Llegó un momento,

justo antes de que el teatro tradicional desapareciera como

forma de arte reconocible, en que los actores se veían obli-

gados a esperar horas para reanudar la función.

La forma que ha adoptado hoy en día el teatro en las áreas

rurales tiene como nombre variety shows, y consta de bai-

larinas ataviadas con trajes vaporosos de estilo occidental

y cantantes −casi siempre hombres− cuyas actuaciones

se intercalan con la representación de escenas cómicas.

Las bailarinas, procedentes en su mayor parte del Mohalla,

realizan un mujra modernizado, mientras que los músicos

y cantantes, que suelen ser mirasis, interpretan canciones

populares en urdu y punjabí. La televisión pakistaní ha con-

tribuido a la aparición de este tipo de espectáculos emi-

tiendo sus propios popurrís musicales; los programas de

variedades típicos de la televisión pakistaní presentan unas

cuantas canciones y algunos invitados con los que bromea

el presentador, que suele ser un humorista o aspirante a

humorista.

La clase media rural acepta estos variety shows, aunque

su carácter y ambiente no distan mucho de los de un

mujra: los hombres del público tiran dinero a las bailari-

nas mientras actúan, y a menudo contratan sus servicios

sexuales a la finalización del espectáculo. Aunque algunos

terratenientes y hombres de negocios siguen solicitando

mujras tradicionales, muchos otros optan hoy en día por

contratar variety shows, ya que la sociedad rural ha estig-

matizado el término mujra. La simple sustitución del térmi-

no autóctono por el eufemismo anglosajón hace que estos

espectáculos sean más respetables. El formato de variety

show moderniza el aspecto de los mujras tradicionales

sustituyendo los shalwar kamiz −atavíos tradicionales de

CBa092 MadridRuido y talento en el túnel

las bailarinas− por vestidos de aire occidental, y añadiendo

a los instrumentos un moderno sintetizador o una batería.

Estos cambios sirven para dar al público la impresión de

que no está asistiendo a un mujra. Sin embargo, nadie de-

bería llamarse a engaño sobre las razones por las que los

hombres asisten a estos variety shows, y no se debería

confundir este tipo de espectáculos con formatos como

los conciertos o mehfils, a los que el público acude con el

único propósito de disfrutar de la música.

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Tras quince años ejerciendo de periodista musical, me dejó desco-

locado que me propusieran este artículo. De repente me

di cuenta de que nunca había dedicado ni cinco minutos

a pensar en los músicos callejeros, ni me había parado

a escuchar a ninguno con atención. Supongo que siem-

pre he dado por supuesto que en la calle actúa quien no

puede permitirse hacerlo en otro sitio. Lo imagino como el

espacio menos libre del mundo. El músico se ve obligado

a demasiadas cosas: tocar algo que pueda enganchar a

todo el mundo, captar la atención en menos de un minuto

y conseguir que el público se lleve la mano al bolsillo. Por

lo que he escuchado de pasada, los dos registros domi-

nantes del gremio son la alegría forzada y la melancolía de

postal. La guarnición del plato es aún peor: ruido de mo-

tores, las prisas de la gente y el triste carnaval publicitario.

MadridRuido y talento en el túnel

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¿Se puede esperar mucho con estas premisas? ¿Me estoy

perdiendo algo?

Comienzo a escribir esto el mismo día que he visto The

future is unwritten (Julien Temple, 2007). Se trata de un do-

cumental sobre Joe Strummer, pieza clave del grupo punk

The Clash. Uno de sus colegas de la etapa “okupa” expli-

ca la siguiente anécdota: nada más aprender su prime-

ra canción, cuando aún tenía el ritmo cogido con alfileres,

Strummer bajo corriendo al metro de Londres a tocarla una

y otra vez. Su amigo intentó que entrara en razón: “no esta-

mos preparados, sólo te sabes una jodida canción”. La res-

puesta de la futura estrella fue “no te preocupes, nadie va a

pasar dos veces por este sitio”. ¿No han sentido nunca eso,

que la persona del túnel sólo se sabe la melodía que toca?

Otras veces la cosa se pasa de “kitsch”, como demues-

tra este ejemplo de Manolo Martínez, vocalista de Astrud:

“Recuerdo a un grupo de cantantes y público que solían

ocupar la puerta del Corte Inglés de Puerta del Ángel

(Barcelona) los domingos para cantar ópera. La cantaban

prácticamente entera. Eran un tenor geronto-seductor,

un barítono de parecidas características y luego quince

o veinte coristas/público-entregado y decididamente an-

ciano. Parecía entrañable, aunque resultaba aburrido al

cabo de un rato, porque la mayor parte del tiempo estabas

oyendo el playback que llevaban grabado en una cinta, a la

espera de la siguiente aria de tenor o barítono”.

Muchos de los artistas y periodistas a los que he pregun-

tado su opinión sobre los músicos callejeros admiten que

hay una minoría que sólo ofrecen “contaminación acústica”

o que “son mendigos que apenas saben coger una guita-

rra”. Me río con una frase de Rafael Martínez del Pozo,

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miembro del grupo La Jr e impulsor del sello AA Records

(una pequeña discográfica de pop experimental). Del

Pozo es capaz de describir el mal rollo en ocho palabras:

“Pongamos que ‘Let it be’ con flauta andina”. A Patri-

cia Godes, veterana periodista musical, le molesta sobre

todo la invasión sonora: “Suelo pararme a escuchar si no

tienen amplificadorcitos estruendosos ni cajitas de ritmos

martirizantes. Últimamente las usan todos y me tapo los

oídos para que vean que no les aguanto. El problema

de los amplificadorcitos es que, primero son barateros

y no dan mucho de sí. Segundo: para instalar un equi-

po de amplificación hay que tener ciertos conocimientos

de acústica. Tercero: hay que regularlo bien respecto al

lugar, hablo de ecos, rebotes, etcétera. Cuando no se

hace eso es mortal. Creo que en la calle está prohibida

la amplificación pero nadie hace caso. Otra cosa mala de

los amplificadorcitos es que su uso supone soberbia por

parte del músico, ganas de hacerse notar y de imponerse

al paseante”.

La misma Godes expone el primer argumento de peso en

favor de los músicos callejeros. Tiene mucho que ver con

el aumento de la inmigración en España. “Me acuerdo un

día que yendo hacia la Glorieta de Bilbao me quedé asom-

brada de la cantidad, calidad y variedad de los músicos

que me iba cruzando. Pensé que si te gustaba la música

merecía más la pena viajar en metro que escuchar la ra-

dio”. Tiene razón: en este país es raro (por no decir impo-

sible) sintonizar una emisora –pública o privada– que emita

en media hora canciones de El Caribe, China, África, Méxi-

co y Rumanía. Ese cambio me lo había perdido: cuando

empezaron a llegar músicos de todo el mundo a las calles

de Madrid yo ya tenía los oídos en “off”.

Martínez del Pozo también reconoce haber hecho valiosos

descubrimientos musicales paseando: “Lo que más me

impresionó, y no sólo como músico callejero, fue un señor

de unos setenta años que escuché en la plaza Djemaa el

Fna de Marrakech. Tocaba con un instrumento que nunca

recuerdo cómo se llama. Es una especie de banjo rústico.

Tiene tres cuerdas, un mástil cilíndrico y la caja de reso-

nancia es una especie de cuenco de madera cubierto con

tripa de cabra. Estaba tocando y cantando una música

berebere que sonaba a blues primitivo. Estuve unas dos

horas sentado a un metro de él y con los oídos y la boca

abierta. En aquellos sonidos estaba todo. Cuando pensa-

ba en ello no me lo podía creer porque era una música

y una situación extremadamente simple. Fue tan emocio-

nante que no sé contarlo mejor”.

Como intérprete, además, da gracias a las aceras: “Suelo

tocar y cantar muy bajo, así que no tener amplificación me

obliga a tocar más alto y además entrena a perder el miedo

escénico. La primera vez que toqué en la calle fue en el

Puerto Viejo de Algorta. Necesitaba dinero para arreglar mi

Seat 127 y esa excusa me ayudó. Estaba en ese momento

leyendo una biografía de Sonny Rollins, que ensayaba de-

bajo del Puente de Brooklyn para acostumbrarse a tocar

mas alto. Así que ya tenía en la cabeza lo de actuar en la

calle y la necesidad de algo de dinero me acabó de conven-

cer. Me gustó la experiencia porque tenía algo de anónimo.

Estás ahí, medio invisible para la mayor parte de la gente,

pero a veces se para alguien a escuchar y a veces echan di-

nero. Una señora pasó y me echó 500 pesetas (¡de 1996!).

Cuando volvió a pasar en el sentido inverso después de

media hora me volvió a echar otras 500. Entonces no sabía

qué pensar. Hacía algo de frío y como estaba cerca de mi

casa llevaba chanclas con calcetines y un abrigo marinero.

Quizás lo de las 500 tuvo que ver con eso”.

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Otro que sacó bastante de la aventura fue Xavier Baró,

insobornable cantautor (o trovador) catalán: “Lo que me

gustó de tocar en la calle fue el sonido. Al principio no te

oyes, te ahoga el ruido. Has de aprender a utilizar la voz

y el instrumento, coordinarlos con el ruido de los coches

y la gente. Cuando lo has logrado, parece que tu voz se

proyecta por toda la ciudad, sobre los edificios, entre el

tráfico. Choca con las paredes y rebota. Desde hace unos

años, utilizo esa técnica que había olvidado. Me valí de ella

un día que fui a cantar a una sala y se había estropeado

el equipo. Entonces me acordé de cómo lanzaba la voz a

kilómetros, y lo hice. Desde aquel día canto como si no hu-

biera micrófono, y puedo proyectar mi voz hasta el último

rincón. A finales de los setenta, con el grupo en que esta-

ba, montábamos conciertos en la calle sin ningún tipo de

permiso ni publicidad previa. Una vez nos pusimos a tocar

al lado de una iglesia románica que hay en Lérida. Era en

invierno, hacía mucho frío. Estuvimos desde las seis de la

tarde hasta pasadas las diez. La gente bailaba”.

Es fácil contagiarse cuando Baró cuenta sus “subidones”

de música callejera: “Recuerdo dos. Uno fue en Barcelona,

hará un par de años. Yo iba por uno de los pasillos del

metro cuando me llamó la atención una música que salía

de alguna parte. Sonaba maravillosamente, con aquella

resonancia natural que tienen los estrechos pasillos. Me

acerqué. Era un hombre de unos sesenta años que tocaba

el violonchelo. Me quedé un buen rato escuchándolo, no

había nadie más. El hombre tocaba una pieza de Bach

con tanta maestría, con tanta belleza, ajeno a todo... So-

naba como un canto perdido en las entrañas de la tierra.

Belleza y dolor que sólo un artista de verdad es capaz de

expresar. Me pregunté que le habría llevado a tocar allí,

qué tragedia habría en su vida para tal desarraigo, porque

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aquel hombre tenía una técnica excepcional y una capaci-

dad para transmitir los sentimientos encerrados en la mú-

sica como pocas veces he visto. La segunda fue en París,

también en el metro. Era un hombre negro, americano, de

edad indefinida, vestido con un abrigo de piel hasta los

pies que debió haber pertenecido a David Crockett, y una

gorra también de piel, de conejo creo. Tocaba blues con

una guitarra acústica. Me recordó a gente como Howlin’

Wolf o Charley Patton. Sonaba duro, profundo, metálico.

No había escuchado nunca antes blues genuino, el más

cercano a sus orígenes, en vivo. Le pregunté de dónde

era. “Texas”, me contestó y desvió la mirada. Hubo un

momento en que enlazó una canción detrás de otra, con

interludios instrumentales. Fue como una mini-sinfonía en

blues que duró quince minutos y me transportó a otra par-

te. Impresionante”.

El siguiente testimonio me llega de rebote. Guille Milkyway

es el corazón y el cerebro de La Casa Azul, espléndido

grupo pop de Barcelona. Un amigo le entrevista y me pasa

esta frase: “Siempre me ha agobiado mucho el metro. Es

donde me siento más vulnerable porque voy con mucha

claustrofobia. Pero tampoco me resolvía gran cosa la mú-

sica. Me hacía mis selecciones en mi walkman: ponía a

Lio y otros franceses de los años ochenta, como Etienne

Daho, cantautores italianos como Francesco di Gregorio...

Aún así, un buen libro me resuelve más la situación en el

metro que la música. Está comprobado. Pero, más que

todo eso, casi prefiero que entre algún músico ambulan-

te. Por ejemplo, la línea cuatro de Barcelona ha llegado a

gustarme mucho. Hay uno con guitarra que canta ‘That’s

alright mama’ y que ha hecho alguna vez ‘Oh, pretty wo-

man’. Sólo con la ilusión que le ponía ya me resolvía el

trayecto”. ¿Habían pensado alguna vez en los músicos del

metro como en un sustito del Trankimazín? Otro factor de

la historia de Guillermo es el valor del entusiasmo. Más

allá de la habilidad musical, se puede enganchar al público

echando un poco de sal. La cantautora Aroah expone un

caso extremo: “Me impresionó un africano que se subió al

tren con un radiocasete al hombro. Recorría el vagón con

garbo de gueto, coreando ‘¡Yo!’ al ritmo del rap ligero que

sonaba. Dejó de piedra a los cuatro viajeros, no sabíamos

si tanto morro era digno de aplausos o de abucheos”.

Un entrevistado recurrente en este tipo de reportajes es

Javier Álvarez. A mediados de los noventa, en unos pocos

meses, pasó de tocar en El Retiro a entrar en las listas de

discos más vendidos del país. Hoy valora así su etapa de

músico callejero: “Lo recuerdo como lo mejor que ha pa-

sado en mi carrera musical. Lo más espontáneo, sucedió

por accidente, porque me dio un impulso. En este mundo

en el que todo tiene un precio es maravilloso que la gente

pase y te dé mil cosas. Por supuesto, dinero, que para

eso tenía abierta la funda de mi guitarra. Pero otras veces

te daban una flor, un dibujo, una sonrisa, un cigarro. Estar

ahí expuesto te ayuda a coger tablas y te curte. Yo nunca

he tomado clases de nada: ni de interpretación, ni de voz,

ni de solfeo. La calle me ha enseñado lo que más. Luego

una multinacional me fichó y todo fue vertiginoso. Gracias

a que había tocado en la calle aguanté un poco el tirón”.

Me hace gracia una de sus anécdotas: “La última vez que

toqué en el metro fue en un reportaje que hizo la revista

Rolling Stone en 2003. Me llamaron junto a otros músicos,

como Ismael Serrano o Quique González, para ver cómo

reaccionábamos allí metidos. En esa época estaba un

poco rallado y nervioso, lo pasé mal. El artículo empezaba

diciendo ‘Lo de Javier Álvarez ha sido un fracaso estrepito-

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so’. Tenía toda la razón. Era verdad: porque ni me lo creía,

ni me apetecía tocar en el metro otra vez. Estaba con el

‘síndrome de famoso/no famoso’. Fue un encargo indus-

trial, con bastante presión”. Por cierto, hoy Álvarez sigue

teniendo en su repertorio la primera canción que tocó en

la estación de Guzmán el Bueno: “It’s a hard life wherever

you go”, de Nancy Griffith. No ve todo aquello como algo

del pasado: “Tener ahí siempre abierta la posibilidad de la

calle me da mucha tranquilidad y ánimo. Sé que puedo

coger mi guitarra e irme a cualquier lugar del mundo a to-

car. No sólo no lo descarto, sino que me apetece. Lo único

que me cuestiono es cómo hacerlo. En El Retiro me da un

poco de pereza, ya se quemó esa etapa”.

Otros que aprovecharon esa “oportunidad abierta” fueron

el dúo pop Astrud. “Tuvimos una idea: hacer un concier-

to en la calle, durante el BAM (festival musical gratuito de

Barcelona que se celebra durante las fiestas de La Mer-

cé). La idea surgió porque acabábamos de comprar un

ukelele y una flauta. Andábamos por la calle tocándolos

para estrenarlos. Un amigo nos dijo que eso podía ser un

concierto”. La cosa desembocó en una gira completa por

Barcelona, Valencia, Granada, Barcelona, Bilbao y Beni-

càssim. En Madrid llenaron el subterráneo del aparcamien-

to de Plaza de España. También tocaron junto al célebre

Teatro Olympia de París. ¿Qué aprendieron de todo esto?

“Que un concierto no lo hace el grupo, ni la sala, ni los

instrumentos, ni los medios. Que unas personas tocando

canciones sea un concierto, eso lo hace el público. Si vie-

nen para escucharlo, eso es un concierto. Vimos que la

gente no sólo venía y escuchaba; además se colocaba de

manera que de repente había un escenario y una platea,

aplaudían siempre al acabar una canción y guardaban si-

lencio al empezar la siguiente. La lección más importante

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es que es más fácil ser libre si no cobras. El público, al no

pagar, te respeta de un modo especial”.

También quedo con un veterano curtido en cien batallas.

Mientras Madrid pasaba por su Movida y la posterior re-

saca, Malcolm Scarpa se ganaba la vida en el metro. En cin-

co minutos desmonta todo el romanticismo de la experien-

cia: “Tocaba unas cuatro horas al día. Se me ha quedado

el frío en los huesos. En invierno llevaba abrigo, bufanda y

guantes de lana cortados. Las corrientes del subterráneo de

Colón era mortíferas. Ahora tengo bronquitis crónica y estoy

enfermo de por vida. No creo que me sirva para nada. Bue-

no sí, para amargarte el carácter, para desconfiar de todo.

Es un submundo. Tienes que asociarte con algún mendigo

para que te guarde el sitio por una cantidad. O con otro mú-

sico para turnarte. La realidad es que nadie escuchaba. Si a

alguien le gustaba te echaban una moneda, pero casi nadie

se para. Llega un momento en que sólo es rutina. Lo mejor

es que aprendes psicología aplicada. Pasado un tiempo,

sabes quién va a echar dinero y quién no”.

Se prometió a sí mismo no volver a tocar en la calle y lo

ha conseguido. Ahora tiene una carrera discográfica, llena

de álbumes sencillos y bonitos, capaces de atrapar a los

fans de Ray Davies (The Kinks) y a los gourmets del jazz

y del blues añejo. “En el metro también encontré a Ñaco

Goñi (conocido intérprete de armónica). Luego he trabaja-

do con él. En los pasillos ensayamos juntos muchas veces.

Los túneles tienen una acústica especial, como de globo,

que es mejor que cualquier sala. Además así te ahorras

pagar un local”. Hablando de esto y aquello, Scarpa acaba

recordando una gira que hizo por Alemania acompañado

de un faquir. “La tuve que suspender por un flemón, re-

cuerdo entrar en la farmacia, no poder comunicarme con

el dependiente y ver como me hacían un preparado má-

gico en la trastienda”. Apagada la grabadora, me cuenta

que ahora mismo lo que más escucha es Hank Williams y

música chill out. “Es curioso: las canciones más vivas y las

más muertas”. El chill out le atrae por una razón extraña:

dice que la falta total de emociones también es un estado

de ánimo interesante.

Pocos días después, en mitad de un concierto, me avisan

de algo que me puede servir. “¿Sabes que hay un grupo

de jazz callejero que se llama Charlie Parque?” Me parto

de risa y contacto con ellos. “Bueno” –me dice Ricardo

Alonso– “ese nombre fue sugerencia de un amigo, pero

como no tenemos ningún tema de Charlie Parker en el re-

pertorio lo hemos cambiado por Jazz Club nº 4”. En las

primeras respuestas ya demuestra perspectiva: “Suelo dar

dinero a otro músicos callejeros. Si me paro y disfruto me

parece justo pagar. También por subvencionar una forma

de vida que creo necesaria. Mucha gente nunca vería mú-

sica en vivo si no fuera por ellos”.

Luego nos cuenta su historia: “En la calle no vas a ganar

tanto como pueden pagarte en una actuación de las bue-

nas; aunque sí puede aproximarse a lo que pagan en mu-

chos clubes por un concierto. Todo lo demás son ventajas:

vas los días que quieres, sin tener que fijar la actuación

con meses de antelación como en las salas. Cuando te

cansas, recoges y a casa. Todo es mucho más auténtico.

Un grupo de adolescentes se sienta un rato y luego jun-

tan su calderilla para subvencionarte. Un solvente solitario

escucha todo un pase de dos horas y te suelta un billete

de veinte euros. A mucha gente no le gusta el jazz porque

nunca lo habían escuchado, pero de repente descubren

que no está nada mal. Nosotros además elegimos sitios

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con césped y bancos para que la gente pueda sentarse un

rato. Cuando tocamos junto al Templo de Debod (Madrid)

se crea un ambiente muy especial. Alguno se ha quejado

de que no hay barra de copas, pero también hay quien se

trae la botella de vino”. Ricardo se alegra de haber hecho

así el rodaje: “Como sólo somos estudiantes, aún no te-

nemos el nivel para acceder a tocar en el circuito de clubs

de jazz. Y ya estábamos hartos de pasarnos la semana

estudiando para únicamente quedar a ensayar. Tocar en

parques es más gratificante”.

En la capital no está toda la acción. Si hay una ciudad

donde ha cuajado una escena callejera es Barcelona. Nos

lo explica el periodista Miguel Amorós, muy ducho en el

asunto.“Uno de los casos más a mano es el de Ojos de

Brujo. Esta banda nació de la inquietud de unos cuantos

músicos que experimentaban y que se divertían juntos en

las calles. Estoy hablando de los inicios, que incluyen a Dani

Macaco, con gran éxito actualmente con su banda. Juanlu

ahora está con su grupo Calima, que ha sido nominado a

un Grammy latino. Muñeco tiene La Troba Kung-Fú, con

mucha repercusión en Cataluña y espero que pronto en

todo el estado. Nombro sólo a estos, pero eran bastantes

más los que asistían a esas jam sessions callejeras. Otro

que también se ha recorrido las calles y los bares (de todo

tipo) es Jairo, líder de Muchachito Bombo Infierno. Manu

Chao, sobre todo en sus primeros tiempos en Barcelona,

solía tocar en la calle por gusto. Él solo con la guitarra o con

algunos músicos amigos se montaba la fiesta en cualquier

lugar. Unos buenos amigos de Manu y compañeros de ca-

lle, la banda Che Sudaka, también se han hecho grandes

en Barcelona a base de actuar en la calle. Hace unos meses

me llegó un mail de la SGAE (Sociedad General de Autores

y Editores) con las bandas españolas que más han tocado

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en Alemania. La miré y Che Sudaka era una de ellas. A ni-

vel internacional el nigeriano Keziah Jones, el creador del

blufunk, pasó unos cuantos años tocando en las calles de

París y Londres. Ahora tiene seis discos editados. Recuerdo

que en una entrevista, le pregunté por qué a veces tocaba

con una guitarra con sólo dos cuerdas y me contestó que

cuando actuaba en la calle, a menudo se le iban rompiendo

y que se acostumbró tanto a tocar con menos cuerdas que

le cogió el gusto. Ahora dice que puede hacerla sonar igual

de bien que con las seis”.

Amorós no está de acuerdo con la actual política del Ayun-

tamiento de Barcelona, que ha decidido hacer castings a

los músicos callejeros para comprobar sus aptitudes y la

variedad de su repertorio. “Me parece una vejación. ¿Quién

es quién para delimitar el arte de un músico? Encima en

Barcelona cada vez hay más problemas para que los músi-

cos puedan tocar en bares y cada vez se cierran más salas

de conciertos, para que encima se pretenda decidir quién

puede o no tocar un instrumento. Me parece un sinsenti-

do. ¿Qué hubiera sido del punk si en las salas donde iban

a tocar les hubieran hecho un examen para comprobar lo

buenos músicos que eran?”.

Varios de los entrevistados coinciden en algo: “los mejores

son los rumanos”. La frase es de Murky López, un singu-

lar rockero underground. Lo mismo dice alguien tan lejano

de sus coordenadas estéticas como Javier Álvarez: “Los

rumanos me hacen pararme. Disfruto esos instrumentos

destartalados, casi rotos, pero que suenan de puta ma-

dre. Pueden estar desafinados o casi y te da igual. Tocan

todo con un ímpetu y unas ganas maravillosas”. Malcolm

Scarpa se apunta al homenaje: “Hay violinistas rumanos

francamente buenos tocando en la calle”. Ricardo Alonso,

el de Charlie Parque, recomienda otro músico que defi-

ne vagamente como “centroeuropeo”: “Me encanta un

saxofonista-violinista que anda tocando por Madrid des-

de hace años. Es un crack. Tiene la carrera completa de

violín, y cuando lo toca, lo hace con una pasión y un arte

que pocas veces he visto. Cuando coge el saxo tampoco

se queda atrás. Toca música clásica y estándares de jazz.

A veces saluda a la gente con el fraseo del instrumento,

improvisando. En medio de la melodía mete algunas notas

agudas si pasa una chica guapa o unos graves burlescos

si pasa un yuppie. Está como una cabra”.

Patricia Godes, siempre a la contra, prefiere a los argentinos:

“Recuerdo hace bastantes años a una chica llamada María

José que interpretó, con expresión corporal y todo, la ‘Balada

para un loco’ de Astor Piazzolla. Es una canción que me pa-

rece tan entrañable como risible. Cuando empezó con eso de

“las ‘tardesitas’ de Buenos Aires tienen ese qué sé yo” me dio

un subidón de alegría muy agradable. También di un euro –y

el amigo que estaba conmigo otro– el verano pasado a otro

argentino que con la guitarra nos canto el “Uno” de Enrique

Santos Discépolo”. Godes defiende con ejemplos las ven-

tajas de un buen concierto callejero: “Comparemos la calle

Preciados como sala de conciertos con cualquiera de las que

programan música en Madrid: no hay humo, no es subterrá-

nea, no pagas antes de ver la actuación, sino después. Ade-

más no te empujan (bueno, casi nunca te empujan). Hasta

en el día mas caluroso de julio sudas menos y hasta en el día

de mayor concentración de contaminación atmosférica el aire

está más limpio. Tampoco tienes que tragarte un concierto de

hora y pico. No veo más que ventajas”.

Un dato objetivo a favor de la música en la calle es la lista

de artistas que la han practicado. Todos citan a alguno:

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en la selección destaca Edith Piaf, Moondog, Lol Coxhill,

Violent Femmes, John Lee Hooker y un montón de blues-

men. Godes recuerda que Joni Mitchell dedicó la canción

“For free” a los músicos de la calle. “Se inspiró en la vida

de Ted Hawkins, que fue descubierto cuando tocaba en la

playa de Venice, en California”, explica. Xavier Baró opina

que esto no puede ser un trabajo a largo plazo: “Si quieres

tener una carrera profesional no puedes quedarte mucho

tiempo en la calle. Allí has de tocar cosas que llamen la

atención, pero no es el lugar para desarrollar tu lenguaje.

La gente se para a escuchar y se marchan antes que ha-

yas acabado. Es duro”. Que se lo digan a Baby Dee, músi-

co de culto que tocó muchos años en las calles de Nueva

York. La canción con la que más dinero ganó en su vida

era una en la que se reía de la intransigencia de Rudolph

Giulianni, el alcalde de la ciudad. Después de los atenta-

dos del once de septiembre de 2001, cuando el político se

convirtió en “símbolo de unidad frente al terror”, ya nadie

quería escucharla.

Llegamos al final y casi se me olvida el flamenco. Viví cua-

tro años en la Plaza de Cascorro de Madrid. Concreta-

mente en un primer piso. Cinco o seis noches al mes en-

traba por la ventana el alboroto de una juerga espontánea.

Puedo asegurar que la acústica del lugar supera a la de

cualquier sala de la capital. Recuerdo, por ejemplo, inten-

tar tres días seguidos ver La noche del cazador –película

silenciosa donde las haya– y tener que parar constante-

mente el DVD por lo mal que encajaban las palmas en la

estética de Charles Laughton. Además de sabrosos con-

ciertos, aquellos bloqueos de la calzada se convertían en

auténticas ceremonias de desobediencia civil. Era normal

que detuvieran el tráfico cinco o seis minutos hasta que la

canción estuviera acabada (o hasta que un palmero se ter-

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minase el cigarro). Toda una hazaña para Madrid. En todo

caso, impresiona levantarse a desayunar y encontrarte las

cámaras del canal francés ARTE entrevistando a Diego “El

Cigala”, que les informa de la tradición flamenca del ba-

rrio. Un reportaje que será difícil que veamos en nuestras

televisiones.

No sé si a partir de ahora cambiaré de actitud con los mú-

sicos callejeros. Supongo que sí. Como mínimo prestaré

más atención a los rumanos y a la tercera edad. Es normal

que músicos ya jubilados o prejubilados salgan de vez en

cuando para tocar un rato y evitar oxidarse. “Hay personas

mayores –apunta Malcolm Scarpa– a las que ves tocar y

sabes que hay un pasado, que ese tío ha sido algo. Pero

yo tengo un carácter tímido y no pregunto. Prefiero dejar

el misterio. Una cosa en la que sí me he fijado es en que

antes se veía más gente joven tocando en la calle, ahora

no sé dónde estarán”. Javier Álvarez se atreve a dar una

respuesta: “Supongo que estarán buscando hueco en al-

gún casting de televisión”.

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LAS VidAS BárBArASdurACión: 54’ génEro: doCumEnTAL idiomA: ESPAñoL ExTrAS: fiESTA dE múSiCoS dE LA CALLE 07 y ACTuACionES dE múSiCoS CALLEjEroS guión y CoordinACión CéSAr rEnduELES monTAjE y ProduCCión gonzALo HErnándEz Sonido jACoBo BLASCo EnTrEViSTAS CArLoS PriETo fErnándEz dirECCión dE foTogrAfÍA y ETALonAjE frAnCiSCo fErnándEz PArdo oPErAdorES dE CámArA iSABEL ruiz ruiz y roBErTo SAn EugEnio mArTÍnEz TÍTuLoS dE CrédiTo ESTudio joAquÍn gALLEgo ExTrAS monTAjE miguEL BALBuEnA Sonido miguEL CALVo, ángEL mAnCEBo y dAniEL PérEz oPErAdorES dE CámArA LAurA Adrián y joSé rAmón monTEjo AyudAnTE dE ProduCCión PATriCiA ALVArAdo

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Cada Noche de San Juan el Círculo de Bellas Artes abre sus puertas a los artistas callejeros en una gran fiesta lle-na de color, espectáculo y, sobre todo, música. Son Las Noches Bárbaras, un festival de músicos de la calle que viven extramuros de la industria, artistas que nos sorpren-den con su espectáculo a la vuelta de cualquier esquina, en medio de un concurrido pasillo subterráneo o entre el tránsito de una calle peatonal.

El presente volumen reúne artículos sobre la actividad de los músicos de la calle en lugares como El Cairo, Nueva York, Barcelona, Jamaica, Madrid o Pakistán, así como una amplia muestra fotográfica de la fiesta de músicos de la calle. Este material se completa con dos soportes audio-visuales.

El CD Las Noches Bárbaras vol. 3 recoge temas interpre-tados por algunos de los artistas que invadieron el CBA en 2007, durante la tercera edición de este festival de músicos de la calle y una muestra de ruidos y músicas de la calle producido por el programa homónimo que se emite sema-nalmente en Radio Círculo.

El DVD Las vidas bárbaras es una película documental pro-ducida por el CBA que muestra la realidad de los músicos callejeros de Madrid a través de entrevistas y actuaciones en directo grabadas a pie de calle.

Isbn: 978-84-87619-41-0