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Los Cuadernos Inéditos LAS NAVES QUEMADAS J. J. Armas Marcelo e orruptelas escondidas en cualquier som- bra o encrucijada; cruentas intrigas, constantes proclamas de desobediencia; viles trifulcas que tuvieron su oscuro nacimiento en los más disparatados dislates; sedi- ciones, motines, asesinatos, revueltas sin fin ni firme realid, el hecho flrante de la resividad rampando libremente por sus ilimitados respetos. Una espiral de conspiraciones y levtamientos llegó a sucederse en el barro de Salbago, regando de sangrientos riachuelos la superficie de la isla a lo largo de muchos os, como moneda común entre sus habitantes, desde que el iluminado capi- tán don Juan Rejón arribara lleno de orgullo a aquellas costas insulares que su enfermizo delirio estuvo a punto de mutar erróneamente en tierra continental, hasta que fondearon en esas mismas radas de uas suaves y acogedoras las atrevidas carabelas del primer viaje trasatlántico del Almi- rante Cristóbal Colón. Lentos años de sobornos, de ambiciones que se enmarañaban tras el tronco único del poder de Juan Rejón. Insubordinacio- nes, sencios y leyendas compradas, insurgencias y supersticiones que eron poco a poco tiñendo de un color muy cercano al magre, a hierro y ego, las irregulares piezas sin sentido de un juego que nie iba a dar nunca por finalizado. Las espingardas, las ballestas, bombardas, cu- lebrinas y cañoncillos que los rejonistas habían desembarcado entre alharacas e himnos de gloria con tan guerrero án en las playas insulares resul- tarón artefactos poco menos que inútiles. Contra ninguna persona humana eron precisos. Para na sirvieron los relinchos salvajes de aquellos impetuosos imales anduces que horaban las prondas huellas de sus cascos herrados en la fragilid de la arena húmeda, como un estéril remedo de la violencia contenida durante las exte- nuantes jornadas de la andura marinera. Fin- mente, tampoco contra ningún enemigo verdade- ramente real, que les hiciera ente, contra ningún infiel que pltara cara belicosa, eron utilizadas las expeditas erzas de los pardillos, cuya costo- sísima leva había sido financia por el Obispo don Juan de Frías, por sus deudos y amigos. Tras el emocionado y gozoso desembarco, tras el desorbitado grito de guerra que arrebató los cielos y el flamante ondeo de los estandtes y los pendones de Castilla sobre el fondo azul del infi- nito y el amarillo y negro de las arenas y las tierras de las playas insulares, tuvieron que trans- currir largos días de tembloroso desconcierto, de nerviosa espera, de expectativa ustrada, pa que Rón y sus hombres de confianza quedan 64 pl�namente convencidos de ser ellos hombres so- los sobre aquel pedazo de terreno que empezaban a juzgar, en su fuero interno, inhóspito, peligroso y maldito. En efecto, Salbo resultó una isla desierta de seres humanos. Los exploradores que habían sido destacados en los primeros momentos, tras el apresurado desembarco, a lo largo y ancho de la isla, regresaban extenuados, lívidos, demudados de estupor y de soresa. Sus inrmaciones, cier- tamente consas, colmaron el tonel de la pacien- cia de Rejón y sus capitanes. Sólo habían visto perros, capitán Rejón. Mejor dicho, las sombras de unos inmensos perros corredores, de piel ente- ramente verde. Perros que ladran y huyen no s ver a los hombres e intentar nosotros acercarnos. Trepan como fantasmas, como perfectos conoce- dores de la geogría, entre sombras por las escar- paduras de l rocas y por andurries y vericue- tos estrechísimos, señor Rejón. Es imposible se- guir sus huellas, persegulos por mucho tiempo. Los indicios de sus ágiles patas se pierden siempre en lo oscuro de las cuevas y hoyos que devuelven

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Los Cuadernos Inéditos

LAS NAVES QUEMADAS

J. J. Armas Marcelo

e orruptelas escondidas en cualquier som­bra o encrucijada; cruentas intrigas, constantes proclamas de desobediencia; viles trifulcas que tuvieron su oscuro

nacimiento en los más disparatados dislates; sedi­ciones, motines, asesinatos, revueltas sin fin ni firme realidad, el hecho flagrante de la agresividad rampando libremente por sus ilimitados respetos. Una espiral de conspiraciones y levantamientos llegó a sucederse en el barro de Salbago, regando de sangrientos riachuelos la superficie de la isla a lo largo de muchos años, como moneda común entre sus habitantes, desde que el iluminado capi­tán don Juan Rejón arribara lleno de orgullo a aquellas costas insulares que su enfermizo delirio estuvo a punto de mutar erróneamente en tierra continental, hasta que fondearon en esas mismas radas de aguas suaves y acogedoras las atrevidas carabelas del primer viaje trasatlántico del Almi­rante Cristóbal Colón. Lentos años de sobornos, de ambiciones que se enmarañaban tras el tronco único del poder de Juan Rejón. Insubordinacio­nes, silencios y leyendas compradas, insurgencias y supersticiones que fueron poco a poco tiñendo de un color muy cercano al almagre, a hierro y fuego, las irregulares piezas sin sentido de un juego que nadie iba a dar nunca por finalizado.

Las espingardas, las ballestas, bombardas, cu­lebrinas y cañoncillos que los rejonistas habían desembarcado entre alharacas e himnos de gloria con tan guerrero afán en las playas insulares resul­tarón artefactos poco menos que inútiles. Contra ninguna persona humana fueron precisos. Para nada sirvieron los relinchos salvajes de aquellos impetuosos animales andaluces que horadaban las profundas huellas de sus cascos herrados en la fragilidad de la arena húmeda, como un estéril remedo de la violencia contenida durante las exte­nuantes jornadas de la andadura marinera. Final­mente, tampoco contra ningún enemigo verdade­ramente real, que les hiciera frente, contra ningún infiel que plantara cara belicosa, fueron utilizadas las expeditas fuerzas de los pardillos, cuya costo­sísima leva había sido financiada por el Obispo don Juan de Frías, por sus deudos y amigos.

Tras el emocionado y gozoso desembarco, tras el desorbitado grito de guerra que arrebató los cielos y el flamante ondeo de los estandartes y los pendones de Castilla sobre el fondo azul del infi­nito y el amarillo y negro de las arenas y las tierras de las playas insulares, tuvieron que trans­currir largos días de tembloroso desconcierto, de nerviosa espera, de expectativa frustrada, para que Rejón y sus hombres de confianza quedaran

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pl�namente convencidos de ser ellos hombres so­los sobre aquel pedazo de terreno que empezaban a juzgar, en su fuero interno, inhóspito, peligroso y maldito.

En efecto, Salbago resultó una isla desierta de seres humanos. Los exploradores que habían sido destacados en los primeros momentos, tras el apresurado desembarco, a lo largo y ancho de la isla, regresaban extenuados, lívidos, demudados de estupor y de sorpresa. Sus informaciones, cier­tamente confusas, colmaron el tonel de la pacien­cia de Rejón y sus capitanes. Sólo habían visto perros, capitán Rejón. Mejor dicho, las sombras de unos inmensos perros corredores, de piel ente­ramente verde. Perros que ladran y huyen no más ver a los hombres e intentar nosotros acercarnos. Trepan como fantasmas, como perfectos conoce­dores de la geografía, entre sombras por las escar­paduras de las rocas y por andurriales y vericue­tos estrechísimos, señor Rejón. Es imposible se­guir sus huellas, perseguirlos por mucho tiempo. Los indicios de sus ágiles patas se pierden siempre en lo oscuro de las cuevas y hoyos que devuelven

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un ronquido áspero y espeso, como si las mudas piedras fueran cómplices de los· escondrijos de los perros verdes, cuyas fauces, señor Rejón, son enormes. Enseñan sus dientes en una mueca ex­traña que parece maldición de los infiernos, pero no plantan batalla. Desaparecen con pasmosa faci­lidad y después, casi inmediatamente, es ese au­llido que comienza como ruido suave desde mil sitios profundos, capitán Rejón, instantáneo e in­termitente. Como el de un animal gigantesco y asmático.

Algunas noches pasaron en vigilia completa Si­món Luz y Martín Martel, Larios, el alférez So­tomayor, Cabitos y el propio Rejón. Y en las horas de mayor desidia, cuando el cansancio, el hastío y el sueño acariciaban como brujos invisi­bles los cerebros cansados en el inútil nerviosismo de la espera, por la irresolución y el entreteni­miento que en ellos despertaba la constante es­cancia de los pellejos de vino riojano, cuando ya las preguntas se entrecruzaban entorpeciendo una respuesta concreta que desvelara los misterios del día, que no eran distintos de los del día anterior y

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del anterior al anterior, surgían de repente desde la penumbra de la noche, como un aviso sediento que les mordía el alma de impotencia en los rinco­nes donde el sueño había hecho mella directa, los aullidos de los perros monteses que despedazaban la tranquilidad de los hombres aterrándolos. Eran los mismos ladridos de los perros verdes, los úni­cos dueños de aquella isla infernal que el diablo les había puesto en su camino, el mismo indesci­frable lenguaje que, como lamentaciones y presa­gios nunca del todo aclarados, habían escuchado ligeramente sobrecogidos desde el puente de las naves ancladas en la rada la tarde del descubri­miento del falso continente de Salbago.

Al otro lado de la isla, la tierra era una prolon­gada llanura devastada por el silencio y las que­maduras de siglos, como si un gran incendio pla­netario hubiera hecho presa de ella en indetermi­nada fecha del pasado y la hubiera esterilizado para siempre. Dominio del demonio, las sombras de las tierras negras se extendían hasta las orillas del mar y en él se perdían algunos arrecifes a cuyo contacto las olas levantaban un pavoroso crujido. Ahí, capitán Rejón, concluyeron los exploradores, no se atreven a entrar ni los mismos perros ver­des.

En esas mismas noches, las sombras silenciosas de los canes silvestres merodean en los alrededo­res de la empalizada provisional que el maestro arquitecto Herminio Machado, ajeno por com­pleto a otra faena que no fuera la obsesión de la construcción de la ciudad, había ordenado levan­tar como embrión primigenio del Real de Salbago que había cuadrado poco a poco en planos y es­tructuras que cada vez confirman más la sabiduría del portugués. Durante las horas del día, casi to­das claras y despejadas, los hombres de Juan Re­jón, bajo la capitanía de Martín Martel, se desper­digan disciplinadamente por las desconocidas tie­rras de la isla. Se hablan entre sí de los insonda­bles silencios que a cada paso devuelven las pie­dras, las rocas, los abismos y las tierras negras y calcinadas del otro lado del territorio, devoradas tal vez por un fuego maldito e ignoto que aún prevalece sobre la isla y que ahora quizá siga las huellas de ellos mismos.

Los barrancos y las cuevas, la verticalidad sor­presiva de aquella geografía; las ramas cimbrean­tes y las raíces profundas de los rarísimos árboles que van descubriendo en su despavorida explora­ción resultan misterios de una tierra extraña y solitaria que conmuta en su silencio siglos de có­digos para todos ellos, descubridores de Salbago, intraducibles. Durante días, los soldados de Rejón peinan la superficie boscosa de la isla. Alcanzan una y otra vez la temida frontera quemada del Malpaís. Lanza en ristre penetran los barrancos más secos y alejados del Real. Persiguen sin mu­cho afán las huellas de los perros monteses. Ven de cerca ya el color verde moteado de pequeñas verrugas moradas de los lobos huidizos. Alcanzan cimas cuya verticalidad desencadena en ellos un

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vértigo inédito que cabalga durante un largo tiempo sobre sus cabezas, transponiendo los cua­tro puntos cardinales, como si esa nueva dimen­sión hubiera conseguido seducir a los descubrido­res. Martín Marte! es la primera víctima de ese pavor nervioso que va escurriéndose hasta pene­trar como un bisturí en la médula de los expedi­cionarios. La soledad estéril de los estudios pre­vios del maestre de campo, su total inhabilidad para luchar frente a un enemigo tan poco común, lo vuelven loco. Cae et guerrero en depresiones que quiere paliar, noctívago, con el rosado líquido de los odres del vino. En las borracheras de media tarde, cuando sobre et Real de Salbago comienzan a caer las hojas de las sombras, roza con su cuerpo las espinas de las palmas de la empalizada del campamento. Día tras día su locura y abulia amenazan de ruina a la tropa. Aún está lúcido. Mantiene firmes alguno de sus sentidos. Era ridí­culo, de todos modos, ver correr a los pardillos, monte arriba monte abajo, para cazar por doquier a un invisible enemigo que se les escapa desde que penetra los umbrales de las cuevas. Era ridículo verlos temblar de miedo ante los ecos que llegan desde los aullidos del silencio, desde las concavi­dades más oscuras de la isla.

¿Se reían los perros verdes de aquellos conquis­tadores frustrados? Y ellos, los marineros, los soldados, ¿iban a convertirse en mierda sobre aquel maldito pedazo de tierra, en aquel pedregal barrido por la incuria del sol y el viento, capitán Rejón? ¿Acaso no era mejor abandonar aquella tierra que hedía a maldición y que inoculaba el veneno de la desesperanza en hombres de la talla de Martín Marte!, quemados en mil batallas, y él especialmente muy lejos todavía de pensar en una muerte tan terrible como la que le sobrevendría años después?

-Puede que sea una condena por nuestra ambi­ción. Una maldición de Dios por habernos atre­vido a parar en una tierra dejada de su mano -proclama a cada instante el Obispo don Juan deFrías.

Simón Luz cavila junto a la lumbre encendida en los aledaños de la tienda del capitán Rejón. Un desatino. Una triste ironía sin sentido que el largo camino los hubiera perdido en aquella tierra oceá­nica, alejada en meses de los puertos andaluces, cuyo recuerdo es un vaivén en sus memorias. Un desastre que los vientos los hubieran hecho llegar a un laberinto sin salida en et que et único dato concreto es la presencia perenne y estremecedora del silencio, la soledad y el aullido tenebroso de los perros verdes, insobornables seres de aquella tierra que cerraba, como las aguas del océano, la historia a tos conquistadores, cegándoles la hierba bajo los propios pies. Ve Simón Luz con desespe­ranza el incierto caminar del maestre de campo Martín Martel, presa del alcohol de uva. Escu­driña, achicados los ojos por la atención, el ren­queante e inútil paseo de Hernando Rubio que, más tarde y durante muchos años, demostraría ser

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el azote del Real. Mientras estudia los planos ur­gentes de aquella geografía, observa la duda refle­jada en las ojeras interminables del capitán Rejón, huellas de un desasosiego que lo va carcomiendo y que ya jamás habrá de abandonarlo, duda que inconscientemente se transmite como un virus de rabia a toda aquella tropa anónima que más que trabajar pulula, que más que respirar vegeta. U na tropa que empieza a desmembrarse, a tomar sus propios criterios sobre las más altas determinacio­nes y órdenes. Observa el hebreo, silenciosa­mente, noche tras noche, las idas y venidas de Pedro de Algaba, el primero que habría de subir las temibles escaleras del cadalso de Salbago. Un cabronazó especializado en la traición. Un empeci­nado en las murmuraciones que habrían de aca­rrearle la muerte, que no estaría contento hasta encontrarla, que no terminaría de encontrar hasta levantar a la tropa contra los rejonistas, que no acabaría de moverse de un lado para otro, incan­sable y obsesionado hasta soliviantar a los marine­ros para que se revolvieran y por los perdidos caminos de la mar regresaran a los puertos anda­luces de donde nunca debieron haber salido.

-A los perros, capitán Rejón -exhaló, apenassin moverse, como si lo pensara para sí; senten­cioso junto al calor y las sombras trémulas que sobre el suelo dibuja la lumbre-, hay que extermi­narlos. Eliminarlos. Envenenarlos.

-Los hombres tienen miedo -contesta Lariosmirando de frente a Rejón-. Están a punto de la sublevación. Algaba los solivianta contra nosotros y contra esta tierra maldita.

-No hay tierra maldita, Larios, sino hombreinexperto -sentencia de nuevo Simón Luz, cre­cido ante las dificultades-. Nosotros somos los únicos malditos. Y esa condición que nos hemos ganado a pulso en la aventura está tatuada aquí -desproporcionadamente, con un brusco gesto,elevando el tono de voz, se tienta Simón Luz lostestículos, la convicción reflejada en su rostrocurvilíneo.

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-¿Cómo vamos a acabar con los perros verdes,Simón? -pregunta ahora Sotomayor.

-Embromando con ponzoña todos los pozos ylos riachuelos de la isla -concluye Simón sin le­vantar los ojos del suelo-. Hay que decidirse antes de que los hombres quieran huir de nosotros y Algaba termine teniendo una razón para mandar­nos al infierno.

El inocuo silencio de Rejón contesta al judío: es la exacta imagen de la ausencia. Es además con­cluyente. Liquidada también su voluntad por aquellos raros acontecimientos, tan inesperados, aterido de contradicciones en su cerebro, Simón Luz habla por él. Juan de Frias, el Obispo, no cuenta. Sumido en prédicas a los cielos y lecturas bíblicas que sirvan de desagravio, pide a Dios perdón por un pecado que, al no estar nombrado aún entre los mandamientos que conoce a la per­fección, es invisible, como los perros verdes a la hora de la verdad, pero que tal como se van desa­rrollando los hechos está seguro de haber come­tido, él primero que ninguno.

-Tal vez, señor Obispo -tercia el Deán Bermú­dez-, todo este misterio que ahora parece envol­vernos sea sólo una apariencia, una prueba que nos envía la Providencia del Todopoderoso. Más que una condena podria ser un simple paso hacia descubrimientos y glorias superiores. Loado sea Dios, entonces. Ahora y siempre -explica el Deán, regocijado por la idea del ahorro que ha significado, a la postre, una conquista que no ha sido necesaria.

No obstante, aquella soledad es signo nefasto para el brujo vasco Tomás Lobo. El embrujo no ha desaparecido aún. Debajo de esa piel verde de notas moradas de los perros monteses se obstina silenciosa y esquinada la acechanza de mil espíri­tus malignos cuya apariencia aún desconocen los hombres. Espíritus que flotan sin duda en cada recodo, en cada esquirla de estos caminos salva­jes, de estos valles silvestres llenos de palmeras

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todas idénticas que mecen en sus rostros cubiertos de hojas una irónica sonrisa de poder y conoci­miento y muestran la esbeltez de su silenciosa sombra secular contrastada con el atónito paso que siguen las caballerias castellanas.

-Llenemos los odres de agua pura. Tiremos elvino -explica Simón Luz. Ahora mira a Rejón, tratando de hacerlo cómplice en la acción casi suicida que propone. El capitán parece volver en sí atraído por la idea del judío-. Empozoñemos todo .lo demás. Los caminos, el agua, las piedras, las cavernas, los valles. Envenenemos la isla. El efecto durará unos cuantos días. Así acabaremos de una vez con esos malditos ladridos antes de que nos empiecen a volver locos y nos inutilicen para siempre.

-Laus Deo -contestó el Obispo al Deán-. Ojalátengas razón. Pero me temo que Dios está casti­gando, en su infinita sabiduria, un pecado colec­tivo --de refilón, como una sombra, pasó por su mente el recuerdo de la travesía y el pecado de Hernando Rubio.

Ni siquiera el Pálido, a quien se había enco­mendado la especializada y al mismo tiempo in­grata misión de olfatear incansablemente sobre aquellos garabatos escritos en las piedras más inaccesibles, en aquellas señales que parecían ser marcas de un camino olvidado que no conduce a ninguna parte, había sacado conclusión alguna después de días enteros entregado a su trabajo de inspección. Igualmente resultaban silenciosa­mente inexpugnables, clausurados, los je- eroglíficos cifrados en la cara de las pie-dras buriladas. No existía código de posi-ble traducción.

NOTA

El texto anterior corresponde a la novela aún en redacción «Las naves quemadas» que publicará Carlos Barral en la Bi­blioteca del Fenice.