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LAS FOTOGRAFÍAS DE BURTON NORTONUn relato de W.G. Jones

LAS FOTOGRAFÍAS DE BURTON NORTONUN RELATO DE W.G. JONES

© Diseño de cubierta: Jacobo Pérez-Enciso

Reservados todos los derechos. No se permite reproducir, almacenar en sistemas de recuperación, cualquiera que sea el medio empleado –electrónico,mecánico, fotocopia, grabación, etc.-, sin el permiso previo de los titulares de

los derechos de la propiedad intelectual

1ª Edicion 2015© del texto y fotografías: Eduardo Momeñe

[email protected]

I.S.B.N. 978-84-608-3129-7Depósito legal M- 34909-2015

Quizá busque utopías, espacio para el honor y el respeto humanos, paisajes que aún no han sido ofendidos, planetas que todavía no existen, paisajes soñados. Muy pocas personas buscan estas imágenes hoy en día.Werner Herzog

So many roads, I tell you…So many roads I know…All I want is one to take me home.Grateful Dead

En aquellos días yo era un joven estudiante de literatura en Oxford,más interesado quizá por todo aquello que calmase mis ansias de mundoy de libertad que por memorizar los poemas de John Donne. Mi vidatranscurría en el colegio St. Hugh's, un lugar que siempre recordaré conagrado. A él debo momentos excelentes, buenas amistades y gran partede mi formación. St.Hugh's estaba inmejorablemente situado en el nortede la ciudad, poseía un excelente jardín bordeado por cuatro amplias ca-lles, y su entrada se encontraba en St. Margaret Rd. El paseo hasta la li-brería Blackwell’s, en Broad Rd, y el consiguiente encierro en aquelparaíso de libros fue durante un buen tiempo uno de mis pasatiemposfavoritos, y puedo decir que allí en Blackwell’s leí muchos de los librosque han sido determinantes en mi formación humana e intelectual.

Es probable que para adquirir una formación rigurosa en alguna ma-teria sea más beneficioso leer mucho de poco que poco de mucho, algoque nunca he practicado, y es por ello que mi cultura no es rigurosa encuanto a un conocimiento profundo se refiere, pero lo mucho o pocoque he leído está integrado en mí como si fuese parte de mi propiocuerpo. En cierto modo fui un autodidacta, aprendí un poco de todo

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gracias a mi curiosidad, y soy consciente de mis grandes carenciascuando se trata de materias a las que no les he prestado mucha atención.Muchos son los libros que han quedado grabados en mi memoria comosi fuesen parte de mí, como lo son los buenos amigos, mis creencias omis prejuicios, y, sin lugar a dudas, fueron obras que puedo decir estudiéen Blackwell’s. Pienso que los buenos libros deben ser poseídos y, cuandomis posibilidades me lo permitieron, me hice con muchos de aquellosque ya había leído sin llegar a comprarlos; otros muchos aún esperan sumomento en mi biblioteca, un momento que llegará siempre que mimente lo permita.

Hace algún tiempo volví una vez más a uno de aquellos grandes textosque leí en mi juventud. Es una imagen, las imágenes que generan las pa-labras. Una imagen de una fuerza inexpresable, es la impresión que nosdejan las palabras bien dichas. Es el momento en el  que Marco Antoniose dirige a los ciudadanos romanos para justificar lo que parecía conde-

Oxford. Burton Norton

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nable, y para condenar lo que muchos consideraban justificable: Friends,Romans, Country men, let me your ears… «Amigos, romanos, ciudada-nos, prestadme vuestra atención», venía a demandar Marco Antonio.Probablemente no hubiera hecho falta decir mucho más. Son palabrasque me acompañaron por el foro romano, y cuando me encontré antelos restos de aquellos escalones donde fueron pronunciadas, comprendíque los lugares adquieren su significado cuando están envueltos en pa-labras. Es la fuerza de las palabras. Mi padre creía en la necesidad de serpreciso con las palabras, las palabras bien dichas. No es fácil decir las pa-labras exactas en el orden apropiado, en el momento adecuado.

Fue en un día de verano, en época vacacional, cuando me dirigí a laisla de Wight. Durante el trayecto me detuve unos minutos en Salisburypara visitar su catedral, influenciado sin duda por las vistas que JohnConstable había obtenido de aquella gran obra del gótico británico ysegún me enteré algún tiempo después, una de aquellas pinturas, Vistade la Catedral de Salisbury desde el Palacio Arzobispal, y que yo había ad-mirado en el museo Victoria & Albert, gustaba mucho a Burton, tantoque incluso –me dijo– se había desplazado en una ocasión allí, a Salis-bury, para fotografiar la catedral desde el punto más o menos exactodonde quizá Constable había colocado su caballete. La mala fortuna hizoque las buenas tomas que obtuvo se perdieran, y tan sólo quedaron unoo dos testimonios de aquel día junto a la catedral. Curiosamente, las imá-genes que sobrevivieron, vistas desde el sur, recuerdan más a un puntode vista elegido por J.M.W. Turner para su pintura.

Burton apreciaba en aquella obra de John Constable una lección ma-gistral para fotógrafos, en cuanto que consideraba que era de esa maneracómo la fotografía debía mostrar el mundo, con claridad, como lo hacíanlos mejores poetas, sin confusión en la mente, con un encuadre sosegado,elegante, un espacio ordenado donde las figuras realmente lo habitasen,donde fueran parte de él, donde cada cosa estuviese en su lugar, dondela vista no se perdiese, donde todo se percibiese en un primer momento,donde la visión fuese dirigida con precisión, sin un esfuerzo inútil, y sinduda donde la fuerza del lugar estuviese acertadamente descrita, digamosreconstruida. Hay que decir, sin embargo, que ni el color, ni la auténticamagia de la luz, ni los matices del cielo que tanto interesaban a Constable,

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estaban al alcance de un medio tan nuevo en aquellos días, tan limitado,como era aún la fotografía en lo que a posibilidades técnicas se refiere.Recuerdo que tras dejar Salisbury, de cierta manera me sentí confundido,no acertaba a saber con certeza mis preferencias con respecto a la obrapictórica o a la obra arquitectónica, tal es la presencia abrumadora quemuchas veces pueden llegar a tener las imágenes en nuestra conciencia,en nuestra experiencia, en nuestro conocimiento y reconocimiento delmundo. Lo cierto es que por aquella época yo era proclive a enredarmeen reflexiones algo densas, quizá inútiles, porque bien mirado no hayrazón para establecer comparaciones.

La razón de mi visita a la isla de Wight se debió a que allí, en Freshwa-ter Bay, vivía el gran poeta Alfred Tennyson. Yo le había escrito unas lí-neas un tiempo antes pidiéndole que accediera a recibirme, pues aquelaño yo preparaba un trabajo sobre su obra, y ciertamente para mí era unhonor indescriptible conocer personalmente al autor cuyos poemas yo

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Catedral de Salisbury. Vista desde el sur (fragmento). Burton Norton

había leído con enorme interés, sobre todo Ulysses y sin duda EnochArden, una historia extraordinaria, trágica, el destino frente a nosotros,un viaje, el de Enoch Arden, que yo recordaría en muy diversas ocasio-nes. Alfred Tennyson era ya por entonces un poeta reconocido en todaInglaterra –no en vano había ido a vivir a Wight para huir de las conse-cuencias de la popularidad-, y sin embargo tuvo la amabilidad de per-mitir mi visita a su casa en la isla y atenderme con la disponibilidad quesolamente los grandes hombres tienen para con los jóvenes aprendices.

Ocurrió entonces que, cuando me encontraba allí de visita, fuimos in-vitados a tomar té en casa de su vecina y amiga, la fotógrafa Julia Mar-garet Cameron, en Dimbola Lodge, y entre los allí presentes también seencontraba Burton Norton, fotógrafo retratista de Oxford, quien, en uncierto momento de la agradable velada que disfrutamos, adelantó su plande recorrer el continente en un viaje sin tiempos y sin mapas –así lo in-dicó– para obtener las mejores fotografías posibles. Era un proyecto queBurton acariciaba desde hacía ya mucho tiempo, pero su trabajo en Ox-ford, por alguna razón u otra, no se lo había permitido hasta entonces.Según comentó, ya había conocido algunas ciudades europeas como Bru-selas, París o Berlín, pero nunca antes se había propuesto fotografiar lacampiña y la montaña europeas, Italia o Grecia, y quizá tampoco habíaprestado atención –digamos una atención fotográfica-, a aquellos lugaresque guardasen una parte de la memoria de una civilización, aquellos quepudieran preservar y mostrar hasta donde fuera posible, el corazón deEuropa. Partiría en otoño para aprovechar al máximo el invierno euro-peo, la estación en la que en su opinión podría ser más visible el almadel continente, un alma en blanco y negro –dijo–, y ya habría tiempopara disfrutar de la luz de Italia, de Grecia y del Mediterráneo en general.Fue a continuación cuando también comentó que precisaría de un ayu-dante con ganas de viajar y ciertamente de trabajar, de fácil trato inclusoen los momentos difíciles y desalentadores que todo viaje conlleva, y quele ayudase en toda aquella parte ardua de la práctica fotográfica, el pesodel material, las complicaciones de los procesos fotográficos y otras tareasengorrosas. El resto es fácil de intuir pues no tardé mucho tiempo en de-cidir que yo era el ayudante que aquel fotógrafo necesitaba. Mi mayorproblema para llevar a cabo mis deseos era obtener el consentimiento de

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mi padre, quien me diría que accedería si yo encontraba a alguien consentido común a quien le pareciese juicioso interrumpir los estudios porun viaje de resultados inciertos.

El comentario de mi padre era comprensible, pues en aquellos días,ya antes de que la compañía Thomas Cook programase viajes de placer,eran muchas las personas que viajaban, en mayor medida los británicos,pero también era constatable que los universitarios que partían hacia elcontinente lo hacían generalmente para completar su formación unavez finalizados sus estudios, para iluminar la mente, según se decía, conla luz de Italia. Mi padre era de la opinión de que no se debía salir decasa sin antes haber realizado el enorme esfuerzo de purgar nuestra ig-norancia original, y aceptaba que las escapadas prematuras eran dehecho excitantes, pero tenían algo de tiempo perdido, de experienciafallida. En principio, yo no estaba de acuerdo con su punto de vista, puesestaba convencido de que el viaje era un medio idóneo para desenmas-carar esa ignorancia a la que se refería mi padre, siempre que, es nece-sario decirlo, una sincera humildad lo acompañase. Debo admitir, sinembargo, y desde la visión que me dan los hechos y el tiempo transcu-rridos, que quizá las lagunas de mi memoria tengan que ver con esa ex-periencia temprana, y si bien yo ya había leído mucho para mi cortaedad y mi relación con los demás no era difícil –debo sentirme agrade-cido por los buenos amigos que siempre tuve–, también hay un desarro-llo personal que no se encuentra en los libros, y yo maduré muylentamente en lo que a la comprensión del ser humano y del mundo serefiere; los años me han hecho ver que «formación académica» no es si-nónimo de «educación», y que la formación apenas es nada sin educa-ción, una materia difícil de definir, pues solo la reconocen quienes laposeen. En todo caso, yo necesitaba que mis conocimientos, mis libros,se integrasen en una «experiencia del mundo», digamos. Ello era corro-borado por Burton, pues pensaba que para hacer buenas fotografías,para ser un buen fotógrafo, no bastaba con saber obtener fotografíastécnica y formalmente bien resueltas, sino que era necesario poseer unconocimiento del ser humano, una sensibilidad más humana que inte-lectual, y una suficiente comprensión del mundo. Las malas imágenesdelataban inexorablemente esas carencias y las mejores de ellas mostra-

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ban esa madurez que es necesario poseer para tener algo que decir y ha-cerlo adecuadamente.

Mis razones no eran fáciles de exponer, pero partían de mi convenci-miento de que el viaje no era otra cosa que la expresión física de la pasiónpor conocer, por saber más. Mi  curiosidad era extrema en aquellos díasde Oxford, incluso el viaje a la manera de la compañía Thomas Cook eraaceptable para mí. Viajar era una de las mejores formaciones posiblespara un futuro escritor, que era en definitiva lo que yo quería ser en mijuventud, si bien el tiempo modificaría mis planes. Viajar era una formade escritura, era el gran cuaderno de notas para una obra posterior, unamanera de vivir y de sentir que se vivía; siempre he creído que las pala-bras fluyen mejor con la fuerza del ímpetu vital. Yo entendía el viaje comoel camino que un ser humano debe recorrer para desarrollarse como in-dividuo, forjar una personalidad, una actitud, un carácter, perder la ino-cencia sin corromperse, un camino por el que debemos dejarnos llevarpara encontrar esas nuevas sendas que finalmente nos conduzcan alpunto de partida, pero ya transformados por un mundo propio, ya exis-tiendo realmente como personas únicas y no como simples números deuna comunidad. También comprendí posteriormente que los viajes tie-nen destinos secretos, de los que el viajero no tiene consciencia. Ahí estásiempre la misma cuestión, la que no tiene respuesta, el enigma de la es-finge llamada «futuro», aquella que pregunta qué nos puede traer el ma-ñana. Mejor considerar como un regalo cada día que nos da el destino,lo había escuchado quizá a Horacio. También había leído que viajar hacea los hombres discretos, y lo cierto es que yo ya había recorrido el mundoen mis libros, en mi imaginación, y sentí que ya era hora de verlo conmis propios ojos. El viaje de Burton prometía la frescura del aprendizajea través de todos los poros de la piel, tan diferente de aquel de las aulasde Oxford, de lo que enseñaban aquellos buenos profesores, en ocasiones,excelentes.

Mis conocimientos de fotografía eran escasos, por no decir inexisten-tes, pero pronto comprendí que la fotografía era fascinante como mediode reproducción automática del mundo, y también una tarea ardua, pe-sada y agotadora, para la que hacía falta una gran energía tanto físicacomo mental, y sin duda mucha paciencia y capacidad de frustración.

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Una actividad tan solo al alcance de aquellos que se hubiesen propuestohacer de ella una manera de vida, una vida por la que luchar, y éste pa-recía ser, sin duda, el caso de Burton. Nunca llegué a saber a ciencia ciertacuales fueron las razones por las que decidió vivir una vida digamos «ar-tística», e incluso por qué hizo una profesión de ella, teniendo en cuentaque disponía de otras opciones que quizá le hubieran aportado una vidade más lujos. Quizá pude verme yo mismo reflejado en Burton, en cuantoa que mi padre había intentado llegar a un acuerdo conmigo cuando re-gresé a Oxford; me había propuesto ayudarme en todo lo que necesitasesi antes optaba por estudiar una profesión de resultados ciertos comopudiera ser la abogacía u otras, –la posibilidad real de la banca–, y unavez obtenida una estabilidad económica y un lugar en la sociedad, esosrecursos me permitirían dedicarme a mis muchas aficiones, una ofertaque tuve que rechazar, pues siempre supe que mis intereses no eran com-patibles con la forma de vida –con la «mente»– que mi padre me propo-

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Oxford. Burton Norton

nía. Mis razones son fáciles de explicar, ya que soy del convencimientode que hacemos lo que hacemos porque no podemos no hacerlo, porquenuestra vida quedaría maltrecha si no hiciésemos lo que tenemos quehacer sabiendo que no podemos no hacer lo que tenemos que hacer. Enel caso de una falta de consciencia o de una práctica capacidad de adap-tación al medio, puede llegar a darse una cierta comodidad en nuestravida, pero si la mente no deja de recordárnoslo, aunque sea en susurros,las consecuencias pueden ser desagradables. Intuyo que Burton aban-donó una prometedora carrera en la banca para dedicarse a aquello queél supo –tuvo ese privilegio– qué era lo que tenía que hacer para que suvida tuviese un cierto sentido.

Burton tenía su estudio en Mill St. (no confundamos con las calles deLondres y de Dublín que llevan el mismo nombre), si bien yo nunca tuveconocimiento de su existencia hasta que me fue presentado en la isla deWight, en Dimbola Lodge, en Fresh Water Bay. Fue allí donde supe queera un activo fotógrafo retratista y que había compartido té e ideas conCharles Dodgson, uno de los grandes fotógrafos y matemáticos que dioaquella época, más conocido entre los lectores como Lewis Carroll gra-cias a aquella extraordinaria narración que tituló Las aventuras de Alicia.Ambos sentían pasión por las herramientas fotográficas, por las cámarasde madera noble, por la perfección de los aparatos, por las lentes, por losmecanismos de precisión, y parece ser, fue de hecho Benjamin Powell,buen amigo de Dogdson, quien les introdujo en el mundo mágico de lascámaras fotográficas. Burton diría más tarde lo fácil que era desear ob-tener fotografías después de haber tenido una lente Petzval y una cámarade caoba en las manos. La excelente lente de la cámara que portamos ennuestro viaje fue construida por la casa A. Darlot en París, luminosa yde una gran resolución, al tiempo que de una suavidad que pareceríaacariciar el mundo, dijo Burton

Es oportuno resaltar que las fotografías no muestran el esfuerzo quelas hizo posibles, y es hasta en este pequeño dato donde se refleja la dis-tancia que existe entre las fotografías y el mundo que creemos ver refle-jado en ellas. Me encargué de la mayor parte del oficio de fotografiar –fuiel ayudante que todo fotógrafo viajero necesita–, de cuidar las placas decristal, del proceso de aplicar el colodión, de impregnarlo de plata. No

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debía demorarme más de unos pocos minutos en tener la toma ya pre-parada, pues el colodión se secaba y dejaba de ser activo; debía montary desmontar la tienda laboratorio, y un largo etcétera de problemas porresolver. Sin embargo, yo era muy joven y con ganas de ver el mundo, yese duro trabajo fue el precio que pagué con placer por llevar a cabo mipersonal Grand Tour en compañía de un hombre ilustrado y con el queobtendría un buen conocimiento del mundo, esa experiencia que la uni-versidad de Oxford y mis tardes de estudio en St. Hugh`s, incluso mishoras en Blackwell´s, difícilmente hubieran podido aportarme. Se tratabade una gran oportunidad, de un viaje de formación, y la promesa de Italiao de Grecia fue una razón suficiente para abandonar Oxford durante unabuena temporada.

Burton fue, además, un hombre decente. Poseía –expresado en subuen francés–, «bonté de coeur, pleine de bonhomie», y ello le permitióser un mejor fotógrafo y un gran mentor. Siempre me dirigí a él con uncuidadoso y sincero respeto, no sólo porque la diferencia de edad lo im-ponía, sino también por su autoridad, por su trato amable, serio, tambiéngeneroso, y si ahora me permito hablar de él simplemente por su nombrede pila, es porque ya soy mayor de lo que él era entonces, mayor de loque él nunca llegaría a ser, y el tiempo me hizo ver que con el paso de losaños hubiéramos sido buenos amigos. Siempre hubo un respeto mutuo–insisto en ello– ambos supimos estar en nuestro lugar, y cuando se di-rigía a mí para explicarme aquello que consideraba una posible ense-ñanza, comenzaba diciendo, «Amigo Jones…» Frases como «AmigoJones, nunca te apoyes sobre las columnas de la antigua civilización yaque podrían caer y aplastarte», allí en Grecia, eran buenos consejos. Ocomentarios quizá paternales de educador y con finalidad moral talescomo «cada cual es responsable de su fortuna, lo dijo Salustio», perma-necen tan vivos en mi memoria como cualquier imagen, cualquier acon-tecimiento, cualquier experiencia. Burton fue el maestro que todo jovencon inquietudes hubiera deseado tener, tanto por sus conocimientoscomo por su decencia y humildad. Sus palabras fueron muy importantespara mí, palabras bien dichas, porque a pesar de mis grandes lagunas, enmuchas ocasiones me trasladan en décimas de segundo a cuándo ydónde fueron pronunciadas.

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Burton fue un fotógrafo en el sentido más estricto de la palabra, aquelque hace fotografías tan solo para obtener fotografías, que dice todo loque quiere decir tan solo con sus fotografías, sin necesidad de comenta-rios al margen que las justifiquen. Era fotógrafo –así lo dijo– porque noquería nada y no tenía nada que decir con palabras. Pero también hizoun amplio uso de las palabras, dedicó un buen tiempo del viaje a su dia-rio. Aprovechaba el final de la jornada para anotar impresiones y datos,a modo de pies de página, una relación más real con la experiencia físicade viajar que la que podían aportar las fotografías, destinadas tan solo a«escribir el mundo». Su diario, al que he tenido acceso, revela la partehumana que se esconde tras la obra fotográfica; un «viaje» muy diferentea su viaje fotográfico. De alguna manera, explica en sus cuadernos lo quesus fotografías no podían ni querían decir. Su diario fue otro viaje, el quees necesario para realizar el viaje fotográfico: Unas palabras privadas,destinadas a ser guardadas en un cajón, pequeños recordatorios, la ne-cesidad de plasmar la realidad de lo soñado, una necesidad quizá de ca-rácter existencial, la descripción geográfica –su admirado AlexanderHumboldt–, también mi convencimiento de la mayor belleza de pensa-miento en lo descrito que en lo visto, esa capacidad de Shakespeare parahacer presente a Ricardo III, el sueño de cualquier buen cineasta, debosuponerlo.

Aún creo firmemente en las ventajas de recorrer y de vivir el mundoy en las amargas consecuencias de quedarnos en casa leyendo acerca deél con los prejuicios de un isleño. Es así como yo pensaba en aqueltiempo, y aún más hoy en día en que la aventura apenas parece posible,en que ya no quedan lugares a los que poner un nuevo nombre comoCabo Evans, Mar de Barents o Monte Everest. Yo animaría a todos aque-llos jóvenes que posean un espíritu artístico desarrollado, pero que noestén capacitados para realizar obras de arte, que piensen en viajar comouna manera de justificar su mundo espiritual. Viajar aminora muy posi-tivamente esa ansiedad del arte, ese desasosiego que produce la creacióncuando se siente la llamada de la expresión y no se dispone de suficientesrecursos para ello. Partir puede, incluso, llegar a ser una huida lícita paraquienes han sufrido un desengaño amoroso, si bien no es tan provechosocomo para quien se pone en marcha con todo en orden, digamos re-

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suelto. Es posible que quien nunca haya necesitado viajar no necesite ex-presar el mundo, un punto de vista que comento con cierta reserva, pu-diera ser una opinión aventurada. Sin duda, no es necesario hacerhincapié en las bondades del viaje para aquellas mentes capaces de crearobras de arte con palabras, como es la de J. W. Goethe, cuyo intenso dia-rio titulado Viaje a Italia es una lectura muy recomendable para todoviajero, teniendo en cuenta que ese viaje cambió la vida de Goethe, o almenos así era como parecía ser si nos atenemos a sus palabras:

«Este viaje maravilloso no responde al deseo de formarme falsas ideas sobremí mismo, sino al de conocerme mejor. Cuando llegué aquí, no aspiraba anada. Y ahora sólo persigo que nada siga siendo para mí un mero nombre,una simple palabra. Quiero ver y descubrir con mis propios ojos todo aquelloque se considera bello, grandioso y venerable…»

No fue tan solo Goethe quien sucumbió a la fuerza de Italia, tambiénotros escritores admirables como Shakesperae, Byron, Keats, Scott o She-lley –John Ruskin más recientemente–, Stendhal, sin duda. Buscaron enesa tierra enfrentarse al arte más grande, y tal como yo lo percibo, unviaje de iniciación, de formación. Son mentes que no se limitaron a con-templar todas las cosas dignas de ser vistas en Italia, sino que intentaroncomprender lo que vieron –hablar de ello–, tal como pienso así tambiénlo hacen los buenos fotógrafos, cinematógrafos y pintores, dejando a unlado los prejuicios del viajero que mira por compromiso, tan solo porquela compañía Cook lo ha aconsejado, por justificación. Es necesario aña-dir, sin embargo, que Walter Scott, buen amigo de Goethe y sin duda deColeridge, no vivió como iniciación aquel su último viaje a Italia, sinocomo un intento desesperado por mejorar su mala salud bajo el cielo delMediterráneo, lo cual finalmente no consiguió.

Goethe aprendió a dibujar en Italia, seguramente para afirmar lo queveía cuando aún no era posible fotografiar. Eran otros tiempos, peropuedo pensar que no es fácil llegar a ser un buen escritor, un buen fotó-grafo, o incluso un buen pintor, sin haber salido de casa, sin haber par-tido, sin haber cruzado el umbral de seguridad, y no me parece probableque se puedan decir muchas cosas a los demás cuando nada se ha visto,

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nada se ha descubierto, se sabe poco, tan solo por los libros, por lo coti-diano, y lo que es más importante, las ideas preconcebidas, esos prejui-cios. Son carencias que viajar debe sanar, y si no ocurre así, será debidoa una profunda ignorancia y sobre todo a su peor consecuencia, la co-nocida arrogancia del ignorante. Es cierto, por otra parte, que escuchéuna melodía –pudo ser en Arnold Grove– a un trovador de Liverpool –así lo creo por su fuerte y particular acento–, cuya letra venía a decir quesin salir de nuestra habitación podemos ver todas las cosas de la tierra,que sin mirar más allá de nuestra ventana podemos conocer los caminosdel cielo, y que cuanto más lejos se viaja –decía–, menos se conoce. Sinembargo, tal como yo lo veía, es cómodo opinar sobre ello después dehaber viajado intensamente, actividad que él sí parecía haber llevado acabo, pues según me enteré, estas ideas vinieron a su mente encontrán-dose en Bombay, un lugar del imperio muy alejado de Inglaterra. Yo di-sentía de lo que él argumentaba pues tenía la convicción de que supensamiento había llegado a tal conclusión gracias a que sus viajes habíanabierto su mente, nuevos espacios se habían instalado en su memoria,su mundo se había ampliado, y era así, con esos recursos, gracias a esanueva percepción, lo que le había permitido llegar a la conclusión de quecuanto más lejos se viaja menos se conoce. También es posible que elpoeta se refiriese a que la costumbre de tratar con las ideas, con las gran-des mentes, con el gran pensamiento, con las emociones, tan descuidadashoy en día, es sin duda una manera de viajar; es en realidad el viaje deIsaac Newton o de Michel de Montaigne, y si pensamos en ello, no tandiferentes al de Alexander von Humboldt.

Ciertamente hubo épocas en que los grandes hombres se recluyeronen sus torres, y no siempre de marfil; fueron encierros voluntarios, nuncase adaptaron a la mediocridad – siempre generadora de hostilidad y re-sentimiento–, y dejaron de combatir en tierra quemada para pasar al des-engaño en muchos casos. En las sociedades en que vivieron, envejecidas,agotadas, ya vacías, sin rumbo, no había espacio para ellos, y supieronque sus palabras no tenían dónde ser pronunciadas. Son periodos de lahistoria en que los grandes hombres no tienen un lugar, pero por fortunasus aún más grandes pensamientos les sobreviven y quedan a la esperade que un nuevo mundo surja y los acoja; bastaría recordar que Heráclito

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depositó sus escritos en el templo de Artemisa a la espera de que algúndía alguien los comprendiese. Quizá el trovador de Liverpool pudo refe-rirse a una cierta manera de viajar.

Es fácilmente constatable que muchos de los grandes hallazgos britá-nicos, y entre ellos la fotografía, se han llevado a cabo en la campiña in-glesa, en pequeños jardines, e incluso en patios con su pequeño árbolfrutal. Es sabido que Newton aprovechó los dos años en que la universi-dad de Cambridge fue cerrada a causa de la peste que diezmó a la po-blación, para llevar a cabo en el campo algunos de sus descubrimientosmás importantes, en su casa de Warpole, concretamente en el camino deWarpole a Londres, rodeado de su huerto con frutales, pero también esútil recordar que W.H. Fox Talbot tuvo que viajar previamente a Italiapara poder pensar la fotografía antes de encerrarse durante varias déca-das en su hogar, una imponente abadía del siglo XIII, situada en la loca-lidad de Lacock, y que puede animar a un excelente peregrinaje paraquienes deseen conocer uno de los orígenes de las imágenes fotográficas.O bien Inmanuel Kant, que también cambió la imagen del mundo y en-tusiasmó a Samuel Taylor Coleridge (no confundamos con el malogradoy excelente compositor Samuel Coleridge Taylor). Kant hacía una vidarutinaria, allí en la bella localidad de Königsberg, digamos desagrada-blemente predecible, y que el gran Thomas de Quincey documentó conextraordinaria precisión. También leí, no recuerdo en qué periódico, uncomentario que intuía nuevos tiempos en el «acto» de viajar y queguardé:

«Es una manera de sentir de alma de tendero de Covent Garden o de usurerode Square Mile. La compañía Cook ha hecho fácil el viaje pero le ha robadosu magia, su incertidumbre, su riesgo, sus tiempos, su aroma. Ahora es posibleviajar sin cruzar el umbral de la puerta de casa, sin movernos, sin ver nada,sin conocer nada, sin comprender nada. Se ha creado el falso viajero, el se-dentario que desembarca en una apariencia de viaje, que ya sueña con su casaal poco de partir, porque el viaje es entendido como una prolongación de larutina diaria, con sus comodidades, su orden, su previsibilidad, su hastío, eldeseo de compartirlo con los mismos a quienes vemos todos los días, no im-porta la asfixia, aporta seguridad. Es sin duda el miedo, la incapacidad para

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salir de un pequeño, seguro, y aburrido jardín de flores marchitas. Estos ven-dedores de humo han hecho el mundo pequeño, lo han encogido, nos hanprivado de espacios, de vivencias, de descubrimientos. Incluso algunos paseancon  salacot por las calles de cualquier ciudad británica. El viaje ha muerto».

Yo no opinaba sobre esta cuestión –en todo caso no era mi opinión–,quizá un manifiesto radical, agresivo, habitual en la época, pero me decíaque la literatura y el arte en general no eran materias que se estudiasencomo el derecho romano, las matemáticas o la medicina, disciplinas paralas que era aconsejable no salir de la habitación de St. Hugh´s. En defi-nitiva, yo pensaba, y aún creo poder defender esta idea, que la mente esun espacio vacío, una tabula rasa que hay que rellenar con experienciaconsciente. Las palabras necesitan de un saber del mundo de primeramano para poder ser dichas y escritas con una cierta seguridad, conbuena letra, con buena caligrafía, diríamos.

Nada me parecía más estimulante para afirmarme en mis conviccionesque la visión de aquellas pinturas en las que podía ver al poeta, al escritor,al hombre de acción que convierte la muda naturaleza en palabras, inte-grado en un paisaje inexorablemente fugaz, un mundo de tierras por co-nocer como telón de fondo. Como aquella imagen que tanto me hablaba,de C.D. Friedrich, un hombre de espaldas, allí en lo alto, contemplandoun mar de nubes. O bien aquella pintura de J.H.W. Tischbein, en la queveíamos idealmente representado a Goethe en la campiña romana, o tam-bién más recientemente el retrato pictórico que J.E. Millais hizo de JohnRuskin en las Highlands, si bien parece ser que Ruskin posó para la pin-tura apoyado en una pequeña escalera, en el estudio de Millais en Lon-dres, según me dijeron, y su antiguo amigo Millais introdujo el fondo apartir de un boceto realizado en un viaje que comenzó junto a Ruskin  yla mujer de éste, Effie Gray, y que terminó con Effie como amante de Mi-llais, para posteriormente convertirse en su mujer. Me permito narrar estehecho cierto, tan escandaloso en su momento –mis simpatías siemprefueron para Effie–, porque creo no dañar a nadie. Ha transcurrido muchotiempo, fue en otro lugar, y las personas implicadas ya no existen.

Fuera como fuere, el retrato de John Ruskin me llevaba a reflexionarsobre la facilidad que tienen los pintores y los escritores para recrear las

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experiencias, lo mirado, para trasladarnos a ese territorio inestable amitad de camino entre lo visto y lo imaginado, la buena disposición quetenemos ante lo que vemos o leemos. Es nuestra necesidad de creer quela información del mundo que demandamos es la que se nos aporta, yque los hechos o lugares representados o narrados no son invencionesde la mente. En cuanto a mí, creo haber sido un aceptable lector de textose imágenes en cuanto que nunca demandé a una buena narración o auna buena pintura que aquello que mostrasen fuese contrastable con he-chos o lugares, digamos reales, «verdaderos», si bien siempre exigí unacierta lógica en lo dicho y una cierta verosimilitud en lo representado,digamos una coherencia. Burton comentaría en diversas ocasiones queel fotógrafo, para bien o para mal, y a diferencia de lo que habían llevadoa cabo J.E. Millais y otros muchos pintores, no tenía acceso a esa granayuda del boceto, del apunte, de las notas, todo ello para una elaboraciónposterior más pausada, más reposada, más serena, si bien John Constablehabía comentado que consideraba tan importantes sus rápidos bocetoscomo la obra final. En aquellos, se encontraba esa emoción ante lo visto,ante lo descubierto, experiencia que el lento proceso de pintar el lienzodisipaba. El fotógrafo está condenado, y quizá ese sea su privilegio –diríaBurton-, a tener que actuar en tiempo real ante el espectáculo que a cadamomento se le ofrece. En cierto modo la fotografía es el arte de la im-provisación, el mundo impone sus reglas, no es posible el reposo quepermite una construcción elaborada en el tiempo. No hay un varnishingday para el fotógrafo.

Burton pensaba los cuadernos de los dibujantes viajeros como ejerci-cios de imaginación, quizá como aproximaciones visuales, como exce-lentes puntos de partida, muchos de ellos de gran belleza pictórica, perono como testimonios fiables. En ningún caso serían pruebas de la apa-riencia de las personas, de las cosas, y menos de los hechos, estos últimosni tan siquiera, probablemente, reproducibles por una cámara fotográ-fica. En ello incluía incluso aquellos dibujos de Goethe realizados con fi-nalidad topográfica, y sin duda aquellos de gran belleza como lorealizado en San Gotardo, fruto de una extrema admiración ante aquellospaisajes. Sin embargo, supe posteriormente que Burton no sólo admirabalos dibujos de Turner y de Constable sino también los de C.D. Friedrich

–paisajes extraordinarios donde la naturaleza parecía llevarnos de lamano hacia Dios–, quizá influenciado por su respetado Humboldt, paraquien la libertad se encontraba en las montañas, donde las fuentes de ladegradación no llegaban a aquellas regiones de aire puro, lugares dondeel ser humano aún no conseguía turbarlos con sus miserias.

La descripción del mundo en términos visuales parecía ser ya unatarea exclusivamente fotográfica. La cámara y sus imágenes surgían comoprueba irrefutable de la existencia de las cosas, una herramienta de re-producción mecánica, sin la ayuda de la mano, ni de la imaginación, nide los deseos y «libertades» del artista. Es fácil preguntarse cómo hubierapodido ser aquella colosal obra napoleónica, «La descripción de Egipto»,si el polifacético barón Dominique Vivant Denon hubiese dispuesto decámaras de fotografiar en su expedición a Oriente Medio junto a Napo-león, ateniéndonos a la poca verdad que portaba aquel grabado que habíarealizado proponiédose representar a unos científicos franceses en el actode medir la esfinge de Guiza. De hecho, este tipo de dibujos, tan esque-máticos que parecerían producto de la imaginación y no de la experien-cia directa, llegarían a recordarme a aquellas pinturas medievales quefotografiaríamos en diversas iglesias, donde lo representado no era pro-ducto de lo visto sino de lo sabido, con finalidad didáctica, un recurrentemedio para explicar la Biblia –Biblia pauperum, diría Burton– y la vidade los santos a quien no supiese leer palabras.

Es difícil saberlo. Las cuestiones sobre lo que no fue y pudo habersido siempre son muchas, y la necesidad de relatar pudiese ser un in-tento por restituir. De hecho, el hombre es el único animal que podríagenerar pensamientos como «si César no hubiese ido aquel día al se-nado, si hubiese hecho caso a su esposa Calpurnia, si se hubiese guar-dado de los idus de marzo…», como un intento de desear otro pasadopara obtener un diferente futuro. En mi opinión es una pequeña pérdidade tiempo y de energía aunque debo admitir que aún hoy me preguntocómo hubieran sido las cosas si Francia y Napoleón hubiesen acogido aRobert Fulton cuando éste lanzó al Sena su recién inventado barco devapor. Leí unas palabras tan enigmáticas como la propia esfinge deGuiza: «Si así fue, así pudo ser; si así fuera, así pudiera ser, pero comono es, no es».

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