las espaldas del diablo
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LAS ESPALDAS DEL DIABLO
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A Joaquín Gómez Clavijo lo salvó de la ejecución sumaria ante las
tapias de sábana del cementerio de su pueblo un ministro de Dios en la
tierra.
Cuando algunos años antes de la muerte de Franco, ingresé como
ayudante en el bufete mortecino de un grupo de abogados del Partido, en
la calle Imagineros, jamás llegué ni siquiera a imaginar que algún día lo
conocería en persona, y mucho menos que el disfrute de su amistad
inapreciable fuese tan decisivo en mi futuro inmediato.
En aquella caverna de confabulación clandestina, nos pasábamos los
días y las noches enteras preparando casi a ciegas, extraviados entre las
montañas de expedientes polvorientos, la defensa de los obreros de las
fábricas en quiebra, elaborando tras el anochecer, a la luz de las velas, los
pasquines subversivos en la multicopista vietnamita que escondíamos en
el trastero, camuflada tras el bulto deforme de un juego de palos de golf
que jamás probaron la hierba, fulminados por la fiebre de la ilusión de una
inminente caída del régimen del demonio que había enlatado al país
durante cuatro décadas en el desván del tiempo sin futuro.
Aunque no pertenecía al Partido, mi vida durante aquellos años era
lo suficiente intensa como para que fuese creciendo en mi interior el
gusanillo de la sublevación. Sin embargo, todavía me encontraba bajo la
influencia de una concepción un tanto mítica de los opositores al régimen,
esos bandoleros de palabras altisonantes y reuniones a escondidas, como
si, de repente, me hubiesen cambiado los héroes de los tebeos por otros
de carne y hueso, de los que tenía noticias a través de los periódicos
prohibidos y sobre cuyas vidas accidentadas podía averiguar en las
páginas indelebles de la leyenda. Para un muchacho con aspiraciones de
picapleitos, que durante las mañanas se apuraba, no sin esfuerzo, para
sacar adelante los últimos años del bachillerato en el instituto, el hecho de
trabajar por las tardes en el despacho laboralista más prestigioso y
perseguido de la ciudad, no podía ser menos que un balcón de par en par
a la aventura, máxime cuando entre las labores propias de mi puesto se
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incluían a veces algunas actividades intrínsecas a los agitadores
clandestinos más conocidos en las comisarías de la Brigada Político social.
Un año después de la muerte del dictador, regresaba una insípida
mañana de jueves de Julio de presentar un pliego de alegaciones en la
Magistratura, cuando, al traspasar la vieja puerta adintelada de madera
del bufete, lo encontré sentado con comodidad sobre el sofá ajado y
percudido por el uso que servía para adecentar la espera de los clientes,
como si en vez de haber vuelto de más de cuarenta años de exilio lo
hiciera de tomar un café cargado en el bar de la esquina. Hacía varios días
que los periódicos habían difundido la noticia de su retorno del destierro
bajo una aureola reverdecida de mito viviente, aunque muchos no
dudaban en asegurar que jamás se había marchado, dado el grado de
actividad que mantuvo durante los años duros de la represión.
Era delgado y de complexión fuerte, con las cerdas del cabello, que
se estiraban como espinas blancas tres dedos por encima de unas cejas
desproporcionadas y densas, como único signo aparente de sus pletóricos
sesenta y cinco años de patear por el mundo. Tenía el rostro curtido,
surcado por una miríada de arrugas leves, que parecían más los garabatos
de un niño que las huellas imperecederas del paso del tiempo, y unos ojos
grises intensos, inquietos, marcados para siempre por el tic nervioso del
estado de alerta que imponen los años de clandestinidad.
Lo que más me llamó la atención de toda su persona fueron sus
manos firmes y vigorosas, que eran incapaces de permanecer quietas y se
entretenían palpando constantemente cuanto objeto encontraban a su
alcance.
No se parecía demasiado a la única fotografía que había visto de él,
difundida en el órgano oficial del Partido con ocasión de uno de los
congresos en Francia, en la que aparecía mucho más joven, con el pelo
negro y el rostro alisado, aunque con el siempre mismo aire místico de no
pertenecer a ninguna parte.
En aquellos momentos comprendí que se hubiera paseado a lo largo
y ancho del feudo franquista como por el salón de su casa, porque
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emanaba de su aspecto una persistente impresión de mimetismo que le
hacía pasar desapercibido. Parecía, en toda regla, un hombre normal, un
ciudadano de a pie, de los muchos que soportaron el yugo de la tiranía sin
moverse de sus hogares, a pesar de que había consumido la mayor parte
de las cuatro décadas en el país vecino, chapurreando una lengua que no
era la que le enseñaron sus padres y soportando con estoicismo el
inmemorial egocentrismo francés.
Al único lugar que no había acudido, y al que jamás regresaría, era
su pueblo natal, porque decía que le dio plantón a la muerte y no
guardaba ninguna gana de solventar esa cita pendiente. Tan sólo lo haría
con los pies por delante y para ocupar su puesto en el panteón familiar,
junto a sus padres.
Durante sus largos años de extranjero se jactó de que Dios se alistó
en su bando y por eso estuvo siempre tan convencido de sobrevivir al
viejo militar y experimentar de nuevo la alegría de ver a su país
zarandeado por los vientos frescos de la libertad. Incluso los más osados
aseguraban que, en los felices últimos días de Noviembre del setenta y
cinco, efectuó una incursión en territorio nacional con el único objetivo de
asistir al entierro del general, y estuvo allí, infiltrado entre lo más selecto
de sus enemigos de toda la vida, con el brazo levantado como un pretor
romano y gritando vivas a una España que moría, sólo por cerciorarse de
que lo depositaban a dos metros bajo tierra con una ciclópea losa de
mármol encima.
Había aterrizado en la ciudad encomendado por el Partido para
coordinar la campaña electoral de cara a los primeros comicios
democráticos tras la pesadilla dictatorial.
-Me parece que vamos a pasar bastante tiempo juntos, joven.- me
dijo como si me conociese desde siempre.
Fue así como me enteré de mi flamante cometido de ayuda de
cámara de una porción de historia viva. A partir de ese momento, invadió
mi existencia con la fuerza de un torrente un pasado remoto que se
encontraba latente en el poso de mi memoria heredada y que afloraba a la
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superficie en cualquier instante, arropado por el calor de la evocación de
los recuerdos de Joaquín Gómez Clavijo. Mi realidad cotidiana se pobló de
seres extraídos del mito y la leyenda, que se instalaron en mi presente
estorbando en mis obligaciones diarias, puesto que en ocasiones suponía
un notable esfuerzo diferenciar lo que estaba urdido con la frágil fibra de
la rememoración de lo que pertenecía a la vida real.
Se instaló cerca del bufete, en el barrio de San Lorenzo, en un
modesto apartamento que le cedió un amigo marino de los siete mares del
que nunca se sabía su paradero exacto y que tenía los anaqueles de la
casa repletos de libros en lenguas babelianas y de objetos pertenecientes
a culturas perdidas en los orígenes de la humanidad, producto de sus
innumerables viajes por el globo. En la parte superior estaba coronado por
un ático reducido, al que se accedía a través de una angosta escalera con
pasamanos de madera carcomida, desde el que se dominaban los tejados
del centro de la ciudad con sus enjambres infinitos de tendederos y
antenas de televisión. Allí nos sentábamos a conversar muchas tardes,
saboreando un café acogedor, mientras llegaba la hora de reincorporarnos
de nuevo al despacho.
-Vivimos perdidos en un laberinto de ondas, muchacho.- me decía
con la mirada de ceniza absorta, planeando sobre la línea quebrada de los
tejados.- Cualquier día, esas mismas ondas nos gobernarán a nosotros,
como los mandos a distancia a los televisores.-
Cuando el rutilante ajetreo del trabajo se lo permitía, gustaba de
recostarse sobre los bancos de granito de la Plaza de San Lorenzo, al
amparo de las hojas cambiantes de los plataneros, a saborear una calma
placentera que le fue negada durante gran parte de su vida. Entonces,
mientras nos dejábamos absorber por la tímida actividad devota de la
vieja plaza, su voz fluía más cálida y acogedora que nunca, como si los
recuerdos no fuesen asociados siempre a un determinado sentimiento, y
provocaba el milagro de que su memoria tomara forma visible ante mis
ojos ávidos de historias que contar.
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Fue durante una de aquellas tardes memorables como llegué a
saber que, dos días después del levantamiento militar, la denuncia del jefe
local de Falange hizo que arrestaran a Joaquín Gómez Clavijo, sin otra
excusa que su pública militancia en el Partido y su calidad de concejal
electo del Ayuntamiento.
Lo condujeron a los calabozos de la casa cuartel, donde permaneció
en condiciones infrahumanas por espacio de tres días y tres noches, sin
que nadie le explicara los pormenores de su situación y sin que de su boca
saliese ni una sola palabra solicitándola, ya que, desde el mismo instante
en que descubrió a la pareja de guardias civiles encaminándose hacia la
escuela, tuvo el trágico presentimiento de que su destino acababa de ser
escrito con la tinta indeleble del odio y que no estaba en su mano
modificarlo.
Al amanecer del cuarto día, Sebastián Custodio Arenilla, el párroco
del pueblo, se personó en su celda con la cara traslúcida y los nervios a
flor de piel, como si hubiese estado conversando con el mismo diablo.
-Vas a encontrarte con Dios, Joaquín.- le dijo a secas,
recomponiendo como pudo una voz que le costaba encontrar.
Joaquín Gómez Clavijo no añadió nada, se limitó a dejar vagar su
mirada por la mugre del suelo y a contener la avalancha de pensamientos
que lo embargaron de golpe. Hasta ese instante terrible no había tomado
conciencia de que el tiempo se le había quedado irremisiblemente corto y
que dejaría aún muchas cosas por concluir, muchos sueños debajo de la
funda de la almohada.
-Quiero que sepas que no apruebo nada de lo que está pasando.-
trató de consolarlo el cura casi en un gemido.
-¿Cuándo será?- pregunto intentando no perder la serenidad.
-Esta misma mañana.-
Sebastián Custodio Arenilla era un cura joven, del que se decía
estaba llamado a metas más altas, que desde su llegada al pueblo, poco
después de proclamada la república, congenió a la perfección con Joaquín
Gómez Clavijo, con el que mantenía regularmente prolongadas charlas en
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la taberna sobre el difícil arte de educar. La condición de maestro de la
escuela del pueblo de Joaquín, provocó que el encuentro entre ambos
tomase visos de obligatoriedad desde que se conoció su llegada y que
fuese la primera persona a la que visitó, después del alcalde.
Cimentaron su recién descubierta amistad sobre el respeto mutuo
de ideas y creencias, diciendo siempre las verdades a la cara y sin
tapujos, y les fue tan bien que, incluso cuando el pleno del Ayuntamiento
aprobó alguna medida contraria a los intereses de la Iglesia, jamás se les
escuchó batirse en ninguna discusión. No obstante, a pesar de que
conocía de antemano cuál iba a ser su respuesta, el párroco lo intentó una
vez más.
-¿Quieres confesar, Joaquín?- le preguntó con la voz ya
definitivamente quebrada.
-No tengo nada de que arrepentirme, Sebastián.- respondió él.
Escasos minutos más tarde, se encontraba formando parte de una
triste procesión camino de las tapias del cementerio, junto al alcalde y al
cabecilla del sindicato de jornaleros, con las manos a la espalda atadas
por una cuerda de cáñamo y la mirada de despedida, recorriendo con paso
tembloroso las tortuosas calles de su infancia y escuchando los lamentos
tímidos de los vecinos aterrorizados tras las persianas corridas por la
tanza del miedo.
La comitiva estaba encabezada por el párroco, seguido de un
sargento y un cabo de la Guardia Civil que se afanaban en discutir durante
todo el trayecto sin que les importara en absoluto el que los reos pudiesen
oírlos, que no hombre, no seas bruto, que aquí en los pueblos no puede
hacerse como en la ciudad, que los escabullimos entre el laberinto de sus
calles, y entonces es mejor otorgarle un cierto rigor de oficialidad, ¡joder
cabo!, que parece que llevas tres días en esto, además, ¡qué carajo nos
importa a nosotros que don Sebastián les dé o no la bendición!, nosotros
lo que tenemos que hacer es despacharlos para el otro mundo cuanto
antes, así serán menos enemigos en nuestra contra, coño, ¿acaso es tan
difícil de entender?.
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Al alcanzar el cementerio, el calor del sur, esa claridad cegadora que
te obliga a entrecerrar los párpados, comenzó a mortificar los cuerpos. Los
colocaron de espaldas a la tapia, separados unos de otros por una
distancia no inferior a dos metros, y el sargento se ofreció para vendarles
los ojos, a lo que los tres rehusaron, porque ninguno quería que la muerte
los sorprendiera a oscuras. Ya se encontraba el pelotón de guardias en
disposición de efectuar su trabajo, cuando se les fue acercando, uno a
uno, Sebastián Custodio Arenilla con sus bendiciones para el más allá.
Al situarse frente a Joaquín Gómez Clavijo, el cura percibió un
trémulo e inaudible murmullo que emanaba de sus labios transparentes.
Se inclinó hacia él para intentar captar lo que creía incomprensible a causa
del pavor de la hora postrera y a poco si sufre un desmayo por la sorpresa
inconmensurable de descubrirse izado en el aire como una cometa y
volteado sobre las espaldas del maestro de escuela, que había conseguido
zafarse de sus ligaduras y echó a correr sin pensarlo dos veces con el
ministro de Dios a manera de escudo improvisado ante los ojos atónitos
del pelotón de ejecutores, que no se atrevían a reaccionar.
-¡No disparen, por Dios, no disparen!- gritaba el párroco con los ojos
fuera de las órbitas desencajadas.
Apenas había recorrido una veintena de metros, cuando el sargento
gritó la orden de fuego, en lo que él siempre consideró como el milagroso
error de estrategia que le salvó la vida, y las balas comenzaron a surcar el
aire en busca de los dos cuerpos enlazados, que trotaban como gacelas
asustadas entre los matorrales, en dirección a las roquedales plomizas
que delimitaban el inicio de la serranía.
Joaquín Gómez Clavijo, que apenas se tomaba tiempo para respirar
en medio de la balacera, llegó a temer por la vida del cura, y ya casi lo
consideró cadáver, dada la laxitud repentina del cuerpo sobre sus
espaldas diabólicas, cuando, en un giro forzado del cuello y sin detener la
aceleración anormal de sus piernas, pudo presenciar alelado cómo las
balas rebotaban y se desviaban por arte de magia al encontrarse ante el
amasijo de ambos cuerpos, tomando otro rumbo sin herir a ninguno,
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mientras el espectro de Sebastián Custodio Arenilla imploraba al cielo con
los ojos apretados y las manos enlazadas en actitud de oración,
estructurando de una sola vez la armazón de lo que sería su arenga más
recurrente durante las misas de los domingos de los próximos diez años.
Poco más adelante, al cerciorarse de que se encontraba fuera del
alcance de los proyectiles, se desprendió de su carga sin más miramientos
que una fría despedida.
-¡Buena suerte, Sebastián!- gritó sin detener su carrera.
El párroco, tras reponerse del costalazo que puso fin a su cabalgata,
lo observó perderse zigzagueando entre los árboles, sin volver nunca la
vista atrás, obsesionado en alcanzar cuanto antes las primeras crestas
tímidas de la sierra, mientras sentía cada vez más cerca el estruendo de
los disparos de los Guardias Civiles, que se aproximaban desfallecidos por
la carrera y resignados al consejo de guerra que les aguardaba con toda
seguridad a su regreso.
-¡Guárdate las espaldas, maestro del demonio!- alcanzó a gritar,
conmovido por la alegría de saberlo vivo cuando ya tenía un pie en el
umbral de la muerte.
Pero Joaquín ya no podía oírlo, envuelto por el silencio de selva de la
sierra y ahogado en el fragor de sus propios latidos, afanado en poner
metros entre su persona y una cita con el limbo que jamás concertó,
sabedor de que a partir de ese momento su vida estaría dominada por la
incógnita insufrible de alcanzar el día siguiente, esquivando a cada paso
los mordiscos feroces de la muerte y sus trampas traicioneras.
Atravesó las líneas casi sin darse cuenta, después de vagar más de
tres días entre los riscos como una cabra montesa, alimentándose de
raíces y de los escasos frutos silvestres que encontraba a su paso, incluso
de lombrices de sabor agrio y viscoso, hasta que se topó con un batallón
confederado que se replegaba para reforzar Madrid y en el que combatió
el resto de la guerra.
Fue de la intensidad de dicha experiencia, de la convivencia y la
lucha codo con codo junto a aquellos hombres, a los que ni siquiera el
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rigor del uniforme podía disimular la humildad de sus orígenes, de donde
nació su inveterada admiración por los anarquistas, por su nobleza, decía,
y la entrega con que efectuaban cualquier sacrificio, embebidos por una
fiebre extraña y posesiva en un ideal tan lejano como ensoñador, que
engrandecía hasta límites insospechados las fronteras de sus corazones
enardecidos y solidarios. Aquellos hombres que compartieron con él las
canciones de una victoria que no llegaría jamás, que cantaban con la voz
del alma en vez de con sus gargantas, que caían a su lado embadurnados
por una pátina imborrable de honor difícil de comprender cuando lo que
estaba en juego era la propia vida, marcaron su carácter con el sello
indeleble de la dignidad. En más de una ocasión se sorprendió al
contemplar con una claridad abrumadora en el fondo de sus ojos
esperanzados la ilusión de un mundo nuevo.
-Los anarquistas son inmunes a la realidad, muchacho.- solía
decirme, mientras caminábamos hacia la Alameda de Hércules para visitar
el mercadillo las mañanas de domingo.- Ellos son la utopía.-
La planificación de la campaña absorbía la mayor parte de nuestro
tiempo. Hibernábamos días enteros en el cuartucho espartano que nos
cedieron en el bufete de la calle Imagineros, desorientados entre planos
de distritos, callejeros y enormes mapas de la provincia y sus pueblos más
significativos, inventando rutas imposibles para repartir propaganda de la
manera más eficaz y extensiva, montando mítines en los lugares más
imprevisibles y convocando ruedas de prensa aunque sólo fuese para
comentar el estado del tiempo, con tal de que el nombre del Partido
apareciese en los titulares de los periódicos del día siguiente.
Sin embargo, a la menor ocasión, nos gustaba perdernos por las
angostas calles adoquinadas de San Lorenzo, embelesarnos con el olor
silvestre de la cera que emanaba como un fluido mágico de las tiendecitas
de velas para el Gran Poder, cobijarnos los días de calor bajo las sombras
imperecederas de las fachadas silenciosas de los conventos de Santa
Rosalía y Santa Ana, navegando sin rumbo fijo por un tiempo estático, un
tiempo total y único, en el que surgían como gotas de rocío las
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evocaciones incombustibles de Joaquín Gómez Clavijo y pasaban a formar
parte de mi propio pasado a medida que las iba escuchando, como si un
ayer desconocido se incrustase a empellones en mi presente para hacerse
un hueco imperecedero en lo que, con el tiempo, se transformaría en la
urdimbre enmarañada de mis recuerdos.
De esta manera me convertí sin saberlo en uno de los milicianos
que, tras haber combatido hasta la extenuación en Sigüenza, se
encontraban los primeros días de Noviembre en Tarancón, camino de
Madrid para defender la ciudad, cuando, ya avanzada la noche, detuvimos
fusil en mano a una larga y sombría caravana de vehículos que se dirigía a
Valencia y descubrimos con la decepción asomada al balcón de los ojos
que se trataba de los ministros del gobierno y del alcalde de la capital,
que huían de la proximidad del frente. Una espontánea rebelión interior
sacó nuestras fuerzas del ostracismo. Los increpamos a voces y los
llamamos cobardes, enrabietados por la impotencia y el peso insoportable
de la resignación, y los dejamos continuar tras desarmarlos obedeciendo
órdenes superiores y con disgusto. Entonces vi con mis propios ojos,
mientras se desfiguraba en la negritud de la noche el rosario de
luciérnagas rojas de los vehículos alejándose, la desilusión invadiendo a
pasos agigantados unos rostros agrietados por el fragor de mil batallas y
el roce diario con la muerte, desesperanza ésta que no impidió sin
embargo que, cinco días más tarde, la mayor parte de ellos perdiese la
vida en la Casa de Campo, defendiendo con su sangre una ciudad que no
tuvieron oportunidad ni de conocer.
El veinte de Noviembre, el mismo día que fusilaron al cabeza visible
de Falange, Joaquín Gómez Clavijo se encontraba combatiendo las fuerzas
nacionales en la orilla derecha del Manzanares, en la Ciudad Universitaria,
con el enemigo al otro lado del río mortificando las líneas con los obuses
de sus tanques. Hacía frío y llovía en abundancia y pronto el frente se
convirtió en un inmenso lodazal salpicado de cadáveres y escombros por
todas partes. Joaquín intentaba avanzar junto a alguno compañeros para
recuperar una posición abandonada, cuando observó el movimiento
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agónico de un bulto irreconocible entre el barro. Ordenó a quienes le
acompañaban que permaneciesen quietos en sus posiciones, mientras se
acercaba para averiguar de qué se trataba. El entorno era un concierto
estruendoso de explosiones, disparos, silbidos de proyectiles que surcaban
el aire viciado y un enjambre de lamentos, miles de voces gimiendo que te
desorientaban y solicitaban ayuda, esperando sin consuelo que alguien los
oyera y auxiliara. Allí se lamentaban al unísono todas las voces de España.
Chapoteando en el barro y sorteando cuerpos inertes pudo llegar hasta el
lugar. Era un miliciano mal herido abatido por los estertores de la muerte
próxima. Era tan joven que parecía un chiquillo, aunque resultaba difícil
reconocerlo por la costra de lodo y sangre que cubría su rostro y sus
vestiduras.
-¡Le han asesinado!- alcanzó a decir con dificultad, sorteando los
vómitos constantes de sangre.- ¡Han sido ellos, le han asesinado!-
Joaquín Gómez Clavijo no entendía nada de lo que estaba
ocurriendo y apenas si podía distinguir las palabras entre tanto tumulto.
Le preguntó por la persona asesinada, por su identidad, por algún rasgo
que permitiera identificarlo, pero todo fue en vano, porque aquel
muchacho expiró en sus brazos extenuado y sin poder articular una
palabra más.
Unas horas más tarde corrió como un reguero de pólvora prendida
por todo el frente la noticia de que Buenaventura Durruti había caído
fulminado por un balazo aquella misma mañana a escasos metros de
donde Joaquín encontró al combatiente agonizante. Un trágico
presentimiento embargó entonces su corazón dolorido y, sin saber por
qué, se sintió poseído de repente por la certeza absoluta de que aquel
moribundo se refirió al líder anarquista.
Algunos años después, ya concluida la contienda, un enigmático
desconocido se presentó de improviso en el domicilio de la que había sido
compañera de Durruti, que malvivía en el exilio francés, portando la
guerrera que vestía en el día de su muerte. El orificio de entrada de la
bala que sesgó su vida estaba rodeado por un círculo de pólvora
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quemada, signo evidente de que el disparo había sido efectuado a menos
de un metro de distancia y no por un francotirador enemigo, como
mantenía la versión oficial. A Joaquín Gómez Clavijo se lo confirmó,
bastantes años más tarde, un viejo militante anarquista, que se dedicaba
a escribir libros sobre la historia de la Confederación que nadie leía y que
los historiadores oficiales jamás tuvieron en cuenta, porque, como es bien
sabido, la Historia que perdura en los libros de las bibliotecas jamás la
escriben los perdedores.
Diez días después de su muerte, Barcelona se colapsó con el
entierro más multitudinario que vivió nunca. Ejércitos interminables de
personas afligidas se lanzaron a las calles para despedirlo y acompañarlo
en el último viaje, que le llevaría hasta una colina mansa del cementerio
de Montjuich, desde la que se abrazaba el mar Mediterráneo, rodeado
para siempre por el crepúsculo cárdeno de las buganvillas y flanqueado
por las sepulturas de su amigo Ascaso y de Ferrer Guardia.
Una vez terminada la guerra e implantado el orden vencedor, el
rencoroso general, sabedor de que no existe muerte más definitiva que el
olvido, ordenó borrar los nombres de las tres lápidas en un intento a la
desesperada de desterrarlos para siempre de las mentes de los hombres y
de la faz del mundo. Fue así como sin saberlo Joaquín Gómez Clavijo,
cuando visitaba Barcelona en sus incursiones clandestinas desde el otro
lado de los Pirineos, pudo disfrutar del inmenso honor de convertirse en
uno de los personajes anónimos de los cuentos peregrinos del colombiano
universal, puesto que también él acudía cada vez que le era posible a la
suave ladera del cementerio, a pintar a escondidas con cualquier objeto
sobre las lápidas mudas los nombres inmortales de sus moradores, para
que a la mañana siguiente pudiesen ser borrados por los empleados del
camposanto, en un juego de guiños a la memoria colectiva que se
prolongó durante toda la tiranía.
-Es como si hubiesen querido hacer desaparecer hasta sus
fantasmas.- me decía.
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Aunque lo intentamos de veras, no conseguimos ganar el primer
envite electoral, pero el arduo trabajo que desarrollamos, guiado por la
astucia genética del viejo militante, posibilitó que el Partido obtuviese
unos resultados alentadores, que convirtieron a la ciudad en cuartel
general desde el que planificar el asalto al gobierno que se produciría años
más tarde.
Joaquín Gómez Clavijo fue agasajado como motor del éxito y, en
consecuencia, me vi en Madrid, transplantado de la luz a las cenizas y con
la ingente tarea por delante de reorganizar de nuevo mi vida como si
hubiera vuelto a nacer. Pasábamos a depender de la Ejecutiva Federal del
partido en tareas de organización, aunque se comprometieron a
facilitarme el que pudiese compaginarlo con mis estudios en la
Universidad Complutense. Mi existencia se complicó un poco, en una
ciudad que no conocía, casi sin tiempo para quejarme y ejerciendo de
sombra de un viejo charlatán al que ya empezaban a gastarle bromas los
años y cuya actividad frenética hacía dudar de la veracidad de su fecha de
nacimiento. A veces me sorprendía abatido por un cansancio físico y
mental tan profundo, que ponía en serias dudas mi continuidad al día
siguiente. Entonces no tenía más que fijarme en sus manos incansables,
en su aire de otra parte, inquieto, incapaz de rendir culto alguno a la
pasividad, y me brotaba el entusiasmo de la desesperanza.
-Uno no envejece hasta que vislumbra los reflejos de su propia vida
en los manuales de historia, joven.- me decía cuando le comentaba lo
incomprensible de su actividad.
Durante los años que ejercimos de extranjeros solitarios en el
corazón de la nación, desfilaron ante mis ojos como en un viejo
documental la penosa ruta hacia el exilio a través de los Pirineos, el
gelatinoso silencio de las hileras de hombres, mujeres y niños hacia el
éxodo tras escuchar las palabras resignadas del general Miaja, que
devolvieron la tristeza a los corazones abatidos que un día soñaron la
alegría, la fría acogida en los campos de concentración franceses, la
salvaje ocupación alemana, el traslado épico a los campos del norte para
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trabajar en las fortificaciones, la intrépida fuga, acompañado de dos
franceses, y el alistamiento en la resistencia, en la zona de Burdeos, para
combatir bajo otra bandera por la libertad que ya había perdido en su
tierra natal. Nadie podía imaginar de dónde sacaban las fuerzas aquellos
hombres que apenas chisporroteaban la lengua vernácula, expulsados de
su propio país por la humillación de la derrota y mal recibidos, cuando
acudieron en busca de abrigo, en el que ahora defendían con sus propias
vidas. Qué fuego interior era capaz de hacer imposible el que su temple
jamás se doblegase, como si hubiesen descubierto en una lección
magistral y única que su destino no sería otra cosa diferente a una guerra
eterna contra ellos mismos.
Joaquín Gómez Clavijo le restaba importancia a la odisea, porque
decía tenía más tinte de heroísmo el que toda una generación hubiese
sabido permanecer en el interior, muda como una sierra de granito,
soportando sobre sus espaldas el peso de la dictadura.
Después vino el lago manso, ajeno, casi infinito del exilio. Un mar
sin límites en el que salvaguardar las propias raíces exigía tentar al
destino en cada incursión clandestina, atravesar unos montes de ida
vuelta, incrustados en la frontera del alma de una parte de España, para
poder sentir en tus carnes el roce tibio de lo propio.
-El exilio te convierte en una cometa sin cuerda.- me decía.-
Aterrizas allá donde el viento te lleve.-
Entonces comenzó para Joaquín Gómez Clavijo el calvario de las
pesadillas. Cada noche lo asaltaba la misma, su cuerpo herido en un
hospital de campaña donde había sido evacuado, la intensidad del
bombardeo, el estrépito de camas que saltaban por los aires, de cuerpos
que se despedazaban, de utensilios médicos que herían a los enfermos en
sus vuelos descontrolados, el aullido furibundo de las sirenas y la
respuesta de los suyos. Todo en una agónica sucesión sin límites, sin
tregua para respirar, entre carreras alocadas y sin que nadie se parase
para auxiliar a nadie, hasta el momento en que, como en un espejismo
trágico, se le aparecía ante la vista el cuerpo sin vida del hijo que nunca
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tuvo en un triste y destartalado cajón de cómoda y lo asaltaba la agonía
del despertar con el corazón en la garganta y el sudor helado
recorriéndole el cuerpo como un río manso. Con el terror dibujado en el
rostro abandonaba su cuarto a la carrera, huyendo como un desesperado
del aire irrespirable y del asfixiante olor a pólvora y a muerte, que se
estancaba entre las cuatro paredes hasta bien entrado el mediodía.
Las sufrió durante el exilio y también a su regreso, aunque ya los
años le habían ayudado a amansar los envites de su desaforada
imaginación durante el sueño, pero no le abandonaron jamás mientras
vivió.
En aquellos días tuve que esforzarme sobremanera para concluir mi
carrera de leyes con la dignidad necesaria. El trabajo en el Partido se
intensificaba cada vez más, debido a la expansión territorial del mismo y a
la afluencia desaforada de militantes de todos los rincones del país. Era
como una locura colectiva, una plaga alegre que expulsó la tristeza
inmemorial de muchos corazones expectantes. Ahora, la perspectiva de
los años me reveló que el gran acierto de Joaquín Gómez Clavijo fue el
saber generar ilusión en un proyecto a todas luces irrealizable. Cuanto
más alejada parecía una meta, más al alcance de la mano te la mostraba,
y cuanto más improbable, más verosímil se transformaba tras filtrarse por
el tamiz de su incombustible inmunidad al desaliento. Celebraba cada
victoria, cada avance en los resultados con respecto a los anteriores, como
un niño que consigue su primer premio, con una inocencia impropia de
quien podía haber sido mi abuelo.
La noche en que se conoció que el Partido había ganado las
generales y formaría gobierno en solitario, Joaquín Gómez Clavijo agarró
una borrachera tan monumental, que a poco se ahogan entre sus aguas
etílicas todos y cada uno de sus innumerables recuerdos. Se acababa de
hacer realidad el sueño largamente anhelado de ver al país de nuevo
conducido por los timones de la izquierda. Se sintió como si hubiese
saldado una deuda de años y se dedicó a brindar con quien se le ponía por
delante y abrazar a cuanto compañero se acercaba para palmearle las
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Cuentos de una guerra lejana 74
espaldas encorvadas. Recibió las felicitaciones efusivas de los cabezas de
lista y el propio candidato no sabía cómo mostrarle su agradecimiento tras
la brillante campaña realizada.
Pero el viejo militante, que a todos correspondía restando
importancia a su persona, ya no estaba allí más que de manera simbólica.
Sus ojos se nublaron con el brillo cegador de la ausencia y su
pensamiento voló hacia otra parte, tal vez hasta la esquina desolada de
dos calles que desembocaban en la tapia de un camposanto extraviado en
las avenidas de su memoria. Parecía pletórico, como si hubiese concluido
su última tarea y los años no le dieran ya para más. Estaba abatido por el
cansancio tierno de la satisfacción.
-Creo que mi trabajo aquí ha terminado, muchacho.- murmuró en
mi oído durante uno de sus devaneos de barco por la sala.
Se equivocó por muy poco. No había transcurrido ni medio año,
cuando el Presidente en persona lo nombró portavoz del nuevo gobierno
para negociar con la Iglesia el marco legal de sus relaciones con el Estado.
La última batalla la libraría con los duros e intransigentes ministros
terrenales de un reino en el que siempre se obstinó en no creer y del que
estaría en condiciones de aseverar o no su existencia de un día para otro.
El postrero servicio a la causa lo remontaba en el tiempo hasta un pasado
remoto, en el que no se cansó de vociferar a los cuatro vientos la
conveniencia de un Estado laico en un país de profundas raíces católicas
que lo anclaban en el inmovilismo.
La única consigna que recibió del gobierno era conseguir un buen
acuerdo que posibilitase un mandato libre de conflictos doctrinales, sobre
todo en lo referente a un campo que le incumbía desde siempre, la
educación de las generaciones venideras.
Durante el tiempo previo al inicio de las conversaciones, mantuvo
una actividad frenética que me arrastró otra vez y estuvo a punto de
conseguir que mi voluntad cediese ante tanto manual educacional y tanto
análisis comparativo del caso en otros países de nuestra área geográfica,
hasta el momento en que estuvo dispuesta la estrategia acorde con la
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Cuentos de una guerra lejana 75
situación. A partir de ese instante, sólo restaba encerrarse en una sala
asfixiante, presidida por una enorme mesa oficial atestada de papeles, con
la casi imposible misión de sortear de la mejor manera el escollo de la
tozudez a prueba de bombas del Nuncio pontificio, un italiano diminuto de
nariz pronunciada y mentón prominente, que devoraba los espaguetis
como si fuesen boquerones, y cuyos ojos de ave de presa parecían
condenarte directamente al infierno con cada mirada.
Y en ésas estábamos, sometidos a la crueldad del ansia de la espera
en una sala solemne, conteniendo a duras penas el dominio de los
nervios, cuando se abrió con un crujido de aldabas la doble puerta de
maderas nobles y apareció, tras la figura decimonónica del ujier, la
delegación cardenalicia, encabezada por el ojo avezado e inquisidor del
representante de la máxima autoridad celestial en la tierra.
Como si hubiese visto al mismo diablo, Joaquín Gómez Clavijo se
quedó paralizado y con los ojos decrépitos fijos en la comitiva de
alzacuellos que se aproximaba a paso de procesión, porque en un instante
eterno pudo comprobar, en las postrimerías de una vida pletórica e
intensa, lo fantasmas que pueden llegar a ser los nombres, puesto que no
había sabido distinguir, cuando le pasaron la lista de asistentes de la otra
parte, el de Sebastián Custodio Arenilla, que ahora le sonreía con el alma
agazapado tras las espaldas egregias de su jefe. Fue así como, casi
cincuenta años después, pudo agradecerle con un abrazo de viejo la
levedad de una carga que le salvó la vida.