las carabinas

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carabinas

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Esta narración tiene la inspiración y laestructura de un concierto barroco.Pero es un concierto para txalaparta,radicalmente vasco y por ende,anacrónico o atemporal. A través desus movimientos iremos conociendo alos Picandia y a los Gastibeltsa,irreductibles corsarios ycontrabandistas, carlistas yanarquistas, en sus peripecias desdela primera guerra carlista hasta laguerra civil de 1936. Les mueve, porencima de todo, la búsqueda de sulibertad personal, que saben posíbleúnicamente en el seno de la libertadde su pueblo, y ésta, en el contextode un mundo libre.

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Las carabinas de Gastibeltsa es unapequeña gran novela que prefiguraunos modos de la fantasía que habíade brillar después, en el apogeo —sobre todo en la América Latina— delo que se ha llamado con acertadotérmino, el «realismo mágico». Esdifícil leer esta prosa narrativa conindiferencia. Se gusta de ella como ungran regalo que le hace la imaginacióndel escritor a la imaginación de suslectores. En definitiva, lo que está enjuego es la realidad de Euskal Herria,un país que no existe, pero que, comoha dicho Marc Légasse en otrasocasiones; «No existe… ¡Si llega aexistir!»

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Marc Légasse

Las carabinas deGastibeltsa

Concierto barroco para txalaparta

ePub r1.0

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Titivillus 17.02.15

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Título original: Las carabinas deGastibeltsaMarc Légasse, 1977Traducción: Viginia Martínez

Editor digital: TitivillusePub base r1.2

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PRESENTACIÓN

Quien se acerque a la escritura de esteácrata, y descendiente de corsarios comole gusta decir, llamado Marc Légasse, vaerrado si lo hace aferrado a un estrictocartesianismo. El discurso de Légasse,como lo podrá comprobar de inmediato ellector, es saltarín, zigzagueante, se dejallevar por una imaginación desbordante ysin límites que tiene como inseparablescompañeros de viaje el humor y la ironía.El amor del escritor por la música esobvio, basta con ver la división de sulibro en movimientos y el recurso paracada uno de ellos de términos plenamentemusicales, sin embargo si hubiese que

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encasillar al autor de Las carabinas deGastibeltsa en alguna corriente musicalmás le situaría junto a los dodecafonistas(Berg, Schoenberg), o a John Cage, quejunto a Bach, Mozart, etc.

El libro que tenemos entre manos daperfecta cuenta del mundo legassiano. Através de la narración iremos conociendoa una saga, los Picandia, desde el año 33del siglo XIX hasta el año 77 del XX. Lanavegación por esta novela-río va a serderivante e iremos conociendo distintasgeografías, variopintos personajes ysituaciones que, las más de las veces,resultarán hilarantes a quien se acerque aeste libro que da cuenta de la larga luchade los vascos por su libertad. La acción

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toma su espacio propio desde lasprimeras líneas del relato y no loabandonará hasta las trepidantes páginasfinales del mismo.

Entre luchas sin cuento, corsarios,fiestas y demás va avanzando lamultidireccional historia que es un gritoindómito de resistencia, de que aquíestamos y de que no nos dejaremos pisar;y Légasse lo plantea como él lo sabehacer, saltando hasta casi tocar el mismocielo en su pretensión de asaltarlo.

La lectura de este ventarrón libertarioque nos llega de la mar nos recuerda pormomentos aquel dicho, del gran poetafrancés René Char, que afirmaba que éladoraba a sus dioses que no existían

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mientras que los otros adoraban yalimentaban a sus puercos que sí queexistían realmente.

IÑAKI URDANIBIA

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PROLOGUILLOQUE NO ES

NECESARIO LEER

Cuando leí en francés Las carabinasde Gastibeltsa, llamé a su autor, esacriatura entrañable que se llama MarcLégasse, y le amenacé muy seriamente:

—Como algún día se haga una edicióncastellana de estas «Carabinas», cosa queme parece muy probable, no será otro sinoyo mismo quien escriba su prologuillopara los lectores erderaleyentes de estelado del Bidasoa.

—¿Por qué?, ¿por qué? —me preguntó

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Marc ante tan grave amenaza con un ciertodeje de resignación afectuosa.

Hice una pausa larguísima mientrascontemplaba, entre complacido y extático,el paisaje que veo, día tras día, desde mibalcón: este teatro vario de la naturaleza,con el Larrún al fondo y, casi al alcancede la mano, una teoría —sobre todo verdey azul de barcos de pesca: sueño ypesadilla de los arrantzales de estepueblo; y enfrente las casas blancas y lostejados rojos de Hendaya, iluminadosahora por las bellas luces matizadas delsol poniente.

—¿Que por qué? —repliqué al fin,cuando ya Légasse pensaba, según luegome dijo, que me había muerto; tal había

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sido mi pasmo ante aquel momento delpaisaje—. Porque este libro es, ypermíteme que te lo diga con tal descaro,una cosa preciosa; y esto muy pocas vecespuede decirse de un libro; y desde hacemucho tiempo yo deseaba decir una cosaasí; y si me pierdo esta ocasión a vercuándo se me presenta otra. Y cuandodigo cosa preciosa, a ver si me entiendes:no digo que hayas caído en lasdelicuescencias, ejem, del preciosismo,que eso no; sino, muy al contrario, que…

Traté de aclararme y le dije, por fin,que la preciosidad de su relato reside enla naturalidad de su magia, en su noartificiosidad: el relato fluye como lacosa más natural del mundo y, conociendo

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a su autor, lo reconocemosinstantáneamente en su obra: ello nosresguarda contra posibles juicios críticosligeros que situaran estas «Carabinas»como un mero reflejo literario de otrasliteraturas: García Márquez (Cien años desoledad), Carpentier (Concierto barroco)o, en esta península, el Sánchez Ferlosiode las Industrias y andanzas de Alfanhuí.Por lo demás, esta línea de la crónicafantástica es muy antigua e ilustre —yoahora me acuerdo, por ejemplo, de tantosficticios «manuscritos», como los«encontrados» en una botella o enZaragoza y además sé que estas«Carabinas» han tenido una largaelaboración y que hay una vieja edición

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en euskera de la primera parte de estaobra, en la que ya se contiene todo lo queel libro tiene de invención literaria y deestilo peculiar. Pero, sobre todo, losconocedores de la fantasía y el humorpersonales de Marc Légasse loreconocemos, como digo, perfectamenteen esta obra sin necesidad de referenciasliterarias (que, sin duda, también puedenser útiles y convenientes). La obrapertenece, sin duda, a esta familia de las«novelas extrañas», como se las definióen una vieja colección en la que, entreotros relatos, se publicaron los Cuentosde un soñador de Lord Dunsany.

Lo más curioso, pienso yo, de esta«preciosidad» consiste en que se trata ni

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más ni menos que de un panfleto; así comosuena: de un bellísimo panfleto libertario,y que su autor no niega sino que afirma enél su condición militante: no ocultavergonzosamente su «tendencia», comosuelen hacer los escritores de ficción queasocian la presunta calidad de sus escritosal no partidismo: a no «ensuciarse» en loinequívoco de una posición definida yconcreta. Sin embargo, también hay quedecir que la posición libertaria es la másestética de las posiciones políticasposibles. Desde ella se puede respirarcon humor —y este es un libro cargado delírica pólvora y de desbordante humor «elfino polvo de las causas perdidas». Desdeella se puede sentir esa afección cada vez

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más extraña que es la alegría— este es unlibro alegre, rara avis in terra y decir,por ejemplo: «El país recobró suindependencia tradicionalista, libertaria,católica y anarquista. Fue una hermosaépoca de folklore político». Desde ella,también, se puede hablar con nostalgia ysin miedo de «los tristes días sintemporal» y se puede abrigar el proyectono sesudo de «sembrar vientos» con «laesperanza de cosechar la tempestad» de larebelión. ¿Se puede ser así? Claro estáque se puede, por muy insólito que seatener gracia y estar esperanzado en estemundo burocrático.

Si es como yo pienso, en este libro,que es una especie de reflexión fantástica

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sobre los vascos, en forma de fábulaépica —y lírica—, los vascos han dereconocerse en el «absurdo» de la fábula.¿O no? A los vascos y no a mícorresponde decirlo. Escritor castellanocomo soy, y heredero por ello de aquelPata Coja que fue Quevedo y de aquelotro «manco sano» —como él mismo sellamó que fue Cervantes, y así de otroslisiados ilustres, me considero un intrusoenamorado de los vascos, eso sí en estelibro. También un afortunado huésped ensus bellísimas páginas.

Hablando de causas perdidas, he derecordar ahora que no estoy en contra deeste tipo de causas, sino más bien a favor—entre otras razones porque sé que este

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tipo de causas a veces se ganan— y asípude decir en un réquiem popular por unvecino de mi barrio de Madrid que aquelhombre era ni más ni menos que un

bello efectode una perdida causa…

«La vida no es sino una nube de polvoen la que cada cual ve lo que puede», sedice en «Gastibeltsa». También es otrascosas y ofrece una serie de posibilidadesconcretas y casi diríamos científicas, perono vamos a hablar ahora de ello. Légasselo sabe y actúa con esa convicción en suvida práctica, en la que «Gastibeltsa» noes solamente un sueño: tales carabinasexisten en la vida, en su vida, y muchos losabemos.

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Escritor militante, un tanto irlandés, untanto O’Casey, por decirlo de algunamanera, y algo Baroja, y algo ValleInclán, por dar referencias muy diferentes—un vasco anticarlista y un gallegoilusionado por los resplandores de esahoguera—, nos ofrece en su obradeterminadas claves líricas para lacomprensión de este pueblo, «fértil enlocos», como algún vasco dijo (a algúnotro vasco), y muy fértil también encombatientes de la libertad, y también,desde hace algún tiempo, de larevolución: asombro en ese sentido, si node los propios, sí de los extraños.

—¡Querido Légasse, así pues, yo haréese prologuillo! —le insistí por fin con

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entusiasmo, mientras la noche,impregnada de una ligera llovizna, caíasobre nuestro pueblo. Para entoncesalgunas lucecillas se encendían en lascasas y las calles de Hendaya y el tiempoparecía, de pronto, amenazante,borrascoso. Seré un intruso en tu libro,pero no me niegues este placer. ¿Medejas, pues, que lo haga?

—Eso está hecho —respondióLégasse, incapaz de decir no, aunque ensu vida no haya hecho otra cosa—, yademás no serás intruso sino un queridohuésped.

Le di las gracias y nos despedimosfraternalmente, como debe ser.

—Aurrera beti! —exclamé

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alegremente para despedirme.—Gogor aurrera! —exclamó él,

disparando un tiro de carabina haciaMadrid, como es su costumbre. Oí eldisparo a través del teléfono…

Era ya de noche, pero por muy pocotiempo. O por mucho, ¡quién sabe!

ALFONSO SASTREHondarribia, 5 de mayo de 1978.

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PRÓLOGO

A Marc Légasse siempre le hangustado las paradojas y nunca le ha dadomiedo exagerar; entra en su carácter, y ensu estilo decir las cosas de modo tanenorme que la verdad que llevan dentrotermine siempre por estallar y porimponerse, incluso a aquellos lectores quele lean haciéndole recortes «sensatos» y«lógicos». Exagerado y chocante, lo es apropósito: «Su madre había muertodurante el bombardeo de Gernika y a supadre lo había matado un aduanerofrancés. Además, aquel desdichadomuchachito era paralítico»; así empiezauna de las narraciones contenidas en un

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librito de 1946, Les revenes d’un grévistede la faim, escrito en la cárcel de Bayona.Es evidente que un caso tan desdichadocomo el de ese muchacho, vasco, huérfanoe impedido, será difícil de encontrar en larealidad, aunque tampoco sea imposibleen nuestro país, tan sacudido por lasguerras y la represión. De todos modos, laverdad de la situación está ahí, en esesímbolo de nuestro pueblo descuartizadoentre dos estados, amenazado de muerte yreducido, durante largos años, a laimpotencia.

Hoy ya no estamos en 1946, y, por lafuerza de nuestro combate, nos hemoslevantado del lecho de paralíticos. MarcLégasse ha participado muy de cerca en

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esta lucha, conociendo al lado de losrefugiados y de los militantes de EuskadiContinental la comisaría, las huelgas dehambre, los registros, la angustia ante lasamenazas de la extrema derecha.Preocupado por la continuidad históricade la personalidad vasca, nos hace pasare n Las carabinas de Gastibeltsa de lasguerras carlistas a estos últimos años. Y,curiosamente, es un enorme tomo de Elimposible vencido quien sirve de antorchatransmitida de generación a generación:para el autor, si no me equivoco, laimportancia de nuestra lengua, deleuskera, no es lo único que se oculta entrelas páginas de la obra de Larramendi; hayotro imposible que los sensatos y los

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lógicos consideran invencible,relegándolo a unas invocaciones ritualesque poco tienen que ver con la luchacotidiana. Se trata de esa Euskadiindependiente, unida, euskaldun y, por quéno, sin estado y sin propiedad privada.Para Légasse, que se proclama anarquistay descendiente de corsarios, hay objetivosque no son ni imposibles ni utópicos, sinoactuales e instrumentos para, la acción. Yasí se lanza a escribir, una vez más, paraque se enteren de que nunca nosliquidarán y de que liberaremos el país.

BELTZA

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«Pabellón de los piratasdel mar cantábrico,bandera de los mutillakdel cura Santa Cruz, yemblema de larevolución anarquista, larebelión anda siempreen el País Vasco, a lausanza de su tradicionaletxeko anderea , vestidade negro.»

BUENAVENTURADURRUTI (carta a

Likiñano)

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PRELUDIO

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Mi tío era pelirrojo. Cuando venía acasa a traerme sus regalos (un caballo demadera y una escopeta de perdigones), losgatos se escapaban al tejado. Entonces mimadre, como si nada, le ofrecía chocolatede Bilbao en unas tazas de porcelana deRentería.

La especie humana es bastantegregaria. Pero mi tío no imitaba a nadie.Recuerdo que enarbolaba un paraguasrojo, un ropón verde, unas albarcaslaceadas con cordones de cuero y unoscalcetines de lana blanca. La gente sequedaba pasmada. Yo, ni mucho menos.Más orgulloso que Don Rodrigo en lahorca, le daba la mano. Con su puño libre,mi tío pelirrojo golpeaba el viento de alta

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mar y hacía brotar llamadas a la rebelión,caballos locos, sueños con lomo doradocomo canciones de gesta. A mi madre estono le gustaba nada. «¡Acabaréis por tenerlíos!» profetizaba, alarmada. Esto a mí metraía sin cuidado. Pero por respeto a laverdad mi tío precisaba: «¿Qué dices deacabar? Nosotros continuamos», ycorríamos por la arena mojada, mirebelde tío y yo, sin nada y tan tranquilos.Por la noche, a la luz de unas velas hechasen el convento de Hondarribia, mi tíoredactaba unas crónicas del tiempopasado en el euskera de los pescadores.Utilizaba para su manuscrito cierta tintablanca que se blanqueaba, con la lunallena, en unos grandes barriles de roble

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del Jaizkibel. Su escritura, segúnpretendían los expertos en caligrafíacomparada, no era inteligible más quepara los fantasmas, los niños y los locos,porque ellos saben reinventar el texto amedida que lo leen. Para colmo, estascrónicas estaban ilustradas conminuciosos grabados al estilo de Epinal,con los cuales las rederas del vecinopuerto bordaban unos largos tapices enpunto de cruz, que una vez al año secolgaban de los muros de un patio concolumnas, frente al mar. En medio delpatio se alzaba un surtidor llamadoSirrimirri, que cantaba las siete primerasnotas del Gernikako Arbola, las nochesde viento sur, y lloraba, el seis de abril,

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día del aniversario de la muerte deIparraguirre, de sol a sol, sin cesar.

Mi tío me enseño primero a fabricarunos monigotes de papel chupado verde-blanco y rojo, que con un impulso delíndice derecho mandaba hasta los puestosde aduanas, allende el jardín; después acazar mariposas. Mi padre, armador dealtura y sonrisa de bonanza, habíarepoblado el fondo de la finca con unosbrotes del roble de Guernica con aureolasdoradas. Allí retozaban, al comienzo de laprimavera, después de las lluvias demarzo y con el viento de abril, unasmariposas tan verdes, blancas y rojascomo los monigotes de papel chupadosobre los puestos de aduanas. Mi tío las

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perseguía por el bosque guerniquéssalmodiando el antiguo lema foral delSeñorío de Vizcaya: ¡Se obedece, pero nose cumple!… y, naturalmente, hacía de sucapa un sayo. Además, mi tío sostenía quesus ideas eran tan evidentes, que, una vezmanifestadas, no le restaba sino hacer unareverencia, escuchando los aplausos,como al final de una ópera, fuera de todadiscusión. «Acaso sea barroco, añadíapara mí, pero ¿no es el barroco tan vascocomo el vasco es barroco?». Y mearrastraba más y más a la caza demariposas.

Una noche en que, por casualidad, nollovía, mi tío me leyó, a la luz de undeslustrado quinqué vizcaíno un poema

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apócrifo que dice lo que sigue:«Alabado sea el pueblo que, por amor

a una lengua sin diplomas y a un país sindiplomáticos, no tiene cabida ni en laHistoria ni en la Geografía, ni tan siquieraun banquillo en el concierto de lasnaciones. Tan invencible como el vientodel desierto, pasa por las dunas de lossiglos, elegante y discreto, sin dejar máshuella que el albatros sobre las olas delmar. Pobres mortales, solo lo impalpablees inmortal.»

El lector suspiró, apagó el quinquéroñoso de Txatxarramendi ypermanecimos en la noche oscuraescuchando cantar a Sirrimirri sucantilena en el patio de los cuatro vientos.

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«Quizá esté equivocado, pero elsurtidor suena casi afinado. Entonces ¿porqué no proseguir con la caza demariposas?» —concluyó mi tío,suspirando un semitono más bajo queSirrimirri.

Mi tío tenía a su servicio un criadomecánico llamado Ekarri Sopa (SirveSopas) al que se le daba cuerda por laespalda con una llave de bronce y quesabía hacer de todo. Planchaba, cosía,barría, cocinaba y servía la mesa a laperfección. Usaba zapatos de charol conhebilla de plata, largas medias caladas deseda azul, calzón de raso verde, chaquetaroja a la francesa y pechera adornada conchorrera de puntillas.

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Una vez al mes, lo ponían a remojo enuno de los grandes barriles de roble delJaizkibel destinados a blanquear la tintade las Crónicas del tiempo perdido; luegolo ponían a secar al sol, después de haberengrasado con aceite de nuez lamaquinaria situada en su espalda. EkarriSopa, si se le daba cuerda con una clavede sol, que mi tío guardaba como oro enpaño en un cofrecito de madera de lasislas, sabía también tocar el pianoforte, laviola de gamba y la txalaparta. Surepertorio no comprendía más que piezasde música clásica, siendo sus mejoresinterpretaciones las fugas en re menor delPadre Donosti, que solía tocar en fila ysin pausa durante nuestras largas veladas

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de invierno.Las noches en que los copos de nieve

danzaban una ronda escarchada alrededorde la columna helada de Sirrimirri, EkarriSopa nos ofrecía un alegre recital deminuetos y rigodones compuestos en eltiempo de los Caballeritos de Azkoitia,que nos impulsaba, a mi tío y a mí, a un«paso de dos» rococó en el comedor, almismo ritmo que los copos en el patio.Entonces Sirrimirri llegaba adescongelarse y a entonar con un chorrotembloroso la alegre marcha del marquésde Abra-Kadabra en mi bemol mayor. Losvecinos no salían de su asombro y creíanestar soñando.

Durante toda su vida, Ekarri Sopa se

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negó en redondo a abrir la puerta a lasvisitas vestidas de uniforme: policías,militares e incluso carteros. De tal maneraque estos últimos, inocentes mensajerosde buenas o malas noticias, echabanapresuradamente nuestro correo por unaestrecha ranura abierta entre tres clavosde hierro forjado, y luego tocaban lacampanilla murmurando bajito: «¡Yaestá!», como cuando se juega al esconditecon un adversario invisible y presente,antes de darle la espalda de puntillas.

Por lo que se refiere a los otros dosoficios, en cuanto daban un tirón a lacadena de la campana, la casa de mi tíomudaba del gris oscuro al gris renegrido yse descascarillaba en toda la anchura de

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la fachada. Aparecían tres rendijas enforma de espada, de donde salían sietelagartijas con la cola verde y roja, que,encaramadas en la cimera de un escudo demármol blanco, les sacaban a losimportunos siete lenguas bífidas.

«Nadie contesta y la casa amenazaruina» —escribían en sus informes a lasautoridades los sorprendidosinvestigadores.

—Sí, por cierto. Nuestra casa losarruinará y no es una amenaza en vano,confirmaba mi tío mientras proseguía conla ilustración de sus crónicas del tiempopasado. «Te bastará con llevar lo más altoposible los colores de nuestro paíscuando recojas este pincel para la crónica

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del tiempo futuro» —añadía para mí,pensando en las musarañas del tiempopresente sin la menor vergüenza.

Ekarri Sopa tenía una forma muy suyade manifestar su disconformidad cuandoservía la mesa y la conversación ledesagradaba. La llave de bronce que, a lolargo del día, giraba lentamente en suespalda escarlata, con un imperceptibleruido de carraca, emitía entonces unos¡krak, krak krak! cada vez más sonoros.Parecía la cantinela de un molinillo rojodando vueltas a pensamientos negros. Eraabsurdo y, mirándolo bien, paradójico.Los comensales perdían el hilo de laconversación, lo buscabandesesperadamente en sus vasos de vino y

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luego, embriagados, se volvían de nuevograciosos. Cesaba el ¡krak, krak krak! deEkarri Sopa y la comicidad volvía aponer un feliz desorden en nuestraspalabras. Aquello nos maravillaba.

Los invitados de mi tío llegaban muy amenudo de noche. Barbudos como el CheGuevara, pasaban rasurando los muros y,con el fin de disimular sus anteproyectosde rebelión, lucían unas largas capascolor muralla de las que apreciaban eldiscreto confort. Las colgaban en unropero de cedro del Líbano que olía apólvora la víspera de una insurrección. Aeste armario se le llamaba Ixilik(Silencio) porque se cerraba sin decirpalabra ni hacer el menor ruido. Es allí

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donde guardábamos los recuerdos delverano antes de regresar a la ciudad. Másadelante, cuando mi hermano menor murióen la guerra, encontré una tarde de otoñosus recuerdos de infancia, llorando, en elrincón más oscuro de Ixilik. Estamparomántica y destino frustrado.

A las doce en punto de la noche, alclaro de luna, el pájaro Kili-kolo venía asilbar una fuga en si menor en el vientodel patio. Reinaba entonces un silenciotan perfecto en el comedor que incluso lallave de bronce de Ekarri Sopa dejaba degirar en su espalda. Recostado en elbargueño de acacia de San Pedro deMiquelón, nuestro fiel servidor seguía lamelodía del pájaro-lira marcando,

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melancólico, con su mano derechaenguantada en seda crema, un compás deltres por cuatro.

«Kili-kolo no debería cantar tan altotodos nuestros secretos», refunfuñaba mitío pelirrojo, rogándole a Ekarri Sopa queabriera las compuertas del surtidor en elpatio. De nuevo resonaba la gloriosamarcha que don Félix Abra dedicó a doñaCorona Kadabra el día en que el SantoPadre los hizo marqueses pontificios.Kili-kolo echaba a volar dejando las notasde su balada prendidas en un par decortinas de encaje calado que habíanservido de vestido de boda a una joventan altiva que su novio murió de angustiaesperando el «sí» al pie del Altar Mayor.

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Desde entonces se veía a través de losencajes de la desconsolada viuda uncaballo negro que trotaba, con el hocicobajo, mecido por la brisa del noroeste, yun corcel blanco que galopaba en el cielocon tiempo de viento sur.

—Las leyendas y las gestas de nuestrahistoria se insertan en la escritura de unaepopeya tan llena de contrastes que se lecoge mal el hilo. El viento de la derrotaalza con el mismo aliento el polen de lainsurrección. Como último eco de lasbombas que destruyen Guernica, haceexplosión la carga que fulmina a Carrero.Apenas han dado las tres del ViernesSanto y ya repiquetean las campanas dePascua anunciando nuestra próxima

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resurrección. ¡Pasión de un pueblo que nose resigna! ¡Semana Santa de una rebeliónque no acaba nunca! Así hablaba mi tíopelirrojo. Una vez terminado el relato (oel recital), despedíamos cortésmente acada uno de nuestros invitados en lapuerta de entrada, y luego, con la ayuda deEkarri Sopa, apagábamos las velas portodo el patio.

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PRIMER MOVIMIENTO

(1833-1839)

ALLEGRO

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1

Santi Gastibeltsa, que fomentó larebelión en Bertiz Arana durante laprimera insurrección vasca, fue alcanzadopor una bala perdida el 5 de mayo de1837 en los alrededores de Elizondo. Lollevaron en litera hasta el pueblo deLegasa donde, después de dos días deagonía, expiró su alma de guerrillero alviento de las montañas que enloquece. Suslugartenientes revistieron su cuerpo conu n frac negro y depositaron sobre supecho el collar de oro y cruces laureadascon que le había condecorado elpretendiente carlista, a su entrada enSunbilla. El mismo día, Íñigo Picandia,

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con un cortapapel de plata labrada, cortóel cuello a su guardián y se escapó delayuntamiento de Rentería. En lo másrecóndito de un callejón oscuro, hizoceder, con un empujón de hombro, unaventana con las persianas podridas, ydesapareció. Estaban dando las siete enLegasa y en Rentería. Y, como decostumbre, estaba lloviendo.

El alcalde de Legasa hizo elinventario de la herencia del difunto quese componía, en total, de cuatro carabinas,un par de pistolas, un sable, una espada ysiete monedas de oro con que le habíaabastecido el estado mayor carlista a sumarcha de Elizondo. El resto, SantiGastibeltsa lo había repartido, la

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antevíspera de su muerte, a los ochopartisanos que llevaban su litera. EnBasauri dejaba mujer, originaria deBilbao, y tres hijas en edad de merecer.Acababa de celebrar su cuarenta y seiscumpleaños. Íñigo Picandia, que todavíano tenía veinte años, descubrió en la casadesierta cuatro jamones envueltos en unatela con ribetes rojos y verdes, unagramática vasca con cantos dorados,encuadernada en piel, y también sietebotellas de vino moscatel cosechado aprincipios de siglo. Dando un mordisco enel gollete, descorchó la primera que lecayó a mano, y se fue al salón para leer agusto:

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EL IMPOSIBLEVENCIDO

Arte de la lenguabascongada

por el Padre Manuel deLarramendi

Salamanca. Año de 1729.

El texto bailaba ante los ojos delsediento lector unas prestas rondaslingüísticas. A cada sorbo de vino, lasformas verbales alcanzaban mediantecabriolas de funámbulos gramaticales lacúspide de las páginas y luego,proyectadas por el sistema de conjugaciónsintáctica que facilita los saltos de la

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lengua vasca, alzaban el vuelo hacia elarco iris perfectamente curvo del euskera.«Así, meditaba el partisano carlista, alver las frases euskérikas mezclarse conestampas de baile campestre en el techopodrido, así sucede con las figuras denuestros bailes folklóricos, donde los pieshacen piruetas lejos del suelo y las manosse tienden hacia las estrellas.» En elclaroscuro salón de la vieja casarenteriana, la gramática vasca del PadreLarramendi hacía que el euskera cantaseen la mente del joven Picandia como undirector de orquesta hace cantar a su coralbajo las bóvedas de una capilla barroca.«¡Es el himno más preciso a la gloria denuestro pueblo!», pensó. Y se durmió sin

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más.Desde un convento de Carmelitas

descalzos, situado en las cercanías, elmonaguillo que tocaba la campanilla alpie de una vidriera desoldada por unbombardeo, había visto a Íñigo forzandolas persianas del postigo. Era mudo desdela noche de otoño en que una carga decañón había estallado a la cabecera de sucama, y ahora guardaba su secreto. Por lodemás, como todo hijo de un pueblo eninsurrección, era rebelde al ordenestablecido por los extranjeros. Bajo elroquete de puntillas, su corazón latía porel desconocido y, entre dos genuflexiones,su ingenio discurría los medios deprestarle ayuda. Al final del oficio,

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sustrajo una caja de galletas de Rentería,penetró furtivamente en el edificocontiguo y descubrió a Íñigo, dormido,libro en mano, con un vaso a su lado en elsuelo.

Una vez que hubo despertado, elfugitivo devoró las galletas y entre dosbocados reveló a su visitante que, enejecución de órdenes del estado mayorcarlista, acababa de trazar un plano delfuerte de Pasajes cuando fue interpelado,a su entrada en Rentería, por una patrullaenemiga. Habiendo sido encarcelado,consiguió huir y después ocultarse en estacasa abandonada. «¿Se le podría ayudar acruzar las líneas?» «¡Sí!», asintió con ungesto el niño mudo que se fue, en el acto,

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en busca de un hábito para que sedisfrazara. Así vestido, Íñigo Picandia ysu acompañante, todavía armado con sucampanilla, recorrieron la ciudad decalles desiertas. Llovía. En Legasa, elpretendiente rebelde, rodeado de seisayudas de campo con guerrera negra yboina roja, lloraban la muerte deGastibeltsa. Las lágrimas rodaban por lasmejillas lívidas de don Carlos, comoperlas de corona cayendo de su engarcedorado, y luego iban a adornar, con sublancura apenada, la cruz de Jesucristosobre el corazón del guerrillero.

El falso fraile y el monaguilloauténtico franquearon las líneasgubernamentales. Caminaban a grandes

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pasos, con las sotanas pegadas a laspiernas, las capuchas cubriéndoles elrostro y la campanilla del ayudante demisa cada vez más afónica bajo lasráfagas de lluvia. Como se suponía quellevaba el viático a algún caserío perdidoentre las líneas rebeldes y la plaza de SanSebastián, Íñigo, a falta de SantoSacramento, palpaba bajo su hábito elplano del fuerte de Pasajes. Se reía comoun bendito bajo el chaparrón, con su manoderecha sujetando entre sus dedoscrispados la mano izquierda del pequeñocampanero engañabobos.

En una posada, los fugitivos sedespojaron de sus hábitos monásticos ylos quemaron sobre tres leños en el hogar.

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Les sirvieron una tortilla de pimientos, unqueso de cabra, un pan de maíz y unagarrafa de vino clarete. Cuando estabanterminando la comida, una berlina tiradapor cuatro caballos blancos se paró justodelante de la puerta. Cochero y postillóndepositaron en la sala un equipaje conescudos grabados, y el viajero, un gigantede largos cabellos sobre la nuca, sepresentó como el príncipe FedericoKrytwitski, licenciado en filología.

—Nací en los confines de Polonia yLituania, en un país de ciénagas, debosques, a principios de este siglo. Unaspredisposiciones ciertas para el ensueño yuna especie de atolondramiento lunarfrente a la vida, han hecho de mi infancia

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un sueño de brumas perdido. La región sepresta, por otra parte, a cierta confusiónétnica, geográfica e histórica. ¿Dóndeacaba Polonia, dónde empieza Lituania,con qué derecho los rusos se esfuerzan enasimilar estos pueblos? Otras tantaspreguntas que no plantean los niños depecho pero que dan a la leche que mamanun sabor a rebelión. ¡Ustedes, los vascos,bien que lo comprenden!

Federico Krytwitski se desabrochó lalevita y brindó con Íñigo y con suadormecido monaguillo.

—El día de mi quinto cumpleaños, elemperador corso Napoleón Bonaparte noscanjeó una apariencia de soberanía por lamás bella prima de mi parentela: ¡pobre

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María Walewska! Desgraciadamente,ustedes lo saben, ese momento desemilibertad se ahogó con JosepPoniatowski en las aguas del Elster.Trajeron, hasta nuestras marismascercadas de árboles, a mi padre en suuniforme sucio de barro, manchado desangre. Hizo que lo llevaran al dormitoriode honor, donde la tradición dice que enPolonia nacen los primogénitos, y allí,volviendo su rostro contra la pared,exhaló el último suspiro, con la manocrispada sobre el pomo de su sable decaballería. Y después, hace siete años, elpríncipe Adam Czartoryski, desde lo altode su cuello almidonado, proclamó laindependencia de Polonia en la gran Plaza

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de Varsovia. Revestí el uniforme delancero que había usado mi padre y partí,a mi vez, a la guerra. Combatimos durantemeses contra el ejército ruso, esperando,en contra de cualquier esperanza, unsocorro de Europa. Ustedes lo saben: nollegó y nuestra rebelión fracasó una vezmás. Los restos de nuestro ejércitoalcanzaron las provincias de Poloniaocupadas por los austro-prusianos, pueshemos sido, igual que ustedes lo fueronantaño, sorteados y repartidos entre laspotencias (así ocurrió con el vestido deCristo, jugado entre los centuriones, y estacomún referencia bíblica nos honra). Lasautoridades de ocupación alemana,temiendo que sus administrados siguieran

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nuestro ejemplo o compartieran nuestrasideas, nos expulsaron de Poloniaoccidental. Fue entonces cuando tomé,como tantos de mis desgraciadoscompatriotas, el camino del exilio. Mifamilia, por suerte, poseía en el extranjerounos bienes cuyas rentas me permitieronllevar una existencia a mi gusto. Meinscribí en la Universidad de Dresde ydurante cinco años estudié filología. Unanoche, Guillermo de Humboldt me hablóde la misteriosa lengua que habíadescubierto en los Pirineos. A su estudiome he dedicado desde entonces. Por esoestoy aquí: para defender el vascuence ypara hablarlo.

Llovía a mares. El niño mudo, cuyos

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bucles se tornaban rojos con el resplandorde las llamas, dormía cerca de un fuegode sarmientos que el cochero del príncipey su postillón atizaban a grandes golpescontra la humedad. Al pie de una barricaabombada como su tripa, el posaderodormitaba, pero su instinto, afilado comoun aguijón, vigilaba con olfatoinconsciente el servicio a los clientes.

Tres disparos, amortiguados por lalluvia, restallaron a lo lejos. Abriendobruscamente la puerta con el hombro, unoficial carlista penetró en la posada conla mirada extraviada y el traje empapado.«¡Auxilio!», profirió cayendo cerca delfuego. «Y, por amor de Dios, ¡denme debeber!» Federico Krytwitski lo hizo

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cortésmente y luego, designando con ungesto de barbilla el niño dormido, añadióllevándose el índice a los labios: «Nohaga tanto ruido. Vamos a ayudarle». Deun cofrecito de cuero de Rusia, grabadocon la corona principesca, sacó cuatropistolas que repartió a la redonda; sequedó con la última arma para su propiouso y se abalanzó fuera de la posada, a lacabeza de un descabellado tropelcompuesto por Íñigo Picandia, el oficialcarlista y el cochero de la berlina,gritando: «Por el vascuence, por los quelo hablan y sus derechos ¡adelante!» Tresjinetes, sorprendidos por esta repentinacarga, cayeron boca arriba desde susmonturas y fueron hechos prisioneros. Los

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vendaron a la ligera, antes de encerrarloscon siete llaves en el fregadero de laposada. De vuelta a la sala principal, elcarlista empezó a contar:

—Mi padre usaba bicornio y mimadre lucía una cariota de sedaaterciopelada. Vivíamos muy felices enuna vasta mansión donde todos los vientosde alta mar barrían el salón y allísolíamos comer frutas escarchadas. Por lanoche, gatos encaramados en lo alto delos divanes maullaban bajo los retratos deGrandes Gonfaloneros de rostropatibulario. Era yo un niño macilento, sinproblemas ni modales, que caminabadescalzo por el arenal del Lido, pues soyveneciano y me llamo Fabricio

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Biancolara, para ayudaros, monseñores, aservir a don Carlos.

El príncipe tendió la garrafa de vinoclarete al oficial carlista y le rogó amedia voz:

—Continúe usted, Fabricio, pero conun ritmo menos stacatto. Se le sigue condificultad.

—¡Ay de mí! Por haber nacido en laplaza San Marcos, soy hijo del barroco ydel rococó, y por tanto mi lógica sedesarrolla según bases estrafalarias;déjenme, pues, que les cuente cómo seperdió mi hermano pequeño, ya que esteepisodio de mi más tierna infancia puedeservir de prefacio al relato de nuestrasaventuras. Sepan primero que en el papel

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de nuestra habitación con sus dos camasgemelas, se balanceaban unas vivarachasseñoritas mecidas en columpios pormarqueses empolvados, con tricornio yguante blanco, mientras se alejaban en lomás intrincado de los cañaverales algunaszafias góndolas movidas a pértiga porpobres pilluelos con los pantalones rotos.Cuando la aya, una extrajera angulosa demejillas violáceas, nos hacía rabiar, nosdespedíamos a la francesa y escapábamosal fondo del papel, para no volver a salirhasta la hora de comer. Una noche, mihermano Yago, harto de la miss, raptó auna muchachita de su columpio, cogió unade nuestras góndolas y se marchó parasiempre allende los cañaverales. Ya no

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hubo, desde entonces, a la cabecera de micama más que un blanco en la pared y unvacío en mi alma. Es así, amigos míos,como se perdió mi hermano pequeño ytodavía no hallo consuelo. Solamenteaprendí en aquella ocasión que es mássano evadirse fuera de la insulsa realidadque resignarse a ella por cobardía.Cualquiera puede partir a la aventura enel papel de su cuarto de niño. Faltándomemi hermano, me fabriqué una familia contodos los rebeldes de nuestro continente.Seguí a Lord Byron que reclutaba a lolargo y a lo ancho de Italia voluntariospara liberar Grecia. Yo vivía en lasiniestra mansión de columnas podridas yescaleras bamboleantes que le habían

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asignado, como alojamiento, los jefes dela rebelión griega en Missolonghi. Cuandoallí exhaló su último suspiro, regresé aItalia donde nuestra lucha por laindependencia de Grecia había suscitadonumerosos ejemplos, entré en laorganización de los «carbonari», luchépara unificar y liberar a mi pueblo; tuveque huir. Me enteré en Marsella de quelos vascos, como los italianos, los griegosy los polacos combatían para defender suidentidad y, por tanto, recobrar suindependencia. Decidí ayudarles.

—Somos, pues, hermanos por eldestino, Fabricio, y es Yago quien leconduce hasta aquí, en la góndola depapel pintado que en otros tiempos robó

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de la pared de su cuarto, concluyó elpríncipe, reclamando con un elocuenteademán una garrafa suplementaria de vinoclarete.

—Estoy tan convencido como usted,querido amigo, pero don Carlos tambiéntiene algo que ver en esto, puesto que esél quien me ha dado la orden de levantarun plano del fuerte de Pasajes. Pero ¡ay!mi mala suerte ha despertado la atenciónde una patrulla, y ya conocen ustedes lacontinuación. ¿Habrá naufragado lagóndola de mi hermano?

Íñigo Picandia se estiró y luego,agarrando a Fabricio por los hombros, letranquilizó:

—¡Consuélese, Biancolara! Aunque su

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hermano, el gondolero, haya desaparecidoen el papel de su dormitorio, su plano estáescondido en el forro de mi traje.

Sumando el gesto a la palabra, eljoven se quitó la levita, y con la ayuda deun cuchillo, empezó a descoser el lustrosoforro de raso. Habiendo llegado a laaltura de un bolsillo, retiró el volumen de«El imposible vencido» que le molestabaen su tarea y se lo tendió a Krytwitski:

—¡Tenga! He aquí, sin duda, lo quebusca usted. Luego desplegó el plano delfuerte de Pasajes y se lo ofreció aBiancolara.

El príncipe polaco y el carbonarioitaliano, inclinado cada uno sobre surespectivo documento, fruncieron él ceño.

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Prender el fuerte o aprender el vasco lespareció, de pronto, tarea mucho máscomplicada de lo que imaginaban. Hastaeste punto habían llegado en su labor deacercamiento, cuando un obús penetró porel tejado, hizo carambola con el cochero yel postillón y los dejó muertos en redondosobre el hogar. Federico Krytwitskiarropó con su abrigo al muerto, lo tendiósobre los cojines de la berlina y colocó«El imposible vencido» sobre el pechodel niño desmayado.

Mientras Biancolara enrollaba elplano del fuerte de Pasajes y lo recogía enel interior de su guerrera, Picandiaresucitó, de un remojón con la garrafa, alposadero que yacía atontado al pie de la

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barrica, Cuando volvió en sí, el príncipele entregó algunos escudos de oro, enpago de la comida, la bebida y losdesperfectos. Tras lo cual los treshombres se encaramaron velozmente en elasiento del cochero y, con un gestorápido, Íñigo cogió las riendas delcarruaje.

—Vayamos a Txapel-Gorri donde mipadre domina los acantilados al final dela ría de Guernica. Nuestros barcosdesembarcan allí armas de contrabando enuna antigua pesquería.

Bajo el aguacero, en la oscuridad,Krytwitski vociferó, entre dos ráfagas deviento, al oído de Picandia: «Los vascosrecobrarán su independencia antes que

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Italia y Polonia. Entonces ¡acudan ennuestra ayuda!». Pero Íñigo ya no oía. Elviento y la lluvia arrastraban las palabrasdel príncipe como gaviotas perdidas en latormenta. En el interior de la berlina, elmudito, con la gramática del PadreLarramendi abierta de par en par sobre supecho, soñaba con un hombre andrajosoque corría por una playa, con los brazosen cruz, y gritaba Dios sabe qué, pero logritaba con tanto ardor que sus palabras,chilladas a pleno pulmón, retumbaban enlas olas, hasta convertirse en un rumor tanprofundo como el murmullo del rompienteen el mar: mísero vagabundo a la deriva,que se hundía en lo más denso de losremolinos de arena, agitando sus flacos

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brazos recubiertos de paños raídos ygritaba, gritaba desesperadamente hacia elcielo, Dios sabe qué… Perdido en susueño, el monaguillo, pertrechado de sucampanilla, perseguía al desesperadoperegrino por la nave de una catedralsepultada, sin poder alcanzarle nicomprender una sola de las palabras queclamaba, a voz en grito, en medio del granruido de los órganos, del mar y del viento.

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Al alba de una mañana con arco iris,los caballos se internaron bajo unabóveda de magnolios que subía hacia unacasa cercada de encinas. Íñigo losembridó frente a la escalinata y preguntóal jardinero, que rastrillaba con arte ylentitud la grava del jardín, el nombre deldueño de la casa.

—Estanislada de Gastibeltsa, nuestraama en persona y ninguna otra. ¡Dios laasista!, respondió el viejecillo soltando surastrillo.

Se caló la boina negra sobre sus ojosazules ribeteados de púrpura, y luegoindicó a los tres hombres y al mudito que

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le siguieran hasta la capilla, pues estabasonando la hora de la misa con la queEstanislada iniciaba cada uno de sus días.

—Esperaremos al pie de estosgrandes árboles. No es decoroso entrar enun santo lugar mojados y polvorientoscomo nos encontramos los cuatro, seexcusó el príncipe.

El jardinero replicó que, de todasmaneras, la señora de Gastibeltsa vendríaa saludar a sus huéspedes al final deloficio. Se oyó repicar una campanilla. Elmudito sonrió.

—Es un monaguillo, comentó Íñigo.Ha estado tocando durante todo el camino,desde su convento de Rentería hasta laposada de nuestro encuentro, para

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hacerme pasar por un fraile portador delsanto sacramento. Gracias a suprotección, el plano del puerto de Pasajesestá en sus manos, añadió dirigiéndose aBiancolara.

Al salir de la capilla al pie de losárboles que ceñían su casa, Estanislada deGastibeltsa apareció a los tres hombrescomo un soplo del bosque después de lalluvia. En un susurro discreto, anunció asus huéspedes que su primo, SantiGastibeltsa, había muerto a consecuenciade sus heridas, la víspera, a las siete de lamañana, y luego desapareció, llevando desu mano, enguantada de seda, al niñomudo, que regresó provisto de una caja dechocolatinas con la tapa cubierta de

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dibujos.Eran, en este caso, unos sabrosos

bombones de pistache, elaborados enTolosa por un refinado pastelero llamadoLutxo Gastambide. En un primer oficio ydurante años de riesgos y peligro, LutxoGastambide se dedicó, de modo muyactivo, a la trata de negros. Recorría losocéanos en busca de aventuras insólitas,pero no obtuvo más que pésimosresultados en este terreno tan especial. Enefecto, jamás les ocurría nada malo a losbarcos en los que se enrolaba. Los negrosrelativamente bien tratados no provocaronningún motín y, ni una sola vez, lasunidades encargadas de la represión deeste comercio horrible inspeccionaron los

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barcos en los que navegaba. Por fin, unatarde, cuando en compañía de tresmarineros, dos de Pasajes y uno de Lezo,saboreaba una taza de chocolate en unaconfitería sita en los muelles de LaHabana, se encontró bruscamentemezclado en una riña de clientes quedegeneró en furiosa batalla entre variasdocenas de habitantes del barrio. Lapastelería, muy afectada por estalamentable peripecia, sobrevivió durantealgún tiempo, con la esperanza de reponerlas tazas rotas, pero de repente se fue a laquiebra. El negrero, gracias a los ahorrosque había acumulado pacientemente consus ganancias en la trata de negros, lacompró y, desde la firma del contrato, vio

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su existencia totalmente renovada. Nopasaba semana, en efecto, sin queestallara una trifulca en suestablecimiento. Los camorristasostentaban entonces unas caras tanmaculadas de chocolate que Gastambidepodía imaginarse de nuevo en la cala deuno de sus antiguos barcos especializadosen el tráfico de «madera de ébano». Estasriñas, que oponían a partidarios deldominio español contra patriotas cubanos,le dieron mucho que pensar, y comprendióde pronto que, él mismo, siendo vasco, noera más que un esclavo español. Decidióque sus hermanos de raza se beneficiasende este descubrimiento debido al fortuitoencuentro de la trata de negros y del

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chocolate, regresó a Tolosa, su pueblonatal, y bautizó a la pastelería que pudomontar gracias a la práctica adquirida ensu segundo oficio:

«El negrito resucitado»En la tapa de las cajas de su pastelería

se perfilaba un negro surgiendo de unatumba, levantando la lápida sepulcral conuna mano mientras con la otra lanzaba unalluvia de chocolatinas de pistache sobreuna muchedumbre de blancos jolgoriososy agradecidos.

Tales fueron las explicacionesbiográficas y tipográficas que Estanisladafacilitó a los tres hombres cuando sereunió con ellos en el salón deGastibeltsa. Surgió el jardinero,

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desorientado y perplejo, anunciando queuna tropa de húsares patrullaba por losalrededores en persecución de una berlinatirada por cuatro caballos. Tres oficialesliberados en el fregadero de una posadacon el techo aplastado se quejaban de losocupantes de dicha berlina. Esto era almenos lo que le había confiado, bajopromesa de secreto, un mercachifle amigosuyo, vendedor de cerillas y de piedraspara chisquero.

Estanislada de Gastibeltsa propuso, alpunto, conducir a los tres hombres y almudito a casa de un primo lejano, quevivía en un romántico torreón almenado,perdido en las montañas. La damita,provista de una caja de «El negrito

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resucitado» con el mudo que apretabaentre sus manos «El imposible vencido»,se colocaron en el interior de la berlina, ylos tres hombres treparon a toda prisa enel pescante. Criados y jardinero, en filaindia, vinieron a saludar a su jovenseñora, muy inquietos de verlacomprometerse en semejante aventura,con tres desconocidos sin oficio nibeneficio y un niño sin voz ni voto.

—Evite las corrientes de aire: ¡esusted tan frágil! le suplicaron, entregandoa los viajeros las cuatro más bellascarabinas de Gastibeltsa: una para cadahombre y la última para el mudito.

—Tened cuidado con los magnoliosque hemos plantado alrededor de la

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capilla y de las dos alas de la casa. ¡Nodejéis nunca de hablarles vascuence enlas noches heladas, las mañanas de muchoviento y al crepúsculo de los días delluvia!, les contestó, perentoria,Estanislada.

Después, con su pañuelo de encajesde guipur, dio la señal de partida:

—¡Que Dios nos guíe, caballeros!—¡Y que se vaya al diablo el

enemigo!, concluyó Íñigo a media voz,haciendo restallar en el cielo el látigo delcochero.

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El dueño del torreón recibió a susvisitantes con el pincel en la mano y lalupa ante el ojo. Pasaba lo mejor de susdías y gran parte de sus noches retocandounas miniaturas de pesca a la ballenarealizadas sobre minúsculos medallonesde marfil de elefante. Abrazó a su prima,saludó a los tres hombres y, levantando almudito en sus brazos, se llevó a losinesperados huéspedes hacia las puertasde su taller. Después de haber instaladocómodamente a todo el personal, empezóasí:

—Aprendí a dibujar en Dublín, ciudadnatal de mi madre. Cuando mi padre,

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hombre austero, ocioso e insociable,murió en este torreón, alegre en veranopero gélido en invierno, mi madre,congelada por las penas y las corrientesde aire, me envolvió en un mantón deConnemara y me llevó a Irlanda a casa demis abuelos, cuya casa se calentaba concarbón de turba durante todo el año. Misabuelos odiaban a los ingleses y cadadomingo, tirando la casa por la ventana,invitaban a tumultuosos ágapes aO’Connell y a los paladines de unaIrlanda gaélica e independiente. Hace seisaños, como ustedes sabrán, O’Connell fueelegido diputado; Dublín echó lascampanas al vuelo y esa noche de abril de1829 nos laureó de alegría. Pero ¡ay!

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Durante un mitin en el Trinity College, mimadre fue golpeada tandesafortunadamente por un policía inglésque falleció, esa misma noche,conjurándome para que yo regresara aquí:«Tu pueblo, Stefan, requiere la ayuda detodos sus hijos. Nosotros, los irlandeses,parlanchines e insolentes, siempresaldremos adelante. Los vascos, ya losabes, son tímidos, discretos y…, pororgullo o terquedad, nunca se atreven apedir nada a nadie. Así es como se pierdetodo. Ayúdales a gritar».

Una vez terminado su discurso, eljoven artista, que llevaba con soltura ytalento el prestigioso apellido de losGora-Lilli, ofreció a sus invitados una

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botella de aguardiente que un molinero,simpatizante de los rebeldes, elaborabaclandestinamente en su molino perdido enel fondo de los bosques, para sostener lamoral de los esforzados carlistas.

Para ilustrar sus minuciosas obras dearte, Stefan Gora-Lilli se inspiraba en losgrabados de La Enciclopedia, de la que supadre había adquirido los treinta y trestomos a pesar de los avisos yamonestaciones del clero local. Lasplanchas que representaban las diversasfases de la pesca a la ballena, Gora-Lillilas aderezaba con detalles fantásticos:gigantescas olas de crestas inmaculadas,monstruos marinos con colas amenazantes,que daban a este oficio, ya de por sí

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peligroso, una dimensión sobrenatural.«Así ocurre con nuestro pueblo y su

búsqueda obstinada de independencia yde libertad», comentó, volviendo a taparcon pena la garrafa, y luego añadió: “Enel salón de mis abuelos, un cuadro decolor cardenillo representaba el doblenaufragio de un brick y de un tres palosque unos espectadores, con los brazos alcielo, contemplaban transidos de espanto.Yo estaba tan cautivado por el fastuosodesarrollo de aquel drama marítimo quehabía tomado la costumbre de penetrar enel cuadro para pasar en él todas mistardes. Volvía a salir aturrullado,empapado, trastornado por los gritos delos testigos y los alaridos de los

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ahogados. Una tarde en que, desde elsaliente de una roca, yo lanzaba unaamarra a una pareja de marinerosarrastrados por un remolino, uno denuestros visitantes balbució, sorprendido:‘¡Si la memoria no me falla, estepersonajillo no aparecía en absoluto enprimer plano de esta marina!’” Ponía suíndice acusador sobre mis pies. Porfortuna, O’Connell, que le acompañaba,adivinando el peligro, agarró una botellade whisky a toda prisa, y de un golpe secodado en el occipucio, dejó sin sentido alindiscreto. Se le reanimó haciendo quebebiera grandes tragos de alcohol, peropara entonces yo ya había bajado dellienzo y me había hecho mar adentro lejos

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de las rocas, de la tempestad y de loscuriosos. Algunos días más tarde, estevisitante imprevisto falleció de un súbitoataque nervioso, pero no fue llorado pornadie en Irlanda, pues prohibía a suservidumbre el hablar gaélico y fustigabaa sus caballos sin motivo».

Fabricio Biancolara contó la historiade su hermano Yago, en el papel de suhabitación.

—¡Ejemplo a meditar!, concluyó,ensimismado, Gora-Lilli, ofreciendo unanueva ronda de aguardiente a tres de susconvidados, pues ni la joven dama ni elmuchachito bebían alcohol, como debeser… En el momento en que se levantabanlos vasos a la memoria del veneciano que

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había marchado al más allá de las paredesde la realidad, un cojo, con los brazoscargados de partituras de música, penetróen el taller, al ritmo del dos por cuatro:

—Acabo de asistir a los funerales denuestro inuxente, fallecido súbitamente,ayer por la tarde, de una fulgurantecongestión cerebral. Era mi amigo, ustedlo sabe, Gora-Lilli, y he querido, comoorganista de Santa Faustina, dedicarle unadespedida a la altura de mi afecto.

Estanislada se santiguó con un gestobrusco y afligido, pues apreciabaaltamente los servicios del difunto que nodejaba nunca de redorar, cada primavera,las imágenes de la capilla de Gastibeltsa,desconchadas por los vientos del

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invierno.—El verle manejar sus pinceles con

arte y devoción, rodeado de profetas y desantos en medio del retablo, le daba unaapariencia tan angelical que muchas vecesyo llegaba a temer que se echara a volarhacia los cielos antes de haber acabado.Pero ¡ay! He aquí que se ha marchado alotro mundo en busca de los auténticossantos a los que tan bien retocaba aquíabajo.

Con el fin de ahuyentar de sus labiosel áspero gusto de la muerte, Stefan Gora-Lilli ofreció al organista un gran vaso deaguardiente, y este último, más sosegado,prosiguió:

—Adquirí los rudimentos de mi arte

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al otro lado de los montes, en casa de unbarón francés. Una noche, al final de unrecital de fugas, con su órgano de tripleteclado, inopinadamente me confió: «Medan el título de barón, pero yo soymúsico. O mejor dicho, no soy barón másque en París, adonde nunca voy. Sushabitantes se parecen a notas falsas. “¡Haypoca armonía en esa urbe cacofónica!”. Élme hostigaba a componer una rapsodiasobre los temas de nuestras canciones derebelión. La única manera de hacersoportables vuestras ideas particularistas,es transponerlas en tonos mayores einterpretar esta “suite en vuestras ideasmolto vivace”. Entonces me confesó quehabía logrado conquistar a una

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encantadora princesa tártara, cuyopedregoso dialecto le parecía unjeroglífico, interpretando un nocturno deChopin de una manera tan apasionada queella cayó, desmayada, sobre el teclado.“Esto es lo que hay que hacer: ¡ilustrarcon música vuestros gritos de guerra y darun recital sin ninguna concesión!”»

El organista levantó su vaso y lo vaciócon un gesto seco a la memoria de unbarón melómano de allende el Bidasoa, yluego añadió:

—Al salir de la iglesia de SantaFaustina, he oído a unos oficiales de laguarnición de San Sebastián hablar de unaberlina con cuatro caballos. Buscan a susocupantes, y unas patrullas, que andan

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registrando los alrededores, suben haciael torreón, detrás de mí.

Estanislada señaló al príncipe polaco,al carbonario italiano y finalmente a ÍñigoPicandia.

—¡Estos son, Manex Espata! Acabode traerlos a la gallinita ciega y al correque te pillo del salón de Gastibeltsa altaller de mi primo Gora-Lilli. Esta partidaal escondite que nuestro pueblo juegadesde hace tantos lustros con el Estadoespañol tenemos que proseguirla hastaalcanzar la meta. ¡Solo entonces habremosganado la partida y liberado nuestrapatria.

—Ocultémoslos, pues, en casa de sutío el coleccionista de escobas. ¡Quién

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habría de encontrarlos en ese palacio-alacena de los muelles de Itsaso!

—¡Dios le bendiga, Manex Espata! Suidea de fuga a la chita callando a casa deltío Gaudioso suena tan afinada como susfugas allegro presto en el órgano de SantaFaustina.

Frederic Krytwitski, Íñigo Picandia,en el asiento trasero, Fabrice Biancolara yManex Espata frente a ellos, apuntaron lascarabinas de Gastibeltsa por lasventanillas bajadas en las cuatro esquinasde la berlina. Estanislada, con su caja dechocolatinas sobre las rodillas, tomóasiento entre el príncipe polaco y eloficial carlista; el mudo, con El ImposibleVencido pegado a su pecho, se deslizó

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entre el organista y el carbonario; y Gora-Lilli que llevaba un látigo en lugar depincel, saltó al pescante, porque era élprecisamente el único que conocía losatajos que conducían hasta la casa delcoleccionista de escobas.

Un resplandeciente destacamento dehúsares desembocó de un raquíticobosquecillo de tilos y de resedas.

—¡Alto!, gritó un cabo uniformadocon un dormán escarlata, levantando haciael cielo una manga repleta de galonesdorados.

—¡Fuego!, replicó Picandia que vestíauna levita negra abotonada hasta labarbilla.

Las carabinas de Gastibeltsa abatieron

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de una sola ráfaga a toda la tropa dehúsares, salvo al maravilloso cabo rojo yoro, que interrumpió el combate gritando:¡Caramba!, y luego huyó a galope tendidoen un corcel cuya manta sudadera teníaestampada la corona de España.Imperturbable, Estanislada tendió la cajade chocolatinas a sus tiradores de primeramientras que, por una trampilla en el techode la berlina, el mudito ofrecía un bombóna Gora-Lilli que seguía sentado en elpescante.

—Hablemos de ese pariente salvadoren cuya casa esperamos por fin encontrarrefugio, sugirió Fabricio Biancolaravolviendo a cargar su carabina mientrascomía la chocolatina.

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—Como muy bien ha explicadoManex Espata, el tío Gaudioso coleccionaescobas. Su madre, perfecta ama de casa,había suministrado a su servidumbre,naturalmente, dichos utensiliosdomésticos. En el caso de su hijo, estaelemental precaución se mudósúbitamente en pasión de coleccionista.Pasión gratuita, por otra parte, pues si malno me acuerdo, su casa dista mucho debrillar como los chorros del oro. Lasescobas están colgadas en la pared,clasificadas, numeradas, nunca utilizadas.O utilizadas en tanto que objetos decolección, ya me comprende. Bien esverdad que mi tío posee algunosejemplares realmente excepcionales. En

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particular una escoba brandeburguesa,obra maestra de un artista anónimo delsiglo XVI, cuyo mango está adornado conplata y rubíes alrededor de laempuñadura. Frente a las crines de estaescoba es donde más a menudo me suelosentar en la escalera, pues lo mejorcito dela colección de mi tío está expuesto a lolargo de los tramos, de piso a piso, hastael lucero a la altura del desván. Mi padrecoleccionaba carabinas y no salía nuncade Gastibeltsa sin llevar una de ellas enbandolera; lo que le valió el ser apodado,en este país de rebeldes y de hombres almargen de la ley: Gastibeltsa, el hombrede la carabina. Para completar suscolecciones de carabinas y de escobas,

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los dos hermanos viajaban a lo largo y alo ancho de Europa, vestidos con unostrajes de paño color de muro queapreciaban por su discreción y que, devuelta a casa, guardaban en un armario alpie de la escalera. Desgraciadamente, mipadre, durante un viaje a Escocia, fallecióde un mal súbito y misterioso. Con losbrazos cruzados sobre una carabina de losHighlands que le había regalado WalterScott, está enterrado en las riberas delLamermoor Loch, en el extremo de unapenínsula poblada de pájaros estridentes.

Hubo un silencio apenado queaprovechó la joven para tender de nuevola caja de chocolatinas a los ocupantes dela berlina.

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—Siendo muy joven, mi tío Gaudioso,niño lunático y estrafalario que nunca sesorprendía por nada, se vio trastornadopor la aventura del barrendero de Lezo.Incorregible distraído, este activoempleado del servicio municipal delimpieza cayó en un letargo ambulantecuando estaba barriendo las hojas muertasen el atrio del Santo Cristo. Escoba enmano y sin parar de barrer, cruzóGuipúzcoa, atravesó la frontera y subióhacia París, dejando pasmadas, a su paso,a las multitudes. Salió de su estadosegundo frente al estanque delLuxembourg, donde Víctor Hugo ledespertó. Fue por mediación delbarrendero de Lezo cómo el poeta francés

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nos conoció y se hizo amigo nuestro. Mástarde, mezclado el nombre de Gastibeltsay el apodo de mi padre con el singularcomportamiento de su protegido, Hugocompuso un extraño poema sobre elviento de las montañas que enloquece. Encuanto al barrendero guipuzcoano, murióbruscamente de aburrimiento en la calleJacob. Mi tío sacó la conclusión de queera perfectamente exacto el adagio querecomienda barrer delante de la propiapuerta y nunca delante de la ajena. Ahorabien, esta es precisamente la lección quenuestro pequeño pueblo da al resto de lahumanidad. Cada artículo de los Fuerospor los que tanto apego tenemos, es unacrin de la escoba que hace de nuestro país

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una tierra que nos es propia. Así, príncipeKrytwitski, gracias a su escoba polacausted pondrá en limpio la mazurca, comoel signor Biancolara, merced a la escobaitaliana lo hará con la farandola. A partirde ese punto, nuestras tres escobasgirando alrededor del mundo dibujan, atodas luces, los tres perfectos símbolos denuestros tres bailes, ¿no es así?

Y con un gracioso ademán debailarina de las chocolatinas, Estanisladade Gastibeltsa hizo revolotear la caja deGastambide bajo las narices de susinvitados. Los viajeros, encantados yluego arrobados por las palabras de lajoven dama, sufrieron una sorpresa tantomás penosa en el muelle de Itsaso: el tío

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Gaudioso, suprema instancia en su huidadesesperada, acababa, en efecto, demarchar a Holanda donde la quiebra de uncoleccionista de utensilios de menajelanzaba al mercado un lote de escobonescincelados en la época de Rembrandt enun taller de artesanos brabanzones.

Socarrón, un brick con el velamenaparejado se cimbreaba bajo las ventanascerradas de la casa de GaudiosoGastibeltsa. El príncipe, tan pronto comose hubo repuesto de su decepción,propuso imitar al tío de Estanislada yembarcarse sin más tardar en el dos palos.Se sentía fatigado por la carrera enberlina y por el tiro a carabina sobre unoshúsares extenuados. Desembarcarían en

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cualquier lugar de la costa, fuera delalcance de sus perseguidores.

El capitán recibió a los viajeros en elcuarto de derrota y les anunció que,lamentándolo mucho, se disponía a ponerrumbo a Cuba, sin el menor rodeo por elGolfo de Vizcaya, dado que lainsurrección vasca hacía peligroso elacceso a los puertos. En aquel mismoinstante una patrulla de húsares rodeó laberlina, con el sable desenvainado y elresto manga por hombro.

«¡Ya los tenemos!», vociferaba unoficial cubierto de dorados y galones.

—¡Ahí están, capitán, leve anclas!zanjó Estanislada, igual de cómoda en elbarroco que en lo inesperado. Su embarco

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hacia el mar del Caribe le reafirmaba enesa visión descabellada de un universodonde los contornos de su país no estabantrazados más que en filigrana sobre losmapamundis de la realidad. El brick queostentaba el nombre de IlzarrekoGerlaria —el Guerrero de las ViejasLunas— se lanzó intrépidamente sobre lasolas llevándose a nuestros sietesaltimbanquis hacia su imprevisibledestino de aventura y de rebelión.

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El capitán del Ilzarreko Gerlaria,hombre de nariz ganchuda y mandíbulaprominente, se llamaba Eliseo Baruela.Benjamín de la casa y único hijo varón enuna familia de trece vástagos, no sentíaninguna inquietud por llevar ese númerode mal agüero. Sus doce hermanas fueronentrando, una tras otra, al convento, ydesde que profesaron tomaron la santaresolución de consagrar cada año un mesde su vida monástica a rezos ymortificaciones particulares en favor desu hermano pequeño. Eliseo Baruelaestaba, pues, «a cubierto» gracias a sushermanitas durante todo el año. Un

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detalle, sin embargo, preocupaba alaventurero marino. Pues si once de sushermanas habían optado por entrar en unaorden de Carmelitas descalzas, ladoceava, original como lo son a veces lasbenjaminas, había optado por unacongregación de monjas que usabancalzado.

—Cuando llega el mes de Florentina,mi hermana la religiosa calzada,explicaba Eliseo, pierdo confianza en laprotección divina porque en mi opinión,ciertamente se concede menos mérito enel paraíso a las oraciones de una monjaque usa calzado para su paso por la tierraque a las súplicas de una carmelitadescalza para llevar a cabo el mismo

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itinerario. Ahora bien, nuestro encuentroen Itsaso corresponde al mes deFlorentina. Y es por lo que me muestroprudente. Si el mes de su embarco hubieseestado situado bajo la protección decualquiera de mis hermanas descalzas,hubiera corrido los más insensatos riesgossin ningún temor, pues con ellas nunca hetenido que lamentar el mínimo percance.Con Florentina, en cambio, he llegado arozar las peores catástrofes, de las quesolo me libra la entrada en el mes de unade mis hermanitas descalzas.

Y como lo había presentido el viejolobo de mar cuyos ojos se fijaban en lasestrellas del cielo y en los pies de lasmonjas, la travesía, tan bien pilotada hasta

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aquel momento, acabó mal. El IlzarrekoGerlaria encalló a lo largo de la costa deCuba, en un banco de arena que omitíanseñalizar las cartas marinas de una épocaen que los blancos salpicaban elmapamundi con sus incógnitas, igual quelos negros períodos imprevisibles eldestino de un pueblo. Una vez que losbotes fueron echados al mar y los viajerosdesembarcados en una playa, el capitán ylos dos hombres de la tripulación sedirigieron, a golpe de remo, hacia elpuerto más cercano. Abandonados a susuerte, llevando Estanislada su caja dechocolatinas, el mudo su «ImposibleVencido» y los hombres las carabinas deGastibeltsa, resolvieron dirigirse a pie al

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interior de las tierras. Al cabo de unalarga y penosa marcha bajo un calortórrido, los siete náufragos entrevieron, alfinal de una lujuriante alameda deazufaifos, el blanco pórtico de unamansión colonial. El dueño, retrepado enuna mecedora de caña de bambú, soñabadespierto en medio del humo de su cigarropuro cuando apareció al pie de la verandael tropel de vagabundos polvorientos. Yaestaba abriendo la boca para llamar a sugente, pero no chistó; clavó unos ojosdesmesuradamente abiertos en la caja dechocolatinas que Estanislada llevaba enlas manos.

—¿Dónde diablos ha descubiertousted ese «Negrito resucitado» que, desde

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la marcha de Gastambide, ya no se puedeencontrar en Cuba?

—Gastambide, señor, es el proveedorde Gastibeltsa desde mi infancia,respondió Estanislada tendiendo la cajaabierta bajo las narices del encantadocubano.

—Y ¿dónde está Gastibeltsa, señora?,respondió el plantador saboreando confruición la chocolatina de pistache.

—En Guipúzcoa, señor. Venimosderechos de allí, provistos de estosbombones de Gastambide.Desgraciadamente nuestro velero encallócerca de este lugar y desde entoncesvagamos en busca de ayuda. Peropermítame que le presente al príncipe

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Federico Krytwitski, distinguido lingüistapolaco que ha venido a defender nuestrasnormas gramaticales y de vida; FabricioBiancolara, compañero del difunto LordByron, resuelto a proseguir el mismocombate de Missolonghi en Guernica; miprimo Stefan Gora-Lilli, artista pintorformado en la escuela de DanielO’Connell; el aspirante Íñigo Picandia,que ha trazado un plano del fuerte dePasajes; el maestro Manex Espata, quetraspone nuestros cantos de rebelión entonos mayores, y por fin este monaguilloque lleva una gramática vasca entre susmanos como si de los santos evangelios setratase.

—Yo me llamo Blas Galarrisketa y

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soy de los suyos. Esta casa les abre suspuertas. ¡Entren y cuéntenmelo todo!

Y el plantador vasco, cogiendo en susbrazos al mudito, le besó en las mejillas.Este, mostrando su libro, hizo unos gestosde cabeza desordenados. Íñigo Picandiaexplicó:

—Este volumen trata de nuestralengua, que este niño no puede hablar yaque es mudo. Por su título, El ImposibleVencido, tiene la esperanza de que ustedcomprenda su incapacidad para expresarsu agradecimiento de viva voz, y su deseode vencer esta imposibilidad, desde lomás hondo de su corazón. Usted le habesado, y eso no se hace nunca enGuipúzcoa, sino en Cuba.

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Blas Galarrisketa, con lágrimas en losojos, confesó:

—En esta isla exuberante y azucaradacasi había olvidado que yo pertenecía aun pueblo discreto. Pero ¡cuéntenmeustedes!

Así lo hicieron en el transcurso de unbanquete en el que todo el mundo hablósalvo el mudo. A los postres, Blasdecidió vender su plantación a unindustrioso americano que, con ocasión deun viaje de negocios a Cuba, habíaofrecido una hermosa suma por ella.Converso por los discursos y los relatosde sus huéspedes, el plantador cubano seproponía consagrar la totalidad alprovecho de la causa vasca.

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—El comprador, cuya oferta habíarechazado, regresó a Estados Unidos.Acompáñenme en el próximo barco-correo de La Habana a Estados Unidos.Cuando hayamos concluido la transacción,adquiriremos un navío, llenaremos suscalas con armas y municiones, y luego lodesembarcaremos todo en los alrededoresde Guernica.

—¡Apresurémonos!, añadió Íñigo,pues tenemos que entregar el plano delfuerte de Pasajes a don Carlos.

—¡Todos los caminos del mundoconducen siempre al vasco al pie delroble de Guernica, usted lo sabe tan biencomo yo, Picandia!, concluyó BlasGalarrisketa.

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Y galantemente ofrecía su brazo a laseñora de Gastibeltsa.

El día siguiente, al ponerse el sol, elmudito vio innumerables pájarosencaramados en las vergas del barco quele conducía de La Habana hasta NuevaYork. Cuando cayó la noche y la costa deCuba se convirtió en una línea casiinvisible al fondo del horizonte, todos lospájaros alzaron súbitamente el vuelo. Elniño maravillado vio entonces susplumajes multicolores incendiar el mar yel fuego correr a ras de las olas confulgores rojos, verdes y blancos, como unpabellón de marina flameando sobre elmar. Cerró los ojos y guardó estaabigarrada visión en el fondo de sus

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párpados, con el fin de iluminar la oscuraruta de su travesía hacia lo desconocido.

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Una enojosa sorpresa esperaba anuestros siete viajeros en la tristemetrópoli yankee. El presunto compradorde la plantación cubana, un importantefinanciero de la plaza que respondía alnombre de Richard GoldingerHackenbush, acababa de trasladarse desus oficinas de Nueva York a la ciudad deSan Francisco. Una caravana de colonosdestinados a beneficiar miles de acres deterreno baldío recientemente adquirido enCalifornia, le acompañaba.

—Mueve negocios durante todo elsanto día como nuestro amigo Gastambideel cacao durante toda la noche.

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Dirijámonos de inmediato a la costa delPacífico de este continente y regresemosluego al País Vasco por la otra cara delplaneta. ¡Así de sencillo! El asalto a esefuerte suyo, Íñigo, se verá un pocoretrasado, bien es cierto, pero de estemodo nos procuraremos, gracias al preciode la plantación, el armamento necesariopara su asedio y su rendición. Miescritura de venta refuerza su plan deacción. Lo completa. Como en el ajedrez,ocurre a menudo que con rodeos seconsigue sorprender la torre.

—Los viajes instruyen a todo quisque,¿quién lo ignora? Y, a falta de hablar,nuestro mudito aprenderá así a pensar,añadió Estanislada. Este proyecto me

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parece tan beneficioso para él como parasu pueblo, privado del mismo don: lapalabra. Ahora bien, en un mundo depotencias resueltamente sordas ante losmenos potentes, ¿quién tiene la palabrasino los cañones, los fusiles, únicosinstrumentos capaces de obligar anuestros enemigos a reflexionar y luego aflexionar? ¡Eso bien vale la vuelta almundo!

Íñigo, educado en el respeto a lasdamas y a los barcos por un padre deexcelentes modales y armador de altura,se guardó muy mucho de contradecir a unajoven tan animosa y, por cortesía más quepor convicción, se adhirió al proyecto deBlas. Los viajeros se marcharon, pues, sin

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más tardar, de esa extraña urbe que esNueva York, cuyos habitantes practicanuna confusa religión en una oscuracallejuela bautizada como calle del Muroo, en inglés, Wall Street.

—Lo que nosotros queremos es tomarun fuerte y no atracar una caja fuerte,protestaba Íñigo mientras galopaba en unmustang salvaje por las llanuras del FarWest.

Cruzada sobre el pecho, lucía laprimera carabina de Gastibeltsa. Seguíaun carromato, provisto de una campanapara señalar las horas de las comidas,donde viajaban Estanislada y el mudito.Después venía un largo vehículoconvertido en taller, con un armonio para

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Manex Espata y caballetes para Gora-Lilli. Finalmente, en la última carreta conel rastrillo reforzado, FedericoKrytwitski, Fabricio Biancolara y el viejoplantador cubano apuntaban sus carabinasde Gastibeltsa en una retaguardia deseguridad.

Una tarde en que los viajeroscontemplaban, fascinados, el espectáculode un campamento indio con sus tiendascónicas irguiéndose sobre el oleaje de laspraderas, súbitamente surgió de entre lasaltas hierbas una horda de «pielesblancas». Embutidos en unas botas conespuelas con las cuales laceraban elflanco de sus monturas, los asaltantes,tocados con unos inmundos sombreros de

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fieltro ennegrecido, lanzaban gritossalvajes en el inarmónico y gangosodialecto yankee.

Los indígenas, con la frente adornadacon coronas de plumas multicolores, lospies calzados con mocasines y montando apelo sus caballos sin bocado ni estribo,hicieron elegantemente frente a losbárbaros.

—Parecen vascos acorralados porturistas, gritó Estanislada santiguándosetres veces, y luego añadió, un tono másalto, como hablando para el foro:«Socorrámosles, señores», para terminar,cual soprano inspirada, con el grito deguerra tradicional en su familia:

Gastibeltsa! ¡Gastibeltsa!

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Euskera ta karabina!(Gastibeltsa, Gastibeltsa, vascuence y

carabina).

¡Dicho y hecho! Desengancharon trescaballos, en tres periquetes, de los trescarromatos. Montados por FedericoKrytwitski, Fabricio Biancolara y ManexEspata, se lanzaron detrás de Íñigo quien,habiendo ya disparado, propinabaculatazos a los asaltantes. La inesperadacarga de los carlistas hizo huir a los«pieles blancas». Íñigo Picandia, con lacarabina en ristre y la culata apoyada enel muslo, se dirigió hacia los indios,levantó la mano izquierda y lanzó elsaludo ritual de las gentes de su país:

—Agur jaunak! Agur t’erdi (Se os

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saluda, señores, con saludo redoblado).—Agur anaia! Hemen gire!

(Igualmente hermano, aquí seguimos),replicó el jefe piel-roja, bajando su arco yguardando las flechas en el carcaj.

Sorprendido por esta fraternasalutación en euskera, FedericoKrytwitski, que no olvidaba nunca sucondición de lingüista, intervino a su vez:

—Karlista naiz eta zu? (Yo soycarlista ¿y usted?)

—¡Mohicano!, respondió el jefe indio,prosiguiendo la conversación en eseaustero vascuence de morfología ascéticaque antaño se estilaba en los Pirineos.

—¡Mohicano! Yo creía que su raza sehabía extinguido como una llama roja

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apagada por el viento del progreso.—Ese error ha sido difundido a lo

largo y a lo ancho del mundo por el jovenFenimore al que su padre, un tramperollamado Cooper, solía sermonear por sulentitud: «¡En la carrera de losMohicanos, tú serías siempre el último!».Y se quedó con ese apodo. Más tarde,convertido en escriba de los «pielesblancas», utilizó la expresión «El últimomohicano» en un relato engañoso pero,bien mirado, más beneficioso queperjudicial, ya que acredita en la mente detodos la leyenda de nuestra falsadesaparición.

Este espontáneo diálogo en euskerafue el preludio a muy interesantes

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descubrimientos étnicos y lingüísticos.Así el príncipe polaco llegó a laconclusión de que el término Mohicano noera más que una variante de la antiguadenominación tribal consignada en suversión original bajo la forma: Muhican…Mugican… Mugica. No cabía, pues,ninguna duda respecto al evidenteparentesco euskaro-indio. Algunas otraspalabras habían tomado un significadomuy diferente, incluso profético. Así,Euskalduna, palabra con la que el vascose designa a sí mismo, se utilizaba enmohicano para distinguir al que semantiene al margen, al que se separa.

—Separatistas por instinto, ¿no sonlos vascos, de hecho, los últimos

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mohicanos del continente europeo?, sepreguntaba Íñigo Picandia mientrasfumaba con fruición «la pipa de loshermanos reunidos», en la tienda del granbrujo. La causa por la que él combatíadesde hacía tanto años se le apareció,desde ese momento, como una empresa deconsecuencias universales. En efecto,¿qué ganaría la humanidad con ladesaparición de los vascos o de losmohicanos, sino un empobrecimiento delo imaginario? «Aunque solo sea por laindispensable variedad orquestal delmundo entero, nos es absolutamentenecesario proseguir nuestro dúo de flautasde Pan y llevarlo hasta su final», concluyóManex Espata lanzando por la punta de su

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nariz una nube de tabaco indio sobre laaparente realidad.

La última estratagema empleada porlos mohicanos frente a la invasiónconvergente de soldados, turistas,misioneros y vendedores, era muysencilla: se sentaban en el suelo, con lapiernas y los brazos cruzados, mientrasl a s squaws de la tribu cocían en unamarmita hiedra, lis y amapolas. Entonces,una de dos: o los intrusos perdían suagudeza visual y veían al campamentoindio disolverse en brumas verdes,blancas y rojas; o el mismo campamentodesaparecía en las nubes hasta la marchade los indiscretos.

—¡Pruébenlo!, insistía el brujo

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mohicano. Es el supremo recurso de unpueblo folklóricamente subdesarrollado yque se niega a hundirse en la uniformemediocridad.

Lo probaremos, respondióEstanislada, cuyo primo Gora-Lilli sabíaentrar y luego salir de un cuadro, y quehabía llorado de emoción con la historiadel hermano de Fabricio Biancolaradesaparecido en el papel de su cuartoinfantil. Ya se estaba imaginando a su paíssuspendido en el cielo, en tanto que lasfuerzas de ocupación patrullarían en vanoen el aparente desierto de un inmaculadoPaís Vasco.

En el momento de las despedidas, noobstante, el jefe mohicano y los viajeros

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acordaron que los vascos enviarían, loantes posible, refuerzos de emigrantes asus hermanos de América y, para sellar elacuerdo con un presente, Estanisladaregaló a los indios una carabina deGastibeltsa. Los mohicanos, por su lado,se negaron en redondo a emigrar al PaísVasco. Ya habían presentido, gracias almisterio de la hiedra, el lis y la amapola,que existía el proyecto de edificar allí, eldía menos pensado, hoteles y casinos.

—Usain txar eta dollar! (Mal olor ydólares) —protestó el brujo con unanáusea pues, así como les ocurre a vecesa los analfabetos, este iletrado erainstintivamente profeta.

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Los viajeros penetraron en la ciudadde San Francisco la mañana del día enque se celebra en Navarra la fiesta de SanFrancisco Javier que fue misionero vascoen China y en Japón tres siglos antes.(Esta coincidencia les pareció a los sieteperegrinos carlistas como un signo de muybuen augurio para el feliz desenlace de supropia misión.) Montaron en el arenal delPacífico las abigarradas tiendas verdes,blancas y rojas que les habían regaladosus hermanos mohicanos. Al día siguiente,Blas Galarrisketa salió en busca de lasoficinas Fiackenbush de donde regresóencantado. Las más graves dificultades, en

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lugar de abatirle, no hacían, en efecto,sino vivificar a este buen hombreadormecido por años y años de pazazucarada. Su eventual compradoracababa de marchar a Calcuta dondemalas cosechas, algunas inundaciones y elhambre inherente a estos males, hacíansubir el precio del trigo. Al enterarse deesta triste noticia, el avispado yankee,movido por el lucro y la piedad, habíaarramblado con todas las cosechas deCalifornia, había fletado un barco paratransportarlas a Asia, y había ido aBengala, en un rápido bergantín, con el finde negociar la venta al mejor postor de uncargamento tan beneficioso para él mismocomo bienhechor para sus futuros clientes.

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El encargado de negocios deHackenbush, que estaba al corriente delos proyectos de compra de la plantacióncubana, inscribió inmediatamente a Blas ya sus compañeros como pasajeros delbarco que estaba a punto de zarpar haciala India. Él confiaba en que la realizaciónde esta azucarada transacción le haríacrecer en la estima y en los favores de subulímico jefe neoyorkino. Apremió a latropa de Gastibeltsa para que seembarcara, compró a su precio de origenlas monturas, el carromato, la campana, elarmonio y el fogón, e hizo levar anclas alcarguero lleno de trigo mientras agitaba sugran sombrero de ala ancha.

El capitán del barco, highlander y

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presbiteriano, empleaba un tono severocon sus hombres, y envarado con suspasajeros. Por contraste, el contramaestre,un mestizo vasco chino, sonreíaampliamente con sus dientes pirenaicos ysus ojos oblicuos. Su padre, MartínKochka, pertenecía a ese tipo deaventureros, trotamundos, piratas ofilibusteros que el pueblo vascodesparrama, a cada generación, sobre elplaneta. Mandaba sobre una banda deforajidos que pirateaba, en juncosrápidos, en el mar de China y en el océanoÍndico. En el transcurso de una expediciónpor el Yang-Tsen-Kiang, raptó a la nietade un viejo mandarín y le hizo un hijo alque puso el nombre del muy sabio y

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venerado pensador Confucio.Confucio Kochka no conoció a su

padre más que muy tarde, pues MartínKochka era tan veleidoso en amor comocodicioso en los negocios. Cuando iba acumplir los quince años, fue arrancado delos brazos de su madre por el autor de susdías y embarcado en un navío consagradoal sacrosanto tráfico del opio. Ahora bien,y nunca se repetirá bastante, este oficiopeligroso en tantos de sus aspectosmateriales, lo es aún mucho más en lomoral: en efecto, por grande que parezcael riesgo de captura por parte de laspolicías marítimas, mucho más grandesresultan las tentaciones de la drogaalmacenada en las calas del barco.

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Confucio Kochka sucumbió a estatentación, y desde entonces se drogó, paragran desesperación de Martín quienaseguraba, al primero que se le pusiera atiro, que la vida es el más estupefacientede los estupefacientes y que no hay la másmínima necesidad de buscar en losvapores del opio lo que se encuentra araudales aquí abajo. Resuelto a terminarcon esta funesta aberración, Martín hizoque las vahinés tahitianas desintoxicarana Confucio durante una escala enPolinesia, y lo embarcó en un cargueroque había trocado la adormidera por eltrigo. La afición por las muñecas fácilesahuyentó la afición por la pipa deporcelana, y liberó de tentaciones

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alucinógenas al joven contramaestrevasco-chino.

Su encuentro con la pandilla carlistafue, junto con su primera pipa de opio, elacontecimiento más destacado en la vidade Confucio Kochka. Por eso, durante lalenta travesía del Pacífico, iba muchasveces a hacer compañía a Estanislada,Íñigo, Stefan o Blas, curioso por oírleshablar del extraño dialecto de susvenerados antepasados paternos. Tomabaasiento al lado del príncipe polaco quien,fichas en mano, anotaba las expresionesmás descollantes, los giros más típicos ylos traducía al chino para el sonriente«amateur» de filología ancestral. Cuandose estaban aproximando a las costas de

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Asia, Confucio Kochka acabó por confiarsus impresiones a Federico Krytwitski.

—Escuchando a los honorablescompatriotas de mi padre, he llegado a lasiguiente conclusión: el euskera es enverdad el opio de los vascos. Durantehoras y horas vagan de popa a proa yluego, de repente, se juntan para hablar suextravagante dialecto con sonoridades detorrente de las montañas. A partir de esemomento, les ocurre a todos ellos lomismo que a mí en los benditos tiemposen que fumaba opio. Se ponen a soñar ensu lengua aglutinante. Sus rostros serelajan, sus ojos brillan, su charla se hacemás rápida, y si entonan un canto de supaís, se muestran, a todas luces, como

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literalmente «encantados». CuandoEstanislada repite, en un solo de soprano,el estribillo de una melodía, yo noto contoda claridad que el euskera les droga.Dan cabezadas, cierran los ojos, modulancon la boca cerrada y «hacen un viaje»como opiómanos empedernidos. Sea cualsea la suerte de su patria, mientrasconserven el sabor del vascuence en suslabios, superarán todas las adversidadesde su destino. En lo más hondo de suspeores derrotas, una bocanada de euskerabastará para sacarlos a flote. Afortunadopueblo que no solo segrega su propio opiosin soltar un cuarto, sino que además seenriquece con su uso. Por un efectoinverso al de la droga, cuanto más habla

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vascuence este pueblo, más se despeja suconciencia. Compruebo con nostálgicoorgullo semejante desafío a la ley: estalengua prohibida y perseguida en el paísde mi padre por los enseñantes y por lasautoridades de los Estados dominantes,cual dañino veneno, lejos de constituir unmaléfico estupefaciente, se revela, por elcontrario, como el milagroso fortificanteque inmuniza a perpetuidad a mishermanos contra los temibles virus de unasociedad de cretinización mecánica. Y,corríjame si me equivoco, ese es elsentido de la fórmula mágica de nuestrosabio primo, el brujo mohicano. Enefecto, hablar vascuence, ¿acaso no eshablar para no decir nada (a los otros); no

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es hablar para uno mismo, no es repetir ala primera de cambio el dicho de esegeneral francés cuyo nombre no consigorecordar…?

—¿Sin duda usted hace alusión aldicho del general Cambronne en la batallade Waterloo? —preguntó el príncipeKrytwitski, fascinado por la sutildialéctica vasco-china.

—Exactamente. Porque, en definitiva,hablar vascuence, ¿no es responder a lasintimidaciones abandonistas de losasimiladores lingüísticos mediante lasimple palabra de Cambronne?

—¡Amén! —gritó, fascinado, elpolaco, tirando sus inútiles carnets denotas al mar de China.

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El velero hizo escala en Hong Kongdonde, en una noche sin luna, ConfucioKochka, convertido de nuevo por sushermanos de raza al aprecio de la droga,desembarcó en las mismísimas barbas delpresbiteriano escocés, y volvió al tráficode opio chino. Aunque privado de sucontramaestre, el carguero de SanFrancisco llegó a Calcuta para el final delos vientos de monzón. A pesar delelevado precio que le fijó su propietario,el cargamento fue acogido con un suspirode alivio por las autoridades bengalíes.Sorprendido y luego encantado por lafeliz conclusión del negocio cubano,

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Hackenbush firmó el acta de compra de laplantación azucarera con tanta máspremura cuanto que el trigo californianole permitía costear hasta seis o siete vecessu precio. Después, y para celebrardignamente la firma de este feliz contrato,el negociante yankee invitó a Blas y a suscompañeros a una fiesta de gala que unopulento maharajá asociado a susnegocios daba en su palacio.

La entrada de los carlistas causósensación. En cabeza iba Estanislada deGastibeltsa del brazo del príncipe polaco,con la caja de chocolatinas colocadasobre los cinco dedos de su manoizquierda. Les seguían Íñigo Picandia yFabricio Biancolara, con las armas bajo

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el brazo, como cazadores de quimeras sincomplejos, precediendo a BlasGalarrisketa con el contrato de venta enbandolera; después Stefan Gora-Lilli consu carabina de artista en cuyo cañón habíaflorecido un pincel, y finalmente ManexEspata, con las partituras enrolladas en supuño derecho, cojeando junto al mudito,que estrechaba El Imposible Vencidoentre sus manos infantiles. Después dehaber intentado, en vano, seguir el relatode sus aventuras y captar el motivo exactode su viaje, el maharajá, totalmentedesconcertado por el aparente ilogismoeuskérico, rogó a sus huéspedes quecantaran en su lengua nacional. Élsuponía, sin duda, que la música, cual

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lámpara de Aladino, iluminaría su menteen el meandro de los asuntos vascos.

Manex Espata tomó prestada a unenturbantado músico una cítara hindú yluego, mientras el príncipe polaco y elplantador cubano tocaban palmas paramarcar el compás y el mudito, con elmismo ritmo, agitaba en el cielo indio lagramática del Padre Larramendi,Estanislada, Íñigo y Stefan entonaron lavieja canción de Gastibeltsa:

Gastibeltsa! Gastibeltsa!Euskera ta karabinaMendi-mendian izotzaEuskal Herrian arrotza!Gastibeltsa! ¡Gastibeltsa!Hartzazu txapel gorria

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Euskera ta karabina

Etxetik oro gerlaraGastibeltsa! Gastibeltsa!Guretzepen hobiaharen ondoan semiaEuskera ta karabina!Ay Gastibeltsa arrazaArrosa gazte ta beltza!(¡Gastibeltsa! ¡Gastibeltsa! Vascuence

y carabina. En la alta montaña hiela. Elextranjero ha invadido nuestras tierras.¡Gastibeltsa! ¡Gastibeltsa! Ponte tu boinaroja, habla euskera, arma tu carabina y partea la guerra. ¡Gastibeltsa! ¡Gastibeltsa! Bajouna cruz, tu tumba; cerca de ella, tu hijoarmado con el euskera y una carabina. ¡Ay!La raza de Gastibeltsa: joven rosa y rosanegra.)

El ministro residente británico, dotado

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de esa tez rojo teja natural en los hijos dela rubia Albión, mudó al morado pálidotirando a violeta apopléjico al escuchar laletra del canto de los Gastibeltsa,traducida a la par por FedericoKrytwitski.

—Si se difunden semejantes cancionespor la India, no nos quedará másperspectiva que la de liar el petate comounos horrendos e inoportunos viajantes…

El maharajá lloraba en su chal decachemira. Presentía que su pueblo iba aadoptar las ideas y los preceptos deaquellos siete chiflados llegados del otroextremo del mundo. En lo más profundode su corazón se alegraba, pues, a pesarde sus rapiñas y del horrible trato

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convenido a espaldas de sus hermanoscon Richard Goldinger Hackenbush,instintivamente odiaba a los anglosajones,desconsolado de verse envejecer hosco ycobarde. Fijó su mirada en Estanislada:Kali, diosa del destino, le hizo un gestocon sus diez brazos. Comprendió, en elacto, que él no era, sobre su pobre montónde oro, más que un mísero pariacontemplando, sin poder alcanzarlos, alos brahmanes de la independencia.Redobló sus sollozos, inconsciente delhecho que, por obra y gracia deHackenbush, acababa de triplicar en aquelmismo instante el valor de sus agios, y deduplicar el importe de su capital.

Un gurú, bajado de los montes

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Himalaya hasta las inmediaciones deCalcuta, salmodiaba, balanceándose, lasépicas tiradas de versos del poema deGastibeltsa. Cubriéndose con un dhotidrapeado alrededor de su cuerpo delgadoy derecho como una vara de Srinagar,declamaba las estancias del himno vasco,con un tono de misterio cuchicheado. Elpríncipe Krytwitski se acercó al hindú:

—¿Usted hablar euskera?—¡No! El boroshka. Yo soy un

borosashki del Himalaya. En los tiemposantiguos, dos de nuestros hermanosbajaron del techo del mundo hacia los quenosotros llamamos cortésmente «losotros». Desgraciadamente, regañaronantes de llegar a Cachemira y prefirieron,

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a partir de ese momento, separarse antesque imponerse mutuamente sus proyectos,dirigiéndose, el uno hacia el Este, el otrohacia el Oeste. Y nunca más tuvimosnoticias de estos hermanos, tanrespetuosos de la persona humana queprefirieron separarse antes que seguir unmismo itinerario. ¿Quizá son ustedes losdescendientes de alguno de ellos?

—Es posible que descendamos,efectivamente, del Borosashki que partióhacia el Oeste, y que incluso hayamosencontrado a los retoños de aquelantepasado que se fue hacia el solnaciente. Son los mohicanos, nosotros losvascos y ustedes son nuestros parientes…Sin lugar a dudas, pero nuestra misión era

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la de llevar el plano del fuerte de Pasajes,desde Rentería hasta Guernica. Ahorabien, ¡estamos en Calcuta!…, constatóÍñigo Picandia mientras saludaba alvascófono asiático con cortés ironía.

Cuando se enteró de que desde losPirineos hasta el Himalaya, pasando porel Far West, el euskera ceñía el planeta,con su sintaxis aglutinante, el Borosashkisuspiró:

—Este anillo lingüístico es la prendadel noviazgo de la humanidad con sufondo original. Nuestra tarea en la tierra,para nosotros los vascos, los Borosashkisy los mohicanos, es precisamente la derecordar a los coinquilinos de este globoel sentido de la vida: el sentido o el

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sonido, como lo hace en la orquesta deeste maharajá el músico investido de laúnica y noble misión de dar el LA a todossus compañeros.

El himalayo sacó de su bolsa de yute,bordada al estilo tibetano, un tridente demetal nepalés, e hizo sonar las treshorquillas con la punta de los dedos. ElLA borosashki sonó tan desafinado comoun carillón cascado en un campanariopodrido; la humedad de Bengala Sur lohabía desafinado un cuarto de tono porcada uno de los tres dientes. El gurú tiróel objeto descompuesto detrás de suespalda, y sus ojos almendrados seclavaron en las carabinas de Gastibeltsa.Con la espontánea elegancia que se

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aprende en una laguna para góndolas,Fabricio Biancolara tendió, al instante,con un gesto de los dos brazos, el armavasca al indio. Este encaró conprecaución la culata de madera deGastibeltsa y disparó en dirección a laluna llena.

—¡LA! —gritó encantado—, ¡el LAde los hermanos de Europa!

Volvieron a cargar la carabina y eldisparo volvió a provocar el entusiasmodel vasco-himalayo desatado.

—He aquí el LA más perfecto que mehaya dado escuchar desde que intentamosarmonizar nuestra vida y la de los otros¡LA! ¡LA! ¡LA! No paren nunca dedisparar esta maravillosa carabina. ¡Toca

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el LA exacto de su libertad!El Borosashki peroraba mientras

bailaba, cargando y descargando lacarabina de Gastibeltsa por el patio demaharajá. Contagiados por esteentusiasmo que justificaba por sí solo, ymucho más allá de sus esperanzas, suvuelta alrededor del mundo, el príncipepolaco, el carbonario italiano, elorganista vasco, el plantador cubano, elpintor semi-irlandés y luego ÍñigoPicandia que llevaba a Estanislada y almudito de la mano, siguieron al loco delLA en una ronda insensata. ¡LA! ¡LA!¡LA!, vociferaban al claro de luna,mientras los invitados del maharajá,inquietos al principio, más tarde

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decididamente consternados, seapretujaban los unos contra los otros en laescalinata del palacio. El ministroresidente británico, con esa flema ovinaque había hecho la panúrgica grandeza desu pueblo, profetizó:

—Estas gentes no perderán la ocasiónde causarnos las más graves molestias.My God! A pesar de su triste suerte seniegan a compadecerse de sí mismos, y sutotal inconsciencia les hace, tanto es así,invulnerables. Good bye Rule Britannia!El LA disparado por estos sietelechuguinos hace que las campanas doblenpor todos nuestros imperios coloniales…y el desgraciado gentleman, con un gestofatalista, brindó su cubilete de whisky

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doble al astro muerto, símbolo de lasilusiones difuntas.

Al final de esta improvisada farándulavasco-himalaya, el borosashki decidióregresar, sin más tardar, a su techo delmundo, armado con la carabina deGastibeltsa. Se llevaba, junto con elprecioso regalo de Estanislada, lamaravillosa noticia de que losdescendientes de los dos hermanosborosashkis bajados de lo alto del globoen los tiempos prehistóricos, no habíanfallado en absoluto al espíritu de familia.Mediante tácticas diferentes, vascos ymohicanos habían sabido preservar lamuralla secreta que aísla del resto de lahumanidad a los hijos del Himalaya.

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—Si los otros se muestran demasiadoatosigantes e intentan trivializarles agolpe de máquinas, asimilarles a susmodas, uniformizarles por la ley, en fin ymás precisamente, asesinarlesdesvasquizándolos, entonces, no lo dudenmás: suban a nuestro valle de Boroshka.Hagan sonar el LA de las carabinas deGastibeltsa. Nosotros bajaremos a suencuentro para ayudarles a franquear eltemible paso de Euskera que ningúnextranjero ha podido atravesar. Lesesperaré, en caso de accidente,encaramado en ese techo del mundohablado que es nuestra escarpada lenguahecha de tejas aglutinantes.

Estanislada, que había pasado una

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gran parte de su infancia en el tejado de sucasa paterna, al que todavía subía amenudo en los días de viento sur, se sintióplenamente aliviada por las lecciones deeste peregrinar a las fuentes de su raza.Por fin le revelaban el auténtico resortede su impulsión. Antaño, cuando ella oíagritar a los vecinos, asustados ante elespectáculo de su caminar funambulescopor la arista del tejado de Gastibeltsa, sesolía preguntar, perpleja, en equilibriosobre las tejas: ¿será una forma deparanoia propia de nuestra familia? Ahoradescubría con alivio que se tratabasimplemente de la irresistible llamada delHimalaya. A partir de este momento, alembarcarse en Calcuta con las dos últimas

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carabinas de Gastibeltsa, la caja dechocolatinas casi vacía y el volumen deEl Imposible Vencido, los detentores delplano del fuerte de Pasajes ya noignoraban que, en lo sucesivo invencibles,nadie podría inducirles a sumisión nireducirles en su fuero interno.

—Podrán, quizá, vencernos; ¡pero noconvencernos! —concluyó Estanislada, depie en la parte delantera del barco deHackenbush, como un mascarón de proahendiendo desdeñosamente las sombríasaguas de la Historia por venir.

Aquella noche, en el barco que lerestituía al país, el mudito soñó con unabarca a la deriva, con siete abanderadosde pie en medio de la bruma océana;

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luego soñó que soñaba este sueño con losmismos siete abanderados en pie sobre subarca a la deriva en medio de la brumaocéana; y que este sueño se multiplicabacon sus siete abanderados, su barca a laderiva, su bruma como para cortarla acuchillo; y que ya no podía salir de estesueño y se dejaba llevar, tendido en elfondo de la barca, mientras los sieteabanderados mantenían en alto en mediode la bruma sus siete estandartes, con losnombres de los siete hermanos queesperaban, de pie en la montaña, laascensión de los colores en el albaincierta de la libertad.

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Una cláusula del contrato convenidoentre Hackenbush y Galarrisketa preveíael flete de un velero puesto a disposicióndel vendedor para su regreso al PaísVasco. Después de desembarcar a suspasajeros en Vizcaya, el Seven Sea’sRose, Rosa de los siete mares debíabogar en dirección a Londres con el fin derecoger el cargamento de armas ymuniciones encargadas por Hackenbushcomo liquidación de cuentas.

Por un fortuito azar, la tripulación delSeven Sea’s Rose no contaba más que conun solo vasco. «Efectivamente, aparte delcocinero de a bordo, ¡no encuentras más

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que extranjeros!», precisaba ManexEspata, y añadía: «Encima, este último noes más que árabe-alavés. Se llama PanchoJavier Mohamed ben Glaui».

La madre del cocinero de a bordo,originaria de Álava, la más pobre de lasprovincias vascas, se vio forzada por lanecesidad a colocarse, a la edad dedieciséis años, como criada, lejos de supaís. Así es como acompañó a Nathaliede Noailles, cuando esta noble dama sereunió en la Alhambra de Granada conFrançois René de Chateaubriand queregresaba, triste y desilusionado, de suviaje a Jerusalén. La discordia, fruto delhastío, no tardó en separar a los dosamantes. Con el corazón en cabestrillo,

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Chateaubriand regresó a la abadía de losLobos; y Nathalie, flanqueada por sualavesa, se fue a orear su pena en el navíode un lord inglés que hacía escala enMálaga. Desgraciadamente, durante unaimprovisada aguada en las costasberberiscas, la inocente doncella, quehabía bajado a tierra, fue raptada ante lospropios ojos de su ama por una tropa debeduinos bruscamente surgidos deldesierto. Nueve meses más tarde, aquelladesgraciada expiró al dar a luz un hijo,rogando a su raptor que le pusiese al niñoel nombre del santo misionero navarroPancho Javier.

Pancho Javier Mohamed ben Glauillevó una vida errante de djebel en djebel

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hasta el día en que consiguió esconderseen la cala de un barco anclado en elpuerto de Tánger. Cuando ledescubrieron, como tenía un aspecto muysaludable, fue destinado a las cocinas. Apartir de ese momento, corrió mundo a lolargo y a lo ancho del planeta, noreteniendo de su infancia más que dospalabras: Inch’Allah, exclamación usualde su padre, e Inchaurra, apellido de sufamilia materna, grabado en una medallaque llevaba al cuello desde el día de sunacimiento. En los peores sinsabores desu vida errante, el desgraciado árabealavés murmuraba, mezza voce, paradarse ánimos: ¡Inch’Allah!, y se sentía, alinstante, tranquilizado.

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Fue Estanislada de Gastibeltsa quien,una tarde, al ponerse el sol, le reveló queInchaurra era el nombre que el vasco da ala nuez. Y el buen marmitón, cuyaexistencia se desarrollaba en azarososperiplos sobre algún frágil cascarón denuez descubrió así, gracias a la etimologíade su apellido materno, la ancestralpremonición de su destino. «¡Inch’Allah!¡Inchaurra!», repetía desde entonces, aúncon mayor convicción que antes, mientrascocía unos currascantes pasteles de canelapara la joven guipuzcoana.

A su entrada en el puerto deHermanus, los pasajeros del Seven Sea’sRose volvieron a encontrarse, en eseextrema punta de África del Sur, con el

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tipo de espectáculo que se suele montar, acárcel cerrada, en Polonia, Grecia, Italia,Irlanda o en el País Vasco. En efecto, enun muelle desierto, dos esbirros de lagendarmería perseguían a golpe demosquetón a un negro cuyo cuerpocontrastaba con el inmaculado uniformede los policías, como un peón negro frentea dos blancos en un tablero de ajedrez.Con dos tiros de carabina, bien afinados,Íñigo Picandia puso fin a esta partida deajedrez al estilo colonial y ofreció asiloal fugitivo en el barco que, virandoinmediatamente, volvió a dirigirse haciaalta mar.

Primogénito de un pacífico jefe bantúdel Karoo, cuyas tierras habían sido

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confiscadas en provecho de colonos másincoloros que el agua del grifo, el jovennegro se había hecho fuerte en la sabana,perseguido por los rostros pálidos, puesestos, tenaces y daltónicos, en prima delas verdes praderas del padre, exigían,por añadidura, la oscura piel del hijo.Reducido a la impotencia con su arco ysus flechas, el hijo del jefe bantú se habíaaventurado por la ciudad en busca de unarma de fuego. Pero ¡ay! Tres blancos conuniforme crema le habían pedido, derepente, sus papeles. Pero es bien sabidoque los negros tienen horror a los papeles.Se les aparecen, a los hombres de color,en su fría blancura estriada de manchasoscuras, como el despiadado rostro de

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una civilización acribillada con su propiasangre. Presa del pánico, el negro lerompió la nariz al blanco y se dio a lafuga, perseguido por dos asistentes verdesde rabia, de los que acaba de librarse,justo a tiempo, gracias al tiro de lascarabinas de Gastibeltsa.

Estanislada, al escuchar el relato deesta cruel historia, tan parecido al dramade su pueblo, se emocionó tanto máscuanto que en la lengua vasca Gastibeltsasignifica: el joven negro. En seguida ellaquiso dar un final feliz a su búsqueda deun arma de fuego, regalándole la terceracarabina da Gastibeltsa.

—Nuestros hermanos de América y deAsia, mohicanos y borosashkis, tienen ya

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otras dos. Ojalá pueda usted «gastibeltsa»de África, gracias a esta carabina, llevarbien alto los colores de su dama LaNegritud y obligar a los pálidos colonos abajar los suyos. Y la señora deGastibeltsa sumó a su regalo, en un gestoimpregnado de una evidente lógicapremonitoria, la caja de «El negritoresucitado» provista de su últimachocolatina.

A salvo, restablecido y armado, elnuevo carabinero de Gastibeltsa fuedesembarcado, una noche sin luna, en unacala desierta, en compañía de PanchoJavier Mohamed ben Glaui quien, porsolidaridad semi-africana, había resueltoabandonar sus fogones marítimos para

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ayudar a su hermano de continente arehogar su libertad al fuego lento deGastibeltsa. Más tarde, desde la toldillad e l Seven Sea’s Rose, que doblabasimbólicamente el cabo de BuenaEsperanza, se oyó el grito de «¡InchAllah! ¡Inchaurra!» seguido de un tiro decarabina que el eco hizo resonar tresveces.

—¡El LA de Gastibeltsa afinado enlos continentes de Asia, América yÁfrica! —constató Manex Espatamarcando un ritmo del tres por cuatro.

—¡Falta por sonar el último LAdurante una fermata en los alrededores deGuernica!, completó Íñigo Picandiadescargando hacia el cielo la última

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carabina.

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Pero se equivocaba. Al llegar a laaltura de las costas europeas, el vientosopló sobre la Rosa de los siete mares yla ofreció galantemente a Guipúzcoa en unhalo de bruma, justo frente a Itsaso.

Cuando Gaudioso Gastibeltsa(Estanislada, dueña de Gastibeltsa, era laúnica que estaba obligada a añadir a suapellido la preposición) volvió de viaje ydesembarcó en Itsaso, estuvo a punto dequedarse petrificado de estupefacción. Elinuxente al que él encargaba a vecesrepintar sus escobas y de cuya defunciónse había enterado, cuando se embarcó,con tristeza y pesar, ocupaba ahora su

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casa y sus cuadras con una berlina ycuatro caballos.

He aquí lo que había ocurrido durantesu corta ausencia: al final del serviciofúnebre en el transcurso del cual ManexEspata improvisó un breve motete dedespedida para el difunto inuxente, elataúd fue depositado en la carrozamortuoria. El organista, al enterarse deque una tropa, que había salido para darcaza a los rebeldes, se dirigía hacia eltorreón de Gora-Lilli, abandonó el cortejoy, por un rápido atajo, se fue cojeandopara avisar a sus amigos. El muerto partiópor tanto con la única compañía delsepulturero hacia su última morada.

Un vendedor ambulante, que vendía

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canciones y rosarios, bombones, agujas ycalendarios, solicitó en el trayectopermiso para subir al carro. Elsepulturero accedió tanto más gustoso aesta petición cuanto que el mercachifle leofreció, como peaje, una bolsa decaramelos de pistache. Sin ninguna malaintención, este último depositó actoseguido sus baratijas sobre el ataúd y seinstaló al pie del crucifijo de hojalataclavado en la tapa.

Fue la voz de este parroquianocansado pero charlatán la que resucitó alinuxente. Cavernosa voz de bajoadquirida en el transcurso de largascaminatas para camelar de la ceca a lameca, resonaba en la caja como la

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trompeta del juicio final. Sacó al falsomuerto de su sueño cataléptico y le hizovolver a este mundo entre cuatromiserables tablas que el viento de altamar ni siquiera había tenido tiempo desecar. Como habían cerrado el ataúd depino con unos clavos hincados de prisa ycorriendo, el inuxente despertado no tuvomás que empujar con las dos manos latapa para hacer rodar al vendedor por lacarretera. Extendió el brazo, gestoinstintivo en un país lluvioso, y exclamóamablemente dirigiéndose al sepulturerovuelto de espaldas:

—¡Qué suerte, amigo mío, hace buentiempo!

La exclamación del inuxente tuvo un

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efecto repentino. El sepulturero se dio lavuelta, vaciló un instante, luego, presa delpánico por la resurrección de su cliente,se tiró de un salto vertiginoso fuera delcarricoche y puso pies en polvorosa. Veíaa lo lejos al mercachifle aterrorizado quese abalanzaba campo a través perdiendosus rosarios. Por las palabras oídasdurante su súbita resurrección en voz delparroquiano, el inuxente dedujo que unasombría amenaza se cernía sobre susamigos de Gastibeltsa. Cogió las riendasy, ¡dale fuerte, cochero!, lanzó loscaballos del sepulturero hacia la casa deEstanislada. Su sudario de un blancoinmaculado chasqueaba contra susespaldas como un pendón de caballería

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con el ardor de la carga, y el ataúd vacío,bamboleándose en el fondo del cochefúnebre en medio de un estruendo comode redoblar de tambores, acrecentaba elentusiasmo de este inuxente, vuelto almundo para salvar a sus hermanos de razade un inminente peligro mortal.

En Gastibeltsa nadie se extraña nuncade nada. Por eso, la inopinada llegada deun inuxente difunto, en carroza mortuoriay sudario blanco, les pareció a las gentesde la casa una más de las inéditasperipecias que jalonan el curso normal delas cosas en este país. La cocinera bienque murmuró: «Otra nueva jugada denuestra Estanislada». Pero nadie hizocaso. Con unas cuantas frases, el inuxente

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se puso al corriente de la situación: «Lostres hombres, el mudito, la berlina con loscuatro caballos, todos habían corridoperdiendo el resuello hacia el torreón deGora-Lilli».

—¡Arre! —gritó, por toda respuesta,el resucitado, haciendo restallar en elcielo el largo látigo del enterrador. Elpalafrén funerario que, después de años ymás años de marchar al paso, habíaadmitido de muy buena gana el galope, selanzó desbocado, por la pista de tierrabatida que enlaza la casa de losGastibeltsa con el taller de los Gora-Lilli.Cuando el inuxente penetró en él, eltorreón abierto a los cuatro vientos estabadesierto. Vestido con la larga camisa

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fúnebre que le colgaba hasta las rodillas,paseó su aspecto de pierrot lunar, desdelos bocetos a lápiz hasta las miniaturas depesca de ballena, con una atención quedaba a este estudio involuntario un barnizde crítico titular. Fue la última marina loque le puso sobre la pista. En ellafiguraba, en el muelle de Itsaso, la austeracasa del tío Gaudioso.

—¡La casa de las escobas! —balbuceó, iluminado, el inuxente bajandode cuatro en cuatro la escalera de caracol.

El carricoche chocó, en el recodo deun bosque, con los húsares que lascarabinas de Gastibeltsa se habíancargado. Tres de ellos, caídos en el suelo,gemían de dolor. El último callaba,

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muerto. Ayudado por los húsares lisiados,el inuxente colocó el cadáver en el ataúdy, mal que bien, volvió a clavar la tapa.Los heridos se acomodaron sin remilgossobre la caja de pino donde yacía sudifunto camarada, y el furgón, devuelto asu primitivo destino, bajó lentamentehacia el puerto de Itsaso. En el muelle, elcortejo se encontró con una tropa dejinetes que rodeaban una berlina tiradapor cuatro caballos. Su coronel, despuésde haber ordenado un minucioso registrode los equipajes, se frotaba el mentón,perplejo. El contenido de los baúles y delos portamantas revelaba, en efecto, laidentidad del dueño: príncipe FedericoKrytwitski. Ahora bien, este oficial

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superior recientemente ennoblecido por laregente María Cristina, había contraído,como fiel novicio, la locura del Gotha. Derepente se percató de que el aristócratapolaco, dueño de la berlina, podía muybien estar emparentado con dos loresingleses, tres pares de Francia y cuatrograndes de España. La muy sensataInglaterra Victoriana y la harto prudenteFrancia de Louis Philippe apoyabannaturalmente, en su acción contra losrebeldes de la disidencia vasca, algobierno constitucional de Madrid, dondedos de los cuatro grandes de Españaocupaban, por añadidura, las funcionespropias de su rango. El príncipe polacono podía, pues, de ninguna manera, ser

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considerado como cómplice de losasaltantes a la posada ni de los asesinosdel húsar.

—Su berlina le fue sustraída, nadiepuede ponerlo en duda, y es seguro quesus servidores han de aparecer en buscade este carruaje. Al advertir la presenciadel inuxente con su inmaculada camisolaen el asiento del cochero, el coronel,perspicaz añadió: «¡Aquí tenemos,caballeros, al enviado del príncipe!Reconozco la tradicional librea de losmujiks polacos…».

Hizo un elegante gesto con el brazo endirección al inuxente y, amablemente, lepreguntó:

—¿Es la berlina lo que busca, buen

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hombre?Pues bien, aquel era en efecto el

vehículo que, siguiendo las indicacionesde los criados de Gastibeltsa, perseguía elinuxente. Asintió con la cabeza, abandonóel coche fúnebre, al nuevo muerto y a loshúsares heridos, y asiendo las riendas porel bocado, introdujo el coche tirado porlos cuatro caballos en el jardín del tíoGaudioso. Según acuerdo convenido entreel inuxente y el coleccionista de escobas,el primero encontró la llave de la puerta,entre la fuente y la higuera, bajo una losaque tenía grabadas a buril las siguientespalabras: Har zak eta Ixil! (¡Coge ycalla!) Penetró en la casa adornada con elescudo de armas de Gastibeltsa (Poney y

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carabinas), desenganchó la doble parejade caballos blancos, encerró la berlinacerca de las calesas en el fondo de lascaballerizas y luego, provisto de un pincely de potes de color dorado, acometió lapintura de los mangos de escoba a lolargo de la gran escalera. Y es así como,un mes más tarde, el tío Gaudioso, deregreso de Ámsterdam con seis escobonesfabricados en pleno Renacimiento, seencontró en su casa una berlina, cuatrocaballos y al resucitado inuxentededicado a su pincel y a sus escobas.

Cuando hubo ordenado todos loselementos del embrollo originado por lairrupción en su casa de Íñigo Picandia yde sus amigos, el asunto en el que se había

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lanzado su familia se le presentó aGaudioso en toda su temible complejidad.¿Cómo justificar, en efecto, ladesaparición de su sobrina Estanislada,de su sobrino Gora-Lilli y del organistaManex Espata, seguida de la reapariciónen su casa de un inuxente difunto? Por unmilagroso azar, el paso de «El Guerrerode las Viejas Lunas» por el puerto deItsaso le proporcionó la coartada perfecta.Contó a quien quisiera saberlo que,habiendo sido presentado a FedericoChopin, con ocasión de un concierto en elConservatorio de París, en cuyotranscurso se había interpretado, porprimera vez, el Andante Spianato delcompositor polaco, le había rogado a este

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último que tuviese la amabilidad de daralgunas lecciones de armonía y depianoforte a su sobrina. Y esta encantada,maravillada, había marchado a París,llevando de carabina a su primo Stefan y aManex Espata, su profesor particular desolfeo, a bordo de El Guerrero de lasViejas Lunas. Además, añadió, estará asalvo lejos de esta guerra que asola elpaís. Lo dijo en los salones, lo repitió enlas posadas. Se le creyó. Pues todo elmundo se lo imaginaba incapacitado parala mentira ya que era un insensato.

Lo que no pudo explicar a nadie yademás tampoco lo intentó, era el asuntodel entierro del inuxente, luego lasustitución, como cochero funerario, de un

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enterrador guipuzcoano por un mujikpolaco que se parecía, hasta el punto deconfundirlos, al difunto inuxente. Todoslos pueblos necesitan una parte demisterio en el desarrollo, a menudoimprevisible, de su historia. El pueblovasco está provisto de misterio para dar yvender.

—¿Por qué Bélgica, poblada porfranceses y por holandeses, ha sidorecientemente proclamada independientede Francia y de Holanda, en tanto que elPaís Vasco que, a todas luces no es enabsoluto español ni tampoco francés, estárepartido entre los reinos de Francia y deEspaña?, se preguntaban las sieteprovincias cortadas y ocupadas. A lo que

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los niños respondían: ¡Es el misterio delos inocentes! Y todo el mundo seconformaba con esta explicación, o hacíaver que se conformaba.

Los meses fueron pasando. ElGuerrero de las Viejas Lunas echó elancla en el puerto de Itsaso y la levó másde una vez. El capitán, en la primeraescala, confió a Gaudioso Gastibeltsa quesu sobrina había desaparecido, encompañía de siete chiflados, en unasabana de cañas de azúcar, en Cuba. Elmismo, después de haber halado su barco,no volvió nunca más a tener noticias deellos.

—Su sobrina —le confesó una nochea Gaudioso, al cabo de numerosas

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libaciones con ron flambeado, dejachiquitas a mis doce más o menoscalzadas hermanas en lo místicoirracional. Ella tiene que correr con lospies desnudos sobre ascuas ardiendo sinquemarse, sobre las olas del mar sinahogarse, sobre las realidades sin caer enla realidad y sobre la banalidad sinhundirse en ella. Sin querer faltarle lo másmínimo al debido respeto, el lugar másapropiado para ella me parece que ha deser una vitrina de curiosidadesfolklóricas.

—¡Se equivoca usted! —respondió elcoleccionista de escobas. Yo la conozcobien. Ella sería capaz de inflamarse por sísola, como este ponche martiniqués, y

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pegarle fuego al museo.Cuando el Seven Sea’s Rose entró en

el puerto de Itsaso, es fácil adivinar conqué alegría el tío Gaudioso volvió aencontrarse con su sobrina, su sobrino, elorganista del pueblo, el príncipe polacodueño de la berlina con cuatro caballos,el carbonario italiano, Íñigo Picandia y sumudito, portador de El ImposibleVencido, y finalmente, no previsto en lalista, el explantador cubano. Era unrompecabezas que se reconstruía derepente al pie de la gran escalera.Escuchándoles desenrollar el hilo deAriadna de sus aventuras, GaudiosoGastibeltsa se iluminó. Sus huéspedes, encambio, se desilusionaron amargamente

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cuando les anunció que la guerra habíaterminado desde la víspera a medianoche. Los jefes de los dos ejércitos,Baldomero Espartero por las fuerzasregulares españolas y Rafael Maroto porlas bandas rebeldes vascas, se habíandado un abrazo ante las tropas formadasen cuadro en la plaza mayor de Vergara.Con los Fueros vascos oficialmenteconfirmados, sus valerosos defensores notenían nada más que hacer que volver asus casas. En cuanto a don Carlos,acompañado por una fiel escolta de guíasdel rey, se dirigía, triste y desolado, haciala frontera en el puente del Dantxarinea.

—Mi hermano Mikel es oficial de losguías del rey y lleva la borla y los galones

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de la fidelidad. En cuanto a nuestramisión, ¿es o no es la de entregar el planodel fuerte de Pasajes a don Carlos?¡Reunámonos, pues, lo más rápidamenteposible con el rey de los vascos enDantxarinea! —propuso Íñigo.

—Vuestra berlina se encuentraprecisamente en mis caballerizas —añadió el tío Gaudioso—, y el inuxente seocupa de los caballos desde vuestraprecipitada marcha.

— ¡ E l inuxente no está, pues,enterrado! ¡Pero si yo había improvisadouna fuga en re menor en el «De Profundis»de sus funerales! —interrumpió ManexEspata turbado y luego encantado por esteinesperado final.

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—¡El inuxente ha resucitado, Manex!Y nuestra insurrección volverá a revivir aimagen y semejanza de nuestro inuxente.Él está en la escalera repintado misescobas tal y como Ella está en Vergaraen un armario mal cerrado —concluyóGaudioso Gastibeltsa mientras se llevabaa sus huéspedes hacia su colección deinstrumentos para la limpieza.

Los viajeros habían pasado largashoras escuchando al coleccionista disertarsabiamente sobre su galería de obras dearte y sobre el manejo político de estas.

—En Vizcaya y en Guipúzcoa se barrede derecha a izquierda, insistiendo con elmango, paso a paso, en esa dirección. EnNavarra y en Álava se barre en el otro

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sentido, pero sin moverse: lo que da aesta regiones un aspecto vetusto ypolvoriento. En las provincias vasco-francesas no se barre en absoluto, pormiedo a levantar el polvo de la rebeldía.Se quita un poco el polvo aquí y otro pocoallá, y luego se pasa el suelo con cera dePau. Lo que no limpia nada sino que loembadurna todo.

—Si usted tuviera en su colecciónalguna escoba de bruja procedente deZugarramurdi, me montaría a horcajadas,sin más tardar, sobre el utensilio mágicopara llegar lo antes posible al puente deDantxarinea —exclamó Íñigo impaciente.

—La madre de Tomás Zumalacárregui—precisó el tío Gaudioso tenía

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justamente una de esas escobasencantadas, rescatada de milagro de lashogueras de la Inquisición. Y su hijoposeía la llave de la alacena donde elartefacto mágico estaba escondido. «Si elasunto se pone feo, afirmaba cuandosublevó a las siete provincias vascascontra el Gobierno de Madrid, utilizaría,como último recurso, la escoba de mimadre.» Desgraciadamente,Zumalacárregui murió confiando en laperspicacia de don Carlos; pero ni el reyni ningún otro entre los dirigentescarlistas supieron encontrar la llave de laalacena donde está la escoba. ¡Lástima!Porque así hemos perdido una buenaocasión para barrer definitivamente de

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este país el polvo que le cae de Madriddurante todo el año.

E l inuxente enganchó los cuatrocaballos al pértigo de la berlina.Estanislada volvió a instalarse sobre loscojines del asiento trasero, entre elpríncipe y Galarrisketa. El mudito, con ElImposible Vencido sobre el pecho, tomóasiento entre Stefan Gora-Lilli y ManexEspata. Finalmente, Fabricio Biancolarase sentó en el pescante en compañía deÍñigo Picandia, que iba armado con laúltima carabina de Gastibeltsa. El tíoGaudioso y el inuxente resucitadoagitaron unos pañuelos de cuadrosblancos y negros del Baztán, y la berlinade Federico Krytwitski se lanzó, en

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sentido inverso al de las agujas de unreloj, hacia la casa de Estanislada.

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En Gastibeltsa, el jardinero seprecipitó al encuentro de la berlina paradar la bienvenida a su joven señora, devuelta al hogar.

—¡Los magnolios han prendido! —anunció, glorioso.

Blas Galarrisketa, entusiasmado porlos árboles de flores blancas(trasplantados de América a Europa comoél mismo), pidió permiso para pasar algúntiempo gozando de sus verdesfrondosidades. El viaje había agotado aeste sexagenario arrancado de suindolencia cubana, con fondo de cañas deazúcar, por la rebelión vasca. Estaba,

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para colmo, preocupado por el nuevoempleo del dinero que le debíaHackenbush y al que, con la guerraterminada, ya no le veía utilidad.

—¿Qué hacer con semejante suma? —se preguntaba el explantador cubano, aquien el súbito final de las hostilidadeshabía vapuleado como un machetazoasestado a un tallo en plena savia. ParaEstanislada fue un placer invitarle ameditar sobre ello, con toda tranquilidad,en compañía de Manex Espata y de StefanGora-Lilli que habían bajado de la berlinapara volver a pie, el uno a su torre-taller,el otro a sus grandes órganos llenos depolvo. Fue entonces cuando la señora deGastibeltsa regaló la última de las cuatro

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carabinas a Íñigo Picandia.—Tres de ellas dispararán en lo

sucesivo el LA de la rebelión en América,en Asia y en África. ¿Puedo rogarle,Íñigo, que guarde esta arma de mi padrepara disparar la señal de la próximarebelión vasca?

Cuando la berlina volvió a bajar consu doble cuarteto de viajeros y decaballos la gran alameda de Gastibeltsa,Estanislada no se quedó en el umbral dela puerta para decirles adiós con supañuelo de puntilla de guipur. Se encerróen la capilla, presa de un funestopresentimiento. Con las manos juntas, alpie del crucifijo, rezaba y lloraba,compungida, pero no obstante medio

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consolada por el milagroso espejismo deesa fe que mueve las montañas de losPirineos hasta el Himalaya y a la inversa.

La berlina se cruzó con soldadosdesmovilizados que, según las cláusulasdel tratado de Vergara, regresabanlibremente a sus hogares. En lasencrucijadas de los caminos, soldados delejército vasco y soldados del ejércitoespañol, que bajaban hacia España oregresaban a sus montañas, se cruzaban,indiferentes en apariencia, peroexasperados de rencor y de hostilidad.Una nadería les hubiera lanzado, denuevo, los unos contra los otros.Presentían que el combate entre vascos yespañoles duraría hasta que los primeros

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conquistaran la total independencia ohasta que los segundos aplastarandefinitivamente a los primeros. No erasino aplazar la cuestión. En algunasocasiones soldados vascos, al reconocer aÍñigo Picandia o a Fabricio Biancolara,se aproximaban y poniendo las manossobre la portezuela, demostraban suinquietud:

—¿Dónde han estado durante todosestos años? ¿Qué hacían ustedes?

—Estábamos dando la vuelta almundo para resolver el problema vasco.

—¿Y lo han resuelto?—Puede ser. En cualquier caso,

tenemos un plano. Y los dos oficialescarlistas mostraban el trazado del fuerte

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de Pasajes.—¡Ah! —decían los muchachos de

boinas rojas—. ¿Entonces no hemos hechotodo esto para nada? ¡Siete años! Un añopor cada provincia vasca, puede que nosea en vano ¿verdad?

—¡No! Vosotros habéis dibujadonuestra historia con vuestra sangre yvuestras penas. Ella hará soñar a muchosseres humanos en toda la superficie delplaneta. La verdadera grandeza de unpueblo es hacer soñar a los demás con supropio destino. Un pueblo desgraciado esun gran narrador de la epopeya terrestre,al que se le escucha y que encanta. Lavida es el mar encrespado tomando porasalto la arena, como en Missolonghi,

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Grecia; es el viento de las estepas sobrelas cimas de los bosques, como enVarsovia, Polonia; es el rayo cayendo alpie del roble sagrado, como enGuernica… —respondían Biancolara,Krytwitski y Picandia saludandotristemente a sus amigos.

En Elizondo, detuvieron la berlina enlos puestos avanzados del ejércitoespañol. Federico, acordándose de laaventura del inuxente en el muelle deItsaso, alegó su calidad de príncipepolaco mientras mostraba sus papeles.

—Es un correo del zar de Rusia, deregreso de una misión alrededor delmundo, explicó el capitán del puesto a sucoronel.

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—¿Ha tomado usted sus nombres?—Príncipe Krytwitski, su secretario,

su cochero y el portaestandarte. Estas sonlas graduaciones que me han dado.

—¡Qué se vayan al diablo! —consintió el coronel, al cual siete años deguerra vasco-española habían vueltoescéptico, fatalista y grosero.

A media legua de Dantxarinea, laberlina topó con las últimas barricadasdel ejército carlista. Biancolara sepresentó como oficial volante del Estadomayor de don Carlos. Y los vascos,corteses, plácidos y cansados, acogieron,sin ilusiones, este insólito carruaje en suúltimo atrincheramiento. Un brigada delos guías del rey vino a saludar a los

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viajeros hasta la portezuela de la berlina.—Nos faltan hombres para hacer

frente a las incursiones de caballeríaordenadas por Espartero para capturar anuestro rey antes de que cruce la frontera.

Entonces se decidió que FabricioBiancolara llevaría él solo la berlinahasta el pueblo, que entregaría el planodel fuerte de Pasajes a don Carlos y queesperaría a sus amigos en Dantxarineahasta la partida del rey. FedericoKrytwitski, Íñigo Picandia y el muditoecharon pie a tierra, armados con laúltima carabina de Gastibeltsa y con ElImposible Vencido, y luego se internaronen un bosque orquestado por mil cantos depájaros: estos interpretaban la misma

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melodía, en el mismo tono, desde la nochede los tiempos, y nadie había pensadonunca en hacérsela cambiar. Erannaturalmente libres de cantar lo quequerían en un país que intentabadesesperadamente conservar su tonalidad.

En Dantxarinea, la entrada de laberlina causó sensación. Don Carlos saliódel puesto de carabineros donde habíainstalado sus últimos cuarteles y saludó aBiancolara:

—Incorregible alumno del difuntolord Byron. Desapareces cuando todomarcha bien, pero reapareces cuandotodos me abandonan.

—Me habíais encargado, señor, quelevantara el plano del fuerte de Pasajes.

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¡Aquí lo tenéis!Don Carlos pasó el plano del fuerte a

su ayuda de campo:—¡Enrique! Clasifícalo en el bolsillo

secreto de tu portadocumentos. No dejaráde servirnos en la próxima rebeliónvasca.

Emocionado ante tanta entereza ydignidad en la derrota, FabricioBiancolara ofreció la berlina al rey, a finde que prosiguiera su viaje y cruzara, concierto decoro, la frontera. Este aceptó debuen grado. En el momento de dar la señalde partida, don Carlos, asomándose por laportezuela, dijo al carbonario:

—No tengas ninguna inquietud en loconcerniente al fuerte de Pasajes. De un

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modo u otro los vascos sabrán apoderarsede él. Por lo demás, trasmite a los últimosfieles que me quedan la orden de cesar elfuego y de confiar, como yo mismo lohago, en la ayuda de Dios.

Un guía del rey hostigó con el látigo alos caballos y la berlina se llevó al rey delos vascos al otro lado de la guerra.Biancolara subió de nuevo hacia labarricada para transmitir la orden dedetener el combate y, una vez cumplida sumisión, marchó en busca de sus amigos.Penetró en el pequeño bosque musicaldonde estos últimos habían tomadoposiciones unos momentos antes. Unbreve intercambio de disparos —elúltimo de la guerra acababa de oponer a

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un pelotón de húsares españoles y a ÍñigoPicandia—. Este yacía en el suelo,perdiendo sangre en abundancia. Fabricioasistió entonces a un milagro. El mudo,arrodillado al lado de su amigo, se puso agritar. Gritaba:

—¡No te mueras! ¡Sobre todo no temueras, Íñigo Picandia!

Íñigo, al oír la voz del milagro, abriólos ojos.

—¡Dame el libro que no hace muchonos trajimos de Rentería!

El ex mudo entregó la gramática delPadre Larramendi al moribundo.

—¡El Imposible ha sido por finvencido puesto que tú hablas!

El joven tendió con una mano El

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Imposible Vencido, con la otra la últimacarabina de Gastibeltsa, al niño y murió.El pequeño vasco tomó el arma, volvió acoger el libro y sin que el italiano o elpolaco hubieran podido esbozar un gesto,huyó al monte.

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Fermata

Después de haber rendido los últimoshonores a Íñigo Picandia cuyo cuerpo fueinhumado en el cementerio deZugarramurdi, Federico Krytwitski yFabricio Biancolara, tan tristes ydesconsolados como don Carlos, pero porrazones más afectivas y sentimentales,cruzaron el puente frontera deDantxarinea. En la orilla lapurdina, unoficial de los guías del rey, todavíavestido con el uniforme carlista, sepresentó, llevándose la mano enguantadade blanco a la boina roja:

—¿Alguno de ustedes, caballeros,responde al nombre de Fabricio

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Biancolara?Luego de una respuesta afirmativa por

parte de este último, el joven aspiranteañadió:

—Don Carlos me ha encargadotransmitirle su agradecimiento por elcarruaje que tan cortésmente le ofreció.Pero como el general Harispe y elprefecto Etchart han venido, por orden delrey Louis-Philippe, a recibirle hasta aquímismo para conducirle en convoy hastaBayona, la berlina está a su disposiciónen la posada de Ohantzea en la plaza deAinhoa. Les pido disculpas por noacompañarles: es preciso que regresecuanto antes a Bayona para incorporarmeal cortejo del rey.

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El jinete saltó sobre la silla y se alejóal galope. El príncipe polaco y elcarbonario italiano recorrieron la medialegua que separa Dantxarinea de Ainhoaplaticando acerca del país, del aire y deltiempo. La berlina con cuatro caballosestaba estacionada ante la terraza deOhantzea. Krytwitski y Biancolara sepresentaron al posadero. Este se caló lasantiparras y después de haber consultadoun papel sellado con una C coronada,convino:

—En efecto, caballeros, el tenientePicandia me ha rogado que vigile estaberlina hasta la llegada de ustedes.

—¿Puede repetir su nombre?—Picandia. Teniente Mikel Picandia,

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de los guías del rey en el ejército carlista.Los viajeros movieron la cabeza con

aire apesadumbrado e hicieron que lessirvieran de beber en el jardín deOhantzea. Esbozaron diversos proyectosen medio del humo de sus cigarros.

—Tengo la intención, dijo FedericoKrytwitski, de publicar el relato denuestras aventuras con Íñigo Picandia, alque su hermano pequeño acaba deresucitar, por breves instantes, en elpuente de Dantxarinea. Le pediré a StefanGora-Lilli que haga las ilustraciones. Hatomado, a lo largo de nuestro periplo porel mundo, innumerables croquis, retratos,bocetos, dibujos, aguadas, etcétera.

—Yo estoy pensando —replicó

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Fabricio Biancolara en el libreto de unaópera cuya música estaría compuesta porManex Espata, y que se podría montardurante la próxima temporada de laFenice. Ya tengo un título en mente.

—Yo también —añadió el príncipepolaco.

Los dos hombres apuraron su copa yconcluyeron a una sola voz:

—«Las carabinas de Gastibeltsa».

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SEGUNDO MOVIMIENTO

(1839-1872)

ANDANTE

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Estanislada llevó luto por ÍñigoPicandia hasta el final de sus días. Alcrepúsculo, solía subir al tejado de sucasa y, adosada a una chimenea, a vecesrecobraba las ganas de vivir, haciendofrente al viento del mar. Entonces cantabaa media voz la cantinela de Gastibeltsaque ella había interpretado, no hacía tantotiempo, en la corte del maharajá. Al llegaral final: «Joven rosa y rosa negra…»desataba su cinta de pashmina y dejabaque sus cabellos flotaran con el soplo dealtar mar, como fúnebres señales de adiósa su pasado. Hasta su muerte, BlasGalarrisketa se ocupó de su finca. Mandóplantar una datileras que habíadescubierto, por casualidad, en casa de un

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médico de Hendaya, quien distraídamentelas miraba crecer en desorden, en sujardín al borde del Bidasoa. Luego hizo laprueba con unos eucaliptos, pero murieroncasi todos, un invierno de mucho frío, y nofue sino un siglo más tarde cuandoFanislada de Celaya los aclimató a fuerzade paciencia y de cuidados, tocándoles laguitarra, los días de viento sur, parainfundirles ánimo. Los magnolios, encambio, siguieron creciendo ymultiplicándose, tanto y tan bien que laseñora de Gastibeltsa, cuando MikelPicandia, de vuelta del exilio, vino asaludarla, mandó que el jardinero leentregara dos magnolios en caja, paraplantarlos como árboles de bienvenida en

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la entrada de Txapel-Gorri. Crecieron a lavez que los hijos de Mikel y, más tarde, alos Picandia les gustaba encaramarse enellos para vigilar la marcha de susinvitados. Desde lo alto de las ramas,lanzaban entonces unos salvajes gritos deadiós dirigidos a sus huéspedes, mientrasagitaban, con toda la fuerza de sus brazos,las carnosas flores blancas que dan losmagnolios, y que Estanislada mandaballevar, cada año, desde Gastibeltsa hastaZugarramurdi, a la tumba de su tío.

Fue leyendo el libro de FedericoKrytwitski, publicado en alemán bajo eltítulo de Die Buchsen der Gastibeltse,como Mikel Picandia tuvo conocimientode las aventuras de su hermano y del

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inverosímil periplo que le llevó alrededordel mundo. El volumen editado en Vienafue introducido en Bayona por unvendedor de paños que, por su negocio, seveía obligado a viajar por toda Europa,pero al que un instintivo particularismolocal obligaba a regresar, cada vez máschauvinista, a los Pirineos. Se lo tradujo asu inquilino, un desgraciado compatriotavasco al que el final de la epopeyacarlista había llevado a un oscuro reductosobre el desván de su tienda. MikelPicandia se guardó muy mucho de revelaral comerciante que uno de los héroes deaquella extraña aventura era su propiohermano. Pues había aprendido, a lo largode los meses pasados al otro paso de

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Bidasoa, que los vascofranceses sonversátiles, quisquillosos y curiosamentedistantes si tienen mucho de queapiadarse.

Cuando volvió a cruzar la frontera,Mikel estaba prometido a una jovenseñorita de la sociedad bayonesa; y fuepara anunciar esta feliz noticia a sufamilia por lo que decidió, un buen día,atravesar el Bidasoa. Estando en camino,resolvió ir a saludar a la señora deGastibeltsa de la que tenía una muy vagaidea a través de las aventuradastraducciones del texto de Krytwitskihechas por el comerciante bayonés.Sentada muy tiesa y bien peinada en unabutaca del salón, Estanislada le confirmó

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la absoluta autenticidad de los escritosdel príncipe polaco; luego añadió, máspor amabilidad que por auténticacuriosidad:

—Y ¿qué piensan de nuestra causa alotro lado de la frontera?

Mikel Picandia le respondió sinrodeos:

—Irritamos a todo el mundo connuestros aires misteriosos y esos humoscontenidos que aparecen ante los ojos delos extranjeros como la peor forma queadopta el orgullo en los retrasadosrurales.

Estanislada asintió, sin prestardemasiada importancia a la exactitud deesta aseveración, y luego ofreció a su

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huésped una taza de chocolate de casaGastambide, acompañado de pan conmantequilla y miel traída de un caseríoque Estanislada tenía en Alta Navarra,región donde las abejas prosperan porque,según dicen, las reinas reinantes fueronallí tan numerosas como los reyes. Lamiel llegaba a Gastibeltsa en unosmulticolores tarros de cristal adornadoscon una corona que ceñía las cadenas delemir vencido en las Navas de Tolosa.Más tarde, Mikel Picandia fue presentadoa Stefan Gora-Lilli, que había acudidodesde su vecino torreón hasta Gastibeltsapara saludar al hermano de su compañerode viaje. El pintor rechazó la taza dechocolate que le ofrecía su prima pero

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vació una botella de txakoli de Getariaque, escanciado desde un golleteinclinado a la altura de los ojos hasta uncubillete en línea con el ombligo, haceespuma y burbujea como auténticochampán de Champagne, sin adulteraciónni añadido de alcohol.

Borracho más que a medias, Stefandecidió, por la mañana, acompañar aMikel Picandia hasta su casa de Txapel-Gorri, en los alrededores de Guernica.Volvió de allí prometido a HortensiaCachántegui y con un retrato que exhibióante su prima a su vuelta a Gastibeltsa. Alas preguntas de Estanislada, respondiólacónicamente:

—Los Picandia no se hablan más que

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con los Cachántegui, y los Cachántegui nohablan.

Es todo lo que pudo sacarle.Stefan le encargó a un encuadernador

de Tolosa que insertara el retrato deHortensia en su ejemplar de Die Buschender Gastibeltse (numerado e impreso enpuro papel mojado) que FedericoKrytwitski le había dedicado, enagradecimiento a los numerosos dibujosde su mano que ilustraban el texto. ManexEspata añadió las primeras y las últimasnotas de la obertura que estabacomponiendo para I carabini diGastibeltsa, ópera en la que trabajabasobre un libreto de Fabricio Biancolara.El aria del brujo, el acto III, le causaba

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constantes preocupaciones de forma, deritmo y de melodía, pues aunque susnociones de folklore indio eran muysomeras, se negaba a traicionar a susprimeros mohicanos atribuyéndoles unasentonaciones o unas modulaciones noautóctonas.

Fabricio Biancolara, que entre tantohabía sido encarcelado en la prisión delos Plomos en Venecia, esperabapacientemente su puesta en libertad parapoder darle un nuevo impulso al músico.Estanislada le mandaba chorizos dePamplona y galletas de Rentería, aunquesospechaba que los carceleros de losPlomos los confiscaban a su llegada alportillo de la siniestra prisión. Entonces

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se consolaba con novenas a San Ignaciode Loyola quien, en otros tiempos, habíaestado encarcelado en esta mismaPamplona de donde provenían loschorizos destinados al carbonarioveneciano.

Una noche, Mikel Picandia aparecióen Gastibeltsa del brazo de su jovenesposa. Al cupé en que viajaban le seguíauna narria tirada por cuatro caballos quetransportaba los tres teclados, los milcañones y todos los fuelles del órgano queAdelina, con el importe de su dote,acababa de regalar a su marido. Habíaconocido al joven refugiado carlistadurante un concierto que había tenidolugar en el Grand Théatre de Bayona, y,

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desde este fortuito encuentro bajo losauspicios de la Sinfonía Fantástica deHéctor Berlioz, acudía, todas las noches,a escuchar sus improvisaciones en el granórgano de la catedral, amablementeprestado a Mikel por mediación delcanónigo penitenciario. Este último,vasquista empedernido, infligía las másabsurdas penitencias a los pecadoresfrancófonos de la burguesía bayonesa,pero era todo indulgencia plenaria paracon sus compatriotas proscritos deNavarra, Vizcaya y Guipúzcoa. Le habíarogado al organista de la catedral queentregara al pobre refugiado una copia delas llaves de la escalera que conducía algran órgano. Sentado en un reclinatorio,

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durante las huelgas de hambre que losvascos hacen tradicionalmente en lacatedral de Bayona para protestar contralas molestias causadas por el subprefectofrancés a los refugiados del otro lado delBidasoa, el canónigo penitenciarioderramaba unas cuantas lágrimas furtivas,escuchando a su hermano de raza saltar deteclado en teclado, como en otros tiemposde un País Vasco al otro, por encima de lafrontera. Y Adelina, tan emocionada porel recital de Mikel como por la tristesuerte de sus compatriotas vencidos, seenjugaba entonces los ojos, con supañuelo de puntilla de guipur.

Estanislada llegó, muy pronto, a laconvicción de que la joven bayonesa

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procedía del mundo encantador de loslunáticos. Lo que no pudo por menos deenternecerla, pues sus ascensiones altejado de Gastibeltsa le habían hechocómplice de todos los antojos que irradiaa sus fieles al eclíptico astro muerto. Sinembargo, no dijo ni palabra de estesentimiento de afectuosa solidaridad a lajoven, en consideración a su timidez y porrespeto humano.

Durante la estancia de los Picandia enGastibeltsa, Estanislada enseñó muchascosas a la bella Adelina. Especialmente leenseñó a hacer tortillas de pimientos,canturreando en re menor la endecha de lavictoria de Roncesvalles, Lelo, leri, lelo,tan áspera y tan trágica que no deja nunca

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de dar a los verdes condimentos de esteplato un sabor aún más picante al paladar.Le enseñó también a bordar el petit pointen el ángulo de una ventana, mientras sereza el rosario: cada Agur Mariaintercalándose entre las vueltas y lasrevueltas de la pieza de tapicería y losPater Noster amenizados al punto de cruz,al final de los misterios y de los hilos decolores. Le enseñó la compostura de unaauténtica ama de casa vasca, frente a unoficial de las patrullas españolas: acogidadistante y exclusivo empleo del euskeracomo respuesta a las preguntas encastellano, salvo la fórmula consagrada:«¡Pase pero no se entretenga!» Repetidahasta la saciedad, la frase acababa

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siempre por dejarle hecho polvo alimportuno. Entonces este se retiraba,mientras presentaba sus excusas, mano enel quepis y talones juntos. En previsión deun probable y próximo levantamiento delas provincias vascas, Estanislada leenseñó también a Adelina Picandia cómofabricar balas para las carabinas de lacasa, con plomo fundido en el grancaldero que toda familia vasca que seprecie destina a este menester. Despuésde la fusión, el plomo líquido debía servertido con toda precaución sobre unaslargas tablillas agujereadas, y luegoenfriado en la bodega más fresca, lasnoches de sábado a lunes, hasta la hora dela misa de gallo.

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—¡Fundir balas para los fusiles denuestros hombres es tan indispensablecomo cocinar una perfecta piperrada paranuestras jóvenes! concluyó Estanislada,mientras vigilaba la preparación de susbolas de plomo, como una buena cocinerasu cazuela de guisantes.

La joven bayonesa, acostumbrada a lasomnolente resignación de losvascofranceses, lo escuchaba todo,boquiabierta y sin aliento (estaba yaesperando su primer hijo). Después delnacimiento de cada uno de sus cuatrohijos, Adelina no dejó nunca, al messiguiente de estos felices acontecimientos,de ir a Gastibeltsa, a pesar de la fatiga delviaje, para presentarle el recién nacido a

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Estanislada. Así ocurrió con Gregorio,Nicolás y Catalina, pero,desgraciadamente, no pasó lo mismo conSanti, el último. Pues Adelina murió altraerlo al mundo, sin haber utilizadoninguna de las recetas de su amiga paralas tortillas, la tapicería o las balas defusil. Nada. Pasó por este mundo casiinadvertida, medio aturdida ymaravillosamente lunática, como lo habíapresentido la perspicaz señorita deGastibeltsa.

Antes de proseguir su viaje de vueltaa Vizcaya con su joven esposa, MikelPicandia le contó a Stefan Gora-Lilli queel padre de su novia había adquirido unacasa próxima a la mansión del general

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Sagastibeltsa, con objeto de que su futuroyerno tuviera, como más inmediatovecino, al portador de un nombre famoso,casi idéntico, además, al de su primaEstanislada. Así le sería más fácilfamiliarizarse con su nueva situación.Stefan Gora-Lilli se sintió tan emocionadopor este gesto del taciturno y silenciosoBenjamín Cachántegui, su futuro suegro,que partió, de noche, al galope tendido desu caballo Altsa-Karabi, y se casó conHortensia nada más llegar, al alba de unmiércoles tan ventoso que el velo de lanovia parecía, sobre los acantilados deVizcaya, la vela mayor de un clíper enpeligro.

Cuando Stefan hubo marchado

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definitivamente de su torre-taller en losalrededores de Gastibeltsa, Estanisladainvitó a una de sus amigas de infanciapara que le hiciera compañía. Esta última,que se llamaba Estéfana, había sidocheposa durante largos años. Una nochede verano, un poco antes de la guerracarlista, resbaló desde lo alto del tejadode Gastibeltsa y se encontró en el céspeddel jardín, de pie y erguida, con la narizmás larga, bien es verdad, pero con laespalda totalmente desabollada. Paracolmo, el flequillo que le cubría la frentese le había rizado, a semejanza de lospapeles de adorno que se cuelgan en loscaseríos alrededor de las chimeneas paraponer un toque de alegría en un decorado

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tan austero. Prometida a un oficial decaballería, poco después de estamilagrosa transformación estética,Estéfana perdió súbitamente a su noviodurante una carga a toque de corneta enlas llanadas de Estella. No se enteró de latriste noticia sino muy tarde, pues suprometido estaba tan desmembrado por lacarga de cañón que se hundió en su pecho,que se dudó durante mucho tiempo en laidentificación del cadáver. Finalmente,los altos mandos resolvieron comunicarleesta heroica y probable muerte en elcampo del honor, con el fin de que ladesdichada renunciase a prolongar unaabundante correspondencia a la cual yanadie podía dar contestación. A partir de

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ese momento. Estéfana dejó de escribirpara vestirse de terciopelo aún más negroque la tinta de sus misivas en elabandonado escritorio. Resultabachocante en medio de la exuberanteblancura de la magnolias, pero según Blasde Galarrisketa, que solía acompañar alas dos damas en sus paseos vespertinospor Gastibeltsa, hacía que Estéfana separeciera a una tecla de sombrío bemol enel piano de la gran sala.

El buen hombre divagaba desde hacíaun tiempo y, una noche, dio una mediavuelta casi perfecta sobre sí mismo y cayómuerto al pie de un magnolio. El serviciofúnebre se celebró una mañana de veranoen la capilla de Gastibeltsa. Gastambide,

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alertado por el rumor general, envió enseguida, junto con su más sentido pésame,una caja de chocolatinas de «El Negritoresucitado», como recuerdo de la aficiónque siempre había tenido el difunto porlos productos de su casa. Después el tíoGaudioso, el inuxente y Manex Espata,acompañados por Stefan Gora-Lilli quehabía acudido precipitadamente desdeVizcaya al enterarse de la noticia delfallecimiento de su viejo compañero deviaje, transportaron la caja mortuoria a unclaro que los azares de la naturalezahabían sabido preservar en el bosque demagnolios. Al final de la ceremonia,Estanislada abrió la caja de Gastambide yofreció una chocolatina de «El Negrito

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resucitado» a todos los asistentes.Con ocasión de estas improvisadas

exequias, Estéfana conoció a ManexEspata, que se había encargado delarmonio de la capilla de Gastibeltsa.Conquistada por la elegante dulzura desus motetes, como en otros tiempos porlas cargas de su difunto húsar, se casó conél dos meses más tarde y se instaló en elpueblo, en casa del organista, frente alpórtico de Santa Faustina.

Poco después de la celebración deestas dos ceremonias, una banda deforajidos, medio contrabandistas medioladrones, instaló con desenvoltura sucuartel general en una majadaabandonada, en el límite norte de la finca

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de Gastibeltsa. Sin el menor permiso alprincipio y, más tarde, con elconsentimiento tácito de Estanislada.Como esta pandilla de alegres barbianesestaba compuesta por unos vascosdespreocupados, rebeldes y alegres comocastañuelas, la señora de Gastibeltsaadoptó la costumbre de visitarles y dejugar al mus en el caserío, pero su jefe, alque llamaban Lapurandi en Vizcaya yKrixketa en Guipúzcoa, les obligaba arestituir el producto de las gananciasadquiridas con malas artes. No se tratabamás que de alubias o de garbanzos…

—Pero, decía Krixketa, si uno se ponea robar a los amigos, acaba siempre porparecerse a las personas honradas.

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De hecho, esta instalación decontrabandistas en la finca de Gastibeltsase produjo en la época en que el Gobiernode Madrid, según expresión consagrada,«se comió» su palabra. En efecto,recordemos que en Vergara se habíaconvenido que los Fueros de lasprovincias vascas serían, a cambio delcese de las hostilidades, prorrogados yconfirmados. Ahora bien, la cuasiindependencia vasca, constituida por elconjunto jurídico definido bajo el nombrede Fueros, implicaba el mantenimiento delas aduanas entre España y el País Vasco.El gobierno español decidió a pesar detodo la supresión de la frontera vascoespañola y el establecimiento, para su

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provecho, de aduanas en la nueva fronterahispano-francesa.

—¡Nunca hubiéramos debido fiarnosde la palabra de ese Espartero con airesde pistolero y mentalidad de pastelero! —deploraba el tío Gaudioso—. Así nosvemos ahora, bien corridos y con eseabrazo de Vergara que se nos va de lasmanos como un pastel de chocolate deGastambide que se hubiera convertido enagua de borrajas.

Naturalmente, de ambos lados de estanueva frontera hubo un ampliomovimiento de población. Loscontrabandistas de la antigua fronteravasco-española, privados de sus recursospor la supresión de la línea aduanera

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foral, se vieron obligados a remontarhacia el norte de Navarra y de Guipúzcoa,para poder conservar su tradicional mediode subsistencia en la nueva fronterafranco-española. Así es como loscompañeros de Krixketa se instalaron enuna borda abandonada de Gastibeltsa.

—¡Ni demasiado cerca, por lasrondas de los carabineros, ni demasiadolejos para las piernas de loscontrabandistas! —explicaba el jefe de labanda a Estanislada, mientras abreviabala partida de mus con un órdago muyarriesgado.

Este contrabando, impuesto por lamala fe española, rápidamente setransformó en un excelente escuela de

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entrenamiento de marcha y contramarchapara la inevitable y próxima rebelión,porque, desde la promulgación deldecreto de transferencia de las aduanashispánicas a su territorio, todo el PaísVasco tácitamente decidió irpreparándose para ello. Ya que losespañoles se habían «comido» su palabra¿no habría que hacerles lealmentevomitar?

—La rebelión es una aptitud, lasumisión una actitud, confirmabaGaudioso Gastibeltsa. Aptos para lainsurrección, los vascos no puedensatisfacerse con una actitud de sumisión.«¡Acabarán por dejarse el pellejo!» —afirman algunos de nuestros visitantes

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asustados—. Y sin duda preferimosjugarnos el pellejo que agachar elpescuezo. Puede ser que estemos haciendodoblar las campanas por nosotros mismosal tocar a rebato para la rebelión. ¿Puedeser? Sin embargo los que han oído, unasola vez, el sonido tenue de esa llamada alas armas lanzado por nuestro pequeñopueblo, no pueden ya olvidarlo. Sueleocurrir incluso que armonizan su grito derebelión con ese eco lejano traído por elviento de las montañas, y su último alientohace entonces que se entremezclan lashojas del roble de Guernica, árbol tutelarde los irrecuperables, de los insumisos yde los irreductibles. Amén.

Como conclusión de estos discursos y

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otras declaraciones de la misma índolehechas en las posadas, con una vestimentadesaliñada, el tío Gaudioso iba a cenar,todos los jueves, a Gastibeltsa, con fracnegro y plastrón glaseado. El inuxentehacía las veces de cochero, vestido con elblanco sudario de su entierro que habíanmandado bordar en un convento decanónigas de San Agustín, con ribetesverdes y rombos negros, marcado con lasiniciales G. G. Las dos portezuelas de lacalesa estaban adornadas con sendosescudos blasonados con un par de escobasformando la cruz de San Andrés sobrefondo de polvo dorado.

El conjunto tenía tanta prestancia que,veinte veces, sus conciudadanos le

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suplicaron al tío Gaudioso que fuera elalcalde del pueblo. Siempre se negó.

—Erkatzale, barrendero, si queréis,respondía meneando la cabeza, pero esebastón de alcalde no es más que unpretencioso trozo de madera sin la másmínima utilidad. Ni siquiera se puede, consu punta ferrada, apartar el cagajón de loscaballos de la guardia civil, ante elféretro de Nuestro Señor, en la procesiónde Viernes Santo.

A su muerte, Blas Galarrisketa, portestamento ológrafo redactado enpergamino de caña de azúcar, habíalegado la fortuna conseguida con la ventade su plantación a Estanislada. Estapronto convenció a su tío y antiguo tutor

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de la necesidad de invertir este dinero enla compra de armas y municiones para lapróxima rebelión vasca.

—¡Pues tales fueron las intencionesdel pobre Blas cuando cedió su propiedadcubana a Mister Richard GoldingerHackenbush! —añadió firmando unaprocuración a favor de su tío, que, con unacruz, refrendó el inuxente como testigo ygarante del acta—. La cruz trazada poreste analfabeto estaba adornada, en susbrazos horizontales, con un corderoerguido sobre sus patas traseras y con unatún erigido sobre su cola, exactareproducción del calvario situado en laentrada de su pueblo de pastores y depescadores. Provisto del documento así

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ilustrado, Gaudioso Gastibeltsa puso lafortuna de Blas Galarrisketa a disposicióndel capitán Baruela, quien, al azar de susviajes a través del mundo, procedía a lacompra de carabinas, de balas, demuniciones y, durante sus arribadas aItsaso, las desembarcaba, de noche, en elmuelle frente a la casa de las escobas.Muy rápidamente, el tío Gaudioso se vioen posesión de una colección de armas defuego, casi tan variada como su colecciónde instrumentos para la limpieza. Elinuxente, en vez de con pintura dorada,las rebozaba con grasa de cerdo, aceitealcanforado y luego agua bendita, con elfin de conjurar así la mala suerte y debarrer más adelante, a tiro limpio, la

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suciedad introducida desde Madrid en elPaís Vasco, a partir del final de lashostilidades.

Después de la cena, Estanislada sesentaba ante el pianoforte en el gran salónde Gastibeltsa e interpretaba con arte ytalento las arietas, las pavanas y losrigodones que había compuesto su abueloCosme Damián, cuando regresó de uncombate naval, tuerto, cojo, tísico ymanco. El antiguo oficial de la marina noutilizaba más que su mano derecha (laúnica que le quedaba) para tocar el pianode Gastibeltsa y, cuando Estanisladacreció, ella sostenía la partitura con lamano izquierda, en un conmovedor dúo deabuelo y nieta que encantaba a los

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invitados. El tío Gaudioso, escuchando asu sobrina, desde el fondo de una butacaLuis XV, se dormía ante su botella detxakoli colocada sobre una repisa decaoba, frente a la chimenea. A veces elinuxente se colaba dentro del gran salóny, acodado sobre la cola del piano, conlas mejillas entre las palmas de lasmanos, soñaba, con sus ojos azul pálidofijos en la marquetería del parquet demadera de cerezo. El resplandor de lasllamas en la chimenea jugueteaba sobre elretrato de cuerpo entero de CosmeDamián de Gastibeltsa, encopetado en suuniforme de gala de oficial de la marina.Una banda de seda negra cubría su ojoderecho, una manga doblada adornaba su

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hombro izquierdo y una pata de paloreemplazaba su pierna derecha. Ensegundo plano se perfilaba la silueta de sunavío hundiéndose en el mar. Al final decada invierno, el inuxente no se olvidabanunca de volver a barnizar la tela,preferentemente durante el mes de abril,época en la cual la fragata de Gastibeltsatodavía bogaba viento en popa a toda velay con el pabellón en alto. El inuxentesostenía que, bajo la banda negra,entonces se podía ver el ojo del tuertobrillar como en la mañana del combatenaval, la pierna llena en su pantalónderecho, el brazo izquierdo firme en sumanga desdoblada. Luego, al atravesar lapuerta del salón, una vez terminado su

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trabajo, percibía de repente el cañoneo y,al darse la vuelta por el fragor delcombate, constataba que Cosme Damiánde Gastibeltsa había perdido, sinpestañear, brazo, ojo y pierna, con unasarcástica sonrisa fija en las comisuras delos labios y la oreja derecha orientadahacia el piano en el que su nietainterpretaba concienzudamente el rigodónde los náufragos y la pavana de unafragata difunta.

Manex Espata y Estéfana venían a suvez, los jueves de luna llena, a cenar aGastibeltsa. Acompañada al piano por sumarido, Estéfana ofrecía un recital detodos los cantos de bravura que habíacompuesto Espata para la ópera de

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Biancolara. En la endecha del magomohicano, en el Acto III, ella interpretabasu papel de una forma tan extrañamentehierática que el inuxente se veía obligadoa ocultarse detrás de la butaca del tíoGaudioso para disimular sus ataques derisa. Después aseguraba que, desde lo altode la chimenea, Cosme Damián, en sumarco dorado, le lanzaba tuertos guiñosde complicidad. Gaudioso, dormido al piedel retrato de su padre, soñaba concaballos locos, ballenas blancas, águilaspúrpuras, playas desiertas, vallesperdidos, bosques silenciosos ondulandobajo luna. Veía de nuevo a Walter Scottdando la bienvenida, en Kilt y con tartán,a los hermanos Gastibeltsa en el umbral

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del castillo de Abbotsford, y luegoenseñándoles su colección de trofeoshistóricos: Claymore de Rob Roy, corbatade Bonnie príncipe Charlie, carga decañón de Culloden, recuerdos de larebelión escocesa, un siglo antes. WalterScott, al final de esta visita, regaló unacarabina, grabada con el escudo de losStuart, al padre de Estanislada. Pero esteúltimo, dos días más tarde, falleció acausa de un mal súbito y misterioso.Reposaba, con los brazos cruzados sobrela carabina de Walter Scott, al borde dellargo poblado de flamencos rosas, en losconfines de los Highlands. Gaudioso,cuando se quedaba dormido al son delpiano de Gastibeltsa, soñaba con ese

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hermano coleccionista de carabinas quesúbitamente le había abandonado,dejándole completamente solo en laspesquisas para su propia colección deescobas. El contra-ut final de Estéfana,que ponía fin al solo del brujo mohicano,le sacaba de sus sueños. Educadamente,se enderezaba ante el fuego para aplaudira la cantante, mientras que el inuxente,una vez dominado el ataque de risa, salíade su escondite detrás de la butaca LuisXV, para retornar a su sitio en la cola delpiano, frente al retrato del Gastibeltsamutilado.

Antes de dar por concluida la velada,Manex Espata, en homenaje a sushuéspedes, improvisaba algunas

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variaciones sobre la melodía deGastibeltsa! ¡Gastibeltsa! Euskera takarabina!, que terminaba con una brevegalop en re bemol menor. Había llegadoal momento de que Gaudioso invitara a susobrina a un paso a dos acompañado porlos aplausos de los invitados. Estanisladay su tío, frente a frente, entonces dabanvueltas y más vueltas, asidos por losbrazos, sobre el parquet de marqueteríade cerezo, y Manex Espata, sentado antesu teclado, veía a los dos últimosGastibeltsa, bajo la irónica mirada delmarino lisiado, desvanecerse en lo másrecóndito del salón, en medio deimpalpables remolinos de bruma. Dehecho, a partir de esta época, muchas

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personas en Guipúzcoa afirmaroncategóricamente que los Gastibeltsa noexistían y que además nunca habíanexistido a no ser en la fértil imaginaciónde Víctor Hugo.

—Se les ve tan poco, que es comosi… —solían añadir con despecho, pueslos Gastibeltsa irritaban a sus vecinos consu intangible separatismo social, hasta talpunto que lisa y llanamente preferíannegarlos.

—¡Más vale ser limpiamente ignoradoque apestado por los relentes de lapopularidad! —replicaba Gaudioso—; ytodos los miembros de su familia sehabían esforzado, a lo largo de los siglos,en llevar a la práctica este adagio. No

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solo rechazaban cualquier cargohonorífico, título o condecoración, sinoque unas simples felicitaciones lesllenaban de consternación. Ellos que seesforzaban en no pedir nunca nada a nadiey hacían todo lo que tenían ganas de hacerpor nada, se sentían avergonzados de esafamiliaridad que echaba a perder, alrecompensarles con palabras lisonjeras,la gratitud de sus actos. El único dogmaque disgustaba a Gaudioso en elcatolicismo era ese paraíso, al interéscompuesto, que Dios prometía enrecompensa a sus fieles como unreembolso a plazos y al interés del milpor cien. Se negaba a convertirse encliente de ese banco celestial donde uno

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coloca sus buenas acciones terrenales acambio de un dividendo garantizado conla eternidad. A partir de este punto, lasgentes de bien, las gentes bien y losbienpensantes, al excomulgarle, leofendían tanto menos cuanto que él nuncase había integrado en su comunión. Era,de hecho, uno de esos vascos a los quesus vecinos, al negar todo derecho a unaexistencia nacional para su pueblo, lesdejan tanto más indiferentes cuanto queestos últimos no existen a sus ojos sinocomo complementos de su propiaexistencia. «Sin vascos, ningunanecesidad de españoles o de franceses,como tampoco de aduaneros o decarabineros sin contrabandistas…»,

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afirmaba el tío Gaudioso, reconociendode buen grado que el destino del pueblovasco sería muy monótono si nointerviniesen para contrariarlo esos dosaguafiestas con dialectos latinos yderecho romano.

—¡En definitiva, estos buenos galo-ibéricos antaño latinizados por elcenturión nos sirven de ejemplo a noseguir, a la vez que de «valedores» denuestra propia identidad! —concluía elcoleccionista de escobas, mientras hacíapiruetas sobre el parquet encerado delgran salón de Gastibeltsa.

Entre los contrabandistas que estabanalojados en la borda de Gastibeltsa, seencontraba un endeble adolescente tímido

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y lleno de granos que respondía alenérgico apelativo de AmbrosioKakarotxa. Huérfano de padre y madre,fue recogido por un tío suyo sacristán, queusaba gafas doradas y que se dedicaba,fuera de las hora de oficios, a lafabricación de gigantes y cabezudos, esasmáscaras de cartón-piedra que se pasean,los días de fiestas, por las calles de lasciudades y de los pueblos, y que en vascose llaman Gizandi o Burulodi.

Una noche que contemplaba en eltaller de su tío las figuras abigarradas depintura polícroma, un torpe gesto de sumano armada con un cirio que habíacogido de la sacristía, prendió fuego a lacolección de cartón piedra. Kakarotxa,

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aterrorizado, huyó en la noche, y no seatrevió nunca más a volver a casa de estetío con gafas doradas, al que habíaarruinado con su imprudencia. Después devagar durante algún tiempo por lasprovincias vascas en busca de albergue yde trabajo, Ambrosio acabó por seradmitido en la banda de Krixketa.Convertido en contrabandista y con elsustento asegurado gracias a la leyespañola de traslado de las aduanasvascas, Kakarotxa soñaba a menudo consu primer oficio aprendido, en otrostiempos, en casa del tío sacristánfabricante de Burulodis. Tenía nostalgiay, al final de las partidas de mus, a vecesle contaba a Estanislada los secretos de la

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fabricación de los muñecos de cartónpiedra. A los personajes tradicionales dela procesión folklórica: reyes magos,guerreros moros, jinetes tártaros, el tío deAmbrosio había añadido las figuras de losmás famosos soberanos de Navarradurante la Edad Media. Kakarotxa, conlos ojos perdidos en sus sueños infantiles,se acordaba muy bien de Eneko Aritza,primer rey de Pamplona, representado porun roble de barbuda testa coronada confollajes; de Sancho Abarka, el de los piescalzados con cuero de vaca y piernaslaceadas con cuerda de cáñamo hasta lasrodillas; de Carlos el Noble, sosteniendoentre sus brazos dos tomos de los «Analesdel Reino de Navarra»; del príncipe de

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Viana, seguido de unos galgos con collarde oro grabado con los escudos deFrancia y de España… Los relatos deAmbrosio se acabaron la noche en queEstanislada le pidió, de sopetón, que élmismo fabricara a su vez muñecosgigantes y figura reales al modo de suviejo tío, el sacristán de las antiparrasdoradas. Kakarotxa aceptó, entusiasmado,y el tío Gaudioso no tuvo entonces másque encargar al Capitán Biruela quetrajera, como flete suplementario, en elGuerrero de las Viejas Lunas, la materiaprima indispensable para una fábrica decartón piedra. Alertado por su prima,Stefan Gora-Lilli regresó a su torre demarfil de Gastibeltsa donde montaron a

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toda prisa una fábrica de producciónartesanal para gigantes y cabezudos. Elmismo, metido en el juego, puso manos ala obra, participando con ardor en elmodelado de los Burulodis y en suminuciosa decoración. Dibujó los rostroscon un arte infinitamente más gráfico quelo que nunca consiguiera el viejo tíoKakarotxa, y cuando, agotado, con lalevita maculada de manchas multicolores,regresó a Vizcaya al lado de Hortensia, desu hijo y de sus tres hijas, les dejaba a loscontrabandistas de Krixketa una especiede museo de efigies históricas, con losmás contrastados matices y los másbarrocos dibujos, en pleno auge.Rápidamente, los pueblos de los

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alrededores reclamaron figuras salidasdel taller Gora-Lilli. Luego llegaronencargos venidos de las provincias deNavarra, Vizcaya y Álava. Por fin losvascofranceses pidieron a su vez losgigantes y cabezudos de AmbrosioKakarotxa. Estos sirvieron, a partir deentonces, para disimular el contrabandoen la parte hueca de sus cuerpos, en elfraudulento comercio de Krixketa. Reyesde Navarra de cartón piedra convertidosen intachables pasadores de tabaco, depuntilla y de piedras para chisquero.

En la época en que se montó la fábricade gigantes y cabezudos en el torreón deGora-Lilli, Estanislada que, al envejecer,se había vuelto flaca y nudosa como una

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rama de magnolio, no había vuelto afranquear los límites de la finca deGastibeltsa desde hacía largos años.Como no recibía a nadie, salvo al tíoGaudioso, los Espata, los Gora-Lilli y losPicandia (y aun así estas dos últimasfamilias una sola vez al año), fueperdiendo poco a poco todo contacto conla vida corriente, la moda, los negocios yla sociedad. De lunática que había sido enotros tiempos, como buena Gastibeltsa, sevolvió jupiteriana, dependiendo por tantode un planeta todavía más alejado de latierra. La encontraban las más de lasveces vagando por su bosque demagnolios, tan ignorante de la hora comode las estaciones. Siempre bien peinada,

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con el cabello repartido en dos bandoslisos (que empezaban a encanecer),vestida de oscuro, pero con el cuello y loshombros cubiertos de cachemira blanco,con un camafeo con la efigie carlistaprendido en la chorrera de puntillas, y enla mano, el bastón con empuñadura decuerno de búfalo que antaño le habíaregalado el brujo mohicano. A vecesapoyaba la cabeza contra el tronco de unode sus magnolios de flores blancas y seponía a soñar con Íñigo Picandia duranteel fabuloso viaje alrededor del mundo, enlas plantaciones de Cuba, en las llanurasde Far-west, en la sabana de África delSur, y cuando, al volver a levantar lafrente, veía, en la linde del bosque, bajar

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del torreón de su primo las figurasmulticolores escapadas de la historia deNavarra, ella sonreía. No había, pues,necesidad de recorrer el globo, de salirde este país, ni siquiera de atravesar loslímites de su propiedad, para vivir unavida de aventuras, ya que loscontrabandistas de Krixketa, escondidosbajo sus armaduras de cartón piedra,conocían el secreto de los itinerariosignorados por las gentes con uniforme degalones, y se guiaban, más allá de lasfronteras celestes, por el movimiento dela luna y las estrellas. La noche en que ladespertaron para rogarle que acudiera altorreón de los Gora-Lilli, bajó la granescalera de Gastibeltsa, bajo el tintineo

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de la araña de cristal de Venecia agitadapor el viento, embozada en un plaidescocés, regalo de Walter Scott, y se alejóen medio de la tormenta, tan tranquilacomo si se dirigiera a la capilla para eloficio de la mañana. Krixketa y Kakarotxase colgaban de los faldones de su abrigoescocés para impedir que su compañeraechara a volar en las ráfagas de viento,pero Estanislada, intrépida, avanzaba caraa la tempestad, como en el momento de lacomunión. En cuanto hubo penetrado en eltaller de su primo, entrevió, a los pies delos muñecos de cartón piedra, el volumenencuadernado en piel de El ImposibleVencido, la carabina de Gastibeltsa ycomprendió que le había ocurrido alguna

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desgracia al mudito. Tendido sobre unossacos de tela, yacía un herido al que solopor la expresión del rostro cerrado sobresí mismo, como de costumbre, Estanisladareconoció como su fiel compañero deviaje alrededor del mundo.

Krixketa y sus camaradas, que habíancaído en una emboscada en la frontera yse habían visto cogidos en su propiatrampa de marionetas con doble fondo,habrían sido indefectiblemente hechosprisioneros a no ser por la imprevistaayuda de este desconocido que, con losdisparos de su carabina, había dispersadoa los aduaneros. Saltando de roca en roca,atraía a los aduaneros lejos de las figurasatiborradas de puntilla, cuando Krixketa

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le vio tropezar y caer al torrente que, enese lugar, forma frontera. La corrientetrajo hasta la banda de pasadores decartón piedra el cuerpo que mantenía unacarabina asida en la mano derecha y unlibro abultándole el bolsillo de suguerrera. Enrollado en la puntilla decontrabando y oculto en el interior de unburulodi, lo habían traído, sin ningunaparada, para evitar los comentarios, hastael torreón de Gora-Lilli.

Las ráfagas de viento, por losresquicios de las ventanas, hacían vacilarlos resplandores de las velas y, con susoplo, las efigies de Sancho Abarka y delpríncipe de Viana parecían inclinarse concortés solicitud sobre el yacente de carne

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y hueso. Arrodillada cerca del cuerpo,Estanislada, arrojando el plaid de WalterScott empapado de lluvia, puso la cabezasobre el pecho herido para escuchar ellatido de su corazón. Ya no era más queun débil eco. Con la mayor urgencia,mandó buscar el inuxente a casa del tíoGaudioso, tomó entre su largos dedosdescarnados la mano que había sostenidola última carabina de Gastibeltsa ycomenzó a rezar a tal velocidad que seveían sus labios temblarespasmódicamente, y apenas se oía elsilbido de los rezos entre sus dientes.

El inuxente, vestido con la mortaja desu resurrección, bordada con el escudo dearmas de Gaudioso Gastibeltsa, llegó al

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torreón de Gora-Lilli, aferrado a loshombros del jinete en el caballo deKrixketa. Siguiendo sus instrucciones,Estanislada hirvió en el gran caldero parala pasta de cartón tres pies de hiedra, unpuñado de amapolas, un ramillete deflores de lis, lo majó todo, y extendiósobre un paño inmaculado el tricolorungüento verde-blanco-rojo así obtenido.Luego el inuxente, sacando la lenguaaplicó precavidamente el remedio sobrela herida hecha por la bala de losaduaneros franceses y, meneando lacabeza, se puso a cantar, acompañado ensordina por el coro de loscontrabandistas, la balada de Iparraguirreque cicatriza las heridas por arma de

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fuego y cura las llagas de los niñosrebeldes.

Al día siguiente por la noche, graciasa los efectos de la medicina del inuxente,pudieron transportar al herido hastaGastibeltsa. Alrededor de la cama decampaña, preparada a toda prisa en elgran salón, se apiñaban Mikel Picandia yStefan Gora-Lilli venidos de Vizcaya,Manex Espata y su mujer Estéfana quehabían bajado de Santa Faustina, el tíoGaudioso llegado de Itsaso, y por finEstanislada que sostenía sobre susr od i l l a s El Imposible Vencido. Lacarabina, engrasada con aceite de alcanfory rociado con agua bendita por elinuxente, colgaba de la pared, con todas

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sus láminas de plata brillando a la luz detres candeleras colocados sobre tresconsolas de caoba. Fuera, el vientosoplaba en largas ráfagas triplicadas. Acada tercer golpe de viento, la llama delas velas vacilaba, de tres en tres, de lasnueve que alumbraban el salón deGastibeltsa.

—Tenemos que anunciarles sietecosas: Krytwitski ha escrito un libro,Biancolara un libreto de ópera, Espataestá componiendo la correspondientemúsica e Íñigo tiene tres sobrinos,Gregorio, Nicolás y Santi, para ir a laguerra…, declaró el inuxente.

—Galarrisketa reposa para siemprebajo los magnolios de Gastibeltsa, pero

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sus armas llenan mi casa desde la bodegahasta el desván, añadió el tío Gaudioso.

—Y mi torreón está lleno de gigantesy cabezudos…, completó Stefan Gora-Lilli.

—Con un libro, con armas, congigantes, con niños, con un libreto, conCabezudos y con música de ópera,podemos volver a empezar todo…, —murmuró el ex-mudito, y luego, con vozlejana, intentó cantar la endecha deGastibeltsa! Euskera ta karabina! ManexEspata se sentó al piano paraacompañarle. Los asistentes canturreaban,ellos también, en sordina, la viejamelodía; salvo Estanislada que, con ElImposible Vencido sobre los labios,

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clavaba sus ojos en la marquetería conuna mirada ausente.

El viento, con una ráfaga más violenta,abrió de repente una ventana y apagó lasvelas. Estanislada puso el libro sobre unade las consolas de caoba, se dirigió haciala ventana, pero antes de volver acerrarla, le dijo bajito al viento, que sellevó esta confidencia por encima de losmagnolios de Gastibeltsa, hastaZugarramurdi:

—¡Íñigo! El ex-mudito ha vuelto atraer a casa su gramática vasca y tucarabina. Todo vuelve a empezar.

Cuando Manex Espata tocaba elúltimo acorde simultáneo de la endechade Gastibeltsa, el herido lanzó un último

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suspiro… El inuxente le cerró los ojos.

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TERCER MOVIMIENTO

(1872-1876)

LARGO

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Mayo de 1872

Al pie de los caballos, Gregorio,Nicolás y Santi Picandia ataban lashebillas de sus cinturones sobre unosuniformes con galones, apolilladosvestigios de la revuelta de 1833. Suhermana quitó, con la palma de la mano,el fino polvo de las causas perdidas y suabuela hizo la señal de la cruz en la frentede cada uno de sus nietos: «¡Regresad!».

Era una mujer extraordinaria. En otrostiempos, cuando estaba esperando un hijo,

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todas las noches durante nueve meses, unpájaro volaba en el salón de la plantabaja. Nadie lo veía entrar ni salir. Luego,desaparecía. A este pájaro le llamabanKili-kolo. Más tarde, ninguno de los hijosde esta dama se dedicó a la caza. Lo quechocaba en un país donde los hombrespasaban el otoño matando pájaros, si esque no tienen soldados extranjeros parapracticar el tiro.

Al final de la alameda, los jinetesembridaron a sus monturas para saludar ados hombres encaramados en unmagnolio.

La anciana dama se apoyó en elhombro de su nieta:

—Vi partir en su momento a Íñigo que

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no regresó, y luego allí en lo alto de eseárbol, a tu padre y a tu tío Tomás.

Apuntó con su bastón hacia el caminodonde el polvo que habían levantado loscaballos jugueteaba al sol.

—… y con esas vestimentas: ¡el trajepara matar y ser matado! Cuando tushermanos estén de vuelta, Catalina, quieroque se quemen esas ropas de muerte. Novamos a enviar a nuestros muchachos, degeneración en generación, a luchar contralos extranjeros para que este país seconserve como Dios lo hizo.

Y mientras decía estas palabras, teníala tranquila seguridad de las Madonas, enpie, con la planta del pie derecho sobre lacabeza de una culebra, encima de su

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medialuna.En el salón de Txapel-Gorri, donde

antaño volaba Kili-kolo, el anciano TirsoPicandia contemplaba su boina rojacolgada de la empuñadura de una espada.Distraídamente escuchaba perorar a Petri-Paulo antes de su partida.

—Para defender los derechos de unpaís contra los extranjeros, hay que matar,don Tirso, con un fusil o con una espada.Uno es vasco para esto: para derramarsangre tan roja como una boina. Losdemás, por el mundo, pueden pensar en sucosechas. ¡Nosotros tenemos que defenderla tierra donde están plantados nuestrosderechos!

Se pegó con el puño derecho la palma

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izquierda, recobró el aliento y prosiguió:—Por lo demás, Dios es justo. Sabe

que nosotros tenemos razón. Él atenderánuestros espadazos.

—¡Bueno! ¡Adiós, Petri-Paulo! Nohagas el tonto.

—Lo intentaré, don Tirso.Tras estas palabras, el viejo cochero

atravesó el salón y montó en su caballo.A horcajadas sobre las ramas más

altas del magnolio, Mikel y TomásPicandia, con las manos formando viserasobre los ojos, seguían el galope de losjinetes. Ellos habían hecho antaño elmismo recorrido y estaban más o menosde vuelta de todo. Pero apreciaban lamanera de saltar fuera de las realidades

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que es propia de las gentes de este país.

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Los sables batían el flanco de loscaballos. Los jinetes galopaban botacontra bota por la alameda de los Gora-Lilli. Al final de la hilera de árboles, tresjovencitas aparecieron en las ventanas:una al nivel del tejado, la segunda en elprimer piso, la última en la planta baja.

—¡Nuestro hermano se ha marchado ala guerra!… Ha cogido el sable de losCachántegui… Ha dicho que había quecortarles la cabeza a un montón deenemigos…

—¡Está bien! Gracias. ¡Adiós!Lo mismo en casa de los

Sagastibeltsa. El padre y los cinco hijos

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estaban ya lejos. La madre, sola en eljardín, inclinaba sobre sus plantas unaregadera verde con chorrillos rojos:

—Si lo hubieran sabido, habría hechounas cuantas hijas como en vuestra casa.¿Con quién voy yo a jugar a cartas?

—Txapel-Gorri está llena de copas,de bastos, de espadas y de oros. Ustedserá allí bienvenida para ponerlos enmarcha.

Los Picandia volvieron a partir algalope. Cuando marchaban a lo largo deun collado, Gregorio se abalanzó hacia lacumbre.

—¡Elena!Sus hermanos se reunieron con él, sin

aliento, con sus caballos cubiertos de

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sudor.—¿Quién es Elena?—… una chica que conocí en casa de

los Celaya.—¿La quieres?—No lo sé. Tú, Santi, ¿quieres a

Beata Celaya?—Sí.¿Qué sientes cuando estás cerca de

ella?—Es complicado.—Tú, Nicolás, ¿no quieres a ninguna

chica?—Sí: a Pantxika.—¿La Pantxika de Tiburci?—Sí.—Es realmente guapa… ¿Qué sientes

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al verla?—Tengo ganas de contarle cosas sin

pies ni cabeza.—¡Vaya lío! A mí me hubiera gustado

dar alcance a Elena. ¡Dios Santo! ¡Quérápido iba!

Los tres hermanos daban vueltas en lacumbre de la colina, con las manosformando visera sobre la frente. No seveía a Elena por ninguna parte.

—En mi opinión, es una bruja.Subamos hasta esa torre, seguro que anidaen ella con su colección de escobas.

—¡No! ¡No! He visto sin lugar adudas un caballo con las crines volando alviento.

—¿Quizá fuera una escoba con cabeza

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de caballo?Tomaron la dirección de la torre.—¡Y don Carlos!, dijo Santi

pegándose en la frente.Embridó a su montura.—¡Ven, Santi! Todos los caminos de

este país conducen a don Carlos. Lascarretas no conducen a nada.

En las revueltas del monte, losperseguidores de Elena tuvieron queaguantar una violenta borrasca. Llegaronal pie de la torre, empapados hasta loshuesos. Un anciano les abrió la puerta:

—¡Entren! Dejen los caballos bajo eltejadillo.

—¿Usted vive solo aquí?—Sí. Siéntense cerca del fuego.

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Los tres hermanos se instalaronalrededor de las llamas. El viejo cerró lapuerta y se reunió con ellos.

—¿Qué hacen ustedes con esos trajesy esa chatarra?

—Don Carlos acaba de entrar enNavarra.

—¡Ca! ¿Todavía vive?—No. Es su nieto… ¿Usted hizo la

guerra por el primero?—Yo, no. Era demasiado viejo; para

entonces tenía ya cincuenta años. Ahoraya he pasado de los ochenta… En mijuventud nada de Don Carlos, eraNapoleoné por aquí, Napoleoné por allá.Un italiano con militares parisinos. Y asídurante cinco años. Mis hijos, ellos sí, se

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batieron por Carlos. Siete años, creo.—… ¿y ahora?—Ya nadie; mis nueve hijos murieron,

uno por una carga de cañón, uno fusilado,uno ahogado… en fin, así los nueve.

Los cuatro hombres miraban el fuego.—Ya ha visto guerras este país.

¡Jesús! Yo me he cargado muchosfranceses y luego, ahí tienes, losperseguimos al otro lado de la montaña. Ydonde nos paramos, en Bayona, hablabanvascuence como nosotros, y contra eseNopoleoné… nos batimos cinco años.¡Bah!

El viejo se calló; contempló a los tresjóvenes alumbrados por las llamas.

—Saben lo que les digo, la guerra no

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tiene ninguna gracia: ¡la muerte en común!Más vale acabar como mi padre.Buscando una oveja resbaló y se partió lacolumna vertebral contra una roca. Noquiso que lo movieran, pidió sidra; luegose apagó, allá arriba, vestido con su ropade diario y con el viento de la montaña enlos cabellos.

Cuando la lluvia estaba parando,Petri-Paulo surgió ante la torre y llamó agritos a los hermanos Picandia:

—Os he visto subir hasta aquí. ¿Québuscabais?

—A una dama conocida la otra nocheen el baile de los Celaya.

—Pues sí que es momento para bailesmientras Don Carlos espera, allí arriba,

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en nuestras montañas.Gregorio se dio la vuelta hacia su

anfitrión en pie ante la torre:—Le agradecemos el fuego, pero

debemos seguir el destino de loscaballeros de Guernica.

—¡Y un caballero de Guernica novende sus caballos!

—¡Eso es!Los cuatro caballos volvieron a partir

al galope.

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En Txapel-Gorri, en cuanto sedespertaba, Tomás Picandia se levantaba,cogía un fusil, abría la ventana y lanzabaun tiro en dirección a Madrid. Al mismotiempo, gritaba: «¡Vivan los Fueros!»;luego llamaba para que le trajeran eldesayuno y volvía a acostarse. Su camaestaba cubierta de libros, de papeles. Leíamucho, escribía un poco, soñaba,dormitaba. Había elevado la ociosidadhasta un nivel nunca alcanzado en el PaísVasco y había adquirido, por ello, unagran reputación de inteligencia. No haycomo un pueblo molido a aventuras paracomprender la discreta belleza de esta

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forma de vida. Solo algún notableenriquecido, en las angustias del triunfo ypor temor a la pobreza, protestaba:

—¡Usted no llegará a nada!—¡Pero si todavía no he salido! —

replicaba Tomás—. Adosado al poste departida, aguardo que caiga sobre micabeza, cual cruz de cementerio y mirocorrer a los demás. ¡Es gracioso!…realmente sabe usted…

Y se alejaba bostezando.—¿Usted no tiene ambiciones?,

añadían agarrándolo por el botón de lachaqueta.

—¡Claro que no! Hay mucho delacayo en todos los ambiciosos. Servirpara ser apreciado y a ser posible

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recompensado. Y para ello hacer muchasreverencias. Lo mismo ocurre con lospueblos; los hay que se agitan para atraerla atención sobre su pendón. En este paísvivimos para nosotros mismos. Así, antesque Cristóbal Colón nosotros ya habíamosdescubierto América. Nadie lo supo.Indios y vascos se bastaban perfectamentea sí mismos antes de la indiscreción delgenovés.

—¿Está usted seguro de lo queexpone, Picandia?

—¿Para qué diablos quiere usted quelo esté? Menudas monsergas…

Renunciaba a su botón que quedaba enmanos de las gentes activas y volvía a suslibros, no saliendo de ellos más que para

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contemplar el mar, durante horas, sinhacer nada con sus diez dedos salvorascarse la cabeza. Ebrio de lectura ydespeinado.

Mikel, su hermano menor, era tímido yaficionado a la música. De niño, veía al o s lamiñas, que son unos enanitospeludos, a la dama del Amboto y altártaro que toma chocolate en unos tazonesde plata el día de Viernes Santo. Le habíaquedado algo de todo ello.

Más adelante, hizo la primera guerracarlista en los Guías del Rey y acompañóa la corte hasta el exilio de Bayona.Aprovechó la ocasión para comprarse unórgano con tres teclados y para casarsecon una hermosa damita. La vio en el

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extremo de sus gemelos de teatro,petrificada en un palco por la SinfoníaFantástica. Tanto se enamoró que lasnoches en que no podía reunirse con ella,paseaba la calle ante el lugar donde ellaestaba bailando; una noche, descubiertopor un amigo, explicó de repente:

—Tengo un recado para AdelinaDoni-Marka, pero no puedo entregárselo,no estoy invitado.

El otro le hizo pasar y, provisto de lainformación, penetró en la enfilada desalones. Mikel, con clac y macferlán,esperaba en un desierto rellano. Adelinaapareció al fin.

—¿Qué hay Mikel?, dijo, un pocosofocada.

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Con su vestido de baile, imponía aúnmás que en el concierto.

—Adelina…, balbuceó el joven. Yola amo a usted. Ya está.

—¡Es maravilloso! ¡Yo también,querido… querido Mikel! ¡Yo también!

Así es como al son de un vals sehicieron novios en unas escaleras.

En Txapel-Gorri, tiraron unostabiques cubiertos de cartas marinas paraalbergar los cañones del órgano ytapizaron de damasco verde botella unahabitación para la joven pareja. LosPicandia se habían visto tan arruinadospor la guerra que Mikel pagó su órganocon la dote de su mujer. Para mantener asu familia, su padre fue vendiendo poco a

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poco sus últimos barcos y los navíosfueron reemplazados, a medida quedesaparecían, por los niños que Adelinatraía al mundo: Gregorio, Nicolás,Catalina, Santi. Antes del bautizo delúltimo, la frágil pequeña Doni Marka,estupefacta por las extravagancias de losPicandia y por sus sucesivos partos,partió de Txapel Gorri en una caja decaoba.

Después del entierro, Mikel seencerró en la sala del órgano. «La música,esto es lo que hay que hacer obligatorioen nuestras escuelas. Se habla deintroducir el español o el francés. ¡Quéabsurdo! Dejemos que los hombres hablensu lengua. Una sola basta. ¡La música la

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acompaña y se hace universal!»«Habla tan bien como interpreta.

Quizá juega a hablar», pensaba TirsoPicandia, su padre. Acodado sobre eltriple teclado, pensaba en sus nietos quese habían echado al monte, en su hijomayor que había muerto en los últimoscombates de la otra guerra. En elcomedor, oía a su mujer y a su nietadesgranar el rosario sobre los restos delpostre.

«Tirso Picandia es el único enTxapel-Gorri que tiene la cabeza sobrelos hombros», decían las gentes del país.Él lo sabía. Pensaba que tenían razón perose sentía viejo, cansado, más deseoso detumbarse al lado de su bonita nuera en

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medio del polvo del panteón familiar quede guiar a los suyos en la batalla de lavida.

—¡Que sean aplastados de una buenavez los enemigos de los Fueros… y quenuestro pabellón sea izado en un palo demesana, como en otros tiempos! Es todolo que deseo.

Arrullado por la música, el viejoarmador soñaba con el porvenir, sintiendoque el corazón le latía movido por negrospresentimientos. Entonces llamaba dandopalmadas y reclamaba una botella detxakoli. Desde los primeros tragos, seerizaban los mechones plateados de sucabello y, con el soplo del viento queentraba por la ventana, su cabeza figuraba

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un clíper de blancas velas huyendo de latempestad.

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Copadas en Orokieta por el ejércitoespañol, las tropas carlistas sedispersaron por la montaña. Elpretendiente, montando a pelo un poney,llegó a la caída de la noche ante unaborda. Se dio a conocer; los pastores sequitaron la boina y le dijeron:

—Sois el rey; nosotros unas pobresgentes, pero hoy, en la desgracia, lo pocoque tenemos es vuestro.

—Lo acepto, dijo Don Carlos, con losojos cuajados de lágrimas.

Los pastores condujeron a su rey hastalos Aldudes, al otro lado de la frontera.Hubo un momento de vacilación en la

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revuelta, hasta el día en que el generalUlibarri fue acribillado a balazos en unarefriega y murió. Los más tímidosregresaron a su palacio, a su presbiterio, asu caserío o a su tienda.

Los Picandia vagaban por el país,desocupados, sin un objetivo. Teníanuniformes, boinas, sables. Queríanutilizarlos, pero ¿en qué? Y luego ocurrióesto: uno de los insurrectos, el cura deHernialde, Manuel Santa Cruz, apresadopor la policía a la hora de la misa delgallo, huyó, con su casulla dorada,todavía puesta, por la ventana de lasacristía. Se escapó hacia la frontera,reunió al pie del calvario de Biriatou aveinte muchachos resueltos a todo y a

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medianoche, después de una breveoración, cruzó de nuevo el Bidasoa.Debido a los golpes dados por la bandadel cura, todo el sistema económico yadministrativo que subsistía en el PaísVasco no tardó en venirse abajo.

Gregorio reunió entonces a losúltimos caseros de los Picandia y con laayuda de sus hermanos y de Petri-Paulo,el cochero de Txapel-Gorri, hizo una levade partisanos. Estableció su cuartelgeneral en la torre hasta la que le habíallevado la persecución de Elena. Losvalles próximos a Guernica pasaron aestar bajo su control. Bloqueaba lascarreteras, manteniendo en vilo a unregimiento de Madrid agotado por las

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vanas contramarchas. Sin charanga niproclamación, el país recobró suindependencia tradicionalista, libertaria,católica y anarquista. Fue una hermosaépoca de folklore político.

El comandante en jefe de las tropasgubernamentales puso precio a la cabezadel cura Santa-Cruz, y luego a la deGregorio Picandia. Al enterarse de estanoticia, Catalina corrió a la montaña. Conel puño, golpeó la puerta de la torre:

—Soy la hermana de los Picandia.—Ya lo veo. ¡Entre! Enciendo una

hoguera ahí arriba y ya están aquí.Al cabo de un rato, el viejecillo bajó

y se sentó frente a la joven.—Tienen que mandarnos cordero,

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balas también.—Corderos sí que habrá en Txapel-

Gorri, pero balas hay las justas para el tíoTomás. Dispara su tiro todas las mañanasen dirección a Madrid.

—Cordero sin balas es como si sushermanos ya no tuvieran dientes paracomerlo. ¡Para qué alimentarse si nopueden disparar; para eso, lo mismo davolver a casa!

—Gregorio no puede; han puestoprecio a su cabeza…

—¿Cuánto?, preguntó Gregorio altiempo que entraba.

—Mil duros.La banda, agrupada en la puerta,

escuchaba. Gregorio se dio la vuelta hacia

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sus hombres:—¿Qué os parece el precio de mil

duros?Los campesinos se despojaron de sus

fusiles.—¡Bah! Tienes tres vacas por ese

precio. Y dos vacas es por aquí la dote deuna chica.

—Por lo tanto, tres vacas es la vidade un hombre, ¡justo!

Santi le quitó la boina a Gregorio yconcluyó:

—Deberías tener seis cuernos.Gregorio volvió a cubrirse.—¡Cuernos los del diablo! Lo que

haría falta son mil cajas de balas paraimpedir que los «amateurs» cobren la

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prima. Ya no nos quedan municiones y lasúltimas reservas de Gaudioso Gastibeltsaestán agotadas.

—Se están reuniendo armas al otrolado de la frontera, dijo Catalina.

—¿Dónde?—En Bayona.—¡Bendito sea Dios! Santi, tú eres

demasiado joven, el aitona demasiadoviejo, yo tengo que quedarme aquí; el tíoTomás lo olvidaría durante el trayecto yel aita no piensa más que en su música…¡Nicolás!, baja con Catalina a Txapel-Gorri, cámbiate de traje y ve allí a buscarmuniciones. A ser posible un cañón, consus cargas.

Nicolás asintió:

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—Traeré un jamón de Bayona ya queestamos hartos de cordero.

Catalina fue encaramada sobre uncaballo. Hubiera querido hacer preguntas,preguntar a sus hermanos si se divertíancon este juego de persecución y demuerte. El poner precio a la cabeza de unPicandia reanudaba con una tradiciónperdida en la familia, desde el pirataencuadrado en el salón que había sidocolgado por los ingleses.

Gregorio mostró a Nicolás una líneadorada, al borde del mar:

—Oculta el barco que transportará lasarmas hasta que Gabino, en la playa, hagasubir una humareda en el extremo de laempalizada. Entonces en la costa. Allí

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estaremos.Nicolás saltó sobre la silla y volvió a

Txapel-Gorri con Catalina.

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Fachadas de piedra de sillería izabansus escudos sobre un fondo de montañas.El camino discurría de un blasón a otro,larga cinta extendida entre ciudades deestrechas calles. En ellas vivían losnotarios, los médicos, los barberos y lossoldados del gobierno. En las plazas deviejos soportales a donde van lasprincipales familias, las jóvenes, tras losbalcones de hierro forjado, hilaban unvestido para la coronación de la reinaMargarita. Bordaban en él las cadenas deoro de Navarra, el león de Álava, loscañones de Guipúzcoa y el roble verde deVizcaya. Pero las damas andaban tan

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escasas de hilos de color como loshombres de municiones. La pacienciaresoplaba entonces por el morro de losbueyes en los establos.

Nicolás, con dos pistolas escondidasbajo su levita, trotaba hacia la fronterasobre un caballo prestado, cuando vio aLimosnatxo sentado en un talud. Este serestregó la boca con el dorso de la mano ysaludó al jinete. En las fiestas de lospueblos, solía tocar el txistu, una flauta detres agujeros que se toca con la manoizquierda. Con la derecha llevaba el ritmode la música en el tamboril. Asívagabundeaba por todo el país, al azar delos caminos y a la buena de Dios.Encantaba a los niños, hacia bailar a los

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novios y dormir a los viejos que tienenojos ribeteados de púrpura y la ropa todanegra.

—¡Limosnatxo! ¿Dónde te has metidodesde las fiestas de Elorrio?

—¡He pasado varios días en la cárcel,Nicolás! Y probaron que yo era unagitador carlista. Luego, una noche, loscarlistas tomaron la prisión; reconocieron,al claro de luna, a un espía gubernamental;querían fusilarme. Entonces llegó el curaSanta-Cruz con una linterna y dijo: «Yo loconozco, es un txistulari llamadoLimosnatxo; solía recitarme cuentoscuando yo era niño». Y héteme en libertaden nombre de una ley, en nombre de otraley, y «¡yo soy quien hace la ley!», dice el

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cura. ¿Tú conoces la ley, Nicolás?Nicolás se arrellanó sobre su caballo,

con el puño en la cadera:—Puede ser, pero me gustaría saber

qué piensas tú de ella.—¡Pues bien! La ley es un perro

peligroso; muerde si se pasa delante de él.De las cuatro veintenas de años que Diosnos ha dado para mirar el mundo, la ley tepuede comer dos o tres años lo mismo quediez; depende de la suerte de cada uno.

—Y del texto de la ley.—¡Claro está!, dijo Limosnatxo

escupiendo en el suelo. Mira, Nicolás sifuéramos cuerdos, meteríamos a la ley enla cárcel.

El jinete echó pie a tierra.

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—¿Crees que puedo soltar a micaballo en este prado?

—¡Hola! Puedes dejarlo pacer ahíhasta el día de Santo Tomás. Acaban defusilar a su dueño, precisamente ayer porla noche.

Limosnatxo se mondaba los dientescon la ayuda de un trozo de madera.

—Ya no recuerdo si eran losgubernamentales o los carlistas… ¡Ah sí!Era el cura. A Santa Cruz le habíaparecido que tenía mala catadura o algopor el estilo. ¡Yup! ¡Al otro mundo!

Escupió negligentemente el resultadode su limpieza volviéndose a un lado.

Nicolás dejó libre a su caballo en elprado y fue a sentarse cerca del

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vagabundo en el talud.—¿Tocaste en las fiestas de Elorrio,

Limosnatxo?—¡No! Había un concurso con jueces,

premios, banderas, extranjeros eimbéciles; eso no me gusta.

—A mí tampoco; pero hubieraspodido embolsarte algún dinero.

—No me gusta ser juzgado. Tocarmúsica es lo contrario de fastidiarse. Losjueces han sido fabricados para fastidiar alas pobres gentes. En nombre de nada denada. No entienden de música comotampoco saben distinguir el bien del mal,al malo del bueno, al tonto del criminal.¿Tiene algún sentido gritar desde lo altode un estrado: «¡Aquel gordo toca mejor

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que este viejo y ese giboso menos bienque el tuerto del extremo de la fila!»?Tras lo cual, el gordo se pone tanhenchido de satisfacción que toca notasfalsas cada diez compases. Luego losjueces se van a comer a casa del curahuevos, jamón, patatas y un queso entero.Y el alcalde bebe tanto que se dejaolvidado su bastón bajo la mesa delpresbiterio.

—Sí, así es, Limosnatxo, pero contodo hubieras podido comer con lostxistularis a costa del municipio.

No me gustan los txistularis, sí queme gustan los que abrazan el acordeón olos que rascan las guitarra. Pero no megustan los txistularis, me hartan. Los que

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hacen funcionar los órganos en lasiglesias, esos también me gustan. Conocíaa uno de ellos en Bidegain, al otro lado dela frontera, en el País Vasco sometido alos gendarmes; me hacía subir al púlpito,luego tocar las tonadas que yo sabía; así,solo con la mano izquierda, sin tamboril.Después él lo arreglaba todo en susteclados, ¡qué maravilla! El año pasadose volvió loco y se colgó de la cuerda desu campanario con las letanías de laBuena Muerte prendidas en su traje.

—Y ¿lo enterraron dentro delcementerio o fuera?

—No, dentro, porque su tío eravicario general.

—¡Ah! Ya.

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Un oficial dio en pasar por aquellugar; llevaba el uniforme de las tropasgubernamentales con una guerreraguarnecida con trencilla dorada. Nicolásmiraba fijamente al jinete. Este saludó aljoven y le preguntó de dónde venía.

—¡De la luna!, dijo Nicolás. ¿Verdadque sí?, añadió volviéndose haciaLimosnatxo.

—Sí, de la luna. Es el hijo del viejosegador.

—¿Ah, conque sí?; el oficialdesenvainó su espada.

Nicolás sacó de debajo de su levitauna pistola. El jinete encabritó a sucaballo y quiso dar media vuelta.Entorpecido por el peso de la espada, con

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el vivo movimiento de su montura resbalóy se encontró impelido al lado de los doshombres en el talud. Puesto en pie de unsalto, Limosnatxo le había asestado unformidable golpe con el txistu en lacabeza. El oficial cayó, aplastando unhilera de helechos. Su olor impregnaba laatmósfera.

—Has creado el vacío dentro de sucabeza, Limosnatxo; quizá vea, aldespertar, el mundo con unos ojostotalmente diferentes.

—Más vale que no volvamos a ver suojo abierto, apartémoslo de aquí. Montaen tu caballo y lárgate a tus asuntos; yovoy a poner de por medio unas cuantasleguas entre este militar y mi txistu.

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Nicolás ayudó al viejecillo y luegomontó a su vez en la cabalgadura.

—Adiós.—Adiós.Limosnatxo saludó con su txistu al

oficial sin sentido y desapareciómajestuosamente cual rey armado con sucetro.

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Nicolás pasó la noche en un aisladocaserío cerca de la frontera. Una viejacampesina le contaba sus desgracias.

—Llegaron los soldados, encuentranal hijo y le dicen: «¡Grita: Viva la Unidadde España!». Y él réplica en vascuence:Biba Euskal Herria! Me miraba al gritareso, feliz como si hubiera ganado elpartido de pelota en el frontón.Descargaron sus fusiles a quemarropa ensu pecho y mi hijo cayó como un robleatravesado en la carretera.

La vieja estaba secando un plato deloza de Espeletta con un pájaro verde enel centro.

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—Era mi hijo, no me queda ningunomás, y esto duele. Da pena, ya sabe usted.Otros murieron, pero él tan fuerte, caídocuan largo era ante mí, con la vida que yole había dado que se le iba en sangre en elpolvo del camino…

Salpicó el mantel con piperrada rojaal colocar el plato. No lloraba; con supuño cerrado se pegó en la frente.

—Dios no olvidará. No puede olvidareso. Él mira nuestra tierra vasca con losojos llenos de tristeza. «Él nos ama. Élnos prefiere. Él nos ha hecho vascos anosotros y no a los otros». Fue FrayEneko quien nos lo dijo. Habíamos subidoen peregrinación a San Miguel de Aralar.Y añadió: «Más vale una hora de vida

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libre que cien años de sumisión.Levantemos nuestras libertades comomuros. El país será vasco, limpio y fiel alpasado, es todo uno. O biendesaparezcamos. ¡Amén!».

Nicolás durmió en una habitaciónencalada; su cama crujía, unas ratasbailaban en el suelo. Le recordaban laúltima fiesta en tiempos de paz: el bailede los Celaya, allí abajo, al borde delmar. El color del heno embriagabaimperceptiblemente y acabó poradormecer al viajero.

Al día siguiente de madrugada enfilóla enlosada calzada al pie del Ibantelly.La vieja mujer, que lo guiaba, apartó sumano de la rienda y tocó el brazo del

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jinete. Ella lo miró alejarse, se santiguótres veces y luego, estirándose el pañuelohacia los ojos, regresó a su casa.

El camino se hundía como la hoja deuna espada en un bosque de irregularesrobles cubiertos de hiedra. Allí vivían losúltimos lamiñas; ellos habían trazado elcamino, lo guardaban para loscontrabandistas preparando un montón dejugarretas a los aduaneros. Losdespistaban por los atajos, les gritaban:«¡Uh!» de repente; esto era todo, perodescorazonaba a los aduaneros.

Antaño (un lamiña vive novecientosaños y a veces más) la gente humildehabía pagado esta vía para los peregrinosdel Akelarre que se celebraba en

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Zugarramurdi. Luego vinieron los negrossacerdotes de Roma. Mataron en latín lareligión común a los vascos y a losenanos. Estos últimos, obstinados en su fe,se esforzaban en ayudar a los humanos delengua ortodoxa contra los hablantesheréticos. Si los vascos, pensaban ellos,pudieran sobrevivir de contrabando a lasinfluencias romanas: francesas oespañolas, tornarían a bailar en elAkelarre. Guiaron, pues, al caballo y aljinete lejos de los aduaneros y leshicieron cruzar la frontera. (Nicolás se locontó más tarde a su padre quien, depequeño, distinguía a simple vista a loslamiñas, y este le creyó: solía repetir,además, que la vida no es sino una nube

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de polvo en la que cada cual ve lo quepuede.)

En Sara, Nicolás indagó acerca deldomicilio de Dominiché, contrabandistaque se había hecho famoso en el PaísVasco por haber transportado un cañóndesde Bayona hasta el campamento delcura Santa-Cruz, haciéndolo pasar por unpiano de cola destinado a las hijas delalcalde de Sara. Su casa estabaencaramada en el monte Larrún. El vientoSur silbaba en las vigas del tejado unacantinela de dos o tres notas. Un largo sol,luego un re o re sostenido. Sol, luegonuevamente re, seguido a veces de unbreve re sostenido.

Nicolás fue a caer en una reunión de

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vejetes alrededor de una mesa. Explicó loque deseaba al amo de la casa. Comohablaba euskera, le convidaron a beber.Tomó asiento y esperó a que se entablarala conversación. El viejo Dominiché serascaba la cabeza por debajo de su boina.

—Lo mejor para usted es ir al ComitéCarlista de Bayona.

—¿Armas?…, dijo levantando lacabeza uno de los concurrentes.

—Sí, para Vizcaya. Está lejos.Hubo silencio. Todos vaciaron sus

vasos y volvieron a llenarlos sin olvidar aNicolás.

—Ustedes corren un riesgo muygrande pasándonos armas.

—¡Bah! Somos de la misma lengua.

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Ustedes quieren a Don Carlos, entoncesnosotros también.

—Pero ustedes salen de una guerra.—¿Qué guerra?, dijeron, abriendo

unos ojos desmesurados, los campesinos.—La guerra de los prusianos.Un viejo, mientras cargaba su pipa de

brezo, hizo un gesto indefinido indicandola ventana abierta sobre el valle.

—Eso ha pasado muy lejos, en lallanura. Al pie de nuestra montañas estodo llano hasta el final del mundo. Porallí está París y demás. Sus habitantes sehacen la guerra, así como así, de vez encuando, y nosotros ayudamos siempre alos parisinos contra los prusianos.

Hubo un nuevo silencio.

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—Sí, ¿a defender a su madre patria?—¡Ah! La madre patria, dijo el viejo

riendo sin hacer ruido.Se dirigió a los otros:—Es la historia de aquel cura, tan

buen cazador de palomas.—¿Qué historia es esa?—Bueno. El antiguo cura, una tarde en

las palomeras, se la contaba a unosaduaneros con los que nos habíamosencontrado allí. Dijo que un día, ante unjuez o un rey, en fin ante uno que sellamaba Salomón, se presentaron doshermanas latinas. Los dos decían que eranla madre patria de los vascos. EntoncesSalomón: «En seguida vamos a verlo,corten a este pueblo en dos. ¡Que cada una

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de ellas se lleve un trozo!». Entonces lasdos: «¡Bueno! ¡Que corten!». EntoncesSalomón: «No es igual que la última vez;¡ninguna tiene el corazón de una madre!».Se vuelve hacia los vascos y les dice:«¡No tenéis madre patria!». Desdeentonces, nos han cortado en dos ytenemos por patrias a unas madrastras.

—¡Pues sí! Parece ser que está escritoen la Biblia. El viejo cura se lo contaba alos aduaneros, sentado en la piedra quemarca la frontera, tal y como yo se lo hedicho a ustedes.

—Cazaba bien. Mataba la paloma tanrápido como decía la misa.

—Un verdadero sacerdote. Ya no sehacen de esos.

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—¡No!, convinieron los demás; y sepasaron las callosas manos por suscuellos llenos de arrugas.

Ofrecieron a Nicolás una tortilla yjamón; comía en silencio. Los hombresseguían sus mínimos gestos con atención,también con discreción. No decíanpalabra. De vez en cuando, el más viejollenaba el vaso de Nicolás y brindaba conél como para darle ánimo.

Cuando se iba a marchar del caserío,le acompañaron fuera y le vieron alejarsemientras el trote de su caballo levantabauna nube de polvo en el camino deBayona. Luego entraron de nuevo,meneando la cabeza, en la cocina deDominiché.

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Nicolás se quedó sin caballo enBayona, cuyo adoquinado rezuma rutina yaburrimiento. Tuvo que abandonar sumontura, coja por un resbalón, en unacaballeriza, y se perdió varias veces en ellaberinto de calles antes de llegar a lasede del Comité carlista. Allí, tresancianos caballeros encorbatados hasta labarbilla se negaron a enviar municiones alas bandas de partisanos no incorporadosa un regimiento: ni el cura Santa-Cruz niPicandia podían ser considerados comoauténticos soldados del rey. Como unfavor, únicamente les ofrecierondoscientos botones con la inicial de

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Carlos VII, para empezar a vestir a los«franco-tiradores».

Nicolás se instaló en la terraza delGrand Café. Vaciaba vasos y más vasospara que se le pasase la rabia y, a cadatrago, tiraba un botón grabado «C7» alAdour.

Un recién llegado hizo sonar su sortijade sello sobre el mármol de una mesavecina.

—¡Buenos días, señor consejeromunicipal! —dijo el dueño del café—.¿Le sirvo una absenta como decostumbre?… ¡Bien!

—La tierra es redonda como una bola,lanzó el importante personajedirigiéndose a Nicolás.

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—¡No! Señor. ¡La mar es redondacomo una gota! Si usted quiere describirel universo diga simplemente: la mar esredonda como una gota. Oye usted: ¡Lamar! No la tierra, ¡esa mancilla en lasuperficie del agua!

—Pues yo digo la tierra, y yo grito: ¡latierra! —vociferó el otro, un tercocolérico. La tierra es todo, el mar, nada…¡líquido, móvil, inconsistente!

Hacía vagos gestos en el aire, con susgruesos dedos amorcillados.

—Las tres cuartas partes del planeta,recalcó Nicolás pegando con el puñosobre el mármol, son mar. ¡Vivan losmarinos! A los terrícolas, mil veces másnumerosos, se les deja la última cuarta

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parte, como una limosna a su sandez y a supequeñez. Ya lo sabe. ¡Muerte a losterrícolas!

Como no sabía pronunciar el francés,espurreaba saliva al hablar, lanzando porentre sus dientes argumentos y agua a lacara del consejero municipal, para que sele metieran en la cabeza las pruebas de lasuperioridad de este elemento. En unsúbita inspiración, se levantó, pagó con unpuñado de monedas sus consumiciones y,dándose la vuelta hacia su vecino, levantósus dos manos y con todas sus fuerzas leencajó el sombrero hasta la nariz. Luegose marchó corriendo. ¡Menudo escándalo!Dos gendarmes, que estaban de guardiacerca del Grand Café, se lanzaron en

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persecución del agresor.Nicolás corría por esas calles de

Bayona, con olor a canela y a manzanilla.Su capa volaba tras él. A los dos esbirrosde la Gendarmería se habían sumado uncarnicero feo y malvado que estabacerrando su carnicería cuando pasó elperseguido, una dama de la caridadtodavía joven, activa y llena de celo, unvendedor ambulante que vendía nougats yluego dos ociosos jóvenes de buenafamilia, curiosos por saber de qué setrataba. Todos corrían tras Nicolás.

En la terraza del café, el dueño delestablecimiento, ayudado por losparroquianos, se esforzaba en retirar elsombrero de copa, hundido hasta los

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dientes, del consejero municipal. Noconseguía hacerlo y a fin de animar aldesgraciado, le escanciaban, levantandoel borde del sombrero, abundantes tragosde absenta en el gaznate.

Ante Nicolás las callejuelas seenmarañaban en un laberinto absurdo, losgritos de los perseguidores alborotaban alos transeúntes y unos y otros intentabancercar al fugitivo. Nicolás, sin parar decorrer, les pegaba entonces con la cabezaa la altura del mentón.

En un cruce, rodeado por todos lados,se adentró, acompañado por un estruendode muchedumbre hostil, bajo una oscurabóveda. Una puerta se abrió, unhombrecillo lo agarró por el brazo y cerró

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con presteza el batiente. Nicolás seencontró encerrado en un cobertizo dondeunos mascarones de proa erguían susfrentes hasta el techo. Se adosó a la paredsuspirando, tiró su capa sobre la espadade un guerrero y escuchó, tenso. Labóveda resonaba con pasos precipitados;luego se hizo el silencio…

—He chafado el sombrero de unconsejero municipal, —dijo, todavíajadeante, el rescatado.

—¡Bravo! Aplastar el tocado de laspersonas importantes es un acto de fe, deesperanza y de caridad.

Tras estas palabras, el buen hombre supuso de nuevo a trabajar una madera conla azuela. Fuera, los decepcionados

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perseguidores regresaban; se les oíahablar entre sí.

—¿Qué ha hecho?—¿Quién?—¿Quién ha hecho qué?—Ha robado una botella de limonada

en el Grand Café.—Pero ¿quién? ¿quién?, chillaba la

dama de la caridad.Nicolás contemplaba las altas vigas

alineadas a lo largo de las paredes, paralas proas de los navíos. Había sirenas,caballeros, cisnes, y también una reinacon su corona. Se la indicó con el dedo alviejo.

—La reina Blanca de Navarra. Murióen la cárcel. No quería vender su reino a

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los extranjeros. Este es su modelo.El buen hombre cogió de su banco de

tallista una figurita y la tendió a Nicolás;estaba vestida con tisú de oro y tenía untriste rostro de porcelana, rematado poruna corona de plata.

—Le he visto a usted venir de la partealta de la calle y luego penetrar en estecallejón sin salida. Detrás corrían losgendarmes.

—¿Es usted vasco? —preguntóNicolás mientras mecía a la pequeña reinade Navarra.

—Sí, no es gran cosa hoy en día, peromientras queden golfos de nuestra clase,ellos no ganarán del todo.

El viejecillo golpeaba con brío,

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haciendo volar virutas por todas partes.—Si quiere la reina, se la doy. El

encargo ha sido anulado por causa de laguerra.

—Gracias, es la guerra quien me hatraído hasta aquí, no las muñecas.

—¿Qué pues?—Armas.—¿Usted es de los rebeldes?—Sí.El viejo dejó de tallar.—¿Usted lucha contra el ejército

regular?—Sí.—Bueno, entonces puedo ayudarlo.

Quédese con la reina de Navarra entretanto.

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Volvió a preguntar:—Los del ejército regular español son

sus enemigos. Y ¿ustedes son losrebeldes?

—Eso es.—Perfectamente, tendrá usted lo que

busca.

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Tatino, el tallista de mascarones deproa, era un antiguo luchador de laComuna, rebelde artesanal y novelescocomo tantos otros en ese siglo de gestosgratuitos. Lissagaray, en los últimos díasde la insurrección parisina, le habíaindicado el escondite de un lote de fusilesy de pequeños cañones.

—Si puedes, llévatelos a nuestro PaísVasco. Un día servirán a otros hombrespara otras rebeliones.

Unos meses más tarde, ocultas bajouna carretada de heno, Tatino había traídolas armas en pequeñas jornadas hastaBayona. «Anarquista o carlista, en el

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fondo es lo mismo: gentes que están encontra…» e invitó al joven a que lesiguiera. La luz de su linterna corría en elsótano sobre culatas y bronce. El aguamanaba a lo largo del muro.

—¡El Nive!El viejo pegó la oreja contra la piedra

haciendo un gesto con el dedo endirección a Nicolás.

—Escúchelo; va a reunirse con elAdour, pero no se mezcla; su agua siguesiendo clara. El Adour, gangoso de tierralandesa, le roe el espacio a lo largo de losmuelles. Pero el Nive resiste, llega al martan puro como en nuestras montañas.

Sentados sobre las cureñas de loscañones de la Comuna, los dos hombres

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escuchaban correr al río.—¡… Los torrentes de Navarra que

vienen a bailar con las olas…!El viejo meneó la cabeza, tuvo un

gesto en dirección a las armas.—Ahora nos hace falta un barco para

llevar esto.Echó su boina hacia atrás.—Vamos a ver a Pancho Aguerre.Fuera, había anochecido. Tatino y

Nicolás se adentraron por un puente; sedetuvieron encima del arco central y,apoyados en el pretil, contemplaron lasestrellas del cielo reflejadas en el agua.

En la otra margen entraron en unmesón de marinos. Tatino cogió del brazoa Nicolás.

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—Aquí mismo, hace cinco siglos, unpiloto de Mouguerre rompió un cántaro enla cabeza de un guardiamarina deLiverpool… Fue el origen de la guerra delos cien años. Mire, aquí está PanchoAguerre.

Era un hombre tranquilo de cabellospelirrojos. Tatino presentó a Nicolás ypidió vino. La goleta de Pancho Aguerrehabía zozobrado a lo largo de Terranova.Mientras los marineros del puente seponían a salvo, el patrón del bacaladero,atrapado en el interior, había perforadopacientemente el casco del barco vueltoboca arriba. Izado por fin sobre la quilla,había bajado de nuevo a buscar alsegundo de a bordo cuyo cadáver se

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bamboleaba a su lado durante su trabajo.En un navío que los recogió pudo salar elcuerpo y luego coserlo en un saco. EnSaint Pierre-et-Miquelon se presentó encasa de su armador, en plena noche, consu bulto al hombro.

—… Lo enterraron al día siguientecon el de profundis y todo, añadió PanchoAguerre levantando su vaso. Había juradoa su madre que no serviría de pasto a lospeces como su padre y su abuelo y cumplími palabra.

Dejó el vaso sobre la mesa, lo llenó yescuchó a Tatino explicar el asunto de loscañones, de los fusiles que había quellevar a Vizcaya.

—Artayeta está desarmando el Socoa.

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Lo va a reemplazar por un clípertotalmente nuevo de Burdeos. Pidámosleel brick.

—¿Quién es Artayeta?—Un armador que envía lenguas de

bacalao al Japón en unos caphorneros.—… ¡Lenguas de bacalao!—Sí, a los japoneses les chiflan. Él ha

hecho una fortuna y le gustan los vascos.—¿Él no es vasco?—Sí, pero muchos vascos hacen creer

que son españoles, americanos ofranceses. Sienten vergüenza,atormentados por la idea de pertenecer aun pueblo tan pequeño. Él es un vascotranquilo.

—¡Jesús!

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Poco después, Tatino, Aguerre yNicolás caminaban a lo largo de losmuelles. Llamaron a una puerta claveteadaque tenía una aldaba con cabeza demarino. Les abrieron. En la entrada, trasunos barrotes, diez pájaros de largascolas revoloteaban a lo largo de la pared.En el salón había una espineta. Nicolástocó el teclado sorprendido por las notasfalsas.

—¡Ah! ¡Gentes de mar que no sonamantes de la música!

—Desengáñese, la hija de Artayetatocaba unas tonadas tan bonitas que todoBayona venía a escucharlas. Los capitanesde su padre le regalaban pájaros de lasislas en homenaje a su talento. Era todo lo

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que a ella le gustaba. Luego murió, Diossabe por qué, y el piano calló…

Entró un anciano todo blanco con lacara arrugada. Saludó cortésmente,escuchó a Aguerre, miraba a Nicolás.

—Conocí a Tirso Picandia,construimos para él algunos veleros hacia1830. Más tarde uno de sus hijos se casócon una Doni-Marka.

—Era mi madre.El viejo Artayeta sonrió.—Ya no quedan Doni-Markas en

Bayona; quizá en París, según me handicho…

—Sí, hay un Doni-Marka parisino quea veces viene a vernos. Está enamoradode mi hermana.

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—¿Van a casarse?—¡Oh, no! Una echadora de cartas

predijo que la sangre de los Picandia seuniría a la de los Doni Marka si las tropasespañolas derrotan a nuestro ejércitos, yCatalina no quiere perder la guerra. Yotampoco; es por lo que estoy en su casa,Señor Artayeta. Para que usted nos ayudea ganarla.

Artayeta no puso ninguna pega enconfiar el brick a Nicolás y a PanchoAguerre.

—Voy a ponerlo a su nombre,Picandia. ¡Sí! ¡Sí! Será nuevamentearmador. «Cofrade de la costa, que hapartido a la gran aventura en alta mar», seescribía en el rol, durante los hermosos

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siglos de los océanos vírgenes.Puso su mano sobre un mapamundi y

lo hizo girar.—Siete mares por el mundo. Siete

provincias en el País Vasco. Y nuestrosmarinos en todas partes como en su casa,como usted en nuestra casa y nosotros ensu casa…

Los pájaros de lejanas islas cantabancerca del salón y hacían soñar a los cuatrohombres en sus sillas de caoba.

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Durante varios días, el viejo Artayetainvitó a Nicolás a cenar en su casa. Élcomía maíz en una torta redonda, pescadoahumado y bebía agua de una fuentemilagrosa, traída todas las semanas, encalesa al trote de caballos bayos.Cortésmente ofrecía a su invitado otrosmanjares servidos por una criada tocadacon una cofia negra con cintas depashmina que colgaban en su espalda. Lascintas, tejidas en Srinagar con uncachemira bordado, volaban por lahabitación a cada movimiento de lacriada. Planeaban por el aire, posándosesobre la cabeza de Nicolás cual

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mariposas de Asia. El cochero, querespondía al nombre de Kraskabil,llenaba su vaso de vino y luego se llevabala garrafa al office. Llevaba el pelocortado al rape. Los dos servidoressabían todo pero no decían nada.

Artayeta había viajado mucho. Sacabade sus viajes una conclusión categórica:«Las personas son tramposas, y el mundose falsea. En Malasia he visto ratas queviven en lo alto de los árboles; allí naceny mueren sin tocar la tierra. ¡Pues bien!Son ratas. ¿Para qué quiere usted que losvascos se hagan los latinos conpreposiciones gramaticales y unadialéctica cartesiana si aglutinan laspalabras y son ilógicos? Este país debe

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mantenerse encaramado en su roble siquiere seguir siendo él mismo. Será elúltimo, lo sé, pero es absolutamentepreciso que haya uno; si no los falsarioshabrán ganado la partida».

Ante la enormidad de estaperspectiva, el viejo armador se quedababoquiabierto contemplando el piano de sudifunta hija. La luna, por la ventanaabierta, hacía brillar sus dientes de oro.

A medianoche, Nicolás iba al taller deTatino. Dormía en una hamaca extendidabajo la espada de un guerrero. Colocabasus ropas sobre el filo y se tendía cercade la pequeña reina de Navarra que lehabía regalado el tallista de madera. Aveces, se subía sobre los hombros del

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guerrero y desde aquí sobre un escocéscontiguo. La cabeza cubierta con unaboina a cuadros y con pompón rematabauna roda de madera de caoba. Trepandosobre el pompón de la boina escocesa,Nicolás llegaba a la altura de un tragaluzabierto en el tejado. Pasaba sobre lastejas rosas y escalaba la pendiente hastael caballete. Veía al Nive correr a travésde los prados antes de entrar en Bayona.

Cuando había claro de luna, unajoven, flaca y pálida, surgía en la ventanade una casa vecina y tocaba el violín(mal). Un olor a resignación acartonadasubía entonces de las sombrías callejuelasy caía del arco del violín.

Siguiendo el caballete del tejado

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Nicolás avanzó, una noche, hasta la casade la violinista. Entró por una ventanarota y destrozó un viejo sillón al sentarseen él. Estaba tendido entre los pedazos demadera podrida y de tela rayada, cuandola joven apareció, armada con unapalmatoria y con el violín. Como el vientohabía apagado la vela, Nicolás le ofrecióuna caja de cerillas adornada con elretrato de Manterola. Era un sacerdoteque escribía gruesos infoliosencuadernados en cuero rojo, en pro delcarlismo y de los vascos. Tenía un aire deenfado sobre la tapa y, cuando se usaba lacaja, él mismo parecía inflamar lospequeños trozos de madera, con una irafolklórica y tradicionalista.

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—¡Así hay que hacer! Hay queenfadarse, nunca resignarse; si no su vidaestará tan mal interpretada como sumúsica de violín.

La joven no comprendía ni lo quedecía ni lo que hacía Nicolás, de noche,sobre el tejado de Tatino; pues este últimoestaba loco y no iba a misa.

—Pero mi padre, añadió tristemente,también lo está…

—¿Loco?—Sí, un poco. Pretende que las tres

cosas más bellas del mundo son: lasllamas de un candelabro de platapalpitando al viento de las montañas, lasnotas sacadas de un piano en el salón deuna casa abandonada y comer moras al

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crepúsculo frente al mar.Afinó su violín y Nicolás llegó a

pensar que tocaba mejor porque su padretenía buen gusto.

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Al día siguiente, Nicolás colgó lapequeña reina de Navarra del techo de sucamarote y las armas de Tatino fueronestibadas en las calas del Socoa. Seisratas escaparon de allí, perseguidas porun barbudo marinero.

—¡Es buena señal! —dijo PanchoAguerre.

El remolcador de Bayona se aproximóbatiendo el agua con su ruedas; a unamilla de las costas largó amarras. Lasvelas ondearon a lo largo de los mástiles,el navío se inclinó a babor y emprendió suvuelo al ras de las olas. La brisa de altamar se llevó las moscas.

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Nicolás se tendió bajo una bóveda detela henchida de viento. Una escoba debrezo le servía de almohada. Encima desu cabeza, los brazos de las vergas, lasdrizas, los obenques, balanceaban suscruces en el cielo.

… Un día, en Lekeitio, en lo alto deuna escala se mantenía en equilibrio unmalabarista. Sus pies bailaban sobre lacresta de las olas y su cabeza se perdía enlas nubes. ¿Caería? No. A caballo sobreel horizonte, entonó la endecha del viejopirata, antepasado de los Picandia:

Zeru-zeruan izarraItsas-gainean ni zaharraUntsi huntako nagusiUrre-gorrizko bizarra.

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(En el fondo del cielo, una estrella. Enla mar, yo el viejo, amo de este barco, conuna barba de oro rojo).

El surco de una ola hizo flamear elvelamen en toda su altura y adormeció alpasajero…

Cuando se despertó, el Socoa, al pairobajo el viento, se balanceaba de borda aborda. A lo lejos tras la línea de la costa,un largo bosque lanzaba sus ramas hacialas nubes.

De la orilla subía una espesahumareda.

—¡La señal! ¡La señal!, gritaron losencantados marineros como los héroes deun libro de aventuras.

Orzando contra la brisa de la noche, elvelero se dirigió hacia la antigua

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pesquería. La masa de Txapel-Gorri seperfilaba sobre el acantilado. Luego sedifuminó en la noche. Una barca sedestacó de la playa y se aproximó a golpede remo. De pie en la proa, Santi agitabasu boina roja.

—¡Nicolás! ¡Nicolás! ¡Bravo! —vociferaba en el viento.

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Nicolás entró en el molino. Era unacasa con corrientes de aire y notasmusicales. Las puertas se abrían por sísolas tras un largo toque con el arco de unviolín y el entarimado cantaba bajo elpeso de los transeúntes.

Nicolás vio a su tío abuelo, sentado enlo alto de una escalera, al borde delestanque. De la maraña de su barbablanca emergía el delgado hilo de plata deuna flauta travesera. El anciano se dio lavuelta; tenía el labio superior hinchadosobre el instrumento, y contempló alrecién llegado.

—¡Nicolás!

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—¡Tío Nicolás!El viejo Nicolás Picandia vivía en el

molino de Txapel-Gorri con un nihilistaeslavo que había lanzado una bombasobre un gran duque. Desgraciadamente,se había equivocado de cortejo y fue unarchiduque que se encontraba de visita enSan Petersburgo el que recibió elexplosivo. Acostumbrado a los valses deStrauss, este último se desmayó, peroDimitri perdió un ojo y tuvo que huir.

En Baden-Baden donde se habíarefugiado, Miguel Vacunan le presentó alcamarada Picandia y, después de latrifulca con la que se clausuró el primercongreso anarquista, este se lo llevó alPaís Vasco donde Dimitri, apodado Okera

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(el tuerto) ayudaba a su anfitrión aimprimir unos panfletos libertarios yseparatistas que los vascos no leíannunca.

Dimitri Okera era un gigante quemantenía en pie el molino con la fuerza desus brazos. Carpintero, cocinero y sastre,amparaba, daba de comer y vestía al viejoPicandia.

Todas las noches después de fregarlos platos, cogía su balalaika eimprovisaba una letra en ruso sobre unamúsica vasca cuya melodía le recordabael nostálgico folklore eslavo. Loscampesinos llegaron a la conclusión deque cantaba en el dialecto de la provinciamás alejada, y, a boca cerrada,

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acompañaban en sordina, en un tono másbajo, al anarquista tuerto presa demorriña.

Desde la terraza donde se servía lacena, se oía croar a las ranas. El viejoNicolás, después de haber ahuyentado conun gesto a los insectos que revoloteabansobre los candelabros, prosiguió:

—Cuando me detuvieron en Carlsbad,el comisario de policía, antes denotificarme la orden de expulsión, me dijoesto: «En mi opinión, Picandia, o actúausted por fanfarronería o se mete encamisa de once varas. Para ser unrevolucionario, no parece usted malo y leconsidero demasiado inteligente».Entonces le repliqué: «No soy anarquista

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porque sea malo o inteligente sino porquesoy vasco. Me veo obligado a serlo.¡Todos los vascos lo son!». Cuando hubeterminado, el comisario gritó: «¡Estáusted completamente loco!». Y me ordenóque abandonase inmediatamente elterritorio de su jurisdicción.

El viejo Nicolás se quitó las gafas ysus ojos miopes parpadearon con elresplandor de las velas. Así tenía elaspecto de un profeta de la Biblia,ingenuo y convencido. Se apoyó en labalaustrada de madera y contempló elestanque. Las velas encendidas, lascabezas de los comensales, los vasos ylas botellas se reflejaban invertidos en laagua inmóvil.

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Nicolás (el joven) lanzó una miga depan al cuadro que se llenó de arrugas conel choque, mientras su tío abueloproseguía:

—Sabes, Nico, los vascos no se hanenterado todavía de por qué van a laguerra. Tatino, tu primer proveedor dearmas, él sí lo ha comprendido. ¡Poranarquía! La sociedad anarquista, tal ycomo la han soñado nuestros pensadores¡pero si está aquí!, ante nosotros, aquímismo, en la tierra. Los Fueros, ¿qué son?La minuciosa protección del individuo enel municipio, luego la del municipio en lajunta de cada una de nuestras provincias.El Estado queda así reducido a la nada.

El viejo Nicolás llenó el vaso de su

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sobrino nieto hasta colmarlo, luego elsuyo.

—Lo que me separó de Bakunin y delos otros anarquistas fue la máquina.Estábamos completamente de acuerdo encontra del Estado, pero yo añadía lamáquina. El maldito ferrocarril, lasmodernas fábricas, todo eso no me gustanada. Corremos el peligro de matar lafantasía, los sueños, la libertad; detransformar al individuo en un tornillo.

Se limpió las gafas con un trapo rojoque sacó del bolsillo.

—Y luego las estaciones balnearias,también me dan mala espina. La reinaIsabel y la emperatriz Eugenia, esas doscabezas de chorlito, han puesto de moda

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San Sebastián y Biarritz. Turismo,hoteles, fealdad, mal gusto, eso es lo queson.

—Pero, tío Nicolás, ¿no querráscerrar el país?

—¡Claro que sí, Nico! ¡La paz y losFueros! Qu’on nous fiche la paix, comodicen los franceses. Ya conoces laleyenda de Eneko y la hija del viento delEste. Estaban enamorados, pero el padreno quería entregar a su hija a Eneko.Entonces, la hija del viento del Este dijo asu enamorado: «Ocúltate en lo másprofundo del bosque; luego construye, conlos árboles que hayas talado con tu hacha,una cabaña donde no pueda entrar nuncael viento, apretando bien los troncos unos

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contra otros». Así lo hizo Eneko, y durmiócon la hija del viento del Este. Pero porun agujerito que había dejado entre lostroncos de árbol, el viento penetró, alamanecer, en la cabaña y le robó su nuevaesposa… Así es, Nico. ELLOS han hechoun agujerito en nuestras montañas y hanconseguido que pase su asquerosamáquina de humo. Y por ese agujero,ELLOS nos lo robarán todo, estoy seguro.

Antes de retirarse a su habitación,Nicolás cogió una de esas obrasrománticas y apasionadas en favor de laindependencia vasca que muy a menudohabían llevado a su tío a la cárcel.

La temblorosa llama de la vela, hacíabailar las largas frases vehementes en las

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vigas del techo. Del inspirado sueño delviejo Nicolás, Nicolás pasóinsensiblemente a los sueños menosordenados del sueño. Y la vela seconsumió inútil al lado del grueso libroabandonado.

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La mala fortuna quiso que durante elsueño de Nicolás en el molino de Txapel-Gorri, su tío abuelo, con la ayuda deDimitri Okera, compusiera y tirara cincomil ejemplares de un llamamiento a losrevolucionarios del mundo entero en favorde los vascos.

Cuando se despertó, le rogaron quedejara el fardo de propaganda en casa deTatino para que el antiguo luchador de laComuna se encargara de distribuirlo portoda la tierra.

E l Socoa singló, pues, en dirección aBayona, entró en el puerto y fueinmediatamente decomisado en la Aduana.

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Los papeles no estaban en regla ysospechaban que Aguerre y Picandiahabían robado el brick al viejo Artayeta.Hubo que correr a casa del armadordonde la criada de las cintas de pashminadeclaró que su amo se había marchado aBiarritz. ¿Adónde? No lo sabía. ¡Malasuerte! Nicolás cogió en marcha uncarricoche lleno de personas muy alegres,que se dirigían a presenciar un «toro defuego» que iba a quemarse en la vecinaciudad balnearia.

Ya en las primeras calles el tiro sevio sumergido por una variopintamuchedumbre disfrazada y risueña.Desengancharon los caballos y Nicolásvio a sus acompañantes dispersarse por

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todos lados. Atrapado por una farándulaen un corro de máscaras, se convirtió enel blanco de las personas disfrazadas quese comportaban así con todos los intrusosvestidos de paisano. Unos brazos demujer lo agarraban por el cuello; leinvitaban a beber, a comer; lo besaban. Yde repente, en medio de un gran clamor, loabandonaron a su suerte. Desde lo alto dela calle, el toro de fuego corría cuestaabajo hacia él, rodeado por un haz dechispas. Atolondrado, Nicolás empujó unaverja y penetró en un jardín adornado conestatuas que los fuegos artificiales hacíanbrotar de la oscuridad. Se adentró hacia elfondo del parque bajo unos altos álamosque se estremecían en la noche. En un

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banco, una mujer sentada y sin antifaz lomiraba. Reconoció a la joven que tocabael violín en los tejados de Bayona.

—¿Qué ha sido de usted desde nuestroencuentro encima de la casa de Tatino?

—Me he prometido. ¿Y usted?—Soy contrabandista, pero los

aduaneros han decomisado mi barco. Y¿por qué se ha prometido… con quién…cómo?

—Con un bordelés al que acabo deperder en la multitud. Tengo que casarme,pues mi padre ya no puede mantenerme.Todos los Artayeta tienen fábricas,barcos: mi padre, que es un Artayeta,también tenía. Pero por desgracia haperdido las unas y los otros, y hoy no

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tiene más que un piano.—Usted es una Artayeta y no tiene

más que un piano. ¡Qué sorpresa!—Sí, pero un gran piano de cola.—En fin, con piano o sin piano, una

vasca no puede casarse sino con un vascoo bien con un irlandés. Ya sabe: entrerebeldes… entre marinos.

—¡Ay, Nicolás! Estamos tanarruinados que sin un marino no mequedaría más remedio que mendigar laayuda de mi familia. Ahora bien, ellos noesperan más que este gesto para triunfarsobre un padre que los ha asombradosiempre. Pero ya basta de hablar de mí.¡Ahora le toca a usted!

Nicolás se lo contó todo.

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—¡Bueno! Voy a guiarlo hacia eseArtayeta, pues es mi tío abuelo y sé adónde suele ir cuando viene a Biarritz.

Ya arrastraba al joven de la mano y seabría paso, con la otra, entre el barullo dedanzarines. Agotados, se detuvieron en lasescaleras de un café brillantementeiluminado. Se apoyaron en una mesa.

—¡Mire a ese hombre grueso de barbanegra! Es el gran duque Miguel.

Nicolás cogió un cuchillo que andabapor encima del mantel y pensó en laalegría de Okera si volvía para anunciarleque el gran duque había sido asesinado.Luego pensó que aquel barbudo quizá nofuese el Romanov al que quería matarOkera. Dejó el cuchillo y, cambiando de

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idea, miró a su compañera.—Y si yo me casara con usted, ¿ya no

tendría necesidad de ese novio bordelés?—Pero ¿y su guerra? Tiene que

ganarla, sacar de la aduana su navío,llevar armas a sus hermanos y demás.

Nuevamente arrastraba a Nicolás porentre la muchedumbre. Le indicó una casaprecedida de blancas columnas.

—Ahí viven dos viejas primasnuestras un poco grilladas. Seguramenteahí es donde está mi tío abuelo Artayeta.Adiós.

Pero ¡venga conmigo!—¡No! Ya se lo he dicho: mi padre y

yo estamos reñidos con toda la familia.—Pero ¿y su boda?… ¡Conmigo,

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conmigo! ¡Con su novio no! —gritótodavía Nicolás, mientras la joven seperdía en medio de las máscaras y de losdisfrazados. Nuevamente estos la tomaroncon su falta de disfraz, rodeándolo,arrastrándolo en sus corros burlones. Fueentonces cuando Kraskabil, con su brazoextendido por encima de los hombros,agarró a Nicolás por el forro de su traje.

—¿Quiere ver al amo?—¡Sí! ¡Sí! ¡Kraskabil! ¡Sáqueme de

aquí!El viejo servidor lo izó hasta el

peristilo y, abriendo la puerta, lo empujóal interior en medio de una lluvia deconfetis.

Las dos hermanas Mendiola-Goiti, en

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cuya casa Kraskabil introdujo a Nicolás,descendían de un corsario de la época deNapoleón. Cada vez que traía un botín aBayona, su padre encargaba en París uncargamento de sillas, de mesas, desillones y los amontonaba en todos lospisos de su casa.

… Queen Elizabeth, un tres palos deLiverpool, nos proporcionó el salón y elScotsman, de Glasgow, el comedor… y elresto, igual.

Las viejas señoritas Mendiola-Goititenían un hermano que se dedicó alcontrabando de armas durante la primeraguerra carlista. A los veinticinco añosdesapareció; lo daban por muerto,ahogado, prisionero de los españoles,

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asesinado en una reyerta… No se sabía.—Por la noche, nos suele ocurrir

soñar con él. ¡Era tan joven! La últimavez, alzó la mano y todos nosotros, losque asistíamos a su marcha, agitábamosnuestros sombreros. El viento hacíapalpitar un pequeño pañuelo negro atadoalrededor de su cuello… Luego lo hemosestado esperando en esta gran casa llenade muebles y tan vacía. Porque nuncavenía ningún hombre… salvo nuestroquerido y viejo primo Artayeta.

Artayeta inclinó la cabeza. Las doshermanas, al borde de las lágrimas, dabanvueltas y más vueltas a las perlas de suscollares entre sus largos dedos flacos.

—Hoy, está usted aquí, tan parecido a

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él, surgido del mar ante nosotras que tantodesearíamos que nuestros sueños fueranrealidad. ¡Por todo ello, señor, graciaspor haber venido!

Ofrecieron a Nicolás anisete ypasteles.

Cuando Nicolás se sintió repuesto,contó al viejo Artayeta los incidentesacaecido en Bayona.

—Corramos a liberar el brick.Primas, ¡adiós!

Tras estas palabras, el armador selevantó, hizo una seña a Kraskabil, y estemarchó a enganchar los caballos.

—Si queremos pasar a través de lamultitud esta noche, y lo sé porexperiencia, tendremos que disfrazarnos;

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si no nunca saldremos de aquí.Las dos viejas señoritas ofrecieron

unos disfraces arrinconados en un baúldel desván. Subieron dando traspiésdetrás de una vela. Nicolás se encaramósobre un cofre y quitó el polvo a un ojo debuey. Encima de los tejados de Biarritz,veía las olas festonear de blanco losacantilados y, en la punta del cabo Higuer,el parpadeo de la luz de la tierra. En laoscura lejanía de las montañas estabanluchando sus hermanos. Nicolástamborileó sobre el cristal. De lascallejuelas, abajo, subía el rumor de unaalegre muchedumbre y, a veces, un coheteiluminaba el cielo, trastornando el belloorden de las estrellas en su desesperada

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carrera.—Así va nuestra guerra, lanzada en

solitario y sin respuesta por un mundoindiferente.

Revestidos con su disfraces, Artayetay Nicolás tomaron asiento en la calesa.Los caballos se abrían paso condificultad. Los confetis llovían de todoslos lados sobre Pierrot y el viejoArlequín. Tan inmóvil el uno como elotro, se conformaban con cerrar los ojosbajo la lluvia de papelitos, mientrasKraskabil juraba en vascuence sobre elasiento del cochero.

De camino hacia Bayona, Nicoláscontó su extraño encuentro, en un tejadocardenillo, con la sobrina nieta de

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Artayeta. Este, a cambio, le reveló que suprimo parisino Doni-Marka se habíadirigido a él para informarse acerca de lasuerte de sus parientes los Picandia.Enloquecido, se había dirigido a la zonacarlista perdiendo el resuello. Esta noticiaexasperó a Nicolás, pues sabía a esteprimo enamorado de Catalina. Ahorabien, Catalina no podía casarse con él acausa de la fatal predicción que Artayetaya conocía. «Y si se deja de creer en laspredicciones, la vida pierde su sextante,como un barco cuyo piloto ya no supieraleer en las estrellas».

—¡Es peligroso! ¡Es horrible! —dijoArtayeta, mirando fija y tristemente laluna.

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En la aduana marítima de Bayona, elarmador, todavía vestido con su traje dearlequín, confirmó las declaraciones dePancho Aguerre y de Nicolás. Lereplicaron que sospechaban que el Socoase dedicaba al contrabando de armas.

Artayeta se enfadó:—¡Contrabandistas de armas! Y eso

¿qué les importa a ustedes, aduanerosfranceses? Estas armas salen de Franciapara ser pasadas, de contrabando, bien esverdad, pero al otro lado de la frontera.¡Ah! Si se tratase de armas traídas deBilbao y desembarcadas fraudulentamenteen Bayona para armar a nuestros vascos yderrocar al subprefecto, al administradorde Aduanas, al presidente del Tribunal y

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demás representantes de la autoridad en elPaís Vasco, yo los comprendería. Pero nose trata de eso…

—¡O ustedes ya no estarían aquí! —añadió Nicolás con toda franqueza.

—Ya lo ven. Hoy de lo que se trata esde expulsar a los representantes de laautoridad extranjera, al otro lado de lafrontera… es decir a los españoles. Ahorabien, ustedes son franceses. ¿Entonces?

Los aduaneros asintieron a esterazonamiento.

Era tarde, tenían ganas de descansar.Y aquel viejo Arlequín furioso los dejabapasmados.

Artayeta arrastró a Pancho Aguerre ya Nicolás y les dijo:

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—Lo mejor es que se reembarquen yque leven anclas sin más tardar.

—Pero debo ver a Tatino. Tengo unfardo de propaganda anarquisto-separatista para entregarle.

—¡Tatino ha muerto! ¿No lo sabía?Matado por una niña. Fue un accidente:una niña con su muñeca le cayó encima,sobre la cabeza, desde un balcón. Unalambre del armazón del brazo le cortó lacarótida.

Nicolás estaba postrado, panchoAguerre lo llevó al Socoa sin queopusiera resistencia, como un Pierrot rotoen brazos de un lobo de mar.

El viejo Artayeta, cubierto con la capade Arlequín, miraba el velero, arrastrado

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por un remolcador, alejarse por el caminoque la luna trazaba sobre el mar. Dio unospasos, a lo largo del muelle, paraacompañar a su antiguo barco. Inclinadosobre el agua contemplaba su imageninvertida. Se quitó la capa, la mantuvo uninstante colgando de la punta de sus dedosy luego la dejó caer a la corriente. ElAdour se la llevó hacia el mar.

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Georges Doni-Marka era primo de losPicandia. Vivía en París y no entendíanada de lo que hacían los vascos, allí, ensu país natal.

Había visto cómo Italia se liberaba, seunía y formaba una nación independiente.Esto le parecía tan natural como llamar ala arteria parisina más animada:«Boulevard des Italiens». Pero leresultaba extravagante imaginar un«Boulevard des Basques» y a suscompatriotas completamenteindependientes. Se decía a sí mismo: «¡Esimposible. Eso no ocurrirá nunca, estánlocos!». Claro que los italianos habían

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vencido a los austríacos, al Papa y a losBorbones de Nápoles, cosa que era máscomplicada que la tentativa de los vascos.Pero a pesar de todo, el lío en el que sehabían comprometido deliberadamentesus primos le parecía una locura.

Marchó de París a San Juan de Luz, sedirigió a unos amigos de su familia parainformarse, consultó con un notario y dioórdenes para habilitar una vieja mansióncon atalayas que poseían a medias en elmuelle de la Infanta. Luego partió a labúsqueda de sus primos para instalarlosen ella. A la fuerza si era preciso. Puesestaba enamorado de Catalina y queríacasarse con ella.

Georges Doni-Marka fracasó en su

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empeño.El viejo Tirso, después de haberle

escuchado, le invitó con toda franqueza apasar el resto de su vida en Txapel-Gorri.«Como has debido adquirir el sentido delos negocios en París, así pondrías unpoco de orden en los míos. Mis dos hijosno entienden nada de eso. Mis nietos pocomás». Tras lo cual, se encerró en sudespacho con Petri-Paulo.

La señora de la casa, que se pasaba eldía entero en la cama rezando novenas porel triunfo de la Causa Vasca, le hizo ungesto con la mano, entre «… llena eres degracia» y «… el Señor es contigo…».Catalina, al verlo, dejó su rosario de boj,cogió su sombrero de paja y se lo llevó en

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tílburi.En el recodo de la alameda de los

tilos, Georges Doni-Marka aventuró unadeclaración que dejó a su primaestupefacta.

—¿Cómo iba a casarme con usted? —replicó. París es París, ¡bueno! …peroeste es mi país. Aquí se vive aparte ycontra todos. Y cuando hayamos ganadoesta guerra, seguiremos igual, dando laespalda a los demás, por los siglos de lossiglos. Es absurdo, Georges, pero para míusted es de otro planeta. Usted nunca seacostumbrará a nosotros, y yo no quierovivir en su tierra. ¡Mi vida está aquí!

El tílburi se deslizaba bajo la espesafrondosidad de los árboles. Los prados de

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Txapel-Gorri se extendían hasta perdersede vista, hasta los acantilados encima delmar y hasta las estribaciones de lasmontañas. Unos campesinos que habíanregresado del ejército para la siega delheno, avanzaban en hilera, segando con unmovimiento regular la alta hierba. Estabancubiertos con su boinas rojas. No habíanhecho otra cosa más que cambiar de armay poner una nota de amapola en lasuperficie de los campos.

Catalina se dio la vuelta hacia suprimo: «¡Deme las riendas!».

Las cogió con un vivo ademán yfustigó a los caballos. Eran dos negroscorceles bien domados que alzaban laspatas tan alto como sus hermanos de

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madera que dan vuelta en los tiovivos.Al trote largo, el carruaje desembocó

en una playa. Los caballos avanzabanpenosamente. Catalina les hizo bordear laorilla de las olas. Se quitó el sombrero yel viento se puso a jugar en sus cabellos.

—Aquí desembarcó Nicolás las armasde Gregorio y de su cuadrilla.

Los dos jóvenes se apearon del tílburiy avanzaron a lo largo de las olas. Iban dela mano.

—¿Sabe usted, Georges, por quéluchan mis hermanos? Me lo dijo Nicolás.Para seguir siendo diferentes de los otrospueblos. Para que no nos volvamos todosparecidos, todos iguales, entre las cuatroesquinas de las cosas posibles.

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Catalina se dio la vuelta bruscamentey contempló la playa azotada por laespuma y el viento de alta mar. Tenía losojos llenos de lágrimas pero erguía sucabeza desmelenada hacia el horizonte.

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Las estaciones ardían en toda laextensión del país.

Los carlistas se apresuraban en mediode la noche, con ese aire indiferente quetienen los vascos cuando echan por tierraalgo que no es suyo. Luego se marchabancantando.

Eran los últimos saltimbanquis de unmundo condenado. Cubiertos con susboinas escarlatas, daban escolta a lacarroza en la que la pobre Cenicienta delpasado realizaba su último viaje. Ellos loignoraban. Don Carlos también. Habíapasado de nuevo la frontera y luego habíaatravesado Navarra para recibir en

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Loyola la unción que lo convertía en«Soberano de la tierra vasca». Un pocosorprendido por este insólito título,temblaba en la basílica cuyas puertas,abiertas a la noche, dejaban que elincienso y el ruido de los órganos subierahacia la corona de picos nevados más alládel convento.

Al pie del monasterio, en una posadade Azpeitia, Gregorio blandía su vaso detxakoli:

—¡Vascos! El mundo nos censura pordestruir la máquina que escupe fuego ytransporta a los extranjeros. Nosotros nosreímos de su opinión; si se niega areconocer a nuestro rey ¡qué más da!Nosotros lo hemos hecho rey, de la mano

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de un obispo y con la punta de nuestrasespadas. El año próximo tomaremosPamplona y lo coronaremos en la catedralde Santa María. Bebamos por nuestrossueños, más indestructibles que todas lasnotas diplomáticas.

—¡A los caballos! —gritaban en lasala.

A un músico que volvía del convento,Gregorio tomó prestado su violín. Luegola pandilla se puso en marcha al azar.

La nieve empezó a caer, sin aminorarel paso de los jinetes. Pasaron en trombaante un puesto del ejército regular. Losdisparos habían alertado a la guarnición.Esta se preparaba en desorden para elcombate, cuando los carlistas irrumpieron

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en la plaza, sembrando el pánico.Estaban vestidos con su mejores

uniformes para la ceremonia de Loyola.Desde el cielo, gruesos coposespolvoreaban las charreteras doradas ylos galones.

Gregorio tomó el violín y, sin apearsedel caballo, interpretó, en medio de unsilencio algodonado de nieve, el himnocarlista. Hizo tres notas falsas cuando sumontura se movió. Pero nadie se diocuenta, salvo Santi que se echó a reír enlas crines de su caballo.

Mientras Gregorio tocaba a caballounos nocturnos con el violín robado,Nicolás recorría los mares, pescandomuniciones para los soldados del rey

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Carlos.Llenaba las calas del Socoa con

fusiles, balas, cargas de cañón, concañones cuando podía darse el gusto decomprar un par de ellos con los fondos delos comités carlistas. Luego regresaba amerced de los vientos, a cuenta del mar,para desembarcar sus armas en Vizcaya.

Los navíos de guerra que bloqueabanlos puertos vascos navegaban a vapor.Pero el viento era carlista en aqueltiempo, soplaba los cargamentos rebeldesante las mismísimas narices de los barcosespañoles y desviaba al penacho gris delas chimeneas hacia los ojos de susoficiales. Estos no veían nada y Nicoláspasaba.

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Así desembarcó una noche en laantigua pesquería y subió hacia Txapel-Gorri.

Delante de los establos encontró aPetri-Paulo sentado ante el sol poniente,ocupado en trabajar un trozo de maderaante su puerta.

—Soy demasiado viejo, Nicolás, estaes la verdad. Ya no sirvo más que parasentarme en este banco y tallar mangos dehorcas para el heno. Correr por lamontaña a caballo, como en tiempos de suabuelo por el otro Don Carlos, ya no espara mi edad. Y además su abuelo era uncristiano. Respetaba su vida y la de lossuyos; pero sus hermanos son unosdiablos que ya no saben ni lo que es la

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vida, la muerte, la prudencia y el riesgo.Deben creerse que los de enfrente sonsolo fantasmas.

Miró a Nicolás por debajo de suboina. Y este vio que su ojos chispeabanbajo la maraña de las cejas.

—¿Cuándo vuelves a marcharte? —dijo.

—Ya no me vuelvo a ir, es verdad loque digo. Soy demasiado viejo, el corazónya no aguanta para seguirlos y verleshacer el loco. Ya no puedo conservar lasideas claras cuando los veo preparar ungolpe, siempre alegres como piratas. Yano sirvo para nada, si no es para decirles:«¡No haga eso, Gregorio! ¡No haga lootro, Santi!». Y luego para seguirlos

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porque seguí a su abuelo.El viejecillo se rascó la barbilla y

apoyó el trozo de madera contra la pared.—La última vez… hubo muchas como

esa, pero en fin, esa vez, ¡Dios Santo!,voy a contársela. Bueno: dejamos a latropa en las inmediaciones de Natxoa.Decían que por allí había Pesetakoak.Gregorio, Santi y yo entramos a caballo…Nadie. De repente, se oye el ruido de lapelota contra la pared; sus dos hermanosse miran; saltan del caballo y ya los tieneen el frontón. Me apeo, cojo las riendas ymiro por la puerta. Había allí doscampesinos que estaban jugando,descalzos. Gregorio y Santi cuelgan lachaqueta y las botas y ya están los cuatro

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dándole a la pelota. Cierro la puerta ypregunto a un chico: «¿Hay algunacaballeriza por aquí? ¡Sí, sí, allí, venga!»Encierro los tres caballos, recojo laspistolas y vuelvo al frontón. Pasa un largorato. Al principio fui varias veces a miraren la calle si había pesetakoak perodespués, metido en el juego, me olvidé.Había apostado por Santi y Gregorio conel patrono del frontón. De repente, se abrela puerta: los pesetakoak. En cabeza unoficial con su hermoso uniforme lleno degalones. Avanza espada en mano; el otrobrazo tendido hacia Gregorio. La pelotavolvía en ese momento. En vez dedevolverla, Gregorio la coge y con todassus fuerzas la tira en su dirección. Era un

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extranjero, el pobre oficial español: nosabía que la pelota vasca es tan dura. Larecibió entre los dos ojos y cayó. Sussesos estallaron al toparse con estaverdad. ¡Krak!

Petri-Paulo hizo añicos entre susdedos un pequeño trozo de madera.

—Santi y Gregorio, sin más tardar, mehabían cogido las pistolas, las pellizas ylas botas; y así mismo, en calcetines,disparando de vez en cuando, trepan detribuna en tribuna. Abajo, el frontón se iballenando de soldados armados con fusiles.¡Qué ruido! ¡Qué polvo! Llegamos alúltimo piso y pasamos por una ventana auna galería exterior. Se dominaba todo elpueblo. A nuestros pies un callejón; al

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otro lado, el tejado de la iglesia con elcampanario en la esquina. «¡Santi, salta altejado de la iglesia y corre a echar lascampanas al vuelo!, dice Gregorio. Losnuestros entenderán. Coge nuestrasmuniciones, resiste y defiéndete hasta quevengan a liberarte». Santi se inclina paramirar la calle abajo. Deja su pistola y susbotas. Y ¡hala! salta al tejado de laiglesia. Ponemos nuestras municiones enlos bolsillos de su pelliza, enrollamosdentro de ella las botas y la pistola, y selas lanzamos a sus brazos extendidos.Luego, siguiendo la galería, pasamos a unbalcón. De pronto oímos la campana queempieza a sonar. Gregorio se echa a reír;yo no me reía. Y Santi tocaba, tocaba

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tanto que cualquiera hubiera dicho que elrey Carlos hacía su entrada en el pueblocon su corte.

Nicolás reía también, contento de sushermanos.

—Y ¿entonces…? —dijo, al cabo deun momento.

—Por el balcón entramos en una casa.En las escaleras nos encontramos con unajoven dama. Llevaba en una mano unapistola demasiado grande para ella y en laotra una caja de caoba con un lote debalas. Apuntaba temblando su arma hacianosotros. «Cuidado, va usted a romperalgo», le dice Gregorio. Se quita su boinaroja y se la muestra a la joven: «Somoscarlistas. ¡Vea!». La dama nos entrega el

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arma y las balas, y nos guía hasta la calle.Se oía a los pesetakoak gritar: «¡Se hanrefugiado en la iglesia!». Y Santi queseguía tocando, tocando allí arriba, comopara despertar a tres generaciones demuertos. Esperamos a que la vía estélibre; luego corremos hasta la caballeriza.Los tres caballos estaban allí,tranquilamente, comiendo su avena. ¡Acaballo! Con la pistola de la dama enristre y la rienda del caballo de Santienrollada en mi brazo izquierdo. Al cabode un momento, un ruido de cabalgada:los nuestros. Salimos de la caballeriza y agalope hacia el campanario. Al vernosllegar, los pesetakoak se meten en laiglesia y se ponen a disparamos por las

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ventanas. «¡Santi!, gritaba Gregorio,¡ven!». Santi, para entonces, había dejadode tocar. Se le oía disparar en lo alto delcampanario y cantar a voz en grito.«¡Santi! ¡Baja!», vociferaba su hermano.Y Santi, después de un último disparo,tira su pistola por una vidriera y sedesliza a lo largo de los canalones de lapared, como una araña. Le tiendo lasriendas de su caballo. «¡Rápido, Santi!».Se cepilla las mangas del uniforme ypausadamente monta a caballo. Por fin nosvamos. Los pesetakoak surgían por todaspartes.

Petri-Paulo tomó aliento. Dio la vueltaa su boina sobre la cabeza.

—Y no es todo, Nicolás. A la salida

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del pueblo, una bala corta la borla de laboina de Santi. Justo como se lo digo, alras de lo rojo. La borla cae al suelo, Santisalta del caballo para recogerla. Llovíanbalas a su alrededor; se hubiera dicho queel viento Sur había traído todas las nubesdel mar de Vizcaya cargadas de plomosobre su cabeza. Yo lo espero. Gregoriocorría adelante con los demás. Les dimosalcance dos horas más tarde, cortando porLezabeko-Borda. Y en el viejo molino deErrotatxo nos quedamos delante de larueda con los pies en los estribos,esperando a que la hija de la casa acabarade coser la borla en la boina roja.

El viejo cochero cogió el paloapoyado contra la pared y se puso de

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nuevo a tallarlo.—Ya de camino, en la montaña, un

pastor nos dio seis truchas pescadas en elrío, ya sabe usted, Nicolás, en el puentede Karraska. Las comimos por la noche enel presbiterio de Olhaino. Al cura leparecieron buenas y, al marcharnos, nosbendijo por las truchas, los Fueros ydemás.

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Los caballos lanzados al trote largo sedetuvieron con un resbalón de cascos anteel palacio de los Celaya. La lunailuminaba el escudo encima de la puerta.Una joven apareció en el umbral con uncandelabro en la mano. Se inclinó hacia lanoche y entornó los ojos.

—¡No podéis ser otros más que losPicandia! dijo levantando la llama hacialas estrellas.

Los invitados asintieron con lacabeza.

—¡Somos nosotros, Beata! —confirmó Catalina.

Santi saltó del pescante y corrió tras

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un gordo gato negro; el animal, con losojos alocados, desapareció por la esquinade la plaza. El perseguidor,decepcionado, regresó haciendo elegantescaracoleos. Sus compañeros, sentadostodavía en la calesa, miraban sus piernasdar vueltas en el aire, con unos escarpinesrelucientes en los pies. Un zapatero deDurango que se llamaba TiburcioGanamabicorta-Gorabarri los habíafabricado.

La parte trasera del palacio daba almar. Cerca de los largos pianos quedormían en los ángulos del salón, unaorquesta de cuerda se batía con el viento;se interrumpió con la entrada de losPicandia. Nicolás se sentó ante un piano y

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entonó la cantinela:

Los marinos de la costay las reinas de Navarra,bailan sobre nuestra historia.Alsa tra la la.

Ellas pierden sus coronas,ellos dan la vuelta al mundo.Ellas sin saber contar,ellos sin saber de números.Oh, señores extranjeros:Hay más de un país en dondetres más cuatro suman uno.Alsa tra la la.

Ya no hay reinas en Navarra,los marinos naufragaronen las rocas de la historia.

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Alsa tra la la.

En los vascos queda aúnel derecho a bailar altoe ir de un lado para otrohasta el final de este mundo.Señores, en esta tierratres pasos y cuatro másacaban en un gran salto.y Alsa tra la la.

Esta tonada se baila dando sietepasos. Se giraba y luego en el «Alsa tra lala» todo el mundo saltaba. En el último«Alsa» Santi brincó tan alto que dio conla cabeza en una araña de cristal. La cerade las velas cayó como lluvia viscosasobre los bailarines. Bautizados con luztodos comprendieron, a partir de este

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baile, que su pueblo se sublevaría, degeneración en generación, para defenderuna cierta forma de bailar su propia vida.Lo admitieron sin pesar y aplaudieron laentrada de don Carlos.

Entonces apareció Limosnatxo con sutxistu y su tamboril. Dio la vuelta a lasala entre las aclamaciones del públicomientras Petri-Paulo revelaba el secretode esta regia ovación a Gregorio:

—Limosnatxo desciende por líneadirecta, y a través de los varones, del reySancho Abarka. Don Carlos no es sudescendiente más que a través de lasmujeres. La primera corona que ciñeronlos Borbones fue la de Navarra. Y laheredaron a través de las mujeres.

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Limosnatxo es un Guztizederradescendiente de un hijo natural que el reyAbarka tuvo con una pastora del Jaizkibel.Esto ya es otra cosa.

El músico vagabundo se alejó hacialas cocinas. Todos lo siguieron y donCarlos quedó solo en el salón desierto.

Gregorio se dirigió al jardín donde lasramas de los árboles entremezcladas conhierbas y zarzas se inclinaban, a lo largodel mar, por encima de la muralla. Enotros tiempos, con sus hermanos, habíatrabajado en este batiburrillo de plantastrepadoras para las hermanas Celaya.Cuando la marea estaba baja, bajaban alos rompientes para escoger una lasca deroca. Desde lo alto de la escalera les

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gritaba:—No, esa no…, aquella no… la otra.Galantemente enlosaban un camino a

través del bosque para unas frágilesniñitas con enaguas de puntilla más largasque las faldas. Se oía sonar un piano delsalón. Las notas llegaban amortiguadas ala orilla; planeaban en el aire, mezcladascon los gritos de las gaviotas, con elestruendo de las olas. El viento soplabapentagramas enteros. Se perdían en altamar. Luego el viento cambiaba y la seriede arpegios regresaba para bailar en lacresta de las olas.

Romualdo Celaya, el padre de lasniñas, murió. El piano dejó de cantar;privada de música, la alameda perdió el

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hilo de las aventuras imaginarias y volvióal estado salvaje. El musgo y loshierbajos invadieron las losas. Gregorio,al pasar por encima de sus recuerdosinfantiles, escudriñaba el suelo con lamirada en su búsqueda.

Una callejuela conducía al puerto. Enlos balcones, entre las ramas y las redes,relucían, como luces de navegación, unospimientos verdes y rojos. Fantasmal consu traje negro, Gregorio deambulaba a lolargo de las paredes. El soplo de alta maragitaba sus faldones, como si fueranseñales. Él mismo los sacudía, loscruzaba, al azar de los saltos por encimade los arroyos. Con la ayuda del viento,iluminaba la calle con su forro de raso.

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En la entrada del palacio de los Orio,se irguió de puntillas para contemplar, alclaro de luna, el escudo encajado en laspiedras talladas.

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Entre todas las familias célebres delPaís Vasco, donde abundan los chifladosy los lunáticos, los Orio destacaban porsus artimañas llenas de audacia y dedesfachatez.

El primer Orio que se dedicó a losasuntos públicos se hizo famoso conocasión de la entrada de las tropasrevolucionarias llegadas de Francia.Cuando los sans-culottes presentaron suheteróclitas armas ante el roble deGuernica, en el transcurso de unaceremonia de homenaje, proclamó laRepública Vasca con un discurso eneuskera tan largo que el general Moncey

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se durmió. Viéndose forzado a seguir alos ejércitos de la Revolución durante suretirada, se instaló en Bayona dondevegetaba en el olvido cuando Napoleónconvocó allí a la familia real española.Orio vio inmediatamente el provecho quese podía sacar del batiburrillo ibérico y,gracias al apoyo del senador Garat,presentó un proyecto de independenciapara las provincias vascas.

En la mente de los autores, estas,reunidas bajo el cetro de un Bonaparte,debían formar una universidad de gentesde mar, destinada a combatir, y luegoarrebatar, la supremacía de los británicos.

Napoleón leyó el escrito y nombró alsenador Garat conde y a su propio

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hermano rey de España. Como Orioprotestó, fue desterrado a América dondemurió degollado por los sioux a la edadde cuarenta y seis años.

Su hermano mayor, que vivía en elpalacio perteneciente a la familia, seenteró de la noticia con alivio, pero susobrino se puso a soñar con ese tío suyoseparatista y republicano. Al final de laprimera guerra carlista, que hizo al ladode Zumalacárregui, se acordó de todo elloy propuso a Maroto, durante lospreliminares del tratado de Vergara, laexpulsión de don Carlos, seguida de laproclamación de una República Vascacompletamente independiente de losproblemas dinásticos españoles. El asunto

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fracasó pero, como recompensa a suparticipación en el complot que pusotérmino a la primera guerra carlista, lareina Cristina, que era una loca, lenombró conde como a Garat.

El primer conde de Orio se negó autilizar su título, alegando que el Fueroprohibía el uso de un título nobiliario enel País Vasco. Su hijo, que había vueltosnob de una estancia en Londres, hizograbar en lo alto del escudo, encima de lapuerta, una cinta de perlas condales. Mástarde, durante la segunda sublevacióncarlista, sintiéndose sin duda ligado por elagradecimiento a la corte madrileña,marchó a Guernica para oponerse al actode proclamación de don Carlos.

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Esto es por lo que su hija Elena no eranunca invitada al baile de los Celaya.

Gregorio escaló la fachada de losOrio valiéndose de las rejas de la plantabaja y de las molduras de piedraalrededor del escudo. Llamó a la ventanade la biblioteca, donde se encontrabaElena. Esta, libro en mano, apareció en laventana:

—¡Gregorio! ¿No está usted en elbaile?

—¡Sí, Elena!El joven mostró sus escarpines sobre

la corona mural.—¿Qué quiere usted?—Su mano.—Pero ¿no es usted carlista?

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—No. ¡Limosnatxista! Quiero decirque Limosnatxo es el rey de este país. Consu cetro de txistu se ha llevado a losinvitados de los Celaya hacia las cocinasy ha dejado a don Carlos en el salón.

—¡Jesús!—No: Limosnatxo.—¡Entre!Gregorio salvó el antepecho de la

ventana y saltó al interior de lahabitación.

—¿Limosnatxo no es ese vagabundoque toca el txistu y el tamboril en lasplazas públicas?

—Sí. Es el auténtico rey de losvascos.

—¿Está usted seguro?

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—Petri-Paulo, nuestro cochero, así loha afirmado en casa de los Celaya. Tienemás sangre vasca que don Carlos y quelos Borbones.

La joven reflexionaba.—Si deja usted a don Carlos, estoy

dispuesta a acabar con nuestras riñas… acasarme con usted.

—¿Tiene usted una ventana que dé almar y unas sábanas para descolgarse porla pared?

—Sí. Hay una vidriera de la capillaque da al puerto. Pero los criadosduermen a pierna suelta. Puedo escaparmepor la puerta grande.

—Ni hablar. Vamos a la capilla. Eltiempo apremia.

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Tres sábanas atadas la una a la otrafueron colgadas por la vidriera. Gregoriose deslizó por la ojiva, cogió una barca enel puerto y luego volvió a remo al palaciode los Celaya.

Limosnatxo se dedicaba a beber en lascocinas cuando Gregorio entró. El jovenguerrillero contó todo al músico. El otroconvino:

—Yo tocaré el txistu en esa boda.Celebrad la ceremonia en el Socoa. Elcapitán se encargará de lo civil, puestoque tiene derecho a ello en todos losmares del globo. Yo iré a buscar al curaSanta-Cruz que anda luchando por aquí.Préstame a Petri-Paulo y la calesa; vetevolando al Socoa con tu dama y manda

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una chalupa al puerto para el cura.Se hizo todo como lo había ordenado

el descendiente natural del rey Abarka.Petri-Paulo marchó con él en busca delcura Santa-Cruz. Gregorio embarcó aCatalina, a Nicolás, a Santi y a BeataCelaya, para que hicieran de séquito de lanovia. Esta se deslizó a lo largo del murode los Orio, y los Picandia aplaudieronesta entrada de funámbulo en su familia.

En el Socoa había un loro Kalaka, ungato Txitxarro y dos perros, Bakalao yBerdela, que estaban a partir un piñón y alos que despertaron para las nupcias.

Pancho Aguerre sacó el registro dematrícula de mar y el cuaderno debitácora. Puso todo su esmero en escribir

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los nombres de los novios que el lororepetía en voz alta sobre su hombro. En unarrebato de entusiasmo, Santi y Beatatambién decidieron casarse. Kalaka dictósus nombres sin protestar.

Cuando el capitán estaba terminadocon sus escrituras, la chalupa que traía aLimosnatxo, a Petri-Paulo y a Santa-Cruzabordó el Socoa.

El cura estaba de mal talante. Odiabalos loros y a los oficiales.

—¡Picandia!, dijo a Gregorio; elestado mayor de don Carlos me hacursado la orden de poner mi tropa bajosus órdenes o de licenciarla. Me henegado. ¿Me sigue usted con sus jinetes?

—Le sigo.

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—¡Bueno! Entonces le caso y luego seviene conmigo. Haremos la guerra pornuestra cuenta, en nombre de los vascos ysin militares.

El cura Santa-Cruz bendijo a GregorioPicandia y a Elena Orio; a Santi Picandiay a Beata Celaya. Extendió un doblecertificado de boda y añadió:

—Llévenlos al registro, digan al curaque yo les he casado a bordo del Socoa.Ahora volvamos a tierra; la guerra espera.

El cura, el cochero y el txistularibajaron los primeros, luego Beata, Elenay Catalina; por fin Santi y Gregorio que seencargaron de los remos.

Nicolás, asomado en el puente demando, se despidió de ellos mientras el

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navío izaba sus blancas velas en la noche:—Pienso casarme con Croisine de

Artayeta y traerme a la pesquería el pianode cola que tiene como dote. ¡Avisad aGabino!

Las embarcaciones se perdieron devista en la oscuridad.

—¿Cuándo acabará esta guerra? —preguntó Elena al cura.

—Cuando los vascos hayanreconquistado su libertad. Aunque estotenga que durar cien años. Nocapitularemos nunca, nunca nosrendiremos. Nuestros enemigos podránvencernos, pero no convencernos. Y larebelión soplará siempre sobre este país.

En el puerto pasaron de la barca a la

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calesa para conducir a las damas alpalacio de los Celaya. Delante de lapuerta abierta, dos niñas contemplaban alos invitados que bailaban la Contradanzade los lanceros: «… las filas, …losmolinetes…». Eran las sobrinas delborrachín más borracho del pueblo.Andaba titubeando por los caminos y porla vida, se caía al suelo, se rompía unmiembro.

—¿Qué se ha roto vuestro tío?—Un pie. El derecho.Las pequeñas traían de casa de

Jainko-Ttipi (Pequeño Dios) el remediopara su curación.

—¡Entrad!, dijeron las tres cuñadas alapearse de la calesa.

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—¡No! ¡No! Nos da vergüenza. Trasestas palabras, las niñas desaparecieronllevándose el brebaje curativo.

—¡Oh! ¡Jainko-Ttipi! ¡Pequeño Dios!¡Líbranos de los extranjeros, de lamáquina y de los soldados!, rogó Santi,con las manos juntas tendidas hacia elcielo.

Se oyó al primer violín anunciando laúltima figura de la Contradanza: «Lacadena… ¡adelante con los galops!». Fuela señal de partida. Petri-Paulo hizorestallar su látigo y el carruaje se lanzóadelante.

En lo alto, el Carro esperaba el fin delmundo para llevar a los humanos al otroextremo del cielo. Sus estrellas

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parpadeaban maliciosamente. Petri-Paulolas conocía muy bien, bruñidas de fósforo,con los caballos enganchados de lado y elcochero totalmente solo en cabeza.

En el fondo de la noche, la vía Lácteadesplegaba su larga mancha de jarrovertido sobre la que se forjan castillos enel aire.

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CUARTO MOVIMIENTO

(1876-19…)

ADAGIO

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1

Crecí en una casa al borde del mar yel rumor de las olas arrulló mi infancia.Era libre. Muy a menudo, por la noche,con la frente apoyada en los cristalessalpicados por las olas, contemplé eltumulto del océano, escuché las ráfagasdel viento que silbaba en mis oídos uncanto de aventura y de independencia. Meimaginaba liberado de las servidumbresterrestres, llevado sobre el ala de lasgaviotas y de los albatros.

El edificio donde yo vivía era unavieja pesquería construida en una plazadesierta. Una empalizada de madera quelos temporales de equinoccio derribaban

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un poco más cada año permitía en otrostiempos que los barcos desembarcaran supesca. Las galerías construidas en lamisma roca corrían a lo largo de un canalque la pleamar venía a llenar dos veces aldía y donde, antaño, los barcos atracabanal abrigo de las intemperies. Ahoraservían de caballeriza a una manada deponeys que vagaban por las desoladasdunas. Los caballitos se refugiaban allídurante los temporales y luego, libres,galopaban al viento.

Mi única compañía era un anciano queno hablaba nunca. Me reunía con éldurante las comidas en la gran sala delprimer piso. Colocaba sobre la mesa losplatos que él mismo había preparado y se

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sentaba frente a mí. Le llamaba Gabinocuando era preciso hacerlo. Pero esto erapoco frecuente y yo no tenía otro recursoque el de seguir en el cielo lasevoluciones de los grandes pájaros. Meperdía en esta contemplación, tan feliz queme olvidaba de comer. Gabino me hacíabajar a la tierra y yo engullía de prisa ycorriendo mi bodrio para ir a galopar porla orilla del mar en una insensatapersecución de las gaviotas.

La manada de poneys meacompañaba, haciendo saltar con suscasos el agua del mar hasta mi cara.Perdido en medio de su manada, meconvertía en ese caballero con el espíritulleno de fantasías desbordantes que

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galopa en las leyendas de su país.Agotado por el cansancio me dejaba caeren la arena donde los caballos, que sehabían detenido brutalmente, venían apiafar a mi alrededor, mordisqueando miscabellos con la punta de sus hocicos. Yasí jugábamos en las dunas azotadas porel viento hasta el crepúsculo.

No conservo ningún recuerdo de mimadre que murió cuando yo nací. Laimagen más antigua de mi padre es unavisión dramática. Yo no tenía más que tresaños: sin embargo todavía revivo lasperipecias de la escena. Arrancado de micuna, siento los brazos de mi padre queme envuelven en su capa. Oigo los gritosde la nodriza: «¡Están rodeando la casa!».

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Luego nuestra partida, los disparos, elbrinco de nuestra montura y su huidaacompasada por el jadeante sudor deljinete y los cascos sobre el suelo.

Cuando me desperté al amanecer, elcaballo trotaba a lo largo de la línea delas olas por esa playa desierta queconduce a la pesquería. Vi en la cara demi padre un largo reguero de sangrecoagulada. Con la mano toqué su herida.Se inclinó y me dijo al oído: «No mecogerán nunca ni a ti tampoco. Y nosotrosliberaremos este país». Con su brazo en elque llevaba enrolladas las riendas, memostraba el mar, la playa y las montañas.

La vieja pesquería en la que nosrefugiamos aquella mañana pertenecía a

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mi familia. Había sido desafectada yservía de estudio musical a mi padre quehabía acondicionado someramente susinmensas habitaciones. En lo alto, en unaespecie de desván, un piano de cola decaoba descolorida y un diván medioderrumbado hacían frente a un ventanalque daba al mar.

Gabino, que había trabajado en lasgalerías de abajo, se quedó en lapesquería cuando esta fue transformada.Más tarde me contaron que mi padre solíallevar allí a hermosas damas, a artistasbohemios y que se oían las notas delpiano volar sobre las dunas. Gabino, detodos modos, nunca me dijo nada acercade este asunto y yo reemplacé a los

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invitados en su servicio con tantafacilidad como estos últimos sustituyerona los peces del tiempo pasado.

Mi padre permaneció en cama duranteunos días para curar su herida; luego unvelero vino a acostar en la empalizada yse lo llevó al exilio. Yo no lo viembarcarse, y al día siguiente Gabino meanunció su marcha en estos términos: «Elamo ha dicho que espere usted su vueltaaquí conmigo». Y desde entonces, encompañía de este anciano silencioso, miroel mar y espero pacientemente.

Mi padre suele llegar de noche,cuando la marea permite que su barcopenetre en el canal. Gabino, que duermecon un ojo abierto, me despierta en cuanto

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divisa las velas en la oscuridad ycorremos hacia la empalizada con un fanalen la mano.

Los días que siguen a la llegada de mipadre son días de intensa actividad.Desembarcan en las galerías armas ymuniciones, así como fardos de papelimpreso que los poneys siempre hacencomo si leyeran con el mismo respeto.

—¡Son verdaderos separatistas!, dicemi padre observándolos. «¡Quizás los másauténticos!», añade al final de lasreuniones que celebra en la gran sala consus amigos políticos.

Después de la cena subimos aldesván. Me acurruco en el diván y mipadre deja que sus dedos, como unos

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poneys por la playa, corran por elteclado. «La mar es el último refugio delos hombres libres», me afirmó un día, ysin duda intenta fascinarla con su pianopara que devuelva la libertad a la tierradonde él toca.

A cada partida de mi padre sucedía unperíodo de tan honda tristeza que nisiquiera los poneys salvajes conseguíanconsolarme.

Vagaba por la casa lunático ydespeinado como es habitual en los niñosperdidos. Gabino, al verme en esteestado, me llevaba en barca tan lejos quela vieja pesquería se me aparecía comouna concha arrojada a la playa. Megustaban estas largas expediciones sin

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meta ni razón pues el mar me devolvía lafelicidad que mi padre me arrancaba alpartir.

Una mañana, el guardacostas que andaa la caza de los contrabandistas a lo largode las playas nos revistó. Con la velaamainada según las ordenanzas,esperamos al pairo que el vaporcito seaproximara. Gabino, apoyado en el mástil,gritó su nombre al oficial que seencontraba en el castillo de proa. La gorrade este, grabada con la corona de losreyes de España —nuestros enemigosseculares—, brillaba al sol. Sus ojosrecorrieron nuestra barca en busca dealgún fardo sospechoso y se fijaron en míde pie en popa, con las manos crispadas

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sobre el remo que nos servía de timón.—¿Y ese?, gritó.—¡Mi nieto!El guardacostas se alejó sin pararse

en barras. Nuestra barca volvió a corrersobre las olas y yo miré a Gabino. Susojos, bajo la boina, brillabanmaliciosamente. Entonces comprendí quela seguridad de mi padre estaba ligada alsecreto de mi existencia.

De un golpe de remo dirigí nuestrobarco hacia la pesquería, la playa, losponeys. Las olas levantadas por el vientovenían a chasquear sobre el casco y, conel rostro mojado de salpicaduras de olas,yo guiaba la embarcación embelesado conmi descubrimiento. Ya que se ocultaba mi

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presencia a la Marina del rey de España,¿no me había convertido en un niño decontrabando?

A partir de aquel día me puse aconsiderar mi vida como una maravillosaaventura. Gabino y los poneys meparecían los cómplices de unaconjuración de la que yo era ladesconocida apuesta. Cuando galopabapor las dunas, con los cabellos al viento ylas piernas desnudas batiendo los flancosdel caballo, me imaginaba a mí mismocalzado con unas botas hasta las rodillas,haciendo flotar el estandarte de larebelión por los valles de mi país. Y quetodo el pueblo me seguía. La heroicacarga me conducía hasta el armazón de

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una fragata varada en los confines del mary del cielo. Encaramado en el último trozodel mástil que había quedado en pie,lanzaba gritos de victoria al viento de altamar mientras los caballos hacían sonarcon sus pezuñas el casco vacío.

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2

Las ciudades siempre me hanagobiado. Sin embargo cuando estuve enedad de aprender, no tuve más remedioque penetrar en ese montón de piedra contejas resignadas del que me habíamantenido apartado con mis poneys.

Desde lo alto de un balcón de hierroforjado, pude entonces contemplar unascalles sin firmamento, una plaza sinhorizonte y sentir que el corazón se meoprimía con el espectáculo de loshabitantes de la ciudad. Me encontraba enla planta noble de un palacio y en el salónprincipal, Gabino, sentado en una sillacon el respaldo blasonado, tenía una

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misiva de mi padre en la mano. Noslevantamos cuando entró el señor de lacasa. Tenía aspecto de estar desolado porexistir. De pie contra una de las ventanas,severamente trajeado de negro, leyó lacarta que le tendió Gabino con extremaatención. Luego me contempló con muchodetenimiento y, entre tanto, sonrió unpoco.

—¡Personas como tu padre son lasque hacen la vida menos fea!, dijo por fin.Al mismo tiempo pasaba una mano muyfina, muy larga, por sus blancos cabellos.Me hizo atravesar unas largashabitaciones decoradas con tapices, unabiblioteca, y luego entrar en la sala delórgano. Tomó asiento ante los tres

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teclados y, preludiando en los registrosmás altos, llenó de música toda la casa.

—¿Es usted separatista? —meaventuré a preguntar entre dos acordes.

El anciano se inclinó hacia mí sindejar de tocar:

—Si un vasco no es separatista, ya noes nada.

E improvisó, con todos los registrossacados, sobre el tema de una canciónrebelde. Más tarde me presentó a sucapellán que debía, según el deseoexpresado por mi padre, enseñarme a leery a escribir. Después me condujeron, porla fachada posterior del palacio, hacia unjardín plantado de tamariscos, cuya verjase abría sobre las dunas.

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—Vendrás directamente de lapesquería por la playa. Primero recibirástus clases de música en la sala del órgano,y luego estudiarás el resto en la bibliotecacon el Padre Easo.

Así, durante largos meses, vine algalope de mis poneys hasta esta verjaroñosa. Si evitaba la ciudad con grancuidado, en cambio me gustaba perdermeen la inmensa mansión. Era laprolongación de la pesquería, de la playa,de la fragata en ruinas. Ella tambiénestaba llena de sueños.

Al principio los caballos se mostraronreacios a las clases. En cuanto saltaba atierra, delante del palacio, se escapaban;y me veía obligado a regresar a pie hacia

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la pesquería. Entonces empleaba unaestratagema para conservar al menos unode mis caballos. Encerraba a mi monturadel día tras la verja. Corría por la salvajevegetación del parque, brincando yrelinchando, y luego se resignaba a pacerel césped de mi anfitrión. Como montabapor turno uno u otro de los poneys,acabaron por coger gusto a estas comidasforzadas y, un buen día, la manada alcompleto me siguió al jardín y, desdeentonces, me escuchaban pacientementebalbucear la gramática o hacer escalashasta el crepúsculo.

Don Beltrán —era el nombre de mianfitrión— quedó encantado con elasunto. Estos caballos salvajes de largas

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crines, que fielmente acompañaban al hijode un proscrito, se le hicieron tanqueridos que ordenó a su gente queecharan forraje al pie de la escalera.Desde la alta ventana de la sala delórgano, mientras que, perdido ante los tresteclados, yo descifraba mi fuga o mirondó, él miraba a mis poneys piafar antelos improvisados pesebres. Sin nisiquiera darse la vuelta, se contentaba congritarme: «¡Molto vivace…!» o «¡Lento…lento!». Y yo ya no sabía si se dirigía enel italiano de las partituras a mis caballospara enseñarles a pacer, o a su alumnopara corregir su movimiento.

Del viejo capellán aprendí cosasmucho más extraordinarias que el

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alfabeto. Él me reveló que don Beltrántenía que haber heredado un título deduque al llegar a su mayoría de edad, perolo rechazó porque un vasco no puedellevar sin deshonor un título concedidopor los reyes de España. Desde Fernandoel Católico que falsificó una bula delPapa para apoderarse de la corona deNavarra hasta el padre del actual rey queabolió los Fueros al final de las guerrascarlistas, son los enemigos más constantesde nuestro pueblo. Al ser un duque, porañadidura grande de España, don Beltránse habría encontrado emperifollado conun adjetivo elogioso en la jerarquía de losinvasores. Y eso ya era demasiado.Rechazó ducado y grandeza ante la

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estupefacción de la nobleza europea y sele vio asistir a todos los congresos dondeera proclamado el derecho de los pueblosa la independencia. Encantaba a suscamaradas revolucionarios por sucortesía, su discreción, su gran estatura ysus estrictos trajes negros. Les llamaba«Caballeros» y, una vez votada la mociónfinal, se abstenía de asistir al banquete declausura para regresar lo antes posible asu palacio al borde del mar.

Desgraciadamente, un hermano de donBeltrán había recuperado el título y fueasí cómo me enteré de que existían dosclases de vascos: los que seguían aArana-Goiri, al ex duque o a mi padre, yaquellos a los que el capellán llamaba los

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«sumisos». Mientras escuchaba estahomilía, veía desde el balcón de labiblioteca a don Beltrán, con sus largosmechones azotados por el viento, pasearsu levita en medio de los caballossalvajes.

Pronto llegué a conocer todas lashabitaciones, todos los pasillos y losmínimos rincones del viejo palacio. En élme cruzaba con una servidumbre tannumerosa que pronto desistí de conocer elnombre de cada criado. Por otra parte, meparecía que estos servidores no servíanpara nada y que don Beltrán los habíadejado crecer y prosperar en su granmansión, como la hiedra en la fachada,para decorar su soledad. Eran buenos

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conmigo y me miraban, con curiosidad,vagabundear desde los desvanes convigas de roble hasta las bodegas másprofundas donde descubrí, un buen día, laimprenta clandestina.

Una prensa manual, una platina y unfacistol con casilleros para matricesestaban criando moho en el más completoabandono. Unas resmas de papel húmedoemanaban un olor a cosa marchita y,cuando hube encendido los candelabroscolgados de la pared, una sensación demisterio y de clandestinidad me dejóparalizado de respeto. La gran rueda de laprensa se me aparecía bajo la sombríabóveda como una máquina todo poderosacapaz de mover el mundo, de hacer girar

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más rápidamente la tierra y a sushabitantes. Encontré las letras para lostitulares y compuse sobre la platina elnombre de mi país. Relucía en lapenumbra cuando apagué los candelabros.

Desde los vastos desvanes del palaciose podía pasar al tejado por una torretarematada con una cúpula. Un catalejoastronómico estaba colocado allí y girabay se inclinaba en todos los sentidos. Unarmonio asmático y un sillón enmarcabanel visor. De ese forma se podíacontemplar las estrellas y obtener almismo tiempo unos sorprendentes sonidosamortiguados del viejo instrumentomusical.

En recuerdo al tío de don Beltrán, que

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así lo había acondicionado, llamaban aeste lugar: el gabinete de la Osa Mayor.Era la constelación preferida del viejomaníaco y le dedicaba románticasbaladas. Una noche sin luna loencontraron muerto, con la cabeza sobreel teclado del armonio y una manocrispada sobre el visor del catalejoastronómico.

Una noche conseguí poner en marchalos fuelles y arrancar algunos acordes alinstrumento. Cuando con la miradafascinada por las estrellas intentabadecirles mi entusiasmo con suspirosarmónicos, oí la voz de don Beltrán quellamaba a su tío. Luego apareció en latorreta con un candelabro en la mano. No

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pareció sorprenderse al encontrar a unniño en el lugar del difunto amante de laOsa Mayor. Con un gesto maquinal que leera familiar, se pasó una mano por surizos blancos. Después me condujo haciaun armario situado en el fondo del desván.Tras una cortina roja había un soldadomontado sobre ruedas. Don Beltrán diocuerda al mecanismo y el soldado, con unruido de reloj, avanzó lentamente hacia elgabinete de la Osa Mayor.

El muñeco era tan grande como unhombre. Llevaba el uniforme de lasguerras Carlistas, apolillado y carcomidoen el cuello. Tenía un fusil con unabayoneta que relucía en la penumbra.Titubeó dos veces y luego se desplomó en

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el suelo con gran estrépito. Don Beltráncorrió hacia el muñeco. Puso una rodillaen tierra, tomó en sus brazos al soldadotendido en él polvo y se pudieron ver enel rostro de porcelana los ojos quemiraban fija y tristemente las vigas deltecho.

Recogí su fusil y contemplé la boinacarlista que el muñeco, en su caída, habíaarrojado sobre el telescopio. Se meaparecía como una mancha de sangresobre un sueño estrellado.

Aquella noche, don Beltrán y yohablamos largo y tendido ante el cadáverdel soldado sobre ruedas. Me dijo que supadre, el hermano del astrónomo, habíaviajado durante toda su vida en búsqueda

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de la verdad; que había dado tres veces lavuelta al mundo antes de comprender quenuestro país seguía siendo para él el lugargeométrico del planeta, el centro frágil ypreciado de la humanidad. Tambiénaprendió, al tratarlos, que por desgracialos extranjeros volverían casi todos ellosa una nueva forma de barbarie contra lacual los vascos debían levantar el euskeracomo una muralla china. Pensaba queGuernica era la ciudadela que laspotencias del progreso mecánico trataríanen vano de destruir pero que resucitaríasiempre porque los vascos son pornaturaleza hijos de Eguzki, el sol, la másbrillante de las estrellas que su hermanotanto amaba.

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—Pero entonces, dije, ¿el astrónomode la Osa Mayor había adivinado todo?

—Sí, mi tío había adivinado todo sinhaber salido nunca del desván.

Estaba deslumbrado. Así, pues, nohabía ninguna necesidad de recorrer elmundo en busca de aventuras puesto quela aventura más extraordinaria que puedevivir un ser humano se desarrollaba ennuestra playas. Me levanté y, extendiendoel brazo sobre el muñeco, exclamé:

—Juro sobre este soldado carlistacaído en la conquista de las estrellas…

Pero no supe qué añadir y me quedécon el brazo extendido y con mi juramentotruncado en los labios. Don Beltrán seinclinó sobre el rostro de porcelana y

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concluyó generosamente:—Ya hemos entendido…Entonces vi los párpados del muñeco

cerrarse en señal de asentimiento y suslabios estirarse en una sonrisa deaprobación.

Imaginen a un niño frente a un inmensomuñeco súbitamente devuelto a la vida.Me quedé tan turbado que todavía hoyconservo alguna duda acerca de aquelloshechos. Y sin embargo, lo juro, lospárpados y los labios de porcelana semovieron…

Después de aquel extraño incidente,don Beltrán siguió contándome historiasde su padre. Este, en el transcurso de unviaje al Himalaya, había descubierto en

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un valle perdido una tribu llamada los«borosachki» que hablaban la mismalengua que nosotros. Eran grandes y susmujeres, extrañas, con unos ojos vueltoshacia el interior como los tienen lasvascas de pura raza.

El padre de don Beltrán quiso traerseal palacio un borosachki del Himalaya.Pero le fue imposible pues nadie se avinoa marchar de ese valle perdido en lo másrecóndito de Cachemira: lo que ocurría alpie del techo del mundo no les interesaba.

—Pero ¡ay! ¡Ya solo ellos y nosotrossomos vascos! —concluyó el exduquesuspirando. Es bien poco para enseñar avivir a los otros hombres. De hecho, creoque será imposible y que estos últimos

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fatalmente se convertirán en unos robotsdeshumanizados. ¡Qué tristeza! LosPirineos y el Himalaya, en los dosextremos de la tierra, se llevarán sussecretos en la inevitable ronda dedescomposición que tritura al individuobajo la afligida mirada de las estrellas demi tío.

Tras estas palabras, don Beltrán y yodecidimos intentarlo todo para preservara nuestro pueblo del exterminio. De lamano, con el candelabro izado encima denuestras cabezas, bajamos, entusiasmados,del desván con telescopio hasta lapolvorienta imprenta del sótano.

Y así fue como aprendíverdaderamente a leer y a escribir.

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Al principio yo solo hacía girar larueda de la prensa pero luego me puse aalinear las letras en el componedor bajoel dictado de don Beltrán. Despuéscolocaba los moldes sobre la platinadonde el fraile, con un rápido gesto conlas pinzas, corregía mis faltas deortografía. Cuando tirábamos la primeraprueba de cada texto, nos sentíamos tanfelices que nos era preciso trepar a laterraza que da al mar. Aspirábamos apleno pulmón el aire puro de alta marmientras recitábamos los fragmentos máslogrados de nuestros llamamientos a larebelión. A veces los cantábamos.Siempre de la misma forma. Con miinfantil voz de pito, yo salmodiaba la letra

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mientras el exduque y el Padre Easo, consu timbre de bajo, me acompañaban aboca cerrada.

Una vez que hubimos confrontado lasoctavillas y sus textos con el soplo delocéano, la vista de los copos de espumaque las ráfagas desparramaban por laplaya nos incitó a hacerlas volar por losconfines del país. Los servidores del exduque hicieron las veces de «Rosa de losvientos» y por fin los vi servir para algo.Atiborraban sus ropas con octavillas,cogían la diligencia, el tren, o montaban ahorcajadas sobre un caballo para irselejos a echar al correo la propagandasubversiva.

Los destinatarios recibían así nuestros

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prospectos desde los lugares másdiversos, y como cambiábamos de letras,de tinta, de papel, a cada nueva octavillanuestras perplejos compatriotas se hacíanmil preguntas ante esta profusión deimprenta clandestinas y de edicionessediciosas.

Rápidamente se sospechó que el autorde este diluvio de llamamientos a larebelión fuera mi padre. La recompensapor su captura subió como una flecha a lolargo de los meses. Seguíamos en laprensa este alza del precio de mi padrecon la misma pasión que los agentes de laBolsa de Bilbao vigilan el movimiento delas acciones de las compañías marítimaso de las sociedades mineras.

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Con nuestros trabajos clandestinos nosolo aprendía a leer y a contar sino arebelarme. Todo lo que hace que unpequeño vasco sea un ser bien educado.

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La brisa de alta mar ahuyenta laresignación de las calles de la ciudadhasta las dunas donde exhala su olor acerrado. Así, con el viento marino, losvecinos del palacio adquirían un aspectohumano. Sus ropas ya no tenían ese aireordenado, abotonado, alineado de lostristes días sin temporal. Flotaban,arrastrando a sus maniquíes resucitadosen una ronda de atrevimiento. El ex duquesonreía al ver a sus conciudadanosliberados. Asomaba la cabeza por laventana de encima del escudo y la brisade alta mar agitaba sus blancos cabelloscomo las señales de la presidencia

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durante las corridas de toros. Así ocurríacon el viento que sembrábamos en loscuatro puntos cardinales con la esperanzade cosechar la tempestad. Agitaba losespíritus, turbaba las conciencias ynosotros esperábamos que sonara la horade la verdad en el ruedo político del país.Por desgracia, el viento caía nada máslevantarse y siempre eran menos cuarto enel reloj de nuestra rebelión.

Aquellas tardes de tristeza y dedecepción, me alejaba del palacio, de susafligidos moradores, para galopar de unatirada hasta la pesquería perdida en esasdunas donde se levantan castillos deesperanza. Allí encontraba a Gabino, elpiano de mi padre y la manada de poneys.

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Reanudaba mi vida de antaño, mis locascarreras por la playa y nuestros crucerospor mar. Y, al caer la noche, esperaba aque mi padre surgiera del horizonte paradictarnos las palabras que hacen vibrar alos hombres.

Pero fue la policía la que rodeó, unamañana, la casa.

He dicho ya que en las altas esferasatribuían a mi padre el origen de lasoctavillas que el ex duque, el fraile y yotirábamos en el palacio. Una investigaciónreveló a las autoridades que el agitadorseparatista había dejado un hijo en tierravasca. Apoderarse del hijo del proscritosignificaba quizá descubrir lasramificaciones de los llamamientos a la

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rebelión y asegurarse una prenda. Menorabandonado y sin tutor legalmentenombrado, ¿acaso el Estado no tenía eldeber de tomarme a su cargo hasta que mipadre compareciera ante el tribunal paraliberarme y al mismo tiempo entregarse?

Como las investigaciones llevadas acabo en las diversas propiedades de lafamilia no habían dado ningún resultado,se enteraron, inspeccionando la listanotarial de los bienes paternos, de laexistencia de la antigua pesquería donde,según el rumor general, vivían solos ybastante misteriosos, un anciano y un niño.

Los guardias verdes con bicornionegro y larga carabina avanzabanformando un semicírculo por la playa

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cuando, al amanecer, Gabino, siempreinsomne, los vio. Entró en mi habitación yme despertó en su forma habitual,tocándome la frente. Mientras yo mevestía de prisa, él enrollaba mi camastro.El uno tras el otro subimos las escalerasde cuatro en cuatro hasta el desván. Se oíael galope precipitado de los poneysescapándose de las galerías.

Gabino tiró mis bártulos nocturnosdentro de un armario y luego, apartando elpiano, me hizo trepar por el interior deuna estrecha chimenea. De pie sobre unabarra de hierro, casi alcanzaba la partealta del conducto de tal manera que,izándome a fuerza de puños, podía ver elmar. Las olas del rompiente reventaban y

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refluían libres bajo el cielo marino. Y yolas envidiaba. Prisionero entre ladrillos ypiedras, me desesperaba al darme cuentade repente que unos hombres armadostenían el derecho de arrancarme al aire yal viento y el poder de encerrarme en unacárcel lejos de la playa y de los poneys.Entonces temblaba con una angustia tanpróxima a la agonía que hubiese preferidomorir antes que sentir los dedos de unpolicía sobre mi pie, como los colmillosde una víbora sobre el cuello de unpájaro.

Algunas horas más tarde vi a Gabinoalejarse por la playa seguido por sietecarabineros. A pesar de su edad,caminaba con paso vivo arrastrando a sus

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carceleros en las ráfagas de arenalevantadas por el viento. Sus siluetastemblaban como en una especie deespejismo, fantasmales guardianes de laley a los que Gabino acompañaba hacia elcementerio de las palabras muertas. Bajéde mi alcándara, me senté frente al pianoy, apoyando la frente sobre el teclado, medormí. Soñé con las bellas damas que mipadre solía llevar en otros tiempos a laantigua pesquería. Oía la música subir degama en gama hasta las notas más altas yescaparse sobre las olas.

Cuando me desperté, la desierta casase había hundido en la noche. Meabalancé por las escaleras, salté a unabarca y me hice mar adentro. Una brisa

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llegada del fondo de nuestro país envolvíami miedo en su abrigo y yo avanzaba enmedio de la noche más seguro, a cadagolpe de remo, de mi libertad. Vi la OsaMayor semejante a un inmenso perroguardián. Tendí mi mano cubierta deampollas hacia el cielo y volví adormirme al raso.

Soñé con poneys, con el duque, conGabino, con el fraile, con el piano y medesperté en los brazos de un barbudomarino. Era el patrón de un patache deCiboure que en la noche había estado apunto de mandar mi barco a pique. Trasevitar la colisión por los pelos, unmarinero había saltado a mi barca y habíapuesto a un niño dormido en los brazos de

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su capitán. Les debía una explicación. Depie en el puente del patache se lo contétodo a los siete hombres de la tripulación.Aunque eran franceses hablaban vasco yse fueron entusiasmando a medida quebebían mis palabras y escudillas de ron.Al amanecer se derrumbaron, ebrios dealcohol y de separatismo. Como me quedésolo para llevar el timón, dirigí el barcohacia los últimos resplandoresparpadeantes de mi protectora: la Osaestrellada, ahora casi apagada en el fondodel cielo.

Por la mañana, cuando despertó, elcapitán se puso a jurar en vasco y enfrancés. Comprendí que le era precisollegar a una cala aislada pues el patache

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iba abarrotado de puntilla de contrabando.Por el horizonte ya hacía su aparición elguardacostas español y la costa francesaestaba lejos. Izamos todas las velas y,tirando desordenadas andanadas,llegamos con viento del oeste a ladesembocadura de un pequeño arroyo. Enuna cavidad entre las rocas se escondía unmolino cuya rueda era movida por untorrente antes de desembocar en el mar. Elpatache cruzó la barra y encalló en lagrava. El molinero apareció y, sin mediarpalabra, ayudó a los hombres adesembarcar el cargamento. Luego losmarinos, hundidos en las olas hasta elpecho, empujaron al barco, deslastrado desu carga, mar a dentro; y yo me encontré

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solo con la puntilla y con el molinero enel molino de los contrabandistas.

De nuevo conté todo. Mi anfitrión mellevó al recinto donde giraba la rueda enmedio de un chorro de agua sobremaderas bamboleantes y, una por una, meenseñó todas las octavillas que yo habíaimprimido allá lejos con el ex duque y elfraile. Me sentí tan encantado que lerevelé el nombre de mi padre.

—¡Tú eres su hijo! ¡Tú eres su hijo!¡Bendito sea Dios, el Padre, el Hijo y elEspíritu Santo!

Me levantó entre sus brazos en mediode una nube de polvo blanco.

A su vez el molinero me explicó elsistema que movía a nuestro pueblo, el

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extraño mecanismo que le hacía moler sugrano de supervivencia:

—¡Los separatistas soncontrabandistas, ya que consiguen pasarsu país de un siglo a otro, de contrabando!

Era verdad y yo no había caído en lacuenta. La rueda de madera del molinerome pareció de pronto tan maravillosacomo la rueda herrada de la imprenta delviejo duque. Desde el palacio hasta elmolino todo un pueblo daba vueltas y másvueltas a sus ideas por una harina delibertad.

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Los días siguientes pasé largas horasen compañía del molinero soñando con eldestino de nuestro país. Una vez que elgrano estaba molido y los sacos de harinacargados sobre unos pequeñosborriquillos, contemplábamos, sentadosen la orilla del saetín, las palas girandolocamente al filo del agua. Unasgolondrinas patinaban en la superficie delarroyo rozándolo con sus alas y luegoremontaban hacia las nubes lanzandolargos gritos estridentes. Con la cabezainclinada sobre el espejo líquido, elmolinero se frotaba los cabellos con el finde quitarse el polvo de harina. Los copos

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se desparramaban a lo largo del canal ylos pájaros, en medio de un arrugarse deplumas y de agua, los atrapaban al vuelo yluego regresaban al cielo, no dejando másque reflejos perdidos en el fondo delarroyo.

Por la noche yo escuchaba la granrueda del molino que el agua del saetín yano hacía girar y que crujía, al escurrirsesus viejas tablas podridas, durante toda lanoche. Mirando el techo del cobertizopara los sacos situado encima de lamuela, me parecía oírla llorar, como si aldejar de moler ideas le desesperara. Lomismo que los pueblos resignados,pensaba yo, cuya sangre ya no riega laimaginación. Su cerebro padece

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esclerosis. Con la cabeza vacía y elespíritu desanimado flotan en la superficiedel agua, como los restos de un naufragioque el flujo y el reflujo cogen y arrojan,objetos muertos y disformes, a las playasdesiertas.

Más adelante me enteré de que lasocupaciones del molinero no consistíansolamente en moler grano de maíz o detrigo sino en componer unos largospoemas épicos y barrocos en versos dediez y ocho pies. Una vez terminado sutrabajo de molinero, el poeta me deleitabacon la lectura de sus obras o me explicabacómo había abandonado el medioacomodado del que procedía paraasegurarse una independencia sin

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compromisos en aquel molino de harina ypoesía.

Un atardecer, mi anfitrión se sentó alpie de la rueda del molino frente a mí ycomenzó de esta manera:

—Pertenezco a una familiafabulosamente rica. Quiero decir con elloque esta reputación responde a una fábulaencantada. Cuenta que, a la muerte de unode los nuestros, tres contables pusieronmanos a la obra para establecer elinventario de su herencia y que murieron,desgastados por las sumas y los suma ysigue, en columnas y más columnas, sinhaber podido acabar nunca. Pero ¡quécosas no se cuentan! Esa época de grandesfortunas y de bellos navíos ya pasó.

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Nuestra fortuna y nuestra flota, en parte,se han ido a pique en el océano de lasconcentraciones o se han podrido en loscementerios de barcos. Ya no quedan enlas diversas casas familiares, rodeadas dealtos muros y de bosques de bambúes,más que unas maquetas polvorientas sobreunos veladores de caoba o unas marinasal óleo sobre unas paredes cubiertas conpapel ajado.

Esta condición de «muy dotados»venidos a menos, de armadoresdesarmados por el destino, hatransformado un poco nuestra vida por elhecho de que se nos critica ahora muchomenos que en los tiempos de nuestraindiscutible prosperidad, época en la cual

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los miembros de la familia parecíanocuparse mucho de su mala reputación.No es en absoluto que esta últimaestuviera mejor montada que otras encuanto a libertinos o a cabezas locas(incluso teníamos nuestro lote de obisposy de arzobispos con sus sombreros conmadroños triples o quíntuples) pero estose hacía sin ostentación: vicios discretosy mitras modestas. Y esta indiferenciaante el faroleo, ante el alarde de unescándalo, o ante la virtud recompensada,desagradaba mucho más que lo quehubieran desagradado unas Calaveradasmonstruosas. Se sospechaba que losnuestros eran, crimen imperdonable,totalmente insensibles a la opinión

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pública al no tratar de chocarla y nisiquiera de complacerla. «¡Separatistasempedernidos, sin la menor preocupaciónpor los elogios o las maledicencias delprójimo!», murmuraban al pasar antenuestros jardines con las verjasherméticamente cerradas al ruido delcamino o de las calles.

Esta actitud explica, en gran medida,mi irresistible espíritu separatista que aveces me ha llevado hasta el estrado delos tribunales o a las celdas de la cárcel.No creo que el amor exaltado por unapatria o el fanatismo de la independencianacional tengan algo que ver en ello. ¡No!Pienso más bien que esta opción políticano es sino una transposición de nuestros

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sentimientos instintivos hacia nuestrospropios vecinos. Nuestros jardinessecretos, tras los muros de laspropiedades familiares, dibujan antenuestros ojos los modelos soñados para eldestino de nuestro pueblo. De hecho, creoque nunca llegaremos a tomar el árbol deGuernica por una percha para loros… Yahora, niño de contrabando, ¡vamos aacostarnos!

Al alba, el molinero enrollabaalrededor de mi pecho las largas tiras depuntilla desembarcadas del patache de loscontrabandistas. Después de habersefajado el torso de la misma manera, mellevaba hasta el pueblo donde íbamos adepositar con toda precaución toda esta

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mercancía clandestina, escondida bajounas largas capas de luto, en casa delsacristán de una iglesia dedicada aSantiago el Peregrino que, como todo elmundo sabe, es el patrón de loscontrabandistas. El apóstol de lasconchas, con su bastón en la mano y unacantimplora colgando del báculo,avanzaba hacia el porvenir con los ojosllenos de esperanza. Esta mirada lejaname fascinaba y hubiera querido que elbuen apóstol nos contara el itinerario desu eterno viaje a través de los siglos y quenos comunicara, después de tantasaventuras peligrosas, el secreto de suinalterable fe en nuestros destinos.Peregrinos de una peregrinación

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aparentemente sin final, los hijos de estepaís necesitan, de vez en cuando, que seles tranquilice y que se les asegure que suruta tan larga y difícil desembocará, algúndía, en la nave de la basílica de sulibertad.

Mucho antes de la primera misa, elsacristán nos colocaba en la entrada de lanave principal y, apoyándose en la piladel agua bendita, tomaba entre sus manosel extremo de un rollo de puntilla.Entonces, uno tras otro, el molinero y yonos devanábamos, girando sobre nosotrosmismos, cada vez más rápido, a través dela iglesia, hasta la total liberación denuestro refajo de contrabandistas. A vecesocurría que mi lote de puntilla era

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especialmente largo y me veía obligado adar la vuelta a un pilar situado al pie delaltar mayor con el fin de recorrer ensentido inverso toda la longitud de la navehacia el sacristán encubridor. Estaspiruetas ambulantes acababan por darmevértigo. Liberado de mi peso de puntilla,entonces yo titubeaba a través de laiglesia como un creyente ebrio de liturgiaque viera bailar en sueños al EspírituSanto, a la Santísima Virgen y a Santiagoel Peregrino, patrón de loscontrabandistas, de los rebeldes y de losinsumisos. Y en un rinconcito del paraíso,con el que sueñan los bienaventurados quecreen en la promesa de la resurrección delos pueblos oprimidos, al molinero y al

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sacristán enrollando las puntillas de la feen las bobinas de la esperanza.

Una tarde, después de haber terminadonuestra alucinante tarea de repartidores decontrabando, el molinero, todavíatitubeante por sus piruetas litúrgicas, mecondujo, zigzagueando a través de la plazade Itsaso (este era el nombre del pueblodonde me había desembarcado el patachede los contrabandistas), hacia una carpade lona verde, blanca y roja de la quebrotaban en la noche gritos, risas yaplausos. En la pista, un chino con unalarga coleta y un sombrero puntiagudohacía juegos malabares con siete bolasblancas mientras que a su lado un indiocon el rostro adornado con largos

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regueros de pintura policroma presentabael espectáculo:

—Y aquí está Confucio, nuestrohermano de los confines de Asia. Lassiete bolas que lanza a los aires y querecoge para volver a lanzarlas más arribatodavía y obligarlas a bailar este fandangoendiablado que las hace vivas einalcanzables, son nuestras sieteprovincias. Vean ustedes cómo seentrecruzan y se rozan, no separándosepara nada una de otra y formando así hastala eternidad un círculo de familia quenada ni nadie podrá separar jamás…

El malabarista dejó las bolas blancasen el suelo y lanzó hacia la cúspide de lacarpa siete bolas negras:

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—Y aquí están ahora los sieteenemigos de un vasco, con los que tienenque hacer juegos malabares durante todasu vida: el Estado, la Ley, el Ejército, laFrontera, el Impuesto, la Escuela y laLengua Oficial.

Yo contemplaba maravillado las bolasque se elevaban en el aire y que volvían acaer como pobres objetos sin la menorutilidad, juguetes de la fantasía divertidade un pueblo de malabaristas. Estecontratado ballet de bolas negras yblancas se mezclaba en mi cabeza con laronda de Santiago, del Espíritu Santo y dela Santísima Virgen en la nave de laiglesia de la puntilla de contrabando.

Al chino malabarista sucedió un

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equilibrista negro, en pie, con los brazosseparados, sobre un largo alambre tendidoa través de la pista.

—Y aquí tenemos a Gazte-Beltza, eljoven negro. Mírenlo: va a caer, titubea…¿no? ¿Caerá a derecha…, a izquierda; dellado español… o del lado francés de lafrontera; en la riqueza… o en la pobreza;en el pasado… o en el progreso?

De los pliegues de su abigarrada capa,el indio sacó de repente una carabina quelanzó, con un vivo gesto, al pobre negrodesequilibrado. Utilizándola comobalancín, el joven negro se puso entoncesa bailar y a hacer piruetas sobre elalambre con tanta soltura y agilidad comoun bailarín de fandango en la plaza de

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Itsaso.—… Con una carabina entre las

manos, Gazte-Beltza ha recuperado elequilibrio. ¡Ya lo ven, hermanos vascos!,concluyó el indio en medio de losentusiasmados gritos de los espectadores.

Acompañado por el molinero, yohabía conseguido llegar a la primera filade la muchedumbre y aplaudía con fervorlas proezas y los discursos de los artistascuando vi, al otro lado de la pista, al cabode la guardia civil que siete días antes sehabía llevado a Gabino por la playa del o s poneys. Me estaba observando, conuna sonrisa petrificada en sus labios tandelgados como las hojas de un cuchillo.Sentí la mano del molinero que se posaba

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sobre mi hombro y su voz me susurró aloído: «¡Huye! Te ha reconocido».Haciendo una pirueta, me escurrí fuera dela muchedumbre y, deslizándome bajo lalona del circo, desaparecí en la noche.

Al llegar al límite del pueblo oí elprimer ladrido del perro policía. Elanimal, que un guardia civil flanqueadopor su cabo llevaba atado, me siguiódesde entonces el rastro por los campos ylos bosques ladrando sin tregua a mistalones. A medianoche, agotado decansancio, penetré en un bosque decarnosas flores blancas. Relucían en laoscuridad, como luminosos hitos haciaalgún compasivo «Castillo de la BellaDurmiente del Bosque». Y, milagro,

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surgió ante mis ojos, encalado por la luna,gigantesca flor de magnolia en la noche.Forzando con el hombro un postigo depersianas, avancé en el interior de lamansión abandonada. Con el viento de lanoche, se balanceaba encima de micabeza, en medio de un ruido de abaloriosentrechocados, una magnífica araña decristal de Venecia, y sobre la chimenea dela habitación contigua estaba colgado elretrato de cuerpo entero de un oficialtuerto que, bajo el resplandor incierto delclaro de luna, parecía haber perdidotambién el brazo izquierdo y la piernaderecha. Cansancio o alucinación, mepareció que el tuerto, al entrar yo en susalón, me había hecho un guiño de

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complicidad. Vi entonces al lado del grancuadro una carabina de la que me apoderérápidamente, así como una caja decartuchos, colocada al pie del arma, quemetí entre mi camisa. En el precisoinstante en que me daba la vuelta hacia lapuerta, el perro y los dos policíasirrumpieron en la casa. Al verme armado,el cabo encaró su fusil y disparó un tiro enmi dirección. Sentí un choque en el pechoe instintivamente apreté el gatillo: enmedio de un magnífico estruendo de tirode carabina y de cristales rotos, la arañase derrumbó, sepultando bajo sus cadenasy sus abalorios a los dos hombres y alperro, sin sentido. Sin pedir explicacionesni dar las gracias al fantasma del tuerto,

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pasé por encima de los tres cuerposenmarañados y me fui corriendo de lamisteriosa mansión.

En la linde del bosque de magnolios, yal acordarme del disparo, me llevé concierta inquietud la mano al pecho. Misdedos chocaron con un objeto cuadradoque no era en absoluto, como yo lo habíaimaginado, una caja de cartuchos, sino unlibro cuya tapa de cuero había sidoseñalada con un tajo en toda su anchurapor la bala del guardia civil.Respetuosamente, abrí el preciado libroque me había salvado la vida y leí:

EL IMPOSIBLEVENCIDO

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Arte de la Lengua Bascapor el Padre Manuel de

LarramendiSalamanca. Año de 1729

Apoyado en el tronco de un magnolio,revisé la carabina robada en el castillo dela «Bella Durmiente del Bosque» y, alclaro de luna, descifré el nombre deGASTIBELTSA grabado con letrasmayúsculas en la culata. Y de prontocomprendí que, armado con aquellos dosregalos del destino, nadie podría yasometerme a su voluntad. Blandiendo conuna mano El Imposible Vencido y con laotra la carabina de Gastibeltsa, lancé enla noche la frase que mi padre, huyendo

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sobre su fiel caballo, había susurrado aloído de un niño:

—¡No nos cogerán nunca y nosotrosliberaremos este país!

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QUINTO MOVIMIENTO

(1937-1977)

FINALE

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Las páginas siguientes están extraídasde las Memorias de Emilio Carranza quefue oficial del ejército franquista durantela guerra de 1936.

«… Poco después del bombardeo deGuernica, es decir, a principios del mesde mayo de 1937, los puestos avanzadosde mi brigada se toparon con una fuerteresistencia enemiga cerca de un edificiosituado en una playa desierta. Registramosunas pérdidas bastante graves y di orden amis hombres de que se resguardaran enlas dunas que dominaban la playa.

»Al anochecer, me informaron que unaembarcación se hacía mar adentro.Ordené que apuntaran los dos únicoscañones que se encontraban a mi

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disposición pero fue en vano. Laoscuridad nos impidió afinar la puntería.Avisé a la flota pero, como la transmisiónhabía sido mal hecha, el barco fugitivopudo llegar a los puertos que todavíaestaban en manos de los rojosseparatistas. Más tarde nos enteramos deque se trataba de un lote de armas y demuniciones desembarcado la antevísperaen aquel lugar por Lezo Urreistieta. Sinlugar a dudas, fue para evitar suincautación por parte de nuestras tropaspor lo que los vascos habían entablado elcombate en aquella posición sin ningúninterés estratégico. De donde nuestra totalsorpresa.

«Alerté a la aviación alemana de la

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Legión Cóndor que acababa de arrasarGuernica y le pedí que procediera abombardear este reducto enemigo.Efectivamente, al otro día tres Stukaspasaron varias veces por encima de laplaya y destruyeron, con bombasincendiarias, el edificio. Encontramos,cerca de las ruinas calcinadas, a supropietario indemne, salvo una herida enel hombro y en el brazo izquierdo. En sumano derecha todavía sostenía una viejacarabina procedente, cuando menos, delas guerras carlistas. Siguiendoinstrucciones, llevé al prisionero, despuésde haberlo desarmado, hacia el puesto demando para que compareciera ante untribunal militar.

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»Al final de los debates, en cuyotranscurso quedó probado que el edificiobombardeado había servido en numerosasocasiones de refugio a las embarcacionesque intentaban romper nuestro bloqueo, elpresidente preguntó al detenido si noquería expresar su arrepentimiento. Esterespondió en sustancia que lamentaba lapérdida —no de su casa que no era másque una vieja pesquería— del piano quese encontraba en el interior.

»—Era la única dote de mi madre a laque mi padre conoció fortuitamente enBayona, en el tejado de su primerproveedor de armas, cuando se dedicabaal tráfico de contrabando para nuestrastropas hace sesenta años. También de

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contrabando, ese piano de cola fuedesembarcado, después de su boda, en lavieja pesquería. Y muy naturalmente fueen su teclado donde mi padre compuso laSonata a la Independencia para unPleyel de Contrabando que fue editadapor la casa Durand sita en la plaza de LaMadeleine de París e interpretada, porvez primera, en el Albert-Hall de Londrespor Ignacio Paderewski.

»Muy tranquilo, el prisionero precisóincluso que los temas del segundo y deltercer movimiento, Intermezzo y Andante,procedían de las obras manuscritas de suabuelo Mikel Picandia, compuestas en elgran órgano de su mansión de Txapel-Gorri, que fue incendiada, durante la

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última guerra carlista por las tropasespañolas. La tonalidad en si bemolutilizada en la Sonata a la Independenciaera la tonalidad predilecta de suantepasado.

»—¡Comprendan, señores! —concluyó: lo que más me disgusta en ladestrucción del Playel de mi padre es quehabía prometido donarlo al museo de SanTelmo en cuanto se produjera laliberación de mi país y la proclamaciónde la República vasca.

»Estas palabras causaron una pésimaimpresión en el tribunal militar que, porunanimidad, condenó a muerte alprisionero. El presidente dio orden defusilarlo en la playa donde había sido

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detenido. Hacia la medianoche, me dirigía la capilla del viejo palacio dondeestaba instalado nuestro puesto de mando.Todos los criados se encontraban allírezando bajo la dirección de un viejofraile que había acudido rápidamente delvecino convento. Entonces oí por vezprimera la oración separatista: “Dios tesalve Patria, llena eres de lágrimas, ladesgracia es contigo, se te niega entretodas las naciones y Guernica, en elcorazón de tus montañas, está destruida.Santa Patria, tierra de los vascos,nosotros lucharemos por tu independenciaahora y en la hora de nuestra muerte. Asísea.” (No llegué a conocer el sentido deesta oración en euskera hasta tres meses

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más tarde, en labios de un cura vasco, lavíspera de su ejecución en una prisión deBilbao.) Al final de aquella breveceremonia, acompañé al detenido a unasala de órgano próxima a la capilla. Unniño vino a depositar sobre la consola unafrugal comida que los criados del palaciohabían preparado a toda prisa para elprisionero. Este intentó entablarconversación, pero el niño, originario deGuernica, profundamente impresionadodurante el bombardeo de su ciudad natal,había perdido el uso de la palabra. Presade compasión, el condenado sacó de subolsillo un libro con la tapa rajada poruna cicatriz y se lo dio. Por rutina delservicio, me aseguré de que no se trataba

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más que de una vieja gramática vascatitulada El Imposible Vencido. Entoncesel prisionero solicitó autorización paraañadir a su regalo la carabina que se lehabía incautado durante su captura y queandaba tirada encima de un banco de lasala. Viendo el estado de vetustez delarma, accedí a ello. Con un rápido gestode sus dos manos, el mudito cogió el libroy la carabina y se marchó.

»Antes de salir de la sala del órgano,el prisionero me explicó que, durante suinfancia, había interpretado muy a menudoen los triples teclados del instrumentofugas a cuatro manos con elacompañamiento de un duque melancólicoy melómano que tenía el suficiente buen

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oído como para «preferir el GernikakoArbola a la Marcha Real». Como yo nosabía dónde alojarlo hasta el amanecer, élmismo me sugirió el desván. Allí subimosen compañía de los guardias. De unarmario sacó una especie de maniquívestido con el uniforme de las guerrascarlistas y cubierto con una boina rojatotalmente apolillada. Intentó, con laayuda de una llave roñosa, poner enmarcha el motor situado al pie delautómata pero el mecanismo se negó afuncionar. De allí nos guio hacia untorreón donde un telescopio giraba y seinclinaba hacia los cuatro horizontes.Observó el cielo durante un breve instantey concluyó:

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»—Hoy no tengo la menor suerte. Estamañana, la aviación alemana ha destruidoel piano de nuestra Sonata a laIndependencia y, para mi última noche enla tierra, no puedo contemplar más que unfirmamento privado de estrellas. En fin…

»Al amanecer, llegamos, escoltadospor un pelotón de ocho hombres, a losalrededores de la pesquería en ruinas.Para caminar más fácilmente por lablanda arena, el condenado se habíaquitado los zapatos y andaba con pasoelástico en medio de los soldados. Lepregunté si tenía algún mensaje quequisiera transmitir a su familia. Merespondió exactamente esto: «Yo soy elúltimo de los Picandia. Pero las gentes de

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este país son todos hermanos míos. Ellosno olvidarán y continuarán. Loscaballeros de Guernica no venden suscaballos».

«Se adelantó en dirección al mar,contempló el sol que se levantaba en elhorizonte y luego, dándose la vuelta hacianosotros, hundió profundamente sus piesdesnudos en la arena de su país. Unteniente vino a alinear al pelotón y ordenóabrir fuego. Con el ruido de la descargade los fusiles, una manada de poneys huyóde las ruinas para escapar a lo largo delmar.»

* * *

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Perico Picandia fue ejecutado el 7 demayo de 1937, a los cien años justos, díaa día, de la muerte del guerrillero SantiGastibeltsa. Cuarenta años hantranscurrido desde los acontecimientosrelatados en las «Memorias» de Carranza,sin que nunca se haya desmentido laprofecía del condenado a muerte: losmilitantes de ETA han heredado lascarabinas de Gastibeltsa y, en la playadonde fue fusilado el último Picandia,todavía se pueden ver, en nuestros días,unos caballos salvajes que galopan alviento.

Nardiz-kaia, Bermeo. 1977

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MARC LÉGASSE CELAYA. Nació enParís el 19 de abril de 1918. Su padrepertenecía a una familia adinerada deBassussarry de rancia estirpe marinera:uno de sus antepasados, pirata de segundafila, fue ahorcado por los ingleses en elmar Caribe, a mediados del siglo XVIII;otro hizo el contrabando de armas, de

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Bayona a Bermeo, durante la primeraguerra carlista, y su propio abuelodesapareció con toda su tripulación en losbancos de Terranova, por el verano de1873. Su madre era natural de Rentería.

Colaboró con Aintzina (1942), editandoposteriormente una revista satírico-política denominada Hordago (1944,agosto) que le valió en algún caso hasta lacárcel. Dicha revista duró 34 años ydesapareció en 1978 dejando paso a laeditorial donostiarra de su nombre. En1945, al calor de la renovación políticasuscitada por el fin de la guerra mundial yla retirada alemana, se presentó, sin éxito,a las elecciones departamentalesfrancesas. Posteriormente se presentaría

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cinco veces a las elecciones con gruposcomo Enbata, EHAS y EMA.

En las postrimerías del franquismo,Légasse entra en contacto con elabertzalismo de izquierda con el querápidamente congenia, a pesar de quesiempre se consideró como anarquista, yparticipa en varias huelgas de hambre enapoyo de sus compatriotas. Hace amistadcon escritores como Krutwig, Beltza,Ortzi, Txillardegi y con activistas comoEtxabe, Wilson, Ezkerra y Peixoto. En1977 trasladó su residencia a Bermeo, ala vieja casona del muelle donde, antaño,se hospedaba su bisabuelo, el intrépidocontrabandista de carabinas«gastibeltsarras».

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Ha escrito en francés, euskara ycastellano. Ha publicado los siguientesl i b r o s : Cantar del rey Sancho deNavarra, en castellano en 1955, eneuskara en 1985; Las carabinas deGastibeltsa, 1977 en francés, 1979 encastellano (puesta en escena por el grupo«Maskarada» en 1985-1986); Evangelio yapocalipsis del Euskara, 1980, castellanoy euskara; Los contrabandistas deIlargizarra, en castellano 1981; yPasacalle por un país que ni existe en1984 castellano (Puesto en escena bajo eltítulo de Euskadifrenia por Karraka);Anark-herria en 1986 escrito encolaboración con Jakue Pascual, esemismo año publica Infante zendu

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batendako pabana traducido por ItxaroBorda y reeditado en 2006, en 1989publica Maddalen Ithurri y por últimoEuskal anarkista baten mintzoak en1994. En 2011 se publicó La sombra deAxular y otros relatos de Marc Légasse,una recopilación de cuatro relatos, tres deellos originales en francés y nuncapublicados en castellano.

Marc Légasse falleció en 1997.