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Los Cuadernos de Liter@ura LA VENECIA DEL «FIN DE SIGLO» Luis Antonio de Villena D esde que se tejió la leyenda y el ego de Venecia -es decir, desde que la ciu- dad dejó de ser un altivo y mero con- junto de palacios, callejuelas y canales- Venecia ha sido un símbolo. Una figuración simbólica, emblemática y múltiple. Ya en el si- glo XV -cuando la ciudad es rico emporio de comercio y potencia marítima- nace su imagen simbólica. Venecia es una mujer coronada como una reina, sentada en su trono, con la espada en la mano, y acompañada de sendos leones, y aca- so -por ciudad de mar- por algún dios marino. El león -en la Edad Media- era símbolo de in- mortalidad, porque según los bestiarios de la época sus cachorros, al nacer, pasaban tres días muertos, hasta que, con su aliento, el padre los volvía a la vida. El león representaba además la erza (de la misma manera que la espada era autoridad y justicia) y en particular el león ala- do, figuración de San Marcos -patrón de la ciu- dad- era uno de los vivientes apocalípticos. Se- gún el Apocalipsis (tal vez relacionado con un pasaje de Ezequiel) el trono de Dios estaría ro- deado de cuatro seres vivos -símbolo de los evangelistas- uno de los cuales era ese león ala- do. Resurrección, erza y final, son las palabras que se esconden detrás del inicial símbolo vene- ciano. Y acaso el oro también, pues es el trono del mismo león, y el de la arena del desierto (con la voz que grita en el desierto comienza el Evangelio de Marcos) en que supuestamente habitaba. Así la ciudad que comenzó tomando su efigie simbólica del patrono que la custodia- ba, se hizo raudamente digna de aquellos signi- ficados. A fines del siglo XIX -no ya emporio comer- cial, sino villa turística- Venecia era una ciudad mítica, y uno de los símbolos par excellence, de todo un orbe estético que bullía vivísimo, y la imagen básica del esteticismo y de la agonía, pues ya se la suponía -como hoy- una ciudad enferma, cercana a la extinción, como el alma que encarnaba, ya que Venecia (como su parale- la Brujas) era una ciudad del alma, vale por de- cir, encarnación de estados anímicos, en la que la Belleza se amalgamaba con la Decadencia. Gustave Moreau (1826-1898), uno de los pinto- res más característicos y magníficos deln de si- glo, trazó una bellísima acuarela, titulada Venise, en la que se plasma cuanto digo. Sobre una suerte de islote, tras el que se adi- vina la cúpula espléndida de la iglesia della Salu- te, una dama rubia coronada y recamada de pe- drería -de clásico perfil sereno- aparece recos- 68 tada sobre un gigantesco león cansado, cuyas alas semejan una llama hacia arriba, y entre cuyas patas lánguidas, asoma el pomo enjoyado de una espada. (Pienso en un hermoso verso alejandrino de Leopoldo Lugones, que cierra el soneto León cautivo: Se hastía una magnánima desilusión de imperios). Obra probablemente de los años ochenta, en la de Moreau está -lumi- nosa, lgurante- la Venecia que adoró el.fin de siglo con sus propios símbolos y emblemas tra- dicionales. León, reina y espada, sí. Pero lcó- mo? No erguidos ni agresivos, sino con una ma- jestad dejada, opulenta, terminal. El adorno y la belleza ocupan más que la erza, y en todo pa- rece adivinarse, si no la muerte, cuando menos el declive. Una Venecia que no es, sino que sig- nifica. Una Venecia lpor qué no decirlo? serena- mente a la espera de un fin. Igual a sí misma Goya y apocalípsis) pero también a la medida de los estetas que en la belleza excesiva veían pla- centera corrupción y el fin de un mundo. Cuando Gustave Moreau pinto su Venise, la ciudad, en ese siglo XIX, había sido ya un encla- ve ideal de turistas artísticos. Venecia no era un descubrimiento; y menos desde que podía reco- rrerse con un ilustre y lgente libro entre las manos: Las piedras de Venecia de John Ruskin. e stones oj Venice se había editado, en dos to- mos, en 1851 y 1853, cuando su autor tenía treinta y dos y treinta y cuatro años. Era la se- gunda obra importante de Ruskin, tras Las siete lámparas de la Arquitectura (1849), y con su pro- sa larga, sinuosa y melancólica -que concluyó encandilando a Proust- constituyó un vademe- cum ideal para los viajeros. Para Ruskin, Venecia es ya una ciudad decadente, pero al tiempo tro- no de esa belleza que él quiere socializante, - cundadora de buenas obras y espíritus limpios. Justifica así el propósito de su libro: Quisiera trazar su imagen [la de Venecia] antes de que se pierda para siempre y recordar, en cuanto me sea dado, la enseñanza que parecen murmurar cada una de las olas invasoras que vienen a batir como las campanas errantes las piedras de Venecia. Ruskin e, pues, el creador de lo que Proust llamó después -rerido a Venecia- santuario de la religión de la Belleza. Los estetas peregri- nos, de Wagner a Whistler, eron legión. Aquellos vieros, que más que el Baedeker lle- vaban a Ruskin, acudían al Danieli -el célebre Hotel donde se hospedaron Musset y George Sand- o salían de pequeños albergues a recorrer los maravillosos palacios del Canal Grande, evo- car a los Dogos, o buscar las iglesias llenas de nombres ilustres. Se reconocían, y hasta quizá se aburrían en la densa y agobiante Venecia, porque pensaban que su alma se parecía a esa ciudad de templos y aguas verdosas (Oro de los El puente de madera de Ria/to, del cuadro «El milagro de la Santa Cruz» pintado por Carpaccio. 455-1525).

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Los Cuadernos de Literatura

LA VENECIA DEL «FIN

DE SIGLO»

Luis Antonio de Villena

D esde que se tejió la leyenda y el fuego de Venecia -es decir, desde que la ciu­dad dejó de ser un altivo y mero con­junto de palacios, callejuelas y canales­

Venecia ha sido un símbolo. Una figuración simbólica, emblemática y múltiple. Ya en el si­glo XV -cuando la ciudad es rico emporio de comercio y potencia marítima- nace su imagen simbólica. Venecia es una mujer coronada como una reina, sentada en su trono, con la espada en la mano, y acompañada de sendos leones, y aca­so -por ciudad de mar- por algún dios marino. El león -en la Edad Media- era símbolo de in­mortalidad, porque según los bestiarios de la época sus cachorros, al nacer, pasaban tres días muertos, hasta que, con su aliento, el padre los volvía a la vida. El león representaba además la fuerza ( de la misma manera que la espada era autoridad y justicia) y en particular el león ala­do, figuración de San Marcos -patrón de la ciu­dad- era uno de los vivientes apocalípticos. Se­gún el Apocalipsis (tal vez relacionado con un pasaje de Ezequiel) el trono de Dios estaría ro­deado de cuatro seres vivos -símbolo de los evangelistas- uno de los cuales era ese león ala­do. Resurrección, fuerza y final, son las palabras que se esconden detrás del inicial símbolo vene­ciano. Y acaso el oro también, pues es el trono del mismo león, y el de la arena del desierto (con la voz que grita en el desierto comienza el Evangelio de Marcos) en que supuestamente habitaba. Así la ciudad que comenzó tomando su efigie simbólica del patrono que la custodia­ba, se hizo raudamente digna de aquellos signi­ficados.

A fines del siglo XIX -no ya emporio comer­cial, sino villa turística- Venecia era una ciudad mítica, y uno de los símbolos par excellence, de todo un orbe estético que bullía vivísimo, y la imagen básica del esteticismo y de la agonía, pues ya se la suponía -como hoy- una ciudad enferma, cercana a la extinción, como el alma que encarnaba, ya que Venecia (como su parale­la Brujas) era una ciudad del alma, vale por de­cir, encarnación de estados anímicos, en la que la Belleza se amalgamaba con la Decadencia. Gustave Moreau (1826-1898), uno de los pinto­res más característicos y magníficos del.fin de si­glo, trazó una bellísima acuarela, titulada Venise, en la que se plasma cuanto digo.

Sobre una suerte de islote, tras el que se adi­vina la cúpula espléndida de la iglesia della Salu­te, una dama rubia coronada y recamada de pe­drería -de clásico perfil sereno- aparece recos-

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tada sobre un gigantesco león cansado, cuyas alas semejan una llama hacia arriba, y entre cuyas patas lánguidas, asoma el pomo enjoyado de una espada. (Pienso en un hermoso verso alejandrino de Leopoldo Lugones, que cierra el soneto León cautivo: Se hastía una magnánima desilusión de imperios). Obra probablemente de los años ochenta, en la de Moreau está -lumi­nosa, fulgurante- la Venecia que adoró el.fin de siglo con sus propios símbolos y emblemas tra­dicionales. León, reina y espada, sí. Pero lcó­mo? No erguidos ni agresivos, sino con una ma­jestad dejada, opulenta, terminal. El adorno y la belleza ocupan más que la fuerza, y en todo pa­rece adivinarse, si no la muerte, cuando menos el declive. Una Venecia que no es, sino que sig­nifica. Una Venecia lpor qué no decirlo? serena­mente a la espera de un fin. Igual a sí misma Goya y apocalípsis) pero también a la medida de los estetas que en la belleza excesiva veían pla­centera corrupción y el fin de un mundo.

Cuando Gustave Moreau pinto su Venise, la ciudad, en ese siglo XIX, había sido ya un encla­ve ideal de turistas artísticos. Venecia no era un descubrimiento; y menos desde que podía reco­rrerse con un ilustre y fulgente libro entre las manos: Las piedras de Venecia de John Ruskin. The stones oj Venice se había editado, en dos to­mos, en 1851 y 1853, cuando su autor tenía treinta y dos y treinta y cuatro años. Era la se­gunda obra importante de Ruskin, tras Las siete lámparas de la Arquitectura (1849), y con su pro­sa larga, sinuosa y melancólica -que concluyó encandilando a Proust- constituyó un vademe­cum ideal para los viajeros. Para Ruskin, Venecia es ya una ciudad decadente, pero al tiempo tro­no de esa belleza que él quiere socializante, fe­cundadora de buenas obras y espíritus limpios. Justifica así el propósito de su libro: Quisiera trazar su imagen [la de Venecia] antes de que se pierda para siempre y recordar, en cuanto me sea dado, la enseñanza que parecen murmurar cada una de las olas invasoras que vienen a batir como las campanas errantes las piedras de Venecia. Ruskin fue, pues, el creador de lo que Proust llamó después -referido a Venecia- santuario de la religión de la Belleza. Los estetas peregri­nos, de Wagner a Whistler, fueron legión. Aquellos viajeros, que más que el Baedeker lle­vaban a Ruskin, acudían al Danieli -el célebre Hotel donde se hospedaron Musset y George Sand- o salían de pequeños albergues a recorrer los maravillosos palacios del Canal Grande, evo­car a los Dogos, o buscar las iglesias llenas de nombres ilustres. Se reconocían, y hasta quizá se aburrían en la densa y agobiante Venecia, porque pensaban que su alma se parecía a esa ciudad de templos y aguas verdosas (Oro de los

El puente de madera de Ria/to, del cuadro «El milagro de la Santa Cruz»

pintado por Carpaccio. (1455-1525).

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mosaicos de San Marcos, o de la fastuosa Sea/a d'Oro del Palacio Ducal, proyectada por Sansovi­no; y verde de ese agua de laguna y bronce pica­do, cuya mezcla produce, efectivamente, una to­nalidad de decadencia).

Pero entre tantos nombres -de músicos, de pintores, de literatos- en quienes se podría cen­trar la imagen finisecular de Venecia, me queda­ré con cinco escritores que por su vivir y crear -al menos en alguno de sus libros- son esen­cialmente venecianos de su momento: Clarifica­dores o agrandadores del símbolo que la ciudadya era. Hugo von Hofmannstahl, GabrieleD' Annunzio, Thomas Mann, el Barón Corvo(Frederick Rolfe) y Henry James. No debiéra­mos olvidar a Maurice Barres ( que hizo de Ve­necia y de Toledo, nuevamente ciudades con al­ma) ni naturalmente a Marcel Proust (escritorescuya órbita es asimismo el fin de siglo) o a PaulMorand, que en uno de sus últimos libros, Veni­ces (Venecias) trascendió la metáfora de lo bellodeseable a cuanto puede tener -persona o co­sa- alguna relación, aún indirecta, con la ciu­dad. Pero lo quiero aquilatar en unos libros tanprecisos, en general, como significativos.

Hugo von Hofmannsthal, vienés (1874-1929) fue uno de los grandes creadores y una figura al­tamente significativa del finisecularismo. Teni­do como sacerdote del esteticismo (pese a que fue duro, en sus críticas, con quienes suponía falsos estetas; nada detesta un esteta puro más que el esteticismo de moda o baratura) fue hombre de interiores tormentas, algunas rela­cionadas con el sentimiento creador, como la que se refleja en su célebre relato-ensayo Carta de Lord Chandos, de 1902. Católico de ascen­dencia italiana y judía, con algunos parientes en la pequeña nobleza, Hofmannsthal fue para mu­chos -y él se vio con agrado en tal imagen- un representante genuino de lo europeo. Sin embar­go lo que, en verdad, encarnó Hofmannsthal es el espíritu vienés y el gusto por la tradición aris­tocrática en un momento de crisis (también política, la del Imperio Austro-húngaro) en que ambas cosas parecían venirse abajo.

Hofmannsthal es un decadente espiritualista, un esteticista crítico y conflictivo, que intenta (según Hermann Broch, que lo salva) llenar el vacío de una época pobre -quizá por decadente, por falta de verdaderos impulsos creadores- una época en que si alguna vez la miseria se vio encu­bierta por la riqueza, fue entonces. Pero si Broch, en su magnífico y abundoso ensayo Hofmannst­hal y su tiempo (recogido en Poesía e investiga­ción) como he dicho lo salva, otros más contem­poráneos y de crítica más mordaz -Karl Kraus, por ejemplo- lo denigra llamándolo, con re­tintín despectivo, coleccionista de gemas. Figura turbada que comenzó como poeta lírico para concluir como afamado libretista de ópera como Richard Strauss, en una tradición muy vienesa, que parecía sin embargo una huida -idealista­desde la insuficiencia de las palabras hacia la

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música; Hofmannsthal, inestable y tentado por grandes conceptos y pasados resplandores, es natural que se sintiese tentado por Venecia. Sa­bemos que visitó la ciudad ( que había sido aus­triaca, en tres ocasiones, hasta 1866) varias veces y en ella situó parte de la acción de uno de sus libros mejor considerados, aunque inconcluso, Andreas o los unidos. Escrito a partir de 1913, y nunca terminado (se publicó por primera vez, póstumo, en 1930) Andreas es el inicio de una novela-aprendizaje (bildungsroman), que puede ser leída como relato, y que cuenta -con pro­pensión al detenimiento- el viaje iniciático y las experiencias de un joven de la Viena rococó, Andreas, de familia distinguida, que tras atrave­sar los Alpes llega a la flotante Venecia. La parte montañesa ( con la historia del criado malvado y de la pura y primigenia Romana) significaría el detenimiento (y la tentación) en un mundo es­table, sólido, de seguridades y principios, que le sugiere al joven -intuimos- la idea de una vida bien hecha. Sin embargo, la mitad veneciana (tras el inicio, ya turbador, que también lo es) representa y figura lo contrario. Lord Byron -otro venecianista- dijo una vez que Veneciaera la máscara de Italia. No creo que pensase enun rostro o en una figuración simbólica cuantoen el carnaval mismo. Venecia (que es una fron­tera del orbe Mediterráneo) es zigzagueante, de­dalesca, incierta, indeterminada. Y tal términoes clave en el Andreas. Extrañado y fascinadopor lo que ve en la ciudad, el joven vienés viveen zozobra, con un espíritu abierto a la novedady a la sorpresa, y al tiempo, en una determina­ción de sentimientos -adolescente acaso, for­mativa-que le lleva a las visiones anhelantes y ala confusión creadora. Conoce a un jugadorarruinado que camina, de madrugada, casi des­nudo, a su casa. Le presentan a una cortesanadistinguida, y sabe de una niña que, en singularlotería, será rifada entre caballeros para subvenira los gastos de su arruinada familia, y a un nobley distinguido caballero de Malta que, un algoorate pero dignísimo, escribe largas y continuascartas en un café, a una amante que no le conoce. Yel amor ( como una sombra doble) acecha al jovenpor iglesias y callejas, presente y huyendo. lEseso Venecia? Broch describe muy bien el climade Andreas: aquí, en el interminable laberinto decallejuelas y canales, escenario ideal de toda intri­ga imaginable, de todo drama humano, se ve en­vuelto en una serie de complicados espejismos, enun torbellino de luchas internas y antagonismos,en un juego de máscaras, preñado de profundidaderótica y banalidades. U qué ciudad lacustre, lle­na de belleza y de miseria, ha llegado? Es aguasalada, y sin embargo no es mar; ¿puede terminaraquí, en esta amenazadora ambigüedad, el viaje

«Cá d'Oro» obra maestra de la arquitectura gótica que data de la primera mitad del siglo XV.

Situada a orillas del Gran Canal, su fachada fue pintada de oro al finalizar su construcción.

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de la vida, como si en él se fundiera y confundie­ran juventud y vejez? En el referido ensayo -del que he tomado estas líneas- Hermann Broch llama a Andreas la principal obra narrativa de Hofmannsthal. lDescribe una Venecia diecio­chesca -como la de Casanova que tanto intere­só a Arthur Schnitzler- o es una Venecia sim­bólica, y de qué en tal caso? Ciudad sucia y ma­ravillosa de la vitalidad y del placer, Venecia es en Andreas el perfecto correlato objetivo al esta­do de espíritu de un adolescente abierto al vivir que se debate entre el estupor, el miedo y el apetito turbador de sensaciones.

Venecia es la indeterminación, la turbación, el lujo y la miseria. También lo que Broch deno­mina amenazadora ambigüedad. Por donde ya nos topamos con el mismo fin de siglo. Turbie­dad, vitalismo, excentricidad, pero también po­sibilidad de muerte o de estancamiento al que­dar atrapado en ese embrujo que -aparente­mente- no lleva a ninguna parte. Venecia es así, asimismo, la imagen del espíritu de Hofmannst­hal: El miedo por cuanto se hunde y desaparece -crisis de mundo y de valores- y el placer decontemplar esa caída enmedio de un extraño yturbador baile de oropeles. El propio Hof­mannsthal podría hacer suyas -a la vista vene­ciana de Andreas o los unidos- las palabras conque el joven señor pone fin a su curioso poemaSociedad: Me place escuchar su discurso! por es­pectral que sea.

La literatura inglesa tiene referencias venecia­nas desde que, en el siglo XIV (alrededor de 1357) es mencionada repetidamente la ciudad en los Viajes de Sir John Mandeville. Pero será en la época isabelina y en el siglo XIX, cuando el auge de viajeros y residentes dio carta de na­turaleza a la urbe en aquellas letras. La escritora Vernon Lee, que vivió en Italia ( cerca de Flo­rencia) trató de Venecia en su primer libro, de 1887, Estudios sobre el siglo XVIII en Italia, y después en otro de 1906, The enchanted woods. Pero el escritor anglosajón más vinculable por aquellas calendas a Venecia (además de Ruskin y de Walter Pater, creadores en buena medida del espíritu fin de siglo) fue Henry James (1843-1916). James vivió a menudo, en su muy cosmo­polita vida, en Italia, y recogió cinco ensayos so­bre Venecia en su libro Italian Hours (horas ita­lianas) de 1909. El más antiguo de tales expertos era de 1872 y el más moderno de 1899. En dos de sus novelas importantes, La princesa Cassa­massima (1886) y Las alas de la paloma (1902) acude a Venecia. Pero su texto veneciano pri­mordial es una novela corta (the dear, the blessed nouvelle, dijo alguna vez) que apareció en 1888: Los papeles de Aspern.

Henry James fue un hombre raro. Nacido en Estados Unidos, en una familia ilustrada, con­cluyó nacionalizándose británico muy poco an­tes de morir. Se sintió muy pronto ajeno a su país natal y enamorado de Inglaterra, al tiempo que su saneada fortuna personal le permitía

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continuos y selectos viajes por el continente. Sus novelas -psicológicas, intimistas, suave­mente retorcidas, ambiguas o elípticas al me­nos- tratan siempre de americanos en Europa o de europeos perdidos en la elemental vida nor­teamericana. Su mundo -que gozó del éxito, y después de la retirada de los lectores- retrata siempre conflictos de la high lije, vericuetos de pasiones en ámbitos distinguidos, que refleja­ban el propio espacio en que se movió su vida, lo que le valió ser tildado por sus críticos, con relativa frecuencia, de snob. Sin embargo la rare­za de James, su pudoroso misterio, parecen pro­venir de una herida (nunca aclarada, quizá en sus partes pudendas) que se hizo en 1861, ayu­dando a apagar un incendio, durante el inicio de la Guerra de Secesión norteamericana. Proba­blemente esa herida le volvió a James un hom­bre circunspecto, tímido, atado a las más elegan­tes fórmulas corteses, frío, y gustoso de una ela­borada forma del misterio. En cierta manera Los papeles de Aspern revelan todo eso, y Venecia vuelve a ser el correlato (finisecular) de una tur­bada estación anímica.

En un aventajado palacio, junto a un oscuro jardín y en un canal pequeño, viven retiradas allí dos mujeres norteamericanas: Miss Borderau y su sobrina. Muchos años atrás, en los románti­cos primeros tiempos del siglo, la vieja y en­claustrada dama tuvo amores con un afamado poeta que murió joven, Jeffrey Aspern. (Figura quizá vagamente inspirada en la de John Keats). El narrador, hombre de mundo interesado en Aspern -devoto y redescubridor de su obra­ayudado por una amiga que vive en Venecia, mistress Prest, decide (como sea) conseguir las cartas, poemas y documentos -los papeles- que miss Borderau conserva y custodia (se supone) de su romance con Aspern. El narrador (tras una peripecia psicológica típica de James, plena de sutiles claroscuros) finge un amor con la so­brina para intentar poseer los célebres papeles, que incluyen un retrato del joven Jeffrey. El fi­nal será trágico para ambos personajes, una vez muerta la vieja dama. Pero lqué entidad desem­peña Venecia en este relato demorado y refina­do? Una vez más -como tantas veces ocurrió en el fin de siglo, aunque James no fuese cercano del todo a ese espíritu- Venecia representa el ocaso, el rescoldo de una pasión. La belleza co­mo el estuche de una brasa. Correlato idóneo para el misterio y para el romanticismo, la ciu­dad es imagen de almas extintas pero apasiona­das. La vieja dama moribunda que amó al joven poeta pretérito, el caballero cuya pasión es la le­tra antigua, la solterona engañada: Se trata de un retablo sombrío, como el jardín del palacete, en cuya intimidad ( como en la propia Venecia)

Fachada de la basílica de San Marcos, de arquitectura bizantina, decorada con preciosos mármoles,

esculturas y mosaicos.

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arde una llama. Los papeles de Aspern son la his­toria de un ocaso y de una frustración, pero tam­bién de un desesperado intento de vida. La his­toria de un ocultamiento, la metáfora de un enigma. Venecia será para Henry James lo esen­cial romántico, el emblema de un misterio, y también (en repetido contraste, una vez más) la vida del que pugna por manifestarse más allá de la decadencia y del evidente ocaso. Si digo, ade­más, que Los papeles de Aspern es una preciosa novelita (que como casi todo lo de James llamó poco la atención al publicarse) no haré sino aña­dir al símbolo una clara verdad.

Philippe Jullian, gran crítico del art nouveau, dijo que Venecia era la ciudad en que Bizancio y el rococó convivían. Tal vez su gran novela, ex­cesiva como en buena medida la ciudad misma, sea ll fuoco (El fuego) de Gabriele D' Annunzio (1863-1938). D'Annunzio, personaje contradic­torio y fascinante, fue uno de los grandes sacri­pantes europeos del simbolismo y de la deca­dencia.

En buena manera por su propia vida. Socialis­ta que concluyó afecto al más teatral fascismo, egocéntrico, humanista, liberal y patriota extre­mado, amante de la disciplina y del desarreglo, drogadicto, presuntuoso de sus amores, belicista y esteta, nuestro hombre logró crear una biogra­fía que fuese en sí misma arte, y que no desme­reciese de sus propias creaciones. Ideó frases y actitudes llenas de arrogancia, como aquella de Vivere pericolosamente, y dio sentido a alguna petrarquesca, que fue definitivamente suya: Unbel morir tutta una vita onora.

Gabriele D' Annunzio había ido por primera vez a Venecia en 1887 cuando el yate de Adolfo de Bosis, en el que hacía una travesía por el Adriático, estuvo a punto de naufragar y el cru­cero Barbarigo llevó a los viajeros a la ciudad, siempre una de las favoritas del Poeta (a D' An­nunzio le gustaba que le llamasen así, aunque entre otras cosas llegó a ser diputado en el Parla­mento) aunque no en la que más vivió. Quizá porque la ciudad fascinante le pareció enervante o venenosa. Pero trazó uno de los más belloshomenajes hechos a la ciudad acuática. Yaamante de la Duse, el 30 de octubre de 1895,pronunció en el Liceo Marcello un encendidoencomio de Venecia titulado Allegaría dell'Au­tunno, que poco después se editó en Florenciaen edición restringida. Cuando D'Annunzio pu­blicó El fuego en 1900 -había comenzado a es­cribir el libro en 1896- incluyó ese discurso, en­treverado de acción novelesca, en su principio.Pero allí, en un gesto grandilocuel)te y vanido­so, su protagonista, el poeta Stelio Effrena (claroalter ego del autor) lo pronuncia, ante resplande­ciente y alta concurrencia, nada menos que en laSala del Maggior Consiglio del propio PalacioDucal. En ese discurso (rico, verboso, coruscan­te, engemado) Venecia es vista como una ciu­dad estéticamente otoñal, ya que es una mezclade luces y sombras, no sólo en cuanto a la física

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Pórtico del Palacio Garzoni

sobre el Gran Canal.

ciudad misma, sino en un sentido espiritual (ha­bla de una sombra palpitante y fluida que extien­de a la dialéctica de las relaciones de oscuridad y luz en la poesía y en el arte, destacando una be­lleza específicamente autumnal que no es (en su encarnación ciudadana, a través de los grandes pintores vénetos) se non una fiamma inestingui­bile a traversa un velo d'acqua. Luz y sombra, convertidos en placer y dolor, componen una estética esplendorosa y agónica. La misma que palpita -grandilocuente y elegante-en toda la novela ll Fuoco ( que iba a indicar un ciclo titula­do Romanzi del Melagrano, Novelas de la grana­da) una de las mejores obras prosísticas de D' Annunzio.

ll fuo_co es la historia de los amores del joven Stelio Effrena, con una lánguida, enfermiza y más madura actriz trágica, La Foscarina, loca­mente prendada del poeta. En medio de esa re­lación apasionada y cruel (no exenta de pincela­das masoquistas) y de toda su parafernalia esté-

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tica, aparece una musicista joven, Donatella Ar­vale, que despertará los celos de la Foscarina, pero también su resignada aquiescencia a com­partir el amor, siempre apasionado, de Effrena. Después les vuelve a unir el proyecto de crear en Italia -en Roma- un gran teatro de estilo wagneriano, para el que ella (tras la renovada pa­sión) decide ir a buscar fondos entre los bárba­ros, y ofrecer a su amante ese escenario para su genio, entregados los dos, desesperadamente, al culto de la Belleza. El final, evidentemente sim­bólico, y no exento (como otras partes del libro) de megalomanía, presenta a Stelio, con otros amigos poetas, portando hacia una góndola el féretro de W agner, que acaba de morir (la ac­ción se situaría, pues, en 1883) ahí en Venecia.

La novela consituyó, al parecer, un escándalo, porque revelaba las íntimas relaciones del escri­tor con la gran actriz Eleonora Duse, sólo cuatro años mayor que él, pero considerada ya como una veterana. Pese a esa exteriorización de inti­midades -tan criticada- la Duse aceptó su papel de entregada amante, diciendo que ella (aunque sabía el tema de la novela) no podía privar de una obra maestra a la literatura italiana, y ade­más, y pese al sufrimiento -continuaba- ha quarant'anni ... e amo!.

11 fuoco es una novela, básica y esencialmente veneciana. Su estilo, sus colores, sus sensacio­nes, su manierismo, parecen ser un continuo homenaje a los grandes pintores de la ciudad: Veronés, Guardi, Tintoretto, Tiziano, Bellotto, o Carpaccio. Mientras que la ciudad misma -co­mo correlato anímico, una vez más- se convier­te en el enjoyado símbolo del esplendor carnal yde la decadencia. La Belleza no es sólo pues, lapasión sino también su casi unitaria sensaciónde muerte. La vitalidad y la agonía que la ciudadencarna finisecularmente se convierten en teo­ría general del arte (luz y sombra) y en imagende la relación entre Stelio y la Foscarina. Visual­mente (en cuanto el término convenga a lo lite­rato sin perder literaturidad) 11 fuoco -quizá co­mo la valleinclanesca Sonata de otoño- es unade las mejores figuraciones o carnaciones de laestética/in de siglo. Lo muriente se hace vida, yla vida, extremada por el afán de belleza, tangela muerte. Así se describe, al comienzo de la no­vela, en una presentación simbólica del crepús­culo veneciano. Dice el poeta París Eglano: Den­tro de una hora, Venecia ofrecerá a algún amanteneroniano oculto en su <<felze» ( camareta de unagóndola) el espectáculo dionisiaco de una ciudadque se incendia delirando. Esa expresión de in­cendio delirante -con lo que el delirio conllevade enfermedad- sería una nueva alusión explí­cita al carácter dual de Venecia como enclave deplenitud y muerte.

Por lo demás Gabriele D'Annunzio lograría la culminación. personal de su estética exuberante y agónica al instalarse en el casón que llamó 11 Vittoriale -junto al lago de Como- en plena grandeza de su personaje.

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Uno de los muchos estrechos canales, donde circulan las tradicionales góndolas.

El palacete (que legó al pueblo italiano) es una auténtica glorificación del art nouveau (vita­lidad y agobiador ocaso) lleno de estatuas diver­sas, pieles de animales exóticos, objetos orienta­les, bibelots lujosos, y toda una suntuosa amal­gama de lienzos, columnas, libros, máscaras y ánforas, con divanes, despachos, y camas con dosel. lNo es 11 Vittoriale, en buena medida, un homenaje a la estética de Venecia -una de las ciudades que mejor encarnó el fin de siglo, si 11 juoco mismo celebra esa estética?

Venecia correlato de esplendor y decadencia. Quizá por eso uno de los libros capitales para

entender la simbología de la Venecia finisecular, sea Der Tod in Venedig (La muerte en Venecia)_ de Thomas Mann. Escrita en 1912 y publicada un año después, esta novela corta sigue conside­rándose hoy uno de los textos capitales de Mann, parangonable en cierto modo, y pese a su tamaño, con otros de más enjudia como Tonio Kroger o La montaña mágica. Thomas Mann

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(1875-1955) fue considerado durante mucho tiempo, y en buena medida él aceptó el papel, el gran clásico de la moderna literatura alemana, un ser fascinado por la imagen mítica de Goet­he. Escritor conservador tentado por toda suerte de aventuras espirituales, Mann ( ordenado pero inquieto, tendente a la mesura, mas conocedor de las secretas y eficacísimas virtudes del exce­so) comenzó su carrera novelística e intelectual como escritor realista, constatador del ocaso de la burguesía, para acabar enfrentando en la no­vela grandes mitos esenciales, que supo (como siempre había hecho) acercar al público. Uno de los rasgos que definirían a Thomas Mann es el haber sabido popularizar entre los lectores te­mas y actitudes intelectuales (en un estilo preci­so y cuidado) sin por ello haber dejado de ser considerado un autor exquisito, de propensión elitista, o refinado incluso.

Los Buddenbrooks -de 1902- fue la primera novela importante de Mann ( él llegó a creer que sería la obra por la que se le recordara, pese a haber escrito cosas mejores) en la que aborda, con la historia de una gran familia burguesa, el que sería uno de sus temas básicos: la decaden­cia. La generación activa, creadora y trabajadora, deja paso a unos nietos delicuescentes, poco in­teresados en la acción o en la fortuna, dedicados al arte, a la pesquisa intelectual, o disgregados en busca de renovadas aventuras del espíritu, lo que llevará -digamos, por agotamiento- al final de la saga Buddenbrook. Ahora bien, abandonar la esfera de la seguridad para entrar en ámbitos nuevos, atrevidos, de curiosidad y exceso les al­go positivo o negativo? Es decir, la decadencia ( otorgando a la palabra el sentido profundo y complejo que siempre le dio el escritor) leleva al ser humano o lo denigra? lEs su culminación, el ascenso hacia su refinamiento o su definitiva caida al haberse apartado de las virtudes que so­lidifican? Mann pensaba que el tema de la deca­dencia no era sólo asunto de desvirtuación bioló­gica sino también de ampliación existencial. De­cadencia y degeneración -palabras de terrible sonido- implican mucho más que vicio o acaba­miento, puesto que no hay final que no sea prin­cipio. Dice Mann -en una conferencia de 1939 refiriéndose a esos términos: La disolución o la decadencia pueden convertirse en palabras va­cías, o palabras que determinan lo contrario de lo que debieran significar en la mera biología natural: al designar un escalón posterior, seña­lan también un escalón más alto, más desarro­llado, «decadencia» puede también significar in­cremento, elevación, pe,feccionamiento de la vida.

Nutrido en Schopenhauer y en Nietzsche -pero también en Platón- Mann aborda el sím­bolo de la Venecia fin de siglo, el tema de la de­cadencia y la belleza, en una novelita verdadera­mente maestra. En La Muerte en Venecia el es­critor Gustav Von Aschenbach, hombre de or­den, de rigor, creador afecto a la perfección de la

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regla ( en cierto modo trasunto del propio Mann) atraviesa una cierta crisis de esterilidad y decide descansar en Venecia, hospedándose -como tantos turistas ilustres- en un gran Hotel del Li­do. Allí le saca del hastío, le conturba, y le ter­mina arrojando a un universo nuevo, a un nue­vo -pero ya imposible- sentido de la vida y del arte, la presencia de un adolescente polaco, su­mamente hermoso, Tadzio, a quien seguirá y perseguirá, cada vez más anhelante, en la playa y por el dédalo de la misma Venecia, sometida a una súbita epidemia de cólera, que llevará al es­critor a la muerte, a la par que la figura de Tad­zio le ha puesto en contacto con la belleza abso­luta, que roza la perfección, el quietismo, y la destrucción. Todo comienza cuando Von As­chenbach mira al / adolescente (unos catorce años) a la entrada del comedor del Hotel y se di­ce: Advirtió con asombro que el muchacho tenía una cabeza pe,fecta.

lQué es La Muerte en Venecia? Para algunos una las dos grandes corrientes de la obra de Thomas Mann: Reflexión sobre la decadencia, y viaje al mito ancestral que enlaza muerte y ero­tismo. Para otros meditación sobre la belleza (entendida a través del arquetipo platónico) o acercamiento al desorden y frenesí del hundi­miento. La Muerte en Venecia es la metáfora de una decadencia, la del escritor Aschenbach y la que implica -contradictoriamente- todo inten­to de vivir la vida pasionalmente, como arte su­mo, diríamos, la vida más allá de la vida. Vene­cia es, así, la imagen que une a Tadzio y a As­chenbach. La suma belleza, pero también el hundimiento ante el imposible, el deseo de ple­nitud vital encarnada en la moceril perfección, pero asimismo la imposibilidad última de esa perfección y belleza, el corolario de que vivir mata (y no tanto aquel vivir envilece que decía Henri de Régnier) mas que esa vida excelsa, abrumadora, excesiva, hermosísima -de nuevo la metáfora del fuego- es la única que merece la pena vivirse, aunque lleva a la muerte, y antes a la agonía. La Venecia cansada y opulenta de Gustave Moreau se encuentra -con resonancias más profundas- en la pareja de opuestos/com­plementarios Von Aschenbach-Tadzio.

En pleno momento de su decadencia y su de­seo, Gustav tiene una especie de sueño que re­sume, muy bien, su turbación ante lo que ocu­rre, la dualidad finisecular de la belleza: Iniciase con miedo. Miedo y placer y una curiosidad estre­mecida por lo que iba a venir. Reinaba la noche ylos sentidos de Aschenbach estaban en acecho, pues desde lejos acercábase un confuso estrépito formado por mil ruidos entremezclados, y domina­dos por la dulzura de los sonidos de una flauta profundamente excitante, que producía una sensa-

Vista del Gran Canal desde la «Cá d'Oro» frente a la cual se asienta el suntuoso palacio Pesara,

de fines del Renacimiento.

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ción de enervamiento y despertaba en las entrañas un incontenible ardor.

Espléndida obra sobre el sentido de la belleza decadente, no puedo concluir este comentario al libro de Thomas Mann, sin unas palabras sobre la magnífica -y algo mudada- versión cinema­tográfica realizada, en 1971, por Luchino Vis­conti. Obsesionado asimismo por el asunto de la decadencia, el regista italiano plasmó, a mi ver, primorosamente, el espíritu de la obra de Mann, pero a Muerte en Venecia, a la película, le ha ocu­rrido lo que a tantas obras maestras al populari­zarse; sin dejar de ser lo que son -maestras- el comentario y manoseo de pseudoestetas y gente plana la terminan convirtiendo -sólo aparente­mente, y también para superficiales- en un pro­ducto trivial y prescindible. Me parece que tanto el librito de Thomas Mann, como la deudora obra de Visconti son, cada cual en su campo, trabajos excepcionales. Tropos soberbios de la Venecia del fin de siglo.

Frederick Willian Rolfe, autoproclamado en ocasiones, Barón Corvo (1860-1913) es uno de los más excéntricos escritores de un período ex­céntrico de la literatura inglesa. Fascinado por el catolicismo, desdeñado sacerdote por las autori­dades eclesiásticas, acérrimo pederasta, escritor abarracado, arcaizante, renovador y singular -escribió novelas, poemas, cuentos y crónicashistóricas- publicó su primer libro en 1895, Sto­ries Toto Told Me, cuando vivía en Londres tra­bajando mucho en bibliotecas sus escritos -edi­tó su curioso Crónicas de la Casa de Borgia en1901- pero creyéndose perseguido y denostadoen sus infinitas ansias de grandeza. Su obra másconocida, la semiautobiográfica Adriano VII(1904) -de la que existe una moderna versiónteatral- cuenta su subconsciente compensaciónpor no haber llegado al sacerdocio, al convertir asu alter ego, George Arthur Rose en Papa, re­pentino, excéntrico y heterodoxo sucesor deLeón XIII. Cansado de su lucha, su pobreza yagobiado de ínfulas ilustres y mánía persecuto­ria, Rolfe marcha por segunda vez a Italia -aVenecia- en 1907, y en la ciudad adriática viviráhasta su muerte, ocurida por malavida y miseria,pues el pobrísimo Barón Corvo había dormido,muy a menudo, al raso. Sableaba a sus amigos ya la colonia inglesa ( que lo detestaba), gastabacon esplendidez y apetito de lujo el dinero quele daban -cuando era suficiente para algún ex­ceso- o vivía como miserable sopista, tratando alos jóvenes gondoleros, con quienes trababa re­laciones de negocio (presentárselos a algunososcuros caballeros ingleses) y propio sexo. Du­rante 1909 y 1910 -en un tiempo que estuvo enel Palazzo Mocenigo- escribió una curiosa no­vela (acaso su obra más significativa) tituladaThe Desire and Pursuit of the Whole (El deseo yla búsqueda del todo) subtitulada: Una novela dela moderna Venecia, y que sólo llegó a editarsepor vez primera en 1934. La novela cuyo temamítico sería la búsqueda del andrógino como

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ideal ( el títuló procede de El Banquete de Platón, donde se expone -entre otras- la teoría de que el amor es buscar nuestro complemento para formar el todo básico que perdimos) retrata ade­más las peripecias de la vida de muchos perso­najes de la floreciente colonia inglesa en Vene­cia, mientras el protagonista -Nicholas Crabbe­se enamora de una chica-chico (Zilda-Zildo) cuyas peripecias seguimos en el texto. Poco des­pués de ese libro (aunque dejó muchos más iné­ditos), comido por la hambruna, acaso por el de­sengaño, y desde luego por las dificultades acres de su vivir, Corvo no escribió nada más. Pero su intensa relación con Venecia tiene aún otro capítulo.

Se conservan veintitrés cartas y dos telegra­mas que entre 1909 y 1910, Corvo escribió a un innombrado amigo inglés al que le pedía dinero -que a veces recibía- al tiempo que, sin tapujosle narraba los encantos pederásticos de los veri­cuetos venecianos, de sus simpáticos golfillos yatractivos muchachitos gondoleros. Tales textos(publicados por primera vez en libro de 1974) seconocen hoy como The Venice Letters, o Cartasde Venecia y constituyen un magnífico docu­mento sobre la vida marginal de la ciudad a co­mienzos de nuestro siglo. Su destinatario, Char­les Masson Fox, fue un gentleman inglés, solte­ro, seis años más joven que Corvo y que murióen 1935. Este hombre, de británicos vicios in­confesos, pretendía ir a Venecia, y nuestro Ba­rón, a cambio de dinero, le ofrecía delicias, enesas cartas amenas y descaradas. Así, por ejem­plo, en la carta de 28 de noviembre de 1909, Rol­fe cuenta a su corresponsal, cómo ha acudido auna casa de empeño a rescatar algunos objetos(anillos antiguos, una cruz) comprobando queya han sido vendidos por su menesterosa tar­danza. Después en los muelles de las Zatterebusca al muchacho Amadeo (del que ya ha ha­blado a Masson Fox) para preguntarle por unclub privado o burdel masculino, llamado la Ta­bla Redonda (Round Table) que, al parecer, seha trasladado de Venecia a Padua, y en el quejóvenes y muchachillos se prostituyen. Rolfe ha­bla del precio de la habitación y de los chicos,describe los encantos de un fin de semana allíque le narra Amadeo (no deja tampoco de ofre­cer detalles de éste) y concluye comentando deuna taberna y del deseo del muchacho (imagina­mos que así ponía los dientes largos a Masson)de pasar con Rolfe otro fin de semana en laTabla Redonda.

Frente a tantas imágenes básicamente simbó­licas como llevamos viendo de la Venecia finise­cular, la del Barón Corvo (sin dejar el simbolis­mo) es también real. En tanto que palpable, la Venecia corvina es un paraíso permisivo del Me-

Detalle de la obra de Vittore Carpaccio pintada en 1516. En primer plano el león de San Marcos, al fondo

la plaza vista desde la laguna con el Palacio de los Dogos.

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diterráneo (como el que Norman Douglas situó en Capri), un lugar hedonístico que representa la calle libre, el apetito carnal, la homosexuali­dad helénicamente asumida, el ideal pederástico de camaradería, el vicio que no lo es ya. Pero, a la vez, Venecia es la ciudad de la ambigüedad, un enclave de plenitud tocado por lo decrépito. La imagen de la belleza ideal, acechada (no en­suciada) por el tiempo, su carcoma, y la pobreza. Corvo hace de Venecia un símbolo en el que el lujo adquiere una forma tocable, explícita, bella, al tiempo que una sombra asoma de continuo. En realidad La Muerte en Venecia de Mann y Eldeseo y la búsqueda del Todo no son libros tan contrapuestos como pudiera parecer. Ambos buscan el Absoluto, y ambos se encuentran con su posible imposibilidad en un marco de opre­sión. Pero la metáfora de Corvo es más pagana y la de Thomas Mann más intelectiva, aunque ciertamente no menos física.

La Venecia de Fin de Siglo fue una patria de estetas.

Aparte de quienes allí vivieron -y extende­mos un poco este espíritu finisecular hasta el úl­timo tramo de los años veinte- por allí pasearon y soñaron Rilke o Jean Lorrain, Henri de Rég­nier o Diaghilev, que allí murió y está enterrado. Todos centraron en la ciudad su apetito de be­lleza y de exceso, (resurrección y oro) su afán de vivir tanto que la muerte enseñaría, tras su corti­na de seda, sus ojos tremendos. Venecia podía parecerse a la célebre marquesa Luisa Casati, que también estuvo allí, y que fue alucinante­mente retratada por Man Ray, toda mirada de ensueño y de delirio. Porque Venecia encarnó esa dualidad extremada: la exacerbación de la belleza y el apetito de muerte que conlleva. La pasión como vitalismo y enfermedad. La ruina que acecha a la plenitud. De alguna manera la imagen de esas vidas humanas que se querían plenas y en busca de un absoluto. lPervive aún esa Venecia que imbrica vitalidad y ocaso? No puedo dejar de citar un bello poema de Pablo García Baena, de su último libro inédito, Antesque el tiempo acabe (1987) y que se llama preci­samente, Venecia.

Allí Venecia en el otoño adriático su veronés veneno verdeante, su carnaval mojado desparrama, rerparte entre las manos del viajero camisetas rayadas, bucentauros, palomas ciprias hacia San Giorgio. Llegan todos ansiosos: Kodak, planos, iOh, Venecia!, tarjetas del albergo Paganelli. Oros líquidos caen de los bulbos hinchados, de las cúpulas tensas, la corrupción nos cerca entre tus brazos náya-

Chorreantes caballos patalean agónicos los desteñidos bronces. Suena el tiempo y te hundes, Venecia,

[ des.

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erizada de escamas como un reptil heráldico, nos hundimos contigo en tu estancado páramo, en ligeros pecados como música o lluvia, frutales azafates donde bichean los vermes. Se abrazan los tetrarcas en el pórfido, presta la espada a la erosión del beso, a la campana virgen del diácono. Y te vuelves al mar, tu padre incestuoso que te posee abierta, a la costumbre, pintada actriz que sabe que el amor es moneda

[fugitiva, vieja opulenta que fuiste Serenísima, madre de usuras y mercaderías, en tu diván de légamo y recuerdo. Vuelves al mar. Por la Laguna Muerta el cementerio flota como un ahogado oscuro, barcazas de difuntos al olvido, riada de sollozos alejándose: Lord Byron, corazón de cornalina, indumentos gofrados de Fortuny, laureles dannunzianos, rojas gemas al cuello de Desdémona, Ana Karenina y su pamela paja -niebla al fragor de la locomotora-:«Usted puede arrastrar mi nombre por el lodo».Arrástranos contigo, cortesana del agua,sueltos los ceñidores, los secretos,cloacas engullendo últimas resistencias,carmíneas lumbrerías de deseo.Rige la podredumbre carnal con tu tridente,caduceo florido, muslo, armiño encharcado,mientras tus muslos caen al liquen de los la-

[bios, góticas cresterías hacia el fondo, hacia el silencio, lecho, adormidera, a tu fango de hastío y de sabiduría, a tu esplendente fin inexorable, Venecia.

En el citado libro de Paul Morand, Venices-1971- como en este poema de García Baena,en un barroco o manierista o veneciano lenguajede hoy con sus imágenes oníricas, vive cierta­mente el espíritu finisecular. Venecia es -siguesiendo- el esplendor y la caída. Sigue siendosimbólica y marina, representa el oro, la fuerza,la eternidad de la Belleza ( como en su clásicaefigie), oro también el final, el acabamiento. Ve­necia sería una metáfora de la vida que merecevivirse. De la plenitud. De lo imposible oscure­cido, asediado. Y como hoy vivimos un Fin deSiglo nuevo, acaso por ello vamos más lejos, y elsueño del poeta, el sueño de todo genuino este­ta (y la ciudad dice que el esteticismo es polisé­mico, trágico y denso) sería hundirse, terminar,morir con Venecia. Nuevo símbolo: ,-,..,Venecia, enfín, el mundo que nos cum- ••ple y que nos interesa. �